EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 80 0CTUBRE 2022

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO

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ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 7 NRO 80 — OCTUBRE 2022 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa: Renate Mörder Imágenes: Pixabay Freepik PXHERE PEXELS Copyright: EL COPYRIGHT DE LOS CUENTOS PUBLICADOS PERTENECE A
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ÍNDICE

DEL AMOR, Y EL MÁS ALLÁ REYNALDO BERNAL CÁRDENAS 7 DIAGNÓSTICO LUIS PENAS 14

TODOS LOS DÍAS MARINA GÓMEZ ALAIS 24 BAD GIRL RAFAEL A. INZA 27

EL GATO DE BORGES MARCELO MEDONE 35

18 DE AGOSTO RAÚL GARCÉS REDOND0 43 PUERTA A PUERTA JOSÉ A. GARCÍA 46

FLORES Y PASTILLAS ROXANNA ROMERO HINOJOSA 52

NECROFAGUS OSWALDO CASTRO ALFARO 56

EL ÚLTIMO VIAJE LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRA 63

NEGRO EL 35 GUSTAVO VIGNERA 66

AL OTRO LADO DE LA MIRADA FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICIN0 75

PIERRE Y JENNIFER SERGIO ÁVILA R. 80

MAR VIVA MARÍA MAITE GARCÍA DÍAZ 84

COMIENCE A CONTAR LUCIANO ANDRÉS VALENCIA 86 RAYAS GRISES J.R. SPINOZA 91

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MARAÑA CARLOS M. FEDERICI 96

PERTURBADOR CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS 107

AHORA Y SIEMPRE EN MARTE JOSÉ LUIS VELARDE 111

RAMO DE OJOS AZULES PATRICIA LINN 115

FUERA DE JUEGO JONATHAN JORGE OCMIN GÁSLAC 120

EN EL CIELO SE ABRIÓ UNA LUZ LUIS j. GORÓSTEGUI 128

EL PADRE ÁNGEL GRACIELA MATRAJT 135

EL SILENCIO DE LA CIUDAD HELADA NURIA DE ESPINOSA 140

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Marcel y su reflejo eran un gato negro, un mismo animal mirándose en el cristal de la ventana.

¿Gato? ¡Sí, un gato!

Una carita de fino pelaje bordeada de bigotes enhiestos se dibujaba en la superficie plana del vidrio por efecto de la refracción. Su boca era un orificio minúsculo abastecido de pequeños, aunque firmes, incisivos de depredador. Las orejas puntiagudas se sacudían inmotivadas, como si su labor mecanizada se redujese al mero hecho de espantar insectos voladores. Era preciso no dudar de lo que estaba viendo, entre otras cosas porque había leído cuando aún podía tomar un libro entre las manos que los gatos domésticos están dotados de una de las visiones más privilegiadas de la naturaleza, de modo que no había lugar a vacilaciones; ese, el del reflejo, era él, y no lo estaba soñando. Hasta solo tres días antes Marcel era un joven estudiante, tan usual y ávido por la vida como cualquier otro; las muchachas le atraían tanto como a todos los chicos de su edad y, por qué no decirlo, era algo depresivo también, pero ¿quién de su generación no lo era? El Zurdo Alex, su mejor amigo, constituía un arquetipo de ello. El Zurdo no era más que un descerebrado de dientes torcidos, cara chapada por el sol y ojos redondos, algo mayor que él, pero un buen tipo. Había repetido año tres veces y alguna vez contempló la misma idea que ahora Marcel había llevado a término. Una tarde, ante la crisis desatada por los desaires de la Silvia, El Zurdo se lanzó (luego de dos días de aguda depresión, de repetidas peleas con su madre y una firme resolución de no comer) a las vías del tren. Lo hizo delante de sus amigos, y profiriendo una diatriba certera en contra de la Silvia y de todas las muchachas del colegio (y de cuanto colegio podían imaginar). Lo salvó el hecho de que, durante las tres horas que aguardó sentado sobre la escarpia, la dichosa ruta del

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TransExpress no pasó. Entonces, como a todos les agobiaba el hambre y la sed, y estaban a punto de dormirse, el Zurdo Alex aplazó la intención del suicidio y prosiguió su vida tratando de soportar con decoro los embates cada vez más borrosos de su desengaño adolescente. A Marcel la idea de matarse por un amor inviable de juventud le había parecido en ese momento tan absurda como ridícula; así se lo confió a su amigo. Nunca imaginó que tres meses después la misma idea, súbita y deslumbrante como relámpago de locura, le asaltaría en su propio raciocinio y lo llevaría a verse atraído por su extraño y tentador brillo al punto de convertirla en realidad.

No valía pues perder el tiempo pensando en El Zurdo Alex; lo que importaba ahora era que él estaba convertido en un pequeño gato negro, un menudo felino de ojos claros, nacarados, y místicas pupilas; un animal cotidiano, dotado de reflejos y de ciertas destrezas que jamás hubiese imaginado en su anterior cuerpo humano.

Cuando oyó el timbre de la puerta quitó la vista de su reflejo y saltó hábilmente del tejado ubicándose en la entrada, debajo del enorme cuerpo que aguardaba para entrar. Quiso seguir los pasos del visitante, pero la que había sido su madre pegó un grito de susto y con la escoba lo sacó de la casa. Marcel solo emitió dos maullidos incomprensibles al tratar de gritarle que era “ÉL”, su hijo; pero, la que había sido su madre estaba dominada por los nervios y hasta evitó poner en la pequeña efigie oscura que se movía, sus ojos de espanto. Él comprendió asimismo que, en el supuesto de que alguien le transmitiera lo que pretendía decirle, su madre no iba a creer semejante absurdo. Durante los pocos segundos que Marcel estuvo dentro, sintió que actuaba su avanzada sensibilidad gatuna. Percibió un raro ambiente, como si la tenebrosidad de las noches se

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hubiese instalado en la casa en pleno día. Alcanzó a levantar la cabeza y ver, sobre el buró de la antesala, una veladora iluminando la foto de su primera comunión, y al lado, en un búcaro de cristal, los crisantemos morados, vivos aún, bien florecidos; parecían puestos ahí para completar la imagen de desgracia. “Horrendo animal dijo la mujer , ¡de eso nada!, basta ya de la mala suerte”, y cuando lo tuvo fuera, dio un portazo definitivo. Repudiado por su madre, y ahuyentado de modo humillante de su propio hogar, decidió recorrer por entre los tejados las ocho cuadras que separaban su casa de la de la Betty. ¿Por qué no lo había pensado antes? Ella amaba los gatos, y él estaba enamorado de ella o, mejor dicho, el anterior él. Así que quizá ahora sí podría acceder a sus encantos. Eso lo resolvía todo.

A las pocas cuadras divisó al Zurdo Alex y lo siguió. Quería decirle que, como lo habían hablado la noche del viernes, él sí había tenido el valor de hacerlo, que le sobraron agallas para lanzarse de la torre, y que la reencarnación sí existía. Pero el sol regocijado, que clarificaba a esa hora los jardines de las casas, le desvió la atención hacia otra vida más ordinaria, más terrenal y acaso menos verdadera que su tremenda existencia interior. Se vio tres días antes.

La noche de aquel viernes, y durante horas, habían hablado del tema con la rigidez de los filósofos en ciernes. Después de las clases se habían reunido con otros tres compañeros para completar el trabajo de geografía, pero tras ver apartes de una película que proponía el asunto, se habían enfrascado en una discusión cuyo final dejó más preguntas que respuestas. Alex proponía, muy ajustado a la ortodoxia de la religión de sus padres, que la reencarnación era solo una patraña de origen oriental, destinada a servir de consuelo a quienes querían persistir en este mundo en

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cualquier forma física posible. Mientras que Marcel había replicado que, si bien, no podía probarse, lo mismo ocurría con la multiplicidad de creencias religiosas. Al final todos estuvieron de acuerdo en el desacuerdo.

Todo esto recordaba a la par que daba pequeños brincos sobre andenes y obstáculos para no perder de vista al Zurdo Alex. Seguía sus pasos con tal pertinencia, que los jadeos marchaban al ritmo de sus frenéticos latidos. Recordó la conversación última del viernes, cuando ya se despedía, cuando dijo que vio a la Betty con aquel Babas forrados en mimos y abrazos, cuando refirió a sus amigos que se sintió en el límite de la tolerancia. Que al día siguiente le había dicho a la Betty, mirándola a los ojos, que sin ella su vida no tenía sentido.

El Zurdo Alex le palmeó el hombro, lo despidió y cerró la puerta sin creerle igual que la Betty que quería suicidarse.

Ja, y ahora ¿qué iba a decir cuando lo viera convertido en un joven gato de pelo negro brillante como un trozo de regaliz, ojos amarillos y bigotes impresionantes… una pantera en miniatura?

El sol se iba borrando sin remedio cuando el Zurdo vadeó la verja de su casa. A unos metros de distancia Marcel, como tímida sombra, le seguía. Caminó justo detrás hasta que lo vio detenerse frente a la puerta, allí se le arrimó y se frotó en su pierna igual que lo hacen todos los gatos. Pensó que ese gesto hubiese sido impracticable en su anterior condición de ser humano, pero algo en su nueva naturaleza lo impulsaba a hacerlo.

¡Zape! animal desagradable que tengo urgencia dijo Alex sacudiendo la pierna al tiempo que buscaba la cerradura con la llave. Esperó a que el animal presagioso se apartase. Entró y cerró de prisa. Marcel chilló dolido y luego se movió hacia el jardín donde se echó conformista. Al cabo de un rato el Zurdo salió, llevaba el

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balón de siempre bajo el brazo y silbaba la canción de moda. Marcel, respondiendo al impulso involuntario de todas las veces, quiso unir su propio silbido a la melodía, pero de su boca solo salió un maullido timorato, incomprensible. Comprendió que había perdido toda facultad humana y que hasta las relaciones de amistad pueden fugarse por el drenaje cuando dejas de ser tú. Recordó que era jueves, y los jueves era noche de futbol. Pero más allá de eso, no comprendía por qué, si esa misma semana él había muerto, sus amigos iban a reunirse a jugar tan tranquilos, ¿acaso no importaba su ausencia? ¿Tan pronto lo habían olvidado? Todo estaba clarísimo: el zurdo, su amigo, el dueño del balón, el cómplice de buenas y malas, que incluso solía quedarse a dormir en su casa, y él en la suya, se dirigía a la cancha como si nada.

Los focos del alumbrado público se encendieron.

Poco más adelante, en las riberas de la cancha, los otros holgazanes efectivamente lo aguardaban. La temida imagen de la Betty y aquel Babas juntos, apareció de pronto. Vio desde su ángulo empequeñecido que ella, sonriente y dispuesta, llegaba acompañada de aquel Babas quien traía los guayos bajo el brazo. Advirtió que el muy infeliz le apretaba la mano como asegurándola para él. ¿Ese piernas torcidas y zapatillas embarradas, lo iba a reemplazar? La Betty reía, vestía alegres colores y estaba muy lejos de manifestar pena alguna.

Fue claro entonces que poco le había importado la promesa que él le hizo de que, frente a la negativa de su amor, y el recelo de apartarse de aquel Babas, él se suicidaría. No había en el actuar de la muchacha, menos en su atuendo, intención alguna de guardar luto por él. Odió a todo el mundo, se odió.

Con el corazón partido de nuevo (ahora en mil pedazos), corrió remontando los tejados en busca de la edificación más alta, miró al

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cielo y pidió al destino que no lo condujera a repetir la dolorosa experiencia de la reencarnación; escaló a saltos los muros hasta dominar las alturas y se lanzó al vacío con la convicción de suicidarse por segunda vez.

Mientras caía, abandonado en la sinrazón de sus motivaciones, convencido de que, en efecto, sus aflicciones terminarían ahí, cerró los ojos como lo hizo la primera vez, y esperó con valentía el impacto mortal contra el pavimento. Lejos estaba de imaginar que, por los misteriosos designios de la providencia, y en procura de la paz anhelada y definitiva, antes de lograr el cometido de olvidar a la Betty, este sería solo el segundo de los siete dolorosos suicidios por los que tenía que pasar.

REYNALDO BERNAL CÁRDENAS

Colombia

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uando a Pablito Chafloque el médico le determinó que el cáncer que padecía ya no podía ser controlado y le quedaban de cuatro a seis meses de vida, se vio a sí mismo como un pericote gris acorralado por un enorme gato negro que juega con su presa antes de asestarle el mordisco mortal. La vida había decidido morderlo con un cáncer lento y doloroso.

¿Ahora qué hago? pensó agitado Pablito Chafloque, parado en una esquina céntrica de Chiclayo, sosteniendo tembloroso la receta e indicaciones que le había dado el médico. Miró al cielo. La oscuridad de la noche fresca mordía lentamente los trozos de la tarde. Suspiró. Oyó el llanto de un bebé y sintió un ligero sobresalto en su pecho. Buscó al bebé con la mirada y lo encontró a un par de metros de él en un cochecito rosado que empujaba una mamá joven con el cabello largo, azabache. Pablito Chafloque se olvidó por algunos segundos de su mala noticia, mientras su mirada recorría cada espacio del cuerpecito de la bebé. La mamá se paró al frente de la criatura a averiguar por qué lloraba, y fue inevitable para Pablito ver el trasero redondo, apretado por un jean nuevo, de aquella joven mamá.

Tengo que hacer algo se dijo Pablito Chafloque al sentir cómo los latidos de su corazón iban aumentando : me voy a morir.

Se echó un poco de aire en la cara con los papeles que tenía en las manos. Con el dedo índice apretó contra su nariz los lentes de medida y caminó rápido para evitar la erección que sentía nacer en ese momento.

En una hora llegó a su casa. Alquilaba un cuarto con baño incluido en una zona de clase media. Su sueldo de supervisor en la fábrica de juguetes le alcanzaba para un departamento de soltero en el centro de la ciudad, pero él siempre había querido vivir en aquel

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exclusivo suburbio, aun cuando tuviese que limpiar por sí solo su habitación. El silencio y la oscuridad de su dormitorio le devolvieron el vacío que había sentido en el estómago al recibir la mala noticia.

Voy a morir en unos meses recordó sollozando, y dejó caer los papeles que todavía llevaba en la mano. Se echó en la cama. Tengo frío susurró abrazándose . Y, en ese momento, deseó estar en los brazos de alguien.

Un llanto de bebé lo despertó a medianoche. Era la bebé de su vecina, Yaku. Yaku se había mudado hacía dos semanas con su hijita, y alquilaba el otro dormitorio que tenía la casa. A Pablito Chafloque nunca le avisaron que iba a tener vecinos. Yaku apareció de un día para otro. Diecinueve años, madre soltera de una niña de cinco meses. Así se presentó ella, sosteniendo a su bebé en brazos, la tarde que se cruzaron en la sala de estar. Pablito Chafloque salía por una gaseosa del refrigerador cuando vio el cabello castaño y los ojos verdes y achinados de Yaku. La bebé estaba muy tranquila y callada en ese momento, tapada con una manta azul, y Pablito Chafloque alcanzó a ver solo una parte de su pálida cara.

¿Se siente bien? preguntó Yaku buscando los ojos de su vecino.

Pablito había hecho un gesto de desagrado al sentir el olor a marihuana y ron que provenía de Yaku.

Sí, todo bien dijo desviando la mirada al cuerpecito de la bebé.

¿Le gustan los niños? Yaku señaló con la cabeza a la criatura.

Pablito Chafloque sintió arder sus mejillas.

Un poco agachó la mirada.

Entiendo.

Bueno resopló Pablito y logró sonreír . Bienvenidas

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hizo un gesto con la cabeza y regresó a su dormitorio con la gaseosa en la mano.

Desde hacía dos semanas era así: minutos antes de la medianoche, Pablito Chafloque se despertaba al oír el llanto de la hija de Yaku, pero de un momento a otro ese sonido desaparecía. Como cuando se cierra una puerta, y las voces enmudecen. Sin embargo, esa noche, cuando terminó el llanto de aquella bebé, apareció en la cabeza de Pablito una idea que lo mordió, igual que un indigente poseído por el hambre muerde una manzana.

Se levantó de la cama casi saltando. Encendió la luz. Se lavó la cara. Limpió sus anteojos y volvió a ponérselos. Cerró por completo la cortina de la única ventana, y se paró frente a la pizarra colgada en la pared de su dormitorio. Suspiró profundo, observando cada uno de los recortes periodísticos que había pegado en la pizarra. Recortes periodísticos sobre hombres que abusaban sexualmente de infantes. Hombres que para Pablito Chafloque eran héroes. Héroes que él solo admiraba, pero no imitaba, porque sus héroes habían sido capturados por la policía y habían terminado siendo violados en la cárcel por los otros presos.

Y, hasta ese minuto, la vida había sido para Pablito Chafloque aquel enorme gato negro que juega con el pericote, arrastrándolo de un lado a otro, golpeándolo hasta dejarlo desorientado, pisándole la cabeza… Y luego zas: el mordisco letal. Y esa poca fortuna, más el miedo de ser violentado por otros hombres, lo paralizaba cada vez que deseaba tocar a una bebé.

Desde su juventud lo supo: le atraían sexualmente las bebés. Su pene se endurecía cada vez que tenía cerca a una bebé, o cuando las escuchaba llorar, como le sucedió la tarde anterior al salir del consultorio. O como estos días, al escuchar el llanto de la bebé de Yaku. Terminaba masturbándose, imaginando que su miembro viril

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recorría esas suaves piernecitas. Una conchita dulce y virgen susurraba Pablito Chafloque con el pene en la mano.

Ahora es distinto dijo, frente a la pizarra . Voy a morir en algunos meses. Tengo que hacerlo se alentaba, sintiéndose invencible.

Observó una vez más los recortes periodísticos: “El monstruo de Chiclayo, David Roger Abad Vera, fue ultrajado sexualmente por los reos del penal de Picsi. Los presos lo castigaron porque Abad Vera violó a una niña de un año”. Terminó de leer Pablito Chafloque uno de aquellos titulares, y se le borró la sonrisa. Qué hará si lo atrapan, pensó, y vio tiradas en el suelo las recetas e indicaciones que le había dado el doctor.

Igual voy a morir se recordó en un susurro . No me queda de otra: después, tengo que quitarme la vida Habló con determinación, como si alguien estuviera frente a él escuchándolo.

Y se sentó en el borde de su cama a pensar en lo que haría.

En unos días Pablito Chafloque tenía un plan. Había conseguido por lo bajo un arma de fuego para volarse los sesos y unas gotas somníferas. También había conseguido acercarse un poco más a Yaku, que siempre olía a alcohol y a marihuana. Pablito procuraba hablarle de Dios. Le mencionaba algunos versículos de la Biblia que había memorizado de niño en la catequesis. Ella escuchaba atenta, meciendo a su bebé. Una bebé silenciosa, arropada siempre con el mismo manto azul.

Estaba anocheciendo cuando Pablito Chafloque entró en la casa. Había comprado algunas botellas de ron y coca cola. Le prepararía a Yaku un trago donde pondría las gotitas somníferas.

Llegó muy animado a la sala de estar, y encontró a su vecina discutiendo con otra mujer en medio de la sala, por primera vez no tenía a la bebé en brazos.

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Yaku, entiende suplicaba la mujer, mirándola a los ojos . Esto no le está haciendo bien a nadie. Vuelve a la casa, por favor.

Nosotras estamos bien aquí levantó la voz Yaku . ¡Déjanos en paz!

La mujer agrandó sus ojos verdes y achinados.

Yaku, entiende. Desde el accidente no estás bien. Tienes que ir a ver a un especialista.

¡Lárgate! ¡Lárgate! gritó Yaku, señalando la puerta.

Pablito, confundido, se encontró con la mirada furiosa de la mujer. Ella vio las botellas de ron y coca cola que traía. Le frunció el ceño, resopló, y se fue sin mirar a Yaku.

Él dejó las botellas en una pequeña mesa que ocupaba una parte de la sala. Yaku se desplomó en uno de los sofás.

¿Estás bien? preguntó Pablito Chafloque parándose frente a su vecina.

Con los ojos vidriosos, Yaku respiró profundo.

Sí, todo bien miró fijamente a Pablito . La que se fue era mi hermana mayor. De repente mi mamá la mandó. Ellas quieren que regrese a casa y estudie algo.

Creo que eso es una muy buena oportunidad. Tienes recién diecinueve años…

Yaku chasqueó la lengua.

Tengo que buscar un trabajo para mantener a mi hija replicó.

Pablito Chafloque dio un paso hacia atrás.

Perdón, señor Chafloque dijo de inmediato la joven, moviendo la cabeza de un lado a otro. Se levantó de su asiento y miró ansiosa las botellas de ron y coca cola que había comprado su vecino.

¿Está celebrando algo? rio nerviosa.

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Pablito Chafloque asintió con la cabeza. Su plan empezaba a ejecutarse.

Se podría decir que sí. Yaku parpadeó confundida.

¿Cómo así?

Bueno se quebró Pablito . El doctor me ha dado de cuatro a seis meses de vida suspiró . El cáncer que padezco ya no puede ser controlado.

Yaku se llevó las manos a las mejillas. Algunas lágrimas terminaron chorreando el rímel de sus ojos.

No, linda exclamó conmovido Pablito Chafloque . No te pongas así. Tengo que aceptarlo y se acercó a abrazarla.

Yo no sabía que usted tenía cáncer dijo Yaku, separándose de los brazos de su vecino.

Ayer me enteré mintió Pablito . Pasé toda la noche reflexionando y concluí que no podía tirarme en la cama a llorar. Necesito celebrar antes de que esta enfermedad empeore suspiró hondo . Quisiera pedirte por favor que no hablemos del cáncer ni nada por el estilo, ¿sí?

Yaku asintió y se limpió las lágrimas con el revés de sus manos.

¿Brindarías solo una copa conmigo? invitó él, mirándola a los ojos . Sé que tienes que cuidar a tu niña, pero al menos concédeme una copa. Pablito Chafloque sonrió recordando a la bebé de su vecina. Una tarde, en la sala, estuvo a punto de sentirla entre sus manos, pero la madre se la llevó de inmediato a su habitación porque la niña había empezado a llorar. Ahora era su oportunidad de sentirla toda.

Claro que sí dijo entusiasmada Yaku, acomodándose el cabello . No se preocupe por mi hija, señor Chafloque: está

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durmiendo.

Bueno, iré a la cocina a preparar los tragos.

No, no se adelantó Yaku . Yo lo hago con todo el cariño del mundo y llevó las botellas de ron y coca cola a la cocina.

Unos veinte minutos más tarde, Yaku dormía borracha en uno de los sofás de la sala. El ron la había convertido en una persona parlanchina. Pablito Chafloque intentó varias veces preparar el trago que la durmiera, pero fue en vano. Yaku caminaba tras él todo el tiempo, contándole sobre una serie alemana en Netflix. Pablito la escuchaba impaciente, con el único vaso de ron mezclado con coca cola que se había servido esa noche.

Yo, solo un trago mostraba su vaso de alcohol . Tú sabes muy bien por qué.

Yaku rio como si hubiera escuchado el mejor chiste de su vida y, balanceándose, con el quinto vaso de ron a punto de terminarse, se acercó a su vecino.

Nou…nou tartamudeaba Yaku . Ssse… Preo… cupe, señor Chafloque. Yo lo haré feliz y se arrodilló frente a Pablito. Dejó el vaso de ron a un lado e intentó abrirle el cierre del pantalón.

No dijo Pablito Chafloque con un paso hacia atrás . ¿Qué haces, Yaku? Ven, párate y la ayudó a levantarse.

Este… Yaku intentaba ser fluida al momento de hablar . Lo haré feliz antes de que se muera rio fuertemente Yaku. Se muera murmuró esta vez sollozando.

Pablito Chafloque la acostó sobre un sofá y la vio quedarse dormida.

Yaku Pablito le palmoteaba suave las mejillas . Despierta, mujer, despierta. Nada. Yaku no respondía.

Es ahora o nunca susurró Pablito Chafloque y dejó su

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vaso de ron en el suelo.

Con los ojos brillantes, iba feliz al encuentro con la hija de Yaku. Su corazón dejaba escuchar sus latidos.

Abrió despacio la puerta del dormitorio de su vecina. La bebé, cubierta hasta el cuello por el manto azul, dormía en medio de una cama pequeña. Pablito con un poco de sudor en la frente se paró a unos pasos del cuerpecito de la niña.

Es ahora o nunca repitió, convencido. Se bajó los pantalones y el bóxer. Cerró los ojos y empezó a estimular su pene con una de sus manos . Una conchita virgen y dulce susurraba Pablito, sintiendo cómo su miembro iba agrandándose . Un poco más saboreaba el momento . Ya es hora dijo Pablito soltando su falo erecto y acercándose al filo de la cama. Los pantalones y el bóxer alrededor de sus tobillos le impedían caminar con libertad. Sacó de un tirón el manto azul que cubría a la bebé y de inmediato buscó bajarle los pantaloncitos.

¡Mierda! gritó atónito. Dio un paso hacia atrás. Los vellos del brazo se le erizaron. Su pene se aflojó bruscamente. Una fugaz náusea reemplazó su excitación inicial y trepó desde su estómago hacia la garganta. Pablito se llevó la mano a la boca. Respiró profundo.

Se acercó nuevamente al filo de la cama. Observó extrañado el rostro inerte, el brillo plástico de los ojos y el cabello símil natural, y recordó los bebés hiperrealistas que se fabricaban en su trabajo.

¡Pero si es una muñeca!

En el pecho colgaba una pequeña grabadora.

Loca de mierda chasqueó la lengua Pablito . Puta madre. Con razón siempre estaba tan quieta alzó a la muñeca. En la espalda de esta vio pegada una fotografía. Era la imagen sonriente de una bebé desnuda, tendida sobre una manta floreada.

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¿Quién es esta? despegó la foto. En el dorso, una fecha: 02/03/2017 06/07/2017. ¡Esta es la hija! concluyó Pablito, limpiándose el sudor de la frente . Ha muerto hace dos meses

Tiró la muñeca y la foto al piso . ¡Loca de mierda!

La pequeña grabadora salió volando y, al chocar contra el pie de la cama, se presionó el botón play del aparato. Un llanto de bebé. El mismo llanto que venía despertando a Pablito las noches anteriores empezó a reproducirse escandalosamente.

Carajo renegó, mientras caía de cara por el boxer y el pantalón que enredaban sus tobillos. Con dificultad se sentó en el piso para quitarse por completo lo que le aprisionaba. Le costó encontrar sus lentes, que se le habían soltado al tropezarse. Agitado, gateó en busca de la grabadora y apagó el llanto del bebé.

Pero ¡¿qué es esto?! oyó Pablito Chafloque gritar a Yaku en la entrada del dormitorio.

Levantó la mirada y vio los gatunos ojos enfurecidos de su vecina, todavía chorreados de rímel.

¡Pedófilo de mierda! chilló rabiosa. Y de un salto se abalanzó hacia él buscándole la entrepierna.

Acorralado, antes de que su vecina le arrancara de un mordisco una parte del pene, Pablito Chafloque creyó ver cómo ella se convertía en un enorme gato negro.

LUIS PENAS

Perú

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odos los días, a la misma hora, se asoma para verla pasar. Deja de hacer lo que tiene entre manos y sale disparado para la ventana todo lo que le permiten disparar sus ochenta y cinco años y la artrosis de rodilla.

Ella camina despacio (como para darle tiempo) por la vereda de enfrente, entra en el mercado y, al cabo de un rato, sale con una bolsa colgada del brazo. Él agradece su lentitud, porque expande el momento ansiado del día. Observarla le provoca una sensación de alivio. “Otra vez más”, piensa. Pero no sabe bien a qué se refiere, porque la frase se arma como acto reflejo. ¿Otra vez más que llega a tiempo y puede verla? ¿Otra vez más el mismo timorato, sin animarse a bajar y hablarle? La toma de decisiones no es su fuerte. Ya perdió la cuenta de la cantidad de veces que ha repetido cada movimiento de igual manera (dejaba de pelar una papa: era eso lo que hacía antes de correr a espiarla por detrás de la ventana). Y cada paso igual al anterior: exactamente, veinte pasos de la cocina al ventanal. Seca las manos en el trayecto, siempre en el mismo repasador de rayas azules y blancas. Después, se alisa los cuatro pelos náufragos en la isla calva. Aparta la cortina, limpia la marca de un mosquito aplastado en el vidrio, se sienta en el apoyabrazos del sillón, oye su respiración agitada después de la corrida, sonríe, suspira. Piensa: “otra vez más…”.

Basta un solo cambio para advertir que, en realidad, está atrapado dentro de ese instante. Que por fuera de esa sucesión encadenada de acciones que se vienen repitiendo, sin solución de continuidad, desde hace mucho tiempo , no sucede nada más. El bucle se quiebra, cuando quiere limpiar la sangre mezclada con tripa de mosquito y la mancha ya no está allí. No sabe qué hacer ni cómo

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seguir la secuencia. Empecinado por buscar la suciedad en el vidrio, se queda sin ver el desfile y la entrada de ella en el negocio. Entonces, para no perderla, no le queda más remedio que salir a escena. Llega a la calle en el momento exacto en el que ella sale cargada. Le pregunta si no le molesta que la ayude. Como nadie se niega a la gentileza, le pasa la bolsa y se van caminando juntos, mientras charlan. Tan simple.

MARINA GÓMEZ ALAIS Argentina

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Los besos que te dan las chicas malas salen más caros cuando los regalan y huelen a fracaso.

Joaquín Sabina

Le pegué duro en la cara, con la mano abierta. Se estremeció y perdió el equilibrio, pero la tenía bien agarrada de la nuca y no se cayó. Estaba molesto. Mucho. Ciego por la rabia y ella lo sabía, así que no se defendió. No dijo nada. Levantó la mano lentamente y la interpuso entre su cara y mi odio, esperando quizá que se repitiera la bofetada. La solté y trastabilló, se pegó a la pared, se arregló el suéter y se acomodó el pelo. Entonces me miró. Estaba asustada. En unos segundos, de la peor manera, le había borrado la sonrisa con la que me había recibido. Habíamos discutido. Muchas veces. Muchas. Pero nunca le había levantado la mano. Ella siempre tuvo el control absoluto en nuestra relación. Siempre había sido clara conmigo, así que, aunque esperaba que en algún momento mi paciencia tocara fondo, no imaginaba que fuera capaz de pegarle, y menos allí, justo a la puerta de su trabajo, frente a muchas de sus compañeras. Eso la confundió. Quizá. Pero dio al traste. Lo tenía calculado. Solo que no previó todas las variables y, aunque le hiciera pasar la peor de las vergüenzas, yo había caído mucho más bajo y ella por fin era libre.

¿Eres casada?

Le pregunté, a bocajarro, la mañana que la conocí en el patio de la UNEAC٭. Ella esperaba a una amiga y yo iba de salida con mi cámara en ristre. Acababa de entregar una serie fotográfica. Imágenes urbanas para una muestra itinerante. Nuestras miradas se cruzaron. Fue solo un segundo. Volví a la barra y pedí dos cervezas. No tenía nada que perder.

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Si me dejas hacerte una foto te invito a una cerveza Le dije mostrándole las botellas Y, además, no me gusta tomar solo.

Se sonrió y agarró una. Entonces vi el anillo y simplemente pregunté. A las mujeres le gustan los tipos atrevidos. Las asustan un poco, pero en el fondo prefieren frenar un loco que empujar a un bobo. Es su naturaleza. Creo yo. Así que siempre intento hacerme el duro, aunque en el fondo me mate la incertidumbre, el miedo. Nunca me creen cuando les digo que soy un poco tímido. Les da gracia.

Uff... ¿Casada? Que va... Con una vez basta Dijo y miró el anillo. Un anillo de oro. Lustroso, con muchas piedras blancas, pequeñitas Tengo amantes... Dijo, mirándome a los ojos.

Su respuesta me pegó en la frente como un puñetazo. Increíble. Por un instante no supe qué decir y solo atiné a poner la cámara sobre la mesa y a empinarme un trago. Largo. Demasiado. Me atraganté. Ridículo. Terminé tosiendo y botando espuma por la nariz. Había entrado al ruedo como un cowboy y terminé siendo un pelele. Se rio muchísimo y me ofreció un pañuelo.

A man tesss repitió . Uno mexicano y uno árabe. Nada serio con ninguno. Al mexicano le sirvo de mula...

Entre trago y trago. Yo solo olía el pañuelo (Paloma Picasso) y la miraba, perplejo de su desparpajo. ¿Quería trajinarme? A los hombres como yo nos gustan inteligentes y refinadas o medio putas y desquiciadas. Vamos a los extremos. Pero estas últimas nos dan miedo, por lo menos a mí... Nunca se sabe qué les pasa por la cabeza. Demasiado explosivas, peligrosas, destructivas, y a esta se le notaba el chaleco terrorista por encima de la ropa, y al parecer, no tenía ningún miedo a detonarlo en mi cara. Estaba empezando a asustarme.

No me mires así. No pienses mal: lo mío son la lencería y los

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perfumes de marca. Nada raro.

Of course. Pensé yo.

Cada dos meses voy tres días a Cancún y regreso con sus encargos y na da más. Me gusta muchísimo el muy hijoputa, pero no tiene tiempo de nada. Mucho trabajo. Es contratista. Así que tengo una segunda opción: Nadir, que nada en el dinero de su padre pero que solo piensa en apuestas y por supuesto, es musulmán...

No pude evitarlo. La visualicé modelando lencería mexicana, toda rociada de Chanel No. 5, reina y señora del harén de Nadir, porque no podía ser de otra forma o el palacio podía incendiarse...

… Así que imagínate. Un trauma el chiquito. Muy inteligente para su carrera de medicina, pero ya, no he podido cubanizarlo en los menesteres. Figúrate. Esa gente son animales domésticos: No esto, no aquello, no lo otro, tírate al piso y reza cinco veces al día y de noche ni rezan ni gozan... Y antes de que preguntes inclinándose un poco adelante, agarró la cámara, me apuntó sin quitar la tapa del lente y apretó el obturador: Sí... Me gustaría tener una tercera opción, para ensuciar mi karma, desquitarme. No sé...

Siempre había sido clara conmigo. Demasiado quizá. Pero entonces no iba a arriesgarme. Me asusté, y creo que se dio cuenta enseguida porque, antes de terminar mi cerveza, fue hasta la barra y trajo tres más. No iba a permitir que le diera cualquier excusa y me marchara con el rabo entre las piernas, asustado como un chihuahua frente a una husky siberiana, sin antes darme al menos una mordida.

Estoy esperando a una amiga. Si quieres nos fotografías juntas. dijo y me puso la botella delante. Así que me contuve.

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Déjate de ser verraco, pensé... y dale, coño, que tú empezaste. Me llamo Lennha, con ¨h¨ intermedia. Y también soy Lenna, sin ¨h¨... Soy bipolar. Dicen. Mucho gusto.

Y así empezó todo. Por casualidad o causalidad. No sé. El destino es una bola de cera. Moldeable. Flexible. Que con el tiempo se vuelve quebradiza. Se hace polvo. Si aquella mañana hubiera seguido mi camino nunca hubiera salido tan afuera el hijoputa que llevo dentro. Pero ahora no tendría una historia que contar. O al menos no esta.

La amiga se llamaba Kenia y era alta, bellísima, casada y bueno, la amante de alguien más. Mujer virtuosa, ¿quién la hallará? Porque su estima sobrepasa largamente a la de las piedras preciosas. Dice la biblia. ¿Quién lo contradice? Nada, que cuando Kenia llegó ya había en la mesa media caja de cerveza vacía. En una hora ya era una caja y luego... Calabaza, calabaza... Pero había ocurrido un ligero cambio en las circunstancias. Kenia era distinta. Abierta. Sí. Mucho. Pero menos obvia, más sutil... ¡Coño! E inteligente. Licenciada en Historia del Arte. Hablamos de literatura, de cine, de curaduría, de la diferencia entre porno y glamour, de Diane Arbus... ¡De Nabuyoshi Araki! Nada que ver. Me dio su número y Lennha pasó a un segundo plano en cuestión de minutos. Ya no me interesaba su mirada pícara y su cara (nada) inocente. Me interesaba Kenia. Pero la vida te hace señales de humo que se esfuman sin que llegues a comprenderlas del todo. Esa tarde la llamé y no me dejó hablar.

Llama a Lennha, anda me dijo es mi amiga, sabes... Llámala. Me caíste bien. Pero a ella le gustas. Podemos ser amigos, si quieres, pero ahora cállate y llámala. Y me dio el dichoso número. Y llamé...

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La vida de Lennha era un desastre. El padre vivía botándola de la casa. No sé si por vergüenza o por el Alzheimer. La había tenido ya viejo, a los cincuenta, con la hija de un amigo que había traído de no sé qué monte, veinte años más joven, para que estudiara enfermería, y que terminó casada con él. Ahora la guajira tenía una mansión en el centro de la ciudad y vivía como una reina. Pero Dios te da y Dios te quita. Siquiera terminó los estudios. Le salió vitíligo, en la cara, en las manos, y él, en uno de sus ataques de celos la bautizó ¨La vaca pinta¨, decía que era un castigo por pegarle mil tarros, que Lennha no era de él porque no se le parecía en nada. Mentira. Pero tenía que aguantarse al viejo. Todo tiene su precio. Ella tampoco le dio a la hija todas las atenciones. No supo guiarla. Escondida en su cuarto día y noche. Acomplejada. Lennha se casó a los 15, parió a los 16 y se divorció un año después, asqueada, cuando cogió a su marido empalado en su propia cama. Le salió pato el tipo. Fue duro. Intentó suicidarse y hasta tratamiento psiquiátrico tuvo. Electroshock. Gracias a ¨La vaca¨, que quizá por lavar la conciencia se hizo cargo del niño, pudo terminar la carrera años después. Defectología. Y quería ser escritora y hasta había publicado en una revista. Tenía talento, pero algo en su cabeza ya no funcionaba bien. Trastorno bipolar, decía ella. Esquizofrenia. Pensaba yo. No sé. A veces era Lennha, con ¨h¨ intermedia: Cariñosa, coqueta, tierna, una madre amantísima y otras era Lenna, sin ¨h¨... Todo lo contrario. Hasta el niño le molestaba y eso me confundía. Uff... Mucho. Quizá por eso el mexicano solo la usaba y el árabe nada más la lucía, como a un objeto decorativo al que podía dejar tirado en cualquier momento y en cualquier lugar. Y la dejaban ser o deshacer a sus anchas. Tener esas vidas le gustaba, me dijo una vez, con ellos soy quien quiero ser: la loca desequilibrada que se pasa tres días desnuda, fumando marihuana y comiendo tacos

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en la habitación de un hotel en Cancún, o la loca equilibrada que se pone un hijab y solo toma té y no mama. Cuando estoy contigo puedo ser yo misma... yo, la que no quiero ser.

De Lennha me enamoré como un perro. Debo tener tres mil fotos de ella en algún lugar. A Lenna le gustaba hacerse fotos desnuda. Y videos... Ni hablar. Hard Porn. Qué locura. Mi Dios. Era incansable, siempre insatisfecha, insaciable. ¿Cómo no iba a volverme loco? A mí, diez años más viejo y creído de haberlo experimentado todo: Con Lennha hice el amor en un portal, bajo un aguacero, en un parque a plena luz del día. Con Lenna templé en una piscina llena de gente... Lennha me cantaba a Sabina y a Silvio y me escribía poemas cursis en postales hechas a mano. Lenna me mordía la espalda hasta sangrar y me decía ¨estúpido¨. Eran perfectas, peligrosas, fantásticas y terribles...

Nos veíamos los martes a cualquier hora, los jueves en la noche y el fin de semana que se le ocurría llamarme. Tenemos una vida muy complicada. Decía. Y en su trabajo, siempre que tenía guardia. Era subdirectora de una escuela para niños autistas. Kenia también trabajaba allí, de maestra, así que a veces le hacíamos la guardia también. Además, teníamos un lugar secreto, en la azotea de un amigo en un tercer piso. Un cuartico y un baño, camuflado por una pérgola enorme y una mata de uvas que nos mantenía aislados de todo. El mejor lugar del mundo. Le decía. Allí Lenna me dijo que quería tatuarse mi nombre sobre el cóccix. Una locura. Por suerte se le pasó rápido… Estando allí tocaron a la puerta una madrugada y se rió y saltó desnuda y abrió y dijo: ¡¡¡Sorpresa!!! y metió a Kenia en la cama... Allí nos emborrachábamos con Tequila y tomamos Té y leímos el Corán. Allí fuimos felices... Allí discutimos un millón de veces porque me contaba cosas que yo no quería escuchar. Esperándola allí me llamó y dijo que no quería verme

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más, que en su próximo viaje iba a cruzar la frontera, que había conocido a alguien y que me olvidara de ella, que no la buscara y colgó sin darme tiempo a reaccionar. Tenía pasaje para dentro de dos días. Me quise morir.

Entonces salí a buscarla y la encontré, de la mano de un tipo, en el parque en la esquina de su trabajo. Lo tenía calculado. Cuando me vio se pegó a él y le besó la boca. Un tipo alto, rubio, corpulento. nada que ver con el mexicano o el árabe sino el otro extremo. Siempre me habló claro y yo había aceptado sus términos. Yo era el tercero. El postre, decía ella. No iba a aceptarle uno más o peor, que me desechara como a un blúmer y se fuera sin darme una explicación, sin decirme nada. Pero me acobardé y no le hice frente entonces, como un penco esperé a que el nuevo se fuera y la seguí. Entró a la escuela y se quedó en el pasillo, esperando que apareciera. Salió a recibirme con una sonrisa que se me antojó la del Gato de Cheshire. Lo demás ya lo conté.

A los dos días voló a México y no regresó. Un mes después recibí una foto suya, mostrando mi nombre tatuado sobre las nalgas, en un sobre certificado, acuñado en Arizona. En el dorso una frase escrita a lápiz, como para que pudiera borrarla:

No podía decirte. En dos años vuelvo a por ti. Al mejor lugar del mundo.

Un beso: Lena.

RAFAEL A. INZA Cuba

UNEAC: Unión de Escritores y Artistas de Cuba

Del Libro: ¨El Placer de lo Obsceno¨, Editorial Samarcanda, España.

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La semana pasada hacía calor, llovía y estaba aburrido en mi casa. La llamé a Samantha.

¿Cómo andás para noche de comida mexicana y películas? le dije, ilusionado.

¿Sin sexo? me contestó, sin vueltas, siempre tan directa.

El sexo viene después de la peli. Y la peli viene después de la cena mexicana.

¿No será mucho? Acordate de lo que decía el Negro Fontanarrosa en aquel cuento…

¿El del tipo que se levantaba a una mina, la llevaba a comer y a chupar y después le agarraba sueño y del sexo ni hablemos?

¡Sí! “El mundo ha vivido equivocado”. Un capo, el Negro. ¿Qué hacemos, película o sexo, después de la cena? ¡Elegí!

Sexo. Y si nos queda resto, película.

Samantha es una mina gauchita. De las que van al frente. Un cerebrito brillante con un cuerpito sensual dispuesto al entrevero. Nos complementamos bien: ella la literata experta en Borges, yo el fanático del cine de ciencia ficción y de la música. Por suerte, los dos lujuriosamente hedonistas.

Había preparado todo justo a tiempo, cuando Samantha llegó en el Uber, con su cara sonriente y feliz. La recibí con unos camarones a la cucaracha (fritos en manteca y ajo), chiles rellenos, un vaso de tequila y un montón de besos.

Nos acomodamos en el living, frente al televisor apagado. De fondo, puse un vinilo de John Coltrane. A los dos nos gusta el jazz. Después de las fajitas con guacamole y varias rondas de tequila, estaba por darle la razón a Fontanarrosa. Pero con un café bien cargado y una pastillita azul de por medio, estuve listo.

Sin complicarnos en mudarnos al dormitorio, nos revolcamos

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en el sofá. Samantha, fiel a su costumbre, gritó como una loca. Me dijo que en el éxtasis tántrico había visto al Aleph de Borges, esa esfera mágica en la que cabe todo el mundo. Juro que lo más potente que habíamos consumido era el tequila.

Agotado y transpirado por el esfuerzo, le dije:

¿Vemos una peli? Hoy empiezo mi maratón de películas de James Cameron. Tenés para elegir: Mentiras verdaderas, El Abismo,

Terminator 1 y 2, Alien 2, Avatar 1 hasta que salgan Avatar 2 y todas las otras secuelas.

¿No la tenés a Titanic?

Titanic no está en la lista. Demasiado empalagosa, para mi gusto.

Entonces, Alien 2…

El regreso”. ¡Vamos, todavía! Cubrimos apenas nuestras desnudeces y empezamos a ver la película. Por si no se acuerdan, les cuento que la suboficial Ellen Ripley (una hermosa y todavía joven Sigourney Weaver) es rescatada luego de 57 años de estar a la deriva en la cápsula de emergencia del carguero Nostromo, después de sobrevivir a la masacre del resto de la tripulación por parte de los alienígenas xenomorfos. La cuadrilla de rescate la encontró hibernando junto a su querido gatito Jonesy, el minino más famoso del cine de ciencia ficción, que sirvió para que el guionista Blake Snyder escribiera su libro “¡Salva al gato!” y armara sus cursos y seminarios de guion de cine. Samantha estaba a punto de dormirse, rendida por la combinación de comida picante, alcohol y sexo con un servidor, cuando me dijo:

Aliens

¿Vos conocés la historia del gato ese?

¿La de Jonesy? Iba a bordo de la USCSS (United States Commercial Star Ship) Nostromo, la nave de la Alien original. Era la

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mascota de la tripulación.

No. Digo del gato real, el gato que actuó en la película.

Dirás los gatos reales de las películas. Entre la primera Alien de Ridley Scott y la segunda de James Cameron pasaron varios años. Y usaron a más de un gato. Pero en esta creo que tuvieron uno solo.

Justo: te hablo de este gato. El que aparece ahí, en la segunda película, la de Cameron. Es un gato especial. Medio anaranjado, atigrado.

Igual que los anteriores. Un gato común. Seguro que es de algún proveedor de animales de Londres. La película se filmó en Inglaterra.

¿En qué año?

Se estrenó a mediados de 1986. Samantha agarró el control remoto y paró la película, que quedó congelada con la imagen de Jonesy en brazos de Ripley. Se sentó en la punta del sofá, colocó otro almohadón atrás de la cabeza, se acomodó las tetas y me dijo:

¿Sabías que Borges amaba a los gatos?

A los gatos y a los tigres. Les escribió poemas.

Tuvo varios gatos. El más famoso fue Beppo, un gato todo blanco, que era su preferido.

Sí, me acuerdo de ese.

En realidad, cuando Borges lo adoptó, se llamaba Pepo, por el jugador de River Plate José Omar “La Pepona” Reinaldi. Pero el nombre no le gustaba, así que se lo cambió por Beppo, que era el nombre del gato de Lord Byron.

Pero Jonesy no es blanco.

No. Beppo se murió antes que Borges, mucho antes que la película. El otro gato famoso que tenía Georgie se llamaba Odín,

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como el dios nórdico. Este gato sí lo sobrevivió a Borges. Era un gato de pelaje amarronado/anaranjado, atigrado.

La debo de haber mirado a Samantha con cara de “no te creo”, porque se empezó a reír y me dijo:

Posta. El gato que actuó en Alien 2 es el gato de Borges, Odín. Podés chequearlo en Google. Seguro que está en Wikipedia…

La verdad, no le creí nada. Pero, en el fondo, me gustaba la idea. Jorge Luis Borges y James Cameron hermanados por un gato. El Inmortal convertido en el Terminator T 800. Samantha, más entusiasmada, siguió contándome:

A fines de 1985, Borges estaba muy enfermo. Y decidió no morir en Buenos Aires, adonde no estaría tranquilo. Cuando era un adolescente había vivido en Ginebra. Así que a principios de 1986 se mudó allí. Luego se casó con María Kodama. Y se murió a mitad de año. Está enterrado en el cementerio de Plainpalais.

¡Freddie Mercury también se retiró a Suiza! le dije . Tenía una casa en Montreux, frente al lago Léman, cerca de Ginebra. Ahí en Montreux sus fanáticos colocaron la estatua de Freddie. Al final se murió en Londres. Muy lejos de su África natal…

No sabré mucho de músicos, pero vi la película de Queen. Freddie era de… ¿cómo era el lugar?

Zanzíbar. Una isla en la costa africana del Índico. Ahora es Tanzania.

Sí. Tenés razón. Nació en Tanzania, se hizo famoso en Inglaterra y vivió en Suiza.

Suiza no es un mal lugar para retirarse a morir…

O Francia, como hizo Cortázar.

¿Cortázar no había nacido en Suiza? le pregunté. Samantha puso cara de profesora de Letras que da cátedra y me dijo:

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Mi querido: Julio Cortázar nació en Bélgica. Era hijo de argentinos: su padre trabajaba en la embajada en Bruselas. Después se mudaron a Suiza y a España. Cuando Julio tenía cuatro años regresaron a la Argentina. Y sus últimos años los pasó en París…

Samantha hizo una pausa, se acomodó el cabello en un rodete en la nuca y me comentó sonriendo:

A propósito: Cortázar también amaba a los gatos. Había adoptado en Francia a un gato callejero al que bautizó Teodoro W. Adorno, como el filósofo alemán.

La miré a Samantha y me pareció más linda que nunca. Entusiasmada con su charla, con ese brillo en los ojos. Y sus pechos que se balanceaban sensualmente cada vez que hacía ademanes con los brazos.

Le dije:

¿Y cómo llegó el gato de Borges a Londres? ¿Lo llevó él a Europa?

Nopo. El gato se lo dejó a su ama de llaves de toda la vida, Epifanía “Fanny” Uveda. La pobre Fanny ya estaba viejita y no iba a hacerse cargo de un gato malcriado, así que según mis fuentes secretas se lo entregó a un entrenador de mascotas llamado Saúl Bronski. Bronski era un buscavidas, que a veces hacía de periodista free lance, que había estado rondando a Borges los últimos meses antes de su ida a Suiza, buscando la entrevista de su vida, que nunca consiguió. Le ofreció a Fanny unos pesos por Odín, prometiéndole que lo cuidaría, pensando hacerse famoso mostrando “al gato de Borges” en los canales de televisión. Bronski era proveedor habitual de mascotas para un programa del viejo Canal 13. Ahí en el canal conoció a un entrenador de mascotas que había venido de Hollywood…

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Samantha hizo una pausa y me preguntó:

¿No tenés más tequila? Me dio sed. Busqué otra botella, unos limones y un poco de hielo. Nos dedicamos a bajar el tequila con limón y sal. Samantha se relamió los labios, me dio un beso y me dijo:

¿Por dónde andaba? Ah, sí. Te contaba del tipo de Hollywood. Había venido para supervisar a los animales que iban a actuar en una película de las aventuras del Zorro con Guy Williams el Zorro original y el actor y campeón de esgrima argentino Fernando Lúpiz. La película iba a ser producida en parte por el Canal 13 y en parte por capitales yanquis, pero se cayó el financiamiento, así que nunca llegó a filmarse.

¡Y ahí lo encontró a Bronski!

Y a Odín, el gato de Borges. Así que se lo llevó a Los Ángeles. James Cameron tenía dos equipos de casting: uno en los Estados Unidos y el otro en Inglaterra. Y no encontraba un gato que fuera igual al Jonesy de la primera Alien. A Cameron no le importaba que el gato hubiera sido de Borges pero sí quería uno exactamente como ese. O, justamente, como este que tenemos ahora en la tele… Y me señaló la pantalla del televisor. Luego se empezó a reír como loca. Me acerqué y le di un largo beso. Se siguió riendo mientras la besaba.

Lo que me contaste es todo inventado, ¿no? le dije, despegándome de sus labios.

Me respondió, todavía con esa sonrisa que tanto me gusta:

Todo no. De verdad, Cortázar tenía un gato que se llamaba Teodoro W. Adorno y Borges tenía dos gatos de nombres Beppo y Odín. El resto, puede que no sea cierto. Pero ¿importa? Entonces, me abrazó y nos olvidamos de la película de James Cameron y del gato de Borges, mientras seguía sonando John

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Coltrane.

MARCELO MEDONE Argentina

Facebook: Marcelo Medone

Instagram: @marcelomedone

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sta madrugada han matado a Federico. Me lo acaba de decir la Angustias. Sí, sé que esa mujer siempre anda con chismes más falsos que un duro sevillano. Pero parece que ahora está en lo cierto. Se lo ha dicho su hijo, el mayor, que lo ha escuchado en el Bar Jandilla. Juan Luis Trescastro lo estaba pregonando orgulloso. Vengo de darle dos tiros a García Lorca en el culo por maricón ha dicho literal.

Pese a lo que él mismo anda diciendo, dudo mucho que Trescastro formara parte del piquete de anoche. Ese hombre siempre ha sido un fanfarrón. Y no digamos cuando bebe.

Eso sí, fue uno de los que se presentó en casa de los Rosales para llevarse al poeta. Apareció en su coche descapotado con su amigo y padre de su ahijada, Ramón Ruiz Alonso. Dicen que Trescastro se quedó en la puerta, no atreviéndose a entrar por haber sido su viuda familia de los Rosales. Aunque otros afirman que estuvo tomando café con las mujeres. Vete tú a saber. Ruiz Alonso es el que puso la denuncia contra Federico. Le acusaba de ser un espía ruso en contacto con estos por radio. Ya ves, el hijo de doña Vicenta, bolchevique. ¿No caes en quién es? Ese que vimos con boina y mono durante la campaña electoral. El obrero amaestrado, lo llaman.

El caso es que han desgraciado para siempre a la familia. Aunque yo creo que detrás de todo, más que estos políticos de la C.E.D.A, están las viejas rencillas familiares. Las disputas con sus primos, los Alba Roldán son por todos sabidas. Y más después de que Federico publicara aquella obra de teatro, La casa de Bernarda Alba, escrita, según dicen, con mala baba.

¡Ay, pobre Federico! Ahora estará por ahí enterrado en alguna cuneta. Dice la Martirio que ha debido de ser en el camino entre

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Víznar y Alfacar.

Me ha contado también que ha podido hablar con la criada, Dolores, la que llaman La Colorina porque su padre, el amortajador de difuntos, vendía canarios. Pues bien, dice que están tratando de recuperar el cuerpo, como ya hicieron con el del alcalde Fernández Montesinos, el marido de Isabel.

Pero calla que no queda ahí la cosa. Resulta que se ha acercado hasta la casa de la familia una extraña anciana recordándoles que hoy es Santa Helena, ya sabes, la madre del emperador Constantino. Ese que se convirtió a la Fe y ganó una batalla muy importante trazando en su escudo un crismón.

Les explicó que Santa Helena marchó a Tierra Santa en busca de la Cruz de Cristo. Y que tras excavar en el monte Gólgota, halló tres maderos. Para saber cuál era el del Hijo de Dios, mandó colocar sobre estos a un muerto. Y solo en contacto con la Vera Cruz, este resucitó.

Pues bien, la anciana afirma que con una de las sagradas astillas que se custodian como reliquias aquí, en Granada, podría devolverle la vida a Federico. Claro, antes tienen que recuperar su cuerpo.

Yo no sé si esto será posible, pero no voy a permitir que ninguno de estos trozos de madera, el de la Capilla Real, el de la Inmaculada Concepción del Triunfo o el de la Columna del Sacromonte se acerquen a la tumba de mi suegra. Por si acaso.

RAÚL GARCÉS REDONDO España

Blog: ¿Tiene un minuto? | Microrrelatos Twitter: @RaulGRMM

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l timbre de la puerta de entrada sonó con la insistencia necesaria como para que lo reconocieran.

Llevaban tanto tiempo sin recibir vistas en la casa que tenían la certeza de que esa cosa no funcionaba, pero no era así, funcionaba, y bastante bien.

Con desagrado y suma lentitud el hombre se levantó del sillón frente a la TV y caminó hacia la puerta a través del pasillo, pasó por la puerta de la cocina, donde vio la espalda de su mujer como siempre encorvada sobre la mesa, de seguro cosiendo o arreglando ropa de alguien más. Pensó en preguntarle cómo estaba ese día, si se sentía bien, qué tal le había ido en sus quehaceres y, más que nada, por qué carajo no respondía al maldito timbre que seguía sonando. Pensándolo mejor, prefirió no hacerlo. Continuó avanzando por el mismo pasillo hasta la puerta.

¿Qué? ladró al abrirla.

Buenos días respondió el sujeto que encontró del otro lado. Maletín en mano, saco liviano de verano, cabello peinado hacia la derecha, sonrisa de dentista profesional, el paquete completo. Un vendedor puerta a puerta, sin dudas. Cosa que no demoró en dejar en claro . Vengo a presentarle una oferta que no podrá rechazar.

No me interesa interrumpió el hombre . No empiece.

Es una oportunidad única continuó el vendedor que sin lugar a duda había escuchado al hombre, pero su entrenamiento lo preparaba para no atender a las negativas y seguir adelante con su presentación . Una oportunidad que le permitirá vivir experiencias en las que nunca había pensado, realizar actividades novedosas, probar productos que no se encuentran al alcance de su economía actual.

¿Me está diciendo pobre?

Para nada. Pero todos sabemos que lo que podemos hacer

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con y en nuestras vidas siempre resulta ser, digamos, limitado, y no siempre por nosotros mismos.

No le entiendo.

Todos tenemos nuestras limitaciones.

¡Ah! exclamó el hombre . Ahora me dice tonto.

Para nada. Pero la verdad es que todos sabemos que estamos limitados por algo. Esa limitación puede ser laboral, etaria, género, étnica, equipo de softbol favorito, sabor preferido de helado, carencia o presencia de hijos, ser soltero endógamo o exógamo.

¿Soltero qué?

Claro, eso también continuó el vendedor . Si estamos casados, viudos, divorciados, en una relación con futuro o en una sin él, otras infecciones y enfermedades similares. Todas esas cosas y muchas otras que no viene al caso mencionar en este momento, representan una limitación a nuestras acciones. ¿No está de acuerdo con ello?

Bueno… No lo había pensado de esa manera.

Perfecto, porque no hacía falta. Pero por eso mismo esta oferta es para usted. ¡Piénselo! Lo que le conviene en estos momentos es participar de un intercambio.

El vendedor mantuvo su sonrisa profesional sin dudas esperando la reacción de sorpresa del hombre. Pero tal cosa nunca llegó; el hombre lo miró sin hablar mientras el vendedor recuperaba el ritmo normal de su respiración, le analizó el cabello, apelmazado de tanta brillantina, el sudor perlándole la frente y el maletín que todavía no había soltado y que lucía bastante pesado. Un largo, eterno, silencioso minuto, transcurrió entre los dos.

¿Va a decirme lo que es eso o tengo que averiguarlo yo solo?

Un intercambio es la oportunidad de ocupar por un tiempo indefinido la vida de otra persona, de cualquier persona que acepte

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realizar, precisamente, un intercambio con usted. Usted se ocupará y realizará las actividades de la otra persona mientras que esa otra persona se ocupará y realizará las suyas. De esta manera tanto usted como esa otra persona podrán vivir experiencias nuevas, diferentes, que se encuentran más allá de sus limitaciones cotidianas. Claro que, si acepta participar en un intercambio deberá buscar a alguien más que se interese en su oferta y que por lo tanto esté dispuesto a realizar un intercambio. De esta manera la rueda de los intercambios continúa girando, no se detiene y todos podemos participar de las experiencias de todos. De esta manera llegará un día en el que todos compartamos todo. ¿A qué no es algo interesante?

No lo sé dijo el hombre sin estar seguro de haber entendido . ¿Cuál es el truco?

El truco respondió el vendedor sonriendo un poco más, sabiendo que su objetivo estaba cada vez más cerca , es que no hay truco. Si usted acepta intercambiar sus experiencias conmigo, usted experimentará mis ocupaciones y actividades mientras que yo realizaré y me ocuparé de las suyas.

¿Todas sus experiencias?

Todas las que se presenten hasta que la rueda de intercambios vuelva a reunirnos.

No lo sé…

Deberías intentarlo dijo la mujer del hombre desde la oscuridad del pasillo. El hombre la miró de reojo porque esas eran las primeras palabras que intercambiaban en toda la semana. Había algo en la mirada de la mujer que terminó por decidirlo.

¿Qué debo hacer? dijo el hombre.

Deme su camiseta dijo el vendedor no sin cierto asco , tome esto. Le tendió el saco que se había quitado cuando no lo

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miraba. Apoyó el maletín sobre su rodilla para abrirlo y extraer un peine y un frasco de brillantina . Veamos, un poco aquí dijo mientras peinaba lo mejor posible el cabello enmarañado y sucio del hombre y le ayudaba a cerrarse el saco que resultó un poco pequeño y le hacía resaltar la flácida panza. Una vez que le pareció que se ajustaba al modelo que tenía en mente sobre cómo debía verse un vendedor puerta a puerta buscó una hoja de papel y una lapicera azul . Complete este formulario con sus datos, por favor.

El vendedor se colocó la camiseta del hombre por sobre su camisa y corbata que no se las había quitado y que, de cualquier forma, no le habrían entrado al hombre. Luego se quitó los pantalones para recibir, a cambio de unos finos pantalones de vestir unos rotosos pantalones deportivos.

Ahora usted debe salir a la vereda y yo me colocaré en la puerta dijo el vendedor sosteniéndose la cintura del pantalón estirado y viejo . ¿Qué tiene para ofrecerme, por qué viene a tocar el timbre de mi casa de esta manera?

Buenos días. Vengo a presentarle una oferta que no podrá rechazar comenzó, un tanto balbuceante, el hombre, ganando seguridad en su nuevo papel a medida que fluían las palabras Una oportunidad que le permitirá vivir experiencias en las que nunca había pensado, realizar actividades novedosas, probar productos que no se encuentran al alcance de su economía actual.

Lo lamento, no me interesa dijo el vendedor en su papel del hombre de la puerta. Tenía una camiseta blanca, sucia, con manchas de grasa y un pantalón de frisa que le quedaba grande, pero se notaba que debajo de todo eso había un cuerpo trabajado y marcado por el ejercicio. El vendedor pensó en su propio cuerpo, pasado de peso, fofo, y con la ropa que empezaba a quedarle demasiado chica . Y no me gusta que me llamen pobre en mi cara

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dijo el hombre antes de cerrar la puerta . Buenas tardes

El vendedor sentía el mismo dolor de piernas que lo atacaba cada vez que pasaba demasiado tiempo de pie. Ese trabajo acabaría matándolo, no tenía dudas. Ya sin sonreír de manera profesional, lo que también le hacía doler el rostro, se recostó contra la pared, junto a la puerta que acaban de cerrarle en la nariz, muy cerca de una ventana abierta de la misma casa. Al poco tiempo, mientras esperaba que se le pasaran las molestias, comenzó a escuchar gemidos y gritos de placer, susurrados al principio, cada vez más evidentes a medida que se acercaban al inminente clímax.

Qué suerte tienen algunos murmuró el vendedor antes de comenzar a caminar hacia la puerta siguiente.

JOSÉ A. GARCÍA Argentina

Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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dio que al despertar, mi lengua abra sus alas y quiera volar hacia las primeras nubes que se asoman en mi ventana, esponjosas y con destellos de bellos colores que fácilmente puede que quemen tus ojos de lo brillantes que pueden ser, no sé por qué le gusta volar hacia allá, probablemente por el olor a vainilla que tienen, o tal vez porque saben a pay de queso con toques de fresas, las nubes son bonitas pero me molestan cuando quiero dormir, me cantan para según ellas poder tener sueños lindos pero me generan lo contrario, como aquella vez que tuve un sueño demasiado extraño que me hizo vomitar pétalos podridos por semanas. Recuerdo cada detalle. Me encontraba en una habitación inusual, parecía que estuviera en un mundo diferente, me recostaba en algo similar a esos bombones que comen las orugas cuando están en celo, pero era más grande de lo normal, en mi lado derecho se encontraba un instrumento extraño alumbrando la esquina de aquella habitación, me levanté y me dirigí a la ventana, al abrirla volteé hacia abajo y vi unas grandes torres, entre ellas vi pequeñas pulguillas, con diferentes colores y tamaños, moviéndose en orden, acorde a algo que irradiaba luces rojas, verdes y amarillas. Recuerdo que en el rojo se detenían, y en el verde seguían su camino, el amarillo lo olvidé, pero seguro era bonito, cuando alguna de las pulguillas no seguía el orden, hacían sonidos graciosos como trompetas, como la que tocaba mi padre cuando las memorias vagas de mamá volvían a su cabeza, me daban un poco de nostalgia, mi curiosidad creció y quería ver más allá, subí mis pies sobre la ventana abierta para poder saltar e ir con las pulguillas, pero justo a punto de saltar, escuché un grito a mis espaldas:

¡Espera!

Volteé a ver, una mujer con cara de terror y con un atuendo

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demasiado aburrido que corrió hacia a mí y me empujó hacia adentro y caímos al suelo.

¿Estás loca?

Me preguntó…. no conteste, me daba miedo, ella era la loca, se quedó callada por unos minutos y me levantó, suspiro y me preguntó:

¿Por qué lo ibas a hacer?

Me le quedé viendo aún más extraño, solo quería conocer a las pulguillas, ¿qué aquí no socializan? Me pregunté, pero seguía sin abrir la boca, la mujer solo me tomó del brazo y me dirigió hacia afuera de la habitación, asombrada me di cuenta de toda la estructura en la que me encontraba, todo seguía siendo muy extraño, me llevó a un cuarto con varias personas y empezó a hablar con algunos de ellos, mientras más veía, más me daba miedo, pero al mismo tiempo curiosidad, sus atuendos eran similares, y me di cuenta que todos cubrían sus pies, ¿por qué?, los pies no se cubren, son la puerta del alma donde entran los recuerdos que vivimos donde hayamos pisado, y se guardan en el corazón, es lo que mi abuela me inculcó desde chica, mientras me hacía sus pastelitos de abeja y juntas escuchábamos la melodía que hacían las campanitas que colgaban del techo con el viento, de pronto mis recuerdos fueron interrumpidos con el sonido de la puerta donde la extraña mujer me dejó, entra un hombre con aspecto rudo, me mira fijamente y vuelve a preguntar lo mismo que la otra mujer, una y otra vez, ¿vienes sola? ¿Cómo te llamas? ¿Por qué lo ibas a hacer? ¿Estás bien?, mis memorias de estos lapsos de mi sueños se nublan cuando trato de acordarme, pero después de eso, terminé encerrada con una viejita, era muy amable, parecía que realmente se preocupaba por mí, todos los días me llenaba de “pastillas” decía que era para sentirme mejor, pero solo me sentía más decaída, yo solo quería volver al jardín de

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la abuela, volver a comer esos pastelitos, me sentía extraña, no pertenecía en donde fuera que estuviera, todo era muy aburrido, las personas que veía me miraban con ojos de lástima, realmente odiaba esa realidad, pero finalmente desperté, sentí tranquilidad al volver a ver mi dormitorio, las luciérnagas alumbrándome, y esas nubes que al fin se callaron, quise dirigirme hacia la cocina, moría de hambre, solo pensaba en los brownies que había dejado la noche anterior, tomé tres de la caja y salí hacia el jardín y admiré aún más mi cielo, los conejos saltando entre las nubes, las campanitas tocando mi melodía favorita, las flores hablando y riéndose sobre como el sol les coqueteaba, los pajaritos enseñándoles a sus hijos como volar y yo dándome cuenta como mi vida ha cambiado desde que dejé esas pastillas.

ROXANNA BEATRIZ ROMERO HINOJOSA México

Facebook: Rox Heffley https://www.facebook.com/roxannabeatriz.romerohinojosa

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La visita al centro histórico de la ciudad se complica porque en mi recorrido se cruza una turba de manifestantes. La trifulca entre opositores al gobierno y la policía escapa de control y veo que encamina sus pasos hacia mí. Soy rodeado por gente que huye de los gases lacrimógenos y el griterío es ensordecedor. En contra de mi voluntad me convierto en un revoltoso que puede ser acorralado y detenido. La artrosis que afecta mis rodillas no me permite correr rápido y siento que empiezo a asfixiarme con la humareda. Camino sin mirar atrás y doblo en una bocacalle, avanzo dos cuadras y desemboco en una avenida de doble vía. Esquivo los autos para cruzarla y llego a una callejuela que conecta con una plazuela desconocida. La descubro con ojos asombrados y me fascina la arquitectura. Las callecitas que la rodean parecen detenidas en el tiempo y los locales lucen cerrados. Recorro las veredas y las vitrinas de los negocios parecen exhibir objetos de otras épocas. Tengo la impresión de haber sido engullido por un torbellino del ayer y puesto en una postal antigua. Puede ser uno de los barrios que la municipalidad está remodelando. Me detengo en la única tienda abierta. Escucho a lo lejos el ulular de los patrulleros policiales.

Es una casa de antigüedades y entro con curiosidad. La campanilla colgante de la puerta delata mi llegada. Una voz que viene de la trastienda me da los buenos días y me pide que escoja lo que quiera y deje el dinero al costado de la consola de entrada. Es un sitio magnético y una especie de vibración sobrenatural invisible me posee y lleva mis pasos hacia un pequeño estante con libros. Cojo uno pequeño y dejo un billete en el sitio indicado. Salgo apurado y me parece escuchar la misma voz despidiéndome. No sé qué adquirí porque el miedo y el apuro confabularon en la compra. Nuevamente en la calle, me siento perdido. Tomo aire, pienso

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y lo más lógico para salir es deshacer el camino. Retrocedo y después de unos minutos arribo a la plaza de armas. Luce tranquila, ordenada y hermosa como siempre.

Las horas siguientes transcurren rutinariamente. La excursión interrumpida me permite recordar viejos tiempos, sobre todo, aquellos felices al lado de mi mujer. Sin embargo, un episodio oscureció nuestro matrimonio. Tras veinte años de unión, no resistió la desgracia de nuestro hijo y se fue marchitando como una flor delicada. La depresión que no superó la llevó a la tumba en medio de conjeturas. La muerte del muchacho fue fatal para la integridad del hogar. Durante cinco años intentamos averiguar las causas reales de su partida y fuimos incompetentes para hacerlo. Caímos en las supercherías y habladurías de familiares y amigos. Sea como fuere, vivo solo y en paz. Logré la jubilación y la pensión obtenida me permite vivir cómodo. Ocasionalmente suceden episodios que mueven el piso y nos confrontan con la edad. La vulnerabilidad de un anciano de setenta años quedó demostrada esta mañana. El destino es incierto en esta etapa de mi vida y el riesgo de exponerse en las calles puede ser terrible

Anochece y el delivery me trajo canelones para almorzar. Como la porción extra y, a punto de dar por concluido el sábado, el libro comprado temprano viene a mi memoria. Busco el maletín que llevé y lo extraigo.

Es una edición de bolsillo, tapa dura, color negro y letras plateadas que resaltan el título: Necrofagus. Descubro que fue impreso en un taller gráfico de Providence, Rhode Island, en 1890, cuyo dueño fue P.H. Craftlove. La edición lanzó al mercado cinco ejemplares. Está escrito en inglés.

El libro tiene cincuenta páginas y parece la obra de alguien

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que decidió permanecer en el anonimato. El papel de las hojas está algo amarillento por el tiempo y gastado por la lectura compulsiva. La pequeña obra despide cierto olor desconocido que incita a terminarlo. Luego de un par de horas lo finalicé. El último párrafo me dejó sin aliento, taquicárdico, con la respiración agitada y sudando frío. Alteró mis convicciones religiosas y dudé sobre la cordura de la raza humana.

Para calmar los nervios bajé a preparar una tisana de manzanilla. Me refugio en mi sillón preferido y recuerdo lo leído. El Necrofagus fue redactado para resumir los procedimientos de una cofradía secreta de fines del siglo XIX. Este centenar de personas, a lo largo de cuatro décadas, difundió el culto a los muertos. La base de su insania fue la perpetuación de los cadáveres. Disponían de no más de cuarenta y ocho horas para desenterrarlos y comerlos. La mente enferma de sus protagonistas creyó que la ingesta de carne en proceso de putrefacción incipiente permitía que los muertos seleccionados trascendieran para manifestarse después. El último gran maestro escribió el libro poco antes de morir y tuvo la certeza de no ser comido. El párrafo final describe esta sospecha y el nacimiento de la maldición de los necrofagoides. Abrumado, permanezco inmóvil varios minutos. Mi mente está alucinando imágenes descabelladas y los escalofríos recorren mi espina dorsal. Mis manos tiemblan y descubro que al manipular el Necrofagus adquirieron un tono plomizo. Mientras las examino bajo la luz de la lámpara de piso, escucho ruidos en frente de mi casa: Son pasos veloces que van en diferentes direcciones. De pronto se acercan y pareciera que quieren tocar el timbre. Algo los detiene y escapan presurosos. Un minuto de silencio y reanudan el ajetreo. Podría ser que huyen de alguien o buscan ayuda.

La angustia a lo desconocido me inmoviliza en el mueble.

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Logro recuperarme y, al no escuchar más ruidos, me asomo a la ventana para espiar por la cortina. Distingo la calle solitaria y pienso que me asusté sin razón. Dejo la taza en la cocina y casi al finalizar la escalera percibo pasos en el techo de la casa. Tal como en la calle, el correteo es intenso. No tengo dudas que me sugestioné con el Necrofagus

A pesar de las emociones sentidas, el sueño me envía a la cama. Intento dormir, pero las páginas del Necrofagus invaden mi mente. Lo que experimento excede mis posibilidades y tomo una pastilla de Clonazepan para abortar el ataque de pánico en ciernes. Logro dormir y las pesadillas son peores que la realidad. Soy atacado por necrofagoides que quieren ¿devorarme? El mal sueño confunde la historia porque debo pertenecer a la cofradía y formar parte de la cuadrilla que desenterrará a un cadáver para comerlo en una orgía de psicópatas.

Al día siguiente despierto cansado. La mala noche causa estragos en mi estado de ánimo y el domingo transita las horas lentamente.

El pollo a la brasa pedido por teléfono no me levanta el espíritu y, por el contrario, lo eclipsa un poco más. El olor de las presas condimentadas y el de las papas fritas me avinagra el almuerzo. Las arcadas me provocan salivación y dolor de cabeza. De solo verlo, me da asco y lo guardo en el refrigerador.

En la noche releo el Necrofagus. Como en la víspera, lo finalizo sobresaltado e invadido por temblores y zumbido de oídos. La búsqueda de sueño es interrumpida por ruidos provenientes del primer piso de la casa. Alguien empuja las sillas del comedor y manipula las portezuelas del aparador. Luego la casa queda en silencio y puedo escuchar el latido acelerado de mi corazón. Me encuentro asaltado por fuerzas ocultas, pienso. Mi nerviosismo se

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exacerba cuando suben por la escalera y se detienen al costado de la puerta de mi habitación. No resisto más, cierro con llave y me automedico con dos tabletas de Clonazepam.

Antes de ir a la tienda de antigüedades donde compre el Necrofagus, paso por el supermercado y compro medio kilo de hígado de pollo crudo. Lo devoro escondido en el baño del local. No comprendo la pulsión que me obligó a hacer tremenda barbaridad. Desde la plaza de armas realizo el recorrido y arribo a la calle de la tienda. En su lugar está una peletería. Estoy preparado para cualquier incongruencia y no cuestiono el hecho. Asumo que estoy poseído por algo fuerte que desconozco y que no me atrevo a confrontar.

El dueño es un amable anciano de modales pausados. Escucha con atención mi relato y al ver el Necrofagus retrocede un paso. Noto la palidez de su rostro y se disculpa por no poder ayudarme. Sé que esconde algo. Insisto y mi desesperación cambia su negativa. Revela que hace veinte años vio un ejemplar similar en poder de un joven universitario, muy parecido a mí. Reveló que en aquella oportunidad el muchacho le refirió haber adquirido un ejemplar idéntico en una tienda de antigüedades, ubicada en el lugar del negocio familiar. No pudo hacerle entender la confusión sobre la dirección y jamás olvidó la angustia que lo doblegaba. No dio más detalles y me despidió.

Camino hacia la plaza de armas. Lo hago como un autómata y mi caminata me lleva hacia un cafetín. Necesito descansar y asimilar el descubrimiento de la muerte de mi hijo. El local acoge parroquianos que leen, conversan o miran la plaza por las ventanas. Me ubico en una mesa cerca de la cocina. El mozo se acerca y pido un café. Un par de minutos después coloca la bebida humeante y

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un pocillo con lonjas de carne maceradas en vinagre.

Cortesía de la casa anuncia.

Agradezco y las pruebo. El sabor explota en mis papilas gustativas y esbozo la sonrisa de satisfacción que no pasa desapercibida por los clientes. Murmuran y algunos me miran sonrientes.

El mozo retira la taza y el pocillo vacíos y los reemplaza por un vaso que contiene un líquido marrón.

Otra cortesía.

Saboreo el menjunje y concluyo que son vísceras crudas licuadas. La textura es fascinante y el gusto que deja luego de cada sorbo es inigualable…

A la mitad del vaso, el recuerdo de mi hijo es inevitable. Leonardo siempre se interesó en la literatura de terror y fantasía oscura. Su biblioteca almacenó obras de Lovecraft, Bloch, Dirk, Poe, Ackerman y otros que no recuerdo. Dos décadas más tarde de su suicidio entiendo su alma y el motivo para quitarse la vida.

OSWALDO CASTRO ALFARO Perú Facebook: OswaldoCastro

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H

ora de la cena. Los convidados se disponen a disfrutar del banquete. Leonardo llega en ese justo instante.

Dos esqueletos vestidos con trajes de gala lo saludan. En la mesa, toda clase de manjares son servidos: sopa pestilente de gusanos, espina dorsal de pez y colas de salamandra. Los rostros de sus amigos son calaveras viejas. Las cuencas vacías de los ojos de su mujer lo observan. Sus cuatro hijos son diminutos cadáveres que juegan alrededor de la mesa. Todos pronuncian sonoras carcajadas.

Menos Leonardo. Que no sabe qué clase de broma es esa…

Devolvedme a mi familia y a los míos.

Nadie lo oye y él sale al jardín.

Se escuchan unos ruidos que provienen del suelo. Son golpes. La tierra húmeda comienza a levantarse. Salen unas manos, luego unos brazos y después los cuerpos muertos de sus ancestros. Suenan unos ritmos trepidantes y todos bailan un frenético son. No puede ser.

Los árboles del jardín están marchitos, y las flores son radiografías grises y secas. La madera de la casa está carcomida, el hierro del portón de la entrada oxidado. Y él desprende un olor putrefacto.

Entonces se acuerda de sus últimas horas en la cama, la fiebre comiéndosele por dentro. Una señora con una capucha negra y con una guadaña se le acerca.

¿Recuerdas eso que decías de que querías estar siempre con los tuyos?

Leonardo no responde. Su eterna promesa.

Trabajó mucho. Demasiado según su esposa.

La mujer sonríe.

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Bien.

en

último

he decidido que por fin así

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Pues
tu
viaje
sea…
LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRA España
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Si hay algo por lo que abandonaba el encanto de una mujer, era sin lugar a duda una noche de timba. No había viernes, ni sábado, ni domingo que yo no me pusiera mi traje azul, mi corbata menemista y me fuera a arrojarle unos mangos a la suerte. A decir verdad, muchas veces no fueron solo unos mangos, varias veces fue mi sueldo completo y tuve que poner mi mejor cara de circunstancia para que algún amigo benefactor me hiciera la gamba para llegar a fin de mes.

Todo era normal en mi rutinaria vida, hasta que conocí a Graciela. Como todos saben, las mujeres quieren cambiarlo todo, hasta algunos como yo que a los supuestos vicios los vemos como virtudes. Graciela me conoció como lo que denominan un ludópata. Era un enfermo para ella y para la sociedad, era alguien con la valentía de vender su alma atrás de la bolita saltarina de una ruleta.

Así fue como antes de casarnos ella me mandó a “Jugadores Anónimos” para que me rehabilitaran y tras cartón lleno me consiguió un empleo formal en el laboratorio que dirigía su padre. Yo era muy bueno para aprender, así que no me costó mucho llegar a ser la mano derecha del viejo.

Hacía diez años que no pisaba un casino, solo y muy de vez en cuando, me jugaba unos numeritos a la quiniela, cuando por casualidad soñaba con alguna de esas cosas que uno no puede esquivar. Ya no iba más a las reuniones del grupo de ayuda a los jugadores compulsivos, ya me sentía seguro de no caer en ninguna tentación. Tuvimos un hijo y él me hizo responsable. Había sanado, había sentado cabeza.

Al viejo lo habían invitado a una convención de laboratorios y para colmo de males se dio cuenta de que no tenía actualizada la visa, por tal motivo legó su lugar y representatividad de la firma a su hijo postizo, o sea yo. ¿Y dónde se les había ocurrido a estos

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gringos a hacer el evento? En el paraíso de los timberos: Las Vegas.

¡Ojito con lo que hacés! Me sermoneaba mi mujer, mientras preparaba las valijas.

¡Tranquila! Me voy a portar bien… ya estoy recuperado Le respondí tratando de comprometerme desde ese mismo instante a no hacer ninguna locura.

Traeme las cremas para el cutis, también traele un whisky a papá, ¡ahhhh! ¡Y acordate de traerle un regalito a Francisquito! Te vamos a extrañar mucho fue la última recomendación que me hizo Graciela, justo antes de que llegara el remis que me llevara al aeropuerto.

Puse mi corbata amarilla de seda y mi saco bien acomodado para que no se arruguen en el viaje y ahí empezó mi fantástico periplo.

Siempre digo que la vida es un juego al que se le perdió el manual de instrucciones, ya que desde el momento en que subí al avión en Ezeiza hasta que aterrizamos, no paré un minuto de pensar en las tentaciones que debía superar.

La primera señal fue cuando acomodé mis cosas en el portaequipaje y veo el número de mi asiento, treinta y cinco, ventanilla. Eso era lo que marcaba mi ticket.

En ese momento no le di importancia, cualquier número podría haberme tocado y más cuando viajas como turista. Al llegar al aeropuerto de Las Vegas, me subo al micro que me llevaba al hotel Bellagio, donde se haría el encuentro empresarial, y puedo advertir que los últimos dos dígitos de su chapa patente formaban el treinta y cinco. El negro que manejaba me baja las valijas, le doy un dólar de propina y voy derechito a hacer el check in. Entro por las enormes puertas giratorias y me encuentro en cuerpo y alma en el portal del infierno. Miles de maquinitas tragamonedas, ruletas, mesas de

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punto y banca y todo tipo de juego que ya había extirpado de mi vida por completo.

Con mi tarzánico English, me acerco al Front Desk y le digo a la tipa que ahí atendía:

I have a reservation here (tengo una reserva acá) le dije sin ponerme colorado.

Y la señora muy amablemente, después de pedirme el pasaporte y mi tarjeta de crédito, me indicó que mi habitación era la 1135.

Me fui al cuarto, acomodé la ropa, colgué en una percha mi saco sport y mi corbata amarilla de seda y me fui a dar una ducha. Estaba rendido.

Yo tenía claro, a pesar de tener toda esa incitación al alcance de mi mano y que no habría nadie que pudiera verme para contarle a mi esposa o a mi suegrito, yo debía ser responsable y portarme como un duque. Esta era la prueba de fuego, una prueba contundente e inevitable, debía ver qué tan potente era mi fuerza de voluntad.

Las presentaciones empezaban al día siguiente, así que, después de una buena siesta me tomé un tiempo para conocer la ciudad del pecado.

Después de recorrer Las Vegas Boulevard, volví al hotel y me metí en un restorán argentino, para comer un buen bife de chorizo. Yo con las comidas yanquis no la voy. Cuando vi los precios me di cuenta de que estaban un tanto excedidos del presupuesto que me habían asignado para mis gastos de viáticos. Después del cafecito, ya que no me dio para postre, me permití dar una vuelta por las callecitas alfombradas del casino. No era para acercarme al fuego de la tentación, ni para probar mi vulnerabilidad, era simplemente por curiosidad de ver cómo la gente dejaba lo que no tenía atrás de sus

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apuestas. En eso me acerco a una mesa donde había un chino que hacía de croupier. Miré la pantalla donde iban apareciendo los números que iban saliendo y quise tratar de entender si tenían alguna lógica. Si predominaban los rojos, o los negros, o si la tendencia era por la primera, o la tercera docena.

La gente que jugaba se agolpaba con sus montañas de fichas de colores para poder hacer sus posturas. Miraba sus caras estoicamente y me sentía identificado con la emoción de esperar que la bolita se digne a caer después del repiqueteo en ese casillero que tanto deseaban. Se me acercó una chica con una pollerita insignificante y me ofreció un trago que llevaba en una bandeja, le dije como pude que no quería. En realidad, quería, pero no tenía guita, la minita insistió diciéndome que era free, así que me agarré un vaso e hice fondo blanco casi sin pestañear. En eso, el chino me mira como si me conociera de toda la vida y me dice algo que apenas entendí, pero que le asentí con la cabeza para no parecer un caído del catre.

Los jugadores ponían montañas de fichas y a mí me empezó un hormigueo en las manos. Al principio pensé que me había caído mal el trago que me había dado la minita, pero se me pasó de pronto, cuando vi que la bolita aterrizaba en el treinta y cinco y un chabón se cargó con una tonelada de fichas de las más grandes. Ese fue el instante en el que me pregunté: “¿Qué estás haciendo acá?”. Y me hice un juramento, seguramente el diablo debe estar dando vueltas por aquí y quiere que salga corriendo a volver a las andadas por un numerito ridículo que acababa de salir. Por eso, como soy muy caballero a pesar de haber abandonado mi esencia, me planteé el siguiente condicional: “Si por casualidad la próxima cantada del chino es Negro el 35 subo a la habitación, busco unos dólares y me tiro unas fichitas, total… quién se va a enterar y yo conozco mis

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límites, yo sé muy bien cómo controlarme.”

Dicho y hecho, el chino me miró, sonrió y pude ver su diente de oro que brillaba en medio de su bocaza. Dirijo mis ojos hacia la ruleta que dejaba de tintinear y la bolita estaba ahí… quietita… como si yo mismo la hubiese puesto con la mano, era indiscutible, era una señal. Ahora mis manos no solo me picaban, sino que también me transpiraban. Salí corriendo al ascensor subí al piso once y fui a buscar plata para despuntar el vicio… pero solo un poco, esa era la condición. Me puse el saco, la corbata amarilla y me fui a lavar la cara y a peinarme.

Frente al espejo de baño me dije “Vos podés, tranquilo, no estás haciendo nada malo” y esa frase fue como una autorización que me daba para poder gozar al menos por un rato de lo que tanto me gustaba: “el escolazo”.

A los empujones me acomodé entre los jugadores, a mi izquierda tenía a una rubia tetona y a mi derecha un mexicano que parecía un capo narco. Le tiré cinco billetes verdes al chino y me preguntó algo, que no entendí pero esta vez también le asentí para no parecer un boludo y como respuesta me dio una montaña de fichas. Miré la pantalla y pude ver con desaliento que el 35 había salido dos veces más en mi ausencia. No me importaba, yo sabía que había recibido una señal divina, o del más allá, o de mi viejo que Dios lo tenga en la gloria, pero era una señal y debía obligatoriamente jugar al negro el treinta y cinco.

La adrenalina corría por mis venas a borbotones. Respiré hondo, y empecé a jugarle al mágico número y lo coroné a todos los números aledaños con toda la energía positiva que podía entregar en esa primera jugada. El chino me mira, me guiña un ojo y sabía que mi suerte estaba echada en esa bola que empezaba a rodar velozmente por los bordes de la ruleta. Veo que la bolita va directo a

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mi número entra en el casillero y vuelve a saltar saliendo el 12 colorado. La rubia de al lado empezó a pegar saltitos y a revolear las tetas ya que había jugado al rojo un montón de fichas. El chino barrió todas las fichas que habíamos jugado y le pagó a la rubia. Pensé en abandonar ahí e irme a dormir, pero algo me decía que debía insistir y que la suerte iba a estar de mi lado, así que dupliqué la jugada que había hecho, obviamente enfocándome en el negro 35. El chino me mira, me vuelve a guiñar el ojo, y arroja la pelotita con fuerza en la ruleta. La pelotita gira y gira por el plato y esta vez veo que vuelve a ir directo al 35, hace un par de repiqueteos, entra en el casillero de mi número, rebota y salta al colorado 3. En ese momento no sabía si lo mío era mala suerte o mala puntería.

El mexicano narco se ganó una carretilla de fichas y la rubia, que insistía con el colorado había duplicado su ganancia. Y así fue como mano tras mano fui perdiendo todas mis fichas. Llegué a tener palpitaciones. Tenía las manos temblorosas, pensé que me iba a dar un ataque al corazón. No me quedaba ninguna ficha y me puse la mando en el bolsillo y le mostré al chino mi tarjeta de crédito. Esta vez el chino asintió y ese fue el fin. Jugué, jugué y re jugué sin asco al 35 y a sus compañeros de paño hasta que indicaron del banco que mi tarjeta había llegado a su límite. El chino me revoleó el plástico y yo lo reputeé en mi mejor argento. Estaba desesperado, Graciela sin duda se enteraría al otro día, al querer ir a comprar alguna pavada al supermercado, que yo había reventado la tarjeta. Volví arrastrando mis pies, pensando qué iba a ser de mi vida a partir de ese momento, que sería de mi empleo, de mi hijo y de mi matrimonio.

Me quedé los tres días que duraba la convención encerrado en la habitación. No salí a comer, tampoco tenía con qué pagar. Ya me había comido todos los chocolates y barritas que había en el frigobar.

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Estaba claro que no iba a comprar ni las cremas para el cutis de Graciela, ni el whisky para su padre, ni el regalito para Francisquito, era el fin. Apenas me quedaban unas monedas para tomar el micro del aeropuerto y obviamente tendría que buscar la manera de rajarme sin pagar del hotel Bellagio.

El saco sport estaba tirado sobre una silla y mi corbata amarilla brillaba con el reflejo del sol que entraba por la ventana. Esa luz me hizo encontrar la única salida honrosa que me quedaba. Tomé la corbata, le hice un nudo marinero, puse la silla debajo del dintel de la puerta del baño, me subí, enganché la punta de la corbata en el marco de madera lo más firme que pude, pasé el lazo a través de mi cuello y ahí salté hacia el final.

A la mañana siguiente la chica que se ocupa de la limpieza de las habitaciones me encontró inconsciente sobre un charco de sangre. La corbata no fue lo suficientemente fuerte para soportar mis noventa kilos y mi cabeza se estroló contra el lavabo. Me llevaron a un hospital y recobré la conciencia luego de setenta y dos horas. Lo primero que vi fue el rostro de un médico con barbijo y una enfermera negra.

¿Dónde estoy? ¿Qué día es hoy? les pregunté asustado.

Tranquilo, hombre, tranquilo, tienes que descansar me contestó el doctor en una mezcla de cubano americanizado.

Pero ¿qué me pasó? ¿Cómo llegué aquí? insistí en mi confusión.

Y la negra, más negra que Kunta Kinte, con los dientes más blancos del planeta me dijo:

No fue nada, chico, solo treinta y cinco puntos y un par de chichones.

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GUSTAVO VIGNERA Argentina

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Padre decía que las legañas de las mascotas ayudaban a ver a las almas en pena, los fantasmas moradores o los aparecidos de figura tétrica. Desde que me quedé solo con Bero, mi bulldog inglés de rostro de diablo anciano y arrugado, me dieron ganas de comprobar las creencias de mi viejo; quien, como tenía que ser, murió en su ley: ahogado con los vómitos provocados por el excesivo consumo de licor.

Una tarde fresca y soleada, cuando miraba el televisor en el sofá, un viento poderoso abrió la ventana de par en par con tanta fuerza que partió los vidrios. Me puse de pie de un salto, sobresaltado, y salí corriendo a ver qué había sucedido. Como la más inesperada de las sorpresas, el aire calmo y absolutamente nadie a la vista destruyeron ciertas suposiciones.

Al regresar, el televisor apagado enaltecía el silencio, lo cual me recordaba que yo vivía solo en casa. ¿Apagué el televisor antes de salir? ¿Quién apagó el televisor? ¿Por qué la ventana se abrió con aquella potencia? Sufrí una amarga incertidumbre y, pese a todo, una terrible incomodidad nació de mis entrañas. ¿Acaso eran las almas, los fantasmas o los aparecidos de los que hablaba papá?

Cavilaba con total desazón, cuando escuché el sonido de las trizas siendo esparcidas por Bero. Volví a la realidad y clavando la mirada en mi mascota, que se detuvo y me miró frente a frente, sentí la necesidad de colocar sus legañas en mis ojos. Tal vez así podría identificar a aquellos espíritus que irrumpían en la paz de mi hogar.

Fui al dormitorio para buscar algodón y, al conseguirlo y salir, encontré a Bero encima del sofá. Lo abracé con cariño, le sobé la espalda y, con mucho cuidado y afecto, le empecé a frotar las pestañas y los párpados, tratando de tomar sus legañas. Al rato, las tenía en el algodón: lechosas, supurantes, amarillentas. Será mejor acabar de una vez esta farsa, me dije, y, con mucho cuidado, empecé

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a colocármelas en mis propios ojos.

Al instante, solo sentí incomodidad y una visión viscosa y turbia, pero después, como un malestar general que nacía desde los pies y trepaba hasta la coronilla de la cabeza, sentí un porrazo en la frente; y, al recuperarme de inmediato, en vez de la sala de mi casa, ardía un abismo con llamas negras y azules que, todo lo contrario, al fuego al rojo vivo, arrojaba hálitos de gelidez y heladura extrema. Me puse de pie sorprendido, por completo estupefacto, y, dudando de mis propios sentidos, lamenté haberme aventurado en aquel experimento; y, cuando quise limpiarme aquellas legañas malditas, sentí unas costras gruesas y duras que cubrían mis ojos. Pese a que podía ver con normalidad, aquellos recubrimientos se habían fundido con la piel de mi rostro. Lancé un grito de terror y, a lo lejos, pude ver que tres genios o demonios llegaron volando y resplandeciendo desde lo alto, vestidos con trajes de guerreros antiguos y sosteniendo cada uno en sus manos una lanza.

¿Cómo osas violar este reino? dijo uno de ellos, con tono acusador.

¿Por qué nos visitas, loco? dijo otro, con voz áspera.

¿Acaso quieres la muerte? dijo el tercero, incriminador. Yo caí de rodillas y me puse a llorar desconsolado, quejándome de mi mala fortuna. ¡Qué hice! ¡Qué hice! Me lamentaba.

Has profanado el mundo de los muertos, insensato, y aquel universo solo está destinado para las almas de los que en vida fueron y, también únicamente, al dios Hades. Es decir, has retado a un dios.

Yo solo podía llorar desesperado y quejarme, de rodillas, con las manos cubriéndome el rostro, como si evitara la vergüenza sagrada. De pronto, escuché un fuerte fragor y estridente estrépito;

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y, con gran horror, clavé la mirada donde aquellas apariciones y, en medio de un espectáculo espantoso, pude ver cómo aquellas crecían de tamaño gigantesco, se transformaban en las tres cabezas de Cancerbero y, al final, en el cuerpo completo de aquel ser mítico del Hades.

―El dios Hades quiere destruirte, y cuando un dios quiere destruirte, primero destruye tu cerebro ―rugió ese ser monstruoso y terrorífico―. Ahora sufrirás el tormento de los infelices. Yo, paralizado de terror, aquejando un dolor insufrible, fui despedazado por las tres fauces de Cancerbero. Mi ser se fragmentó en trocitos, como aquellos colores de los vitrales; pero pese a todo no perdía la conciencia: sufría un dolor profundo, lamentaba las dentelladas, no podía soportar la trituración, sentía heridas mortales en cada fragmento de mi cuerpo. Y yo era consciente de ello.

Las babas ácidas de aquel monstruo empezaron a disolver las partecitas de mi cuerpo, y yo soportaba con gran desesperación mi disolución total en aquellas terribles fauces. Pude apreciar mi existencia entera en aquel trance: el accidente trágico de mamá en la infancia, el abandono total de sí mismo de padre, mi adolescencia huraña y casi misántropa, la llegada de una juventud dolorosa, solitaria y terrible, y la muerte de papá abandonándome a la suerte. Todo ello desapareció en un instante.

En un abrir y cerrar de ojos, me descubrí en medio de la sala destruida, con todas las ventanas rotas, los muebles destrozados e incluso el televisor hecho pedazos, y, con impresión dolorosa, hallé el cadáver destripado de Bero, en medio de una laguna de sangre.

Escuchaba mil voces en la cabeza, que no me dejaban pensar con claridad. Quería reflexionar, pero malos pensamientos e ideas turbias me cegaban. Al intentar mirarme, me descubrí desnudo,

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achacoso, sucio, malherido, como un ser abandonado. Avancé unos pasos, casi tambaleando, y sentí mareos y arcadas. Las voces eran infinitas y me producía pánico, desesperación. Y, al final, caí en la cuenta de que había perdido el juicio. Lamenté encontrarme en medio de aquella terrible encrucijada, como un laberinto inexpugnable o una trampa mortal, y, buscando un remedio a aquellos males, avancé hacia las trizas y, escogiendo un pedazo de vidrio de regular tamaño, me degollé como a una res.

FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO Perú Facebook: https://www.facebook.com/123FrancoisVillanueva123 Instagram: https://www.instagram.com/francoisvillanuevaparavicino/

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C

omenzaba la noche cuando concluyó el turno. Se podía afirmar que su trabajo no era precisamente una actividad envidiada por muchos, pero al menos medio ganaba para mantener a su familia. Se quitó el uniforme de Auxiliar de Limpieza y se dio un tibio y reconfortante baño. Terminó de arreglarse y abandonó presuroso el vetusto "Hospital Psiquiátrico del Estado". Se le notaba algo inquieto mientras esperaba en la parada de autobuses… Se desesperó y abordó un taxi para trasladarse a la lejana colonia donde vivía con su esposa y dos pequeños. Aún faltaban varios kilómetros para llegar, cuando al momento cambió de parecer, indicándole al chofer que cambiara de ruta y enfilara rumbo al centro de la ciudad. Necesitaba estar solo para pensar con tranquilidad. Entró a una cantina y se sentó al final de la barra. "Solamente unos cuantos tarritos y de volada me voy pa’ mi cantón" dijo en voz baja. Al reverso de un formato para resultados de análisis clínicos apuntaba, tachaba, apuntaba y volvía a tachar… Terminando su tercera cerveza de barril se colocó su descolorida chamarra de mezclilla y salió a la calle.

Llegando a la esquina escuchó unas voces: "Seigneur, ma voiture ne fonctionne pas!". Siguió de frente, y de nuevo las musicales palabras: Ma voiture ne fonctionne pas. Desde luego que no entendía lo que aquella rubia le decía desde un Renault de modelo reciente. La conductora señaló hacia el cofre de su auto y Pedro detectó y arregló la falla; simplemente un cable suelto de la batería.

Je vous remercie. J’invite un verre de champagne au restaurant «La maison de chat noir», expresó mientras abría la portezuela del copiloto.

Lo que este ignoraba es que la rubia, después de darle las

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gracias, lo había invitado a beber una copa de champán en "La casona del gato negro". Llegaron al restaurante francés de blancas ventanas, cubiertas por escarlatas y aterciopelados cortinajes. Serveu, vins ici gritó la francesita y les sirvieron una copa de champagne Veuve Cliquot; bebida creada por Madame Nicole Barbe Cliquot, quien enviudó a sus todavía veintisiete burbujeantes años. El modesto trabajador empezaba a sentirse como en sueños y, con la ayuda del intérprete mesero invitó a cenar a la simpática señora, que, según él, tendría unos treinta y tantos abriles. Para empezar, ella ordenó para los dos: Entrées bacon et fromage de chévre. Pedro se sorprendió al darse cuenta de que se trataba de una simple botana de tocino con queso de chiva.

Enseguida la dama pidió un platón de Salade russe. Después, para ella, Poulet roti, o sea, pollo asado, acompañado de espárragos salpicados con salsa Worcester y una copa de vin blanc. Ella le sugirió a "Pierre" un jugoso Filet de boeuf grillé y el reglamentario vin rouge, en otras palabras, un plato de carne asada y una botella de vino tinto.

Avanzaba la noche y Pedro no pensaba retirarse, pues aquellos ojos azules, cual fulgurantes estrellas lo habían terriblemente hipnotizado. Llegando a casa le contaría a su esposa una mentirilla: "… mi relevo no se presentó al hospital, y por fuerza tuve que doblar turno".

Nous allons á l’hótel? preguntó Jennifer, y Pedro, logrando captar la última palabra, abrazaditos salieron del restaurant. Bajo una farola, la bella Jennifer levantó su cara, frunció sus labios y le dijo: Pierre, dones moi un baiser! Abordaron el Reanult y llegando al nidito le dijo que tenía sueño: je commence á avoir sommeil! Desde luego que el Casanova en ciernes no entendió lo que le dijo, simple y llanamente la mejer se durmió. Esperó a que esta despertara, pero

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él también se quedó profundamente dormido.

A eso de las diez de la mañana, aún con su ropa puesta despertó sonriente… Por fin pagaría los tres meses de renta atrasados, y más tarde iría con su esposa a comprar los regalitos y, todavía le quedarían algunos billetitos para el pavo en la Nochebuena, la pierna de puerco en Año Nuevo y la rosca en Día de Reyes, según las optimistas cuentas que había hecho sobre la barra de la cantina "Noche de Ronda".

Giró la cabeza y vio una almohada de encaje rosa, muy diferente a la de su esposa. Miró en derredor y entonces, al instante comprendió esa otra realidad.

¡Mi aguinaldo, las dos quincenas, la prima vacacional! Hurgó en su bolsillo posterior… y nada, luego en los otros… y nada. ¡Como por arte de magia su billetera había desaparecido!

Transcurrieron varios meses, y por fin, Pedro se animó a platicarle a su compadre lo que le había ocurrido.

¿Y qué pasó después, compadrito? dijo el mitotero compadre Nicolás.

¡Pos luego me levanté de la cama y abrí la cortina; miré pa’l estacionamiento y cuál Renault amarillo! Pinche franchuta. Se me hace que esa güera cabrona me dio una pastillita pa’l insomnio, y se hizo pendeja fingiendo dormir; además eso del cable suelto de la batería me late que fue pura trampa.

¡Qué chinga le pusieron a tu compadre Pedro! ¿Verdá compa Nico?

SERGIO ÁVILA R. México

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esde que el ser humano aprendió a apresar la realidad, muchos habían intentado dominarla y contenerla en los estrechos confines de papel…, pero la mar siempre se les escapaba derramándose por entre las líneas, por entre los renglones irregulares y húmedos de tinta virgen, resistiéndose a convertirse en prisionera de las minúsculas criaturas que se atrevían a mancillarla, surcándola de cicatrices blancas de espuma y muerte.

Así que ella avanzaba y retrocedía, una y otra vez, recelosa de las manos ajenas que la tornaban viva más allá del horizonte. Huía también del beso de los ríos, que querían seducirla con promesas de infinito y cantos de sirenas, y se tornaba oscura, casi negra, con las caricias afiladas de corsarios, piratas, de mercantes y exploradores, de colonos y soñadores, llenas siempre de sangre y espada, de pólvora, sudor y de esperanzas quebradas…

En venganza, ella besaba los labios de quienes creían poder encerrarla en una hoja de papel, dejándoles el vacío del anhelo y el sabor a sal en el corazón, condenándolos así a sueños de azul y gris tormenta, en los que los cuerpos hinchados de los ahogados se mezclaban con el grito airado del albatros, portador de las almas que la desafiaron al hendir su espalda.

Quienes la sueñan, hallan su fin en estelas de blanco y papel.

MARÍA MAITE GARCÍA DÍAZ

España

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Llegué a este país hace cuatro años. La vieja Inglaterra estaba en crisis por las guerras y las colonias ofrecían muchas oportunidades para gente como yo, con ganas de actuar. Pasé por muchos empleos: constructor, transportista, mensajero, vendedor. La presencia de compatriotas en la ciudad y mi facilidad para relacionarme con la población nativa favorecieron mi rápida integración.

Sin embargo, gustaba de frecuentar las tabernas que comenzaban a abrirse a ritmo acelerado. Siempre fui malo con la bebida y nunca faltaba un escocés o un irlandés con el que irnos a las manos. Milenario conflicto entre sajones y celtas. Hasta que un día me enfrenté con quién no debía: un Policía de Colonias borracho me provocó y acepté el desafío. Cuando me amenazó con su bastón tomé dos bolas de pool de la mesa y lo golpeé en la cabeza. El miedo y el alcohol no me permitieron pensar en las consecuencias del acto. Tampoco medir mi fuerza. Cuando reaccioné había sangre y masa encefálica del representante de su Majestad sobre la mesa de juegos. El juicio fue breve: había matado a un oficial británico. Si hubiera sido un soldado nativo la Justicia Colonial, tan poco imparcial, me hubiera absuelto alegando defensa propia. No fue el caso. Me condenaron a la Pena de Muerte por Ahorcamiento.

Tres días antes de la ejecución, cuando ya me habían probado la soga al cuello, me informaron que un médico inglés quería verme para un experimento. Me aseguraba que no saldría con vida del mismo, pero eso ya no importaba porque moriría de todas formas. Mi elección era: morir por la horca o morir sirviendo a la ciencia. La segunda me parecía la opción más digna para irme de este mundo.

Los días posteriores ayudantes del médico procedieron a explicarme en qué consistiría el experimento. Amarrado a una camilla, dejarían uno de mis brazos colgando al costado. A

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continuación, y tras aplicarme morfina para evitar el dolor, cortarían una de mis venas para que comenzara a gotear la sangre. Yo debía contar cada vez que sintiera una gota golpear la bandeja ubicada debajo. El objetivo del experimento me hicieron saber era comprobar cuánto podía mantenerse la consciencia y la concentración mientras el cuerpo se desangraba. El experimento tenía implicaciones militares: permitiría conocer cuánto podía seguir luchando un soldado con una bala en una zona vital.

Hay algo que se nos debe reconocer a los ingleses: que no dejamos nada al azar. Cualquier cosa debemos calcularla fría y minuciosamente.

El día fijado para la ejecución, en lugar de ser llevado al patíbulo, me trasladaron al laboratorio. Una vez amarrado a la camilla y sedado, los guardias se retiraron y comenzó el experimento. En ese estado me encontraba indefenso y, cuando todo terminara, ya no representaría ningún peligro.

“Será solo una molestia” escuché, y luego el bisturí me cortó la muñeca. “Comience a contar” se me ordenó.

1, 2, 3, 4…. Las primeras gotas caían de manera muy espaciada.

40, 41, 42, 43… Ya comenzaba a aburrirme y marearme.

100… 101…. 102... El medidor cardíaco indicaba que mis latidos se hacían cada vez más débiles.

150… 151… 152... Los signos vitales se esfumaban.

160… 161… 162…

Fui declarado muerto cuando el experimento llevaba una hora y veinticinco minutos. No tenía signos vitales perceptibles por el medidor cardíaco y el estetoscopio.

Cuando me soltaron el brazo cortado para una inspección más profunda reaccioné rápidamente y lo tomé del cuello. “Si grita

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doctor, le romperé la traquea”, le dije. “Recuerde que descerebré a un hombre de un solo golpe”.

Así fue que me liberé y lo amordacé. Ahora es usted doctor el que yace en la camilla, listo para el experimento.

Quizá le intrigue saber cómo sucedió esto así que se lo contaré. Uno de sus ayudantes, un estudiante nativo, me confesó la verdad: solo harían una pequeña incisión en la piel, sin dañar ninguna vena, y pincharían una bolsa de suero debajo de la camilla. Ese sería el goteo que escucharía. La sugestión haría el resto y mis signos vitales comenzarían a fallar por la creencia de que me estaba desangrando. Ya lo había visto hacer antes.

Su ayudante me contó esto porque quiere poner fin a sus brutales experimentos con monos, perros y seres humanos. Además de que no está conforme con el trato despectivo que dispensa a sus estudiantes y colaboradores nativos. Es un nacionalista radical, parece.

Otra cosa que debe saber es que en estos cuatro años me interioricé en las técnicas de meditación y control mental que se practican en el país. La cárcel me dio la oportunidad de perfeccionarme ya que no hay mucho que hacer en un calabozo infesto. Aprendí a bajar mis signos vitales hasta volverlos casi imperceptibles.

El resto de la historia ya la sabe usted. No debió subestimarme, doctor. No debió subestimar a sus ayudantes.

El amable joven prometió dejar la puerta trasera abierta. Me aseguró que los guardias permanecen a la espera en la entrada del laboratorio así que podré salir sin ser advertido. La frontera está a diez kilómetros. Con suerte la estaré cruzando al anochecer.

¿Este es el bisturí que utilizó, doctor? Supondré que sí. Antes de irme dejaré iniciado el experimento. Esta vez no

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habrá bolsa de suero debajo de la camilla. Comience a contar, doctor.

LUCIANO ANDRÉS VALENCIA Argentina

Página WEB: https://elrefugiadodelaspalabras.blogspot.com/ Instagram: https://www.instagram.com/luciano.andres.valencia/

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Contrario a lo que muchos creen, la muerte no ocurre en un instante, sino que es todo un proceso. Médicamente, la hora de la muerte se define como el momento en el que el corazón deja de latir, y por tanto la sangre deja de fluir hacia el cerebro. Pero después de esto, el cerebro suele tener de treinta a ciento ochenta segundos más de lucidez. Lo sabemos gracias a un detallado estudio que hicimos con el equipo de Medicina de Nueva York. Uno pensaría que habría sido suficiente lo descubierto, pero nuestro benefactor nos pidió que fuéramos más allá. Literalmente.

Nos tomó nueve años desarrollar la tecnología. Siempre a la vanguardia, Giovanni nos proveía de las mejores herramientas. No escatimaba en gastos. Lo único que exigía era transparencia y resultados. Solía hacer visitas trimestrales para supervisar la investigación. Hace diez días realizó la última.

¿Cuál es la situación doctor?

No respondí de inmediato. Lo guié hacia nuestra caja de Anubis, como solíamos llamarle. Una carcasa para resonancia magnética adaptada para nuestro sistema de imagen neuronal.

Él es el señor Simmons el hombre acostado sobre la plancha de metal tenía sesenta y tres años. Había aceptado participar en el experimento. Lo cual significaba morir, a cambio de una considerable suma de dinero para su familia.

Hola saludó Giovanni con seriedad, el hombre no respondió.

El señor Simmons tiene nuestro sistema neuronal conectado a su bulbo raquídeo le expliqué Señor Simmons puede por favor pensar en un oso.

La pantalla de pronto se encendió y el oso yogui apareció en ella. Saludando. Una leve sonrisa se esbozó en el rostro de aquel

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sujeto a punto de morir.

Ahora viene la parte que ha estado esperando, señor.

Me acerqué al hombre en la plancha y clavé en su brazo una jeringa. El contenido de esta le mataría en cuestión de segundos.

La pantalla mostraba imágenes intermitentes. Un pequeño perro color café. Una mujer vestida de novia. Una niña haciendo castillos en la playa.

Esos son…

Supongo que son recuerdos le dije deberán cesar en algún momento.

Y así fue. La pantalla se puso en blanco. Luego apareció el señor Simmons en ella. Vestía una bata blanca. Se veía muy limpio.

La imagen del televisor era interrumpida por unas rayas grises horizontales, como en aquellas antiguas televisiones con mala señal.

¿Qué es eso?

La señal se pierde, pero el aparato funciona bien, debe ser normal, después de todo está muriendo.

El señor Simmons caminó por una especie de habitación clara y resplandeciente. Vacía. Las rayas grises persistían. Apareció entonces un túnel, con una luz al final de él. Nuestro sujeto entró y caminó hasta hacerse muy pequeño y perderse en la luminosidad. La pantalla se apagó. Los signos vitales mostraban una larga línea horizontal. Hora de la muerte 2:16 p.m.

Entonces eso es, ¿así es morir?

Parece que sí.

Nos darán el nobel por esto amigo mío. ¿Quedó grabado?

¿Cierto?

Así es.

Bien, necesito que lo repliques, dos o tres veces más. Presentaremos los resultados el próximo trimestre a la comunidad

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científica. El mundo se va a volver loco.

Éramos nosotros quienes nos volvíamos locos. Cada uno de los sujetos de prueba experimentaba algo distinto al morir. El sujeto número dos, la señora Swank, nos había dejado patidifusos. Primero, recuerdos en una cascada, su esposo, su hija, ella misma de joven. Luego, un ángel de facciones andróginas y enormes alas de blancas bajaba del cielo, la tomaba de la mano y juntos volaban hacia las nubes, a lo lejos, se veía a un anciano barbado, sentado en un trono de oro. Las rayas grises otra vez. Un gran portón dorado se abría. Hora de la muerte 1:19 a.m.

Los siguientes tres sujetos también mostraron resultados variados. Un hombre en la palma de Buda. Abducción alienígena. Familiares muertos acompañando a cruzar un océano.

El sexto sujeto de prueba era un criminal sentenciado a muerte. La pantalla me mostraba a un niño en el suelo, un charco de sangre. Un varón negro y musculoso, desnudo. Agua de inodoro. Fuego. Piel quemada. Un demonio. Después mil. Almas en pena. Rayas grises. Hora de la muerte 3:33 a m. Debía haber algo mal. Como era posible que todos mostraran distintos resultados. ¿Es que acaso lo que había del otro lado del velo era incognoscible?, ¿aún con los avances científicos? Lo estuve meditando en mi silla, pensando, con una lata de Redbull, mi cuaderno de notas y mi pluma mordida como únicos compañeros. Fue cuando descubrí que había algo que todos compartían. Y si esas rayas no eran un fallo de la señal. Entonces puse el vídeo en cámara lenta y descubrí un par de siluetas. Ralenticé el vídeo a 0.4 cuadros por segundo. Ahí estaban. Eran dos. Dos figuras de capucha gris que se movían alrededor del sujeto. Revisé las demás cintas. En todas ocurría lo mismo. Se podía ver como abrían su boca y aspiraban una especie de humo que salía del cuerpo del señor

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Simmons. Uno de ellos giro la cabeza. Me vio. Se acercó a la pantalla y la atravesó.

Hora de la muerte 5:55 a.m.

J.R. SPINOZA México

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La curtida palma de Quint Russell describió un furibundo arco a través de aquel aire gelatinoso del alto Amazonas y se aplastó ruidosamente contra su mejilla.

Y esta vez tuvo éxito, aunque lo deploró de inmediato, al limpiarse con la manga el amasijo repugnante que le ensució la cara, en cuya mezcla había también algo de su propia sangre.

¡Condenados mosquitos! ¡Parecen tábanos, los de este sitio infernal!

Pero lo dijo entre dientes. No quería que los que lo acompañaban se percatasen de su mal humor. Sus rasgos, atractivos pero duros, mantenían una estudiada impasibilidad. Era un modo de hacerse respetar por aquellos mestizos, que miraban con permanente recelo al “gringo”. Habían aprendido a temer la mirada de sus fríos ojos azules.

Bien distinta era esta jungla de aquella de cemento y asfalto en la que se había criado. Ya le habían advertido de lo necio de su empresa. ¿Qué sabía él, nativo del Bronx, en Nueva York, de los peligros y las inclemencias de la selva amazónica, en la cual era fama que, aun en 1935, había caníbales y cazadores de cabezas, por no hablar de la fauna feroz y de la flora asesina, que podía matar con un simple pinchazo?

¿Siempre está decidido a hacer ese viaje, señor Russell? ¿No cree que...?

Casi llegó a sonreír al recordar a Lila, la fiel y feúcha secretaria, que siempre se preocupaba por él, aunque él, bien lo sabía, no era merecedor de sus desvelos. ¡Pobre chica! Haberse ligado a las vicisitudes de un detective privado, con magro sueldo y escasas compensaciones, trabajo agotador y siempre al borde de la quiebra... Y ahora la había abandonado a su suerte, por salir en

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busca de la otra... Lydia, la mujer de sus desvelos. La que lo había dejado por otro.

Sintió el golpe sordo en una bota e hizo una mueca. Ya se había acostumbrado a los ataques de las víboras. Si hubiese tenido la pierna desprotegida... Se encogió de hombros en forma imperceptible. Sabía que los ojillos porcinos de Joao, el guía, no le perdían pisada. Joao era un tipo bastante desagradable, sucio de cuerpo y de ropa, y Quint estaba seguro de que la suciedad también se le había colado dentro. Confiaba tanto en él como en una cascabel. Pero fue lo mejor que pudo encontrar en aquellas soledades.

¿Quiere que hagamos alto, patrón? preguntó el mestizo. No respondió Quint . Sigamos. Quiero llegar cuanto antes al territorio de los jíbaros. Ya te lo dije.

Deambulaban entre un caldo pegajoso, trabados por la maraña de las raíces y las trepadoras. Los machetes de los cargadores abrían paso con un sonido recurrente, pero siempre quedaban ramas por apartar con el brazo, casi todas provistas de pinchos o astillas... La temperatura era como de unos cuarenta y ocho grados centígrados; la humedad, intensa. De buena gana Quint se habría despojado de la camisa, como solía hacer en su departa mento, durante la canícula del verano neoyorkino; pero ya le habían advertido que eso sería un suicidio en estas tierras de alimañas ponzoñosas. Había que aguantar toda la ropa puesta. Russell, por fortuna, era un tipo aguantador.

Quitándose por un momento el sombrero de amplias alas, se pasó la mano por entre el cabello, rubio con reflejos broncíneos. Les gustaba a las chicas, incluso a la caprichosa Lydia, ya que no mermaba la virilidad de sus facciones, sino más bien la acentuaba, por contraste. Tenía algo a su favor, se dijo: no era hombre de sudar

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mucho.

Estás loco de remate, Quint le había dicho su amigo, el detective Grant, de Homicidios . ¿Vas a irte al medio de la nada, en esa jungla salvaje, por esa mujer? ¡La misma que te despreció por ese aventurero millonario! ¡No lo hagas..., no se lo merece!

¿Se lo merecía ella? Nunca se lo preguntó. Lo único que sabía era que cada una de las fibras de su ser clamaba por ella. Y ahora ella estaba perdida en medio de aquella maraña de plantas y animales cuyos nombres le eran absolutamente desconocidos, y él... tenía que encontrarla.

Se hace de noche, patrón avisó Joao . Conviene que acampemos.

Habían encontrado un buen sitio, algo reparado. Joao y los dos cargadores se dedicaron a armar las carpas y dispusieron todo lo necesario para la comida.

Quint relajó su anatomía de metro ochenta y cinco contra el tronco de un enorme árbol de especie ignorada. Estiró las piernas sobre el pasto y alzó los brazos para apoyar la nuca en las manos cruzadas. Ya no contaba los arañazos y punzadas de todo calibre que le marcaban la carne; le eran tan indiferentes como los chillidos de las aves exóticas que se cruzaban en lo alto, el ulular de los monos o los gruñidos amenazantes que brotaban entre la maraña vegetal.

¿No le dan miedo las fieras que va a encontrar, señor Russell?... La pobre Lila se angustiaba por él... ¡Buena chica! Debió tratarla un poco mejor. Pero, claro, ¡qué se iba a asustar de unas bestias selváticas! Bestias peores, de dos patas, había enfrentado en los andurriales del bajo Manhattan. Estas de aquí, pensó, por lo menos no tenían cachiporras ni pistolas. Solo colmillos y garras... Pero también estaban los nativos. Tribus indómitas que se

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ocultaban entre la espesura agreste del Amazonas..., caníbales y cazadores de cabezas, según decían.

Ella... ¡Ella se quedó allí, Russell!...

Volvía a ver, al entornar los ojos en aquella noche del trópico, al millonario Worthing, semiagonizante en el lecho del hospital, aferrándole la manga del saco con dedos agostados por la privación, convertidas las pupilas en ascuas febriles dentro de un rostro consu mido. Lo habían encontrado en Curaos, una pequeña población al margen de la jungla, desfalleciente, al límite de la humana resistencia. Tras averiguar su identidad se hicieron los trámites pertinentes, y se lo trasladó en avión privado al mejor sanatorio de Nueva York. Cuando pudo hablar, pidió que llamasen a Russell.

¡Tiene que ir por ella! ¡Sé que usted la quiere! Yo ya estoy acabado, pero ella tal vez... ¡Dios mío, qué maldito idiota fui al llevarla conmigo a esa expedición!

Los habían capturado los jíbaros. Se decía que en medio de la manigua había una ciudad perdida, donde los indios ocultaron una fortuna en oro y esmeraldas, allá en los tiempos de la Conquista... Worthing, el exhibicionista, el petulante aventurero, a quien no le importaba dilapidar un puñado de sus millones con tal de adquirir notoriedad, anunció a viva voz que partiría en busca de aquel tesoro. Y Lydia, siempre ambiciosa y oportunista (oh, sí, Quint lo sabía..., ¡pero era tan hermosa!) se empeñó en acompañarlo.

Lo siento infinitamente, querido le había dicho con total frialdad . Pero tengo que asegurar mi futuro. Tú me gustas mucho, Quint..., pero no tienes para ofrecerme nada más que ese corpachón ardiente... Me excita; pero eso no basta, amor. Hay que ser prácticos en esta vida.

Quint apretó las mandíbulas. La había odiado entonces. Pero sin dejar de quererla, honda e intensamente..., quererla. Y aún la

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quería. Y ella no estaba muerta..., no podía estarlo. Vivía, pero prisionera, y él la iba a encontrar y arrebatársela a esos salvajes, aunque tuviera que acabar con media tribu para conseguirlo. No era hombre acostumbrado a perder.

¡Cuidado, patrón!

Sus reflejos, adiestrados en miles de lances arriesgados, allá en los callejones de Brooklyn y del Bronx, le sirvieron en la jungla. Dio un salto al costado, y el artero ataque del jaguar falló por pocos centímetros. Retumbó la Browning de Joao.

¡Por poquito, patrón!

Quint se incorporó. A sus pies, el soberbio félido de piel constelada de manchas exhalaba su último aliento. Grande, de más de metro sesenta, sin contar la cola.

Te lo debo, amigo. Cuenta con una buena gratificación dijo Russell al mestizo.

“¿No tiene miedo de las fieras?”, había dicho Lila. ¡Claro que lo tenía! Era humano después de todo, ¿no? Pero fieras o no fieras..., Quint Russell no cejaría.

Lo que siguió fue infame, y después Russell se maldijo una y mil veces por no haberlo previsto y no haber estado más alerta.

Ocurrió luego de otros cuatro días de marcha. Despertó de un sueño pesado y se encontró solo. Sigilosamente pues temían a la reacción de Quint si le hubiesen avisado de sus intenciones los tres mestizos se escabulleron en mitad de la noche. No iban a exponerse a un encuentro letal con los temidos jíbaros..., los cazadores de cabezas.

Quint torció la boca.

Al menos tuvieron la gentileza de dejarme la mochila con comida y agua gruño . Pero se llevaron los rifles. ¡No importa!

¿Para qué tengo mi cuarenta y cinco?

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Palpó cariñosamente el arma, que le acompañaba desde hacía varios años, sin haberle fallado jamás. A ver cómo se portaba contra las lanzas y... flechas envenenadas, según decían. Solo tenía que mantener los ojos abiertos y ser muy cauto.

Lo sorprendieron, sin embargo. No había contado con el silencio en que se movían los jíbaros. Sus conocidos, los malhechores de la calle, hacían siempre un poco de ruido al acercarse, se dijo.

Cien lanzas lo amenazaron. Se sorprendió de que ninguna lo atravesase; pero sí lo punzaron para obligarlo a someterse, despojarse de la pistola y echar a andar con ellos. ¿Adónde lo llevarían? ¿A la olla?, pensó sardónicamente. ¡Les caería indigesto!

Algo farfullaban en su lengua gutural e incomprensible para Russell. No logró descifrar lo que decían, pero se dio cuenta de que miraban con curiosidad su aspecto, tan distinto al de ellos. ¿Pero por qué no lo habían matado ya?

A empujones y punzadas de lanza lo obligaron a caminar, caminar y caminar. Finalmente llegaron a una especie de asentamiento, dentro de un claro recatado por la espesura que acababan de trasponer. Quint vio un conjunto de chozas hechas de ramas y barro, y en el centro una más amplia, adornada con flores de la selva y forrada con pieles de jaguar.

Vio que los guerreros se detenían frente a esa choza, se prosternaban y emitían una especie de cántico coral, de ecos reverentes.

Aunnha..., aunnha, goia nua... Aunnha..., aunnha, goia nua...

Las pieles del frente de la choza se abrieron, y Quint la vio Los ojos casi le saltaron de las órbitas. ¡Dios mío! ¡Lydia!

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Ataviada con bárbaro esplendor, al aire los opulentos pechos, flotante la negra cabellera, pendientes hechos de huesos de animales... Muy distinta de la mujer de la noche neoyorkina, pero tanto o más bella en su atuendo salvaje, era ella, sin duda. Y Quint vio que lo había reconocido.

La mujer hizo un majestuoso ademán, lanzó unas palabras en un idioma que el hombre blanco no pudo comprender, y la tribu, sumisa, se dispersó en un instante, dejándolos solos. Frente a frente.

¡Viniste por mí! ¡Sabía que lo harías!

Russell sintió la caricia de sus dedos finos, de largas uñas, en torno de su fatigada cabeza. Cerró los ojos. ¡La había encontrado al fin!

Eres lo que estaba esperando, querido. ¡Justo lo que necesitaba!

Anonadado, rígido, no atinaba a ceñirla entre sus brazos, como lo deseaba. No podía hablar, tampoco. No se sentía capaz de expresarle sus sentimientos, sus íntimos deseos. Se abandonaba al momento. Casi era la felicidad.

¡Tienes un aspecto desastroso, vida! Ven a mi “palacio”. Haré que te alimenten. Luego te bañas y descansas..., y ya hablaremos tú y yo, Quint, querido. La comida era exótica, pero se podía tragar. Y cualquier cosa le habría parecido una delicia, teniéndola a ella a su lado mientras comía. Había una bebida, también, muy fuerte y algo áspera al paladar..., pero peores mejunjes había trasegado en sus tiempos carenciados de los primeros años de la Depresión.

Al fin logró hablar:

¿Eres su reina, o qué? Dime, ¿qué les pasó a ustedes dos?

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¿Cómo fue todo?

Ella sonrió, la blanca dentadura hendiendo el rojo intenso de los labios.

No fue fácil al principio, porque el idiota de Willy les presentó pelea... No sé cómo no lo mataron. Logró escapar, pero estoy segura de que iba herido. Sin embargo, no sé por qué, tuve la intuición de que llegaría a la civilización... y se comunicaría contigo, para pedirte que me buscaras. Él sabía que yo no corría peligro inmediato. Me tomaron por diosa, o algo así. A él..., supongo que por un demonio que me tenía cautiva. Bueno, dejé que creyeran eso. Me convenía, como podrás entenderlo.

Sí dijo Quint secamente . Lo entiendo.

Ella era así; había que aceptarlo. Pensaba en ella misma, antes que nada. Pero todo se le perdonaba..., por ser como era. Nació, se dijo el hombre, para ser adorada.

¿Y ahora? tuvo que preguntarle . ¿Qué va a pasar de aquí en adelante?

Lydia volvió a ponerle la mano en la mejilla, haciéndolo estremecer.

No te preocupes por nada, amor. Yo lo arreglaré todo.

Y lo invitó a seguir disfrutando del banquete. Aquella bebida..., no era mala, al fin y al cabo, se dijo Quint. Lo alegraba, lo estimulaba. La veía cada vez más bella..., más apetecible... Tomó varios tragos más, embebiéndose en la contemplación de los encan tos de aquella hembra hechicera..., que le tenía absolutamente subyugado...

Despertó mucho rato más tarde..., no sabía cuánto. Se sorprendió al sentir sus brazos doblados tras la espalda y ambas manos sujetas con fuerte cuerda de fibra. Igual que los pies, unidos por gruesos nudos. Pugnó por incorporarse y lo consiguió.

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A su alrededor, la tribu entera saltaba y aullaba, en una danza atávica y salvaje; había fogatas encendidas y tronar de tambores. Se sentía atontado, confuso. No lograba entender lo que pasaba. Lydia... ¿Dónde estaba ella? ¿Qué era todo esto?

Vio acercarse al que parecía el cacique, un individuo de facciones simiescas, con un anillo de hueso en la nariz y un tocado de plumas. Estaba cubierto de tatuajes, y eso aumentó la repugnancia que Quint ya sentía por él. “¡Salvajes!”, se dijo. “Un blanco no degradaría su cuerpo de ese modo ni en un millón de años”...

Sintió un escalofrío al ver que el indio sostenía un machete y lo blandía con movimiento rítmico, acercándosele peligrosamente, aunque sin tocarlo. Aunnha..., aunnha, goia nua... Aunnha..., aunnha, goia nua...

De nuevo el canto primitivo, la salmodia pagana. Y a su conjuro, ella apareció. Aunnha..., aunnha, goia nua... Aunnha..., aunnha, goia nua... resonaba el coro gutural, subiendo de tono hasta hacerse insoportable para los oídos del blanco.

Y entonces oyó la dulce voz de ella, alzándose imperiosa: Summac! Summac!

Y el machete voló en aire corrupto de la jungla, hubo un sonido espeso, y fue el fin para Quint Russell. No llegó a oír las palabras de ella:

Lo siento, Quint, querido...Ya estaba empezando a perder mi ascendiente entre estos bestias. Pero una cabeza “de oro”, como la tuya, hará una “tzantza”(*) magnífica. Me vino como anillo al dedo para conformarlos..., al menos por un tiempo. Después veremos...

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(*) Cabeza humana reducida al tamaño de un puño, mediante un proceso especial de los jíbaros. (N. del Autor)

Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_Mar%C3%ADa_Federici

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Las hojas de otoño caen en el exterior, percibo el sonido que emiten cuando chocan contra el suelo. Imagino el atardecer cimentándose sobre este mundo cruel. Me pregunto si esta horrenda agonía continuará. Tal vez no deba preguntar, solo resignarme. Mis recuerdos son tan confusos, en estos yo era una niña, pura, bella, que bailaba y cantaba frente a mis familiares y amigos...

Hasta que llegaron ellos. Fueron violentos, me arrancaron de mis seres queridos y me sometieron a vejaciones inimaginables. No obstante, logré huir de sus temibles garras. Una noche, cuando salí por una ventana y la oscuridad envolvió mi cuerpo semidesnudo. La misma noche en que comprendí que nunca vería de nuevo a quienes amaba. Al principio, debí esconderme de los ojos de la gente. Por fortuna, pude recuperarme y enfrentar al mundo. Conseguí ropa, alimento y morada. No ha sido una existencia difícil, aunque no ha sido tampoco agradable. Después de tanta violencia y putrefacción, algo tenía que quedar en mí. Asimilé un poco de esa maldad. He intentado ser buena y mantenerme alejada de los demás. De mi familia, sobre todo, no podría acercarme a mis congéneres, siento que apesto, aunque intento superar mis traumas. Tal vez, cuando mejore, me anime a regresar a mi verdadero hogar. Les pediría perdón a todos, a pesar de que no fue mi culpa. Todo se debió a la inquina de mis captores.

Sin embargo, ya no sé nada de estos. Sucedió hace tiempo, mucho tiempo.

Hoy solo me da miedo él.

Me persigue desde hace años. Estoy segura de que ubicará mi casa y dará fin a mi maltratada existencia. Ellos me daban miedo, aunque estoy segura de que si los encontrara de nuevo, podría unírmeles, como un nuevo miembro de su clan. Ya no me harían

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daño. Todo sería diferente para mí, tendría la ciudad a mis pies. Ni los más avezados delincuentes podrían contra nosotros.

Pero no puedo hacer eso. Los odio. Y me odio a mí misma por siquiera pensar en buscarlos.

No obstante, está él. Pienso mucho en su existencia. Me vio una vez y me maldijo. Me señaló con su dedo recubierto de cuero. Me dijo que acabaría con mi vida. Me aseguró que conocía a aquellos que me raptaron y que ya los había visitado. Estoy segura de que él es el único ser al que ellos temen.

¡No...! ¿Acaso los otros...? ¿Acaso soy yo la última?

Claro. Por eso me busca a mí ahora, porque ya terminó con los demás.

El muy maldito, es peor que nosotros. Tengo miedo.

Las hojas caen y golpean mi umbral. Me he acostado temprano y, por ende, estoy despierta. Siento mi cuerpo muy débil, mi alma muy negligente. Recostada sobre mi lecho, permanezco en silencio. Aún no ha oscurecido por completo. Presiento que en cualquier momento va a abrir la puerta...

Y lo hace. Destruye las cerraduras y penetra. No puedo moverme, la luz aún se filtra algunos metros delante de mí. Puedo verlo bajando las escalinatas de mi residencia, riéndose a carcajadas, sacando su afilado instrumento. Me observa, mi piel debe lucir nívea, mis cabellos, rojos como la sangre que mancha mis labios. Pronuncio una palabra: Piedad. Él levanta la estaca con las dos manos. Grito, indefensa en mi ataúd abierto. La soledad me perturba. Me destruye. El hoyo profundo que me conduce hacia el fin.

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CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR rosas

Perú

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E

l Hombre Ilustrado se estremeció la noche del cinco de junio del año 2012. En su mano derecha los tatuajes comenzaron a moverse para contar una historia. La nave espacial se aproximó a la superficie azafranada de Marte y las brujas de Macbeth redoblaron hechizos. Los marcianos surgieron de Ylla; ciudad construida en las inmediaciones de una montaña pedregosa. Lucían máscaras de oro y bronce. Estaban ahí para atestiguar la llegada de un hombre esperado durante milenios. Fobos y Deimos reflejaban la luz menguante del atardecer y el viento la retorcía hasta crear fantasmas y remolinos de polvo. Barcos de tonalidades azules iban sobre la arena para instalarse en los muelles de la metrópoli ajedrezada. Los hoteles repletos no desalentaban a la concurrencia esparcida en campamentos bajo las estrellas.

En el kiosco de salchichas de Elma y Sam se reunían las tripulaciones de las diversas naves enviadas al cuarto planeta del Sistema Solar en los días de la conquista. Los antiguos colonizadores se confundían con personajes nacidos a razón de mil palabras diarias. Muchos de los congregados éramos lectores. Lo supe al reflejarme en un edificio marciano de plateada textura y columnas de cristal. Me vi como el adolescente inmerso en los libros de Ray Bradbury. Los tendones y mis huesos revolucionados ahuyentaban la torpeza habitual de los sesenta y seis años.

La caravana de un circo iba por la avenida principal y pude recordar su visita a mi pueblo ubicado en el noreste de México. Me uní a los niños que marchaban tras la banda para aplaudir la música surgida de tambores y trompetas de hojalata brillantes como el sol. Desfilaban las maquinarias de la alegría encabezadas por Montag, Stendahl, Truffaut y Pikes. Una legión de hombres morenos vestía zoot suits color helado de crema. La multitud gritó al

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reconocer a Poe, Dickens y Mortajosaurio. El revuelo fue mayúsculo cuando apareció Bodoni, el chatarrero, que había materializado el sueño de construir una verdadera nave espacial con los desechos del patio. Sobre el cohete iba la familia jubilosa al adentrarse en la festividad marciana.

Una pantalla gigante se iluminó con una frase de Bradbury: Hay cosas peores que quemar libros, una de ellas es no leerlos.

¿Iremos por ellos esta noche? susurró una voz amenazadora como el rugido de un león cautivo en el acorazado Fahrenheit 451.

¿Es tiempo de eliminar apariciones, incendiar papeles y sepultar sueños? dijo un enano.

La respuesta de G. M. Dark llegó pausada para desconcertar a La Bruja del Polvo, el Esqueleto y Tom Fury.

No será hoy.

Los ejércitos ocultos en los límites de las sombras se pronunciaron incómodos.

Un murmullo furioso emergió de los quemadores de libros y los lectores fallidos.

Las computadoras que los acompañaban trazaron cálculos voraces como fieras mecánicas.

Las estadísticas son favorables dijo un corredor financiero . Ellos no son tan fuertes.

Aguardaremos respondió G. M. Dark con voz incapaz de ocultar la rabia . Hoy podríamos perder la guerra. Son demasiados para emprender un combate frontal.

Pero las estadísticas nunca mienten… replicó un lobo.

Aguardaremos, tarde o temprano pasará la euforia. Los encontraremos vulnerables cualquier noche en que el insomnio los ablande. Es cuestión de paciencia dejar paso a los miedos y al olvido

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omnipotente. Ellos harán su labor hasta carcomerlos solitarios. Triunfaremos. Disfrútenlo cuando llegue.

G. M. Dark alzó un brazo y asomaron huesos por la bocamanga del traje oscuro como los alrededores.

El Fahrenheit 451 se alzó en dirección opuesta al Moby Dick que descendía sobre Marte.

Las brujas de Macbeth reanudaron sus hechizos y los marcianos aplaudimos al ver a Bradbury descender del cohete.

La noche era infinita como los millones de estrellas desparramadas alrededor de nosotros.

En algún lugar de la Tierra, quizá en las inmediaciones de un pueblo pequeño, el Hombre Ilustrado cerró la mano en cuya palma acababa de contarse una historia marciana.

JOSÉ LUIS VELARDE México

Página WEB: Literatura Virtual

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E

En homenaje a Octavio Paz.

ran las dos de la mañana, hacía mucho calor, yo estaba sentado en la puerta de la posada, sobre mi silla de lona. Un pasajero entra y me saluda.

Me alegra verle, creí que quizás era muy tarde para volver a mi pieza, creí que usted cerraría.

No, no cierro, siempre me quedo vigilando le digo.

¿Es necesario?

Este es un pueblo tranquilo, como cualquier otro, pero en las noches pasan cosas raras, si no vigilo se me acaba el negocio de la posada.

¿Cosas raras?

Sí, especialmente en noches como esta. En el silencio de la noche de pronto se escuchó un ruido fuerte, metálico.

¿Y ese ruido? preguntó sobresaltado el pasajero. Es ruido de palangana, eso no es raro, debe ser el citadino. Parece que está inquieto, seguramente se despertó todo sudado y se estará lavando. Quizá lo tengamos por acá dentro de un rato y quiera conversar.

Allí viene bajando las escaleras casi corriendo. Yo no deseo conversar, estoy cansado, sigo a mi pieza así que le doy las buenas noches y hasta mañana.

Hasta mañana que duerma bien.

¿Dónde va señor? le digo al citadino cuando se acerca a la puerta.

A dar una vuelta me dice hace mucho calor.

Mmm. Todo está cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse.

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El señor hace un gesto despreciando mi prudencia y dice:

Hay luna, ahora vuelvo.

Tiene buena presencia, debe de viajar frecuentemente, cómo es que estos tipos no saben que la noche es oscura y pesadillesca. Sale a caminar como un niño de la mano de sus padres. Si me hubiera dado tiempo le hubiera contado algunas historias, cuentos con moraleja. Seguro que hubiera vuelto al dormitorio, aunque me creyera loco.

Ahí viene otro desvelado.

¿Precisa algo el señor?

Aire fresco me dice no sé qué hacer para dormirme.

Quédese acá conmigo, traiga un banco y siéntese.

Charlemos un rato y ya verá que pronto le vendrá el sueño.

Es un pueblo aburrido dijo, buscando el banco no pasa nada, y menos en las noches.

Está usted equivocado, pasan cosas, sería mejor que no pasaran. Recién salió a caminar otro caballero como usted, por el calor, y yo pensaba que no es una buena idea.

¿Por qué no? me preguntó el desvelado, mientras acercaba un banco de madera rústica y se acomodaba.

Pasan cosas raras en este pueblo.

¿De veras? ¿Cómo qué?

Como la aparición del loco que me hizo perder este ojo le digo, señalando con el dedo el hueco del lado izquierdo . Me lo mató un loco del pueblo.

¡Uh! ¡Qué desgracia! Lamento su pérdida. No debe de haber sido un momento agradable.

No, para nada agradable.

Cuénteme ¿cómo ocurrió?

Es un cuento feo, quizás le quite el sueño le dije.

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No soy miedoso, le escucho.

Fue hace unos tres o cuatro años. Nunca olvido aquella noche. No sé si fue por el dolor o el miedo que sentí. Probablemente el miedo, porque del dolor uno se olvida, por suerte uno se olvida. Cansado de estar sentado aquí ante la puerta, me había puesto a caminar, iba unos metros a la derecha, otros a la izquierda, a veces un poco más y de pronto un tipejo se apareció de entre las plantas que rodean aquella casa allí nomás ¿Las ve?

Sí, sí, las veo. Cualquiera puede esconderse entre esos arbustos. Deberían podarlos.

Justamente, este hombre debió estar escondido allí, y se me apareció de golpe preguntándome si yo era el encargado de la posada, le dije que sí. Entonces me preguntó por el color de los ojos de mis clientes. ¡El color de los ojos! “No sé”, le decía yo, es que realmente yo no anoto esas cosas, no tenía la menor idea. Pero el tipo insistía. “Necesito unos ojos azules”. “¡Ojos!” exclamé riéndome y luego agregué: “¿Para qué quiere ojos, y además azules?”

¿Para qué los quería?

Escuche y no sea impaciente, ya le cuento. Cuando el hombre me explicó yo le solté una carcajada que no le gustó nada. Enseguida sacó un cuchillo y apuntó a mi cara. “¿De qué se ríe?” me preguntó. “Es que tu novia debe referirse a un ramo de la flor llamada ojos azules”, le dije todavía sonriendo, y continué diciendo: “seguro que ella no puede querer un ramo de ojos de verdad, son feos ¿alguna vez vio un ojo solo, fuera de la cara de una persona, o de un perro o gato? Es un globo blanco sanguinolento, el azul ni se ve” ...

¿Quería hacer un ramo de ojos azules con ojos de verdad?

Sí, parece que su novia le había pedido un ramo de ojos azules. Y él lo había interpretado literalmente. Cuando le pregunté

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si había visto algún ojo, me contestó gritando: “¡Nunca vi!, pero voy a verlo ahora mismo, te sacaré los ojos para que veas que hablo en serio”. “Por favor”, le decía yo, empezando a tomarlo en serio, “podría morirme, me quedaría ciego ¿cómo va a hacerme eso?”. No le creía, pero el cuchillo estaba cada vez más cerca de mi ojo, y mi miedo aumentaba. “Ven a mi lado”, me dijo, pero yo me había paralizado, no me moví, entonces él se avino a mí diciéndome que me arrodillara mientras me tomaba la cabeza por la cabellera, y un instante después sentí su cuchillo clavado en medio de mi ojo izquierdo.

¡Ahh! chilló mi interlocutor contrayendo su cara ¡Qué horror!

Sí, un horror. Le juro que grité como un condenado y casi me desmayo. Justo en ese momento uno de mis clientes salía de la posada, nos vio y se acercó corriendo, el hombre se esfumó. El doctor del pueblo dijo que tuve suerte, ya que el cuchillo no llegó al cerebro. Se da cuenta: suerte me dijo. ¿Qué suerte es esa, perder una vista? Además, el cuchillo llegó muy bien a mi cerebro, no olvido el brillo resplandeciente de su hoja, tampoco olvido la cara del tipo, su absurdo enojo, su…

Mire me interrumpió el desvelado , allá veo al citadino volviendo apurado. Se ve nervioso.

Sí tiene razón. Se fue muy confiado y vuelve así, como sacado, para mí que tiene cara de ojos azules.

PATRICIA LINN Uruguay

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Los ruidos del edificio llegaban a él desde todas partes. Mientras avanzaba, la intermitencia del alumbrado resaltaba la atmósfera tétrica del lugar: paredes decoradas por graffitis, ropa hecha jirones, jeringas desperdigadas por doquier y restos de sangre. Caminaba inseguro al tiempo que cada una de sus células se constreñían, imperceptibles, en señal de alerta. Por momentos, breves sonidos, incapaces de ser ubicados con exactitud, retumbaban, distantes en el ambiente. Sentía la tensión ineludible del lugar proyectándose sobre él.

En el espacio donde se encontraba, las paredes perdían profundidad, oscureciéndolo todo a cada paso. En aquellos instantes anhelaba ver más allá de la obnubilada sombra de la noche. Tuvo ganas de orinar. ¿De nervios o de miedo? No sabía. En medio del nerviosismo, sus manos humedecieron. Excepcional, pensó: jamás le había ocurrido.

Tras recorrer una larga pared de aquel pasillo llegó al final y al voltear, un chirrido hueco lo obligó a disparar. El sonido retumbó por todo el edificio y, pese a ello, el silencio se impuso rápidamente. Mierda, pensó. La lata golpeada por su zapato, objeto que había ocasionado el disparo, siguió rodando por el suelo se estrelló, finalmente, con la pared. El eco se perdió en la soledad del lugar. ¿Qué haría ahora?, ¿los había puesto sobre aviso? Podría ser que, en los próximos minutos, en el momento crucial, esa bala marcaría la diferencia y, ahora, le jugaba en contra. En la situación vigente no solo eran útiles, se habían vuelto imprescindibles y, él aquí, desperdiciándolas en una lata de mierda. Seguía mortificándose cuando, de pronto, entendió el motivo de su reacción y le pareció obvio: el sonido lejano de esa voz, segundos antes, fue lo que había logrado perturbarlo.

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Ahora era entendible. Desde que entró al lugar sintió su exigente mirada, por eso le habían sudado las manos y, decidido, optó por concentrarse más, repitiendo, con insistencia, que saldría vivo de ahí, aunque el estruendo de esa bala no ayudara, precisamente, a materializar sus deseos. No llevaba mucho tiempo ahí, pero la tensión física y mental era tal que no entendía lo que ocurría y cómo así terminó en esa situación. Recordaba la llamada y, también, la imposibilidad de escapar o negarse que le siguió. Pese a que intentó evadirlo, había resultado inevitable que viniera y a pesar de que explicó que estaba ocupado haciendo cosas importantes, no importó. ¿Cosas importantes?, después, después, que las dejara para luego, esto era mucho más urgente.

Pese a estar algo distraído y desorientado, permanecía firme en su miedo a fallar, pues un solo movimiento en falso no solo implicaría el rotundo final, sino la deshonrosa idea de no cumplir el objetivo. Así, se deslizó, sutil, por un nuevo corredor. Las cuatro puertas del pasillo se encontraban selladas y cubiertas por gruesas maderas a las que acompañaban un grupo de cintas amarillas de seguridad con las letras warning que servían de precaución.

La inmundicia, desparramada a cada extremo, se disimulaba gracias a las sombras del lugar, creando una atmósfera de infortunio e intranquilidad. El ambiente era corrosivo y opresor. A veces, alcanzaban a escucharse ruidos lejanos, dispersos, de los pisos superiores. Llegaban como ecos envejecidos, agrietados y, sin embargo, parecían no ser solo de ahí, sino provenir desde afuera del edificio y filtrarse dentro, pese a tener todo cerrado. En aquel infierno, todo se mezclaba y confundía.

Recordaba la misión con cada paso dado: el reto, el orgullo que lo habían llevado a esa situación. Aceptó por eso, todos lo sabían. Los sonidos resonaban en el aire, a veces, formaban el débil

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eco de unas palabras ¿Por qué no se callaban? Por fin, a la izquierda del corredor, una escalera lo conducía al piso deseado.

Sabía lo que pasaría cuando llegara, por eso había intentado encontrar otro camino, lástima que no existiera. Sus pasos leves, su intento de observar todos los detalles del camino, no eran otra cosa que el signo de la silenciosa desesperación cuando se anhela un éxito rotundo, definitivo. Aunque, para su mala suerte, había empezado a padecer de movimientos involuntarios similares a espasmos que aparecían, brevemente, entorpeciendo sus reflejos. Con todo y ello, subió por las escaleras, rezando que algo no arruinase su laborioso sigilo. Un grupo de ratas que recorría las tuberías extendidas por el borde de las paredes avanzaba a ritmo propio, en la misma dirección. Su peculiar chillido era la única comparsa familiar en el lugar. Cuando se arrimó a la puerta el arma se le escurría entre las manos.

El asunto, en teoría, era simple. Entrar, recoger el paquete, liberar a los compañeros y salir. De ser posible, hacer todo eso con el menor ruido y sin ser visto por nadie. Caso contrario, las cosas terminarían mal. Los refuerzos, que esperaban afuera del edificio, tenían instrucciones de no dejar escapar a nadie, por lo cual no habían podido entrar con él. En medio del silencio sepulcral un alarido lejano, pero de voz reconocible, lo hizo estremecer. El sonido le resultó tan familiar que titubeó. ¿Era su voz? Imposible ¿Cómo podría ella estar ahí?

Se detuvo, respiró profundamente, levantó la cabeza y abrió la puerta de una patada. Una especie de antiguo salón, transformado ahora en un almacén inmenso, lleno de cajas y restos, ocultaban cómodamente a los enemigos que, tras el primer sonido, empezaron a disparar desde todos lados. Él, apenas pudo anticiparse, al guarecerse tras un pilar a pocos metros de la entrada. Los

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ensordecedores disparos retumbaban con violencia por la habitación seguidos por pequeños haces de luz que profanaba el reino absoluto de la obscuridad.

Sabía que, de quedarse ahí y sin importar que tan bueno fuera, moriría. Intentó serenarse y hacer cálculos certeros sobre las probabilidades de su supervivencia. Mientras pensaba, una sombra salida de la nada, se le abalanzó por detrás. Apenas atinó a voltear y disparó dos veces. El cuerpo cayó como una tabla hacia el suelo, la sangre empezó a fluir, veloz, por el agujero del cráneo y los oídos. Desde esa distancia el suceso le pareció tan real: sangre fresca y abundante, olor a pólvora, transpiración y la sensación en su mano luego del disparo; vomitó. Al reacomodarse los intestinos logró pensar con claridad. Espero el momento oportuno y cuando la constancia de los tiros empezó a flojear, arrojó, como pudo, una granada de humo que llevaba en el chaleco. Los disparos se hicieron más prudentes todavía.

Con lo último de sus fuerzas se deslizó, sigilosamente, pegado a la pared, rodeando el contorno de la habitación; aprovechando la espesa neblina que empezaba a apoderarse de todo el espacio. A medida que avanzaba, los espasmos eran más duraderos, pero con menor fuerza. Decidió ignorarlos tanto como pudiera: debía concentrarse y no podía disparar apresurado, tenía poquísimas balas y, además, usarlas informaría, incluso en medio de la nebulosa densidad del humo, su ubicación a todos los demás. Imposibilitado de usar la forma más certera para solucionar la situación, optó por sacar un cuchillo y continuó. Habían transcurrido poco más de diez minutos cuando el humo se disipó por completo. Le había tomado algo de tiempo, pero al parecer, ya no quedaba ni una sola amenaza, al menos en la habitación. Entonces prefirió regresar sobre sus pasos y trabar la

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puerta, que permanecía abierta, para evitar que otros pudieran ingresar quién sabe desde qué maldito lugar del edificio. Ya faltaba poco y no estaba dispuesto a perderlo todo por un descuido de principiante.

Cerró la puerta de un golpe y, tras dar unos pasos, la escuchó rechinar. Cuando volteó, la puerta continuaba abierta. Se acercó y la revisó. Al parecer, el picaporte se había estropeado a causa del despiste de una bala. Entreabrió la puerta y miró abajo por precaución. Los ratones ya no estaban. En su lugar, un rastro de sangre los reemplazaba. La oscuridad de la escalera impedía observar su recorrido completo escalones abajo, en donde la tenue luz de un faro de luz parpadeaba, agonizante.

De pronto, al mirar con atención la intermitente luz del alumbrado, esta dejó la engañosa sombra de una silueta moviéndose, ágil y silenciosa, en lo más profundo del lugar. Acostumbrado ya a las sorpresas de aquel espacio, no esperó un segundo. Sacó el arma y disparó. El sonido hueco se apagó en el aire e hizo un esfuerzo por intentar ver por entre las sombras y divisó, levemente, una apariencia monstruosa, bestial. Se congeló unos segundos al calcular su descomunal forma y la silueta aprovechó, abalanzándose, veloz, contra él. Reaccionó a los segundos y, en cuanto pudo, empezó a descargar sus últimas municiones, respondiendo.

La bestia danzaba entre los proyectiles acercándose a grandes saltos. Estaba casi encima de él. Luego de sus últimos intentos, el arma soltó un chasquido hueco: las balas se habían agotado. El pánico absoluto se apoderó de él, pero tuvo la intuición de sacar el puñal del cinturón y, aún con miedo, esperó su llegada. Un último salto el más sobrenatural que viera alguna vez lo tomó por sorpresa. El enorme cuerpo sombrío se encontraba ya sobre él.

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Sobre el umbral de la puerta donde se encontraba y, que lo cubría, una inmensa mandíbula se abría sin fin, acompañada por la sombra de la muerte irrevocable.

En ese último instante se decidió, con el pánico perforando su corazón, a clavar el cuchillo lo más fuerte que pudiera. A segundos del impacto definitivo gritó y su cuerpo se sacudió, otra vez, pero ahora con más violencia que las anteriores.

Una mano, finalmente, logró alcanzarlo.

¡Carajo, Felipe, levántate! dijo, delirante, la mujer reclinada sobre la cama ya es tarde y agregó, mientras le agitaba el brazo con violencia para espabilarlo : vaya que tienes el sueño pesado. Llevo media hora despertándote

Felipe notó la consola junto al televisor, silenciosa, inofensiva, desconectada.

Es tarde. Nos están esperando le gritó, mientras abría el guardarropa y aventaba prendas al pie de la cama.

Él la miraba, atónito. De pronto, cayó en cuenta y sonrió «¡Mierda… el vicio!», se dijo.

Dale, me lavo y nos vamos respondió estirándose.

No. Ya es tarde repitió la mujer con una voz grave y distorsionada, distinta a la inicial. El pestillo de la puerta se echó seguro por dentro apenas terminó de hablar.

Felipe se destapó, extrañado por esa voz que ahora, al cambiar, le resultó más familiar, aunque no recordaba por qué ni tampoco el nombre de aquella mujer. Cuando intentó incorporarse, el cinturón del arma, le incomodó.

La habitación empezó a oscurecer más y más. Él la vio más lejana y trato de hablarle, pero su voz se perdía en las paredes. Nadie contestaba. Toda la habitación era tinieblas ya. Percibía a alguien en el lugar, a algo, pero no podía verlo con claridad.

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Una respiración feral y cercana le hizo recordar las fauces de la bestia que ahora lo engullía mostrándole la sombra de la muerte irrevocable. En esta ocasión, nadie oyó su grito. Nadie lo sacudió. A un lado, la consola parpadeaba, encendida. Imperturbable…

JONATHAN JORGE OCMIN GÁSLAC

Perú

Página WEB: https://cinentremeses.wordpress.com/ Instagram: https://www.instagram.com/jonathan.jog/?hl=es la

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«Creo que, si miras al cielo, acabaras teniendo alas» Flaubert

Sol frío, otoño bien entrado, nubes, brisa displicente, vuelo lejano de un par de palomas, silencio que abre paso a un ventarrón solitario, bandada de pájaros de aquí para allá, claxon impaciente, árboles agitados de hojas amarilloanaranjadas, ciudad otoñal. Hojas que caen y se las lleva el viento, la ciudad termina y comienza el mar, costa rocosa, olas de un azulblanco brumoso, rugiente marino, olor a sal; a lo lejos vienen nubes de algodón guerrero, alborotadas, un silbido cruza el horizonte llamando a la refriega. Isla. Grito de gaviotas. Rompiente de olas. Playa deshabitada; no, casi. Viento. Frío. Pisadas humanas en la orilla. Arena húmeda. Joven paseante. Sendero policromado. Conchas. Rocas. Pasos de aves tetradactiliares. Rumor de olas. Sonata en do profundo. Columnas de luz de un sol que se sospecha entre las nubes rotas, deshilvanadas. Cielo grisazuladoblancuzco. Silencio quedo. La joven de melena al viento otea el horizonte. Rumor de mar salvaje. Ojos llorosos. Sonrisa.

Unas semanas antes. Verano. Vivo en una pequeña isla. Sola. En una casa no muy grande. Una isla unipersonal, como me gusta. Va más con mi carácter. La isla está unas millas mar adentro. Un pequeño bosque. Con mi mascota, Alma, una setter: amiga, confidente, protectora. En ocasiones voy a la ciudad, compro lo que necesito y regreso a casa, mi hogar, mi refugio. Una vez trabajé allí, entre gente; ciudad, barullo. Lingüista y traductora. Se me dan bien los idiomas. La gente no tanto. El caso es que dejé el trabajo, me compré la isla y me vine a vivir aquí. Sola. Bueno, con Alma y los pájaros y las ardillas; y de

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vez en cuando se acercan delfines y alguna ballena. Mis vecinos. Una noche cálida de luna llena temprana contemplaba las estrellas desde la azotea cuando en el cielo se abrió una luz y un objeto en llamas descendió vertiginoso envuelto en un zumbido agudo y se estrelló en el mar. ¡Wow!, ¿qué será?; quizá un meteorito, me dije. Y sin pensármelo dos veces bajé al puerto, arranqué mi pequeño yate y fui a ver. No estaba lejos. Pero no era un meteorito. ¡Qué demonios! exclamé al verlo. Aquello parecía… ¡Dios bendito! Aún medio flotaba. Era grande, sin duda, tan largo como un vagón de tren (al menos lo que se veía) pero más ancho, y más, mucho más aerodinámico; como… sí, como una aeronave, pero no era un avión, de eso estaba segura; ¿quizá una nave experimental de alguna empresa aeroespacial?, ¿un ovni? ¡Demonios!, volví a exclamar. Y al asomarme a proa vi el cuerpo flotando. ¿El piloto? El casco le cubría la cabeza. Opaco. Su traje parecía intacto. ¿Ignífugo? No se le veía el rostro. A duras penas conseguí subirlo al yate. Pesaba mucho. Al menos dos metros de altura. La aeronave se hundió. El silencio de la noche. Las estrellas. La luna. Me lo llevé a la isla. Necesité la carretilla del garaje para meterlo en casa. Improvisé una cama en el suelo del salón con una manta y una almohada y sobre ella recosté el cuerpo. ¿Estará muerto? No parece respirar. Con sumo cuidado le quité el casco. Su cara… No soy de las que se asustan fácilmente, pero di un respingo de la impresión. Aquello no era un ser humano. Un extraterrestre. ¿Y ahora qué? Noté su respiración. Leve. Acompasada. No parecía herido. Llamar a la policía. Sí. Llamar a la policía. ¿Qué otra cosa podía hacer? Una de sus manos (solo dos; al menos no era de esos alienígenas de ciencia ficción que tienen cuatro brazos o diez tentáculos; solo dos manos, ¡menos mal!) pues eso, una de sus manos no estaba enguantada… una mano grande, de dedos finos y uñas cortas, pulidas… humana si no fuera por la piel

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moteada de tonos boscosos, terrosos… Y fui a tomarle el pulso y al contacto sentí como una chispa sedosa que se extendía por mi brazo y me acariciaba la nuca, o algo así. ¡Válgame el cielo! Llamar a la policía, sí, sería lo mejor. Me levanté del suelo, cogí el teléfono (uno de los antiguos, fijos) y empecé a marcar el número de la policía.

Cuelgue, por favor dijo una voz a mi espalda.

Me giré y allí estaba el alienígena. De pie. Durante unos instantes el tiempo se detuvo. Como si. Obedecí y colgué.

Me llamo… puede llamarme Yaahn.

Y haciendo un esfuerzo… «yo Alicia» … logré decir.

No se asuste, no pretendo hacerle daño, Alicia; y le recomiendo que respire, sino morirá.

Permanecía aun aguantando la respiración. El shock.

Sí, claro alcancé a decir ; es mi primera conversación con un extraterrestre.

Yaahn era alto, casi dos metros, o por ahí, y aunque su aspecto general era cuasi humano (al menos con el traje puesto), el color de su piel, sus globos oculares de ese azul intenso y su rostro… una amalgama difícil de describir… detalles insectívoros, morfología de reminiscencias cuasifelinas… no sé… debo confesar que me costó reponerme del impacto visual.

Hablas mi idioma le dije.

Fue al tocarme la mano. Vosotros lo llamaríais telepatía, transmisión del pensamiento, pero no solo eso, es mucho más; conocimientos, memoria, sentimientos, pasado, presente, a veces futuro… ¿podrías darme algo de comer y de beber? Necesito recuperar fuerzas.

Sí, claro, ¿te sirven los peces?, incluso tengo algunos fritos de esta mañana y los saqué de la nevera.

Crudos me valen.

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¿Y agua?, ¿dulce o salada del mar?

El agua dulce está bien. Servirá. Gracias.

¿Estás herido?, ¿necesitas que te cure alguna herida? le pregunté mientras comía.

No… gracias… estoy bien.

Resultaba extraño verle comer, sus movimientos eran los mismos que los de una persona… y sin embargo era un extraterrestre. Lo cierto es que no sabía cómo comportarme ante él.

¿Quién eres? le pregunté.

Sí, te mereces una explicación. Perdona. Primero te agradezco que me salvaras. Te debo la vida. Soy miembro de la Agencia Interespacial de mi planeta, Eld'in. Un… agente de campo, podríais llamarlo vosotros, policía estelar, quizá mejor.

Parecía que te estuvieran persiguiendo. Caías en llamas. ¿Qué era esa luz por la que apareciste?

Y así era. Tuve un encuentro con… piratas, sí, así los llamaríais vosotros, piratas estelares, de la peor calaña. Me vi obligado a abrir un portal, pero me alcanzaron antes de desaparecer.

¿Un portal?

Un agujero de gusano lo llamáis. Mi planeta está muy lejos de aquí, casi al otro extremo de la galaxia… Están ricos estos pescados. Y el agua. Gracias… No tuve tiempo de ajustar las coordenadas finales del salto, solo el vector de dirección inicial; mi nave eligió vuestro planeta por sus condiciones de habitabilidad. Suerte que caí en el mar. Hay pocos como el vuestro en la galaxia. Sois afortunados.

No quisiste que llamara a la policía, ellos te podrían ayudar.

Es preferible que nadie sepa de mí. No todo el mundo es tan… cortés como tú. Podría acabar diseccionado. En eso los humanos no sois muy distintos de algunas civilizaciones galácticas,

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sé de qué hablo. Supongo.

Yaahn estuvo viviendo conmigo en la isla algunas semanas, mientras reparaba su nave. Yo le miraba mientras él trabajaba. Algunas piezas fue fácil reponerlas, otras hubo que afinar la inventiva para hacerlas encajar, y otras hubo que fabricarlas desde casi cero; al fin y al cabo, no es nada sencillo reparar una nave (pluslumínica con motor de plasma) en un lugar como la Tierra donde esta aún no ha sido inventada. No entendía lo que hacía. Su tecnología es tan avanzada… A veces le ayudaba (¿tienes una batería de coche?, aunque esté estropeada, me pedía, es para los cátodos, se ajustan a mi servo protónico, y así). El resto del tiempo paseaba por la costa, cocinaba, leía, escribía, pensaba (de todo un poco: la transcendencia de la vida y esas cosas). El compartir casa con un alienígena da qué pensar: la inmediatez como patrón de vida, ese es el problema; la vida y su sentido, he ahí el quid de la cuestión. Hay que vivir con perspectiva, si no todo es un agobio. Una flor, la más pequeña del jardín (a veces me parece ser), como si; otras soy un árbol centenario de amplia sombra, frondoso, sabio, paciente, dicharachero, acogedor. Los piratas (es un decir) escavaron entre mis raíces y escondieron su tesoro, luego se fueron (ahora es mío); el olvido jugó con ellos y se desmemoriaron de él (incautos): doblones de oro, joyas; silencioso y paciente, ¿quién diría que lo tengo yo?; la vida y su sentido (del humor). Escribir, leer, beber un vaso de agua, el piar melodioso de los pájaros; silencio. (¿Crees que en la ciudad venderán condensadores de tungsteno enriquecido?, me pregunta Yaahn, me vendrían bien para acoplar el radiante al circunflejo de litio; y me lo dice como si yo supiera de lo que me está hablando. Bueno, yo en su lugar haría lo mismo, supongo). Sin prisas se vive a cuerpo de rey. Yo dono, ¿y tú?; sangre. Mira, la estela de un avión.

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Las prisas son malas consejeras, avariciosas, siniestras, como las tres parcas mitológicas; ¿tres prisas también?, no, incontables, por doquier; ¡detente!, ¡respira profundo y contempla! Amanece, atardece, anochece, cada cual tiene su valor, cada cual su recompensa. Vivir, amar, morir para vivir. Fe, esperanza, caridad: el quid de la cuestión… Pero bueno, finalmente la llegada del sol frío del otoño bien asentado en la isla coincidió con la nave ya dispuesta a emprender el viaje de regreso a su planeta. Confieso que le llegué a tomar cariño al alienígena, algo soso, debo admitir, no sé si por timidez, por educación mal entendida, por diferencias intrabiológicas insalvables o simplemente porque le daba asco relacionarse con una humana, la verdad, y eso suponiendo que seamos físicamente compatibles, ya me entendéis. ¿Confluencia interespecie? El caso es que el día de su partida soplaba el viento frío. Yo paseaba por la orilla. Arena húmeda. Sendero policromado. Conchas. Piedrecillas de colores. Pasos de aves tetradactiliares. Rumor de olas. Sonata en do profundo. Columnas de luz de un sol que se sospecha entre las nubes rotas, deshilvanadas. Cielo grisazuladoblancuzco. Silencio quedo. Mi melena al viento. Oteo el horizonte. La nave asciende en silencio. Rumor de mar salvaje. No lo pude evitar: mis ojos llorosos y, no obstante, una sonrisa.

LUIS J. GORÓSTEGUI España

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Blog: https://observandoelparaiso.wordpress.com/ Twitter: https://twitter.com/ObservaParaiso
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E

lla siempre estaba en la misma esquina, a una cuadra de la biblioteca de mi barrio.

Vivía en la calle, era vagabunda y drogadicta.

Me gusta ir a pie a la biblioteca y voy varias veces por mes. Disfruto mucho mis caminatas, sobre todo en primavera, cuando las flores de la ciudad nos ofrecen un popurrí de aromas y colores, y los petirrojos hacen brillar su pecho rojizo con los rayos del sol. Incluso en otoño, cuando llueve sin cesar, prefiero ir caminando. Disfruto sentir el olor a hierba mojada y fresca, y ver los paraguas de los pasantes. Al principio nuestros intercambios eran lugares comunes: hola, buen día, buenas tardes, ¡cómo llueve hoy!, hace frío, está nublado, etc. Después, ella empezó a usar otras frases tipo “¿cómo estás hoy?, ¿qué tal va tu día?, espero que tengas una buena tarde, te deseo un buen fin de semana…” Yo respondía un poco como un robot, ya que esas expresiones las escucho frecuentemente en la caja del supermercado, en la entrada de mi trabajo, en la misma biblioteca…

Pero me sorprendió el día que me dijo: “Estás rengueando, ¿te ha pasado algo?”

Asombrada, me di cuenta de que las preguntas que me hacía sobre mi estado de ánimo no eran anodinas, como yo creía. Eran sinceras. Ella quería genuinamente saber si yo estaba teniendo un buen día y me observaba con verdadero interés. Así, había notado mi rengueo que era, en efecto, algo reciente.

“Sí”, le expliqué, “me fracturé una pierna y estoy en recuperación”. Y a partir de ese momento, nuestras charlas se volvieron más largas y menos triviales.

Primero me enteré de lo esencial, su nombre: “Esperanza”, respondió, “cuyo significado es una mezcla de ilusión con optimismo. Pero no tengo ninguno de los dos”, agregó con aire triste.

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Poco a poco me fue relatando partes de su historia. A los dieciséis años se fue del pueblo perdido donde vivía con sus padres. Cuando le pregunté la razón de su partida, se sumió en un profundo silencio. No quise incumbir en su vida privada e intuí que esa era una fibra sensible que no había que tocar.

Tras huir de su casa, Esperanza vino a la ciudad a trabajar como niñera en casa de una familia que le permitía estudiar por las noches. Así obtuvo su diploma de educación básica y después ingresó a la universidad. “Quería convertirme en abogada para defender a los niños que han sufrido de abuso”, me explicó. “Y ayudarlos a obtener la justicia que el sistema social en que vivimos tanto les debe”. Sus frases eran breves, pero profundas. Y durante mi caminata de vuelta a casa, quedaban resonando en mi cabeza como un campanazo.

Además de cortos, los relatos de Esperanza eran descosidos: contaba poco y saltaba de un tema a otro. Me decía que cada día, al caer la noche, el recuerdo del ataque le volvía a la memoria, produciéndole un terror que solo podía apagar con la bebida o con la heroína.

No sé cuántos años llevaba como vagabunda, ni por qué dejó la universidad. Pero percibí que una gran aflicción, que se fue forjando desde su infancia, la llevó a perder primero su casa, después su empleo y al final su dignidad.

Y fue durante una de las últimas veces que la vi, que por fin me reveló la razón por la que había huido de su casa.

Así supe de la existencia del padre Ángel. Hermano de su madre y cura del pueblo, por años ha sido el encargado de la educación religiosa de los niños de su comunidad.

Entre el catecismo, los monaguillos, las pastorelas y demás actividades de la iglesia, el padre Ángel interactúa con niños

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regularmente y de cerca. De muy cerca, a veces. Y como además de cura es también tío de Esperanza, no faltaban excusas para estos encuentros.

El ataque se produjo una tarde cuando Esperanza, que entonces tenía doce años y preparaba su primera comunión, fue a la iglesia a darle a su tío un encargo de su mamá. Aprovechando que se encontraban solos, el padre Ángel violó a su sobrina.

Cuando Esperanza volvió a casa, la madre encontró rastros de sangre en la ropa de su hija y la indagó. Y al escuchar su relato la tachó de mentirosa. “Niña manipuladora, ¿cómo puedes inventar algo así de tu tío Ángel?”. A los ojos de su madre, Esperanza no era víctima, era una cizañera. Su padre, ausente en viaje de trabajo, no se enteró hasta algunos días después. Su reacción fue aún más desgarradora. “Ya basta de mentirillas, niña, que estás poniendo en juego la honra de la familia”.

Y así, se enterró el incidente. “No sabía qué me causaba más dolor: si el abuso sexual o que mi familia no me creyera”, me contaba con profunda decepción.

Esperanza se fue retrayendo; se volvió asocial. Ya no iba a ninguna boda, bautizo o festejo de Navidad. Nada que incluyera ir a una maldita iglesia como aquella de la que guardaba terribles recuerdos. “No pisaré ese lugar nunca más en mi vida”, me dijo un día lluvioso cuando pasé por su esquina.

Mi caminata de vuelta a casa fue muy amarga. Mi cabeza estallaba de rabia y de impotencia por no poder ayudarla a obtener justicia. Yo le había sugerido acercarse a un juez y denunciar a su tío. “No hay pruebas; es mi palabra contra la de un cura”, replicó. “Ni mis padres me creyeron”.

Tristemente, esa era una realidad.

Dejé de ir a la biblioteca por un tiempo. Me sentía incapaz de

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ayudarla y no podía pasar por su esquina y saludarla como si nada.

Unas semanas después tuve que devolver un libro y reanudé mis caminatas. Me sentía menos impotente con la historia de Esperanza. Y quería ofrecerle ayuda a través de un amigo abogado con quien había hablado del incidente. Pero al llegar a su esquina no encontré a nadie. El lugar parecía limpio, sin restos de ropa vieja, comida, utensilios o jeringas. Sin duda hacía varios días que Esperanza no venía más por aquí.

Me dirigí a la estación de policía más cercana a indagar sobre su paradero. Con su nombre y la información que había recaudado a lo largo de estos meses, averigüé que Esperanza había sucumbido a la droga y, en una noche fría, había muerto de sobredosis.

Sus padres vinieron a reconocerla y se llevaron el cuerpo a su pueblo, donde iba a ser enterrada en la cripta familiar dos días más tarde.

La vida da muchas vueltas, algunas más torcidas que otras.

Fui al pueblo a honrarla y asistir a su funeral, el cual se llevó a cabo en la macabra iglesia donde ocho años antes había sido atacada. Y la ceremonia, por supuesto, fue presidida por su tío, el padre Ángel.

GRACIELA MATRAJT México

Página WEB: Graciela Matrajt (google.com)

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Se colocó el casco, se miró al espejo y le gustó su imagen de macarra motorizado. Pensó que aún le quedaba sitio para otro tatuaje. Llamó un taxi que le llevó hasta la terminal del aeropuerto. Mientras esperaba subir al avión, tomó un café cargado con cinco cucharadas de azúcar (el camarero le miró con asombro).

El avión con destino a Oslo era anunciado por los altavoces. Se apresuró a llegar a la zona de embarque. Durante los minutos de espera en los que la azafata les permitía subir al avión, abrió su portátil y envió un mensaje a su hermana. La muy cabezota me ha metido en este dichoso viaje, refunfuñó para sus adentros. No le hizo ninguna gracia dejar su motocicleta Harley Davidson en el garaje de la casa familiar, pero el cielo amenazaba tormenta, así que pensó que lo mejor era no ir al aeropuerto con ella y tener que dejarla en el parquin al descubierto.

El viaje fue rápido, apenas unas pocas horas. Aunque se le hizo eterno porque le tocó sentarse al lado de uno de los motores cercanos al ala este del aparato y el ruido de la turbina fue estridente. Al llegar a la ciudad se dirigió al hotel y se registró, le resultó gracioso ver un letrero luminoso que señalaba la zona de wifi gratis. Se sentó un rato en el hall para observar el interior del edificio que era realmente precioso. Las paredes tenían divertidos motivos sobre el puerto y las olas. Su habitación resultaba acogedora. Dejó la maleta y fue hasta el puerto, allí buscó a Tomi, un veterano en la pesca del bacalao. Habló con él y quedaron para ir a pescar al amanecer. También le recomendó ver el Museo de los Barcos Vikingos.

Fue lo primero en visitar. Le impactaron las exposiciones que giraban en torno a tres barcos vikingos conservados estupendamente; dentro de una especie de caja de cristal se

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exhibían restos de tapices, muebles y diferentes elementos con los que fueron enterrados como en una sepultura, una vez que dejaron de navegar. El Oseberg, el Tune y el Gokstad las embarcaciones vikingas mejor conservadas del mundo le acercaron a una época desconocida para él. Se dijo que debía tener más conocimiento sobre los vikingos y su forma de vida. Incluso llegó a creer que hubiera sido feliz de haber nacido en aquel tiempo.

La ciudad aparecía como una exhibición al aire libre, donde una colección de obras de arte hechas por el escritor Martin Berdahl, un apasionado del arte urbano mostraba los mejores lugares de la ciudad para ver graffiti y murales. Después, paseó hasta el emblemático edificio de la Ópera. Se sentó en un banco frente él y lo observó en silencio. A pesar del día gris, que no acompañaba, disfrutó absorbiendo el encanto de su arquitectura que le pareció fascinante. La fachada aparentaba estar atrapada por un áurea mágica a causa de la niebla.

Caminando llegó hasta una calle muy pintoresca, repleta de casitas antiguas, todas cuidadas y que parecían sacadas de un cuento. Entre los murales y colorido de sus muros recorrió encantado ese rincón en medio de la ciudad. Quedó fascinado por la construcción de las viviendas, todas exactamente iguales.

Luego entró en un restaurante y se comió un buen plato de ternera al pesto, con una fresquísima birra. El día otoñal tenía el cielo despejado; tan solo una graciosa nube en forma de corazón asomó a lo largo de la mañana. Más tarde en el hotel se dio una buena ducha y se recostó sobre la cama pensando durante un rato tras el cual decidió hacer un poco de turismo. Pasó delante del Museo Kistefos; no es que le fascinasen los museos, pero le apeteció entrar.

Quedó contrariado al descubrir cuántas sensaciones le

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transmitía el lugar a pesar del frío y la niebla. Llevaba un rato absorto en un libro cuya caligrafía era muy antigua; sus páginas color ocre parecían querer desvanecerse, cuando una mujer le dijo:

Veo qué le ha fascinado tanto como a mí el Códice. Me llamo Marlem.

La mujer llevaba un precioso sombrero de color violeta que hacía juego con su ceñido vestido.

La verdad es que sí respondió me llamó Maurice, es un placer.

Lo mismo digo. No obstante, para vivir una experiencia realmente Noruega debería ir al parque familiar Hunderfossen, qué está a un par de horas de Oslo. Allí le mostrarán muchas cosas interesantes sobre Trolls y Askeladden (Askeladden es una persona que hace algo inesperado de una manera increíble). En el lugar está el parque familiar que cuenta con teatro musical y aventuras al más puro estilo noruego. Describe la historia de un joven que compite con un troll. Un muchacho que construyó un barco para llegar al rey con la ayuda de un anciano escogido al azar que luchó por casarse con la princesa del reino. Es un tesoro nacional y ficticio del que nos sentimos muy orgullosos por la admiración que despierta. De los trolls sin embargo, hay mitos sobre miembros de una raza de gigantes diabólicos, similares a los ogros, que vivían bajo tierra en colinas o montañas y que devoraban a las personas. Incluso hay un poema que hace referencia a una troll femenina:

“Me llaman trol, roedora de la Luna, gigante de los vendavales, maldición de las lluvias, compañera de la Sibila, arpía nocturna errante, tragona del pan celestial. ¿Qué es sino un trol?”

¿Es usted una guía turística o algo parecido? en el instante en que dijo las palabras se arrepintió de ello disculpe no estoy acostumbrado a…

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No se preocupe, cortó la mujer solo me fascina la historia de mi país. Ha sido un placer conversar con usted. Él asintió con la cabeza. Le sorprendió su reacción a la cual no estaba acostumbrado. Siguió unos minutos en silencio tras los cuales siguió su camino por el museo. Maurice tuvo la creencia de que era una persona mística y extraña, y se preguntó si formaría parte del personal del edificio. Terminó su recorrido y tras un breve paseo volvió al hotel. Recostado sobre la cama comprendió que lo único que necesitaba era desconectar. Algo había en aquel remoto país donde parecía tener un espacio en blanco para olvidarse del estrés y poder dedicar tiempo a pensar y a cuidarse de uno mismo; estaba seguro de que la naturaleza era la consecuencia de sus pensamientos. La Noruega de los fiordos, con sus paisajes, su atmósfera de cuento de hadas y su multitud de planes al aire libre lo estaba cambiando. Para echarte a un lado y poder ver tu vida de forma diferente, necesitas tomarte algo de tiempo y recargar las pilas reflexionó y supuso que esa había sido la razón por la que su hermana le había regalado el viaje. Las sensaciones llegaron a abrumarlo. Salió temprano del hotel y callejeando llegó hasta un pequeño parque cercano al puerto donde se encuentra el Castillo de Akershus y su fortaleza. Desde allí las vistas del puerto y del fiordo eran asombrosas.

Cuando Maurice llegó al muelle, Tomi no apareció. Se sintió abandonado y decepcionado así que cogió su caña, subía a la barca alquilada y se fue solo de pesca. Cerca de la orilla lanzó el cebo; ató la caña con una cuerda para evitar que si algún salmón picaba se pudiera escapar mientras se tomaba su birra. Estuvo varias horas, pero no tuvo suerte. Maldijo al maldito pescador por su plantón. Vaya vacaciones pensó, se sentía como un trotamundos sin su

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motocicleta.

Echaba de menos su espléndida Harley, sentir el viento sobre su rostro. Empezaba a dudar si el viaje que su hermana le había regalado con tanto esmero era el adecuado para que alguien con sus gustos lo disfrutara.

Pasó cerca de una mezquita. Le asombró la cantidad de musulmanes que salían del lugar tras su rezo. Supuso que para ellos era una visita indeclinable. Continuó con su ruta turística por la ciudad y terminó tomándose una birra en un tugurio de dudosa reputación, pero le agradó el sitio. No sabía por qué se identificaba con aquella gente, hasta que vio un hombre que se levantaba y se ponía su cazadora de cuero; entonces comprendió por qué se sentía así. Decidió dar otra oportunidad al pescador. Así que madrugó y se dirigió al muelle. Esta vez el hombre estaba en su pequeña barcaza.

Abróchense los chalecos salvavidas, ¡zarpamos!, avisó una voz roca y jocosa.

El silencioso muelle de Lofoten le respondió. Tras varios días de un frío gélido y espesa niebla, por fin su sonrisa azul bañada por el sol comenzó a resonar en la bahía.

Parece que hoy será un gran día para pescar el bacalao que está en época de desove, comentó el pescador, voz en alto, mientras alzaba la mano vamos, no sea que algún energúmeno se nos adelante.

Subió de un salto a la barca. En menos de media hora, navegaron mar adentro. No había duda de por qué el capitán de aquella barcaza de pesca se mostraba contento, después de verse obligado a permanecer un tiempo en el muelle por problemas mecánicos.

Los auténticos pescadores pasan, no un rato, si no todo el día ahí fuera.

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Ojalá pesquemos una buena pieza.

Dalo por hecho amigo. Después de esto se alegrará del precio que ha pagado. ¡Por todos los demonios! exclamó extrañado el veterano tripulante, al comprobar que parte del equipo se había atascado entre las redes.

Creí que usaríamos cañas de pesca.

Improperios como este son los que llevan al fracaso. Haga lo que le diga y disfrute de la pesca. Yo mismo cocinaré el pescado. Tras varias horas en el mar, el rudo pescador puso rumbo al puerto a última hora de la tarde noche. El resultado de la jornada fue de cerca de veinte piezas de bacalao. Restándole importancia a la captura, el hombre dijo con voz potente:

No ha ido mal. Nada mal, ¡qué demonios!

Los noruegos llevan el mar en la sangre, pensó. La niebla se espesaba y el silbido del viento avisaba de qué había llegado el momento de recogerse. Los pocos transeúntes que se dejaban ver caminaban apresurados y encogidos para proteger el rostro del azote del gélido viento.

Tomi vivía en una de las casas de hechas para los pescadores cercana al puerto. Resultó ser un excelente cocinero. El bacalao estaba riquísimo y el vino blanco que tomaron le resultó tan sabroso como la cena. Pensó que después de todo había valido la pena vivir una experiencia así. Tras una larga charla durante la cual solo tomaron café, se despidió y regresó al hotel. Sintió que había encontrado un amigo. Se dijo que era fácil recuperar la soledad, pero no bastaba con dejar pasar los años; bastaba con esperar la caída de la noche, abrir de nuevo la puerta de tu habitación y sentarte a la cabecera de la cama, ahí comprendes la importancia que no solamente tiene la vida, sino la familia.

Tuvo la certeza de que las largas noches del invierno

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escandinavo se llenaban de susurros y ecos; que el páramo desierto y helado convertía las letras de los audaces en palabras como en un jardín encantado. Un país cuyo encanto y misterio le había mostrado su lado más cordial. El viaje, tedioso al principio, se volvió algo tan agradable que nunca olvidaría aquel país gélido, pero cálido a la vez. Esa noche mientras dormía, ya entrada la madrugada escuchó unos golpes en la habitación contigua que le sobresaltaron; inmediatamente se levantó y lentamente abrió la puerta, vio a una persona que corría pasillo a través y entraba en el ascensor. Le resultó inquietante así que llamó a recepción para informar de lo sucedido. Al cabo de unos minutos el conserje llamó a la puerta de a su habitación.

Buenas noches, señor, dijo con amabilidad únicamente quería informarle que solo ha sido una discusión de enamorados, no debe preocuparse que todo está correctamente.

Bien, bien respondió me alegro de que así sea. Buenas noches.

Buenas y, disculpe las molestias. Asintió con la cabeza y entró de nuevo en su habitación. Cerró la puerta y se apoyó sobre ella con una expresión de congoja en el rostro, miró a la cama. Aún quedaban algunas horas hasta el amanecer y se sentía cansado. Se dejó caer encima de las sábanas. Su confort hizo que poco a poco se relajara hasta quedarse dormido.

Al día siguiente al despertar sufrió algo similar a un lapso de memoria temporal; recordó sueños extraños donde escuchaba sonidos, incluido el ruido del crujir de una puerta que lo despertaba de su sueño, un ruido de viento, desde la lejanía, pero tan profundo como el retumbar de una roca se dio cuenta de que comenzaba a experimentar un vínculo anodino con la ciudad.

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Durante un largo rato de tiempo en los que evocó toda su trayectoria en el país se sintió realmente parte del lugar. Tras ello fue al aeropuerto y cambió su billete de vuelta, regresó por la noche de aquel viaje inusual que su hermana creyó acertadamente que sería ideal.

Hacer aquel viaje le enseñó a poder ver su vida de forma diferente, el silencio que le transmitió la ciudad hizo que pensara en tomarse algo de tiempo y recargar las pilas más allá de su querida moto, sin embargo, supo que lo mejor para que María, (su hermana) no se sintiera mal, era olvidar su moto y no salir de casa durante un par de días. Se lo tomaría como un descanso, como un espacio espiritual tras el que retomaría la vida familiar.

NURIA DE ESPINOSA España Blog : https://escritoranuriadeespinosa.blogspot.com

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