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MUNICIPALISMO 2020 EL NORTE DE CASTILLA
El patrimonio de Castilla y León
Rafael Vega
LA TIERRA LLENA DE VACÍO
S
iempre que pienso en todo cuanto atañe a nuestro patrimonio y su protección me viene involuntariamente a la memoria aquel pobre, desamparado y –por qué no reconocerlo– desnortado párroco de un pueblo castellano que a finales de los años setenta y demencialmente orgulloso de su capacidad resolutiva hizo pública la venta de una virgen tallada para acometer las impostergables obras que precisaba el tejado de su iglesia. Por esa urgencia y esa necesidad, aunque no siempre tan insensata, se ha visto menguada la huella de nuestro pasado. Aquel párroco no fue el único. No hacía sino encadenarse a una incomprensible tradición, la misma que facilitó a William Randolph Hearst la decoración de su sala de billar con los artesonados medievales que tuvieron a bien venderle unas monjas de Sahagún, quizás también embriagadas por los vahos delirantes de un aparente negocio cuyo rédito les permitiría acometer a su vez obras perentorias o hacer frente a gastos corrientes. Aunque me pregunto si el obispo de Valladolid, a comienzos del siglo XX, estaba también en números rojos cuando extravió nuestra espectacular reja dieciochesca, desmontada y apilada por entonces en la cripta de la Catedral, al vendérsela a un intermediario por quinientas pesetas como si estuviera deshaciéndose de los estorbos acumulados durante una limpieza de primavera. Lo nuestro desde que el coleccionismo extranjero apuntó con su codicia en nuestra miseria material y cultural parece el retorno de una revancha cósmica por aquel legendario y mal interpretado «oro por baratijas» del que tanto se nos acusa últimamente. Y no solo hemos de atender el expolio, la desidia o el abandono de un arte sacro acumulado por centurias. A pesar del robo, el secuestro y la deslocalización, podría calificarse
de afortunado el destino que, en numerosas ocasiones, un claustro románico desmantelado ha podido llegar a experimentar cuando –al menos– ha sido recompuesto a cientos de kilómetros del lugar en que fue concebido y elevado, aunque sea alrededor de la piscina en un vanidoso y estrafalario chalé gerundense. Sin embargo, no toda la caliza y el granito de esta tierra ha corrido igual suerte. Callejear por los pueblos de la nación del Duero es cruzarse con hiladas innumerables de piedras que bien pudieron formar bastiones, murallas, villas y fortalezas, aunque ahora permitan el reposo sobre su zócalo de edificaciones más humildes;
«Si el ambigú de la representación institucional se centrara en una gestión responsable, puede que mantuviéramos pocas conversaciones sobre nuestras tierras vacías» «Lo nuestro desde que el coleccionismo extranjero apuntó con su codicia en nuestra miseria material y cultural parece el retorno de una revancha cósmica»
sillares que volvieron a convertirse en materia prima de fácil y socorrido acceso en un mundo rural menguante. Acaso se corresponda este reciclaje, mucho más atávico que lo que deseara el adanismo imperante, al uso natural y constante de nuestros restos, a una suerte inevitable de disolución y regeneración provocada por el instinto habitacional. En el siglo XIX, mucho antes de que fuera declarada zona arqueológica protegida, los agricultores de Padilla de Duero hacían uso de los huesos que afloraban en la vasta necrópolis vaccea y romana de Las Ruedas en busca del beneficio que aportaban sus fosfatos; una actividad asentada en la labor pretérita en sintonía con aquella urgencia y necesidad ya referida. Por fortuna la sociedad ha crecido y madurado tanto que ahora son los vecinos de Padilla y de cualquier otra localidad bendecida con un pasado digno de estudio, contemplación y protección, quienes defienden el valor de su patrimonio y sufren, impotentes, no solo el expolio de saqueadores, que aún abundan y campan, sino la merma en el acceso al conocimiento de nuestro pasado, aún oculto por una inexplicable y pueril desidia administrativa que brota a menudo de la rivalidad política o del protagonismo personal. Son algunas de las fiebres que propicia el uso propagandístico de la cultura y la obsesión por sus beneficios inmediatos. Si el ambigú de la representación institucional se centrara en una gestión responsable –sometida a criterios técnicos y académicos–, en una inversión muda, sensata, serena y constante que aportara a nuestro entorno rural, repleto de patrimonio en peligro de extinción, el estudio y la atención que merece, puede que mantuviéramos pocas conversaciones sobre nuestras tierras vacías y absolutamente ninguna sobre nuestras tallas enajenadas.