Lledó: vencer al tiempo con libros

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Sábado, 29.11.14 Número CLXXXV

SOMBRA CIPRES LA

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Lledó: vencer al tiempo con libros La reciente concesión del premio Nacional de las Letras al autor de ‘Memoria de la ética’ sirve de motivo para repasar su trayectoria

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El filósofo y humanista Emilio Lledó posa en su casa de Madrid, tras obtener el Premio Nacional de las Letras 2014. :: KIKO HUESCA


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La desconfianza de Thamus Tal vez sea ‘El silencio de la escritura’ la obra donde Emilio Lledó, reciente premio Nacional de las Letras, alcanzó el corazón del arma que vence al tiempo

JORGE PRAGA

Emilio Lledó o el poder generador de la palabra

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oon politikón, pero fundamentalmente zoon phonón: es decir, animal que habla. Así desde Platón y Aristóteles hasta hoy, a lo largo de todas las corrientes hermenéuticas que se han ido sucediendo, una tras otra, en la historia de la filosofía. Pocos pensadores y escritores como Emilio Lledó, el último de una valiosa saga de defensores de la palabra como conformadora esencial del ser humano, tienen tan merecido el Premio Nacional de las Letras españolas. Letras que forman palabras. Palabras que articulan el lenguaje. Lenguaje que define el perfil del hombre sobre el mundo. Los alumnos que pasaron por sus manos nunca han olvidado sus clases. En el instituto de Valladolid, en las universidades de La Laguna, Barcelona, Madrid. Un estilo forjado desde su propia peripecia vital como sevillano de Triana, madrileño de Vicálvaro, maestro en tránsito, ciudadano del mundo. Ciudadano muy especialmente atento a las grandes corrientes del pensamiento europeo de posguerra. Con el inconfundible toque alemán, eso sí, de sus maestros Gadamer y Löwith. Y de Otto Regenbogen, quien le alumbró en el camino de la

CARLOS AGANZO

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filología clásica como piedra toral del conocimiento filosófico. Porque la primera lección de Emilio Lledó, sin duda, es la del hallazgo del poder generador de la palabra. La del valor del lenguaje como elemento conformador del hombre. Immanuel Kant dice en su ‘Crítica de la razón pura’: «La ligera paloma que en fácil vuelo corta el aire, sintiendo al par la resistencia que le ofrece, podría pensar que en un espacio sin aire volaría me-

jor». Y Emilio Lledó le responde: «ese aire es, precisamente, el que le permite el vuelo. (...) El aire del pensamiento es el lenguaje». Junto a este principio, que alumbra algunos de sus trabajos principales, como ‘Filosofía y lenguaje’ o ‘El silencio de la escritura’, con el que obtuvo el Premio Nacional de Ensayo, la segunda gran aportación del pensador es su profundización en la relación entre escritura y memoria, igualmente como elementos que definen al hombre. «Ser es ser memoria -escribe Lledó-. Nuestro cuerpo, nuestra persona como sujeto personal e inconfundible, es lo que ha sido. El latido de cada presente no sólo se esfuma como gota del tiempo, sino que va creando y configurando nuestra propia consistencia, nuestra personalidad. De ahí la importancia que tiene el cultivo de un pasado que llega a nosotros a través de la escritura. Las letras son privilegiados testigos del tiempo, la eterna presencia de los textos. Ese inmenso horizonte de experiencia que constituye la escritura frente a la inmediata y efímera oralidad precisa hoy un ajuste más afinado para que la historia que nos ha precedido, esa maravillosa herencia de arte, de li-

Lledó: «En el mundo de la realidad estamos; pero en el mundo del lenguaje, de los libros, somos» Vivimos en la palabra; por eso estamos expuestos a ser manipulados a través de ella

a concesión del premio Nacional de las Letras a Emilio Lledó trae la obligación festiva de compartir con él la distinción, de buscarle y reencontrarle donde siempre ha estado: en las estanterías de la biblioteca, en esos libros que suavemente van aterrizando sobre la mesa como aplauso silencioso. «Por medio de los libros se ha vencido al tiempo», dice en un capítulo de su hermoso ‘Elogio de la infelicidad’. Vencer al tiempo, nada menos, y con un arma exclusiva, el libro, «una peculiar tablilla de cera que encierra un mundo inabarcable, y que apenas cabe en sus límites reales, en su espacio objetivo».

teratura, de filosofía, de historia, sirva de enseñanza, de estímulo, y sea capaz de enganchar a los hombres en nuevas formas de solidaridad y compañía». Reivindicación de la memoria que ocupa buena parte de otros libros importantes suyos, como ‘Lenguaje e historia’ o ‘El surco del tiempo’. Con esta amalgama sustancial ha forjado Emilio Lledó, a lo largo de una carrera incansable, su ética y su estética particulares. Cerca de sus maestros clásicos, pero vestido también de un espíritu epicúreo que le ha llevado a aceptar con naturalidad el Premio de las Letras, respetando, eso sí, a quienes se han negado a recibir otros premios nacionales; o a mostrar claramente su preocupación por la educación de las nuevas generaciones, como ha hecho recientemente al recibir el Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña, que le otorgó la Academia Mexicana de la Lengua. Vivimos, decía Emilio Lledó al otro lado del Atlántico, en una sociedad «inerme», al carecer del conocimiento y de la cultura suficientes o al haberlos perdido. Vivimos en la palabra, sí; y precisamente por eso estamos expuestos permanentemente a ser manipulados a través de ella: «una educación manipulada pretende deteriorar nuestra mente». Aprender a pensar es tan importante, si no más, que aprender a hablar. Y aprender a escribir, además, nos permite fijar el pensamiento a través de esa extraordinaria cualidad del ser humano que es la memoria. «En el mundo de la realidad estamos; pero en el mundo del lenguaje, de los libros, somos», nos dice nuestro último Premio Nacional de las Letras. Ése, con toda seguridad, es el mejor camino camino hacia la plenitud del ser.


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Tal vez sea ‘El silencio de la escritura’ la obra donde alcanzó el corazón del arma que vence al tiempo. En cierta manera este breve tratado funciona como una guía de lectura, un metalibro que contiene una indagación reflexiva, una meditación. Si meditación viene del latín ‘mederi’, que significa cuidar, curar, remediar, la meditación que atraviesa este libro es un efectivo cuidado de su misma textura y armazón. Cuidado, atención, discernimiento que Emilio Lledó principia en su raíz más profunda, en el aristotélico animal que habla y que con su logos en la garganta es capaz de elevarse sobre la realidad inmediata de lo sensible, y discurrir sobre dio-

ses y héroes que nadie ha visto. Pero ese universo oral de narraciones y ensueños está ceñido por su tiempo expositivo, apenas queda nada de él cuando cesa el runrún de la palabra en el oído atento de la escucha, y difícilmente ganará el más allá del futuro. El invento remoto de la escritura es el que permitió al hombre atesorar las palabras, extenderlas y difundirlas lejos de su germinación y de su tiempo. ¿Es esa la derrota del tiempo, la victoria de los libros, un registro de escritura de notario? Los orígenes de la escritura conducen a Lledó a un mito de raíz egipcia que Platón anota en su diálogo ‘Fedro’. En él se cuenta que un antiguo dios,

Theuth, inventor del cálculo, de la astronomía, del juego de damas, acudió a Thamus, rey de Egipto, para que difundiera entre sus súbditos esas riquezas inmateriales, entre las que también se encontraban las letras y su tejido en palabras y frases. De cada hallazgo daba el dios cuenta de sus ventajas, y de las letras decía que eran un fármaco de la memoria y de la sabiduría. Sin embargo el rey Thamus no compartió el entusiasmo divino y desconfió inmediatamente de las palabras escritas «porque es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprenden, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera,

Lledó, cómplice de Thamus, ya ha experimentado en su propia disciplina filosófica ese reduccionismo de la escritura a banco de información...

a través de caracteres ajenos a ellas, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos». La desconfianza del rey Thamus no proviene solamente de que ese suplemento exterior de memoria frena la gimnasia personal del almacenamiento, una queja que seguimos oyendo en nuestros días cuando se incita a los escolares a usar el gigantesco almacén de la Red en detrimento de su propia capacidad de memorizar. La desconfianza tiene una raíz más profunda, está cifrada en ese «recuerdo desde fuera», en esos «caracteres ajenos» que cita el texto de Platón. Si la escritura es un cajón neutro que alberga un discurso previo servirá úni-

camente para la datación, y se agotará en un tránsito referencial. Lledó, cómplice de Thamus, ya ha experimentado en su propia disciplina filosófica ese reduccionismo de la escritura a banco de información que deja sin ningún vuelo al texto, «pendiente en el hilo de una disecada historiografía filosófica, donde las propuestas de los filósofos aparecen como piezas puestas a secar, bajo el sol de las noticias sin sustancia, de las informaciones incomprensibles». Cuántas veces la enseñanza de la filosofía, o de cualquier otra disciplina meditativa, no es más que esa visita aburrida e inútil a un Museo de los Textos en el que nada se aprende.

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Emilio Lledó, en su casa de Madrid, tras ser galardonado con el Nacional de las Letras. :: KIKO HUESCA


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La estrategia que Emilio Lledó propone para salvar esa sequedad es la del diálogo basado en el logos intersubjetivo en el que se fundamenta y fertiliza el lenguaje. Hablar y dejar hablar, pero si el interpelado es un texto escrito, este «responde con el más altivo de los silencios», como anota Platón en ‘Fedro’. Ese silencio solo se quiebra si entra en juego, activamente, el lector y su voz interior. El libro, el texto, solo adquiere verdadera vida en el momento de la recepción con un lector en busca de sus inquietudes y preguntas, a las que engarzará las suyas propias de experiencias y recuerdos. «El único lenguaje que habla es el lenguaje interior. En él queda asumida toda escritura». Esta forma activa y apropiadora de leer la conoce Emilio Lledó desde sus primeros años: el recuerdo más preclaro y agradecido de su tiempo escolar es la lectura del Quijote que le proponía su maestro don Francisco, y el comentario personal al que invitaba a cada alumno para que viviera la novela, para que la hicieran suya y la gozase. Así se da cumplida cuenta de la exigencia final de Thamus de que las almas debían usar la escritura «desde dentro de ellos mismos y por sí mismos». El lector no va a ser el agente descodificador de una jerga, sino el que pone en juego su ser interior, su historia íntima. Su memoria, entendida como compendio activo. De ella dice Platón en el ‘Teeteto’ que es como una tablilla de cera en la que va dejando huella el trascurso vital del individuo. Esa tablilla, personal pero trabajada en el logos comunal de los seres humanos, es la que se confronta con la otra tablilla manchada de escritura por la mano y la mente de un autor escondido y desaparecido tras los trazos. En el encuentro de ambas, en sus resonancias, complicidades y desencuentros, se pone en juego la vitalidad de la escritura, salvándola del encierro sin vida o de la reproducción mecánica. «Pensar no es leer letras, sino provocar un discurso interior en el que se plasma la continuidad de la consciencia como memoria».

«El único lenguaje que habla es el lenguaje interior. En él queda asumida toda escritura»

Con el Comité de Sabios durante la entrega de su informe a la vicepresidenta Fernández de la Vega, en 2005. :: JAIME GARCÍA Con Julio Valdeón, en Valladolid. :: R. OTAZO

Con Luis G. Montero, Clara Janés y García de la Concha. :: A. MARTÍN

Con José Saramago y Álex Grijelmo en la UIMP. :: ESTEBAN COBO

El intérprete amante

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a concesión del Premio Nacional de las Letras a Emilio Lledó quiere significar el reconocimiento de su pensamiento y su dilatada obra que, en términos del jurado, «armoniza la filosofía del Logos, la hermenéutica, el valor estético y ético de la palabra, la defensa de la libertad y reivindica la vocación docente». Es, desde luego, un reconocimiento largamente merecido y descansa en una justificación también debida. Creo, sin embargo, que los motivos mencionados no dejan de resultar algo genéricos. Así que no estará de más recordar algunos otros más oportunos en la presente ocasión y algo más concretos. Quien dice ‘Emilio Lledó’ y dice ‘letras’ no podrá por menos que pensar en su original y profunda revisión del mito de Theuth y Thamus en el Fedro platónico. Theuth se presenta ante el rey egipcio Thamus orgulloso de su invención de la escritura como «“un fármaco de la memoria y de la sabiduría». Thamus lo saluda: «padre de las letras», pero desmiente el poder de su in-

LUIS VEGA REÑÓN

Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Uned

vento y lo reduce al de un mero recordatorio que solo proporciona apariencia de sabiduría. Peor aún, la escritura convierte las palabras en mudas y autistas, que ruedan por doquier y se ven incapaces de ayudarse o defenderse a sí mismas. Una misión que asume Lledó, desde su libro ya lejano ‘El silencio de la escritura’, es la recuperación de la voz y el sentido de las palabras (logoi) y, a través de ellas, la redención y reivindicación de las letras mismas. En esta empresa, hablar, escribir y leer pueden ser distintas formas de «deletrear el mundo» –según un sugerente lema de la Feria del Libro de Madrid 2014–; pero son ante todo modos posibles de mantener una conversación

con nosotros mismos y con los demás para, así, recrearnos, volver a ser y reconocernos, mientras por añadidura disfrutamos de la compañía y la amistad de las palabras. Estas son ideas que pueden considerarse propias de un profesor y amigo íntimo de la historia de la filosofía, de alguien dedicado a dar voz a quienes aparentemente la han perdido o la tienen disfrazada u oculta en la maraña intertextual y contextual de un texto. La redención del silencio y la orfandad de las letras, y su conversión en palabras, son finas labores de intérprete que Emilio Lledó ha cuidado con plena conciencia y profundo amor. Hay formas perniciosas de interpretar que hacen de la interpretación una doble falta de respeto: al interpretado por suplantación y al lector o alocutario por imposición o menosprecio. Sirva de muestra este lema de una cadena radiofónica que refiriéndose a los personajes públicos (políticos, en particular), se dirige así a sus oyentes: «ellos hablan, nosotros les contamos lo que dicen». Linda ma-

nera de ningunear a la presunta fuente y al pretendido destinatario de la información. Hay, en cambio, otras formas de superar la mera interpretación y de vencer bien sea la tentación del alfiler erudito –ya saben, mucha punta pero poca cabeza–, bien sea la tentación de maltratar el texto como instrumento al servicio de una causa. Una, especial y sabiamente utilizada por Emilio Lledó, es convertir la interpretación en conversación. Esto supone no solo recuperar al ausente autor o al texto mismo como interlocutor, sino mover al lector a actuar de co-autor e involucrarlo en el proceso de entendimiento y comunicación. Un postulado de la nue-

Emilio Lledó convierte sabiamente la interpretación en conversación


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Emilio Lledó en las letras

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va retórica en algunos departamentos usamericanos de Lengua y Comunicación de los años 70 fue la suposición de que el significado de las palabras no reside en las palabras mismas sino en los hablantes. Sin llegar a tanto, podemos recordar una distinción entre tipos de argumentadores propuesta entonces y en ese medio por Wayne Brockriede, para sugerir una distinción similar entre intérpretes: los hay conquistadores, violadores, seductores y amantes. Un intérprete conquistador se hace dueño y señor del texto, de modo que cualquier interpretación alternativa queda desautorizada. Un intérprete violador sesga, fuerza o violenta el texto y le impone una significación espuria al servicio de sus pasiones, intereses o causas. Un intérprete seductor trata de llevarse subrepticiamente el texto o al lector a su propio huerto, sin permitirles apenas imaginarse otros sentidos

o significados. Un intérprete amante entabla una conversación en torno al texto con el autor y el lector, co-autor, en la que todos los interlocutores son dignos de consideración y respeto, y a todos se le reconoce la capacidad de usar su propia voz y dar sentido a sus palabras en el curso de un diálogo abierto y seguramente interminable, donde no importan tanto el acuerdo o el desacuerdo como la lucidez, la sensibilidad y el entendimiento. No es necesario insistir en que el Lledó intérprete viene a ser un paradigma de este último género. Pero es curioso que Emilio Lledó, tras haber dicho tanto acerca de los autores y los lectores o co-autores, los textos y las interpretaciones, apenas se haya ocupado del presunto mediador, del propio intérprete. ¿Será que en este punto la teoría es menos relevante que una buena práctica? ¿O será el pudor de un intérprete amante?

Emilio Lledó, en 2005, durante su participación en un curso de la UIMP. :: EL NORTE

n lenguaje fresco y siempre rico, alejado de tecnicismos estériles, caracteriza a Emilio Lledó. Asoma en sus letras una mirada llena de vigor, y sus propuestas de rehechura individual y recreación política combinan entusiasmo e ironía. De modo que su rechazo manifiesto de vicios actuales no empaña su tendencia a defender la felicidad activa –‘Elogio de la infelicidad (2005)’–, si bien ésta debería acompañarse con avances hacia la igualdad y la justicia, hoy tan frenados. Lledó se ha nutrido de Homero o Hesíodo, Platón o Aristóteles –también de Epicuro– para hablar de la tensión humana hacia lo mejor, de nuestra capacidad para elegir o decidir, para ensanchar la libertad y estimular la vida social cotejando ideas ajenas. Ese buscarse a sí mismo de los antiguos ha sido la referencia central de su trayectoria. Aunque, por supuesto, tenga su réplica en «otras letras», las de escritores o pensadores modernos que aparecen en publicaciones no tan enmarcadas en el helenismo, como son ‘Días y libros’ (1994), ‘Imágenes y palabras: ensayos de humanidades’ (1998), ‘Ser quien eres: ensayos para una educación democrática’ (2009) o su variada trilogía ‘La filosofía, hoy’ (2012). Unos y otros le han permitido construir un ser «propio», adueñarse de una lengua y un espacio mental personales, lejos de patrias siempre ficticias y sospechosas. Para él es imprescindible, en todos los ámbitos, «saber lo que decimos, lo que se nos dice, quién lo dice y para qué»; de suerte que sus ‘bondadosas’ ideas están llenas de precauciones, rechazan la alienación, la violencia, la ferocidad, el fraude y ese fanatismo tan propio de nuestra «cultura nacional». Particularmente, en ‘Los libros y la libertad’ (2013) se enfrenta con los profesionales de la ignorancia y el engaño, con los

MAURICIO JALÓN

Profesor de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Valladolid y editor

Sus ‘bondadosas’ ideas rechazan la alienación, la violencia, la ferocidad A Lledó no le interesa una claridad esquemática y reiterativa que desemboca en la vaguedad

simplificadores, que se limitan a deslumbrar con sentencias rápidas y demagógicas, y con todos los que miran con antipatía y desdén a esos autores luminosos y disidentes sobre los que él vuelca su admiración, sean Erasmo y Cervantes o bien Antonio Machado, Manuel Azaña y María Zambrano. Son éstos quienes, sin censurarse ni censurar, nos ofrecen una enseñanza abierta y libre. Por supuesto, recuerda Lledó, estamos sometidos «a las condiciones de ambigüedad bajo las que el mundo se te presenta; pero eso te estimula y te permite utilizar esa capacidad de entender –la razón–, selectivamente, electivamente y, en el mejor sentido de la palabra, ambiguamente» (‘Palabras entrevistas’, 1996). Ortega señaló que la vida nos es disparada a quemarropa –pensador sobre quien se ha detenido–, y cuando Lledó habla o escribe, parte siempre de la experiencia diaria, aunque de una experiencia que no olvida la del otro; en ese diálogo surge un lenguaje amistoso y a la vez firmemente orientado. Su palabra, dicha o impresa, hace así reverdecer con llaneza una honda tradición que lucha contra la turbiedad y contra la desconfianza. A Lledó no le interesa una claridad esquemática y reiterativa, enmascarada con artificios, que desemboca al fin en la mayor vaguedad. Él reclama siempre –para engrasar nuestros resortes mentales– el vigor educativo de una España silenciada todavía, pese a todo lo que se pretende: la vigente Institución Libre de Enseñanza o la voz entre lejana y poderosa de los últimos exiliados. Nuestra existencia –como escribía en ‘Memoria de la ética’(1994)– debe ir alcanzar «sentido y acabamiento, coherencia y plenitud», pero debe sedimentarse lentamente, dejando actuar bien al tiempo.


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«Nos preguntó si habíamos salido al extranjero y una alumna contestó ‘sí, a Mallorca’. Carcajada general»

Alumnas del Núñez, en Sevilla, en un viaje de estudios. :: IMAGEN DEL LIBRO ‘ESPACIO IMAGEN PALABRA. 80 AÑOS DE ARTE Y CULTURA DEL INSTITUTO NÚÑEZ DE ARCE’

Un hipnotizador en la tarima VICTORIA M. NIÑO

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ambió el Neckar por el Pisuerga, dejó Heidelberg para venir a Valladolid. Y lo hizo siguiendo a su mujer, Montse, que aprobó la cátedra de alemán en el Instituto Zorrilla. Emilio Lledó ocupó la vacante de Filosofía, en el Núñez de Arce. La joven pareja había decidido trabajar en España, lo sentían como un deber y esta fue primera parada. En 1961 aún Fisac no había levantado el edificio de Poniente, y las chicas de este centro acudían a las dependencias del Zorrilla. Con un sueldo anual de 33.480 pesetas, más gratificación de 10.500, Don Emilio comenzó a dar clases ante las arrobadas adolescentes vallisoletanas en 1961 y 1964 fue su último curso. Vivían en la calle Muro. Lledó intimó con otros profesores como el historiador Julio Valdeón, el helenista Jesús Lérida y el pintor Fidel Martínez Giralda. «Apareció como un extraterrestre, no sabíamos de dónde podía venir, tan diferente a los demás profesores. Vestía con cuidado, estaba mo-

reno, parecía joven independientemente de la edad, pues en aquel Instituto anquilosado los profesores pronto aparentaban una gran cantidad de años», dice Almudena Marcos, una de sus alumnas. «Llevábamos todo el Bachillerato en aquel Instituto que olía a viejo; éramos las jovenzuelas típicas del franquismo, atontadas, empollonas, lo aprendíamos todo de memoria, y de repente en 6º llegó este hombre tratándonos como personas capaces de razonar», prosigue. «Y eso que su materia era la Filosofía. Clases de Lógica, con los silogismos que todavía recuerdo, Bárbara, Celarent, Darii, Ferio. Se decía que había estado en Europa, la clase se pasaba sin enterarte. Era auténtica fascinación la que germinó en nosotras, con su dominio de la palabra, con su manera de moverse». Aquel ‘extraterrestre’, llegado de Alemania, además reía. «Era alegre. Un día nos preguntó ‘¿Habéis salido al extranjero?’, y una alumna le contestó ‘Sí, yo he estado en Mallorca’. Qué risas, qué carcajadas», en la España gris de los sesenta. «Todavía recuerdo cuando explicó el mito de la caverna de Platón en Preuniversitario. Lo hizo como si fuera el desarrollo de una película, yo así lo viví y así me lo creí. No me

costó nada entenderlo. Su sabiduría no era libresca, su máximo empeño era hacernos reflexionar, aprender a pensar. Qué gran comunicador. Nos tocó la lotería». De aquellas chicas del Núñez, tres estudiaron Filosofía en la universidad y una de ellas, Rosario Zurro, se jubiló hace dos años como profesora de la materia en la UVA. «Te-

nía quince años cuando le conocí y desde entonces Don Emilio ha estado siempre presente en mi vida. Muchas veces cuando me pregunto sobre algo, busco a ver qué piensa él, y cuando coincidimos me digo que no está mal». Charo Zurro celebra la suerte de haberlo tenido como profesor. «Provocaba una fascinación que no tenía tanto que

ver con la filosofía como con su persona. Llegaba el recreo y allí nos quedábamos sin que importara que no pudiéramos salir». Otra de las cosas que recuerda Rosario son «las broncas de Don Emilio, que nunca eran personales, sino a toda la clase. Podían ser por pillar a una beata con una estampa en clase, porque ‘¿es que no había otra cosa más importante en clase que eso?’, o por cómo estaba el país, por los motivos más variopintos». De la fascinación personal a la intelectual, Rosario acabó con el tiempo pisando las huellas de Don Emilio. «Estudié filosofía en Madrid. Luego fui a Alemania a hacer una tesis sobre un francés, Sartre, como él también allí hizo una tesis sobre los griegos. Y me dediqué a la enseñanza de la filosofía». Aunque empezó con un filósofo contemporáneo fue retrocediendo en el tiempo y avanzando en el saber. «He ido preguntando y buscando respuestas cada vez más atrás en la historia hasta acabar siendo profesora de Filosofia Griega, como él». Documento del nombramiento de Lledó como profesor del Núñez de Arce, en 1960. Ejerció un año más tarde.

Convencida de que el profesor hace a la materia, en el caso de la filosofía doblemente. «Cuando alguien me dice que no le gusta, siempre digo, tendrá mal profesor. El alumno nota cuándo el profesor le cuenta algo que no le importa y cuándo está transmitiendo algo en lo que le va la vida. Eso pasaba con Lledó, ponía su carne en el asador». Valladolid fue una ciudad de tránsito muy querida para la familia Lledó que deseaba ir a Madrid. Montse logró cátedra allí y Emilio venía en un Volkswagen escarabajo a Valladolid. Finalmente aprobó una plaza en La Laguna, una isla lejana como le hacía saber a otro de sus amigos, Miguel Delibes, quien le contestó «¿pero lejos de qué?». Y se fueron con dos hijos a Tenerife y allí nació el tercero. Del alumnado bachiller, al universitario, reto académico y misma hipnosis en el aula. Entre aquellas alumnas estaba Pepi Caballero. «Recuerdo perfectamente al profesor Emilio Lledó dándonos clase, a los alumnos de Primero de Filosofía y Letras de la Universidad de La Laguna, en el curso 1966-1967. Yo había terminado la carrera de Magisterio un año antes en Las Palmas y aquel profesor, que debía ser muy joven, me deslumbró con su oratoria y con la amenidad con que explicaba una asignatura en principio tan retorcida como la Historia de la Filosofía. Muchas veces lo he recordado con uno de mis compañeros de clase de entonces, el periodista Juan Cruz», cuenta esta canaria afincada en Valladolid. «La fama de Lledó se extendió como la pólvora por la Laguna y sus clases, en la azotea de la facultad, se llenaban de chicos y chicas de todo tipo de carreras por lo que no era raro que tuvieran que sentarse en el suelo para escucharle. La clase de Lledó se convertía en uno de los mejores ratos del día. Era un profesor muy atractivo, distinto, e innovador hasta el punto de anunciar que él no examinaba. Yo no sabía entonces que don Emilio llegaba de un instituto de Valladolid, de la ciudad en la que yo acabaría viviendo, ni que allí había dejado a un buen amigo, Miguel Delibes, que no tardaría en convertirse en mi suegro». En una visita a finales de la década anterior, Lledó quiso ver el lugar donde había vivido y se encontró con Miguel y su hija Elisa. Se dieron el último abrazo.


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Ana Blandiana

«La política llega a la poesía cuando es cuestión de vida o muerte» ANGÉLICA TANARRO

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a realidad política llega a la poesía cuando se ha convertido en una cuestión de vida o muerte». La frase puede parecer muy dramática pero si la dice Ana Blandiana (Timisoara, Rumanía, 1942) no suena tan terrible. Porque nada en su mirada, o en su gestualidad o en su lenguaje corporal traduce la dureza que le tocó vivir bajo el régimen comunista de Ceaucescu, cuando sus libros se prohibieron, o cuando el teléfono intervenido y la vigilancia a la puerta de su casa eran las coordenadas vitales cotidianas. Por el contrario, su sonrisa, sus ademanes, la amabilidad que transmiten sus ojos o sus manos hablan de cualquier cosa menos de rencor o de dolores no resueltos. Blandiana está en España para presentar su último libro de poemas, ‘Mi Patria A4’, en una mini gira que la lleva de Pamplona a Salamanca y de ahí a Madrid. En el primer tramo de su viaje hace un alto en Valladolid para esta entrevista, en un día típico vallisoletano nublado aunque todavía no frío, que permite la charla al aire libre rodeada, como está, de maletas y de flores. Blandiana es además de una poeta reconocida un referente ético en la literatura de su país. Escribe su traductora Viorica Patea (que ha trabajado en este libro junto a Antonio Colinas) en la introducción del poemario, que ella, como Ajmátova para la literatura rusa o Václav Havel en la checa, encarna «el arquetipo de escritor cuya obra y vida asumen el destino colectivo». Y menciona otros ejemplos como el de Nadejda Mandelstam, Iván Chmeliov o Alexander Soljenitsyn como autores conscientes «con su deber para con el presente» y cuyo testimonio los convierte en un legado para las generaciones

futuras. Pero cuando la autora de ‘Proyectos de pasado’ se refiere a ese periodo difícil de su vida es como si todo hubiera sido fácil. «Par mí, las cosas eran simples. Yo sabía que tenía que escribir lo que pensaba, el problema lo tenía después para poder publicarlo y , si finalmente lo conseguía, el problema era la represión posterior: estar todo el día vigilada, pero cuanto más visible era la represión me iban convirtiendo en una persona cada vez más importante. Pero al mismo tiempo fue un periodo de tranquilidad que me permitió escribir una novela. Sabía que solo tenía que procurar estar tranquila y transformar en literatura todo ese material». Así surgió ‘El cajón de los aplausos’ que se publicó en Alemania y que según afirma «me salvó la vida. De no haber sido por la escritura me habría vuelto local. Luego fue distinto, llegó la libertad y la vida se llenó de ruido». A ella misma le parece que dicho así puede resultar extraño y matiza. «No quiero que suene frívolo. Fueron tiempos muy duros por los amigos desaparecidos y por el aislamiento. Cuando alguien se atrevía a visitarte siempre te quedabas con la duda de si venía porque era muy valiente o si en el fondo su misión era sacarte información. Ahora puede parecer absurdo pero vivíamos como si aquello no fuera a acabarse nunca. Yo era más joven que Ceaucescu y sin embargo siempre creí que ‘El cajón de los aplausos’ sería un libro póstumo». Y recuerda una ocasión en el que viajando con su marido por carretera tuvieron un extraño accidente que no debió de ser tal. «Probablemente solo querían asustarnos».

El más personal Pero lo que le ha traído aquí es su último libro, el poemario que establece las fronteras de un folio en blanco como la patria de la escritura. De todos sus libros, es «el más íntimamente relacionado conmigo. El más personal. Porque no habla tanto del sufrimiento de un pueblo como del mío propio. De la sensación de estar sometida al paso

La poeta Ana Blandiana, el pasado miércoles en Valladolid. :: WELLINGTON DOS SANTOS del tiempo y de la necesidad de descubrir aquello que continúa y no se acaba en este mundo. Aquello que, dentro de lo que existe en la tierra, tiene un sentido eterno». Y se refiere a un poema, ‘Panales’ en el que se pregunta «si solo somos tristes formas, vacías y de las que ha desaparecido la miel de la eternidad, la intensidad de la fe en la eternidad».

«En un mundo en el que se habla y se escribe tanto, el significado del poema es restablecer el silencio»

Un libro marcado también por la muerte de su madre, que ocurrió mientras lo escribía. «Me sentí que había perdido la relación con mis raíces, como si me hubiera quedado suspendida entre la vida de aquí y un cielo cuya existencia es cada vez más problemática». («No me dejes / Caer en el futuro,/ Y deshacerme en el tiempo venidero...») ‘Mi patria A4’ se con-

vierte así en un diálogo con la divinidad un tanto herético, «porque más que una oración es una protesta». («Me gustaría saber qué has sentido/ cuando has establecido las proporciones/ De los venenos, colores y perfumes,/ Cuando en un pico pusiste el canto / Y en otro el cacareo,/ En un alma el crimen y en otra el éxtasis/ Daría cualquier cosa por saber / Si tuviste remordimientos/ Porque a unos los hiciste víctimas y a otros verdugos...») Y como si hablara consigo misma, añade: «Es como si el mero hecho de hablar con Dios fuera un intuición de que existe. Esto lo comparo con Goya y con el hecho de que en su tumba haya unos ángeles representados. ¿Por qué? ¿Porque él pensaba en ellos, porque para él no eran una frivolidad o una abstracción? ¿Espera pensando en ellos tener de esa manera alguien con quien hablar?» La referencia a Goya es un hilo tendido para preguntarle por su conocimiento de la poesía española, por si hay algún poeta en español entre sus referentes y por estos en general. «Escribo desde antes de saber escribir y está claro que lo que cuenta en la formación de una persona son los escritores que leyó en la adolescencia. Bajo el régimen comunista lo que se traducía en Rumanía era Lorca y yo me enamoré de él» y fue como un ‘primer estadio’ de su ser poeta. Ahora se siente cercana a dos poetas «que no tienen nada que ver entre sí, como son Rilke y Emily Dickinson, pero con los que yo me siento en relación al unísono». El rastro de Dickinson está evidentemente en esa forma de utilizar lo cotidiano para hablar de lo trascendente. (Algo se enciende en el corazón de las hojas/ Que no entienden qué sucede/ Y no dan crédito a lo que está pasando./ Perciben una luz/ Que sin querer engendran/ Como vírgenes asustadas por el Niño...») Ana Blandiana, tras una larga relación con las palabras, descubrió «que en un mundo en el que se habla y se escribe tanto, el significado del poema consiste en restablecer el silencio».


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DEL CIPRÉS

OTRA GALAXIA ADOLFO GARCÍA ORTEGA

4 de noviembre 1. Todos los libros son titánicos y todos los escritores son famélicos. ¡Bien que lo experimenta el escritor mientras está escribiendo una novela! Y se dice: «Hola, escritura, no me acordaba de ti, ya había olvidado lo cabrona que eres». Es una constante de la práctica literaria, algo así como el bucle del escritor escribiente. 2. Dice el Tanaj, la biblia hebrea: «Lo que existe está muy lejos y terriblemente profundo, ¿quién puede encontrarlo?». Es el mismo punto de partida de cualquier escritor ante el libro que quiere escribir. A menudo el escritor se ve a sí mismo buscando denodadamente algo que existe, aunque sea ficticio, pero sabe que está muy lejos y muy hondo, y duda de que sea capaz de dar con ello. Ni siquiera le ha puesto nombre todavía a lo que busca. 3. Cuando se está escribiendo, el escritor se convence de que la novela vive en paralelo dentro de su mente, desarrollándose en su interior como un ‘alien’. Y es muy cierta la imagen: una novela en la cabeza de un escritor es un cuerpo extraño que cobra vida propia en ‘algún lugar’ de su cerebro. Las historias de las novelas reptan y se mueven como una tenia intelectual que crece, se muda y vampiriza al escritor como un organismo insaciable. La novela se nutre del novelista ‘literalmente’, igual que aquella planta carnívora de ‘La tienda de los horrores’, la vieja película de Roger Corman. 4. A veces, el escritor tiene la sensación de que sus libros se escriben solos, de que él es un mero médium que se limita a reproducir el libro que está ya escrito, todo entero, en su mente (no me atrevo a decir ‘fuera de ella’), y de que cuando escribe actúa como si la propia novela le estuviera dictando su contenido, palabra por palabra. Quizá suene extravagante, pero en ocasiones el escritor presiente que sus libros se escriben a sus espal-

Decálogo del escritor escribiente das, valiéndose de él abusivamente, jugando con su ingenuidad como si fuera un instrumento con el que lograr materializar un texto que ya se ha ‘autoescrito’, por así decir, en algún lugar etéreo. A algunos escritores les sucede algo así.

5. Evidente es que, con los años, los libros, una vez terminados y dotados de vida propia, cambian profundamente al escritor que los escribe. Existe, al cabo del tiempo, una poderosa interrelación entre ambos, el libro y su autor. Los libros que ha es-

crito han convertido al escritor en la persona que es. Y viceversa, en esa común evolución, el escritor ha provocado que también la obra cambie y sea otra, tal vez mejor. Para el escritor, ésta es la gran aventura de la literatura: la reciprocidad entre él y sus tex-

tos, lo que se dan mutuamente, lo que se suman y lo que se restan, cómo se modifican ‘juntos’, igual que esos matrimonios de muchos años que terminan por identificarse uno en el otro y hasta parecerse físicamente. 6. Escribe Blaise Pascal, creo yo que con su típica ironía de filósofo científico: «Curiosidad no es más que vanidad. Se quiere saber más de algo para poder hablar de ello; no se viajaría por el mar si no se pudiera contar nada nunca de ese viaje, y no existiría el placer de ver si no hubiera ninguna esperanza de poderlo comunicar». ¡Esto es aplicable a la literatura! Incluso, de hecho, aquí Pascal, tal vez sin pretenderlo, ha hecho una definición del impulso literario. 7. Escribir comporta poseer un alto porcentaje de conocimiento de la ruta, dejando

:: JOSÉ IBARROLA

A veces el escritor tiene la sensación de que sus libros se escriben solos, que él es un mero médium

atrás caminos por los que no conviene adentrarse ya que están excesivamente trillados. Por ejemplo, cuando me bloqueo en la novela y no avanzo, el único modo de reencontrar el camino, para mí, es volver a los orígenes y plantearme qué habría hecho Flaubert, cómo lo habría resuelto él. En mi caso funciona. Y en el de Proust. 8. Solo quien está colonizado por la literatura es escritor. Solo lo es quien renuncia a ser un país para ser una colonia. Y lo sabe porque se abisma al vacío de la insatisfacción y la soledad. Y porque transita por el filo del fracaso como el funambulista por el alambre. Si escribe golpe a golpe, párrafo a párrafo, para sacar de la piedra de la palabra un bloque, una primera forma, un primer bulto sobre el que cincelar, quizá acabe siendo escritor. 9. Un escritor escribe consciente de que ha de cerrar la escotilla y surcar un mar desconocido. Significa que se sumerge y se transforma él mismo en submarino, cuando escribe. Navegará por aguas tranquilas o no, poco importa. No sabrá de las tormentas ni de los tifones. No verá otros barcos ni sacará su periscopio a la superficie, porque allá arriba, en la superficie, ahora ya no hay nada que le reclame ni que él pueda reclamar. Ha emprendido un largo viaje hacia un lugar al que no llegan y del no se envían cartas (o emails, que son lo mismo). Solo escribe. 10. La escritura es una trampa mortal para el escritor. Todos los escritores que de veras lo son escriben con la vida en contra. Solos, con no mucho dinero, con las economías ajustadas, con las inseguridades a flor de piel, privándose de hacer cualquier otra cosa más deseable o feliz. Y además sin tener ninguna garantía de que la cosa llegue a buen término; ni siquiera sabe con certeza si lo que escribe tiene la calidad literaria pretendida. La literatura se lo exige todo, le exige la vida, tiránicamente. Y no otros sino estos son el precio y las condiciones que hay que negociar con ella, cuánta vida le doy y cuánta me quedo. Por lo general, es sabido que, en este asunto, el escritor es un rehén que negocia mal su libertad.


CINE

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Fotograma de ‘Winter sleep’, de Nuri Bilge Ceylan.

Figuras en el paisaje de Nuri Bilge Ceylan L

a fotografía fue la primera profesión de Nuri Bilge Ceylan (Estambul,1959). Su rastro permanece en el esfuerzo por el encuadre, en la sensibilidad paisajística. ‘Lejano’, la primera película que le dio premios internacionales, se configura como el encuentro, o el desencuentro, de dos personajes que llevan adheridos sus paisajes. En la primera escena vemos a uno de ellos salir al amanecer de su pueblo. En Estambul le aguarda sin entusiasmo un pariente desgajado de sus orígenes rurales. Lo que bulle en el interior de cada uno, desprecio, altanería, desconcierto, es mostrado en sus miradas silenciosas sobre el Estambul que los reúne. Apenas si se necesitan palabras para marcar esa doble trayectoria del que llega buscando y del que está de vuelta de todo. * * * * El encuadre opera como centro mudo de información, de nexo entre espectador y drama. En una escena cerca del final de ‘Tres monos’, la película con la que Ceylan ganó el premio al mejor director en Cannes 2008, una mu-

JORGE PRAGA

jer se encuentra con su amante entre unas ruinas colgadas sobre el Bósforo. La cámara les contempla a distancia, sin abandonar el encuadre general del enorme paisaje. La ruptura, la humillación, la crueldad, discurren en un plano único y estático que reitera la desolación de la pareja en el gran espacio indiferente. Solo al final, en breves segundos, un cambio de emplazamiento del punto de vista nos susurra al oído: no eres el único que espía. * * * * El encuadre nos instala en el paisaje, nos funde con él, nos lo descubre. En cierta manera lo inventa. ‘Érase una vez en Anatolia’ trae un recorrido sonámbulo por las colinas deshabitadas y ásperas de esa región turca. Un grupo encabezado por un fiscal y un médico busca un cadáver enterrado la noche anterior. Uno de los policías agita un manzano del que caen varios fru-

tos, y la cámara se empeña en seguir su bajada por la hierba hasta alcanzar un arroyo donde el agua los sigue empujando sin rumbo. Así se gobierna también el grupo en la noche interminable de la búsqueda, un cruce de azares que lleva a pequeñas revelaciones, a fragmentos de recuerdos inconexos, a ensoñaciones. El paisaje es mucho más que un marco, es el éter que baña, el enemigo difuso que no cesa ni comprende. * * * * Siempre el silencio como bajo continuo, subrayado en los ruidos ambientales de cigarras, pájaros, motores lejanos. El silencio de los personajes es un balance añadido, el resultado de una suma de palabras que vuelven a la boca tras pugnar por salir de ella. En ‘Érase una vez en Anatolia’ la noche que junta a esos hombres extrae de ellos confidencias. El médico da cuenta al fiscal de su soledad tras el divorcio, y este insiste en revelarle una extraña historia de una mujer que anunció el día que se iba a morir con varios meses de antelación. Tal vez fue su mujer, y el médico se esfuerza por dar una expli-

El dirctor Nuri Bilge Ceylan . :: YVES HERMAN-REUTERS cación científica que calme la inquietud de los ojos saltones y acuosos del fiscal. Tras tantas horas juntos vuelve el silencio. Los dos hombres salen del despacho del médico y caminan sin decir palabra en una inacabable bajada a la morgue para reconocer el cadáver. Todo se repliega. * * * * ‘Winter sleep’ insiste en colocar sus personajes sobre un paisaje que los sobrepasa, que punza y agita. Ahora es Capadocia con sus viviendas excavadas en grutas. Llega el

invierno. A los protagonistas, un actor retirado que regenta un hotel con su mujer, y una hermana del actor que los visita tras su divorcio, no les queda más opción que encerrarse en las habitaciones caldeadas, entre la luz amarillenta y acogedora de las lámparas. Solo queda el espacio interior, el paisaje de la intimidad. Cada poco interrumpen su aislamiento para charlar. Templados, educados, sin más problemas que dejar que el invierno pase. Pero las palabras se enredan, las explicaciones irritan. La hermana critica al

actor la tibieza de sus artículos, y recibe también lo suyo cuando sueña con enderezar su divorcio. El matrimonio va sacando los trapos sucios de años de convivencia. «Eres vengativo, violento, cínico», concluye la esposa. Las palabras son la auténtica tormenta invernal. El silencio de las películas anteriores guardaba ese secreto. El actor, acorralado, planea huir a la ciudad, a la soledad, pero ya no es capaz. Solo alcanza el refugio de la casa del amigo que se ha quedado solo. En la inevitable ascensión alcohólica de la noche se instala la evocación: «Yo jugaba de pequeño aquí, en la puerta de esta granja. Pensaba que viviría siempre al lado de mis padres». * * * * No hay final, no hay clausura en las películas de Nuri Bilge Ceylan. ‘Winter sleep’ se cierra en falso con un monólogo interior del actor en el que confiesa a su mujer la imposibilidad de romper sus lazos. Pero las palabras ya no alcanzan sus labios, han vuelto al silencio. La imagen última de ‘Érase una vez en Anatolia’ es el plano oblicuo de una ventana que nada muestra. ‘Tres monos’ acaba con un plano estático de más de un minuto con el protagonista en la terraza de su casa frente al Bósforo. Todo queda sin resolver. Por encima llueve, truena, la naturaleza sigue su curso, indiferente, grandiosa. La huella humana es tan insignificante y efímera como cantan los versos de Lermontov que recita el médico: «Los años seguirán pasando/ y de mí no quedará/ más que mi alma sepultada/ en la oscuridad y el frío».


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El director de teatro ruso Iuri Liubimov. :: YURI KADOBNOV-AFP

Ausencias y memoria Artistas como Liubimov o Maazel han enseñado el valor del trabajo, del arte comunicado, de las posibilidades de un mundo mejor FERNANDO HERRERO

E

scribo aquí no sobre las ausencias personales, afectivas y dolorosas, sino sobre aquellas de los que nos han acompañado en nuestro devenir humano y cultural. Directores de orquesta, gente de teatro que conocíamos profundamente en una larga relación de años han desaparecido recientemente. Lorin Maazel, Claudio Abbado, Iuri Liubimov, Rafael Frühberg. Hace unos años Miguel Narros, José Luis Alonso, Victoria de los Ángeles, Sergio Celibidache, Carlo María Giulini, Alfredo Kraus... Tuve la fortuna de asistir al debut de Lorin Maazel, a sus 36 años en la Orquesta Nacional de España (y al de Rafael Frühberg con el mismo conjunto en el que sustituiría como titular al inolvidable Ataulfo Argenta), seguí su carrera, muy dilatada en el tiempo, y es un recuerdo precioso la versión de la Segunda Sinfonía de Sibelius por Maazel y la Orquesta de Munich el 13 de febrero de este año, en sus dos últimos conciertos en Madrid. Inolvidable mi encuentro posterior con el Maestro.

Sergiu Celibidache. :: HUGO JEHLE Se diría que este recuerdo es solo personal. En parte sí, pero transciendo a lo social. Si en la literatura, las Bellas Artes o el cine, las obras están presentes, en el teatro y música no ocurre lo mismo, a pesar de las discografías o los videos. El contacto directo con el artista es insustituible. Estos nombres y algunos más quedan como referentes testimoniales y por ello la memoria de su actividad de sus

logros, de la influencia en la sociedad, es necesario conservarla. Son artistas, no santos, y por ello la exaltación inocua es insuficiente. En la memoria personal, ampliada a la de una generación, esas personas desaparecidas (aparte de otros) han sido fundamentales. Ataulfo Argenta y Eduardo Toldrá me iniciaron en el amor a la música. Tuve ocasión de presenciar muchos conciertos de ambos. Los

Lorin Maazel. :: LEE JIN MAN-AP montajes de José Luis Alonso y Miguel Narros incidieron en el placer del teatro, en su fuerza lúdica y crítica en tiempos difíciles Esa es la huella esencial. Celibidache, el caprichoso y genial director de orquesta rumano, nos hizo ver en sus muchas visitas a Madrid (Orquesta Nacional, de RTVE, de Londres, de Múnich) cómo el sonido se quintaesenciaba y cada obra dirigida por él pare-

cía nueva. Igor Markevitch, director titular de la orquesta televisiva, severo y ascético con concepciones propias desde el sonido. Carlo Maria Giulini, serenidad, señorío, espiritualidad en actuaciones reiteradas con diferentes conjuntos, incluida la Nacional en unos conciertos memorables. Claudio Abbado superó en principio un cáncer y tuvimos el privilegio de presenciar su última dirección ope-

rística con ‘Fidelio’ en el Teatro Real. Un caso impresionante de amor a la música, la cultura desde un humanismo solidario que marcó toda su carrera. La memoria de estos maestros impregna nuestra vida. He citado aquellos que no están con nosotros y cuya obra, el contacto en conciertos y representaciones, ha finalizado y es irrecuperable. Hace pocas fechas fallecía Iuri Liubimov, director del mítico Teatro Taganka de Moscú. Presencié en la capital rusa ‘Diez días que asombraron al mundo’ de John Reed en excepcional montaje. Después Liubimov fue expulsado del Taganka con el que se reunió en una función histórica en Madrid con ‘La madre’ de Gorki. Vimos después otra puesta en escena soberbia de la obra de Puschkin ‘Boris Godunov’ y en Valladolid asombró ‘Crimen y castigo’ sobre Dostoievski, en el que interpretó al niño el hijo de Francisco Heras, Jason. En Toro tuvimos ocasión de conocernos. Simpatiquísimo, ocurrente, celebró su cumpleaños el mismo día que lo hacía un trabajador de la bodega, con el que brindó repetidas veces. Uno de los grandes maestros de la escena hasta el último momento. A veces, además del recuerdo personal, surge el homenaje público. El Teatro Real organizó a los 15 años de la muerte de Alfredo Kraus dos magníficas sesiones. Piotr Beczala, con Orquesta cantó varias de las arias del repertorio del gran tenor canario. Donizetti, Gounod, Massenet, Bizet, Verdi, interpretados de forma magnifica tanto en la expresión, sentida y emocionante, como en la técnica. Al día siguiente con piano y bajo el lema ‘El legado de Alfredo Kraus’ destacados profesionales españoles, Mariona Cantarero, Yolanda Audanet, Isabel Rey, Antonio Gandía, Simón Orfila y Patricia, su hija, nos ofrecieron lo mejor de su arte, mientras se intercalaban proyecciones de las grandísimas e inimitables interpretaciones de Alfredo. Fue un acertadísimo acercamiento a un arte insustituible. La muerte del tenor nos vedó su anunciado concierto en la rehabilitación el Teatro Calderón. Victoria de los Ángeles, ese ángel del MET que manifestó María Callas, estuvo varias veces con su voz pura y cristalina. Estos nombres y muchos más van acompañando a varias generaciones. Han enseñado el valor del trabajo, del arte comunicado, de las posibilidades de un mundo mejor. Mantener la memoria y el recuerdo es de absoluta necesidad en estos tiempos tan oscuros que están haciendo tambalearse la convivencia social y humana.


LECTURAS

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Palabras que alzan el vuelo La poesía de John Berger busca su anclaje en la nimiedad cotidiana POESÍA John Berger. Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2014

CÉSAR AUGUSTO AYUSO

C

incuenta años de poesía escrita entre 1955 y 2008, desparramada aquí y allá, se recogen ahora como prieta cosecha del conocido escritor que es John Berger (Londres, 1926). Con tan variados géneros como cultiva y con su particularísima visión y su compromiso, es un caso insólito en las letras inglesas. Tanto que optó muy pronto por abandonar la isla y buscar puntos nodales de acomodo que le permitiesen una reflexión más serena y profunda del mundo contemporáneo. Eligió la periferia de París y una aldea de la Alta Saboya. Una distancia equidistante para abarcar un tiempo vertiginoso de cambios en la Europa del siglo de las dos grandes guerras y poder dirimir, con tranquilidad y conocimiento de causa, el salto en el vacío. Magnífico teórico y crítico de arte como corrobora su libro ‘Modos de ver’, ha sido con la novela como mejor ha logrado acercarse al mundo contemporáneo, lo que le ha hecho ganar miles de lectores que aprenden cómo se ilumina un mundo desahuciado –el de la cultura rural y la naturaleza humana y amiga-

El escritor y poeta John Berger. :: EL NORTE ble– sin piedad engullido por ese otro de las ciudades caóticas y despersonalizadas en las que aquellos susurros, aquellos ritmos estacionales, han acabado convirtiéndose en gritos y confusión, en un mestizaje sin raíces ni alas. Baste leer la gran trilogía ‘De sus fatigas’ para ver la insuperable parábola. Al igual que sus novelas y cuentos tienen mucho de ensueño enraizado en la más desolada realidad, del mismo modo su poesía busca su anclaje en la nimiedad cotidiana para alzar el vuelo a regio-

nes más altas, hacia símbolos que hagan de lo temporal, de su oprimente insulsez, un ámbito de transparencia, donde resguardar el sentido que lo efímero cela. Hay una gran entereza en desvincular el misterio, que no es tal, de lo cotidiano, y su temblorosa orfandad, de la inminencia y la grisura que lo borra. Esa orfandad, esa menesterosidad son belleza en sí, y el hombre las padece, sin reconocerlas, en lo más íntimo. Nada más que porque, ubicua, resuena en él la dimensión ensordecedora de la soledad.

Muy frecuentemente, se instala en los territorios de la pérdida: «El sol poniente / engasta las muelas de oro. / Como un jirón de carne / estoy alojado en esta ciudad». Muchas otras, también, prepara el encuentro que palie la insoportable soledad, un encuentro desvalido pero misericorde: «Una habitación abarrotada de hombres, / venidos del ganado empapado, / del gasoil, de la pala eterna, / acaricia / el aire de una canción de amor / con manos dulces. // Las mías han abandonado los brazos / y están cru-

zando las montañas / en busca de tus pechos. // En el café dos extranjeros / tocan el acordeón / la lluvia funde la nieve». Habla de aldeas abandonadas, de paisajes vacíos, de emigraciones y descastamientos. De las heridas del paso del tiempo y del acoso y la perentoriedad del ahora. «El frío es el dolor de creer / que nunca volverá el calor». Si la ciudad apresa, oscurece el horizonte, la naturaleza se humaniza, aparece vivificada, el corazón revive en ella: «El río rumoroso / abraza a la

niebla / todavía un momento. / Las cumbres / cantan en el cielo». Su voz, jamás solipsista, suena envolvente, como dirigiéndose a una comunidad de perdidos. Como transmisora de una distinta experiencia del tiempo, enraizada en la intensidad de la vivencia y no en la ciega disolución. «Lo que nos asombra / no puede ser el vestigio / de lo que se ha ido. / El mañana aún ciego camina lentamente. / La luz y la visión / corren a encontrarse / y de su abrazo / nace el día / con los ojos abiertos / como un potro. // Lo asombroso llega hasta nosotros, / escoltando a la muerte y a la vida». La de Berger es una poesía que cree firmemente en la palabra, en el lenguaje, en su poder de profecía y salvaguarda, fuera del alcance del tiempo. Lo único en lo que el hombre puede confiar. Aunque no repara ninguna pérdida, sí que salva la distancia entre lo ido y lo por venir. Toda la historia es un continuum que cobija la orfandad del hombre: «Los ojos de los muertos / inscritos en la palma de nuestras manos / compañeros de camino en esta tierra / que cobija el tordo». Fieles a la realidad, en la poesía de Berger las palabras alzan como pájaros el vuelo en busca de una ligereza y una trasparencia distintas.


12 LA SOMBRA

DEL CIPRÉS

LECTURAS

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Elección incierta Eduardo Iglesias presenta en ‘Los elegidos’ personajes que asumen la condena de la libertad

EDUARDO ROLDÁN

A

un antes de Homero, cabe suponer que las primeras historias que los hombres o los monos se contaban por la noche al calor de la hoguera eran relatos de viajes. Alguno de los hombres-monos que de mañana había salido a cazar cuenta tras el regreso a la noche los pormenores de la aventura. Desde entonces y hasta ‘Snowpiercer’, el relato de viajes no ha dejado de ser una constante en la narrativa del ser humano, y aunque por la propia naturaleza cinemática del relato de viajes es el cine el medio que mejor lo desarrolla, la novela no ha terminado de renunciar nunca, con variaciones más o menos originales o delirantes, a él. (La variación última y más radical se da en ‘Ulises’, que es la deconstrucción del relato de viajes: un viaje sin épica que transcurre en un día y en el que no se sale de Dublín.) Una de las

variaciones más fecundas es la del relato apocalípticopseudoapocalíptico, quizá por el hecho de que en un mundo de comunicaciones instantáneas, en el que cualquiera puede visitar la Gran Pirámide de Guiza sin moverse de su escritorio, el único recurso que queda es el del borrón y cuenta nueva: o sea que se cierra el círculo y volvemos a las cavernas. A esta variante apocalíptica se acoge en parte la novela de Eduardo Iglesias ‘Los elegidos’, publicada por Los libros del lince. Título paradójico, pues si hay algo que hermana a los personajes de la novela es su voluntad de elección: personas que asumen la condena de la libertad de la que hablaba Sartre de la única manera posible: ejerciéndola, tratando de que el destino sea una consecuencia de su voluntad y no algo que les viene impuesto desde fuera. Así, no son ellos los elegidos sino los que eligen, o son elegidos solo en el sentido de ser de las pocas personas que realmente se atreven a elegir. Voluntad de los personajes que se va forjando a la par que el relato avanza; los dos personajes

Eduardo Iglesias, en San Sebastián. :: LOBO ALTUNA principales, el viejo y el chaval –ecos de ‘Moby Dick’ en el comienzo: «Llámame viejo y yo te llamaré chaval»– al arrancar la peripecia se guían por el azar y los impulsos más inmediatos y primarios –hambre, frío, cansancio–, y la concluyen con un objeti-

Futuros perfectos

vo muy claro: una, la última sucursal bancaria que atracar: Caja Navarra Banca Civitas. Esta concreción en el destino mental, en el objetivo de los personajes –un atraco–, tiene su paralelo en la concreción del destino físico: la topografía pasa de abs-

EL TALISMÁN DE LA COSTURERA CIRO GARCÍA

L

a ‘Edad de oro’, novela en tres tomos de, John C. Wright, comienza bien. La compleja descripción de una sociedad futura, con diversas formas de humanidad autoevolucionadas hasta un punto en que algunas pueden apenas comprender a otras, donde, en apariencia, no hay escaseces de ningún tipo y la enfermedad y la vejez han sido erradicadas, donde realidad y virtualidad están sutilmente entrelazadas, es sencillamente subyugante, brillante, imaginativa. Al menos en las primeras páginas.

Es también, o al menos de eso se queja su protagonista, que lleva el significativo nombre de Faetón –sí, como el hijo Helio, el sol, que un día cogió el coche, digo el carro, de su padre sin permiso y casi convierte el mundo en una parrillada–, una sociedad estancada, que se recrea en sus logros y fantasías sin querer llegar a más o hacer nada nuevo. Como, por ejemplo, lanzarse a la exploración y conquista del universo. Esto, se explica más tarde, ya se intentó, pero los exploradores se perdieron. En un momento dado, contactado por un

uraniano –la humanidad de entonces habita todo el sistema solar–, que dice hablar en nombre de una civilización de otra estrella, Featón decide que ya es hora de embarcar en el Fénix exultante, su nave espacial, una nave que deja a un destructor imperial o a la Enterprise al nivel de una carreta tirada por mulas viejas, y salir a ver qué hay por ahí afuera. Pero a los que dirigen la humanidad –el padre del protagonista entre ellos–, por razones que no quedan nada claras, la aventura de Featón les parece poco recomendable, y hasta peli-

grosa, y la prohíben. Como el muchacho no ceja en su empeño, finalmente le despojan de todo su dinero y todos sus privilegios, y lo mandan a vivir con los parias y marginados. Primera sorpresa en este paraíso: hay parias y marginados. Ya se nos había insinuado antes que había escalafones sociales, que hay gente más rica, como el propio Faetón y su familia, y otra no

tracta, indefinida, a centrarse progresivamente en la región de Navarra –Yesa, Sangüesa, Olite–, llegándose a indicar incluso la carretera que toman (la N-240 hacia Jaca). Como muchos relatos de viajes, empezando por el ‘Quijote’ y terminando por ‘La carretera’ de Cormac McCarthy, ‘Los elegidos’ asocia en gran medida a los personajes en grupos de a dos –viejo y chaval, chaval y chavala, viejo y camionera– y fundamenta su desarrollo dramático en el diálogo. Y aquí hay que hacer una advertencia: absténganse el lector que busque naturalismo o cotidianeidad: «El comportamiento de esta [águila] parece guiado por una inteligencia de otro orden». El viejo, mentor no pedido y hombre expansivo, habla, como Alonso Quijano, en citas o en refranes, y trufa su conversación de datos obtenidos de la experiencia o la wikipedia; el chaval, surfista avispado pero de educación escasa, suelta de pronto cosas como: «Yo quiero seguir errabundo»; o «un hombre decidió un día, en el siglo de Pericles». Por otro lado, no es infrecuente que en el mismo intercambio se tope luego uno con un par de tacos contundentes. La falta de naturalismo no tiene en sí misma nada de malo, y la poética que pretende alcanzar el autor con esta mezcla de registros tampoco; el único peligro es que a veces se rompen las reglas dramáticas que el propio relato ha establecido, perdiendo en verosimilitud y dejando una sensación de incomprensión o confusión, a veces con un punto de ridículo. Más discutibles que el enfoque son algunas de las de-

tanto. Que hay sueños y adelantos más caros que otros y a los que sólo algunos tienen acceso. Pero por lo demás, todo el mundo estaba sano y feliz y vivir no parecía requerir mucho esfuerzo. Pero hay parias. Lo descubrimos al final del primer tomo. Y es a partir de aquí cuando al autor se le empieza a ver el plumero, cuando se convierte en adalid del pensamiento único, y nos intenta hacer tragar todas las bondades del liberalismo. Listo como es, Faetón, no tarda en recuperar parte de su estatus haciendo una pequeña fortuna. El niño rico convertido en mendigo cumple con el eje del sueño capitalista: el hombre hecho a sí mismo. Viendo que no lo pueden parar, los gobernantes le hacen partícipe de

LOS ELEGIDOS Eduardo Iglesias. Editorial: Los libros del lince. Páginas: 197.

cisiones de estilo adoptadas: el uso ocasional de ciertos clichés –«como alma que lleva el diablo», «tomaron las de Villadiego»– y de frases refloridas –«En lo alto, en el silencio del alcance visual»–; el que al llegar al final del relato comiencen de pronto los personajes a utilizar la terminación ico–ica, como si se hubieran vuelto navarros de golpe; o el que la frase recurrente de apertura de varios capítulos –«La del alba sería…»– troque porque sí en «La de las seis de la mañana sería…», para luego regresar a las variaciones con el alba, rompiendo el tiempo cíclico que la rutina de los atracos ha establecido… Al terminar, ‘Los elegidos’ deja un poso contradictorio: la sensación de encontrarse con un relato interesante pero que no ha terminado de explotar todas las posibilidades que ofrecía. Por otro lado, la edición de Los libros del lince resulta tan impecable como acostumbra, lo que sin duda –y esto es algo que la mayoría del mercado editorial parece no querer ver, con ediciones cada vez más descuidadas– invita a la lectura (y a la compra).

algunos secretos, como que sospechan que quienes le contactaron son una malvada potencia dispuesta a acabar con el estilo de vida americano, digo humano. Ahora Faetón se reconcilia con su padre y se une a la lucha contra el complot galáctico. Finalmente descubrimos que la amenaza procede de los antiguos exploradores, que colonizaron el horizonte de sucesos de un agujero negro y se convirtieron en perversos comunistas espaciales. Al final, se llega incluso a insinuar que el universo es capitalista. Eso es como decir que una piedra es filántropa. Aún y todo, sobre todo en su primera parte, es como he dicho, una historia profundamente imaginativa, y está bien escrita.


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Insólito y cercano A Joan Perucho le gustaba lo raro y lo maravilloso, se adelantó al famoso ‘realismo mágico’

DE LO MARAVILLOSO Y LO REAL (ANTOLOGÍA) Joan Perucho. Introducción y selección Mercedes Monmany. Fundación Banco Santander. Madrid, 2014. 406 págs.

LUIS ANTONIO DE VILLENA

N

o es raro que la tristeza (una cierta tristeza) se mezcle con la alegría. Lo digo porque no hace tanto que falta Joan Perucho (1920-2003) y ya rescata una selección de sus escritos una bella colección que –aunque no sólo– parece noblemente ideada para ayudar a sacar de cierto olvido a quienes cayeron en él y no lo merecen… Yo conocí a Juan Perucho (era Joan y era Juan) ya mayor pero lleno de vitalidad y de libros, pues además de escritor, era gran bibliófilo y había sido juez. En Gandesa, en la postguerra. Perucho murió con 82 años y aunque escribió esencialmente en catalán era enseguida traduci-

do al castellano (a menudo él reescribía su propia obra) por lo que siempre sonó a escritor bilingüe y desde luego muy ajeno al nacionalismo. Empezó en los años 40 como poeta, parte de su obra acaso buenamente menor que no recoge esta bien hecha antología. Perucho fue novelista y narrador y (si se me permite) periodista de temas insólitos, porque a él le gustaba lo raro y lo maravilloso y en muchos aspectos –pero sin coincidir– se adelantó al famoso ‘realismo mágico’. Sólo que su magia y sus botánicas y sus espejos y sus extraños caballeros (reales o inventados) eran siempre muy culturalistas, siempre libros y seres librescos en su gran y secreto vitalismo, lo que le unía mucho más con su amigo Álvaro Cunqueiro que, digamos, con Gabriel García Márquez. Mercedes Monmany, la autora de la selección, ha dis-

puesto casi exhaustivamente los compartimentos de la obra de Perucho, de la que ofrece relatos y artículos. Informa nombrar esos compartimentos: Historias apócrifas y relatos fantásticos , como ‘Nicéforas y el grifo’ o ‘La heráldica de los caballeros de Armenia’. Eruditos de lo maravilloso, así ‘Noticia del doctor Thebussem’ –un personaje real, muy culto– o ‘Rocambole y Toledo’, del que vale ya el título. Brujos, magos, fantasmas y ocultistas, como ‘El diablear de los diablos’ o ‘Bajo la sombra del Barón Corvo’, otro rarísimo y heterodoxo personaje británico que murió indigente en Venecia en 1913. Uno se dice (se dijo) ¿qué hacía un juez entre las sonrisas de algunas diablesas? Santos, sabios y cristianos nos sitúa cerca de los santorales extravagantes (algunos ciertos, recordemos la Tebaida) como Bestiario fantástico viene a ser el apar-

Joan Perucho. :: ANDREU DALMAU

tado más peculiar como en ‘Gérard de Nerval y el monstruo Zmb’. Recordemos que Perucho fue uno de los primeros en hablar en España de Lovecraft. Botánica oculta parece más cerca de las boticas y alquimistas de Cunqueiro. Cuentos mínimos y autobiográficos acaso podría haberse unido con Memorias y recuerdos, donde –otra vez- también aparece lo imaginario. Tal vez no en ‘Mi juventud perdida’ pero desde luego algo en ‘Las novelas y los elfos’ que lo define. Cierran la selección Viajes: lo cercano y lo lejano (todo más real con alta mirada) y Teoría de Cataluña y misterios de Barcelona, que marcando peculiaridades sueña con los rincones (en todo sentido) góticos. Gran Perucho: escritor delicado, sencillo, peculiar y culto maravilloso. Hay que recordarlo.

LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

Lo perfecto de ser imperfectamente felices :: SUSANA GÓMEZ Eran cinco auténticos desastres. Uno estaba agujereado y otro plegado en dos. El tercero era blandito; el cuarto estaba del revés y el quinto era «un amasijo de rarezas» de la cabeza a los pies. Eran cinco calamidades que vivían en una casa enorme y destartalada donde compartir fracasos y extrañezas, y donde poner en marcha divertidas discusiones sobre cuál era el más desastre de todos. Hasta que un buen día llegó aquel tipo sensacional, perfecto, sin un mal doblez en su cuerpo sólido y sin boquetes y, con su perfectísima melena, les propuso «un proyecto, una solución, una idea» para acabar con tanto despropósito... entonces fueron capaces de ver más allá de todo estropicio y marcharse más contentos que nunca. Álbum en torno al derecho (y la fortuna) de ser uno mismo, ‘Los cinco desastres’ es una divertida reivindicación de la diferencia y las fisuras individuales, en una apuesta por

Guantes, calcetines, poemas... y otras cosas muy valiosas SUBASTA EXTRAORDINARIA

la libertad y la aventura de las perspectivas y personalidades. De la mano de unos personajes cuya calidad (y calidez) de tiernos antihéroes pone en marcha los mecanismos de la empatía y la identificación, la historia nos recuerda el lado amable de los defectos, frente a la rigidez e intolerancia de ciertas perfecciones y sus absurdos. En un tono visual y tex-

LOS CINCO DESASTRES Beatrice Alemagna. Editorial A buen paso. 40 págs. 19 euros. Edad recomendada: a partir de 5 años.

tual donde la cercanía y los elementos lúdicos atraviesan palabras e imágenes, Beatrice Alemagna compone un discurso ‘perfectamente’ imbricado, donde collages y trazos distorsionados apoyan el aparente desorden de este álbum en el que subyace un canto a la diversidad, las imperfecciones y lo perfecto de ser felices a pesar de (o gracias a) ellas.

Con esa mezcla de lirismo y ternura a la que La Guarida Ediciones ya nos va acostumbrando, su nueva apuesta se interna por los rincones de páginas y licitaciones fuera de lo común, entre los que se dan cita un diente, una nube, un cuento a medias. Una llave, un domador, una sombra independiente. Un huevo de imagodonte. Un suspiro, un botón, tiempo para jugar, una bandada de mariposas... y toda la retahíla de objetos, emociones, metáforas y otros olvidos importantes que componen tan particular catálogo. Y es que, «por falta de espacio en sus instalaciones (la gente no para de extraviar cosas valiosas) el Museo de Todo lo Perdido se ve obligado a sacar a subasta algunos de sus bienes más preciados», en una puja que nace atravesada de imágenes poéticas y sugerentes ilustraciones. Re-

Gracia Iglesias y Susana Rosique. Editorial La Guarida. 48 páginas. 13,90 euros. Edad recomendada: a partir de 6 años.

forzada con buenas dosis de sensibilidad, esta ‘Subasta Extraordinaria’ deja que ingenio y delicadeza se cuelen en sus 19 lotes, en un álbum destinado a prender pequeños y grandes tesoros en sus hilvanes de prosa poética: desde una oveja sobre un arcoíris hasta una camisa que quería ser cometa, pasando por la historia de amor entre un guante y un calcetín. Y para abrir tan extraordinaria venta, precios de salida que son soplidos de ángel, un cencerro, un unicornio que sirva de abrecartas, un baño de burbujas, tres bombones, un jardín de plastilina, un nieto o una nieta sin miedo a las alturas... y otros secretos que permanecen a buen recaudo.


14 LA SOMBRA

Sábado 29.11.14 EL NORTE DE CASTILLA

DEL CIPRÉS

L

a semana pasada decía que la representación de los números se realiza a través de palabras, a través de la numeración romana o a través de la numeración arábiga. Cuando se realiza a través de palabras, estas palabras, que expresan un valor numérico o se refieren a números naturales, se conocen en gramática con el nombre de numerales. Hay varios tipos de numerales: los cardinales (que indican una cantidad numérica precisa, como por ejemplo ‘cincuenta’, ‘tres’ o ‘mil doscientos’), los ordinales (que indican orden de sucesión o colocación, como ‘tercero’, ‘vigésimosegundo’ o ‘undécimo’), los partitivos (que expresan una parte determinada de un todo, como por ejemplo ‘doceavo’ en el enunciado ‘La doceava parte de la herencia’) y los multiplicativos (que son los encargados de multiplicar por un cardinal: si se multiplica algo por dos, decimos el ‘doble’ de algo; si lo multiplicamos por tres, el ‘triple’; el ‘cuádruple’ o ‘cuádruplo’ si lo hacemos por cuatro; el ‘quíntuple’ o ‘quíntuplo’ en el caso de multiplicar por cinco, etcétera). Hoy me ocuparé de la escritura de los números cardinales, que es a menudo fuente de dudas y de vacilaciones ortográficas, sobre todo en relación con su escritura en una o varias palabras. Los numerales cardinales pueden ser nombres (o sustantivos), adjetivos, pronombres o determinantes, dependiendo del contexto de uso. Por ejemplo, son nombres masculinos cuando designan el nombre del número al que representan, como en ‘Mi número favorito es el ocho’. Son adjetivos cuando se usan como ordinales (en cuyo caso van siempre pospuestos al nombre), como en ‘capítulo cuatro’, ‘kilómetro ciento sesenta’ o ‘artículo treinta y tres’. Son pronombres cuando no van acompañados de un nombre, como en ‘Póngame tres’

USO Y NORMAS DEL CASTELLANO MARÍA ÁNGELES SASTRE PROFESORA DE LENGUA ESPAÑOLA EN LA UVA

CÓMO ESCRIBIR LOS NUMERALES CARDINALES

Más normas y recomendaciones para el uso correcto del castellano. Envíe sus consultas a: elcastellano. elnortedecastilla.es

o ‘Me quedo con los cinco’. Y son determinantes cuando van inmediatamente antes del nombre, como en ‘dos hijos’, ‘otras cuatro semanas’, ‘esos tres libros’, ‘¿qué dos coches?’, ‘cinco novelas suyas’, etcétera. Desde el punto de vista ortográfico, los cardinales desde el cero hasta el quince son palabras simples. También son palabras simples los nombres de las decenas (veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta, ochenta y noventa), ‘cien’ (y su variante ‘ciento’), ‘quinientos’ y ‘mil’. El resto de los cardinales son palabras complejas que se forman por yuxtaposición o coordinación de números cardinales simples. ¿Qué cardinales complejos tienen una grafía unitaria? O, dicho de otro modo, ¿cuáles

se escriben en una sola palabra? Solamente los correspondientes a los números 16 al 19 (dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve), los correspondientes a los números 21 a 29 (veintiuno, veintidós, veintitrés, etcétera) y todas las centenas (doscientos, trescientos, cuatrocientos, seiscientos, setecientos, ochocientos y novecientos). ¿Qué ocurre con la escritura de los numerales cardinales a partir de treinta? A mí me parece que todo el mundo tenía bastante claro que se escribían en varias palabras. De hecho, así lo constata la ‘Ortografía de la lengua española’ de la RAE (2010: § VIII, 3.1): «A partir de treinta, todos los cardinales complejos que corresponden a cada serie se escriben tradicionalmente en varias palabras y se forman, bien por coordinación, bien por yuxtaposición de cardinales simples». Como ejemplos, ‘mil ciento cuarenta y tres’, ‘treinta y ocho’, ‘doscientos cuarenta y cinco’, ‘cuatrocientos cincuenta y siete’. Sin embargo, en un párrafo más abajo leemos lo siguiente: «No obstante lo dicho, por analogía con la serie de los cardinales compuestos de ‘diez’ y de ‘veinte’, y debido a su comportamiento prosódico igualmente unitario, se documentan casos de grafías univerbales en los correspondientes a otras decenas (treintaicinco, cuarentaitrés, cincuentaiocho, etcétera) [...] especialmente en textos de autores americanos». Hasta aquí, vale. Pero lo que sigue desconcierta a los usuarios. «Estas grafías simples, aunque son minoritarias, son asimismo válidas, pues responden a la tendencia a la fusión gráfica que experimentan las unidades léxicas pluriverbales que forman un solo grupo acentual». Entonces ¿cómo hay que escribir los numerales cardinales a partir de treinta? Pues, sencillamente, como ustedes quieran: en una palabra o en dos palabras. Yo seguiré haciéndolo en dos palabras. Ustedes decidan.

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El umbral de la eternidad. Ken Follet (Plaza&Janés)

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La sombra de otro. Luís García Jambrina (Ediciones B)

Milena... J. Zepeda (Planeta)

Bestiario. A. Barman (El zorro rojo)

Así empieza lo malo. Javier Marías (Alfaguara)

La última noche... Mikel Santiago (Ediciones B)

El impostor. Cercas (Random)

El sonido de la memoria. R. Gavilán (Fuente de la Fama)

La pirámide inmortal. Javier Sierra (Planeta)

La llamada del norte. Claire Bouvier (Ediciones B)

After. Anna Todd (Planeta)

El balcón en invierno. Landero (Tusquets)

La mujer del diplomático. San Sebastián (Plaza&Janés)

El secreto de la perla. Di Morrissey (Ediciones B)

A la sombra del árbol Kauri. Sarah lark. (Ediciones B)

Milena... J. Zepeda (Planeta)

Demonios familiares. Luis Landero (Tusquets)

La sangre de los libros. Santiago Posteguillo (Planeta)

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Los 88 peldaños del éxito. Anxo Pérez. (Alienta)

Un otoño romano. J. Reverte (Plaza & Janés)

Las gafas de la felicidad. Rafael Santandreu (Grijalbo)

Hasta aquí puedo leer. M. G. Kemp (Plaza & Janés)

Diccionario de la Lengua... Real Academia (Espasa)

Yo fui a EGB 2. J. Ikaz; J. Díaz. (Plaza & Janés)

El libro Troll. Rubius (Temas de hoy)

La vida lenta. Josep Pla (Destino)

Yo fui a EGB 2. J. Ikaz; J. Díaz. (Plaza & Janés)

Ayer, hoy y mañana. S. Loren (Lumen)

Herr Pep. Martí Perarnau (Corner)

Los supervinos 2015. J. C. Martín (Libros del lince)

Dejar de amargarse... Lucía Taboada. (Zenith)

Tesores del silencio. Burrieza (Ayuntamiento)

La enzima prodigiosa 2. P. J. Ramírez (Aguilar)

Libro del desasosiego. Fernando Pessoa (Pre-Textos)

Perros e hijos de perra. Reverte (Alfaguara)

En familia... K. Arguiñano (Planeta)

Ansiedad. Scott Stossel (Espasa)

Soba na soba... D. Bustamante (Fuente de la Fama)

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El impostor. Cercas (Random)

Esperando al rey. Peridis (Espasa)

Así empieza lo malo. Javier Marías (Alfaguara)

El umbral de la eternidad. Ken Follet (Plaza&Janés)

Esperando al rey. Peridis (Espasa)

Antonia. Nieves Concostrina (La esfera)

Mi color favorito es verte. Pilar Eyre (Planeta)

Adulterio. Paulo Coelho (Planeta)

El balcón en invierno. Landero (Tusquets)

En el café de la juventud... Patrick Modiano (Anagrama)

Underground. Murakami (Tusquets)

Leal. Verónica Roth (Molino)

Así empieza lo malo. Javier Marías (Alfaguara)

El umbral de la eternidad. Ken Follet (Plaza&Janés)

La sombra de otro. Jambrina (Ediciones B)

Pacto de lealtad. Gonzalo Giner (Planeta)

Trilogía de la ocupación. Modiano (Anagrama)

Canciones de amor... Nickolas Butler (Asteroide)

El impostor. Cercas (Random)

La pirámide inmortal. J. Sierra (Planeta)

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El Capital en el Siglo XXI. Piketty (FCE)

Guía del cielo 2015. Procivel

Yo fui a EGB 2. Ikazl (Plaza&Janés)

El Arte de no amargarse... R. Santandreu (Oniro)

Disputar la democracia. Iglesias (Akal)

Los perdedores... A.Ovejero (Biblioteca Nueva)

Disputar la democracia. Iglesias (Akal)

Isabel la católica... Tarticio de Azcona (La Esfera)

De animales a dioses. Harari (Debate)

Lunario 2015. Michel Gros (Artús Porta Manresa)

Ganar o morir. Iglesias (Akal)

Open. Memorias. Andre Agassi (Duomo)

Diccionario. RAE (Espasa)

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Un paso al frente. Segura (Tropo)

España y Cataluña. Henry Kamen (La Esfera)

Indies, hipsters y gafapastas. Lenore (Capitán Swing)

La enzima prodigiosa. Hiromi Shinya (Aguilar)

Perros e hijos de perra. Reverte (Alfaguara)

La enzima prodigiosa 2. P. J. Ramírez (Aguilar)


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Sábado 29.11.14 EL NORTE DE CASTILLA

DIÁLOGOS INTEMPORALES

‘L’homme qui ne marche pas’, de Elmgreen & Dragset. :: EL NORTE

A

finales de los años cincuenta, Picasso dedicó algo más de cuatro meses y medio a realizar 58 obras sobre el cuadro de ‘Las Meninas’ de Velázquez. No era la primera vez que sus pinceles y sus lienzos acogían la interpretación que su centelleante mirada producía sobre el trabajo de los grandes maestros. La exótica impronta de ‘Las mujeres de Argel’, de Delacroix, ya había pasado por su genio, aunque esta obra magnífica del Romanticismo francés no fue sometida a tal grado profundo de estudio, ni a producción tan fructífera. Sin embargo, en ambos casos, el artista malagueño, afamado y cotizado en vida, hundía su creatividad en los océanos de color de otros pintores consagrados, sin cuidado alguno. Puede que la admiración despertada por las interpretaciones que Francis Bacon hizo a principios de los años cincuenta, es decir, poco antes, sobre el retrato velazqueño de Inocencio X lo animaran; o quizás fuera porque el Picasso consagrado de la posguerra se sentía, finalmente, autorizado para manipular la obra maestra de Velázquez, gracias al atisbo de una inmortalidad que lo abrigaba desde que el Louvre acogió sus pinturas; o, sencillamente, se debió a la profunda admiración que desde estudiante profesó a la obra del genio sevillano. En cualquier caso, Picasso abordó el cuadro de ‘Las Meninas’ con profuso detalle y dedicación hasta el extremo de modificar la intencionada relación jerárquica de sus personajes, originalmente, para convertir a Velázquez en el protagonista del mismo. Como si quisiera lanzar un mensaje de inmortal a inmortal con el fin de hacer justicia: la figura más relevante del cuadro es el humilde creador, relegado a la izquierda, oculto tras el bastidor entelado, en la umbría de una profesión y audacia inigualables. Su versión horizontal engrandece a un Velázquez que invade el espacio, cautiva la atención e inicia el discurso visual de tal modo que la realidad de ambas versiones, la original, protegida por las paredes

Pudiera parecer una de sus bromas, pero su ‘hombre que no camina’ dialoga con la original de Giacometti y alerta al mundo

OVEJAS NEGRAS RAFAEL VEGA

presidenciales del Museo del Prado y la consecuente, custodiada en Barcelona, conversan en un diálogo audible, solamente, por la gigantea del tiempo. Sin embargo, semejantes milagros, auspiciados por la durabilidad de las obras de arte y por la condición transmisora de las mismas, aún brotan de vez en cuando, como el producido gracias al atrevimiento de la pareja de artistas conceptuales formada por Ingar Dragset y Michael Elmgreen que entraron en profunda comunión con una de las piezas fundamentales de la escultura antropomorfa: el bronce titulado ‘El hombre que camina’. Acaso pueda parecer una de sus bromas conceptuales. Y, en cierto modo, no han de rechazarse en ella trazas de hilaridad, como las hay en sus estatuas ecuestres con caballos de juguete, sus escaleras imposibles, sus radiadores derretidos, sus salas de exposiciones vacías de obra y repletas de vigilantes, sus trampolines asomados a ventanas, sus piscinas con cadáveres flotantes... Parodias de un mundo absurdo y descontextualizado que asume una tienda de Prada en medio del desierto, una de sus más célebres instalaciones. Sin embargo, su ‘L’homme qui ne marche pas’, una réplica de la sublime pieza concebida por Giacometti, esta vez encadenada a una bola blanca, inmensa y pesada, como la aséptica y postmoderna realidad, responde a la original y alerta al mundo. El avance simbólico de la humanidad, tanto por su zancada como por un bipedismo íntimamente relacionado con su capacidad craneal, está comprometido. La esperanza de nuestro devenir ya no depende del hombre; arrastra una impedimenta terrible y aparentemente inmaculada.


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LA SOMBRA DEL CIPRÉS

Sábado 29.11.14 EL NORTE DE CASTILLA

Director: Carlos Aganzo Coordinadora: Angélica Tanarro

En los textos griegos el opio aparece o bien como anestesia, o bien como fármaco que permite el olvido de la realidad y el transporte a otros mundos

F

ue Baudelaire el que popularizó el concepto ‘paraísos artificiales’ para referirse a las drogas en su ensayo sobre el hachís, el opio y el alcohol. Animado por los textos sobre el opio de Thomas de Quincey y Samuel Taylor Coleridge, Charles Baudelaire vinculaba, por primera vez en la historia, las drogas a la creación, inaugurando toda una escuela de pensamiento que iba a influir mucho en la modernidad. Nadie ignora que el opio aparece ya en la ‘Odisea’, cuando Ulises y sus hombres llegan a la isla de los lotófagos o comedores de lotos. En el canto XI del poema homérico leemos lo siguiente: «Estuvimos perdidos nueve días en el impetuoso mar y al décimo llegamos al país de los lotófagos, que se alientan del fruto de una amapola... Después del almuerzo, escogí a mis dos hombres más decididos y los envié con un mensajero a explorar el territorio y conocer a sus habitantes. Pronto se encontraron con algunos lotófagos que no les hicieron ningún daño y que les invitaron a ingerir el fruto del loto. Y en cuanto lo probaron se olvidaron completamente de la patria y hasta de sí mismos. Su único deseo era seguir consumiendo lotos y seguir disfrutando del olvido de sí mismos. Pero yo les conduje por la fuerza hasta las naves y, aunque se resistían y gritaban, los arrastré y los hice atar a los bancos. Exigí que los demás embarcasen enseguida, temeroso de que si probaban los lotos se olvidasen del regreso...» En este muy ilustrativo fragmento percibimos que los griegos conocían bastante bien el opio, así como sus efectos. Obviamente, no lo vinculaban a la creación. En los textos griegos el opio aparece o bien como anestesia o bien como fármaco que permite el olvido de la realidad y el transporte a otros mundos: algo parecido al vino en las ceremonias báquicas de la antigüedad. Al percibir lo vinculadas que han estado en la modernidad las drogas a la creación, más de una vez me he preguntado si los escritores del Siglo de Oro, por ejemplo, utilizaban el vino para escribir. Si es cierto lo que decía Delibes, que nuestros ancestros bebían litro y medio diario, cabe suponer que en no pocas ocasiones Lope o Calderón escribían colocados; pero no existen pruebas históricas que avalen esta teoría que más de uno considerará descabellada. Poco sé del estado en el que escribían nuestros clási-

:: ILUSTRACIÓN IRENE GRACIA

MITOLOGÍAS JESÚS FERRERO

Los paraísos artificiales

cos, pero es evidente que poetas de la antigua Grecia como Alceo perpetraron más de un poema borrachos, y que los poetas chinos de la dinastía T’ang utilizaban el alcohol para hacer poemas y canciones en grupo. Llegados a este punto podemos preguntarnos si las drogas, también llamadas paraísos artificiales, favorecen el ejercicio de la literatura, que ya es en sí misma un paraíso artificial y una hija de la cultura, más que un producto de la natura y su inmanencia radical. Pues bien, yo no sé si las drogas favorecen la creación en sí, lo que sí he podido percibir en diferentes autores que sucumbieron al alcoholismo es que el alcohol favorece mucho la distorsión y la incoherencia. En los textos que he podido leer de autores que bebían demasiado, he observado a ratos páginas muy intensas e inspiradas, pero también he detectado cierta incoherencia general y un gran descuido de las líneas argumentales. Lo mismo he percibido en los relatos de viva voz que me han hecho algunos ilustres borrachos como el incomparable y entrañable Claudio Rodríguez al que nunca, y digo bien nunca, conseguí ver sobrio a ninguna hora del día. Lo suyo era realmente el don de la ebriedad, que a la larga puede ser una desgracia, cuando el alcohol nos empieza a traicionar, y todas las drogas acaban traicionándonos tarde o temprano. Como me decía un amigo que pasó por el infierno terminal de la cocaína, todas las drogas empiezan mostrándonos sus virtudes activas para acabar hundiéndonos en el lodo de sus virtudes más pasivas y demoledoras. Dicho lo cual, no creo que las drogas favorezcan la creación en las personas sin verdadero talento. Como venía a decir el mismo Baudelaire, al que nunca le faltó la lucidez, si un poeta muy dotado fuma opio o hachís, puede que escriba un buen poema, como le ocurrió más de una vez a Coleridge, pero si un granjero hace lo mismo, posiblemente solo vea vacas, relucientes y alucinantes vacas lecheras exhibiendo sus ubres blancas en el dorado atardecer.


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