Sábado, 02.05.15 Número CCII
SOMBRA CIPRES LA
DEL
Billie Holiday contra su biografía El centenario de Lady Day, una buena ocasión para reivindicar su voz, por encima de su peripecia vital [P2]
:: WILLIAM P. GOTTLIEB
2 LA SOMBRA
DEL CIPRÉS
EL SONIDO DESGARRADOR DEL JAZZ
La voz que regresa de nadie sabe dónde Emoción, seducción, desgarro, tristeza, dulzura, sofisticación… la manera de interpretar la letra y la música de sus canciones hacen de Lady Day un símbolo eterno del jazz
Y
o he vivido canciones como ésa». Sin duda era su modo de interpretar, de vivir y de sentir en el alma la letra y la música de sus canciones, lo que ha hecho de Billie Holiday la voz más genuina del jazz. Porque el jazz es eso: vivir en el swing de la palabra. Y compartirlo. En sus primeras grabaciones, la voz de Billie se nos muestra como el signo sonoro de la lucha por la supervivencia: una voz vital, prematuramente lanzada a los escenarios del jazz para poder librarse de la dureza de su entorno. En sus mejores momentos, su modo de cantar, de sentir esos temas que hablaban de aquel mundo contradictorio de los años cuarenta y cincuenta en los Estados Unidos, provocó un torrente de calificativos entre los críticos: emoción, seducción, desgarro, tristeza, dulzura, sofisticación…; esa mezcla tan particular, tan suya, que la hace única entre todas las voces del mundo. Y en el último tramo de su vida, herida de muerte por el alcohol y las drogas, la voz de Billie Holiday encarna como ninguna el sonido de la derrota, el descenso a las cavernas más oscuras del jazz. Pero siempre marcando el compás. «Mamá y papá eran un par de críos cuando se casaron. Él tenía 18 años; ella, 16, y yo, tres». Es cierto que su madre, Sadie Fagan, y su padre, el guitarrista y bajista Clarence Holiday, tenían respectivamente 13 y 15 años cuando vieron nacer a la pequeña Eleonora. Pero no es verdad que se casaran, aunque la propia Billie lo dejara escrito así en su au-
tobiografía. Todo en su niñez tuvo un acento sórdido. A su bisabuela tuvieron que romperle el brazo para separarla del cuello de Billie, con la que dormía mientras murió. A su padre le pedía dinero amenazándole con contarle la verdad sobre su paternidad a la novia que tenía en aquel momento. Y su madre, que se la llevó a Harlem después de que violaran a Billie, le dio la oportunidad de convertirse, con 14 años, «en una fulana de 20 dólares el polvo», lo que le costó pasar cuatro meses por la cárcel de Welfare Island. Un año después, fue la música la que consiguió apartarla de la calle. Pero no del dolor. Un dolor que fue compaginando, como las dos caras de la misma moneda, con los éxitos que llegaron a convertirla en un verdadero mito del jazz. John Hammond la descubrió, con 17 años, cantando en un club de Nueva York. Se llevó con él al gran Benny Goodman, y entre los dos lograron que, al año siguiente, debutara con su primera grabación en Columbia: ‘Your Mother’s Son-In-Law’. La gran manzana estaba entonces en plena efervescencia jazzística, y enseguida la jovencísima Billie Holiday tuvo ocasión de compartir escenarios, giras y estudios de grabación con algunas de las grandes figuras del momento, como Roy Eldridge, Ben Webster, Johnny Hodges o el propio Benny Goodman. «Que no me hablen de las pioneras que recorrieron los caminos en esos carromatos enfundados, entre montañas plagadas de pieles rojas. Yo soy la chica que fue al Oeste en 1937 con 16 tíos blancos. Artie Shaw y su
CARLOS AGANZO
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«Mamá y papá eran un par de críos cuando se casaron. Él tenía 18; ella, 16, y yo, tres» «Yo soy la chica que fue al Oeste en 1937 con 16 tíos blancos, Artie Shaw y su Rolls-Royce»
Rolls-Royce. .., y las montañas estaban plagadas de blancos chalados», dice en sus memorias. Integrada en la banda de Count Basie, durante dos años sólo consiguió ver «el interior de un autobús Blue Goose» y los escenarios de todos los clubs imaginables de la época. En Detroit, al dueño de uno de los locales le pareció que Billie era demasiado blanca para una banda de músicos negros, y la obligó a salir al escenario untada de betún. Cuando empezó a trabajar en 1937 con Lester Young, cuyo saxo fue seguramente el alma gemela de la voz de la cantante, ya se la disputaban los mejores conjuntos de la época. Él fue quien la bautizó como Lady Day, la gran dama del jazz; y ella a su vez convirtió al más vibrante de los intérpretes de su tiempo en Prez, el «presidente». En paralelo a su carrera musical, la aventura de Billie fue convirtiéndose también en un símbolo de la lucha por los derechos de los negros en un mundo dominado por los blancos. «Puedes ir vestida de raso, con gardenias en los cabellos, y no ver una caña de azúcar en kilómetros a la redonda y aun así seguir trabajando en una plantación», dejó escrito. Su aparente fragilidad se convertía, detrás de un micrófono, en un profundo quejido sonoro que nada ni nadie parecía capaz de detener. Cuando grabó en 1939 ‘Strange fruit’, considerada en 1999 por la revista ‘Time’ como la mejor canción del siglo XX, aquellas palabras, ‘southern trees bear strange fruit’ («de los árboles sureños cuelgan extrañas frutas», en
referencia a los negros que se exhibían ahorcados en los árboles a la entrada de algunas ciudades) terminaron convirtiéndose en un himno que los defensores de los derechos humanos no dejaron de esgrimir durante decenios. En 1957 grabó para el programa de la CBS ‘The sound of jazz’ la que está considerada como una de las mejores sesiones jazzísticas de todos los tiempos, cantando ‘Fine and Mellow’ al lado de Ben Webster, Lester Young, Vic Dickenson, Gerry Mulligan o Coleman Hawkins. Y en 1958 su mejor álbum, ‘Lady in Satin’, la consagró definitivamente. Un brillo que no lograba esconder, sin embargo, esa tristeza, esa sensación de pérdida y de fracaso que tuvo la voz de Billie Holiday en sus grandes momentos. «Siempre estoy volviendo, pero nadie me dice de dónde», explicaba. Quizás con esas pocas palabras se puede definir el embriagador sentimiento de nostalgia que siempre nos sigue invadiendo cuando la escuchamos. En esta victoriosa derrota en su lucha contra el mundo, mucho tuvo que ver su relación con los hombres. En 1947 se deshizo a la vez de su marido, el trompetista Jimmy Monroe, con el que se había casado seis años antes, y de su amante, el también trompetista Joe Guy, con el que vivió una pasión torrencial. Le gustaban los hombres duros y siempre elegía las relaciones más tortuosas. Y en 1952 se casó con el peor de todos, el mafioso Louis McKay. Las palizas que le propinaba no bastaron para que obtuviera el divorcio, pero sí una graba-
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Billie Holiday cocina la comida para su perro Mister en su apartamento de Harlem, Nueva York, en 1947. :: HERMAN LEONARD
ción secreta en la que su marido decía: «No voy a permitir que nadie me tome el pelo, con lo bien que me he portado con ella; si tengo una puta tendré que quitarla el dinero, si no, para qué sirve tener una». Ironías del arte, el propio McKay fue asesor de la película de Sidney J. Furie ‘Lady Sings The Blues’ (‘El ocaso de una estrella’, basada en la autobiografía de la cantante, a la que interpreta Diana Ross en un papel inolvidable), donde su personaje es poco menos que un alma benefactora. Malos hombres, relaciones bisexuales e imposibilidad de tener hijos, lo que a duras penas consiguió enmascarar con su adoración por los perros: a su caniche lo enterró con su mejor abrigo de visón; a su chihuahua lo alimentaba dándole el biberón como a un bebé y su imponente bóxer Míster consiguió entrar en clubes de jazz donde estaba rigurosamente prohibida la entrada de todo tipo de animales… Sin embargo, su peor enemigo fue la droga. Fumadora de marihuana desde los trece años, cuando se encontró con la heroína su vida empezó a enfilarse definitivamente hacia la destrucción. Dicen que cuando Billie cantaba ‘Lover Man, Where Can You Be?’ no lloraba por su amante, sino por la terrible dependencia de la heroína. Y en los doce últimos años de su carrera tuvo vedado tocar en clubs nocturnos, debido a sus antecedentes. Su última aparición pública tuvo lugar en el Phoenix Theatre de Nueva York, el 25 de mayo de 1959, menos de dos meses antes de su muerte. Arrestada en la misma habitación del hospital, cuando murió a causa de la cirrosis tenía 44 años, 750 dólares en efectivo y 70 centavos en su cuenta del banco. Nadie supo nunca quién fue el que la estafó, llevándose el poco dinero que la quedaba después de tantos éxitos y tantos fracasos. Como tampoco se sabe qué fue de Frankie Freedon, el adolescente que la cuidó en los últimos momentos de su vida, cocinando para ella, peinándola, acompañándola al hospital cuando la situación se mostró irreversible. Tal vez un instante de consuelo al final de una vida legendaria. Todo eso, y más, sigue sonando en su voz cada vez que la escuchamos, cien años después de su nacimiento.
4 LA SOMBRA
DEL CIPRÉS
EL SONIDO DESGARRADOR DEL JAZZ
El corazón en la garganta
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n ciertos artistas se da la tragedia póstuma de que su vida opaca o deforma su arte a los ojos del espectador: el artista muere, y con la muerte las miserias personales adquieren muchas veces una atención superior a la obra, o hacen que esta solo pueda verse a través de la lente deformante de aquellas. Es una paradoja cruel, ya que inevitablemente el artista se nutrió de sus experiencias para crear su arte, pero una vez creado, debería ser este por el
que se le recordase, aparte de que es el arte y no la biografía el territorio donde mejor se puede llegar a conocer a la persona que lo creó. Billie Holiday es a la vez la negación y uno de los máximos exponentes de este principio. Al toparnos hoy con su nombre, con toda seguridad no tardaremos más de un par de líneas o de un par de minutos en leer o escuchar las palabras ‘droga’, ‘abusos’, ‘orfanato’ o similares; casi parece que la única fuente de su arte incomparable fueran las
EDUARDO ROLDÁN
Eleanora Fagan –Lady Day– cumple cien años
Billie Holiday en Nueva York, junio de 1946. :: WILLIAM P. GOTTLIEB
desgracias de su biografía, e incluso que cuanto más escabrosas e insoportables las desgracias, más valor se le conceda al arte. (Podemos acudir a Perogrullo para desbaratar esta tendencia/creencia y apuntar que heroinómanos ha habido muchos, pero solo uno que cantase como Billie Holiday: ella.) Por otro lado, resulta innegable que la vida, y las miserias de la vida, conformaron el arte de BH, y la prueba más clara, más inmediata e irrebatible, se encuentra en su voz.
L
a escritura de esta breve reseña me ha proporcionado mucha información relevante. La primera es caer en la cuenta del descuido de mi biblioteca musical –los cds y Lps están muy bien ordenados–. Está todo revuelto. ¿Demasiada promiscuidad? ¿Que estén juntos los libros sobre Bach, Stockhausen y Frank Zappa es correcto? Ya veremos. De entrada he compro-
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La voz de una vocalista es su firma, y la de Holiday es además su radiografía vital más fiel; si se escucha un abanico cronológico de grabaciones medianamente comprensivo de la carrera de Lady Day, no hace falta conocer la biografía para inferir que a esa mujer el tiempo le ha ido añadiendo arrugas a la voz; arrugas de lija, desde luego, pero también arrugas de anciana generosa, una anciana de cuarenta años que, pese a todo, seguía queriendo celebrar esos momentos de asombro feliz con que la vida tiene en ocasiones a bien regalarnos. Así que esta voz no es solo radiografía sino termómetro, y ya tenemos una de las características fundamentales de su
arte: la tremenda ductilidad de Billie como intérprete. Billie desgarradora, Billie seductora, Billie pizpireta, Billie frágil, Billie incluso infantil; y lo más extraordinario es que, en cualquiera de estas pieles, Billie no dejaba de ser Billie, tan veraz e intrasferible como una huella digital. Billie Holiday no podía –literalmente, espiritualmente– cantar algo que no sintiese, y de ahí que en ocasiones reescribiera las anodinas letras de ciertas canciones antes de incorporarlas a su repertorio. Ponía tanto de ella en un número ligero y chispeante como ‘Eeny, Meeny, Miney, Mo’ como en uno de la magnitud trágica de ‘Strange fruit’, pues el suyo era un canto que nacía más
MIGUEL ANGEL PÉREZ, MAGUIL
bado que de las dos bios de Billie Holiday me falta una y en inglés. Hay dos biografías canónicas y muy diferentes: ‘Lady Sings the Blues’ de William F. Duffy y ‘Billie Holiday’ de Stuart Nicholson, justo la que no encuentro. La primera es producto de entrevistas con Eleanora, con muchas anécdotas musicales y vitales, centrada en exceso en sus problemas con las drogas, entradas y salidas en ambientes cercanos a la prostitución, maltrato por parte de promotores musicales, autoridades y policía. Demasiados datos sin comprobar alimentados por la memoria de este ser angelical que nos ocupa: Lady Day. Sirvió de base a la película del mismo nombre protagonizada por Diana Ross, simplemente correcta y soy magnánimo. Duffy, periodista y activista sindical aplicó el mismo esquema a otras muchas figuras de los USA: poner la grabadora y transcribir. Insuficiente en muchos casos. Fue editada en 1956, tres años antes de la muerte de Eleanora. La segunda ‘Billie Holiday’ de Stuart Nicholson (1995) está mucho más documentada y muchos de los hechos reseñados han sido minuciosamente comprobados, partiendo también de una serie de entrevistas a personas que convivieron con ella o la acompañaron en su vida musical. No elude los temas más escabrosos pero con un afán de veracidad que se echa en falta en la primera. Holiday era una de esas personas que parecen atraídas por la fatalidad. Caída tras caída, a veces tropezando con la misma piedra de forma reiterada y muy cercana. El medio social en que creció y vivió no ayudaba nada. La propia profesión musical –salvo Prezz y Teddy Wilson– fue bastante injusta e indolente con ella. El pasaje en que entra en un hotel,
Gestor Cultural
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del corazón que de la garganta, y es natural por tanto que haya llegado a tantos corazones. La garganta, con un registro de apenas un par de octavas, no podía competir en un plano académico con la operística de Sarah Vaughan o la torrencial de Ella Fitzgerald; pero como todo gran artista, Billie Holiday supo convertir sus carencias en fortalezas. Suplió esta limitación vocal con un manejo del vibrato delicadísimo, siempre en el filo, a punto de despeñarse, un vibrato a la vez de acero y de terciopelo que parece no solo frágil sino a veces casi inseguro, pero que infalible, milagrosamente alcanza la médula de la melodía como el arquero
más certero el centro de la diana: una magia similar a la trompeta de Miles Davis. Y en segundo lugar, es el uso del fraseo y el ritmo lo que diferenció a Billie Holiday del resto. Si es la mejor vocalista de jazz –y lo es–, se debe a que es la vocalista más específicamente de jazz, la que supo incorporar a su voz los elementos que manejaban los instrumentos solistas fundamentales, trompetas, clarinetes y
saxofones. Se fijaba más en las frases de Louis Armstrong o de Lester Young que en los colores sonoros de sus pares cantantes, y así desarrolló un instinto rítmico (el instinto en parte también se aprende) inédito hasta entonces, abierto en todo momento a la sorpresa. Cuando BH recita una canción –el verbo es de Capote–, la voz va siempre un punto por detrás o por delante del compás, como acechándolo,
Como toda gran artista, convirtió sus carencias en fortaleza, y su limitación vocal, en buen manejo del vibrato
en una especie de juego del ratón y el gato, creando una especie de swing más allá del swing que embruja y tira de un oyente que no puede evitar sentir que algo se le escapa, y cuando se quiere dar cuenta ya ha llegado el final de la canción. El de Billie es un discurso de intersticios, de huecos, de sugerencias; ninguna vocalista interactuó con la banda que la arropaba como hizo ella; improvisaba
una frase de respuesta a la intervención del trombón, hacía un guiño vocal al riff del piano… Nada de la tradicional estampa de la diva delante y el resto de músicos como meros comparsas. El jazz es algo orgánico y cómplice, y Billie Holiday supo entender esto desde que, apenas cumplida la mayoría de edad, se plantó delante del micrófono por primera vez y abrió la boca y el alma.
donde estaba anunciada su actuación de forma estelar, por la puerta de mercancías te impide continuar con la lectura unos momentos para secar alguna que otra lágrima, como cuando escuchas ‘Strange Fruit’ …hanging… o Alabama de John Coltrane. Por desgracia es una realidad que vemos aún en los EEUU con demasiada frecuencia. Hacia 1930 cantaba ya en varios clubes de Nueva York y su popularidad comenzó en 1933 cuando el productor John Hammond habló de ella públicamente en su columna de prensa y llevó a Benny Goodman a una de sus actuaciones. Pudo grabar junto a algunos de los mejores músicos de la historia del Jazz, como Ben Webster, Benny Goodman o Johnny Hodges entre otros. Teddy Wilson se encargó de reunir a estos músicos, sería su gran mentor musical junto al saxofonista Lester Young, Prezz. Vocalmente más limitada que otras cantantes de Jazz supo suplir su falta de técnica con corazón y con verdad, apenas recitando y modulando los temas alrededor del blues. ¿Su carrera musical? Bueno, eso sería como hablar de los grandes creadores del siglo XX: Picasso, Miles Davis, María Callas, John Coltrane, Le Corbusier, tantos otros. Da para una tesis doctoral, pero prefiero celebrar sus cien años escuchando su extraordinaria obra.
Su popularidad comenzó cuando Hammond llevó a Benny Goodman a una de sus actuaciones
Billie Holiday, durante una actuación. :: HERMAN LEONARD
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DEL CIPRÉS
Grafiteros en plena actividad. :: JOSÉ RAMÓN LADRA
El grafitero imbécil y las calles vacías 10 de abril
Estoy seguro de que quien dijo alguna vez que los grafitis callejeros son arte no ha visitado el centro de Madrid. Un artículo reciente de Estrella de Diego al respecto de los grafitis me los ha recordado (aunque me basta con abrir el balcón de mi casa y ver cómo es-
tán las paredes de Malasaña). De Diego trae a colación una frase de David Lynch: «Los grafitis han arruinado el mundo». Lo comparto sin matices. Personalmente, asumo como posible que haya habido algunos pintores talentosos, como Banksy o Haring, que hayan llegado a crear ciertas imáge-
nes sobre fachadas y paredes de la vía pública con cualidades artísticas meritorias. No lo niego, es más, doy fe de haber visto en otras ciudades –que no en Madrid– expresiones plásticas dignas y no ingratas a la vista, conscientes por igual, pintores y espectadores, de que se trataba de una
actividad efímera y limitada. De lo que yo hablo ahora con cabreo es del abuso del grafitero descerebrado que, creyéndose dueño de una incisión radical en la historia del arte, firma, mancha, rasga, invade, viola, mancilla, enmierda y echa a perder con una grafía feísta lo que es el
espacio de todos los ciudadanos: la calle. Y la calle puede y debe ofrecer sorpresas a la vista de todos, claro está, pero no esa cagada permanente del grafitero que arrasa incluso los mínimos patrones del gusto. ¿Por qué ese tipo no pinta las paredes de su casa, su dormitorio, el salón de sus padres o el suyo propio con los frutos escasos de su encogido cerebro? Es, además, una manera de estropicio, de agresión de la estética ajena, y por tanto, un delito de invasión, un daño, un maltrato, una perpetración y un perjuicio hacia los demás ciudadanos que han de padecer la estupidez del grafitero. Este, por lo general, más que un provocador o un inconformista, manifiesta ser tan solo un imbécil con esprays en la mano, uno de esos bobalicones que usan los colores como un mono agita un pincel para que le den cacahuetes, lo que no convierte ni al mono ni al imbécil grafitero en artistas sino únicamente en lo que son, mono e imbécil. Estoy más que harto de los malditos grafitis callejeros que han hecho del centro de Madrid un universo de estética ponzoñosa. ¡Hay mucha gente que desea ver las calles de otro modo! ¿Por qué hemos de someternos a la tiranía aberrante de unos individuos sin criterio ni capacidad? Ya solo por eso, por tolerarlos, los alcaldes responsables Gallardón y Botella deberían ser juzgados y condenados a que sus propiedades (y sus cuerpos) sean invadidos por la inmundicia de los esprays malditos. Digo todo esto consciente de que alguien me tachará de antimoderno, y dirá que ya no sé apreciar la fuerza subversiva del arte. ¡Y una mierda, nunca mejor dicho! Lo que tengo claro, por desgracia, es que, con el virus expansivo de los grafitis, un nuevo mal vitalicio les espera a las ciudades del mundo debido a que sus autores, esos grafiteros imbéciles, no tienen en su mente el menor sentido de la urbanidad ni del respeto. Madrid, que ya está ensuciada a tope, también lo está en sus muros. Lejos de ser parte de la libertad, el grafiti ha entrado a formar parte de la mugre y de la toxicidad estética. Algo habrá que hacer, ¿no?
15 de abril
No me quito de la cabeza un libro de fotos que he visto. Muestra ciertas calles y ciertos lugares, solo eso. Y no sería más que un libro de fotos bien hechas, absolutamente normales, si no fuera porque a esas fotos normales de calles y lugares normales se les añade una información precisa, impactante y brutal: se trata de los mismos lugares donde ETA mató a una persona. Entonces, todo cambia y la im-
OTRA GALAXIA ADOLFO GARCÍA ORTEGA
presión que causa ver esos espacios es sobrecogedora. El libro se titula escuetamente ‘A la hora. En el lugar’ (Editorial PHREE) y su autor es Eduardo Nave (Valencia, 1976), uno de los mejores fotógrafos españoles actuales. Nave ha buscado los escenarios donde hubo un atentado y ha hecho una foto del lugar a la hora exacta en la que se produjo el asesinato. Lo que causa escalofrío es la pretensión de Nave en cada foto: retratar el vacío, denunciar la ausencia. No hay personas en las fotos de esos lugares que fueron testigo de la muerte. Es como si, al crimen que supone el atentado y la consiguiente eliminación de la vida de una persona (cada foto va acompañada del nombre de la víctima, la hora, el punto preciso, el instante exacto), se añadiera el vacío que esa eliminación causa, un vacío que nos afecta a todos, un vacío que aísla el lugar como se aísla el momento. Son fotos de la ‘desaparición’. Todos desaparecemos en cada atentado. Pero también Nave deja abierta otra interpretación en esas fotos de escenarios sin gente: la del vacío que se produce cuando, ante un atentado, muchas personas miran para otro lado, apartan a la víctima –y su entorno, su familia, su pasado– de la colectividad y no asumen la responsabilidad de plantar cara a los asesinos, cuando no de ampararlos. Los vacíos de las calles de Nave hablan de esas dos ausencias, la de la vida y la de la decencia. Al hojear las fotos del libro, las calles, las carreteras, los garajes, las estaciones, las plazas portan aún la huella invisible y aérea de los crímenes obscenos de ETA y palpita en cada imagen el reproche de una cruda mirada. Las fotos de Nave equivalen a un acto de justicia, porque nos proponen a todos nosotros, y también a los verdugos, volver al lugar, mirar el sitio de la matanza y avergonzarse y, aunque de nada sirva, también pedir perdón.
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:: EL NORTE
Teoría del bostezo U
sted no se lo puede imaginar pero la construcción de un bostezo exige una reunión de fuerzas y decisión solo al alcance de algunos generales ensalivados de nacimiento para el coraje. En realidad, hay tres clases de personas que trafican alegremente con la perdición: los niños que hacen pompas de jabón, los fumadores que van poniendo aros de humo destinados a la nada y estos, los bostezantes, los más puros porque no apoyan la materia de su pasión en nada fuera de sí mismos. Hablo con conocimiento de causa: yo fui un coleccionista de bostezos. Hubo un tiempo en que salía cada mañana a tomar decisiones al respecto. Salvados los días de aire mantecoso del invierno, cuando bufandas y pasamontañas impiden toda comunicación oral y los hombres caminan así, con el rostro empotrado en el bochorno textil contra posibles enfriamientos, me he atrevido a veces a hacer expediciones de muchas horas en busca de
bostezos de distintos tamaños y calibres. Ellos bostezaban y yo tomaba notas aplicadas para sacar deducciones más o menos metafísicas vinculadas al carácter, a la extracción social del bostezante o, ya el colmo, a indicios de su destino borroso, menos borroso a partir de ese arte muscular y esférico que es levantar bostezos. En realidad, fue el bostezo el que me llevó al bostezo. Quiero decir que empecé a fijarme con escrúpulo notarial en los bostezos de mis compañeros de Facultad; facilitaba la tarea el hecho de que las clases eran vespertinas. Yo por aquel entonces aún creía que había que meterse en el seno del Alma Mater para aprender algo que no estaba en el mundo de afuera: narratología, poética estructural, crítica quimérica…, cosas así. Pero pronto me encontré en medio de un panorama de bostezos, casi siempre femeninos –o sería que yo miraba con más devoción aquellos rostros de alcance imposible–, que me ayudaban a escapar
de las letanías de profesores que impartían su saber bajo marbetes que casi nunca coincidían con lo que luego allí se desparramaba ante nosotros. Pues eso: yo me iba por las troneras de aquellas bocas abiertas que, además, se iban contagiando unas a otras como dicen que ocurre por un principio infalible con las bombonas de butano que explotan, los comportamientos venales de los políticos y los primeros besos espachurrados de la erótica desmañada de los adolescentes. Unos van llamando a otros: los besos, las prebendas, los bostezos… Empecé a clasificar a estos últimos: los había de cremallera, que intentaban ser contenidos con la tableta de la dentadura apretada como una esclusa para retener el aire sobrevenido (bostezo implosivo, lo denominé). ¿Y qué me dicen ustedes de esos que irrumpen abriendo con invisibles fórceps terminantes los labios hasta dejar trazada una ‘A’ muda y persistente en las fauces del ejecutante? (Bostezo cocodrilo, lo bauticé).
Luego fui inventando otras denominaciones: el bostezotamboril, apropiado para quienes se golpeaban repetidamente la brecha a medio abrir de la boca con la palma de la mano; bien distinto de aquel otro, el bostezo-embudo, urdido cuidadosamente, para que nadie se enterase (pero ¡ja!), en el hoyo mínimo de una mano puesta a modo de discreta bocina bucal. Y así fui titulando muchos otros en mi denominada ‘Libreta de bostezos’ que acabó por desaparecer, seguro, en el fragor salvaje de alguna mudanza. Lo peor vino cuando traté de intelectualizar esa obsesión mía por censar la existencia del inofensivo y clónico bostezo. Tuvo la culpa mi profesora de Hermenéutica Literaria, que quería que hiciese la tesis en su departamento de Psicolingüística. «¿Tiene usted alguna idea de partida?», me preguntó. Y yo, tonto de mí, le conté. Le conté mi teoría del bostezo, cómo aquel movimiento reflejo y oral podría preceder al lenguaje como un ‘aleph’ gaseo-
so y sin entidad; o bien podría constituirse en un dato objetivo –entonces estaban muy en boga esas teorías– que anunciase la personalidad de quien agujereaba así el aire (por ejemplo, los que practicaban el bostezo-roquefort). «Eso es muy interesante», me dijo la profesora, de nombre Raquel. Y a renglón seguido: «¿Usted no ha pensado que, en el fondo, el bostezo puede ser un símbolo del vacío?». Aquello ya me dejó turulato. «Siga por ahí, siga por ahí», insistió. Pero yo abandoné para siempre las clases de aquella dama sibilina, capaz de encontrar, si se lo propusiera, sílabas al sudor. Fue así: abandoné por fin aquella obsesión que podría haber enriquecido mi currí-
CEREZAS EN EL ESCONDITE TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO
culo. Y eso no. Pero he de reconocer que tanto el bostezo –esa invitación a pensar en la nada– como el estornudo –ese orgasmo menor, gustoso y con la ventaja de tener ropa puesta– son los dos espasmos irrefrenables que más interés me han causado siempre porque nos meten de pronto en la fila de las criaturas indefensas. Ver estornudar a un gobernante de altura o bostezar a un pensador conspicuo, más allá de sí mismos, produce ese gozo biológico y esperanzador que supone que no todo está perdido en el mundo de la jerarquización y el protocolo. Solamente sigo haciendo una excepción guiado por Cortázar, quien ya escribiera en esa ‘summa’ increíble que es ‘Último Round’ un texto titulado ‘Intolerancias’ donde el mago argentino confiesa que jamás ha podido soportar los bostezos de los agentes de policía ni los de los curas. Es como si Cortázar les prohibiera precisamente a ellos, de funciones tan rituales y ortopédicas, dejar disolver el aburrimiento por esos agujeros alegres que nos alivian porque nos convierten un poco más en animales, nos dejan cantar ópera sin saberlo hacer y, sin poder evitarlo, muestran a los demás los empastes, caries y desmanes dentales que escondemos celosamente en el socavón desprevenido que de pronto es la boca mientras dura el trance.
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DEL CIPRÉS
La construcción del personaje Caracterización: praxis ‘Orfeo trovador cansado’ (1970). Giorgio de Chirico.
A
menudo, de las novelas olvidamos el argumento en beneficio del clima y a veces retenemos detalles puntuales de poca monta. Así, de entre lo último que he leído, de ‘La desaparición del paisaje’ del boliviano Barrientos me siguen rondando la cabeza los inquietantes tranny, que aparecen de manera esporádica al final de la trama, unos individuos que se operan la cara repetidamente, se hacen implantes y cirugía facial hasta convertirse en sosias de las celebrities que veneran. Y de ‘Asán’, del ruso Makanin, los terroríficos zidanes, agujeros que excavan en el suelo los guerrilleros chechenos para mantener secuestradas allí a sus víctimas mientras negocian un rescate por ellas. Ahora, lo que permanece casi siempre de las novelas en la memoria son los personajes, si son redondos, como se denomina a aquellos que conforman un modelo profundo y conseguido, baste señalar como breve muestrario, sólo por el lado femenino, a Emma Bovary, a su pariente de la parte de Oviedo Ana Ozores o a Ana Karenina. Precisamente la narrativa realista rusa, además de Tolstói, con ese sesgo espiritual que ahonda en la interioridad de los personajes con maestría es el vivo ejemplo de lo anterior. Y es algo aplicable a ‘Los millones’ de Mijáil Artsybáshev, autor finisecular algo posterior a los genios del realismo, editado de manera exquisita por Ardicia, sello que no conocía, pero que se une al puñado de empresas harto encomiables que es-
UN ÁNGULO ME BASTA FERMÍN HERRERO
Ahora, lo que permanece casi siempre de las novelas en la memoria son los personajes
tán publicando con una calidad y cuidado de los que todo lo que se diga es poco, y máxime en estos tiempos, narrativa desconocida por estos lares y que merece la pena frecuentar. Algunos pasajes de la novela tienen visos, con su engañosa levedad, de los grandes maestros decimonónicos, sobre todo, me parece, de Turgueniev o Chejov, pero también del autor de ‘Guerra y paz’, que parece ser que admiraba mucho ‘Sanin’, la obra de mayor repercusión de M. Artsybáshev. De hecho, el autor adopta la tercera persona omnisciente para acercarse a un personaje tan complejo y problemático como Mizhúyev, pese a su arrogancia de clase, representante genuino de la melancolía rusa, tan parecida a la nuestra, tan emotiva para mí. Proclive a ausentarse, a ensimismarse, a atormentarse consigo mismo, con algo de la desazón, el spleen y el ‘tedium vitae’ de la época, aunque no de raíz bohemia sino procedente de la abulia y el hastío que provoca el dinero fácil, es una personalidad interesantísima, de rica vida interior y de una sensibilidad auténtica, temeraria, que se muestran gracias a las sutiles matizaciones de sus sentimientos y sus pensamientos que, al probarse a sí mismo, burila con acierto el novelista. Y qué decir de su antagonista, Maria Serguéyevna, sensual e inestable, caprichosa y frágil, liviana y rotunda, encantadora y difícil. Todo un carácter que casi eclipsa a su millonario amante. La finura psicológica de Artsybáshev al inmiscuirse, con un pudor ejemplar, en los
adentros de ambos y del resto de caracteres –el frío hermano negociante recién enamorado, una sensible adolescente sin desbravar, escritores famosos o venidos a menos…–, que jamás cae en el maniqueísmo, conmueve por su tierno rigor, no exento de una mirada comprensiva hacia las debilidades del ser humano. Lo mismo que su facilidad para articular, como quien no quiere la cosa, diálogos completamente creíbles, me suele maravillar en las novelas inglesas, hasta en las más ligeras e incluso frívolas, que los autores, por menores que sean, tengan una capacidad innata para levantar caracteres de una pieza. Así sucede en ‘La vida soñada de Rachel Waring’ (Impedimenta) de Stephen Benatar. La protagonista, casi siempre desde la primera persona narrativa, se configura, al modo de los tipos dramáticos, a partir de sus actos y desvaríos y a través de las conversaciones que entabla. Londinense hasta la médula, cuarenta y siete años, once de ellos en el departamento de venta por correo de una empresa, virgen y solterona, sosa e insegura, recibe en herencia la casa de una tía en Bristol, lo que desencadena sus sueños nocturnos y los diurnos, pronto enfocados hacia la ficción como alivio y necesidad frente al anodino y castrante transcurso de lo cotidiano, que lo ficticio invade y anula, con el peligro subsiguiente. Todos deberíamos tener, como ella, una segunda oportunidad, una primavera renovada, pero a qué precio. De una novela que conclu-
ye: «-¡Qué bobada, queridos! ¡Hay que joderse!» puede esperarse lo mejor. Y la de S. Benatar cumple estas expectativas, sobre todo por la parte british, en el humor de media sonrisa atravesado de ironía, a veces desaforado, como en la descripción de la oportunidad perdida por Rachel debido al gatillazo en un coche, o en los fragmentos de canciones populares y de poemas –como el de Burns de
donde tomó el título Salinger para ‘El guardián entre el centeno’– que se intercalan. Es muy british hasta en la semblanza de solapa de este escritor tardío, «profesor de inglés en Francia, vendedor de paraguas y portero de hotel», cómo no, que «tiene cuatro hijos y actualmente vive en Londres, con su compañero el diseñador gráfico John F. Murphy». Toma ya, propiamente el típico perro verde
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inglés. Sus tipos participan de esta excentricidad, con el instinto de supervivencia como único horizonte y el principio shakespeariano de que ‘las cosas siempre empeoran’ como creencia empírica básica. Es curioso, sin embargo, que con frecuencia recordamos con mayor viveza las novelas que presentan un protagonista colectivo. Esto ocurre, verbigracia, con ‘Manhat-
tan Transfer’ de John dos Passos y su magnífica réplica carpetovetónica ‘La colmena’. En ‘Hermanos de sangre’ (Seix Barral) de Ernst Haffner, enigmático autor desaparecido en la vorágine del nazismo, el protagonismo recae en los ocho chavales de la pandilla cuyo nombre da título a la edición española –el libro se publicó en 1932 como ‘Juventud en la carretera a Berlín’ y de sus vicisitudes da
cuenta en un sucinto proemio el editor alemán que la rescató hace dos años–, representantes en realidad, al modo del ‘Lazarillo de Tormes’ con los niños mendicantes del XVI, de los miles de jóvenes indigentes, sin techo, que malvivían en el Berlín de entreguerras. De paso es un fresco magnífico de la decadente República de Weimar, escrito a pie de calle, lejos de la historia oficial, con el dramatis-
mo verídico que desaguó en el fangal y la ordalía nazi. En la novela aparecen otros pandilleros, también «malvados animalillos depredadores», algunos huidos del hospicio, del reformatorio o de sus casas, abandonados a su suerte y considerados chusma, en general fanfarrones, bebedores, chaperos envilecidos, pordioseros, bribones, pillastres, rufianes, bergantes, pendencieros o ladron-
LA VIDA SOÑADA DE RACHEL WARING
HERMANOS DE SANGRE
Stephen Benatar, Impedimenta, 336 pp., 21,95 euros.
Ernst Haffner, Seix Barral, 247 pp., 18,50 euros.
LOS MILLONES
LAS LLANURAS
Mijáil Artsybáshev, Ardicia, 174 pp., 16,90 euros.
Gerald Murnane. Minúscula. 152 pág. 14 euros.
zuelos. Los bajos fondos en su conjunto con Alexanderplatz –ay, el gran Alfred Döblin– como «centro del hampa berlinesa». ¿Hay posibilidad de redención en semejante ambiente? Haffner no se inmiscuye, ni como reportero ni como investigador, desde su presunta superioridad ética en estas vidas arrojadas a la cuneta, a los guettos; antes bien las levanta, las deja ser. El estilo sorprende por su sintaxis lineal, por su ausencia de subordinación y su carácter como urgente, sin el peso que el pensamiento suele tener en el alemán. La traducción, un lujo añadido, como sucede en la novela de Benatar con Jon Bilbao, es de Fernando Aramburu. Si el mar frente a las dachas de la península de Crimea hipnotizaba a las criaturas de Artsybáshev, los llanos infinitos, cada uno singular en su semejanza, de Australia Oriental acaban abduciendo al presunto cineasta que conduce ‘Las llanuras’ (Minúscula), novela curiosísima de Gerald Murnane, que algunos han situado en la estela de Beckett, quizá por la verborrea intrascendente de los diálogos de besugos entre los lugareños, pero a mí me ha parecido a ratos muy Jonathan Swift y en ocasiones emparentada con la metafísica conjetural borgiana o el desierto de Dino Buzzati. En todo caso, esta sátira, narración impar donde las haya, sobre Australia, su carácter, costumbres, manifestaciones estéticas y aun creencias o filosofía moral, que bascula entre el absurdo y el sarcasmo agudo, mediante la erudición a humo de pajas y
‘Hermanos de sangre’ es un fresco magnífico de la decadente República de Weimar, escrito a pie de calle, lejos de la historia oficial
la especulación intelectual un punto chiflada y sin freno, más allá del aparente lirismo, por otra parte muy logrado, es un buen ejemplo de otra posibilidad compositiva: aquella en la que la figura viene determinada por la naturaleza que la rodea, a tal punto que se fusiona con la tierra, hasta mimetizarse en ella hacia la abstracción. La vastedad de las praderas de pastoreo hasta el horizonte en contraste con el amarillo desvaído del lugar en otras estaciones y la inmensidad de los cielos radiantes acaba apoderándose de la conciencia del protagonista, que llega desde Melbourne, ciudad de la que reniega, para rodar el documental ‘El interior’. Y también de mí mismo como lector, porque de pronto soy uno de los hombres que a vista de avutarda miran absortos a lontananza, hacia una especie de llanura eterna, de llanura definitiva. Y descubro, como si hubiera bebido tanto que volviera a estar sobrio que «en el fondo, cada hombre es un viajero en un paisaje sin límites».
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DEL CIPRÉS
Arriba Antero de Quental, Florbela Espanca, Camilo Castelo Branco y Cristovam Pavia. Abajo, Mário de Sá-Carneiro, Guilherme de Faria, Manuel Laranjeira y António Maria Lisboa.
Tres generaciones de escritores suicidas H
ay quien se escandaliza al hablar de los suicidas, para quien es un tema intocable y maloliente. Sospecho seriamente que quienes así se manifiestan no son devotos de la poesía y ni siquiera de la vida. Cuando locura y suicidio se entonan para hablar e ilustrar la poesía el olor es y debe ser diferente. Antonio Porchia, ilustre escritor italo-argentino que solo dejó un libro, ‘Voces’, escribió en una de ellas: «La verdad tiene muy pocos amigos y los únicos que tiene son suicidas». Y con ello quizá quiso significar en ellos, en los poetas suicidas, locos, melancólicos, tísicos, tuberculosos, desesperados o simplemente lúcidos, en su negrura aparente del adiós una luz poética que no todos pueden alcanzar. Ahora bien si al lector habitual de poesía se le ocurren unos cuantos nombres de poetas suicidas –cómo olvidar a Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath, Carlo Michelstaedter o Leopoldo Lu-
gones– no suele ocurrir lo mismo cuando se trata de poesía portuguesa. Los motivos son obvios, para buena parte de los españoles Portugal y sus poetas continúan, como dijo Buñuel, más lejos que la India. De cualquier modo si la imagen del suicidio en Portugal y sus escritores fue de algún modo convertida en lugar común por alguien fue, paradójicamente, por un español y no por uno cualquiera sino por aquel que probablemente más amó al país vecino y más tiempo, amistad y palabras le dedicó. Unamuno publicó en 1908 un artículo: ‘Un pueblo suicida’ que acabaría formando parte de un importante libro para la lusofília ‘Por Tierras de Portugal y España’ (1911). En ese texto Unamuno califica así al pueblo luso por varios motivos pero esencialmente por el suicidio de varios ilustres poetas y artistas portugueses, entre ellos Antero de Quental, Camilo Castelo Branco, Trindade Coelho y su buen amigo Manuel Laranjeira. Unamuno también cita el caso del
PABLO JAVIER PÉREZ LÓPEZ
Mário de Sá Carneiro, de la generación del modernismo portugués, se quitó la vida en París con estrictina
escultor António Soares dos Reis y del militar Mouzinho de Albuquerque pero no pudo sospechar, aunque sí recibió sin mucho interés de su parte algunos de sus libros, el suicidio de Mário de Sá-Carneiro unos años después, en 1916 tras una serie de envíos de recurrentes cartas de angustia creciente a su gran amigo Fernando Pessoa. El íntimo de juventud de Sá-Carneiro, con quien escribió una obra teatral, ‘Amizade’, también se suicidó del mismo modo unos años antes en 1911 en el recreo del Liceo. Tampoco Unamuno sabría del suicido del tradicionalista Guilherme de Faria en 1929 o de la siempre pasional Florbela Espanca en 1930. Pero estos no son los únicos suicidas. Si en la llamada Generación del 70 o su grupo afín Os Vencidos da vida, el nombre ya dice mucho, su astro central es Antero de Quental, gran poeta y pensador –por quien Emile Cioran hizo el esfuerzo o al menos el intento de aprender portugués– que acabó con su vida con dos dis-
paros de revólver en sus Azores natal bajo la inscripción ‘esperança’, la generación del llamado modernismo portugués, también conocida como la del grupo de ‘Orpheu’, revista que estos días cumple cien años de vida, tiene también su propio suicida central, el ya mentado Mário de Sá Carneiro que se quitó la vida en París con estrictina. Pero no solo él, otros miembros del grupo como Raul Leal intentaron el suicido, éste en Madrid bajo un tranvía. Luis de Montalvor también desapareció en una sospechosa caída accidental con su coche al mar acompañado de su familia y como no, Fernando Pessoa, frente a lo que suele pensarse, también tuvo amplios instintos suicidas, prueba de ello son sus semiheterónimos, Barão de Teive y Bernardo Soares, explícitamente suicida el primero, deja un único manuscrito justificando tal acto, melancólicamente protosuicida, el segundo, escribe un libro del Desasosiego que Eduardo Lourenço no ha dudado en califi-
car de libro suicida. Prueba para pensar en un Pessoa suicida será no apenas su inadaptación existencial perpetua que el señor André, librero de viejo, recientemente fallecido me definió bien: «era un tipo incrustado en la vida», como su consabido alcoholismo kamikaze. Pero la nómina no acaba aquí. Cristovam Pavia, autor de un único e impactante libro, fue también poeta suicida y de entre el nutrido grupo del surrealismo y abjeccionismo portugués, firmemente inspirado tanto en Pascoaes como en los modernistas de ‘Oprheu’ y desarrollado desde los años cincuenta y conocido en una segunda fase como el grupo del Café do Gelo, encontramos importantes representantes del suicido literario y literal. Está como figura central Antonio Maria Lisboa, que murió de una crisis pulmonar debida a la tuberculosis al volver de París, a donde viajó ya muy enfermo y grandemente atormentado. De entre los surrealistas morirán suicidas también Fernando Madureira y Ricarte Dácio, este último para escándalo del mundo literario de los noventa después de acabar con su mujer y su gato. En gran parte de los grupos aquí mencionados hay una voluntad de rebeldía apenas política sino estética que hará que el propio cuerpo sea un arma poética pero en todos ellos y, dando la razón a Unamuno, parece traducirse un sentir trágico que da cuenta del interés del vasco por el pueblo luso pero también de la existencia de una aparente negación del sentido trascendente de la vida y además y por ello mismo de la aceptación tranquila del suicidio como un noble recurso que hasta tiene un cariz de acto moral. Hay en todos estos poetas suicidas siempre una mezcla entre lo trágico y lo surrealista que está bien adentro de la identidad y la cultura portuguesa y cuando nos aproximamos a su obra no lo hacemos a la muerte sino a la vida. Hay en su poesía una lucidez y una verdad insuperables, la de los verdaderos poetas. Un país con vivencia intensa de lo trágico debía resultar en un país de poetas verdaderos y los verdaderos poetas se fundan en un sacrificio, no apenas el de su personalidad sino a veces el de su vida, en la asunción de su destino irrefutable en diálogo de la alegría y la tristeza con el gran misterio que la vida impone –«Sem Mistério não há Poesia nem há Deus», escribió SáCarneiro– pero un misterio que parece no tener raíces salvo en la tierra, un poetizar que siempre se asume en la ausencia futura o presente y en una nostalgia que se acuerda del amor perdido o futuro pero pocas veces de un cielo prometido.
LECTURAS
Sábado 2.05.15 EL NORTE DE CASTILLA
Joan Margarit o la incesante memoria
AMAR ES DÓNDE Joan Margarit. Madrid, Austral. 20 euros. 116 páginas. 2015
TODOS LOS POEMAS (1975-2012) Joan Margarit. Madrid, Austral. 850 páginas. 16,95 euros. 2015
El arquitecto catalán no cesa de sumar lectores a su poesía sentimental, sobria y cercana
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entro del restringido mundo de la poesía, Joan Margarit puede considerarse como el fenómeno de los últimos años. Arquitecto de profesión, ha sido a raíz de su vida de madurez cuando su poesía ha llegado a los lectores, con importantes títulos en este siglo. Escribe en catalán y él mismo se traduce al castellano, en un equilibrio ejemplar por preservar su identidad en ambas lenguas, en las que se acumulan los premios. Llegan ahora, de la mano, la poesía completa en castellano y el último de sus libros. La buena acogida y el reconocimiento tiene mucho que ver con la poesía sentimental que prodiga y la limpieza, la sobriedad y el tino con que perfila sus poemas. Gusta de la veta coloquial, de la idea clara y el análisis explicito de lo común, de lo cotidiano, siempre, eso sí, desde la experiencia de la propia vida. En algunos de sus poemas rechaza el hermetismo de Celan y se acoge, en cambio, al orden y la confesionalidad de Ángel
C CÉSAR AUGUSTO A A AYUSO
González. Es un fino, metódico y obsesivo indagador de la memoria, por el afán de encontrar una explicación para su vida, cuyo sentido, dice, no es otro que su condición efímera. «Este verano de alcohol frío en los ojos / siento mi vida como la amarilla, / negra pulpa de un fruto que se pudre / alrededor del hueso del recuerdo». Una y otra vez no cesa de introducir el escalpelo en cuanto vivió: el desamparo de la infancia en la sordidez de la primera posguerra, la claridad del amor convertido luego en desamor frío y tembloroso, la muerte de su hija Joana en el emotivo libro que titula con su nombre, o, últimamente, la desolación de la vejez, como una carga de añoranzas onerosa y ensayo de despedida.
Es un territorio egotista, reducido, en el que la introspección se vuelve con frecuencia despiadada y uno de sus motivos recurrentes es la relación familiar. Los sueños fenecen, la realidad se transforma con los años y siempre para peor. Todo tiene fecha de caducidad, y esa angustia del tiempo en vida se torna escéptica esperanza, desaguadero del dolor con la muerte. «Cuesta entender la vida, no la muerte», dice en alguno de sus versos; de ahí ese tenaz aferrarse a los recuerdos, a las personas conocidas (su poesía esta plagada de muertos), a los lugares donde vivió, a los pequeños detalles que conserva con celo. Una poesía realista, intimista, acompañada por la música del dolor pero en la que junto a una espesa desolación aparecen reconfortantes rachas de ternura. No en vano habla, también, de amor, para apuntalar esa vida resquebrajada que no conocerá otra oportunidad. Un amor construible en la calma del día a día y en las diferentes circunstancias. Esta poesía realista, sen-
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Joan Margarit. :: RAMÓN GÓMEZ timental, es con frecuencia apodíctica; el poeta solo busca respuestas, no caben en ella las preguntas. Quizás sea excesiva esa confianza en el papel consolador que otorga al quehacer poético, en ese catártico desnudarse, como un modo de acompañar la soledad y la melancolía. Para
él, el único refugio para preservarse de las pérdidas y mitigar el poder devastador del tiempo. Ese poder de combatir la intemperie moral, el miedo y el sufrimiento tan humanos, de dar amparo como ‘Casa de misericordia’, lo convertirá en alegoría en el libro así titulado (2007).
Siempre será mejor buscar el calor al amor de la memoria, aunque duela en lo más íntimo, que perecer en la gelidez del olvido. Este tipo de poesía le sirve tanto al creador como al lector: ambos comparten la misma lumbre, frágil pero solidaria. Una poesía accesible, clara, directa, sin retóricas vanas. Y casi siempre narrativa, anecdótica, hecha de palabras diarias y, muy de tarde en tarde, de sorprendentes y plásticas imágenes, como: «El tiempo aúlla, pero aúlla en silencio / como un lobo con cáncer de garganta», o «El alba quema las hojas / con su mirada de actriz». Se apoya mucho en correlatos objetivos tomados del ayer para aplicarlo al hoy, o de lo real externo para ensamblarlo con su yo íntimo, a modo de sentencia moral, o de deseo. En poesía tan abundante, hay mucho de reiterativo, y no pocos poemas triviales, pero también muchos otros de una pieza, ceñidos, acertados, intensos, que son los que de verdad dan la medida de su excelencia.
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DEL CIPRÉS
LECTURAS
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El ordenador y sus orígenes Dyson cuenta la función bélica del inicio digital SANTIAGO RODRÍGUEZ GUERREROSTRACHAN
E
n la creación y desarrollo de los ordenadores, tal y como señala Dyson, historiador de la tecnología, en el principio fue la línea de comandos. Un programador humano suministraba una instrucción y una dirección numérica. De ese sistema exclusivamente lógico iniciado en los años 40 del siglo XX hemos pasado a los actuales ordenadores en los cuales los algoritmos tienen mucha más importancia. En el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton se reunieron algunas de las inteligencias más privilegiadas del siglo XX para crear una máquina que en un principio fuera capaz de rea-
lizar cálculos demasiado complejos y extensos para una persona. En 1953 el MANIAC era capaz de realizar cálculos de explosiones nucleares, de ondas de choque y ondas expansivas, cálculos meteorológicos, de evolución biológica y de evolución estelar. Como tantas cosas en Estados Unidos, el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton surgió de la unión de Abraham Flexner, reformador docente, que intuyó que había que proporcionar el mejor ambiente para que los científicos y profesores pudieran desarrollar su trabajo, su hermano Simon, directivo de la Fundación Rockefeller que poseía los contactos políticos, y la filantrópica familia Bamberger, que puso una parte sustanciosa del dinero para que se fundara el instituto como escuela de posgrado con el propósito de que el trabajo desarrollado en el IAS repercutiera en la
comunidad. A partir de ahí, van llegando matemáticos y físicos tales como Oswald Veblen, John von Neumann, Norbert Wiener, Albert Einstein, Stanislaw Ulam o Robert Oppenheimer, que formarían parte de la plantilla estable del IAS, y otros invitados como Kurt Gödel, Benôit Mandelbrot o Alan Turing. A ellos se unieron ingenieros como John Bigelow o Arthur Burks, cuando hubo que pasar de la teoría a la práctica.
LA CATEDRAL DE TURING George Dyson. Barcelona: Debate, 2015. 556 págs. 29,90 euros.
En un momento determinado de la historia, Oppenheimer manifestó sus reparos a la fabricación de una bomba de hidrógeno; otros, como Von Neumann no tuvieron esos reparos. De la colaboración de estos científicos con el Departamento de Defensa de los Estados Unidos surgió el MANIAC. Gracias a que los Estados Unidos deseaban tener una bomba de hidrógeno, los ordenadores se inventaron y desarrollaron, pues de otro modo no habría habido financiación que cubriera todos los gastos. Esto nos lleva al tema de la relativización. Si sabemos que los ordenadores, y todo el sistema digital que
Primer PC de IBM, que salió al mercado el 11 de agosto de 1981. :: EL NORTE forma ya parte de nuestras vidas, tuvo como inicio, si no único sí en grandísima medida, una función bélica, ¿por qué no los rechazamos o prohibimos? Porque relativizamos, evidentemente, y a lo que fue una parte muy importante, quizás la más importante, la desplazamos a una posición tan subordinada que casi parece carente de importancia. El libro, por supuesto, cuenta la historia desde el punto de vista estadounidense. La labor de Turing en Oxford y
en Cambridge es apenas mencionada, y sería muy interesante comparar ambas. Es un libro ameno pensado para legos en la materia, que no se detiene en la invención del primer ordenador. El autor continúa hasta el presente, señalando las características de la moderna computación, adentrándose en el tema de la inteligencia artificial, que plantea de manera distinta. En vez de especular con la posibilidad de que alguna vez las máquinas sean capaces de pensar, formula la pregunta en los términos del número de personas capaces de realizar actividades intelectuales hoy en día sin la ayuda de una máquina. Trata también el hecho de que el Estado no permitió que los científicos crearan patentes de sus investigaciones, lo que permitió luego a las empresas informáticas beneficiarse de todo ese caudal de conocimiento sin tener que pagar por ello. El libro es más que interesante, lo repito, y además de contarnos la historia de un hecho no muy alejado de nosotros y de narrarnos las biografías de personas con una vida muy interesante, a pesar de no haber vivido vidas de aventuras, ni haber sido bohemios; personas, en resumen, con una vida que en apariencia parecería gris, sin embargo, han influido en nuestras vidas más que otras de biografía más alegre y dicharachera.
LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL
Crudeza y sensibilidad (o nombrar lo innombrable) :: SUSANA GÓMEZ Hay temas de los que es mejor no hablar, ni siquiera acercarse ni imaginar y mucho menos reflexionar o escribir; aspectos impensables que son como un canto duro en el zapato, una china molesta y con aristas que se nos clava en el talón a cada paso, y que ocultamos con la desazón de quien prefiere esquivar los aspectos menos amables, más oscuros y perturbadores. Se trata de temáticas incómodas, dolorosos asuntos que, de vez en vez, autores y editores empeñados en el compromiso afrontan con la valentía de quien ha decidido no permanecer tibio, mojarse hasta la médula de sus páginas, asumir la desazón de aquello que ha de contarse, para sacarlo de la sombra, darle (a) luz y así poder ponerle nombre. Eso mismo necesita Malvina, la adolescente delgada cuya infancia parece ser un álbum
con pedazos rotos imposibles de reconstruir; la superviviente que bloqueó cuerpo y memoria para tratar de alejarse de una piel y corazón mancillados. Pero una no puede evitar su propio cuerpo, ni siquiera la chica asustada que lucha por comunicarse con quien prefiere no saber, Caperucita triste que atraviesa el bosque de la incomprensión a casa de
LAS LÁGRIMAS DE CAPERUCITA Beate Teresa Hanika. Editorial Takatuka. 178 págs. 14 euros. Edad recomendada: a partir de 12 años.
un abuelo que finge necesitar su cesta. Y se resiste sin éxito a llevar el vino y el pan al abuelo-lobo que la acecha y la acaricia con dedos nada inocentes, que la besa y la baña mientras ella bloquea en su cabeza las tardes de los viernes, la connivencia de una abuela amada y cobarde, la sordera de quien no quiere oír, de quien no quiere ver ni siquiera pensar o imaginar. Y mientras los capítulos van desvelando su secreto y su angustia, un relato de lenguaje claro, cercano y nítido perfila la amistad y el primer amor como la única salvación posible... un texto conmovedor, traspasado de crudeza y ternura (canto pulido que la autora ha sabido ejecutar con honestidad y delicadeza a partes iguales) y que arroja luz, textura y palabra a un abuso sexual contado con una sabia mezcla de realismo, sensibilidad y esperanza.
Geografía del afecto :: S. G. «Algunos son dulces como el reencuentro y amargos como el adiós. Otros, alegres como un mirlo y tristes como aquella canción; unos parecen inquietantes como un volcán y otros, mágicos como el vuelo que emigra; unos son cortos como un abrir y cerrar de ojos y otros, largos como tiempo de espera». Y es que no hay dos iguales... Se dan en todas partes aunque no siempre se
NO HAY DOS IGUALES Javier Sobrino y Catarina Sobral. Editorial Kalandraka. 30 páginas. 14 euros. Edad recomendada: a partir de 3 años.
consiguen, y están hechos de una materia que ha de ser muy parecida a este álbum de poética diáfana, geografía del afecto que se extiende sobre los mapas de una de las expresiones más profundamente humanas y compartidas en todo tiempo y lugar. Traspasado de enumeraciones (esas que tanto suelen gustar a los más pequeños), invadido de comparaciones y un lenguaje sutil y sencillo, las páginas de este relato en torno a las emociones y su más palpable manifestación juegan a internarse por la diversidad de una práctica atemporal y felizmente universal, en tanto que ilustraciones bicolores con cierto sabor años cincuenta apuestan por un cromatismo contundente y neto, de siluetas rotundas, muy acorde con el desnudo lirismo de su discurso textual. Leve como algunos besos, intenso como otros, el álbum desvelará finalmente su hilo conductor, en un final a página desplegada en el que el lector descubrirá de qué se trata esa suerte de enigma del que no hay dos iguales... y que siempre es cosa de dos.
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JOSÉ GIMÉNEZ CORBATÓN
T
nero, pero aunque esto jamás se menciona en ‘Star Trek’, es importante para ‘La cultura’, como si la serie no fuera consciente del hecho y las novelas de Banks, sí. El dinero es símbolo de pobreza, reza un adagio, repetido varias veces, de ‘La cultura’. En tanto que los encuentros con otras especies en ‘Star Trek’ suele ser traumático, y no pocas veces pone en peligro toda su civilización, esto en ‘La cultura’ rara vez ocurre, simplemente porque, a diferencia de lo que ocurre con la Enterprise, sus naves son la tecnología punta del universo, sus poderes casi divinos. Pero en tanto que los aguerridos hombres de la Flota Estelar no dudan e interferir y contactar –aún cuando hay normas en
contra, siempre encuentran un buen motivo–, las gentes de Contacto –algo así como relaciones exteriores de La cultura– se lo piensan muy mucho, puesto que para ellos, es primordial la libertad de elección. Aunque en ocasiones no pueden evitar, más o menos solapadamente, la intervención. En realidad esta es la base de las novelas de ‘La cultura’: hasta qué punto es conveniente o ético que un poder enorme y bien intencionado intervenga en los asuntos de los que no son tan afortunados. En ‘El estado del arte’, perdón, ‘La nueva generación’, esta cuestión nos toca de cerca, cuando una nave de La cultura se estaciona en la órbita terrestre a finales de los setenta.
Alain Polcz relata en su impresionante ‘Una mujer en el frente’, que publica Periférica, su experiencia en la II Guerra Mundial
Zapatos de hierro, a la orilla del Danubio, recuerdan el Holocausto en Hungría. :: FERENC ISZA desahogo existencial, a un ajuste de cuentas con quienes tanto daño causaron a la autora y con ella misma, a un homenaje también a las personas que la arroparon en la desgracia, el sufrimiento y el horror vividos. Alaine Polcz tenía diecinueve años en marzo de 1942, cuando se casa con un joven que conoce desde la adolescencia, al que ama, y que resulta a su lado un marido frío, narcisista, despectivo y cruel con su joven esposa, a la que no satisface ni sentimental ni sexualmente, y a la que transmite una enfermedad vené-
Estados he state of the art’, de Iain M. Banks, es una novela corta perteneciente a la saga de ‘La cultura’, y una de mis tres favoritas, junto a ‘Materia’ y ‘El uso de las armas’. Como la novela es muy breve, y en este país hay una especie de fobia al volumen delgado, la edición española viene acompañada de un fantástico ensayo del propio Banks sobre economía, igualdad y libertad, y un manojo de cuentos. Algunos están ubicados en esta misma saga, otros podrían estarlo y otros,
Alaine Polzc escribe, como no podía ser de otro modo, desde el dolor. Pero lo hace, aún más, desde la rabia, la imbatible esperanza en que todos los seres humanos no sean iguales, el humor y la risa. En las páginas finales, a punto de morir en un hospital carente de los recursos sanitarios más elementales, entabla amistad con una enfermera székely a la que le une, precisamente, el hecho de que ambas saben reírse. La furia, la capacidad de combate físico y moral, de resistencia, la búsqueda de cariño, la sonrisa siempre, la comprensión e incluso el per-
La felicidad del pan
H
ay libros que dificultan la clasificación genérica, y a menudo ese reto les añade interés y hondura. ‘Una mujer en el frente’ no es una novela, aunque como tal puede ser leída. Tampoco acaba de constituir unas memorias, aunque fuera escrito y publicado varias décadas después de los hechos que narra, y ofrezca los recuerdos de su autora durante dos años de su vida, entre marzo de 1944 y varios meses después de acabada la Segunda Guerra Mundial, en territorio transilvano húngaro (hoy rumano), y Budapest. Si bien es cierto que contiene alguna alusión al pasado de la protagonista, y también a su futuro, o al presente desde el que se escribe, el período relatado es demasiado breve para permitirnos incluirlo en el género memorialístico, y por otra razón aún de más peso: el autor de memorias tiende a embellecer, cuando no a disfrazar, su personalidad y su deriva vital, algo en lo que no incurre en absoluto Alaine Polcz. ‘Una mujer en el frente’ no cae nunca tampoco en una escritura con deliberada voluntad estilística. Es fruto de un relato oral cargado de espontaneidad, de intención consoladora, que la autora ofreció a una amiga que sufría una crisis matrimonial. La amiga, al escuchar la cinta magnetofónica en la que Polcz narraba, entre otros avatares, su desgraciada primera experiencia de vida en pareja, la conminó a escribir toda su peripecia vital al desnudo. Y es cierto que el texto que hoy podemos leer recuerda a un
dón de los mayores ultrajes, la no ocultación de la propia culpa, la asunción de los errores más íntimos, todo resplandece en este libro sin parangón, de apasionante lectura. ‘Una mujer en el frente’ es, además, un justo alegato contra los hombres escrito por una mujer que ha conocido en su propia carne lo peor de ellos. Los caballos, y hasta los perros, nos dice, pueden ser mejores. La autora confiesa haber aprendido muy pronto que no podía «luchar contra los hombres; soy más débil, no puede una defenderse, no puede una dar golpes, porque ellos te van a dar más fuerte, no se puede huir porque ellos te van a alcanzar». En esa catalogación de género entran los curas, tanto los protestantes (Alaine lo era) como los católicos. Son los representantes de las iglesias, con su actitud hipócrita y falsa, quienes la acaban alejando de la fe: «Poco a poco me enfadé con Dios», hasta que, sin tardanza, «llegó el ateísmo». Incluso entre los soldados que abusan de las mujeres consigue vislumbrar trazos de humanidad difíciles de rastrear en los curas de uno y otro bando. Alaine sobrevive porque, por encima de todo, persigue la felicidad en los más pequeños resquicios que el mal no acierta a cubrir. Un pequeño trozo de pan es suficiente para seguir adelante: «La felicidad del pan, que nos hacía falta desde hacía semanas, la felicidad de poder comer y la felicidad de la bondad fueron aquella rebanada de pan». ¿Novela? ¿Memorias?, nos preguntábamos al principio. La propia autora culmina su relato con la mejor definición que acaso merece: «Ahora, cincuenta años más tarde […] veo mi matrimonio de guerra como un fresco privado pintado en el muro de la historia mundial».
claramente, no, aunque el tema de fondo sea similar. Los traductores han vuelto a hacer de las suyas y en vez de conservar un título –‘El estado del arte’– que tiene todo sentido en relación con el argumento, aparte de ser de por sí un buen título, lo han cambiado por ‘La última generación’, bastante más ramplón y que nada tiene que ver con lo que se nos cuenta. A uno le alcanza la sospecha de que lo que se quiere hacer es equiparar las novelas de ‘La cultura’ con el conocido fenómeno ‘Star Trek’, una de
UNA MUJER EN EL FRENTE Alaine Polcz. Traducción de Éva Cserháti y Carmina Fenollosa Escuder, Cáceres, Editorial Periférica, 2015, 235 páginas, 19,50 euros.
cuyas series lleva precisamente ese título, ‘La última generación’. Y lo cierto es que hay ciertas similitudes en lo externo: ambas muestran civilizaciones que son prácticamente utopías tecnológicas. Hasta cierto punto ambas tienen algo, o mucho, de space opera, pero mientras que en la serie televisiva esto es lo principal, en la mayoría de los libros de la cultura este aspecto es secundario. Las diferencias, sin embargo, son patentes, en varios aspectos: Las novelas de ‘La cultura’ no tienen una continuidad en cuanto a argumentos puntuales ni de personajes, todo lo contrario que en ‘Star Trek’, que se fundamenta en una continuidad argumental: aunque haya diversos hilos argu-
rea contraída en alguna relación extramatrimonial que, además, le oculta. La muchacha ha de unir a su desgraciada vida de pareja la ocupación alemana y, a continuación, la rusa. Fue de manera inesperada muy cruel la segunda, pues los soldados soviéticos se distinguieron por violar sistemáticamente a cualquier mujer que se cruzara en su camino. El relato vital de la narradora no puede ser más atroz, pero resulta humano y alentador porque dibuja en profundidad la extraordinaria capacidad de una mujer para soportar tanta villanía.
EL TALISMÁN DE LA COSTURERA CIRO GARCÍA
mentales, tienden a solaparse y en muchas ocasiones los personajes, que son el centro de la series, hacen cameos entre una y otra. Curiosamente, ambas civilizaciones tienen un marcado carácter comunista o más bien anarquista, o liberario, patente en la ausencia de pobreza y de di-
14 LA SOMBRA
Sábado 2.05.15 EL NORTE DE CASTILLA
DEL CIPRÉS
S
í, puede decirse tanto ‘alrededor mío’ como ‘alrededor de mí’, según consta en la ‘Nueva gramática de la lengua española’ de la RAE (volumen I, capítulo 18, § 18. 4l, pág. 1359): «En el español general alternan ‘a su alrededor’, ‘alrededor suyo’, ‘alrededor de ella’». A muchos hablantes les surge la duda de si ambas construcciones son correctas por la similitud de esta forma con ‘delante mío’, ‘detrás tuyo’, ‘enfrente suyo’, etcétera, construcciones consideradas como incorrectas, a pesar del uso frecuente en hablantes cultos. En el español actual son muy comunes, tanto en la oralidad como en la escritura, las construcciones en las que los posesivos acompañan a los adverbios de lugar (delante, detrás, encima, debajo, cerca, lejos, enfrente) para indicar situación respecto a alguna de las personas del discurso, de manera que se originan secuencias como ‘delante mío’, ‘detrás tuyo’, ‘enfrente suyo’ o ‘cerca nuestro’. Según la norma, los posesivos no complementan nunca a adverbios. Por tanto, serían incorrectas secuencias como las anteriores, en las que un adverbio va seguido de un posesivo. Los adverbios se complementan con la preposición ‘de’ seguida del pronombre personal tónico correspondiente: ‘detrás de ellas’, ‘encima de ustedes’, ‘lejos de vosotros’, ‘enfrente de ellos’, ‘debajo de mí’. Esta construcción pertenece a la lengua común en todas las áreas lingüísticas del español. Aunque los gramáticos desaconsejan el uso de construcciones en las que el posesivo complementa al adverbio, por considerarlas incorrectas e inaceptables, se encuentran algunos ejemplos en escritores de prestigio y en los medios de comunicación. La ‘Nueva gramática de la lengua española’ dice a propósito de esta opción que «es propia de la lengua coloquial y percibida todavía hoy como construcción no
USO Y NORMAS DEL CASTELLANO MARÍA ÁNGELES SASTRE PROFESORA DE LENGUA ESPAÑOLA EN LA UVA
¿SE PUEDE DECIR ‘ALREDEDOR MÍO’?
Más normas y recomendaciones para el uso correcto del castellano. Envíe sus consultas a: elcastellano. elnortedecastilla.es
recomendable por la mayoría de los hablantes cultos de muchos países. Sin embargo, se ha ido extendiendo a otros registros, en diferente medida según las zonas hispanohablantes. Se atestigua esta pauta con ‘delante’, ‘detrás’, ‘cerca’ (no tanto con ‘lejos’), ‘encima’ (más raramente con ‘debajo’) y ‘enfrente’». Una variante de esta construcción la constituye el posesivo tónico femenimo complementando a un adverbio de lugar (delante suya, cerca mía, debajo tuya, etcétera), mucho menos frecuente y bastante más desprestigiada. Como otra variante hay que entender
ejemplos como ‘por su delante’, en vez de ‘por delante de él/ella/usted’, en los que el posesivo precede al adverbio. Es uso bien delimitado geográficamente, característico de los hablantes de la zona andina hispanoamericana (Perú, Bolivia, Ecuador). Sí son correctas, en cambio, construcciones como ‘al lado tuyo’, ‘a la derecha mía’, ‘a la izquierda suya’, ‘en contra suya’, ‘a favor mío’, etcétera, en las que la forma plena del posesivo acompaña a un sustantivo (lado, derecha, izquierda, favor, contra) para precisar situación. En estos casos el posesivo también puede ir antepuesto al nombre: ‘a tu lado’, ‘a mi derecha’, ‘a su izquierda’, ‘en su contra’, ‘a mi favor’. En el primer caso, hay que señalar que el posesivo pospuesto ha de concordar en géne- En el español actual ro con el sustantivo al es muy común, tanto que modifica: debe deen la oralidad como cirse ‘al lado tuyo’ y en la escritura, no ‘al lado suya’ porque el sustantivo es que un posesivo masculino. acompañe al Para elegir la estructura correcta exis- adverbio de lugar te un truco sencillo: si la anteposición del posesivo es posible, es correcto colocar el posesivo pospuesto; en caso contrario, hay que recurrir a ‘de’ + pronombre personal. Por ejemplo, ¿podemos decir ‘delante suyo’? No, porque no podemos decir ‘en su delante’. ¿Puede decirse ‘en contra mía’? Sí, porque podemos decir ‘en mi contra’ (por cierto, en una canción de Los Rodríguez que se titula ‘La puerta de al lado’ se dice «El frío juega en contra mío»). ¿Puede decirse ‘al lado tuyo’? Sí, porque podemos decir ‘a tu lado’. ¿Puede decirse ‘alrededor mío’? Sí, porque podemos decir ‘a mi alrededor’.
LOS LIBROS MÁS VENDIDOS EL CORTE INGLÉS VALLADOLID
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Hombres buenos. A. Pérez Reverte (Alfaguara)
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El mundo azul... Albert Espinosa (Grijalbo)
Mortadelo y Filemón. El tesorero. F. Ibáñez (Ediciones B)
El juego sigue sin mí. Martín Casariego (Siruela)
Distintas formas de mirar... J. Llamazares (Alfaguara)
Misterioso asesinato....Eslava Galán (Espasa)
Donde no estás. Gustavo Martín Garzo (Destino)
El mundo azul... Albert Espinosa (Grijalbo)
Khimera. César Pérez Gellida (Suma de letras)
Cuando estábamos vivos. M. de la Vega (Plaza & Janés)
California. Rubén Abella (Menoscuartoa)
Guardián invisible Dolores Redondo (Destino)
Número Cero. Umberto Eco (Lumen)
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Final de partida. Ana Romeroa (La Esfera de los Libros)
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El francotirador. Kyle/Defelice (Crítica)
Mortadelo y Filemón. El tesorero. F. Ibáñez (Ediciones B)
Los mitos del franquismo. Pío Moa (La Esfera de los L.)
El pequeño dictador ... J. Urra (La Esfera de los Libros)
Pactos y señales... J. J.Benítez (Ediciones B)
Wigetta. Vegeta777 (Temas de hoy)
El fango. Baltasar Garzón (Debate)
Teresa de Ávila y la España... Jospeh Pérez (Algaba)
Diario de un ministro. José Bono (Planeta)
Final de partida. Ana Romeroa (La Esfera de los Libros)
Pablo Escobar,mi padre . J. Pablo Escobar (Península)
El Establishment. Owen Jones (Seix Barral)
En familia. Karlos Arguiñano (Planeta)
Como hacerse mayor sin... Leopoldo Abadia (Espasa)
El cambio sensato. Albert Rivera (Espasa)
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La economía, una historia.... Niño Becerra (Libros del Lince)
La vida perenne. José luis Sampedro (Plaza & Janes)
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Mujeres. Eduardo Galeano (Siglo XXI)
Distintas formas de mirar... J. Llamazares (Alfaguara)
Cabaret Biarritz. José C. Valdés (Destino)
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Campos de retamas. Sánchez Ferlosio (Random House)
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El tesorero. F. Ibáñez (Ediciones B)
Ofrenda a la tormenta. Dolores Redondo (Destino)
También esto pasará. Milena Busquets (Alfaguara)
Hombres buenos A. Pérez-Reverte (Alfaguara)
Número Cero. Umberto Eco (Lumen)
Distintas formas de mirar... J. Llamazares (Alfaguara)
Blitz. David Trueba (Anagrama)
También esto pasará. Milena Busquets (Alfaguara)
Hombres sin mujeres. Haruki Murakami (Tusquets)
Crímenes que no olvidaré. Bartlett (Destino)
Hombres buenos. Arturo Pérez Reverte (Alfaguara)
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La vida perenne. Sampedro (Plaza & Janés)
Emocionario VV. AA. (Palabras aladas)
Palabrotalogía. Ortega. (Crítica)
Final de partida. Ana Romero (La Esfera de los Libros)
Mis chistes, mi filosofía S. Zizek (Anagrama)
El fango. Baltasar Garzón (Debate)
Pactos y señales. J. J. Benítez (Planeta)
La espada y la palabra. Manuel Alberca (Tusquets)
El desmoronamiento. George Packer (Debate)
Yo fui a EGB. Ikaz/ Díaz (Pplaza y Janéss)
El capitán en el siglo XXI. T. Piketty (FCE)
El fango. Baltasar Garzón (Debate)
Del dolor y la razón. Brodsky (Siruela)
Qué se puede esperar... Heidi Murkoff ( Planeta)
El cura y los mandarines. Gregorio Morán (Akal)
Diario de un ministro. José Bono (Planeta)
Palabrotalogía. Ortega. (Crítica)
Diario de un ministro. José Bono (Planeta)
Perros e hijos de perra. A. Pérez-Reverte (Alfaguara)
Pactos y señales. J. J. Benítez (Planeta)
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Sábado 2.05.15 EL NORTE DE CASTILLA
A
partir del Renacimiento comenzaron a denominarse «villanos» determinados tipos de bailes que identificaban por la forma de ejecutarlos a quien los escenificaba, como sucedía con la folía o la danza de espadas: en el primer caso, y teniendo en cuenta que el origen del baile parece portugués y que en dicho idioma ‘foliar’ significa bailar al son del pandero o bailar brincando –ambas cosas peculiares de los aldeanos–, no puede extrañarnos que la folía fuese (al menos en su primera época) un baile ejecutado por rústicos y que éstos pareciesen padecer una locura transitoria. Respecto a la danza de espadas o de palos es evidente que tiene extracción campesina y toda la documentación existente a lo largo de más de cuatro siglos habla en favor de su origen aldeano: danzas de hortelanos, de segadores, de paloteo, fueron contratadas una y otra vez por las cofradías organizadoras del evento más espectacular del año, es decir la procesión del Corpus, para que en ese ámbito escenificasen sus saltos y cabriolas, tan alejados siempre de la calma y el cuidado de los movimientos cortesanos. Todavía en el siglo XIX hay autores que reflejan en sus obras el gusto ciudadano por ese tipo de danzas aldeanas que venían a recordar a la gente de la urbe los usos festivos comunes entre las personas de oficio y condición rústicas, todas ellas representadas por quien pisaba la tierra y además la trabajaba. Eran evidentes en todas esas manifestaciones ciertas señas de identidad, pues, aparte del atuendo, en la documentación existente se suele hablar de temas animados y alegres, de grandes retozos, de brincos y de zapatetas utilizados en la realidad y en la ficción en lugares a propósito (muy frecuentemente en torno a un olmo, por ejemplo). Juan de Esquivel, en sus ‘Discursos sobre el arte del danzado’, deja bien clara la diferencia entre este tipo de manifestaciones y las danzas de cuenta, más propias para «príncipes y gente de reputación» como él mismo dice. De lo movido y espontáneo de las coreografías de cascabel puede dar buen ejemplo la descripción de un Villano en el que el danzante «derribó con un pie un candelero que estaba colgado a ma-
Baile de identidades
‘La danza nupcial’ (1607), de Brueghel el Joven. Arriba, ‘Danzas campesinas y de Corte’. nera de lámpara, dos palmos más alto que su cabeza». En fin, que tales tipos de danzas tenían en común esa alegre locura que tan bien refleja Theodore de Bry en sus ‘Danzas campesinas y de Corte’, donde aquellas aparecen representadas por siete parejas de aldeanos que, al son de una chirimía y una gaita, levantan sus pies sin orden ni concierto. Si buscamos el origen de la identidad en el entorno de las etnias y religiones también tendremos, entre las danzas que más abundante y tempranamente se mencionan en toda Europa, las llamadas «moriscas», realizadas por seis bailarines –al son de flauta y tamboril– a los que, en ocasiones, acompañaban un joven travestido de dama, un caballito de cartón y un diablo. Aunque esta modalidad de coreografía todavía se encuentra en algunas danzas de Gran Bretaña (las llamadas ‘morris dances’), en Francia y en España (Baleares, País Vasco, etc.) hay otra for-
ma de ejecución individual que ya menciona Thoinot Arbeau en su ‘Orchesographie’: «En mis días de juventud, a la hora de la cena en la buena sociedad, he visto a un chicuelo pintarrajeado de negro, con su cabeza ceñida por una banda blanca o amarilla, que bailaba las moriscas con campanillas en las piernas y que, caminando a lo largo del salón, efectuaba una especie de pasaje. Luego, volviendo sobre sus pasos, retornaba al lugar desde donde había empezado y realizaba otro pasaje nuevo, continuando en esta forma al efectuar diversos pasajes, todos muy del agrado de los circunstantes». Arbeau ofrece la melodía de tal danza en compás de dos por cuatro y además los movimientos que la deben acompañar, indicando que originalmente se bailaba golpeando el suelo con los pies pero luego, por ser muy doloroso para los danzantes y producir a la larga gota, se sustituyó tal costumbre por golpes de talón (derecho sobre izquierdo, vi-
ceversa y ambos al tiempo) para hacer sonar los sartales de cascabeles. No deja de ser curioso que la melodía transcrita por Arbeau para la morisca apareciera registrada cuarenta años antes en Inglaterra bajo el nombre de ‘morris’ o morisca. Si esta danza reproducía una especie de zambra antigua o si trataba de imitar pasos y for-
LA PARTITURA JOAQUÍN DÍAZ
mas de expresarse de los moros no lo sabemos con certeza, lo que sí podemos asegurar es que tuvo una enorme difusión desde el siglo XV y que su aparente exotismo se pudo contemplar a partir de ese momento en la mayor parte de los salones del viejo continente junto a otros espectáculos, como nos lo demuestra el documento que describe el banquete dado en Tours a los embajadores húngaros en 1457, donde hubo «entremetz, morisques, mommeries y otros misterios de niños salvajes». No parece descabellado suponer que esas moriscas eran una especie de representación que imitaba el color (no se olvide que maurusci –moros– puede provenir del griego ‘mauros’, negro), determinadas formas moriscas de bailar con las manos entrelazadas y hasta el uso de los cascabeles, que bien pudiera ser de origen oriental y haber llegado a España a través del norte de África. Esta sería pues una danza imitativa de una identidad en la que rostro e indumentaria estarían de acuerdo con la etnia representada. Negros o guineos, gitanos y gitanillas, mulatos e indios son personalidades que aparecen con frecuencia en inventarios hasta fines del XVIII con las salvedades de llamar africanos a los negros o hacerles proceder de Asia: «Danza de cuatro chinos negros vestidos de arrieros de aquel país, la que conducen cuatro papagayos». Sin duda la fonética defectuosa con que estas etnias pronunciaban el español fue otro de los elementos añadidos a su imitación, identificación o ridiculización. La z en vez de s en los gitanos y la y griega en vez de ll en los negros, además de otras muchas incorrecciones, quedaron reflejadas en villancicos y canciones para danza, teatrales o callejeras, con que a veces se remedaba su habla y su modo de expresarse. Por lo que respecta a la topografía, otro de los temas recurrentes en la cuestión de la identidad, algunas ciudades ya aparecen reflejadas como punto de origen de determinadas danzas. Así, en el ‘Arte e instrucción de bien danzar’, de 1488, se mencionan dos danzas tituladas respectivamente Barcelona y Bayona. Y en otro texto de 1532 publicado en Lyon, se transcribe una denominada Pamplona. Pero donde creo que mejor se traduce esa idea de asimilar lugares con
identidades es en el baile de Francisco de Quevedo titulado ‘Cortes de los bailes’: allí, el autor hace presentarse, como si fuesen a constituirse las Cortes, a las principales ciudades de España, cada una representada por un baile, convocándose la reunión para reformarse todos los aspectos de las danzas antiguas susceptibles de mejoras. Por Burgos llega «Inés la maldegollada», por Toledo el «Rastro viejo», por Sevilla «Escarramán», por Córdoba la «Capona», etc., etc., como si cada una de estas capitales tuviese por bandera un baile concreto y un bailador que hubiese hecho famosos a ambos. De las regiones podríamos decir lo mismo. En el ‘Arte e instrucción de bien danzar’, se habla de una Beaulte de Castille y, a partir de ese momento, Castilla, la Mancha, Canarias, Asturias o Galicia son zonas muy utilizadas para hacer proceder de ahí determinados nombres de danzas y bailes cuyo apellido es el del área en cuestión: seguidillas manchegas, jácaras castellanas, baile de los gallegos, etc., o bien simplemente ‘canario’, ‘gallegada’, ‘asturianada’, etc. Parece pues claro que los nombres de las danzas se podían aplicar según el país o reino de origen aunque también es seguro que el hecho de que fueran ejecutadas en determinados círculos cortesanos ligados cultural o políticamente a tal o cual reino era asimismo razón de peso para apellidarlas. Algunas ‘Gallardas de España’ dedicadas en Milán a la duquesa de Medina Sidonia, por ejemplo, no proceden de nuestro país sino que fueron compuestas y danzadas allí por músicos y coreógrafos italianos, sin duda con algún detalle hispánico, pero también y principalmente con la maravillosa e inagotable inventiva renacentista que Italia impusiera en todas las cortes europeas. Se podría defender sin duda la tesis de que la danza y el baile constituyeron a lo largo de la historia una seña inequívoca para identificar o ser identificado, y ello fue así hasta nuestros tiempos actuales, globalizadores y monótonos, en los que ya apenas hay diferencia entre ver bailar a un coreano o a un neoyorquino, pues ambos habrían sido ‘inspirados’ por los mismos y poderosísimos medios de comunicación.
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LA SOMBRA DEL CIPRÉS
Sábado 2.05.15 EL NORTE DE CASTILLA
Director: Carlos Aganzo Coordinadora: Angélica Tanarro
El jardín imperfecto L
a literatura española nunca ha sido diestra en hablar del amor. Ni siquiera el buen don Quijote es un buen amante. Quiere tener a las mujeres lejos de sí, temeroso de lo que pudieran pedirle. Su amor es un amor a lo que está lejos y no puede acercarse. Sabe lo importante que es el amor, y que sin él un caballero andante no merece ese nombre, pero no quiere exponerse a él, tal vez temeroso de que pueda conducirle a la locura como a Orlando. Don Quijote sustituye la realidad por el ideal, y si nos conmueve es por su inocencia. Es lo contrario a Fortunata, el personaje femenino más inolvidable de nuestra literatura. Ella no teme la locura y
lo que quiere es que el hombre del que se enamora se quede con ella. No se conforma con sus visitas secretas, lo quiere, como Psique, a su lado a todas las horas del día. Fortunata habla en nombre de todas estas amantes generosas, casi siempre maltratadas por sus compañeros masculinos, mucho más torpes y toscos, y formula el mandamiento esen-
:: ILUSTRACIÓN BEATRIZ MARTÍN VIDAL
cial del amor: que nada que tenga que ver con él es pecado. Es la versión profana del «ama y haz lo que quieras», de san Agustín. No puede ser pecado porque el amor no pertenece al ámbito de la utilidad sino del bien. Amamos para
deleitarnos con el otro, pero sobre todo porque queremos su bien. Todos los personajes de los cuentos pertenecen al reino del amor, viven en su jardín imperfecto. Cenicienta no quiere ser arrebatada por un carro de fuego y desaparecer en la inmensidad de la verdad, como le pasa al profeta Isaías, sino ir al baile en una carroza de cristal. Desea ser querida y tener un lugar en el mundo. Quiere enamorar a un príncipe, pero no para desaparecer en el embeleso de ese amor, sino para vivir con él y poder contarles a sus hijos su historia maravillosa. Es una ley de
la vida. Todos los que tienen una vida maravillosa quieren tener a alguien especial a su lado para poder contársela. Que será lo que harán Alicia y Wendy cuando crezcan y cuenten a sus propios niños sus locas aventuras en el País de las Maravillas y en la Isla de Nunca Jamás. También la protagonista de ‘La pequeña cerillera’, el cuento de Andersen, quiere tener una historia así. No se atreve a volver a casa, por temor a su padre, y muerta de frío enciende los fósforos que le van quedando para calentarse. Mientras los fósforos permanecen encendidos tiene visiones maravillosas. Ve una casa, ve una mesa llena de platos exquisitos, y ve, sobre todo, a su abuela muerta, que corre a su encuentro para abrazarla. Cuando consume su último fósforo muere. Su historia es la de los santos, pues la muerte no será para ella sino una liberación, pero pertenece al mundo de los cuentos ya que no enciende sus fósforos para irse del mundo sino para encontrar la manera de regresar a él. Por eso en sus visiones no hay ángeles, ni estancias hechas de nubes, sino cosas muy concretas y decididamente mundanas: un plato de carne, un árbol de Navidad, una abuelita sonriente. Es un personaje de cuento, aunque la pobre carezca de astucia y no pueda ver realizado su sueño de regresar. El verdadero misterio del amor no tiene tanto que ver con el deseo del bien ni con la satisfacción de una necesidad, sino con el hecho de que eso que le pasa al que ama lo haga solamente con alguien, que a su vez, padece la misma afección que él y necesita de la misma cura. Ese descubrimiento, dio lugar a la idea medieval del bebedizo, ya que a los ojos de los que les rodeaban los amantes se comportaban como si hubieran probado un filtro, un bebedizo mágico, que, al privarles de voluntad, les hacía comportarse como si fueran otros distintos a aquellos que eran antes de conocerse. Y, en efecto, tal parece el amor: un hechizo, una pócima que se bebe, y que nos fija a alguien mientras dura su efecto, como pasa en ‘Sueño de una noche de verano’, la obra de Shakespeare, en que el duendecillo Puck, símbolo de la volubilidad en el amor, vierte sobre los ojos de los que duermen el néctar de una flor mágica que hará que se enamoren de la primera criatura
DÍAS FELICES GUSTAVO MARTÍN GARZO
que vean al despertarse. El hechizo dará lugar a un mundo de confusiones y sustituciones que serán fuente de todo tipo de sobresaltos y pesares y que se resolverán al final quedando tan solo como el recuerdo del sueño de una noche de verano. La hermosa obra de Shakespeare habla de ese lado impredecible del amor que hace que podamos enamorarnos de la persona más insospechada en el momento mismo en que la vemos, como si fuéramos víctimas de un hechizo. Y, ciertamente, el amor no tiene nada que ver con la voluntad o con la razón, porque todo en él es paradójico. No elegimos libremente al que amamos, pero algo nos hace sentir que a partir de ese momento la vida ya no será posible en su ausencia. El amor es caprichoso y fugitivo pero le pedimos devoción y constancia; nos promete felicidad y nos llena de miedo; nos da fuerzas para enfrentarnos a los mayores peligros, pero nos vuelve vulnerables y frágiles; nos hace ser dueños de alguien y a la vez sus esclavos. Puede ser fuente de la dicha más grande y, a la vez, de todo tipo de sufrimientos y desvaríos. Pero si el amor no surge siempre de las cualidades del otro, ni tiene que ver con la virtud y el bien, ¿no haríamos bien en escuchar el mandato de Eros y aceptarle en su contingencia y oscuridad? Y, sin embargo, Psique quiere transformarle en un jardín. Eso es el amor para ella, el acceso a uno de esos castillos en el aire que aparecen en las meditaciones de los místicos y en las aventuras de los caballeros, pero también encontrar la manera de regresar de él. Es lo que pasa con la protagonista de ‘La bella durmiente’. Lo primero que hace al despertarse es correr en busca de sus padres, sus amigos y conocidos. Y, como es lógico, se lleva al príncipe con ella. No quiere permanecer con él en la estancia encantada, sino tener una casa en el que antes de dormirse fuera su alegre país. Ella no le ama para soñar con otro mundo, sino para descubrir en el suyo todo lo que estaba escondido: para ver donde antes no veía y hacer de lo real el campo de sus deseos.