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PARAVICINO
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‹‹Más de una vez he coqueteado con la idea de que la Humanidad padece esquizofrenia››. Isaac B. SINGER
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Aprimera vista, no lo pude creer. Sin embargo, tuve que observarlo con aturdimiento un par de veces. Era, en efecto, El Conde de Lemos. Aunque sufría una terrible resaca, la luz de plenilunio era débil y tenía frágil la conciencia, dudé en responder al primer saludo de aquel escritor mítico. —No me reconoces, Federico —interrogó de pronto, con la voz fresca de un joven de treintaiún años. Me puse de pie con cuidado, como si temiera practicar un acto torpe ante el maestro. Y pese al sinfín de cruces y el resto de mausoleos solemnes, nichos alabastrados o criptas de estilo neoclásico, todavía controlaba la compostura de mis actos; y, por lo tal, lo reconocí de inmediato. —Oh, Abraham, eres tú… —alcancé a decir con flaqueza. —Sí, soy yo, amigo decadente... Al escucharlo, a mis cuatro décadas, podía recordar las lecciones de Literatura Peruana en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde leí casi todos los artículos periodísticos del dandi iqueño e incluso encontré aquella frase
original: «El Perú es Lima, Lima es el Jirón de la Unión…». En efecto, aquella etapa gacetillera correspondía a la época decadentista del creador de La ciudad de los tísicos, cuando junto con José Carlos Mariátegui y otros sibaritas, aquellos escribidores bohemios, cometían excesos (incluso hasta en los camposantos) que impresionaban a la ciudad. Por ello, al entenderlo, comprendí de inmediato que aquel saludo anhelaba mi atención.
—Oh, maestro, tengo el honor de ser conocido por usted —contesté al trato cordial y amical. —Claro, amigo decadente, a quién no conoce Val-del-Omar. Entonces hundí una mirada atenta y severa, para asegurarme que no me tomaran el pelo con tremenda brujería o alucinación mentirosa: poseía aquella gafa
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de aviador de marco delicado como manecilla de insecto cristalino, aquel peinado fino y elegante de niño terrible, y tal hermoso traje dorado que combinaba con perfección con los zapatos níveos de bella forma. —Explíqueme eso, maestro. ¿Cómo un escritor que ha muerto hace casi un siglo, puede conocer a alguien del siglo veintiuno? —Te conocí en el Rímac, en la sala de tu casa en Acho, cuando la maestra les dejó como tarea leer «El caballero Carmelo», y tú, no contento con disfrutar de aquel trabajito mío, te leíste completo el libro. Aquel recuerdo, que tantas veces palpitaba cuando me preguntaban cuándo me nació el amor por las letras y que siempre me enorgullecía recordarlo, cayó de golpe en mi memoria. —Supongo que conoces a todos tus lectores —contesté—. La verdad, me parece real y verosímil que un autor conozca a todos sus lectores. —No a todos, sino a los que me interesan. Es decir, solo aquellos que en un futuro o en un presente se convertirán en escritores. Sí, aquellos seres angélicos o demoníacos que son los escritores del presente y del futuro. Lo miré con incredulidad, y vi que hasta su cutis era bello y su piel tenía la lozanía de una lechuga fresca. —O sea, sabes que he publicado libros.
—Y también notas periodísticas escandalosas… —Oh, diablos… Sentí que se me nublaba la visión, creí que temblaba el piso y tuve que apoyarme con dificultad en el cerco del sepulcro del maestro. Dudé si era un sueño o una terrible pesadilla. —¿Y qué más sabes de mí? —Que dejaste a la mujer que amabas para dedicarte de lleno a la literatura. Ella quería tener un hijo contigo, y tú no estabas dispuesto a asumir aquella responsabilidad. El mareo volvió a aporrearme la cabeza, y sentí que me desmayaba. Además, sentí el corazón afligido, como si la grandeza de la figura que tenía delante
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me conminara a apiadarme de mí mismo ante su fuerza y majestad. Es decir, percibí como si la propia conciencia me reprochara sobre los fracasos, incertidumbres y penurias que empecé a sufrir desde que decidí convertirme en escritor a tiempo completo.
—También sé que casi te mueres de hambre el verano del 2009… Todo
por querer seguir viviendo del arte. —Es duro, pero cierto… —musité como si no quisiera que me escuchara. Recordé aquel año que decidí vivir de la venta de mis libros, pero entonces los ingresos fueron muy bajos entonces, casi ínfimos, y no me alcanzaron incluso para pagar la mensualidad del restaurante donde me había pensionado. Además, debido a las malas amistades, me dediqué mucho a la bebida de tragos alcohólicos, que me empeoró la situación económica.
Lo bueno que… Iba a decir «ya pasaron aquellos tiempos difíciles», pero una terrible preocupación me contuvo. —Sí, amigo decadente, el artista nunca descansa. Tiene que ganarse el pan con el sudor de su frente.
Entonces, como el niño delante del padre que sabe todo sobre él, me sentí acorralado. Lancé un gesto de terror, con la mandíbula casi colgándome del rostro y los ojos desbordados con cejas apretujadas, y quise saber de verdad qué demonios venía ocurriendo.
—¿Qué… qué quieres de mí? —¿Por qué crees que todavía sigues vivo, amigo decadente? Al instante, aterrorizado y por completo desesperado, al intentar verlo mejor, observé que su piel empalidecía, la silueta de su cuerpo cobraba cierto brillo, y de pronto todo en él se volvía transparente, lívido y, como la niebla de un pueblo de las alturas a la hora del alba, se difuminaba entre las sombras y la brisa.
—Oh, Dios, por Dios… Al desaparecerse por completo, la oscuridad era más prieta y tétrica, todo se volvió escalofriante, horripilante y, como por arte de la nigromancia, se me
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escarapeló la piel y se me agitó el corazón. Me sentía devastado y despavorido, y no tuve otra alternativa que gritar ayuda, exclamar grandes gritos de auxilio y, con una fuerza sobrenatural, salir corriendo hacia la salida del Presbítero Maestro. A los minutos, los guardianes del camposanto atendieron mis súplicas y pudieron rescatarme. Sin embargo, al verme, no dudaron que yo había perdido el juicio y estaba del todo loco de remate, pues no entendían las expresiones que lanzaba con terror y paranoia. Ahora, después de todo, puedo juzgarlos como son; es decir, figuras insípidas, sombras de bajo calibre y seres fantasmales que me divierten con su presencia, porque sé que sin mí ellos no existen. Yo soy el gran orquestador de este mundo, y así como el gran Abraham Valdelomar fue el reflejo de mi conciencia enfebrecida, también sé que yo alguna vez fui Borges o Cervantes, Shakespeare o Dante. Y aunque esta celda de manicomio también puede ser una biblioteca o un laberinto, yo también puedo ser Dios o un gusano, una piedra o la flor más recóndita del universo, aquel infinito cósmico. Por eso, los perdono y los redimo, desde antes del tiempo hasta el fin de esta fantasmagoría, aquella cruda irrealidad.
FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO Perú
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