EL NARRATORIO
ÍNDICE
ETÉREA FRIDA SÁNCHEZ 7
LA CORBATA AZUL GILBERTO MIRAMONTES 12
LA TAZA GABRIELA LEMA CAJAL 16 MUDANZAS MARINA GÓMEZ ALAIS 20
UN SUEÑO EN NÁPOLES OSCAR PEÑAFIEL 23 VARELITA MARCELO MEDONE 31 ERROR DE PRINCIPIANTE LEOPOLDO TILLERÍA AQUEVEQUE 39
EL LLAMADO DEL SOL JONATHAN OCMIN GÁSLAC 45
EL ARQUERO QUE NO ATAJABA PENALES GUSTAVO VIGNERA 52
LOS CULTIVOS OSWALDO CASTRO ALFARO 59
PARICIÓN EN TIEMPOS DE SEQUÍA CLARA GONOROWSKY 63
FLOR ETERNA SAMANTHA NIÑO PARDO 66
UN CAMINO HACIA EL PAíS DEL SOL CARLOS M. FEDERICI 73
BALBI, LA MONJA INSACIABLE IÑAKI FERRERAS 80
OTRA LUCIANA ELSA BONZO SUÁREZ 85 CITAS VERÓNICA GONZÁLEZ CANTÚ 87
EL PODER DE LA ORACIÓN REYNALDO BERNAL CÁRDENAS 92
El MITO DE NAIKALA AZUCENA G. ROBLERO 96
UN BUDA ROJO FRANCISCO SALVI 100 PARA CAMBIAR A CUALQUIER PERSONA JOSÉ A. GARCÍA 104
A UN MUNDO DESCONOCIDO CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR 108
DE SIETE Y MEDIO JUAN ROGELIO 114 LIZBETH J.R SPINOZA 117 DÍAS DE CARNAVAL FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO 121 HIJO DE LA NIEBLA LAIA LEÓN SERRÁN 127
EL REGALO DE RUBÉN PATRICIA LINN 133 TIEMPO ERNESTO MÓNACO 138
MAR ABIERTA, TORMENTA NEGRA NURIA DE ESPINOSA 141
EN EL RÍO MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI 150
-¿M
e escuchas? ¿Puedes oírme? Etérea se sienta al borde de la cama y gime. Cada mañana hace lo mismo, porque no sabe hacer otra cosa. El frío de la habitación le enchina la piel húmeda. En el silencio de ese espacio árido, de paredes blancas y luces densas, comienza a escucharse una voz holgada; ella agacha la cabeza, pues siente que ese ente la observa desde todos los ángulos.
¿Me escuchas? ¿Puedes oírme? Vuelve a escuchar a la voz. Los gestos de su cara comienzan a deformarse hasta convertirse en una sonrisa irónica y grandota ¡Qué manías dices! grita en medio de la nada y acomoda sus enormes nalgas en la cama.
La mujer, cuyo cabello es gris y ha perdido fuerza por el paso de los años, siente cómo algo crece dentro de su cabeza, como un fuego furioso que se enciende dentro suyo hasta envolverla. Detrás de las paredes del cuarto 567, escucha un golpeteo seco y firme que le agobia la mente. Ella, agotada, cierra los ojos y se sueña a sí misma.
Se mira con el cabello rizado y húmedo. Joven, con la piel sin manchas ni arrugas. Está semidesnuda en un baño de paredes blancas, con la toalla cubriendo la mitad de su cuerpo. Se mira al espejo, la piel blanda y fresca, un cuerpo nuevo, como un bolillo recién hecho, previo a entrar al horno para salir tibio y crujiente.
La mujer le canta a su reflejo y baila un soliloquio que apenas alcanzan a percibir sus oídos. Con los ojos cansados, se mira las rodillas, medio rojas por los golpes y las caídas; se mira las pantorrillas chuecas, los dedos de los pies, deformes; ese aspecto que ha tomado su cuerpo, medio desaliñado, torpe, le recuerda a su madre y le provoca enojo.
Sube la mirada un poco y entonces mira sus muslos, repletos de cicatrices viejas, blanquecinas, en las que el vello no volvió a crecer porque aunque el tiempo logró cerrarlas, jamás pudo borrarlas.
Etérea, por dentro sufre. Se sienta en el borde del WC y gime. Cada día hace lo mismo, porque no sabe hacer otra cosa más que mirar su reflejo en el espejo y tumbarse a sentir las lágrimas del pasado.
En medio de sus sollozos, aprieta los ojos hasta quedarse dormida y se sueña con el cabello despeinado y las piernas descubiertas.
Ella, mucho más niña, danza en su habitación, sola y desesperada, en un intento por evitar que la voz ataque de nuevo.
La muchacha baja a la cocina y lo destroza todo, en un arranque de esa furia que emerge de sí misma y que la condena. Levanta un trozo de vidrio roto de lo que alguna vez fue una taza y lo aprieta entre sus dedos hasta sentir cómo le brota la sangre.
Sube las escaleras con prisa, sin hacer pausas y entra a su habitación de nuevo para mirarse al espejo. Ante ella, está un cuerpo joven, limpio de cicatrices. Tan puro que le provoca repugnancia.
¿Me escuchas? ¿Puedes oírme?
La voz la turba desde la espalda, entonces oprime el vidrio sobre sus muslos y raspa. Con fuerza, corta la carne hasta dejarla al rojo vivo. Aquel dolor autoinfligido la impacta, pero es como destapar una coladera sucia de la que salen más y más ganas de arremeter contra su piel, hasta dejarla bofa.
El dolor es tan fuerte que se queda muda de llanto. Suelta el trozo de vidrio y se deja caer sobre el piso. Ahí, sentada en el borde de los mosaicos, se mira al espejo y se recuerda de niña, una pequeña con el cabello dorado y pecas en los brazos.
Observa su cuerpo diminuto, en medio de un mundo lleno de cuerpos gigantes que con pisadas centelleantes le piden que guarde silencio, que no hable, que no exija; que no llore.
Recuerda todos esos gritos que le machacaron el alma, los golpes a su infantil mente y el miedo a lo desconocido. Incapaz de poder enfrentar aquel dolor, dejó que el vacío se instalara en su pecho, pero era tan grande ese sufrimiento que le pesaba la vida entera.
Podía sentir cómo ese hueco le ocupaba tanto espacio en el pecho que la dejó encorvada, con las piernas chuecas y endebles, tanto, que ante sus propios ojos lucía deforme e incompleta.
Así fue que la niña, un día de aquellos, cuando su imaginación era enorme y no percibía aún el peligro, se miró al espejo turbada y decidió que detrás de ella, caminaría siempre un ser que sería más fuerte, más mortífera y más decidida que ella.
Aquel ser suyo, hecho de sí misma, diría todas las palabras que ella no se atrevía a pronunciar, tendría toda esa valentía que a ella le faltaba y luciría, por supuesto, más estilizada que ella, tendría las piernas largas y esbeltas, sin esa curvatura en la espalda que a ella le hacía cargar el peso de su propia existencia como si llevara a todos los fantasmas de la tierra sobre sí. Miraría al mundo con ganas; sería fuerte y viviría por ella, todo eso a lo que Etérea no se atrevía nunca.
Creció entonces su tulpa de la misma manera en la que creció ella, conforme maduraba su mente. Siempre que la necesitaba, estaba detrás de ella, como una sombra gemela. Etérea, sentada en el borde de la cama, se mantiene muda en la habitación silente; escucha en el vacío a aquel ser repetirle: ¿Me escuchas? ¿Puedes oírme?
Ella abre los ojos y asiente. Mueve la boca tantas veces hasta convertirla en una sonrisa descompuesta y macabra. Afuera de su cuarto, escucha los gritos de los demás pacientes.
Desde el borde de la cama suelta sus brazos contra las paredes blancas, hasta hacer un hueco enorme, casi tan grande como el que se le formó en el pecho de niña. Siente los brazos cansados, pero no se permite dejar de golpear.
Entonces, suelta un trancazo tan fuerte que retumba hasta el techo; una vena le explota en la cara y gime. Así, envuelta en sus sollozos, la mujer se queda dormida y sueña, eternamente, que su cuerpo, que yace en un charco de sangre, por fin descansa.
Su tulpa, que ahora ha tomado una forma más humana, mira
dormir a Etérea desde el lado opuesto de la habitación, y engullendo los últimos pedazos de la cordura de su creadora, sonríe. FRIDA SÁNCHEZ México Twitter: @frida_san24 Instagram: @elsasanchez684
Mario Chino Sarmiento nació en una barriada de Manantay, al oriente de Perú. Su hogar era de paredes frescas a causa de sus tabiques desnudos, y de piso firme de adoquín. O lo que pretendía serlo, porque eran en realidad piezas de ladrillo sólido, acomodadas en algún tiempo con mucho esfuerzo y cuidado por su padre. El techado era bastante más modesto, ya que no alcanzaba para una losa de concreto. Lo cubrían láminas de esas que les llaman galvanizadas, acomodadas a dos aguas y que armaban todo un concierto dentro de la casa cada que se venía un aguacero.
Mario fue el segundo hijo, después de Jesús, quien le llevaba tres años. A pesar de la diferencia de edades, o quizá justo por ella, fueron siempre muy unidos. El hermano mayor era al mismo tiempo el modelo a seguir y el protector. Pobre de aquel mocoso que se atreviera a meterse con el pequeño, porque se armaba el chongo y le llovían golpes.
El oficio de su padre Juan era albañil. Esto lo aprovechaba para mantener su casa un poco mejor de lo que alguien que no lo fuera habría podido, con tan pocos recursos. La casita de Mario de hecho resaltaba de las demás de su calle. Por los vistosos colores de sus paredes exteriores, y por el tono marrón del impermeabilizante que su padre retocaba cada dos o tres años. María, su madre, mantenía el interior siempre limpio y ventilado. Además, sus dulces de membrillo envueltos en hojas de bijao y sus bastones fritos de yuca eran conocidísimos en todo el barrio.
Cuando Mario cumplió cinco años y Jesús ocho, su padre les regalo una corbata a cada uno. Las corbatas representaban para Juan un sueño y una promesa a la vez: él se imaginaba a sus hijos adultos, vestidos elegantemente. Quería que fueran algo distinto, algo más. Se los imaginaba Ingenieros, Abogados, Médicos. La corbata de Jesús era de color verde intenso, como esmeralda, y la de Mario, azul.
Pero nada dura para siempre y entonces llegó la tragedia. Cuando Mario tenía seis añitos, su padre no regresó más. Fue arrollado por un camión urbano, en el primer tramo del trayecto que recorría siempre en bicicleta, regresando del trabajo. Al quedar viuda, su madre empezó a trabajar de afanadora en los negocios cercanos. Luego también preparaba comida para vender. Aun así, no pudo conseguir que Mario y Jesús siguieran en la escuela. Agobiada por la carga económica, se juntó con un albañil, compañero del difunto Juan. Todos ellos conocían muy poco al innombrable, quien resultó ser el completo opuesto: un tipo borracho y abusivo a quien todo el dinero que ganaba no le alcanzaba para llenar su barriga de cerveza. Este tipo, de cuyo nombre nadie quiere acordarse tuvo un efecto nocivo en María. Las retahílas de los miércoles a sábado eran constantes; llegaba a traspiés y despotricando, vociferaba con su aliento hediondo a cigarro y a alcohol, exigía dinero a María para seguir la parranda.
La casita se empezó a deteriorar, con goteras por todos lados y un olor a humedad. María también cambió con sus hijos: se volvió irascible y violenta. Los golpeaba con el cordón de la plancha dejándoles gruesos verdugones en sus pequeñas espaldas. Gritándoles, reclamando que hayan nacido y deseando que también se hubieran muerto. Mario se consolaba por las noches abrazando la corbata azul que le regalara su padre, hasta quedarse dormido.
Un día, cuando Mario tenía diez años, Jesús tampoco regresó. Sintió entonces que le faltaba el aire, que las láminas del techo se le venían todas encima, haciéndole cortadas que le partían el corazón en lugar de la piel. Escribió una breve nota a María: «Cuídate mamá ¡beso! ¡Besitos! Yo sé que me amas, que me quieres. Pero lo siento mamita.» Tomó la corbata azul, amarró un extremo al techo de la cocina, se la puso en el cuello y se colgó.
Cuando María regresó a casa, encontró el cuerpecito frío
meciéndose de la viga principal. Lo bajó con mucho cuidado para recostarlo en su cama y salió apresurada al mercado. Cuando regresó, lo bañó y le arregló el pelo. Le puso una camisa nueva que acababa de comprar, abrochando todos los botones de forma que no se notaran las marcas de su cuello. Le dio un beso y se fue. Nadie volvió a saber nunca más de ella o de Jesús. GILBERTO MIRAMONTES México
Facebook: https://www.facebook.com/gilberto.miramontes.3
Eran costumbres. De años. Se llevaba una taza de algo al escritorio. Podía ser café, café con leche. Con cuatro o cinco cucharaditas de azúcar. La leche, en polvo. El café, cargado.
Las tazas fueron variando. Se rompían, optaba por otra, le regalaban alguna.
Buscaba que el tamaño fuera generoso. Que cupiera la cantidad exacta de café o de café con leche.
No tenían, por lo general, platos que hicieran juego.
Las tazas, las de los bazares comunes y corrientes, hacía años que venían solas. Tazas huérfanas. Entonces, buscaba platos acordes, en el cristalero, donde se guardaba esa vajilla especial, la de antaño, la que venía completa, elegante, con flores ribeteadas en oro. No combinaban la taza y el plato, pero el plato era indispensable, por ejemplo, para apoyar la cuchara, o alguna galletita, o la servilleta doblada en triángulo.
Otra costumbre era tirar en la taza ya vacía, la servilleta que había usado hecha un bollo, o algunos papelitos inútiles…
En realidad, la taza nunca estaba vacía del todo, siempre dejaba un fondo de la infusión que se había servido. A veces, era más que un fondo dibujando el círculo de la taza. A veces, era un cuarto de taza, incluso.
El café se enfriaba. O el café con leche se enfriaba. Era inútil que sucediera lo contrario.
No podía sentarse a beber de la taza tranquilamente. Dejaba la taza cuando estaba con el líquido caliente recién servido, y ese era el argumento perfecto para ir a hacer otras cosas.
No solía ni podía quedarse quieta. Siempre encontraba cosas para hacer. Mientras, el tiempo pasaba y el contenido de la taza se iba enfriando gradualmente.
A veces, bebía el líquido ya casi frío. Era desagradable, pero lo bebía apenas un poco más, como una ceremonia de gratitud y reconocimiento. No desperdiciar, pensaba. No llevar la taza al
fregadero para terminar tirando todo bajo el chorro de agua caliente. Aquella tarde, con impecable previsibilidad, dejó la taza y fue al baño a buscar un trozo de algodón y la botellita de quitaesmalte. Porque siempre le había molestado verse las uñas desprolijas. Por ejemplo, con el esmalte saltado. Así como no toleraba tampoco verse las uñas sin pintar.
Llevó los elementos junto a la taza, destapó el frasco de quitaesmalte y embebió generosamente el trozo de algodón. El esmalte que iba a quitar era de buena calidad. No salía fácilmente. Había que pasarlo y refregarlo con fuerza en cada uña de cada dedo. Lo hizo con afán perfeccionista. Dejó el algodón usado en la bandeja, junto a la taza. Cerró el frasco de quitaesmalte. Empezó a leer sus correos electrónicos. Luego fue a las redes sociales. Buscó en la web datos de una serie española que acababa de ver. Quería saber el nombre de un par de actrices. Tiró el trozo de algodón usado en la taza. Se embebió del resto de café con leche y se hundió poco a poco. Siguió yendo y viniendo. Se subió a una silla para hurgar en la parte alta del placard, buscando cosas. Se bajó de la silla, se calzó las chinelas que se había sacado antes. Nunca se subía a una silla sin sacarse antes las chinelas.
Volvió al escritorio. Era una pena dejar ese café con leche sin beber, aunque seguro que ya estaba frío. Pero el contenido era mayor al que solía dejar. Tomó la taza, menos que tibia bajo sus dedos, y lo bebió rápidamente, sin pensar. Tragó de una sola vez el líquido, mientras en una fracción de segundo alcanzaba a divisar un fondo de algodón marrón y aplastado en el fondo de la taza.
En la misma fracción de segundo, notó el sabor del alcohol, del ácido, de la glicerina y las proteínas de seda que anunciaba la etiqueta del frasco de quitaesmalte.
En la misma fracción de segundo, deseó que ese largo trago desandara su camino, que subiera a su garganta y trepara por la campanilla y la lengua, que pasara entre los dientes y chorreara hacia afuera por sus labios, que se escurriera por la barbilla y goteara por
encima de la superficie del escritorio.
Pero nada de eso sucedió. El líquido repugnante, frío, mezcla de café y náusea y terror ácido, bajó veloz por su garganta y así cayó, pesado y determinante, en el interior de su estómago.
En la misma fracción de segundo, pensó que aquello era el final.
Se sentó tiesa en la silla del escritorio. Fijó la vista, con desesperada obstinación, en los datos de la pantalla de la computadora.
Quería leer los nombres de las actrices que habían trabajado en la serie española.
GABRIELA LEMA CAJAL Argentina
Facebook: https://www.facebook.com/gaby.l.cajal
Cuando miro la casa que queda cruzando la calle, un escalofrío me recorre el cuerpo. Cambió de dueños demasiadas veces. Suficientes como para imaginar que allí dentro, algo malo pasa.
Ahora está deshabitada. Así vacía, la siento como una amenaza. Me perturba que en el piso superior, hayan olvidado abierto el postigo de una ventana.
Esta nueva obsesión es culpable de mi insomnio. Noche tras noche, me prometo no quedar en vela vigilando la fachada, mientras mi sospecha, crece hasta alcanzar estatus de certeza: algo va a suceder muy pronto.
Una fuerza superior a mi voluntad me obliga a espiar detrás de las cortinas. La luz de la calle choca contra los muros y dibuja sombras inquietantes. Hay ratas caminando en la penumbra, saltan por las cornisas y trepan los desagües de zinc. Sin embargo, sus movimientos ágiles no me confunden con lo que yo espero que se manifieste de manera inminente. Sé que la voy a ver. La constancia es una de mis fortalezas.
De día, paso por la puerta y levanto la vista. La hiedra del muro se secó, es otro de los indicios. Escucho crujidos que provienen del interior. Los maderos normandos cruzan el frente en secuencias de equis, sospecho que la seriación no es casual, sino que guarda una clave secreta.
Esa no será otra noche más de guardia. Pasará lo inesperado.
Parada detrás de la ventana de vidrios repartidos, descubro mi propia figura espectral. Cruzamos una mirada unánime y pensamos horrorizadas, que no es físicamente posible estar en dos lugares al mismo tiempo. Desde la casa deshabitada, veo con espanto estallar los vidrios del ventanal de mi cuarto y mi cuerpo volando a través del marco, hasta reventar en la vereda como un mazacote de carne y de sangre.
Todavía con la mirada fija quizás en una última exhalación , persiste mi obsesión enfermiza con ese maldito postigo
abierto, de par en par, y me observo aterrada como la nueva habitante del chalet vecino.
Cada vez que ocupaban la casa, lo que más me intrigaba era la ausencia de mudanzas previas.
MARINA GÓMEZ ALAIS Argentina
oñé contigo anoche, estábamos en Nápoles.
¿Por qué Nápoles?
Qué se yo, es un sueño, supongo que se me quedó en la cabeza el otro día cuando vi una película, Fue la mano de Dios, ¿la viste?
No, pero si es otra cuestión de Maradona o de fútbol, no me interesa mucho en verdad. No sé cómo siguen poniendo a ese gallo tan en alto, después de todo lo que se ha sabido de su vida, el huevón era bueno para la pelota no más, tremenda gracia.
¡Pará ahí! ¡No te metás con El Diego che! ¡No te metás con el fúbol! No, no es una película sobre Maradona, o sea tiene mucho que ver con Diego Armando y su llegada al Nápoles, pero más allá de eso, es una película hermosa, con una muy bella fotografía de la ciudad, yo creo que por eso me quedó y tuve el sueño. Podríamos verla en la tarde
Buena idea. Ahora cuéntame del sueño.
Sí. Bueno, caminábamos por Nápoles…
¿Has estado en Nápoles?
No. Te dije que debe haber sido por la película.
¿Y cómo estás tan seguro de que era Nápoles?
¡Pero qué importa eso! Capaz que ni haya sido realmente Nápoles, pero es mi sueño, y nosotros estábamos en Nápoles. ¿Sigo?
Dale, sigue.
Bueno, al principio caminábamos por ahí, no tengo muy claro ese momento inicial, pero de pronto estábamos en un roquerío, como a la salida de un túnel o de una caverna. Estábamos sentados ahí, debe haber sido mediodía…
¿Cómo sabes que era mediodía?
Es un sueño, esas cosas nada más se saben.
¿Y es importante que haya sido mediodía?
No sé si es importante, pero por algo lo recuerdo. Es lo que siento del recuerdo, así voy armando el relato de mi sueño.
Se te puede haber ocurrido ahora.
¿Tiene alguna importancia eso?
Querría decir que no me estás contando tu sueño, sino que estás inventado un relato tuyo, a partir de un sueño.
De todas formas, el sueño es un relato mío, y ahora te cuento lo que recuerdo, ¿o hay algún relato que sea cien por ciento fiel al hecho?
O sea, una cosa es construir un relato sobre algo. Otra cosa es agregarle de tu cosecha en el camino, y entonces ese algo ya es cualquier otra cosa y, tratándose de un sueño, sería bueno que intentes contar lo que realmente soñaste, no que te pongas a inventar un cuento a partir del sueño. Te apuesto que ya estás pensando en cómo escribirlo.
No puedo saber qué fue lo que realmente soñé, ni qué es lo que le estoy agregando. Y sí, siempre pienso cómo escribir. ¿Quieres que te lo cuente?
Cuéntamelo, solo trata de no inventar.
Bueno, sigo. Estábamos sentados en este roquerío, un poco apartado de la ciudad, que se veía a lo lejos. De pronto te miraba, y éramos escolares, estabas con jumper, yo con camisa blanca y pantalones grises, nos estábamos fumando un pito en las rocas, cagados de la risa…
Nosotros no nos conocimos de tan chicos, y no estoy segura de que en Italia usen ese uniforme escolar. No me está gustando la broma de la interrupción. ¡Es un sueño!
Ya, no te enojes, tápame mejor que hace frío. Ven, abrázame fuerte.
Me gusta tu cuerpo pequeñito. Y a mí tus manos grandotas. Sigue. Dale, pero no más interrupciones. ¡Prometido!
Estábamos ahí riéndonos y, de pronto, nos sacábamos la ropa y nos metíamos al agua. El agua estaba muy rica, nos
hundíamos, nadábamos, nos tirábamos agua, nos reíamos mucho. El sol te pegaba en la cara y las gotas que te recorrían generaban un reflejo intenso, tus ojos brillaban enormes. De pronto, te pusiste de espaldas a flotar y te alejaste, nadando suave. Yo intenté nadar y alcanzarte, pero a pesar de que braceaba con todas mis fuerzas, no lograba avanzar ni un centímetro. Tú me mirabas, te alejabas, me sonreías. Te despediste, desapareciste.
¡Cómo desaparecí!
Así no más, desapareciste. No estabas en ninguna parte, desapareciste en medio del mar, entre las rocas y la ciudad que se veía al otro lado de la bahía. Yo me quedaba ahí, sin entender qué pasaba, solo sentía el ruido del mar golpeando en las rocas, y empezaba a hundirme, me refugiaba en el silencio ruidoso del fondo del mar. No sentía pena, sentía una calma enorme. Cómo no sentías pena, si yo desaparecía.
Pero es un sueño.
¡No te rías! Te pasaste, cómo tu sueño puede terminar contigo sintiendo una enorme calma después de que yo desaparecía en medio del mar.
Todavía no termina.
Ojalá mejore. Voy a hacer café, ¿quieres?
Pero queda sueño aún.
Vamos a la cocina, me lo cuentas ahí. Aprovechemos que a esta hora llega un poquito de sol, ¿me prestas tu polerón?
Dale, yo paso al baño y voy. Yo lo preparo por mientras.
Qué rico huele ese cafecito. ¿Sigo?
Sí, obvio. Mira, piqué estas frutitas también.
¡Exquisito! Bueno, de pronto aparecíamos caminando en medio de la ciudad. Ya no éramos niños. Tampoco éramos viejos, no sé, unos cincuenta años o más.
¡Viejos po!
Viejos sería si tuviéramos setenta o algo así. Teníamos
cincuenta, éramos personas adultas.
¡Y viejas!
Gente adulta... Sigo
Viejos… Sigue
Bueno, caminábamos por unas calles de piedra, muy estrechas. Edificios a ambos lados, con balcones, ropa muy colorida colgando de hilos que cruzaban los balcones. Puros clichés de una imagen típica de Nápoles…
De cómo te imaginas Nápoles, nunca has estado ahí.
Pero he visto imágenes. En una película.
En varias películas. Y he leído novelas que suceden en Nápoles.
Pero nunca has estado ahí.
Cierto, pero era Nápoles en mi sueño, eso es seguro, aunque podría ser cualquier pueblo o ciudad del Mediterráneo. Pero en el sueño, era Nápoles.
No sé para qué sueñas con Nápoles o el Mediterráneo, si lo más seguro es que nunca en tu vida puedas ir allá. Por qué mejor no alguna playa del litoral, como la otra vez cuando estuvimos en las rocas en El Tabo, ¿te acuerdas? Esa tarde fue para mí un sueño.
Pero este es un sueño real, no una realidad de ensueño. Estoy escribiendo un cuento que tiene mucho que ver con esa tarde en El Tabo, ahí puedo tomar decisiones. Pero, ahora te estoy contando un sueño. Cuando termine el cuento te lo muestro y me haces sugerencias, le damos vueltas, le hacemos cambios, como siempre. Pero este es el relato de un sueño, ya está ahí, ya fue escrito, yo solo lo estoy contando.
Deberías escribir sobre este sueño.
Sí, y sobre ti interrumpiendo todo el rato.
Nos transformaríamos en un cuento, un cuento sobre un sueño, y podríamos existir en tres planos, tu sueño en Nápoles, tu cuento sobre el sueño, y tu cuento en El Tabo.
¡Y una cuarta dimensión también! Nosotros acá en la cocina, aprovechando este pequeño espacio con sol, tomando café, el humo delgado que sale de la taza cruzándose con la luz que entra refractada por el vidrio, bailando…
Te pusiste a escribir otro cuento. Podríamos estar así para siempre, el cuento sobre el sueño, sobre el cuento que escribiste sobre esa tarde que parecía un sueño y el cuento sobre el momento en que me contabas el sueño. Sería como estar entre dos espejos. Si estuviéramos en una pieza, solo con paredes de espejos, ¿seríamos capaces de distinguir los reflejos de la realidad?
¿Serían irreales los reflejos?
Volvamos mejor a Nápoles.
¡A Nápoles los pasajes! Estábamos caminando por esas calles, pero era raro, estaban vacías. No se escuchaba ruido desde las casas, no se veía gente en los balcones. Sólo había un boliche abierto, pero todas sus mesas estaban vacías. Entrábamos a tomar una cerveza y comer algo, pero no había nadie, así es que sacábamos un par de botellas de la heladera y seguíamos caminando. Subíamos por unas escaleras cerro arriba. Nos agotábamos, no queríamos seguir subiendo. Las escaleras no terminaban nunca, eso nos provocaba una ansiedad enorme, sentimos miedo de que tuviésemos que estar condenados a subir por siempre.
¿Y por qué no me preguntaste por qué desaparecí?
¡Calma! Cuando ya estábamos a punto de no seguir subiendo más, se abrió un plano con una vista increíble del Mediterráneo, todo el golfo de Nápoles ante nuestros ojos, una hermosura…
No me digas que era una puesta de sol de un atardecer en el Mediterráneo.
No sé si el sol se pone en el mar en Nápoles, pero tengo un límite para los clichés ¡Así es que no! No había puesta de sol, solo el mar en su inmensidad, encontrándose en el horizonte con un cielo azulísimo. Casi todos los colores del sueño eran muy brillantes,
cromados, el mar, el cielo, la ropa, los balcones, el reflejo de las gotas de agua que caían por tu cara, tus ojos enormes, todo brillaba de una forma muy particular. Y los sonidos, también eran extraños. En verdad, era como un gran silencio, denso, y siempre un viento fuerte soplando.
¿Y me preguntaste por qué desaparecí?
Pame ¡Es un sueño! Además, no es tan importante la historia. Te estoy tratando de transmitir lo que sentí. Me desperté con esas emociones, con una sensación extraña que no me ha dejado en toda la mañana.
¿Cómo así?
No sé, me desperté y te miré. Te miré mucho rato mientras aún dormías. Y sentí ese silencio, sentí esa calma que sentía cuando me hundía en el mar, cuando desaparecías. Mientras te miraba y te acariciaba la espalda, sentí nostalgia de cuando nos reímos en esas rocas y volvió la ansiedad que me provocó el miedo a que no se acabaran nunca las escaleras. Me acurruqué en tus hombros y mirando los bellos de tu piel a la luz del sol, sentí el mismo asombro que sentí frente a la inmensidad del Mediterráneo. Y ahora, todo este rato, mientras te lo cuento, no ha dejado de acompañarme la atmósfera del silencio abrumador que acompañaba el sueño.
Quizás aún no te has despertado.
Claro, quizás tú misma no existes, o esto es sólo un cuento. Quizás estás en Nápoles, soñando conmigo.
Quizás. Bueno, la cosa es que nos sentamos en una banca a descansar. Fue ahí cuando te pregunté, “¿Por qué desapareciste?” “La verdad es que nunca estuve”, me dijiste. Debí haber indagado más por ahí para saber qué querías decir, pero en cambio te pregunté “¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?” “Viviendo”, me respondiste, “sólo viviendo”. "¿Y por qué volviste?", seguí con mis preguntas. "Nunca me fui. Tú desapareciste bajo el mar. Yo he estado acá, subiendo estas escaleras", respondiste. “¿Y por qué estamos en Nápoles?”, hice mi última pregunta. “Porque me gusta Nápoles, pero
esto no es Nápoles”, me respondías, “es sólo un sueño. Un sueño en Nápoles”.
OSCAR PEÑAFIEL Chile
Instagram: @canokniki
No todas las cosas son como parecen. ¿Querés que te cuente la historia, papá? me preguntó Jaime Varela, haciéndose el distraído mirando por encima de mi hombro. A esa hora no entraba nadie al bar, así que ni me molesté en averiguar a quién miraba. Seguramente era parte de su actuación.
¿No será otro de tus guiones frustrados para la televisión? le dije.
¿Me estás poniendo a prueba? me respondió. Ya me mentiste demasiadas veces. No me extrañaría otro cuento inventado viniendo de parte tuya. Tenés buenas ideas, pero las contás muy mal. Igual, siempre me hacés entrar. No, posta. Esta vez todo es verdad. Silvina existe. O existió, no sé. Como sea.
¿Sabés en lo que fallás siempre, Varelita? Nadie compra tus relatos. No son creíbles. Tus diálogos son forzados, con un lenguaje cursi y ramplón. Si los leés en voz alta ni vos mismo te los creés. Disculpame la sinceridad, viejo. Capaz que ni tengo que decirte estas cosas. Si querés, echale la culpa de mi frontalidad a la cerveza. Sin inmutarse, me dijo: Tanto tiempo en Indochina te hizo mal. Filipinas, Varela. Filipinas. Quedan cerca, ¿no? Cerca, pero no son lo mismo. Como sea, Filipinas. ¿Te cuento?
Tenés cinco minutos le dije. Lo que tardemos en tomarnos lo que queda de la cerveza. Varelita sonrió, se bajó su vaso de un trago y me dijo: Pedite otra y te cuento la historia completa. Incluyendo las partes prohibidas para menores.
Le hice señas al mozo de que me trajera otra botella de cerveza y la cuenta. Varelita hizo una mueca de semisonrisa: alegría porque había conseguido que le pagara otra botella y decepción porque se le
iba a terminar el asunto de tomar gratis. Yo ya había calculado una última cerveza para mi ex compañero de secundaria devenido en borracho melancólico. Varela había envejecido y engordado, pero además estaba en perdedor. No era que yo fuera muy diferente a él visto desde afuera, pero yo tenía otra dignidad. Y unos pesos más en la billetera. Además, luego de más de veinte años viviendo en la otra punta del mundo, manejando las grúas en un puerto asiático, tenía ganas de ponerme al día con mi barrio, con mi país. Aunque más no fuera de labios de mi poco confiable amigo.
Tratando de sonreír, le dije:
Te acabás de ganar quince minutos más, Varelita. Solamente porque me interesa saber qué pasó con Silvina.
¿No te acordás de ella?
¿Debería?
Después de que te cuente todo, te vas a acordar, seguro.
Te quedan menos de quince minutos.
Agregame dos minutos más que voy al baño a desagotar: el llamado de la Naturaleza dijo. No me dejó responderle; se levantó y encaró para el fondo.
Casi enseguida, el mozo trajo la cerveza, un platito con palitos salados y la cuenta, que la colocó debajo del platito. Se ve que andaban con ganas de cerrar temprano. Le pagué, le dejé una buena propina como para que no nos molestara por un rato, me tomé lo que quedaba de mi vaso y serví otra vuelta. Justo a tiempo para el regreso de Varelita, que se sentó con ánimos renovados. Le dio un sorbo a su cerveza y comenzó su relato.
Silvina era la mina más linda del grupo, del barrio y del planeta. Tenía una legión de pretendientes. Pero no le prestaba atención a ninguno, los ignoraba. Todos se desvivían por atenderla, por cortejarla, por complacerla. Estaban Garmendia, Bulacio, el Fefo Gómez Sicardi, Paredero, el flaco Fontana, el ruso Milanovich. Absolutamente todos rendidos a sus pies. Pero ella, como si fuera la princesa más impenetrable del reino, les denegaba audiencia.
Sus compañeras del Secundario y el resto de sus amigas se sentían a la vez atraídas y repelidas por ella. La mayoría la veía como una amenaza, una competencia para sus novios o candidatos. Otras la odiaban por todo lo que parecía tener naturalmente. Algunas se le acercaban fatalmente atraídas como puede atraer una diosa Venus a sus adoradoras mortales. Y absolutamente todas la envidiaban. Nunca tuvo una amiga íntima, una confidente, una compañera de ruta. Tampoco parecía que la necesitara. Silvina brillaba en su firmamento adolescente como la estrella más luminosa y la más atractiva, alrededor de la cual giraba todo el mundo.
Hasta que un día, cuando recién había cumplido los veintiuno, Silvina desapareció. Así como de la nada. Se hizo humo.
Todos supusieron que había cumplido con su amenaza de irse a descubrir mundo, que Buenos Aires y la Argentina le habían quedado chicos. Algunos la hacían en París, modelando para un gran diseñador; otros ya la veían en Hollywood, comenzando una meteórica carrera de actriz.
Pero no todos confiaban en que Silvina se hubiera marchado felizmente. Su familia estaba alarmada: sus padres juraban que no se había despedido de ellos y que algo funesto le había sucedido. La Policía se ocupó de su caso como el de tantas otras chicas que desaparecen, escapando de su casa tras un amor pasajero. Los más iluminados y agoreros del barrio decían que a las muchachas jóvenes y bonitas solamente les ocurren desgracias, como ser raptadas o hasta asesinadas por un maniático. La cuestión es que nadie supo nada más de Silvina.
Su legión de embobados admiradores masculinos y de envidiosas admiradoras femeninas increíblemente pronto la olvidaron, como quien da vuelta una página en una revista de modas para encontrarse con la foto de una nueva modelo a la que también pronto olvidarán al dejar tirada la revista en un rincón. Ignorar su desaparición y seguir con sus vidas como si nada hubiera sucedido era para muchos su forma íntima de venganza, de devolución de
gentilezas por el desprecio durante tanto tiempo recibido.
Sus padres vivieron sumergidos en la pena de no haberla encontrado nunca y fallecieron años después, una noche de tormenta, incrustándose con su auto contra un camión. Dicen que el padre estaba borracho cuando ocurrió el accidente fatal. Su hermana menor, la fea de la familia, se había suicidado tomando pastillas poco después de la muerte de sus padres. No le quedaba otra familia. Entonces, después de veintiún años, Silvina regresó. Sin demasiado ruido. Sin dar explicaciones a nadie. Regresó al mismo barrio en donde había vivido. Alquiló una casa chica a pocas cuadras de su antigua casa, en la que ahora vivía gente nueva, de afuera. Ni se molestó en reclamarla.
Empezó a moverse por los mismos lugares de siempre, cruzándose con los mismos conocidos, los mismos contactos.
Los que presenciaron su retorno quedaron maravillados: Silvina estaba tan hermosa y radiante como siempre, lo que no era de extrañar por sí solo. Lo más asombroso era que no se le notaban los años: parecía que para ella no había transcurrido ni un solo día desde su partida. Veintiuno más veintiuno daban cuarenta y dos años. Silvina había duplicado su edad, pero parecía la misma de siempre. Algunos murmuraban que la Silvina original, la que todos habían conocido, había huido embarazada y la que había regresado era su hija, idéntica a ella. Como dos gotas de agua.
Pero no: no cabían dudas de que era Silvina. Sus antiguas compañeras de colegio la abordaron y rememoraron viejas anécdotas de adolescentes, con infinidad de detalles que solamente las protagonistas conocían. Pronto las convenció de que era en verdad ella misma, que se había mantenido joven gracias a una vida sana y quizás una excepcional genética. Ellas solamente pudieron envidiar su cutis de adolescente, su sonrisa siempre perfecta y juvenil, sus carnes firmes y su cuerpo todavía ágil, cuando el resto empezaba a acumular arrugas, piel dañada y flaccideces varias.
Sus antiguos pretendientes se sintieron doblemente
estimulados: Silvina representaba la revancha largamente esperada en el juego de la conquista, que sumaba a su eterno atractivo la promesa de una juventud contagiosa.
Contra la costumbre y contra todo pronóstico, Silvina fue aceptando a sus galanes sin más vueltas: se dejaba seducir abiertamente, les sonreía, los enamoraba y se los llevaba a la cama. Jugó a varias puntas, manteniendo una legión de amantes, que se desvivían por complacerla y en seguirle el ritmo sin suerte. Porque las energías de Silvina eran inagotables. Cuantas más conquistas, cuantos más trofeos acumulaba, más radiante se la veía. Por el contrario, sus galanes aparecían cada vez más cansados, más desganados, incluso más avejentados. Como si el esfuerzo de la conquista amorosa les llevara la vida.
Hace poco, luego de una noche de apasionado romance con uno de sus amantes, sucedió algo difícil de creer. El involucrado era el flaco Fontana, uno sus más fieles admiradores de la primera hora, de aquellos que la conocían a Silvina de toda la vida y que había esperado pacientemente más de veinte años para tener su oportunidad. Y lo había logrado: desde hacía dos semanas era su amante favorito. El Flaco había estado atormentado porque sospechaba que Silvina repartía su amor entre varios pretendientes, aunque no estaba del todo seguro. Esa noche le dijo: Silvina, vos sabés que sos el amor de mi vida, lo que más deseo, lo más grande que me ha pasado alguna vez. Silvina lo miraba sonriendo burlonamente o quizás con picardía, acostada desnuda atravesada en la cama, empapada en sudor luego de la batalla íntima. Pero no le decía nada. El flaco Fontana siguió:
No duermo pensando en vos. No respiro de tanto que te extraño. ¿Vos, me querés?
Te quiero. Te quiero para mí le dijo mientras le acariciaba la cara con un pie. Luego se incorporó, lo besó en la boca, lo soltó enseguida y se recostó otra vez, mirando el techo.
El Flaco le dijo:
¿Hay alguien más en tu vida?
Silvina no se inmutó. Ni siquiera lo miró: seguía con la mirada clavada en un punto abstracto del cielorraso. Le respondió: Quiero que te vayas y desaparezcas de mi vida. Ya no te necesito.
El Flaco comenzó a temblar, desesperado. Le dijo: No me podés hacer esto, Silvinita. Te esperé todos estos años, a pesar de que nadie se acordaba de vos. Yo sabía que ibas a regresar. ¡Ahora no te voy a dejar ir! ¡Prefiero estar muerto!
Silvina se incorporó y se le acercó al Flaco, blandiendo las uñas afiladas como garras frente a sus ojos aterrorizados y le dijo: Entonces puede ser que se te cumpla tu deseo. Te matás vos o te mato yo: ¿qué preferís? ¡Andate de una vez, infeliz!
El Flaco, desconsolado, abandonó el cuarto de Silvina supuestamente para irse de la casa. Pero no fue así: se quedó escondido, buscando la manera de regresar y reanudar esa relación unilateralmente truncada.
Luego de una hora de rondar, indeciso, regresó al dormitorio de Silvina, cuando calculó que su amada ya estaría durmiendo. El flaco Fontana se quedó helado. No podía afirmar que ese ser que yacía en la cama en la que habían estado haciendo el amor hacía no tanto tiempo fuera la misma Silvina, la diosa, la eternamente joven y bella. Por el contrario, estaba frente a una anciana surcada de arrugas, que respiraba entrecortadamente como un pez moribundo fuera del agua, con los cabellos blancos y desgastados, la piel seca y manchada, los pechos péndulos y fláccidos, la boca desdentada y los miembros raquíticos con las manos crispadas por la artritis. Una anciana decrépita, un vejestorio descascarado de noventa o cien años.
Horrorizado, el Flaco salió corriendo de la habitación y jamás regresó a esa casa.
Todo esto me lo contó el mismo Fontana unos meses después, con los nervios destrozados. No se había matado: se había hundido
en el alcohol.
Varelita sonrió, satisfecho con su historia.
Miré la hora en mi celular y me di cuenta de que hacía demasiado tiempo que estábamos sentados en esa mesa de bar. Los mozos ya habían dado vuelta las sillas sobre las demás mesas. Jaime Varela comprendió, resignado, que su sesión de las Mil y una noches había terminado.
Me levanté, le di un abrazo palmeándole la espalda y le dije: Un gusto verte de vuelta, Varelita. Saludos al flaco Fontana.
MARCELO MEDONE Argentina
Facebook: Marcelo Medone Instagram: @marcelomedone
Joe Moretti pasea la vista por la hermética bóveda color aguamarina. Tiene sólo unos segundos para contemplarla, aunque no ha ido allí precisamente para eso. El azar quiso que fuera el primero de la banda en estar frente a ella. Él, que ni siquiera ha tenido otras experiencias asaltando bancos, menos aún al más grande de Arizona. Moretti, el último en ser reclutado, el mismo que ahora, parado bajo esa puerta metálica, no para de sudar por cada poro de su pequeña humanidad. Recuerda como un destello lo que Frank llamó tan sueltamente «un trabajo fácil».
No son menos de cuatro mil de los grandes espetó Ricci, mirando sostenidamente a cada uno de los tres hombres que estaban sentados junto a él. No estaba para perder el tiempo, y menos aún esa cantidad de dinero. Conocía desde hacía varios años a Frank y a Cara de cera, pero a ese tal Moretti no. Sin embargo, algo en su interior le decía que con esa conversación bastaría.
¡Yo acepto! dijo Frank . No me he bancado esta bonita condena para quedarme de brazos cruzados, ¿no creen? sentenció, dejando en claro que Ricci no se había equivocado al pensar en él, a pesar de sus problemas con el alcohol.
¿Cuáles son las probabilidades de salir con la “pasta” y… con vida? preguntó Moretti, queriendo aparentar que aquello último sonase como algo secundario.
Cincuenta y cincuenta contestó algo molesto el jefe de la banda. El mayor problema no es llegar a la bóveda, sino el tiempo que tarde en reaccionar la policía. Debemos trabajar a contrarreloj.
Ricci cuyo verdadero nombre era Ricardo Calabrese miró a Moretti directamente a los ojos. Sabía de las habilidades del jovencito pelirrojo que tenía sentado frente a él. Frank se lo había recomendado de entre varios otros candidatos: «No hay un “abrelatas” como él, Ricci. Es justo lo que necesitamos. Ya sabes… no es cosa de entrar y salir, así como así, de un “hoyo” como ese, menos en Tucson».
A ver si me hago entender dijo . De nosotros depende que la balanza se incline del lado de esos hermosos cuatro mil verdes… De nosotros, y del tamaño de los huevos que tengamos. El hombre de traje oscuro que hacía de jefe repasó a Moretti con su habitual elegancia.
El cuarto integrante del grupo, a quien todos llamaban Cara de cera por el tono brillante de su piel, era el brazo derecho de Ricci. No dijo nada porque simplemente no hacía falta. Ricci sabía de antemano su respuesta. Su misión consistía en prepararse para una conducción rápida y en todos los casos posibles arriesgada, y por supuesto colaborar en la contención si llegaban los polis antes del tiempo que tenían calculado. Eso, sin contar con que era el soplón del jefe. Una vez que Moretti aceptó integrarse al grupo, los cuatro rufianes apuraron sus tragos y discutieron distraídamente sobre si los Aviators podrían ganarle a los Arizona Diamondbacks en el esperado juego del fin de semana.
El día del asalto, y desde la madrugada, la lluvia ha caído con inusitada fuerza sobre toda Arizona. Pareciera que también es parte del plan ideado por Ricci. Tanto mejor, piensan los cuatro, mientras Moretti, Ricci y Frank bajan concentrados del Peugeot 607 gris seda y cruzan rápidamente la calle en dirección a las puertas del Banco. Con el motor del coche encendido, Cara de cera radiografía a cada sujeto vestido de azul que se acerca a menos de cien metros y a cada vehículo que parece traer más prisa de la normal. Con su rostro de estatua de museo, está entrenado para disparar y acelerar a la misma velocidad.
A las ocho en punto, como si fueran tres madrugadores clientes, los tres asaltantes entran por la doble puerta de vidrio del Banco, por la misma que han ingresado minutos antes nueve empleados y un guardia de seguridad. Saben que cuentan con sólo tres minutos para salir con el botín y abordar el vehículo que los llevará donde uno de sus contactos, que a esa hora ya los espera en una combi con vidrios polarizados para llevarlos a un viejo garaje en
las afueras de la ciudad.
¡Todos bocabajo! ¡No toquen nada y nadie saldrá herido! ladra Frank, mostrando en alto su Jericho 941 de dos cargadores y su cara desfigurada por la media que se ha puesto hace un momento, en una maroma ensayada decenas de veces. Se oyen varios gritos agudos, pero no hay nadie de pie. No al menos en el campo visual del pistolero.
Moretti apunta directamente a los ojos del guardia, y, tras desarmarlo, lo lleva hacia el pasillo que conduce a la bóveda de seguridad. Se saben de memoria el plano del Banco. Ricci levanta a la empleada que tiene más a mano con la violencia necesaria para demostrar que la cosa va en serio. La joven trigueña emite un pequeño gemido, pero obedece.
¡La combinación de la bóveda! ¡Ahora o le vuelo los sesos aquí mismo! grita, frenético, mientras la pobre chica tirita en medio de lo que ya es una gran poza de orina . ¡Uno…dos…! Como en cámara lenta, y antes de que finalice la cuenta, una mujer de unos cuarenta años se pone de pie dificultosamente. Tiembla de pies a cabeza, convertida en un esmirriado flan humano. Ricci arrastra del pelo a la chica hasta donde está la empleada que es obvio conoce la clave. Obliga a la trigueña a tirarse al suelo y se lleva a la otra con el arma una Springfield de 9 milímetros casi perforándole una de sus sienes. La mujer empieza a rezar en silencio, asumiendo que será la primera víctima del atraco.
En la entrada Frank sigue igual de nervioso, aunque ya ha comprobado que adentro están todos tendidos en el reluciente piso de mosaicos blancos y negros. Mira en todas direcciones: a la calle, al reloj analógico que hay sobre las cajas, a las cámaras que lo están grabando, al pasillo por donde deben aparecer Ricci y Moretti en un par de minutos. En medio del diluvio, dos clientes que entran al Banco para su primer trámite del día, son rápidamente reducidos por el exconvicto y obligados a permanecer botados con las manos en la nuca.
¡Escúchenme bien: al primero que se mueva lo mato! escupe Frank, sabiendo que debe seguir ejerciendo presión, pues quedan exactamente dos minutos para que los tres puedan salir por esa misma puerta que tiene frente a sus narices. Oye súplicas mezcladas con oraciones y sollozos, que lo ponen todavía más impaciente. Pero sólo piensa en que ni su jefe ni el maldito novato aparecen por ese pasillo con las malditas bolsas de ese maldito dinero. Calcula mentalmente. Quedan sólo treinta segundos para que la policía active su respuesta a la alarma silenciosa, que de seguro alguno de los empleados apretó cuando se dio cuenta de que eran asaltados.
Más sollozos.
Veinte segundos. Piensa en salir solo, porque es obvio que algo anduvo mal y muy mal allá adentro. «¡Maldita sea!». Habían entrenado cien veces el asunto del tiempo. Debe ser un problema con la clave o sencillamente se encontraron con alguna sorpresa. Al verlo correr sin Ricci y sin Moretti quiere creer , el otro entenderá y podrán huir justo a tiempo. Eso también se planificó. «Ricci estuvo de acuerdo», se justifica.
Quince segundos. Ricci mete los últimos fardos de billetes en las dos grandes bolsas color blanco lino que llevaba en su chamarra. Se mueve como una ardilla, una elegante ardilla devora billetes. Moretti, al estilo del mejor capo siciliano, mantiene a la empleada cuarentona y al guardia bocabajo. Ella ha perdido los lentes en la caída, pero igual cierra los ojos, como entregando una prueba empírica de que no merece morir ejecutada. Sin embargo, el asaltante ha cometido un error de principiante. Exactamente lo que es. Con la ansiedad, ha olvidado esposar al guardia, al mismo que hace unos minutos acaba de desarmar. No cuenta con la preparación táctica del hombre encargado de la seguridad. Faltando doce segundos, decide ayudar a Ricci a sacar más billetes de los estantes. Segundo error: cree que con esa maniobra alcanzarán. Como pueden, llenan las dos bolsas y salen.
Cinco segundos. El guardia, al ver que sólo Moretti tiene el arma en su mano Ricci está preocupado únicamente de cargar el dinero , decide actuar. Es una cuestión instintiva. A la velocidad de un rayo, se para y se abalanza contra el más bajo y delgado de los enmascarados. Moretti, con el rabo del ojo, apenas lo divisa. Con la adrenalina por las nubes, gira y jala del gatillo. También es una cuestión instintiva. Como si su blanco fuera una piñata llena de dulces, la Taurus semiautomática de Joe Moretti se hace un festín con la cabeza del pobre infeliz vestido de azul.
Un segundo. Tres hombres armados que llevan sus rostros cubiertos con medias cruzan corriendo la calle, cargando dos bolsas blancuzcas con lo que debe ser dinero robado del Banco. El sedán gris seda que los espera acelera ruidosamente y se pierde bajo la lluvia, mientras los asustados transeúntes no logran dar crédito a lo que acaban de ver.
Siete minutos después, el guardia de seguridad Tim Díaz, de cuarenta y tres años, llega muerto al Tucson ER & Hospital, pese a los desesperados esfuerzos de los paramédicos que lo trasladaban por salvarle la vida.
Vuelve a pasear la vista por la bóveda octogonal color aguamarina. Su puerta metálica de forma elíptica se cerrará en pocos minutos, con un movimiento rígido del timón acerado que funciona como mecanismo de seguridad. La cámara de gas de la Prisión Estatal de Arizona cobrará su primera víctima en catorce años. Son los últimos segundos de vida de Joe Moretti, el mismo que ahora, antes de ser atado de pies y manos a la silla con diminutas perforaciones, no para de sudar por cada poro de su pequeña humanidad.
Leopoldo TILLERÍA AQUEVEQUE
Chile
Twitter: @L_Tilleria
Facebook: https://www.facebook.com/leopoldo.tilleriaaqueveque Instagram: leopoldo.tilleria
Las edificaciones eran colosales y se presentaban, imperturbables y lisas, al contacto con sus cálidas manos. Se detenía en cada uno de los altos muros y, al tocarlos, cerraba los ojos. En esos momentos casi podía jurar que estaban vivas, que respiraban. Luego, vio el reloj solar y se acercó a él.
Fascinante… ¿Cómo es que se llamaba? Intihuatana. Donde se amarra el sol contestó el hombre de rostro milenario y serio.
El viento había empezado a ulular en medio de la edificación y el frío se iba incrementando a medida que llegaba la noche y los últimos rayos del sol se desvanecían con su tenue naranja en el horizonte oculto por las enormes montañas.
¿Me dice que una grúa mecánica la destruirá?
El sacerdote creyó entender la pregunta. Una bestia plateada la golpeará. Mucha gente alrededor. No entendí qué hacían. Comercial decían. Perú. Atentado. Patrimonio, repetían.
¿Y eran como yo? dije, señalándome Blanco dijo y asintió. Lo siento mucho. El anciano permaneció en silencio. ***
La noche que llegamos a Cuzco el frío seco de la ciudad nos recibió apenas cruzar la puerta del avión. Magdalena estiró los brazos, desperezándose, ni bien salió. El cielo estrellado de medianoche nos recibió y, en su composición, no parecía distinto al de otros tantos lugares que hubiéramos visitado años atrás: limpio, puro y del azul oscuro más hermoso que pueda encontrarse. Magda se frotó los brazos, aclimatándose, y volteó a verme. Sus claros ojos expectantes hacían juego con la ligera sonrisa que se le iba dibujando en el rostro.
¡Llegamos! dijo, emocionada, a media voz. Llegamos… repetí agotado por el viaje. Recogí las maletas y tras salir a la calle tomamos el primer taxi en dirección al “Palacio del Inka”, un bello y acogedor hotel ubicado a pocas cuadras de la plaza de armas de la ciudad. El nombre me pareció bastante elocuente para nuestro deseo de vivir la experiencia completa cuando, una semana antes, realicé las reservaciones previas al viaje. Al llegar Magdalena quedó encantada con el nombre y el lugar. El hospedaje había sido un golazo.
Aquella primera mañana el frío seco de la ciudad nos despertó. Tomamos desayuno en el hotel y después de cargar completamente lo necesario: celulares, audífonos y cámaras y de verificar las mochilas, nos dirigimos a la plaza para recorrer sus alrededores y visitar las agencias turísticas. En cada una pedimos información sobre los recorridos más completos a fin de no olvidar visitar ninguna de las ruinas o espacios arquitectónicos en la zona: Saqsaywaman, la catedral del Cuzco y el resto de las iglesias, el Amarucancha, el Templo del Sol, Chuspiyoq, Qoricancha, Tambomachay, etc. El centro arqueológico de Moray, Pisac, Ollantaytambo, la laguna Humantay, el Valle sagrado de los Incas y el infaltable Machu Picchu se repetían en la mayoría de las propuestas. Al ver en su cara el dilema mientras buscábamos un lugar dónde almorzar, le sugerí: Podemos escoger con calma. No hay apuro. Ella me miró con alivio y luego de un hondo suspiro, asintió. Bajamos las empedradas calles cercanas a la plaza y, durante aquel primer día, recorrimos la ciudad acostumbrándonos a la altura, al clima y a la arquitectura de sus edificios, casas e iglesias. Durante los días posteriores recorrimos Pikillacta: una ciudadela que, según lo explicado por el guía, era originaria de la cultura Wari y que luego pasó a dominio del imperio. La siguiente semana visitamos el popular Valle sagrado de los Incas con su extensísimas vistas, Ollantaytambo y Machu Picchu, lugar que no queríamos dejar para el final y que
pensábamos visitar cuanto antes y, de ser posible, más de una vez. Nunca he sido supersticioso, pero debo admitir que durante los días previos al evento principal una especie de energía se acentuaba en el ambiente cuando lograba, retrasándome a propósito del grupo, apoyarme en las ruinas o intentar percibir algo más allá del silencio de las montañas y los valles. Algún eco prehispánico que ululaba con el viento llegaba vagamente a mis sentidos. El primer incidente ocurrió cuando, a poco de tocar la piedra de los doce ángulos, ubicada a pocas cuadras de la plaza central, un estremecimiento físico que yo interpreté como producto del frío de la región y la desnudez de mi mano, me hicieron palidecer hasta casi desvanecerme.
¡Ah, Magda! aún recuerdo, vagamente, la caminata nocturna de ese día. Recorrimos tomados de la mano la Plaza Principal del Cuzco cuyos faroles nocturnos le daban un hálito fresco, íntimo y señorial. Recuerdo que durante todas aquellas tardes tras esos episodios me decías con auténtica preocupación: «¿seguro que estás bien?, ¿no prefieres ir al hotel?»; Y yo te repetía hasta el cansancio «ya te dije mujer, no te preocupes», mientras te acariciaba lentamente la mano.
La mañana siguiente rumbo a las ruinas salimos a primera hora y soportamos el camino en campo abierto mucho mejor que el resto, probablemente, por la expectativa puesta en el evento. Atrás habían quedado tus preocupaciones de los primeros días, cuando palidecía al contacto con las edificaciones o me detenía absorto frente a la inmensidad del paisaje. Cómo explicarte que en aquellos instantes el cielo se volvía rojo cenizo y el día y la noche se unían para dar paso a un eclipse repentino, las nubes avanzaban más rápido que mis pensamientos, la gente y los objetos se percibían como estelas de luz repitiéndose a cada segundo, en donde en el mismo espacio convergían el pasado y el presente; y autos y carruajes parecían tan ajenos a mis memorias como el inicio del mundo.
Cuando llegamos a la última cumbre, previa al mirador desde
donde se puede admirar la ancestral ciudadela y en la que los visitantes suelen ubicarse para las tan ansiadas fotos para redes sociales, te vi por última vez con toda la lucidez que mis treinta y cinco años podían darme. Tu cabello rizado color castaño oscuro bailoteaba mientras dabas pequeños brinquitos de camino hacia mí. Tus ojos ligeramente rasgados y vivaces. Sí, el viaje había sido un golazo. Desde los selfies que nos tomamos ahí, teniendo a nuestras espaldas las imponentes ruinas incas, mis recuerdos ya se hacen difusos y vagos.
…Desarrollaron un ingenioso sistema de regadío. Recolectaban el agua de lluvia, construidas fuera de las corrientes…
Recuerdo haber recorrido el interior de la ciudadela mientras el guía iba hablando y que te sorprendiste de muerte al ver las escaleras más diminutas del mundo en mitad de la montaña por donde, antiguamente, accedían a ella los pobladores oriundos de estas tierras.
¿Eres peruano? recuerdo haber escuchado a alguien preguntarme.
¡Oh, no, no! Nació aquí, pero ha vivido en Europa casi toda su vida te oí replicarle a uno de los guías.
…Los chasquis incas, mensajeros, eran capaces de recorrer más de 200 km. por jornada…
Entiendo… dicen que a los peruanos que llegan aquí les afecta más la mística de la zona, por eso creí que era de aquí. Se le ve algo absorto dijo él mientras veía mi rostro algo aturdido pero entusiasmado . Cualquier urgencia no duden en acercarse.
Recuerdo haber reposado, de rato en rato y por petición tuya, en algunas de las rocas hasta que nos cruzamos con el mutilado reloj de la ciudad cercado por débiles cadenas que fungían de perímetro. Su presencia soberana y silenciosa en medio de todo era contundente.
…imperio más grande de la américa precolombina: Perú, Colombia, Ecuador, Argentina, Bolivia, Brasil y Chile…
Señor, está prohibido acercarse ahí… replicó otro guía de trato amable cuando me encontraba extendiendo la mano para tocar la piedra.
Disculpé contestó, Magda intentando traerme a su lado, pero ignoré a ambos.
El pequeño disturbio había empezado a incomodar al resto de visitantes.
…La red vial del Tahuantinsuyo alcanzó más de 30 000 kilómetros, comunicando las principales ciudades y pueblos de la sierra y de la costa. Alcanzaba ciudades tan distantes como Quito y Tucumán…
Apenas había tocado la base de la roca durante unos segundos cuando el guía, quien inútilmente había intentado que lo obedeciera, se acercó para apartarme. Mi indiferencia por alejarme hizo que tirara de mí justo cuando acariciaba uno de los bordes derruidos hacía años atrás. El filo de la piedra me hizo sangrar y el cielo se volvió rojo bermellón y el viento y el tiempo se detuvieron; y las ruinas se vaciaron.
Volteé sobresaltado, pues estas visiones tenían la tendencia a presentarse levemente y a darme cierta sensación de anticipación al evento, lo cual no fue el caso. Desde el interior de aquellas rocas hombres y mujeres de distintos tamaños y facciones brotaban uno a uno. Algunos, los más lejanos, parecían tener ciertos rasgos caucásicos y más contemporáneos.
Algo pasmado esperé el sacudón de Magda que siempre me interrumpía en aquellos trances, pero con cada segundo que pasaba me iba convenciendo de que no llegaría, si es que acaso Magdalena jamás existió. Ante mí, vestido de modo ceremonial, el más ancestral de los hombres nacidos de las piedras me habló. Un hermoso quechua antiguo salía de su voz.
Eres hijo del sol. Del sol y de la tierra. El viento, el agua, todo te ha traído aquí sentenció.
De inmediato entendí a qué se refería.
Me explicó que este pueblo encierra la energía del sol que es la energía del tiempo. Un tiempo cíclico, eterno. Y que somos el pasado, el futuro, el porvenir de las eras; y que confluimos todos en un instante, cada segundo a la vez, pero que la mayoría de la gente no puede verlo. Y que somos la energía de todos aquellos que han pasado a través de los resplandecientes rayos del sol, hijos de una misma tierra, y nos hemos dejado maravillar por la incuestionable verdad que encierra la vida con su fugaz belleza sin importar de qué rincón venimos. Y, mientras me disculpaba por el Intihuatana destruido, me repetía que todos somos tiempo: un tiempo infinito, ancestral, del que nunca nos vamos porque a él pertenecemos. Porque estamos en él todo el tiempo. En todos los tiempos.
JONATHAN OCMIN GÁSLAC
Perú
Página WEB: https://cinentremeses.wordpress.com/ Instagram: https://www.instagram.com/jonathan.jog/?hl=es la
Tito era el arquero de uno de esos equipos del Nacional “C” que prefiero no nombrar para no herir susceptibilidades. En un país donde el fútbol es patrimonio nacional estar en la Primera “C” no es algo con lo que alguien se pueda sentir orgulloso. Nadie te iba a pedir autógrafos y ni siquiera te saludan al finalizar los partidos. Jugar en la “C” era más bien, una especie de entretenimiento de fin de semana más parecido a los encuentros de solteros contra casados que a una verdadera pasión de multitudes. Tito era hijo único, sostén de madre viuda, hacía algunas changas como ayudante de pintor en el pueblo donde vivían. Era un buen hijo, quería mucho a su mamá, si por alguna razón alguien la insultaba no le importaba ni el tamaño y ni la cantidad con los que tendría que enfrentarse, a golpes de puño siempre les daba su merecido.
Tito, era muy bueno como arquero, medía casi dos metros, ágil, aguerrido para encarar a los delanteros, salidor, gran pateador, pero con un único defecto que lo dejaba afuera de cualquier calificativo. Todos sabemos que el momento cumbre de lucimiento de cualquiera que se precie ser un buen guardavalla, es la heroica proeza de atajar un penal. Tito, en cambio, jamás había sido ovacionado por la hinchada por esa tarea. El hecho de encontrarse frente al contrincante sobre la línea de gol a la distancia de los doce pasos, bajo los tres palos, lo aterraba tanto que quedaba tan bloqueado que su cerebro no podía transmitirle ningún tipo de señal ni a sus piernas ni a sus brazos quedando petrificado en el medio del arco a manera de esfinge egipcia. Era algo así como encontrarse contra el paredón de fusilamiento de Camila y Ladislao, pero en este caso él era Ladislao más solo que un perro huérfano y sarnoso.
Hace un par de años habían tenido una gran campaña, recuerdo que les prometía a los defensores hacerles un asado en su casa el domingo por la noche si no cometían ninguna falta dentro del área que lo expusiera al tremendo castigo de tener que enfrentarse al contrario para atajar un penal. Era el último partido del campeonato,
matemáticamente hablando solo con un empate el equipo de Tito quedaba como campeón de la temporada y ascendía automáticamente a la primera “B”. El partido había sido bastante parejo y ninguno de los equipos había inaugurado el marcador. Faltaban tres minutos para terminar el partido y el equipo de Tito se cansaba de tirar centros al área contraria, malogrando en todos los casos la posibilidad de convertir y dar por finalizado el encuentro. El referí miró el reloj y marcó dos minutos de suplemento. Tito notó que sus defensores, en el afán de rematar el partido, estaban demasiado adelantados.
El colorado Figueroa se preparaba para patear un córner, quizás la última jugada del partido, quizás la última posibilidad de cerrar el campeonato con una victoria y empezar a degustar las mieles de la fama en el torneo de la nueva categoría. La pelota voló como un cometa atravesando el área chica y el wing derecho voló en palomita a su encuentro pegándole un tremendo frentazo que dejó sin aliento a todos los que estaban viendo la jugada. La pelota se estrelló contra el ángulo que forma el travesaño y el poste y salió despedida como expulsada por un resorte hacia el círculo central. El más veloz de la camiseta contraria la paró de pecho y empezó a correr como loco hacia el arco donde estaba Tito agazapado. Los dos defensores salieron al encuentro.
El primero fue eludido como si estuviese en silla de ruedas. El segundo que fue a interceptarlo le tiró una plancha que si el referí no hubiese aplicado la ley de la ventaja hubiera sido expulsado y reportado a la cárcel con cadena perpetua. Un tercero, que estaba más adelantado, lo corría de atrás, Tito se bamboleaba de derecha a izquierda tratando de determinar si estaba cubriendo el arco de manera proporcional sin dejar huecos que pudiese aprovechar el delantero con un tiro de media distancia o emboquillada. Tito seguía con los brazos extendidos, viendo cómo su defensor perseguía, al que se escapaba solo con la pelota con furia demencial. Al momento en el que este cruzó la línea blanca del área ve cómo un botín se cruza con
tanta fuerza que hace rodar al delantero dejándolo fuera de juego por varios meses.
Entraron los camilleros sin autorización y Tito buscaba donde estaba el referí esperando lo peor y lo inevitable. El sonido del silbato no se hizo esperar, era un penal más grande que una casa y Tito debía atajarlo si querían ascender a primera “B” Nacional esa tarde de sábado. Tito se agarró la cabeza, pero rápidamente trató de disimular el terror que corría por sus venas. Se paró en la línea del gol y empezó a rezar. Tito no era de ir a la iglesia, pero en ese momento recordó las oraciones que le había enseñado su mamá cuando lo mandaba al catecismo. Era su peor momento, solo faltaban unos minutos y si no hubiera rebotado la pelota en el arco contrario ya estarían en primera “B”. Flexionó las rodillas extendió los brazos y un dolor intestinal cubrió su abdomen. Cerró los ojos un instante, al abrirlos pudo escuchar el silbato del referí y ver cómo los jugadores contrarios corrían festejando hacia el centro de la cancha. Antes de lo que canta un gallo se escuchó un segundo silbato que daba por finalizado el encuentro. Habían quedado segundos, sus defensores lo miraban con odio, y Tito, aún aturdido, ponía cara de resignación, aunque por dentro hubiera matado al defensor que le había atravesado la pierna de forma criminal al delantero contrario. Fueron al vestuario y el Director Técnico lo llevó aparte para conversar. Le echó en cara que él había sido el culpable del fracaso, y que ni siquiera había hecho un mínimo esfuerzo para tratar de alcanzar la pelota que rozó su mano a solo veinte centímetros. Él no había percibido nada de lo que le recriminaba el DT, para él estar frente al contrario esperando patear un penal era como desfallecer, desmayarse, entrar en estado de coma por un instante y volver en sí cuando la pelota ya había impactado contra la red que yacía a sus espaldas. Antes de ir a hablar con el resto del equipo el Director Técnico le dio un ultimátum. Aún quedaba el mini encuentro reducido con los cuartos de final. Se jugarían a doble partido de local y visitante, el ganador de ese torneo
obtendría el segundo ascenso a la primera “B”. Durante la semana, en los entrenamientos, solo lo ponían a atajar penarles, y como era de esperar no atajaba uno ni de casualidad. Meterle un gol a Tito en esas condiciones era más fácil que embocar un salvavidas en una pileta olímpica desde el trampolín. A pesar de eso, en varios fines de semanas se disputaron los partidos con muy buenos resultados y una excelente participación de Tito. Casi sin darse cuenta llegó el último partido con la valla invicta. Ese día se definía a todo o nada la última chance de salir de la malaria de estar en la “C”. Tenían que ganar sí o sí, un empate los llevaría a definición por penales y eso sería el fin. Para colmo, el mejor de los delanteros del equipo de Tito no iba a jugar ya que había tenido una rotura de ligamentos que lo dejaba afuera de todos los partidos que quedaban de este y del próximo torneo. La noche anterior, Tito no pegó un ojo, no sabía si tomarse una sobredosis de laxantes y declarase enfermo o hacerse secuestrar por algunos vagos conocidos y desaparecer del planeta. Pensó en decir que estaba lesionado fingiendo un esguince producido en el último partido, pero sabía que no iba a poder sostener la mentira durante la revisación medica obligatoria. Estaba en el horno, más que nervioso, perder durante el encuentro era una cosa bastante mala por cierto, pero perder en la definición de penales sería el fin de su carrera como guardavallas. Tito, estaba convencido de que los equipos contrarios ya sabían de su punto débil, que con un pequeño esfuerzo y una mínima puntería meterían todos los balones adentro. Empezó el partido y Tito había invocado a todos los santos del almanaque. A los cinco minutos, un centro en comba sobre el área deja la pelota casi congelada en el aire servida para que el centro half del oponente cabeceara con tanta energía que la pelota se le coló entre sus manos dejando a su equipo en ese instante fuera de toda chance. Si bien, no era bueno lo que estaba sucediendo, esa situación lo tranquilizaba mucho a Tito, entendiendo que si perdían esta vez no iba a ser a causa de su terrible pánico a atajar penales. Terminaron los primeros cuarenta y cinco
minutos y todos se fueron a los vestuarios. En el entretiempo, Tito estaba bastante relajado. Sus compañeros, por el contrario, estaban exacerbados, enloquecidos, querían comerse al primero que se le cruzara por el camino. El DT los arengaba a que salieran a matar, que esa era la última oportunidad de sus vidas para ser reconocidos, y por qué no, hacerse de una nueva carrera en el exterior, llena de lujos, dinero y mujeres. Salieron a la cancha, el partido estaba muy cerrado, nadie arriesgaba nada. Tito solo esperaba que nada cambiara, a pesar de que ese resultado también era perjudicial para su carrera. Nada era peor para Tito que ser el padre de la derrota. Casi por arte de magia, cuando solo faltaban diez minutos para terminar el partido, en uno de los avances del equipo de Tito, uno de los defensores es sorprendido cerca del área contraria y el colorado Figueroa le roba la pelota, elude al arquero e introduce suavemente la pelota en el arco como una bola de billar entra en la tronera. Estaban empatados y si todo seguía así ni un milagro lo salvarían a Tito de la definición por penales. Y así fue, se escuchó el silbato y los del equipo contrario ya empezaban a festejar, todos ya sabían que vencer la valla de Tito sería un juego de niños, solo un trámite como dirían algunos relatores. El DT seleccionó a los cinco que ejecutarían los penales y miró con odio a Tito, sabía que debía haber hecho el cambio por el arquero suplente antes de que finalizara el partido, pero se durmió con el entusiasmo que le había producido ese gol tan milagroso del colorado. Ya no cabían alternativas, solo quedaba encomendarse a Dios y que Tito hiciera lo que pudiera. Empezaron la secuencia de tiros, el equipo de Tito convirtiendo en forma espectacular. La hinchada festejaba enardecida hasta que le tocó el turno de ejecutar a los contrarios y Tito, como una momia, se quedó tieso como un tercer palo esperando que se cuele la pelota en el fondo del arco. Volvieron a ejecutar los del equipo de Tito en forma exitosa, pero esta vez la hinchada se quedó en silencio. Otra vez Tito, más duro que pan de la semana pasada, aguardaba como se metía el balón despacito, rodando cerca del palo
derecho. Y así fueron pasando los tiros, los pateadores del equipo de Tito tuvieron cien por ciento de efectividad, al igual que los contrarios, con la única diferencia que para estos era lo mismo que patearle penales a una estatua. Estaban cinco a cuatro, era la última chance que tenían los otros para cerrar esa secuencia y empezar con la muerte súbita. Tito tenía los ojos bien abiertos, los brazos estirados, solo escuchaba el latido de su corazón que por poco le salía por la boca. Estaba agitado, podía distinguir a cada una de las personas que estaban en la tribuna esperando lo inevitable. Sus compañeros, lo miraban con una mezcla extraña de lástima y rencor. A lo lejos se escuchó el grito afónico de “¡¡¡Vaaaaamos, Titoooo!!!, la rrrreputamadre que te pariooooo”. Al unísono el delantero, muy tranquilo, empezó a correr tranquilo hacia la pelota. El golpe del botín embarrado contra la pelota se escuchó en todo el estadio. Tito cerró los ojos como siempre, pero esta vez fue distinto, parecía que el insulto había hecho que la sangre corriera por sus venas. Casi espasmódicamente saltó como un pájaro hacia el palo izquierdo. La pelota pegó de lleno en sus genitales dejándolo sin aire revolcándose por el piso. Sus compañeros lo cargaron en andas y festejaron el ascenso dando la vuelta olímpica. El Director Técnico, sacó su libreta, un lápiz y anotó “putear a la madre de Tito cada vez que deba atajar un penal.”
GUSTAVO VIGNERA
Argentina
Facebook: https://www.facebook.com/gustavovignera/ Twitter: @vignera Instagram: https://www.instagram.com/gustavo_vignera_autor Página WEB: http://www.gustavovignera.com.ar
Siempre he creído que diariamente se aprende algo nuevo. Ha sido la conducta que gobernó mi vida como médico y, tras medio siglo de ejercer la profesión, sostengo que aún sé muy poco. Desde las aulas universitarias me enseñaron que no hay enfermedades sino enfermos y este principio me motivó a experimentar tratamientos atrevidos, innovaciones quirúrgicas y formas elegantes de practicar la eutanasia. Sería inadecuado e indecente afirmar que nunca he perdido un paciente. El médico no es un dios sino un ser de carne y hueso con sentimientos, frustraciones y capacidades limitadas. No siempre le gana a la muerte. Me jubilé hace un año y conservo la lucidez y cordura de mis años mozos. El retiro oficial no me cogió de sorpresa y luego de un par de meses reflexivos, y por momentos deprimentes, decidí dar un giro a mi futuro. Conocedor de la mente y fisiología humanas me fue muy sencillo reordenar mis prioridades para no encajar en la tropa de desempleados neuróticos e hipocondríacos.
Lo primero que decidí fue dedicarme a la jardinería. Lo hice porque las plantas son seres vivos, llenos de sorpresas y expectativas. Fue así como edifiqué un pequeño invernadero en el jardín de mi casa. Diseñé un domo transparente con humedad y temperatura controladas, suministro permanente de agua ozonizada, luz ambiental modulada y sistema de control de plagas semi automático. En pocas palabras, recreé el hábitat ideal para sembrar componentes biológicos y no vegetales como fue mi intención original. Inicié este pasatiempo con los cabellos, por el simple hecho de que siguen creciendo después de la muerte terrenal. Empecé sembrando mechones biológicamente viables en musgo crecido a más de cuatro mil metros de altura y regados con fórmulas que mezclaban líquido amniótico, células madre, factor anti necrótico y sueros potenciados con probióticos y enzimas. Para ello examinaba al microscopio las muestras y me aseguraba que el folículo piloso y estructuras vasculares estuvieran indemnes. La proliferación de los mismos en las macetas fue la observación inicial. Las matas de cabello
cosechadas mostraban colores firmes, resistencia al quiebre y volumen envidiable. El primer paso había sido dado y la siguiente era trasplantarlo en la tierra orgánica enriquecida. Mi objetivo, además de la satisfacción personal, era obtener niveles de producción que permitieran establecer flujos de rendimiento económico en la industria cosmética. Puedo afirmar que los resultados obtenidos en la madre tierra superaron mis cálculos.
Sin embargo, hubo uno que llamó mi atención. Era marcadamente diferente al resto. La característica sobresaliente de este espécimen radicaba en que los cabellos habían crecido sobre una superficie epitelial, tal como lo comprobé en los cortes histológicos. Visto con ojos científicos y mente amplia, había replicado el nacimiento de un cuero cabelludo; no tenía dudas. La pregunta que me asaltó por varios días era cómo había obtenido ese cultivo. Sin ánimo de misiones detectivescas me limité a creer que la muestra de cabello vino con algunas células extras, probablemente dérmicas.
Pasó un mes y decidí desenterrar esa curiosidad. Con sumo cuidado fui despejando la tierra circundante y extraje una especie de raíz de treinta centímetros que desplegaba raicillas secundarias hacia los costados. No podía dar crédito a lo que la tierra me brindaba. Había creado una estructura vertebral primitiva sin cráneo. Tenía a la vista el cuero cabelludo desollado desde la base de implantación, que se prolongaba hacia abajo siguiendo el eje axial geotrópico. Faltaba el sustento óseo para enraizarse. Lavé bien el cultivo y lo trasplanté en un pedazo de tierra más amplio. Mi proveedor de cabellos, un antiguo maquillador de cadáveres, se entusiasmó con mi nuevo pedido. Debía tomar discretamente y sin despertar sospecha en el rostro del muerto, una muestra más profunda de cabello que comprendiera cuero cabelludo y un fino filamento de hueso de la zona occipital derecha. Evidentemente sus honorarios aumentaron y cuando recibió la paga no abrió la boca y se marchó sin preguntar. Así trabajábamos desde el inicio de mi proyecto y contaba con su lealtad a toda prueba. Una semana más tarde se presentó con cuatro
bolsitas en las que nadaban en solución fisiológica los pedidos hechos. Realicé la primera etapa del protocolo y a los treinta días las cuatro muestras estaban siendo trasplantadas verticalmente en la tierra destinada. Luego de seis semanas se insinuaban las frentes y cejas y una quincena más tarde las cabecitas estaban casi formadas. Una de ellas tenía ojos azules, otra marrones y las restantes no definían el color pero sí los labios sensuales. Un mes más de espera y estarían listos para la cosecha preliminar. Mientras tanto las cabecitas se miraban extrañadas y hacían pucheros cuando les apagaba el televisor colocado frente a ellas. La hora de dormir se respetaba escrupulosamente. Nunca noté en ellas algún atisbo de hambre o dolor. El riego nutricional era diario y gozaba con la alegría reflejada en sus caritas.
El momento esperado llegó. Cubrí con antifaces los ojos de tres cabecitas y desenterré la de los ojos azules. Mientras lo hacía sentía que me miraba tiernamente y me pareció escuchar unas palabras de agradecimiento. Incluso me llamó “papá”. Cuando tuve la cosecha sobre la sábana que servía de lecho, noté, con el dolor de mi corazón, que no existían brazos, piernas, tórax ni abdomen. Era un amasijo de pelos enredados que dejaba ver, al separarlo, la inexistencia de un cuerpo. Le acaricié la cabecita y procedí a darle el primer baño de su existencia. Lo coloqué sobre el hoyo preparado para recibirlo y lo cubrí con tierra, dejándola tal como al principio. Tanta emoción vivida la durmió rápidamente. Me dirigí hacia las otras tres cabecitas y les quité los antifaces. Observaron a su hermano durmiendo y me miraron con amor y reverencia.
Las acaricié, peiné, perfumé y les canté una canción de cuna para dormirlas. Con gran pesar me dirigí hacia el pañol de herramientas para extraer el machete y terminar con esta estupidez de viejo ocioso.
OSWALDO CASTRO ALFARO Perú
Facebook: OswaldoCastro
Rybar corría sin parar entre los árboles añosos, su objetivo, llegar al río Elba. Necesitaba juntar agua para su desfalleciente madre que había quedado tirada en la cama tras el alumbramiento de la pequeña Raina, su hermanita. “Agua, agua” era lo último que le escuchó decir, vio sus labios cuarteados, tomó el balde y partió. La travesía no le resultaba fácil, el calor golpeaba como nunca y la sequía reinante era como un tronco más de leña al fuego. Los últimos restos del preciado líquido se habían acabado el día anterior y la mañana sorprendió a Mirka con los dolores de parto tan intensos que inmediatamente comprendió que estaba a punto de parir. Y así fue, a los pocos minutos asomó la cabecita de Raina entre las piernas de su madre que yacía tirada en el camastro. Rybar observaba con susto la escena, quería ayudar, pero qué podía hacer un niño de apenas nueve años. Su padre había partido quince días atrás en búsqueda de trabajo y no había vuelto a dar señales de vida. Volvió a observar a la recién nacida, envuelta en sangre, a su madre que pedía entre gemidos agua, tomó el balde y partió. El río Elba pasaba a un kilómetro de su casucha y sabía que, si corría con todo el impulso que le daban las circunstancias, en poco tiempo podría calmar la sed de su madre, pero a medida que se internaba más en el bosque, sus fuerzas iban flaqueando, aunque no su voluntad. Así, a lo lejos, divisó unos peñascos muy grandes que no recordaba haber visto antes; allí abajo, en un hilo, el río se desplazaba sin pausa. Llegó a la piedra y vio una leyenda tallada; la leyó: “cuando me veas, llora”. Nunca imaginó cuán cerca estaba de desentrañar el misterio de esta. Bajó con dificultad, quedó petrificado ante el paso de una serpiente quien ignoró la presencia del niño. Con los pies lastimados por la travesía, Rybar se acercó al río y llenó el recipiente. Comprendió que el regreso sería más lento pues debía evitar derramar el preciado tesoro, además el peso y el cansancio constituían una valla. El atardecer lo acompañó en el reencuentro con su hogar, al avistar la choza tan cerca una sonrisa dibujó su compungida alma. Estaba a pasos de poder
complacer a su madre. Abrió con un gesto triunfal la puerta de la choza y vio a su progenitora aún tirada en la litera, en un baño de sangre y a Raina, prendida a su pecho fláccido. Se acercó para mostrarle su logro, pero ninguna de las dos dio señales de vida; les gritó, las zamarreó, pero la respuesta fue la misma, silencio de muerte. El niño ahogó en un grito su llanto y la inscripción de la piedra golpeó como un martillo su mente: “cuando me veas, llora”
CLARA GONOROWSKY Argentinaodrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. Para Mark esto significaba que no podrías cortar algo que evidentemente volvería crecer, no podías acabar con algo que volvería a surgir.
Mark nació con una pequeña y problemática habilidad, le era imposible ocultar sus sentimientos. Su habilidad se describía como un desafío cuando se trataba de hacer amigos. La primera vez que hizo presencia sucedió cuando tenía cuatro años, su amigo de juegos le rompió su carrito. El niño se dio la media vuelta, inconsciente del dolor que le provocaba al pequeño Mark, la respuesta natural hubiese sido ir llorando con su madre, incluso habría válido un grito o pataleta, pero Mark no era un nene normal, de sus brazos comenzaron a brotar pequeñas e inofensivas jazmines azules, las raíces de estas abrazaban sus brazos sin intenciones de desaparecer, con cada lágrima que rodaba por su mejilla, de los brazos del pequeño Mark crecían florecitas. De cualquier forma, su madre (observadora como la mayoría), notó la extraña condición de su hijo y decidió llevarle con un doctor.
Al principio el médico dudó de las palabras de la madre y pensaba que aquel arbolito de jazmines, había sido colocado de alguna manera por un ingenioso niño, más aún que pasado el exabrupto, la mayoría de las flores se habían secado y las raíces apenas eran visibles. La madre, desesperada porque el doctor comenzaba a tratarla de loca, pellizco a su hijo, provocándole el llanto.
Los jazmines reverdecieron y las flores lucieron sus pétalos con más vida que la primera ocasión.
Al ver aquella rareza el médico solo pudo llegar a una ingenua conclusión “Probablemente su hijo se comió un puñado de semillas de jazmines”. ¡Claro!, definitivamente eso sucedió. En ocasiones las personas con mucho conocimiento se niegan a admitir su propia ignorancia, lo que los lleva a crear teorías disparatadas como la que el histérico doctor formuló a la madre de Mark.
La mujer estaba por marcharse y estando en el umbral de la puerta el médico la detuvo, “preséntelo a un florista, al menos podremos descartar la idea de una intoxicación, o podrá cortarle las plantas”.
II
Un florista muy emocionado se abalanzó sin vergüenza alguna sobre aquel árbol de jazmines, tomando la mano de la madre de Mark y sacudiéndola en forma de saludo.
Mi nombre es Jackson, es un gusto era un hombre delgado y alto con un alto sentido de la moda y la estética. Usaba un piercing en la oreja izquierda y su mano derecha era decorada por el tatuaje de un bonsái.
La madre le arrebató al “arbolito”, y le explicó la situación al joven florista el cual no pudo contener su emoción. El florista tomó a Mark y lo sentó en una mesita alta, haciéndole todo tipo de preguntas, y cuando los ojos del pequeño Mark se encontraron con los de aquel hombre, una sonrisa le iluminó el rostro, el niño se quitó la playera y ambos adultos observaron una decena de girasoles brotarle del pecho. No solo la madre y el florista se sorprendieron, sino que el mismo Mark no tenía idea de lo que sucedía.
Con el tiempo Mark y su madre se volvieron clientes recurrentes en aquella florería, y claro que Jackson era muy bueno en su trabajo e incluso intentaron de todo, desde cortar las flores hasta extraer sus raíces, pero esto era prácticamente imposible, ya que para Mark era más doloroso arrancar una de sus flores, que una de sus extremidades, estas dolían cada vez que crecían con una emoción negativa e incluso estas eran aún más sensibles que su propio cuerpo, si las tocabas con demasiaba brusquedad le provocaban un hondo dolor físico y si las tocabas con delicadeza estas le daban cosquillas. Jackson sabía justo donde tocar, sus dedos eran de seda y cada vez que Mark experimentaba una nueva flor, este iba a aquella florería con su florista personal a descubrir su significado mientras sus caricias calmaban el dolor.
III
Durante su infancia, gracias a la comprensión y amistad de Jackson, Mark sobrellevó su “don”. Fue al cumplir los quince años y en plena adolescencia que comenzó a odiarlo. No fue algo instantáneo, la aversión comenzó el 22 de marzo, un día después de su cumpleaños, aquella niña bonita se había unido a su clase. Mark era un desastre, millones de margaritas adornaban sus brazos. Las margaritas, son símbolo de inocencia y un amor tan puro como el color que las adorna. Si hubiera sido un poco más cuidadoso probablemente nadie se hubiera dado cuenta que eran dirigidas a aquella chica, si no que cada vez que ella cruzaba la puerta del salón de clases sus margaritas surgían, cada vez que el nombre de Hannah era mencionado, sus margaritas enloquecían, y cada vez que se acercaba a Mark estas parecían multiplicarse. La aversión a su “don” fue in crescendo mes tras mes, para junio, era ya insoportable. Mark creció y los demás chicos también. Lo que en algún momento pareció magia, se había convertido en un mal sueño.
Debido a las burlas que recibía por sus sentimientos terminó huyendo de la escuela para ir a refugiarse con Jackson en su florería.
IV
Su madre murió de un infarto (algo poco común en las mujeres) aquel verano. Mark se negó a salir de la florería por más de un mes, y cada vez que Jackson (quien gracias al testamento de la madre se había quedado como tutor del chico) lo veía sumirse en la depresión. Recordaba la primera vez que madre e hijo llegaron a aquel lugar, podía jurar que Mark estaba incluso más cubierto de jazmines que aquella vez. Jackson solo lo abrazaba mientras él lloraba. Y así las estaciones pasaron.
V
Para combatir la soledad, Mark trabajaba en aquella florería como aprendiz, los rumores no se hicieron esperar y sus compañeros inventaban miles de historias, “Jackson era el novio de su mamá”
“Jackson lo convirtió en una flor viviente” “Jackson mató a su madre para quedarse con el niño flor”, “probablemente solo son hermanos y no lo saben”. Los rumores solo duraron algunos años y lograron algo parecido a la normalidad, Mark y Jackson crearon una rutina, disfrutando el oficio de la florería.
VI
A sus diecisiete años sus amigos (sí, pocos, pero logró hacer amigos de nuevo) tenían una extraña obsesión con las películas de terror, y para Mark esto se llamaba masoquismo, ya que al día siguiente estos llegaban a la escuela con unas ojeras más grandes que las de un poeta en depresión. Lo habían retado varias veces y el siempre rechazaba, pero un día una pequeña feria llego a la ciudad, por lo que sus amigos recurrieron a invitarle a la casa embrujada de aquella feria, al principio Mark se excusó con tener que ayudar a Jackson en la florería, aun así, todas sus excusas fueron ejecutadas con solo un “¡Vamos Mark!” de Hannah. Aquella noche Mark parecía un ramo de tulipanes morados, esta era sin duda una nueva flor, sus amigos ni siquiera se dieron cuenta cuando se fue corriendo, ni siquiera se despidió de Hannah, ni siquiera entró a la casa embrujada. Salió corriendo a la florería de Jackson, encontrándolo mientras este dormía plácidamente y otra flor que nunca había brotado de él, brotó. Una gardenia, seguridad.
VII
El sol estaba en el punto más alto de la ciudad y el viento soplaba ligeramente, provocando que las hojas secas de otoño se alborotaran. El escenario pudo haber sido perfecto si no fuera por un Mark luciendo como un árbol humano lleno de claveles blancos. Había presentado el examen de admisión para la universidad y debido a sus nervios no pudo controlar a sus plantas, por las que se salieron de control, cubriéndolo, incluso su pelo tenía claveles. Al llegar, después de una larga caminata, ahí se encontraba de nuevo contándole a Jackson sobre su día y como nadie en aquel
examen lo había volteado a ver a pesar de que tenía más flores en su cabeza que en el florero de sus casas. Les gustaba disfrutar la compañía del otro, a veces Mark solo le ayudaba a Jackson con los ramos, a veces solamente se recostaba en el piso del local, pero lo que era seguro, es que al estar con él, sus brazos se llenaban de girasoles. Nadie lo hacía sentir más seguro que su florista… y Hannah quien ocasionó que las primeras rosas rojas crecieran en él, y justamente fue Jackson quien trabajó más que nadie en aquella relación, ya que no permitía que Mark regresara a la casa sin que este le confesara sus sentimientos o al menos le mostrara sus rosas, por lo que gracias a Jackson, Mark y Hannah comenzaron a salir.
VIII
Eran las únicas dos personas que se habían tomado el tiempo de aprender acerca de sus flores aparte de su madre. Incluso Jackson le solía prestar a Hannah el cuadernito en donde anotaba cada nueva flor que brotaba en Mark. Este pequeño cuaderno tenía cada una de las flores que Jackson había visto en Mark desde aquel día que lo conoció, e incluso contenía dibujos de cómo estas lucían y se aferraban a sus brazos, que emociones eran las que las traían a brote, y que le gustaba a cada una, a los girasoles les encantaba el contacto, mientras que a los tulipanes les disgustaba, los jazmines necesitan mucha agua, que aproximadamente consistía en una ducha de dos horas, pero para las margaritas con quince minutos sería suficiente.
IX
Mark desapareció un día antes de entrar a la universidad, nadie lo había visto desde la tarde, ni siquiera Jackson sabía dónde se encontraba, no respondía el teléfono, e incluso salieron a buscarlo. Pero nadie lo había visto salir. Las semanas pasaron y Mark no apareció, se abrieron investigaciones, pero después de tres semanas abandonaron el caso, que según los policías se trataba de “una rebelión adolescente”, pero Mark jamás volvió, y si el caso de la rebelión era cierto, Mark no se redimió.
Jackson cambió el nombre de su florería, cuatro letras luminosas adornaban la parte superior del local, decorado con flores y luces de colores. Jackson se encontraba ocupando el lugar de Mark detrás del mostrador. El sonido característico de una campanita indicó que un nuevo cliente había entrado a solicitar un ramo. Jackson tomó la orden y le dijo a la clienta que podría pasar por el ramo en aproximadamente dos horas. Bajó las escaleras en busca de las flores necesarias en su pequeño ático que usaba como invernadero, mientras sacaba su pequeño cuaderno que tenía escrito “Mark” en la portada, aquel donde anotaba todo acerca de sus flores. Al abrir la puerta, caminó hacía Mark que yacía atado al suelo con cadenas en sus extremidades, puestas con delicadeza para no dañar sus brazos.
Mark muchas veces se había puesto a imaginar su muerte, había llegado a la conclusión de que sus flores se alimentarían de él hasta que no quede más que sus huesos, la muerte más bella que jamás pudo imaginar, podría ser incluso retratada en una pintura, seguiría retratando dolor pero no dejaría de ser hermosa.
Al ver a Jackson acercarse no pudo evitar que un escalofrío recorriera su espalda. Jackson lo tomó de la barbilla, se acercó a su oído y susurró:
Tienes dos horas para convertir esos tulipanes morados en rosas… ¿o necesitas que traiga a Hannah para ayudarte? Mark lo tomó del cuello para responder con una voz cansada. Podrás cortar todas las flores, pero no podrás detener la primavera.
Al final uno de aquellos rumores era cierto.
SAMANTHA NIÑO PARDO México
Instagram: https://instagram.com/sam_heavens.cloud?r=nametag
En la calle:
Caminaba a paso regular. Los tacos golpeaban con un sonido neutro las baldosas de la gastada acera; el aliento formaba nubecitas en el aire frío. Tenía las manos en los bolsillos del sobretodo, y no pensaba conscientemente en algo determinado. Los árboles de troncos negruzcos se sucedían en grotesca fila; arriba, un cielo gris. Las antenas de televisión asomaban por sobre las azoteas como insectos fantásticos de otro planeta. ¿Cuánto hace, pensó absurdamente, que no es verano? Y entonces volvió aquella idea: un camino hacia aquel país dichoso; un camino hacia el país del Sol.
En las paredes, los carteles de propaganda política, los avisos comerciales, las palabras toscamente emborronadas con pintura roja o con alquitrán, se oponían y se superponían en una extraña lucha a la vez muda y estridente:
¡FUERA YANQUIS IMPERIALISTAS DE VIETNAM!; ESTA NOCHE: ORQUESTA TÍPICA DE; PRESUPUESTO sí, SANCIONES NO; Los FASCISTAS ASECINOS SON UNOS HIJOS DE; EL CANAL DE LAS FAMILIAS: SIEMPRE LOS MEJORES PROGRAMAS; REPUDIO
A LA AGRESIÓN POLICIAL.
Un camino, pensaba él, un camino hacia el pasado... Atrás, atrás, a aquellos tiempos más felices, cuando el mundo todavía no había perdido el rumbo... Tengo que hallar el modo de volver atrás... Tengo que encontrarlo.
Se detuvo. Había llegado a la parada del ómnibus. La calle estaba desierta en aquel helado atardecer. Consultó el reloj, maquinalmente, sin enterarse de la hora que indicaba. Volvió los ojos a la larga avenida que había recorrido. La solitaria perspectiva era un tanto borrosa a causa de la neblina y de su propia miopía. Atrás, atrás, se repitió; tengo que encontrar la manera.
En el ómnibus:
Semiacurrucado en el asiento de cuero raído, envuelto en la bufanda, miraba sin verlo su propio reflejo rostro pálido, ojos
enrojecidos, pelo oscuro , sobre la ventanilla. Fragmentos de diálogos de otros pasajeros, risas, sonidos, rumores, le golpeaban los oídos.
...la última materia, ¿sabés? Pero le tengo miedo a ese profesor; dicen que es un amargo, ¿sabés?
Atrás, atrás, pensaba Tengo que volver. El pasado no ha muerto: el tiempo no muere, como no mueren las calles que este ómnibus va dejando atrás. Yo sé que existe un modo de regresar y lo voy a encontrar. El presente es un asco; no comprendo este mundo de hoy; no pertenezco a él; lo detesto. ...¡déjelos, no más! ¡Van a provocar otra Corea, eso es lo que van a conseguir! ¡Otra Corea! ¡Eso!
...Subió a trescientos pesos. ¡Esto no puede ser! ¡Si cuando yo te digo que este país va cuesta abajo! ...
...El tiempo es una dimensión, como la altura, como la distancia. Podemos viajar horizontalmente, hacia adelante y hacia atrás, simplemente caminando. Podemos ir hacia abajo, haciendo un pozo, sumergiéndonos en el mar, cayendo... Pero para ir hacia arriba, ¡se necesitan vehículos especiales! De otra forma, no es posible despla zarse en esa dirección... Las dificultades aumentan de acuerdo a la dimensión en que se quiera moverse... ¡Es raro que nadie haya pensado en eso!
...son todos riquísimos. Pero el que más me gusta es George... Ringo tiene un no sé qué que me hace erizar... ¿A vos no? ¡Me enloquecen los...!
...¿Y cuál puede ser el vehículo apropiado para viajar en el tiempo? ¿Una máquina, como las de las novelas de ciencia ficción? No. ¡Algo mucho más simple... y a la vez inmensamente más complejo! ¡Curioso que nadie lo haya pensado!...
...son divisas que el país pierde. ¡Es una inconsciencia!
...él la quiere con locura. Se desespera por verla, la llama por teléfono, le regala flores... Es un amor con ella. La quiere de verdad y...
...¡La mente! Es la única solución. Solamente mediante el pensamiento, o el poder mental, o lo que sea (los nombres no im portan), se puede viajar al pasado. Parece fantástico; pero lo que ocurre es que se trata de un concepto totalmente nuevo y distinto. Todo lo estructurado anteriormente no sirve de nada ante esta nueva concepción. El adelantarse a ella requiere todo un esfuerzo mental; es cierto. Pero si se reflexiona un poco, se llegará inevitablemente a la misma conclusión a que yo llegué... Lo único que nos llevará al pasado es la mente... ¡Y yo tengo que llegar! Atrás, atrás..., a aquellos tiempos mejores y más felices...
...¿Viste “El Show de las Risas”? Es bárbaro; bárbaro, te digo...
...¿a trabajar en el Banco? Te felicito, pibe. ¡Tenés un porvenir seguro!... Hoy en día...
...Volver... volver. La Historieta era un arte entonces, y se escribía con mayúscula... Todo el mundo conocía a sus personajes y a sus dibujantes... Yo hubiese podido ser algo en esa época: me habría destacado en ese género... Ahora... Ahora no me queda nada; no puedo esperar nada; no veo ninguna luz delante de mí... ¿Qué puedo hacer en este mundo que no entiendo y entre esta gente que desprecio?... Televisión, TV, hoy, serial, show, Nueva Ola... solo se habla de eso. ¡Cómo ha decaído, cómo se ha deformado la mentalidad del público! No leen, no van al cine, y menos al teatro; no piensan. No hacen otra cosa que sentarse frente a una pantalla a mirar tonterías todo el día... Tengo que volver atrás...
...¡Si es usted el que empuja, imbécil! ...no es que no sepan, viejito. ¡Que se lo cuenten a su tío! Es que son unos sinvergüenzas y nada más. Se dedican a robar en vez de gobernar... ¡Eso...!
...porque está “Misión Imposible” y no me lo quiero perder... ...El diario, nada más. Pero no tengo tiempo de agarrar libros... Además están por las nubes...
...dos bailes seguidos; uno de quince, con la orquesta de... ...¡Por supuesto! Si no gana bien, no. La nena no puede... ...Un camino. Un camino hacia el pasado. Atrás, atrás...
En la casa:
Por suerte no hay nadie, felicitose interiormente; podré experimentar. La última vez casi lo consigo. Recordó que se había tendido en la cama, relajando los músculos y tratando de poner la mente en blanco. Después se había concentrado intensamente... Atrás, atrás... atrás... Creía recordar todavía la humedad del sudor que le cubrió la frente y el esfuerzo tremendo a que sometió a su cerebro. ¡Y había logrado algo! De pronto se halló tendiéndose en la cama una vez más; ¿o sería la misma vez?... No recordaba haberse levantado en ningún momento; así que ¿cómo podía estar reclinándose de nuevo? ¡Era que había tenido éxito! ¡Había logrado retroceder en el tiempo!
Unos minutos... acaso solamente unos cuantos segundos... pero había tenido éxito. Él necesitaba remontarse dieciocho años atrás, al principio mismo de aquel lapso feliz que añoraba... Le iba a costar mucho más, naturalmente, pero llegaría. Estaba dispuesto a sufrir lo que fuese, con tal de llegar. El experimento exitoso le había costado tres días de terribles dolores de cabeza..., dolores tales como jamás creyó se pudiesen padecer...; pero estaba decidido a continuar hasta el fin. Porque debía encontrar el camino hacia aquel tiempo de Sol, atrás, atrás.
Se tendió en el lecho, cerrando los ojos y aflojando el cuerpo; ya podía conseguir esto con entera facilidad. Después se concentró: Atrás. Atrás. A aquellos tiempos dichosos en que los quioscos exhibían abigarrados montones de revistas de historietas. Cuando todo el mundo conocía a los personajes de las tiras diarias y de los comic books: Mandrake, El Príncipe Valiente, Flash Gordon, El Hombre Plástico, Spirit, Cuentos de Brujas... En aquel tiempo en que los dibujantes eran estrellas refulgentes: Cullen Murphy, Raymond,
Lubbers, Powell, Wood, Eisner... Entonces, atrás, atrás , cuando aparecían los primeros puestos callejeros de venta y canje de revistas; puestos de madera claveteada, donde se amontonaban los muchachos revolviendo en las pilas de revistas de historietas; muchas, muchísimas; todas distintas y todas de buena calidad; hechas con cariño, como una obra artística porque entonces la historieta era un arte , por hombres que sabían su trabajo y conocían el valor del mismo... En ese tiempo en que él era uno de esos muchachos quizá el más aficionado , que todos los días rebañaba de sus monedas sueltas para comprar revistas, y se pasaba las horas en aquel puesto callejero cuatro estantes de madera junto al cordón de la vereda, casi en la esquina , inclinado sobre las tapas de colores y las páginas manoseadas, buscando, gozando... Atrás...
En el país del Sol:
...es hoy, ahora. Supo que lo había conseguido. Estaba en una calle soleada, alegre. La gente discurría gozosamente por las aceras tibias; los automóviles circulaban discretos, sin demasiada prisa, sin demasiado ruido.
Caminaba a paso regular sobre las baldosas cálidas como carne, llenos los sentidos de aquello. El cielo azulísimo, el aire suave y tibio, el sol brillando tan magníficamente que hacía doler los ojos. Nunca creí, pensó maravillado, que pudiera verse tanto cielo; nunca esperé que hubiera tanto sol y tanta luz. Entonces notó que las azoteas estaban limpias de los fantásticos insectos de metal que las oscurecían en otro tiempo...; aquello permitía que la luz y el calor del sol se derramasen por entero y sin obstáculos sobre las calles, sobre la gente, sobre él, bañándolos cálidamente, revivificándolo todo...
El país del Sol, pensó; ¡el país del Sol!
Y entonces lo vio. Junto a la acera, casi en la esquina de la calle, pleno de colorido y de olor a papel delicioso olor ;
flanqueado por docenas de muchachos inclinados sobre las estanterías repletas. El puesto de revistas usadas. Aquel puesto. Se acercó, y al hacerlo se sintió estremecer. Porque había reconocido una forma familiar, una inclinación particular de hombros y espaldas... Sabía quién era ese muchacho que revolvía infatigable y ansiosamente los montones de revistas. Se aproximó, empapado en la dulzura cálida del Sol, colmados los oídos y las narices y los ojos y la piel de aquellas deleitosas sensaciones. Entonces se volvió el muchacho. Era pequeño y delgado, de grandes pupilas luminosas.
Hola..., Pablito dijo él, pronunciando las sílabas con la deliberada lentitud del que las saborea.
El chico sonrió.
Hola, Pablo respondió. Se dieron la mano, y el sol esplendoroso se agigantó hasta inundarlo todo. ***
...Derrame cerebral diagnosticó el médico, cubriendo el cuerpo con una sábana.
¡Pobre Pablo! se lamentó el padre . ¡Con tanto futuro por delante!...
¡Hijo mío!... sollozó la madre . ¡Cuánto debió de sufrir!
CARLOS M.FEDERICi Uruguay Wikipedia: Carlos María Federici
Nota del autor: Dos palabras previas relativas a este cuento. Pertenece a mis etapas iniciales; aunque se publicó en 1970, en el Nº 16 de la revista “Nueva Dimensión”, lo escribí algunos años antes, en la primera mitad de los 60. En esos tiempos, el panorama de la historieta mundial aparecía singularmente sombrío, y muchos veíamos en camino un proceso de extinción (bajo la damocliana influencia de la emergente TV) que se antojaba irreversible. De ahí la zozobra del emblemático protagonista, comprensible, pienso, si se considera que en aquellos días el mismísimo Stan “The Man”, según se cuenta, se echó a llorar desconsolado frente a Jack Kirby, ante la inminente hecatombe que veía avecinarse. Por fortuna “The King” asumió una actitud mucho más firme y resuelta, empeñándose en lo suyo hasta lograr encaminar a ambos, décadas más tarde, a los auspiciosos resultados de todos conocidos.
Balbi, la monja insaciable, se comió de una vez cuatro tarrinas de nocilla. Su apetito era voraz. Su estómago siempre le pedía más y más... Desde que nació sobrepesada, con cinco kilos, siempre había tenido demasiado apetito. En el hospicio donde nació y vivió su infancia y parte de la adolescencia, todos estaban altamente asustados porque la cría les gastaba buena parte de su exiguo presupuesto. No le gustaba jugar, ni bailar, ni siquiera dormir (pasaba las noches en vela pensando en llevarse algo a la boca). Sólo anhelaba engullir. Era una verdadera mini trituradora y tragadora de comida...
Posteriormente, cuando llegó a la temprana madurez y con 90 kilos de peso y 1,5 metros de estatura, su ansiedad que nadie se explicaba de dónde provenía, aunque podría provenir de su orfandad se fue acrecentando y acabó robando en las tiendas de ultramarinos y en las huertas de los vecinos de al lado del convento donde acabó viviendo. No tenía amigas, tan sólo enemigos por todos los rincones del sagrado sitio. Pero nadie se atrevía a denunciarla a la Policía porque, en el fondo, daba mucha pena y Dios sabe que la madre superiora y el resto de las hermanas hacían todo lo que podían por controlarla… sin éxito.
De modo que, un buen día, la madre superiora no tuvo más remedio que meterla en una celda para ver si, de este modo, el Santísimo se apiadaba de ella y se reformaba de una santa vez, comiendo como el resto de los mortales, en su caso, como el resto de sus compañeras, las otras monjas; es decir, poco.
Ella nunca había deseado los hábitos porque un día de esas escapadas que, en ocasiones hacía para robar comida en el pueblo, conoció a Justico un mozo lelo perdido, pero con buen paquete y se enamoró de él perdidamente. Pero su amor estaba condenado a extinguirse como los pecadores en el fuego del Infierno porque las pocas escapadas que hacía le resultaban pecata minuta al muchacho, quien necesitaba fornicar constantemente.
De modo que Balbi se convirtió en una monja joven adulta con muy mala leche: llegó a dudar de la existencia de Dios y odiaba a sus compañeras religiosas porque les había robado no pocas veces en la huerta del convento y éstas le tenían fichada con creces. Además, todas le resultaban demasiado beatas. Y Justico se quedó solo y deprimido.
Después de engullir las tarrinas, la novicia rebelde abrió la nevera y se dedicó a los yogures. Comió ocho de un tirón: cuatro naturales y otros tantos de sabor de frutas del bosque. Sentía especial predilección por estos últimos porque se imaginaba libre en el bosque, haciendo lo que le venía en gana, cual liebre campestre saltimbanqui.
La puerta de la cocina se abrió de golpe. Sor Creofasia, la madre superiora, le pilló in fraganti y, sin mediar palabra, le propinó una buena bofetada. La cara de Balbi se hinchó de repente, pero, en vez de llorar, comenzó a reír como una posesa.
¡Tú, de mayor, vas a ser una cínica!
La madre superiora le gritó estas duras palabras con todas sus fuerzas a la cara. Y esto provocó que la novicia soltase dos carcajadas diabólicas y saliese corriendo hacia el precioso claustro románico donde los limoneros se hacían querer por los olivos en un ambiente colmado de paz y oración.
Para sor Creofasia una vieja amargada, larguirucha y con nariz de corneja y ojos de búho un convento de monjas es el mejor lugar donde una joven puede encontrar el camino en la vida, lejos de los vicios terrenales. Y si la candidata a monja es fea, tanto mejor porque, de este modo, no se preocuparía de casarse ni de arrejuntarse con hombre alguno. De modo que en su convento todas las hermanas eran feas per se, a la par que castas y devotas por obligación religiosa o, al menos, en apariencia… Ella misma nunca tenía reparos en reconocer que había optado por los hábitos porque no había hombre que la hubiera soportado.
Era la hora del rosario y Balbi se unió al resto de las
hermanas. Después de los rezos, todas entraron en el refectorio a merendar, todas menos ella, que llevaba una semana castigada sin la merienda por ser una glotona. Estaba muy disgustada porque cada vez se veía más marginada en el lugar y, además, echaba de menos a Justico.
Esa noche, después de la cena, la monjita no pudo dormir. Una voz entró en su mente, un susurro de tono dulce e indefinido, entre femenino y masculino. Ella pensó que era el Espíritu Santo, que se le acercaba a darle consejo.
Tu enfermedad tiene cura, Balbina. Tú lo que necesitas alguien que de verdad te quiera porque naciste huerfanita y de ahí, proviene tu ansiedad. Sal rauda y veloz del convento y cásate con Justico.
¡Balbi pegó un brinco y cayó desmayada en el suelo! Su vientre paquidérmico botó arriba y abajo. Al poco rato, se repuso y comenzó a pensar que la voz tenía razón. Pero temía que, si se daba de baja de monja, Justico a quien hacía un año que ya no veía ya no la quisiera porque había engordado y afeado. Cayó dormida de lado en la cama con grandes lágrimas en los ojos.
Al día siguiente, la monjita se desayunó opíparamente: alegó que se encontraba enferma para no tener que madrugar y, cuando todas sus compañeras habían abandonado el refectorio con el objetivo rezar en la capilla, volvió a la cocina a ponerse las botas. Pero lo hizo con tan mala suerte que Sor Creofasia le volvió a cazar y esa vez, le flageló veinte veces para, posteriormente, atarle a la pata de una cama durante todo el fin de semana y ponerla a régimen de pan y agua.
Como consecuencia del castigo, la novicia adelgazó cinco kilos y, cuando finalizó la penitencia, se miró en el espejo de su cuarto y, de repente, se dio cuenta de que estaba más guapa cuanto más delgada.
Por primera vez en toda su vida, sintió una cierta autoestima. Además, se sentía muy rebotada con la madre superiora por el
desmedido castigo que la había propinado, por lo que la rabia también le dio añadidas fuerzas. De modo que, desde ese mismo día, se puso a régimen severo.
Al cabo de varios meses, ya estaba irreconocible: con no poco esfuerzo, había adelgazado treinta kilos, casi recuperado su peso normal para la estatura que tenía y todas sus compañeras, incluida la madre superiora, se quedaron atónitas por este inusitado progreso. Comenzaron a sentir celos de ella… Una tarde, posteriormente ca la siesta y la merienda, Balbi acudió a confesarse para no sólo arrepentirse de sus pecados, sino dar gracias a quien fuera por el milagro obrado en su hasta hace poco malogrado físico. Cuando terminó de hablar, una voz familiar la absolvió. Ella dudó dos veces antes de preguntar… ¿No serás quien yo pienso? No, estoy teniendo alucinaciones. No puede ser…
Se puso de repente nerviosa y para su gran sorpresa, del confesionario salió vestido con sotana un Justino pletórico de amor. Ella se desmayó en sus brazos y él, que se había convertido en todo un mozo elegante, prometió sacarle del convento lo antes posible. Y así sucedió por gloria y gracia del Espíritu Santo y, sobre todo, por el tesón de Balbi, la monja insaciable…ahora, de amor…
Iñaki
FERRERAS EspañaNo me reconozco. Espero que se desocupe el teléfono, mientras pienso qué le diré a mi madre cuando me atienda.
Alguien me empuja y avanzo. El tubo cuelga y apago un chillido al apretar la horquilla. Disco. Espero.
Ayer preparé su comida preferida para nuestro aniversario y los niños quedaron con mi madre.
¿Por qué brindamos, querida? me preguntó. No hubo collar ni perfume y, sin embargo, el resumen de su tarjeta de crédito acusaba gastos importantes en la joyería y en la perfumería.
Hoy salí de casa con el monedero lleno después de romper el chanchito de cerámica que había estado engordando poco a poco durante los diez años que duró mi matrimonio. Nunca le devolví a mi marido ni una moneda.
Del montón de modelos elegí una y le señalé a la peluquera la foto de la revista.
Quiero ese color y ese corte.
Con la manicura recién hecha ya no parecía una ama de casa. Después me deshice del simple vestido de entrecasa, aunque lo más difícil fue caminar sobre los tacos nuevos, altos, delicados. Me detuve frente a una vidriera del centro para contemplarme. Solo conservaba algo de mi amargo pasado: la alianza.
La empeñé y volví a llenar la cartera con billetes y monedas. Recuerdo haber ensayado alguna risa con el encargado de la tienda, aunque no sé qué era tan gracioso. Algo le dije del veneno para ratas y de la rata de mi difunto marido. Alguien me metió en un patrullero
Mamá, cuidá a mis hijos dije y reconocí mi voz. Soy otra, pero sueno igual.
LUCIANA ELSA BONZO SUÁREZ
Italia Argentina
Instagram: Bonsuaescritora
El deseo sexual hace que nuestro lado más animal salga al exterior. Es casi inevitable. Basta con echar un vistazo a cómo actuamos mientras mantenemos relaciones sexuales. Nuestras posiciones, caras y sonidos son bestiales. Se salen de control nuestros movimientos corporales, nuestras pupilas se dilatan y la temperatura aumenta. El deseo es cínico, no se puede esconder, se desborda. Por ejemplo, si su cadera nos provoca nos inclinamos en su dirección; si sus ojos nos atraen no paramos de parpadear; si su boca nos seduce lamemos nuestros labios para estar listos para la primera oportunidad de besarlos. Movemos el cabello; acariciamos nuestras manos; mordemos nuestros labios; abrimos más de lo normal los ojos; respiramos con rapidez. Obviamos nuestras ganas. Mirando de frente a lo que deseamos jadeamos igual que un animal frente a su presa, y al percibir el mínimo peligro de perderla, atacamos con prisa.
Él pasaba del metro y ochenta de altura; tenía el cabello castaño, largo y rizado; ojos cafés claro; nariz pequeña y afilada; pestañas largas. Sonrisa franca, amplia, blanca, dulce, infantil. Labios rosas y carnosos. Complexión delgada, brazos y piernas largas. Manos marcadas por venas y huesos sobresaltados. De poco intelecto, muy risueño; conversación banal, nula conexión intelectual conmigo.
Nos invitamos casi al mismo tiempo a tener una cita. Cuando finalmente “salimos” nos vimos muy cerca de su casa. El plan ya estaba hecho. Veríamos una película donde explican cómo es que el agua en contacto con sonidos y palabras agradables cambia su estructura molecular, entre más cosas que suceden dentro del filme. De nada valió la película y sus metáforas supuestamente profundas, a mitad de la cinta yo ya le estaba diciendo mi monólogo de “ligue infalible”.
Me sobrepasaban las ganas de comerme esos labios rosas y
lamer uno a uno esos impecables dientes. Él en verdad estaba deseoso por platicar. Fue una fatiga la larga conversación. Tantas veces ya me había reído de los mismos chistes; tanto había contado él las mismas anécdotas, ¿para qué seguir esforzándonos por convivir más tiempo si sólo queríamos coger? Pensé.
Al fin pude iniciar mi cuento. Aquella infalible historia del universo y su perfecto orden, muy ad hoc con el tema de la ya olvidada película. Se acercaba la conclusión de mi historia y él estaba muy distraído. Carajo, ¡la historia no funciona si no pones atención! Entonces hice mano del segundo recurso: el creativo. La historia de la experiencia extrasensorial de crear arte y la conexión con el universo y las musas. Ese supuesto momento mágico que decide tu vida y su camino. Esa mínima decisión que sí no tomas por cobarde, (y esta parte es muy importante porque es cuando le convences de que no actuar impulsivamente es ridículo), ese momento en que debes hacer lo que te dé la gana, sin temor al rechazo y... ¡pum! Se acercó a besarme, como loco desesperado. El segundo recurso funcionó.
Comencé a desnudarlo, como quien le quita la envoltura a un dulce. Moría por ver ese pecho, abdomen y brazos desnudos. El momento de sacarle la camiseta y que apareciera su sonrisa fue como ponerle una corona al rey. Sentí que casi lo quería. La sonrisa más bella que había visto en la vida, su ternura infinita. Por nada le pido que me repita la última hazaña que hizo, pero mi humedad acrecentaba y no había tiempo para escuchar historias.
Su piel era dulcísima, sus vellos suaves, realmente lo estaba disfrutando. Mirarlo ahí de pie, sin camiseta, excitado, con el bulto creciendo dentro del pantalón, vulnerable... ¡hermoso! Entonces se metió a la cama, se cubrió la cabeza con la cobija y me invitó a hacerlo junto con él. Me metí, nos abrazamos y nos desnudamos. Sentía que compartíamos el cuarto con un invitado invisible, imaginario de quien nos escondíamos. El calor bajo la cobija en pleno abril sumado al que
desprendían nuestros cuerpos era una bomba de alta temperatura que se volvió absolutamente excitante.
Sus manos empezaron a moverse sobre mí cuerpo, empezó a apretar mis muslos; me dijo al oído tres burdas, sucias, magníficas y asquerosas palabras que erizaron los vellos de mi nuca y cuello. El "niño" sabía lo que hacía.
La cobija la usaba igual que como un súper héroe usa su capa. Se levantaba de la cama sin soltar las puntas de la tela sobre su cabeza. Observaba un poco, con la mínima ayuda de la luz de televisión, miraba, se alejaba y regresaba. Me hizo reír mucho. Se movía como en un juego, subía y bajaba besando mi cuerpo. Me lamió la punta de los dedos de los pies, las orejas y las rodillas. Se acercó a mi sexo y con su pequeña nariz aspiró fuerte y seguido, eso nos provocó un ataque de risa. Fue divertido, loco, feliz. Entonces me besó en la boca por segunda vez. Me dio un beso increíble; de los mejores que había recibido hasta entonces. Un beso largo, húmedo, asfixiante, suave, tierno, dulce, increíble, realmente increíble. Metió sus rodillas entre mis piernas y mientras me besaba se abrió paso. Le expuse mi sexo, lo penetró. Tenía un sexo enfundado ya en un condón, un pene dulce, cálido, duro, tierno, desesperado, ansioso, cohibido, pleno, increíble, realmente increíble, como su beso.
Me abrazó con esos lampiños, largos y blancos brazos y me sentí adentro de un horno. Sentí que hervía y de la nada lamió mi cuello como un gato lame sus patas. Sentía su saliva como un hielo contra mi piel. Me tenía atrapada, sin querer escaparme jamás de ese abrazo voraz. Su pene no dejaba de entrar y salir de mí, mi vagina se hinchaba y reducía, palpitante. Latía. Vida. Terminó. Terminé. Terminamos. Me dijo en mi oído tres palabras hermosas, tiernas y perfectas. Nos abrazamos y finalmente dormimos.
Por la mañana la luz del sol me dio una bofetada hacía la
realidad, seguro ya pasaban de las nueve de la mañana. Lo miré a mi lado, él tan guapo, tan dulce. Me escapé de sus sábanas cómplices, bajé de la cama en total silencio, mejor que como un ladrón lo hubiera hecho. Tomé mis zapatos de debajo de la cama, recogí mi bolsa de la silla en la entrada, levanté mi ropa del piso, me vestí rápido y no eché un último vistazo hacía la cama.
Salí de su departamento. Al cerrar la puerta me puse los zapatos sentada en la escalera que llevaba al patio, todo esto a la vista de una vecina intrigada por mi presencia. Entonces corrí a tus brazos. Tenías dos horas de haber llegado a México y era tu cumpleaños. Imposible faltar a mí segunda cita de un fin de semana largo de abril.
VERÓNICA EDITH GONZÁLEZ CANTÚ
México
Instagram: https://www.instagram.com/escribocuento/ Twitter: https://twitter.com/veroglezca
Aquel día, temprano, un resplandor leve y caprichoso se coló por el ventanal y tuvo efecto estimulante sobre mi creatividad aletargada. Hacía días que sentía como que cargaba siglos de infecundidad creadora; no había ideado nada importante en mucho tiempo y mi vida se blandía en una sensación de mansa inexistencia. Desde luego aproveché el carácter propicio del momento (que con la edad suele presentarse con menor frecuencia) y después de una ducha tibia, y un ligero desayuno, me aboqué por rutina al asunto en la tranquilidad de mi estudio. Tomé una hoja de papel, la puse en la máquina de escribir y la numeré. Moví los dedos sobre el teclado y los estiré tres, cuatro veces, hasta que la tensión cedió por completo. Miré los tipos con un arrojo incierto, saqué de mi escritorio algunas fichas en las que había tomado notas sobre el cuento que quería escribir y las leí. Entonces, cuando una idea ambigua del primer párrafo por fin apareció, me dejé ir hacia las imágenes de ficción instaladas por meses en mi cabeza y que ahora reclamaban autonomía para buscar su propio color y movimiento; clac, clac: “La mujer recibió el vaso con agua, se tragó la pastilla y temblorosa sorbió el líquido hasta que sintió alivio en su garganta volcánica…” ¡No! el término “volcánica” suena fatal. Ummm. Ya lo revisaré, me dije, y volví a entregarme a la familiar felicidad de ver correr dócilmente las frases.
Había que esmerarse con las primeras líneas, claro, aunque por primera vez intentaría proseguir sin detenerme a corregir.
La premisa, nada original, desde luego, era retratar las circunstancias tortuosas que hundían en la adversidad las vidas de una mujer enferma y de su hija de ocho años (que para efecto de la historia constituía su única compañía), tejerlas con delgados hilos narrativos y valerme de los artificios literarios para esbozar en el argumento mis inflexibles convicciones ateas. Intentaría demostrar que el concepto de Dios era una argucia bien diseñada; nada distinto al consuelo simple de cualquier desventurado. Eché mano de aquella
situación lastimosa porque me pareció que bien podría ser real y se ajustaba a la intención y efecto que buscaba. Por otro lado, para sugerir la percepción de verosimilitud y profunda zozobra, ambienté el cuento en el extrarradio de los barrios bajos de una ciudad cualquiera y en la intimidad de un pequeño rancho de latas desbordado de pobreza infame, donde el infortunio rompía, implacable, los diques debilitados de la voluntad de las dos mujeres. Volví la vista a las fichas. ¿Qué escribí en ésta? Ah, sí: “…por las noches, a la luz de una flébil lamparilla, la niña velaba con estoicismo las horas de aflicción de la madre y por las mañanas se dirigía, con el sueño aún adherido a los párpados, a los vertederos donde rastreaba cualquier cachivache que pudiese vender para comprar las medicinas, o bien, allegándose con un carretón de mercado y rescatar mercadería vencida o frutas a medio pudrir que aún pudiesen ser consumidas…” ¡Sí, tenía ya la estructura argumental más o menos definida! El tipo de narrador sería omnisciente, por supuesto; era el que mejor me iba. “Un gran progreso”, pensé.
Seguí estudiando posibilidades mientras escribía frases deshilvanadas que claramente cambiaría después, en la corrección; así avancé unas cuantas páginas. Inferí también que debía mostrar al lector un grado de extrema adversidad acechando a los personajes a lo largo de la historia, pues eso reforzaría la impresión de que un ser todopoderoso, al cual iba referirme posteriormente, no podía existir advirtiendo indiferente tal infortunio, ni siquiera en la ficción literaria. De modo que llevé a los personajes al límite. Ummm. Ahí me detuve. Releí. Estaba cayendo en un lugar común. El relato pensé sería un burdo melodrama si la madre se recuperaba y todos contentos. Para no arruinarlo, indefectiblemente debía morir. En eso estaba cuando me di cuenta de que, luego de veintidós páginas, diez horas de obcecada labor de escritura, y veintitantos cafés, la noche me había encontrado peinando mi blanca barba con la mano y buscando la manera más justa de dar por terminada la
historia; quería encontrar un final inesperado, por completo asombroso, fantástico quizá.
De tarde, y ya vencido por la fatiga, tuve que irme a la cama dejando el cuento inacabado. Me dormí en la certidumbre de terminarlo con las primeras cenizas del alba, sabía que algo se me ocurriría. Y sucedió que, en fondo de mi sueño, vi a la niña arrodillada del lado del lecho de la mamá (me sorprendió lo reales que eran, ¿tendría ya mi final?) con las palmas de sus manitas juntas, buscando el cielo ilusorio de mi estudio e implorándome en oración: “Sabes que me he portado bien, te pido que no te lleves a mi mamá. ¡Eres un buen Dios y no querrás quitármela…!” Y continuó el rezo por varios minutos con tanta devoción que yo, en el sueño, sentí que debía y podía tocar su pequeño corazón. Y lo hice. Así que aquel personaje infantil tomó la mano de la madre, que reposaba sobre una biblia que acababa de ponerle en el pecho, miró a lo alto con entereza y sonrió esperanzada.
Fue entonces que tuve conciencia de mi propia realidad. Tras una mullida sensación de levedad que no puedo explicar (de repente perdí adherencia, quise asirme con desespero a cualquier forma de materialidad), comprendí que no iba a despertar del sueño en el que creía estar, porque la aserción de mi existencia gravitaba en la certeza de mis propias convicciones, así que cuanto creía ser no pasaba de una mera ilusión. Todo quedó claro en un instante: yo no había imaginado una historia y unos personajes. Ellos me imaginaban a mí.
REYNALDO BERNAL CÁRDENAS
Colombia
Facebook: Reybenclavetres
Instagram: @reybenclavetres
Despiertas. Abres los ojos bajo el agua, tus manos están sujetas a mis raíces que no podrías abrazar con todo tu cuerpo, aunque así lo quieras. Permaneces de rodillas, peinas la tierra con tu cuerpo, la aplanas. Te llamas Naikala pero ya no eres tú, eres mía, de mis raíces. Alguna vez pensaste que nosotros, los seres del bosque, no existíamos; es el año 1529, dudaste de ti y de mí, la vieja del árbol.
Abres la boca y gritas, tragas agua. Quieres sacar la cabeza, pero estás obligada a mirar bajo el agua. Cierras los ojos, los abres, hasta que te agotas. Estás agitada. Sientes que el corazón se te sale por el pecho porque ahí está, como nunca antes, te dice clak clak clak clak clak… cada vez más rápido hasta que sientes que lo vomitas. Tragas agua, intentando devolverte el corazón, pero sigue palpitando, cada vez más rápido, te retumba en los oídos, clak clak clak clak clak.
Cierras los ojos, los oprimes con fuerza, ves tu corazón agrietado, eres capaz de ver tu interior. El corazón está sangrando, saca por las grietas ese líquido rojizo que tanto odias, puedes olerlo. Está hecho de barro, al fin te das cuenta, está desenfrenado. Te da asco, es por el corazón por donde te estás desangrando, por donde todo este tiempo has adolecido. Ahora que lo ves, así, grisáceo, arrugado, con olor fétido y un ritmo desenfrenado te decides a matarlo.
Dicen de mí, de la vieja del árbol, que ataco a mis víctimas por las noches, que retengo sus almas para hacerlas mías, y que quienes me ven nunca vuelven a ser los mismos. Nunca he sido yo, eras tú, ¿te das cuenta Naikala? Al ver tu corazón te han dado ganas de arrancarlo. Sólo tú y yo sabemos lo que se siente ver de frente el origen de todos nuestros males, es tu reflejo lo que más te aterra, y aún viene algo peor, algo por lo cual te ajustaré el pecho.
Abres los ojos, tienes la boca cerrada. Tu cara sigue bajo el
agua, mientras tu cuerpo se planta en la tierra. Tomas fuerza. Te sujetas de las ramas de mi tronco, ahí aferras tus manos. Inhalas agua, concentras tu fuerza en el estómago, cierras los ojos por el reflejo, abres muy grande la boca y vomitas ese corazón fallido. Sale hecho pedazos, con coágulos, trozos de venas que son arrancadas de tu pecho, finas capas del órgano parecen pelusas, y unos cachos más grandes parecen carne que no masticaste bien. Sale un chorro, luego otro más grande, luego otros menores. Algo se atoró en tu boca, es una arteria muy larga, puedes ver su hilito frente a ti, sigues vomitando. Es inútil, solo sigues sacando grumos más chicos que se atoran en tus dientes. Pareces una leona recién alimentada de vísceras.
La arteria sigue ahí, cierras la boca con un pedazo dentro y otro flotando en el agua, de a ratos con el movimiento de la corriente te acaricia la nariz. Ese pedazo de arteria está esperando de un tirón, solo un pequeño esfuerzo. Pero no puedes, tus manos están enraizadas. Te resignas a tenerlo ahí, a cambio, sabes que te has deshecho de ese asqueroso órgano. Estas feliz, pero dicen de mí que hago daño, que las vuelvo locas, que ya no son madres, que no saben de amores, agrias como la tierra infértil, también como la tierra quemada y explotada. Eso dicen de la vieja del árbol.
Ahora que estás más tranquila comienzas a observar tu alrededor. Ya no está el ruido presuroso de tus latidos que te irrumpieron, ahora hay silencio. Con calma, así como yaces, al fin empiezas a escucharme. Te acercaste a mirar tu reflejo, pero me encontraste. Viste el oráculo. Era tu cara pálida sin tu típico color cacao, era tu ropa rota, ríos de sangre sin agua, tu cuerpo colgado en mi tronco, bebés enterrados tu vientre y lazos de metal amarrados a tu garganta.
Estás aquí Naikala, porque tu temor fue más grande que tu curiosidad. “¿Dónde está Naikala? ¿qué le pasó?”, eso van a decirte cuando aprendan a verte como tú te has visto, cuando los conquistadores vengan y te cambien a través de un espejo, esa cosa
que es más mortal que el piquete de un alacrán. Es el oráculo, es la historia de tus hijas, de sus hijas, de sus nietas y las tuyas.
Otra vez el miedo. Esta vez te delatan tus respiros. Inhalas más de lo que necesitas. Niegas con la cabeza, te estás convenciendo de que nada de lo que digo es verdad, quieres que todo termine. No creías en la vieja del árbol, y aún ahora lo dudas. Sin duda ya no serás la misma, porque yo nunca dejo que nadie vuelva a la vida sin haber sentido la muerte, sin tener una misión en la tierra.
Naikala, aún eres tú, aunque te digan que fui yo, la vieja del árbol la que te maldijo. Deja de mirar hacia adelante, hacia atrás, hacia aquello que no puedes controlar. Tomaré esta arteria para arrancarte lo que queda de tu corazón, cuando vuelvas, asegúrate de que el resto tenga uno, y recuerda que, aunque el agua ahogue no debes vomitar tus memorias.
Aún eres Naikala, vivirás con un hueco en el pecho, pero ya no olvidarás quién eres. Hay cosas que se pueden enterrar y otras que ya no vuelven más, tú serás el eco de aquello que no puede ser enterrado, de las que van sin corazón, sin respirar aire, pero van.
AZUCENA G. ROBLERO México
Facebook: https://www.facebook.com/shimizu.azu.LarcEC/
Esa mañana fui temprano al centro. Desde hacía un tiempo estaba sin trabajo y ese era día de cobro del seguro de desempleo. Andaba por las calles, caminando de aquí para allá, mientras trataba de perder tiempo hasta que abrieran los bancos, cuando entré a una tienda llena de Budas.
Recuerdo que me sentí atraído por un dulce olor a jazmín que no sé bien porqué, asocié con algún recuerdo triste de mi infancia. En realidad, todo el lugar estaba impregnado por suaves fragancias de sahumerios. Llegaba hasta mis oídos, el sonido de un instrumento exótico que provenía de los parlantes colgados en el techo. Creo que todo eso junto: los aromas y la música, lograron transportarme a lugares lejanos.
Me pareció raro que nadie viniera para atenderme. De todas maneras, seguí recorriendo los pasillos y me sumergí entre los sabios apilados en los estantes. Los había de todo tipo y tamaño. Uno, de los de piedra tallada en la repisa de abajo, tenía en los ojos manchas que parecían lágrimas de sangre. En un principio pensé que podía tratarse de un milagro; pero según tengo entendido, no es la manera que Buda elegiría para transmitir su mensaje. Tenía que ser otra cosa.
Tratando de averiguar, seguí por el pasillo hasta el fondo. Pronto las gotas en el piso se transformaron en un enorme charco, que primero era rojo y luego se volvía cada vez más espeso y oscuro. Con el mayor de los cuidados seguí avanzando, intentando no manchar mis zapatos. El camino me llevó a la parte de atrás de la tienda, dónde encontré recostada en el suelo a una joven herida, que con ambas manos se cubría el abdomen enrojecido.
Le pregunté quién había hecho tal cosa, y sin dejar de mirar hacia los estantes de atrás, me dijo con voz entrecortada que había sido él, señalando por encima de mis hombros. Quien fuera que sea, supuse que era una amenaza también para mí. No me sentía nada cómodo sabiendo que el atacante se hallaba a mis espaldas. Pero al
darme vuelta me encontré con algo muy distinto: se trataba de un joven delgado, en apariencia inofensivo. Vestido con una túnica gastada y caracoles en la cabeza en forma de turbante, que intentaba desesperado esconderse detrás de unas cajas.
Al acercarme huyó corriendo, le grité para que se detuviera, pero no lo hizo. Entonces comencé a perseguirlo, al llegar a la puerta que daba a la calle lo alcancé; forcejeamos, y en medio de la pelea le quité el cuchillo que llevaba en una de sus manos. Mi actitud desafiante parecía haberlo sorprendido. Pero reaccionó pronto y valiéndose de su sabiduría hizo que todo diera un giro inesperado. Primero se detuvo y extendió un brazo hacia adelante, luego con la palma de su mano abierta cómo queriendo detener mi avance comenzó a retroceder. Tomó la suficiente distancia y cuando creí que se alejaba para por fin escapar, justo ante mis ojos, se convirtió en una estatua de piedra. Después de ver eso quedé desconcertado. Me costaba creer que lo sucedido fuese real.
Tardé varios minutos en reponerme. Hasta que mí sentido común, cansado de buscar una explicación lógica prefirió, al menos en ese momento, atender lo que ocurría con la joven. Cuando volví en mí, todavía se oían quejidos en la parte de atrás. Con el arma que le había quitado al atacante aún en mi poder, volví para socorrer a la chica. Ella alcanzó a darme las gracias antes de dejar de respirar. Entonces cerré los ojos por un instante y el tiempo pareció detenerse. Por extraño que parezca me sentí parte de su sufrimiento y también de su posterior liberación. Como si hubiese tomado conciencia de ese poder que estaba experimentando, y esto hizo que mi mente se inundara de una inusual belleza. Me había conectado con su muerte. Fue un pequeño momento de agitación, que me provocó una rara felicidad, disfrazada por una mezcla de hedonismo y culpa. Luego se oyeron sirenas. Mis huellas estaban por todas partes cuando llegó la policía.
FRANCISCO SALVI Argentina
Instagram:franciscosalvi
En la agreste y solitaria playa la arena gruesa, llena de pedruscos y en parte mezclada con arcilla que algunos llaman sábulo, palabra que pocos conocen en la región, daba paso, un poco más arriba de las primeras rocas, a una tosca escalera labrada en la pared del acantilado. Desde los pies de esa escalera, en la transición entre uno y otro terreno, entre uno y otro mundo, no puede adivinarse lo que se encuentra en la cima por más que se mire entre las rocas buscando algún indicio. Sólo dos tipos de personas se atreven ante esos escalones: los curiosos e impulsivos que anhelan riquezas o fantasías similares, y aquellos que, sabiendo en efecto qué es lo que encontrarán arriba, de todas formas suben.
Yo fui, yo soy, ambos. La primera vez que pisé cada uno de estos escalones atravesados de tiempo, desgastados por incontables pies antes que los míos, me impulsaba la curiosidad de haberme topado con ellos sin que nadie me advirtiera de su presencia en esa playa sobre la que nadie en la comarca hablaba, de la que nadie parecía querer saber. Como si un pertinaz silencio obligara a las personas que vivían en las cercanías a callar lo que pudieran saber sobre quiénes labraran esos escalones y lo que se encontraba en la cima del acantilado. Nadie decía nada, nadie sabía nada, nadie subía por ellos, nunca. Sin dejarme amilanar ante tantas reticencias, yo sí lo hice, yo los subí.
Al bajar por esos mismos escalones, no era el mismo que era al subirlos. No podía serlo. No quería serlo. Lo que se encontraba en la cima del acantilado era lo justo y necesario para cambiar a cualquier persona lo suficientemente viva como para saber que algunas veces eso mismo, cambiar, es necesario.
Milenios más tarde, aunque quizá sólo fueran algunas décadas que se sintieron como milenios, regresé. La playa continuaba siendo la misma zona agreste y solitaria que antes. Nada había cambiado entre el momento en que creara mi recuerdo y el encontrarme otra vez en ella. Las mismas casas, las mismas
personas, los mismos árboles, las mismas calles vacías me recibieron. Otra vez, al igual que en mi primera visita, nadie me detuvo. Ninguna palabra suya hubiera sido suficiente para detenerme. Caminé sobre la misma arena gruesa, llena de guijarros y conchillas que ya no lastimaban las endurecidas plantas de mis descalzos y cansados pies.
Fue así que, entre el aroma de la sal y la resaca de antiguas mareas, volví a encontrarme frente a esos escalones viejos y gastados labrados con manos torpes en la piedra dura y fría. Me detuve junto al primer escalón, que también podía ser el último, y lo contemplé en silencio. Esta vez sin curiosidad, sin desafío en la mirada, solo cansancio y la necesidad de estar una vez más allí arriba, en la cima, entre el viento, las nubes y eso otro que sabía que encontraría.
Uno a uno volvieron a pasar bajo mis pies los mismos escalones que ya conocía mientras la pared de roca crecía alternativamente a mi derecha o a mi izquierda, debajo y sobre mí. Sin nostalgia ni sorpresa reconocí o recordé antiguas marcas, así como también encontré otras nuevas. Ni una sola vez durante mi ascenso miré atrás. Si lo hacía mi decisión podría flaquear, o tal vez no, la duda era suficiente para no hacerlo.
El olor de la sal, del mar, pronto quedó abajo. Pero no esperaba que un aroma acre, un tanto dulzón y mezclado con el viento, lo reemplazara. Lo reconocí de inmediato, aunque no quise creer que algo semejante fuera posible. Seguí negándolo al sentir bajo mis pies las cenizas como antes sintiera el frío de las rocas y aún antes la arena gruesa de la playa.
Al llegar a la cima y verlo, ya no pude seguir negándome a lo evidente. El fuego había arrasado con todo. Un fuego tan voraz que no había dejado nada a su paso. El que la ceniza aún estuviera tibia lo volvía más angustiante. Creí, pensé o supe que de haber llegado tres, dos, o tal vez sólo un día antes podría haber vuelto a verlo. Podría haber vuelto a sentirme como aquella primera vez. Era tarde. No quedaba nada. Mi presencia allí arriba sobraba, como antes, como siempre.
Sabiéndolo todo perdido respiré las cenizas, mastiqué y tragué todo lo que pude antes de que mi estómago se revelara. Cubrí mi cuerpo con ellas y como un tizón llevado por el viento me arrojé al vacío de las aguas, para que el frío, la marea, la sal hicieran conmigo lo que mejor les pareciera.
JOSÉ A. GARCÍA Argentina
Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar
dónde vamos, papi? preguntó la niña.
A un mundo desconocido respondió el padre.
No te preocupes, estaremos bien dijo la madre.
Pero ¿a dónde vamos, mami insistió la pequeña.
A otro planeta, se llama Zad, es parecido a la Tierra dijo papá.
¿Y por qué nos vamos, papi? No quiero irme. Comenzó a lagrimear.
Te lo diré ni bien estemos en la nave, mijita. Cuando lleguemos, estaremos seguros.
Alex no se sentía muy alegre con la travesía, sus vecinos sí lucían contentos. A la gente le gusta viajar. Mil personas de su distrito fueron seleccionadas para iniciar la caminata hacia el amplio terral, donde se hallaba la nave espacial que los conduciría al «mundo precioso», como le llamaban algunos. El hombre de treinta y ocho años se sentía de muchas maneras, en especial estaba fastidiado por no haberle explicado a su hija de ocho años hacia dónde iban. Era un trayecto corto, a pie: media hora. Algunos iban en carro, otros en moto, otros en bicicleta. Alex lamentó no tener en qué vehículo llevar a su familia. Al menos estaban juntos, Daria, su querida esposa, y la dulce Sofía. «Sofita», le decían ambos, o «mijita», no tenían la imaginación suficiente para brindarle otros adjetivos. No eran papás fríos, sino muy cariñosos. Hubieran deseado otro hijo, pero, por conflictos en el parto, Daria quedó estéril; no importaba, se alegraron de tener solamente a Sofía. Con más niños el éxodo hubiera sido complicado. La coyuntura actual de la Tierra era insostenible. Se controló el COVID 19, aunque otra maldición surgió de pronto: fenómenos naturales se desataron. Hubo terremotos, erupciones volcánicas e inundaciones. Era el año 2022, el coronavirus había desaparecido del planeta; los zadianos ayudaron mucho, ellos fueron
la clave, lograron con su tecnología que los sobrevivientes de los desastres ambientales de 2021 fuesen vacunados. Ya no había ningún infectado. Se perdieron millones de vidas por la pandemia, pero se extinguieron más con las catástrofes ambientales. Los científicos trataban de explicar el porqué de los acontecimientos, y nadie les creía que el calentamiento global se había intensificado en meses, que el globo usaba mecanismos de defensa contra la amenaza humana. El caso fue que el 3 de julio de 2022 los alienígenas se hicieron presentes en sus ciclópeas naves, se comunicaron con los líderes mundiales utilizando poder mental y les informaron con pruebas que el tercer planeta iba a fenecer, estallaría desde su centro en pocos meses. Al terminar el año, no quedaría nada que habitar. Quienes se quedaran en el globo fallecerían. La solución era partir hacia otro mundo, uno seis veces más grande que la Tierra, y este era Zad, ubicado en la galaxia Alfa Centauri. Las naves de los zadianos llegaban por montones, cada una podría transportar a mil seres humanos. Los extraterrestres no dieron mucha información, dijeron que había pocos de ellos en su planeta, que su hogar tenía diversidad de climas, no obstante, era habitable para los humanos, y en cuanto llegaran podrían empezar desde cero, crear nuevas comunidades; si deseaban podían mantenerse divididos entre países. El caso es que hallarían un lugar donde existir en paz y salvarían la vida; añadieron que debían darse prisa, el abordaje de las naves no debía durar más de unos días, las máquinas estelares se ubicarían en distintos puntos del planeta azul. Los habitantes fueron censados rápido y de mil en mil tenían que ir a las naves, ingresar a estas, y contarían con alimentos, diversión y medicinas en un viaje que, gracias a la capacidad tecnológica de los zadianos (los cuales manejaban una velocidad superior a la de la luz) duraría pocos años.
¡No es verdad, todo es falso! empezó a gritar Raúl, un vecino . Esos monstruos nos engañan. Los zadianos están felices con los desastres naturales, nos desean, no me pregunten cómo lo sé, han matado individuos, usaron su telequinesis, además pueden
leer mentes y manipularlas. Nos han espiado durante mucho tiempo. Nos necesitan. No sé qué quieren exactamente de nosotros. Pero no me uniré a tales engendros. ¡Me largo de aquí! Sacó a su esposa y a sus dos hijos del grupo de caminantes.
¿Qué le pasa a ese loco? dijo Daria . Se marcha en la dirección opuesta, regresa a su casa, ¡se va a morir! ¿Quiere sacrificar a su familia?
No importa, no conozco mucho a Raúl mencionó Alex Debemos preocuparnos por nosotros. Hay que seguir, en diez minutos nos hallaremos en el punto de encuentro, y en unos pocos años veremos de nuevo a nuestros familiares, tómalo como una especie de «nuevo confinamiento». Ya lo hemos vivido no hace tanto con la pandemia.
Sí, amor, pero… ¿no te sientes un poco ansioso? Dejaremos nuestro planeta y nos iremos a otro, del cual no sabemos gran cosa. Apenas si sacamos tres maletas, una para cada uno, tú dejaste tus libros y tus trabajos artísticos.
Tengo muchos libros en la tableta. No habrá más internet, claro, pero la nave nos dará la energía necesaria para cargar mi dispositivo y conseguiré leer, aparte, lo he pensado, soy artesano, podré hacer nuevos diseños en Zad, no hay problema. Nos irá bien allá, como nos ha ido bien aquí. Quizá ahí vivamos mejor.
Su nena se había dormido. Ambos continuaron andando. Alex cargaba a Sofía, ya le explicaría durante el viaje todo lo concerniente a su situación, ella entendería, maduraría rápido, era el futuro y debían protegerla a como diese lugar. No más dudas. Raúl estaba loco, solo espetó tonterías, más nadie le hizo caso. Era imposible que los zadianos fueran malos. Esos humanoides tan amables, de cuatro metros, con trajes plateados, calvos y de piel pálida, con rostros y cuerpos semejantes a los humanos. No poseían orejas, su nariz era diminuta, su boca grande, había tres ojos en sus caras y tenían un cuarto en la nuca. Ellos estaban salvando a los terrícolas; eran fabulosos y solo restaba seguirles, la otra opción era quedarse en la
Tierra y perecer.
Raúl, su esposa, y sus dos hijos varones, de doce y diez años, se hallaron en una calle desolada. Los terrestres estaban evacuando la Tierra. Pero Raúl no se iría, había escuchado historias, de personas que habían desaparecido sin dejar rastro. Un zadiano los ubicó e hizo estallar con su mente la cabeza de su hijo mayor. A continuación, destruyó el corazón de su hijo menor. Siguió con el estómago de la esposa. Raúl gritó al ver tanto horror, sollozó.
¿Por qué? ¿Qué quieren de nosotros, bestias? musitó el hombre.
Los demás lo sabrán al llegar dijo el zadiano . Esclavos, comida, entretenimiento, para eso servirán tus iguales. Tu planeta morirá; debiste aceptar el abordaje, criatura. Hizo que las piernas y los brazos de Raúl explotaran . Base: anuncio el exterminio de cuatro desertores más.
Bueno, ya estamos aquí, ¿qué opinas? dijo Alex
Es un ambiente hermoso. No despiertes a Sofita comentó Daria.
Tenías razón, estoy inquieto, por volar a un mundo desconocido.
A un «mundo precioso». Descuida, cariño, nos irá perfectamente.
Lo sé. Todo sea por nuestra hija: nuestro futuro. Los zadianos son buenos.
Sí, son maravillosos. Nos salvaron.
Te amo, Daria, y a Sofía. Nosotras también te amamos. La compuerta de la nave se cerró.
CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR Perú
Blogs: https://el muqui.blogspot.com/ http://babelicus.blogspot.com/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas/ Instagram: https://www.instagram.com/carlos_enrique_saldivar/
Las rondas pasaron y pasaron, y la ropa de las jovencitas fue abandonando sus cuerpos, progresivamente. Fue mucha la sorpresa de Daniel cuando, estando ya las cinco chicas en ropa interior, y mostrándole bastante de sus encantos, Natalia, aquella chica que no había dicho nada, fue a derrotarle limpiamente. Daniel le lanzó una mirada de preocupación, pero la que les lanzó a las otras cuatro, fue de coquetería total. Se quitó la playera y la arrojó lejos.
Creyó morir cuando perdió nuevamente. Se vio obligado a despojarse de su pantalón de mezclilla, quedándose únicamente en calzoncillos.
Estamos empatados, nenas dijo él , pero ni crean que me ganarán, ¿eh?
Natalia ya te ganó dos veces, chiquito dijo una de las jovencitas.
Muy bien por ti, Naty le dijo Daniel a la chica, sonriéndole . Debes sentirte muy orgullosa, ¿eh? Nunca me habían derrotado antes en este juego.
Ella no le respondió nada y esperó a que empezara la ronda que definiría todo, la que haría que o cinco o solamente una de las personas en esa habitación quedaran completamente desnudas.
Daniel decidió no seguir recibiendo cartas, y vio como todas las otras sí le pedían más. Natalia, por su parte, le pidió tres. Al lanzarle lo que le pidió, Daniel imploraba, con todo fervor, que no ganara una vez más, que los naipes que había pedido no le fueran útiles para salir victoriosa. Pero sus anhelos no se cumplieron aquella vez. Por fin, después de haber desnudado a tantas chicas, su juego se ponía en su contra.
¡Mucha ropa! ¡Mucha ropa! Empezaron a corear las muchachas.
El joven se ruborizó. Natalia le sonreía con malicia y le pedía, visualmente, que se quitara los calzoncillos.
Daniel no pudo evitarlo…
Las carcajadas de las cinco que estaban ahí empezaron a resonar, y Daniel no encontraba la manera de acallarlas. Las miraba, únicamente, y aquello, una causa, al fin y al cabo, como todas en el mundo, tuvo su consecuencia, que fue una muy pequeña erección, que apenas si hizo que su pene creciese. Al notarlo, las chicas señalaron a su miembro y se carcajearon todavía más.
Vean dijo una, entre risas . ¡Apenas si se le para!
Pobrecito dijo otra, señalándole . Eso no sirve para nada. Yo creo que ya aquí le paramos, Danielito se rio Natalia . ¿Cómo nos vas a pagar si vuelves a perder?
¿Con esa miseria? Dijo otra, carcajeándose . No, papacito, gracias, pero no.
Daniel no sabía ni a cuál de las muchachas debía prestarle atención. Lo que sí sabía era que su reputación se había terminado definitivamente…
JUAN ROGELIO México
Facebook: https://m.facebook.com/Juan Rogelio 108979084074895 Instagram: https://www.instagram.com/juan_rogelio272020/
Cómo será no existir? Disolverse en el vacío. ¿A quién le cuento esto? ¿A mí? A veces solo nos tenemos a nosotros. A veces ni eso. No creí que fuese a terminar así.
La primera vez que Lizbeth me visitó en sueños estuve muy feliz.
Estás soñando me dijo mirándome fijamente con sus ojos grandes y azules.
¿Qué cosas dices? Entonces, ¿eres producto de mi imaginación?
No, he venido desde mi sueño a jugar contigo. ¿No me crees? Está bien. Intenta cambiar el escenario. Piensa en otro lugar.
Le obedecí y pasamos del cuarto de mi casa a una soleada playa que visité con mis padres hace un par de meses. No fue como en aquellas películas en la que en los sueños se abre una puerta y esa puerta da a otro lugar. Tampoco comenzó a materializarse la playa poco a poco. No. Fue instantáneo. La décima parte de un segundo.
En ese momento desperté.
La noche siguiente Lizbeth volvió.
Te fuiste muy rápido. Solo debes concentrarte en seguir soñando me dijo después de volverme a convencer que estábamos dentro de mi sueño.
¿Qué podemos hacer aquí?
Podemos ser lo que queramos. Juguemos el juego de la transformación.
Lizbeth tenía la cara redonda, la piel blanca y el cabello de un café cercano al rubio. Había sido mi amiga desde la primaria. Me gustaba desde hacía tres años, pero siempre temí que decirle arruinaría nuestra amistad. ¿Hubiese cambiado algo de habérselo dicho? ¿Quizá?
Le pedí a Lizbeth que me explicara el juego.
Yo me transformo en algo, luego tú te transformas en algo
que lo derrote. Y pierde el que se queda sin ideas.
Está bien, comienza tú.
Soy un bello pajarito dijo Lizbeth que tomó la forma de una pequeña ave . Te toca me dijo. En el sueño podíamos hablar siendo animales y respirar bajo el agua.
Soy una tarántula Goliat dije, al momento que sentí mis brazos delgados y mi visión fragmentada. Brinqué sobre Lizbeth y le di una mordida. Sentí sus huesos romperse. Me preocupé hasta que la escuché reír.
No seas tontito, no puedes morir en un sueño de un momento a otro había desaparecido de mi mandíbula y estaba frente a mí, riendo con la cara roja como tomate. Me encantaba verla ponerse de ese color . ¡Voy! Soy una rana toro.
Liz se transformó en la rana más grande y fea que haya visto, antes de que pudiera comerme cambié mi forma a la de una crotalus y le di una veloz mordida. Soné mi cascabel para indicarle que iba por más.
La rana que era Lizbeth se retorció un poco hasta que dejó de moverse. Al segundo transmutó en un águila real. Me atrapó en sus garras y me elevó al cielo.
Estaba perdiendo. Qué animal puede vencer al águila, pensé en un tigre, pero la caída me mataría. Luego se me ocurrió la idea. Crecí en todas direcciones y en poco tiempo Liz fue incapaz de seguirme sujetando. Me había transformado en un Pterodáctilo.
¡Ey, eso es trampa!
No especificaste las reglas.
Ya verás.
Mi amiga desapareció. Creí que se había ido hasta que vi que una enorme roca obstruyó el sol. Un meteorito.
A la mañana siguiente me visitó en persona.
Me divertí mucho anoche.
Entonces, ¿fue real?
Sí, deberíamos jugar diario.
Me volví muy bueno en el juego. Una parte de mí siempre esperó que ella se hartara de eso y pasáramos a otro tipo de juegos. Cuando pidió quedarse conmigo, creí que mi suerte cambiaba.
¿Quedarte en mi sueño? No en tu sueño, en tu mente. No volver a mi cuerpo.
Si no vuelves a tu cuerpo, entonces, ¿no despertarás?
Correcto.
¿Y por qué querrías tal cosa?
Quiero estar contigo… además, mi padrastro… am… no importa… si quieres que me vaya, me iré. No corrí a abrazarla . Quédate conmigo cuanto quieras. Nos divertimos mucho los siguientes días. Era como tener un copiloto dentro de mi cabeza.
La comida de tu mamá es muy rica, pídele otra papa rellena.
Está bien, no tengas miedo, quiero verlo, ¡Wow! Está grandote.
Sí, es un lunar de nacimiento, ¿no te da asco? No, creo que es genial.
Llamó la madre de Lizbeth dijo mamá una mañana . Está en el hospital.
Me sugirió ir a verla. Salí de casa a las diez y al siguiente momento eran las nueve de la noche. Descubrí un taco de billar en la mano y el olor a cigarro en el aire.
“¿Qué hago aquí?”
“Tenía ganas de jugar”.
“Tú me trajiste, ¿dónde estuve?”
“No estuviste. Estarás mucho menos a partir de ahora. Lo siento, dos tigres no pueden regir sobre una misma montaña”.
J.R.SPINOZA México
Facebook: https://www.facebook.com/escritorspinoza Instagram: @winchesterrudy Twitter: @r_spinoza
El camión aguarda estacionado en la esquina de la calle, bañándose de luz bajo el sol, tocando su claxon frenéticamente, el sonido aviva la palpitación de mi corazón. «¿La motosierra?», pregunta Jack, mi hermano, sujetando un balde con refresco. Nuestro padre responde: «La gringa les dará arriba». Yo llevo en mis manos una caja con cerveza. Salimos a la vereda al pie de la galería Esmeralda. Subimos al vehículo pesado gracias a Harry y a Lugo, quienes nos prestan sus manos para apoyarnos. La puerta trasera de pino se cierra y el camión arranca. Padre está en la vereda del pequeño centro comercial cubriéndose con la mano derecha la frente, tapándose del sol, y con la otra nos despide.
Somos siete los que vamos en el camión. Está el chofer, un hombre tripudo que usa gafas de monturas y lunas gruesas. Repta, tipo fornido y descuidado en el vestir, va junto al chofer en la caseta; es padre de Crespo, quien va en la parte posterior del camión con el resto. Ahí está también Lugo, un conocido de la familia, un poco gordinflón y bajo de estatura, y su hijo Harry, que tiene mi edad, es robusto, más alto que su padre, de carácter zumbón, jovial, con apariencia de pacífico y de buena gente. Yo y mi hermano somos flacos, y los más altos del grupo junto con Repta. Ya es mediodía. Nos detuvimos en el último grifo de la salida de San Francisco. La hija de la dueña del servicio, una niña de diez años, intenta mojarnos con globos bermellones inflados con agua. Harry aprovecha para lavarse la cara y refrescarse. Estos incidentes me recuerdan el día de mi llegada, hace poco. Bajé de la camioneta y un ambiente carnavalesco me recibía con globos llenos de agua, baldes con agua, betunes negros y marrones, un concurso de comparsas en la plaza Cuatro de Octubre, agua por aquí, agua por allá. El piso estaba húmedo, como si hubiese llovido torrencialmente, cosa muy probable pues era temporada de lluvia. El camión volvió a arrancar. Hay un buen panorama de San Francisco en esa curva dice Harry de pronto. Pasamos por la curva . Diablos, por Dios, me
olvidé mi cámara.
La caja nos quedará chica dice Lugo en son de broma. Se le miran los dientes de piraña. Todos reímos . Pero lo suficiente para la tarde.
Estos días estoy tomando mucho lanzo un comentario Yo no puedo tomar mucho.
Solo hasta hoy. Mañana por la mañana termina la fiesta. Depende de nosotros que sea inolvidable, tenemos que festejar como Harry en los Bajos Mundos responde Crespo y todos reímos.
El camión trastabilla, voltea curvas y curvas, avanza con lentitud. La selva frondosa es un collage de imágenes verdosas. ¿Creen que necesitaremos ayuda? pregunta Harry. Con la cerveza, no por Dios. Todos vuelven a reír. Conversamos entretenidos por el lapso de diez minutos, hora que llegamos a nuestro destino. El camión se estaciona en un extraño paradero de tierra y de piedra. Bajamos adormecidos. Había una casa de madera a nuestra izquierda, a la orilla del camino, y otra de material noble al lado derecho. Nos esperaban una señora muy blanca, un fornido señor barbudo, y un joven flaco que sería ¿su hijo?
Al lado de la casa de cemento, que tenía dos pisos, había un camino de hierba hacia arriba, como quien va al cerro. Nos saludamos, y Repta y el chofer se acercan a los señores.
¿Dónde está el árbol? pregunta Repta en voz alta. Arriba, siguiendo ese camino responde el señor barbudo y apunta el camino de hierba . Yo y mi hijo los llevaremos. Ya estamos listos. ¿Ustedes?
Nosotros también contesta el chofer. ¿Cómo es el dicho árbol? pregunta Repta. Es especial para los cortamontes dice la gringa. Es recio y alto dice el esposo de la gringa . Eh, Julián, saca la motosierra dice dirigiéndose a su hijo . ¿Trajeron la gasolina?
El chofer le muestra el galón con gasolina. Sin más, nos
dirigimos por el camino de hierba. El piso está embarrado, fangoso, y las hierbas están rociadas con lluvia, lo que forja más difícil mi subir cargando la caja con cerveza. Caminamos en medio del rumor de la selva, entre vuelos de libélulas, palomas y mariposas, cual jardín del edén. El hombre barbudo de pronto me ofrece una bolsa con hoja de coca y un cigarrillo encendido que ha venido ofreciendo a todos. Me detengo, cojo el cigarrillo, doy dos pitadas y se lo devuelvo. Hace un calor engorroso. Cada tramo que subimos hay más exuberantes plantas. Hubiese preferido avanzar escuchando la música de un mp3, aunque me distrajera de apreciar el paisaje y de sufrir la sensación de ir de campamento. Hubiese sido, sin embargo, una orquesta magnífica. Además, resultaría gratificante. Llegamos a una vuelta hacia la izquierda. El esposo de la gringa sube una pendiente, saliéndose del caminito, hacia mi derecha. «Por aquí, síganme», dice con voz fuerte. Subimos y la zona es espantosa. La tierra está totalmente fangosa, enlodada, húmeda. Crespo se va por otro camino a coger naranjas. A unos diez metros, en medio del boscaje, un árbol recio, un señor árbol de espesas ramas y abundantes hojas verdosas, nos recibe con imponencia. Suspiramos. Por fin me libro de la carga y lo coloco en la tierra con cuidado.
Es magnífico dice Repta . Bueno, lo tumbamos primero o primero nos acabamos la cerveza. Está haciendo fuerte calor y tengo sed.
Tumbarse ese árbol, aunque no lo crean, es fácil con la motosierra. Nos tomará como máximo veinte minutos dice el hombre barbudo . Acabemos primero la cerveza para matar el sol.
Los hombres empiezan a beber sonrientes, sedientos y contentos. Conversan sobre los primeros invasores del valle, cómo llegaron junto con la construcción de la trocha carrozable, algunos vendiendo comida a los trabajadores de la construcción. También refieren sobre los primeros hacendados de la zona que viajaban en avión, los mismos que exportaban barbasco para la fabricación de
dinamitas en la Segunda Guerra Mundial. Cambiamos de tema, y abordamos historias de sirenas, yacurunas, bufeos o capusas de la amazonía peruana, que se acostaban a las orillas de los ríos con los boteros o señoritas enamorados de su canto. Recuerdo una tarde, luego de discutir con mi madrecita, me escapé a Sivia empezó a contar Repta de pronto . Me fui a la chacra de don Julián, quien, a cambio de ayudarle con las faenas en el campo, me invitó el almuerzo y la cena, además de darme un cuartito con cama adentro, aunque sin puerta. Lo curioso fue que, en la noche, cuando yo roncaba a piernas tendidas, soñé con tres mujeres rubias, esbeltas, de ojos verdes y de labios carnosos. Ellas me llamaban por mi nombre con una voz endemoniadamente dulce, tiernísima, casi angelical, y yo en mis fantasías soñadoras empecé a seguirlas enceguecido y atraído de modo fatal. En mi mente ellas me llamaban y entonces yo solo estaba a corta distancia de tocarlas, y cada minuto que pasaba las sentía cada vez más cerca a abrazarlas y acariciarlas, besarlas y amarlas. Sin embargo, de la nada sufrí varias sacudidas e, incluso, un sopapo que me hizo ver el brillo de una lámpara. Abrí los ojos por completo y distinguí a don Julián, con una lámpara en la mano derecha y con la izquierda aferrada a mi garganta, diciéndome que despertara. Al reconocerlo y preguntarle qué diablos pasaba, me respondió: «Oye, cojudo, si no te detengo te metías al Apurímac para siempre». Y yo, todavía incrédulo, escuché el rumor milenario del Apurímac, deslizándose a pocos metros de donde estábamos.
Lo escuchamos asombrados y festejamos su anécdota con varios brindis. Luego, mencionamos a los chullachaquis o demonios de las selvas, a la yacumama o la sierpe enorme, al yanapuma o puma negro y el amaru o monstruo en forma de dragón mitológico. Proseguimos, ampliando los temas de conversación, con las respuestas a cómo cobró fuerza la siembra de la hoja de coca en el valle, aquella milenaria planta admirada por los ancestros del pasado y del presente, cayendo en la cuenta de que debió ser así desde
siempre. No sé cómo llegamos al tema de los Bajos Mundos, donde se escucharon anécdotas de amores contrariados, lujurias tórridas, condimentados de chistes rojos y atribuciones carnavalescas.
Cuando se termina la caja de cerveza y se pone de prioridad los deberes, pese a algunas quejas y ciertas propuestas de proseguir con la dipsomanía, decidimos cumplir con nuestra misión. Utilizando unas sogas gruesas, las afiladas sierras mecánicas de la motosierra, el empeño de los nueve hombres casi embriagados, tumbamos el árbol imponente, que cayó primero sumisamente y luego con brusquedad. De pronto, cada uno nos servimos vasos de refresco, que lo bebimos reconfortados ante un clima caluroso. Unos minutos más tarde, festejaríamos el triunfo en la casa del esposo de la gringa y del hombre barbudo. Y más luego, llevaríamos en el camión arrastrando a nuestra víctima, mientras los pobladores mirarían y exclamarían emocionados: «Hoy es el cortamonte de la galería Esmeralda».
FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO
Perú
Facebook: https://www.facebook.com/123FrancoisVillanueva123 Instagram: https://www.instagram.com/francoisvillanuevaparavicino/
La niebla había estado allí siempre. Extendiéndose. Sin embargo, todo ese tiempo parecía haber estado esperando a Lovius.
Cuando Lovius nació había niebla. Tras largos minutos los gritos de dolor de la mujer se apagaron y solo quedaron los sollozos de un bebé que miraba los ojos sin vida de su madre.
Lovius recordaba poco del orfanato. Noches frías y lluviosas. Los azotes de las Silenciosas. Los niños crueles, a los que Lovius entretenía para que olvidaran reírse de él.
Pero lo que más recordaba Lovius eran aquellas noches en que la niebla recorría el pueblo. Cuando los niños dormían ya, Lovius salía al exterior, aunque fuera la noche más terrible del invierno.
Algún día seré como la niebla, pensaba, libre. Lovius extendía la mano intentando tocar la niebla en vano. Sin embargo, siempre lo intentaba, y cada día extendía la mano un poco más. ¿La niebla lo llevaría lejos de allí? ¿Lejos de los niños y las habitaciones apretadas? Si extendía la mano un poco más…
Así pasaba la noche hasta que los niños despertaban, y volvía a su dormitorio, fingiendo dormir. Se burlarían de él si lo encontraban mirando la niebla.
Fue curioso cómo, una de aquellas noches especiales, todo cambió. Si no hubiera estado allí… Pensaba. Si me hubieran castigado…
Pero Lovius extendía la mano, como de costumbre. Un poco más… Casi la rozaba. No importaba que estuviera a punto de caerse del tejado.
Oyó los gritos. No eran las quejas de algún niño; eran gritos de dolor. Antes de que pudiera hacer o decir algo, la niebla se acercó a él, y le rozó. No era suave como había imaginado. Eran manos huesudas, pero fuertes como el hierro. Tiraron de él, y por primera vez, Lovius se aferró al tejado del orfanato. Pero la niebla lo cogió con sus garras.
Eres mi hijo… Todo era blanco. De un blanco tan puro e infinito que era aterrador.
Hijo de la niebla… Lovius intentó aferrarse a algo, cualquier cosa material, para escapar. Pero allí nada era sólido. Todo se deshacía en sus manos, sin valor. ¿Era esa su estimada niebla? ¿Lo que había estado observando noches y noches?
Hijo de la niebla. Los párpados le pesaban cada vez más. No tenía fuerzas, y todo se quedó blanco.
Lovius despertó en un lugar tan blanco que al principio creyó que era la propia niebla. Pero no, porque lo que había alrededor era sólido. El simple hecho de poder palpar las paredes puso eufórico a Lovius. Hasta que por la puerta entró la misma niebla.
Tenía, en apariencia, la forma de un hombre: piernas y brazos, ojos y dientes. Y no se parecía a un hombre en absoluto. No era sólido. Su forma cambiaba. Sus ojos no tenían el brillo de la vida. Era un disfraz.
La niebla habló, inexpresiva. Eres un hijo de la niebla. Me perteneces.
Yo no pertenezco a nadie.
La niebla parecía estar preparada para las respuestas de Lovius: Cuando naciste había niebla. Te reclamé, como corresponde. Y tu madre dio su vida para ello. Y los del orfanato. Para que yo pudiera criarte.
Lovius no entendía lo que había delante de él. No entendía como la niebla podía tener la forma de un hombre, ni porque la noche en que nació lo había reclamado. Pero sí entendió que su madre había muerto por él. No por el parto. Había sido la niebla. «Si la niebla te reclama, le perteneces».
Por primera vez echó en falta el orfanato. Y supo que su vida no sería la misma a partir de ese momento.
Pronto se convirtió en un hijo de la niebla más. Lovius comprendió porqué estaba allí: era el hijo de quien debía obedecer. Eso hizo. Sus maestros se lo explicaron. La niebla te ha reclamado,
y es tu deber obedecer. Ella quiere extenderse y tú le ayudarás a hacerlo. Puede ir por tu mundo y por el de los sueños. Aprenderás a viajar y a extenderla, y a buscar a los futuros hijos de la niebla.
Por un tiempo, Lovius lo aceptó. Viajó por el mundo del sueño dónde todo era posible. Sin perder la cordura. Buscaba en los sueños de las madres el perfecto futuro hijo de la niebla. Encontró a algunos, y se los entregó a ella. Aprendió que la niebla debía extenderse.
Una noche Lovius vagaba por el mundo de los sueños. En un principio no reconoció por donde caminaba. Había pasado demasiado tiempo. ¿Meses? ¿Años? No le importaba. Su misión era ayudar a la niebla a extenderse sin importar cual fuera el precio.
Lovius oyó algo que le llamó la atención. Las campanadas de una Iglesia. ¡Como la de cualquier aldea! ¿Qué hacía deteniéndose por un sonido tan insignificante? Tenía que continuar. Tenía que ayudarla a ella, a extenderse, extenderse y extenderse…
Las campanadas volvieron a sonar. Lovius recordó el tejado por el que casi se caía cuando intentaba tocar la niebla en sus noches especiales. Los niños. Y la choza donde nació, donde la niebla se extendía, reclamándolo…
Corrió hacia su choza. Lovius ya sabía dónde estaba el niño que la niebla necesitaba. Estaba en el mismo lugar donde él había nacido. Volvió al mundo real, donde los sueños eran algo que solo vivía dentro de su propia mente. Corrió hacia la choza. Otro hijo de la niebla ya estaba allí, cogiendo al niño en brazos. El cuerpo de la madre yacía en la cama, inerte.
Lovius imaginó el futuro no tan lejano del bebé: vagando por un mundo de sueños, extendiendo la niebla. Nunca aprendería que había otra opción. Lovius había vivido en el orfanato para compararlo. Y ahora al fin lo recordaba.
Rápido como un rayo Lovius cogió al niño, y lo trajo con su mente al mundo del sueño. Por mucho que corriera Lovius sabía que no podría escapar por mucho tiempo.
El camino por el que corría se hacía cada vez más tortuoso.
Intentaban detenerlo. Unas manos lo sostuvieron por los tobillos. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para que el bebé no cayera de sus brazos. Lovius forcejeó, impotente.
Las manos habían salido de la tierra misma. En el mundo de los sueños todo era posible. Lo rodearon los hijos de la niebla. Sus hermanos. Lovius reconoció a algunos.
Habían sido hermanos. Pero ya no importaba. Porque Lovius no les estaba dejando cumplir su misión: extender la niebla. Lo más importante era la misión. ¿Entonces por qué a Lovius le importaba tan poco? «Porque has tenido otra vida».
Llegó la niebla misma, con la apariencia de un hombre. Los hijos de la niebla no se movieron. Esperaban una orden. Apresadlo. Y traedme al niño con vida.
Los hijos de la niebla se abalanzaron sobre él. Lovius nunca había tenido tanto miedo.
«En el mundo del sueño todo es posible», recordó. Si era posible que unas manos lo cogieran de los tobillos, que la niebla misma y sus hijos aparecieran de repente, era posible escapar. Lovius soñó. Soñó con un lugar aislado, seguro.
Lovius abrió los ojos. El bebé seguía en brazos. Estaba en una habitación vacía. Pero la niebla seguía allí, con su apariencia humana.
La niebla puede extenderse a cualquier lugar, chico. ¿Cómo si no vienes al mundo de los sueños? Yo me extenderé siempre.
«¿Cómo si no vienes al mundo de los sueños?». Esas palabras fueron el peor error de la niebla. Lovius entendió. Desde que la niebla lo reclamó era hijo suyo. Y eso significaba que él también era niebla, porque se había extendido dentro de él. ¿Y cuando los hijos crecían no se hacían más fuertes que sus padres? Lovius no era ya un niño. Podía igualar a su madre.
Sin embargo, nunca se había convertido en niebla. «En el mundo de los sueños todo es posible»
Lovius soñó con extenderse por esa habitación. Un cuerpo que
no fuera sólido. Y ocurrió. Estaba en toda la habitación. No tocaba nada y a la vez tocaba todo. Lovius vio a su madre. La niebla también se hizo incorpórea.
Entonces Lovius vio el alma de la niebla. Un guerrero fiero, que sujetaba una espada. Había algo corpóreo en la niebla. Lo que había dentro de ella.
Lovius también se dio cuenta de que había algo sólido dentro de él. Ahora solo quedaba luchar. Acero contra acero. Lovius se dio cuenta de que los movimientos de su madre eran lentos y torpes. No importaba cuántos hijos tuviera la niebla, cuánto se extendiera. Estaba envejeciendo.
Pronto el filo de la espada de Lovius rozaba el cuello de su madre. En sus ojos, que siempre habían estado vacíos, había miedo. He crecido, madre Lovius se forzó a mantenerse sereno Y te he ganado. Ahora me perteneces. Tú estarás dentro de mí, y el poder de la niebla será mía. Solo mía. Serás mi madre, mi posesión y mi arma.
La niebla se condensó dentro de Lovius. Fue un proceso doloroso, pero cuando terminó, Lovius supo que era el rey de la niebla.
LAIA
LEÓN
SERRÁN
Barcelona, Cataluña
Sobre la nueva colcha de mi cama que mi madre había confeccionado, tenía una caja grande y roja en la que guardaba juguetes de cocina. Tuve miedo de que mamá protestara si al vaciar la caja ensuciaba la colcha. Mamá era muy buena costurera. La colcha la armó cortando un rectángulo de tela que cubría exactamente la parte superior del colchón. La tela tenía un diseño de rayas rosadas y blancas de aproximadamente medio centímetro de ancho que iban a lo largo de la cama. Después, para los costados, utilizó trozos de tela de color rosado claro, cosidos al trozo rectangular de forma que el conjunto calzaba justo sobre el colchón como si fuera la tapa de una caja.
La almohada tenía su propia funda, hecha con una combinación de ambas telas, la rayada y la lisa, y la colocó en el medio de la cama recostada contra la pared. Además, había agregado dos almohadillas chicas forradas de un color turquesa claro a cada lado. Estas combinaban con las alfombritas, una al lado de mi cama, otra al lado de la de mi hermana, que eran cueros de oveja teñidos de turquesa. Las cortinas estaban hechas con la misma tela de la colcha, la de tiras rosadas y blancas. No vimos a mamá coser todo eso, nos dio una sorpresa. Un día, cuando mi hermana y yo llegamos del colegio, encontramos el cuarto con la nueva decoración. Era un cambio importante, el cuarto se veía mucho más lindo, supongo que nos alegramos, estaba todo muy hermoso, pero no recuerdo que fuéramos muy expresivas como quizás esperaba mi madre.
El asunto es que como estaba todo muy nuevo y prolijo me frené un poco antes de vaciar la caja, pero mi prima Elisa insistía en ver mi famoso juego de té rojo. Entonces saqué la tapa de la caja y volqué su contenido que quedó todo esparcido sobre la colcha.
Tenés de todo dijo Elisa.
Sí, pero ves que la mayoría es del juego rojo.
¿Qué tal si separamos lo rojo de lo demás?
Y así empezamos a formar dos pilas, una con platitos de latón, teteras y jarras de plástico blancas, tazas verdes, etc., y otra con todo lo que fuera rojo. Completada la clasificación empezamos a quitar de la pila roja lo que a la vista se notaba que era distinto, como la tapa de latón de una olla pintada de rojo. Al final nos quedó el juego de té.
¿Está completo? preguntó Elisa.
No sé, armémoslo.
Buscamos emparejar los platitos con las tazas y cucharitas y revisamos que hubiera una jarra, una tetera y un azucarero con sus correspondientes tapas, y había unos platos más grandes, tipo plato de torta. En total había seis platos y seis platitos, cinco tazas y cinco cucharitas, así que faltaba una taza y una cucharita, casi podríamos decir que estaba completo, considerando el tiempo que lo tenía.
Es lindo, ¿verdad? le pregunté.
Sí, me gusta ¿quién te lo regaló?
Un novio que tuve hace muchos años.
¡¿Tuviste un novio?!
Sí, cuando estaba en jardinera.
¡Pah! ¡y todavía tenés su regalo!
Sí, es que ves que no se rompe, es muy bueno, mirá estas jarritas blancas, tienen el pico roto, y las tazas verdes algunas tienen la agarradera rota, pero estas, las del juego rojo no.
¿Quién iba a decir que tú, tan tímida, habías tenido un novio? ¿Y qué pasó? ¿Se pelearon?
No, la última vez que lo vi fue cuando me regaló este juego. Era el día de mi cumpleaños, en diciembre, ya habían terminado las clases, mi madre organizó una fiesta invitando a todos mis compañeros, como la mayoría eran varones yo me pasé la tarde en el dormitorio con otras dos niñas porque si salíamos al jardín los varones nos empujaban. Mamá me dijo que como yo había pasado el año muy quieta y callada, al ver el grupo de mis compañeritos, decidió que ese ambiente era lo que me hacía mal y que debía sacarme de
allí. Al año siguiente empecé primer año en el colegio de monjas al que voy ahora, para niñas solamente. No vi más a Rubén.
¿Rubén se llamaba? ¿Y cómo fue que te ennoviaste? me preguntó Elisa con mirada curiosa . Yo nunca tuve novio. ¿Te dijo algo?
No sé cómo ocurrió. No recuerdo mucho. Normalmente yo estaba sola en los recreos, me recostaba contra un árbol grande que había en el patio de hormigón, y miraba a todos corriendo o caminando por ahí; o me paraba cerca de donde había que hacer fila cuando tocara el timbre, para ser la primera. Y de pronto me recuerdo caminando del brazo con Rubén. En un rincón del patio había una arenera, no muy grande, que ocupaban los más poderosos, yo ni me animaba a pedir que me hicieran lugar. Pero cuando fuimos hasta ahí con Rubén, se corrieron y pudimos jugar con la arena. Yo estaba feliz. Los dos estábamos felices.
Y después ¿Qué pasó?
El día de mi cumpleaños cuando él llegó lo llevaron a mi dormitorio donde yo estaba con las niñas para que me saludara y diera el regalo. Sobre la cama tenía muchos regalos, pero ninguno tan grande como el que traía Rubén. Era una caja grande, es esta, roja, que ahora está un poco vieja. Mamá y las niñas hicieron comentarios sobre el tamaño de la caja, y recuerdo a Rubén parado muy derechito sonriendo, mientras yo abría el paquete. Estaría contento de haberte dado el mejor regalo dijo Elisa.
Sí, eso es lo que me contó mamá. Me dijo que se le veía orgulloso.
¡Qué emocionante! Mirá si te lo encontrás algún día y te pide ser su novia.
No, ¡qué tontería!
Juguemos a que estás casada con él y que yo era tu cuñada y venía a tomar el té.
Bueno.
¿Qué podemos usar como torta?
¿Te parece que traiga unas galletas?
Sí, y trae agua para la tetera.
Bueno, pero no podemos hacer migas ni volcar el agua, mamá puede enojarse si ensucio la colcha o la alfombra.
Tendremos cuidado, ah, y trae azúcar.
Justo pasó mi madre y desde la puerta nos dijo:
¿Oí azúcar? No hagan enchastre. No, no jueguen con azúcar. Y después guarden todo, dejen la cama ordenada y limpia. Va a venir la abuela y quiero que vea qué lindo quedó el cuarto.
PATRICIA LINN UruguayEstaban los dos, sentados en la playa, mirando el Mar, cuerpos jóvenes con sus pieles tersas, vírgenes de cicatrices y rugosidades, cuando él soltó al aire diciéndole: Amaría eternamente poder compartir mi tiempo contigo siempre... volar, crecer... juntos.
Ella lo miró, acariciando su cara diciéndole: A mí también cariño... sólo dame tiempo.
Él se quitó el reloj y se lo entregó. Le dijo: ten, llevas mi tiempo contigo. Cuando sientas que es el momento me vienes a buscar, tú ya sabes dónde.
Ella tomó el reloj y se lo puso en la muñeca. Le dio un beso dulce en los labios y se levantó. Caminó sin rumbo por el refugio de su playa y justo donde el sol se despedía con sus rayos, como si fuera una figura de luz, desapareció en el horizonte.
Él la miraba mientras marchaba, pensando: Que le dé tiempo Pero ¿cuál? ¿El tiempo en que duran las olas en convertirse en espuma? ¿El tiempo en que la Luna pasea por las noches y llama luego al Sol para abrir e inaugurar el día? ¿El tiempo en que la oruga se transforma en mariposa? ¿Veintiséis días como alguna vez leyó por ahí? ¿Cuántos días? ¿Diecinueve? ¿Cuántas noches? ¿Quinientas? ¿Cuál tiempo le iba a dar? ¿Aquel en el que la Tierra tarda en darse una vuelta completa alrededor del Sol? ¿Ese tiempo en el que cuando pestañeas sientes que han pasado como diez años? ¿Cuál tiempo te voy a dar si el tiempo no para? Si los que paramos o seguimos somos nosotros, subiendo o bajando al tren o simplemente dejando que pase.
Y por supuesto pasó el tiempo. Chronos insultante había manejado expresamente y con sabiduría cada segundo que había transcurrido entre ellos. Y sucedió que ambos jamás se dieron cuenta que a pesar de portar en sus sienes arrugas de todas las cualidades, siempre permanecieron juntos, a pesar de los viajes individuales. Y se miraron otra vez apartando brevemente sus miradas que estaban fijadas en las olas del mar, se vieron y se reconocieron propios desde el día mismo día en que sus almas se aferraron siendo una. Sentados juntos a la vera del mar, volvieron a abrazarse. En la muñeca de ella, el reloj que él le había dado aún seguía marcando con sus agujas la misma hora, en el mismo lugar, en sus mismos cuerpos madurados y en sus mismas almas de siempre.
ERNESTO MÓNACO Barcelona
Instagram: @b_sidereflexions
Ya amanecía cuando el barco, tras varias semanas de dura travesía por aguas bravías llegaba al embarcadero del pequeño pueblo de Saron. Raúl, al principio, no tenía claro su porvenir, pero la primera vez que vio un pesquero supo cuál sería su cometido en la vida, [navegante], en ocasiones tuvo dudas, aunque dejó de tenerlas cuando tuvieron que enfrentarse a las embestidas el mar: casi naufragan en el viaje; aún recordaba los cinco días que estuvieron tras la pista de un banco de peces. Al dar con él, echaron las redes y el clima favorable facilitó que la pesca fuese abundante. Ahora, tras la estiba, se mantenía fresco en la bodega del barco cubierta de hielo. Pero el resto del tiempo mientras se dirigían a la ciudad del emir, su angustia lo ahogaba y cuando creía que todos dormían rogaba a la virgen del mar que la mercancía llegara en buen estado. Sufrieron días de fuertes tormenta en los que entró mucha agua en el barco y temía que la hubiera humedecido; entonces jamás le permitirían dejarlo.
Se desplazó el aire por el embarcadero, como un murmullo, el viento encaramado sobre las ramas de los árboles deambuló entre el follaje que chocaba con violencia contra la tierra, a la vez que emitía un leve gemido. El cielo plomizo parecía turbado.
Raúl, un hombre alto, de grandes hombros, rostro serio, y espesa barba, tiraba de la jarcia y daba órdenes con un movimiento de manos. El aprendiz enrollaba la red escollando las órdenes. El capataz con un estruendo de voz y los ojos abiertos como platos le advirtió de su despiste. Después escupió en el suelo. El joven lo miró con cara de asco.
El invierno arreciaba y el frío calaba los huesos como una espada que atraviesa. En ese momento llegó el mercader. Raúl le indicó que comprobase la mercancía.
Me siento viejo, dijo compungido, pero en realidad lo que deseaba era perder de vista para siempre al mercader porque su sola presencia le asqueaba.
David, un bondadoso pescador que llevaba años junto a él aparentó estar atareado para no responder, no obstante, no perdía ni un ápice de lo que sucedía a su alrededor. Acostumbrado a dormir entre tablones y lavarse en días de tormenta, recorría el puerto con la mirada vigilante. Los pájaros salían de la bruma estirando las alas al viento como si de un ritual se tratara.
El producto que traes tiene muy buena calidad señaló. Raúl asintió con la cabeza.
Debemos zanjar este trato con premura antes del alba, el cielo empieza a aclararse.
El hombre le entregó el maletín, recogió el fardo y se marchó. Raúl a pesar de lo violento que se había sentido, reservó su angustia porque era la última venta con esta clase de individuos de dudosa reputación. Por fin, se retiraba de ese negocio que durante dos años le había arrugado el alma. Nunca imaginó que, para no dejar a su fiel tripulación (a los que consideraba su familia) sin trabajo, tendría que aceptar hacer viajes de contrabando. De profesión estibadores ordenó el descargue del pescado por el que obtuvo un buen precio. Suspiró aliviado. El dinero le permitiría continuar hacia las próximas capturas, si el tiempo y las condiciones eran propicias podría continuar con desahogo durante varios años.
Dirigió la mirada hacia los tripulantes del pesquero y al fijar la vista en David vio extraña su forma de actuar, cabizbajo como si no prestara atención. No era habitual en él que no se le escapaba nada.
David, ¿qué sucede? preguntó algo inquieto y más preocupado que un toro cuando sale al ruedo, o un árbol en día de tormenta, pues no estaba acostumbrado a verlo en silencio.
¿Tú crees que nos dejarán? No estoy tan seguro. Raúl esquivó su mirada, respondió molesto con un zarandeo de manos mostrando su enojo. En aquel momento parecía que el aire podía cortarse en dos.
¡No es momento de volver sobre lo que está hecho!
Una ráfaga de aire brotó del viento. El silencio respondió. Algún día volvería la vida de antaño
No quiero disgustarte, pero hay alguien encaramado a la rama del árbol que está cercano a nosotros, debemos zarpar de inmediato. Los hombres ya han llegado las garrafas con agua del aljibe.
Isaac, ayudante del cocinero, desde el barco, enseñó varios tordos, que formarían parte de la cena cuando toda la tripulación estuviese a bordo. Con un gesto del brazo izquierdo indicó que se dieran prisa en subir los aparejos.
Juan, el aprendiz, un joven imberbe que se había unido en el último año, jadeaba mientras subía las redes al barco. Raúl no pudo evitar una carcajada y ordenó a Samuel que lo ayudase. Cuando todos los aparejos de pesca se encontraban de nuevo en el barco, la tripulación subió a bordo.
Tom, el cocinero, daba el aviso, era hora de cenar. Los pescadores, botella en mano no tardaron en sentarse a la mesa. Raúl se unió a ellos.
¡Madre mía Tom!, ¡Qué pinta tiene el pescado!
Prueba mis patatas y después juzga, patrón.
Yo probaré los dos, dijo Juan que tenía más hambre que los bebés cuando piden su ración de leche.
La estrepitosa carcajada de sus compañeros hizo crujir la madera del barco. Comieron, bebieron y rieron como nunca sabiendo que había sido la última vez que recogían carga de contrabando y se la entregaban a otros contrabandistas más sinvergüenzas aún. Sin embargo, ninguno se dio cuenta de aquel hombre que se había colado en el barco y sigiloso se ocultaba dentro de uno de los botes salvavidas.
Capitán, advirtió David alguien ha entrado en el barco. ¿Qué dices? ¿Estás seguro?
Tanto, que le he visto colarse en uno de los botes salvavidas.
Maldita sea, farfulló y salió disparado hacia el bote.
La tripulación lo seguía. Isaac cogió un cuchillo y les siguió.
¿Quién se atreve a subir a mi barco sin permiso? Salga de ahí inmediatamente.
Su voz sonó amenazante. El hombre que resultó ser un muchacho en plena adolescencia salió del bote aterrado. Raúl en cuanto lo vio se sintió relajado.
A David no se le escapa nada en este barco hijo, dijo poniéndole una mano en el hombro . Y ahora dime que narices haces aquí.
Mi padre me ha echado de casa porque dice que no valgo para nada. Quiero ser pescador. Le voy a demostrar que soy un hombre. Traeré dinero y mi madre no tendrá que lavar más la ropa de nadie.
Raúl socavó durante unos minutos cuanto acababa de oír. Los pescadores esperaban en silencio la decisión de su patrón.
Tom, dale de cenar al nuevo tripulante. Salimos de inmediato. ¿Estás seguro muchacho, tardaremos alrededor de un año en regresar a Saron?, aunque esta vez será con una buena cantidad de dinero. ¿Cuál es tu nombre?
José, señor, y estoy de acuerdo. Soy espabilado y trabajador, no se arrepentirá.
Muy bien muchacho, así me gusta. Zarpamos.
Varios meses después, José comprobaba el estado del congelador que contenía el hielo destinado a mantener el pescado fresco y ordenaba las cajas de madera de la bodega para la próxima entrega del pesquero. Su carácter cariñoso y afable había hecho que toda la tripulación le tomara en gran estima y él, que nunca dudó de sus posibilidades, se adaptó a la dura vida de altamar con total maestría. Se estaban acercando a un banco de peces y esperaban que fuese una buena captura.
Estamos muy cerca, gritó Juan todos a sus puestos. David ordenó que revisasen la red y los ejes de arrastre.
Todo en orden patrón.
Raúl respondió con un gesto de mano sin soltar el timón.
¡Atentos! Soltar la Red, gritó Juan.
Todos a una, cumplieron con su tarea, atentos a que nada fallará. Cuando Juan observó desde lo alto del mástil que la red estaba a rebosar de peces dio la orden de subirla de nuevo al barco. Raúl mantenía el timón firme pendiente de sus instrucciones.
Una vez que los peces estaban en el barco los metieron en la bodega dentro de un contenedor lleno de agua, que mantendría los peces a la temperatura suficiente hasta que llegasen a su destino, momento en el que serían introducidos en las cajas y cubiertos con hielo para su entrega.
Raúl fijó el rumbo. Era media tarde y aún no habían comido. Tom pareció leerle el pensamiento al anunciar que la comida estaba lista; en ese instante empezó a llover con fuerza. Amparándose en el interior del pesquero la tripulación empezaba a comer.
Vaya, veo que hay hambre. ¿No esperáis ni al patrón para celebrar la buena carga que llevamos?
Brindemos, compañeros, volvemos a casa, dijo David elevando una botella de vino.
Todos bebieron con vino excepto José, que se sintió triste al recordar en momento en que su padre le había dicho que no era un hombre porque ayudaba a su madre a fregar los platos: no le mencionó que había visto a su madre tocarse el vientre con un fuerte quejido de dolor. Solo esperaba que estuviese bien. Jamás la habría dejado sola si él no lo hubiera echado de casa.
Varios truenos y relámpagos avisaban que el temporal se hacía cada vez más fuerte.
David con su sagaz experiencia se puso serio. Raúl al darse cuenta empezó a preocuparse. Sabía por propia experiencia que si él se inquietaba era porque presentía que todo podía complicarse.
Dejemos el festejo. Todos a sus puestos, la tormenta puede ser más peligrosa de lo que pensamos.
Tom miró a David, que asintió con la cabeza. En pocos
minutos todos estaban en cubierta. La lluvia se había acrecentado tanto que apenas se veía unos metros más allá. Un relámpago cayó en el barco dando de lleno en el mástil que estuvo a punto de partirse en dos.
Las olas amenazaban con engullir el pesquero. Amarraros donde podáis o las olas os arrastrarán, indicó Raúl no estoy dispuesto a perder a nadie.
Otro relámpago quebró el cielo. El viento, aunque cálido estaba cargado de humedad a causa de la pertinaz tormenta. Las olas sesgadas por ondas de espuma zarandeaban el velero como si fuese un bebé en su balancín, dejando un reguero que se iba estrechando entre ola y ola. La embestida de las aguas era amortiguada por el casco que resistía con fuerza.
Poco a poco la tormenta fue amainando hasta serenarse por completo. Los pescadores se santiguaron y dieron gracias a la virgen del mar por su protección. El atardecer anaranjado despertaba en el horizonte calmado; sereno al igual que un pretendiente cuando es aceptado como futuro esposo.
La travesía continuó sin más sobresaltos ni sorpresas y tras muchas millas llegaba de nuevo al embarcadero de Saron. Tardaron cuatro horas en descargar y entregar la carga. Después revisaron los aparejos de pesca y se aseguraron de que el barco no hubiera sufrido daños.
Raúl reunió en cubierta a la tripulación y fue entregando a cada uno el sobre correspondiente a su paga.
Con este dinero vuestras familias podrán vivir cómodamente más de seis meses y bien administrado mucho más, señalaba Raúl nos merecemos este descanso. Estaremos atracados durante un mes, tras el cual volveremos al mar.
Sin más se despidieron y cada cual cogió su macuto. David esperó a que todos hubieran marchado.
Me preocupa dejarte solo Raúl. ¿Y si los que se dedican al contrabando se enteran de que has regresado y vienen con malas
pulgas?
No sufras, eso no pasará. Lo dejé muy claro. Cuatro entregas y ni una más. Ve tranquilo.
¿Y a dónde voy? No tengo a nadie y me encuentro tan solo como tú. Así que me quedo contigo. Hoy nos emborracharemos, yo invito.
Se dieron un abrazo y se fueron a la taberna. Entre tanto José llegaba a casa de sus padres. Tocó a la puerta. Al abrir, su padre al verlo gritó:
¡Hijo! Creí que te habíamos perdido para siempre, perdóname.
Lo abrazo con fuerza.
María, ¡es José, es José!
Hijo mío, dijo la madre abrazándolo con fuerza a la vez que lo besaba en la mejilla.
José estaba atónito. No sabía qué decir. Su padre jamás le había demostrado afecto.
Madre se encuentra ya bien, alcanzó a decir cuando me fui vi que tenía dolor en…
¡Hay hijo! Gracias al doctor que me curó la inflamación que tenía en el hígado, tu padre trabajó mucho para pagar las medicinas y la señora Belmont me ayudó en casa.
En ese momento José sacó el sobre de dinero y dijo:
Nunca más tendréis que preocuparos por el dinero, y tú, madre, no volverás a lavar la ropa de nadie porque yo trabajaré para que nada os falte.
Su padre lo miró y dijo:
Te fuiste siendo un adolescente y regresas un hombre hecho y derecho.
Los tres se abrazaron emocionados.
Durante años el barco y velero de pesca de nombre “El Burrian” se hizo a la mar una y otra vez para luego regresar a la ciudad de Saron cargado de peces. La tripulación se mantuvo unida
aún en los momentos más difíciles en altamar hasta que ya fueron demasiados mayores para navegar.
NURIA DE ESPINOSA España
Página WEB: /https://escritoranuriadeespinosa.blogspot.com Twitter: @misletrasnuria1
Bajamos del trencito en la estación del complejo deportivo del camping. Llevábamos dos canastos, uno con frutas y un budín y otro con el equipo de mate y una caja de leche chocolatada.
Prefería deslizarme sobre las piedras del río, apenas sobrepasadas por el agua del arroyo y me entretenía mirando a todos los que hacían picnic a la sombra de los sauces. Allí también se ubicaba mamá con Vicky para que no estuviera tan expuesta al sol directo. Pero esa tarde habíamos quedado con los amigos de mi hermano, en ir a la pileta del polideportivo. Mi padre había armado partido de tenis con el señor de la carpa vecina. Mi madre también se reuniría con otras mujeres a compartir mate, cigarrillos y sol. No había muchas nenas de mi edad ese año, así que quedé seleccionada para cuidar a mi hermanita.
Al año siguiente repetimos destino turístico y camping, pero con mis hermanos estrenamos carpa. Dos años después, igual sitio, aunque la innovación constaba en la incorporación de dos amigas. En la combi viajamos muy cómodos y hubo reubicación en las carpas. Mis amigas y yo dormíamos solas.
Antes del comienzo de nuestro último año del secundario enviamos el equipaje con mis padres y nosotras decidimos viajar en ómnibus. Además, estuvo oportuna la decisión ya que se habían incrementado los controles en la ruta.
El fogón de aquella noche marcaría un antes y un después en mis vacaciones. Al atardecer acomodamos los leños, preparamos las conservadoras con gaseosas y cervezas, nos bañamos para estar listas cuando pasaran nuestros amigos a buscarnos, con Nico encabezando el grupo. No cenamos con nuestros padres. Lo hacíamos al regreso para así disimular el aliento a alcohol y cigarrillo.
Cuando Nati se enteró de lo mío con Nico, me invitó a quedarme ese verano en su casa. Zafé del veraneo en carpa. Disfrutamos de pileta, tragos, disco y salidas en la ciudad. Fue corto,
pero intenso y a la vuelta de la esquina me esperaba el ingreso a la universidad. Último verano en libertad.
Nico también ingresó a ingeniería, pero no pudo con todo y dejó. Tenía que buscar un trabajo. Había llegado el primer apurón, que terminó en casamiento. Vivimos un tiempo en casa de su abuela hasta que nació Ana. Después en un departamento. Día de por medio yo partía en subte cargada como un camello, para dejar a Ana en casa de mis padres y luego, camino a la facultad, trataba de afirmar algo de lo que había estudiado, pero la cuesta se hacía cada vez más empinada. Fechas y exámenes se iban corriendo para más adelante.
Nico buscaba a la beba cuando salía del trabajo y ya estaba lista, comida, bañada y cambiada.
Del segundo apurón nos enteramos en Navidad. No lo comentamos. Esperaríamos que papá y mamá volvieran de Pinamar con Vicky, que los acompañaba en sus veraneos, siempre que pudiera invitar alguna amiga.
Llegó Benja en agosto y el año lectivo quedó trunco para mí. Cesárea, lactancia, salita de tres de Ana. Trajín interminable. Debería esperar otro tren. Tal vez el año próximo.
Pensamos descansar unos días en Nono. En carpa por supuesto. Mis padres nos dejaron el auto, porque ellos se iban a Brasil en avión. Una noche calma y tibia nos asomamos a la playa del río, allí donde solíamos preparar el fogón. Crepitaban los leños dibujando siluetas abrazadas, como las nuestras, cuando todo comenzó.
MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI Argentina