El fantasma de la casa del lago

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El fantasma

de la casa del lago

Ana Romero

Armando Fonseca,

ilustraciรณn



Al pitbull y al Gato



El fantasma

de la casa del lago


Dirección editorial: Ana Laura Delgado Cuidado de la edición: Graciela S. Silva Diseño: Raquel Sánchez © 2017. Ana Romero, por el texto © 2017. Armando Fonseca, por las ilustraciones Primera edición, octubre de 2017 D. R. © 2017. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Avenida México 570, Col. San Jerónimo Aculco, C. P. 10400, Ciudad de México. Tel. +52 (55) 5652 1974 elnaranjo@edicioneselnaranjo.com.mx www.edicioneselnaranjo.com.mx ISBN: 978-607-8442-53-9 Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización expresa y por escrito de los editores, en términos de la Ley Federal del Derecho de Autor, y en su caso de los tratados internacionales aplicables. La persona que infrinja esta disposición se hará acreedora a las sanciones legales correspondientes. Impreso en México / Printed in Mexico

El fantasma

de la casa del lago se imprimió en el mes de octubre de 2017, en los

talleres de Impresos Vacha, S. A. de C. V., Juan Hernández y Dávalos 47, Col. Algarín, C. P. 06880, Ciudad de México. En su composición tipográfica se utilizaron las familias ITC Leawood y F25 Executive. Se imprimieron 3 000 ejemplares en papel bond ahuesado de 90 gramos, con encuadernación rústica. El cuidado de la impresión estuvo a cargo de Ediciones El Naranjo.


El fantasma

de la casa del lago Ana Romero

Armando Fonseca,

ilustraciรณn



I Todo empezó el día que mi mamá nos dejó, y no se trata de un eufemismo para decir más suavemente que está muerta, es que se largó. Hizo las maletas, le sacó un pasaportito al gato, lo metió en una jaula y se fue a perseguir sus sueños dejándonos detrás a mi papá, a mí, un cerro de ropa que a nadie le quedaba y un post-it pegado en el refri que decía “Lo siento”. Llevaba varios meses hablando de los mentados “sueños” y a mí me parece que bien podría haberse conseguido unos más cercanos, digamos que en Texcoco, pero no, sus sueños están allá donde hasta el aire mejor se da la vuelta: San Petersburgo. O sea que no solamente nos dejó, además se acabó todas las millas acumuladas que teníamos y que eran mi único patrimonio, lo cual es mentira, pero como odio a Carolina (quien perdió hasta el derecho a ser llamada “mamá” cuando nos dejó), de una vez advierto que todo lo que diga sobre ella será exagerado, tendencioso y lleno de mala voluntad. Justamente como se lo merece. Después del abandono, mi papá se encerró en su recámara durante una semana entera. Salió de ahí más flaco, más ojeroso y con una barba en la que cualquier ratón previsor podría haber hecho un nido. Me saludó con un muy elocuente

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levantamiento de cejas y después fue directo al refrigerador a mirar el post-it. —Yo también lo siento —dijo después de cinco minutos de contemplación y nunca más lo he vuelto a oír hablar del tema. Mi papá se llama Pancho y es muy buena gente pero también un optimista recalcitrante, con lo que podrá entenderse que no tiene mucha idea de nada, así que en vez de ir con un psicólogo para que nos quitara el trauma a los dos, vendió todo lo que pudo ser vendido y lo demás lo repartió entre los vecinos, a quienes se empeñó en contarles una enrevesada historia que terminaba con nuestra mudanza a los Estados Unidos, hubiera pregunta de por medio o no. —Para que a nadie le den ganas de buscarnos, Julia —me respondió cuando le pregunté las razones para soltar su flagrante mentira de que nos largábamos al otro lado del Río Bravo. Nuestra relación con la gente de la colonia nunca fue lo suficientemente cercana como para pensar que algún día les iban a entrar unas ganas locas de buscarnos, pero supuse que a mi papá no se le daba la gana detenerse a explicar las verdaderas razones de nuestra partida y hacía bien. A mí me pasaba lo mismo. Los psicoanalistas dirían que hicimos mal, que debimos hablar de nuestros sentimientos, pero ¿cómo explicarle a alguien más lo que ni una misma se explica? Con mentiras. O con ensayos de verdad, que vienen a ser lo mismo.

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Porque en realidad ni Pancho ni yo podíamos decir con certeza por qué Carolina nos dejó; el caso es que lo hizo y si volviera a verla, lo único que le preguntaría es cómo diablos logró que su desaparición fuera tan perfecta. Tan exacta que incluso esas dos palabras, “lo siento”, más que darnos una esperanza de poder encontrarla nuevamente, nos la cortaron de tajo. Lo mejor era dejar todo atrás. Hasta el refrigerador, con todo y post-it, que se lo heredamos a los nuevos dueños de la que fue nuestra casa. Ojalá les haya traído mejor suerte que a nosotros. Con esa intención de fuga y después de deshacernos hasta de mis invaluables dibujos del kínder, compramos un cámper y nos lanzamos a conocer el mundo, pero antes de que pudiéramos lograr nuestro objetivo, ocurrieron dos eventos importantísimos: El primero es que cerró la revista que le pagaba a mi papá por escribir artículos de viaje. Yo sospecho que esa bancarrota se debió a que Pancho y el resto de los escritores inéditos que tuvieron a bien contratar, mes a mes vaciaban en los reportajes su más hondo y desaprovechado talento, con lo que conseguían que aquella revista tuviera el mismo grosor que el Álgebra de Baldor y por supuesto, que causara el mismo nivel de incomprensión que las ecuaciones sin despejar. El segundo evento es que mi papá descubrió que nos estábamos quedando tontos. Yo por falta de educación formal y él por puro contagio.

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Tampoco es que ese buen hombre sea tan irresponsable como para haberme dejado en la más cruel de las ignorancias. Me daba clases todos los días; me ponía a leer ensayos filosóficos los fines de semana (aunque reconozco que ese tiempo yo lo usaba para dormir en algún rincón fresquito porque jamás entendí nada); me hacía exámenes; salíamos a hacer trabajo de campo… Lo intentó todo. Pero, para mi mala fortuna, por más empeño que pusiera en despejarme la cabeza, mi papá sigue siendo un escritor, y ya se sabe que son gente rara que nunca terminó de entender los engranajes del mundo y prefirió inventar otros. Así que después de tantísimo esfuerzo, yo puedo recitar varios cantos de la Divina Comedia; distingo con una simple ojeada a los impresionistas alemanes de los franceses; soy experta en monstruos mitológicos y no tengo ni la más remota idea de qué diantres es un número primo ni de cómo peinarme para parecer una adolescente cualquiera en vez de esta especie de Mowgli recién salido de la jungla de asfalto. Este segundo e importantísimo suceso ocurrió una noche sin luna que, como los góticos bien nos lo avisaron, nunca trae nada bueno. Todo era paz en el hogar-cámper: cenábamos afuera admirando los millones de estrellas y sin poder separar una constelación de otra. Yo me comía mi pierna de pollo rostizado, como siempre lo había hecho, a mordida limpia, cuando sentí el peso de su mirada cayendo sobre mí. —Julia, ¿no sabes usar los cubiertos o qué?

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—A lo mejor sabría si tuviéramos, pero no tenemos —le respondí con una sonrisa que iba a ser la última en mucho tiempo. —¡Cómo! ¿¡Por qué!? ¡Todo mundo tiene cubiertos! ¿Desde cuándo no tenemos? —replicó con una indignación solo comparable a cuando descubrió que sus discos autografiados de Los Caifanes estaban en San Petersburgo porque Carolina se los había llevado. —Desde Moroleón. Como llovió, salimos corriendo y se nos olvidaron la caja de cubiertos, el mantelito rojo, tres latas de refresco y tu toalla de los Raiders, que de todos modos ya me estaba cayendo gorda —le respondí orgullosa de mi buena memoria, pero sin saber el desastre que se avecinaba. —¡Pero si salimos de ahí hace un mes! —Cinco semanas. —¿Llevas cinco semanas comiendo con las manos? —Ajá. Y tú también… Soltó su pieza de pollo como si se tratara de un bicho putrefacto, me miró como si nunca antes lo hubiera hecho y puso su voz de cuento de terror para preguntarme: —¿Cuándo empezó la Revolución Mexicana? —Cuando los desposeídos se hartaron del mal gobierno —le respondí lo que había leído en una novela y que era mi única fuente de información. —¡¿Pero en qué año?! —No sé. No me grites.

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—¿Cuánto es la raíz cuadrada de 16? —No sé. —¿Cuál es el estado más grande del país? —¿Baja California? Tardamos como tres meses en irnos, pero no sé bien si porque está grandote o porque tiene muchos viñedos —con eso le puse el último clavo a mi ataúd. Al descubrir que su hija se había convertido en un ser casi primitivo y a él no le faltaban más que dos segundos para lo mismo, mi papá le puso un signo de pesos al cámper, fue al banco y como vio que no le alcanzaba el dinero, pidió un crédito y ahora tenemos una casota en el precioso pueblo de San Miguel que, según se informó, tiene los mejores colegios de la región, uno de los cuales tuvo la gentileza de darle trabajo como profesor titular de Literatura y con eso se aseguró media beca para mí; que desde que supe que en esa escuela no llevan uniforme, no encuentro la paz. Y aquí estamos. Dos únicos habitantes en una casa en la que podría caber todo el regimiento de algún revolucionario cuyo nombre todavía desconozco pero, ay de mí, pronto tendré que aprendérmelos todos cuando tenga que ir a una escuela nueva, llena de extraños que seguramente me tratarán de intrusa, y lo que es peor, sin media posibilidad de aumentar mi guardarropa. No se me malentienda, no es que sea yo una loca de la moda, es que se da el caso de que a pesar de lo que pudiera

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pensar cualquiera al verme, sigo siendo una adolescente normal y por lo tanto, crezco. Yo qué más quisiera que mis faldas sufrieran los mismos cambios que mi cuerpo, pero no es así y por supuesto, ya nada me queda. Durante los últimos catorce meses vivimos como salvajes a la buena del Señor, así que ni a Pancho ni a mí se nos ocurrió comprarnos ropa en aquellos felices días en que no le debíamos todo nuestro dinero al banco; y ahora que sí necesitamos algo más que shorts y chanclas de pata de gallo, ya no nos alcanza ni para acercarnos a los aparadores. Para ir a mi nuevo colegio, tendré que usar los mismos dos pantalones y cuatro playeras que todavía se ven más o menos presentables, aunque me aprietan de la panza. Nueva en el pueblo, despeinada y zarrapastrosa. Mi futuro escolar se veía negro, con lo cual podrá entenderse que mi mal humor estaba llegando a unos niveles insoportables. —¿Por qué andas tan de malas? Si quieres bajamos al pueblo y compramos todo para hornear un pastel para que se te suba el ánimo… Tú, ¿sabes hacer pastel? —Pancho tiene dos remedios contra los males del mundo: irse lejos o provocarse un coma diabético. Yo sospecho que ninguno de los dos métodos es muy funcional. —¡No sé hacer pasteles! Y no importa porque ya me cansé nada más de pensar en los cinco kilómetros de ida y los cinco de vuelta para “bajar” al pueblo. ¿Por qué siempre dices bajar? Yo veo todo muy planito.

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—Pues fíjate que no sé… ¿El pueblo quedará de subida o de bajada? A lo mejor es al contrario, ¿cómo le haré para averiguar? —empezó a teorizar y a punto estuvo de olvidar mis quejas, pero no lo iba a lograr tan fácilmente. —El caso es que ahora que empiecen las clases, voy a tener que caminar casi una hora de ida y otra de vuelta, usando estas botas de minero que dejaste que me comprara en León, sin prever que están buenas para despedazar cráneos a patadas, pero pesan casi lo mismo que mis piernas —me quejé con justificada razón. —El aire puro te va a hacer bien. Además, las chicas de tu edad quieren estar flacas y tú comes más que yo; con esas caminatas te aseguras de seguir delgada sin necesidad de dieta. Mejor para ti —concluyó con una sonrisota. —¿Y de noche? Ese camino siempre está requetesolo. —¿No me digas que te dan miedo los bandoleros asaltantes de caminos? —¡Me da miedo irme de cuernos! No hay ni un triste foquito y eso que tú llamas camino es una tira de tierra que seguramente hicieron las cabras, ¡¿qué tal que me ataca un macho cabrío y me lanza por los aires y me desnuco y me muero?! Ni aunque revivieras a Freud se te quitaría la culpa por haber asesinado a tu única hija. —Pues no llegues tarde y asunto arreglado. Matamos varios pájaros de un tiro, ¡cambia esa cara! Vives en una mansión. Lejos de todo, ¡pero una mansión!

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—De la que solo es habitable una cuarta parte, lo demás está lleno de goteras, bichos y madera podrida —respondí con bastante mala leche, pero sin faltar a la verdad. —Nada más necesita unas pocas reparaciones que yo mismo voy a hacer. —La última vez que usaste un martillo casi terminamos en urgencias, papá. —Ahora será diferente porque ya mandé pedir un montón de libros. —Si calculamos que el correo es tan lento como todo lo demás en este pueblo, tus libros van a llegar por ahí de Navidad y nos vamos a pasar más de medio año vaciando cubetas y trapeando el piso. —¡Mejor! Así estaremos de vacaciones cuando lleguen los libros y podrás ayudarme. ¿No te ilusiona poner foquitos en un techo recién reparado? Todos los que paseen por el lago podrán admirarlos y decir: “He ahí un hombre con voluntad”. Ah, claro, me había olvidado mencionar que tenemos un lago a unos cuantos pasos, cosa que a mí no me importa porque no sé nadar y las grandes concentraciones de agua me provocan respeto. O miedo, como se quiera ver. El caso es que yo, entre más lejos esté de las grandes aguas, mejor; en cambio a mi papá lo vuelven loco hasta los charcos de lluvia. Ese lago es la verdadera razón por la que compramos esta reliquia antediluviana que venía con millones de termitas incluidas y ni siquiera media lancha.

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Si el amor a primera vista existe, eso fue lo que le pasó a Pancho al ver la casa del lago. Y ello se debe, una vez más, a su optimismo rampante: según sus cálculos, con este escenario no tenía más remedio que escribir la grandiosa novela que toda su vida ha querido crear, pero de la que nunca había tecleado mi media línea. —Ahora estoy decidido y confiado. Antes no lo había hecho porque me faltaba un lugar apropiado y una rutina que disciplinara al escritor que llevo dentro —me dijo cuando le recordé que mucho hablar de su gran obra, pero de escribirla, nada. Ahora sé que hice mal, que no debí picarle el orgullo porque me saldría caro y ya lo estoy pagando, porque desde que terminamos de instalarnos y comenzaron las clases lo veo poco. Pasa casi todo el día en la escuela y por las noches se sale al porche (que es el lugar más incómodo y con más goteras de toda la casa), saca una máquina de escribir que quién sabe de dónde fue a desenterrar y que hace un ruido como de ametralladora enfurecida, pero mi papá, optimista y cariñoso, hasta nombre le puso, Remi. —Las mejores novelas se escriben a mano o en una Remington, pero yo tengo muy mala letra. Lo siento, pero solo puedo escribir por las noches, así que tendrás que dormir con este maravilloso ruido de fondo. Vas a ver que pronto te acostumbras. Entre los mosquitos, los nervios y el escándalo que hace Remi al pasar a letra de molde las extravagancias mentales de

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mi papá, pasé la primera semana sin dormir o soñando con guerras mundiales en las que se mezclaban dardos impregnados con veneno de cobra filipina, ametralladoras Browning y átomos enloquecidos girando hacia mí; pero con el paso de los días se demostró que mi papá tenía razón y ahora hasta necesito el arrullo de Remi para poder dormirme. Las noches a orillas del lago son apacibles, pero mis días son miserables porque la escuela resultó exactamente como me la imaginaba: un martirio. Ya tengo ampollas en los pies de tanto caminar; todos mis compañeros me miran pero nadie me habla y, para colmo, no entiendo absolutamente nada. “Cada sólido, líquido, gas o plasma está compuesto de átomos neutros formados por un núcleo y uno o más electrones unidos a este”, decía la profesora mientras nos mostraba imágenes de una bolita roja a la que se iban agregando otras bolitas azules y verdes y amarillas. Ella esperaba que la diapositiva hiciera más fácil la comprensión de los átomos, pero para mí, sus palabras terminaban convertidas en esas mismas esferitas, girando en busca de algún electrón perdido en las oscuras cavernas de mi cerebro sin educar. —¡Julia! Julia, ¿estás oyendo? —Sí, profesora —le respondí cuando sus gritos me devolvieron a la realidad. —Entonces contéstame, ¿para qué sirve la energía electromagnética?

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—Para dar vida a aquello que ya no la tiene. Pero hay que tener cuidado, ya ve cómo le fue al pobre Víctor Frankestein con su monstruosa creación —respondí por impulso, porque estaba acostumbrada a soltar este tipo de cosas enfrente de Pancho, pero sin detenerme a pensar que aquello iba a llevarme a mi total fracaso social. Las carcajadas no se hicieron esperar y desde entonces adquirí la no muy sana costumbre de responder “eh” cada vez que algún maestro me pregunta algo. —¿Cuáles son las arterias principales, Julia? —¿Eh? —¿Sabes la diferencia entre hugonotes y católicos? —¿Eehh? —¿Cómo se calcula el área de una elipse, Julia? —¡¿Eeehhh?! La única materia en la que habría podido lograr algo es Literatura, pero como hace mucho que ya había leído los libros que tocaban, me aburrí a muerte las primeras dos clases y claro, me quedé dormida. Después de llevarme sendas regañizas y sin ningún resultado, Pancho tuvo que intervenir y logró que me hicieran el examen final por adelantado, con lo que exenté Literatura por el resto de mi vida escolar. No es que sea yo muy lista, es que leo como si no hubiera un mañana. Primero fue por necesidad, dado que en el cámper no había tele y solo de vez en cuando pescábamos alguna señal de wifi; luego se me hizo costumbre, y ya no sé vivir sin leer.

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En todo caso, sospecho que el profe quería librarse de mí, porque entre él y la directora decidieron que yo no tomaría esa clase. A cambio, tengo que pasarme esas horas en la biblioteca, “para ponerme al corriente en el resto de las materias”, o lo que es lo mismo, cabeceando mientras finjo que soy capaz de entender algo que no sea que hipotenusa se escribe con “h”. ¿Será que de verdad me quedé tonta? En todo caso, eso es exactamente lo que mis compañeros piensan, porque lo único que escuchan salir de mi boca son esos ¿eeehhh? cada día más largos. El único contacto que establecen conmigo es de lejitos. Me observan como lo harían con un alien, un ser extraño venido de quién sabe qué universo. Tal vez de uno llamado San Petersburgo, que es a donde mis pensamientos viajan cada día un poco más. ¿Qué hay ahí que a Carolina le importa más que su familia? A veces me la imagino con un vestido color verde esmeralda, bailando con el zar el Vals de las Flores de Tchaikovsky. Pero no, eso lo saqué de un libro de Tolstoi que ni siquiera petersburgués era. Otras, pienso que en realidad era una espía enviada a Occidente para conseguir importantísimos secretos de Estado, pero como ya sabía demasiado, la kgb vino por ella. El problema de esa teoría es que dudo que en la colonia Portales haya muchos secretos de Estado a la mano, además la

kgb

ya no existe y Carolina nunca mostró muchas aptitu-

des para el espionaje.

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Lo más seguro es que se trate del mismísimo cliché de toda la vida: se fue con otro. Sí, eso debe ser. Porque lo siguiente que tendría que pensar es que está muerta y eso bajo ninguna circunstancia puede ser verdad. No todavía.

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Uno Las palabras llegan por goteo. ¿Alguien podrá comprenderlas? ¿Pertenecen a algún idioma? ¿A cuál? En cambio, las imágenes caen como si se despeñaran desde muy alto. Desde quién sabe dónde. No sé si se trate de recuerdos o de deseos. No tengo certezas. Una si acaso… Sé que todo empezó en el lago y lo sé porque cada vez que trato de poner en orden mis pensamientos surgen estas mismas aguas azules, quietas. ¿Soy yo el lago o quien lo contempla? ¿Soy un ser de agua? Todo inició en el lago, sin embargo, ignoro qué es ese todo. ¿Mi nacimiento tal vez? ¿Nací? Mi única certeza es ese lago. Unos breves segundos en los que puedo sentir la humedad, la brisa ligera. A veces incluso creo distinguir una sombra que cubre el sol a mis espaldas. No puedo fiarme de las imágenes, aunque decido llamarlas recuerdos. Siendo así, sé que el principio ocurrió una tarde en que las aguas se pintaron de rojo, no sé si por la luz del ocaso o por la sangre. ¿Hubo sangre? ¿De quién?

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Ana Romero escritora

Siempre he creído en fantasmas, aunque tengo mala suerte y nunca me ha tocado ver a uno. Pero lo sigo intentando, a lo mejor por eso escribí esta historia. También estoy segura de que el mundo puede llegar a ser, si no un lugar mejor, sí uno más lógico y comprensible; por eso he escrito otras historias. He publicado poemarios, novelas y cuentos para niños y jóvenes con ese mismo afán de darle coherencia a la vida a través de las palabras. También escribo guiones, letras de canciones y cartas de amor para enamorados sin esperanza; es una lástima que nadie me haya pedido que le redacte alguna. Me gustan los globos flotando a la deriva, el café y mi perro llamado Oso. No me gustan los lagos, la gente arrogante ni el olor a sándalo. Si con esta novela no se me aparece un buen fantasma, tendré que acudir al plan B y comprarme una ouija.

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Armando Fonseca ilustrador

¿Me dicen que diga quién soy? Responderé como Erik Satie, ese ser enigmático e irrepetible que encontró un modo propio de disolverse en el triunfal anonimato, ese lugar donde lo singular es atributo de todos: “Me llamo Erik Satie, como todo el mundo”. Y como todo el mundo, soy uno de esos seres potenciales, siempre a punto de ser otra cosa, de asumir un disfraz, un apodo, una fugitiva condición, uno de esos seres que caminan por la calle y toman el metro. Para qué les digo más. Ya ustedes me mirarán pasar en la forma de una de esas sombras que se repliegan al muro de las casas, como si las arrastrara el viento. Y verán el par de zapatos que un día, antes de echar por tierra la vida, abandoné. Si me llamo Erik Satie o tal vez no, poco importa. No existo. Podemos mejor cambiar de tema. ¿Han notado que todas las moscas son distintas?

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colecci贸n ecos de tinta

Para j贸venes lectores

Ella trae la lluvia Martha Riva Palacio Ob贸n

Hermano Lobo Carla Maia de Almeida

Para Nina. Un diario sobre la identidad sexual Javier Malpica

Adi贸s a los cuentos de hadas Elizabeth Cruz Madrid



colección ecos de tinta

Para jóvenes lectores

Todo empezó o terminó en la casa del lago. Yo no lo sabía hasta que Julia me lo recordó con su presencia, fue ella quien recorrió cada rincón de esta casa y revolvió los recuerdos que una vez fueron míos. Su voz me dirige, me devuelve una esencia que creía perdida. Desde aquí la miro. Ahora intento acercarme a ella con la esperanza de recobrar lo que un día perdí. Ana Romero nació en La Piedad, Michoacán. Estudió la licenciatura en Psicología en la uam. Además de ser escritora para niños y jóvenes, se ha desempeñado también como guionista de cine y televisión. En 2011 recibió el Premio Bellas Artes de Cuento Infantil Juan de la Cabada por Puerto libre. Historias de migrantes. En Ediciones El Naranjo también publicó el poemario Trenes. Armando Fonseca nació en la Ciudad de México. Estudió la licenciatura en Filosofía en la unam. Ha participado como ilustrador en diversos libros y publicaciones periódicas. En 2017 su trabajo fue seleccionado para la 26 Bienal de Ilustración de Bratislava. El fantasma de la casa del lago es el primer libro que ilustra para El Naranjo.

ISBN 978-607-8442-53-9

www.edicioneselnaranjo.com.mx

9 786078 442539


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