EL NARRATORIO
ÍNDICE
EL RELOJ DE AMANDA ELISABET ROLLHAUSER 7
EL AUTOBÚS ANTONIO MOMPEÁN MAYOL 15 MORIR A LOS CUARENTA ADÁN ECHEVERRÍA 24
EN BOCA DE TODOS MAIKEL SOFIEL RAMÍREZ CRUZ 38
LA LLAVE JOSÉ A. GARCÍA 43 DE LA NADA PATRICIA LINN 48
INFINITO LILIANA CELESTE FLORES VEGA 52 LOS TRAPOS AL SOL MARINA GÓMEZ ALAIS 55
UNA ESTRELLA DE COLOR AMARILLO RENATE MÖRDER 58 NICOLE ANA MARÍA BALESTRERI 67
LA DEUDA FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO 74
MI PARAÍSO ALEJANDRA SELEME 81 EN LA DIRECCIÓN CORRECTA MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI 84
JIRAFAS (UNA FÁBULA) GERARDO ÁLVAREZ BENAVENTE 87
ANÁFORA IMPERFECTA MARÍA MAITE GARCÍA DÍAZ 93
DE ARAÑAS Y TELARAÑAS CLARA GONOROWSKY 96
DE LO QUE TENGO, TUVE Y TAL VEZ NUNCA TENDRÉ EDWARD ALEJANDRO VARGAS PERILLA 99
CAÑÓN CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS 103
VIVIANA Y LAS TRES INCÓGNITAS CARLOS M. FEDERICI 107
QUOD AGNUS DICIT FRANTZ FERENTZ 117
LOS NARANJOS ERNESTO MÓNACO 126
SOMBRAS DEL PASADO NURIA DE ESPINOSA 129
PERIPECIAS DEL ORGANILLERO DON ISABEL DE LA ROSA SERGIO ÁVILA R. 139
El olor a café que llega desde la cocina invade el universo de significancias. En una mañana gélida y gris, el piso de pinotea desvencijado se hunde a cada paso, cruje y molesta, interfiere en el sopor de la atmósfera lograda luego del tropel de pasos presurosos que cruzara la puerta cancel de roble americano unos instantes atrás. La visita de la noche anterior se extendió hasta la madrugada y más allá. Los artistas franceses suelen obsesionarse demasiado, sobre todo cuando priman los intereses del corazón.
El silencio del sexto piso de la Rue Jacquard al 500, es interferido solo tres veces por el llamado del Otis. El café ayuda con los humores, pero no con los desamores. El calor que desprende se pierde en el éter al igual que el ejército de minúsculas imágenes recuperadas y resignificadas. Las manos sujetan la taza y la mirada perdida atraviesa los cristales de la ventana. El sueño conjugado con los recuerdos produce una extraña alteración del estado donde se deja de estar alerta, Amanda se entrega. Allá lejos en la llanura, era tan feliz… El cielo y la tierra se abrazaban en comunión y Rafael montado en el pelo de su potro plateado cruzaba ahora la calle entre el paso monocromático de los autos. La oscura cabellera lacia y la piel cobriza que descubrían el rastro del linaje ancestral acallado, aparecían una y otra vez como un flash en la retina. Había pasado mucho tiempo, pero todos los días y a la misma hora, la cita siempre era en el mismo lugar. Rafael y el monte; Rafael y el llano por horadar; Rafael y la laguna; Rafael y los caballos.
Amanda intenta en vano quitarse estos y otros pensamientos que acuden a su memoria. Concentrada en el descubrimiento de su faceta creativa desde que llegó a Grenoble, intenta delinear en un lienzo el horizonte pampeano en su atardecer, cual pintura impresionista. Camile, autoproclamado mentor y mecenas, fue quien introdujo con gran entusiasmo a Amanda en el arte de la pintura. Los une un vínculo familiar, son primos lejanos, pero cada encuentro didáctico los acerca a limites peligrosos.
El timbre suena con estruendo. Un trazo involuntario en el lienzo es provocado por el movimiento repentino de su brazo derecho. Arruina un sector de la pintura, mira y se lamenta, “tendré que volver a retocar”, piensa y apoya cuidadosamente el pincel sobre el atril y, con su mano aún sin limpiar, toma el tubo del portero.
Oui. ¿Amanda Bell?
Oui, c'est moi apuró tímidamente a pronunciar. Lettre a vous, madame. Corre, sin quitarse su enorme bata manchada, hacia el ascensor que la comunicará con la puerta de ingreso del edificio de estilo barroco. En el trayecto la ansiedad y la incertidumbre la conectan a otras sensaciones. ¿Sería lo que estaba esperando hacía semanas? ¿Cobraría sentido su viaje?
Al imprimir fuerza, abre la puerta de ingreso. Una enorme figura masculina de ojos penetrantes la miran fijamente, la gorra azul que indica oficio perfectamente calzada, se inclina en señal
de saludo y la gruesa mano derecha extiende y alcanza a Amanda un envoltorio marrón. Sus ojos buscan expectantes el remitente. Sus sospechas se confirman, firma la entrega y sube presurosa. Una vez en el departamento, sus manos temblorosas sujetan el paquete, lo abre, encuentra una carta y otro sobre más pequeño.
El instructivo de uso no es demasiado claro, la letra de la abuela no ayuda. Amanda sorprendida e incrédula repasa una y otra vez el escrito… Parpadea unos instantes y, extrañada, quita la pieza cuidadosamente del soporte que lo contiene. Es un delicado reloj, un Cartier dorado con números romanos, la cuerda indica que previamente ya fue utilizado.
La abuela paterna representaba para Amanda un personaje misterioso, sentía que una conexión especial las unía. Solo tres veces pudo verla, en su niñez en Argentina y días antes de la muerte de la anciana, en Francia. Amanda había viajado por pedido expreso de la moribunda, no entendía muy bien que hacía allí tan lejos, pero un palpito le decía que era lo correcto.
El día de la entrega transcurre sin más. El envoltorio y su contenido descansan ahora sobre la mesa principal, Amanda una y otra vez dirige su mirada hacia allí. “¿Será verdad? ¿Su abuela no habría enloquecido?”. Arregla las acuarelas, limpia sus pinceles, pasa cerca de la mesa e intenta tomar el reloj. Con su mano suspendida sobre el artefacto, cambia de idea. Se baña con el entrecejo fruncido, piensa en los sucesos de ese día. No puede procesar tanta información, se acuesta. Un mal sueño de madrugada arranca a Amanda de su cama. Después de apagar la luz del pasillo, mira hacia la mesa, sigue allí… Apenas
iluminado por las tenues luces de una ciudad que no duerme. Decide probar.
Ahí estaba, niña otra vez, en el corazón de la pampa rural donde había crecido. Se encontraba caminando hacia las caballerizas de los pura sangre del patrón. A su lado resplandecía Rafael, niño también, con la bocota abierta mostrando sus enormes dientes blancos. La piel se le volvió a erizar, él hablaba, ella solo miraba. Sus ojos mojados no daban crédito de la experiencia sensorial por la que su cuerpo atravesaba. Se sentía liviana, libre, amada y entregada a ese momento sublime. Rafael sacudía la cabeza y le señalaba con su índice el alazán que esa tarde montarían juntos. Amanda miró hacia abajo y sujetó el faldón de su vestido con pequeñas flores de color lavanda, cerca… la mano morena que profundamente deseaba rozar. Todo parecía un sueño demasiado real que transcurría lentamente. Volvió a ser inmensamente feliz, su corazón a punto de explotar solo pudo repetir al son del tum tum, “¡gracias, abuela, por este regalo! ¡Simplemente gracias!”.
Cuando vuelve en sí es de día nuevamente, no sabe bien cuánto tiempo transcurrió. Amanda recostada en el Luis XVI reacciona de a poco, tampoco quiere despertar. La cabeza le duele, pero aún sigue excitada. Se quita el reloj, toma su sacón verde olivo y la carterita negra gastada, sale a caminar para poder meditar. Afuera hace mucho frío, se dirige a los jardines del Ayuntamiento. Al cabo de hora y media, la bruma densa de la niebla amenaza. Amanda encamina sus pasos y retorna,
absorbe las escenas domésticas con las que se encuentra, un grupo de niños en bicicleta; una pareja de jóvenes tomados de la mano; una anciana con bultos de mercado; dos hombres de traje con paso presuroso, rostro enjuto y expresión grave.
Al día siguiente le da vueltas al asunto del reloj y decide probar otra vez, pretende cambiar un día en particular de su vida. Busca un lugar donde instalarse cómodamente, se abrocha el reloj y presiona con intensión.
Amanda ahora tiene dieciocho años.
Casarse un día de lluvia trae suerte dijo Elena y cerró tras de sí la puerta . ¿No te has vestido aún? ¿Qué sucede, nervios o dudas?
Amanda miró a su madre con desolación, no podía hablar con ella de lo que sentía, sabía que una sola palabra iniciaría un discurso sobre el deber moral de toda joven mujer blanca y cristiana. Observó en silencio a su madre unos segundos, luego volteó su atribulado rostro hacia el espejo, “se lo diré a mi padre”, pensó.
Estamos a tiempo y además tengo todo listo. Escogió palabras terrenales para referir a la ausencia del vestido blanco sobre su cuerpo. Perfecto, entonces te dejo la corona con los sujetadores que me pediste y si necesitas algo más me llamás, en media hora viene tu padre a recogerte. Al ver que Amanda solo asintió con la cabeza y la mirada perdida hacia el espejo, Elena cerró la puerta con brusquedad y el rostro fruncido.
Afuera, la densa lluvia volvía a caer haciendo burbujas en
el piso de la galería, el efecto hipnótico sobre el agua y el verde que se extendía más allá de la retina se mezclaba con el vapor de los pensamientos, esos que la conducían irrefrenablemente hacia él. Amanda tocaba su rostro, se acariciaba su largo cabello castaño, se apretaba las manos y se mordía los labios sintiendo adentro. “¿Qué hacer para torcer el destino? ¿qué hacer para alterar el curso de la vida ya vivida? ¿era posible?”, pensaba y se lamentaba porque no sería Rafael quién estuviese esperándola, ese día, en el altar.
Mi niña, mi niña, ¿estamos listos? ¿Podemos partir hacia la feliz experiencia del matrimonio? dijo el padre con voz estridente y sonrisa de sarcasmo desde el pasillo, dos golpecitos dio en la puerta esperando la señal de su hija. Sí, papá, adelante podés pasar. Con la lengua enredada y atragantada con saliva, dijo : Papá, no quiero casarme. Lisa y llanamente espetó la muchacha con sus ojos inquietos y vidriosos, pero erguida de frente. No me siento preparada, tampoco siento que Julián sea el indicado, es que… El padre al estudiar el rostro de su hija, sentenció : Te vas a acostumbrar pequeña, esto es lo correcto. Apretó con fuerza los delgados brazos de Amanda hacia arriba y con mirada severa no dio margen a más.
Al volver en sí, la amarga espada de la derrota la atraviesa por completo, no pudo alterar el orden de su propia vida desde ese punto. Habían decidido por ella, y lo seguirían haciendo por mucho tiempo. Ni siquiera el extraordinario reloj pudo cambiar eso. Lloró con sus manos en el rostro largo rato, la congoja sonó
a resignación y cansancio ante tanta artificialidad en su misera vida de revista. Tres meses antes de su viaje, Amanda había cumplido cuarenta años en la primavera porteña de 1938 y se sentía al borde del barranco. Amaba a sus hijos, respetaba a su esposo, pero no sabía dónde estaba ella, quería encontrarse. A partir de su estancia en el extranjero, los llamados desde Buenos Aires le llegaron en formato de reclamos por su ausencia, los tres adolescentes que por primera vez se separaban de su madre, la requerían, y su acartonado esposo no daba crédito de la incómoda situación en la que se hallaba. Amanda siente que aún no puede regresar. Atrapada en el espacio y en el tiempo, desea proseguir con su exploración personal, quiere pintar y seguir experimentando con el pequeño portal hacia el pasado. Esta vez, las fuerzas del universo conspiraron en favor de sus deseos, otros impedimentos inesperados para retornar pronto llegarían, la guerra estaba a la vuelta de la esquina
ROLLHAUSER ArgentinaEra noche cerrada y hacía bastante frío, pues un viento moderadamente fuerte había comenzado a soplar, con bastante fuerza, dos o tres horas antes. Había bastantes nubes en el cielo y las copas de los árboles que flanqueaban la carretera se doblaban marcando la dirección del viento, lo que incrementaba todavía más, si cabe, esa sensación de frío y mal tiempo. La carretera se encontraba desierta a esas horas de la madrugada. Marta caminaba por el arcén en dirección a la marquesina de la parada del autobús, con el cuello del abrigo subido, el gorro de lana encasquetado hasta las orejas y el cuerpo encogido, tratando de combatir el frío nocturno lo máximo posible.
Lo había pasado bien en la fiesta organizada por su amiga Alicia, pero no podía quedarse hasta muy tarde pues al día siguiente tenía que trabajar. Se despidió de sus amigos insistiendo en que no era necesario que alguno de ellos se molestase en llevarla a casa, que podían seguir disfrutando de la velada ya que ellos no tenían que madrugar, que ella tomaría el autobús en la parada que había en las afueras de la urbanización, la cual, al fin y al cabo, se encontraba cerca.
No llevaba mucho tiempo caminando cuando, después de una curva a la derecha, encontró a pocos metros de distancia la parada del autobús. Sin embargo, al final del tramo recto de carretera, justo antes de que esta se perdiera tras una nueva curva, pudo ver lo que sin duda eran las luces traseras, por su tamaño y forma, del último autobús de la noche. Sabía que se trataba del último por la hora que era. Se había estado informando antes de acudir a la fiesta, ya que preveía que se
produciría la situación de tener que marcharse la primera sin querer molestar a sus amigos. Pero, sin darse cuenta, no había calculado bien y se le había hecho un poco tarde. ¡Y tan poco!, pensó Marta, por solo unos pocos minutos más podría haber cogido el último autobús.
La fuerza del viento había disminuido notablemente, prácticamente no soplaba, las copas de los árboles habían vuelto a su posición natural, aunque el cielo seguía bastante cubierto de nubes. De repente Marta comenzó a notar una sensación de inquietud, a ponerse un poco nerviosa, quizás la idea de que ya no pasaría ningún autobús, y por lo que parecía ningún otro vehículo, contribuía a ello. Tampoco ayudaba, a lo mejor se trataba de que estaba sugestionándose, el hecho de darse cuenta de que no se escuchaba ni un solo ruido en esa noche desapacible. Absolutamente ninguno. ¿O se trataba de imaginaciones suyas?
Pensó entonces en llamar a alguno de los amigos para pedirles si podían salir a la carretera a buscarla, no le hacía especial gracia tener que regresar de nuevo a pie hasta la casa de Alicia, aunque tuviera que quedarse con ellos hasta que finalizaran. Ya se las arreglaría al día siguiente, aunque tuviera que acudir al trabajo destrozada.
Sacó el móvil de su bolso para, inmediatamente, descubrir que este no respondía. ¡Había vuelto a quedarse sin batería! No era la primera vez que le ocurría, todos le repetían, una y otra vez, que era bastante despistada con estas cosas. Pero ahora mismo era un momento de lo más inoportuno, desde luego.
Ya se había resignado a tener que volver a realizar la
caminata, esta vez en sentido contrario, cuando escuchó un sonido que procedía de detrás de la curva que había dejado hace un rato a su espalda. Se trataba de un ruido sordo que iba aumentando gradualmente, poco a poco. Marta se giró para mirar hacia el fondo del tramo recto de carretera, donde se encontraba la curva desde la cual se podía escuchar lo que, en ese momento, ya parecía el ruido de un motor. Un instante después un haz de luz comenzó a iluminar la curva. Marta se encontraba extrañada tratando de asimilar lo que ya no esperaba en absoluto, que a esas horas de la noche apareciera cualquier tipo de vehículo, cuando lo que parecía ser un autobús tomó la curva y se fue acercando, a una velocidad muy lenta, hasta la marquesina de la parada. Se detuvo junto a la misma y se abrió la puerta de acceso de pasajeros.
Igual que era bastante desastre, según le repetían constantemente amigos y familiares, para asuntos como el de acordarse de cargar el móvil, también era extremadamente observadora, además de usuaria frecuente de los transportes públicos. Por ello, notó enseguida que ese autobús que acababa de llegar tenía algo que, en principio, no encajaba.
En primer lugar, se trataba de un modelo bastante antiguo. Su hermano era muy aficionado a los autobuses y camiones, a todos los vehículos que tuvieran relación con el transporte de personas o mercancías por carretera, y durante toda la vida le había estado dando la tabarra con esos temas, por lo que, casi sin querer, algo había aprendido. Además, las flotas de autobuses urbanos o interurbanos de las grandes ciudades, como era el caso, solían renovar sus vehículos con mucha
frecuencia, por lo que ya no se utilizaban unidades tan antiguas. Por otro lado, tampoco llevaba, luminoso o no, ningún cartel o letrero que indicara el número o el nombre de la línea o servicio que estaba realizando, como solía ser también habitual. Y, por si todo ello fuera poco, el conductor era una persona que, calculó Marta, si no estaba ya jubilada debía de quedarle muy poco tiempo, pues era un hombrecillo enjuto, con una cabellera y un gran bigote blancos como la nieve, que parecía más un amable anciano que un trabajador en activo.
Buenas noches, señorita, ¿sube usted? preguntó con una sonrisa en el rostro el conductor.
Buenas noches. Pensaba que ya había pasado el último autobús del día respondió Marta.
Oh, así es. Pero en ocasiones el ayuntamiento pone en servicio lo que se conoce como “el búho”, para recoger a los pasajeros más rezagados. ¿Ha oído hablar de este servicio? le dijo el anciano sin modificar un ápice su sonrisa de presentador de televisión.
Sí, claro dijo ella. Marta volvió a echar un vistazo al casi desvencijado autobús, que se encontraba totalmente vacío, sin dejar de pensar que algo estaba fuera de lugar. Por un momento pensó que era una suerte que ese día estuviera activo ese servicio extra por parte del ayuntamiento, podía tomar el autobús y en escasos minutos se encontraría ya en la ciudad, en una de las primeras paradas que, además, se encontraba muy próxima a su casa. Y podría tomarse un reconfortante vaso de leche caliente, meterse en la cama tapada hasta las orejas, y descansar hasta el día
siguiente.
Pero, por otra parte, una cierta inquietud le seguía atenazando. No terminaba de decidirse, no estaba del todo segura de que la situación fuera totalmente normal, no estaba segura de que la mejor decisión que pudiera tomar fuera la de subir al viejo autobús. Todo ello hacía que siguiera plantada, como los árboles que flanqueaban la carretera, al pie de la marquesina.
Señorita, tengo un horario que cumplir dijo el amable conductor.
¿No es este un autobús muy viejo para estar todavía en activo? preguntó Marta desconfiada.
Así es, jovencita contestó él . Todos los vehículos nuevos de la empresa ya se encuentran, a estas horas, preparados para iniciar mañana temprano las rutas. La empresa conserva todavía algunos de estos, ya casi fuera de servicio, para estos menesteres más extraordinarios.
Marta no estaba dispuesta a quedarse con las ganas de preguntar las dudas que le asaltaban, con más motivo si estas eran las causantes de su estado de intranquilidad. Y si algo la caracterizaba no era precisamente no tener valor o decisión para preguntar o decir algo.
Perdone si le molesta la pregunta dijo ella . ¿No es usted demasiado mayor para seguir conduciendo?
El anciano ni se inmutó. Ni un parpadeo, ni un movimiento de sus ojos, ni una mínima variación en su perenne sonrisa.
Hija mía. Llevo toda la vida en este oficio. Me he llevado
muchísimas personas, muchísimas generaciones. Me gusta decirlo así, me he llevado, en lugar de decir he transportado o he recogido. Todas las personas que han subido conmigo han tenido un significado especial. Si dejara de hacer esto no sé en que podría ocupar el tiempo contestó el conductor . De modo que la empresa todavía me permite realizar estos servicios especiales. En ese momento ella pensó que quizás todo lo que ocurría era que se encontraba un poco paranoica, seguramente debido al cansancio acumulado durante todo el día. Lo que tenía que hacer era subir al autobús, que ya iba siendo muy tarde, y llegar cuanto antes a casa, que era lo que verdaderamente deseaba, cada vez con más ganas. Que más daba si el autobús era viejo, al fin y al cabo, no iba a realizar un viaje de larga distancia, iban a resultar solo unos minutos hasta llegar a su destino. Que más daba si el conductor parecía un abuelo, mientras hiciera bien su trabajo, además el hombre era verdaderamente amable. Cuando llevaban apenas unos minutos de viaje, Marta, que se encontraba sentada en la parte delantera, a la derecha del conductor, se percató de que este había cambiado el rictus de su rostro. Ya no se encontraba sonriendo, como cuando conversaban al pie de la marquesina, sino que ahora el anciano tenía un aspecto extremadamente serio, con el ceño muy fruncido, mirando fijamente hacia delante, hacia la negrura que se extendía más allá de la luz que proyectaban los faros del autobús.
Será la actitud que adopta cuando se encuentra conduciendo, pensó ella. Concentrado en la carretera, sobre todo cuando es tan de noche. No volvamos con la paranoia. Después
del tramo donde hay un pequeño túnel en una de las curvas llegaremos enseguida a la ciudad, pensaba mientras iba adormilándose un poco.
Sergio conducía en dirección a la urbanización. Había tenido una cena de trabajo en el centro de la ciudad la cual se había alargado más de lo que a él le hubiera gustado, pero las obligaciones están antes que las devociones, eso decían. Tenía ganas de llegar a casa, por suerte el trayecto no era muy largo y a esas horas no solía haber tráfico, lo que le permitía conducir con las luces largas encendidas, las cuales le ofrecían una visión más amplia y clara de la carretera. Cuando se estaba acercando a la curva donde se encontraba el pequeño túnel pudo apreciar que, en sentido contrario, se acercaba lo que parecía ser un autobús. Como era su obligación, quitó las luces largas con el fin de no deslumbrar al otro conductor cuando se cruzara con él, situación que, según calculó Sergio, se produciría prácticamente en el túnel. Efectivamente, tal y como había previsto, ambos vehículos llegaron a sus respectivas entradas al túnel al unísono. De hecho, podía ver un leve reflejo de las luces del autobús en la curva que hacía el pequeño túnel. Se concentró un poco más en la conducción, ya que el túnel no era muy ancho precisamente, y al cabo de unos cuantos segundos ya había salido del mismo. Fue entonces cuando, de repente, se dio cuenta de algo que, por sí mismo, no tenía explicación alguna. Comenzó a ponerse tan inquieto, tan nervioso, tan angustiado, que tuvo que detenerse en el arcén. Hasta hace un momento se encontraba
perfectamente, algo cansado, pero nada más, por lo que no podía tratarse de una alucinación, de algo que se hubiera imaginado, en absoluto.
El caso era, el caso era…que dentro del túnel… ¿cómo podía ser?...
¡No se había cruzado con ningún autobús!
ANTONIO MOMPEÁN MAYOL
España
Twitter: @antmompean
Durante el embarazo Carmen comprendió que la vida al lado de un hombre decidido a la ruina implicaba roerse los puños en soledad. Con el vientre creciendo se alejaron las noches de bohemia al lado de Anuar. La prueba de embarazo dio positivo, pero él no estuvo para abrazarla, y aquel recuerdo de los objetivos que desde hacía años Anuar le había contado a Carmen, la hicieron claudicar y sentirse derrotada.
Anuar despertó una vez más en los separos de la policía; le ocurría por lo menos cada mes, por escandalizar en público, dormirse en la cabina de su auto, tirarse en cualquier acera o banca de parque público, luego de haber deambulado entre teporochos por colonias apartadas de la ciudad. No le importaba dónde caía cuando el alcohol lo superaba; era lo de menos si se meaba en los pantalones. Los separos eran más seguros. Julio, su joven amigo, pasaba a recogerlo cuando lo liberaban, lo invitaba a desayunar, le ofrecía una camisa limpia, para luego acercarlo hasta su automóvil parqueado en alguna calle. “He visto un pájaro verde”, le decía Anuar, y ambos reían en la despedida.
No es que bebiera a diario; la fiesta ocurría al salir de la Facultad los viernes; no hacía compromisos para el fin de semana. Tan solo atravesar el periférico, su automóvil corría hacia alguna cantina para discutir los temas que escurrían de su mente.
Era un hombre de fijaciones literarias. Su admiración
enfermiza por Yáñez Bianchi, pionero del vanguardismo chileno, rayaba en lo patético: ¡He visto un pájaro verde!, era el santo y seña que le había copiado al autor para sus correrías. Pero era imperioso que en el congal se hablara de sexo, y la posibilidad de probarlo todo. “Fuera del aula, para qué hablar de literatura”.
Por eso agradecía que Julio lo alcanzara al salir de su trabajo. Dejaban su carro aparcado en alguna calle y corrían por cantinas, puteros, lupanares, hasta olvidarse el uno del otro. Hasta perder la conciencia.
Carmen se había entusiasmado con la forma de ver la vida del que al principio era el correcto profesor frente a grupo, que simulaba ser Anuar. La primera vez que departió a su lado fue divertido. Ella se fue a casa, y ya no supo más.
Pero la noche que Carmen se enteró del embarazo, Anuar no estuvo con ella. No pudo darle la noticia sino hasta el lunes en la Universidad. Anuar disfrutaba impartir clases y como de los separos lo soltaban el lunes a eso de las 6 de la mañana, rayando las 9.40 estaba frente a alguno de sus grupos. Al salir de clase, Carmen ya lo esperaba en su cubículo. Cerró tras él la puerta para enfrentarse a la linda carita fresca y sonriente de su mujer:
¡Pasó de nuevo! Tendrás que perdonar.
¡Estoy embarazada!
El silencio escurrió por las paredes del cubículo, sembrándolos en su silla, uno a cada lado del escritorio.
Ya habíamos hablado… se decidió Anuar al verla
sonriente. Y lo habían hecho, en muchas ocasiones, incluso cuando cogieron en ese mismo cubículo sin protección.
Todo cambió tras la primera noche que Carmen se había metido de plano a su casa: “¡Tendrás que cuidarme! Porque desde hoy renuncio a los anticonceptivos”. Fue una colonización lo de Carmen. Ocurrió de a poco. Primero decidió quedarse a dormir luego de los vinos; pronto algunas prendas se sembraron como olvidadas; Anuar pensó que se trataba de trofeos, ofrendas dejadas por el buen polvo. Tarde fue cayendo en cuenta que las cosas de Carmen avanzaron, metiéndose por todos sus cajones y hasta en sus libreros.
Desde los diecinueve años Anuar tuvo claro lo que quería de las relaciones de pareja. Tres meses y a lo que sigue. No soy de los que se pone serio con nadie. Si tienes que irte cierras la puerta. Siempre hay forma de dejar claro que se trata de sexo sin compromiso. Para Anuar el único compromiso era consigo y con la literatura.
El odio a sentirse prisionero de una relación era como ese “infierno tan temido” que no podía alcanzarlo; no quería que alguien le escupiera a la cara: “Bienvenido al mundo de los adultos”. Lo suyo era la liberación de Papusa fuera del ópalo negro. La decisión de no tener dominio sobre la vida de nadie. ¡Sabes bien lo que pienso, Carmen! No finjas extrañeza. ¡Sé bien en lo que me he metido!
Pues no se hable más. Lo resolverás y el silencio volvió a cubrirlos.
Carmen sabía que Anuar había planeado una muerte lenta, beber, beber, fumar, fumar, leer, leer, y volver a leer. El plan se fue perfeccionando durante doce años. Nada hay más allá de los cuarenta. Anuar estaba ahí para los placeres y la literatura, y cuando la vida se encontrase en el cénit: ¡Eso es todo, muchas gracias!
Muchos años habían pasado desde que entendió que jamás sería un escritor remotamente interesante, jamás cercano a los maestros que admiraba. Lejos ya la beca nacional que obtuvo para su proyecto de novela, lejos los premios de poesía de su juventud; letras que servirían apenas para limpiarle la cola a la poesía de Fijman, o a los cuentos de Onetti; y por eso lo había dejado todo. Podía enseñar a escribir, pero no iba a ser escritor jamás. No pudo lograrlo.
Carmen necesitó acostumbrarse a sus instantes semanales de depresión.
El tipo, mayor que ella casi veinte años, sabía ser educado, era un personaje culto cuya foto aparecía todos los martes en el más importante periódico de la ciudad, anunciando en su columna temas donde continuamente masticaba alguna obra literaria.
Recuerdo muy bien lo que me has dicho sobre tener familia. No te pido nada.
Mentira. Siempre queremos algo Anuar lo dijo sin enojo, casi sonrió, pero se contuvo, tampoco quería parecer cínico. Carmen lo notó. Anuar no peleaba con ella porque no
buscaba imponer ninguna de sus ideas. Solo con la literatura era implacable. Carmen todavía recuerda cómo se puso cuando le dijo que utilizaría un seudónimo para firmar sus obras.
Ya sabes lo que pienso al respecto. Lo ha dicho Arthur Miller: “Mi nombre es todo lo que tengo”.
Todo lo llevas hacia una cita literaria. ¡A mí qué me importa lo que dijo Miller!
Anuar colgó la llamada en aquella ocasión. Aún no vivían juntos y por ello Carmen se sintió de pronto sola en un océano de dudas e incomprensión. Al día siguiente ella lo esperaba desde temprano en la puerta de su cubículo. Anuar llegó con ese olor característico de lunes, a jabones mezclados con la sudoración fría del alcohol.
No fue mi intención ofenderte, Anuar. No sé qué tienes contra los seudónimos.
Sigue sin entender, señorita. Mejor la veo en el salón.
¿No hablarás conmigo? ¿No puedo entrar a tu cubículo? ¿Me dejarás en la puerta?
Es muy temprano. Usted sabe que hay ciertas reglas de la escuela.
Pero Carmen no se fue. Se quedó, y detrás de la puerta de acrílico podía ver a Anuar acomodar sus cosas en sus cajones, y prepararse una jarra de café. Volvió a tocarle la puerta.
¡Adelante! gritó Anuar minutos después Pase y deje abierto. Tome asiento.
Estoy acá intentando esbozar una disculpa.
¿Ya lo has entendido?
La literatura es tu vida, es lo más importante… Lo sé.
Me vale si firmas con seudónimo, simplemente no me parece que se pueda usar como juego. No soporto que a la literatura no se le tome en serio. atajó Anuar Es lo único que puede cambiarlo todo. Somos uno antes de la lectura de una obra, y alguien totalmente diferente después de haber leído. Parece estúpido, y tal vez yo sea el gran tonto al creerlo; pero es a través de la literatura que apenas se puede soportar el mundo. Lo entendí a los veintiocho años. Por eso he tomado la decisión… ¡Morir a los cuarenta! Ya me lo has contado. No lo acepto, pero me queda claro.
Todo podría ser distinto ahora. Carmen estaba decidida. De nuevo lo había acorralado en su cubículo: ¡No te estoy pidiendo nada! “Mentira”, increpó sin violencia, Anuar.
En un año ya no estaré a tu lado. ¿Te enteras? No estaré a tu lado y eso es algo que debes tomar muy en serio.
¡Por eso estoy embarazada, carajo! Carmen levantó la voz, y Anuar decidió mejor guardar silencio. Se levantó dio vuelta al escritorio, pasó junto a ella, y abrió la puerta del cubículo. “Hay ciertas reglas, señorita”, recordó Carmen, intentando contener las lágrimas. Había dejado sobre el escritorio la prueba de embarazo, las pequeñas líneas violetas del positivo.
¡Voy a tener un hijo! ¡Será nuestro hijo, Anuar! Algo que pueda retener de ti, más que solo la memoria. ¿Acaso no lo puedes tolerar?
Un niño sin padre. Un niño más sin padre; ya nos los han contado tantas veces: Oé, Barrie. Dickens, y el drama de
Beast of no nation.
Nada, contigo, será común. ella estiró el brazo y puso la mano sobre uno de los muslos de Anuar; luego sonrió, desarmándolo Debiste cuidarme, ¡te lo advertí! Carmen alargó la sonrisa para romper la atmósfera que empezaba a condensarse. “No seré yo quien arruine tus planes”.
Anuar estaba de pie frente al cunero, los nueve meses pasaron quizá demasiado aprisa. Veía los enormes ojos abiertos de su hijo Elí. Luego desapareció entregado a sus excesos. Durante las cuarenta y dos semanas Anuar dudaba en vigilar la figura de Carmen subiendo las piernas al sofá, o rodeando con las manos el abultado vientre que siempre presumía. No quería que ella pensara que podía acostumbrarse. Carmen lloraba quedito pensando en el desenlace al que todo se estaba conduciendo. Ella a veces se sentía tan sola que le escribía al móvil, notaba que Anuar leía los mensajes, pero no tenía respuestas.
Con el nacimiento de Elí, Carmen encontró la ruta, pero nada cambió en la idea fija que Anuar había construido. Se desdoblaba: de lunes a viernes era el maestro dedicado a interesar a sus alumnos en la literatura, en casa leía hasta altas horas de la noche; daba talleres en línea si se los solicitaban; pero competía por el mismo cuerpo contra el empedernido alcohólico que no podía permitirse una borrachera menos los fines de semana, hasta que aquello lo matase. Trepado en el alcohol era capaz de agarrarse a golpes, y meterse con
cualquiera.
Julio era casi su sombra en esos días. Se hizo actor para las obras de teatro que Anuar desarrollara al empezar su carrera de creador con tan solo diecinueve años; tanto admiraba a su maestro, que le había jurado ayudarlo en todo, hasta para matarlo si veía que Anuar se arrepentía. Había que obedecer al escritor, y por eso aceptó la broma del pájaro verde de Juan Emar, como el santo y seña para la correría. Seré tu verdugo si de verdad estás dispuesto. No te me vayas a echar para atrás, Julio. Solo en ti confío. Si no te atreves, te hundiré, créemelo; pero si lo haces, ya hasta escribí un texto para exculparte.
Julio lo admiraba. Cuando Anuar trabajó en el gobierno apenas medio año, en la Secretaría de Cultura estatal, logró meter a su amigo. Julio entró como chofer y almacenista. Llevaba de un lado a otro a los autores a los que se les presentaba un libro en la ciudad, o que venían para impartir alguna conferencia. No le importó ser el sirviente de alguien, siempre supo que llegaría su momento, y decidió esperar para tomarlo si se presentaba. En cambio, Anuar no pudo, renunció al gobierno harto de la burocracia, era preferible la academia:
¡Quien fuera Bloom para leer todo el día y que te paguen por ello!
Pero eso solamente ocurre en Yale, Anuar, no en una universidad autónoma. Acá también te arrojarás a los brazos de la burocracia académica.
Aun así, acá puedes deformar alguna que otra mente.
La perspicacia y la paciencia de Julio, su trato con otros jefes, le hicieron escalar. Pronto pasó de chófer en la Secretaría de Cultura al Sistema Penitenciario Federal donde primero lo ubicaron como jefe de custodios de un CERESO; y posteriormente como el encargado del área de Divulgación y Esparcimiento en los centros de mujeres privadas de la libertad. Fue con ese puesto que invitó a Anuar a ofrecer talleres de creación a las internas. Hasta que una tarde, cuando Anuar terminó su labor con las reclusas fue conducido a la oficina de Julio, donde ya tenían a varias chicas desnudas y con las manos esposadas por la espada.
No sería la primera vez que juntos se divirtieran con el sexo de las mujeres, solo que siempre había un pago de por medio, o el deseo de aquellas. Esto era diferente. Anuar se dio cuenta que las chicas estaban conscientes de que no habría más remedio que dejar ser a aquellos hombres si no querían que las lastimaran de más. Julio comprendió tan solo verlo frente a él, que tal vez había cometido un error al haber invitado a Anuar.
¿Qué pasa, pájaro verde? ¿Te me estés culeando?
Para nada, solo que aún no he probado alcohol. Pero no te apures por mí. Adelante. y encendió un cigarrillo sin apartar la vista de las chicas a las que se les pidió que se pusieran de rodillas.
Del nacimiento de Elí en junio, para el cumpleaños cuarenta de Anuar habrían de pasar cuatro meses. Las últimas
noches la mirada del maestro universitario se mantenía fija sobre el rostro de su hijo. Contemplaba al bebé que le sonreía, mientras intentaba estirar las manitas para tocar el juguete móvil que le habían colgado encima de la cuna; el pequeño iba formando burbujitas de saliva que Anuar secaba con un pañal de tela.
Este mundo es muy poco para la ternura de mi hijo.
Me gusta verte cerca de él.
¿Sigues sin aceptarlo? y Anuar se levantó para irse a la sala, coger un libro y ponerse a leer.
Se llamará Elí, por aquello de elí elí lama sabactaní. Cuando Anuar decidió ponerle nombre, Carmen volvió a sentir la pequeña esperanza de estar juntos.
Después de los cuarenta años, los seres humanos comenzamos a hablar solo de recuerdos. ¿Lo has notado? Las cosas importantes y trascendentes de tu vida ya han pasado. Y todo se trata de envejecer sin perder la dignidad.
Carmen guardaba silencio, le abrazaba y le plantaba un beso en la coronilla: “Me importas, ni modo, aunque no quieras”.
Porque sabes que tú también me importas. ¿Qué hay de que nos importe alguien al que no le importamos? Eso es el amor verdadero. Elí me importa, aunque él no sabe ni tiene la más remota idea de quién soy, y por tanto No le importo. ¿No te parece fenomenal, Carmen?
Julio había entrado a la casa en la alta noche, el cumpleaños de Anuar cayó en sábado; el joven amigo tuvo conciencia de que ese día no solo encontraría a su maestro camarada festejando, se mantendría al pendiente de lo que pudiera pasarle, y para que aquello funcionara, no podía suceder
en la fiesta. Decidió emborracharse con Anuar, mirarlo caer dormido en la madrugada del domingo, rodeado de amistades y conocidos.
Quería tenerlo de frente para soltar los disparos. Un pequeño odio había nacido en Julio, un odio creciente como motivación desde aquella tarde en su oficina del CERESO, cuando sintió la mirada de Anuar caer encima de él con asco. ¿Quién se había creído? Venir a chantajearme: “¡Tienes que hacerlo, Julio! Si no lo haces, le contaré a todo mundo lo que haces con las prisioneras”. Y se había reído como si se tratara de una broma, mientras bebía de la botella de ron. Fue aquella risa de beodo el insulto final de la relación que tanto tiempo los había unido: ¡Claro que lo haré, que no te quepa duda!
El sábado del cumpleaños cuarenta de Anuar tan solo cruzaron miradas: ¡He visto un maldito pájaro verde!, y Anuar reía conmovido; Julio no se percató de a qué hora se había marchado el festejado. Tal vez se fue fingiendo creer que Julio se había olvidado del asunto. Y Julio se fue a casa a descansar un rato. Por la tarde del domingo, ya reanimado decidió buscarlo en varios sitios, pero no dio con él, así que llamó a su casa. Carmen le dijo que no se había aparecido por ahí.
Nunca aparece el domingo, aunque hoy todo será diferente algo le oprimía la voz.
Seguiré buscándolo, no te preocupes.
Pasada la medianoche Julio decidió darse una última vuelta por casa de Anuar, y encontró su carro estacionado en el porche.
Anuar había llegado a eso de las veinte horas del domingo.
Tenía ya cuarenta años y un día, y estaba sobrio. Estuvo en la playa, se había detenido a comenzar con aquello de vivir de la memoria; ¡Bienvenido, Bob!, sin remedio pensó en Onetti. A partir de los cuarenta todo es vivir de lo que fuiste. Todo se trata de vivir para los otros, la sociedad, los alumnos, los hijos, de vivir para mi hijo.
Elí dormía plácidamente en su cuna. Anuar tuvo tiempo de hacerle el amor a Carmen bajo la regadera. Tal vez sí había una oportunidad de construir un futuro a su lado.
Julio aparcó a la vuelta de la casa. Se metió a la terraza, pues la reja no tenía candado. Forzó la puerta y los encontró sentados en la sala: “¡He visto un pájaro verde!” gritó Anuar al ver a Julio empuñando la pistola. Ambos se miraron sorprendidos
¡No eres mejor que yo! fueron las palabras que Julio escupió en el rostro de Anuar, cuando este se puso de pie, sonriente, con la intención de decirle que todo había pasado; que el plan ya no tenía sentido. Que al fin había entendido lo que era la vida. Fue una maldita broma de borrachos que se alargó demasiado tiempo. Elí en su cuna, en el cuarto, comenzó a llorar. Algunos perros de la calle acompañaron el llanto de su hijo. Julio salió corriendo entre las sombras luego de gritar:
¡No somos tus marionetas! ¡No eres mejor que yo! ¡Ambos somos el maldito pájaro verde!
Anuar se abrazó a los muslos de Carmen, cuya frente reposaba en el piso doblada hacia adelante. Elí lloraba en la
cuna. Anuar brincó sobre el cuerpo inerte de su esposa, y corrió hacia la cuna donde su hijo agitaba las manos desesperado y lo levantó para arrullarlo.
ADÁN ECHEVERRÍA MéxicoPara Orlando.
Ay, mi niño, yo con catorce años andaba pescando marineros en el puerto.
Atracaba un buque mercante a cargar azúcar o miel, y ellos salían para el pueblo a ver qué encontraban, tú sabes… Esa gente pasaba meses en alta mar, en esos barcos, sin mujer, ¿te imaginas? No te veo tomando notas para el cuento ese que dices que vas a escribir… después no me preguntes nada…
Habla sin tomar aliento, se mueve inquieto de un lado a otro, busca una vasija donde guarda el café, encima de la vitrina. Sus manos, temblorosas a ratos, toman la cafetera para preparar la colada. Yo escucho con curiosidad, espero sentado en una silla en la cocina-comedor.
… y yo era lindo, ya no, ya no soy ni la chancleta de lo que un día fui, estoy viejo ya y con mil achaques. Siempre fui delgado, así como me ves, pero con esta cara y este cuerpo, tenía a los machos detrás de mí, porque, aunque era virgen, me los apretaba, y les daba unas mamadas que los dejaba reveníos.
Pero la gente es muy chismosa. En el pueblo decían que yo me estaba prostituyendo… Y yo jamás le cobré un peso a ninguno, no lo hacía por eso, lo hacía porque me gustaba. Entonces mi papá se cansó de los chismes, y me mandó a vivir con una tía para la ciudad, porque yo estaba descarriado, le dijo a mi madre. Poco tiempo después mi tía murió, y yo me quedé
solo viviendo en esta casota.
Cuando cumplí diecisiete, creo, fue que me enteré de lo del cine. Muchacho, lo que se formaba allí… era la época de las películas soviéticas, unas películas largas y aburridas que duraban dos o tres horas y no pasaba nada. A casi nadie le gustaban, pero la gente entraba para hacer sus cosas, las parejas de novios y eso, tú sabes... También iban los hombres al acecho de alguien como yo. Yo me sentaba lejos de todos, al fondo casi siempre, y hacía maravillas ahí mismo. Eran tiempos en los que no había ni moteles, ni otro lugar donde meterse, la Revolución recién había triunfado y el estado había nacionalizado casi todo. Además, no era como ahora, en ese entonces no era bien visto que dos hombres entrasen juntos a una habitación de hotel, simplemente, no se podía. Las cosas iban bien hasta que una noche unas pájaras se fajaron por un punto. Niño, pero de navajazos y todo. Se formó una... hasta que llegó la policía, y se las llevaron presas, o para el hospital, ni sé, la cuestión es que aquello se puso malo, malo. Se acabó la entrada al cine, hasta guardias pusieron, los homosexuales no podíamos pasar.
¡Ay, mira, la cafetera de mierda esta, como se está botando! ¡Malagradecida, yo que te puse la junta nueva ayer mismo! Qué barbaridad… oye, las cosas que fabrican ahora no sirven para nada, mira esto, chico...
Sale ligero hasta el traspatio, llama a la vecina de al lado, y regresa al instante con otra cafetera. La mujer le grita que le avise cuando cuele, que quiere una probadita, él contesta a gritos
que le lleva un poquito en cuanto esté. Mientras tanto yo enciendo un cigarrillo.
Ay, mi niño, dame uno, hace días estoy tratando de dejarlo, es que el médico me lo tiene prohibido, también el punto que tengo ahora, pues no le gusta que fume, dice que eso es lo más feo que hay. Créeme, ese muchacho está como para comérselo, es un muñeco, así joven, como tú... y yo hago lo que él me pida, imagínate, porque además fue de los primeros en llegar al reparto, está muy bien dotado... No quiero darte muchos detalles, por respeto...
Disculpa, pues perdí el hilo de lo que te estaba diciendo... ¡Ah! Ya recordé.
Entonces supe de una casa en el Marabú donde se hacían fiestas gay. La dueña era una vieja que había sido prostituta, dicen que fue la amante del gobernador de la ciudad en los tiempos de Batista. Vendían ron y cerveza, también te alquilaban una habitación, si querías, lo que ahora son las casas de renta, pero todo ilegal, por la izquierda, sabes. Ahí fue donde conocí a aquel hombre. Desde que lo vi pensé: este punto me lo como yo. Fue con él con quien perdí la virginidad, y me enamoré. Fueron como dos años divinos, los que estuvimos juntos. Vino a vivir conmigo. Era un sueño. Buscaba las cosas de la casa, todo, no me faltaba de nada. Y me daba lo que yo pidiera por esta boca, pero era celoso como un perro, ese era su único defecto. Yo empecé a trabajar, pues me aburría aquí encerrado todo el día. Aquello fue una guerra, se aparecía a cualquier hora en el
trabajo, me celaba con mi jefe, con mis compañeros... Era terrible... Entonces fuimos a unos carnavales, había un muchacho de lo más lindo, que me había mirado un par de veces, pero yo no estaba pa´ eso, y me hizo un guiño, algo así, y me enseñó la lengua... Mira, muchacho, casi lo mata. Que susto pasé, aquello fue excesivo. Nos llevaron presos, fue horrible. Terminé llevándole jabas y dando pabellón en la prisión. Fueron cuatro años que perdí, años que esperé a que saliera en vano, era un problema tras otro allá dentro, y más tiempo le sumaban a la condena, ay chico, la vida es una basura...
Y bien, dime, ¿cómo me quedó el café? Yo todo lo hago así, bien rico. Dame otro cigarrito, anda. Déjame darle un traguito a la vecina, que sino después se pone a hablar mierda… Ah, para la gente, ya nosotros somos novios, pues esta vieja es muy buena persona, pero es chismosa y mal pensada como nadie, así que mañana estarás en boca de todos.
MAIKEL SOFIEL RAMÍREZ CRUZ
Cuba
Instagram: maikel_1981
Facebook: https://www.facebook.com/maikelsofiel.ramirezcruz
Cuando mi madre se mudó del pueblo en el que había crecido a la ciudad, se llevó solo dos cosas con ella. Una de ellas viajaba junto con varias bolsas y valijas destartalas con un poco de ropa en la caja de la camioneta, la otra iba escondida entre los pliegues de su vestido. La primera, la más grande y pesada, era una máquina de coser Singer, de las que venían con el mueble de madera que guardaba y protegía la máquina y además se convertía en una mesa de arrime con gruesas y pesadas patas y pedal de fundición. Esa máquina fue su sustento durante décadas. Esa máquina todavía funciona, aunque ella ya no está aquí para accionarla cada tarde durante horas y horas.
La segunda de esas cosas era una llave. Una que guardó en el cajón izquierdo de la Singer originalmente destinado a repuestos y bobinas de hilo. Dicen que el corazón se inclina hacia la izquierda, también dicen que esa metáfora. Yo creo que era mera casualidad ya que, siendo diestra, el de la izquierda era el cajón que menos utilizaba. Si lo abría menos, también vería menos la llave. Recuerdo las infinitas veces que durante mi infancia le pregunté a mi madre qué abría la llave que guardaba en aquel cajón y que nadie tenía que conocer ni tocar. Infinitas veces durante mi infancia mi madre se negó a responder. Ante ese silencio sin razón, sin explicación, por años creí que ocultaba un secreto, un misterio, algo maravilloso que algún día sería mío. Dibujé la llave cada vez con más detalles y mayor precisión, en todos los lugares en los que podía hacerlo. Inventé historias sobre la puerta, el baúl, el arcón, el candado o cualquier
otra cosa que tuviera cerradura y que pudiera abrirse con esa llave, y lo que encontraría en el interior de esos lugares. Lo hacía siempre en silencio, inventando esas historias en mi cabeza, todas esas palabras que hoy utilizo para escribir otro tipo de historias. No tengo dudas de que mi madre debe de haber encontrado alguno de todos esos dibujos y ese interés mío por la llave no le parecía bien. Por eso su silencio, por eso el secreto y el misterio que tanto me atraían.
En mi adolescencia, el momento de rebeldía obligada, olvidé todo lo referente a la llave. Mi enojo era tanto que cualquier cosa, incluso la más mínima, me hacía estallar y buscar nuevas formas de autodestrucción. Pero todo ya estaba creado en el mundo y mis intentos por llamar la atención alguien más los había llevado adelante antes que yo, seguramente con mejor éxito. Incluso esa rebeldía fingida tiene un límite, un punto en el que todo vuelve a encausarse, más que nada cuando nos damos cuenta de que lo que intentamos carece de valor y que lo único que nos queda es continuar. Continuar, aunque también sea fingiendo una sonrisa, porque con un poco de suerte, de tango fingir esa sonrisa nos acostumbraremos a ella. Cuando mi madre enfermó, mientras muchas cosas perdían importancia otras la recuperaban. Entre estas últimas estaba la llave. Seguía guardada en el mismo cajón izquierdo de la máquina de coser, debajo de los medicamente y otras cosas que mi madre utilizaba en sus últimos años y que yo no podría decir para qué servían.
Le pregunté una vez más, quizá la última, sobre ella, creyendo que sería un buen tema para distraerla de su dolor.
Resultó lo contrario. Me habló de su padre, de mi padre, de cómo tuvo que huir de su pueblo llevándose no dos, sino tres cosas con ella. Habló también de aquello que abría la llave. Yo, que ignoraba la mayor parte de lo que escuchaba, entendí por fin sus silencios, su mirada perdida en el horizonte al mirar a través de la ventana de la cocina antes de que construyeran ese edificio gris en la vereda del frente, ese que nos quitó el sol de la tarde. Pude comprender el dolor que yo sentía sin saber que lo sentía, ni por qué lo sentía.
Volví a ese pueblo sin nombre que nunca antes había pisado con una urna colmada de cenizas y una llave apretada en la mano. Busqué el cementerio construido junto a la vera del río para que el viento se llevara las posibles miasmas pestilentes, busqué la bóveda que me indicara entre los otros panteones familiares de finales del siglo XIX en un alarde de riqueza, poder y anhelo de inmortalidad. No encontré nada de lo que mi madre describiera con tantos detalles y precisión.
Di en cambio con un viejo que caminaba, al igual que yo, entre los últimos árboles antes del río. A diferencia mía, él no estaba sorprendido. Por una de esas casualidades que solo suceden una vez en la vida, resultó ser el cuidador del antiguo cementerio, retirado cuando el río, luego de décadas de carcomer la costa, se llevó la mayor parte de cuanto allí había. Mientras el viejo hablaba vino a mi memoria la noticia leída o escuchada años atrás junto con las risas que me causara imaginar a los muertos de ese lugar navegar alejándose por el río. No recuerdo la reacción de mi madre frente a esa noticia, fuera cual fuera, era tarde para arrepentirme.
Me contó también que luego de ese accidente, con los pocos muertos que pudieran ser rescatados y los nuevos que fueron llegando, inauguraron el nuevo cementerio del pueblo varios kilómetros tierra adentro, alejado del río, alejado de los recuerdos. Antes de alejarse siguiendo un camino que solamente él veía entre los árboles, improvisó un mapa en la tierra con una rama para explicarme cómo llegar al nuevo cementerio. Se lo agradecí y lo borré con el pie apenas me dio la espalda.
Me acerqué lo más posible al río y, mirando las aguas del río color de león, arrojé las cenizas despidiéndome de mi madre. Antes de regresar, antes de irme y olvidar para siempre ese lugar dejé caer también la llave que no abriría ya ninguna puerta, que no ocultaba ningún secreto, no escondía ningún misterio, ni nada maravilloso que algún día sería mío.
JOSÉ A. GARCÍA Argentina
Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar
El hombre que apareció de la nada. ¿Te acordás cuando yo decía eso, que habías aparecido de la nada? Con “la nada” me refería al sentimiento. Nunca me había fijado en ti, ni tú en mí, y de golpe ocurrió, se te ocurrió.
Me escuchabas, yo hablaba de pie animadamente frente a la audiencia, daba una conferencia, sonreía y movía los brazos.
Te vi mirándome atentamente, sonreías. Pensabas: es linda interesante, me gusta, podría funcionar.
Finalizado el panel y finalizando el brindis te ofreciste a llevarme a casa. Sabías que estaba divorciada, y en el camino preguntaste: ¿Tenés pareja?
No, con hijos no es fácil te contesté, y usé las palabras de mi hija para explicarme . Ella me dijo: Mamá, si te sentís sola tené un amigo, novio cuando yo tenga novio, marido cuando yo me case, porque no quiero, mamá, un hombre extraño en casa.
Meses después nos encontramos y saludamos brevemente en un Banco donde ambos estábamos cobrando cheques. Días después me llamaste, me invitaste a tomar un café.
Te puedo asegurar que acepté tu invitación con total inocencia, tu imagen de hombre de familia, de hombre serio, no me permitió pensar que tendrías interés en mí. Querías hablar conmigo, dijiste. ¿Estaría relacionado con mi trabajo? me preguntaba.
Pasaste a buscarme por mi casa. ¿Tenés hambre? preguntaste.
Sí.
Entonces vayamos a cenar dijiste, y me llevaste a un lindo restaurante. Hablamos mucho, pero yo seguía sin imaginar el porqué de la cita, qué querías decirme. Ya en el postre te pregunté: Estoy intrigada. ¿Qué era lo que querías hablar conmigo?
Me quedé pensando en lo que te decía tu hija. ¿Qué me decía?
Que si te sentías sola tuvieras un amigo.
¿Y? Me ofrezco de amigo…
Te quedé mirando asombrada.
¿Estás solo?
Estabas solo, tras una segunda ruptura matrimonial y buscabas compañía, amistad, afecto.
La semana siguiente volvimos a vernos y en poco tiempo el afecto brotaba a borbotones, nos sumergimos enteros, fluía tan fácil, parecía mentira, cada beso, cada palabra, cada mirada, una delicia, como una dulce borrachera. “La vida es dinámica” decías. Sí, si será dinámica, tanto que aquel momento ya pasó. Nos movíamos muy rápido. Especialmente tú, yo te seguía asombrada. Hasta que otras necesidades empezaron a abrirse camino a medida que te saciabas la sed, y de a poco nos separaron.
Ahora llegó el momento de la verdad. Ahora es el momento de decidir qué haremos con lo nuestro. No te animás, tu historia es el motivo de que pusieras las compuertas y racionaras el
afecto. Yo hace más tiempo que estoy sola, por eso sé que lo que nos ocurrió no se encuentra fácilmente. Pero no sirve que te lo diga, tendrás que aprenderlo por ti mismo.
¿Volverás a la nada?
PATRICIA LINN UruguayUna alarma lo despertó de la animación suspendida. El sistema de la B0 W13 estaba fallando. De inmediato fue a despertar a sus dos compañeros de viaje, se horrorizó al encontrarlos muertos en sus respectivas cápsulas.
El astronauta revisó la bitácora de la nave: Mientras dormían habían atravesado un campo de asteroides sufriendo daños irreparables en su estructura. No había manera de arreglarlos.
Se dirigió a la cápsula de emergencia, sintió una mezcla de emociones al comprobar que también estaba averiada. La nave había estado flotando a la deriva, tal vez durante años, despedazándose poco a poco hasta llegar a ese estado crítico.
La estación espacial a la que debería de llegar ahora era inalcanzable. Las luces parpadearon y se dispararon las alarmas del soporte vital, muy pronto todo colapsaría.
El tiempo se le estaba acabando. Ni siquiera la radio funcionaba, no podría enviar ni un último mensaje. Inevitablemente moriría cuando se acabara el oxígeno y la B0 W13 se convertiría en una nave fantasma surcando el espacio infinito hasta convertirse en polvo estelar. Entonces un dato que apareció en la pantalla hizo que su corazón saltara de emoción: Según las coordenadas estaban cerca de la magnífica nebulosa del Águila a unos siete mil años luz de la Tierra.
No lo dudó ni por un momento. No quería morir encerrado en un enorme ataúd de chatarra. Se puso su traje espacial y se lanzó al vacío para hacer una última caminata espacial. Cortó el cordón de seguridad que lo unía a la nave como quien corta un
cordón umbilical ¡Había nacido para el cosmos!
Flotaba en el espacio, libre, escuchando en sus audífonos la canción Space Oddity de David Bowie.
No, él no tenía motivos para mantener puesto su casco. Había empezado la cuenta regresiva... ¡Lo había conseguido!
Era el primer humano en contemplar los maravillosos Pilares de la Creación a ojo desnudo... no había palabras para describir esa grandiosa sensación de pequeñez, era menos que una partícula de polvo estelar, pero se sentía inmenso, inconmensurable... por un segundo, mientras se congelaba y se volvía azul, vio como nacían las estrellas... estaba tranquilo, en paz... ese segundo fue eterno... el tiempo era una ilusión.
LILIANA CELESTE FLORES VEGA
Perú
Blog: Memorias de una Dama Blanca http://lilinaceleste.blogspot.com Facebook :https://www.facebook.com/lilethoficial
ada vez que Adán se porta mal con Eva, en lugar de pedir disculpas, le entrega un ramito de flores silvestres. Ella huele el perfume, se olvida de todo más que nada, se olvida de las ganas furiosas que tiene de patear sus nalgas y eyectar fuera del paraíso al dador de costilla y vuelve a sentirse enamorada. La técnica es infalible, desde que él tiene memoria. Con ese gesto obsequioso, evita que ella siga ventilando sus problemas de pareja con las otras criaturas que conviven dentro de esa benevolente comunidad. Actúa como un bozal romántico. Ni siquiera lo hace por malicia, solo por practicidad: con las flores, supuestamente, terminan las recriminaciones y mueren los conflictos. Claro que no mueren, sino que se adormecen hasta el siguiente error. Un día, Eva encuentra el árbol legendario en el que vive enroscada la serpiente. Escucha los consejos eróticos impartidos por su lengua bífida y acepta sus libidinosas manzanas. Sabiendo Eva que lo que hizo está prohibido y como Adán le ha enseñado a tapar con flores los deslices, imita la conducta y le ofrenda esta vez ella a él uno de esos apetecibles frutos rojos para lavar las culpas. Imposible no caer en la tentación. De repente, una vez que digieren los jugos dulces y sensuales, despierta en ambos la voluntad de perdonar con premura cualquier equivocación, con tal de enlazar los cuerpos y descubrir sus sexos. Ya no les molesta ser tan imperfectos al entender que son capaces de regalarse entre sí la perfección de un orgasmo. Este episodio alborota la asexuada paz del paraíso y reciben el castigo divino de la expulsión. A estas alturas, ya ha corrido la voz, de modo que el resto de la comunidad también mordisqueó manzanas y el
éxodo es masivo. Pero como han perdido la inocencia, la desnudez los empieza a incomodar. Para tapar sus vergüenzas, trenzan fibras vegetales y tejen rústicos trapos con los que se visten. De ahí en adelante, cada vez que cuelgan los trapos al sol, los demás comentan con picardía que Adán y Eva han vuelto a comer manzanas.
MARINA GÓMEZ ALAIS Argentina
Las piernas se separan de su cuerpo y la sangre se escapa a borbotones. Ella, es la Mara de cuarenta y pico, no la de ahora, es unos cuantos años más joven, pero igual no tiene fuerza suficiente en los brazos para arrastrarse, avanza apenas unos centímetros y entonces, cuando desesperada mira hacia arriba buscando alguna ayuda, la ve, es una estrella amarilla. Mara se despierta sudorosa y angustiada, se sienta en la cama y se mira las piernas. Últimamente están muy hinchadas y unas varices gruesas y marrones se le trepan como serpientes que la mordisquean y le provocan mucho ardor. Ella vive llena de ansiedad, tiene miedo de que le amputen las piernas. Se atormenta ante la posibilidad de que lo que soñó sea premonitorio.
Se levanta temprano para preparar el almuerzo, le cuesta un poco caminar y lamenta no estar diez puntos para atender a su hijo y a su nuera. Ellos vinieron al pueblo a pasar el fin de semana, no lo hacen muy seguido. Mara extraña mucho a su hijo y a veces se arrepiente de haberle regalado esas vacaciones en Villa Gesell, donde conoció a su mujer que se lo llevó a vivir a la capital.
A la una el asado al horno está listo, Mara lleva la asadera a la mesa con paso cansado, su hijo lo nota.
―Mamá, tenés las piernas muy rojas, ¿te duelen mucho? Mara asiente.
―Cada vez estoy peor. Lástima que ya no esté Fermina, seguro que me daba algo para curarme.
El hijo la mira con disgusto, nunca aprobó su amistad con
esa bruja y de chico odiaba que lo llevara a visitarla.
―Yo sé que vos no la querías, pero nos ayudó mucho, no te das una idea de cuánto.
Mientras comen en silencio, el hijo rememora la casa mugrienta de Fermina, estaba cerca de la ruta, en las afueras del pueblo. Tenía un altar lleno de porquerías y velas negras que a él lo atemorizaban. Siempre que lo veía le decía: “Pero mirá que bien que estás” y le ofrecía caramelos de menta que él masticaba con aprensión mientras ella le acariciaba el cabello con sus manos de uñas largas, siempre pintadas de rojo. Un día en que él, enojado, se retobó y le hizo un berrinche a su madre, Fermina lo agarró de una oreja y le echó un reto: “Desagradecido, sinvergüenza, ¿cómo te atrevés a gritarle a tu mamá que te quiere tanto y es capaz de cualquier cosa por vos…?” Recordó que su madre lo había rescatado de sus garras y que después de eso no lo había llevado a lo de Fermina nunca más. Sin embargo, ella siguió yendo, él lo sabía por los objetos raros que encontraba escondidos siempre por la casa. La voz de su mujer interrumpe sus pensamientos.
―Suegra, yo creo que tendrías que ir a ver a un médico en la capital.
El hijo asiente satisfecho.
―Tiene razón, hay que ir a Buenos Aires. ¿Acaso a mí no me salvaron los médicos de allá?
La frase del hijo queda resonando en la cabeza de Mara, pero no se atreve a contradecirlo, solo lo mira azorada. Buenos Aires es el último lugar del mundo al que querría volver. Intenta convencerlos de que no es necesario trasladarse,
pero a la altura del postre ya se da por vencida. Ellos llaman por teléfono a un conocido y le consiguen un turno en el hospital con un especialista. Dos días después, Mara ya está alojada en la pequeña casa de su hijo en Buenos Aires.
Su cuarto tiene vista a un patio lleno de plantas que su nuera cuida con esmero. Mara apaga la luz para dormirse, mientras recuerda lo mucho que le costaba conciliar el sueño el tiempo en que permaneció en la capital. Intenta hacerlo y casi lo logra, pero un quejido lastimero y persistente se lo impide, es el sollozo de un niño. Trata de tranquilizarse, de tapar su inquietud con excusas, quizás los vecinos tienen un chico, tal vez es un gato, piensa. Se levanta y va a la cocina para tomar un vaso de leche, pero desde donde está oye las risitas ahogadas de su hijo y su nuera y molesta vuelve a su cuarto, el sueño la vence y se queda dormida. La estrella aparece otra vez, hay algo escrito en su centro que no logra leer porque sus ojos se queman, todo su cuerpo arde lentamente y las varices de sus piernas se retuercen como las bichas del monte cuando perecen en un incendio.
―Mara, no hay niños por acá y gatos tampoco que yo sepa ¿No habrás escuchado la tele de algún vecino? ―le pregunta la nuera.
―A lo mejor –le contesta ella dudosa.
Esa noche cierra la puerta y las ventanas de su cuarto, se acuesta, levanta sus piernas sobre unas almohadas, intenta leer, pero vuelve a escucharlo. El quejido es lastimero como el de un animal herido, mas ella sabe que no se trata de un animal.
“No sabemos si el niño va a sobrevivir” le había dicho el médico y Mara había sentido un dolor devastador, imposible de soportar.
Tenía cuarenta y cinco años cuando su marido se marchó del pueblo y cuarenta y siete cuando su hijo de doce años se enfermó. Ella no tenía a nadie más, toda su vida había sido huérfana hasta que lo encontró a él y formó su familia. Ahora estaba a punto de perder a su hijo que para ella lo era todo.
Se convenció de que debía llevarlo a un hospital en la capital, ahí estaban los mejores médicos. Pero necesitaba dinero. Acudió sin éxito a sus conocidos del pueblo que la miraban con mezquindad y desconfianza y finalmente fue a verla a Nancy. Habían sido compañeras de banco en la primaria, tenía buen corazón y de inmediato le ofreció sus ahorros, pero no fueron suficientes. Nancy se negó en un principio cuando le pidió trabajo en el burdel, pero al final la convenció. Acordaron que Mara no iba a atender a clientes que vivieran en el pueblo. Fueron dos semanas de terror, cuyos recuerdos Mara sumergió en el fondo de su cerebro pero que cada tanto emergen. A veces rememora las caras, otras veces los cuerpos sudorosos, otras el cielorraso y la lámpara, que parecía ir y venir con cada sacudida, pero que en realidad estaba quieta.
Reunió el dinero necesario para llegar a Buenos Aires y pagó un buen hospital, pero los médicos no atinaban con el diagnóstico y, después de casi un mes de internación, le dijeron que ya no había nada que hacer.
Desesperada volvió a acudir a Nancy, tuvo que llamarla varias veces porque tenía clientes. Cuando por fin la atendió,
Mara rompió en llanto. “Me dicen que se muere”. La amiga guardó silencio por unos instantes como si no estuviera segura de lo que le iba a proponer y finalmente habló: “Yo sé de alguien que te lo puede salvar”. Fue así como terminó conociendo a Fermina.
Regresó al pueblo, dispuesta a todo. Ella conocía la casa por habladurías, todos decían que era un lugar del mal. Esa misma noche hicieron el ritual, “Una vida por otra vida” repetían al unísono mientras tomaban un brebaje con olor putrefacto y encendían velas negras sobre un pentagrama. Al final prendieron fuego una foto del niño enfermo que ardió hasta que una ráfaga de viento helado se coló apagando el fuego y dejándolas a oscuras.
“Ya está” dijo la vieja “ahora solo falta tu parte”. “¿Qué tengo que hacer?”
Mara volvió a Buenos Aires y se fue directo al hospital, necesitaba una señal, un indicio de que todo era posible, de que no iba a hacer una locura por nada. Se sentó en la cama de su hijo y lo abrazó con cuidado y con un hilo de voz le dijo: “Decime que te vas a curar”.
El hijo abrió los ojos nublados por la fiebre: “Claro que me voy a curar”.
Mara se dirigió a una plaza cercana al hospital. "No tengo que pensar, solo hacerlo" repetía. Pero cuando se sentó en un banco, temblaba. Se quedó un largo rato, mirando a los niños que jugaban. Unos chicos de la calle aparecieron de pronto,
daban vuelta alrededor de las madres que acompañaban a sus hijos, mendigaban algo de comer. Eran pequeños, menudos, uno no tendría más de tres años. "Les ofrezco comida, me los llevó" pensó, pero el estómago se le revolvió de solo pensarlo. Se puso de pie y empezó a caminar, llegó hasta el semáforo de la esquina, pero no cruzó la calle. Volvió a la plaza, solo tenía que elegir a uno, pero ¿a cuál? Tardó un rato en reparar en la voz chillona de una mujer que reprendía a un niño todo el tiempo: “Nahuel, esto, Nahuel lo otro”. El niño era pelirrojo y tenía una mirada hostil y desafiante. Estaba enojado "Ya vas a ver con mi mamá", amenazaba. Mara vio como se sentaba en el césped y con saña embestía una y otra vez una planta con su patineta. Se preguntó si el pibito sabría andar mientras notaba los desniveles de la plaza, los caminos en bajada que terminaban directamente sobre la avenida. Espió a la niñera que estaba muy entretenida con un tipo que recién había llegado. Se acercó despacio al niño y le habló: “Contale a tu mamá que esa te grita”. A Nahuel le cayó simpático el comentario y le sonrió. “¿Sabés andar”, insistió ella señalándole la patineta. El niño asintió. “¿No querés que te tire por esa bajadita? Yo cuando era chica lo hacía, es relindo bajarla rápido, pero tenés que cerrar los ojos”.
Escuchó la frenada y los gritos. “Lo aplastó, está muerto” dijo un hombre. En unos minutos la plaza era un caos de policías y ambulancias. La niñera chillaba con su voz estridente. Mara podría haber escapado, pero se quedó sentada esperando que alguien que la hubiera visto empujarlo la acusara, pero nada pasó.
Con el espanto apretándole la garganta volvió al hospital, unas horas después el estado de salud de su hijo había mejorado.
Mara se despierta viendo la cara de su nuera haciéndole morisquetas y sonríe.
―Arriba dormilona que tenés que ir con tu hijo al doctor. ―le dice dándole un mate y una medialuna.
―Nena si seguís mimándome así, me voy a quedar a vivir acá y se te va a acabar la luna de miel.
―Yo por mí, encantada ―la desafía la chica.
La nuera se va y la sonrisa de Mara se esfuma, no quiere ir al hospital, a ese hospital, se lo había dicho de entrada a su hijo, pero intentar ganarle a él una discusión es imposible.
Se pone el pantalón con dificultad, las piernas no le responden es como si se negaran a caminar, nunca le habían dolido tanto. Trata de apresurarse porque tienen que estar a las doce, "es un sobreturno" le había explicado su nuera.
El auto del hijo es pequeño, de dos puertas, se lo compró hace poco. Mara viaja en el asiento de adelante, está inquieta. Mira por la ventanilla, piensa que circular por Buenos Aires es diez veces más caótico que catorce años atrás. La ciudad se le antoja desconocida, se da cuenta de que no recuerda ningún lugar, quizás porque ella siempre fue buena en eso de borrar cosas.
―¿Falta mucho? ―pregunta.
―No, una vez que lleguemos a la Avenida estamos en un
toque. No estés nerviosa mamá.
―Decirlo es más fácil que hacerlo. Doblan por la avenida y ya el paisaje comienza a parecerle familiar, pasan por el hotelucho donde se alojaba cuando el hijo estaba internado, Mara se recuerda a sí misma volviendo al lugar el día de la infamia.
La plaza está cerca, a medida que se aproximan ella siente que el corazón le late más fuerte y cuando están a una cuadra ya parece un tambor desenfrenado. Paran en el semáforo de la esquina y Mara se queda viendo los caminitos en bajada. Avanzan unos metros, y en ese momento, aparece un niño pelirrojo en su camino. El hijo pega el volantazo y un camión que viene por el carril rápido los embiste y arrastra al auto, aplastándolo como una lata de cerveza vacía. Un gemido agónico brota de la cabeza destrozada de su hijo. Ella intenta salir de entre los hierros retorcidos, pero no siente las piernas, no tiene fuerza en los brazos, igual comienza a arrastrarse. Desde el suelo ve el cartel que tiene pintada una estrella de color amarillo. Tiene escrito algo en su centro que esta vez logra leer: “Nahuel, 6 años, 15 de noviembre de 2008, víctima del tránsito”.
Siempre encontré un justificativo para explicar lo que todos decían que eran “rarezas”.
La amistad con Nicole, fue diferente a las otras que había entablado en el jardín. Vivíamos en el mismo barrio y en la misma cuadra, casa por medio.
Me intrigaba verla siempre sola. Oía decir, repetidas veces en conversaciones de mis padres: “qué rara es esa chica”, refiriéndose a Nicole. Hoy no estoy tan segura de haberla conocido bien.
Recuerdo la vez que me animé a hablarle. Le dije, acercándome con cierto recelo: Hola. Soy Laura. ¿Cómo te llamás?
Estaba sentada como era su costumbre en el umbral de la puerta de calle.
Con los brazos rodeaba sus rodillas y tenía la cabeza gacha. La melena larga, cubierta de rulos le tapaba la cara. No me contestó. Me fastidié. No estaba acostumbrada a que me ignoraran o no repararan en mi presencia. Insistí: ¿Estás enojada?
Pero ella seguía sin responder.
Solo cuando le pregunté si quería ser mi amiga, ella giró apenas su cabeza, sin levantarla y como espiando, frunció el ceño y me dirigió una mirada inquisidora y desafiante.
Mi pregunta la había movilizado. Con mi corta edad, no me había cuestionado, por qué, qué significaba para ella la palabra “amiga”, si es que lo había entendido. Pero había algo en mi expresión que la animó a levantar su cabeza y mirarme. Me enfrenté con un rostro que tenía la palidez del encierro, que se
mostraba casi oculto por el cabello que, como adrede, cubría parte de él. Al fin lo logré. Yo solo le había preguntado el nombre. Aunque le costaba hablar, con una voz apenas audible y contenida, me dijo: Me llamo Nicole. Desde ese día, la consideré mi amiga. Me resistía a verla “rara” o “extraña” como decía la gente del barrio. Crecimos juntas. No teníamos nada en común, solo la edad. No compartíamos ni la forma de vestir, ni los gustos. Muchas veces me sorprendía pensando qué era lo que nos unía. No hallaba respuesta. “¿Acaso se tocaron nuestras almas?” “¿No es esta una respuesta un tanto pueril?”, me decía a mí misma. Tal vez, pero no le encontraba explicación. Nicole siguió siendo asustadiza y callada. Nunca sonreía. Casi no hablaba, ni se relacionaba con nadie, que no fuera yo. Era como una sombra. Trataba pasar desapercibida. En cambio yo, siempre me mostré abierta a la comunicación, manifestando mis emociones sin tapujos y sin parar de hablar. Es lo que me costó tolerar en Nicole que ante mi verborragia solo atinaba a decir “si” o “no” o lo que es peor, me respondía con otra pregunta. Pero me escuchaba con atención, como nadie lo había hecho hasta ahora. Respeté siempre sus silencios. Yo me sentía escuchada. Tal vez ahí estaba la clave de nuestra afinidad. Ahora, nos vemos poco. Ella no trabaja, pero yo sí. Nos encontramos hace unos días. La noté nerviosa, pero como siempre cuando me ve, esboza apenas una sonrisa que yo sé que es de aceptación. Llevaba unos vaqueros desgastados que le quedaban grandes y sujetos a la cintura con un cinturón de
hombre. Una camisa suelta, a cuadros, enorme para su físico y zapatillas deportivas. Siempre vistió así.
Solo una vez me atreví a sugerirle que cambiara su forma de vestir. Parca como es, no me dio explicaciones. Me contestó con otra pregunta: “¿a vos te molesta?” De ahí en más, no hubo más sugerencias.
Volví a tenerla frente a mí. No le pregunté por su familia. No quise incomodarla.
En el barrio todo se sabe. Sé que cuida a su madre que no está bien de salud y su padre, cada tanto, le trae algún dinero y desaparece. Están separados hace mucho tiempo. Nicole desde que terminó la secundaria, hace un año, que no consigue trabajo.
Inicié una conversación trivial y la observé con detención. Tenía la piel tersa, Vi claridad y pureza en su mirada, pero el dejo de tristeza perduraba. Lo que más me intrigó fue su cara. Era como si tuviese dos rostros en uno, como una mezcla de rasgos que no pude definir. Nunca había reparado en eso. “Hemos crecido y es lógico que presentemos cambios en nuestro cuerpo”, pensé.
¿Puedo ir a tu casa mañana? dijo Nicole y se sonrojó Pronunció más de dos palabras, sin titubear. Todo un triunfo. Y me alegró.
Si, por supuesto le dije.
Pero… es muy importante para mí… que no haya nadie en la casa. Se atrevió a decirlo, aunque con voz entrecortada, titubeando.
Entonces te espero a las cinco de la tarde. Mi padre está
de viaje por cuestiones de trabajo y mamá a esa hora visita a mi abuela.
Me invadió la incertidumbre. Noté que una acuciante necesidad se había adueñado de Nicole. ¿Qué buscaba? ¿Se atrevería a contarme algo que la perturbaba y no podía soltar?
Nicole llegó a la hora propuesta. La recibí ansiosa y la conduje a mi dormitorio. Aunque no había nadie en la casa, era el lugar donde siempre nos reuníamos. Y la pregunta de rigor: ¿Qué te trae por aquí? Hace mucho que no nos vemos le dije. Pero esta vez, la noté más extraña que nunca. Además de lo que ya había notado en su rostro me llamó la atención su cabello. Estaba cortado como a destajo. Unos mechones largos, otros más cortos. Los rulos habían desaparecido. Disimulé, como suelo hacerlo frente a ella. Siempre traté de no poner en evidencia lo que me llamaba la atención en alguno de sus gestos o actitudes. La quería mucho como para herirla. Pero ese horror en su cabeza revelaba algo. Me atreví y le dije:
¿Qué pasó con tu cabello? ¿Quién te hizo este corte?
Yo. Me lo corté yo, pero lo hice mal. Cuando te pedí venir a tu casa era para que me lo cortes vos. Pero después me arrepentí. No quería que te incomodaras y me decidí. Lo hice yo. ¿Y ahora qué vas a hacer?
Traje la tijera de costura de mi mamá que está bien afilada. Me lo vas a tener que terminar de cortar vos. Lo dijo con acento decidido, como implorando, como que no había otra salida.
Tenés que ir a la peluquería. Yo te acompaño.
¡No, por Dios, te lo ruego! Tenés que cortármelo vos. Lo dijo con desesperación.
Traté de tranquilizarme. Hice que se sentara en un banco alto que hay en casa y que puse frente al espejo de mi cómoda. Busqué un toallón y se lo sujeté al cuello. Me temblaban las piernas y las manos.
¿Te lo emparejo? le dije No, cortalo todo. Como a un varón. Cerró los ojos y se tapó la cara con las manos.
¿Como a un varón? Sí, entiendo, como a un varón dije al ver que Nicole estaba tensa y apretaba con fuerza los puños con los brazos fuera del toallón.
Respiré hondo y largué el aire. Lo hice varias veces para tranquilizarme. Volví a tomar aire y lo contuve para concentrarme y permitir que mis manos se aquietaran.
Yo cortaba y cortaba y miraba a Nicole. Noté que lloraba porque sus lágrimas mojaban los dedos que cubrían su rostro. Era un llanto silencioso.
Terminé mi trabajo y el asombro por lo que había hecho se transformó en preocupación.
Retiré con cierto recelo sus manos que tapaban la cara. Apoyé las mías en la cabeza de Nicole y ambas quedamos con los rostros frente al espejo. Nicole se quitó los aros. No me detuve a mirar mi rostro sino el de ella. Ya no veía nada extraño en su cara. Un solo rostro, bien delineado, bien definido. Ese rostro emanaba un resplandor que borraba toda la angustia contenida, diría que en años; identificaba las huellas de una felicidad por fin alcanzada. Me dije para mí, “Qué poco te conocí, amiga” Sin
embargo, me consolé pensando que siempre me negué a llamarla “rara”. Por fin, el corsé interno que había ahogado su verdadera identidad se había desatado. Una sonrisa amplia dulcificó su cara que lucía radiante. No más rigidez en su cuerpo ni mirada perdida. La soltura de sus brazos y el movimiento distendido de su cuerpo, no solo la mostraban diferente sino feliz. Nuestras miradas se enfrentaron como nunca lo habían hecho, manteniendo fijos los ojos, sin parpadear. Comprendí que mi empatía por ella tenía que ver con aceptar la amistad en la diferencia. Y entendí, sobre todo, la libertad de elegir. Y reímos a carcajadas y lloramos y sellamos esa alegría con un apretado abrazo. Cuando nos separamos solo atiné a decirle: ¡Qué bien luces muchacho! Y su rostro se iluminó aún más. Nicolás, Laura, no más Nicole.
ANA MARÍA BALESTRERI
Argentina
Red social: Facebook
Al igual que el mediodía, cuando barría la vereda de la entrada de la iglesia, Mirlo no pudo distinguir en el horizonte a nadie más que a un borrachín durmiendo sobre el pasto de la hilera derecha de jardines con palmeras de la plaza Cuatro de Octubre. Solo que esta vez ya no barría, sino que se daba una siesta cuando lo despertaron con tres golpes fuertes en el portón. Mirlo, el monaguillo, abrió el portón de la iglesia y encontró al mismo borracho, ya despierto y alto de estatura, con el mismo traje sucio y remendado, al pie de la iglesia. El visitante era corpulento y tenía en la frente una negruzca herida con sangre reseca, un rostro sucio y sudoroso, además de unos labios cuarteados y descoloridos solicitando ayuda.
El monaguillo, un joven de diecinueve años, dudó temeroso. En un primer momento, pensó cerrar con precipitación la iglesia asegurando el cerrojo e ir corriendo a volverse a dormir tapándose los oídos. Sin embargo, perplejo, se quedó largos segundos hasta dejarlo entrar. Lo vio ir con lentitud hacia los primeros bancos marrones y lustrosos ordenados en dos filas, sentarse parcamente en una sin decir nada y apoyarse en el respaldo de otra como si tratase de dormir. Mirlo suspiró y se limpió con suavidad los lengüetazos húmedos de sudor de la frente. Sintió que debía cooperar con la ayuda samaritana hacia el prójimo necesitado, tal como lo había enseñado el padre de la iglesia durante el desarrollo de algún ministerio. Creyó que el visitante dormía y se disponía a abrir por completo la iglesia para orear el ambiente, encender las luces (pues ya hacía el crepúsculo vespertino), barrer el piso y limpiar las bancas,
cuando la voz gruesa y pegajosa del visitante lo detuvo:
No abras hoy la iglesia. Te pagaré. Alzó su cabezota y clavó su mirada rojiza en la del monaguillo . Te lo voy a pagar. Mirlo percibió un miedo extraño creciendo más en él. Dejó cerrado el portón, encendió las luces interiores, y se fue a traer el botiquín de primeros auxilios. El visitante se quedó en la misma posición incómoda parecida a la de dormir. Por su parte, el monaguillo, al entrar a su cuarto, se puso a rezar de rodillas ante una cruz de tamaño mediana empotrada en la pared. Al terminar, cogió el botiquín y una jarra con agua, y se fue a cumplir algún mandamiento divino. En el trayecto, especuló algunas ideas de lo que podía haber sucedido, pero ninguna lo convenció. Pensó, entre otras alternativas, que quizás el hombre había sufrido un accidente. Por otro lado, no pensaba recibir ningún pago.
Gracias. Te lo pagaré dijo el visitante cuando Mirlo empezó a curarlo.
Primero le lavó el rostro con agua y jabón, en especial la frente. Luego, masajeó la herida con gasa bañado con yodo desinfectante; después, le echó sulfatillo en polvo contra la fiebre. Al final, le vendó la frente y le preguntó, en un arranque de confianza, por su nombre. El visitante respondió: «Babieco». Mirlo sonrió al ver el inicio de entablar una conversación. Le preguntó, de una vez por todas, por lo que le había pasado. Babieco le contó la historia: había estado bebiendo cerveza en los Bajos Mundos con unos amigos, hasta que aparecieron sus enemigos, a quienes debía un dineral. Se armó un lío, una bronca descomunal, de la que él, a pesar de todo, había logrado
escapar. Subiendo las gradas de los Bajos Mundos hacia una avenida, se tropezó y se rompió la frente. A eso de las cuatro de la madrugada, llegó a la plaza Cuatro de Octubre y se recostó en el pasto al pie de una palmera. Se quedó dormido como un tronco. Al despertar, sentía un apetito voraz. No había comido nada durante días, solo había consumido cerveza.
No lo dejó continuar y fue por algo de comer. Mirlo trajo una bolsa grande con hostias. Babieco comió con premura, masticando con brusquedad; también dijo que tenía harta sed. Mirlo se fue por agua hervida, aunque en un comienzo pensó con ironía traer vino. Babieco bebió angustiado, casi sofocándose. Mirlo lo dejó por un rato solo. Dejó atrás la idea de tocar la campana para llamar la atención de los católicos y así estos pudieran ayudarle en la encrucijada en la que se encontraba. Pero pese a los impulsos de miedo en su subconsciente, creyó más en su consciencia: parecía no estar en peligro.
Entreabrió la puerta de la iglesia y vio la plaza. Los faroles de luz ya se habían encendido con desfallecimiento. Una atmósfera oscura merodeaba las calles y la luna era una redonda pelota de queso. No había nadie excepto una pareja conversando en silencio debajo de la cubierta de concreto sobre cuatro columnas al frente suyo, y unos papeles y ciertas hojas verdes y amarillas siendo arrastrados por el viento. Las tiendas de las inmediaciones estaban cerradas y un silencio combatía con los cantos de los pájaros y el rumor del viento. El panorama cobró una forma escalofriante: estaba solo con un borracho desconocido sin el padre, quien había viajado selva adentro a oficiar misas en ciertos compromisos litúrgicos. Entró y aseguró
el portón.
Era un día normal para ser el primero de enero. Las personas descansaban cansadas por la juerga de la madrugada y no tenían fuerza ni voluntad para abrir sus negocios. Anoche había habido broncas descomunales, entre otros conflictos que se originan al recibir el Año Nuevo. Por ejemplo, como la iglesia estaba cerca de la discoteca Dos Cocos, a esa hora de las seis de la mañana, se enfrentaron dos grupos de pandillas, los de San Francisco contra los de Kimbiri. Salían de la discoteca con las cabezas rotas, labios sangrando, ojos reventados, dislocados y muy beodos. Se supo después que un muchacho de apenas diecisiete años perdió un ojo.
Al regresar donde Babieco, Mirlo pensó darle una habitación de visita para que pudiera descansar con comodidad. Lo hizo con un semblante de misericordia en el rostro. Babieco descansó con placidez sobre el colchón relleno de algodón. Sentado en una banca, meditabundo, Mirlo recapacitó todo lo que había hecho. Existía mucha violencia en aquel pueblo pequeño, y todo por la falta de cultura. Si todos fueran a la iglesia y la atiborraran, no sucederían esos incidentes, o no en tal magnitud. Todos serían buenas personas, preocupadas por la paz, el bienestar, el progreso de su pueblo, su país y el mundo. El cristianismo creaba espiritualidad benigna en el alma de la gente, velando por su bien. Era, ante todo, un ente moral y cultural. Mirlo bostezó. Se satisfizo con sus ideas y se fue a dormir.
Sin embargo, de modo salvaje e inesperado, a las tres de la madrugada, se oyeron fuertes golpazos aporrear el portón de
la iglesia. Mirlo y Babieco despertaron primero ensimismados, luego avispados. Asustado Mirlo fue a abrir. No esperaba a nadie, así que se extrañó. Preguntó temeroso: «¿Quién es?». «Abre la puerta, mierda, o la tumbamos», contestaron con voz fiera. Mirlo retrocedió, cobró serenidad por un momento, y volvió a inquirir por sus identidades. Le contestaron más groseros. Una y otra vez empezaron a golpear el portón, que temblaba con fuerza y parecía que se iba tumbar. Mirlo se espantó y amenazó con llamar a la policía. Pero, sin más ni más, tronó un disparo. Volaron la aldaba. Abrieron el portón de un patadón. Mirlo quiso huir, pero le dispararon en el talón y cayó de bruces. Eran tres los sujetos, los tres con pistola. Uno de ellos le preguntó con voz enojada: «¿¡Dónde está Shiro!?». Mirlo se retorcía de dolor en posición fetal tirado en el suelo. No escuchó nada, ni sabía de nada. Le patearon y le volvieron a interrogar. «¡No sé!, ¡no sé!», respondió Mirlo gritando de dolor. Los tres sujetos lo dejaron tirado, desangrándose, malherido y fueron a buscar a Babieco ¿o Shiro? dentro de la iglesia. Shiro cargaba un Colt; puso su cama como barrera, y aguardó en posición defensiva. Mató a uno que entraba apresurado y descuidado. Le dio en el cuello. Los otros dos tomaron posición. Se armó el enfrentamiento a mano armada, a fuego cruzado. En un descuido, Shiro recibió un tiro en la cabeza. Los dos se aseguraron de que Shiro estuviera muerto y fueron por él. Patearon su cuerpo, lo escupieron, lo humillaron. Uno cargó a la víctima, otro cargó a su amigo muerto. Salieron de la iglesia, cruzaron la plaza Cuatro de Octubre y se metieron en un cuatro por cuatro. Mirlo empezó a gritar auxilio mientras se desangraba
de dolor. No podía ponerse de pie.
FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO Perú
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Jugábamos en la esquina de Mayorga y Arruabarrena con las boliquitas de Paraíso. Enorme y perfumado, el árbol más lindo que conozco. Al final de la cuadra vivía Clarita, mi amiga linda. Me gustaba ir a jugar a su casa porque el tren pasaba muy cerca y el suelo vibraba sacudiendo nuestras piernas y juguetes. Escuchar la bocina era fascinante y, sin embargo, nos tapábamos los oídos.
Los días de lluvia los cordones cuneta de la cuadra se convertían en canales por donde navegaban los barcos que nos hacía Daniel, un vecino que siempre estaba sin trabajo. Al rato, mojados, se hundían o estancaban, lo que nos daba lugar a empezar con el zapateo en el agua y terminar embarrados y con frío.
La vereda fue la pasarela donde lucí mi cabello largo y pesado teñido de rubio por primera vez. También, donde me encontraba con Juan Pablo, el dueño de mi primer beso. Digo así porque me lo robó, yo no quería besarlo lo que quería era conquistarlo y que me prestara su bicicleta. ¿Qué habré creído que era conquistar? En todo caso, no era su beso.
Después llegó otro Juan, mi primer novio. Este era demasiado tierno, demasiado dulce, demasiado tímido. Lo besé yo. Creo que algo así era conquistar.
El árbol y Daniel eran testigos de mis amoríos en la vereda. Pero Juan duró lo mismo que las embarcaciones de papel. Después vinieron otros. Y yo, poco a poco, fui la más deseada.
Mi hermano se fue a los dieciséis a tocar la flauta en las calles porteñas y allá se quedó a vivir en la casa de mi tía Rosa,
la hermana artista de mi madre.
Así, me quedé sola con la abuela Juana que, aún hoy le reprocha a mi vieja llamándola traicionera, haberse ido antes que ella.
Como vasallas, las dos, cuidamos de la casa y de su majestad el Paraíso.
ALEJANDRA SELEME Argentina
Instagram: https://www.instagram.com/alejandraseleme/ Facebook: https://www.facebook.com/caramelodelimon.frases/
Abordar el tren y sentarse en sentido opuesto al de su marcha, nos hace perder la perspectiva de nuestros sueños. Tomarlos como inoportunos, cuando en realidad fuimos nosotros los que variamos la intención. Ver que nos atacan por detrás en ráfagas incontrolables, a traición. Quieren llamar nuestra atención porque no marchamos a su favor.
Ver el paisaje como si se rebobinara e impedir que observemos qué se nos aproxima, o si la parada más cercana es la nuestra. En desventaja con los pasajeros que, enfrentados a nosotros, tienen en visión normal, aquel lugar hacia dónde vamos. Leer los carteles con los nombres de las localidades y la distancia que nos separa de ellas.
Y el cuerpo se nos mueve desacompasadamente, en contra de lo natural o por lo menos de lo acostumbrado en un viaje, se curva hacia adelante en cada aceleración, en lugar de pegar la espalda al asiento. Y si la curva es a la izquierda, movernos hacia la derecha. Lo que se diría un viaje al revés. Un no viaje. Me alejo del sitio del cual provengo, pero no me acerco a otro, no lo reconozco, no lo descubro. Lo niego. ¡No lo veo… no lo veo! ¿Cómo se llama eso? ¿Indiferencia? ¿Desconocimiento? ¿Desdén?
Los sueños que subieron conmigo, ¿dónde están?
¿En el vagón de cola?
Tal vez.
En el lugar donde quedan muchos sueños de los que viajamos a contrasentido.
MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI Argentina
El día que en la sabana africana decidieron hacer un concurso de belleza, todos los animales concurrieron al evento. El león, el rinoceronte, el hipopótamo, los ñúes, las gacelas, las hienas y cuanta bestia se preciara.
Desfilaban orgullosas por la pasarela, unas y otras y al final el jurado decidió que, sin duda, la más hermosa era la jirafa. Por su porte, sus colores, su andar tan elegante y su simpatía, nadie podría ser tan admirada como ella.
El Doctor Simio famoso médico estilista del reino animal promocionaba sus tratamientos para ser más bellos y obtener el éxito y la fama en la vida.
Por eso, luego de realizado el certamen, la mayoría de los perdedores se acercaron a él para pedirle ayuda. El doctor se pasaba hablando de la importancia de tener una figura longilínea, de perder esos “kilitos” de más y sobre todo de parecerse al animal ganador para “ser alguien”.
En poco tiempo podía verse a los hipopótamos, rinocerontes y elefantes haciendo gimnasia y dieta especial. Pero por más que hacían, ninguno de ellos lograba bajar notoriamente de peso.
Si yo lo único que como es verdurita decía el hipopótamo, resignado y los otros obesos del reino animal asentían tristes.
Derrumbado sobre el suelo dejaba su cuerpo en las manos expertas que le realizaban masajes reductores y otras técnicas. El hipopótamo debió someterse a una liposucción para que le quitaran hasta el último gramo de grasa. Todo para poder verse
más delgado.
Después le tocó el turno al rinoceronte que recibió un tratamiento similar. Pero a él, además, le dijeron que como su cara era tan fea tendrían que realizarle una cirugía total del rostro. Cortaron aquí y allá y hasta le extirparon el gran cuerno que ostentaba en medio de su hocico. El rinoceronte lloraba, pues ya estaba acostumbrado a su aspecto, sin embargo, la idea de ser más hermoso y poder ganarle a la jirafa fue más fuerte.
Al elefante por su parte además de adelgazar lo plancharon porque “esa piel tan arrugada no era propia de un animal con clase”.
El león se sentía contento porque era “el Rey” y pensaba que no necesitaría muchos retoques. Sin embargo, se equivocaba.
Todos esos pelos no se usan más le decía el mono le dan a uno un aspecto desaliñado y sucio.
Al fin, lo convenció de que se afeitara la melena. El felino casi ya no se distinguía de una hembra y se sentía totalmente desorientado, como si no fuera él. Todo, por el concurso de belleza.
Pasó un año y volvió a realizarse el certamen. Todos los animales luego de los tratamientos realizados, esperanzados, desfilaban por la pasarela. Pero el jurado volvió a elegir a la jirafa como la más hermosa de las bestias. Ninguna otra podía acercársele en distinción, elegancia y candidez.
La decepción fue unánime. Se sentían fracasados e inservibles.
¡Tanto esfuerzo para nada! decían apesadumbrados. Entonces el Dr. Simio volvió a darles esperanzas: Hay otras formas de lograr la figura de la esbelta jirafa afirmaba . Todo es cuestión de paciencia y tesón.
Muy pronto volvían a hacer cola ante el médico y a someterse a sus manos expertas.
Al flaco elefante le cortaron los colmillos y le achicaron las orejas. También le extirparon la trompa, que le colgaba fea y flácida. Y aunque luego le fue difícil comer, se consolaba pensando en que ahora, quizás, podría acceder al tan preciado título.
A las gacelas le limaron los cuernos y las cebras trocaron sus rayas negras y blancas por manchas ocres y amarillas al igual que los ñúes.
El hipopótamo que se hallaba famélico tuvo que conformarse con unas mandíbulas diminutas y una nueva dentadura.
Luego de otro año, todos los animales se sentían orgullosos de su nuevo aspecto y con mucha ansiedad creyendo que esta vez sí le tocaría a alguno de ellos ganar el premio. Mas no fue así. El jurado volvió a dictaminar por tercer año consecutivo ganadora a la jirafa; por su bello colorido, su prestancia al andar y su cara de bondad. Las demás bestias se sintieron desfallecer. Resignadas se tiraban sobre el pasto, deprimidas y tristes. Y otra vez fue el doctor que las vino a convencer de que no se dieran por vencidas, que aún existían esperanzas de lograr la esbelta apariencia de la reina.
Y una vez más, todos los animales se dejaron convencer y volvieron a los tratamientos. Ahora ya no alcanzaba con adelgazar o afeitarse, había que parecerse a la jirafa en todo. Por tanto, debían estirarse el cuello. Colocaban sus cabezas en un torniquete y mientras se cuerpo se encontraba bien sujeto, el doctor procedía a estirarle las vértebras, una por una. A pesar del dolor que sufrían, todos soportaban estoicamente la tortura. Cuando terminaron, el magro hipopótamo tenía un cuello de dos metros, al igual que el león, el elefante, la gacela y hasta la hiena. Ya no se reconocían y casi todos tenían dificultad para mantener la cabeza en alto. Por esa razón el doctor les colocó a cada uno de ellos, un cuello rígido artificial hasta que aprendieran a sostener el cogote naturalmente.
Después de otro año, todas las bestias se pavoneaban delante de la jirafa, desafiantes, mostrándoles sus nuevos y largos pescuezos, seguros de que esta vez sí le ganarían. Y una vez más su rival la jirafa fue la elegida.
El lampiño león, las hienas y otras fieras tuvieron que aprender a comer pasto y hojitas verdes para convencer así al jurado de que ellos eran jirafas de verdad y que merecían también, el galardón.
Y así, todos los animales fueron perdiendo todo rasgo que los diferenciaba de las demás, de tal modo que cuando llegó el tiempo de una nueva edición del certamen, este fue cancelado porque ya no había a quien elegir. Únicamente se habían presentado jirafas o eso parecía.
¿Se dan cuenta? les dijo el simio a los otros animales ¡ahora son todos ganadores! y se fue contento con su portafolio bajo el brazo, en busca de nuevos clientes a quienes perfeccionar.
Los animales decepcionados se pusieron a comer hojitas de un árbol solitario que se hallaba en medio del paisaje. Varios pájaros que tenían sus nidos allí comentaron:
¡Qué horrible! Solo quedan jirafas en esta sabana; y ellas comen de nuestros árboles. Tendremos que mudarnos antes que nos quedemos sin hogar Y se fueron volando en bandada a otro sitio donde se respetara el orden natural.
Desde el hipopótamo hasta el león comían del árbol, con una sonrisa en los labios al creerse hermosos.
Muy pronto, comenzaron a pelear entre sí porque tenían hambre y se acababa la comida. Se atacaban unos a otros fieles a sus antiguas costumbres tratando de morderse o arañarse, pero no lo lograban. Entonces se golpeaban, revoleando sus largos cuellos.
Y las miles de jirafas que ahora recorrían la sabana desértica perecieron de inanición cuando acabaron con todo árbol, pasto y matorral. Porque tantas jirafas juntas no pueden sobrevivir.
Del Libro “La Vida al Mango” – 2003
GERARDO ÁLVAREZ BENAVENTE
Uruguay Blog: miscuentos17.blogspot.com Facebook: www.facebook.com/gerardo.alvarezbenavente/
María mira el texto por enésima vez. El cursor parpadea, esperando… Parpadea ella también, remedando sin saberlo el movimiento repetido. Quizás también espere…
María observa, gruñe algo parecido a un rezongo y exhala un resoplido de protesta. Entrecierra luego los ojos y deja caer los hombros. El texto, a su vez, también la observa.
María ladea la cabeza cuando las letras, pequeños insectos de patas largas, empiezan a moverse. Aes y oes bambolean su bulbosa tripa llena de pus por los renglones, y los latigazos de tes y pes parecen rasgar el blanco, hendiéndolo de heridas negras. Las eles rectas se alzan sobre los abismos y las cagaditas de moscas encima de cada i lo llenan todo de porquería…
María escucha entonces el zumbido grave y molesto de los puntos, tildes y comas, revoloteando entre las letras, cerniéndose glotones sobre las heridas supurantes en el negro manchado de amarillo purulento. Las uves acuchillan las carnes laceradas de los pobres renglones que las sustentan y las haches trotan, en gritos mudos y feroces, al encuentro de las vocales plenas. María intenta matarlos a todos, de veras que sí. Y el cursor por fin se mueve, devorándolo todo, pero el repiqueteo ansioso de sus dedos sobre el teclado hace poco por distraer la náusea que le trepa por la garganta, húmeda y espesa, con regusto a fracaso y podredumbre por vomitar. Solamente al final, María sonríe satisfecha, ufana cuando cada bicho negro ha sido eliminado, borrado y purificado del ahora prístino fulgor de la hoja en blanco. Creerá siempre,
MARÍA MAITE GARCÍA DÍAZ
España
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ilusa, que la victoria ha sido suya…
Yo la sentía gritar a menudo, pero ya no me preocupaba pues conocía su aracnofobia y me imaginaba que había matado una. Cierto día me invitó a merendar y ahí me confesó su fobia.
A diario revisaba detrás de los cuadros, escudriñaba rincones, miraba debajo de la cama, sacudía alfombras para detectar y liquidar a sus enemigas. Pero su trabajo no terminaba ahí, las recogía con mucho cuidado pues no quería destrozarlas. Consumada la muerte, las tomaba con pinzas y las pegaba en un álbum que tenía celosamente escondido. En él, las colocaba según el grado de peligrosidad y letalidad del veneno.
Me causó impresión ver viudas negras, reclusas chilenas entre otras. Su última captura, la de esta tarde, fue una araña violinista que encontró dentro de su zapatilla.
El grito fue mucho más estridente ya que días atrás me había comentado su impresión porque una araña de ese tipo había picado en la mano a un joven y a las veinticuatro horas, este había fallecido.
Era el anochecer de las vísperas de Halloween y Aída se había decidido, por fin, a ir a clase de zumba.
Para ello, y por precaución, revisó la zapatilla antes de calzársela y encontró al huésped. La mató, la alzó con manos tembleques y la colocó en su álbum.
Todavía impresionada, vistió su calza ajustada, sus zapatillas agujereadas y partió a clase.
Me llamó la atención no vislumbrar desde mi ventana las luces del playón del polideportivo, pero seguí con mis actividades
sin darle importancia al hecho.
Dos horas después, el barrio entró en ebullición. Cuentan algunos vecinos que un cortocircuito había dejado el lugar sin luz.
Cuando el guardia pasó a corroborar, encontró al grupo de mujeres de zumba atrapadas en telarañas que envolvían los postes de alumbrado. En uno de ellos, estaba Aída
Entre varios las liberaron y las acompañaron a sus casas.
Yo sentí, a lo lejos, la voz de Aída que repetía: “no lo voy a volver a hacer”, “no lo voy a volver a hacer” …
No me quedaba claro si la afirmación se debía a matar y coleccionar arácnidos o a bailar zumba. Esa letanía duró como una hora.
A la mañana siguiente, el barrio todo se convirtió en una caldera de rumores: que los integrantes de la Comisión Directiva habían cortado la luz adrede para frustrar los festejos de Halloween de un grupo de madres con quienes disentían, que las telarañas habían sido colocadas para los festejos y hasta escuché uno más osado, aún, que las arañas había mordido los cables y por ello entraron en cortocircuito y luego, en la oscuridad habían atrapado a las mujeres en venganza por los aracnicidios de Aída. Yo, descreí de todos, pero no podía sacarme de mis oídos la voz lastimosa de Aída repitiendo: “no lo voy a volver a hacer”.
GONOROWSKY ArgentinaTengo una colección de llantos fríos y añejos, aquí guardados en un cajón de mi escritorio… ¿Quieres verlos? Es posible que no, y no importa, no estás en la obligación de hacerlo… ya haces mucho con el simple hecho de quedarte de pie a mi lado, mientras fumas en silencio un cigarrillo y apuras los últimos sorbos de café frío, que son lo único que tengo para ofrecerte.
Tengo una colección de llantos fríos, recolectados noche tras noche en la trastienda de mi alma rota y vagabunda, recolectados mientras mi cordura se revolcaba agónicamente en los miasmas de mis pensamientos más oscuros. Una colección, que, si bien no evoca lo más bello de mi mente erudita y mi corazón ingenuo, representa lo poco que me hacía humano y mantenía con vida una miserable y débil esperanza de redención. Tengo una colección de llantos y de amargura contenida en una copa opaca, hecha de a poco con las angustias fugaces que me visitan cada noche que el insomnio decide visitar mi habitación y dar golpecitos traviesos en la ventana, con sus dedos muertos de recuerdos ahogados en el desespero de una locura latente y viva; como el cáncer que consume lentamente cada célula inmunda de mi cuerpo enfermo y grisáceo.
He cultivado agotamiento y hastío en mi ventana, y sus flores azules e inmundas despiden el aroma del aburrimiento y el cansino encierro de un hombre abandonado, perdido en los delirios de sus fiebres mientras camina en círculos por las destartaladas habitaciones de una casa derruida y triste; flores que ven morir a un sol anaranjado y perverso sobre un bosque gris y sin alma de edificios de hierro y cemento, donde la
redundancia, la incoherencia y la vileza del rutinario vivir humano, inundan cada rincón.
Tengo una silla vieja y desvencijada, desde donde puedo observar con serena indiferencia el pasar del tiempo… y desde donde la brisa incauta que entra a través del cristal roto, acaricia mi cabello ralo y desvaído.
Tengo todo y nada; una guitarra sin cuerdas, de la que salen de cuando en cuando los ecos difusos de viejas canciones, de música nacida en un tiempo en el que unas manos fuertes y jóvenes dedicaran el vigor de sus días a componer odas a la belleza y el amor, a la esperanza y los sueños… una guitarra vieja y podrida que es ahora templo del polvo y las alimañas de la rabia y la frustración.
Tengo también arrumbada en un rincón, una colección de relatos y poemas borrosos en hojas amarillentas que ahora sirven si acaso de cama para mi única compañía, una vieja gata vagabunda que llegó a mi casa hace varias lunas y decidió quedarse a tratar de devorar mi soledad, a esperar, quizás, a que la muerte amante y sincera, venga un día a visitarnos… y con el desinterés de quien da un regalo, pose su beso en nuestras frentes para otorgarnos el descanso de la obliteración silenciosa.
¿Ves? Si lo ves, todo cuanto me rodea, no es más que una colección inmunda de sensaciones y recuerdos, haciendo efigie de lo que fuera una vida, no es más que un reflejo distorsionado en un espejo roto y sucio… es y fue la vida de un ser solitario y vacío, es y fue la catedral y baluarte de secretos y pensamientos de una mente brillante y ahora enferma, es y fue lo que ahora habré de dejarte.
¿Lo ves? No lo creo, no puedes ver nada, así como no puedes saborear el café frío y asqueroso… como no puedes fumar ese cigarro viejo y mohoso, como no puedes hacer nada… porque no eres más que un eco, un recuerdo difuso de quien fuera yo mismo hace tantos años… porque no eres más que una diáfana parte de aquella colección de llantos fríos y añejos que guardo en un cajón de mi escritorio, junto a la carta que tal vez lea alguien, cuando encuentren mi cadáver olvidado y seco en un rincón de la estancia, recostado sobre el escritorio y el tintero seco y telarañoso, que a un costado del candelabro salpicado y polvoriento… sirvan de cuna y consuelo para las almas perdidas de los depresivos y repugnantes seres que viven más allá de la banqueta de mi casa, más allá de mis dolores… y más allá de mis anhelos de vivir por siempre en las líneas de los libros que jamás llegué a publicar.
Tengo, tuve y tal vez tendré en una próxima vida, una suerte tan desgraciada y triste como la de esta existencia infeliz, que habré de abrazar con estoicismo y expectante desespero.
EDWARD ALEJANDRO VARGAS PERILLA Colombia
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Ducho era un veterano de guerra, había peleado con bravura en el Conflicto Armado de Las Naciones Americanas en el año 2051. Se retiró con honores tras la victoria sobre el país del sur en 2055. Tenía treinta y nueve años y una gran cantidad de obsesiones, entre ellas coleccionar cañones, de todos los calibres, texturas, colores y formas. Sabía que, de algún modo, su destino estaba ligado a aquellas fascinantes armas de guerra.
Era el año 2069, para entonces se había descubierto la manera de viajar en el tiempo. La gente iba y venía del pasado y del futuro. Todos los que podían pagar el precio realizaban una travesía singular hacia el punto que desearan.
Ducho contaba con una respetable fortuna que le había dejado su padre. Al cumplir veinte años, antes de partir hacia la zona de combate, invirtió su herencia. Así sus ganancias se multiplicaron. Podía pagar el viaje.
Se presentó temprano en la compañía T. T. (Time for Tourists) para informarse. Una guapa joven lo atendió y le explicó las condiciones: se disfrazaba al cliente y se le colocaba en el punto y el instante deseados, por supuesto se verificaba que el viajero no corriese el más mínimo peligro. Ducho reveló a la secretaria cuál era su máximo sueño: deseaba disparar el primer cañón de la historia. La chica miró su computadora y le dijo: «El primer cañón de la historia en dispararse, veamos, esto sería en… el… de… de… ¿está usted de acuerdo?».
Ducho no la escuchaba, estaba pensando en los bellos ojos que tenía frente a sí, que lo observaban de rato en rato con
una actitud amable y a la vez indiferente, dos esferas que parecían dos hermosas balas saliendo de cañones gemelos, que impactaban en los extremos de su excitación. A continuación, la muchacha revisó de nuevo su computadora; tras un minuto de digitar, confirmó la aceptación del pedido. El hombre saltó de alegría, su sueño se haría realidad: lanzaría el primer cañonazo de todos los tiempos. Consultó qué pasaría con el tipo que en su época tuvo dicha oportunidad, puesto que él ocuparía su lugar por un rato. La secretaria de la T. T. le explicó que un agente de la compañía viajaría antes y anularía al soldado original (el veterano se preguntó a qué se referían con «anular», pero no manifestó su duda) para que Ducho manejase el arma. No podía ser más sencillo.
Un representante de la T. T. hizo pasar al cliente a la oficina indicada para finiquitar los detalles, le hizo firmar un documento en el que la compañía no se responsabilizaba por algún posible incidente. El ex combatiente no se preocupó en lo más mínimo, supuso que realizaría su fantasía en cinco minutos y estaría en casa para el lonche; es más, si la experiencia resultaba satisfactoria podría intentarla una vez cada año, para celebrar su onomástico. Preguntó cuánto tardarían en darle un espacio para su aventura. No tuvo que esperar demasiado. Todo se alistó para esa misma tarde.
El viaje se efectúa. Ducho tiene el cañón adelante suyo; saborea la realización del acto, mueve el percutor y dispara. Ve una luz inundar su visión, de pronto lo invade un inmenso dolor. El metal horada su carne. No tiene tiempo ni de gritar, muere casi de inmediato.
Si se hubiera informado debidamente, hubiese sabido que el primer cañón del mundo en ser disparado estalló en mil pedazos al momento de hacer fuego.
La T. T. ignoró el incidente, se realizaban ciento cincuenta viajes en el tiempo por día, y siempre cobraban por adelantado.
A ninguno de ellos le interesaba un pobre tonto fallecido dos siglos atrás por ignorar un fragmento del pasado jamás documentado y, por lo tanto, desconocido hoy, en el presente.
CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS Perú
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La cándida picardía y el romanticismo niño... ¡Yo recuerdo con cariño aquellos dorados días!
Del Poemario Nostálgico Víctor Robledo (2022)
Víctor Robledo limpió escrupulosamente sus anteojos, los sostuvo frente a sí para comprobar su perfecta transparencia y luego se los colocó. En los brillantes cristales apareció una doble imagen rubia y sonrosada de Viviana Flores. La jovencita tenía los ojos azules y límpidos; la sonrisa fresca. Toda ella la mirada, la voz suave y riente, los desnudos brazos que emergían de la juvenil blusa celeste hablaban de vida plena, de cielo, de sol, de dieciocho años. Estaba sentada frente a Robledo y era su alumna particular.
Perfectamente, señorita manifestó Víctor, gravemente . Ya conoce usted los principales fundamentos de las matemáticas.
Ella suspiró.
¡Dios lo oiga! Esas ecuaciones...
Las domina usted, señorita... No se preocupe. Vaya tranquila a su examen. Está bien preparada.
¡Ojalá...! sonrió ella . Pero será gracias a usted, profesor. Antes no entendía nada de todo ese revoltijo de números. Ahora que usted me lo explicó tan claro...
Pasará su examen, señorita. Es un punto de honor para mí que mis alumnos no lo pierdan nunca. Se puso de pie, correctísimo, impecable en su severo traje
gris oscuro con inmaculado pañuelo en el bolsillo superior del saco. Las rayas de su pantalón eran perfectamente rectas; no existía la más mínima arruga en los puños de su camisa, pulcramente abotonados, o en el blanquísimo cuello almidonado. Extendió la mano.
Buena suerte, señorita Flores.
Muchas gracias por todo. Fue usted un profesor maravilloso.
Viviana estrechó suavemente la diestra de él. Y usted una alumna muy capaz, si..., ¡ejem!..., me permite decírselo. Adiós, y buena suerte.
Viviana salió del cuarto de estudios de Víctor, y él permaneció allí, meditando en que quizá no volverían a encontrarse y perdería una buena discípula.
No obstante, a los tres días, el rosado rostro de Viviana volvía a reflejarse en los relucientes anteojos de Víctor Robledo. Tendremos que empezar de nuevo, profesor encogió un poquito los torneados hombros, confusa . No sé lo que me pasó... Los nervios... Yo... Bueno, bueno la interrumpió él, amablemente ; no se preocupe. Ha sufrido un tropiezo. Eso le pasa a cualquiera. Pongámonos al trabajo nuevamente, y ya verá usted que esta vez le será mucho más fácil.
Viviana suspiró, la mano en la mejilla, los claros ojos puestos en él.
Ojalá...
Dos meses después, Víctor, en tono satisfecho, declaraba: Bien, señorita: ya está lista para rendir un examen
brillante. La felicito.
Viviana apoyó las tersas mejillas en los puños, acodada en la pulida superficie de la mesa que había entre ambos.
Espero que sí. Pero...
¿Pero...? él levantó una ceja.
¡Esas ecuaciones de tres incógnitas!...
¿Aún le preocupan? Pues en treinta minutos consultó su reloj , en veintinueve minutos y cuarenta y seis segundos, eliminaremos sus dudas.
Siguió una brillante y colorida explicación, salpicada de números y signos matemáticos que Víctor trazaba en la pizarra con abrumadora rapidez... Mantuvo a la jovencita absorta y muda hasta que terminó.
...por lo cual, de este modo, hemos resuelto la última incógnita finalizó el maestro, con una fulgurante serie de guarismos, equis, y griegas y zetas . ¿Todo claro? añadió.
Viviana asintió, entusiasmada.
Su explicación fue estupenda, señor. ¡Usted es el único que consiguió hacerme entender estas ecuaciones!
Él se sonrojó ligeramente, satisfecho del elogio de la chica.
Trato de conferir a mis exposiciones la mayor claridad y concisión posibles, señorita. De ese modo aprovechamos al máximo nuestro tiempo y su dinero.
Viviana lo contempló un instante, como dudando de lo que iba a decir. Finalmente, decidiéndose:
No pensaba solamente en eso, aunque es verdad... Lo que quería decirle es que... bueno, de la manera que usted las enseña, las matemáticas parecen hasta lindas. ¡Y eso que yo las
odiaba!
Víctor se ajustó los anteojos.
Las matemáticas son hermosas, señorita Flores replicó . Solo es necesario saberlas mirar. Hay una belleza inefable en su exactitud, en su infalibilidad. ¿Sabe algo? No engañan nunca; siempre se sabe lo que esperar de ellas. Son un ejercicio perpetuo para las mentes estudiosas; pueden, a veces, convertirse en un verdadero desafío...; pero no llevan jamás a un punto muerto. Eso es lo más notable: siempre ofrecen una salida, un camino, para el pensamiento inquieto... Por las matemáticas y a través de ellas, se han producido los mayores descubrimientos de la historia. Las matemáticas, señorita Flores, proporcionaron al hombre el dominio del átomo; las matemáticas, también, lo conducirán un día, a las estrellas...
Se detuvo. Se quitó los anteojos y los limpió con gran esmero. Viviana, frente a él, ensimismada, era toda ojos azules orlados de oro.
Perdóneme el discurso, señorita. No venía al caso se excusó Víctor, con total gravedad . De cualquier modo agregó , ya está usted lista para su examen de mañana.
Pero ella pareció no oírle. Le miraba con expresión indefinible.
Usted quiere a las matemáticas afirmó, abstraídamente.
Exactamente treinta y ocho horas después, era Víctor Robledo quien pronunciaba una frase muy similar a la de la muchacha, pero de significado diametralmente opuesto: Usted detesta a las matemáticas, señorita.
Los azules ojos de Viviana se dilataron y la rosada boca se frunció.
¡Profesor! ¡Cómo puede decirme eso!
Parecía al borde de las lágrimas. De manera que Víctor tosió, algo confuso, y decidió disculparse.
Bueno, perdóneme rogó, contrito ; reconozco que estuve un poco brusco.
¡No, no! Es que soy tan torpe... ¡Perder otra vez el examen!... ¡Me muero de vergüenza! Después de lo que usted... Él aproximó su silla a la de ella.
Vamos a remediarlo, si es que es cierto que es usted tan torpe, cosa que no creo. Para eso estoy yo.
Viviana le dedicó una sonrisa deslumbrante, plena de gratitud.
¡Muchas gracias, profesor! ¡Con usted, las matemáticas son adorables!
Y se puso al trabajo con un empeño verdaderamente conmovedor.
Víctor la miró dos o tres veces, cuando ella, embebida en sus cálculos, no lo advertía; y una expresión muy particular iba apareciéndole en los ojos.
En el curso de los siguientes meses, empezaron a suceder cosas.
Un día, Viviana llegó vestida de blanco, canturreando, con rosas en el pecho. Ese mismo día, por primera vez es su vida, él se equivocó en una cuenta.
Al día siguiente, Víctor ¡cosa inusitada! trajo una corbata a rayas rojas.
Tres semanas más tarde, Viviana debió telefonear a su casa porque, absorta en las explicaciones del profesor, no reparó en el paso del tiempo y permaneció en clase dos horas más de lo acostumbrado.
En la próxima clase, Víctor aproximó su silla veinte centímetros más hacia la de su alumna.
En la siguiente ¡vaya uno a saber por qué! , Víctor volvió a distanciar las sillas, tanto como el largo de la mesa se lo permitía. Solo para aproximarlas todavía más que antes, en la clase que siguió.
Víctor apareció, tres clases más adelante, con un desusado saco “sport” a cuadros que, según advirtió Vivían, sentaba mejor a los veintitrés años del profesor, que la severidad de su atuendo formal; y así se lo dijo. Él debió devolver el cumplido, y elogió el bonito dibujo “en forma de curvas integrales”, del vestido verde mar de la chica.
Por entonces, la proximidad de las sillas era escandalosa. Un par de semanas después hubo una escena dramática: Viviana, hecha un mar de lágrimas, se negó a dar el examen..., ¡porque todavía no había entendido bien las dichosas ecuaciones de tres incógnitas!
Víctor la confortó, ofreciéndole su inmaculado pañuelo, que ella aceptó agradecidísima. Al devolvérselo ella, él lo guardó con el mismo cuidado que si se tratase de una pieza frágil y valiosa.
Así, comenzaron un nuevo período de estudios. ¿Las sillas? ¡Siamesas!
Y... ¿para qué alargar el cuento? Sucedió.
Viviana estuvo adorable, toda de blanco, con sus ramitos de azahares. Víctor, más solemne que nunca en traje de gala, se portó con tanta soltura como un niño de primera comunión. El sombrero de la mamá de él una señora sonriente y ampulosa era una enorme capelina color lila, tan amplia que ponía en constante peligro los ojos parpadeantes del señor Robledo, un hombrecito plácido que exhibió la misma sonrisa beatífica durante toda la noche. Los padres de ella eran ambos alegres y guapos, y lo miraron todo a través de un velo de lágrimas de alegría.
Palabras rituales, música, desfile, saludos, gente, gente, un automóvil negro.
Solos. Por fin, podrían...
Llegaron. Gente, gente, gente. Risas, voces.
Un vaso en la mano. Bocadillos diabólicos. Besos de alguien, abrazos.
Gente, gente y gente.
Arroz, risas otra vez, carrerita. Otra vez el auto. Después, solos de nuevo.
Ella era una pluma en los brazos de él, al pasar el umbral. Se cerró la puerta. Ahora sí: ellos, y nadie más. Y entonces...
Hay una cosa musitó ella, los ojos bajos, cubiertos por un denso velo de pestañas doradas, el dedo haciendo dibujitos en la blanca colcha que olía a rosas , hay una cosa que tengo que confesarte.
Víctor palideció, rígido. Fue como si hubiese recibido un
golpe. Para su mente, simétrica y ordenada, existía un solo motivo para las palabras de su flamante esposa. ¡Y él se negaba a creerlo!
Me vas a odiar, a lo mejor murmuró ella.
Solo su autocontrol le permitió a Víctor dominar sus emociones.
Di... lo que tengas que decir la fingida firmeza de su voz se derrumbó enseguida, como un lamentable edificio de fósforos.
Es algo que...
Un suspiro le cortó la frase.
Dime..., ¡dime!
Víctor se había acercado a ella; sus manos, inconscientemente, estrujaron los tersos hombros de Viviana.
Bueno...
Ella calló. Todo quedó en suspenso. De habérsele ocurrido volar por allí, una mosca habría causado un rugido atronador.
Él sufría los tormentos de veinticinco infiernos al cubo.
Entonces fue cuando ella se rio a carcajadas, le rodeó el cuello con los tibios brazos y le confesó:
¡Eres un profesor maravilloso! Con una sola explicación, tuya, me convertí en experta en ecuaciones de tres incógnitas.
Pero..., perdiste los exámenes...
¡Tonto! ¡Qué me importaban los exámenes! Lo que no quería era dejar tus clases porque sonrió traviesa con la cereza que tenía por boca , ¿nunca te lo dije?, adoro las matemáticas.
Telón rosado.
CARLOS M. FEDERICI Uruguay
Wikipedia: Carlos María Federici
Ilustración: Revista “Cosmopolitan”, 1952
El mercader fenicio se dio cuenta de que se había perdido. Era evidente que no iba a llegar a Jericó. De todos modos, estaba en Canaán, de eso no tenía duda.
Para el mercader era una desgracia no alcanzar su destino, porque allí tenía previsto cerrar un buen trato con un mercader de la ciudad.
Cuando cayó la noche, al mercader fenicio le entró la angustia. Tendría que dormir al pie de su camello, a la luz de las estrellas, pero sabía que no pegaría ojo, porque en cualquier momento podría acercársele una alimaña.
Al amanecer, cuando creía que la helada acabaría con su vida, consiguió divisar dos siluetas. Se trataba de un adulto y su hijo.
Ambos se acercaron al mercader fenicio y lo saludaron cortésmente:
Eh, šalóm, soxer. Zaqúq l’azra?
Reconozco que aquí hay una parte en que me la juego. Interpreto que el hombre, cananeo, habló en hebreo. ¿En qué iba a hablar si no? Los romanos todavía no estaban inventados, de modo que no pudo decir en latín:
Aue, mercator. Adjutorium vis?
El fenicio seguro que también hablaría latín y se habría entendido a la perfección. Seguramente esta historia no habría seguido el mismo rumbo. Luego, si quieren, probamos con un final alternativo a esta historia en el caso de que ambos hombres supiesen latín.
Pero, de momento, continuemos como parece que sucedió
de verdad.
Como el fenicio hablaba fenicio y el cananeo, como ya dije, hebreo, no se entendieron. El pobre mercader solo pudo hacer entender al cananeo que quería regresar a su ciudad, a Tiro, que era Tsor en hebreo y en fenicio Sor, algo parecido.
El buen cananeo señaló hacia el noroeste. El mercader por fin sonrió, ya sabía para dónde ir. Pero quería tener un detalle con el buen cananeo. Le dio, en un saquito de tela, unos hongos que él mismo había adquirido de la fría Europa. Le habían dicho que eran excelentes contra la impotencia tomados en infusión.
El mercader explicó por señas no podía ser de otro modo que las setas se tomaban en infusión y que se podían acompañar de miel (pero el cananeo confundió el sonido de la abeja con el de una mosca y se preguntó si no sería impío).
Finalmente, el mercader fenicio se fue y no se sabe más nada de él.
En cambio, el cananeo y su hijo decidieron tomarse una aromática de aquellas setas que desmenuzaron en agua hirviendo. Les salió una tisana con un simpático aroma. Ambos la tomaron, pero no con moscas, sino tal cual.
Lo que no se esperaban ambos es que aquellas setas fuesen alucinógenas, nada de remedio contra la impotencia, eran puramente alucinógenas. El hombre y su hijo entraron en un estado eufórico que los hacía reír sin parar.
Padre e hijo reemprendieron su camino, con su rebaño de ovejas, cuando, de repente, el hombre oyó su nombre pronunciado desde arriba. El hombre se puso de rodillas y dijo: Aquí estoy para lo que mandes.
El pobre de él se creyó que su dios le hablaba. Y la voz de arriba, le dijo: ¿Me amas mucho? Mucho.
¿Tanto que sacrificarías a tu único hijo por mí?
No tengas duda respondió el hombre aún con los ojos en blanco, mientras el hijo entablaba una conversación sobre metafísica con una mantis religiosa que había por allí.
El padre agarró al hijo, lo colocó en una losa y se disponía a cortarle la cabeza de un hachazo, cuando la voz le dijo: Basta, basta, no hace falta que mates a tu hijo. Ofréceme un cordero en señal de fe.
Entonces el hombre dio una patada al hijo para expulsarlo de la losa, cogió un cordero del rebaño y le rebanó el pescuezo sin miramientos. El animalito, como se pueden imaginar, se desangró allí mismo.
El chico no tuvo traumas. Menos mal. Porque ¿qué hubiera sido de su vida se hubiese sido plenamente consciente de que su padre lo iba a decapitar de un hachazo? No habría psicólogo que tratase eso, aunque en aquella época aún no se habían inventado los psicólogos.
Como decía, padre e hijo seguían bajo el efecto alucinógeno de los hongos del fenicio, por lo que la voz que oyó el padre no era sobrenatural, sino de un náufrago del desierto tan lleno de roña que parecía mimetizado con el entorno, de modo que era invisible al ojo humano. En realidad, la conversación transcurrió así:
Paz para ti, hombre dijo el náufrago del desierto
Aquí estoy para lo que mandes respondió el cananeo.
¿Me ayudarías a comer mucho?
Mucho.
¿Tanto que sacrificarías tu res más preciada por mí?
No tengas duda.
Basta, basta, no hace falta que mates a tu hijo. Ofréceme un cordero en señal de fe.
Y así fue como aquel náufrago salvó la vida y al cabo de un tiempo llegó a la costa, donde se bañó por fin y casi causó un desastre ecológico, pero en aquella época no daban valor a esas cosas. Y cuando fue viejo, contó aquel episodio con el cananeo. Entre el público que lo escuchó había un cronista que tenía mucha imaginación y quiso contarlo como lo vivió el viejo cananeo, que su dios le había pedido el sacrificio del hijo y tal, porque aquello quedaba de película, aunque el cine todavía no se hubiese inventado.
Así las cosas, aquello escrito en los manuscritos y una alucinación pasó a ser un episodio sobrenatural y la gente se lo creyó al pie de la letra.
Sin embargo, en una de las religiones que vino después, decidieron celebrar todos los años aquel episodio y desde hace como 1500 años desuellan corderos sin que los animalitos tengan culpa de nada. Los ecologistas han advertido de la barbaridad que eso supone.
Con esto llegamos a 2022. En ese año, en un pueblo de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, porque si lo cito se llenaría de turistas, una comunidad de la religión que desuella corderos por su dios se encontró con que era la fiesta de la
matanza de los corderos y, vaya por dios, ellos no tenían ninguno. No lo habían previsto. Como en su libro sagrado dice que engañar es feo, pero si se engaña al infiel por el bien del fiel eso sí vale, tres hombres asaltaron con nocturnidad y alevosía un aprisco a las afueras del pueblo y se llevaron tres corderos. Y hasta dejaron un billete de diez euros pinchado a la pared con una chincheta. Sin embargo, su asalto no pasó inadvertido. Un vecino del pueblo los vio y dio aviso al pastor, el cual pidió su ayuda a dos jóvenes emprendedores del pueblo, de esos que trabajan en un garaje con computadoras, entre dos tractores, pero por suerte el local es grandísimo. De hecho, allí llegaron a alojar trescientas ovejas y el olorcillo aún flotaba en el ambiente, aunque eso era algo ecológico, natural.
En fin, los dos jóvenes ingenieros eran especialistas en varias cosas, nunca supe muy bien qué. Querían haber creado una especie de Silicon Valley allí en la Mancha, lo querían llamar Stain Valley, por aquello de que el español mancha se dice stain en inglés, pero en fin... La cosa es que en cuanto se enteraron de lo que se traían entre manos los miembros de la comunidad matacorderos, idearon un plan para acabar con aquella práctica brutal, porque, aunque ingenieros, tenían una conciencia ecológica envidiable, que hasta reciclaban las migas del pan.
Así, llegado el día del gran sacrificio, con todos los creyentes en una sala medio ocultos del pueblo, con los hombres delante y las mujeres detrás, como es costumbre en su fe, el matarife iba a rebanar el cuello del primero de los tres corderos, cuando una voz en medio de la sala gritó en árabe, castellano e
inglés:
Qof... Para... Stop.
Todos contuvieron la respiración. Pero la cosa no acabó ahí. En medio de la semioscuridad de la nave en que los fieles degüella-corderos iban a cumplir con su sangrienta tradición, una cabeza de cordero tomó forma en el aire y habló así, ya solo en árabe (gracias al traductor automático, pero eso no se notó, menos mal). Dijo esto:
Hijos míos, os hablo en nombre de nuestro dios. Está ya harto de estos baños de sangre. Os ordena que cejéis en esta barbarie, que estamos en el siglo XXI. Vuestro dios y mi dios os pide que os volváis todos veganos y que este sacrificio lo continuéis con una oveja construida de brócoli. Este será un sacrificio agradable a sus ojos.
Lo que aquellos infelices vieron no fue sino un holograma perfectamente hecho, muy convincente, eso sí.
En el mundo de las redes sociales, enseguida comenzó a correr la grabación de aquella aparición, porque los jóvenes de la comunidad de creyentes tenían todos móviles inteligentes. Entre los seguidores de la religión en cuestión surgió una discusión inacabable que provocó una guerra santa entre ellos. Eran pocos y parió la abuela.
Por su parte, el clérigo que dirigió aquel degüello fallido dijo que había oído la voz de su dios y que le había pedido que dirigiese a su pueblo, que él era un nuevo profeta. Hasta lanzó un decreto para todos los de su fe, aunque lo único que consiguió es que, en vez de dos ramas, hubiese tres en su fe.
En fin, no se consiguió erradicar esa costumbre bárbara,
pero al menos un tercio de los creyentes cambiaron el sacrificio de corderos de verdad por otros de brócoli, lo cual debió agradecer su colesterol, el de los creyentes, no de los corderos.
Y llegados a este punto, pongámonos a elucubrar qué habría ocurrido si el mercader fenicio del inicio y el pastor cananeo hubiesen hablado en latín. Es cierto que se habrían entendido. Esta es una reconstrucción de lo que podría haber sucedido, pero, como digo, no fue tal.
Así, el mercader fenicio querría agradecer al pastor cananeo que lo hubiese salvado y le ofrecería la bolsita de hongos.
Por tanto, sí habria dicho el pastor: Ave, mercator. Adjutorium vis?
Y ahí sí, ya la cosa habría funcionado como es debido. El mercader habría ofrecido sus setitas al pastor y su hijo.
Hi fungi magici sunt. Bonissimi ad bibendum. In infusionem bibere vos potestis. Sed fortasse cum mele apis melior siat.
Gratias tibi ago, sed melem non habemus. Merda. Infusio cum merda?
Non, non. Peccatum, ut melem non habeam, ad vobis vendendum.
Ah...
Y se tomarían la infusión.
Observen, no obstante, que el latín de esta gente era muy rudimentario, era latín lengua extranjera que diríamos hoy.
De ese modo, el pastor cananeo oiría igualmente la voz en
el aire e iría a sacrificar a su hijo como estaba previsto. Lo malo sería que el náufrago del desierto seguiría hablando en hebreo, pero el pastor le respondería en latín, porque sería incapaz de cambiar de lengua debido a su estado de alteración de conciencia, por lo que sí, le cortaría la cabeza al hijo, de un hachazo, limpiamente.
Y así, mis queridos lectores, gracias al sacrificio de aquella criatura y de que las lenguas, además de para comunicarse, sirven para no entenderse, nadie reflejaría por escrito que aquel colgado había matado a su hijo creyendo que su dios se lo pedía. Otra cosa es qué pensaría cuando se le pasase el efecto alucinógeno de las setas, pero, ciertamente, si las cosas hubiesen sido así, hoy los corderos vivirían felices... o no.
XAVIER FRÍAS CONDE (FRANTZ FERENTZ)
España
Páginas WEB: www.xavierfriasconde.org www.uned.academia.edu/xavierfrias
Mírala. Tan pequeña ella. Iba caminando de la mano de un hombre mayor. Tendría seis, siete, ocho años. Iban de la mano... la pequeña con su vestido de flores... el señor con pantalón y camisa arremangada. La niña se suelta de la mano. Sale correteando por los senderos, custodiados por los naranjos. Los recorre y va apareciendo por diferentes lugares de la plantación de árboles repletos de naranjas. Hace calor, un cielo luminoso y aroma a azahar que todo lo inunda.
Hay silencio. Solo quebrado por las risas de la niña, que le pide a su abuelo… que ¡¡a ver si me pillas! Se la ve muy feliz. Y al hombre también, sus ojos brillantes lo dicen todo. La niña que corre de aquí para allá sin parar, con su sonrisa despeinada, con su desparpajo. Él los veía desde atrás, un poco alejado y sigiloso. Observaba esa comunión silenciosa de abuelo y nieta. Disfrutaba haber llegado hasta allí, y se paraba para mirarlos de lejos, sin que se notara su presencia. Él también podía oler los aromas de azahar. Él también conocía a la niña del futuro, ya mujer. Él viajó allí para verla pequeña. En un parpadear, la niña se hizo mujer mientras continuaba caminando por los senderos bordeados por naranjos. Más reposada, sin peinar.
Ella caminaba, pero no iba sola. Llevaba a su abuelo dentro... y se oían las voces tiernas de unas niñas que gritaban... ¡¡mami!! a ver si nos pillas!! Ella sonreía plena, feliz...luminosa. Él continuaba lejos, observando, caminaba a la distancia precisa para pasar desapercibido y a la vez no perderse
ni un detalle. Disfrutaba con la felicidad de ella. La mujer de mirada verde sabía que él estaba allí. Los dos siempre lo supieron. Los dos habían sentido ese paseo entre los naranjos, un día de domingo cualquiera, en cualquier tiempo.
La niña le había contado a la mujer en que hoy se ha transformado, que llegaría el día en el cual la madeja del hilo rojo comenzaría a deshacerse, y vería donde está el inicio y el final del hilo. La mujer se sentó al borde de la piscina. Estiró sus brazos y descubrió en su mano izquierda la punta del hilo.
Él la vio sentarse, y sintió, cuando ella estiró los brazos, un tirón en su pecho, a la altura donde el cuerpo guarda el corazón. La otra punta del hilo rojo se había tensado. Ellos ya lo sabían... solo faltaba desarmar la madeja y tensar el hilo para terminar de reencontrarse... juntos, en la plantación de los naranjos.
ERNESTO MÓNACO Argentina
Instagram: www.instagram.com/b_sidereflexions
Elsa vivía en la calle Juan XXIII, cercana a la plaza de la Constitución. A menudo iba al centro cultural Dos caminos, donde las tardes de otoño entre tertulia y tertulia eran confortables. Durante las largas charlas no faltaba ni el café, ni la calefacción. Sus padres habían fallecido. Sin embargo, era un tema tabú del que nadie parecía saber los motivos, o fingían no saberlo. Ellos siempre habían sido cariñosos, así los recordaba a pesar de que cuando murieron apenas tenía ocho años.
Su tío Juan la visitaba cada semana. (tenía la fea costumbre de colarse por la puerta de la cocina, como un sabueso olisqueando, y sin avisar) eso la molestaba mucho. Él era un hombre rudo, hastiado de la gente. Estaba en la tercera edad. Refunfuñón hasta la médula, fue un falangista que sirvió y tocó en la banda de la falange. Un franquista acérrimo que sentía añoranza de sus días de júbilo cuando él creyó que realmente era un buen afín para el partido. Pero como a muchos otros, solo se les utilizó para deshacerse de la gente que ellos pensaban que tenían ideas distintas, o eran opuestas al régimen. En las calles, sobre todo de quienes vivieron aquellos años de dictadura, aún quedaban rescoldos en sus corazones.
La gente murmuraba cuando lo veían pasar y comentaba que había hecho denuncias falsas contra republicanos, provocando su posterior detención y paseíllo por la Playa de la Almadraba. Durante el amanecer los cuerpos inertes eran retirados por sus familiares. No obstante, ella se negaba a creerlo.
Elsa odiaba a su tío, le repugnaba, pero al ser su único
pariente debía soportarlo porque era su tutor legal. Una vez estuvo muy enamorada de un joven apuesto de buena familia, Raimundo. Aunque su tío jamás reconoció que el hecho de que él se marchara lejos a otra provincia fue culpa suya, ella sabía que sí, que el hecho de que sus padres fueran comerciantes no le había gustado a su tío.
Dio un suspiro pensando en cómo podría deshacerse de Juan sin tener que oír sus quejas, y cuánto se había sacrificado por ella. Cavilando sus propios pensamientos llegó a las puertas del Ateneo.
Se encontró con Lola, la mejor amiga de su madre.
Elsa, ¡Qué alegría! ¿Cómo estás? ¿Aún sigue viviendo tu tío contigo?
Estoy bien, pero harta de él.
Tu tío, ese malandrín retorcido que solo ha causado muerte y dolor. ¡Maldito sea!
Lola, ¿qué quieres decir?
Pero bueno, ¡estás segura de que nadie te contó nada! Te voy a explicar esto porque ya soy vieja para callar, y ha pasado mucho tiempo. No debes alterarte. Alguien corrió el rumor, (por entonces a pesar de no creerlo no supimos quién fue) de que tus padres ayudaban a algunos republicanos a esconderse. Que otras veces por seguridad, a otros los escondían durante días en algún lugar y luego los pasaban a Francia. Las malas lenguas decían que ellos suponían erróneamente que por ser familia de tu tío que era de la falange nadie iba a sospechar de ellos.
Pensé por aquel entonces que solo eran rumores que circulaban de boca en boca, y que yo siempre negaba; ¡Qué
equivocada estuve!, pero Antonia era mala, rencorosa, y además vengativa, esa mujer despreciaba a tu madre solo porque estaba enamorada de tu padre. Fue ella quien se encargó de hacerlo llegar al sitio adecuado; al no querer saber tu padre nada de ella, esta le tenía inquina a tu madre y juró vengarse levantando aquella mentira y calumnia por la vergüenza que su propio esposo le hizo al humillarla: Antonia se casó con un mal tipo, franquista del grupo la falange, por despecho, pero no lo amaba. El hombre resultó ser un estafador que no sentía ningún pudor en serle infiel. Antonia pagó su infidelidad calumniando a tu madre, habló con tu tío y se inventó una historia. Aunque hay lenguas viperinas que dicen que fue una confabulación de ambos. La cuestión es qué tu tío habló enseguida con sus camaradas que les prepararon una trampa.
Una tarde mientras se dirigían al mercado de Jadú, los siguieron; dicen que fue un camión que se les cruzó en la carretera el día que te dejaron con tu tío mientras ellos iban a inscribirte en la iglesia, sin embargo, ¿por qué no dejaron que nadie viera los cadáveres? Lucía una amiga que trabajaba de ayudante para el forense me comentó que les habían pegado un tiro en la cabeza.
¡Dios mío! ¿Mi tío les denunció?
Tus padres eran inocentes; republicanos de ideas, pero jamás colaboraron con la República.
Y tú ¿Por qué me dices todo esto ahora? ¿Por qué nunca me lo contaste? Tenía derecho a saberlo.
Porque era yo quien colaboraba con la República. Tuve
miedo y decidí callar. Ni siquiera tus padres sabían que yo cuando desaparecía el fin de semana con la excusa de ir a ver a mis tíos porque así podía ver a mi primo del que supuestamente estaba enamorado, cuando en realidad era para ayudar a pasar republicanos a Francia. Si quieres saber más, el padre Esteban te informará.
¿El padre Esteban?
Sí, todavía da misa en la iglesia que está en la plaza de África. Todas las tardes de cuatro a seis. Él sabe que pasó y como sucedió; aquella mañana fue testigo de todo.
Miró al cielo, el pecho le ardía; se llevó las manos a la cabeza desconcertada, pensó que estaba viviendo una pesadilla de la que quería despertar. No obstante, algo le había quedado muy claro, tenía que saber que había sucedido y si su tío era culpable. Tenía pocos recuerdos de sus padres y ahora todo parecía difuminarse en el pasado.
Se acercó a la parroquia, el padre Esteban conversaba sobre catequesis con varios muchachos. La conversación debía ser muy amena, porque los jóvenes escuchaban al párroco con atención. Esperó paciente a que Don Esteban terminará su clase de catequesis.
Se acercó a él y fue directa al grano:
Padre, Lola me envía para que usted me cuente la verdad sobre la muerte de mis padres. ¿Es cierto que mi tío Juan tuvo algo que ver?
Hija, el pasado hay que dejarlo en su lugar.
¡Padre! Es su deber. Tengo que saber si ese malnacido se confabuló con Antonia para acusar a mis padres.
Hija, aquella mañana yo estaba junto al puente del castillo cerca de la entrada. Vi como unos hombres se ocultaban tras un recoveco de una de las torres, me extrañó y me oculté en el foso observando. Eran tiempos en los que nadie estaba seguro, las denuncias falsas se sucedían a diario. Incluso recuerdo que un grupo de hombres que supuse se dirigían al puerto pasaron tan cerca de donde me ocultaba que creí que sería descubierto. Después de unos quince minutos, oí las voces de tus padres; hablaban del vestido de comunión que Lola iba a regalarte y de lo contenta que te pondrías al verlo. No creo que llegaran a darse cuenta del peligro que corrían, pues ni yo mismo me sentía a salvo y justo en el momento en que iba a arriesgarme a salir de mi escondite oí disparos; me asomé como pude aterrado por el miedo a ser descubierto, ¡juro por dios que jamás olvidaré la cara de aquellos asesinos!, uno era Manuel, el marido de Antonia, otro era Pascal, un mal bicho y el otro… ¿Quién? ¿Quién era padre? Hable de una vez.
Tu tío, había dicho en un tono de voz tan quebrado como su alma nunca me perdoné no lograr avisarles, probablemente también me habrían matado. Se llevaron los cuerpos en una furgoneta. Poco después me enteré de la mentira que dijeron sobre su accidente, pero era algo que no podía contar si quería vivir. Lola, al igual que yo era republicana y ayudaba a gente a huir a Francia. Incluso sus amigos, planearon vengarse de ellos, pero eran muy astutos y nunca se quedaban solos, siempre andaban con gente que les cubría las espaldas. La vida es voraz hija, y devoró a mucha gente inocente en aquella época. Nadie se atrevía a hablar. Fueron años de un angustioso silencio
por miedo a ser denunciado.
No pude evitar llorar como una magdalena. Mi tío un asesino de su propio hermano. Cómo podían las personas actuar así solo por su ideología.
Gracias padre por su sinceridad, dije limpiándome las lágrimas al menos sé qué sucedió. Buenas tardes.
Adiós hija. Que dios te bendiga. Debes perdonar para que tu alma esté en paz.
Mi alma los ha perdonado padre, mi corazón no. Don Esteban no dijo nada. Solamente la observó compungido mientras se alejaba.
Regresó a casa. Pero antes pasó por el almacén de Paco, un hombre algo tosco, pero bonachón que se ganaba la vida vendiendo toda clase de materiales. Si necesitabas algo difícil de encontrar, a buen seguro que en el almacén de Paco lo encontrabas.
Compró varias cajas medianas de cartón, cinta para embalar y varias bolsas. Metió en ellas todo lo que creía según sus recuerdos que su tío había comprado para la decoración de su casa, incluso arrancó las cortinas del salón. Cuando las cajas estaban llenas las puso en la puerta de la casa. Sabía que su tío no tardaría en pasar por allí porque era miércoles y las dos últimas semanas la había visitado ese día. Lleno las bolsas con los víveres que le había traído días atrás. Y se sentó paciente a esperarle.
Mientras esperaba rezaba un rosario a la memoria de sus padres.
¿Qué haces Elsa, rezas? preguntó su tío que cómo de
costumbre se había colado a través de la cocina, ¿Qué son esas cajas y bolsas que hay en la entrada?
Elsa lo miró unos instantes antes de responder con una mirada tan fría que su tío se alarmó.
¿Pero qué sucede Elsa? Quieres explicármelo de una vez, me tienes en ascuas.
En ascuas he estado yo durante veinticinco años maldito asesino, el rostro de Juan cambió por completo, se puso tan pálido como la nieve ¿Cómo fuiste capaz de matar a tu propio hermano y cuñada? ¿Cómo se puede ser tan malvado, tan cruel? Tenía ocho añitos y me dejaste sin padres.
Pero yo no pude ne… Cállate, no quiero oírte. Vete de mi casa. En las cajas hay todo lo que has comprado seguro que con el dinero que te dieron, cógelo y no vuelvas jamás, ojalá tengas una muerte horrible, solo como un perro. No mereces otra cosa.
Intentó decir algo, pero Elsa no se lo permitió. Su odio y resentimiento fueron más fuertes. Después fue a la floristería, compró claveles blancos, rosas rojas y fue al cementerio. Puso las flores blancas en la tumba de sus padres, las rojas en la tumba de sus abuelos; ahora podría vivir tranquila, su corazón por fin conocía la verdad. No obstante, no le guardaba rencor a su tío por lo que había hecho, ni a quienes lo hicieron con él, el pasado no podía cebarse en el presente, era suficiente con que los inocentes descansaran en paz. Aquellos que obraron mal ya tenían su propio remordimiento, si es que eran capaces de sentirlo, sino simplemente la vida pondría a cada uno en su lugar. Aún le quedaba un asunto pendiente por solucionar:
buscar a Raimundo, estaba segura de que al igual que ella, él aún la amaba, porque le había dejado una nota bajo la puerta que decía: “siempre te esperaré” .
Lo primero que hizo fue preguntar a sus padres. Estos se alegraron al verla, pues la tenían en muy buena estima. Les contó lo sucedido y que estaba segura de que su tío fue el culpable de que Raimundo se marchara de la ciudad. Ellos le dijeron que habían prometido a su hijo que nunca le dirían nada. Pero le dijeron que ya era hora de que fuese felices. Raimundo vive en la barriada de el Mixto, Elsa. Hace unos meses que regresó y se instaló allí para no tener problemas con tu tío. Calle del mercado viejo, número seis. Se marchó enseguida. Subió a un taxi. En menos de veinte minutos estaba ante la puerta de su casa. Rogó a dios que estuviera dentro. Tocó el timbre dos veces. Oyó pasos. Parecían tacones. Se preocupó. ¿Y si ya es demasiado tarde?, se preguntó. Una joven abrió la puerta. Elsa se quedó de piedra al verla. Era muy guapa. Había llegado tarde. De un zarpazo su mundo se derrumbó.
¿Desea algo señora?
Elsa fue incapaz de responder. Agachó la cabeza y empezó a caminar hacia la parada de los taxis. De pronto oyó una voz.
Elsa, Elsa. ¡Tú por aquí! Dios mío sigues tan guapa como siempre.
Yo… yo, lo siento… alcanzó a decir. En ese momento la joven que había abierto la puerta, se acercó al oír las voces de Raimundo.
Tío, tocó el timbre de la puerta y se marchó sin decir
palabra, ¿usted la conoce?
Tío, has dicho tío… preguntó casi avergonzada estuve hablando con tus padres y ellos me dijeron dónde estabas, creí que…
No terminó de hablar. Se sentía confusa y avergonzada. Elsa, si has venido hasta aquí es porque tu tío no gobierna tu vida. Hace años que te dije que siempre te esperaría. Y sabes que te amo más que a nada en el mundo. Mi sobrina me ayuda una vez a la semana con las tareas del hogar. Yo… no sé qué decir.
Dime que aceptas casarte conmigo, por favor. Al decir aquellas palabras cogió las manos de Elsa. Su sobrina, los miró y sonrió. Elsa miró a Raimundo a los ojos y dijo: Gracias por esperarme. Tenemos mucho tiempo por recuperar.
La besó y ella se lo devolvió fundiéndose en un profundo abrazo. Nunca más se separaron. Olvidaron el pasado. Nunca más mencionaron, ni a su tío, ni lo que había sucedido. Tuvieron dos niños preciosos y fueron muy felices.
NURIA DE ESPINOSA España
Fue durante aquel verano en La Paz, Baja California (México), cuando fueron citados a la Comandancia de Policía para el día siguiente los cilindreros don Isabel de la Rosa y otro compañero. ¿La causa? En un fandango ambos estaban tocando al mismo tiempo y eso estaba prohibido por la Ley. Cuando los policías les notificaron esa falta, muy quitado de la pena uno de ellos respondió: “Es capricho tocar juntos”, y siguieron girando los manubrios de sus organillos, mientras los contrariados agentes daban media vuelta para seguir haciendo su ronda.
Por estas mismas fechas Isabel de la Rosa se quiso pasar de listo, y nuevamente fue citado para el siguiente día por los guardianes del orden, pues lo sorprendieron en un callejón oscuro divirtiendo a unos paisanos, mientras muy inspirado arrancaba nostálgicas notas a su organillo después de las diez p.m., hora límite fijada para que los músicos guardaran sus instrumentos.
Y la mala suerte siguió sumándose al organillero, porque poco después en una esquina del jardín Velasco, frente a la todavía sin torres parroquia de Nuestra Señora de la Paz, esperaba que un cliente le pidiera algunas piezas. Una señora de no mal ver salió del templo y pasó por su lado, y ni tardo ni perezoso le dirigió unas cuantas palabras. Ella no le contestó, aunque dijo para sus adentros “¡Chula pistola cachas de lomboy!”, y con fijo mirar siguió caminando sobre la calle Ayuntamiento.1
Al no recibir respuesta el galán en ciernes descansó su agudo mentón y anchas manos sobre la parte superior del instrumento, para así, cómodamente seguir admirando aquel fascinante y blanco serpenteo, hasta verlo desaparecer a la vuelta de una esquina de la calle Segunda.2
Este hombre acababa de llegar de dar unas tocadas en la cantina del Sr. Victoriano Vivero, por la calle Lerdo de Tejada, y después en la de don Andrés Verdugo, sobre la calle Tercera 3 sur y Degollado. Se retiró su inseparable sombrerito de fieltro, y se sentó a descansar un rato en una de aquellas bancas, artesanalmente elaboradas con angostas tiras de madera, recostando sobre las piernas el voluminoso aparato que pesaba más de cuarenta kilogramos.
Y ante el grato silencio bajo los árboles de tamarindo, él estaba pensando en visitar la cantina del señor Justiniano Hidalgo, allá en Independencia y calle Octava, 4 cuando sus planes fueron drásticamente interrumpidos por la iracunda, aunque bella mujer acompañada de un par de policías, quienes de inmediato y sin mediar palabra lo remitieron a la cárcel. Y ahí va don Isabel calle abajo, flanqueado por los guardianes, cargando el organillo a la espalda, tal como se estilaba transportar el instrumento, solo que ahora por la pena se sentía como cargando una cruz, conducido por una especie de soldados romanos, que a cada rato le reiteraban el bien timbrado y consabido ¡Apúrele cabrón!
Afortunadamente el Calvario de nuestro personaje no fue muy largo, solamente caminó un corto trecho pues la Cárcel Municipal se encontraba a dos cuadras, sobre la calle Primera.5
Ahí el alcaide le informó que lo habían arrestado por decirle palabras obscenas a esa fémina.
A lo mejor esa joven con albo sombrero de ala ancha había “exagerado la nota”, y el bonachón de don Isabel solamente le había lanzado un delicado piropo, pero muy mal interpretado por tan delicada dama, situación por la cual tuvo que pagar $1.00 de multa, y después de escuchar una tediosa amonestación salió a seguir buscando el diario sustento.
En otra ocasión iría hasta la cantina de don Justiniano Hidalgo y cambió de ruta. Al dejar tras de sí las altas puertas de la prisión caminó media cuadra y llegó a la esquina.
Ese famoso cruce formado por las calles Primera e Independencia representaba para los parroquianos una verdadera encrucijada, por la diversidad de opciones que había donde beber cerveza, copas de mezcal, de whisky Canadian Club y hasta champagne Domcour; saborear unos taquitos dorados de agujón, 6 o mejor todavía, tronchos de hígado de caguama aderezados con limón y sal, y jugar también una partidita de dominó, pues ahí confluían tres cantinas cuyos respectivos propietarios eran los Sres. Julio Gallo, Francisco Díaz y Rafael Osuna.7
Esa tarde el organillero de la Rosa recorrió estos lugares donde logró hacerse de una regular dotación de moneditas de cobre, que bien le alcanzarían para comprar un morral de birotes, conchitas, huaraches y chamucos en la panadería La Diosa Ceres, 8 esquina de calles Segunda e Independencia, además don Apolonio acostumbraba a obsequiar a sus clientes habituales con un buen pilón.
Cierta mañana, a esa prestigiada panadería entró un perro de respetuoso tamaño, caminar parsimonioso y mirar sombrío; el dependiente Bernardo Quiñones al grito de ¡Úchale chucho! Y dar un leñazo sobre el mostrador, en su veloz y desesperada carrera buscando la salida, chocó y quebró “un cuadro de la puerta vidriera” que tenía frente a la calle Independencia.
La policía ipso facto se lanzó en su búsqueda, y después de seguir infinidad de pistas, montar hipótesis y de comprobar soplos, a las 4 de la tarde efectuó un técnico lazado con un nudo corredizo, cambiándolo después por uno de cochi, y así trasladaron a prisión a ese can antojado de pan.
Muchos parroquianos rehusaban cooperar con el buenazo don Isabel porque, los rodillos de los organillos de estos tiempos solo traían grabados melodías europeas, tales como el vals El Danubio Azul y la polca Champagne, compuestos por Johann Strauss II.
Cabe decir que el vals es originario del Tirol (Austria) y del sur de Alemania, mientras que la polca nació en Bohemia. los investigadores de la música coinciden en que los primeros organillos o cilindros, llegaron de Alemania a México a finales del siglo XIX, como un regalo del gobierno germano al presidente Porfirio Díaz.
Desde luego que en nuestra “Ciudad de los Molinos” había grupitos musicales que alegraban a los bebedores, especialmente el de Juan Nava, acompañado por José Ma. Rodríguez, José Manríquez y Luis Pérez.
Esa noche y las anteriores hubo varios acarreados a la
cárcel por los siguientes motivos: “Andar muy incorrecto”, “algo tomado de licor”, “Ebrio descompasado”, “Trastornado de la cabeza”, “Ebrio y con imprudencias”, expresar “Palabras fuertes en clase de altercado”, y jugando “Tirándose de manazos”.
También fue a continuar su siesta en la reja un “ebrio dormido en un sofá del jardín Velasco” en calle Segunda, frente a Palacio de Gobierno.
Muy cerca de Palacio, sobre la calle Ayuntamiento se encontraba la cervecería El Coromuel. A las 6:30 p. m. llegó a ese lugar un caballerango a quien multaron, no por ser menor de edad, pues ya llevaba sus abriles a cuestas, sino porque entró a la cantina montado en su caballo, tal como lo hacía en las películas el cantante y actor Miguel Aceves Mejía.
También las mujeres mañosas tenían cabida en prisión: Doña Juanita fue detenida a las 4:20 p. m. “por haber estado ébria y expresándose con palabras obscenas” sobre la calle Primera norte. De igual manera, una señora llamada Cándida, que le hacía honor a su nombre, fue detenida a las 7:00 p. m. por el policía Felipe González. Es muy probable que debido al agobiante calor que esta dama sentía, es por eso que andaba “alzándose los vestidos de una manera inconveniente”, en la calle Segunda, frente a la casa de la señora Concepción Vallejo. Esta corporación policíaca era famosa por actuar siempre de manera democrática; los animales no alegaban ni bebían mezcal, pero les gustaban las cenas gourmet gratis, y a las 9:45 de una de esas noches, dos vacas tipo Clarabella con todo y sus becerros, que andaban paladeando las frescas flores del jardín Velasco, fueron encerradas en las caballerizas de la Gendarmería
del Distrito.
Bien, eran las nueve de la noche, y ya no le alcanzaría el tiempo al organillero para trasladarse a la cantina de don Jesús Toledo, en la esquina de calles Hidalgo y Cuarta.9
Para terminar su jornada, esa noche de luna llena del domingo 2 de septiembre de 1906, se dirigió a la cantina El Paso de Venus, sobre la calle Segunda norte. El lugar estaba poco concurrido, solamente tres o cuatro parroquianos sentados ante la barra, y en la mesa del fondo un anciano solitario platicando con la pared. Encima de la contrabarra acababan de colocar un cuadro con una ilustración donde se apreciaba el Sol y el planeta Venus en su recorrido. Don Isabel preguntó al cantinero propietario sobre la imagen, y el viejón don Pancho muy orondo le contestó que, su nueva y joven esposa había nacido en el año 1882, fecha en que por última vez se había dado el paso de Venus entre el Sol y la Tierra, y que por ese motivo le puso tal nombre a su establecimiento.
Al no tener a quien tocarle, don Isabel de la Rosa dejó recargado en un rincón el organillo. Su amigo Pancho le obsequió una copa de mezcal brandy, reserva familiar, elaborado por don Nabor Mendoza, dueño del rancho El Oro.10
El regordete cantinero sacó un descolorido folleto del cajón de la barra, y aclarando su garganta se dispuso a darle lectura.
¡Pon atención Isabel, cambias más de lugar que una chacuaca enamorada! Allí va:
“El 3 de junio de 1769, en San José del Cabo, México, el
científico francés… no sé cómo se prenuncia este pinchi nombrecito tan revoltoso (Jean-Baptiste Chappe d’Auteroche), realizó unas importantes observaciones en su telescopio sobre el paso de Venus. Él era un sacerdote, y falleció en ese mismo lugar a los dos meses de haber realizado tal hazaña científica…el próximo paso de Venus será el 8 de junio del año 2004…”
¿Y cómo la ves con estas cosas de la cencia, Isabel?
¡Pos pa’ mí que ese padrecito aparte de muy aguzado era medio cabrón! dijo el organillero y empinó su copita hasta el fondo.
¡No, no, medio era poco; era cabroncito y medio el francesito!
¿Entonces le cairía una maldición y se lo cargó por andar ispiando en el más allá?
Nada de eso, decía mi tío Antolín, el profe, que se murió del mal de tripas el pobre. Y hablando de lo mesmo; el próximo 8 de junio del año 2004, en honor de mi mujer cocinaré un borrego en barbacoa. ¡Quedas cordialmente invitado!
¡Muchas gracias Panchito, pero ese día no podré salir pa’ la calle!
SERGIO ÁVILA R. México
DATOS HISTÓRICOS
Archivo histórico “Pablo L. Martínez”. La Paz, B.C.S. NOTAS
1 Actualmente calle 5 de mayo.
2 Actualmente calle Francisco I. Madero.
3 Actualmente calle Revolución de 1910.
4 Actualmente calle Valentín Gómez Farías.
5 Actualmente calle Belisario Domínguez.
6 Al Marlin se le llamaba Agujón, hoy se le dice Picudo
7 Aún existe el edificio donde estaba la cantina La Luz del Día, propiedad del Sr. Rafael Osuna, que al transcurrir del tiempo se convirtió en la deliciosa nevería La Flor de La Paz
8 Don Apolonio Casillas era propietario de la panadería La Diosa Ceres; padre de una jovencita de 17 años, que a mucha honra llegaría a ser la insigne Mtra. Concepción Casillas Seguame.
9 Actualmente calle Aquiles Serdán.
10 En la Exposición Universal de Chicago en 1893, don Nabor Mendoza recibió Diploma de Honor por su producto Mezcal Brandy