EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 82 DICIEMBRE 2022

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EL NARRATORIO

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ANTOLOGÍA LITERARIA
EL NARRATORIO
DIGITAL AÑO 7 NRO 82 — DICIEMBRE 2022 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa: Renate Mörder
Imágenes: Pixabay Freepik PXHERE PEXELS Copyright: EL COPYRIGHT DE LOS CUENTOS PUBLICADOS PERTENECE A SUS AUTORES, QUIENES RESPONDEN ACERCA DE LA AUTORÍA Y ORIGINALIDAD DE LOS MISMOS. Bajo Licencia Creative Commons Atribución NoComercial SinDerivar 4.0 Internacional Director y Propietario: Federico A.Marongiu Propiedad Intelectual: N° de Registro 5.348.677 En la Web: WWW.ELNARRATORIO.COM.AR www.issuu.com/elnarratorio E mail: elnarratorioblog@gmail.com elnarratoriodigital@gmail.com

ÍNDICE

CUENTAS LUIS PENAS 9 TESTA ROÍDA CÉSAR FRANCISCO LÓPEZ VELARDE 13

CLONACIóN MARINA GÓMEZ ALAIS 16 CENA NAVIDEÑA OSWALDO CASTRO ALFARO 19

LA FE VERONICA MIRANDA 24

EL BAR DE LAS REVELACIONES MAIKEL SOFIEL RAMÍREZ CRUZ 29

¿A DÓNDE…? ¿A DÓNDE…? LIVIO JABEL HUARIPAUCAR HUANCAHUARI 32 Distorsión Ileana Stofenmacher 38

ECHANDO DE MENOS A LOS COLEGAS DE ANTAÑO JORGE ZARCO RODRíGUEZ 41

UN EXTRAÑO EN LA NOCHE VALERIA JUDITH MARTÍNEZ VILLARREAL 46 EL VECINO DE ARRIBA JOSÉ A. GARCÍA 49

THAUMETOPOEA PITYOCAMPA CRISTINA OLEBY 52 INTRUSA NANCY AGUILAR QUINTERO 57

PATEAR EL TABLERO GUSTAVO VIGNERA 60 FIERA CONTRA FIERA Carlos M. Federici 66 HOY ES UN BUEN DÍA PARA MORIR HAM BASHUR 77

LA LISTA IMPERDONABLE FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO 84

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ONCE CARTAS URGENTES GIANCARLO UBILLUS CELI 89

UN DIOS A SU MEDIDA FRANCISCO SALVI 98

UN ACCIDENTE, UNA NOTA OCULTA Y UN COMPLETO DESCONOCIDO NURIA DE ESPINOSA 102

LA ÚLTIMA CARTA XIMENA ELOISE BALTAZAR VILLANUEVA 111

EL SACRIFICIO ALEJANDRO ZAPATA ESPINOSA 117

QUISIERA ADIVINAR EL PASADO JOSÉ LUIS VELARDE 123

EL PROFESIONAL ANTONIO MOMPEÁN mayol 128 ENTRE SUEÑOS Y PESADILLAS CLARA GONOROWSKY 135

EPICÚREO ROBERTO GARCÉS MARRERO 139 VOCACIÓN J.R.SPINOZA 141

EL CASO DEL CANGURO DE LA LECHE RICARDO BUGARIN 147

RE-VENGE CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR 149

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Vuelves a contar cada dólar arrugado con olor a marihuana, vieja. Un olor que siempre te relaja. El humo de la varilla de incienso en tu mesa te acaricia el rostro, y nubla la bombilla de luz que cuelga encima de los dólares, pero no te molesta. Sonríes al darte cuenta de que los dólares van aumentando, sonríes con unos dientes carcomidos, amarillos. Toses. Ahora sí el incienso te ha fastidiado, y maldices en inglés.

Acomodas tu trasero gordo de tanta Big Mac sobre esa silla marrón de plástico. Agarras con firmeza los fajos de billetes sobre la mesa y empiezas, una vez más, a contar cada dólar arrugado. Sigues: cuentas cada vez más rápido. Tu corazón golpea salvajemente. Tus ojos se agrandan. Ríes, sobándote la nariz con el antebrazo, sin soltar el dólar restante. Veinte años, vieja, te ha valido juntar este dinero.

Habías empezado lavando platos en un pequeño restaurante latino, que a duras penas te pagaba el mínimo. No comías a veces, por ahorrarlo todo.

Tenías presente a tu hermana. Ella había sido tu motivación todos estos años, vieja. Tu motor, tu impulso.

La pila de los dólares sigue en aumento.

Das gracias al cielo, al infierno, a lo que sea. A estas alturas de tu vida, ya no te importa: solo tu hermana. La regordeta mal teñida que te miró sobre el hombro aquel día y te dijo: “Yo tengo más plata que tú, ignorante de mierda”. Tú sonreíste, serena. La miraste fijo a los ojos y te marchaste, muda, como si no hubiera pasado nada, pero se te había movido todo por dentro. Hasta amaneciste con un amargo sabor de boca.

Aquel día tomaste una sabia decisión.

Te largaste de ese país tercermundista que no te había dado más que unas pocas alegrías y una hermana cagona que te ninguneó desde el día que naciste. Pero ahora verán, vieja. Verán tu poder y

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sabrán quién realmente eres. Tú, la todopoderosa, la más-más.

Por eso, apenas llegaste a Estados Unidos, empezaste a ahorrar hasta el último penny, trabajando twenty four-seven.

Te cansaste de lavar platos y te marchaste feliz a trabajar a una tienda de electrodomésticos. Aprendiste hablar bien el inglés, y mucho más cuando te enamoraste del negro californiano que le entraba al negocio de la marihuana. Con él aprendiste que el amor lo soporta todo.

En tres años te convertiste en mánager de la tienda, y ganaste mucho más. El negro ya estaba en la cárcel, pero por amor o por cojuda, le pagaste la fianza. Así, te quedaste con la mitad de lo ahorrado. Y entonces fuiste más drástica en tu forma de escatimar: siempre estaba frente a ti lo que te obligaba a privarte de la cena y a rechinar los dientes.

Vieja, terminas de contar. Son trescientos mil dólares los que has ahorrado. Y te echas a llorar sobre la mesa regada con esos ojerosos y soñadores billetes. De repente el recuerdo del negro Joe aparece como un espectro, te posee, se impone ante el momento, parece congelar tus lágrimas por un segundo. Él también te cagó, vieja: te hizo abortar al hijo que tanto deseabas, para después dejarte tirada en mitad de una carretera.

Pero ahora tienes trescientos mil dólares. Mucho más de los que gana el dueño de esa tienda que te echó sin más, después de diez años de servicio, porque te tenía ganas y tú no le dabas el culo a cualquiera. Te largaste otra vez, con tus ahorros creciendo cada día. Te fuiste a vivir al valle central de California y te tuviste que meter de todo menos de puta, claro . Hasta trabajaste en el campo, con el sol destrozándote la nuca por cinco años. Pero ya sin darle chance al amor: esos ojos grandes color miel que enamoraban en tus mejores tiempos, ahora, opacados, solo brillan iluminados por el rencor.

Te levantas de la mesa. Respiras profundo: ahora es tiempo

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de volver, viejita. Mañana irás a esa agencia de viaje que siempre has visto con ilusión, a comprar tu pasaje de regreso. Aunque ya no encontrarás a tus padres. Solo tu hermana queda viva y eso es lo importante. Llegarás a joderla, vieja. Ahora yo tengo más plata que tú, pues, le dirías, y también que te bese los pies. Que te los lave con sus lágrimas, si es posible. Ahora podrías incluso comprarla y hacerla tu esclava hasta que se funda.

Sacando pecho, caminas hacia una tosca alacena que descansa al lado de la cocina. Abres la puerta despacio y agarras un cigarrillo. Giras la llave del gas de la estufa para encender el cigarro. Fallas. No sale el fuego. ¿Esa era la que no servía? Dudas. Abres la otra hornilla y sale el fuego, vibrante como tus ojos. Acercas suave el cigarrillo y empiezas a fumar. Apagas el fuego. Te tranquilizas. Viajarás en dos días para que todos te admiren. Y ríes a carcajadas, abriendo los brazos, sintiéndote la reina de América. Sintiéndote el sueño americano en persona.

Ríes, vieja, ríes, y de tanto reír y chuparle al cigarro, te ahogas y empiezas a llorar. A llorar de ahogo y a llorar de rabia. Apagas el cigarrillo contra el cenicero. Sientes un leve dolor en la cabeza, y decides descansar un rato: mañana podrás pensar con más calma.

Te acuestas y te relajas, olvidando cerrar la hornilla que no funcionaba.

LUIS PENAS Perú

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Abrigado por cartones, Eddy se resistió a levantarse hasta sentir a los viandantes de la tarde pasar. Todavía recostado, había oído los gorjeos de un ruiseñor posado en un ficus. Escuchó (o eso creía) los comentarios acusatorios de los vecinos, escuchó a una excompañera de trabajo burlona, oyó el crepitar de un cuerpo devorado por el fuego, un ladrido, escuchó oprobios contra él, insultos, amenazas, escuchó (porque su atención nunca podía desviarse de aquellas voces ominosas) la sentencia final de su padre. Era lo mismo, una y otra vez, y durante el resto del día mientras hurgaba en la basura. Su pata, Cletus Kasady, se lo había advertido. Ni un momento de reposo, ni siquiera sentado para el cague, Eddy. Nunca pudo hallar a sus atacantes a esas horas; nunca pudo sorprender a quienes lo despreciaban tan abiertamente. Cletus también se lo había comentado; los enemigos eran muchos y estaban ocultos en todas partes. Marchó al comedor popular, y mientras tanto meditó sobre el sacrificio que entregaría hoy, ya lo había decidido. Dios era una boca, Dios era un negociador, una ligera promesa. Era necesario complacerlo con otras vidas; así lo hizo, al desembarcar, la familia de Noé. Al ocaso, llamó a un pata, que no era su pata Cletus Kasady, para que lo ayudara. Había investigado: la familia se largaba a la parroquia a esa hora y dejaba abandonado el hogar, y desprotegida a su cautiva. Le pidió a su compañero que sostuviera uno de sus pies para trepar la reja de fierro. Dentro, halló lo que buscaba y cortó el tallo con sus dientes. Era una rosa recién abierta, como las que su madre, cuando vivía, ofrecía cada noche del domingo. Afuera, le entregó a su pata medio pan y una moneda, anduvieron un poco, se separaron y oyó nuevamente a los atacantes. Eddy, reconcentrado y ansioso, caminó dos horas más, balbuceando. Más calmado, decidió llevar su ofrenda. La iglesia, no la parroquia, todavía seguiría abierta unos minutos más, casi una hora. Un desgastado Jesucristo de yeso aguardaba su llegada; los ausentes feligreses no se escandalizarían

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de su astroso aspecto. Oyó que alguien pronunciaba su nombre, a lo lejos, pero lo ignoró; se rascó la cabeza con rabia, imaginó el interior de su cráneo, idéntico a una lámina de anatomía, poblado de arañas oscuras y mordió sus dedos manchados de óxido, hasta sangrar. Ingresó a la nave; acarició la rosa en su bolsillo. La depositó a los pies de la figura. Eddy inventó sus propias oraciones y pidió sordera y una justicia que alcanzara a todos los que le negaron tranquilidad. Se golpeó el pecho varias veces y soltó, desesperado, un alarido de piadoso reclamo. Solo entonces se persuadió de que había cumplido lo necesario y que ahora, quizá hoy, sí llegaría la respuesta de Dios y su Providencia. Dio media vuelta, nervioso, y salió a paso ligero del recinto. Sin embargo, mientras él se alejaba del altar, la rosa comenzó a cubrirse de un moco negro, un pringue viscoso que se agitaba. Aquel limo comenzó a emanar un aroma pestilente, como a esperma y urea, mientras deshacía la flor. En la puerta, Eddy volvió a oír que lo llamaban. Esta vez volteó a ver: en lugar de su ofrenda había un pequeño charco inmundo.

CÉSAR FRANCISCO LÓPEZ VELARDE

Perú

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El día de su cumpleaños número sesenta y ocho, Juan Carlos se duplicó. Nunca supo cómo ni por qué, pero esa mañana amaneció con un gemelo, dormido del otro lado de la cama.

Su clon tomaba los hechos con total naturalidad porque era todo lo que conocía, le pasaba como a cualquier hermano que nace después del primogénito.

No voy a ahondar en detalles acerca de todos los dolores de cabeza que acarreó este nacimiento por generación espontánea, empezando por el primordial detalle de que también tenían idénticas huellas dactilares: no había modo lógico de explicar tal fenómeno y documentarlo debidamente. Para evitarse problemas, tuvo el primer impulso de matarlo porque, al fin y al cabo, su existencia no estaba registrada en ningún lado, pero también temió que eso trajera consecuencias para su integridad física, desconociendo por completo las funciones de esta insólita clonación.

Al tiempo, todo fluyó. Como compartían gustos y talles, no hubo problema con la comida ni con la ropa, tampoco discutían porque obraban de manera semejante. Terminó sintiéndose tan acompañado por su doble, que pensó cuán sabio había sido el destino al no haberles obligado a disputarse un útero, pero sí poder vivir bajo el mismo techo. Sin proponérselo, había resuelto el agobio de la soledad. También lograba ver en espejo y de modo objetivo sus virtudes y defectos, disfrutando de lo primero y corrigiendo lo segundo, porque se sufría en carne propia.

Su vida, sin duda, había mejorado.

La noche anterior al día de sus cumpleaños, brindaron y agradecieron por ese primer año de amable convivencia. A la mañana siguiente, un olor delicioso a café recién filtrado invadió la casa. Juan Carlos despertó con esa felicidad indescriptible que produce que alguien más se encargue de hacer tu desayuno. Cantando con voz de tenor el feliz cumpleaños, salió del cuarto relamiéndose con ese primer regalo. En el pasillo, se chocó con su

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hermano también recién levantado, que mostraba la misma dicha de olfatear el aroma a café y pan recién tostado por otro. Tendiendo un mantel sobre la mesa, los esperaba en la cocina un tercer Juan Carlos sonriente y servicial.

MARINA GÓMEZ ALAIS Argentina

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Hace tres décadas compré la enorme mansión. Las leyendas e historias que circulaban en el pueblo me hicieron dudar sobre adquirirla. A pesar de ser una construcción centenaria, ostentaba prestancia y aire señorial. Averigüé sobre el primer propietario y de su tenacidad para replicar una propiedad estilo colonial. El diseño original cambió con los herederos sucesivos, pero no perdió el misterio de sus entrañas. La magnífica estructura de techos altos, maderamen de roble, balcones, columnas y alares de tejas resistió el paso del tiempo, soportó aguaceros torrenciales y un par de terremotos.

Solemne como un gigante cansado, don Alfonso Quevedo me la ofreció una mañana de 1999. El corredor de bienes raíces lanzó al aire el precio que no pude resistir. La compré y con ella sus secretos.

Tardé seis meses en refaccionarla y acomodarla a mi gusto. Presté especial atención a mi gabinete de escritor. Especializado en literatura oscura, nunca imaginé lidiar con las criaturas fuente de mi inspiración y que me permitieron obtener premios literarios y reconocimiento internacional. Al mes de haberme instalado, se inició lo que en mis párrafos es común. Pareció irónico, pero la soledad buscada ex profesamente, una vez que los asistentes literarios y empleadas domésticas se retiraban, facilitó la diversión escondida en el más allá.

La tranquilidad fue interrumpida por el encendido y apagado de lámparas de techo, televisores y equipos de sonido. De repente la tetera empezaba a hervir, se abrían y cerraban los cajones de los reposteros y el agua escapaba de los grifos abiertos. Otras veces subían y bajaban las escaleras y hasta escuchaba risitas de niños correteando en los salones. Toleré estas travesuras hasta que los más atrevidos empezaron a jugarme bromas de mal gusto a la hora de dormir. No permití que los espíritus chocarreros se adueñaran de mi descanso nocturno, tan necesario para mi creatividad.

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Los fantasmas de mi casa eran antiguos y los tenía plenamente identificados. No estaban familiarizados con la tecnología y fue fácil filmarlos con cámaras escondidas. Supe de qué habitación salían, qué paredes atravesaban, a qué hora se reunían y quiénes eran amigos. Revisé los archivos municipales y los descubrí. Mis inquilinos integraban una banda de fantasmas traviesos, irreverentes y completamente inocuos.

Al sentir que mi estado de ánimo empezaba a deteriorarse por el insomnio, decidí intervenir para que no siguieran acurrucándose en la cama o quitándome las cobijas. En la noche en que cambiamos de milenio, atrapé a la señorita Luz, la más despistada y confundida. Con la aspiradora la metí en un frasco de vidrio y sus gestos de desesperación por salir asustaron a sus secuaces.

Llegamos a un acuerdo: Permanecerían en la casa, sin hacer bulla ni mover las cosas y estaban autorizados para charlar en el jardín sin molestar a los perros. Acordadas las reglas, disfrutamos de veinte años de tolerancia y armonía.

Lograda la tregua, me casé con Lucila, mi fascinante secretaria. Una década después, con dos hijos que crecían apuradamente, entré en una especie de sequía literaria. La madre de mis hijos encontró el momento correcto para sacarme del estancamiento emocional en que estuve ahogándome. Con sapiencia y amor minimizó las desventuras literarias y sutilmente consolidó el hogar con las regalías ganadas y la austeridad no melló el confort que siempre gozamos. Se convirtió en férrea administradora de las limitaciones económicas y su empuje sacó adelante a la familia. Paulatinamente, superé el marasmo creativo y recobré el brillo de antaño. Debo confesar que este periodo también sirvió para dominar a los fantasmas. Los fui entendiendo y muy pronto se incorporaron como fuente de inspiración, Algunos de mis más célebres obras están basadas en sus desventuras.

Llegó el coronavirus y en marzo del 2020 restringí el ingreso

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de visitas y el tráfico humano se limitó al máximo. Los meses siguientes fueron duros y la pandemia tomó la vida de Lucila. Mis dos hijos radican en el extranjero. La distancia no es impedimento para enterarme del acontecer médico de los países donde viven. Gracias al avance de las comunicaciones y del internet me contacto diariamente con ellos. La muerte de su madre me hundió en la depresión y sus voces e imágenes son el bálsamo que me permite seguir vivo. Enterarme que siguen evitando al mortal enemigo invisible es el consuelo con que me acuesto. Asimismo, me enteré de la muerte de varios amigos mayores.

Es viernes veinticuatro de diciembre y la mayoría festejará la noche buena en soledad o con parientes que viven en la misma casa. En mi caso, mis familiares se encerrarán en sus hogares. Estamos navegando la tercera ola de la COVID -19 y, a pesar de estar vacunados, las autoridades de salud volvieron a instalar las medidas rígidas de las dos primeras. Los días festivos están limitados por el aislamiento total. La consigna gubernamental es minimizar la exposición al virus.

La gigantesca mansión está triste por la ausencia de mis seres queridos y me refugio en el cariño incondicional de mis dos perros y de la gata de Lucila. No se respira aire festivo y la decoración navideña es mínima. La pandemia trastocó el espíritu de diciembre y castigó a la población con miles de recuerdos desgarradores. A la hora del brindis, las copas se llenarán con lágrimas por los parientes muertos o ausentes. El cambio en el estilo de vida de la mayoría truncó las ilusiones del pasado y reforzó el miedo a morir en cualquier momento. El asesino despiadado que subyuga a la humanidad, sin pedir permiso, de manera alevosa y terrible, es capaz de tornar las risas en llanto.

No armé árbol de navidad ni nacimiento. Pedí a la cocinera que prepare una cena a la antigua y luego se marche a casa. Sobre la mesa principal está el pavo horneado, las ensaladas, arroz árabe, puré de manzana, frutos secos, trufas y mashmellows Las botellas

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de champaña se enfrían en la refrigeradora y las tajadas de panetón con el chocolate caliente aguardan en la cocina.

Presido la mesa, ocupo la cabecera y mis fieles boxers están sentados junto a la chimenea apagada. La gata de Lucila descansa en el lugar de su ama. Observo el festín que se perderá y decido darle contra a la pandemia. A una orden los magníficos perros se levantan y preceden mis pasos hacia el jardín. Abro la puerta y los distingo escondidos entre los rosales y frutales. Los llamo y uno a uno van apareciendo como fantasmas, eso son. Les hago una reverencia con la cabeza y sus cuerpos transparentes se van llenando de colores y formas. La señorita Luz me saluda, el maestro Julián frota las manos para desentumecer los dedos que tocarán las teclas del viejo piano, los pequeños hijos de Rosita saltan de alegría y corren a buscar panetón. Más atrás emerge de entre la bruma don Rosendo, el primer propietario de la mansión y me agradece el puro que le obsequio. Al fondo del jardín surgen las hermanas Dorotea y Rebeca, muertas en el incendio de las caballerizas de principio de siglo. Tras ellas se percibe el discreto olor a maleza quemada.

La alarma de mi celular indica que son los primeros segundos del veinticinco de diciembre del 2021.

¡Feliz navidad! exclamo y caminamos hacia el comedor principal.

La celebración está asegurada.

Antes que tomemos asiento, el timbre rompe el protocolo navideño. Nos miramos extrañados y el murmullo de los fantasmas deja entrever que no esperan a ningún invitado extra. Uno de los niños se separa del grupo y se dirige a la puerta principal. Aguardamos expectantes y el suspenso nos sobrecoge. El niño hace ingresar a alguien, indistinguible por la poca luz del recibo. La vemos caminando hacia nosotros y gradualmente su figura adquiere forma. Es Lucila.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

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“…Desde aquellos siglos de la gentilidad, época infeliz, en que ya hacia nuestra América sepultada en las horrorosas sombras de la idolatría, se hallaban miserablemente envueltos en ellas todos los naturales de Ocuela y su comarca, dando ciega adoración y rindiendo cultos a un ídolo, de cuyo nombre, por la total mudanza de religión y costumbres, aun entre ellos ha quedado borrada la memoria; y solo se cita, como más probable, haber venerado a esa falsa deidad con el título de Ostotoctheotl, cuya interpretación es el Dios de las Cuevas, aunque de ello no hay total certeza…” Padre Joaquín Sardo, 1810

En el siglo XVI los primeros frailes agustinos llegaron a la cañada de Ocuilan, en donde, observaron que los pobladores rendían culto a la imagen en escultura de una deidad puesta en una cueva: Oztoteotl, a quien dejaban ofrendas como inciensos, perfumes, cajetes, sangre y corazones de niños. Esto último aterró a los frailes quienes decidieron derrumbar al ídolo, lo destrozaron en el más profundo secreto y, “milagrosamente”, en esa cueva apareció un cristo negro. Hacia el año 1537 edificaron en esa cueva, el santuario de San Miguel de Chalma. Desde la época prehispánica y tras la conquista, sigue siendo un centro ceremonial importante para los pobladores que en distintas épocas del año llegan a ofrecer respetos, dádivas, bailes, pero también para pedir el milagro que les libere de sus carencias o sufrimientos, todo ello movido por la fe.

Malinalco, Estado de México.

A las cuatro de la mañana se levantan los pobladores, se abrigan y van a la iglesia en donde se congregan para preparar la salida al Santuario de Chalma, encienden cohetes al repique del campanario. Cargan estoicos y sin penuria, nichos de madera sobre sus espaldas con la imagen dolorosa del Cristo entre adornos recargados y burdos. A las cinco en punto, decenas de hombres y mujeres salen del pueblo en medio de alabanzas y rezos.

Estela y su hermano Javier, son tan solo unos de esos peregrinos; han ido varias veces, pero en esta ocasión la fe está puesta en que el Señor de Chalma conceda la salud de su madre quien tiene dos tumores prominentes en la frente. A nadie se le hace

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extraño que Javier lleve a sus espaldas una silla de madera y sobre ella un bulto, la hermana la hace de soporte llevando en un morral tejido con cordeles de malinalli, en donde guarda tlacoyos de haba con frijol y dos guajes para agua y pulque. El pueblo va quedando atrás, a la vista la llanura del monte, los barrancos, árboles viejos y rocas de distintos tamaños. El cansancio va aminorando el paso de algunos, la carga de los nichos se vuelve pesada, los pies se hinchan, sangran algunos, el sudor escurre, se convierte en olores pesados. La maldita fe hace que la resistencia sea extrema y el peso de aquellos bultos se convierta en penitencia antes de la llegada al santuario. Estela camina con paso corto, el tributo que ella ofrenda es llevar los pies descalzos; primero las ampollas, las cortadas y rasguños, después la sangre, pero no se rinde, levanta la frente estoicamente mientras reza con fervor apasionado.

Un grito rompe el murmullo de los peregrinos, todos voltean, es Javier que ha caído. Sobre el tobillo derecho cae todo el peso del bulto que portaba sobre su espalda. La herida es aparatosa, tal vez una fractura. Un viejo lo auxilia, le hace una especie de venda con una camisa, y le pide que desista de su marcha. “Espera aquí, nosotros llevamos tu promesa al Santo Señor de Chalma”, Javier se niega e intenta levantarse, cae de nuevo y su hermana Estela lo sostiene. La procesión sigue, se va, se pierde entre la noche que avanza. Los hermanos tratan sus heridas con las hierbas que hay a su alrededor, Estela recuerda que de pequeños iban al monte a buscar hongos y no pocas veces, encontraban el indicado tanto para aliviar los dolores como para “volar”.

Necesitamos esos hongos, verás que después de que los comas se aliviará tu dolor dijo Estela al herido Javier.

Sí hermana, pero por el momento no puedo caminar, tendrás que ir sola a buscar esos hongos. Toma mis huaraches y anda, que de aquí no me moveré, seguro.

Al paso de las horas, cuando la noche ha caído y de Estela no se ve ni la silueta, Javier habla a su madre, que permanece

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impávida en el nicho, con apenas un silbido exhalando de sus labios doloridos y secos.

¿Madre? ¿Me escucha? Usted que está enfermita y es muy buena con dios, pídale que Estela regrese pronto, ya se “requete” tardó y me dan miedo esas luces que se prenden y apagan en el cielo.

Javier tiembla, el frío de la alta montaña empieza a dejarse sentir, la fractura duele y hace que un sopor le envuelva, delira en vigilia extraña. Observa llegar a su hermana, aparece entre la neblina de la media noche, trae en sus manos los hongos que aliviaran su dolor, ve que mueve los labios, pero no escucha nada, entonces grita, le llama por su nombre: ¡Estela! No te escucho, por favor, ¡ayúdame!

Estela permanece impávida, deja caer los hongos de su manto. Javier alcanza a recoger algunos, los muerde ávidamente, el sabor a tierra y gusanos le provoca asco, pero los deglute, los pasa. Las luces fugaces en el cielo hacen imágenes estroboscópicas de lo que ahí acontece: Flota Estela, neblina, una mano, los hongos, el tobillo roto con torniquete de camisa vieja, manchas de sangre, tierra en las uñas, flota Estela, luces, cielo rojo, hierba, el bulto en la espalda de Javier, silla, mecate, dientes, sudor, cabello largo, hirsuto, uñas largas, desnuda Estela, neblina, las luces cesan su orgía visual.

Llana oscuridad, absoluto silencio.

Javier despierta por la intensidad de los rayos del sol cayendo en su piel desnuda, ya no hay dolor en el pie, aunque lo trae colgando como un trapo; no sabe cuántas horas han pasado, se arrastra como puede, no recuerda haberse quitado el bulto de la espalda, lo observa a unos metros de él y trata de alcanzarlo.

¡Ay Diosito lindo! ¡Mi madre! No me abandonen ahora, necesito mucha fuerza. Santo Señor, necesito de ti. Suplicaba Javier.

Alcanza el bulto, lo baja de la silla y lo despoja de la sábana que lo envuelve, espera encontrar a su madre envuelta y pedirle

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perdón por llevarla a ese suplicio, su corazón se acelera, rompe las cuerdas que atan, y lo destapa.

¡¡¡¡Noooooo!!! Un grito escapa de su garganta, mientras retrocede espantado, no es su madre, es ¡Estela! La que ahora yace ante él.

¿Qué hice madre? ¿En dónde estás? Esas fueron sus últimas palabras, todo dio vuelta a su alrededor, dentro de su mente crecieron imágenes jamás soñadas, en donde se veían grutas inexpugnables y en cada una de ellas, dioses precolombinos ansiosos por levantarse y derribar los templos que les fueron robados. Fue testigo silente, amordazado por el miedo y sorprendido en la inconsciencia del instante previo a su muerte.

Allá, en el santuario del señor de Chalma, se ve llegar a una mujer de ropa muy humilde, lleva la cabeza cubierta y camina sobre sus rodillas mientras extiende sus manos y sobre ellas, dos rocas. Nada fuera de lo común para los cientos de peregrinos que emulan tal ritual; sin embargo, y ante la mirada atónita de todos, la mujer se yergue, se despoja de su ropa dejando ver su cuerpo desnudo y adheridas a su cintura una especie de falda hecha con serpientes vivas, de su frente dos protuberancias rompen la piel y astan su rostro moreno. Arroja las rocas que se rompen como huevos y de ellas emerge Oztoteotl antiguo dios de aquella caverna. Libre al fin, toma al Cristo y lo destroza en nombre de Huitzilopochtli, la revuelta había comenzado.

VERÓNICA MIRANDA

México

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Ella me observa con el cinismo que deben usar las meretrices para seducir a sus posibles clientes. Llegó hace un rato al bar y pidió una cerveza, encendió un cigarrillo y clavó en mí la mirada de una mujer que anda en busca de sexo casual, pero encuentra sin querer algo codiciado. Yo estoy sentado en un extremo de la barra, de espaldas a la puerta, pero no pude ignorar su entrada, el olor a puta me obligó a voltear para verla.

Ella es una diva envuelta en un vestido negro peligrosamente corto ajustado a su figura estructural, un vestido escotado que promueve un par de tetas magníficas. Tiene el pelo rojizo y suelto sobre los hombros, y unos ojos claros capaces de provocarle una erección a un anciano.

Presagio el peligro. Mi economía tercermundista de país bloqueado no puede con tanto, un escritor que no escribe ni publica, no tiene como pagarle a una mujer así, pienso, y termino mi trago dispuesto a marcharme. Sin embargo, ella se acerca y se sienta a mi lado, pide otra cerveza y paga un trago para mí. Dice que hace mucho que no sentía deseos de singar gratis. Me pregunto (y le pregunto) qué vio en mí, soy un cuarentón encorvado y calvo, con una nariz enorme en medio de la cara. Ella sonríe y no responde. Imagino que aún tengo mis encantos, mi atractivo. No es por mi dinero, estoy seguro, incluso un ciego puede ver que soy un pelagatos.

Me convida persuasiva a perdernos en una habitación en el hotel más cercano. Me promete una sesión de sexo multiorgásmico con garantía ilimitada, oferta única, válida solo por esta noche. Desnudos sobre la cama después de cumplir con su promesa, me dice que tiene veinticinco años, y que desde los catorce supo que singar era lo más rico que había en este mundo. Me cuenta que su primer y único amor fue su padrastro. Él la mimó y la consintió como se mima y se consiente a una hija, pero ella siempre lo deseó como una gata en celo, desde bien niña. Él también la deseaba, pero se

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había jurado a sí mismo no hacer nada abominable, reprochable, insensato. Ella quería estar siempre con él, bañarse en el río, sentarse en su regazo a ver la televisión, adormecerse entre él y la madre en la cama matrimonial, y, en las madrugadas, acariciar su pinga involuntariamente dura mientras dormía. Una tarde de invierno el padrastro llegó a la casa un poco borracho y la despojó de la virginidad en su propia cama. Dice que pueblo chiquito, infierno grande. Que la gente es envidiosa, que todo era perfecto hasta que la madre un día los sorprendió templando al llegar antes de tiempo del trabajo, a causa del chisme de un vecino. Se formó una bronca memorable, y ella terminó en la calle con su ropa dentro de una maleta. Fue entonces cuando vino a buscar vida a esta ciudad. Dice que hasta hoy no ha regresado a su pueblo, ni ha tenido noticias de ninguno, a ella le gusta creer que siguen casados y viven en el mismo lugar.

Fumamos plácidamente después del combate sexual, yo, a pesar del cansancio estoy listo para el segundo round. Ella me mira con el descaro que deben mirar las prostitutas a sus mejores clientes, sus ojazos claros tienen un brillo excepcional. Entonces se acerca, y me susurra al oído, que nunca había visto a un hombre que se pareciera tanto al esposo de su mamá.

MAIKEL SOFIEL RAMÍREZ CRUZ

Cuba

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Un río furioso del ande arrastra en sus aguas a un hombre de incalculable edad que manotea desesperado, revolcándole, hundiéndole, castigándole. El hombre busca con la mano algo en qué aferrarse, pero el torrente le hace revoltijo con los arbustos arrancados, con palos de pescadores improvisados, con la rocalla agresiva que le rasmilla su cara y los pies, al tiempo que se desliza por los recodos. Le hunde contra las piedras en la profundidad, pero él se impulsa y vuelve en sí con una bocanada de aire que logra en el exterior, manotea hacia la orilla, pero las aguas le impiden atrayéndolo hacia el centro. De pronto sus manos sienten las pajas bravas de la orilla y se aferra con las fuerzas que le quedan, sin tiempo para más, así de automático, así de natural. El consuelo que encuentra es vivificante. El río se molesta y le mantea con brusquedad, le golpea con todo lo que arrastra. Él soporta los golpes y se acomoda para trepar, la corriente hace que se suelte una mano, pero no está para ceder, se impulsa con fuerza, con devoción única vuelve a tomar la paja que, para su suerte, no se desprende. El río prosigue con el trabajo, le quita la ojota que le queda y le va jalando con voracidad para sumergirlo en sus profundidades, pero él concibe el momento como un combate en que no debe rendirse. En la vorágine había perdido ya el sombrero, las provisiones, lo que le quedaba era la vida, tenía sensación de resucitado, ya no podía dejar pasar por las aguas esa vida que le quedaba, por eso tomó más fuerza, se recogió con aplomo y salió del río, tambaleando, vomitando el agua turbia que había tragado. Se sacude como puede la ropa que está pegado al cuerpo. Luego escurre la camisa y los pantalones buscando con la mirada llena de esperanza, un lugar donde ampararse. Pero no halla por ningún lado, entonces mira más allá, y más allá las nubes van cubriendo el horizonte.

El cuerpo se le contrae con fuerza. Se recuesta en el pedazo de orilla que la suerte le ha reservado, precisamente en ese lugar, ni antes ni después, porque más abajo amenazan rocas ceñudas que

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orillan las aguas bravas. La lluvia sigue cayendo a cántaros, los rayos agujerean el lomo de los cerros que están envueltos de esas grisáceas nubes. El hombre no escucha casi nada, se le han tapado los oídos, por eso percibe solo un rugir lejano. Sigue buscando alguna esperanza con la mirada, solo encuentra al río que viene serpenteando, burbujeando, acercándose con ironía y regresando a su cauce, formando remolinos que le marean, y le llevan la vista hacia abajo, llamándole, engañándole. El río marcha inconmensurable hacia la pendiente por los despeñaderos, rebullendo, cargado de cosas que encuentra, de animales distraídos, de espumas que revientan como ilusiones tenues. Cuando los torrentes van haciendo surcos gigantes que crecen y amenazan con retroceder, el hombre puede oír con la vista el bullicio infernal que brota de las enormes cascadas y recodos de ese valle, donde no crecen ni árboles. El rayo retumba en su mente, está seguro de que hay mucho ruido después de los ruidos.

Imagina una maldición para el descuido que cometió al cruzar río arriba. Antes de entrar al agua había hecho bien los cálculos, viendo exactamente por dónde estaba el camino que cruza y para dar calor al cuerpo había tomado un sorbo de cañazo, con cuidado, con ceremonia. No era la primera vez que cruzaba aquel río que nace y crece con las primeras lluvias, como todos los años, él ha cruzado muchas veces a pie, otras veces montado en caballo, incluso nadando. Lo que se sabe es que él nunca se había rendido ante el frío, los diluvios, el calor, ni contra la muerte, porque había eludido al rayo en muchas ocasiones y se sentía casi como hijo de los cerros y dioses de las furias naturales. Por eso decía saber sobre el comportamiento de los ríos de la temporada, que las aguas mansas ocultan un lado feroz, si alguien tropieza en sus correntadas, se va derechito al mar, a menos que al río se dé por vomitar el cuerpo. Primero desciende por toda la cordillera, luego pasa por la selva para terminar de alimento de los peces del océano, pero él había vencido en todas, por eso le admiraban en el pueblo.

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Cuando subió del pueblo y avanzaba por el camino de las lápidas, no se ha percatado que las nubes se habían encaramado en el cielo porque le abordó un compañero de la promoción de hace treinta años, quien arreaba un hato por el camino y le preguntó sobre cosas que estaban sucediendo en el pueblo. Este se pasó informándole de las elecciones que se venían en un par de meses, el castigo que recibieron los que han quemado la fauna del pueblo, el viaje que harán la mayoría de los habitantes hacia la costa cuando sus hijos salgan de vacaciones, en fin, pero todo con tanto detenimiento. En las pausas brindaron el cañazo que ambos traían, intercambiaron de sus piscas, cocas y cigarros, como antaño, como siempre, cuando iban a las minkas del pueblo. Y de repente el cielo estaba cubriéndose de lapislázuli, por eso se despidió con prisa. Caminó con la presteza que le caracterizaba a un hombre andador. Ya terminaba la llanura extensa cuando un fuerte viento vino silbando y le zurró en la cara, tratando de tumbarle, arrojándole de un lado a otro, en esas horas cayeron también las primeras gotas furibundas de lluvia levantando polvareda que se amenguaron con más lluvia. La lluvia se transformó muy rápido en sierpes de aguas que se deslizaron por medio de los pastizales que prestos absorbieron todo.

Él conocía ese clima y había llegado a aburrirse porque cada año se presentaba la misma situación que obligaban no a uno, sino a todos a caminar antes del mediodía. Las épocas de lluvia eran para él las más ineludibles e indeseables, en realidad, la naturaleza tenía ese corte friolento, nuboso, salvaje y ruidoso por los rayos y los ríos aumentaban para estorbar el paso de cualquier caminante. Aquel día empezaba los estragos de la época de las lluvias locas. Estaba harto de que la lluvia interrumpiera siempre un viaje cuando menos lo esperaba y él respondía con lo que mejor sabía, desafiar. Por eso apresuró el paso y examinó el río que a sus ojos estaban casi turbias, como esperaba él, como antes había superado sin hacer mucho

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esfuerzo. Para llegar a su estancia de ganados donde le esperaban toda la familia, era urgente cruzar ese río antes que aumente el caudal.

El clima de otros lugares era mejor, de la costa, por ejemplo, a donde él siempre viaja a ganarse la vida cosechando algodón en grandes sabanas, a comer uvas en las chacras abandonadas, trabajando en el calor, bañarse con toda la familia en las aguas nuevas que corren por las acequias. A eso iba, a arreglar sus ganados para viajar. La costa le esperaba, incluso sentía como si le llamara, con eso hacía sus cosas apurado y sin miramientos, por eso cuando tropezó ya era tarde, estaba en el corazón del río.

El hombre no siente que respira, ya no le obedecen los dedos de la mano. Un dolor metálico le va minando por los pies, le va entumiendo desde la cabeza que se disemina en la vértebra. Sus ojos están por abrirse, sus dientes rechinan hasta desgastarse, la lengua se le aquieta y no le permite proferir su maldición favorita ni pedir auxilios. Está lejos de todo, aunque grite con toda fuerza y desesperación, el bramido del río lo ahogará. Es un lugar donde solo el río acapara la vida. No puede creer que morir en se lugar sería un destino hecho para él. No lo acepta al tiempo. De su boca se desliza un líquido rojo que le entibia el mentón, pero esto no parece preocuparle. Se queda mirando tranquilamente cómo se desliza su sangre a mezclarse en el río.

El río iba en aumento abarcando las orillas que quedan y recogiendo lo que queda para arrastrar. El hombre está echado, abrazado a sí mismo, frotándose para hacer calor en su cuerpo. Calcula que debe ser horas de la tarde y podría salir el sol para calentarse, piensa que todavía podría salvarse, llegar donde su familia. Su imaginación dibuja, casi impreciso y lejano, la sonrisa de su hijo, trata de imitar aquella sonrisa pero nada puede. La lluvia ya iba menguando, el sol seguía tenaz con su ausencia, las nubes se deshilachan lentamente por las faldas del horizonte y el frío congela el tiempo en la mente del hombre.

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Entonces el río de las aguas turbias hace su último trabajo, es decir, termina lo que ha empezado. Se pone el hombre al hombro, este se recuesta en la ola gigante que le alcanza, lo hace como si fuera a descansar después de un arduo trabajo. El río, alegre, indómito, enseñoreado va serpenteando, ahíto de tantas cosas que lleva en las entrañas, pidiendo permiso con rugido atronador, advirtiendo en voz alta la ley de los ríos procelosos. Va cayendo pesadamente por las empalizadas descomunales, topándose como búfalos furiosos en los recodos, invadiendo los valles. Así baja el río por las pendientes hacia la parte costera del Perú. Entonces la lluvia ha llegado a esta parte de la tierra, a llenar los ríos secos, a ablandar el corazón marchito de la tierra, a humedecer la vida y la vida nueva ha empezado a florecer.

LIVIO JABEL HUARIPAUCAR HUANCAHUARI

Perú

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Te había amado toda mi adolescencia. Años deseando poder besar alguna vez esos labios que me cautivaban cada vez que te veía en el colegio o en las pocas salidas grupales que excepcionalmente hacíamos. Enamorada de tus soñadores ojos café y tu cabello negro enrulado, tu apariencia fusión árabe e hindú, convocaba a mi imaginación a lugares recónditos del planeta, para mí, una chica nacida y criada en el conurbano bonaerense. Te imaginaba en un desierto de Arabia con un camello recorriendo kilómetros y leguas para recoger agua y rescatar a tu familia de una gran sequía, o fantaseaba con que fueras mi príncipe de tez aceitunada que me salvara de la abulia de mi vida de adolescente aburrida y deseosa de amar. Tu piel y tu sonrisa eran para mí la representación material de todo lo que me hacía temblar de ilusión y pasión. El chico más deseado. El único que yo deseaba. Nunca me prestaste atención más que de una manera distante que yo se la adjudicaba a que no era lo suficientemente linda para un hombre tan atractivo como vos. Un efebo de piel aceitunada y sonrisa espléndida caminando por los desiertos del Sahara, que podía elegir entre toda la población femenina del universo, ¿por qué elegiría a una chica común tirando a fea y regordeta nada comparable a las princesas mágicas de los cuentos?

Hace dos días te volví a ver, veinte años después. Primero no te reconocí, estábamos todxs los compañerxs de nuestro curso en uno de esos reencuentros de la secundaria que siempre había odiado, pues no soy buena surfeando la nostalgia y le temo a las máculas de los espejos retrovisores de la vida. Vos nunca habías ido a las reuniones anteriores y siempre me había preguntado qué sería de tu existencia, si estarías con tu camello en algún castillo lejano de mi habitáculo del conurbano sur donde me afinqué con mi marido y mis cuatro hijxs que ya van a la secundaria. Quizás en un país lejano iluminando a todxs lxs que te rodearan con tu luz y encanto que me hacía temblar de emoción solo al evocar tu imagen cada

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noche antes de irme a dormir.

Te volví a mirar y seguí sin reconocerte. Es “él”, me decían mis antiguas amigas. ¡No! ¿Cómo va a ser él? Les decía yo. No, no, no. Te miré mejor y te vi realmente por primera vez. Comprendí que no eras el chico que me enamoraba y que yo había convertido en mi imaginación en una especie de icono idealizado del príncipe azul de piel morenita clara y dientes brillantes que emanaba todo el sex appeal y más y me hacía derretir de deseo. Delante de mí había una chica de tez aceitunada, cabello negro enrulado a la cintura y sonrisa sencilla y tímida. Sí, eras vos. Y era yo dándome cuenta de que siempre había estado enamorada de una mujer pero algún singular mecanismo de represión interno había transformado la situación haciéndola pasar por la típica escena de amor no correspondido entre un chico deseado y una chica del montón. No eras un príncipe del Sahara, eras VOS. Y era YO. Yo viendo por primera vez y de frente mi deseo, sacándome las anteojeras de la represiva sociedad patriarcal y desnudándome a mí misma frente a mi propia conciencia. Viéndome por primera vez, en el espejo de tu rostro.

ILEANA STOFENMACHER Argentina

Instagram: ileana_v_s

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Se vio en el espejo vestido de traje y chaqueta mientras sonaba Lana del Rey de fondo en su móvil, sintiéndose impecable con su corbata gris y sus zapatos nuevos de niño dichoso, a punto de estrenar su primer día de curso con un punto de ilusión. Y a todo ello, sumándole una sonrisa maliciosa que hacía alusión evidente a su detective favorito: Philip Marlowe. Cerró la puerta de su piso y bajó las escaleras, disponiéndose a reencontrarse con sus viejos compañeros de la secundaria en una concertada cita amistosa, tras años de voluntaria ausencia. Sabían quién era, que se apodaba Marlowe y por dónde vivía y también a qué se dedicaba. Si no se habían molestado en llamarlo en todos aquellos años, era simplemente porque no habían querido. Así de fácil. Marlowe no esperaba encendidos abrazos ni besos llenos de afecto o lascivia, acompañados de furtivas visitas a los servicios con gomas de sabores exóticos de por medio y promesas de amor eterno. No, no esperaba gran cosa, a decir verdad. Más bien se olía que acabaría siendo como un jugador de tercera división invitado de relleno a una fiesta de primeras figuras, y al que se le niega la entrada en la zona VIP porque no calza la clase de zapatos adecuada o no lleva una corbata de determinada marca.

Miró la manga de su chaqueta y no quiso llamarse al engaño. Aquella ropa falsamente elegante era una impostura comprada a la desesperada en el bazar chino de la esquina, del bloque en el que residía. Le había atendido una dependienta tan amable, como ignorante de unas mínimas nociones de vestuario y unos conocimientos básicos de presencia de cara a la galería. Un experto en moda no tardaría en soltar arcadas de nausea y horror ante aquella pantomima que pretendía imitar antes a uno de los protagonistas del Reservoir Dogs de Quentin Tarantino, que a la flor y nata de un desfile de etiqueta. ¿Ropa cara?, no tenía una cuenta corriente para poder costeársela. Y aquella vestimenta, comprada de oferta en el chino de la esquina de su casa, era la que podía costearse sin problemas, ni quebraderos para su cuenta corriente. Llegó en

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bus al lugar de la cita, en parte por su declarada alergia a los taxis. Parando unas dos calles antes, para evitar que lo viesen venir en plan pobretón, e hizo el resto de camino a pie.

El bus es para perdedores le había dicho Ozzy en una ocasión. Aquel colega de la escena hard rock / metal al que echaba de menos, tras verlo desplomarse por una mala mezcla de Speedball (coca y caballo) en pleno concierto. Mientras sus queridos “colegas” no dejaban de tocar, esperando qué se pudriese allí mismo y sus odiosas novias le filmaban con sus móviles, como si aspiraran a rodar una snuff movie con sus despojos y Marlowe desesperado, le socorría ante la indiferencia del mundanal ruido.

No tardó en llegar al lugar de la quedada y los vio: Ahí estaban sus viejos compañeros escolares, veinte años después. Vestidos de Armani, perfumados con Euforia y calzados con Hugo Boss tras bajar de un Mercedes de alta gama, y probablemente estaban a la dirección de una corporación de las grandes. Le llamaron en un tono socarrón que supuraba el veneno de la falsedad y le sonrieron con una mueca digna de una sandía. Pero el eterno admirador del Philip Marlowe con el cinismo del Elliot Gould de “Un largo adiós” se fijó en sus ojos sin dejar de estudiarlos, y estos solo expresaban una apenas disimulada repugnancia; cómo si dijesen: ¿Quién invitó a este pordiosero de mierda? Sí, aquellos eran sus compañeros de antaño en él instituto. Neonazis los unos o Sharps anti sistema los otros en sus viejos tiempos; mientras un servidor se mantenía siempre fiel a la literatura de géneros y a la escritura creativa de sabor “Noir” a lo Jim Thompson o Patricia Highsmish. Aquellas ropas, perfumes, zapatos y coches, se le antojaron una impostura todavía más evidente y nauseabunda que la suya. Marlowe se preguntó por qué la “gente guapa” y el hampa, se solía gastar el mismo tipo de vestuario de cara a la galería. Quizá porque solo se trataba de un disfraz de cara al mundanal ruido, para

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guardar las apariencias. Ya fueran reyes, estrellas del espectáculo, presidentes, altos ejecutivos, banqueros, gánsters, oligarcas, proxenetas o asesinos a sueldo. Se supone que todos “maduramos”, ¿no? Aunque más de un cadáver siempre se ocultase bajo una alfombra de millones de euros, tejida en Persia.

Marlowe pensó que toda la gente “respetable” necesitaba esa apariencia de respetabilidad, como un cerdo el día de su matanza defeca una incalculable cantidad de excremento tras una suculenta pitanza. Montaron en el Mercedes y Marlowe habló con dos compañeros de clase que ya eran un admirable matrimonio con hijos. Preguntas y respuestas llenas de evasivas, dobles sentidos y mentiras. No esperaba otra cosa mientras se olió una sorpresa final, como una guinda envenenada que coronaba un pastel lleno a reventar de cicuta. Y llegaron las tres limusinas a su destino en aquel palacete de las afueras, custodiado como la residencia de un presidente ruso adicto al asesinato por correspondencia de periodistas con inquietudes humanitarias. Marlowe se olió lo que iba a suceder. La entrada estaba vigilada escrupulosamente por “armarios” a izquierda y derecha, pidiendo pases y contraseñas. Marlowe no se extrañó, pero tampoco evitó enojarse.

Chicos, no me dijisteis nada de esto Ellos le intentaron mirar con indiferencia, pero Marlowe captó un brillo de sadismo apenas disimulado en sus ojos, pero sonrió de medio lado, dejando en evidencia qué se lo había olido desde el principio. Su grotesca pantomima.

No formas parte del club soltaron como los clasistas miembros de una logia universitaria mientras Marlowe se metió las manos en los bolsillos de su chaqueta de veinte euros, comprada de rebajas en el chino de su esquina y soltó:

Vale, pues me abro. No esperaba otra cosa de vosotros se giró largándose de allí, con la certeza absoluta de que nunca más

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volvería a ver a sus “colegas”. Si es que alguna vez lo fueron. Caminó al borde de la carretera con toda la tranquilidad del mundo, mientras rechazaba sonriendo las ofertas de las prostitutas de África central y Europa del este, que vegetaban esclavizadas por la zona de una de las carreteras de regreso a la ciudad. Marlowe quizá tardaría todavía un buen rato en llegar a las zonas de las afueras, pero rumiando aquellos efímeros viejos tiempos, el camino se le pasaría volando.

ZARCO RODRíGUEZ España

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El camino a casa es siempre el mismo, los mismos árboles robustos con sus hojas oscuras, el cielo nocturno llenando el espacio sobre mí, el viento rozando mis mejillas, el silencio de la madrugada ensordeciéndome. Lo advierto, es algo que me intranquiliza. Carencia de aves, insectos y transeúntes. Las personas están en sus casas, probablemente dormidas, me digo para tranquilizarme. Las luces de las casas y negocios apagados. Noto como mis pisadas tampoco hacen ruido. Pienso en gritar, pero me arrepiento. Un instinto casi animal cierra mi garganta. Es como estar en una película muda.

Una ráfaga insonora de viento despeina mi cabello y me hace cerrar los ojos por un instante, la tenue luz de un poste me revela una sombra tras de mí. Me niego a voltear, el miedo toma control de mi cuerpo mientras me descubro incapaz de seguir caminando.

Su sombra se acerca a la mía hasta fundirse en una sola, el suave e inaudible roce de su respiración en mi nuca, el miedo recorriendo mi columna vertebral.

No te resistas es apenas un susurro, pero le escucho con total claridad, transgrede el absoluto mutismo del entorno.

Intento moverme de nuevo, es inútil, algo me impide tomar control de mi cuerpo. Nadie ha drenado mi poder tan fácilmente. He leído sobre creaturas como tú… en la escuela…, debo calmarme para pensar con claridad.

Recorro los pasillos de mi memoria con la esperanza de encontrar algún ser que encajara con lo poco que sé de mi atacante, Stoker, la palabra viene a mi mente y con ella el grimorio de sangre y las clases del profesor Van Der Rudd.

Recito en mi mente el hechizo para transmutar mi sangre en ponzoña. Él acerca su rostro al costado de mi cuello y sin dudarlo clava sus filosos colmillos en mi piel. Espera, supongo, un festín. Estoy por decepcionarlo.

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Se aparta con brusquedad, aprovecho su desconcierto para alejarme, observo su boca manchada con sangre negra.

¿Qué eres? me grita y los sonidos de las aves, el viento y los grillos regresan.

Supongo que te quedarás con la duda.

Recolecto mi poder de nuevo, emocionada de por fin poner en práctica las tantas enseñanzas de mi escuela inmortal. Con otro hechizo, ahora verbal y sonoro, carbonizo su cuerpo.

Ser una bruja tiene sus ventajas.

VALERIA MARTÍNEZ VILLARREAL México

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hí está otra vez se dijo mi madre mirando hacia el techo.

Seguí su mirada y vi que la lámpara del comedor temblaba, apenas, casi imperceptiblemente. Ese movimiento podía deberse a cualquier cosa, una corriente de aire, las vibraciones del tránsito o del motor del ascensor, un temblor en algún lugar de los Andes, mi imaginación, mis problemas visuales. Solo los ruidos que llegaban por sobre el sonido de la televisión que mi madre mantenía encendida a toda hora, daban alguna clave sobre su origen.

Sí confirmó . Otra vez.

Quien fuera el hombre que vivía en el departamento del piso superior al nuestro tenía una serie de extrañas costumbres cotidianas, rutinas que repetía tres veces al día, todos los días. Siempre en los mismos horarios, sin importar que fueran día laborable, de descanso, fiesta, patrono, cumpleaños, vacaciones, los idus de marzo, las calendas de abril o las nonas de cualquier otro mes. No parecía detenerse nunca, por nada ni por nadie. Eran rutinas muy extrañas, y que duraban entre diez y quince minutos. Comenzaba con pequeños desplazamientos de algo pesado, como si intentara acomodarlo en algún lugar muy difícil, porque eran movimientos rápidos y repetidos, que se tornaban acompasados y frenéticos antes de llegar a su final. Es de suponer que si el piso de ese departamento estuviera alfombrado como el nuestro no tendríamos que escuchar nada de eso, pero al parecer no era así.

Tantos movimientos deberían de ser un gran esfuerzo para quien los realizaba, ya que ni bien comenzaban estos también lo hacían las exclamaciones de dolor que intentaban cubrirse con el entrechocar de palmas que seguían un ritmo sincopado con los movimientos del mueble. Estas exclamaciones terminaban en un gran grito que señalaba, sin dudas, que quien realizaba todo ese esfuerzo había acabado golpeándose con algo y solo podía seguir

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emitiendo pequeños gemidos entrecortados hasta que se le pasara la molestia y se le normalizada la respiración.

Luego escuchábamos la breve caminata de dos pares de pies con calzados diferentes y la puerta del departamento abriéndose y cerrándose con fuerza, para que cerrara bien, porque todas las puertas del edificio tenían el mismo problema de que había que darle con fuerza para que entraran en el marco. Un poco después escuchábamos que se abría la ducha y no volvíamos a tener noticias del vecino hasta que todo volvía a comenzar en el siguiente horario de su rutina un par de horas más tarde.

Asqueroso repetía mi madre cuando el agua comenzaba a correr.

A mí me resultaba todo muy extraño, más que nada el que luego de tantas veces de intentarlo todavía no hubiera logrado acomodar el mueble y también que en cada intento acabara golpeándose, como si no aprendiera a hacerlo bien. Pero de no ser porque en esos momentos mi madre subía sin parar el volumen de la televisión o de la radio y no dejaba de hablar, yo no me daría cuenta de que algo sucedía del otro lado del techo.

Faltaban varios años para que entendiera, aunque solo en parte, qué era lo que pasaba en esos momentos. Comprendí también la reacción de mi madre, el motivo de su enojo, en cambio, si no lo entendía en ese momento con mis escasos seis o siete años, casi tres décadas después, continúa siendo un misterio sobre el que nunca me atreví a preguntar. Algo para lo cual resulta ser ya demasiado tarde.

JOSÉ A. GARCÍA Argentina

Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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Amamá no le gustaba que fuéramos solos por la calle. Siempre nos llevaba al colegio, y luego nos iba a buscar. Tampoco nos dejaba ir al parque con los demás niños. Yo pensaba que siempre había sido así, pero Bastián decía que fue a raíz de lo de papá. Alguna vez fuimos al parque en algún cumpleaños, después de mucho insistir, pero no podíamos subir a los columpios, ni al tobogán. Se ponía muy nerviosa, nos gritaba “¡Cuidado!” todo el tiempo, intentaba estar siempre a nuestro lado pero, como éramos cuatro, no lo conseguía y acababa teniendo problemas para respirar. Nuestra casa de entonces tenía un pequeño jardín trasero. Estaba tapiado por sus tres costados y para mamá era un lugar seguro en el que podíamos jugar. Por las tardes nos soltaba en el jardín y nos vigilaba por la ventana mientras hacía sus arreglos de costura. En el jardín delantero no podíamos estar porque no estaba protegido y podía entrar cualquiera. A mí me gustaba más el de delante porque tenía árboles para esconderse y un tronco tumbado que parecía un avión.

Mamá nos quería mucho. A mí me daban pena esos niños que llegaban al colegio con un brazo roto o heridas en las rodillas. Mamá decía que sus madres no los cuidaban bien. Nosotros apenas teníamos accidentes, algún chichón contra una puerta como máximo, mamá tampoco nos dejaba correr por la casa.

Yo sentía que éramos la familia perfecta, siempre juntos. Eso decía mamá.

Pero había una cosa que envidiaba de mis compañeros: cómo disfrutaban la Navidad. Nosotros no la celebrábamos, y eso sí que era desde lo de papá. En casa no había adornos, ni luces, ni dulces navideños. Por eso cuando descubrí el pino del jardín delantero me pareció mágico. Tenía unas bolas blancas como de nieve adornando toda la copa. Me hubiera gustado coger una, pero mamá no nos dejaba trepar a los árboles. Durante varios días se convirtió en mi celebración secreta, cada vez que pasaba delante de él, tarareaba

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mentalmente “Noche de paz” y me imaginaba comiendo galletas de jengibre y mazapán.

Había algo que sí teníamos en Navidad: los regalos. El veinticinco de diciembre era el cumpleaños de las mellizas y mamá nos daba regalos a todos. Coches teledirigidos, casas de muñecas con todos los muebles, bebés que hablaban. Nunca bicicletas o patines. Pero el regalo de ese año fue especial. Quizá porque ese año apareció Óscar en nuestras vidas. Óscar tenía una tienda de ultramarinos en la calle principal. Cuando mamá estaba con él, parecía otra. Hacíamos picnics en la zona del puente y mamá nos dejaba acercarnos un poco al río a tirar piedras al agua. Óscar nos llevaba en su coche a la ciudad y merendábamos bizcocho en una cafetería que tenía unas cristaleras enormes.

Yo creo que la idea de ese regalo fue de Óscar. La mañana del veinticinco nos levantamos corriendo para abrir los regalos y escuchamos unos gemidos que venían de la cocina. Sobre un pequeño colchón había un perro salchicha negro con el hocico marrón. Sus orejas caían a los lados de la cara y nos miraba ladeando la cabeza. Las mellizas corrieron a acariciarlo, Bastián se quedó en el umbral de la puerta, yo creo que un poco decepcionado, y yo me acerqué temeroso. Nunca había tenido mucho contacto con perros. Mamá nos miraba entre alegre y preocupada, y Óscar sonreía de oreja a oreja. Lo llamamos Pudin; el nombre lo elegí yo y Pudin me eligió a mí. Me perseguía por toda la casa, se tumbaba a mis pies mientras estudiaba, jugábamos en el jardín trasero. Huía cuando veía a las mellizas y se escondía detrás de mis piernas. Yo le daba de comer y le rascaba la barriga mientras veíamos la televisión. Nos acompañaba al colegio con mamá y luego nos iba a buscar, y por la tarde dábamos un paseo los seis por la alameda. A veces nos acompañaba Óscar, cuando lograba cerrar pronto la tienda. Él también jugaba mucho con Pudin, y me enseñó cómo conseguir que se sentara y me diera la pata.

Los días empezaron a ser más largos y por las tardes daba el

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sol en el jardín delantero. Mamá y Óscar se sentaban en las escaleras de la entrada con una taza de té en la mano y nos dejaban jugar allí hasta que empezaba a refrescar. Las mellizas intentaban jugar con Pudin, le lanzaban palos, lo perseguían, pero él solo quería estar conmigo. Al final se acababan cansando y jugaban a que viajaban en avión.

Nosotros seguíamos entrenando y, para entonces, Pudin además de sentarse y dar la pata, sabía tumbarse, sortear obstáculos y hacerse el muerto.

Las vi cuando ya se estaban alejando del tronco. Parecían una guirnalda abandonando el árbol de Navidad, no había vuelto a pensar en él desde que apareció Pudin. Conté más de veinte orugas. Se arrastraban en fila india, pegadas las unas a las otras, la cabeza negra de una tocando la parte trasera de la siguiente. Me quedé hipnotizado observándolas. Cogí un palo y acaricié los pelillos de una de ellas. Se replegó sobre sí misma y todas se detuvieron. Al rato continuaron su camino. Luego separé con el palo a una de las orugas del resto, y enseguida volvieron a juntarse.

Pudin empezó a olfatearlas. Se acercaba, ladraba, se alejaba y se volvía a acercar. Yo continué en mi empeño de separarlas. Entonces Pudin empezó a rascarse el hocico con las patas. Al principio me pareció divertido. Pero entonces noté cómo se le empezaba a hinchar la cara y sus ojos pedían ayuda. Llamé a mamá y todos se acercaron corriendo. Óscar cogió a Pudin en brazos, lo metió en su coche y se alejó por la carretera mientras nosotros llorábamos y mamá nos abrazaba con fuerza.

Nunca más vimos a Pudin. La siguiente Navidad ya no hubo bolas blancas en el pino, unos señores habían venido a fumigarlas, pero nosotros no volvimos a jugar en el jardín delantero.

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CRISTINA OLEBY Suecia/España

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asaba por allí cada día, a las cuatro de la tarde, al regresar del trabajo y me quedaba un rato contemplándola. Un camino empedrado con yerbas y flores silvestres comenzaba en el portón y subía empinado hasta el porche de entrada. Allí donde dos ancianos sentados en sendas sillas de mimbre de color blanco, tomando algo, pienso que era café o té por la taza que sostenían en sus manos. Sentía tentación de llamarlos y que me la mostraran por dentro. Aunque ya la conocía, porque esa casa estaba en mis pensamientos y en mis sueños recurrentes. Era una mansión antigua, estilo victoriano. Por su aspecto deteriorado parecía abandonada, pero ejercía sobre mí una fascinación casi febril. Cerraba los ojos y le daba rienda suelta a mi imaginación. Me veía abriendo la verja de entrada, y con pasos lentos, recorría la caminería hasta llegar al porche. Allí saludaba a los dos ancianos que nunca respondían. Entraba a una inmensa sala con muebles antiguos y un amplio ventanal que daba al jardín sembrado de gardenias cuyo aroma exquisito impregnaba toda la estancia. En un rincón, un piano donde un adusto y serio profesor impartía clases a una chica rubia de apenas quince años. Se notaba en su cara que las dichosas lecciones de piano le producían aburrimiento y fastidio. Una gran escalera de madera de nogal conducía el piso superior donde estaban los dormitorios. Seguía por un amplio corredor y llegaba a la cocina, donde una empleada comenzaba a preparar la cena. Subía la escalera hacia los dormitorios, el principal, siempre muy ordenado, propio de personas muy metódicas y de costumbres conservadoras. El otro, el de la chica con papel rosado en las paredes, cortinas blancas que se mecían con el viento, libros, vasos y platos con comidas regados por el piso. Una chica rebelde que no admitía el orden de sus padres. Encima de la cama de sábanas de terciopelo y encajes, un enorme gato siamés dormía un sueño profundo. Me dirigía a la biblioteca, donde los libros llegaban al techo y mi ensoñación me llevaba a lugares lejanos e ignotos. En el

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salón de juegos de mesa, un amplio televisor cubría casi la totalidad de la pared, donde se reunían familiares y amigos en amenas tertulias, disfrutando café, whisky y entremeses. Siempre se discutían temas políticos y no faltaba algún chismecillo sobre alguien que no estaba presente. Yo los observaba deseando para mis adentros pertenecer a ese mundo tan ajeno y fascinante. Esta repetición constante de mis sueños febriles se hizo rutina para mí. Llegué a conocer a cada uno de los habitantes y amigos que se reunían en esa mansión y ellos a mí. Pero como todo buen sueño, este también tuvo un final. Mejores oportunidades de trabajo me alejaron de mi pueblo y por años me desconecté de la mansión, pero nunca del entresijo y marañas de mis sueños y pensamientos. Otra vez por cuestiones de trabajo regresé a mi pueblo. ¿Y qué creen...? Volví a pasar por ahí, pero ahora sí, decidida a conocer de verdad la casa de mis sueños. Nada me detendría en mi propósito. Y allí estaba yo parada enfrente, viéndola, más deteriorada, más vieja y desvencijada, pero con su mismo encanto y fascinación. La alegría me invadió y lágrimas inquietas humedecieron mis ojos al ver aquel enorme cartel con letras muy precisas: **SE VENDE**. Sin pensarlo mucho, le hice señas a un cuidador que limpiaba el porche donde años atrás se sentaban los ancianos por las tardes a saborear su taza de café o té. Me miró asombrado, sus ojos se agrandaron y un leve temblor recorrió sus manos y piernas. Me intrigaba qué había pasado con los antiguos dueños y le pregunté por qué la vendían. En esta casa sale un fantasma. Me dijo el cuidador con voz entrecortada . Una mujer muy parecida a usted recorre la mansión cada tarde a las cuatro en punto.

NANCY AGUILAR QUINTERO Venezuela

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La vista se le perdía en el horizonte atravesando las burbujas de la copa que tenía extendida en su mano. Solo faltaban un par de minutos para que dieran las doce y algunos fuegos artificiales se escuchaban de fondo. Luis tenía ganas de decir sus últimas palabras antes de brindar e irse de esa casa con el portazo más rotundo que haya dado en su vida. Estaba harto. Su jefe, quien también era su suegro, lo miraba de reojo como quien mira una cucaracha a la que estás aguardado con la chancleta lista para hacerla bosta contra el piso. Betty, su esposa hablaba con su hermana y con su cuñado en una competencia feroz por cuál de las dos familias iría al lugar más ostentoso a vacacionar. Los chicos jugaban, sobre la mesa ratona, con un tablero de ajedrez que le había regalado el abuelo utilizando reglas más parecidas al metegol que al juego ciencia.

Su suegro siempre lo basureaba en las reuniones de la fábrica, lo ponía en ridículo delante de los demás vendedores y gerentes, ya era el hazmerreír de todos en los pasillos y en cualquier reunión fuera de hora. Maldecía cada segundo de su vida haberse casado con Betty y haber rifado su vocación de médico para convertirse en el esclavo del señor amo. Obviamente, tenía claro que todo lo que había alcanzado en la vida lo había conseguido con los privilegiados cheques que su suegrito firmaba religiosamente todos los meses. Su auto último modelo de marca importada, su casa en un country de lo más refinado de la zona norte, los chicos en los mejores colegios bilingües, vacaciones dos o tres veces por año por los lugares más recónditos de la tierra y alrededores, nada que con un miserable sueldo conseguido en guardias los fines de semana en hospitales públicos pudieran pagar. Su amor por su mujer ya se había diluido, ella ya no era esa muchachita pizpireta de ojos claros que lo había deslumbrado en aquel baile de carnaval, ahora era algo mucho más parecido a un gendarme retirado sin afeitar que había heredado las mismas actitudes de humillación que el gran jefe. Hasta la mucama le había perdido el respeto, cuando llegaba

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sediento de la calle esas tardes tremendas de diciembre y Luis le pedía un vaso de agua fresca, ella le apuntaba con su dedo índice a donde quedaba la heladera y cuando él dirigía su mirada al electrodoméstico que lo esperaba sin chistar, la chica con su dedo medio le completaba el acalorado recibimiento con un silencioso “Fuck you” y su correspondiente corte de manga. Sus hijos, su única esperanza, ya hacía unos cuantos meses que no lo saludaban por las mañanas, aunque él era quien se levantaba, les daba el desayuno y los cargaba en el auto para llevarlos en forma puntual y rigurosa a la prestigiosa institución. Su mujer siempre tenía clases de cualquier pavada que se anteponía a la obligación de acompañar a los críos en sus estudios. Mientras reflexionaba, los chicos se estaban pegando con las fichas, hasta que el más chiquito vino llorando porque el otro le había clavado el alfil en medio del ojo. No es nada le dijo consolándolo ya que ninguno de los comensales se había percatado de los aullidos de dolor del pequeño. El dolor que el pequeño sentía en el globo ocular no tenía punto de comparación con el dolor que Luis sentía en el fondo de su corazón esa festiva noche. Parecía que involuntariamente había vendido su alma al diablo, que había vislumbrado una vida llena de gratos momentos, placeres y confort y se había cortado la yema de su dedo pulgar para firmar con sangre ese contrato con el mismísimo demonio. Estaba harto, quería terminar de una vez con toda esa farsa, y aguantarse el chubasco que le presentara la vida, aunque tuviese que volver a la facultad y volver a cursar todas esas materias que había aprobado con tanto sacrificio. Estaba convencido de que, para ser feliz, debía volver a empezar. Luis miró al sargento primero de su esposa y al jefe supremo de su suegro y se dio cuenta de que, en esa estructura castrense, él era lo que se denomina el último orejón del tarro que ni para compota servía. Mientras veía a las finas burbujitas, de uno de los champagnes que solo unos pocos pueden darse el lujo de degustar, recordó la última reunión de directorio donde le brindaron el privilegio de poder

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participar. Estaba callado, no quería expresar ningún comentario que pudiese ser tomado como punta del ovillo para ser descocido frente a todos como si fuese un muñeco de trapo. Esas reuniones eran maratónicas, cuatro o cinco horas de promedio, en las que se escuchaba al magnate y a los chupamedias hablar de los logros de la compañía y de cuáles serían los pasos estratégicos para lograr conquistar la industria y convertirse en el monopolio absoluto del sector, lo que era una tremenda ridiculez dado que ellos eran una autopartista que solo fabricaba espejos retrovisores para la mayoría de las marcas de autos nacionales, ni más ni menos. Sobre la mesa del directorio siempre el viejo lucía los trofeos de sus torneos de ajedrez que había ganado en su vida y cualquier análisis que alguno de sus colaboradores expresaba era siempre seguido de un comentario asociativo en términos ajedrecísticos. Por ejemplo, si tenían que desarrollar un nuevo tipo de espejo para un nuevo modelo deportivo, decía “cambiaremos el caballo por la torre y así nos defenderemos de las industrias falsificadoras en forma paralela”. Si tenían que reducir al personal, porque había bajos requerimientos de las terminales, decía “tenemos que sacrificar algunos peones para hacer más agresiva nuestra estrategia a futuro y darle jaque mate a la competencia” y así siempre rematando con una sarta de pelotudeces. Aquel día, a Luis le picaba la nariz y tuvo la feliz idea de rascársela. De forma instantánea, su suegro interpretó el natural gesto como que su yerno quería acotar algo a la importante reunión.

¡Vamos, Luis! ¿A ver si hace algún aporte que tenga algo de valor para esta compañía? le dijo inquisitivamente con los ojos clavados en su frente.

No, nada, nada que ver. contestó Luis asustado como gordo sentado en silla plástica.

¿Nada que ver? Usted no tiene nada que ver con esta compañía, usted es un parásito, una liendre, una larva, un gusano, una lombriz solitaria, usted no es nada, menos que nada, si no fuera

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porque es el marido de Betty ya lo hubiera exhumado le gritó desaforado apoyando sus dos puños sobre la tapa de cuero de la mesa de directorio.

Luis, se quedó solo en la sala cuando todos se habían ido y se dio cuenta de que le había dicho “exhumado” y no “despedido” o “expulsado” que hubiera sido más apropiado. Eso marcaba que ya no era considerado una persona, que ya se había convertido en un cadáver, era un muerto en vida. Esa noche debía ser la última, debía dejar de ser un monigote, una marioneta de papel para convertirse en Luis, un ser con todas las letras, con expectativas, ideales y sueños, alguien que podía valerse por sí solo sin necesidad de que le banquen los gustos y mucho menos que los basureen en público.

Los chicos se fueron corriendo al jardín para ver cómo se pintaba el cielo de colores por los fuegos artificiales. El reloj cucú empezó a dar las campanadas que auguraban un nuevo año. Sus suegros se pusieron de pie para abrazar a sus hijas y a su otro yerno y Luis miraba a esa familia, a la que ya no pertenecía, cada vez más lejos. La mesita ratona con el juego de ajedrez con sus fichas diseminadas los separaba del primer saludo del año. El borde del tablero asomaba por una de las aristas de la mesa. Unas copas que había tomado de más se notaron cuando se levantó del sillón para saludar. Estas le hicieron perder el eje. En su trayecto para besar a Betty, Luis trastabilló pateando el tablero con tanta fuerza que desparramó las fichas de madera por todo el living.

Peroooooo… ¿qué está haciendo? se escuchó el alarido del suegro que se contuvo para no acompañar la pregunta con algún habitual apelativo despectivo y arruinar la noche.

Betty, su madre, su hermana y el marido de su hermana se quedaron perplejos esperando la reacción de Luis que estaba de rodillas con su copa vacía extendida frente a ellos. Este carraspeó, acomodó su mueca desencajada a una sonrisa fingida de oreja a oreja. Con voz que denotaba su estado de ebriedad les dijo: Nada, nada que ver, ¡Feliz año, hermosa familia!

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GUSTAVO VIGNERA Argentina

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Mi hermana Mylène siempre había sido un enigma para mí. No por su belleza, inalterable a través de los años, sino por sus ocultos sentimientos, que parecían esconder una extraña contradicción, reflejada, de alguna manera, en lo oscuro de sus cabellos y el azul claro de sus ojos.

Y no dejó de serlo la noche en que nuestra apacible vida en aquel valle escondido, alejado de los teatros de la terrible guerra que padecíamos desde hacía más de un lustro, se transformó en un infierno.

Aquel demonio, o fiera encarnada en hombre, irrumpió de súbito en nuestra chata cotidianeidad campesina, la mirada de un frío glacial, las ventanas de la nariz dilatadas como las de un lobo en celo. Y la amenaza letal de una Luger P-8 encañonándonos..., otro ojo gris y negro, portador de sombras y tragedia, de peligro inminente.

Pero el bretón tozudo y rebelde que era mi padre lo impulsó a la resistencia, sin reparar en nada, y en un segundo, con un doble estampido que estremeció todo mi ser, se consumó la catástrofe.

¡Padre! ¡No! ¡No! quise gritar, pero mi voz estaba estrangulada.

¡Mamá! ¡Mamita mía!... gimió Mylène.

Se lo buscaron, por no atender razones la voz del intruso era cortante como un cuchillo, con su acento teutón y su absoluta falta de sentimientos . Aunque no quería dañar a la vieja. Pero ella se interpuso..., ¡mujer inconsciente!

Entre las lágrimas que me empañaban la vista noté que mi hermana, contra lo que pudiera haberse pensado, mantenía un total dominio de sí. Solo sus dientes estaban muy apretados, lo que se traslucía en un leve abultamiento de las mandíbulas. Yo estaba transido de miedo, lo confieso, pero ver muertos a mis padres por obra de aquella fiera humana fue demasiado, y no logré contenerme:

¡Maldito “boche”! ¡Los mataste! ¡Mataste a mis padres!

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¡Te...!

El caño de la Luger voló hacia mi cara con violencia; un dolor agudo... y la oscuridad se cerró sobre mí, aunque aún pude oír la sofocada voz de Mylène, intentando detenerme:

¡No, Jean-Lois! ¡Él tiene el arma! y superponiéndosele, la del alemán:

¡Silencio!

Cuando volví a ver y sentir, estaba amarrado de pies y manos. Una venda me rodeaba la cabeza, y un latido sordo de dolor nublaba mi entendimiento. Me encontraba sentado en el piso, la espalda apoyada en un muro. El hombre-fiera me miraba, con una veta de burla en el hielo de sus ojos, mientras mantenía a mi hermana pegada a sí. Ella respiraba agitadamente, pero no se movió ni pronunció una sílaba.

Hiciste un buen trabajo atándolo, nena. Ahora que lo aquietamos, tú yo podemos dedicarnos a algo más agradable, ¿no te parece? Vamos a la otra pieza... Conversaremos tú yo, como buenos amigos...

Sentí que la sangre me rebullía en las venas, y forcejeé inútilmente con los nudos, al tiempo que vociferaba: ¡Suéltala, bastardo! ¡No te atrevas a tocar a mi hermana!

Pero la puerta de la alcoba paterna se cerró detrás de ambos, sin que, impotente, dejara de oír aquella odiosa voz: Hace demasiado tiempo que no... charlo con una fraulein bonita... ¿Cómo te llamas, ricura? Yo soy Kurt...

Sentí el gusto salobre de mis lágrimas llegando hasta mi boca, y mezclándose con el dejo dulzón de la sangre que brotaba de mi mordido labio inferior... Es inútil que trate de dar una idea de la suprema desesperación que me invadía en aquellos instantes en que era testigo de aquella ignominia, sin posibilidad alguna de impedirlo.

¡Myléne! ¡Mi pobre hermanita! ¡Te fallé! ¡Les fallé a nuestros padres! ¡No fui capaz de hacer nada por ellos ni por ti! ¡Soy un cojo débil e inútil! ¡Oh, Dios! ¡Quisiera estar muerto! sollocé.

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Mi cojera provenía de una mala caída de un caballo, que me ocurrió cuando niño. El hueso nunca soldó bien, y quedé con ese defecto, que no me impedía desempeñarme razonablemente bien en las funciones de la granja, pero que motivó que me excusaran de ir al frente. Sin embargo, yo aportaba algo a la lucha, manteniendo comunicación en secreto con la Résistence; incluso, bien escondidos en la leñera, guardaba algunos pertrechos bélicos para eventuales atentados contra el invasor.

De súbito, un dedo helado me recorrió la columna vertebral. ¡Si este alemán llegaba a descubrir eso...!

Aquella noche fue para mí una eternidad de horrible tormento, alternando intervalos de un sueño plagado de pesadillas con lapsos de inútiles esfuerzos por liberarme de mis ligaduras. Pude arrastrarme hasta aquella puerta cerrada del cuarto, pero ¿de qué habría servido? En lo íntimo de mi ser, no quería estar más cerca. No deseaba oír nada de lo que estuviera ocurriendo allí... Habría sido como sufrir mil heridas en el alma.

Todo mi ser era un solo dolor de músculos agarrotados y huesos martirizados por mi forzada postura. Sumido como estaba en aquel légamo moral, mezcla de odio y amargura, aun las necesidades más bastas del cuerpo quedaron relegadas; diría que milagrosamente, no me asaltaron en el curso de tantas horas de martirio.

Creí que la mañana no llegaría nunca... Pero, por supuesto, el sol salió como siempre, indiferente a los conflictos y pasiones de esta triste y desorientada humanidad.

Y ellos también aparecieron... Y los tuve frente a mí... ¡Y estaban asidos de la mano..., con dedos entrelazados!

Retorcí todos mis músculos, en un vano intento por incorporarme, soltando, a la vez, un turbión de improperios y maldiciones. Cuando logré silabear algo coherente, exclamé, con voz deformada por la angustia y la rabia:

¡Mylène! ¿Estás bien? ¿Te hizo algo ese desgraciado? ¡Si se

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atrevió a tocarte, juro por Dios que...!

La voz irónica del “boche” se superpuso a la mía, pues me había quedado sin aliento.

Vamos, nenita... Dile que no soy tan malo. Cuéntale de la... gran noche que pasamos juntos y la sujetó con un brazo alrededor del talle, forzándola contra su cuerpo.

Me sacudí de un lado al otro; casi me rompí el cuello al agitar la cabeza como un alucinado. ¡No podía aceptar aquello! ¡No podía! Oí, como en un sueño, que Mylène me hablaba: Jean-Louis, yo... y su voz se extinguió lentamente.

Entonces la vi apoyar la cabeza en el pecho de aquella bestia, cubierto solo por una camiseta, y cerrar los ojos, con rostro pálido y contraído: Perdóname, hermano... Es que...

La risita sardónica del teutón fue como la mordedura de un alacrán.

¿Qué puedo hacer si soy irresistible, muchacho? ¡Hay que conformarse!

¡No! ¡No! rugía en mi interior . ¡Es imposible! ¡Ella no pudo haber consentido...! ¡Mylène no! ¡Mi hermanita no!

El infame se me acercó, sin reparar en el fuego de mis ojos y sin prestar oídos a mi resollar de animal herido. Me palmeó el hombro, haciéndome sentir náuseas, pero sin que yo lograse reaccionar de modo alguno, devastado e inerme como estaba. En medio de aquel desvarío de mis sentidos, paradójicamente, no pude sino admitir que el rostro de aquel hombre no carecía de atractivo para una mujer, con su cabello dorado y su firme barbilla. Pero la comisura de sus labios finos se curvaba en un rictus de crueldad, y su mirada... Sin embargo, Myléne había estado sola tanto tiempo... No te preocupes por ella, muchachote. Hicimos buenas migas... Ahora nos va a preparar un suculento desayuno, y luego..., luego planearemos juntos nuestro... futuro. ¿Te parece bien?

Siempre como espectador pasivo, aunque hirviendo por

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dentro, los vi sentarse a la mesa, ¡nuestra mesa!, con su mantel a cuadros blancos y verdes, y vi a mi hermana Mylène servirle pan, queso y café a aquel monstruo humano. Luego ella puso una taza y un trozo de pan con queso en una bandeja y le preguntó:

¿Puedo llevarle comida a mi hermano?

Está bien, ricura francesa. ¡Aliméntalo! Levantó el índice, jocosamente . ¡Ah, ah! Sin desatarlo, ¿eh? Dáselo en la boca. Más comodidad, imposible... y rio de aquella manera odiosa suya.

Fijé la vista en Mylène, por encima del borde de la taza que había acercado a mis labios con mano temblorosa, pero ella rehuyó mis ojos. En cuclillas, a mi lado, susurró apenas:

¿Podrás entenderlo, hermano? ¡No pude evitarlo! Yo...

Pero ya el bestial alemán estaba junto a nosotros, hablándole con su tono a la vez risueño e imperioso:

Espero que seas tan buena anfitriona como cocinera, belleza. Porque muy pronto vamos a recibir a esos amigos de que te hablé anoche. ¿Recuerdas? Y los agasajaremos con tu exquisita comida francesa. ¡Ja-ja! ¡Estarán hartos de comer hierba en el bosque!

Lo que ocurrió esa noche, solo puedo imaginarlo. Pero debió de ser algo como esto...

En lo profundo de la floresta se refugiaban varios otros oficiales fugitivos, huyendo de las tropas aliadas, que desde el día de la invasión en Normadía, y tras los desastres sufridos por Alemania en el frente oriental, tenazmente defendido por los soviéticos, estaban cazándolos como a ratones. Solo que estos no eran roedores, sino bestias feroces..., y su ferocidad crecía al verse acorralados.

¡Ya tenemos alojamiento, colegas! les habrá dicho, en tono triunfal . Será más seguro que seguir en el bosque, ahora que los yanquis están batiendo las zonas aledañas... ¡Y comerán mejor, se lo puedo asegurar, compañeros! ¡Mucho mejor! ¿Acaso no les gusta la comida francesa?

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Fui testigo, en cambio, de su llegada. ¡Nunca me había acometido una furia igual! Y sin poder manifestarla de modo alguno... Solo apreté los dientes hasta que rechinaron. Teníamos delante a la hez de la humanidad..., la “flor y nata” del sadismo nazi: diez oficiales de la Schutzstaffel, veteranos de los obscenos campos de concentración, artífices de la degradación y la tortura. Oí la voz hiriente de Kurt, dirigiéndose a mi hermana: Querida mía, tengo el placer de presentarte a estos colegas y camaradas de armas, que serán nuestros huéspedes por algún tiempo... Sí, ya sé que se han dicho muchas cosas malas de ellos, pero, créeme, ¡son infundios! Ni ellos ni yo hicimos otra cosa en esta guerra que cumplir las órdenes de nuestro bien amado Führer... ¡Y por eso se nos persigue y se nos acosa como a... verdaderos criminales! ¡Qué injusticia!

¡Cerdos! ¡Asesinos inmundos! aullaba silenciosamente . ¡Si tan solo pudiera...!

Pero no podía. Imposible librarme de las cuerdas. ¡La condenada Mylène me había amarrado bien! Y aun cuando, por milagro, hubiese logrado desatarme, ¿qué haría yo solo contra ellos, sin armas, sin demasiada fuerza..., con mi pierna coja?

Tuve que presenciar, aunque habría preferido arrancarme los ojos a tener que verlo, cómo mi hermana le servía de comer a aquellos puercos..., incluso les sonreía al llenarle los vasos con el vino hecho por mi padre..., ¡mi padre, que ahora estaría enterrado junto con mi madre en algún lugar cercano!... ¿Sería posible que ella se hubiese puesto de parte de esa caterva de criminales? La voz satisfecha de Kurt me hirió los oídos:

¡Disfruten, colegas! ¡Se van a chupar los dedos!... Pero, ¡cuidado! ¡Solo la comida es colectiva! ¡Ja-ja! ¡La cocinera tiene dueño, eh!

No pude soportarlo más. Como no se me ocurrió otra cosa, empecé a gritar como desaforado que necesitaba ir al baño. Grité y grité, expresándome en los términos más crudos, hasta que me

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hicieron caso.

Está bien concedió Kurt. Y dirigiéndose a Mylène : Anda, llévalo... O nos va a arruinar la cena con sus... expansiones gástricas. ¡Atención! ¡Prohibido desatarlo! Ayúdalo como puedas, pero que no se desate.

Mis humillaciones parecían no tener límite. Ella me llevó, casi arrastrando, con las piernas y las manos atadas, hasta el retrete. Luego me ayudó a soltarme el cinto y bajarme los pantalones. Entonces la sujeté por un brazo, mirándola a los ojos. ¡Mylène! ¿Qué estás haciendo? ¿Les das de comer a esos desgraciados, a esas bestias asesinas? ¡No puedo concebir que te hayas convertido en una traidora! Pero, ¿qué te hizo ese canalla? ¿Cómo es posible que te hayas entregado...?

Pero ella ya salía, cerrando la puerta tras sí, sin decir una sola palabra. Y no me había aflojado las cuerdas, contrariamente a lo que yo, en una última esperanza de su redención, había supuesto que lo haría.

Los oí desde el retrete, rato más tarde. Mi hermana los estaba llevando al cobertizo. Sin duda en previsión de que alguna batida de las tropas aliadas pudiera llegar a nuestra cabaña. Me sentí helado de pánico. ¡El cobertizo! ¡Donde estaba mi escondite!

¡Dios misericordioso! ¡Lo descubrirán! ¡Estamos perdidos!

Sin embargo, no parecía haber sucedido nada cuando, momentos después, vino ella a buscarme. Siempre en silencio, me asistió en lo más sórdido y vergonzante, y pronto estuve de nuevo ante mi diabólico enemigo.

¡Vaya, vaya que es una joya mi noviecita! rio sarcásticamente . ¡Apta para toda tarea! La atrajo hacia sí por un brazo y la sentó en sus rodillas . ¿Sabes que me sorprendiste, preciosa? le dijo . ¡Me ayudaste muy bien en lo de enterrar a tus viejos! ¡Me gané la lotería al conocerte, lindura! Seguramente también sabrás distraer a cualquier... curioso que se asome por estos lares, ¿verdad que sí?

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Me obligué a cerrar los ojos para no ver lo que siguió. Ella se inclinó sobre él, mordiéndole suavemente una oreja... Y no quise saber más. Pero la oí susurrarle:

¡Claro! Sabes que soy buena en eso, ¿no?

Después volvieron a encerrarse en la alcoba. Transcurrieron algunas horas... Entre tanto, mis forcejeos habían dado algún resultado. ¡Los nudos se aflojaban!

Un poco más y...

Lo logré al fin. ¡Estaba libre! Me froté las muñecas y los tobillos y traté de ponerme en pie. En un tris estuve de caer redondo, porque una de mis piernas, la sana, estaba dormida, pero logré evitarlo. ¡No había que hacer el más mínimo rumor!

¡Ahora es mi turno, maldito! mascullé, entre dientes apretados.

Silencioso como una cobra reptando hacia su presa, fui hasta la cocina y me apoderé de una cuchilla de cortar carne. En puntas de pie, sin zapatos, avancé... muy lentamente... hacia el dormitorio. El sonido del aire que escapaba de mis pulmones me parecía el de un huracán, pero estaba seguro de que no se iba a oír desde adentro.

Tomando infinitas precauciones, entreabrí la puerta. Reinaba una completa oscuridad. Afiné los oídos. Sí..., aquello era el rumor acompasado de la respiración de un hombre dormido. ¡Era el momento! ¡Les haría pagar a ambos! ¡Los mandaría juntos a asarse en el infierno!

Levanté la cuchilla, dispuesto a descargarla con todas mis fuerzas.

Sonó de súbito un disparo, y fue la noche negra para mí. Por entre la bruma de mi desvanecimiento oí, como en un delirio, la voz de Mylène, apagándose paulatinamente:

Lo siento mucho, hermano. ¡Pero no puedo permitírtelo!

Volví en mí sentado en una silla, bien atado otra vez. Un dolor agudo y pulsante en el brazo izquierdo terminó de espabilarme. Noté que estaba vendado.

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En el rincón opuesto de la habitación, Kurt abrazaba juguetonamente a mi hermana.

¡Otra vez me sorprendiste, monada mía! No te creí capaz de tanto, ¿sabes?

Es que no pude dejar que te lastimasen, Kurt. Pero apenas si lo herí... No me perdonaría nunca si lo hubiese matado. Después de todo, es mi hermano.

¡Perra maldita! ¡Mejor habría sido que terminases conmigo! Mi propia hermana, sangre de mi sangre, ¡volviéndose en mi contra! ¡No eres más que una...!

El perro nazi la soltó y caminó hacia la puerta. Voy a tranquilizar a los muchachos... Deben de haber oído el tiro. Me quedaré con ellos un rato. ¿No me extrañarás mucho, verdad? y le dio un blando bofetón.

Cuando estuvimos solos, Mylène se volvió hacia mí: Bueno, ya todo está en calma. Supongo que se quedará con ellos el resto de la noche. En fin, Jean-Louis, ahora somos tú y yo. Casi rompí la silla al pretender erguirme para vociferarle: ¿Estás satisfecha, cochina traidora? ¡Traicionaste a tu país y a tu familia! ¡Los cuerpos muertos de nuestros padres claman venganza a través de la tierra! ¡Ah! ¡Si estuviera suelto te mataría con las manos desnudas, desvergonzada!

Ella parecía absorta en sus pensamientos; no dio muestras de oírme.

Él estará contento. Se ha reunido con los suyos otra vez... Hasta tenían sus uniformes puestos, con los suásticas y todo... Creo que le he servido bien.

No pude contenerme. Me brotaban lágrimas de rabia, y la herida comenzó a sangrarme debido a mis esfuerzos, pero no me importó. ¡Mi hermana tenía que saber lo que pensaba yo de ella!

¡Perra descastada! ¡Te regodeas en tu vileza! la indignación ponía palabras desacostumbradas en mi boca campesina . ¡Apuesto a que les descubriste mi escondite! ¡Ya

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sabrán que hay explosivos ocultos en ese cobertizo!

Entonces la vi aproximarse, con el ceño fruncido sobre sus ojos claros. Y la cuchilla sostenida con firmeza entre sus dedos delicados.

¡Ah! ¡Ahora vas a completar la infamia! Terminarás también conmigo, ¿eh?

Tranquilo, hermano.

Y, ante mi estupor, cortó mis ligaduras.

Luego, con paso deliberado, fue hasta un pequeño armario y sacó algo de él. Era una especie de caja oblonga, con un saliente en forma de “T” en la parte superior. Claro está que yo no ignoraba su función. Pero verla ahora en manos de ella...

Ahora van a enterarse de tu secreto, hermano... ¿Por qué tomárselas con uno solo de ellos dijo calmosamente , cuando podemos terminar con once de una sola vez?

Y presionó hacia abajo aquella “T”, y hubo un estruendo afuera, en el cobertizo, y otro paralelo en mi mente.

Por fin había comprendido todo.

Sí, mi hermana Mylène había sido siempre un enigma para mí.

CARLOS M. FEDERICI Uruguay

Wikipedia: Carlos María Federici

Ilustración:

BENICIO (Modificada), tomada de la carátula de un libro de la famosa serie “Baby”, de LOU CARRIGAN.

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oy es un buen día para morir. Sentenció el viejo Nepomuceno desde la ventana del hostal donde se encontraba hacía tres días. Era su septuagésimo cumpleaños y había viajado desde la fría capital para estar solo ese día en un cálido pueblo del caribe. Llevaba parado en la ventana desde antes del amanecer, mirando la nada, quieto como una estatua. La inmovilidad voluntaria le ayudaba a disimular el dolor, mientras repasaba los detalles del itinerario de su viaje, el último de su vida.

Salió del hostal sin desayunar, a buscar el boticario que le aplicara la última dosis de morfina que le quedaba; ya en la botica, presentó su prescripción médica para hacerse a la dosis de la tarde, pero no había.

Caminó medio renco al mismo restaurante que había frecuentado los días anteriores, repitiendo su nueva rutina; restaurante, café internet, un banco de la plaza y el hostal cuando caía la tarde; pero ese día, esa última actividad cambiaría. Todo su nuevo entorno lo tenía en la cabecera de la plaza, con lo cual se sentía agradecido porque no tenía que caminar mucho.

Ordenó tres huevos revueltos, pan y chocolate espeso; Justo la dieta que el médico le había prohibido pero que a él más le gustaba. Antes de salir del restaurante, hacía un encargo con mucho énfasis, que le guardaran sopa de verduras para las tres de la tarde. No quería ir a ninguna otra parte a buscar comida. Había pagado anticipadamente y con generosa propina, desayuno y almuerzo para cinco días, cosa extraña para la ventera; ese prepago le permitió exigir la reserva de su almuerzo, así que cuando ya no había más comensales, don Nepomuceno llegaba a pedir su sopita de verduras.

El café internet estaba al costado de la plaza, también allí prefería el mismo sitio en un rincón; si estaba ocupado, esperaba hasta que estuviera libre.

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Verificó que tres correos electrónicos programados para ese día ya habían sido leídos y replicados, respondió uno y lo programó para ser enviado ese día a las seis de la tarde con un breve video adjunto.

Lo estremeció el recuerdo de su hija agarrada a su cuello, llorando en silencio tras la última discusión que él asumió como la despedida. “Me retiraré a algún lugar remoto a morir en paz, sin molestar a nadie”, le había dicho. La discusión se tornó tensa y quedó inconclusa, y ahora, con la frialdad de un correo electrónico quería concluir lo ineludible.

“Amada hija. Hoy, cuando el sol se oculte, me habré liberado de este cuerpo enfermo, que ofrendaré a la naturaleza, así que no te ocupes de buscarlo, porque ese, ya no seré yo.

Te libero de seguir lidiando con mi decrepitud, ocupa tu tiempo de mejor modo; el mío ya pasó, lo único pendiente es terminar pronto con la precaria vida de este cuerpo en decadencia que muere lentamente. Sé feliz a pesar de las adversidades. Yo estaré contigo a través de tus recuerdos, así que procura los mejores.

Te amo.”

Salió erguido, aunque con paso trémulo. El efecto de la morfina le permitía a veces caminar con placidez, pero ese día no era uno de esos. Mientras duró el efecto del narcótico, experimentó un falso sosiego que poco a poco fue desapareciendo a la par que el día. Ya se había resignado a que esa dosis de la mañana era la última y estaba dispuesto a lidiar con su suplicio cuando el dolor volviera al caer la tarde.

Se encaminó con paso parsimonioso hacia un banco de la plaza, a la sombra de unas acacias. Se hizo en el centro esperando que nadie más se sentara en su banca, miró la hora en la torre de la iglesia y la comparó con la de su reloj, bajó los hombros y la cabeza, y con su mano izquierda cogió su derecha, que empezaba a

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temblequear y la reposó en su regazo, cerró los ojos y quedó sumido en sus cavilaciones.

Evocó las últimas diligencias en la ciudad, la negación de la eutanasia por parte del concejo médico de su EPS. “Hijueputas, no les sirvo muerto porque dejan de recibir mi plata” musitó en silencio, solo con un leve movimiento de labios.

En las conversaciones de los últimos meses con su hija, orientó su discurso al tema de la muerte, sin embargo, no logró convencerla de que había que celebrar la muerte a voluntad con la trascendencia de una clausura. Ella asimilaba su postura racional, pero nunca lo asumió como un precepto moral, y menos aplicado a un ser querido. Por eso tuvo que urdir su temerario plan de huida para escapar primero de los que amaba, y luego escapar de sí mismo.

Se desveló varias noches repasando el itinerario, al que le iba agregando detalles hasta darle el carácter sagrado de un ritual.

En cuanto al tiempo y lugar, no lo dudó mucho, su cumpleaños se acercaba, y aún tenía en la retina una puesta de sol que lo había cautivado años atrás, durante un viaje por carretera que hizo a Barranquilla. Era muy dado a observar atardeceres, el mar y el cielo de la noche. Así que tres días antes del fin, empezó este periplo en la terminal de autobuses de Bogotá con una maleta de rodachines medio vacía. Despertó de súbito y en su banca había dos palomas esperando que les diera de comer, como es habitual en los viejos y palomas que se posan en las bancas de los parques. Miró la hora y se paró con dificultad, ya era tiempo de su última cena. Dejó su sopa de verduras a medias y pasó al hostal, como deshaciendo sus pasos. Se vistió la única muda de ropa que traía y la que se quitó la metió al cesto de basura. En su maleta quedaba solo una prenda que usaría luego. Pasó a hacer el check-out, sin pedir devolución por los días adicionales que había pagado. La mujer de la posada, le ofreció el ayudante, para que le llevara la maleta

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hasta el paradero de buses, pero no lo aceptó.

Tranquila, son solo tres cuadras, puedo solo le contestó con gesto amable y salió renqueando. Ya el efecto de la morfina se estaba yendo y no le permitía el lujo de caminar erguido.

Al cruzar la calle recogió una piedra del tamaño de su puño, abrió la cremallera de su maleta y comenzó a llenarla. Pasó desapercibido, como un vagabundo que esculca tachos de basura recolectando cosas, pero este solo buscaba piedras, y fue llenando su maleta con pequeños pedruscos que encontró en el camino hasta dejarla del peso que podía arrastrar y la cerró.

El autobús pasó a las cinco y recogió al único viajero de esa parada, que prefirió no ponerse cómodo por estar atento a la carretera para no pasarse de su destino.

Me deja antes del puente, por favor le dijo al chofer, y al ayudante le pidió el favor de bajarle la maleta de rodachines que estaba en la bodega.

Que carga, ¿piedras? preguntó este irónicamente al pulsear la maleta Sí señor le respondió el viejo, congraciándose con él, por su acertada ocurrencia.

Esperó que el bus arrancara y emprendió su viacrucis con la actitud de un penitente, arrastrando su pesado fardo por el sendero peatonal hasta el centro del puente, donde tiempo atrás también había contemplado la puesta de sol, pero en distintas circunstancias. Se acomodó como un niño en una atracción mecánica, con sus piernas colgando en la enorme estructura de acero y hormigón, acomodó su equipaje a la izquierda y con parsimoniosa labor sacó las piedras y las acomodó en un túmulo a su derecha, sacándolas de una en una. Luego de la base de la maleta, sacó un morral y una chamarra con cuatro cremalleras que había conseguido especialmente para la ocasión; dos bolsillos grandes a cada lado. Se vistió la chamarra y con la lentitud que le permitían sus dedos temblorosos, llenó tres bolsillos con los

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pedruscos, el derecho inferior ya lo traía lleno con algo pesado, que no eran rocas y que tenía reservado para el final.

Cerró con dificultad la cremallera de cada bolsillo que iba llenando, dejando su pecho como el pertrecho de un soldado que se adentra en la manigua. El resto de piedras las metió al morral y se lo acomodó en la espalda, apretando las correas contra su pecho con un arnés y luego tiró la maleta al río.

Ya estaba casi listo. Tras una breve pausa para recuperar la respiración por la fatiga, revisó su reloj porque sintió que el tiempo se acotaba sin haber terminado su ritual dignamente, como lo había planeado. Cinco y cincuenta y cinco de la tarde, se tranquilizó al ver que no había retraso. Conectó de nuevo con su entorno; la brisa soplaba de frente y a lo lejos, un surco de nubes en pequeños copos que el sol teñía en refulgente arrebol, como presagiando su muerte. Ese fugaz momento de quietud le fue interrumpido por el intenso dolor que arreciaba ya en todo su cuerpo y amenazaba con una parálisis, recordándole por qué estaba ahí, sentado como un paracaidista listo para su salto final.

Buscó con sus dedos trémulos en el bolsillo derecho de la chamarra, su revólver 38, que había equipado con las ocho balas por si acaso. Metió el cañón en su boca abierta, agarrando la cacha con las dos manos y su pulgar izquierdo en el gatillo, calculó 45 grados de inclinación y con sus ojos buscó de nuevo el sol que también estaba a punto de apagarse sobre el horizonte.

El ronroneo de un motor próximo interrumpió su sacro momento. Era una chalupa de pescadores que venía contracorriente, la perdió de vista cuando pasó bajo el puente y esperó hasta que su sonido era un sutil susurro.

El sol se hundió en la lejanía como si se derritiera sobre la silueta de los árboles. El disparo de un viejo revólver hizo revolotear los pájaros que en la ribera ya se estaban acomodando en sus nidos,

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y un zambullido sin testigos resonó en el Magdalena.

HAM BASHUR Colombia

Página WEB: https://hambashur.blogspot.com

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La ansiedad de fin de año me producía náuseas, cierta desesperación y gran fatiga emocional. Cuán lejos se hallaba el niño tierno que, jubiloso (luego de ganar el diploma escolar), celebraba la llegada de Navidad y de Año Nuevo. Ahora las dificultades económicas, los gastos de subsistencia y la lucha por mantener a la bella Helena a mi lado, con quien las crisis producto de nuestras discusiones acaloradas habían crecido como los centígrados de un termómetro en el sobaco de un afiebrado, me tenían al borde de la locura.

Sin embargo, aquella mañana la esperanza afloraba en mi pecho pues compraría el diario en el que se publicaría la lista de los mejores autores del año. Tenía cierta fe de encontrar mi nombre. Mi última publicación disfrutó de buenas críticas y elogiosas reseñas. Incluso a mediados de año fui reconocido con un galardón literario. Gozaba la certeza de que esta vez había llegado mi turno.

Cuando aseguraba la puerta del departamento, vi a la vecina expectante. Con los cabellos casi despeinados, el mandil manchado y unas pantuflas infantiles, parecía una persona extraña.

Joven, debería cuidar a su perro. Ayer casi lo atropella el camión de la basura. Tenga mucho cuidado dijo.

Oh, entiendo, doña Bertha. Es que lo dejé al cuidado de los chicos del doscientos cinco. Ya se disculparon.

Debería tener cuidado del viejo Orestes y sus hijos. Son desordenados y no respetan el horario de recojo de basura. Lo amontonan cuando se les da la gana y a veces amanece sucia la vereda del frente... ¿Usted sabe?

La miré con inquietud y respondí:

¿Qué cosa, señora?

Cuando la basura no es recogida, el hedor llega a nuestras casas y las moscas aumentan. Y eso es asqueroso.

Entiendo, doña Bertha, lo tomaré en cuenta.

No les diga que los odio, joven dijo y, rápidamente, se dio la vuelta y se metió a su habitación.

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Aunque lo sospechaba desde el inicio, recién pude ratificar la verdad. Tuve que bajar al primer piso sin saludar a nadie. Al pasar por el doscientos cinco, cuya puerta cerrada parecía amortiguar la bulla interior, me asaltó la duda de avisarle a don Orestes que aquella vieja loca les guardaba rencor, pero decidí continuar mi camino.

El sol de diciembre, turbio y arenoso por la contaminación, pareció recibirme sin brisas ni aires apacibles. Los bocinazos cortantes, los ladridos de los perros, un carretero que ofrecía sus frutas con altoparlantes, el olor a gasolina y petróleo, me hicieron soltar un escupitajo con bilis.

Antes de ir al puesto de periódicos, decidí desayunar en el mercadillo de la cuadra. Cuando me limpiaba con la servilleta, decidí averiguar ciertas dudas y le pregunté a la señora de la comida si sabía de algún lío grave entre don Orestes y doña Bertha. Pero ella no sabía mucho del asunto. ‹‹Solo discusiones por la basura, joven, luego de ahí nada más››, dijo. Aquella respuesta me asustó un poco. ‹‹Recuerdo que don Orestes la trató de loca››, recordó.

Al llegar al puesto de los periódicos, compré el ejemplar de inmediato. Ni siquiera vi la portada ni las llamadas de carátula. Además, el muchacho que atendía me caía mal. Siempre arqueaba el ceño y nunca te miraba el rostro. Sin embargo, aquella mañana pareció sonreírse al verme, como si recién se enterara de que yo era escritor. Un escritor. Un escritor reconocido. Un escritor cuyo nombre aparecía en la lista de los mejores autores del año y, por qué no de acá diez años, de la década. Me alejé apresurado, como si aquel esbozo de sonrisa hubiese sido el anuncio del triunfo esperado.

Como un caminante apresurado, regresé sin mirar nada. Ni el diario, ni a las personas, solo contemplando cabizbajo el sabor de la victoria. Tanto había esperado aquel momento. Al subir de dos en dos las gradas, abrí tan presuroso la puerta que la llave casi se me escapó de las manos. Me dirigí de inmediato al sofá, me arrebujé en

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la comodidad, abrí de par en par el diario y, como si todo lo calculara con premeditación, me dirigí a la sección de Cultura y Espectáculos.

Ahí el titular, con letras enormes, rezaba: ‹‹Los mejores libros del año››. Extasiado, frenético, emocionadísimo, leí desde la primera letra mayúscula inicial hasta el punto final del artículo; pero, como por arte de brujería, no pude ver mi nombre. No, no lo encontré. Al leerlo de nuevo y, casi saltándome las frases, no encontraba mi nombre. Otra vez. Diablos, leía mal. Otra vez. Nada de nada. Parecía que leía mal.

Mierda susurré con cólera. Destrocé el diario atropelladamente. ‹‹Fraude, no puede ser otra cosa que fraude››, pensé con el rostro rojo de furia. Con desazón, esperé más de quince minutos para serenarme y leer con calma el artículo de aquel critiquillo. Tuve que beber dos vasos de agua. Dar vueltas de un lado a otro y, por fin, sentarme a respirar profundo. Todos los libros los había leído y encontré incluso algunos que tenían errores de estilo y hasta ortográficos. No muy evidentes, pero que revelaba la falta de madurez del autor. Sin embargo, era ya, lo peor de todo, un hecho. No había vuelta atrás.

Al encender la laptop, con aquel sinsabor entre los labios y dispuesto a trabajar corrigiendo diversos textos literarios de diferentes autores, escuché sonar el timbre de forma quejumbrosa. Recordé la visita de Helena y no me equivoqué. Entró furiosa sin saludarme, agitadísima, y escupió lo que la atormentaba:

Mi esposo quiere el divorcio gritó con el rostro fruncido . Y no estoy dispuesta a perderlo así por así… Al menos por mis hijos…

La miré con perplejidad. Solo me faltaba esto. Sentí un nudo agrio en la garganta. Un absurdo que me absorbía de pies a cabeza. Una impresión terrible que me hervía el rostro. De pronto, quería explotar, pero me contuve.

¿Y tú, no tienes nada qué decir? volvió a decir.

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Será mejor que te calmes. Dijiste que lo tenías todo controlado.

No, no. No me entiendes. Te termino, y esta vez definitivamente.

Sentí un golpazo en el caletre. Si en otra ocasión aquellas palabras habrían destrozado mi corazón de pena y de dolor, como si me quitaran el tesoro más preciado, en aquel momento enfebrecía mi cabeza de malos pensamientos y de una furia galopante.

¿Qué pasó…? Todavía… todavía no me explicas qué pasó.

Qué va a pasar, pues. Alguien le fue con el chisme, y él ahora está hecho una fiera. Nunca lo vi tan molesto…

‹‹Un maldito chisme››, pensé en un segundo. Al instante, con el rostro hirviéndome de incomodidad, dudé en tratar de ser amable y cordial, y solucionar dicha encrucijada de la forma más idónea y amable posible, como procedía en mis ratos de mayor lucidez mental; o comportarme como una bestia y mandar todo al diablo. Al final, solo me quedé viendo, taciturno, su rostro desencajado.

Eso es todo. Me voy dijo con resignación.

No puedes irte y dejarme así por así.

Lo siento. Lo siento mucho. Lo nuestro solo fue un juego y este es el fin de todo dijo y se dio la vuelta con brusquedad, y salió con prisa del departamento.

Al cerrarse la puerta, creí que iba a volverme loco. Pensé con desesperación: ‹‹Otro fin de año se va al diablo››. Y lloré.

FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO

Perú

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Q21 de enero de 1999 ué difícil empezar. En estos momentos quiero encender un cigarrillo, salir, caminar, correr, gritar, llorar. Quisiera que estuvieras aquí, pero no estás y nunca estarás.

¿Alguna vez sentiste la necesidad de mandar todo al carajo? ¿Alguna vez te has preguntado por qué hay tanta mierda alrededor? ¿Alguna vez te sentiste sola? Pues así es como me siento.

Y es ahora cuando más te necesito, pero no estás para escucharme como en aquellas noches de palabreo interminable, de miradas huidizas, de silencios comprometedores, de frases incompletas, de palabras no dichas, de temor, de alegría.

Tú sentada frente a mí, sonriendo, iluminando la noche con tus ojos, iluminando mi alma y mi esperanza. Aquella esperanza de creer que no todo es malo a mí alrededor.

¿Pido mucho? ¿Es acaso una utopía? ¿Es demasiado pedir que quisiera que estuvieras nuevamente frente a mí, ajena a todo, iluminando por enésima vez mi mundo?

Solo el tiempo lo dirá.

30 de enero de 1999

Son tiempos difíciles, llenos de temores y angustias. Nada ha salido como yo quería. Te mentiría si te digo que ya no me importa saber de ti.

Hay cosas que necesito y quiero olvidar, pero lo que nunca podré olvidar es el momento en que coincidimos. Desde aquel momento me alejaste de todo, me mostraste un mundo nuevo, me llevaste a lugares donde todo era felicidad, donde solo éramos tú y yo.

Comprendí que aún hay gente buena, que siempre hay alguien que te alegra la vida con una mirada o con una sonrisa.

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Siento un temor extraño a que la historia se repita. Sé que es poco probable, pero no imposible. Sé que te necesito nuevamente, pero eso si es imposible.

No debería estar triste, pero solo hay algo que me puede devolver la sonrisa, escuchar nuevamente tu voz. ¿Lo volveré a hacer?

Dicen que la paciencia es el arte de esperar.

15 de febrero de 1999

La vida no es fácil. El camino es largo y nos caeremos muchas veces, pero debemos levantarnos y continuar.

A estas alturas estoy cansado de tantas caídas. Muchas veces me salí del camino, pero siempre regreso. Y aunque me cueste admitirlo, regreso por ti. Y me frustra enrumbarme nuevamente sin que tú lo sepas.

Muchas veces me he lamentado de no haber dicho o hecho algo en el momento justo, como ahora. ¿Qué hubiera pasado si te lo hubiera dicho? ¿Te hubieras alejado como lo hiciste? ¿Te hubieras olvidado de mí?

No me importa saber si estás viviendo la vida que siempre quisiste, solo me importa saber si aún me recuerdas.

Solo así me ayudarás a continuar en mi camino y me importará menos caerme porque sabré que estarás ahí, no sé si extrañándome como yo te extraño.

Lo único que quiero es que todo esto no sea una ilusión fugaz, y que en un futuro pueda decirte lo que nunca me atreví.

26 de febrero de 1999

Todos alguna vez nos cansamos de algo. De caminar, de correr, de preguntar o simplemente nos cansamos de la vida, pero jamás me cansaré de esperar el día en que llegue nuestro momento.

Aun no entiendo cómo fue que entraste en mi vida. Aun no entiendo por qué creo que eres como una flor que crece en medio del desierto. No entiendo por qué no pude decirte que te necesitaba para

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continuar en este camino. No entiendo por qué me haces olvidar todo lo malo.

¡Maldita sea!, no entiendo por qué no te lo pude decir.

Muchas veces creí haber encontrado las respuestas a todo. Creí que estaban en la muerte, en la vida, en la gente a la cual amo, pero me equivoqué.

Y cuando quise rendirme, apareciste tú y me encaminaste nuevamente y me enseñaste que siempre hay algún motivo para continuar.

Me enseñaste a comprender que la vida es difícil, pero que no todo es malo, que siempre hay una luz, una esperanza, que siempre hay alguien. Que siempre estarás ahí.

¿Cuál sería tu reacción al leer esto?

Y si alguna vez te olvidas de mí, si alguna vez piensas que fui un tonto solo por escribir estas cosas y jamás decírtelas, quiero que sepas que todo siempre fue verdad.

25 de marzo de 1999

Nunca había pensado en las cosas a las que temo.

De niño a la oscuridad y al hecho que posibles demonios se aparecieran a perturbar mi sueño.

De adolescente a la muerte, a que me alcanzara antes de cumplir todas mis metas.

Ahora a la soledad. Temo que algún día te olvides de mí, a que llegue el día en que por fin pueda decirte algo, a mostrarme, a perderte.

Te necesito para que me ayudes a aclarar mis dudas, para que me liberes de mis temores, de mis demonios, para que me enseñes el camino correcto.

Te necesito para que llenes este vacío, para que me saques del hoyo en el que me encuentro.

A veces pienso que exagero, que todo esto es un sueño. ¿Será que vivo una utopía?

A veces te siento tan lejos y tan cerca a la vez. A veces me

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siento tan solo. Y ya no quiero seguir dándole vueltas a unos acordes y a una letra de una canción cursi. Ya no quiero intentar ser un escritor.

No quiero escribir cosas que tal vez nunca leas. No quiero que todo solo quede plasmado en tinta y papeles baratos. No quiero que el tiempo nos aleje.

Y si algún día lo haces, creo que no seré capaz de continuar mi camino. Y ese es mi mayor temor.

13 de abril de 1999

Siempre recordé lugares, fechas, situaciones, momentos.

Pero jamás recordé un aroma como lo recuerdo ahora. Y es en estos momentos, en este silencio, que te recuerdo.

Pero tu aroma se desvanecerá al amanecer, con el aire invernal que entra por la ventana, por el humo de este cigarrillo recién encendido.

Quizás estoy loco. Y con razón. Pero los locos son los únicos que pueden crear imágenes con el humo de un cigarrillo y en un cielo nublado. Son los únicos que pueden recrear un rostro por sentir un aroma.

Y si ahora, en esta soledad, estoy evocando tu rostro, entonces estoy loco. Pero los locos también tenemos momentos tristes y de nostalgia.

Una profunda tristeza me acaba de golpear. Tu aroma se va desvaneciendo poco a poco.

¿Qué hacer ahora? ¿Salir? ¿Correr a tu encuentro? ¿Pedirte que me estreches entre tus brazos para poder empaparme nuevamente de ti?

Es demasiado tarde. Tu aroma amenaza con desvanecerse por completo.

Entonces solo me queda encender este último cigarrillo y tratar de evocarte, como en todas estas últimas noches, en las que siempre te recuerdo.

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18 de mayo de 1999

Cierro los ojos y recuerdo tus palabras y las preguntas me asfixian.

¿Por qué hoy no sé más de ti? ¿Por qué te alejaste? ¿Por qué si afuera el sol brilla, tengo que estar entre estas cuatro paredes escribiendo estas cosas?

¿Por qué ahora que te necesito más que nunca, te siento más lejos de mí? ¿Por qué cada canción que escucho me trae tu recuerdo? ¿Por qué sigo atrapado entre canciones y versos inútiles?

¿Por qué nunca podré decirte que te quiero? ¿Por qué en estos últimos días he sentido miedo al comprobar que mi inspiración se está diluyendo, como se diluye tu imagen en mis recuerdos?

¿Es este el final aterrador al que siempre temí? ¿Será que pronto despertaré de este sueño?

No quisiera hacerlo, pero es inevitable.

30 de mayo de 1999

Siempre pensé que tú eras mi destino, que no había nada después de ti. Pensé que me enseñarías el camino correcto, que algún día me sacarías de este mundo, que podría tomarte de las manos y abrazarte, besarte y decirte tantas cosas.

Pero todo se quedó ahí, en pensamientos, en sueños, en miradas, en susurros, en silencios y ahora que lo acepto, solo queda resignarme.

Me resigno a caer y levantarme una y otra vez, a pelear solo, a no volverte a ver, a seguir escribiendo estupideces, a verte entre otros brazos…a perderte.

Pero nunca me resignaré a pensar que nosotros creamos nuestro propio destino.

¿Sabes qué pienso? Que nuestro destino está escrito, que nacemos predestinados a algo, que al final de todo siempre habrá una gran recompensa.

Y si fuera cierto, aún tendría la esperanza que al final de este largo y sinuoso camino, me estés esperando, con los brazos abiertos

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y tu sonrisa eterna.

3 de junio de 1999

Dicen que todos tenemos algo de músicos, poetas y locos.

A pesar de que me inspiraste a escribir tantas cosas, jamás pude hacer aflorar en mí el supuesto poeta que dicen, todos llevamos dentro. Jamás pude ni podré plasmar todo lo que siento en papel.

Por eso creo que jamás leerás esto, jamás volveré a mirarte a los ojos ni a sentir nuevamente tu aroma ni a oír tu risa. Jamás seré un escritor.

A veces pienso que solo bastó una palabra, una mirada, un roce…un beso.

Qué ganas tuve de robarte un beso, de sentir tu aliento en mis labios, de poder decirte con un simple beso todo lo que siento.

Pero es tarde para buscarte, para hablarte, para huir de ti.

Tarde para imaginar tenerte a mi lado, para intentar ser algo tuyo, para que sientas mi corazón.

Tarde para todo.

12 de julio de 1999

Y el día llegó.

Nunca me arrepentiré de haberte escrito tantas cosas, porque contigo, fui feliz.

Nunca pensé que al hacerlo me refugiara en los recuerdos, viviría en el pasado, y no tuviera ganas de avanzar.

Sé que debería estar diciéndote estas cosas en persona, pero el temor me carcome y no sé si me entenderías.

Ya no quiero estar así, pensando en lo que pudo pasar. Ya no quiero depender de ti, así que estas líneas serán las últimas que te escriba.

El final está cerca y estoy triste. Triste por no dejar de ser un personaje eterno de un cuento de Ribeyro, triste por nosotros, por el pasado y por el futuro en el cual no estarás.

Recuerdo la última vez que hablamos, tú frente a mí,

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mirándome, con voz susurrante me pediste que por favor me cuidara. Y con una sonrisa tímida te alejaste y nunca más volví a escuchar tu voz, ni a adorar tu sonrisa, ni a perderme en tus ojos.

Y desde ese momento traté de convertirme en un poeta, y traté…y traté.

14 de noviembre 2000

Hace tanto que no sé nada de ti y cada vez que te pienso, te extraño y no puedo negarlo.

Las cosas no han salido como quería. ¿Y si te dijera que no debimos alejarnos? No, fui yo quien se alejó.

Ahora que estoy así, quisiera tenerte nuevamente frente a mí. ¿Por qué recién ahora?

Siempre fuiste sincero conmigo, me escuchaste, me hiciste sentir bien. ¿Ya serás un escritor como siempre quisiste serlo? Alguna vez dijiste que me escribirías. ¿Una carta? ¿Lo llegaste a hacer? Me da curiosidad porque me hubiera gustado mucho leerte.

Siempre me dijiste que escribir era fácil. Sigo pensando que no lo es y estas líneas son la prueba de ello.

Es difícil reconocer nuestros errores. Debí decirte que me iría, que iba a arriesgarme.

Me ganó la idea de conocer nuevos lugares, personas. No me rendí tan rápido, luché con todas mis fuerzas, lo juro.

Ha pasado tanto tiempo desde que hablamos por última vez, pero mantengo en mi memoria, las miradas, los nervios, la despedida.

Aquel día, de vuelta a casa, lloré. No me atreví a decirte que me iba.

El tiempo se volvió mi enemigo. ¡El tiempo no enseña a olvidar! Enseña a valorar.

Ojalá puedas leer esto lo antes posible. Necesito hablar contigo, hay tantas cosas que quiero contarte. No sabes cuánto necesito esas noches de vuelta.

Te escribo estas líneas a poco de mi regreso. Te volveré a ver,

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es una promesa.

GIANCARLO UBILLUS CELI

Perú Twitter: @gubc

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uando dejé la casa de mis padres me fui a vivir a San Antonio. Fue lo más lejos que pude ir por ese entonces. Era muy joven y me proponía terminar con aquella vida llena de prohibiciones, aquel hogar conservador donde me había criado. Intentaba alejarme de aquella educación rigurosa antes que comenzara a dejar en mí, marcas imborrables.

En San Antonio no había demasiado para hacer. Por las tardes después del trabajo, daba una vuelta por el centro y luego me detenía a beber una cerveza en la vereda del único bar del pueblo. Solía encontrarme a esa hora, con Tomás, o el sacerdote, como se hacía llamar él. Todos por ahí sabían bien que no había sido un religioso ni nada de eso. Pero de todas maneras se lo trataba como a un clérigo. Yo un poco por pena y otro poco por aburrimiento solía escuchar sus historias, que casi siempre hablaban de lo mismo.

El señor, como él lo llamaba y con quien se encontraba a diario, le decía cada mañana qué tenía qué deshacerse de alguien para allanar el camino, que así sería más fácil. Yo no sabía qué significaba todo eso, pero a veces me parecía que se estaba volviendo un poco peligroso. Luego, con el tiempo, terminé por convencerme de que él, solo había creado un Dios a imagen y semejanza de sus necesidades.

Había una chica que trabajaba en las oficinas frente al bar. Se llamaba Fátima. Lo supe después. Cada tarde luego de cumplir con su horario laboral, cruzaba la calle justo frente a mí. Yo la veía pasar, imaginando de que forma la invitaría a quedarse conmigo para conversar mientras tomábamos algo. Pero nada de eso hizo falta. Fue ella quien después de verme hablar con el sacerdote, se acercó hasta mi mesa y dejando una biblia entre mis manos, me invitó a visitar su iglesia. Yo acepté de inmediato y quedamos en vernos esa misma noche.

La reunión ya había comenzado cuando llegué. Ni bien crucé la puerta de entrada ella se acercó, y mientras un hombre de barba oscura subido a un púlpito transmitía su mensaje a los demás, me

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tomó de la mano y comenzó a guiarme entre la gente. Luego que terminó aquel sermón hubo un tenue aplauso y todos se dispersaron. Incluso Fátima que se marchó dejándome solo. Al rato la vi discutiendo con dos hombres detrás de las mesas, pero no le di importancia. Me sentía tan a gusto recorriendo aquel lugar que nada podía molestarme. Todos se mostraban amigables conmigo, algunos se acercaban para conversar, mientras otros solo me saludaban con abrazos y seguían su camino. Preguntando descubrí que ellos también tenían su propia idea de Dios, además de prácticas religiosas un tanto alejadas de lo tradicional. Según entendí creían que nuestro creador ya nos había dado una oportunidad y no nos daría otra. Lo único que podíamos hacer entonces era pasar los días de la mejor manera posible. Eso explicaba que todo esto pareciera una fiesta.

En un determinado momento de la reunión todos se sentaron en ronda directamente en el suelo y uno de ellos convidó a los presentes con una copa, que contenía un líquido oscuro. En un principio yo quedé excluido. Luego Fátima fue hasta la mesa, llenó otra copa y la trajo hasta mí. Quizás porque yo era un iniciado, no sé. Pero puedo asegurar que después de beber un par de sorbos me sentía mareado y de a poco me iba olvidando de todo.

Al rato ella se acercó y comenzó a hacerme preguntas un tanto extrañas, creo que me estaba probando. Sentí como si estuviera esperando otra cosa de mí, algo que yo no le estaba dando. Al final me interrogó acerca de cuál era mi idea del creador. Yo le contesté que cuando era un niño había hecho un dibujo; un garabato oscuro de cómo me lo imaginaba, y que hasta hoy seguía creyendo en lo mismo, que Dios era solo eso, un dibujo inentendible, mal hecho, por la mente de un niño. Ella se acercó y me dio un largo abrazo, se lamentó de que yo tuviera tan poca fe. Entonces me confesó al oído en voz muy baja, que Dios le había pedido deshacerse de mí. Que lo sentía mucho, y que en la medida de lo posible disfrutara de aquella última copa de vino.

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FRANCISCO SALVI Argentina

Instagram: franciscosalvi_

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Aquel día comprendí lo equivocada que estaba cuando escuché al viento gritar sobre el mar, porque el viento no se puede comprar, al igual que las olas susurran, pero no se oyen. Todavía el recuerdo de lo que fui, pero no seré evoca mis sueños que marcan el porqué de un tiempo pasado.

“Adelante, adelante. Era la única jerga que retumbaba en mis oídos; avanzaba sin detenerme y atacaba la vida con todas mis fuerzas. Y, a veces, nada más llegar a la fase rem de mi sueño, sin haber explorado previamente el terreno, me veía obligada a entrar en combate; la voz cansada de mi mente luchaba inquieta y nerviosa gritando: ¡Contraataca, rápido! No hay enemigos, solo tus pensamientos que arremeten con fuerza. Te vas al garete”

Los días se juntaban con las noches y las noches con los días. Semanas atrás tuve el valor de intentarlo, pero mi corazón se aceleró, un escalofrío recorrió mi pecho, me sentí aturdida, creyendo que iba a morir, entonces me desmayé. Al despertar junto a la puerta, estuvo a punto de darme otro ataque de pánico al recordar por qué estaba en el suelo. Comprendí que nunca saldría de aquí.

¿Qué podía hacer? En ocasiones la sensación de qué el techo va a caer sobre mí, es abrumadora. A veces cierro los párpados deseando no volver a despertar, cómo una absurda mentira qué enloquece tus sueños. Contemplar la calle iluminada por la luz del sol desde mi ventana hace que me sienta igual que un náufrago; encerrado en su propia soledad. A veces al caer la noche que releva al día mis pensamientos gimen de dolor y estrujan mi cerebro al borde del discernimiento.

Algunas veces me ahogo en el oscuro desierto de mi alma, desprecio mi soledad y la amarga huella que ha dejado en mi corazón. Hace tiempo que el infierno se congeló en mi habitación, y me sigo preguntando por qué el cielo parece que ardió en llamas y se olvidó de mí. Quizás no sea tarde y este vacío que hiere mi pecho logré curar y pueda evitar que la apisonadora que irrumpe y traiciona mi mente

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cese por fin” .

¡Pensé en la congoja del sauce solitario que, en su tristeza, da sombra al polvo que en la tierra se posa!

Y yo… yo… voy y… [...] no, no puedo, soy una cobarde incapaz de hallar la forma de acabar con esta situación caótica que gobierna mi vida. Comprendo que he perdido el contacto con el mundo, que estoy cómo en una isla desierta; yo soy la isla y el mundo el agua donde sí me sumerjo terminaré ahogado en su profundidad. Es doloroso pensar que me espera una muerte en soledad. Aun así, tengo una ventaja; no puedo ir más allá de estas paredes que aplastan el sentimiento duradero de frustración y resentimiento por ser una cobarde incapaz de afrontar esta dura prueba; lloro con amargura, ¡qué injusta la vida!

La zozobra es una humillación que navega entre mis horas más desoladas. Nunca fui gallinosa, un poco menguada tal vez, sin embargo, me siento laidamente desolada. La vida para mí es aberrante perdida entre mis recuerdos que son un frío acervo de pensamientos que describen la tristeza cotidiana de mi día a día.

¡Quiero morir!

Parece una paradoja, pero siento vergüenza de mí misma, quiero arrancar este hastío de mi mente, el odioso cautiverio al que me veo obligada, incluso tengo pánico a las miradas de soslayo. Esto no es vivir. El tiempo no avanza, es cómo si el reloj se hubiera detenido entre estas cuatro paredes. El desasosiego empieza a ser una jaula tan insoportable que solo deseo dejar de sufrir. ¡Quiero morir! Pero la vida no escucha mi grito desesperado, ¡ya, no puedo más! Me ahogo, me ahogo en mi propia soledad.

El doctor dejó de anotar en su cuaderno. Suspiró. Lo cerró y me miró directamente a los ojos.

Shana, tu problema no se resolverá mientras no aceptes tu duelo. Déjalo marchar y tu corazón descansará por fin. Agaché la cabeza. No quería dejarle ir, no, no podía hacerlo. Shana esta vez su tono de voz era de un auténtico

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sermón tómate estas pastillas, pero si no deseas avanzar yo no puedo perder mi tiempo contigo, es inútil que cada semana repitamos el mismo ciclo, tengo muchas pacientes.

Lo miré incrédula. Me levanté del sillón sin decir palabra y me marché para no volver bajo la mirada acusadora del doctor. Subí al autobús y regresé a casa que continuaba tan fría y vacía como la había dejado. Lloré hasta quedarme dormida sobre el sofá del salón. Al despertar, sentía que algo se había roto dentro de mí, sin embargo, otra persona luchaba por salir adelante. Fui al dormitorio, saqué toda su ropa y le prendí fuego en el patio de atrás. Por increíble que parezca, fue un respiro, me sentí aliviada; poder deshacerme de todas sus cosas con aquella facilidad, no solo me sorprendió, sino que me liberó del pozo oscuro en el que llevaba sumida más de seis meses. Tal vez el doctor no lo hizo mal pensé.

Pedí el alta médica y volví a mi puesto de trabajo. Mis compañeras me miraban con lástima. Me molestó, pero no dije nada. Al fin y al cabo, era normal que tuvieran esos pensamientos. Jhonn, murió en un accidente cuando regresaba a casa. Alguien chocó con él, pero huyó sin socorrerle. Muchas veces en los últimos meses me he preguntado cómo alguien es capaz de cometer semejante error sin obtener respuesta.

Shana, Shana mi compañera Mily llevaba unos minutos reclamando mi atención tienes que centrarte, la cartera de clientes debes ponerla al día, yo tengo mucho trabajo y llevo meses ocupándome de tu cartera y la mía, necesito un respiro, por favor, céntrate.

Perdona, por un momento me quedé absorta en mis pensamientos. Enseguida me pongo a trabajar. Siento mucho todo esto.

Mily asintió con una leve sonrisa y continuó con su tarea. Realmente ella había hecho el trabajo de ambas con una gran eficacia. Anoté en mi agenda; “comprar un regalo para Mily”. Tras

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mi ausencia, la jornada se me atragantó un poco más de lo que esperaba, aún y así logré ponerme al día. De regreso a casa pasé por el súper, compré una barra de pan, fruta, huevos y unas acelgas para cenar. Cuando llegué encontré un sobre en el buzón. No tenía remitente. Me resultó extraño. Lo mantuve entre mis manos durante unos minutos cavilando hasta qué por fin lo abrí. Para mi sorpresa con letras recortadas de algún periódico decía:

Lo siento, fue un accidente y no pude hacer nada por él, estaba muerto, le ruego ante Dios que me perdone” .

Pero qué narices significaba. ¿Por qué ahora? Deduje que aquella persona, supo de mí a través de los periódicos. ¿Perdonar?, ¿quién puede perdonar algo así? Tiré la carta a la basura. Estaba agotada, física y mentalmente. Me preparé la cena. Lo curioso fue descubrir que llevaba meses sin comer con aquel apetito. Entonces supe con certeza que otra Shana se abría camino para dar otra oportunidad. Había muerto mi yo anterior para renacer con fuerza. Me recosté sobre la almohada pensativa y me dormí sin pretenderlo.

Al despertar me di una ducha de agua caliente, dejando que el chorro acariciase mis huesos reconfortando mi escuálido cuerpo. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo delgada que me había quedado. Tras tomar un café fui a trabajar con otra actitud, me sentía viva de nuevo. El ascensor se paró como siempre en la segunda planta.

Shana, un sobre de color marrón ha llegado para ti señaló Mily no sabía que hubieses dado estas señas para correo personal. Yo nunca lo haría, bastante correo basura llega a casa como para que también lo envíen al trabajo.

Me miró intrigada, como esperando una respuesta que no hubo. Solo respondí con una elevación de hombros. Dejé el sobre para abrirlo en casa. No quería que nada alterase mi trabajo. El día resultó agotador, de continuas llamadas y correos a los que respondí.

Shana, después vamos a tomar unas copas, te apetece

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venir, creo que te irá bien propuso Mily. Gracias, pero necesito descansar y ponerme al día conmigo misma.

Como quieras. Pero si cambias de opinión vamos al Chalton Club. Hoy toca una banda nueva.

Al salir del trabajo sentí cómo si el cielo cayera sobre mí, cómo si deambulase bajo el crepúsculo sin ningún sentido. Incluso llegué a creer qué era mi propia estupidez quien me torturaba. Mi vida dio un giro de ciento ochenta grados, no obstante, después de once meses tenía que coger las riendas de mi destino. Regresé a casa, en la nevera estaba lo poco que había sobrado de la cena del día anterior, suficiente para el escaso apetito que tenía. Nada más entrar en mi hogar, noté algo distinto, como un agradable olor a flores frescas. Dejé el abrigo en el sillón y el bolso en la mesa centro. Y me dejé caer en el sofá. Alguien tocó a la puerta. “Mierda me dije quién narices viene a molestar” .

Era Sara, la vecina de enfrente, una anciana que enviudó hacía unos años y de vez en cuando venía a pedir un par de huevos, o pan, cuando no podía salir por culpa de su artrosis.

Buenas noches, Sara, ¿necesita algo?

No, Shana, no. He visto un par de hombres salir de tu casa a media tarde y…

¿Cómo? corté ¿está segura de que salían de mi apartamento?

Soy anciana, pero no tonta. Llevaban sombreros que les cubrían el rostro, sin embargo, al girarse uno de ellos para mirar a ambos lados del pasillo vi el brillo de su pistola.

Me llevé las manos a la boca.

No comprendo. Qué podrían buscar en mi casa. No he notado nada extraño.

Pues ándate con cuidado. Esto me huele muy mal. He de irme a la cama, hoy la artrosis me está matando.

Gracias, cuídese y ya sabe que si necesita algo no tiene

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más que avisarme.

Los ancianos necesitamos poco, más bien algo de compañía.

Pasaré a visitarla mañana y merendamos juntas, ¿Qué le parece?

Una idea deliciosa. Haré té con canela y galletas. Buenas noches.

Buenas noches, que descansé. Cuando cerré la puerta, comprobé todas las estancias, aparentaba absoluta normalidad. Me pregunté para qué habrían entrado. Lo que prometía ser una noche tranquila se había convertido en una noche de total inquietud. Por un instante mi mente iba en dos direcciones; se preguntaba si el accidente de Jhonn fue casual, o, por el contrario, lo mataron sin conseguir lo que buscaban, porque estaba claro que vinieron a buscar algo que creyeron que estaría aquí. Sin embargo, me inquietaba pensar en por qué no habían entrado antes. Recé para que lo hubiesen encontrado y que no volvieran nunca más, solo de imaginarlo me hacía sentir escalofríos.

Me recosté sobre la cama. Por mi mente pasaban tantas cosas sin sentido, que comprendí que en realidad no conocía a Jhonnn Sentí frío, me metí entre las sábanas y pronto me dormí. Sobre las tres de la madrugada oí como rasguños, o rozaduras. Me puse tensa. Alguien estaba abriendo la cerradura de la puerta. Me levanté lentamente para no hacer el mínimo ruido, las manos me sudaban. Asomé la cabeza y vi un hombre con un revólver en la mano. Retrocedí con tan mala suerte que toqué con el brazo el jarrón de la cómoda; el estruendo alertó al hombre. Me oculté bajo la cama. Oí un chasquido, que parecía el percutor del revólver; pero en realidad era el tambor y pude ver como introducía varias balas en la recámara. Supe que estaba perdida. Para mi sorpresa ignoró el jarrón y abrió el primer cajón de la cómoda. Sacaba su contenido y lo tiraba al suelo. Estaba aterrorizada. Siguió con las pesquisas,

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cajón, tras cajón. Cuando llegó al último lo sacó y le dio la vuelta. Aquí está murmuró. Era un cuaderno de notas de color ocre, que parecía antiguo. Lo guardó en la chaqueta y miró un instante el espejo. Entonces bajó la mirada hacia la cama. Me encogí asustada. Justo en ese momento alguien dio tres golpes en la puerta, el hombre salió corriendo de la habitación y se marchó. Respiré aliviada. No sabía para qué sería aquella libreta, pero no deseaba saberlo. Llamé a un cerrajero. La doble cerradura y la alarma me dieron tranquilidad, aunque, estaba segura de que ya tenían lo que querían y no volverían a molestarme. Sin embargo, cuando guardaba de nuevo la ropa en la cómoda, noté que había algo en el interior de una camisola de color rosa; era una hoja de papel. En ella decía: “Puedes correr cuanto quieras, pero no podrás huir de ellos, ni esconderte. Te encontrarán. Tu única salvación es que entregues el cuaderno al varón. Debes ser valiente y no tener temor. A no ser que quieras la vía más fácil; un tiro o un bote de pastillas, pero dejarás el marrón a Shana y estará en peligro. No te comportes como una cucaracha. Sigue el camino indicado. Recuerda que esos hombres deben pagar por lo que hicieron. Así pues, coge al perro y llévalo a pasear, luego olvida toda esta estupidez. Dejo el fregadero limpio. Ayer en la reunión hubo dos copas de más. Mucha suerte, amigo mío. Si lees esta nota, sabrás que me han encontrado”

Me quedé pálida. En qué narices estaba metido. Por otro lado, no teníamos perro. Y él no bebía. Estaba segura de que era un mensaje cifrado. Pero de quién. Decidí guardarla en el interior de un libro y olvidarme de todo. Nada podía hacer, nada quería saber, bastante había sufrido. Terminé de poner orden y regresé a la cama. Estaba helada.

Por la mañana cogí el libro, lo metí en mi bolso, y marché a trabajar. Después compré unas pechugas de pollo y ensalada César para la cena. Tuve la extraña sensación de que alguien me vigilaba. Sin embargo, no vi ninguna señal, persona o movimiento extraño

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que confirmase mis sospechas. Ya en casa, esta vez decidí darme un relajante baño de espuma. Fue tan satisfactorio que disipó mis temores, e inquietudes. Cené con vino tinto. Luego cogí el libro donde guardé la nota encontrada y lo devolví a la librería. Lo observé durante un largo rato desde el sofá. Al fin llegué a una única conclusión; nunca sabría quién lo había escrito, ni quienes eran aquellos hombres, no obstante, la libreta y la nota quedarían para siempre en mi recuerdo y nunca más volvería a indagar, ni a mencionar a nadie que existían. Entonces comprendí que fue John quien se lanzó contra el camión para protegerme. Mi vida empezaba de nuevo y tenía derecho a ser feliz. Jhonn no era un mal hombre, todo lo contrario, el tiempo que estuvimos juntos fui la mujer más feliz del mundo. Olvidar lo sucedido y continuar con mi vida era mi nuevo objetivo.

NURIA DE ESPINOSA España

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Querido Alka:

El mar me recuerda a tus ojos, que son profundos y ven mi alma a través de los míos, tus ojos que son azules, tan azules y hermosos que no quiero que nadie pueda verlos. Rodeado de toda esta agua, extraño sentir tu piel sobre la mía, sentir tu calor en esas noches frías, escuchar tu dulce voz. Lamento todos los días el no haberte besado una última vez, no haberte aprisionado en mis brazos para no dejarte ir jamás. Te extraño tanto que mi corazón llora por su soledad y mis ojos derraman lágrimas de dolor.

Aún recuerdo la primera vez que te vi, vestido con esas telas finas y una expresión de superioridad, entonces supe que mi vida iba a ser para ti. Es increíble como solo me tomo una mirada, un segundo, una sonrisa, un suspiro, solo uno para que mi amor se volviera miles. Los recuerdos vienen a mi mente todo el tiempo, y me pregunto si hubiéramos tenido más tiempo si te hubiera dicho mi amor por ti desde el momento que te vi, tal vez estaríamos juntos, tal vez no tenía que irme de tu lado. No sabes cuánto me duele no haber elegido estar a contigo, me arrepiento de haber dejado Portugal una vez más, pero esta es la última, solo una más, una más y estaremos juntos, juntos viendo el mundo caer frente a nuestros ojos, solo tú y yo, para siempre y por siempre.

Por favor perdóname, calma a mi corazón con una de tus cartas llenas de tu amor, dime que me extrañas, que quieres ver mis ojos negros, que quieres sentir mi piel áspera, que nunca más te vas a ir de mi lado. Por favor responde a mi carta, te prometo escribirte siempre. No te olvides de este pobre hombre que ruega a los cielos que lo lleven hacia ti, que nuestros caminos se reúnan y pueda descansar en tus brazos suaves, porque mi amor por ti es inmarcesible, y me vuelve loco cada día. Siempre tuyo.

112 I

Luego de escribir hasta la última palabra, enrollo la hoja y la pongo en el arnés que lleva en la espalda Plumas, para que le lleve la carta a Alka, solo espero que no esté enojado por haberme tardado en escribirle. Mis pensamientos se ven interrumpidos por un grito, lo que hace que rápidamente deje a Plumas salir por la ventana y comience su largo viaje hasta Portugal.

II

Las palabras de Kiran siempre hacen brincar a mi corazón, tanto que, si no hubiera decidido vivir su vida como pirata, viajando en ese vetusto barco, se habría vuelto uno de los poetas más prestigiados de esta época, aunque tal vez nunca nos hubiéramos encontrado.

Escucho un picoteo a lo lejos y al buscar de donde proviene ese sonido me doy cuenta de que es Plumas, el halcón de Kiran, al parecer por fin cumplió la promesa que me hizo cuando nos despedimos. Dejo entrar al ave, que rápidamente se posa sobre mi hombro como solía hacerlo durante mi tiempo en el barco, así camino hasta mi escritorio donde lo dejo descansar y comer. Al mismo tiempo que él come, tomo la carta que se encontraba en su arnés. La comienzo a leer.

Antes de dejar ir a Plumas, opté por hacerle caso a su petición y escribir una respuesta a su bella carta. En ella intenté expresar cuánto me dolió su partida, lo dolido que me encontraba porque prefiriera una aventura que estar conmigo, pero también le escribí lo mucho que extraño tocar su melena oscura y sus facciones filosas, lo mucho que lo amo y mi esperanza por que cumpliera su palabra.

Luego dejé al ave regresar a su dueño.

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III

Siento como todo a mi alrededor es muy ruidoso, pero no escucho nada. Veo a mis compañeros de toda la vida luchando por sus vidas, luchando con los Ingleses. Creo que se acerca lo inevitable, mi fin está cerca, tan cerca, lo siento caminar lentamente hacía mí.

Estoy feliz de haberle dicho esas últimas palabras a Alka, oh, mi bello Alka Carrasco, aquel chico rico que pensó que todos le debían algo, aquel chico que tenía la sonrisa más bella, de cabellos de oro y labios del color del vino, con facciones tan finas y delicadas como la seda. Oh, mi Alka, no pienses lo peor de mí en mi ausencia, no creas que me fui con alguien más, no hagas llorar a mi corazón. ¿Me volveré un inasible recuerdo, tal como tú lo eres para mí?

Mientras mi cuerpo se hunde con el barco, pienso en ti, hasta en mis últimos respiros pienso en ti. Solo quiero verte una vez más, solo eso, solo un beso más, solo eso, solo sentirte a mi lado, solo eso.

IV

Mi carta regresó junto a Plumas, no había una respuesta, ni siquiera estaba abierta. ¿Qué significaba esto?, ¿Me estaba ignorando?, ¿Estará bien?

Tomé otra hoja, y comencé a escribir, desesperado por una respuesta a esas preguntas, específicamente a la última. Después de esperar a que Plumas descansara y comiera, puse las dos cartas de nuevo en su espalda. Esta vez esperan obtener una respuesta rápido.

V

Nada, ni una sola palabra, nada que me dijera que estaba bien, nada.

Habían pasado dos meses desde que le había enviado esas cartas sin obtener algo a cambio. Envié tantas cartas que Plumas ya no quiere salir por la ventana, ventana que siempre está abierta esperando a que otra ave llegué con una carta llena de sus palabras

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diciendo que está bien.

Solo puedo esperar, esperar, esperar, esperar…

VI

Estoy harto de esperar. Los rumores crecen en el palacio, diciendo que Kiran se fue con alguien más, que me ha abandonado. Me niego a creer eso, él me amaba tanto que no podía dormir sin mí, él me amaba tanto que no podía respirar sin mí. Él me amaba, ¿verdad?

VII

Kiran no me amaba, me mintió, me abandonó, se fue sin decir nada. Solo me dejó una carta llena de mentiras, de palabras vacías, de promesas falsas e ilusiones ridículas. “Mi amor por ti es inmarcesible”, basura, eso es simple basura sin significado alguno. Había pasado cerca de un año desde que Kiran me dejó, me da asco decir ese nombre, me hace sentir usado. Él solo me quería para robarme dinero, que más esperaba de un pirata sin moral, debí haber aceptado esas advertencias “cuidado con Dariere, no es más que un ladrón y casanova”.

VIII

Hacia el final del segundo año, Óscar llegó a darme la noticia que cambió todo:

Su alteza, le tengo una infausta noticia comenzó mi sirviente más leal ¿Qué es, Óscar? dije sin levantar la mirada de mi libro Es sobre el señor Dariere dijo con algo de tristeza en la voz

Te he dicho que no hables de esa rata contesté rápidamente con enojo Es muy importante, y creo que es algo que le gustaría saber

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dijo con firmeza

Bien dije sin ánimos de pelear ¿Qué pasó con esa basura? continué aún sin mirar a Óscar

Él… hizo una pausa para tomar aire murió, acaban de encontrar su cuerpo junto a su barco.

Al escuchar eso, me quedé sin palabras. Sentí como las lágrimas resbalaban por mis mejillas, el libro calló al suelo y yo junto a él.

IX

Al despertar, miré a Óscar, que con su mirada me recordó lo que me había dicho antes, intenté hablar, pedirle que me dijera que era una mentira y que solo se había perdido en una isla. Pero las palabras no salieron, solo sollozos, simples sonidos que decían lo obvio, estoy llorando.

Me siento tan culpable que quisiera morir, como fui capaz de odiar al amor de mi vida, cómo pude culparlo de todo, cómo pude pensar tan mal de él, no merezco respirar el aire que él no puede. Kiran, si me puede escuchar, perdóname, perdona a este idiota que no supo que más hacer que culparte.

Por favor mírame con tus ojos negros, regáñame por ser infantil, dime que me amas, dime que soy un tonto, enséñame a manejar un barco como me lo prometiste, por favor di algo, solo una cosa, una última cosa, lo que sea, dime como puedo vivir sin ti.

Te amo escuché un susurro a lo lejos.

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XIMENA
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Mauro, esperando el metro, se propuso, firme y veraz en contadas ocasiones lo hacía formarse un límite y seguirlo. «Es hora de encontrarme. Obedeceré una vida. Mis antepasados existieron sin entenderse con una. Pero yo, conscientemente, hablo. La mía será especial. Una ciencia o una religión. (Apuesto a que mis vistas me engañan. Debe de haber otros antes que yo, preguntándose sobre lo que me preguntaré)»

La voz de la estación informó que el tren se demorará. Lluvias o algo por el estilo. «Si llueve, las piedras trituradas se mojan y el río crece, crece mucho». No se asomó a ver las piedras. Tomó asiento y, poniéndose las manos entre los muslos, continuó: «Soy Mauro, de La Estrella, Valle de Aburrá, Área Metropolitana, Antioquia, los Andes, Colombia, Suramérica. Son las ocho del 24 de septiembre de 2022. Mi madre y mi padre son de acá y yo moriré lo más seguro acá. Esta ubicación de espacio y tiempo me afirman en donde estoy. Al pensar deberíamos cumplir el ritual de las cartas: lugar y fecha, y de ahí en adelante el mensaje, y se termina firmando (siendo uno mismo, o dándole a eso un autor, un espíritu). Fuera preliminares, me ofrezco a divulgar la expresión americana Lima y su inteligencia. Sumergirme en su historia, sin envidia ni resentimiento, para encausar mi vitalidad. Miles de investigadores dedican su mente a una persona, se vuelven sus biógrafos, sus intérpretes y sus promotores. Yo seré como ellos, para América». Mencionó su continente y volvió en sí y en los que se aglomeraban sobre la plataforma. «Mis iguales. Compartimos batallas, próceres, huelgas. Pecamos al mirar hacia afuera. Lo repito. Miramos hacia afuera y ¡con qué ganas! Eso de allá es cultura, es civilización, es repetible. En cambio, esto es débil, famélico, pesaroso. Mi objeto es entregarme a la virtud que nos rodea la hay y demostrarle a muchos nostálgicos la muestra poderosa de un lugar que apenas nace.

«En nosotros se condensa y se condensará lo diverso y lo

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contradictorio de los siglos por venir. Ambiguos, tristes, ensimismados, heroicos y salvajes. Esta resina no ha tocado el piso, y si lo hace, ¡miren el reguero de hojas secas, de estiércol y pensadores negándonos independencia! Mauro se opone. Beberé de Alfonso Reyes, de Galeano, de Martí, de los originarios y de los libertadores. Más que todo de ellos. Si busco el pensamiento y la acción velada, en los indígenas encontraré la muestra indispensable. Los que habitaron antes de la dialéctica, los ceremoniosos de la Pachamama. La minga, el sumak kawsay, la naturaleza y los mitos y las leyendas que nos competen. Su grito me usurpará como medio. ¡Siervo de los americanos! ¡Suma continental! ¡Chicha y diálogo!». Más llena la plataforma, los usuarios lo miraban con extrañeza: Mauro se agitaba levemente. Le quemaba pensar en lo que venía intuyendo desde la adolescencia. Planeaba convertirse en hombre. Además de las piernas inquietas, las manos sudorosas y los pelos de punta, era uno entre muchos. No pasaba desapercibido. Sin embargo, todos esperaban el tren.

«¡Cuero y playa! ¿Olvidar a los afrodescendientes? Ni loco. Césaire y Olivella, las panteras y los leones. Ay, “Muchos mundos se hacen”, sin duda. El exilio eterno o provocado, la lejanía africana, las raíces en tierra de colonos, en tierra propia, a las malas. De los palenques nace la autonomía, el jugo contra la apropiación forzada. Mi baúl es pequeño: soy blanco y oteador. Pero esto que hierve es sincero, es una inspiración interior, es la natural escucha de sí. ¡Y los gitanos con su romería, con su asentamiento y su danza! (¿Tengo la capacidad de reunir a todos en una reflexión, en un mirar de nuevo? No. Mas lo que he temido se desenvuelve y me inunda). Seré genuino donde me encuentre. Serán genuinos quienes me escuchen. Las teologías y las liberaciones levantarán la mano. El plan fue resuelto por los graves campesinos o las bahías de pasión, navegadas en términos de presente. Porque si bien el futuro chuza, la sangre es actual. Las relaciones brasileñas, norteamericanas, atraerán los celos de sus pasados». El área era inhabitable. Miles de

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voces, de estornudos, de suelas, de risas, de manos chocando, de respiraciones en el cuello, de sudores y de frío condensando los vahos en un bloque macizo y alarmante. Empezaban a cruzar la línea amarilla.

«Que estas personas me oyeran... ¡Compilaré las cartas, la ley de origen, los manifiestos y los comunicados indígenas!

Entregaré ejemplares bajo la consigna de Walsh urgente y fructífera : “Reproduzca esta información, hágala circular por los medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo, oralmente. Mande copias a sus amigos: nueve de cada diez las estarán esperando. Millones quieren ser informados. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad”. Aunque si un ministerio apadrina la edición, más llevadero su alcance. Y con la ayuda de muchos dioses será tradición global, quiéralo o no, pues habla del mundo. ¡El natalicio de un nuevo ser americano, abundante como estos amigos!». Lo estrujaron. Lo venían estrujando. ¿Qué les iba a decir? Los amaba por que existían con él. Extranjeros o autóctonos en especial autóctonos , los amaba por igual, se dejaba balancear por ellos, se entregaba a ellos... Realizaba su gran proyecto. Sería muy extraño amalgamarse en su país si estuviera fuera de él. Lo primero son los sentidos, estaba seguro. La metafísica a los incorpóreos. Él no; él era crónica, inmersión. Abrigaría el adiposo calor humano y el abismal frío de los rieles. Surgió en su dictamen los que defienden una causa desde un lugar diferente de donde se libra, y los quienes luchan, se contaminan o se purifican ahí. Mauro prefiere la contextualización. Él contextualizará a los pueblos de sus cunas. Agendó, en el transcurso de sus ideas, ir a lugares cardinales. A montañas, islas, llanuras, nevados, ciudades, caseríos, selvas, bosques, granjas, jardines y auditorios. «Pero tengo que montarme al tren, si quiero hacer algo. Demora, ¿cuánto aplazas? Yo diferí mi empresa ontológica. Si fuera hombre de acción, antes de los dieciocho ya leería sobre el tema. Buscaría charlas, ciclos de cine, conferencias, reuniones... Flemas, estrujón y gripe.

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Nos hacinaron. ¿Y la voz? ¿Se tiró alguien? Eso rumoran. Por favor no, que nadie muera. Sin la vida, ¿para qué esforzarse? La base de mi futuro es la vida y mantener vivos a los nuestros. Formaría, con esa persona que se suicidó, un semillero de Estudios Nuestramericanos»

El personal que intentaba salvar a las embarazadas y a los viejos de la asfixia y del atropellamiento, era parte del problema. Mauro los observaba regresar a un punto seguro fuera de la línea amarilla. Sus elucubraciones lo doparon. Reanudó.

«¡Por fin! Una “verdad pequeña en que sentarme”. ¿Cuántos de los que balancean el sofoco tienen una? Estoy dispuesto a regalarles esta verdad. Es que, desde un principio, no es mía. La correteé, eso sí, y me cedió acompañarla. Desde acá abajo solo veo bolsos y chaquetas. Ojalá fueran jíqueras y ruanas. Pronto...». La voz anunció la cercanía del tren. Se levantó, respirando con más soltura, el viento calmándole la fiebre, y un inesperado camino lo dejó pisar la línea. «Dejar salir es entrar más rápido», repitió la voz. «Saldrán mis compañeros y entraré a inhalar su aire encapsulado. Hará calor dentro. Yo haré parte de ese calor. Lo abrigaré con mi afán». Se asomó y vio al tren acercarse. Observó los cascajos mojados, amontonados, y los rieles imperturbables. En varias ocasiones los contemplaba vacío de pensamiento. A diferencia de hoy, un día sin igual, en que por muy tarde que fuera, la máquina de su energía se concentrará en un designio. Mauro adelantó más de lo debido. No tuvo misericordia la masa apretujada ni los operarios que abrieron acceso para las embarazadas y los viejos colombianos. El conductor del tren frunció el rostro al ver un pequeño hombre ser lanzado de la fila horizontal de posibles mártires. No mencionó palabra, no miró al conductor. Cerró los ojos, incrédulo. Ahora que podía direccionarse en fin de América, lo mataban. La inercia lo molió y la lluvia le limpió los huesos. De la generalidad salió un reproche. Los ocupados odian los suicidas, solo que Mauro no lo era. Y ellos ¿qué iban a entender? El de hace un

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rato, el que los demoró, tampoco era uno; era la lluvia desbordando los ríos, la que ahora enjuga el acero con sangre. Este es el sacrificio. El sello de la carta. ¡Y quién le negaría el amor que les profesó aun cayendo! Y sin escrúpulo la voz: «Dejar salir es entrar más rápido»

ALEJANDRO ZAPATA ESPINOSA Colombia

Página WEB: https://alejandroze8.blogspot.com Red social: @zalejandro8e

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El incipiente adivino lanza un puñado de semillas de perejil al aire a sabiendas que el pronóstico radica en su fantasía y no en el ascenso y descenso de objetos diminutos. Para fortuna de Zenitram, el Hablante de las Estrellas, la mujer se concentra más en ella misma que en los movimientos encaminados a consultar su futuro. Beatriz luce un semblante tan inexpresivo que quizá le hubiera dado lo mismo encontrar runas, canicas, ojos de sapo, naipes o fichas de dominó en el análisis al que se somete más con resignación que con esperanza.

Juan Martínez Salas eligió llamarse Zenitram harto de ser albañil sin obra y sin contratos. Teme que alguien descubra su apellido al leer el nombre con atención. Se reanima al pensar que el éxito llegará gracias a los visitantes que entran y salen del consultorio. Sabe que todos son representaciones de Pedro. El amigo que asume ser distinto varias veces al día para respaldarlo y hacer creer que los servicios del adivino gozan de alta demanda. El transformista piensa que el triunfo de Zenitram también impulsará el negocio de renta de disfraces atendido con poca fortuna a unas cuantas calles. Pedro se esmera en cambiar identidades sin ser descubierto. Confía en sus habilidades interpretativas y en la calidad de sus atuendos destinados a cosplayers, actores, zombis, días de muertos, bromas y publicidad de todo tipo.

Juan agradece el apoyo generoso.

El desfile de personajes es incesante. El hombre regordete, la anciana y el fortachón son meros artificios. Lo mismo que el tullido, la joven risueña y el futbolista que Beatriz supone piezas de una clientela abundante.

Dígame su nombre por favor pregunta Zenitram sin recibir respuesta.

El adivino alza la voz y ella se sobresalta.

Diga su nombre para aproximar las estrellas donde habitan los buenos augurios repite con vocales alrevesadas.

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Beatriz responde en un murmullo con rostro sonrojado al soñarse desprovista de problemas.

Zenitram musita palabras incomprensibles. Beatriz lo encuentra parecido a un joven de ropa sucia y rostro empolvado que ofrecía reparaciones domésticas y servicios de impermeabilización en una plaza próxima.

“Debe ser una coincidencia”, se contesta la mujer. Sonríe sin darle importancia al polvo acumulado en el cuartucho de la vecindad opaca. Supone que el adivino acaba de llegar del extranjero y aún no puede instalarse de forma adecuada. Agradece al destino haberlo descubierto en tales condiciones. Así la consulta será más barata.

Zenitram aún no logra deshacerse del acento local. Alarga las erres para sonar extranjero y se descubre tan extraño como un cocodrilo vocalizando en el estuario más próximo. Se sonroja al notar la mirada de Beatriz analizando las palabras y los gestos. Tiembla al descubrirla bonita. Intuye que no es una persona de altas pretensiones; de otro modo no soportaría la pestilencia que brota del servicio sanitario recubierto de mugre. Lamenta no haberlo arreglado antes, pero la limpieza nunca ha sido su especialidad.

Juan carraspea y escupe en la palma de la mano las semillas que había mantenido ocultas en su boca para disfrazar la voz poco extranjera. De quedar bien dispuestas le permitirán adentrarse en el destino de la misma manera en que otros analizan los residuos del café. Inhala fortaleza y vuelve a ser Zenitram, el interlocutor metafísico.

Mire Beatriz, Mire bien la suerte que el futuro depara para usted. Veo luz entre la sombra. Oigo voces que vienen del inframundo y murmullos de fantasmas cotidianos.

Zenitram esparce las semillas encima del papel más barato que encontró en la tienda de la esquina.

Es afortunada Beatriz. El destino llega misterioso. Así nos encuentran los ángeles de la guarda. Los puntos se acercan y distancian según el sentir del espíritu. Si trazo líneas para unirlos

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podrá ver una estrella.

Juan desplaza un lápiz con temblores que traicionan la confianza anterior.

La visitante cree ver un lucero más allá de la telaraña puesta a su alcance en un garabato extendido sobre el papel madera.

“Zenitram no es feo, aunque se parece mucho a Juanito, el albañil”, se dice Beatriz, mientras el hombre complementa el pronóstico con voz que interrumpe todo razonamiento.

Eso quiere decir que a partir de mañana será libre de cuanto la entristece.

Ella exhala el miedo contenido.

–Me debe cien pesos –se apresuran a responder Zenitram y Juan ya confundidos por la confianza procedente de la mujer reanimada.

Beatriz solo mira a Zenitram.

Paga sin regatear el dinero escaso desde siempre.

Juanito se pregunta si de verdad ella lo cree buen adivino. Sonríe sintiéndose profeta. Agradece el torrente de palabras que mantienen sus mentiras. Arroja más semillas al cielo.

En la altura sueña descubrirse junto a ella para siempre. Beatriz comparte la sonrisa. Se palpa el vientre y sabe que ha encontrado un padre para el hijo que espera desde hace un par de meses. Piensa que podrá convencer a Zenitram de usar otro sistema de adivinación. Solo así obtendrá un futuro distante de las semillas de perejil tan detestadas como las de alpiste y ajonjolí; esos otros alimentos exóticos solo dignos de pájaros cautivos y niñas de inaudita pobreza.

Pedro vestido de gendarme los mira salir a la calle y piensa rentarles varios atuendos hasta culminar el proyecto de consolidación mercantil con el alquiler de un frac negro y un traje de novia muy blanco.

Disfraces de calidad para días de tonalidades festivas e incomparables donde la buenaventura deja a todos satisfechos.

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JOSÉ LUIS VELARDE México

Página WEB: Literatura Virtual

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El ejecutivo caminaba por el aparcamiento de la multinacional en busca de su vehículo. Era tarde, casi las nueve de la noche, por lo que a esas horas no había movimiento de empleados. La segunda planta, donde tenía su plaza reservada, estaba desierta. No era habitual, pero había tenido que quedarse trabajando hasta tarde, en ocasiones, cuando la finalización de los proyectos era urgente, era necesario hacerlo.

Llegó a su coche, un Mercedes 500 SL del año 1995, le gustaban los coches clásicos, y comenzó a buscar las llaves en su cartera. En ese momento una sombra apareció de la nada y sintió como un cable metálico le rodeaba la garganta. El fino cable de acero le apretaba cada vez más, instintivamente se llevó ambas manos al cuello con intención de aflojar la presión. Sin embargo, el artefacto estaba cumpliendo con su cometido a la perfección, por lo que en pocos segundos cayó, ya sin vida, desplomado al suelo.

León Sampai conducía de regreso a casa. No había demasiado tráfico por lo que disfrutaba del viaje, escuchando, además, una de sus óperas favoritas, lo que siempre le relajaba al volante. No había sido difícil realizar el trabajo, el encargo, ya que él era un estupendo profesional.

Como en ocasiones anteriores le había bastado con un estudio y seguimiento de las actividades y hábitos que llevaba a cabo el ejecutivo, para poder establecer un plan de acción adecuado… otro día más en la oficina, como solía decirse.

Efectivamente, León era un gran profesional, de hecho, formaba parte de un exclusivo y reducido grupo de profesionales, solo era necesario utilizar los dedos de ambas manos para contar los “colegas” que ostentaban su mismo estatus en todo el mundo, a los que se les encargaba los trabajos más exclusivos, de mayor categoría. León, como asesino a sueldo o sicario de élite que era, solo trabajaba en casos donde había que eliminar gente de muy alto poder adquisitivo, por las razones que fueran, cobrando por ello

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unas cifras que terminaban con muchos ceros.

Llegó a su vivienda en un céntrico edificio de la ciudad, aparcó su lujoso, pero no ostentoso, vehículo en el garaje y subió hasta la última planta.

Dados sus considerables ingresos podría vivir, tranquilamente, en alguna de las mejores mansiones de las zonas residenciales que rodeaban la ciudad, pero su peculiar trabajo requería de cierta discreción. No obstante, había comprado los dos áticos del edificio donde vivía, uno de los mejores de la ciudad, y los había unido transformándolos en un inmenso y espectacular piso equipado con todos los lujos y comodidades que le habían apetecido. Además, poseía una fantástica propiedad, formada por varias hectáreas de terreno y una colosal mansión colonial de finales del siglo XIX, en un paraíso fiscal, sin que legalmente pudiera atribuírsele que fuera de su propiedad. Este era su refugio cuando quería desconectar de todo y pasar tiempo, o temporadas, descansando de la tensión propia de su trabajo.

Estaba satisfecho de su vida actual, de su vida en general, quizás el único error fue haberse casado. Se casó muy joven, de eso hacía ya bastante tiempo, y pronto se dio cuenta de que su matrimonio no funcionaría.

Apenas habían transcurrido cinco años cuando se divorciaron. Lo único bueno que había quedado de todo aquello fue el haber tenido a su hijo. En la actualidad tenía veintinueve años y un estupendo trabajo en una multinacional tecnológica, aunque hacía más de diez años que no tenían noticias uno del otro, en realidad no tenían ningún tipo de relación.

Por otra parte, no todo eran ventajas. Para poder mantener el estupendo tren de vida al que estaba acostumbrado desde hacía mucho tiempo y poder disfrutar de todas las satisfacciones que este le reportaba, debía cumplir escrupulosamente con las normas impuestas por la gente, totalmente desconocida para él, que le enviaba los encargos, los trabajos que debía ejecutar.

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La Organización, como así la llamaban los profesionales que trabajaban para ella, enviaban un informe detallado del trabajo que se debía realizar a través de un servidor instalado en la “Deep Web”, de manera que absolutamente nadie, salvo el destinatario del mismo, pudiera tener acceso y conocimiento de la existencia de la información.

Había pocas normas en la Organización, aunque, eso sí, estas eran de obligadísimo cumplimiento…a rajatabla. No cabía posibilidad alguna de ser negociadas, revisadas o cambiadas. Los profesionales que aspiraban a poder trabajar para la Organización ya sabían de antemano, y así lo aceptaban, que en caso de ser admitidos en este pequeño grupo de profesionales de élite tendrían que cumplir las normas hasta el día de su jubilación. Era el precio a pagar por las estupendas recompensas y beneficios que se obtenían a cambio.

Dos de ellas resultaban, con mucha diferencia, las más importantes. Por un lado, no estaba permitido rechazar ningún encargo, ningún trabajo.

Bajo ningún concepto. El profesional recibía el dossier con la información correspondiente y él mismo tenía la libertad absoluta para organizarse, en cuanto a tiempo necesario y metodología a emplear, para llevar a cabo, por supuesto siempre de manera discreta y eficaz, el trabajo pendiente.

En caso de que alguien, por el motivo que fuera, decidiera rechazar o no llevar a cabo el trabajo, sería ejecutado a manos de algún otro profesional de la Organización. Así de sencillo. El propio León, cuatro años atrás, había que tenido que desplazarse hasta Latinoamérica, zona donde solía operar uno de los miembros, para acabar con él, después de que una vez comenzado un trabajo le hubieran surgido ciertos remordimientos.

La otra hacía referencia al concepto de la jubilación. Concepto que se manejaba, dentro de la Organización, como si se tratara de una empresa o multinacional al uso. Cualquier

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profesional que llevara más de diez años de servicio podía jubilarse, abandonar la Organización, en el momento que quisiera, con independencia de la edad que tuviera. Aunque para ello había que cumplir con la norma, igualmente estricta y tajante que la anterior, conocida entre los profesionales como “la tríada”. En el momento en que se solicitaba, se manifestaba, el deseo de abandonar, la solicitud era tramitada y admitida si se cumplían los requisitos. A partir de ese momento el solicitante continuaba en nómina hasta que cumpliera con la ejecución de “la tríada”. El solicitante, para poder jubilarse, debía llevar a cabo los tres últimos trabajos que le fueran encargados. Una vez realizados satisfactoriamente, como solía ser habitual, podía desvincularse definitivamente.

Precisamente León se encontraba en esta tesitura, en este proceso. Ya tenía una edad, no era ningún jovencito, y aunque podía presumir de un excelente estado físico que podía compararse, si no mejorar, con cualquiera de ellos, necesario por otra parte para el trabajo que desempeñaba, ya había presentado su solicitud de jubilación, por lo que ya acababa de comenzar con la ejecución de su “tríada”.

La eliminación del ejecutivo del aparcamiento había sido el primer trabajo de su triunvirato final. La información de su penúltimo caso le llegó al cabo de los cinco meses. Se trataba de un rico empresario italiano, del ramo de la construcción, que solía acudir, dos o tres veces al año, a la espectacular reserva natural de las Illes Medes, en la localidad gerundense de L’Estartit, para practicar una de sus múltiples aficiones como era el submarinismo. No le resultó difícil manipular el equipo de buceo del empresario para que este sufriera un trágico accidente, puede pasarle al más experimentado de los buceadores, y ya no saliera con vida de las maravillosas aguas del litoral de la Costa Brava. Además, por si se producía algún contratiempo de última hora, que no solía ocurrir, el propio León se encontraba sumergido en las inmediaciones por si tenía que activar un plan B y eliminar con

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métodos más contundentes.

De regreso en su hogar, con la satisfacción del deber cumplido y del trabajo bien hecho, León Sampai comenzaba a pensar en su inminente futuro, en el momento que dejaría atrás la Organización y su trabajo para empezar a disfrutar de una vida mucho más tranquila, de una vida que podría vivir de una manera extraordinariamente placentera teniendo en cuenta los enormes beneficios que había acumulado a lo largo de los años.

Seguramente pondría a la venta, aunque fuera perdiendo algo de dinero, su magnífico ático del centro de la ciudad ya que no lo necesitaría más como centro de operaciones de su trabajo. Podría retirarse a su mansión colonial y desplazarse, cada vez que quisiera, a cualquier parte del mundo para cualquier actividad o evento al que quisiera acudir. En definitiva, una vida más que merecida después de haber sido durante tantos años un gran profesional.

Habían pasado tres meses, el otoño había llegado con temperaturas algo frías en comparación con lo que era habitual y con un clima bastante lluvioso, cuando recibió la notificación de su último trabajo. Le causó cierta sorpresa, no esperaba recibirlo tan pronto, pero por otra parte se puso contento por significar, este último trabajo, lo que significaba.

Descargó el informe, pero no le echó ningún vistazo, pensó dejarlo para la mañana siguiente.

Se encontraba tan eufórico que decidió salir a cenar a uno de los restaurantes de lujo que solía frecuentar, donde solía tener siempre mesa reservada, y acudir a la última representación operística que recientemente se había estrenado en la Gran Vía, la zona de espectáculos de la ciudad. Cuando volvió a casa, después de una reparadora ducha, se acostó pensando en el informe que le estaría esperando a la mañana siguiente.

Se levantó temprano, como era habitual en él, y preparó su desayuno habitual formado por una buena taza de café recién molido, zumo de naranja natural y tostadas de atún con tomate.

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Cuando se encontraba a medio desayunar comenzó a hojear el informe que tenía preparado… casi se atraganta con el trozo de tostada que estaba masticando, la mano que sostenía la taza de café estaba temblando un poco, con riesgo de derramarlo, por lo que tuvo que dejar la taza en la mesa.

Cuando leyó el nombre de la próxima persona a la que tendría que eliminar, la persona a la que tendría que matar para cumplir con su último trabajo y poder retirarse… no se lo podía creer. Los ojos se le abrieron como platos y una sensación de asombro y estupor le embargó, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. ¡Se trataba de su hijo!

Allí estaba, en la página inicial del informe, resaltando ahora de una manera más clara si cabe, el nombre de su propio hijo. Un último informe, un último encargo para León Sampai, el último escalón que debía superar para alcanzar el ansiado retiro, para dejar atrás tantos años de exigencias y tensiones y poder disfrutar de una vida tranquila y placentera. Un último trabajo para él, que siempre había sido, y era, un gran profesional.

ANTONIO MOMPEÁN MAYOL España

Twitter: @antmompean

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Sucedió un día cálido, más tórrido de lo habitual pero la temperatura esta vez la aumentaba la discusión que mantenían los personajes reunidos a la sombra de una derrota amazónica. Eran tantos y de tan diferentes especies que para cobijarse del sol necesitaron ponerse debajo de esta planta. Además, por precaución trataban de mantener cierta distancia unos de otros ya que era una reunión en donde todos desconfiaban de todos, todos se creían enemigos entre sí.

Los monos eran los únicos que ponían empeño en bajar la tensión reinante ya que saltaban de hoja en hoja y hacían piruetas que ellos mismos festejaban.

De vez en cuando los caimanes los aplaudían, pero inmediatamente los jaguares mostraban sus garras e imponían silencio.

¿Qué los había reunido?: una rimbombante noticia, la anaconda se había enamorado de un dragón.

El debate era si los moradores de la selva aceptaban este romance o no.

Los tucanes aplaudían con entusiasmo y movían de derecha a izquierda y de izquierda a derecha sus largos picos naranjas mientras tragaban unas bayas recién cosechadas. La partida de la anaconda les quitaría uno de sus enemigos más enraizados.

Los cocodrilos también apoyaban pues consideraban al dragón como uno de los ancestros mitológicos de las serpientes.

Los ciervos seguían atentamente la discusión, pero no se atrevían a opinar pues temían la venganza de la anaconda. Siempre se sentían amenazados por las diferentes especies por lo que no hacían amistad con nadie y se mantenían apartados.

La anaconda explicaba con movimientos sensuales su enamoramiento y la necesidad de estar abrazada a su amado.

El águila harpía que imponía respeto por ser el rapaz más poderoso por sus dimensiones, movió su cresta gris, fijó su mirada

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chocolate e hizo silenciar al auditorio. Les advirtió que ningún ser vivo podía acercarse al dragón sin correr la suerte de ser devorado por su lengua de fuego. La anaconda ignoró el consejo y siguió insistiendo en consumar su romance.

Los guacamayos sugirieron dejarlo librado a las barajas, que las cartas definieran la suerte de la serpiente.

La reina de corazones dio la aceptación y tras el grito de alegría de unos y la desaprobación de otros partió la anaconda. Atravesó la selva, cruzó un río de aguas caudalosas y trepó la colina. En la cima se encontraba el castillo del dragón.

Al verla llegar, este abrió la pesada puerta de hierro y la recibió con un beso de fuego.

El águila harpía que había seguido desde el aire el derrotero de la anaconda vio con horror como esta rodaba envuelta en llamas...

Despertó sobresaltado, solo había sido uno de los tantos sueños, a veces pesadillas que lo acompañaban en su torturada vida. La selva lo había alimentado, lo había llenado de fantasías, pero también lo había devorado.

Miró la cama vecina y tendido en ella, con una respiración agitada, dormitaba Vicente, el hombre elefante, ahora su más íntimo amigo.

Carraspeó hasta lograr que el mismo abriera sus ojos y clavó en él su mirada suplicante. Su vecino comprendió que había llegado el momento que días atrás habían planificado. Era temprano aún y restaba tiempo para que pasara el jefe de enfermería a leer el parte diario.

Con sus piernas deformes, Vicente bajó de la cama, se acercó a su bolso maloliente y extrajo el frasco que le había alcanzado su vecina el día anterior. Volcó el contenido en un vaso, besó la frente de Horacio y con lágrimas en los ojos le dio la letal bebida.

Los enfermeros alcanzaron a ver su último estertor; al igual que la anaconda, el cuerpo era quemado por los efectos del veneno

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mientras el alma del escritor rodaba hacia la inmortalidad. Al cortejo lo acompañaban los flamencos con sus patas enrojecidas, la gama ciega que era guiada por la tortuga gigante, unos cachorros de coatí y el loro pelado.

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No me juzguen. No creo ser sádico. Simplemente he intentado comprobar mi teoría. Creo que el dolor es la mejor piedra de toque para medir las emociones. Siendo más exacto, considero que según sea el grado de refinamiento de una persona así será su umbral del dolor.

Por supuesto, me convertí en asiduo a las funerarias suponiendo que allí encontraría las muestras de desgarramiento más sublimes. Obtuve resultados decepcionantes: el dolor de los padres ante la desaparición física de sus hijos resulta demasiado atávico. A la inversa es casi pura convención social, excepto en casos de inmadurez evidente.

Quise analizar entonces el de los amantes ante la muerte de sus parejas: fue una total decepción. Solo encontré vulgares deseos sexuales frustrados, dependencias neuróticas y resistencias al cambio.

Sin embargo, hoy fui testigo de una muestra de dolor excepcional, digna de ser ensalzada en una tragedia de Eurípides: la de la auxiliar de limpieza de la funeraria al comprobar que había roto por tercera vez en una quincena la escoba de la institución. Sus lamentos in crescendo al saber que la iban a despedir fueron tan intensos que no logro reconocer aún si tuve un orgasmo estético o una eléctrica catarsis…

ROBERTO GARCÉS MARRERO Cuba

Facebook: https://www.facebook.com/roberto.garcesmarrero/

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Si abro la cajuela estoy perdido. El oficial de tránsito aluzará con su linterna y descubrirá que un gato hidráulico y la llanta de repuesto no es lo único que traigo conmigo. Él verá al niño amordazado, me apuntará con su arma. Bajaré del auto y me hará acostarme en el suelo con las manos sobre la cabeza. Entonces perderé mi trabajo, mi reputación y mi libertad. En la cárcel me recibirán con violencia. «He oído que la primera semana llegan a necesitar pañal». Trago saliva. ¿No me escuchó?

Sí señor, pe…pero… se me traba la lengua y siento el sudor escurrir por mis brazos. Observo al oficial. Viste camisa blanca y pantalón de vestir negro. Tiene la corbata floja y de su cuello pende un crucifijo de plata.

Me regalaron uno igual cuando entré al seminario. Tenía dieciséis cuando lo decidí. Por aquel entonces había leído la biblia un par de veces y era el catequista al que le asignaban los alumnos de primera comunión. Me encantaban las historias: el arca de Noé, José el soñador, las desventuras de Job, el príncipe de Egipto; y luego estaba todo el nuevo testamento, con Jesús de Nazaret y su camino del héroe. Mi afición por la Palabra me llevó a descubrir otras lecturas como La epopeya de Gilgamesh, El paraíso perdido, El libro de Enoc y Svmma Daemoniaca: Tratado de Demonología y Manual de Exorcismos.

Recuerdo que descubrí este último un miércoles de ceniza y leí un tomo tras otro en mis horas libres, con las manos entumecidas y las orejas rojas. Terminé el tomo número nueve un día antes de Pentecostés. El capítulo uno, del primero de estos volúmenes decía lo siguiente:

“Un demonio es un ser espiritual de naturaleza angélica, condenado eternamente. No tienen cuerpo…”

Por eso son tan peligrosos. Un demonio puede poseer un cuerpo, uno de los capítulos hablaba de la posesión, decía: “La posesión es el fenómeno por el que el espíritu maligno

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reside en un cuerpo y en determinados momentos puede hablar y moverse a través de él, sin que este pueda evitarlo”.

La idea de ser un sacerdote me agradaba, pero ser un exorcista me parecía fascinante. Luchar cara a cara contra el mal. Sueños de niño. Cuando uno crece solo se quiere tener al mal lo más alejado posible. Con la crueldad de la vida es suficiente.

El primer año en el seminario lo llevé muy bien. Era el primero de la clase y cumplía mis responsabilidades con diligencia. En el segundo año fue cuando comencé a dudar, me enamoré de una chica del coro. Tenía pecas en la cara y ojos de primavera. Cuando el cura nos descubrió en medio de un frenesí de besos detrás de la capilla, decidió cambiarme de iglesia. Pero pronto descubriría que me gustaban demasiado las mujeres. Fui transferido cuatro veces más antes de que me enclaustraran en el seminario. No es que ahí todos fuesen santos, algunos compañeros jugaban “luchitas cariñosas” cuando creían que me había dormido. Por alguna razón los curas se hacían de la vista gorda con estas prácticas. Yo recurrí a mi imaginación, idas al baño en la madrugada y aprender a usar la mano izquierda. Cada día me pesaba más seguir en ese lugar. Estaba escribiendo mi carta de baja, cuando vi la convocatoria del concurso. Un certamen de cuento. El premio era ir a Roma y recibir un curso del padre Amorth. Los siguientes días aproveché mi soledad para volcarme en letras. Rehíce mi manuscrito dieciséis veces. El cuento hablaba sobre un cura que usaba la bilocación para dar misa mientras servía a los pobres. Mi texto ganó; y yo viajé a la ciudad-estado.

Abra la cajuela o me lo llevaré detenido.

Él no quiere que la abra le contesto, la idea está tomando forma en mi cerebro.

¿Quién?

¿Quién va a ser? Mire, tengo tres mil pesos metí la mano en mi bolsillo.

El oficial contempla el dinero en silencio.

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Se los daré, y usted olvidará que me vio. Así los dos viviremos… y nuestras familias. Pe…

O puede detenerme por lo que traigo en la cajuela y ambos sufriremos las consecuencias, pero le juro, por lo más sagrado, que si elige esa opción, me aseguraré de decirles que usted no quiso escucharme.

El oficial toma el dinero, lo guarda en el bolsillo de la camisa y dice con una voz que suena a gargajo: Circule, circule.

Piso el acelerador. Respiro profundo. Lo que acabo de hacer me puede traer problemas después, pero que el futuro se encargue de esos demonios, yo debo enfrentar los míos.

Al llegar a la casa, meto el auto a la cochera. Cuando la cierro, me apresuro a abrir la cajuela. Neil comienza a forcejear. «Me tiene miedo».

Lo cargo hasta llevarlo a mi cuarto, donde tengo todo preparado. Antes de entrar escucho romperse el espejo de la sala, la luz comienza a fallar mientras lo ato a la cama. Él me mira con sus ojos pardos, grandes. Por un momento parecen haber recuperado su salud, como en el día en que nos conocimos.

Venía de Inglaterra y hablaba poquísimo español, pero me esmeré en que se sintiera integrado. Era un gran lector y eso le ayudó a dominar el español en pocos meses. Era bueno y gentil, de todos los niños que conozco, quizá Neil es el que menos lo merecía.

En el buró, a un lado está mi registro de asistencia, mi credencial de maestro y un par de cirios, también está un galoncito con agua bendita. Bebo un poco.

Cuando dejé el seminario, supe que quería ser profesor. Así podría seguir enseñando y contando historias. Podría tener una novia sin que nadie me viera con aires de superioridad moral.

Mis alumnos son todo para mí. Su alegría es mía, comparto sus éxitos y sus tristezas. Ser maestro es una carga que se lleva con una sonrisa. Pero la sonrisa se borra cuando uno de tus alumnos

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comienza a verse decaído. Llega con ojeras, cortadas y raspones. Se queda dormido en clase. A los pocos días llega su madre molesta, a preguntar quién ha estado golpeando a su hijo.

Nadie, señora, yo lo vigilo en recreo.

Cuando una madre está desesperada, puede ser grosera, hacer amenazas. Citarte con la directora para aclarar el asunto. Pero como decía el maestro: La verdad os hará libres.

Lo he vigilado en recreo y he visitado al maestro en clase. Si tiene heridas, no se las hace aquí. Aunque sí debería asegurarse que duerma bien, se ha quedado dormido tres días al hilo explicó la directora.

La madre no tuvo más remedio que prometernos hacerlo dormir.

No tuvo éxito.

Hace dos días se quedó dormido antes de recreo. Me acerqué a él y lo escuché hablar en latín.

Corpus meum et animam… Corpus meum et animam… Repetía una y otra vez.

Cuando el demonio se manifiesta había dicho el padre Amorth . Lo hace como una segunda personalidad. Muestra ira, violencia, habla en lenguas. Cuando esto sucede, se debe acercar algún signo religioso, sí la persona reacciona negativamente a este, es un indicio de posesión.

Me retiré el crucifijo del cuello y lo puse delante de él. Neil me mordió la mano.

Yo grité y la retiré, como quien cocina y aleja el brazo después de que una gota de aceite le brinca en la piel. Neil se despertó, me miró y luego a mi mano.

Yo…yo…

Está bien, amigo. Estoy bien.

Ese día fui a su casa, con el pretexto de hablar con sus padres. Así conseguí el molde de la llave. Comprendí que no debía comunicarle al sacerdote, la iglesia tarda meses en aprobar un

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exorcismo y según lo que he aprendido, Neil no tenía tanto tiempo.

No los dejan dormir. Es para que merme su voluntad. Los agreden física y psicológicamente. No hay descanso para los malditos, dice Alighieri.

El niño ha dejado de hacer ruido. La luz eléctrica se ha ido. Son los cirios mis compañeros en la penumbra.

Escucho una voz, no es grave, es más bien atiplada. La voz que tendría un reptil si hablase nuestra lengua. Dice mi nombre. Vade retro Satana comienzo el rito.

J.R.SPINOZA México

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oy tan lento, mi musculatura es tan torpe, que me cuesta creer que yo sea ese niño tan hermoso que se ve en mis fotografías de infancia. Tal vez sea cierto que la infancia tiene algo de angelical que con el tiempo vamos perdiendo. El caso es que no me reconozco y debe ser por culpa del canguro de la leche.

Cuando era niño y vivíamos en la calle Ameghino, todos los días venía el lechero don Rodríguez a traernos su servicio. Lo veía llegar en su carro blanco, cargado de tachos, en el que se destacaba la figura de un esbelto canguro, parado sobre sus patas bien enhiesto , al lado del cartel que en un filete extraño decía “La leche es buena”. Ahora entiendo que aquello era una consigna publicitaria o una especie de campaña de concientización tan en boga en esa época.

Yo veía al canguro, sostenía su mirada, y pensaba que, si me tomaba toda esa leche que, diariamente, dejaban en casa, un día sería fuerte y atlético como ese canguro. Yo me decía para mis adentros voy a ser un canguro Rodríguez. Convencido estaba que mi masa muscular eso lo veo ahora y el desarrollo de mi agilidad dependía de esos tachos que venían llenos de leche de canguro.

Lo angelical de la infancia creo ahora, pero no lo digo es una boludez tremenda. Yo que me pensé criado por leche de canguro soy ahora este pelotudo que no se reconoce en las fotografías de infancia. Soy tan lento y torpe que no me lo puedo creer. Si el canguro Rodríguez hubiera sido un colibrí, tal vez me creería que podría ahora estar suspendido en el aire o andar volando.

RICARDO BUGARÍN Argentina

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La jovencita se llamaba Claudia. La violaron a los nueve años. Le rompieron un brazo y una pierna a los once. La violaron de nuevo a los trece. La golpearon hasta casi matarla a los quince. Su familia fue la culpable. Ellos pagarán por eso.

Huyó de casa. Pasó los siguientes cinco años en un hospital psiquiátrico. Mostró una cierta mejoría y consiguió un poco de libertad. Aprovecho ello para escapar.

Al mes, conoció a un hombre que se dedicaba a estafar mujeres maduras. Era guapo y cariñoso. Ella lo sedujo con habilidad, pues no era su tipo de fémina. Él la cobijó en su casa. Le daba un poco de paz, la suficiente. La chica necesitaba tranquilidad para maquinar un plan. Volvería a la casa de sus progenitores y sus dos hermanos mayores. No le contó nada a su protector. Jamás entendería la dimensión del asunto.

Transcurrió cerca de un año. Solía mostrarse asequible y enternecedora con Pablo, pese a que no lo amaba. Al parecer, él sí estaba enamorado de Claudia, eso era pertinente para el proyecto de aquella. No existía otra meta en su vida que no fuese la venganza. Su familia debía morir. Mi familia, sarta de malditos. Era perentorio seguir fingiendo que quería a su novio, ya que dependía económicamente de este y raras veces le pedía dinero, para comprar ropa, joyas de poco valor, libros de mediano costo. Pablo se le concedía sus pedidos, nunca sospechó que estaba siendo engañado por aquella delgada joven de tez pálida y cabello negro, la cual escondía entre su escaso maquillaje una taumatúrgica belleza. Un día, Pablo le dijo que debía ausentarse un par de fechas, que no llegaría a dormir.

Claudia supo, al levantarse la mañana siguiente, que ese era el día, su día. El amanecer le brindó las energías necesarias para cumplir su cometido. No había dudas en su mente, la cual, a menudo le parecía que se le quería escapar por el cerebro, hacia atrás, como un cangrejo. La imagen de sus sesos en el piso de la sala

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no la amilanaron, por lo contrario, la regocijaron, sabía que era su destino. Tras desperezarse, se bañó, desayunó, se vistió e hizo una pequeña maleta con sus pocas pertenencias. Estaba convencida de que jamás regresaría.

Partió muy temprano hacia el asentamiento humano que la vio crecer y sufrir. Subió el cerro y tocó la puerta. Su madre abrió. Las arrugas le llenaban la cara. Claudia recordó cuando le propinó la golpiza a los once años cuando su padre le dijo a esa mujer vieja que su hija era mucho mejor en la cama.

«Tú me lastimaste, nunca me defendiste. Me mandaste con una tía porque estabas celosa, pensabas que mi papá te iba a dejar para estar conmigo. ¡Yo solo tenía nueve años!»

«¿Qué vienes a hacer aquí, estúpida? ¡Lárgate, tú ya no eres mi hija!»

«¿Dónde está él? ¡Quiero verlo!»

«Está atrás de la casa, en su viejo sillón, donde siempre ha estado, el mismo lugar donde te frotabas sobre él, ¡puta!»

Claudia rodeó la vivienda y lo vio, fumando la misma marca de cigarrillo que disfrutaba cuando la violó contra natura.

«¡Al fin, bastardo! ¡Al fin!»

«¿Qué hace esta perra aquí?», preguntó el hombre. No pudo decir nada más. La muchacha le descerrajó un tiro en los genitales. Luego le dio otro balazo en el pecho. Disparó por tercera vez. La mujer comenzó a chillar. Un perro ladró con fuerza desde el interior de la casa.

«¡Ernesto! ¡Braulio! ¡Vengan, Claudia se ha vuelto loca! ¡Hijos, ayuda!»

La madre no dijo más. La bala le ingresó por la espalda y le salió por la teta izquierda. Cayó de rodillas. Claudia entró a los cuartos. Aún tenía ocho balas. Pensó en dedicarle tres tiros a cada uno de sus hermanos. Braulio salió primero. Tenía un machete. Se lanzó contra su hermana. Ella le disparó en el ojo izquierdo. Otro tiro en la boca. Otro en el cuello.

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«Por lo que me hiciste a los once años, basura».

Seguía en la casa. Ernesto estaba en medio de la sala, paralizado, una mujer y un bebé se encerraron en la cocina.

«Clau…»

Dos disparos más.

«No te dejé violarme y casi me asesinaste, ¡quédate muerto, lacra!»

De una patada quebró la puerta de madera de la cocina. Dos disparos más sonaron.

«Así que te conseguiste una mujer y te atreviste a reproducirte».

El canino se lanzó contra ella. Su última bala le dio al chucho en mitad de la frente.

La gente en la calle gritaba. Sucedió otra vez dijo Claudia, extrañada . Lo hice todo mal. Volveré al hospital y ya nunca saldré.

Detrás de ella, los cuerpos de seis transeúntes y un perro detenían el tráfico. Claudia solo atinó a silbar mientras la patrulla se detenía.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

Perú

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