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Pequeña como esta niña

Laura Etcheverry. Escritora

Antes de compartir las respuestas que Marina di Marco dio a mis inquietudes sobre la literatura infantil, quiero aclarar que su capacidad, su experiencia, su currículum apabullante, distan mucho de las razones por las que la elegí como entrevistada, elección a la que respondió como responde a todo lo que la entusiasma: con pasión, con alegría, con humildad, con la mirada y la voz iluminadas. La elegí porque es una niña. Siempre lo será. Y nadie más apropiado que un niño para hablar del tema. Ese interlocutor buscaba para indagar en el misterioso mundo que crean las palabras, para ofrecerse ante los ojos de los chicos como una de las alternativas más claras para cultivar sus espíritus recién estrenados, hacerse amigos de la fantasía, trascender las apariencias de lo real, y confirmar, como dice Pessoa, que hay metáforas más ciertas que las personas que caminan por la calle. Y que semejante descubrimiento hace mejores personas a los niños… y a los adultos que nunca dejarán de serlo.

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—¿Cuándo descubriste que tu mundo giraría en torno a las Letras?

Es una linda pregunta, para todo el que elija un camino. Las Letras fueron lo que siempre preponderó en mi familia —mi papá es escritor y mi mamá, profesora de Literatura—, siempre cultivamos el amor por la literatura, y yo noté que tenía facilidad para escribir desde muy chica. Empecé a leer sin parar y hasta disfrutaba estar enferma para poder quedarme leyendo…

—¿Y tu adolescencia?

—Durante un campamento intercolegial, uno de los temas tenía que ver con la vocación, con la llamada que uno siente, y la chica que nos dio una de esas charlas, que ya estaba terminando su carrera universitaria, nos dijo: «a veces no hay

que darle tanta vuelta, a veces es lo que más fácilmente nos sale, porque Dios nos pone el talento para que vayamos para un lado en concreto». Estaría enterrando algo si me dedicara a otra cosa.

—¿Y el vuelco hacia la Literatura infantil?

—Lo infantil… tiene otro recorrido. Hoy veo que todos los ríos iban a dar a un mar, y que no había forma de no llegar ahí… Pero lo veo en retrospectiva. En el momento fue un dejarme llevar por la corriente, aunque no dejó de tener su cuota de reflexión, de ir tomando pequeñas decisiones que después llevan a una más grande, como en todo.

—¿Y cómo acabaron los ríos en ese mar?

—El último año de la carrera teníamos que elegir una materia optativa, y por cuestiones de horario, mi mejor amiga y yo elegimos Literatura y Folklore. Cursándola se me suscitó el interés por el género de la canción de cuna.

—¿Cómo definirías a la literatura infantil, si tuvieras que hacerlo desde tu concepción ideal del género?

—La pregunta es muy válida, porque hay cosas que se mezclan en esto de definir la literatura infantil, eso que María Adelia Díaz Rönner llama «intrusiones». La literatura infantil (y es una definición de Maite Alvarado y Elena Masset) es una literatura que se encuentra en una intersección en la que se tocan dos polos: el polo apelativo, que está pensando en el niño, en el mundo que se le transmite a ese niño a través de la literatura; y el polo estético, que es el que permite el disfrute primordial que hace a la literatura, a la belleza.

—¿Y cuál sería el equilibrio perfecto?

—Una frase de Italo Calvino decía que un clásico es ese libro que se puede sacudir solito a través de los años, y sacarse todo el polvillo que le echamos encima los críticos, para seguir brillando con su luz propia. Yo diría que la literatura infantil es ésa que los niños siguen disfrutando y de la que pueden seguir aprendiendo al mismo tiempo, desempolvándose de todo el aparataje crítico.

—Seguramente es una percepción personal, pero la literatura infantil pareciera permitir una mayor libertad en la creación, en darle rienda suelta a la imaginación, e incluso no estar tan sometida a la crítica despiadada. ¿Por qué será?

—Nunca me lo había planteado en esos términos, pero entiendo que surge también de tus características como autora. Siempre que nos sentamos a escribir, hay todo un mundo de preconceptos: eso que en el mundo de la literatura infantil la crítica ha resumido como la «imagen del niño»; y también está la imagen de adulto… ¿Veo al adulto como un par, o como un juez de mi obra?

También importa el recorrido de lecturas que tiene cada uno. Es muy habitual que tengamos más lecturas de adultez que de infancia en cuanto a lo clásico, lo canónico o relevante.

Marina di Marco es licenciada en Letras por la Universidad Católica argentina y diplomada en Estudios Avanzados en Literatura Infantil por la Universidad Nacional de San Martín.

—Se me figura como un terreno en el cual todavía no está todo escrito, donde se puede lograr originalidad. En cambio, en la literatura adulta, en la que tampoco está todo escrito, pesa mucho más su historia como para animarse a sorprender.

—¡Claro! Y lo último tiene que ver también con un preconcepto que quizás no se refleja en el lector empírico, pero sí en el ideal (el que se gesta dentro de la obra), y con la capacidad de fantasía y de la imaginación de la infancia, el ámbito que se concibe como de mucha mayor libertad.

—Gracias a una amiga bibliotecaria, leí Cuando San Pedro viajó en tren, de Liliana Bodoc. A partir de ahí descubrí ese tipo de literatura infantil que desconocía, y quise sumarme como autora. Antes tenía el prejuicio de que había que construir textos simples, breves, con moralejas claras y con ilustraciones complementarias, conceptualmente sencillas. ¿Cuándo y cómo se gestó semejante cambio?

—El punto de inflexión es María Elena Walsh. Y no es una opinión mía, también lo dicen Maite Alvarado y Elena Masset. Y tantos más… María Elena Walsh es un antes y un después: la visión poética, una estética que ella tomaba también de la literatura inglesa, que conocía por su familia… Gracias a esos elementos es que nuestra literatura empieza a mirar hacia otros horizontes.

—Hablemos del libro álbum y del rol del ilustrador.

—El libro álbum es un género que surge en los años ‘50, al principio, gracias a las tecnologías que empiezan a posibilitar que la imagen no quede siempre de un lado y el texto del otro, y que empieza a tener su boom en los años ‘80, con más creaciones que contribuyen a eso. Hoy en día es quizás hasta excesivo, hasta el punto de que se venden libros ilustrados como si fueran libros álbum, y no lo son.

—¿El gran público tiene claras esas diferencias?

—No, la mayoría de las veces no. Y reconozco que en algunos casos es difícil diferenciarlos. A veces es muy delgada

la línea que los distingue. Pero que las ilustraciones sean maravillosas no quiere decir que haya un libro álbum. El libro álbum es el que va a estar aportando a través de la imagen un sentido, la palabra y la imagen están exactamente al mismo nivel de producción de sentido, y muchas veces incluso pueden generar contrapuntos. Eso apunta a una complicidad con el lector y a eso que decías de darle más autonomía, más crédito al lector, a un lector inteligente. También muchas veces es un lector que no sabe leer, porque se le lee a un niño que no está alfabetizado todavía y que nunca desdeña las imágenes, como sí lo hace el adulto…

—¿Cómo funciona el papel del ilustrador en la literatura infantil?

—El rol del ilustrador me resulta envidiable en el sentido de que es primero un lector, y después un traductor, un traductor como productor de sentido. No hay traducciones exactas. Y en este caso, cuando estamos hablando de traducciones intersemióticas, porque son formas distintas de producción de sentido cada una en su lenguaje, cuando hace esa traducción pone mucho de sí. Porque una cosa es lo que quiso hacer el autor, cómo se vertió él en la obra, y otra cosa es lo que encuentra uno. Y ahí viene lo que Rioceur define como «reconfiguración»: cuando el lector se acerca a la obra, y llega a cerrar (o a abrir, en realidad), a completar el sentido de la obra, pero desde su propia experiencia. Fijate que el ilustrador estaría en este punto: se acerca como lector al texto, pero después se vuelve también un productor.

—Y también debe lograr su estilo propio, como el que escribe…

—Totalmente, sí.

—La literatura infantil tiene un público adulto, a la par de los niños. Incluso a veces son quienes la disfrutan más que los chicos. El lector adulto (y el autor) de literatura infantil, ¿siguen siendo de algún modo niños, y en estas instancias de creación y recepción de las obras se permiten asumirlo?

—Sí, yo creo que el disfrute de los adultos es algo que se da mucho, y gran parte de la movida que tiene que ver con la literatura infantil se relaciona con quienes descubrieron ese disfrute, o lo redescubrieron. Por eso Luis Pescetti dice que no hay que escribir obras para la infancia, que la cosa pasa por otro lado. Pasa por esa infancia eterna que está en el corazón de todos, también en el de los adultos, que es compartida con la humanidad.

—Toda creación literaria intenta movilizar al lector. Movilizar la sensibilidad de un niño demanda una mayor responsabilidad. ¿Cómo se pueden cuidar esas sensibilidades?

—Creo que la clave está en lo que dijimos, en que haya un rotundo espacio para lo estético. La sensibilidad, como algo vinculado con las emociones, eso que pone en contacto la psicología con el corazón, es algo a lo que se llega desde la sensibilidad estética, en definitiva, y va a ir educando todo lo demás. Las obras que tiendan a cuidar la sensibilidad del niño, desde lo emotivo, lo temático, etcétera, van a ser las obras que ante todo respeten lo estético. Pero siempre se necesita, para trabajar los temas (que a veces pueden ser muy complejos, como la muerte) la responsabilidad del mediador.

—¡Qué rol el de los mediadores de lectura!

—Yo imagino la literatura infantil como una especie de inmensa biblioteca, en la que los libros son ordenados como en escalerita, de acuerdo a las edades. Los niños toman los libros de una mesa y los van llevando a la estantería de acuerdo a la altura de cada uno. Pero, ¿quién puso los libros en la mesa, quién los dejó al alcance de los niños? El mediador.

—¿Cuáles son tus autores preferidos?

—¡Qué pregunta! El canon personal, que muchas veces puede no coincidir con las instancias o los cánones que uno quisiera, y que siempre tiene que ver con lo que se recuerda con cariño. Hay autores de narrativa que han marcado mi infancia: Graciela Montes, una autora argentina, muy reconocida acá, con La guerra de los panes, y de la mano de ella viene también mi reconocimiento a la colección «Pan flauta», con muchos libros de Gustavo Roldán, El mar preferido de los piratas de Ricardo Mariño… Y otro autor superlativo, que se maneja con un equilibrio perfecto entre el absurdo, el humor, el sentido, y también entre el sorprender y el seguir algunas fórmulas, metiéndonos todo el tiempo en cuestiones de literatura universal sin responder a etiquetas, que es Fernando Sorrentino. Algo que debe influir en mi gusto por el libro álbum y por el cine fue la historieta, porque los primeros libros que devoré completos (después de Príncipe y mendigo, de Mark Twain) fueron los de la colección de Tintín, de Hergé, que es una belleza, y que para mí representaba todo ese amor por la aventura, por lo éxótico… Desde lo profesional y también desde la música (en mi casa siempre se escuchó mucha música clásica, en particular ópera, donde hay una unión tan sustanciosa entre la música y la palabra), mi corazoncito está en la poesía, que es lo que más disfruto. Hoy en día uno de los grandes para mí, aunque se puede mencionar a muchos, es el argentino Juan Lima. Sus poemas son una maravilla, en la cantidad de sentidos, desde las asociaciones que propone entre la palabra y la imagen como autor de álbum lírico. Y para libro álbum, amo los de Oliver Jeffers y también a Jimmy Liao, de una estética naif hermosa. Y en la línea de lo que te decía de autores geniales de literatura para adultos que con el mismo respeto trabajan la literatura para infancia, en narrativa y particularmente en novela, encabeza todas mis listas de «top…» la novela Matilda, de Roald Dahl, un autor brillante para todas las edades.

—Un profesor de Periodismo nos decía que aquel que puede leer poesía puede leerlo todo. Se me ocurre que aquel que puede leer poesía infantil puede expandir aun más ese todo, y qué importante es que nuestro niño interior cultive eso desde niño.

—Dice Jorge Díaz, en un texto que le gusta compartir al genial cuentacuentos Claudio Ledesma: «No es cosa de decir: `voy a contar un cuento´. Sería como decir: `voy hacer un milagro´». Y es cierto que el resultado es milagroso: un cuento que nos han contado, un poema, una canción que nos han cantado… son, como fueron los libros para Matilda, ladrillitos de ese puente que nos permite desde adentro

mirar, entender, pensar el mundo. Y también mirarnos a nosotros mismos: por eso la importancia de permanecer en contacto con ese niño interior que llevamos dentro. Porque ese niño siempre estará en nosotros, en la base misma de nuestra relación con el mundo y con las palabras. Así lo describía José María Valverde, en su hermoso poema «Elegía de mi niñez»: «Aquí está mi infantil fotografía / clavándome mis ojos, más profundos que nunca, / con una vaga cosa / posada entre las manos, distraídas y leves. / Es el banco de piedra / —los pies lejos del suelo todavía— / del parque de mis sueños infantiles / donde el sol era amigo».

—«El mundo iba naciendo poco a poco /para mí solamente. / La tierra era una alegre manzana de merienda, / los pájaros cantaban porque yo estaba oyéndoles, / los árboles nacían cuando yo abría los ojos».

PEQUEÑO COMO ESTE NIÑO

Vivir es ver volver Es ver volver todo un retorno perdurable. Azorín Que la infancia no sea sólo un recuerdo de lejanía que nos pesa, algún adornito roto que quedó en una repisa como al descuido.

Que no sea apenas una foto de nuestra gloria tierna y despeinada, o un aroma a calesita, aceitoso y rotundo, espesado en la memoria por los años y con sabor a luz de domingo. Que la infancia se nos duerma al lado cada noche, acurrucada como un cuento. Que de día nos tome las manitos por sorpresa.

—«Sólo vivo del todo cuando vuelvo a ser niño, / ¿qué otra revelación mayor que aquélla / del mundo y de la vida entre las manos? / (...cuando todas las cosas eran como palabras...). / ¡Oh, Señor, aquel niño que yo era / quiere pedirte, muerto, / que le dejes vivir en mi presente un poco! / Que siga en mí, Dios mío —como tú nos decías—, / y viviré del todo, / y sentiré la vida plenamente».

—Todo lo que te pregunté tenía como propósito llegar hasta aquí, hasta este poema de Valverde.

—Es precioso.

—Como lo es tu poema sobre la infancia. Lo tengo impreso en mi escritorio, como lema, como lo que no debo olvidar. Sé que vas a publicarlo en tu próximo poemario «adulto», pero me encantaría que apareciera en un recuadro, como síntesis de esta nota… ¿Puede ser?

Que nos viva nos respire nos susurre, nos pinte de futuro y embandere nuestras cosas de adulto, nuestras cosas ―ese archivo esa notebook ese smartphone esa dieta―, con los colores de quien sabe volver para vivir lo eterno.

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