EL NARRATORIO
EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL
AÑO 8 NRO 84 — febrero 2023
ISSN 2591 3123
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CREO QUE LO PERDIMOS ENTRE SARAJEV0 Y KIDBROOKE CÉSAR HOLGADO MORCILLO
EL CASTIGO NORMA DOMANCICH 16
A TRAVÉS DEL INSOMNIO ADÁN
ECHEVERRÍA 20
SNAKE HA VUELTO JORGE ZARCO
RODRÍGUEZ 31
RESTOS DE UNA POBRE MUJER AGUSTÍN
S. NIELLO 41
VUELTA AL PERRO GUSTAVO VIGNERA 49
LA JUANA ALEJANDRA SELEME 58
BÚSCAME MAMI R4R0 62
INANE PAOLA SÁNCHEZ 68
FUEGO AMIGO HAM BASHUR 76
CONVERSANDO CON MIS YOS LUCÍA
OLIVÁN SANTALIESTRA 86
MÁC QUy ADRIANA RODRÍGUEZ 89
HYDE NEGRO GRANT MACKINTOSH 96
PUNTO POR PUNTO MARÍA DEL CARMEN
RAMACCIOTTI 106
ANTES DEL CREPÚSCULO FRANCOIS
VILLANUEVA PARAVICINO 108
LA HUACA DEL ZORRO WILMER ALARCÓN
VÁSQUEZ 114
SEGUNDA CITA VERÓNICA EDITH
GONZÁLEZ CANTÚ 122
TERAPIA LUIS J. GORÓSTEGUI 127
PASEO CLARA GONOROWSKY 136
LA EMOCIÓN VERDADERA ES INSUPERABLE
JOSÉ LUIS VELARDE 141
FINAL DE LA NOCHE JOSÉ A. GARCÍA 146
Fui a la cabina del fondo y llamé a Lajla, que vivía en Tottenham, no muy lejos. Me dijo que podía ir directamente a su casa. Ella estaba siempre disponible cuando ibas a comprarle marihuana. Yo no fumo mucho, pero era la única forma de conseguir una cita. Había intentado ligar con ella en una fiesta, pero nada, totalmente imposible. Deseaba averiguar si el té y la charla que me ofrecía en las visitas formaban parte de su atención al cliente, o de una incipiente amistad. Sin embargo, esta vez solo me brindó un vaso de agua. Eso sí, me dio dos besos y me invitó a sentarme unos minutos. Le relaté mis últimas experiencias laborales en lo que parecía una empresa seria, aunque resultó ser una tapadera de la mafia rusa.
Bah, todas las corporaciones son indecentes de algún modo. Esta vez has tenido un buen curro, buena paga, enhorabuena tío, más de lo que yo nunca he conseguido.
Tú has logrado algo más meritorio, que es estar al margen de la sociedad…
No creas, la droga es uno de los pilares de la economía, como las armas.
Sí, los números parecen darte la razón. Ay, mi Lajla, eres una chica dura de Bosnia. ¿No piensas volver por allí?
Suspiró y me miró con entornados ojos verdes, tan tiernos y gélidos a la vez.
No te he contado por qué me vine a Londres. Cuando estaba en el instituto, nadie sabía quiénes eran de Serbia, Croacia o Bosnia, y, casi de repente, se fueron formando las
pandillas por ese tema, ¿entiendes?, se iba calentando por momentos la cosa, y muchos no salíamos de nuestro asombro. A mi hermano le dispararon en la puerta de nuestra casa.
Joder, lo siento, ¿estabas tú allí?
No, yo estaba aquí de au-pair, me lo dijeron mis padres, me pidieron que no volviese. Eso fue hace cinco años.
Y ellos, ¿están bien?
Sí, ellos huyeron a Eslovenia. No hemos vuelto aún a Bosnia. Quizá algún día. ¿Tienes prisa? ¿O me aceptas un traguito? dijo, sacando una petaca de whisky Glenlivet.
Oh gracias, me encanta la infusión escocesa. ¡Nasdrovia!
Jaja, nosotros decimos más bien Zivjeli. Lo intenté pronunciar, brindamos, y me regaló una preciosa risa.
Un día te casarás conmigo auguré. Iremos a España, bailaremos flamenco y comeremos paella.
Jaja, tú no sabes nada de flamenco, ya me lo dijiste.
Aprenderemos juntos.
Yo no soy tu tipo, aunque así lo creas.
Bueno, a lo mejor soy como el guante izquierdo enamorado de la mano derecha. Pero podemos ser amigos.
¿Quieres venir a Richmond mañana? Hay ciervos y ahora con la nieve, no va casi nadie. Pero como creo que tú estás loco, jeje…
Así es, me encantaría. Nos abrigaremos a lo bestia y luego podemos comer en un pub rural y tomar un asqueroso vino caliente.
¡Genial! exclamó, con una alegría contagiosa. Bueno, me voy, mañana hay que estar en forma. Si quieres ¿me paso por aquí como a las nueve?
A las diez mejor, ¿vale? Que hay que descansar, hombre añadió en español, y me despidió con un abrazo. Volví dando saltitos por la calle a mi escondrijo de Holloway.
Y efectivamente, hubo nieve, suficiente para darnos unos cuantos bolazos. También vimos a los ciervos, majestuosos, pasear a nuestro lado, sin miedo, silenciosos, a unos metros. Contuvimos la respiración, dándonos codazos. Y luego nos reímos de la impresión tomando el vino caliente de rigor, en un pub estilo campestre, seguido de un sándwich y una pinta.
Ningún hombre había querido quedar conmigo para pasear, y menos en invierno. Todos quieren ir a cenar, a los bares, y cosas así
Pues tendremos que seguir andando, aún nos queda un trecho para el metro.
He pensado que quizá me podrías acompañar a un lugar, un pequeño favor, tengo que ir a comprarle a un colega, al sur, ¿sabes? El barrio es un poco chungo, te lo advierto, he pensado que quizá es mejor no ir sola. Pero ya está todo apalabrado y es un tío legal, ¿sabes?
-Bueno, siendo legal…
Una hora después, desembarcamos en Kidbrooke, cerca de Lewisham, por el sudeste. Entonces estaba allí el Ferrier State, un complejo de viviendas de realojo. Las fabricaban con
enormes planchas de cemento, para ir más rápido. Los azulejos, las baldosas, todo adorno les era desconocido. Parecía que las había dejado por la mitad. Los grafitis, apilados unos sobre otros, le daban un color rosáceo con gruesos trazos negros por encima. Las puertas eran planchas de metal. Lo llamaban arquitectura neo-brutalista, un nombre cojonudamente apropiado.
En una especie de gran plaza central, había una pequeña tienda de comestibles, donde comprar cerveza, espaguetis de lata y otros productos de, digamos, la gastronomía local. Junto a ella, un pub. Allá nos dirigimos. En la puerta, un tipo con chupa de cuero, blanco y gordo jugaba con un pitbull. Tenía la mirada brutal y extraviada.
¿Dónde vais?
Hemos quedado con Pete, ¿conoces a Pete? Como no respondió, asumimos que era correcto seguir. El pub tenía unos sofás de falsa piel, rajados y destrozados. No había música.
En una mesa del fondo había un tipo con cabeza cuadrada, pelo lacio y corto, parecía hermano del anterior, nudillos tatuados, sonrisa de quien se cree inteligente, media unos dos metros y debía de pesar ciento cincuenta kilos; jadeaba, como ansioso de entrar en combate. Era Pete, claro. Nos sentamos con él. Pasaron las bolsas y los dineros. Una chica delgadita trajo las bebidas y se sentó junto a él.
Bueno, así que te has echado novio, ¿no? dijo él, mirando a Lajla, y tiró su cerveza sin querer . ¡Recógela! Gritó a la chica.
Ella se levantó, silenciosa, a buscar un trapo, y limpió la mesa. Se me revolvieron las tripas, y Pete lo notó.
Tiene un poco cara de panoli, aquí este noviete.
Me gustaría parecerme a Clint Eastwood, pero me tengo que joder.
Sonrío a Lajla.
Pero es gracioso el tío.
Fue boxeador, y te puede matar Pete respondió ella, desconcertantemente-
Genial, me encanta el boxeo, ¿quieres boxear conmigo? preguntó, enseñando los dientes.
No me importaría Pete, aunque somos de diferente peso…
El tipo de afuera me agarró por detrás del abrigo, con las dos manos. Pete se puso un puño americano y levantó lentamente su manaza.
Si te pasas conmigo te arrancaré los dientes uno a uno, y se los daremos al perro para jugar, ¿qué te parece?
Lo último que se me ocurriría es cabrearte Pete, créeme.
Eso está bien, y ahora largo de aquí. Cuando nos levantamos, el posible hermano y Pete se pusieron uno al lado del otro y este me guiñó un ojo.
Era broma hombre, ¿cómo te vamos a hacer algo, si vienes con Lajla? Puedes pasarte cuando quieras, te invitamos a una birra.
Ok, gracias, chicos, pero nos vamos.
Como quieras, ¿te has cagado eh? Jajaja, te lo has
creído, ¿verdad?
Sí, nos lo hemos creído, gilipollas dijo Lajla, y salimos.
El tren se veía venir de lejos, de forma que dimos una carrerita hacia la estación y llegamos a lo justo. Bajamos en Tottenham, su casa me pillaba de camino, así que la acompañé, y ella insistió en que subiese, para hablar tranquilos. Lo hice de mala gana, pues estaba cabreado. Nos sentamos, me agarró las manos y comenzó:
Óscar, siento de veras lo que ha ocurrido, ha sido culpa mía, no sé por qué salté con lo del boxeo. Me avergüenza decirlo, pero creo que, en mi subconsciente, deseaba ponerte a prueba.
Pues escogiste mal sitio, pedazo de loca, esos hooligans no tienen conciencia de nada.
Ya, pero tú estuviste genial. No te temblaba ni la voz, ni has pestañeado, yo creo que, en el fondo, estaban cagados, joder, lo siento, pero estuviste tan sexy dijo mientras se me subía a horcajadas.
Te vas a enterar susurré mientras le tiraba del pelo y le metía la lengua en la boca.
Sí, sí jadeó.
Nos lamimos todas las oquedades oficiales y prohibidas y nos revolcamos como animales por aquella moqueta raída tan londinense. Tenía una gran agilidad con su cuerpo fibroso y felino. Después, a pesar de los rasguños, me sentí como si hubiese vuelto a nacer. Ella se levantó, y con toda la cara ruborizada se hizo un porro, cómo no.
Uf, ha estado genial Óscar…Bueno, mañana es lunes, ¿qué planes tienes?
Jo, supongo que tendré que volver al Job Centre a ver qué trabajos hay por ahí. Yo no sirvo para lo tuyo.
Esta semana tengo una fiesta jamaicana, ¿querrás venir?
No sé cariño, no me gusta mucho el tema rastafari, todo ese rollo racial, machista y homófobo no me convence. A lo mejor podemos ir a un concierto que hay en Archway.
Mira Óscar, eres un tipo genial; si estuviese en otra fase de mi vida, me enamoraría de ti y sería tu novia, pero ahora no puedo atarme a nadie. Lo acabo de dejar con uno y lo he pasado mal, y tengo la cabeza un poco fatal, ya te habrás dado cuenta. Me encanta quedar contigo, y el sexo, pero eso todo lo que puedo ofrecer, mi amistad.
Bueno, no te preocupes, que no me he traído el anillo, empecemos así y ya veremos. Sonreímos y nos abrazamos, llenos de buenos sentimientos.
Ese fue el principio, y el final: Parece que en la fiesta se lio con un jamaicano guapo y no supe de ella durante un par de semanas. Cuando quiso quedar de nuevo, yo lo había pensado mejor. Supongo que no era esa fase de mi vida.
Ferrier State fue demolido ojalá que con Pete dentro y ahora, en su lugar, hay unas casitas elegantes. De igual modo, el barro del olvido sepultará también nuestra memoria.
Mientras tanto, hoy he abierto una petaca de Glenlivet y he recordado esta historia. Zivjeli!
CÉSAR HOLGADO MORCILLO España
Notas:
1.-La frase del guante de la mano izquierda enamorado de la mano derecha es una referencia a Julio Cortázar.
2.-El Job Centre es la agencia pública de empleo en Reino Unido
La ajada cinta de cuero dibujó una voltereta sobre su cabeza, antes de desplomar su chasquido sobre la temblorosa piel del niño.
El castigo ejemplifica se repitió por lo bajo es mi responsabilidad que sea un hombre de bien, vaciarle la cabeza de esas ideas locas.
En su sangre bullía la impotencia que le provocaba el obstinado comportamiento del niño. ¿Por qué, al menos no callaba, no guardaba para sí sus extrañas experiencias? Sacudió su cabeza con cansancio y evitando encontrarse con los ojos mansos, volvió a castigarlo.
Desde la casa llegaban los ruidos domésticos, la madre preparaba la cena, se escuchaban más intensos que otras veces. Tal vez fuera el viento que los acercaba al establo o quizá, era ella quien redoblaba los acordes de su orquesta de cacharros para no oír, para no existir más allá de la ignorancia de su cocina.
Los otros no le traían problemas, siempre obedientes, sumisos, respetuosos. Solo él se empecinaba en desafiarlo, en ser diferente, en vivir en ese mundo de fantasía.
¡Desobediente y loco! Sí, no le quedaba otro camino que el castigo para salvarlo. Si no lo corregía ahora, muchos otros lo hostigarían por el resto de su vida.
Se encomendó a Dios y sobó la cinta de cuero, ahora viscosa por la sangre del niño. Por un instante, su mano se acercó a la cabeza sollozante; la detuvo a medio viaje, debía ser fuerte… todo era por su bien.
Aseguró la puerta con la gruesa tranca y encaminó sus pasos a la casa. La familia lo recibió en silencio, cada uno entretejiendo su propia maraña de culpas y justificaciones. La noche los recibió en un sueño, también silencioso. En tácito pacto, todos ignoraron la ausencia del niño.
El niño ovilló su dolor en la maloliente paja, mezclados en su piel la sangre y el llanto.
Muy quieto, auscultó los pasos alejándose, el chirrido de la puerta de la casa y, por fin, el silencio. Suspiró aliviado. Todo había terminado, por esa vez al menos.
Imaginó la escena familiar, la mesa austera, la actitud contrita del rezo, las miradas bajas y obedientes y el implacable interrogatorio paterno al que siempre se respondía con un sí.
Lo distrajo el canto de un insecto y, a pesar de su dolor, se le dibujó una sonrisa: no estoy solo , se tranquilizó, ellos siempre estarán conmigo . De a poco se fue adormeciendo, hasta que el hambre y el dolor ya no existieron. No supo cuándo, pero desde el fondo de sí mismo le creció un grito poderoso. Se puso de pie y se sintió inmenso, invencible. Con una fuerza inusual para sus ocho años, desclavó una madera y salió a la noche.
Deambuló largas horas sin rumbo, entre sombras y estrellas, dejándose guiar por sus latidos. No podía verlos, pero ellos lo acompañaban. No supo cuándo ni dónde dejó de andar.
Despertó en una cueva, al calor de unos leños encendidos. Creyó estar soñando. Unas manos desconocidas lo recorrían suavemente. Abrió más los ojos y en la envolvente
penumbra, casi adivinó la presencia del viejo. Harapiento y barbudo, cubría sus heridas con una pasta tan olorosa como reconfortante.
Se dejó llevar y vagó por extraños lugares, ora apacibles, ora atemorizantes. Giraba en un círculo vertiginoso, alternando risas y llantos, tan inexplicables como incontenibles.
Junto al anciano compartió los blancos inviernos y las lloronas primaveras, aprendiendo mientras crecía. Cuando partió era un apuesto joven en el que costaba reconocer al pequeño niño maltratado.
En la casa nunca volvieron a nombrarlo, como si jamás hubiera existido. Tampoco en el pueblo. Había desaparecido de las vidas de todos, de su propia vida, aunque por los laberintos cómplices del silencio deambularan las más inverosímiles historias.
Nadie sabe si alguna vez regresó. Nadie sabe siquiera si vive.
Algunos niños, ante el dolor del maltrato, sienten su presencia, sus manos restañando heridas y haciendo crecer un fuego incontenible, un grito poderoso capaz de abrir todas las puertas y volver realidad todos los sueños.
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Mucho hay que decir respecto de las relaciones pasadas. De las que con mucho trabajo saliste, lleno de raspones; o de las que no saliste sino fuiste hecho a un lado con un “¡Al carajo!”, y el bloqueo de toda posibilidad de comunicación. Queridos radioescuchas que gustan trasnocharse conmigo, es necesario saber que nos afirmamos en el otro. Somos el otro que nos da forma con el paso de los días, los fluidos, las palabras. Si no prestamos atención, si no paramos las orejitas y ponemos cuidado en observar cómo va sucediendo todo, de pronto poco quedará de nosotros, de lo que fuimos al nacer, de lo que hicieron nuestros padres con nuestra infancia, nuestra sufrida adolescencia, esos terribles abandonos (¿los recuerdan, los sintieron?), nuestra primera juventud, aquellos maestros con los que discutimos, o aquellos en los que alguna vez pudimos confiar, todos esos adultos que se encargaron de irnos formando. El tiempo nos hará mutar hacia algo que los demás aprecien, que apenas los deje satisfechos de a ratos. La pasión, el enamoramiento, el despunte bárbaro de las hormonas, forjará nuestro carácter, enfrentándonos a las estructuras que nos limitan, rechazándolas o intentando hacerlas a un lado.
¡A veces, y estoy convencido de esto, lo mejor es romper las ataduras, negar todo aquello que nos han querido imponer, aunque nos lo impongan con cariñitos! Porque existen procesos en que nuestra fragilidad hace que los padres jamás se cansen de consentirnos, esas enfermedades que nos astillan el cuerpo o la mente, o ambos, y que les impide reprendernos,
castigarnos, protegiéndonos del mundo hasta la alcahuetería.
¡Nos miran débiles! Creando en nosotros el triste espectáculo del consentimiento, hasta que ya no podemos más que asumir que merecemos el mismo trato sumiso, amigable, de parte de todos los demás, de los que nos rodean o con quienes topamos en nuestro devenir; y, queridos compañeros radioescuchas, ustedes que todas las noches atraviesan el insomnio conmigo, sabemos (no me dejen mentir, por favor) que eso no permitirá nuestro sano desarrollo social, porque los otros nada tienen que ver con nuestra forma de entender la vida, los demás no están ahí para hacernos favores, ni dulzuras.
Al contrario, en las cuestiones del amor todo es cacería, todo se trata de obtener, de sacar ventaja; ya lo dijo Houellebecq: el amor es un campo de batalla (la verdad no sé si esa es una frase del escritor francés, pero ahí ha dejado la idea); lo nuestro es aquello de mentir para obtener lo que queremos. Los otros quieren derrotarnos, utilizarnos para saciar sus instintos con nuestros cuerpos, saberse completos utilizándonos; todos lo hacen, los desconocidos y los muy cercanos, eso incluye también a todas las parejas que tengamos a lo largo de nuestra historia. ¿Me lo podrán negar?
¿Se atreverán a no estar de acuerdo conmigo?
¿Acaso somos tan inocentes aún para creer que, en una historia de amor, no nos impulsa el ego? El vivir en un mundo de ponys y unicornios, llenos de arcoíris, familias idealizadas, núcleos familiares unidos, como si camináramos en la portada de esas revistas Atalaya, ¿acaso creemos, al crecer, que así
será la vida? “¡Me mentiste Wang Fo: la vida no es como tú me la has pintado!”, dice Yourcenar. Sabemos que la vida es puerca, que el diablo es listo y está siempre hablándonos al oído para que brinquemos al acantilado. “Mi papá ama a mi mamá; jamás los he visto discutir, y todo es alegría en nuestra casa”, y con esa mentira, en ese constructo, nos hacen creer que podemos buscar a diferentes personas para hablarles de amor: “Te llamo porque me gustas, y me di cuenta de que tenía que decírtelo”; para luego agregar: “Toma en cuenta que me fastidio rápido de las relaciones de pareja. No suelo enamorarme”; y lo dicen como si fuera un tipo de advertencia.
¿Les ha pasado? ¡Díganme, llámenme al 646… y díganme si eventos como el que ahora les narro les ha pasado!
Patricio apagó el micro y dejó entrar la canción: “Voy buscando el signo de tu piel / voy volando, creciendo en tu interior / voy golpeando la luna de tus pies. // Ignorando que quieras complacer / voy ardiendo mis labios junto a ti / y mi boca que devora tu interior.”
Se recostó un poco en el asiento, levantó los pies y los puso sobre la mesa que soportaba la consola. Miró los plafones grises del techo. El letrero de letras de luces rojas que decía AL AIRE se repetía en los diferentes cristales que rodeaban la cabina donde ahora se encontraba. En su mente permanecía Nora. Su voz. Sus palabras: “No todas las relaciones están destinadas al fracaso”.
Tenía que tragarse el cuento. Todos los días llamaban. Lo hacían ellas y ellos igual. Su pensamiento viajó hasta los labios de Nora. Los ojos de Nora. Las palabras de Nora que le
hacían darse cuenta de lo poco que le creía, en lo mucho que le disgustaba su actitud ante la vida, ante lo que Patricio denominaba: los otros, las otras. “No todo se trata de las mujeres y hombres que te llaman a la estación. ¿No crees que al hacerlo ya están fingiendo? Solo buscan atención, pero no tuya, sino de la voz que sale de su radio, aquel desconocido”.
Esa era una posibilidad, tenía sentido. Necesitaban sentirse los interesantes. Valientes seres que somos los humanos.
Ustedes, como yo, lo saben porque es un hecho que el amor en muchas parejas permanece abrió de nuevo el micrófono y mientras hablaba quería que su voz llegara hasta Nora, y no sabía si ella estaría escuchándolo de nuevo, o ya estaría disfrutando de una nueva historia en la vida de otro hombre, de Rafael, o de Juan Carlos, qué importaba ya. Ella se tiene a sí misma, mientras yo estoy atado a esta cabina, a estas historias, a estos fingimientos el verdadero amor solo lo logran aquellas parejas que se esfuerzan todas las veces por superar cualquier escollo, cualquier problema. En una relación de dos, ambos tienen que querer de la misma forma, con la misma intensidad, sostener la relación; sin embargo, eso dista mucho de lo que considero el amor ideal. Porque para mí, el amor tiene que ser unidireccional o simplemente no es amor.
Hay relaciones que ni siquiera estaban destinadas a cruzarse, pero eso lo vas entendiendo con el paso de cada una de ellas, lo vives en carne propia, ¡cada quien hablará de acuerdo a como le fue en la feria! Cuarenta, cincuenta, sesenta
relaciones de pareja después, debieron afirmar ciertos aspectos de nuestra conducta; pero lo más hermoso siempre será comportarse esperando que las cosas se resuelvan de la manera más azarosa posible. Dejarse llevar con la corriente; es lo que abunda, porque no somos capaces siquiera de prestar atención de quién es aquella persona que nos ha llamado la atención de manera especial, ¿o acaso me lo podrán negar? ¿Acaso no han fingido interés o desinterés en una relación de pareja? Con la experiencia uno necesita establecer principios que moldeen su vida. Díganme si no lo creen, díganme si eso no es también una verdad: los desapegos. Pueden llamarme al teléfono de cabina 646… ¡cuéntenme sus historias!
Acá tenemos la primera llamada de la noche…
Patricio atendía con mucha paciencia cada llamada. Y en cada historia que le contaban Al Aire, o con el teléfono en silencio mientras dejaba correr la música de su catálogo, siempre decidía que podía ser de él de quien hablaban aquellas personas.
“¡Hay que tener principios que regulen tu vida, tus actos!”
Se decía siempre y a cada rato, pero en su fuero interno sabe que sus principios habían ido cambiando de un día para otro. Ya no era aquel jovenzuelo que solía caminar erguido presumiendo su altura y sus buenas nalgas. Después de los años, y el vicio, a los cincuenta años su cuerpo se ha encorvado. Y desde que comenzó a sentirse un mal amante, la mente se le había comenzado a desquiciar. ¡Nora! Nora había sido responsable por ello. La culpaba a veces. Fue incapaz de
comprender. Tal vez sea que estoy demasiado preocupado. ¡Terminas demasiado rápido! ¡Me dejas a medias, eso no se vale, lo sabes bien! Ni siquiera a medias. ¡Terminas demasiado rápido!
Patricio no lo podía creer. Nora, Nora, ¿cómo pudiste hablarme de esa forma?
El saber hasta dónde se puede llegar, cuánto pueden permitirse sobre el tema de las relaciones de pareja; era algo de lo que ya podía hablar. Había decidido mudarse a la cabina de radio, vivir casi todo el día en la Estación. Para los dueños era bueno, puesto que era muy limpio. Despidieron casi a todos y solo se quedaron con Patricio y dos operadores más. Patricio estaba toda la noche, desde las diez de la noche y hasta las ocho de la mañana. Por eso podía alagar todo lo que quería su programa que comenzaba a las once y terminaba a la una o dos de la mañana. En él las personas llamaban para contar sus historias de pareja. Patricio no les daba soluciones, solo las escuchaba con tal atención que aquellas historias se mezclaban en su mente, como si de su propia vida se tratara. Se había convertido en el personaje principal de cada una de aquellas historias.
Ya conocen los números en cabina, si quieran llamar y darme su opinión, pueden hacerlo, ¡háganlo! Mientras tanto sigamos disfrutando de un poco de música, escuchemos a Almendra con “Muchacha ojos de papel”, y sigamos enamorándonos, que para eso somos criaturas de la noche, viajeros del insomnio.
Sabía muy bien de sus propios principios, y los tenía
muy claros respecto a las relaciones de pareja. El principal de ellos era: “No voy a donde no me invitan”; el otro: “Me voy si me siento ajeno”. “Cuando sientas que te enamoras, hay que alejarse”. Y siempre los plantó como principio y fin de todo. Nora no los ignoraba, era simplemente que no les daba importancia.
Se conocieron en un festival de trova nueva a donde Nora había ido a leer poemas mientras un guitarrista ejecutaba. Morena, alta, de pechos prominentes, quizá para algunos algo regordeta; para Patricio, y muchos de gustos similares, Nora era una mujer atrabancada de carne para volver loco a cualquiera. Y Nora sabía el poder de su voz, de su mirada, del impulso sexual que desprendía en todos aquellos que la observaban. Lo supo a los trece años que las caderas se le ensancharon, y cuando aquellos pechos empezaron a crecer y crecer; sintió el vértigo de miradas que los hombres padecían. Les era casi imposible fingir que no querían verle las tetas. Por eso le agradó Patricio, en primera instancia, disfrutaba verlo luchar por no verse descubierto mirándole las tetas. Pero aquel locutor nocturno, teorizaba demasiado.
Para Patricio, sin importar lo mucho que pudiera atraerle una mujer, le era indispensable reconocer que jamás accedería a buscarla, a menos que ella fuera quien se lo pidiera. Y eso ocurrió con Nora. Era claro que por su trabajo en la radio se le complicaba mantener relaciones estables como cualquier otra persona. En la alta noche son otras las criaturas que deambulan. En aquellas madrugadas las niñas de calzoncitos rosados, las que aún creen en el catecismo ya se
encuentran arropadas en casita. Mientras su papi ve las noticias, o mami les ha preguntado sobre las tareas que hay que entregar al día siguiente, ellas se han estado peinando, y se precipitan sobre las almohadas, leyendo los últimos mensajes que, en las redes sociales, o por la mensajería instantánea les han estado enviado. ¡Me voy a dormir!
¡Apáguenlo todo y buenas noches, dulces animalitos de la creación!
Pero aquellos fantasmas que se arriesgan a la noche, cuyo pelaje se confunde entre las sombras de la ciudad, que aúllan a la luna, revolotean por las paredes, o están de cacería:
¡A dónde vas, amigo! ¡Conoces a Rubén, me dijeron que vive por acá! ¡Voy en esa dirección, quieres que te alcance, súbete!
¡No gracias, vengo de casa de mi novia, no se preocupe, ya mero pasa mi pesera! La noche se ha hecho para quienes se atreven a espantarse los miedos. Y ahí, en ese horario, desde las diez de la noche, es que Patricio toma el control de las consolas. Deja correr la música que más le gusta, programa aquella que pueda ser bailable, porque igual y lo sabe bien , algunos estudiantes seguirán prendidos de la FM dejando que les acompañe mientras revisan los libros, y las anotaciones antes de cada examen.
En una ciudad fronteriza, donde las empresas maquiladoras tienen tres turnos, la música que Patricio lanza, inunda algunas oficinas, de aquellos seres que necesitan los acordes y las letras de canciones de determinados artistas, para no caer presas del cansancio; también les ocurre a los choferes que a esa hora siguen corriendo de una ciudad a otra,
por las carreteras y caminos del estado, de cada población. La noche alcanza para todos, para aquellos que siguen atreviéndose, y que la buscan. Y en esas condiciones, tener una pareja estable, mantener una relación que fuera creciendo, y pasarse sola las horas desde las diez y hasta el amanecer era algo que Patricio dejó de buscar.
Al principio Nora pudo ser el sol del amanecer para este noctámbulo. Y durante varias semanas probó a acomodarse a sus carnes. Nora disfrutó al principio, hasta que ya no quiso disfrutar. ¿Te veo al rato? ¡Estoy cansada, mejor otro día!, fue la primera vez que Nora se negó. Razón más que suficiente para que Patricio se desconociera. Luego ella le dijo con total claridad: ¡Cómo crees! Estoy ocupada. Y después se sinceró aún más: ¡Estoy esperando a un hombre! Fue cuando Patricio entendió que la historia de animal nocturno, de cazador de flores, de jardinero de la oscuridad, dejó de tener importancia. Los años se habían apretado en su cuerpo. Era verdad que Nora accedió a verlo, que ella comenzó buscándolo y ofreciendo cama y felaciones. Ahora era distinto. Patricio había insistido tanto por verla, y supo que era un amante derrotado.
¡Terminas demasiado rápido! ¡Me dejas a medias! ¡No quiero verte más! Necesito un hombre de verdad, que pueda partirme a la mitad y me deje las piernas temblorosas.
Patricio la tenía en el recuerdo, la escuchaba aún enojada, más que enojada, la recordaba harta de él, de los hombres, de que le pidan explicaciones a sus necesidades.
Detenido en la cabina apenas logra fantasear con el chico apuesto que alguna vez dividía sus horarios entre más de seis
mujeres. Ahora solo le quedaba ser el protagonista de las historias que los radio escuchas decidían contarle. Era justo. Ya no podía separar una historia propia de las historias contadas por los otros. Seguro Nora no había existido jamás. Lo que aquella mujer entrada en carnes le había escupido en la garganta, era la historia de algún pobre camarada que no podía con el insomnio. Creerlo era lo mejor.
Mientras se servía un poco de café, Patricio movía la cuchara recordando besos, sueños y palabras. La canción seguía girando, una canción como otras tantas, y Patricio soplaba el humo sobre la taza, no le gustaba quemarse con el café y aceptaba que no podría beberlo hasta que volviera a la cabina. Una cabina como cuarto de hotel, casa, madriguera, nido, refugio y tal vez escondite para mirarse envejecer, acurrucado en su derrota.
Lee Van Cleef hojea un currículum delante de Kurt Russell, ante una multitud que observa expectante en la pantalla a ambos personajes; carcelero y prisionero en la ficción, sentados uno frente al otro.
S.D. Plissken, estadounidense, unidad de fuerzas especiales Black Blight, dos corazones purpura; Leningrado y Siberia. El hombre más joven en ser condecorado por el presidente.
Llámeme serpiente.
Nadie se llama Snake Plissken.
Yo, sí.
Creía que estabas muerto.
–Eso dicen todos.
En aquellos cines de Cleveland, Snake Plissken estuvo a punto de cagarse en los pantalones, no sabía si de rabia o de vergüenza. Era finales de octubre de mil novecientos ochenta y uno.
Serán hijos de…
Una semana después, la ex mujer de John Carpenter; Debra Hill, productora de Escape from New York, recibía una carta a su correo personal. La abrió y pasó a leerla. Aquello tenía que ser una broma.
Querida Debra Hill, no me tome por un chistoso. Hace una semana fui a ver con mis colegas de los Hell Angel´s de Cleveland, una película en la que usted participa como productora llamada Escape from New York, ambientada en mil novecientos noventa y siete a unos dieciséis años en el futuro
próximo más o menos. No se ría, suficientes risas he escuchado a lo largo de esta semana, pero es que mi nombre, al igual que el de Kurt Russell en esta película, también es Snake Plissken. No es broma, se lo aseguro. Plissken es mi apellido, pero desconozco de donde viene exactamente ni de donde asciende mi familia, aunque se dice que tengo raíces de lapones noruegos. Al igual que ellos, yo también tengo una vida nómada, soy ángel del infierno y reparo motores de Harley
Davison y mi nombre real es Samuel, pero de niño me empezaron a llamar Snake (serpiente) porque nunca tuve miedo a esos bichos. No, no voy a denunciarles ni nada por el estilo porque solo llamaría la atención sobre mi persona, cosa que no pretendo para nada; solo quería decirle que la próxima vez que escojan un nombre y apellido para un personaje, procuren que no coincida con alguien real. He tenido que romperle los morros esta semana a unos tres graciosos que pretendieron pasarse a mi costa. Son cosas que pasan en los Ángeles del infierno. Atentamente: Snake Plissken.
Debra dejó de leer la carta atónita, pensando que el destino o se reía de ella a gritos o era más cínico de lo que había pensado. Pasó a llamar a John.
¿Sí, nena?
John, no te lo vas a creer, pero acabo de recibir una carta de un tío de Cleveland que dice llamarse igual que Kurt en la peli.
¿Te estás quedando conmigo?... No, si solo será un gracioso de mierda.
Acabo de consultar su número nacional de identidad
y es cierto. Se llama igualito que el personaje que te inspiró el Nick Furia dibujado por Jim Steranko. Solo que no lleva ningún parche de pirata.
¿Y puede darnos problemas? Bueno, no lo creo. Solo era por llamarnos la atención. Pues puerta, estoy trabajando en THE THING nena. Borrón y cuenta nueva John Carpenter colgó el teléfono y Debra se quedó al otro lado cortada y sin habla. Aquello no la extrañó, era propio de John evadirse de los asuntos peliagudos ignorándolos.
Sí, como el día de tu boda con Adrienne recordó Debra tras años de noviazgo con John, durante el rodaje de THE FOG y la improvisada boda de John con la actriz Adrienne Barbeau, mientras ella pasaba la velada de aquella luna de miel, escribiendo a máquina el mejor papel que su oponente amorosa interpretaría nunca en una pantalla. Su improvisado regalo de bodas. El recuerdo la hizo sentirse fatal, pero respiró hondo y empezó a teclear a máquina una carta de respuesta. En aquella reunión de los Ángeles del Infierno en Cleveland, la cerveza era lo más suave que circulaba por el ambiente de los bares y tascas al aire libre. Snake se llenó un chupito de “gusano rojo”; un mescal mexicano y el gusano que le daba sabor cayó dentro del vaso, lo que no le dio más remedio que bebérselo. Salió afuera del bar a respirar aire fresco para aliviar su borrachera y Trevor, uno de sus colegas le soltó:
¡Eh, Plissken tío duro, ¿a qué gachi te trincaste últimamente?!
¡A tu hermana! le soltó el reparador de motos, harto de graciosos.
¡Serás cabrón! le devolvió Trevor sin ganas de pelear.
Plissken caminó entre moteros durante un rato mientras una chica escupía antorchas de gasolina, creando llamaradas y otra sobre un escenario improvisaba un striptease bajo la vigilancia de dos armarios que evitaban manos pulposas por si acaso. Entonces una camarera; Sandy, le llamó:
Plissken, tienes correo.
Gracias nena, eres un amor y Plissken cogió la carta y miró el remitente:
Debra Hill, Los Ángeles No esperó un segundo para abrirla y leyó:
Señor Snake Plissken, cuando un guionista se pone a la máquina de escribir y empieza a especular con nombres y apellidos, la posibilidad de que coincida con un nombre real es del noventa y nueve por ciento. Así que no se extrañe que entre todos los millones de sujetos que habitan nuestro glorioso país y planeta, hubiese uno que coincidiese con el nombre y apellido de Snake Plissken. Espero por ello, no causarle problemas a largo plazo. Atentamente: Debra Hill. HOLLYWOOD – Los Ángeles.
Plissken sonrió y se guardó la carta en el bolsillo de su cazadora sin mangas, mientras echaba un trago a su cerveza con tequila, mezclada en plan casero en aquel bar que se perdía entre el bullicio de los miembros de la congregación de
moteros. Pasados unos días, volvió al cine a verla de nuevo y la miró con otros ojos, sintiéndose ya ese tipo con un parche en el ojo y modales de mercenario que ya le caía bien… Sí, ya le gustaba aquel tío al que metían a la fuerza en aquel gigantesco presidio futurista y que tenía que salir de allí en tiempo límite para salvar el culo y miró de pronto aquella película con otros ojos, y le gustó llamarse de verdad, Snake Plissken.
Y pasaron dieciséis años.
Plissken se dedicaría siempre a reparar motos Harley Davison y el asunto de la película Escape from New York no le afectó demasiado a su vida a decir verdad. Vio la película unas diez veces más y a cada visionado, más le gustaba. Y llegó el año mil novecientos noventa y siete y recibió una carta a su taller de motos. Sandy ya era su esposa por aquel entonces y había tenido que acostumbrarse a conducir un Chevrolet para llevar a sus dos hijos al colegio. A la vuelta a su taller, reparaba el motor de una motocicleta modelo FAT BOY cuando Sandy apareció frunciendo el ceño.
Hay una tía que te ha escrito, ¿no me estarás poniendo cuernos? y Snake creyó saber de inmediato de quien se trataba.
No cariño, ¿se llama Debra Hill?
Sí… de Los Ángeles.
No me creerás, pero es la productora de Escape from New York, y eso significa que habrá secuela abrió la carta y leyó.
¿Señor Snake “el serpiente” al habla?; en los próximos
meses en los estudios Paramount, pasaremos a rodar la secuela de Escape from New York, que ahora tiene el título de Escape from L.A. Usted y los suyos están invitados al rodaje.
Atentamente: Debra Hill.
Plissken se sonrió y besó en la boca a Sandy, que le miraba sorprendida.
¿A qué viene ese subidón?
A que nos vamos a dar una vuelta por Hollywood nena.
Los estudios Paramount estaban rodeados de urbanizaciones, lo que significaba que, a partir de ciertas horas de la noche, no se podrían disparar armas de fogueo para no escandalizar a los vecinos, algo que irritaba profundamente a John Carpenter. Snake apareció con su todoterreno y su familia a cuestas: Su esposa Sandy, Trevor el mayor y Wendy la pequeña. Con la carta venía una acreditación que le permitiría la entrada en el estudio y ser recibido por Debra Hill. El agente de seguridad le miró atónito.
¿Me habla en serio colega, se llama igual que Kurt Russell?
Completamente, ahí tiene mi D.N.I. para confirmarle que me llamo como el prota de la peli.
Llamó a varios sitios a la vez para confirmar el acceso y finalmente dijo:
Suban al despacho de la quinta planta, al número noventa y siete la familia al completo se metió en el ascensor de cristal y vio la perspectiva de la ciudad desde una visión insólita. Salieron del habitáculo y llegaron a una oficina cuya
puerta estaba abierta. Una voluptuosa mujer rubia de pelo rizado hablaba por teléfono, al verles les hizo una señal con la mano solicitando que esperasen. Terminó colgando el teléfono y preguntó:
¿Señor Snake?
El mismo, señora Hill.
Sabía que vendrían, entren. Había caído la noche y se preparaba la secuencia. En un rincón las maquilladoras caracterizaban a Kurt Russell antes de ponerle su imprescindible parche en el ojo, mientras Carpenter y Debra discutían la toma. Snake esperaba en un rincón con los suyos el momento de saludarle. Debra les hizo una señal para que se acercaran. Carpenter se sonrió, visiblemente desmejorado con el paso de los años por el cáncer de piel que había contraído en el rodaje de THE THING por su exposición al sol polar.
Vaya, tú debes ser el tipo de Cleveland que se llama “serpiente”.
Sí, no es coña John.
Es una escena de dialogo, te lo advierto, ni tosas o se oiría.
Lo sé, en Cleveland también se hacen pelis el recibimiento un tanto evasivo de Carpenter, decepcionó a Snake; Kurt Russell no tardó en aparecer dándose palmadas en la nuca para despejarse.
Esto es como en los viejos tiempos John, buen rollo y rodajes rápidos miró a Snake , ¿tú debes ser el fulano de Cleveland?
El mismo… ¿ah, sabéis?, a mí también me falta un ojo y Snake se levantó el parpado izquierdo y en su palma cayó una lente de cristal ante la flipada de los presentes. Debra y Kurt se echaron a reír mientras Carpenter asombrado soltaba:
Vaya por Dios, todos los días se aprende algo aquello enfrió el ambiente, creando de inmediato una camaradería.
La escena de dialogo era entre Kurt Russell y Steve Buscemi, el señor rosa de Reservoir Dogs. Snake Plissken apunta al personaje de Buscemi con su pistola ampliada y recita su dialogo:
Sabía, Mapa de las estrellas Eddie, que te encontraría por aquí, sucio tramposo.
Es curioso verte por Los Ángeles Snake, todos te creían en Cleveland.
Snake se sonrió, sintiéndose orgulloso, sus hijos le apretaron las rodillas y sintió deseos de soltar una carcajada, pero también sabía que era sonido directo. Pero ya era parte de la mitología de uno de los grandes cineastas, y eso no tiene precio. A los pocos días se despidió de Debra, John y Kurt y volvió a Cleveland con su familia, sintiéndose más feliz.
Llamadme serpiente, todos los que queráis.
Y pasaron unos años. Era el siete de marzo del dos mil cinco y Snake estaba en su taller de motos cambiando un radiador, cuando oyó a su esposa Sandy acercársele por la espalda con un periódico.
Snake…
Esa mujer de Los Ángeles… Sandy sollozaba , léelo tú mismo.
Snake agarró el periódico y leyó una esquela funeraria; Debra Hill había muerto de cáncer.
La echaremos de menos besó a su esposa en la frente y se fue directo a la nevera portátil; sacó una coronita, recitando un dialogo de memoria:
Llámeme serpiente y volvió al lado de Sandy, para brindar en honor a su vieja amiga.
JORGE ZARCO RODRÍGUEZ España
A la memoria de la productora Debra Hill – 1950 – 2005; antigua compañera del cineasta John Carpenter.
zul. Siempre fue Azul. Azul la bruja, Azul la mala. Iba a ser Azul. Tan pronto, me pregunto en silencio. Es invierno y todavía no salió el sol. Ella todavía duerme. No sabe nada de Azul. Mejor, pienso. Eligieron una foto horrible, porque los fotógrafos no son lo que solían ser y los diarios no pagan lo que solían pagar. Sea como fuere, ahí está su mugroso departamento. En la habitación no se ve nada, pero debe ser ella. Me acomodo el cuello de la camisa. El frío húmedo me hace doler los músculos. Ya no tengo veinte años y los dolores van en serio. Tomo café en la misma taza de siempre y leo el diario. Las costumbres son una especie de herencia familiar que nunca nos podemos quitar de encima. A veces siento el canto de los pájaros, pero al otro lado de la ventana, en el patio no veo a ninguno. La perrita todavía duerme. A ella tampoco le gusta el frío. Pronto saldrá el sol, y mi presencia acá será un recuerdo de nadie. No sé por qué, pero me desperté sobresaltado. Permanecí sentado en la cama, con la respiración agitada y cubierto por un fino hilo que cubría mi torso. Ella se dio vuelta. Le acerqué las frazadas para que no tuviera frío. Dijo algo entre murmullos, pero no recuerdo qué. Tomé mi pantalón que estaba a los pies de la cama, la camisa, la corbata y los zapatos. Caminé haciendo el menor ruido posible. No le gusta que la despierten por cosas ridículas. Ella trabajó hasta tarde y cuando dejó sus traducciones sobre el escritorio de nuestra pequeña biblioteca, yo me había quedado dormido mirando películas. Seguramente apagó el televisor y acomodó mi ropa que se había caído. Mido más de un metro ochenta y la ropa
que dejo a los pies de la cama, al día siguiente siempre se cae. Me duché para salir del sueño y la pereza. Cuando empecé a tomar café y comer tostadas con mermelada vi la noticia. Estaba mal redactada, pero a estas alturas de mi vida esas cosas ya no me importaban. Azul. La conocí por medio de Ángel, en su cumpleaños aquel verano insoportable. Desde el primer momento en que la vi, sabía que no nos íbamos a llevar bien. Era cuestión de tiempo. No me importó mucho. Hacía mucho calor y todos nadaban en la pequeña pileta que se encuentra al fondo de la casa. La mayoría nadaba y nadaba. Yo no lo hice. Primero porque no me gusta nadar entre extraños y segundo porque olvidé el protector solar y no estaba dispuesto a quemarme en vano; entonces, como un solitario, me limité a tomar gaseosas y comer cosas dulces. Comí cosas dulces porque no había más cosas saladas. Azul. Siempre ella. Recuerdo la expresión grotesca de su rostro, comiendo a más no poder, como una vaca. Recuerdo otras cosas también. Dale Augusto, tomá más alcohol, decía con voz ronca. Era tan insistente que tuve que tomar un par de sorbos de cerveza caliente. Un asco. Y tomar cerveza un poco caliente con cosas dulces, no es algo divertido. Sea como fuere, le di el gusto. Siempre fui un hombre cordial. Pero no me gustó que me fumara en la cara. Era una chimenea con dientes amarillos. Recuerdo su rostro inexpresivo, con sus pecas y sus ojos de nada, como una vaca cuando está a punto de entrar al matadero. Recuerdo sus caderas anchas, más grandes que las mías. También recuerdo su pelo colorado y enrulado, grasiento y con tintura de cuarta; las uñas mal
pintadas o rotas, eso también lo recuerdo. No me molestó. Nunca fuimos amigos y dejé eso en claro desde un principio. Pero ella, ella si fue su amiga. Eché una mirada a mi reloj. Casi las siete de la mañana. En unas horas tengo que estar en mi trabajo. Mejor que duerma, porque tengo un día muy largo. Lo que descubrí ocurrió antes de que yo la conociera. Nunca hablo de eso porque pertenece a nuestra intimidad. Pienso en la ingratitud, en la falta de lealtad. Pienso otras cosas más y lo que no puedo escribir esta noche, se pierde en el olvido. Esto fue hace dos años. Era otoño y yo pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca de la casa. Generalmente me sentaba en la computadora a escribir, o transcribir relatos míos para publicar y ser traducido a otras lenguas , o miraba películas en plataformas baratas. Apagaba la luz y dejaba que las imágenes de la película en blanco y negro se movieran en el silencio de la noche. La ventana estaba abierta. Afuera, los árboles eran objetos desnudos en la noche, como torres silenciosas y si había algún rumor, eran las hojas que se deslizaban por las veredas viejas de esta ciudad o por las angostas calles donde quedaba algún adoquín. Ella había salido con sus amigas, pero ya había pedido comida, porque sabía que cuando me metía en la biblioteca me olvidaba del mundo y de mis necesidades básicas. La ventana estaba abierta y en algún momento de la noche, una suave brisa hizo volar un montón de hojas sueltas que estaban encima de una pila de libros y su Kindle. Eran los libros con los que ella trabajaba seguido y a los que nunca había prestado atención, por despistado o por respeto a sus cosas. Nunca toco lo que no
es mío. Las hojas volaron por toda la sala. Eso me molestó, porque estaba mirando una buena película de un director italiano poco conocido. Encendí la lámpara que estaba a un costado de la Notebook y junté las páginas. Hojas por todos lados. Era la primera vez que prestaba atención a su letra. Nunca la había visto escribir en cursiva. Era una letra redondeada. Nunca la había visto escribir y en todos estos años nunca leí nada de lo que ella escribió, y no quería hacerlo; quizás no la leía por miedo a ver mi nombre entre sus páginas. Pero algo me movió a leerlo. Primero fue una página, después otra y otra. Azul, siempre estuvo ahí, como una sombra. El día que lloré mucho y nadie me dio un abrazo. Así se llamaba el primer relato, pero yo creo que era real. Era la historia de una muchacha joven que después de muchos años, de idas y venidas, había terminado con un mal hombre y que lloraba todos los días a escondidas. Era la historia de una joven que buscó apoyo en quien creía su mejor amiga. Se llamaba Aurora. En el relato ella la llamó muchas veces, pero Aurora casi nunca la atendió, y si la atendía, era para reírse de ella. Al final de este, ella se fue a vivir a otro país y esa chica, Aurora, se terminó suicidando porque no soportó la soledad o sus malas ideas, vaya uno a saber. La vajilla. Ese fue el segundo relato. Ahí, el nombre de Aurora se transmutó y pasó a ser Angélica. Era sobre una joven que invitaba a su amiga a su casa y cada vez que iba, algo desaparecía, generalmente tenedores y cuchillos caros. A medida que el relato avanza, se descubre que Angélica hurtaba esas cosas y las vendía en mercados de segunda mano, así, con ese producto podía
comprar drogas. Al final Angélica muere de una sobredosis de heroína. El relato trata sobre eso, sobre cómo a veces damos muchas cosas a alguien y no recibimos nada a cambio. Entregamos tanto de nosotros que terminamos completamente vacíos y solitarios. Supuse que escribía sobre ella, que lo hacía desde el solitario lugar del dolor. Había más relatos y me leí cada uno de un tirón. A medida que la noche se consumía rápidamente, el escritorio se fue llenando de tazas de café y facturas. Junté todas las migas a ella no le gusta que deje migas en el escritorio e intenté ordenar aquellas hojas tal como las había visto, sin poder salir del estado en el que me encontraba, una mezcla de euforia con extrañeza. Solo ahí me di cuenta de que durante años supe muy poco de la persona con quien compartía mi vida. Supuse que ella se encontraba en igual situación a la mía, ya que solo leía los pocos relatos que se publicaban al año, pero nunca tuvo acceso a mis primeras novelas, como así tampoco a mis diarios. Sabía que en cierta medida siempre somos un poco extraños para el otro y que quizás allí reside lo más valioso de la intimidad, poder descubrirse de a poco.
Siempre fuimos personas reservadas y descubrir su alma fue algo que me llevó muchos años, paciencia y cariño. Pero carajo, tenía talento. Nunca había leído relatos así. Si hubiera sido por mí, hubiera hablado con mi editor para que se publicara como sea posible; alguien tenía que escuchar su voz y si había que ser discreto, usaríamos un seudónimo.
Terminé de leer esos ocho o diez relatos, que eran historias reales vueltas ficción e intenté sin éxito alguno volver
a mirar una película donde actuaba Mastroianni. Ella me encontró durmiendo sentado con la computadora ya apagada. Como peso el doble, cuando volvió de su fiesta no pudo sacarme de la silla, por lo que se limitó a colocarme una frazada e irse a dormir sola.
Miro los detalles de la noticia. La mujer aparentemente habría tenido relaciones con un hombre; el mismo se marchó temprano y ella comenzó a ingerir drogas. Luego, según otros detalles, encendió un cigarrillo mientras miraba el techo de su habitación; el ventilador que giraba y giraba. Los vecinos dijeron escuchar a una mujer que no dejaba de reír y hablar a los gritos sola. Dejó el cigarrillo en un cenicero sobre el piso y se quedó dormida. El cigarrillo cayó al suelo y lo que era un pequeño hilo de humo se volvió un pequeño fuego. Respiró un poco de humo, el suficiente para morir antes de que las llamas la consumieran por completo. Para cuando la encontraron, estaba calcinada. No sufrió el fuego porque murió mucho más antes.
Me acomodo la corbata, tomo un sorbo de café y miro al otro lado de la ventana. La claridad se eleva por encima del patio. Ya no hay más escarcha sobre los pastos, pero el agua de la perrita que está afuera sigue congelada. Ya no está nublado como los otros días. Pienso en el muchacho que se fue esa misma noche y espero que no se haya contagiado alguna enfermedad de transmisión sexual. Dios no lo quiera.
Sigo creyendo que ella tiene que publicar sus relatos.
Pienso en que debería hablar con mi editor, pero también pienso que es mejor dejar esa herida o la cicatriz que quedó de
esas heridas para ella sola. Dejo la taza sobre la mesada de mármol, tomo mi portafolios, mis otros anteojos, y salgo al trabajo. Antes de irme, arrimo la puerta de la habitación, que se abrió por el viento que circunda la casa. Ella todavía no sabe nada de Azul. En unas horas lo sabrá.
AGUSTÍN SANTIAGO NIELLO Argentina
Instagram: https://www.instagram.com/agustinsantiagoniello/?hl=es
arina siempre había sido una mujer muy atractiva. Hacía siete años que habíamos contraído matrimonio y nunca habíamos podido tener hijos. Yo estaba muy enamorado, quizás ese haya sido mi error. Quizás nos había llegado la comezón del séptimo año, como dicen las malas lenguas, quizás simplemente ya se había acabado todo. Ella según su apariencia podría considerarse una comehombres, buena delantera, abultada cabellera rubia y unas caderas increíbles. Pero a pesar de ese envase espectacular tanto en el día a día como en la cama, estaba siempre aburrida y lo peor del caso era que me lo hacía notar sin el mínimo tapujo.
Aunque no lo digiera con todas las palabras estaba aburrida de mí, de mi persona, de mi forma de hablar, de mi forma de contar lo que me pasaba, y por qué no decirlo… de mi forma de hacer el amor. Viendo que nuestra relación se iba al demonio un día tuve la iniciativa de tratar de compensar, de alguna forma, esa sensación de insatisfacción permanente que la agobiaba. Al salir de la oficina pasé por una veterinaria bastante grande que habitualmente cruzaba sin prestarle mucha atención. Ese fue el momento que la vi y no dudé un segundo en entrar y tomar esa gran decisión. Nosotros vivíamos en un departamento chiquito, dos ambientes, pero estaba seguro de que ese regalo recuperaría en el alma de Karina esa alegría y ese entusiasmo que hacía tiempo había perdido.
Morita me movía la cola adentro de su jaulita, ella me
había adoptado a mí antes que yo sacara mi tarjeta de crédito para llevármela con todo el entusiasmo que una persona puede tener para que comparta con nosotros ese lugar de un hijo que la vida no nos había podido dar. Así que aparecí en el quinto “B” con Mora, una cachorrita de labrador con su camita, cucha, correa, bolsa de alimento, champú y demás accesorios necesarios para tener una mascota como corresponde. Toqué el timbre y al instante abrió la puerta mi esposa.
¡Te volviste loco! fue la primera expresión mientras nos miraba de arriba abajo con sus hermosos ojos verdes que esta vez estaban desorbitados.
Se llama Mora… Morita… nuestro nuevo bebé le contesté con ánimo de convencerla y que relajara esa expresión tajante que asustaba hasta el más valiente.
¡Acá no entra! ¡O el animal o yo! fue su segundo y menos alentador comentario.
¡Kari, por favor! ¡Vas a ver que nos va a cambiar la vida! supliqué como un niño tratando de convencerla hasta que gracias al cielo nos permitió entrar al departamento.
Larga fue la charla esa noche durante la cena, recomendaciones de quién era el dueño del perrito y quién tendría la obligación de cuidarlo, limpiarlo, darle de comer, higienízalo y sacarlo a dar una vuelta… la vuelta al perro. Obviamente, todas las obligaciones quedaron en mi haber, además de reponerle a mi esposa ese par de zapatos dorados que había quedado mordisqueado mientras manteníamos nuestra acalorada cena. Para no escucharla más, puse la camita en el lavadero y nos fuimos a la cama. Recuerdo que
nuestro bebé lloró toda la noche y que con sus patitas rasguñaba la puerta de nuestra habitación para que yo fuese a atenderla. Esa noche me levante mil quinientas veces. En cambio, Karina, se tomó una de sus habituales píldoras para dormir y roncó hasta el amanecer.
Mientras desayunábamos, mis ojeras llegaban al piso y Morita dormía como un tronco a mis pies. Karina, preparada a dar una nueva batalla me dijo:
¡Y cuando vuelvas de la oficina sacas a dar una vuelta a este bicho asqueroso!
Ese comentario, en verdad, me dolió mucho, mucho más que todos los desprecios que había recibido de ella en los últimos siete años.
En la oficina no dejaba de pensar en mi nueva mascota, y las ganas que tenía de volver a verla y sacarla a dar esa vuelta que a mí también me haría tan bien. Al llegar a casa, Karina no me saludó, antes al menos me daba un beso en la mejilla, pero no me importó. Me puse ropa cómoda, le puse la correa a Morita, agarré las bolsitas para levantar la caca y salí a la calle a dar vueltas sin un rumbo fijo. De pronto, me encuentro una plaza, que sabía que existía, pero que jamás había visto con estos nuevos ojos.
Morita, tironeaba de la correa para que cruzáramos y pudiese compartir el verde con un montón de perros de otras razas. Ovejeros, bassets, dálmatas, yorkshires, y “razas perros” disfrutaban del espacio en paz y armonía, sin distinción de clases, sin preocupaciones, solo jugar y divertirse hasta que sus dueños tuviesen que volver a sus hogares a
continuar con sus obligaciones cotidianas. Me senté en un banco y no quise soltar a Morita, tenía temor a que un perro de mayor tamaño le hiciera daño. Al rato, una chica, bastante joven, también se sentó a mi lado. Ella estaba acompañada de un Sharpei negro que a los pocos minutos supe que se llamaba Milton. Si bien tenía collar, la chica lo traía suelto. El bicho era un revoltoso, molestaba a todos los perros saltándoles encima y oliéndoles el culo.
¡Qué energía! comenté como para iniciar una conversación.
¡Hay que sacarlos para que descarguen! me respondió sonriendo la dueña que tenía unos rasgos felinos encantadores.
José Manuel, ¡mucho gusto! le dije extendiéndole mi mano.
Inés… ¿Siempre vienen por acá? me contestó saludándome, apoyando su tersa palma sobre la mía. En ese instante supe que tenía una conexión especial con esa muchacha y no hubo tarde, durante muchos meses, que no nos encontráramos a la misma hora para poder conversar de nuestras mascotas o tal vez de bueyes perdidos. En esas tardes supe del amor infinito que ella tenía por los animales, de su trabajo voluntario en un refugio de animales de la zona sur, de su última separación, de la muerte de su padre y de infinidad de temas que nunca llegaban a agotarse. Pero nunca… nunca hablamos de Karina. Solo me ausentaba los días de lluvia, aunque ya le había comprado un pilotito rosa a Morita para esas potenciales ocasiones.
Ese lunes había amanecido gris, y mi alma también estaba gris. Había limpiado el pis que Mora había dejado en el living y tuve que soportar el regaño habitual que recibía de mi esposa cada vez que nuestra perrita hacía una macana, o mejor dicho hacía alguna cosa que suelen hacer los perros. Saludé como siempre a Mora, acariciándole su hermoso pelaje negro. Noté que ya no era una cachorra. Karina me dio vuelta la cara cuando quise besarla. Salí para la oficina, con la ilusión de que el tiempo mejorara, pero la tormenta arrancó con la fuerza de un diluvio.
Al mediodía salí a comer un sándwich al bar de la esquina y nada había cambiado, todo indicaba que esa tarde no iba a poder dar la tan esperada vuelta al perro y que iba a tener que soportar la cara de tujes de Karina, hasta que llegara la hora de irnos a acostar.
Volví a casa y me sonó el celular. Era un número desconocido.
¡Hola, Juan Manuel! ¡Soy Inés! fue lo que escuché apenas puse el aparato en mi oreja. Ella nunca me había llamado, no recordaba cuándo le había dado mi número ni por qué. Fue una sorpresa. Una grata sorpresa.
¡Quiero verte hoy! continuó diciéndome.
Toqué el quinto, mientras buscaba las llaves en el bolsillo de mi piloto. La vecina chusma del séptimo “A” me
preguntó jocosa:
¿Va a salir a dar la vuelta al perro hoy?
Y yo, con una simple mueca e inclinando mi cabeza, sinteticé lo que tanto estaba esperando. Entré al
departamento. Karina estaba dándose una ducha. Miré por la ventana y el cielo estaba raro, pero ya no llovía.
Le puse la correa a Mora, no encontré el pilotito, tomé el paraguas por las dudas y a las apuradas salimos corriendo hacia la plaza.
Ella estaba ahí. Sentada en el banco de siempre. En nuestro banco.
Hoy es mi cumpleaños y hace exactamente dos años que nos conocemos me dijo y me quedé mudo.
¿Dos años? ¿Tu cumple? Te hubiera traído un regalo… de haberlo sabido atiné a decirle un tanto confundido.
Tengo un champagne en la heladera. ¿Quisieras brindar conmigo? fue su invitación inevitable, aunque yo hasta en las fiestas brindo con Coca Cola.
Llegamos a su casa, un PH que quedaba a solo tres cuadras de la plaza donde compartíamos nuestras historias. Soltamos los pichichos en el patio y nos fuimos a la cocina. Milton y Morita corrían felices disputándose un hueso de cuero. Inés sacó las dos copas. Yo destapé el champagne. Hicimos chin-chin y como un mandato divino no pude evitar besarla. Ella también me besó y nos fundimos en un solo ser.
Fuimos al cuarto e hicimos el amor. Hicimos el amor de forma salvaje, como lo hacen los perros, con el mismo amor de los perros. Y quedé rendido, y no sé si fue el champagne o el sexo, pero me quedé dormido. No sé cuánto tiempo había quedado en ese estado de infinita felicidad. Al despertar, me sobresalté al ver a contraluz sus ojos de gato mirándome y acariciando
mi pelo. Me vestí tan pronto como pude. Estaba aturdido, nunca le había sido infiel a Karina. Le di un beso a Inés. El patio estaba a oscuras.
Ya nos volveremos a ver fue mi promesa. Tomé la correa, la enganché a ciegas en un collar y empecé a correr alocadamente hacia mi casa. Sabía que iba a tener que dar explicaciones y que una terrible pelotera me esperaba con mi esposa. Sonó mi celular, pero no lo atendí.
Se había largado a llover de nuevo. Me había dejado el paraguas en lo de Inés. Subí al ascensor y me quedé un rato mirando mi rostro mojado en el espejo. Un reflejo de felicidad se notaba en mis ojos. Saqué la llave, respiré hondo y entré al departamento del quinto “B”.
Karina estaba ahí, tirada en el sillón esperándome a media luz. Miré el reloj de pared y marcaban las once.
¿Fuiste a dar la vuelta al perro o a qué mierda? fue su primer ataque.
Me quedé charlando con unos amigos y se me pasó la hora traté de justificarme.
Y se te pasó bastante arremetió mirando al animal que me daba vuelta entre las piernas.
Bajo mi vista y caigo en la cuenta.
Perdón, pero en la noche, todos los gatos son pardos fue mi primera excusa.
Pero el que tenés atado, no es gato y por lo que veo entre tus piernas tampoco es Morita.
Y como no quise escuchar más los ladridos de Karina, fui hasta la puerta y con mi mejor sonrisa me despedí
diciéndole:
GUSTAVO VIGNERA
Argentina
Facebook: https://www.facebook.com/gustavovignera
Twitter: @vignera
Instagram: https://www.instagram.com/gustavo_vignera_autor Página WEB: http://www.gustavovignera.com.ar
Me olvidé el paraguas, no me esperes.
a Juana era la hermana menor de Teresa, la mejor amiga de mi vieja. Morocha, de piernas rellenas y torneadas, cabello largo y pesado como cortina. Las tetas redondas, ni muy grandes, ni muy chicas. Era una mezcla de sexo y jerarquía.
Mi vieja quería explorar un mundo diferente y, como no podía, se convirtió en espectadora de lo prohibido. Si bien me quería y estaba conmigo todo el tiempo, la maternidad la aburría. Hubiera preferido estudiar filosofía o derecho. De ella heredé algo de su gusto musical tan variado como su personalidad. Escuchaba Serrat y BB King, Nicola di Bari y los Beatles, Daniel Toro y Frank Sinatra. Bailaba descalza y sin corpiño. Fumaba negros y cuando nadie la miraba, tomaba agua del pico de la botella, de a pequeños sorbos.
La Juana no ocultaba su desnudez y el gusto por los placeres. Era de las que gozaban y hacían gozar porque de eso iba la vida. Le gustaban los hombres y se los ponía encima cuando quería. Daba igual que fuera joven o viejo, casado o divorciado. Los sábados se preparaba para ir a los boliches de la ruta nueve, muy de onda en los setenta. Qué ropa se pondría la Juana para ir a bailar era motivo de reunión en la casa de las chicas.
Vivíamos en el pueblo Colón. Ellas, del otro lado de la vía. Caminábamos seis cuadras pasando por la plaza, luego cruzábamos el paso a nivel y ahí nomás llegábamos. Esa parte del barrio era distinta de la nuestra, patios más pequeños, frentes angostos y veredas estrechas.
Mi vieja era algo excéntrica para la época, pero estaba legalmente casada con un hombre infiel. Sin embargo, su sumisión, era fingida ya que no tardó mucho en ser también ella desleal teniendo amoríos con los amigos de él. Las chicas sacaban toda la ropa y accesorios propios y prestados para la elección del look de la noche de la Juana. Preparaban el mate y a mí me hacían una chocolatada con galletitas boca de dama, me encantaban.
La Juana representaba la voz y el cuerpo de ellas, era la forma que encontraban de estar vivas. Se movían entre el miedo a decidir abandonar sus lugares seguros o afrontar las ganas del amor y la pasión que creían merecer, pero se sentían sin permiso.
Un día Juana nos dijo que quería vestir formal porque saldría con un hombre serio y elegante, un militar. "Militar” dijo mi madre por lo bajo: ¿Estás segura, Juani?
El sábado siguiente, Teresa vino a casa y le dijo a mi vieja que esa tarde no fuéramos a verlas, que Juana se iría por un tiempo, que no nos preocupáramos porque todo estaba bien.
Volvió a repetirse la misma historia varias veces. Vi llorar a mi vieja por Teresa, descubrí su sinceridad y respeto al aceptar que perdía una amiga por causas que nunca entendí.
Un día me dijo que seguramente Juanita no había encontrado su elección sino su destino.
La Juana no era sumisa. Quizá sus piernas querían tregua.
ALEJANDRA SELEME Argentina
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¡Quién no la querría para toda la vida!
María es buena jugando al escondite.
¡Ven a buscarme, mami! Ella chilla y corre por el pasillo. Su pijama de peluche rosa produce golpes huecos en el piso de madera.
Nunca juega a esto con su padre, solo juega conmigo. Desearía poder detenerla, pero está fuera de mi alcance antes de que pueda decir una palabra. Así que sigo el sonido de su risa.
Su cuarto de juegos está oscuro. Incluso la luz de noche en la esquina está apagada.
¿Dónde estás, bebé? Le pregunto a la oscuridad, pero la oscuridad no responde. Miro debajo de la cama, dentro del armario y detrás de su caja de juguetes. Ella no está aquí, no al principio.
María no se mueve como otros niños. Se desliza hacia los lugares silenciosos que no puedo ver: huecos en las paredes y grietas a lo largo del techo. Y a donde va, no está sola. Algo la está esperando en esos espacios vacíos. La oscuridad llama a mi hija con una voz que solo ella puede oír.
Compruebo la sala de juegos una, dos veces y luego me paro en el pasillo. Esa es la regla: mientras juegue bien el juego, ella volverá a mí, pero cada vez espero un poco más fuera de la sala de juegos. A la oscuridad le gusta María, no quiere devolvérmela.
Por fin escucho esa risita suya, como un carillón de viento fresco en otoño, y me tropiezo a través de la puerta.
María está detrás de la caja de juguetes, sonriendo con sus dientes de leche torcidos.
¡Me encontraste! Ella salta a mis brazos. Su aliento helado es tan dulce como la limonada rosada.
La próxima vez no vayas tan lejos, bebé. Puede que no encuentres el camino de regreso. La abrazo más fuerte. Es la única forma en que sé que ella está realmente aquí. ***
Pronto ella no está aquí, el frío de su aliento se extiende por su cuerpo como veneno. María ya no corre. Apenas puede caminar y los médicos no pueden decirnos por qué.
Tal vez sea un error en los exámenes dicen. Realizan pruebas, muchas pruebas, y extraen vía tras vía de su sangre. Ella llora al ver las agujas y trata de esconderse. La sujeto para evitar que se escape a las cavernas de sus estetoscopios. Ella llora más fuerte. Yo también lloro No ayuda. Cada día, mi hija se aleja un poco más de mí.
¿Por qué no puedes encontrarme, mami? pregunta desde su cama de hospital.
¿Dónde estás bebé? La acuno contra mí, mientras mi marido pasea por la habitación. No dice ni hace nada cuando la oscuridad aprieta sus dedos, iluminados por la luna, alrededor de la garganta de nuestra hija y nos la roba. Eso va en contra de las reglas de este juego, pero a la oscuridad no le importa.
Después de poner a mi bebé en la tierra con pino y encaje, busco algo en la casa que me ayude a recordarla. Ella no dejó nada atrás. Cuando estaba bien, María siempre se
movía muy rápido. En las imágenes, su forma no es más que un borrón, uno oscuro con una sombra a su lado.
¿A dónde la llevó? Sollozo y mi marido me abraza. Su olor no es dulce como la limonada; apesta a mentas baratas para el aliento, alquitrán de cigarrillos y algo más, algo amargo. Su mirada me suplica en las cenas silenciosas siempre dice lo mismo: Podemos volver a intentarlo. Podemos tener otro hijo. Como si María se hubiera ido para siempre. No me cree cuando le digo que ella todavía está escondida en algún lugar, esperando que la encuentre.
Estoy aquí, María le digo a la penumbra mientras mi esposo niega con la cabeza.
Para mi cumpleaños me regala un cuadro. Es una baratija que consiguió en una venta de artículos usados de un viejo cuento popular que mi abuela me contó cuando era joven. Una mujer con un velo oscuro arrastrada a una tumba por su compañero muerto.
Lloras demasiado dice mi esposo.
Tiro el cuadro a la basura y no digo nada más. Mi marido también guarda silencio. Simplemente, mete sus camisas de vestir en una bolsa de ropa y cierra la cremallera de una pequeña cartera negra donde guardó su cepillo de dientes. Su contorno permanece en la puerta como si esperara que le pida que se quede. Ni siquiera me molesto en mirarlo.
La estoy buscando
¿Dónde estás bebé? susurro a las paredes.
Otros se ofrecen a ayudarme a buscar. Mujeres con bolas de cristal y nombres ridículos como Madame Ishtar. Sus
letreros hechos a mano afirman que pueden llegar al otro lado. Por un buen precio me dicen.
Vestida de negro, me siento en sus carpas de carnaval caídas y las observo levitar viejas mesas de madera hasta que afirman que la han encontrado.
Están equivocadas. Como la niebla, María se aleja de ellos.
Ella estaba aquí dicen . No sabemos a dónde fue.
Pero yo sé.
En casa, su cuarto de juegos está oscuro. Compruebo allí una vez, dos veces, luego me paro en el pasillo y espero hasta que la escucho. Una risita, esa pequeña risita.
¿María?
Detrás de la caja de juguetes hay una sombra donde no debería de haber nada.
¿Mami? La voz gorjea extrañamente como los gritos de un pajarito que se cae de su nido.
Mis labios se secan y empiezo a retroceder hacia el pasillo, hacia la puerta principal. Mis pies me llevan lejos de este lugar y lo que sea que esté velado en la penumbra. Entonces algo flota en el aire y me detiene. Algo familiar.
Un aroma azucarado como limonada rosa.
De pronto pienso en esa pintura y en la expresión retorcida en el rostro de la mujer mientras la tierra la devora.
Mi marido tiene razón. Hay cosas en este mundo que pueden volver a nosotros, cosas mucho peores que la muerte. Pero nada de eso es importante ahora. Todo lo que importa es que María se esconde.
stoy sentada en mi silla nórdica de Ikea, frente a mi escritorio blanco, también de Ikea hace demasiadas horas ya. Demasiadas horas pueden ser… ¿tres?, o ¿diecisiete?, he perdido la cuenta. Bajo la pierna derecha para tenerla paralela a la izquierda. Me suda la parte de atrás de las rodillas aunque no sea verano. La des-cruzo, por llamarlo así. La siento inexistente, se ha adormecido otra vez. Subo la pierna izquierda para que quede a la inversa con la otra y así con ese mismo impulso adelanto mi pecho hacia la pantalla. Con la intención subconsciente de que se me derrame el corazón en el intento. Que se encharque de sangre todo el escritorio saciando sus ganas de suciedad. Me inclino más hacia la pantalla de mi laptop. Frunzo el ceño mientras me acaricio la sien de manera circular como hace la gente que ha perdido la paciencia. Combino ese gesto con el de cerrar los ojos a medias como hacen los pintores para enfocar, a ver si puedo así encontrar la solución del problema que me enfrento. Squinting, lo llaman en inglés. Esa palabra que no tiene traducción o al menos no me queda a la mano del verbo que describe cómo ponen los ojos los artistas cuando intentan descifrar las formas de su sujeto. Más o menos eso estoy haciendo en este momento. Y con esta coreografía leo las bases de envío de manuscritos en mi pantalla, de ya, probablemente, la tercera o cuarta editorial que tienen varios correos de recepción. Uno va dirigido a propuestas provenientes del país en el que vivo con condición de pájaro estacional y otro email para recibir los de la América de centro y abajo. Entonces, veo el otro más para
la gente que viene del resto del mundo. Segregar los posibles libros impresos por región. Como si el escritor despedazara más almas en solo algunos idiomas, situaciones o países enteros. Clasificar lo inclasificable.
De nuevo el detonante despierta-miedos. El temor de no saber quién soy. No tener una respuesta correcta al haciadónde-voy es aceptable. La de no saber de dónde vienes es algo que no puedo tolerar. Si estoy aquí en este país europeo hace solo unos pocos años y llevo toda mi vida siendo latinoamericana, me invade la duda de a dónde voy con todo esto. Más bien, de dónde vengo con todo esto. De ahí subo cada escalón identitario hasta llegar a ni saber ubicarme en un renglón. Me rasco un poco más la llaga, ¿de dónde vengo? Y si ya le saco un poco de costra cuando me hago la trágica pregunta: ¿Quién soy? Se asoma un poco de sangre. La sangre que me sale es roja, como la de quien sea. El ardor me hace apretar los dientes y aspirar el poco aire que se cuela entre cada uno de ellos. Hago ese gesto de serpiente cascabel que anuncia dolor, desespero, como el que haría cualquiera. Qué más da de dónde vengo, a dónde voy, cuándo o con quién. Nuestras hemorragias no suelen tener distinción. Mi bandera es esta hoja en blanco. Como el de cualquiera. ¿A qué email toca eso? La propuesta de unificar a ver si un día dejo de pensar en estas trabas. Probablemente, nada de esto tenga un propósito. Estoy perdiendo el tiempo una vez más.
Me acomodo otra vez con las caderas flexionadas. Señal
de automotivación. Basta ya de lloriqueos identitarios. Escojo el de España, a ver si me toman en serio. Tal vez eso ya de indicio de que sé escribir. Listo. Ahora bien, mi verdadero ahogo nace de la tortura de publicar. Sentir la cabeza en el cubo de agua fría eternamente hasta que alguno decida que ya es hora de respirar. Sigo soltando gritos que se pierden entre las burbujas de aire mirando este rectángulo azul. La verdadera razón por la cual siento que mi resultado es mediocre. El empeño del escritor es arduo, apasionado y un constante torrente de emociones que, de no tener un lápiz y un papel a mano, quedan en el olvido. Lo que nos destaca es saber encontrar ese fuego forestal que habita en nuestras tripas y convertirla en texto. Manchar las horas con cada arcada. Agarrarla entre las manos en pleno vuelo desde el esófago hasta la tinta. Corre ahora que se escapa. Plasmarla en una palabra tras otra para que cobre algún sentido. La anatomía se desarrolla con las letras. Solo así nuestros monstruos cobran vida. Tenemos una legión de personas diminutas en nuestra cabeza listas para que las vomitemos con las manos, le demos forma a sus mundos. Somos los médiums entre estas personas y el resto de seres pensantes. Para ellos es importante que llevemos el mensaje que existen y contar lo que les pasa es nuestra misión. La vena nos late en el huequito de la clavícula. Tenemos que parir estas situaciones, limpiar la casa, tirarla por la ventana, quemarla, sacudirla o nos volvemos locos.
Pese a todo, mis historias se quedan en la gaveta, llenas
de polvo y carcomidos por el olvido. Vivimos con el desasosiego de fallar. Mi ejercito pierde todas las batallas. La intranquilidad nos abruma mientras sus vidas siguen inertes en el papel en blanco de nuestro plan sin validar. Tocamos de puerta en puerta con una voz que reclama ayuda a los héroes de la película. Puentes que permitirán a nuestros liliputianos imaginarios cruzar el umbral que los llevará del hueco oscuro inactivo de donde flotan vagabundos al plano donde plenamente se existe. Escógeme a mí, mis demonios te lo ruegan. Mis mundos tienen sentido, déjame convencerte de que es así en este PDF todo centrado y repensado. Por falta de fondos necesito que me valides. Tenemos una misión, tú y yo. Acompáñame en esta aventura, mi adorado mentor.
Comienzo a clasificarlos yo a ustedes, dueños de mi destino. Entre los que te lloran mares de cartón de que les llueven los manuscritos y no tienen tiempo, los que dan acuse de recibo, pero te lo rechazan los más que estimo , los mudos administrativos y los que coquetean. Estos últimos siendo los más que pesan en la psiquis de quien escribe historias desde el más remoto esquinón del miedo. Tal vez, dentro de todo, los miedos son quienes realmente cuentan la historia. La furia, pero sobre todo el miedo. Cuando salgas por la puerta, procura dejar todo en el mismo lugar que estaba, lee la nota del archivo. Nos besas, estrujas la cara contra nuestras tetas, le chupas el cuello justo debajo de la oreja y acto seguido te levantas y te vas. Flirtear con el resultado de lo que nos atormenta.
El desespero se apodera ante toda esta burocracia violenta y despiadada. Esperas en la fila del hambre. Tal cual anciana desnutrida solicitas vivienda al estado. Insiste de rodillas mi Pacholí en ser cobijada en el ahuesado, noventa gramos. Me entran unos arranques suicidas, pero no de matarme a mí. Sino de sacarla a ella, la protagonista de mis cuentos, la niña de mis historias, a la deriva. Sin hogar, sin estrellas, sin cielo, aún en el hoyo negro de mi lóbulo frontal.
Tienes hambre. Tienes sed. Mi querida Pacholí, hija de mi desánimo, te vi ayer, contra la pared oscura con la frente en tu rodilla. Levantas la vista con los ojos entrecerrados, squinting, igualito que yo. Tú también sabes poner los ojos como los pintores. ¿Qué estás intentando descifrar? Te ves desnutrida, flaca y ojerosa. Tus ojos crecen como dos globos terráqueos amarillentos, resecos. La piel alrededor se hunde, grisácea. El azul del agua salada de tus mares está contaminado con un moco gris verdoso que solo me anuncia tu muerte segura si no te saco de aquí. Perrito faldero abandonado a su suerte en un bosque seco lleno de púas, de ramas muertas con charquitos de esa agua apestosa tropical que lleva estancada una semana. Yo no te bajé del carro, yo no te bajé del carro. Fueron ellos las mariposas perversas y los silentes que no te quisieron adoptar. Maldita mestiza, aquí solo caben los puros. Para entrar a una casa tienes que oler bien, verte bien, sentirte bien. No te mees por las esquinas. No ladres cuando hay visita. Lo que no saben es que tú quieres vivir más.
Que con poco te contentas sin parar de menear el rabo. Recojo las sábanas que he lavado. Llevan secas desde ayer. Las dejo hechas un bollo encima del sofá y recuerdo que no he meado en todo el día. Me arde un poco al final del chorro. El baño huele a café podrido. Debo hidratarme más. Intento dormir. Deshacerme de todo. Alejarme de ti, de mí, de nosotras. No lo logro. Una tila hirviendo se desliza por mi garganta, me quema desde la lengua hasta el esófago. Trago desesperada con la intención de que acelere su efecto. Me ahogo y escupo el aire caliente. Lo que toca por no ser suficiente. Pacholí, perdóname por crearte débil, enana, inane. Jugar a diosa es jugar con las cenizas del porro aun estando las ascuas rojizas. Me quemo la yema de los dedos. Antes fumaba y solo sabía reír. Veía estrellitas en las paredes pintadas con esos marcadores de tiza. Mientras más bailaba, más se me quitaba el dolor de espalda. Tanta ignorancia ideal que las moscas se espantaban solas. Te mato a ti o morimos las dos, Pacholí. Te sacrifico antes de que te coman las pulgas. Te dejo en libertad para no ser el tu rostro el que me mira desde el espejo.
Se ha escapado la luz de mi ventana. Enciendo la lamparilla de Ikea, puesta en mi escritorio blanco de Ikea. Dormir no es sinónimo de descansar. Soy consciente de lo grande que es el mundo. Porque estoy segura de lo poco que ocupo y del pedazo chiquitito que siempre voy a llenar. Pero tú, Pacholí, puedes llegar a ser grande. Bebo otro sorbo del té,
ya frío, y le clavo un puñal al cuerpo de piel blanca amontonada que tengo descansando a mi izquierda.
PAOLA SÁNCHEZ RAMIREZ Puerto Rico
Al juramento de bandera del soldado José Ibáñez, no fue nadie. Por lo menos de su familia. Por eso, mientras que, en el acto protocolario, el fusil era entregado a los soldados por sus madres o algún pariente, al soldado Ibáñez se lo entregó su comandante de compañía, el sargento Harris. Después de la ceremonia, se apartó del inusual bullicio en el patio de armas, en el que familias orgullosas departían con los reclutas, recién investidos de soldados de la patria, tomándose fotos, comiendo y escuchando sus experiencias de esos tres últimos meses de sus vidas.
Adoptó dócilmente su rol de subyugado, en el que la interacción con sus superiores se limitaba a responder en tono gritón:
Afirmativo, mi teniente, mi sargento, o mi cabo… aunque este estuviera mentándole la madre.
Aprendió a levantarse a tientas sin terminarse de despertar, cada vez que sonaba la voz de su instructor a las cuatro y media de la mañana, golpeando con un palo los bordes de las literas de hierro.
¡Levantarse, malparidos! Era el cabo Manchego. Un hombre de mediana estatura, enclenque, aunque era blanco, tenía el pelo chuto, y una evidente amargura dibujada en su rostro, como una macabra cicatriz. Su voz chillona se impregnó en el inconsciente del soldado Ibáñez, como el fantasma siniestro que lo aterrorizó de niño.
Los días siguientes al juramento de bandera, fueron
reconfortantes, le cambiaron de compañía y, en consecuencia, de comandante. Su despertador ya no era el chirriante alarido del suboficial de instrucción, sino un moderado: “tercera guardia, de pie…” del soldado imaginaria.
Prestar guardia en turnos de seis horas, fue su siguiente ciclo como soldado. Prefería los puestos remotos, los que colindaban con la manigua, para escapar de la mirada escrutadora de los oficiales que fiscalizaban el porte y uniformes de la guardia en los puestos internos del batallón, en donde tenía que estar en “atención, a discreción, firmes”; saludando cada vez que se aproximara cualquier uniformado sospechosamente superior. En contraste, prestar guardia en la periferia del batallón, le venía bien a su carácter solitario y taciturno.
Se permitía mirar el cielo por encima de la espesa jungla, tratando de adivinar el origen de sus olores y sonidos indescifrables, mientras se fumaba con sigilo un cigarrillo, vicio que aprendió allí, con el pretexto de espantar los zancudos que aumentaban en las tardes.
Al regresar a formación, evitaba cruzarse con un enemigo no declarado; el cabo Manchego. Aunque ya no tenía mando directo sobre él, se complacía humillando a cualquiera que hubiera estado bajo su mando, bajo sus botas, escupiendo agravios o mofándose de cualquier modo.
Un día, saliendo del comedor, después de una guardia pasada por agua, se cruzó con él. Aunque simuló estar distraído, la voz chillona de este retumbó:
Huy, ahora sí parece un soldado de verdad, lagartija
Sus compañeros se rieron a carcajadas. En ese momento, había sido rebautizado en el cuartel. “Lagartijo”, le llamaron en adelante, de tal modo que “soldado Ibáñez” quedó relegado solamente para las llamadas a lista. Como acababa de prestar guardia; tenía el fusil cargado, se imaginó volteándose y descargando los veinte tiros al prepotente bufón, pero el soldado se controló; volteó solo su cabeza y saludó a nadie, con su palma derecha en la sien, y un pensamiento que retumbaba en sus entrañas: “Juro que te mataré, cabo hijueputa”, y siguió su camino.
La ofensa la sumaba a una lista que seguía creciendo, como cuando lo sometió con su bota en la nuca y lo obligó a tragar lodo con orines, durante un entrenamiento en los días previos al juramento de bandera, o del origen de su nuevo apodo; cuando recién empezó el periodo de instrucción, él tuvo la osadía de no responder “Sí señor”, sino lo que le salió de las tripas.
A ver mariquitas, aquí si van a aprender a ser hombres de verdad, hombres valientes fue el prólogo del cabo Manchego, para iniciar los ejercicios. Como usted refunfuñó el recluta.
Eso le costó el primer puñetazo en la panza, tablazos en el culo y las sucesivas lagartijas que tenía que hacer cuando al cabo Manchego se le daba la gana. Se ensañó contra el soldado Ibáñez con tal encono, que a la palabra “lagartija” tenía que hacer indefinidas flexiones de pecho mientras él se deleitaba fumando un cigarrillo.
Pero con la misma simplicidad con la que una hoja que
lleva el viento cae al arroyo y sigue en movimiento pero arrastrada por otra fuerza; el soldado Ibáñez cambió de rumbo un día cualquiera.
En la formación de relación de esa mañana, había un nuevo pelotón, pequeño, solo tres por escuadra en cuatro filas, luciendo orgullosos sus camuflados ajados, y el de la derecha con un estandarte que decía “Comandos de selva”, y más a la derecha un sargento, con muchas insignias en su pecho.
“Los Comandos”, les decían. Eran soldados más antiguos que acababan de llegar de una misión.
El trato cortés de ese sargento con sus hombres llamaba la atención, sobre todo al soldado Ibáñez, que había encasillado a todos sus superiores en el mismo costal de ogros déspotas, pero ese grupo era especial, nadie se metía con ellos, eran los primeros en pasar al comedor y además de otros pequeños privilegios, todos los trataban con respeto.
Para ser merecedor de tal respeto, tenía que ser como ellos; un comando.
El soldado se enlistó en el siguiente curso de Comandos de selva, cumplía los requisitos; tenía la antigüedad necesaria y ningún antecedente disciplinario. Sin embargo, no eran los requisitos técnicos lo que temían los soldados antes de enlistarse a tal entrenamiento, era el riesgo de no terminarlo, y tener que ser visto como pusilánimes por el resto de sus días en la milicia.
El soldado Ibáñez se sometió a esos extremos de exigencia física con resignación estoica, era como un juego de supervivencia en el que no le importaba perder.
Cinco meses antes de su baja, llegó con su insignia de comando, pero le faltaba lo más importante: la práctica en campo real, para lo que las fuerzas militares entrenan permanentemente grupos élites de combate contraguerrilla. El tiempo de descanso entre el entrenamiento y su primera y única misión fue muy corto; doce días. Pero no pudo faltar el encuentro con su cabo Manchego. Salía de un kiosko de recreo con mesas de ping pong, con dos compañeros de curso y ocurrió, ahí se encontró al infeliz, que no pudo contener su afición lenguaraz:
Comando lagartija le dijo, con la expresión del bufón que cree decir siempre algo chistoso.
Esta vez nadie se rio. El soldado se detuvo, igual que sus compañeros de curso, lo miró a los ojos con desprecio y el cabo esta vez no fanfarroneo, no había quién le secundara su gracia, esquivo su mirada simulando ver a alguien más.
Malparido Musitó el soldado, en un tono que el cabo fingió no oír y se apartó con discreción de los comandos. El soldado saboreó por primera vez la sutil satisfacción de una revancha, pero aún quedaba más odio en su interior.
Ese mismo día fue integrado a un grupo de combate para una misión urgente.
El grupo se organizó en dos escuadras a mando de un teniente, lo componían un sargento, dos cabos y el grupo de comandos.
La misión era interceptar una o dos embarcaciones de motor que antes del fin de mes pasarían por el río provisiones de guerra para asentamientos guerrilleros selva adentro.
¿Ya vio quien viene? le susurró un compañero, haciendo alusión al cabo Manchego.
Si, menos mal no está en mi escuadra Contestó.
Cuídese de ese hijueputa remató la conversación su compañero, con una palmada en el hombro mientras organizaban sus pertrechos.
El reconocimiento de la zona fue una operación ya practicada, con el sigilo de un felino, que en ese caso eran varios, sincronizados hasta tomar posesión de lo que serían sus trincheras en el lado convexo de un meandro. A pocos metros un cambuche mimetizado en la hojarasca donde se turnaban los descansos y el momento de comer, y así pasaron tres días sigilosos que hasta verdaderos felinos deambularon cerca sin advertir su presencia.
Al entrar la tarde, pasó una chalupa de tres indígenas con macetas de plátanos en la popa, y unas redes expuestas, para demostrar a lo lejos que eran pescadores. Aunque todos los soldados intuyeron que eran campaneros, por el modo reticente como miraban a los costados del río.
Todos quedaron en alerta máxima, pero cayó la noche y no pasó nadie más.
Hubo cambio de turno a medianoche y al soldado Ibáñez le tocó descanso, hasta las cuatro de la mañana. Ese descanso no fue tal para él; estaba mojado por la llovizna en la guardia anterior. Sin embargo, cerró los ojos y se acomodó como pudo agarrado a su fusil, sin desabrocharse las botas, como era la rutina de un comando en ejercicio.
El día en la Amazonía se anuncia antes que el sol. A las
cinco y cincuenta, otra chalupa de campaneros aceleró el corazón de la tropa. Al desaparecer en la curva del meandro apareció por fin en el otro extremo un bote más robusto de ronroneo sordo pero potente; adelante, asegurada a un bípode, una ametralladora punto cincuenta apuntando al cielo y su tirador mirando al borde del río, y en el centro unas cajas cubiertas con lonas de polisombra verde, a cada costado dos hombres sentados en las cajas, con sus fusiles Kalasnikov terciados al pecho y atrás el motorista con su fusil terciado a la espalda.
La espera de esos nueve segundos, desde que el bote apareció hasta que se puso a punto de tiro, fue más angustiosa que la espera de los días previos.
La orden la dio el sargento, hundiendo su índice en el gatillo de su fusil M14 puesto en modo ráfaga, y todos abrieron fuego a discreción.
La quietud de la selva se rompió por un instante, y las vidas de siete hombres se apagaron para siempre.
La repentina lluvia de plomo no les dio tiempo ni de quitar el seguro de sus fusiles, tres cayeron al agua y el casco del bote quedó como un cedazo, el motorista caído con el mango acelerador enredado en su axila derecha hizo que el bote girara a la izquierda hasta que encalló en la orilla con tres de sus tripulantes muertos. Los otros habían caído al río.
El tiroteo cesó. Siete minutos pasaron como un silencio escrito en esa partitura de muerte, como si el azar se obstinara en ironizar un minuto de silencio por cada hombre caído.
Poco a poco los soldados se movieron de sus posiciones,
el olor a metralla se apaciguó y uno de los cabos hizo la señal de inspeccionar el bote que estaba en la orilla, medio inundado.
Otro soldado alertó que el cabo Manchego estaba sangrando. Interrumpieron la inspección del bote, para revisarlo a él, estaba tiroteado y su fusil al costado con la carga de munición intacta, no había disparado un solo tiro.
Toda la tropa intuyo lo sucedido, pero solo dos soldados sabían quién era el conspirador.
Esa baja frustró el parte de éxito que el teniente preparaba para informar por radio, pero aun así dio el parte y antes de mediodía, dos helicópteros y tres botes de patrullas militares llegaron con el equipo forense.
El hallazgo de la necropsia del cabo Manchego concluyó que siete proyectiles de calibre 7.62 habían impactado en su cuerpo causándole la muerte, y el informe forense complementó: “Como la munición del armamento incautado a los insurgentes.”
Lo velaron con honores militares en cámara ardiente, adornado con un estandarte de la fuerza, su nombre y un emblema destacado que decía: “Héroe de la patria caído en combate”.
A la comitiva del funeral asistió el destacamento de soldados testigos de su muerte, de los cuales dos de ellos cumplían con honor un tácito código de silencio y otro celebraba en secreto un juramento cumplido.
Página WEB: https://hambashur.blogspot.com
Tenía la cara llena de arrugas, dos grandes ojeras, dientes y dedos amarillos.
Insensata, ¿Cómo no paraste de fumar antes?
Mira cómo estoy. Mis pulmones están negros. Me ahogo cada vez que doy dos pasos.
Era mi yo del futuro.
A mí no me digas nada. La culpa la tiene esta señalé a una chica de unos quince años que fumaba junto a unos chicos de una pandilla ochentera.
¿Yo?
Sí, tú le dije . Tú eres mi yo del pasado. Contigo es cuando me enganché al tabaco. Ahora, a mis treinta años, ya no hay nada que hacer. ¿Te crees que no he intentado dejarlo? le espeté a mi yo del futuro.
¡Hay que tener más fuerza de voluntad!
¿Cómo que esa soy yo? exclamó mi yo del pasado señalando a mi yo del futuro . Esta sí que es buena. ¿Y yo soy la culpable? Flipáis, yo soy menor, aun no estoy en edad de ser responsable, ¿pero tú? Me miró . ¿Con treinta años y refugiándote en excusas baratas?
Eso dijo mi yo del futuro . Ya tienes una edad para reflexionar.
¿Y tú con sesenta?
¡¡No hagas que me enfade!! Mi yo del futuro empezó a toser. La pobre sí que estaba cascada…
Yo me abro. Paso de las dos. Mi futuro está todavía muy lejano. Prefiero no pensar en vosotras… gritó mi yo del pasado, y se alejó.
Yo también. Estoy harta de ti. No hay manera, siempre irresponsable y terca… dijo resoplando mi yo del futuro.
Me quedé allí sola. Pensativa. Y decidí que ya que parecía ser que no iba a cambiar y que hiciera lo que hiciera, todo lo hacía mal, pues me iba a fumar otro cigarrillo.
LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRA España
rrrrrr, grrrrrr!
El bramido de aquel ser te erizaba la piel; salió de entre la penumbra de aquella vieja casa a mitad del bosque, sus ojos brillaban entre sus cabellos enmarañados, su cuerpo desnudo se deslizaba a cuatro patas por los muros; mientras las uñas rasgaban las paredes, las raíces de los árboles que cubrían la entrada le servían de escondite, desde ahí nos observaba.
Habíamos organizado el viaje de fin de curso como cada año, estábamos en la cochera revisando los preparativos, cuando Ronnie sacó la cámara
¡Y bien, Martí! ¿A qué lugar recóndito, retorcido y tenebroso nos llevarás esta vez? Se burlaba de mí, solo porque la ocasión anterior, habíamos ido a un lugar en medio del desierto donde tuvimos que acampar; no había electricidad, señal de celulares y lo peor: “no había sanitarios”, tenías que salir a la intemperie a hacer tus necesidades.
Tomando en consideración que estábamos en medio del desierto, salir de noche por ello, era un deporte extremo.
Cada viaje grabábamos una cinta que presumíamos al regreso, ya habíamos ido a las cascadas, a los rápidos, a las ruinas, en fin, en esta ocasión visitaríamos “el cañón”.
Habíamos leído que contaba con zonas selváticas, boscosas, además de la travesía por el río «¡Toda una aventura!».
¡El trayecto fue genial! ¿Cómo expresar? El viento golpeándome el rostro, la curvatura de la carretera, la majestuosidad de un águila surcando el camino frente al auto,
mientras atravesábamos un túnel formado por las ramas de unos árboles que caían hacia el desfiladero. No me imagino mi vida de otra manera. Tomamos la autopista, entrando a la zona de la sierra, disfrutando el trayecto, de manera usual recorríamos la distancia más larga, íbamos "puebleando" conociendo un poco más de tantas culturas.
Llegamos al pueblo más cercano a la última gasolinera antes de tomar la brecha para llegar al cañón. Entramos a un viejo tendajo contiguo a la estación de servicio. La gente era muy extraña, hablaba poco, te observaba mucho y hacía preguntas incómodas.
Ustedes no son de aquí, ¿verdad? El tendero con su camisa a cuadros y su pantalón de mezclilla, usando botines de uso rudo, se recargaba sobre el aparador con su mirada profunda puesta en nosotros.
¡Somos recién llegados! Le dijo Ronnie burlándose, haciendo movimientos amanerados; no sabía otra manera de hablar.
¡Hmmm! Con un mondadientes entre sus labios, el hombre nos miraba de arriba a abajo ¿Tienen planeado durar mucho allá arriba? Riéndose; haciéndonos señas de “ok” con una mano y con la otra un dedo atravesando el aro. Nos vimos entre nosotros entendiendo la referencia.
¡Depende de qué tanto “aguante” Martí! dijo Ronnie burlándose. El tendero tomó una escopeta que tenía por un costado, cortando cartucho del arma. El comentario no le causó la misma gracia.
¡Solo iremos de excursión! Tenemos planeados durar
tres días en lo que recorremos la zona, tomamos un par de fotos y grabamos el lugar Explicándole para así reducir la molestia.
Logramos salir del tendajo; dirigiéndonos de inmediato al auto, subimos la compra, retomando el camino de trayecto. Viajamos cerca de ocho horas después de la estación por un camino inclinado, que atravesaba el risco hasta llegar a la planicie del cañón. Un camino trazado por los pueblerinos para lograr el acceso al recorrido con una camioneta cuatro por cuatro en una travesía que les costeaba la estadía en ese lugar. Dejamos el auto estacionado en el llano, comenzando la aventura recorriendo el camino a pie. Unas chozas se miraban a escasos metros del lugar, caminamos hacia ellas, estaba cayendo la tarde, Ronnie sugirió pasar la noche en ellas; así que nos dirigimos hacia allá. Al llegar nos dimos cuenta de que estaban abandonadas.
¡Con madre, Martí! ¡No vamos a pagar! El rostro emocionado de Ronnie me hacía recordar a un infante atiborrado de azúcar.
Entramos a una cabaña, la que a simple vista tenía menor daño; empezamos a desempacar. Ya instalados; salimos por un poco de leña para organizar una fogata. El fuego se extendía entre los leños, se miraban los rastros de las brasas salir volando entre el viento. De pronto sin decir más, Ronnie se metió corriendo a la cabaña. Me alarmé comenzando a ver hacia todos lados, buscando el motivo del porqué de su reacción. Cuando lo vi venir con una bolsa de plástico que abría con la boca; eran bombones, que había traído para asar.
Lo digo, Ronnie era un niño. Mientras mirábamos la luna; comíamos bombones asados, la noche comenzaba a enfriar, apagamos el fuego, nos metimos a dormir.
Un golpe estridente me despertó.
¿Escuchaste? ¡No mames, Martí! Ronnie se cubría con la manta hasta la nariz, susurrando para no ser escuchado
¿Crees que sean los dueños? ¡Tal vez no estaba abandonado! Empecé a gritar hacia afuera para que nos escucharan, mientras me calzaba para salir ¡PERDONEN
PENSAMOS QUE ESTABA SOLO EL LUGAR, POR ESO NOS
METIMOS! Tomaba una lámpara aluzando el camino. Antes de tocar la tranca de la puerta. Un fuerte golpe se escuchó dentro de la cabaña. Ronnie corrió a gatas hacia mí.
¿Qué fue eso wey? ¡Cayó a mi espalda! Sujetaba con fuerza mi mano, bajando la luz hacia el suelo.
¡No lo sé! Déjame ver Apenas alcé la linterna hacia ese rincón, la luz se apagó, dejando un rastro muy tenue de luminosidad en la bombilla de la lámpara.
Sentí la mano de Ronnie aferrarse a la mía, mientras se ponía en pie detrás de mí.
¡No sé qué es, wey! se le cortaba la voz ¡Vámonos, vámonos! se apresuraba a abrir la puerta.
Al salir, la luna brillaba con intensidad, mostrando una vista espectacular; una madrugada casi perfecta ¡A no ser por el pequeño incidente de hace unos instantes!
¡Vámonos Martí! se notaba que estaba preocupado ¡No me da buena espina este pedo, wey!
¡Vámonos a la chingada! habíamos dejado nuestras mochilas dentro, pero ni Ronnie ni yo queríamos volver
Las nubes cubrieron la luna, menguando la luminosidad en la noche. Las sombras eran más intensas, el acceso se perdía entre la maleza, haciendo difícil adivinar el camino de regreso. Caminamos cerca de dos horas entre las penumbras
¡Eh, wey! ¡Ya me cansé! ¿Cuánto falta?
¡No lo sé! No se veía el final del camino; llevábamos horas y no reconocía nada de aquello.
Un claro de luna abría camino entre las sombras, se alcanzaban a ver unas cabañas; tenían las luces encendidas
¡Mira! Ronnie no lo podía creer ¡Apúrate, wey!
Corría esperanzado.
Al llegar las luces se apagaron; la luna se ocultó. Un ruido se movía entre las ramas secas
¡Grrrrrr, grrrrrr! Seguía gruñendo Saltó frente a nosotros, casi golpeándose contra la tierra firme; el pellejo en el pecho le colgaba apuntando al suelo. Se sentía atrapado; se movía de lado a lado, escudriñando con el rostro, olfateando, mientras nos manteníamos inmóviles. Se elevó en dos patas, con la curvatura de las piernas, vimos su sexo; era mujer, su cuerpo con la piel pegada a los huesos hacia difícil saberlo, Ronnie intentó alcanzar una vara; aquel ser se giró con un movimiento raudo, el cabello dejó al descubierto su rostro; su cara ¡Por Dios! Llevaba laceraciones frescas, con pedazos de piel desgarrada colgando por las mejillas, la sangre resbalaba entre las hendiduras ocasionadas
por las heridas, sus ojos; las cuencas estaban vacías.
¡A seis meses de la desaparición de los jóvenes que se adentraron a la zona del “cañón empedrado” no se ha obtenido ninguna pista que ayude a dar con el paradero! Aún siguen las averiguaciones sin éxito. La familia está desesperada, les pedimos de la manera más atenta si ustedes tienen alguna pista, razón o han visto a este par de jóvenes que se hallan desaparecidos desde el mes de abril, nos llamen a los teléfonos del noticiero, la familia de estos jóvenes estará agradecida.
Adriana Rodríguez MéxicoFacebook: www.facebook.com/AJRR.ofmx
on ademán coqueto se arregló el “peinado”.
¿Estoy linda? me preguntó, entre un aleteo de pestañas postizas.
Arrebatadora respondí . ¡En el concierto te van a acribillar con los ojos!
Soltando una de esas risitas suyas, que me recorrían la columna vertebral de punta a punta, se colgó del brazo que le tendí. Caminar por la calle al lado de ese esperpento iba a ser toda una ordalía..., ¡pero la recompensa final lo ameritaba! Se había cargado de joyas y de trapos al punto de estar pesando por lo menos un kilo y medio por encima de lo normal... Claro que, con una renta por encima de los setenta millones, si ella no podía costearse esos caprichos, ¿quién podía?
Tú tampoco estás mal, querido susurró . ¡Me complacen tanto tus progresos!... ¡Quién diría que hace menos de dos años eras prácticamente carne de presidio!
Me detuve, poco antes de llegar a la puerta de la sala, y la enfrenté con gravedad. Tenía la cara convertida en una máscara rígida, tan bien acicalada que me dolía. Suavicé la voz:
Y no me alcanzará lo que me reste de vida para agradecerte que me hicieras ver la luz, tía querida. De no haber sido por ti, quizás me habría hundido definitivamente en mi fosa de iniquidad. ¡Cuánto me avergüenzo de mis vicios pasados!... Ahora sé que hay otras cosas por qué vivir, cosas elevadas y nobles, que enriquecen el alma y santifican el cuerpo. ¡Gracias a ti, soy otro, tía Olga! Tú provocaste este gran cambio en mí, esta nueva...
Me interrumpió del modo más desagradable, tapándome la boca con sus dedos sarmentosos.
¡Shh! No tenés nada que agradecerme, Enriquito.
Su mano saltó a mi mejilla y me dio una serie de viscosas palmaditas (la vejez es viscosa y maloliente; así me ha parecido siempre); luego me pellizcó, juguetona . Supiste cumplir muy bien con lo pactado: me llenás de orgullo y de alegría, tan consecuente en tus estudios, tan responsable siempre...
...¿Y tan... confiable? ¡Vamos, saco de huesos! ¡Largá las palabras mágicas! A veces siento que no voy a poder controlarme un segundo más. ¡Por el mismísimo Satanás!...
¡Dieciocho meses! ¡Quinientos cuarenta días! ¡Más de doce mil horas..., soportando tu presencia, tu pegajosidad, tus manías de vieja! Y con lo que llevo dentro... Esos impulsos salvajes que me veo obligado a sofocar, esos aullidos que tengo que acallar... ¡Peor que estar metido en un corsé de acero! Si no tuviera mi válvula de escape..., ¡acabaría loco! Pero, por suerte, aunque de día te pertenezca en cuerpo y alma..., ¡las noches son del Hyde Negro!
La acompañé al concierto, claro. Soporté estoicamente a Bach, Mozart y Scarlatti, mientras todas mis pasiones bullían allá en profundo... Mi exterior, enfundado en un traje oscuro, era la imagen viva de la formalidad: el Perfecto Caballero (según las normas de ella). Todo un “reformado”. A veces pensaba que el esfuerzo me descoyuntaría; pero me consolaba el pensamiento de mi instante de gloria, cuando por fin la vieja me confiase su jeringuilla, y... Eso, y las noches...
Esas mismas noches en que ella me creía ocupado en mis estudios de teología.
Las nubes, apelotonadas, ahogan a casi todas las estrellas… Apenas se ve en esta esquina silenciosa (yo mismo me encargué de anular el foco del alumbrado); pero mis ojos, en la noche, se vuelven agudos como los de un animal de presa. A mis oídos no se les escapa el rumor más leve…; registran incluso los latidos (¡más y más acelerados! ...) del corazón de mi víctima inminente… El aire entra y sale, silbando a través de mis lobunas fosas nasales, y los dedos se me agarrotan anticipando el contacto de ese cuello joven, suave, pulsante… Lo he hecho muchas veces ya: mis crímenes ocupan las primeras planas de todos los periódicos, y los locutores de radio y televisión enronquecen relatando mis nocturnos festines de muerte.
Todas jóvenes, bonitas en su mayoría; voluptuosas incluso… y rubias.
Mis ansias desatadas brotan en torrente impetuoso y voraz, rebasando todos los diques… ¡Por fin! ¡Por fin, libre de yugos! Mi mitad oscura se regodea en toda su potencialidad malévolamente creativa. ¡Hay tanto territorio virgen por explorar!
…Se debate bajo mis garras, igual que todas..., aunque esta exhibe una fuerza insospechada (producto, posiblemente, de su terror desesperado), lo cual solo me lo hace más disfrutable… ¡Un verdadero deleite! El tajo blanco de mi dentadura hiende la superficie embetunada de mi rostro, y el eco de mi carcajada ondula en la noche como una serpiente hecha de sardónicos sonidos. Ella no alcanzó a gritar siquiera. Mi tarjeta queda prendida en su pecho exánime:
HYDE NEGRO
Un indescifrable enigma para la policía…y (además de un goce exquisito) parte fundamental de mi ingenioso plan. Mi prima, Rosa Inés, es rubia también… ¿Por qué distinguirla de las demás víctimas?
Acá está el remedio, tía Olga. Gracias, querido.
¡Mi Dios!... Si con todas sus galas a cuestas tenía el atractivo de un camello anémico..., ¡había que tener estómago para mirarla de frente, cuando ya estaba acostada, desprovista de afeites y sin la peluca puesta! Algunas veces, mientras simulaba escuchar devotamente las moralinas que me recitaba con su voz chillona (leídas en polvorientos libracos que, según me contó, le había regalado no sé qué obispo, allá en su juventud), me entretenía en contarle las arrugas. Lo divertido del caso era que cada dos o tres noches le brotaba un par nuevo. ¡Por vida de...! ¿Qué estaba esperando para asumir del todo su condición de momia?
¿Podés sola? ¿O necesitás que...? Sacudió la cabeza.
Yo me las arreglo... Tú vuelve a tus estudios. ¡Que no quiero que te vayas muy tarde a la cama! No sea que te me enfermes, ¿eh?
¡Vieja miserable! ¿Cuándo me vas a tener confianza? ¿Es que nunca me vas a dejar que te inyecte la insulina? Ya sé que no te fías ni de las enfermeras (por eso las corriste a todas), pero ¿mi aire de santidad todavía no te acabó de convencer? ¿Cuánto tiempo más..., cuántos días de calvario, antes de mi desquite? Una burbujita..., una burbujita de aire
chiquitita dentro de tu vena..., y ¡puf! Adiós tía Olga y adiós suplicio. ¡Y vengan los millones de tu herencia! ¡Y la buena vida!... ¿Una burbujita? ¡Una ponchada de burbujitas te voy a encajar, vieja decrépita! ¿Y quién va a sospechar del sobrinito santurrón?...
Decidí que sería demasiado para mí quedarme a presenciar cómo se descubría el brazo esquelético, lleno de manchas pardas y abultadas venas violáceas, para enterrarse la aguja... Caminé pausadamente hacia la puerta de la habitación y desde allí me volví a mirarla con dulce consideración.
¿Te apago la luz, tía?
La inquietud le cubrió la cara como pinceladas blancas aplicadas al azar sobre las magras facciones.
¡No, no! La portátil sola no me alcanza. ¡No quiero dormir a oscuras!
Regresé junto a su lecho. Llevaba un gesto preocupado de lo más convincente.
¿Qué es lo que pasa? ¿Estás angustiada por algo..., y no se lo contaste a tu sobrino? La amenacé con el dedo, en son de broma . ¡Eso está muy feo, tiíta!
Es... lo de ese asesino me confesó, en susurros Ayer lo oí por la radio. ¡Todas esas pobres chicas!... ¡Virgen Santísima, me ha entrado un miedo de ese negro demente!...
¿Ya averiguaron quién es?
¡No! ¡Pero una testigo dijo que era negro y con mirada de loco! ¡Qué horror! Quizás...
Jadeaba, y los ojos cegatones se le saltaban casi de las
órbitas. Contener la carcajada exigió que acudiera a todas mis reservas de hipocresía; pero logré el tono apropiado.
Vamos, vamos... Le palmeé con suavidad la mano . ¿Tú crees que yo permitiría que alguien te tocase siquiera una pestaña? ¡Siempre velaré por ti, no te preocupes! Andá, dormí tranquila, tía: ¡te garantizo que, en tanto yo viva, ese “Hyde Negro” no se te va a acercar!
La respiración se le fue normalizando. Noté cómo cedía, poco a poco (hasta el punto en que su ancianidad lo permitía, desde luego) la rigidez de su cuerpo.
Gracias musitó, entornando los ojos . Gracias por cuidarme, Enrique.
Finalmente llegó la hora en que se puso a mi merced. Estoy tan cansada esta noche... Enrique, ¿podrías tú...?
¡Ni tenés que pedirlo, tía Olga! Comencé a arrollarle la manga del batón . A ver..., a ver... ¡Ya está! Ahora a recostarse, ¿sí? Eso es... ¡Bien relajadita, eh! Ciérreme esos ojitos, tranquila... ¡Muy bien!
Frunció un poco el mapa rugoso de la frente, sin abrir los párpados.
No vayas a pincharme muy fuerte, ¿eh?
¡Shh! Quietita... Aferré la jeringuilla en mi diestra enguantada . ¡Palabra de honor que no te va a doler ni un poquito!
Todas las caras parecen doblemente solemnes en la semipenumbra de la biblioteca, poblada de polvo y telarañas.
Las dos chicas que vienen a limpiar (es un decir) dos veces por semana; la cocinera, el inspector de policía, el agente de bienes raíces...
La voz del doctor Iglesias (sentado ante el escritorio de roble) enuncia en tono oficial las “últimas voluntades” de la difunta. Grave y circunspecto como corresponde, mi rostro compone una expresión lo más neutra posible.
Ya se ha dado lectura a varios legados menores, destinados unos a sirvientes y empleados, otros a diversas caridades. Solo mediante un titánico esfuerzo de voluntad mantengo a buen recaudo la ansiedad que se me encabrita adentro.
El agente de bienes raíces se inclina hacia mí para murmurarme:
Una señora tan noble, su tía Olga... ¡Qué pena, qué pena!
Si no hubiese sido tan terca… respondo, en tono compungido . Siempre queriendo atenderse sola, sin que nadie... Hasta que se descuidó, y... Me cubro los ojos con la mano.
No se culpe, muchacho. ¡Entiendo bien lo que siente, créame!
...y a mi amado sobrino Enrique Stella Guardia, mi único familiar vivo tras la desgraciada muerte de mi sobrina
Rosa Inés Guardia a manos de un infame criminal continúa el doctor Iglesias , habiendo constituido el noble y cariñoso sostén de mi vejez, luego de cambiar sus antiguos hábitos de acuerdo con mis consejos, transformándose de un joven
disoluto en dechado de rectitud e integridad moral...
¡Ya viene! ¡El momento supremo! ¡El premio máximo!
¡Vamos, chupatintas! ¡Suspendé la monserga y andá al grano! ¡Estoy rabiando por oírtelo proclamar!
Un carraspeo. Pausa. (¡Maldito seas!)
...lego, pues, al citado, todas mis propiedades inmobiliarias, colecciones de arte religioso antiguo (esculturas y pinacoteca), mis incunables del siglo XIII, y la totalidad de las acciones correspondientes a la Multinacional “Fullbright”, que fuera propiedad de mi difunto esposo, a quien Dios tenga en su gloria, a más del efectivo de las cuentas bancarias a mi nombre (excluidos impuestos y tasas previstas por la ley), existentes en el país y en el exterior (según detalle que se adjunta a estos obrados)...
¡La gloría! ¿Alguien quiere saber cómo se siente?
¡Exactamente así! ¡Lo hice! ¡Lo logré al fin! ¡Y no hay alma viviente que pueda impedirme disfrutar mi botín!
...misma manda que se hará efectiva en cuanto el susodicho beneficiario cumpla mi voluntad (que sé es también la suya) y asuma el estado sacerdotal para el cual, con tanto celo y devoción ha venido preparándose bajo mi tutela…
¡¡NO!!
Ese bramido... ¿Fue mi boca la que...? Alguien salta, como loco, sobre el letrado, que trata de protegerse del ataque, agrandados los ojos por la sorpresa y el pánico, la boca en “O”...
¡¡MALDITOS!! ¡¡MALDITOS SEAN TODOS!! ¡¡NO PUEDEN HACERME ESTO!! ¡NO CUANDO HE SUFRIDO TANTO Y ESPERADO TANTO! ¡¡LOS HARÉ PEDAZOS A TODOS!! ¡¡LOS DESTROZARÉ CON MIS MANOS!! ¡¡LOS…!!
¡Eh, cuidado! ¡Parece que se volvió loco!
¡Agárrenlo! ¡Deténganlo!...
¡Echa espuma por la boca! Y... ¡Dios Santo! La cara...
¡Se le está volviendo negra!
GRANT MACKINTOSH Uruguay
Ilustración basada en una viñeta de Graham INGELS
En sus manos iba y venía. Me ilusionaba ser la hacedora, cuando en realidad fui el instrumento.
Fui su compañera en días eternos y ella, mi hada madrina e incentivo.
Descargó en mí y conmigo, sus ansiedades y temores. No me quejo. ¡No!
Aprendí y tuve experiencias increíbles. Construimos abrigos para pequeños, para proteger las cabecitas del frío, abrazar el cuerpo de alguna amiga, todo gracias a sus manos maestras que guiaban mis intervenciones.
Cuando me dejó, fui a parar a un sobre que guardó en un cajón oscuro. Dejé de ser, perdí mi esencia. No sé cuánto tiempo estuve allí inactiva, hasta que algo bueno ocurrió.
Manos inexpertas me rescataron de aquel encierro y redescubrí mi pasión, tejer.
Le costó aprender, pero funcionó.
Nuestro vínculo es laboral, aunque siento que existe una simbiosis, una dependencia entre su creatividad y mi experiencia, que le provocan felicidad. Puede que llegue nuevamente el momento en el que prescinda de mí, pero no pienso en eso. Por ahora disfruto verla contar puntos, leer instrucciones y festejar resultados.
Existo por la magia de sus tejidos.
esde mi techo los puedo ver mejor. No sé si llamarlos hordas o manadas. ¿Son todavía hombres o, acaso, unas bestias sin alma ni razón? Caminan de un lado a otro, sin sentido aparente, y les gusta saborear, oh diablos, la masa encefálica. Les encanta morder y comerse la carne viva, como si fuera el más encantador de los banquetes. Los he visto destripar a perros y gatos, y hasta a ratas; y, también, a niños, hombres y mujeres. Es una fortuna que a estas alturas todavía yo y mi chica aún estemos con vida, pues he visto a los vecinos morir en sus garras y en sus dentelladas. Los vi atrapar a una persona que huía corriendo. Él fue acorralado por una horda de aquellos monstruos. Intentó luchar contra los que se le venían encima y logró vencer a un par o a unos tres; pero después lo inmovilizaron y empezaron a devorarlo con brutalidad. Primero mordieron las carnes de sus hombros, después las de su cuello, en seguida las de su abdomen (le sacaron hasta las vísceras) y las de sus manos; y, cuando ya se derrumbó, vencido, se banquetearon hasta las de sus piernas. Al final solo quedó un esqueleto bañado en un charco de sangre con pedazos de carnes desperdigados en ciertas partes. Fue salvajismo puro observar aquel desenlace. La falta de energía eléctrica ha hecho que me incomunique con mis familiares de otras regiones e, incluso, de la misma ciudad. Según las primeras llamadas telefónicas, la mayoría estaba bien, aunque Fredy y Arón andaban desaparecidos. Diablos, no sé qué les pasó. Espero que no lo que sufrieron muchos, cientos, miles, de los que vivimos en
esta ciudad. Es abominable lo que estamos viviendo, es inconcebible.
Carlos, a este paso, vamos a quedarnos sin provisiones dijo Emmy, mi chica. Al voltear, la vi con el rostro preocupado. Le señalé con el dedo, colocándolo encima de mi boca, que no debía alzar mucho la voz y, también, en voz baja le indiqué con la otra mano, apuntando hacia abajo donde los zombis, que la podrían escuchar y atacarnos. Como era de esperarse, los dos escuchamos que abajo golpeaban la puerta de metal, una y otra vez, con la finalidad de querer devorarnos vivos. Avanzamos lentamente y pudimos ver, desde el borde del techo, a una multitud de caminantes arremetiendo con brutalidad. Algunos de esos monstruos alzaron sus cabezas, como si husmearan, y, cual acto mecánico, levantaron la mano buscando atraparnos.
Serán unos cien susurré solo para que ella me oyera.
Ella me miró con sorpresa y, después, volvió a clavar la mirada en aquella masa monstruosa y pútrida, que nos tenía acorralados y que, de no hacer nada en contra, nos mataría de hambre. Yo, al levantar el rostro, caí en la cuenta de que los vecinos de la casa de enfrente habían salido a sus terrazas a observar el espectáculo y, cuando los observaba más cautelosamente, se hicieron humo, como no queriendo meterse en nuestros asuntos. Le avisé a Emmy. Ella los vio esconderse, y después dijo:
Son unos malditos cobardes.
En unas horas, en el comedor, almorzamos fideos con apanado en un silencio sepulcral, tanto que se podía escuchar nuestros tenedores entrechocarse con los platos y a los mordedores rechinar su deseo de canibalismo. Ella comió doble, al parecer acosada por la angustia.
Tengo ansiedad. Me preocupa todo esto se quejó luego de lavar su trasto . No podemos seguir así…
Ya basta. Lo más probable es que vengan soldados a limpiar el lugar. Solo es cuestión de tiempo. No creo que las autoridades nos dejen abandonados a nuestra suerte. Debemos guardar la calma y la compostura. No podemos flaquear ahora.
¡No, no! Yo creo que es más difícil de lo que crees. Las cosas no se arreglarán por sí solas. Necesitamos actuar. Debemos ir por un coche y huir de este maldito lugar. Irnos lejos de aquí.
Eso es lo que estoy haciendo, Emmy. Estoy vigilando todos los días, día, tarde y noche para ver si aquellos monstruos nos dejan un espacio para salir y tomar un coche. Solo debemos esperar…
¡No, no, no! Esos monstruos no se irán de…
Antes de terminar su frase, empezó a llorar. Me acerqué a ella y la consolé. La abracé, la acaricié y traté de calmarla, le dije que todo estaría bien. Al final, nos besamos. Fue un beso frío y húmedo. Pude sentir la sal de sus lágrimas. Cuando nos dirigíamos al techo, a nuestras espaldas escuchamos un ruido extraño que creció hasta convertirse en poderoso estruendo y, al girar, vimos, entre los escombros y la polvareda, que un auto
se había estrellado con la puerta de nuestra vivienda. Emmy desesperada no dejó de gritar y yo, de inmediato, me acerqué a ver al maldito idiota que había ocasionado aquel accidente. La parte delantera del auto se hallaba ya dentro de mi vivienda y la parte superior de la puerta y el techo, que luego del golpe parecía suspenderse en el aire, se desplomó y dejó una mediana abertura por el que, al primer vistazo que lancé, los comecerebros intentaron con esfuerzo franquear.
¡Subamos al techo! ¡Huyamos al techo! grité y, tomándola de la mano, corrí agilísimo hacia las escaleras.
Emmy quiso llevar cosas al último piso, pero yo se lo impedí por la exasperación. Luego de cerrar dos puertas que podrían impedir el avance de los zombis adonde nosotros pensábamos refugiarnos, sentimos que el terrible calor de las tres de la tarde nos mataría tarde o temprano. Fue cuando propuse regresar por provisiones.
¡Eres un idiota! ¡Eso era lo que quería! gritó Emmy. Yo iré solo. Tú te quedarás acá.
¡Diablos! ¡Diablos! ¡Odio todo esto!
Sin escucharla más, regresé por las provisiones. Abrí la primera puerta y, con cierto respiro, no pude ver ninguna novedad en el frente. Cerré la puerta para proteger a mi chica, bajé las gradas al pequeño pasadizo y ahí caminé entre un par de cuartos que ejercían de dormitorios. Al final, estaba la puerta a la sala-cocina-comedor, donde había ocurrido el accidente. «Si solo protegemos esa entrada, estaremos más cómodos», pensé como un relámpago de luz. Dudaba en actuar de inmediato por mi cuenta o pedir ayuda a Emmy para
trabajar juntos, cuando sentí unos quejidos agonizantes y unos golpes y, de un instante a otro, juguetear con la manija para, finalmente, ser abierta. Miré al hombre que sería el chofer del vehículo siendo mordido por los monstruos, quienes a los segundos lo tumbaron al piso y, encima de él, prosiguieron con su merienda. Yo me quedé estupefacto y, cuando reaccioné, corrí de inmediato al techo.
¡Están abajo! ¡Están abajo! grité al verla al borde de la construcción . ¡Entran varios! ¡Son decenas! ¡Por Dios, moriremos! ¡Es nuestro fin!
¡Será mejor que eches llave! ¡Asegura la puerta! ¡De una vez por todas!
¡Tú tienes las llaves!
Emmy, desesperada, buscó en sus bolsillos. Al encontrar la llave, fuera de sí, corrió hacia la puerta. Las llaves casi se le caen de las manos, pero al final persistió y lo logró. Luego, avanzó hacia mí con las manos abiertas, llorando, y nos abrazamos con premura, bajo el terrible calor de media tarde. Sin embargo, con aún mucha más desesperación, vimos que intentaban ingresar. Empezaron a golpear una y otra vez la puerta, y solo entonces entendimos que nuestro final se hallaba mucho más cerca de lo que creíamos.
FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO Perú
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on Segundo se desplomó, el piso se tiñó con su sangre, el viejo soltó un quejido senil, hubo consecuencias, más tarde la radiografía mostró una seria fractura.
¿Operarlo a su edad? Vas a gastar pólvora en gallinazo, no creo que tu papá vaya a quedar bien. El experto había hablado.
Danilo entendía perfectamente la situación, no era traumatólogo como su amigo, sino pediatra, pero sabía algo del tema. Este artículo no le era desconocido:
“Fractura de cadera como factor de riesgo en la mortalidad en pacientes mayores de sesenta y cinco años. Estudio de casos y controles”
(Artículo publicado en el Acta ortopédica mexicana, Ciudad de México nov./dic. 2014, Autores: Negrete, Alvarado &Reyes)
“La fractura de cadera es una de las causas de morbilidad y mortalidad más importantes en pacientes ancianos y es un reto para los sistemas de salud en todo el mundo, tanto por su frecuencia como por su alto costo económico…”
La fractura de cadera se había convertido en una tragedia recurrente en la familia del doctor Danilo, su mamá había sido una más de la estadística, y ahora, la vida había puesto nuevamente a Danilo al frente de un traumatólogo. Fue inevitable para él recordar lo que le pasó a su mamá.
Ocurrió cuando caminaba junto a ella en la plazuela
Elías Aguirre. Los árboles de molle, los jubilados sentados mirando a todos lados y sintiendo frío bajo el sol, esperando a sus contemporáneos para conversar, compartiendo recuerdos
sobre acontecimientos que quizá jamás ocurrieron. Hablarían masticando sus dentaduras postizas, muchos de ellos fumando, otros golpeando el piso con la punta de sus bastones de madera o aluminio, según la condición social. Quienes estudiaron en el colegio militar se inventarían guerras que jamás ocurrieron, los que sabían la verdad guardarían silencio porque también contarían historias inventadas. El otoño se hacía sentir en las tardes.
Me alegra que pasemos juntos la Navidad dijo ella.
Danilo se cubría la cara, el viento cargado de tanto polvo lo azotaba. La oficina de correos estaba cerca, la mamá de Danilo necesitaba comprar la última serie de estampillas para su colección, caminaba con dificultad, apoyaba su peso en el bastón, llevaba poco tiempo diagnosticada con osteoporosis.
Me hubieras dicho cuáles son esas estampillas y te la compraba observó Danilo.
Esas cosas no te interesan, además un filatelista jamás encarga sus compras replicó la mamá.
Seguían caminando.
¿Estás tomando las pastillas para los triglicéridos?
Claro, cómo me voy a olvidar mintió la mamá.
Mientras madre e hijo hablaban, ocurrió la caída.
Se oyó un sonido seco, el bastón a un costado, la gente corriendo hacia la anciana, Danilo aturdido, la oficina de correos al frente, la cadera invisible había quedado dañada, el artículo mexicano, las consecuencias. “Pudiste coger su mano, buscar su pulso, sentirlo, eres médico, pudiste evitar el desmayo, pero no, cuantas veces tu esposa te lo repite: debes
cambiar Danilo, supera tus traumas, no seas tan frío, tiene razón, maldito orgullo, ¿por qué soy médico?”
El presente parecía ser una copia fiel de ese pasado, ¿coincidencia o maldición? Era una lesión similar a la de su madre, el mismo lado, diferente persona, ahora le tocó a su padre a sus setenta y seis años.
¿Cuánto costaría la operación? le preguntó Danilo a su amigo antes de terminar la consulta.
La cifra revelada era grande, las esperanzas de recuperación bajas, Danilo no podía cubrir el costo, la prótesis, la rehabilitación, la enfermera particular -el dinero no es un chicle- pensó- Dos de sus hijos estudiando en el San Agustín y la hija aún en el pregrado en la Católica, la bandeja del correo electrónico lleno de mensajes advirtiendo de las cuotas vencidas. Imposible.
Papá, tu cadera está fracturada. La prótesis, la operación y todo el tratamiento, uf…, hablamos de buena plata…, ¡yo no tengo!
No te preocupes por la plata, tengo efectivo, quiero operarme, no moriré así.
Hagámoslo entonces dijo Danilo, aliviado.
Acércate pidió don Segundo a su hijo.
Danilo recibió indicaciones precisas de donde encontraría el dinero, era una buena cantidad, no estaba en el banco, sino escondido.
¿En serio…? cuestionó Danilo.
¡Sí! Anda y coge lo que necesites.
El dinero estaba en el fundo de don Segundo, ahí había
una huaca mochica, le llamaban “Huaca del Zorro”, sobre ella crecieron varios algarrobos, cientos de años tendrían. Danilo tenía que buscar ahí, hacer un hueco al costado de un árbol, uno en especial, el único que tenía grabada la letra inicial del nombre de su mamá.
Emprendió el viaje con prisa, el tiempo era un factor importante. Llegó al lugar, buscó la ayuda de José, el peón leal de toda la vida.
Necesito una palana y que me acompañes a la huacale dijo Danilo la chicha está muy rica, gracias.
Ahorita le traigo dijo José.
Danilo podía reconocer en la superficie de la huaca las mismas madrigueras construidas por los zorros que eran parte de su infancia y de sus recuerdos aventureros, había que tener suerte para verlos salir o entrar en el día. Sonrió al recordar.
Ubicó el árbol, José recibió la orden de cavar.
Mi papá enterró algo valioso aquí, espero encontrado tal cual advirtió Danilo.
Aquí hay fotos y una alforja de lana observó José sin dejar de cavar.
A ver, a ver, tú eres peón de confianza de mi papá, y de hecho que sabes de la plata dijo Danilo.
Pues le digo que acá no hay plata, se lo juro por la Cruz de Motupe.
Danilo miró a José con mucha desconfianza, lo acusaba con la mirada.
No puede ser, mira que si lo agarraste yo te...
No señor, usted me conoce de toda la vida, yo jamás
he robado. Don Segundo ha dejado aquí solo fotos y ropa, él decía que era su tesoro.
La excavación no se detuvo, se encontró lo que José había advertido.
Don Segundo ya no es el mismo -prosiguió José yo tengo algo de su plata, pero porque el mismito don Segundo me la encargó.
¿Y por qué no hablaste antes?
Disculpe usted, pero don Segundo me confió ese dinero y pues no estaba seguro si era correcto dárselo a usted.
¿En dónde lo tienes?
En la casa, en una bolsa, así como me la dio don Segundo, igualita está.
Bueno vamos.
De regreso conversaron de algunas cosas.
No he visto el ganado observó Danilo.
Hace rato que su papá lo vendió todo.
¿Te ha dicho por qué?
No sé, como le digo, don Segundo estaba raro, decía que en cualquier momento usted iba a venir para llevárselo a Lima, que tenía que prepararse, que no aguantaba la soledad, que quería vender todo, pero que usted no quería hacerse cargo, luego de eso pasó lo de la caída.
¿Tú crees que fue adrede lo de la caída?
Pues, la verdad que sí, creo que ya quiere morirse, no aguanta estar solo.
Llegaron a la casa, José fue por el dinero, lo trajo, Danilo sintió el peso del paquete en sus manos, era una cantidad
importante.
La operación fue exitosa, todos los gastos fueron cubiertos, Danilo se llevó a don Segundo a Lima. En un principio pensó en comentarle a su padre que el dinero nunca estuvo en la “Huaca del Zorro” sino que lo había tenido José, pero luego dejó las cosas así, confiaba en la palabra del trabajador, y no quiso alterar por ninguna razón la tranquilidad con la que su padre avanzaba en su recuperación, lo había visto antes tan frágil recostado en la cama del hospital. Atrás había quedado la figura del hombre fuerte y autosuficiente que había sido su padre, tan enamorado de su esposa, a quien en su prematura demencia le había preparado un escondrijo para acumular objetos valiosos en la huaca del zorro como una muestra de su amor eterno, a un costado del árbol desde donde podía ver con ella los atardeceres acariciados por la fresca brisa que frota las coronas de las espigas del arrozal.
El resto de la vida del papá de Danilo transcurrió conforme a sus planes, la provocación de una autolesión fue el inicio, caerse de una forma tan contundente que no hubiera forma de evitar fracturarse la cadera, eso dolió y mucho, el anciano recién supo lo que era sentir el dolor de quebrarse un hueso, pero ello pasaría, con una pastilla pasaría, con una ampolla el dolor se iría. Acogerse a la protección de su familia era parte del plan, la situación era propicia para aceptar la ayuda de la manera menos embarazosa, de tal manera que no se pusiera en duda su recio carácter, podía incluso pedir perdón por el distanciamiento machista, no abrían reproches,
ni preguntas incómodas. Luego de acogerse a la protección de su hijo, solo quedaría como tema pendiente y quizá en secreto tras la máscara, su pena de seguir viviendo con el recuerdo de quienes habían partido primero, su esposa por sobre todos y la búsqueda del camino que don Segundo debería recorrer para encontrarse en algún punto del tiempo con ella, y para eso tenía que estar entero, pues necesitaba pisadas firmes para encontrarla.
WILMER ALARCÓN VÁSQUEZ
Perú
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ubo al camión que recorre toda la ciudad, el que viaja de punta a punta. Tomo asiento, igual que siempre, uno junto a la ventana. La ciudad está vacía pasando la hora pico matutina. Hay una calma muy agradable y el fuerte sol justifica que use mis lentes oscuros. Quería darme un momento para pensar en lo ocurrido durante la noche anterior.
Los recuerdos de lo que él y yo hicimos me pasan por la mente en desorden mientras miro por la ventana: su sonrisa, sus manos, la sábana sobre nuestros cuerpos desnudos, su pene, el condón en el piso, mis manos en su pecho y en sus muslos. Diapositivas que no serán reveladas y se repiten sin cansancio.
Llego a la esquina de tu casa; aunque es tarde no hablaremos de ello, nunca hablamos o discutimos por esas cosas. Envío un mensaje a tu celular para avisarte que he llegado, en un minuto estás abriendo la puerta. Eres hermoso. Tu largo cabello trenzado, tus ojos infantiles, tu actitud rebelde y altiva, tus manos y brazos morenos y delgados. Tu sonrisa cínica y retadora. Aún me provocas escalofrío de solo verte. Nos saludamos con un beso en los labios, muy corto y húmedo. Me invitas a pasar.
Para mi sorpresa estás solo. Tu casa siempre está tan llena de gente, de cosas que alteran el orden e impiden nuestra intimidad, ahora está vacía y a nuestra disposición. Subimos la escalera, entramos por la segunda puerta a tu habitación.
En medio del piso está tirada tu mochila entreabierta, la que
utilizas como maleta de viaje. La ropa está desbordándose de ella, también de los cajones y muebles; tus botas parecen haber sido aventadas bajo la cama... un total desorden. Tu guitarra bellísima e impecable está dentro de su estuche sobre el escritorio, lejos del caos y de posibles accidentes. Me jalas hacia ti tomándome de la cintura, me besas en la boca y la frente, me metes la lengua, besas mis mejillas y chupas mi mentón. Ese beso tuyo tan característico que combinas con una leve y sensual mordida que me deja perdida. Te acercas a mi oído y me preguntas: ¿y mi regalo? Saco de mi mochila, sin soltarme de tu abrazo, una caja. Pones esa cara de niño ilusionado, esa cara que me enamora. Me sueltas, te sientas en la cama, abres la caja, miras el regalo. Te encantó. No hay duda. Hasta pareciera que te conozco bien.
Regresas hacia mí, me agradeces, me das otro beso y comienzas a desnudarme, mientras me dices: te extrañé. Metes tus manos bajo mi blusa, a la altura de mi cintura, recorres mi torso con una fuerte caricia, hacía mis tetas, regresas a la espalda. De un chasquido desabrochas mi bra. Desabotono tu pantalón, bajo el cierre y tu ropa cae a nuestros pies. Estás desnudo y erecto ya, nunca usas ropa interior. Continúas desnudándome, me quitas el pantalón y nos detenemos en mis botas. De pronto recordé el apretón que él me dio en los muslos; aquél de la noche anterior, y cuando más vívido es el recuerdo en mi mente tú te hincas ante mí y muerdes el mismo sitio donde tal vez seguían sus huellas.
Todo es muy excitante. Contigo todo es así. Apasionado,
pronto, como un golpe, un puñetazo que impacta, pero no lastima. Me penetras, te mueves de adentro hacia afuera de mí, gimes, gritas y te pierdes. No te tomas ningún descanso. Todo es aprisa. Te hincas, siempre lo haces; me comes la vulva mientras estoy de pie. Te gusta provocar ese quiebre de mis rodillas que se da cuando no resisto más y te pido que me penetres. Siempre logras llevarme a ese punto. Nos aventamos juntos a la cama. El sol se nos une y te acuestas sobre mí. Nunca te había visto tan guapo como hoy; con el cabello en la cara, el sol iluminando tu costado y tus tatuajes, tu sonrisa malvada y tu frase que se repetía una y otra vez: te extrañé.
Te mueves rápido y duro mientras penetras; siempre preocupado de no lastimar. Miras a la nada, al techo, a la pared, a la ventana. Evitas mi cara, te excita demasiado y aún no quieres terminar. Más fuerte, más rápido. Cierras los ojos.
Te miro ahí, perdido, después de haber mentido y jurado que me extrañaste estando de viaje en una playa, haciéndome creer que en dos semanas solo querías que llegara el momento de volverme a ver. Amo tu mentira, borras toda evidencia, toda posibilidad de herirme. Vuelves solo, como te fuiste, sin compromisos ni fantasmas. Siempre vuelves.
Mi silencio te estorba, me preguntas: ¿y tú me extrañaste? Te respondo con mi necesaria honestidad: todos los días menos ayer. Te ríes a carcajadas, y con mayor frenesí te balanceas sobre mí, estás feliz, agradeces la verdad, por el cinismo, la osadía. Estábamos hartos de tantas mentiras antes
de encontrarnos. Recibes mis palabras como si fueran un segundo regalo. Vuelves a reír y me besas. Te interrumpo con un grito largo que se apaga con un suspiro. Te alejas suavemente a la otra punta de la cama. Estamos mirándonos de frente, cada quien en su orilla. Estamos en silencio, desnudos, húmedos, sudados, aún jadeando.
Tu pene aún está un poco erecto, te miras feliz, cansado, con un poco de sudor en tu abdomen y en tu frente.
Sonríes y repites: te extrañé. Casi incrédulo de que eso pueda pasarte. Ahora parece que fuera verdad. Me haces reír y siento como si te amara. Siento como si pudieras ver todo dentro mío.
Y descartas todo lo que no puede ser tuyo y te quedas solo con lo demás, con lo que reservo para ti.
Suena mi teléfono, me inclino, lo tomo y leo el mensaje sin abrirlo. Él me pide otra cita. Después suena el tuyo, ni siquiera lo revisas, solo lo volteas e ignoras. Vuelves a acercarte a mí. No tenemos más citas que atender. Nos amaremos por fin en esta cama, este día de abril, aunque sea lo último que hagamos juntos.
VERÓNICA EDITH GONZÁLEZ CANTÚ México
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«¿Qué es la vida? Un frenesí» ―La vida es sueño. Pedro Calderón de la Barca
Están siendo unas semanas más bien traumáticas.
¿Tú crees? Bien, recapitulemos.
¿Recapitulemos?, ¿pero qué clase de loquero estás hecho?, ¿así pretendes ayudarme?...
¿Recapitulando?... ¡Recétame unas pastillas!, ¡o, mejor, unas merecidas vacaciones en la Tierra!... ¡Recapitulemos…, habrase visto!
¿Te digo yo cómo hacer tu trabajo?
¿Te tengo que recordar que solo eres un sistema interactivo holográfico 3D de inteligencia artificial con la apariencia humana de un científico del siglo XX?
Sí, un holograma, pero no un loquero: un terapeuta emocional… y de los mejores; y mi nombre es Schrödinger, no loquero.
Pues sí que lo estás arreglando, ¿qué clase de simulacro es ese para un loquero?
¡Y dale!, Schrödinger fue un excelente físico cuántico que…
Bueno, dejémoslo, loquero, me está empezando a doler la cabeza.
Bien, recapitulemos. Haz memoria, ¿cuántas sesiones llevamos ya?
Veamos, empecé a agobiarme unos tres meses después de hacerme cargo del puesto… y me suscribí a tus
servicios un mes más tarde, cuando las pesadillas. De eso hace ya… casi seis meses, a dos sesiones semanales… seis por cuatro semanas al mes, por dos… cuarenta y ocho sesiones… no, cuarenta y seis, que hace tres semanas fue lo de la marabunta y no las tuvimos. Sí, cuarenta y seis. Cuarenta y siete con esta.
Y en una escala del uno al diez, ¿cuánto dirías que hemos avanzado?
Cero patatero.
¡Anda, vamos, no me vengas con esas! ¿No recuerdas lo bien que te desenvolviste cuando la explosión por la ola de plasma solar del mes pasado? Supiste enfrentarte a ello con mucha sangre fría. Apenas hubo desperfectos en la estación.
Tuve suerte.
Nanai de la china, la suerte no es una opción.
¡Ya te digo!… con decirte que apreté el botón del escudo con los ojos cerrados. Estaba muerto de miedo.
Bien, dejemos eso por ahora. Pasemos a algunos ejercicios de improvisación. Yo te digo algo y tú me cuentas un microcuento con lo que te venga a la mente.
Vale.
Marcapáginas.
El suelo de madera crujía, la luz del sol de media tarde sonrojaba los libros de la biblioteca. Me detuve a hojear uno, uno ajado por el tiempo. Entre sus páginas 96 y 97 hallé una flor marchita, testigo –quizá– de un tiempo pasado, acaso olvidado; o de un amor entregado, quise pensar; de un suspiro; de un beso; de un hasta luego; de un te quiero.
Bien. Azul noche.
Mar azul, noche oscura azul noche, estrellas, mar de estrellas azul noche, silencio, silencio azul noche; y, entre ecos agudos de dolor alegría llamada, la mano de Dios que nos zarandea.
Arriba.
Cuando me aburro me voy en el aerodeslizador pero, en lugar de recorrer la ciudad a ras del suelo, me elevo y subo hasta alcanzar las nubes (y más allá) y contemplo la Tierra, mi hogar.
Modas.
Con los avances en los trasplantes genéticos se han puesto de moda las alas de águila y los ojos de gato; aunque también las alas de murciélago y los colmillos de mandril.
¿Por qué solicitaste este puesto?
Pensé que sería tranquilo. Un puesto fronterizo en medio del espacio profundo… Mi bisabuelo Antonio fue farero en la Tierra y pensé que sería parecido. Y al principio así fue, pero luego llegó esa familia imperial gaandariana huyendo de las hordas kaesianas y pidiendo asilo… Yo no soy diplomático, no sé cómo se gestionan esos conflictos…
Pero lo lograste hacer muy bien.
El corazón me iba a mil; ¿tú sabes cómo es un kaesiano?... ¡menudo bicharraco horroroso!... grande y fiero como un oso y feo como un demonio… Solo de volver a pensar el ellos tiemblo de pavor. La policía del sector tardó ¡TRES
DÍAS! en llegar, y yo ahí, soportando el estrés. Uno de los kaesianos quiso comerme, ¿te das cuenta?, ¡COMERME!
Ocasión perdida.
¿A qué civilización le toca su primer contacto?, dice uno; a la humanidad, creo, le contesta otro; no, ya no, el consejo les ha puesto en cuarentena; ¿y eso?; al parecer estaban haciendo experimentos para conseguir una nueva arma biológica y se les ha ido de las manos.
Vale; pero el kaesiano no consiguió comerte, tú se lo impediste.
Ya, ya lo sé. ¿Y cuándo se abrió ese vórtice y casi se traga el puesto, qué? No daba abasto. ¿Y se puede saber para qué estamos hablando de todo esto otra vez?, así no avanzamos.
Surcos espacioprofundos.
Una senda nevada, mirada desinteresada, barca desorientada, susurro quedo. Una bronca malintencionada. Misterios dolorosos de surcos espacioprofundos. Un beso eterno para alcanzar el cielo con un telescopio y filmar el infinito incierto, desesperado interludio. Luces de verano, una víspera antes del atardecer, entre filigranas clarividente donde el sol juega con las sombras renuentes.
La terapia emocional no es una ciencia exacta, lo sabes tan bien como yo; no existen varitas mágicas que te devuelvan la fe en ti mismo.
Hay pastillas, sesiones de rayos…
Eso no cura; te convierte en un vegetal. Tienes que ser tú mismo el que se reponga. Y para ayudarte a conseguirlo aquí estoy yo: Schrödinger, tu terapeuta particular. Bien, continuemos. El eco ruge.
El eco ruge y tu mente pareciera ahogarse mientras escribes a vuelapluma, como si todo te viniera hecho aún sin estarlo apenas; y esa sensación de abrirte camino a machetazos por la espesa jungla sin saber lo que te encontrarás... salvo, acaso, ese eco que ruge.
Chiste.
Me he comprado un robot para las tareas de casa, pero las sigo haciendo yo, en el fondo me relajan, así que básicamente lo uso para jugar al ajedrez y para que me cuente chistes. Es una clase CHT de fibra de carbono. Lo llamo Chiste.
¿Por qué pediste el traslado?
No podía más: los kaesianos, el vórtice, las ratas ang'ris en la cocina, el enjambre de avispas ack'ban… Yo pensaba que en el espacio no habría esos bichos. Todo en apenas mes y medio. Así que pensé en pedir el traslado.
Y no te lo dieron.
No llegué a pedirlo formalmente.
Bien, cambio de tercio: ahora improvisaremos frases, no micros.
OK
¿Innovador?
Vanguardista de retaguardia.
¿Un consejo?
Reduce lentamente la velocidad de la manecilla del segundero y bebe largo y tendido.
¿Un instante?
De pie, frente a los cerezos en flor, aún con la recientemente concluida lluvia goteando.
Incluso si conoces el sabor del hierro, ¡una vez más!
La soledad, ese brillo negro del teléfono en la noche.
Implacable juicio final 14, al menos.
¿Un capullo frágil? Y, sin embargo, soporta el viento gélido.
Como el barrendero que limpiara de huesos el cielo y lo despejara para la carrera del eón.
Una rosa de invierno que no da a luz.
En la frontera de árboles, como muro infranqueable, se abre camino un ogro rumbo a lo desconocido que solo él conoce.
No confundas la innovación con la desesperación.
Te he escrito un cuento de un elfo y un hada que se conocen en el bosque.
Lo he leído; me gusta, pero está sin terminar.
Sí, es que aún no sé qué va a suceder. ¿Qué vas a hacer esta tarde?
El cielo desnublado, el cuerpo desnudado, el alma deshabitada.
El paraguas de Mary Poppins es la navaja suiza de los paraguas. ¿De dónde vienes?
De correr por esa arena de la orilla del mar recién mojada por la ola que regresa al profundo azul.
¿A dónde vas?
Vuelvo a aquél paraíso.
En mundos dispares, ecuaciones dislocadas.
Una hoja en blanco, un universo por explorar.
¿Por qué no llegaste a enviar la solicitud de traslado?
Por la cláusula B507 sección 89 párrafo 13.
Que dice…
«Si el solicitante solicitara o solicitase el traslado de destino antes de haber cumplido con sus responsabilidades contractuales en el puesto fronterizo asignado durante un periodo de tiempo equivalente a 4/5 del periodo asignado en la cláusula A1 de su contrato laboral, se verá obligado a reembolsar a la compañía un importe total parejo al sueldo que hubiera o hubiese cobrado durante la totalidad del periodo por el que fue contratado».
Que fue…
Cinco años.
¿Cuánto tiempo llevabas de vigilante fronterizo?
Tres meses y diecisiete días locales. Equivalentes apenas a tres meses en la Tierra.
Ya, ¿y qué hiciste entonces?
Me suscribí a tus servicios de loquero.
De terapeuta emocional.
Vale, de terapeuta; tú eras la única opción razonable que me ofrecía la compañía, ¡menudos sinvergüenzas!
Y en estos últimos seis meses, según tu impresión, ¿qué tal ha ido la cosa?
Veamos: fui asaltado por unos piratas espaciales del planeta Denir'rr. Me secuestraron y pidieron por mí un rescate… que la compañía se negó a pagar…
En un primer momento.
¡Narices! Estuve a punto de que me guillotinaran.
Pero gracias a tu bioimplante la policía te localizó y
detuvo a los piratas. Estuviste muy valiente.
¡Y un carajo!, estaba aterrorizado. ¿Y qué me dices del monstruo gigante ese que nos atacó al mes siguiente? Debía ser el padre de Cthulhu, por lo menos.
Pero estuviste ágil de reflejos al activar el campo de plasma y lo asaste a la parrilla.
Sí, fue todo un espectáculo, ¿verdad?
Bueno, por lo que parece vamos haciendo progresos, ¿no crees?
No, si al final vas a ser útil y todo.
Te agradezco la confianza que has puesto en mí. Por cierto, ¿qué tal tu cabeza?, ¿te sigue doliendo?
¿Mi cabeza?
Sí, como me has dicho al empezar la sesión que te empezaba a doler…
No me vengas con esas…, Schrödinger.
¡Hombre, si te acuerdas de mi nombre!
Sí, pero sigo pensando que no es nombre para un loquero holográfico.
Terapeuta emocional.
Si tú lo dices…, loquero…
Blog: https://observandoelparaiso.wordpress.com Twitter: www.twitter.com/observaparaiso
sa mañana me desperté y observé el paisaje por la ventana, era un día luminoso y frío de abril.
Giré la vista hacia el antiguo reloj que colgaba en la pared y el minutero marcaba las trece horas; el número me entusiasmó ya que desde pequeña había sentido una extraña fascinación por el mismo. Lo sentí como una señal.
Dado que era pasado el mediodía, auné desayuno y almuerzo, me preparé un omelette con abundante queso, un café bien cargado, comí de pie para no perder tiempo, me abrigué y partí.
Las primeras hojas de los árboles pintaban rojos y dorados y me sentí consustanciada con ese paisaje sureño que me había visto crecer.
El otoño en Bariloche me despertaba ansias de exploración y ahí estaba el bosque abriendo sus brazos leñosos para recibirme.
Crucé la pasarela que crujió de una manera diferente, aunque no me intimidó pues ya me encontraba en el camino que quería recorrer.
Dudé si adentrarme en la espesura del bosque o dirigirme por un sendero angosto al lago oculto al final de este.
Elegí lo segundo.
A mitad de camino sentí que las ramas crepitaban, como si estuvieran encendidas. Agudicé el olfato, pero no había olor a humo ni a quemado.
El graznido de un cuervo me sacó de mis meditaciones y lo vi volar en el mismo sentido de mi caminata. Al menos voy
acompañada, pensé.
Más adelante, un estruendo sordo levantó una nube de pájaros. Demasiado ruido para lo que pretendía ser una caminata apacible, me dije , hablando en voz alta.
Inquieta, observé la hora en mi reloj pulsera, pero comprobé que marcaba las trece. Me generó extrañeza pues desde que desperté, comí e inicié la caminata hasta el lugar donde estaba parada había transcurrido un tiempo considerable, pero en la máquina se mantenía detenido. No importa, era mi día de suerte.
Seguí por el sendero que cada vez se estrechaba más y un fragor a mis espaldas me produjo un sobresalto. No encontraba explicación, pero presentía que no era para nada normal aquello que estaba sucediendo.
De golpe apareció una figura borrosa a cien metros de donde estaba. A medida que me acercaba se iba corporizando más hasta tenerla de frente. Comprobé que era Marianella, mi amiga de infancia que había muerto un año atrás en un accidente.
Hola Virginia, esperé tanto tiempo este encuentro, aunque para mí ya no hay tiempo, necesitaba estar con vos, quería verte.
¿Marianella?, ¿No estás…?
Muerta, no, para nada estoy en otra dimensión con otros seres, nuevos amigos, pero te extraño mucho a vos, mi amiga de toda la vida, ja, ja, bueno vida, es una manera de decir.
¿Cómo sabías dónde encontrarme?
No te encontré, conduje tus pasos hacia mí y te prometo que desde ahora seré tu guía de viaje, no hables, no preguntes, simplemente sígueme.
Sentí mis manos gélidas, ya no veía con nitidez, el paisaje se había desdibujado y el follaje había perdido el color.
Marianella saltaba entre las piedras, estaba etérea, feliz.
Por momento se acercaba a su cabeza el cuervo que parecía actuar como su mascota. Yo sentía ruidos a mi espalda, como explosiones sordas, pero no me animaba a dar vuelta la cabeza. No quería mirar. Solo ansiaba llegar al lago Escondido que esta vez me parecía más oculto que nunca.
Me habían empezado a doler las piernas y ahí me percaté que la caminata había sido extensa y con un ritmo más acelerado que al inicio. Me sentía muy cansada como si hubiera ido perdiendo las fuerzas.
Llamé a Marianella, ella se dio vuelta me hizo un gesto con la mano para que la siguiera y siguió su marcha, liviana y acelerada.
Intentaba seguirla, no perderla de vista, pero se me hacía dificultoso. Mi corazón se empezó a acelerar, un sudor frío bajaba desde mi frente y mi visión se hacía cada vez más borrosa.
En eso Marianella frenó de golpe, el cuervo lanzó un graznido y se elevó al cielo.
Yo me detuve y en un hilo de voz le consulté si ya habíamos llegado, no alcanzaba a divisar el lago.
Hemos llegado al final del camino, Virginia, si observas el cartel de la derecha te lo está anunciando.
Dirigí la mirada hacia donde ella me indicaba y un cartel decía; KM 13, FIN
¿Qué significa ese cartel, no dice Lago Escondido?
El lago sigue escondido para nosotras, es el fin de la dimensión que estabas, ahora ingresas a la mía que a partir de este momento será la nuestra.
No quiero morir grité , no quiero estar contigo.
Me llamabas en tus sueños, tanto, tanto, que me hiciste venir a rescatarte, a juntarnos, a volver a ser la una para la otra.
Quise retroceder, escapar de esa pesadilla, volver sobre mis pasos. Empecé a tomar la senda de regreso, pero los árboles se había vuelto muros, gruesos muros de madera, escarpados, amenazantes. Quise trepar para pasar hacia el otro lado, pero mis brazos fueron atrapados por las ramas, mi cuerpo absorbido por el tronco, me convertí en esfinge leñosa atrapada en la madera. A lo lejos sentía la risa de Marianella, la misma que soltaba cuando hacíamos, de niñas, alguna travesura.
El cielo se llenó de cuervos que gritaban su triunfo. Alcancé a ver el reloj en mi muñeca atrapada por la rama, la aguja seguía clavada en las trece, el sol se desvaneció ante mis ojos y hojas rojas y doradas cubrieron mi cuerpo que entró en un sueño eterno.
l piso refleja la luz como solo puede hacerlo el verdadero mármol.
Una pareja se besa en una habitación de lecho desmesurado y obras de arte presentes incluso en los pisos.
Ella se lame los labios al distanciarse del tipo que permanece inmóvil.
La toma se aproxima al rostro de una mujer bellísima.
Luego se enfoca en la mano femenina que va y viene por el cuello del hombre que mantiene los ojos cerrados.
La caricia cambia de tono y el contorno de la mano se afila como espada. Brilla hasta encender la penumbra.
La mujer golpea y decapita.
Una guitarra eléctrica resuena en la pantalla.
La asesina asoma por la ventana y mira el acercamiento de un dragón que sobrevuela el reino para rescatarla.
La música sube de volumen.
En el horizonte se alzan tres lunas amarillentas y rojizas sobre un cielo oscuro.
El director del video juego aplaude. La sesión se interrumpe. Los técnicos verifican los aparatos instalados en los presentes, para verificar el riesgo de sufrir algún daño físico provocado por la realidad virtual y lo encuentran dentro de los rangos autorizados por el Ministerio Lúdico. Por si fuera poco, el software de Triumph Enterprises certifica que no existe riesgo alguno de causar daños neuronales permanentes siempre y cuando el jugador tenga más de ocho años.
El juego es realista como pocos y garantiza a Patrick McCormack, el productor ejecutivo, que podrá recuperar cada centavo invertido. Escucha atento cuando le comunican los niveles de neurotransmisores registrados en su cerebro al atestiguar la muerte escenificada en la pantalla El hombre de negocios revisa la pulsera que mide todo lo medible en su cuerpo. Encuentra niveles altos de dopamina entre otras lecturas que no puede relacionar con sus emociones, pero se sobresalta al advertir que el ritmo cardiaco desciende desde los 160 latidos por minuto.
Anuncia a gritos que esa noche no devolverá el artefacto electrónico.
Me llevaré la pulsera para comparar las cifras con la realidad durante algunos días.
Los empleados asienten entre sonrisas. No les sorprende la declaración proveniente de una persona distinguida por exacerbar los placeres. Ser millonario le concede ventajas que todos envidian.
Ya sé que nada igualará cuanto sentí durante la exhibición del proyecto, pero quiero pedirles que mantengan encendida la transmisión de datos. Así podremos establecer los verdaderos niveles del aburrimiento para encontrar nuevas formas de intensificar la euforia provocada por nuestros productos.
McCormack regresa al hogar. Va despacio. Disfruta la noche y le decepciona encontrar una luna, una sola, en el cielo.
Permanece unos minutos en el automóvil antes de entrar.
Bebe una copa de vino y sube las escaleras para encaminarse al dormitorio.
Su esposa lo espera de pie y desnuda.
Dice que ya extrañaba mantenerse despierta para recibirlo como en los primeros días del matrimonio. Jura con voz temblorosa que no volverá a tomar tranquilizantes para dormir.
Se besan.
El hombre saborea el aliento alcoholizado y se emborracha del aburrimiento que le produce la caricia. El beso cambia de tono mientras McCormack acaricia las manos femeninas sin encontrar superficies afiladas. Extraña la música presente en el juego atestiguado hace unos minutos, pero sabe que el silencio también esconde revelaciones audibles en otras dimensiones.
La dentadura perfecta rompe la piel enrojeciéndola.
El brillo de los ojos del hombre ilumina la mordida propinada en la yugular de la mujer estremecida entre los brazos.
Una alarma comunica el alza inusual de las mediciones corporales de McCormack a los técnicos que aún trabajan en el estudio. Se preguntan qué situación altera los registros del aparato instalado en su jefe. Saben que hay riesgo. Incluso de muerte e intentan comunicarse con él.
El productor experimenta una emoción inenarrable. Bebe un chorro de sangre y reanuda su ataque musicalizado por el timbre incesante de un teléfono que no logra contenerlo.
Mi acompañamiento sonoro es monótono hasta el
cansancio piensa McCormack, mientras advierte que la luna se refleja en tres espejos como buen augurio de que pronto un dragón se aproximará a la ventana para llevarlo al mundo desplegado en un video juego que aún le pertenece.
JOSÉ LUIS VELARDE
Perú
Página WEB: https://literaturavirtual.angelfire.com
lgo salió mal. Algo que todavía no logro descifrar qué pudo haber sido y que me atormentará hasta que lo descubra, lo analice y pueda intentar evitarlo la próxima vez. Todo esto, claro, en el hipotético caso de que tenga la habilidad suficiente para dar cuenta de mi error y llegado ese punto sepa de qué manera subsanarlo, y por último que haya una nueva oportunidad en la cual evitarlo.
Ignoro qué fue lo que hice mal, porque tengo la certeza de haber seguido al pie de la letra las indicaciones del manual de comportamiento. Realicé todos los pasos previos para el primer acercamiento, cumplí punto por punto con las pautas del cortejo y la invitación para una salida social que podría convertirse, con el común acuerdo de las partes, en algo un poco más íntimo. La otra parte, según cada parámetro a tener en cuenta, disfrutaba del encuentro y la conversación a la que ambos atendíamos con sumo interés y dedicábamos el tiempo adecuado para la preparación de las respuestas que no significaran la muerte definitiva del diálogo.
Caminamos la cantidad de pasos estipulada, tuvimos infidencias que simulaban sinceridad sin la menor intención de que así lo fueran, relatamos breves pasajes de nuestras vidas anteriores a ese momento, reímos con el volumen correcto de sonido, intercambiamos miradas significativas, compartimos una comida cargada de sabores para abrirnos al posible placer subsiguiente, tuvimos nuestras caídas de ojos y sonrisas amplias y poco disimuladas mientras criticamos el modelo socioeconómico y la estructura macropolítica del
continente solucionando todos los problemas de manera teórica durante el café. Luego, una vez cumplidos cada punto del itinerario, nos acompañamos mutuamente de regreso.
El camino fue rápido, como todos los desplazamientos en las sendas peatonales móviles de la ciudad, tal vez demasiado breve, como si se tratara de un indicio de que pronto llegaríamos al final de la noche y de que era necesario decidir si esta continuaría o no. Es decir, decidir si uniríamos el resto de nuestras vivencias o si terminaríamos allí mismo, en la puerta de su unidad de cubículos habitacionales individuales. Un cubículo tan pequeño como el mío, en el que solo cabe una persona y en los que las visitas ocasionales se soportan más o menos bien. Visitas siempre anheladas por la mayoría de quienes habitábamos en cubículos similares.
Así pues, de pie en la puerta de su unidad de cubículos habitacionales individuales, esperé a que todas las acciones realizadas en las últimas horas dieran el fruto esperado, se cerrara el trato de la manera indicada por el protocolo y pudiéramos subir, aunque más no fuera para una visita extremadamente breve, a su cubículo. Esperaba ese momento que sabía que era el único posible, lo deseaba, era el final de la noche, era allí, era ahora, en ese instante.
Gracias por la salida dijo inclinando la cabeza hacia adelante a manera de saludo , la pasé muy bien, de verdad
Extendió su puño cerrado para que se lo chocara Buenas noches.
Balbuceé alguna incoherencia a modo de despedida, no estoy muy seguro de qué ya que me esperaba otro tipo de
respuesta.
Giró rápidamente e ingresó en su unidad de cubículos habitacionales individuales.
Algo había salido mal, algo que no pude descifrar en ese momento y que sabía que me atormentaría hasta que me diera cuenta de mi error, supiera de qué manera subsanarlo y, por último, que hubiera una nueva oportunidad en la cual evitarlo. Porque sabía que había cumplido cada uno de los pasos establecidos para la seducción y que me correspondía, al final de la noche, aunque más no fuera un beso. Uno. Solo uno. Y esa noche no lo había habido.
JOSÉ A. GARCÍA Argentina
Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar