Escribir ¿para qué?

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Sábado, 13.02.16 Número CCXXIII

SOMBRA CIPRES LA

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Escribir ¿para qué? El libro ‘Misión del ágrafo’, de Antonio Valdecantos, aviva la reflexión sobre el papel y la necesidad de la escritura

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Algunas razones para el silencio En medio del barullo universal, cada vez son más los escritores que toman la decisión de dejar de escribir

Descripción y alegoría del ágrafo Antonio Valdecantos reflexiona en su último libro sobre la figura del ágrafo, y su papel en un mundo dominado por la sobreabundancia de letra impresa

CARLOS AGANZO

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i el silencio constituye, como sabemos, una de las más altas razones del canto, no es de extrañar que el poeta busque tantas veces en la música callada del silencio la culminación de su escritura. Palabra de plata: silencio de oro. Así en Steiner como en Juan de la Cruz. O en Jaime Gil de Biedma, cuando nos ofrece en un poema como ‘De vita beata’, su particular manual para la felicidad. Un manual muy in-

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ay libros cuya densidad está en contradicción con su tamaño; cuyo interés es inversamente proporcional a las campañas de difusión que lo acompañan (o no). Hay libros que por peso y por centímetros cuadrados corren el peligro de ser etiquetados como ‘libritos’, y ya se sabe que en ocasiones el diminutivo lleva aparejado una suerte de desprecio. Hay libros que caben en el bolsillo y que no llegan a las doscientas páginas (son modestos también en cuanto al precio) y sin embargo ocupan mucho tiempo de lectura, porque hay que degustarlos despacio, porque sus frases nos llevan a un ejercicio de buceo, y porque se quedan con nosotros más allá del tiempo en que pasamos sus páginas, pues nos invitan a ejercer ese raro deporte del pensamiento. A esta clase de libros per-

dicado para tiempos de alboroto y de bocinas como el nuestro: «En un viejo país ineficiente, / algo así como España entre dos guerras / civiles, en un pueblo junto al mar, / poseer una casa y poca hacienda / y memoria ninguna. No leer, / no sufrir, no escribir, no pagar cuentas, / y vivir como un noble arruinado / entre las ruinas de mi inteligencia». No escribir. La profesión que, paradójicamente, cada día eligen más escritores. No escribir teniendo tanto que decir, porque ya escriben por uno tantos y tantos otros que tienen que decir tan poco. No escribir ante la imposibilidad física de ser mínimamente escuchado en medio del barullo universal de la escritura. Mi-

ANGÉLICA TANARRO

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tenece ‘Misión del ágrafo’, la última aportación editorial de La Uña Rota, salido de la pluma del pensador y profesor de Filosofía Antonio Valdecantos. Autor de títulos como ‘Filosofía de la caducidad’, ‘El saldo del espíritu’, ‘La moral como anomalía’, ‘Contra el relativismo’ o ‘El saldo del espíritu. Capitalismo, cultura y valores’, Valdecantos es uno de esos autores que con un sabio manejo de la ironía y cierto grado de provocación ponen alegría y luz en el a menudo apesadumbrado panorama del ensayo en España.


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llones y millones de letras, de palabras, construidas al segundo con precariedad y emergencia a partir de los teclados de teléfonos ‘inteligentes’. Desde que la Unesco definió en 1978 lo que es un analfabeto funcional (un sujeto incapaz «de ejercer todas las actividades para las que la alfabetización es necesaria, dirigidas al interés del funcionamiento de su grupo o de su comunidad, así como para permitirse a sí mismo continuar leyendo, escribiendo y realizando cálculos aritméticos en favor de su propio desarrollo y del de la comunidad») sabemos muchas cosas sobre nosotros mismos. Por ejemplo que en Canadá el 16% de los adultos ya tiene «dificultades

Para decirlo con palabras del prologuista de ‘Misión del ágrafo’, José Manuel Cuesta Abad, el libro «es reflejo del escritor moralista y provocador que es Antonio Valdecantos y que en la historia del pensamiento han encarnado grandes grafómanos como Montaigne –a quien el autor dedica la nota final– La Bruyèr, La Rochefoucauld, Gracián, Shaftesbury, Diderot, Nietzsche o Chesterton» Montaigne efectivamente ocupa la última parte del libro. Valdecantos reflexiona sobre el ‘aviso al lector’ que precede a la lectura de los ‘Ensayos’ del autor francés y que –como este capítulo del libro que nos ocupa– funciona a la manera de una ‘captatio benevolentiae’. Si Montaigne avisaba así a sus potenciales lectores de la intención de sus escritos: «Ni a tu servicio ni a mi gloria los he hecho objeto de consideración alguna»,

para leer las informaciones escritas relacionadas con sus necesidades cotidianas». O que en Estados Unidos uno de cada cinco adultos es «incapaz de comprender una placa en la calle, un formulario de solicitud de empleo o la etiqueta explicativa que acompaña a un medicamento». En España faltan esos datos. Pero si somos conscientes de que todavía queda un 2,2% por ciento (más o menos 800.000 personas) de analfabetos reales, y de que en una lista de 23 países europeos la OCDE nos sitúa como los adultos con peor nivel educativo, los últimos en matemáticas o los penúltimos (gracias a Italia) en comprensión lectora, tenemos que admitir que en

«Algunas de las personas que intelectualmente más admiro son ágrafos», dice el autor El libro establece contradictorias relaciones entre la docencia y la agrafía

LA ESCRITURA (IN)NECESARIA

el autor de ‘Misión del ágrafo’ avisa de que «el vértigo del texto terminado es, sin duda alguna, una aflicción de cualquier autor mínimamente sensato, y solo quien no tenga mucha estima por lo que está en juego cuando algo que se acaba de escribir se da al público (...) podrá presumir de estar inmunizado contra la compulsión que lleva a prolongar artificiosamente la escritura mediante ese comentario falso llamado prólogo y mediante algún tipo de ruego al lector para que se haga cargo de la menesterosidad en que el autor se halla. Pero vayamos al principio. Y el principio fue un artículo que Valdecantos publicó en una revista especializada sobre este tema, pocas veces analizado en la historia del pensamiento en España, y que a instancias de amigos decidió prolongar en forma de ensayo breve.

nuestro país hay no pocos analfabetos funcionales dirigiendo empresas, impartiendo clases en la Universidad... o escribiendo libros y artículos de prensa. Ante una incapacidad tan manifiesta para descifrar mensajes de una mínima complejidad o profundidad, ¿para qué malgastar tiempo y talento escribiendo? La opción de la agrafía, es decir, de la inhibición ante la escritura, aún teniendo todas las capacidades para escribir con más o menos fluidez y brillantez, está pues cada día más extendida, como cuenta Antonio Valdecantos en su último ensayo: ‘Misión del ágrafo’. La renuncia a cumplir con un destino, favorecido por la formación y el talento, ante el

miedo no tener receptor ninguno. Y más aún: la renuncia a seguir aportando el eslabón propio en la cadena cultural común de la escritura, visto el nulo tiempo que dedican a una actividad lectora más o menos profunda la inmensa mayoría de nuestros profesionales, nuestros licenciados, nuestros

Ensayo que comienza haciendo la acotación del campo del análisis: «Ágrafo es el nombre que se le da a quien no ha escrito lo imprescindible para la supervivencia o no ha llegado ni a eso». Y a continuación precisa: «No basta, sin embargo con abstenerse

de escribir para merecer esa denominación (tantas veces rodeada de prestigio), que solo recibe quien, debiendo ser, por su sabiduría, su agudeza y su talento, un escritor prolífico o, por lo menos, no esquivo, incumple su destino y se retrae de la escritura con severa abstinencia, y en algunos casos con rigor intransigente». Y, por si quedaba alguna duda, aún subraya: «Nadie aplicará, desde luego, este nombre a aquel cuyos libros u opúsculos no se echan nunca de menos, porque el nombre de ágrafo se impone a quien, de llegar a publicar seis o siete cuartillas, suscitaría con ellas una atención mayor que la provocada por seis mil o siete mil páginas». Afirma el autor que el interés por escribir sobre el tema procede de su conocimiento de varias ágrafos que en el mundo son: « No son muchos, son unos cuantos, pero se

¿Cuántos españoles pasarían de verdad con honor la prueba de leerse el Quijote de cabo a rabo?

vecinos alfabetizados... En este año cervantino, ¿cuántos españoles pasarían de verdad con honor la prueba de leerse el Quijote de cabo a rabo? Así, al universitario de nuestro tiempo, al hombre de elevada posición, en algunos casos me atrevería a decir que incluso al erudito, de la escritura apenas le queda el brillo de bagatela de lo efímero. En unos casos se inhibe y en otros se dispone francamente a eso que ahora está tan de moda entre los pedagogos de ocasión: a desaprender. La ilusión mal entendida de la que hablaba Byron cuando decía: «Ciertamente, es agradable ver estampado el propio nombre; un libro es siempre un libro, aunque no contenga nada».

comprenden entre las personas que más admiro. No soy estrictamente ágrafo pero las personas que intelectualmente más admiro sí que lo son. Y esta especie de limitación en parte voluntaria y en parte involuntaria del ejercicio de escribir cuando se esperaría de ellos que escribieran mucho y muy bien siempre me ha parecido digna de ser tratada. Esa fue la génesis del libro». El autor de ‘La fábrica del bien. Ensayo sobre la invención de la moral’ profesor de Filosofía en la Universidad Carlos III establece unas curiosas relaciones entre la agrafía y la docencia. Afirma por ejemplo: «En una nación civilizada el profesor ágrafo debería ganar más dinero –esto no es nada difícil de reconocer– que los entregados tontilocamente a la escritura y, sin duda ninguna, debería gozar de más re-

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putación. Todo el mundo sabe que lo que suele llamarse el nivel intelectual de un país se mide por el número y virtud de sus ágrafos, pero no hay ningún motivo para confiar en que esta verdad vaya a reconocerse algún día». Y más adelante añade: «El aprovechamiento de la figura del ágrafo para fines docentes es capaz de salvar hasta las instituciones más degeneradas: por motivos que no es necesario reiterar, resulta casi imposible que el ágrafo sea mal profesor, al menos allí donde se espera de una clase algo más que la proyección de ‘power-point’». Valdecantos es consciente de la contradicción que supone escribir un libro sobre el tema. («Quizá tan solo cabría

hablar sobre él»), pero lo asume con el mismo sentido del humor o distanciamiento que exhibe en la escritura de esta defensa (mal que nos pese) del ágrafo. Pero el hecho de que ponga en evidencia la sobreabundancia de lo que él llama «el autor consumado de banalidades librescas» que, sin embargo, encuentran abonado campo editorial, no deja de felicitarse por el hecho de que existan en este país «heroicas» editoriales independientes, que deben su existencia a pasiones individuales o de pequeños grupos y que nadan contra corriente, ofreciendo en ocasiones el producto que debería encontrarse en publicaciones de tipo académico y universitario. Editoriales que, por otra

LA ESCRITURA (IN)NECESARIA

parte, han contribuido a quitar la razón a los «muy siniestros pronósticos» que daban por muerto al libro impreso y con él a las librerías nada más comenzar la crisis económica. «Afortunadamente no ha sido así. De momento, no vamos mal». Acostumbrado como está a que sus libros generen polémica, no es inmune a ella pero se la toma con filosofía, como no podía ser de otra manera.

Perlas

MISIÓN DEL ÁGRAFO Antonio Valdecantos. Ediciones La Uña Rota, colección Libros del Apuntador. 160 pp. 14 euros.

Por otra parte, la lectura de ‘Misión del ágrafo’ ofrece perlas como el personaje del ‘desescritor’: «Muchos ágrafos de mente borgiana han fantaseado con la idea de dar cuenta de algunas de sus obras no escritas y de hacerlo en forma de libro. (...) Ese ágrafo ju-

bilado (cabe perfectamente jubilarse de la agrafía, como de cualquier otra profesión) se deleitará los suyo con el trabajo de describir el libro que no escribió, y se divertirá inventando una etimología disparatada en virtud de la cual ‘describir’ venga precisamente de ‘desescribir’». Desde la figura del censor, al fenómeno de las redes sociales, en virtud de las cuales un sujeto puede pasar gran parte de su tiempo escribiendo, todo pasa por el microscopio de Valdecantos, al que habría que agradecer estas alrededor de 160 lúcidas páginas. Es estimulante encontrar un soplo de aire fresco en una propuesta ensayística, y más aún si, como es el caso, está tan bien escrita.

Para entender el mundo ENRIQUE MURILLO

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l mundo es incomprensible y por ello la experiencia de la vida resulta a veces tan dolorosa. Y es especialmente incomprensible porque creemos comprenderlo. Creemos saber dónde estamos, qué queremos, quiénes somos, hacia dónde nos dirigimos, y como no es así aca-

bamos dándonos de bruces contra las paredes, contra las personas, contra la naturaleza… Se escriben muchas clases de libros. Algunos tratan sobre todo de brindarnos consuelo en nuestro desconcierto vital. Aseguran una buena digestión, nos dicen palabras tranquilizadoras, participan en el gran autoengaño: nos


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Hacer literatura en deporte LUIS ANTONIO DE VILLENA

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a literatura (en todas sus variables) tiene muchos senderos. Quizá uno de los tragos más duros que se le presentan a quien escribe o ejerce de crítico sea el decir a un amigo o conocido que te ha dado un libro suyo (a veces el mecanoescrito) que se trata de un libro correcto, incluso bueno, un libro más que digno, pero poco personal, o falto de esa fuerza o pegada que tienen los libros de veras interesantes. Si un libro –versos o novela– es malo, claramente torpe, uno lo deja sin remordimientos; pero el libro correcto se lee, porque es una lectura grata aunque sabes que lo olvidarás enseguida,

dicen que sabemos cómo es el mundo y nos aseguran de que está bien tal como está. Su mayor virtud, junto a la de ser obras entretenidas, consiste en evitar que pensemos más de la cuenta. Reconfortarnos en esas certezas que en realidad son engaños. Pero hay otras escrituras que no son así. Son las que prefiero. Me gustan los libros que me sacan de donde estoy, que se cargan mis certidumbres erróneas, que me explican el mundo de una nueva manera. Libros que hablan del mundo de una forma nueva y que son muy distintos de los que actúan como el alkaseltzer. Algo así encontré cuando por vez primera leí a un autor de Valladolid que ustedes, los lectores de este diario, conocen bien: Gustavo Martín Garzo. Mediante la cortesía narrativa que supone penetrar en las zonas oscuras del alma narrando sueños y universos mágicos, Martín Garzo nos lleva a mirar

porque hay muchos libros de buena hechura, dignos, pero faltos de garra o de eso que muy a menudo se llama «voz». Me ocurrió recientemente con un libro de poemas publicado en una editorial minoritaria pero buena de Zaragoza, ‘Olifante’, ahora menos exigente que en sus inicios, pero una notable editorial de poesía. Un autor ya no joven y al que no conocía pero que se decía buen lector mío, me envío un libro de poemas titulado ‘Los negros soles’ (2014). Tardé en leerlo, pero lo hice (procuro, aunque a veces sea imposible, cumplir con lo que me llega) y me encontré ante unos poemas de tradición clásica –algunos sonetos–, culturalismo, meditación sobre el devenir vital, todo muy pulido y correcto, pero poemas ‘ya hechos’, con demasiados referentes de otros poetas mayores no bien deglutidos, algo que gustaba

cara a cara algunas cosas que sabemos pero preferimos ignorar. Esa valentía, ese regalo que nos hace cuando se adentra en tierras ignotas, convierten su escritura en algo que nos ayuda a vivir mejor. Admito que a veces esta clase de escritura que estoy elogiando y colocando muy por encima de la escritura del entretenimiento y del conformismo, puede llegar a dejarte muy descolocado. Pondré un ejemplo. Cuando era lector, y algunas cosas más, en la editorial Anagrama leí en cierta ocasión un manuscrito titulado ‘La novela de Oxford’. Me gustaron muchísimas cosas de esa novela, incluso me gustaron muchísimo, me parecieron extraordinarias. Me partí de risa con su magnífico sentido del humor, me fascinó una historia de amor que aparecía de repente. Pero tuve también la sensación de que en aquella novela había muchas cosas desorganizadas. Que le falta-

y dejaba indiferente al mismo tiempo. ¿Era un libro malo? En absoluto. ¿Bueno? Tampoco. Era, en realidad la obra de un buen lector de poesía, aficionado mayor, que en un momento dado siente –nada más lógico– la tentación de escribir, de echar su cuarto a espadas. Se podían, aquí y allá, espigar versos sugerentes: «Porque por donde ondea,/ dulcísimas aroman las arpas del banquete/ y brota el fresco lirio de la dicha.» ¿No es bello «el fresco lirio de la dicha»? Sin duda. Tan bello como sabido en un conjunto carente de pegada o voz… ¿Qué decir a su autor, Rafael Lobarte, notable traductor además (Shelley o John Keats), debería aconsejarle que no escriba porque no parece vaya a llegar a nada muy notable? Se suele decir que se edita demasiado, muchos libros «inútiles», y aunque a veces esa utilidad dependa de

«Me gustan los libros que me sacan de donde estoy, que se cargan mis certidumbres erróneas» «...En ese manuscrito de Marías nacía la poética que ahora reconocemos al instante»

cada lector, es cierto que hay muchas editoriales ‘generosas’ sea por bestsellerismo –es otra cosa– por amistad o cercanía o incluso (no era el caso) porque no son pocos los autores que de algún modo pagan sus primeros –o no tan primeros– libros. ¿Por qué iba a dejar de escribir un buen lector, en este caso de poesía? La cuestión no está en el silencio, la mudez, no. La cuestión es cómo se mira o percibe la propia voluntad de escritura. Que la comparación sea lejana. Pensemos en el tenis. Mucha gente lo juega, gusta a muchos y no sólo como espectadores, sino como partícipes apasionados. Pero la mayoría de los que frecuentan las tantas canchas no creen que van a ser primeras raquetas nacionales o mundiales: Ni se piensan hoy Nadal, ni Feliciano López, ni antaño Navratilova o Jokovich hoy o Ferrero antes, por decir categorías distintas pero altas. ¿Por qué la poesía o la novela no pueden ser un noble juego? El aficionado lector siente deseos de escribir y es bueno que lo haga. A veces como una terapia emocional o psicológica –es tema ya tratado– pero mucho más a menudo por el mero placer de escribir y ex-

ba un centro, un protagonista único. Encima, el título era más bien un rótulo, excesivamente neutro. Así que escribí a su autor, mi amigo Javier Marías, y le dije todo eso pero muy suavemente, con educación y con respeto. Sugiriendo que organizara todo un poco más, que no dejara todo tan suelto, que buscara un título nuevo. Su manuscrito me había descolocado. Al poco tiempo, Álvaro Pombo, que leyó el manuscrito también, sugirió un título distinto: ‘All Souls’, y a Javier le gustó y tituló finalmente la edición española así: ‘Todas las almas’. Pombo había leído mejor que yo y reaccionado mejor que yo, con un título que explicaba la proliferación de personajes, la aparentemente excesiva proliferación de escenas no muy conexas… En ese manuscrito nacía la poética que ahora reconocemos al instante. Marías nos explica que el mundo no tiene centro, que la verdad se nos escapa cuan-

presarse. Normalmente de ahí quedarán páginas para amigos, algún pequeño volumen de tirada corta, pero como no hay intención de entrar en ningún escalafón, simplemente goces privados. Verdad que de cuando en cuando, como liebre del instante, de ese ‘juego’ puede brotar sin pretenderlo un poeta, hombre o mujer, muy notable. Entonces alguien se dará cuenta y se lo dirá, si él mismo no lo sospecha. Pero la mayoría de las veces será sólo un dorado y notable pasatiempo docto. Porque no sólo el deporte sirve de proyección íntima, la literatura puede hacerlo igualmente. Y bajo ese prisma ‘deportivo’ –se me ocurre– subi-

«La cuestión no está en el silencio o la mudez, sino en cómo se percibe la propia voluntad de escritura»

do pretendemos decir la última palabra. Una idea que toma de Ferlosio (lean ese capítulo de ‘El monarca del tiempo’ en donde analiza el ‘Julio César’ de Shakespeare). Que el mundo no se puede encapsular es uno de los temas principales de la obra de Javier Marías, por cierto. La sinuosidad de su sintaxis, esas estructuras narrativas en las que un asunto lleva a otro y una historia se conecta con otra y así sucesivamente, le permiten decirse a sí mismo y decirnos a sus lectores que la vida es inasible, que no se la puede resumir ni sintetizar y que su complejidad no se puede reducir ni organizar. Que los slogans y las recetas sirven para vender, pero no para entender. El primer impacto de ese salto que Javier Marías dio en aquel momento fue brutal. Y siempre que leo como editor espero algo así. Esta es la más importante misión de la escritura, descolocarnos para lue-

ría mucho además el número de lectores que falta hace. Muchos que hoy son clásicos universales escribieron inicialmente para pocos o sólo para ellos mismos de entrada. Las espléndidas ‘Memorias’ del Duque de Saint Simon apenas fueron vistas (y posiblemente en fragmentos) por un grupo de amigos. Su éxito y expansión fueron póstumos. ¿Quiénes leyeron el ‘Libro de buen amor’ del Arcipreste de Hita, en su tiempo? Poquísimos. Pocos manuscritos, fragmentos orales. Cierto que la repercusión medieval de la obra literaria es un orbe aparte, pero nos indica asimismo, la no siempre inmediata relación autor-lector. Y de ahí (con una mirada actual) sale la idea de la escritura como serio juego de placer privado o de círculos íntimos. Hay muchos lectores tentados solo por el silencio de la lectura. Pero otros quieren expresar su gusto, su mundo. ¿Por qué no hacerlo, como el tenis o el ciclismo? No todo el que tiene ganas de escribir –loable empeño– es un gran escritor. Eso seguro. Se podrían citar muchos, muchos, tal vez demasiados libros… Que no decaiga el apetito.

go reubicarnos un poco mejor. Marina Perezagua, por hablar de alguien a quien publico ahora mismo, logra con su narrativa esa clase de provocaciones. Sus cuentos no pertenecen a ninguna tradición literaria fácilmente reconocible, aunque tienen algo de Marcel Schowb, por ejemplo. Su novela, ‘Yoro’, descoloca de verdad. Su heterodoxia no tiene límites. Tanto el mundo narrado como la forma de narrarlo no son nada corrientes sino justamente todo lo contrario. Hay escritores que necesitan escribir así, y uso la palabra ‘necesidad’ en su sentido más acuciante y pleno. Y cuando nos enfrentamos a esa revolución brutal que sus textos suponen, tardamos en reaccionar, en aceptar, en decir con ellos, «la vida es ansí». Pasa luego el tiempo y decir ‘kafkiano’ se vuelve un tópico sin sentido, como ‘borgiano’. Otros escritores han de venir detrás y pegarnos una buena sacudida. Que siga habiéndolos.


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«Su paso por el aparato le ha contaminado. Ya no presume de inocente. Está vencido»

Anthony Perkins, en dos escenas de la película de Orson Welles.

LIBROS DE PELÍCULA

Tripas ‘El proceso’ Novela de Franz Kafka (1925) Filme de Orson Welles (1962) LUIS MARIGÓMEZ

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odos somos culpables. Es el cimiento de la civilización judeocristiana. A nuestros abuelos los echaron del paraíso por desobedecer al Señor y nuestros padres mataron al hijo de Dios, nada menos. Es algo que nos constituye. A Josef K., en la novela de Kafka, le despiertan una mañana para decirle que está detenido. La causa es desconocida para él. Algo habrá hecho, o lo habrá dejado de hacer, o lo habrá pensado, o no. Hay muchas maneras de pecar, o de cometer crímenes. Él se considera inocente, lo que no deja de ser muy presuntuoso, casi inverosímil. ¿Quién es inocente? Inicia así un viaje

por los intestinos de un aparato judicial de pesadilla, no muy distinto del real, que el autor, en su condición de abogado, conocía bien. A pesar de estar acusado, le dejan ir por ahí, para que pueda defenderse, le dicen. El pobre incauto se empeña en demostrar lo imposible, y en el trasiego el lector ve que es como todos, incapaz de resistirse a algunas tentaciones. La elección de Anthony Perkins para el papel protagonista en la película está cargada de sentido. De un lado, ese joven alto y delgado, de mirada insegura, parece que nunca ha roto un plato. Por otra parte, es el asesino de ‘Psicosis’ (1960), de Hitchcock, un

filme que ha visto todo el mundo. Fue un papel tan fuerte que determinó el resto de la carrera del actor. Por más que él jure y perjure su inocencia, eso no hace más que reafirmar su condición de culpable, como le dicen los policías. ¿Quién confiesa a la primera? La novela se publicó en 1925, después de la muerte de Kafka, y está inacabada, como las otras dos que escribió. El autor creía que había fracasado por no ser capaz de encontrar fin a sus ficciones largas. Hoy cualquiera sabe que es imposible que lo tengan, por su propia naturaleza. Cuando escribe el libro ha acabado su tormentosa relación con Fe-

lice y él mismo llega a sufrir un juicio familiar en Berlín, por ser incapaz de cumplir su promesa de matrimonio. Escenifica su relato en lugares imaginarios, siniestros, que de forma misteriosa, le resultan extrañamente familiares al lector, como amenazas íntimas. Cuando Welles rueda la película, ya ha tenido lugar la segunda guerra mundial, con su prólogo de dictaduras y su sarpullido de campos de concentración. La humanidad ha pasado por uno de los momentos más calamitosos de su historia, a un nivel inimaginable hasta que ocurrió. La puesta en escena que lleva a cabo tiene en cuenta cómo el indivi-

duo llega a carecer de la menor importancia en la maquinaria administrativa, cómo ese mecanismo hipertrofiado fagocita cualquier consideración exterior a él mismo. Lo que el escritor había imaginado en sus pesadillas literarias, se había hecho real de la peor manera posible. Aparecen en la película oficinas interminables, juicios en enormes y miserables teatros abarrotados de público, presos identificados solo con números a la espera de la condena definitiva… Con una querencia por el gran espectáculo, el director interpreta con cierta desmesura los espacios ideados por el escritor. El estilo de Kafka huye del estilo. Su prosa vie-

ne de la administración. Son frases sencillas, con una mínima cantidad de imágenes literarias, tienen pretensiones de verdad, no de pompa. En la construcción de su atmósfera, de sus personajes, le importa que todo quede claro. Welles opone su manierismo, sus grandes angulares, su iluminación expresionista… los excesos que le caracterizan y que tan buenos resultado le dieron en otras ocasiones. Las mujeres en Kafka son siempre misteriosos objetos de deseo, tentaciones. Ellas ofrecen atajos para llegar a la meta, pero puede que solo distraigan del objetivo último. El abogado tiene una enfermera, Leni, que es también su amante, a la que atraen los acusados que van para que les defienda. En la película Welles hace de abogado, de cuerpo imponente, enfermo, tan inútil como bien relacionado. Leni es Romy Schneider, que seduce con facilidad a Josef K. El momento en que ella lo arrastra a un suelo lleno de libros para retozar es memorable. Está también su inalcanzable vecina de cuarto, la señorita Bürstner. Parece que las capacidades de seducción femeninas podrían ayudar a resolver su caso, pero solo terminan por ser estorbos y, sobre todo, la demostración de que el héroe también cae en las redes contra las que pretende luchar. Hay unas normas, una estructura social, una necesidad, en las que todos creen. Quien no cumple lo establecido puede ser procesado. Cuando K. recorre las tripas, ve que está podrido, no hay más razones que las recomendaciones de unos y las influencias de otros, al final, todas inútiles. Él, inocente, esta vez sí, cree que puede luchar contra el aparato. El lector/espectador siempre agradece ver a un individuo que se enfrenta al sistema. Le libera de su pereza y de sus miedos y sus angustias mientras lee o mira. Aunque al final fracase, como estaba descontado de antemano. Eso quizá explica una parte del éxito de Kafka. Cuando se llevan a Josef para su ejecución, no protesta. Su paso por el aparato le ha contaminado. Ya no presume de inocente. Está vencido. Por fin se da cuenta de cómo son las cosas.


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uenta Gregorio Marañón que en la pared de «un palacio viejo de un pueblo de la Mancha» vio una lámina con el retrato de Isabel de Borbón, la primera esposa de Felipe IV, pintado por Velázquez; «debajo del nombre de la reina, una mano antigua había escrito, con tinta que apenas se leía ya: ‘la novia de Villamediana’». Y con razón ve en ello el largo eco de la leyenda de Juan de Tassis, el conde, que nació por azar en Lisboa en 1582 y fue asesinado en plena Plaza Mayor de Madrid en 1622, cinco días antes de cumplir los 40 años. La leyenda de su extremosa vida y de sus amores con la reina fue quizá primero verídica historia y, transmitida de boca en boca, extendida luego por todo el continente; La Fontaine le dedicó unos versos que hablaban de «un alma española más grande que loca», los viajeros y diplomáticos extranjeros la incorporaron a sus relatos, y los autores locales no la han abandonado nunca, empezando por la riada de poemas en el momento de su muerte –todas las grandes firmas del Barroco– o por Tirso de Molina, para quien, al decir de Marañón, habría servido como catalizador del primer Don Juan; a ellos se sumarían Hartzenbuch, el Duque de Rivas, Dicenta, Rosales... Juan de Tassis heredó de su padre un condado aún reciente y el cargo de Correo Mayor. Fue poeta y cortesano, célebre por el lujo de sus atuendos y el impacto de sus gestos, figura de torneos y festejos, desterrado por deudas de juego, muy próximo al poder y repetidamente alejado de él, exhibicionista y de audacia sin límites, seductor y homosexual, amigo de Góngora, enemigo manifiesto del Conde-Duque de Olivares. Pero es su presunta relación con la reina el origen de las anécdotas más repetidas, las que remiten a 1622, cuando ella tiene veinte años y él ya va a morir. Encargado de organizar una fiesta para la corte en Aranjuez, escribe una obra alegórica en la que Doña Isabel tendrá una pequeña intervención; en medio del espectáculo, él mismo provoca un incendio para ‘verse obligado’ a rescatar en sus brazos a la reina. O acude a un torneo con un traje hecho de reales de plata y la ambigua divisa: «Son mis amores reales». La leyenda hace desembocar tanto alarde en su muerte; el relato de Góngora es memorable en su crudeza: «Sucedió el domingo pasado a prima noche, viniendo de palacio en su coche

Retrato de Juan de Tassis, Conde de Villamediana. :: EL NORTE

Conde de Villamediana TIENDA DE FIELTRO MIGUEL CASADO

con el señor don Luis de Haro, hijo mayor del Marqués del Carpio; y en la calle Mayor salió de los portales que están a la acera de San Ginés una sombra que se arrimó al lado izquierdo, que llevaba el Conde, y con arma terrible de cuchilla, según la herida, le pasó del costado izquierdo al molledo del brazo derecho, dejando tal batería que aun en un toro diera horror». La idea de la muerte por amor coronó el mito de este eterno adolescente. Fue enterrado en Valladolid, en la bóveda de la capilla mayor de San Agustín; su cadáver seguía incorrupto años después a causa de la cantidad de sangre derramada. En 1928 Narciso Alonso Cortés publicó el proceso póstumo que se le incoó por sodomía, turbando la romántica inmortalidad. Es de ver

cómo a partir de aquí los sesudos académicos y los eruditos a toda prueba condenan, descalifican, se horrorizan. El mito se agrieta, la muerte parece vejamen en vez de traer un premio de gloria. Fue Luis Rosales, aun con la sombra de estos prejuicios, quien respondió en 1969 con ‘Pasión y muerte del Conde de Villamediana’, empresa detectivesca que no se deja bloquear por tabúes monárquicos o religiosos, y que exprime los documentos con inteligencia y, también él, con pasión; su estudio, pese a algo de inacabado y reticente, no solo compone esta rara figura, sino que abre vías de agua en el control ideológico que la imagen de nuestra historia ha sufrido por siglos. Según él, el poder de las sátiras políticas que difundió Tassis –con tal populari-

dad en el cambio de reinado entre Felipe III y Felipe IV, que se le atribuían incluso las que no eran suyas– le colocó a las puertas de una alta carrera política, que deseaba y procuraba; el asesinato fue tramado por su rival, Olivares –mecenas probado del sicario–, quien pudo obtener el consentimiento del rey gracias a los excesos de Villamediana con la reina; el proceso póstumo habría sido un intento de desarmar la indignación que su muerte produjo. La doble moral institucionalizada –tan propia del concepto español de ‘honra’– y la podredumbre de un sistema sin otra finalidad que perpetuarse quedan con su vergüenza a la luz; la mirada al sesgo sobre la historia viene a recordar la conducta de una élite autista en medio de la miseria general y muestra prácticas habituales como la de dictar sentencias de muerte secretas y sin juicio. La condición de poeta de Tassis ocupa un lugar central: incluso el lema que aceleró su fin es recogido por Gracián como ejemplo de equívoco en ‘Agudeza y arte de ingenio’. Auténtico creador de la sátira política y «nuestro primer poeta de amor», según Rosales, es alguien a quien hay que releer. Sus poemas todavía no gongorinos –que Juan Manuel Rozas llamó ‘el cancionero blanco’– tienen un tipo de transparencia, una capacidad conjunta de emoción y reflexión, de eslabón entre Garcilaso y el conceptismo, que hace evocar a otro poeta de vida breve, Francisco de Aldana, como si se tratara de una rama abortada de la historia que hoy, en su pura posibilidad virtual, nos interroga. «Derrita el sol las atrevidas alas, / que no podrá quitar al pensamiento / la gloria, con caer, de haber subido», había previsto Villamediana, identificándose con Ícaro. Pienso en esta latencia de otros desarrollos ante dos lecturas recientes del mito del Conde, muy distintas de las anteriores y también entre sí. Una es la de José-Miguel Ullán, que ya cerraba su libro ‘De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado’ con las citadas palabras de Góngora sobre el asesinato, y que luego dedicó a Tassis ‘El desimaginario’, extenso ensayo-poema de extraordinaria intensidad. Apurando la oposición que Lezama Lima había intuido, turbiedad y cristal, entre Villamediana y Góngora –«el mineral, los diamantes, los frutos de Góngora se alejaban del lacustre, del junquillo de agua estancada de Villamediana»–

Ullán encuentra en el Conde un ejercicio de pasión que lleva la poética a la vida La mirada de Atxaga ofrece la realidad de un país que tiene su corazón en ruinas

Ullán encuentra en el Conde un ejercicio de pasión que, al quebrar la razón y la medida gongorinas (y también su madurez), lleva la poética a la vida; a la ruptura del orden, las palabras. Reivindicando la «doblez bisexual» y un terrible mal-decir, sería posible a partir de él proponer una poética singular, en la convicción de que solo lo desviado e inasimilable es verdadero, según la práctica existencial prueba: «Solo su ejemplo es hechicero en patria de siluetas uniformes. / Aquí no hay coba: la cuchilla sabe». La segunda lectura es de Bernardo Atxaga: un largo relato, ‘Nueve palabras en honor del pueblo de Villamediana’, casi inadvertido en el seno del libro que le dio a conocer fuera del ámbito vasco, ‘Obabakoak’. Un forastero pasa una larga temporada en el pueblo palentino de ese nombre, y su mirada extrañada y su atención ofrecen una de las imágenes actuales más fuertes de Castilla. La belleza sin detalles de la llanura, la sorpresa del bosque sobre el páramo, el color memorable de las estaciones. Y también las gentes, poco a poco descifradas en el curso de los días. Una mirada de fuera que permite hacer consciente la oposición de mundos entre agricultores y pastores, o la separación cotidiana y como ‘islámica’ de los géneros, o la realidad de un país que tiene su corazón en ruinas –trescientas casas, zonas completas del pueblo–. La imposible figura de un enano que se hace llamar Enrique de Tassis, culto y solitario, conecta el recuerdo de su ficticio antepasado con una apuesta por el desvío, la ruptura de las normas –sobre todo, de las normas tácitas, las más rígidas–, que desvela un límite existencial. Fue lo último que el forastero le oyó decir, sin saber entonces que era una despedida: «¿Sabe cuándo fue empleada por primera vez la palabra ‘desolación’? En 1612».


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Sábado 13.02.16 EL NORTE DE CASTILLA

DEL CIPRÉS

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ara compensar este invierno con poca nieve siquiera en la sierra, una nevada de campeonato, de las de antaño, ameniza la obertura, lírica, espléndida, de ‘Una chica en invierno’ (Impedimenta) de Philip Larkin, de quien he leído y releído su poesía, reunida hace poco en español, con frecuencia seca y distante, un tanto a lo Auden o Eliot y aun así de mucho interés, pero no conocía siquiera su condición de prosista. Ésta es la segunda y última novela que escribió, bueno, que, para ser exactos, publicó, se dice que destruyó otras tres nada más terminarlas. Como «precisa, elegante y concisa» la califica la contracubierta. Desde luego, de entrada, se agradece, en este tiempo de la prisa y el ‘zapping’ desaforado, que un narrador se demore ociosamente, al modo decimonónico, en aspectos accesorios del argumento. Que una novela repare en lo atmosférico (después de la nevada, se apodera la niebla del ambiente; cuando levanta, al anochecer, cae un escarchazo y al final vuelve a nevar) o en el rumor de los árboles, pongamos por caso. La trama desmenuza lo cotidiano absoluto, se centra en las vidas minúsculas, por lo menudo, sin aspavientos ficticios, volcándose en los primores de lo vulgar azorinianos. La protagonista, una alemana expatriada durante la guerra en Inglaterra por motivos que no conocemos, el único extrañamiento argumental, lleva una existencia

UN ÁNGULO ME BASTA FERMÍN HERRERO

anodina como bibliotecaria – ámbito laboral que conocía muy bien, por motivos profesionales, Larkin-, siempre con una sensación de fría rutina, aunque con expectativas románticas, ya veremos si fundadas, de que sus aburridos hábitos se rompan para bien. La novela está escrita con un estilo certero, particularmente en lo que respecta a la adjetivación, aunque no sé hasta qué punto puede ser también mérito del traductor, sin duda magnífico, el argentino Marcelo Cohen. Me deja pasmado, como de costumbre, por lo raro que resulta en la novelística en español, máxime viniendo de un poeta, la facilidad de los narradores británicos para articular diálogos veraces en extremo. En general, la prosa se ajusta a una naturalidad difícil de conseguir, no sólo por los diálogos, sino también por la disposición del argumento; por las descripciones, de un detallismo emotivo; los rasgos costumbristas, cercanos y enriquecedores; el uso moderado del flash-back y el monólogo interior; lo bien que fija a los personajes, complejos y además femeninos, mediante una penetración psicológica muy fina; e incluso gracias a las gradaciones de la luz y un humor bastante esquinado. A la escuela poética de Larkin, en relación con el jazz tradicional, alude el espléndido poeta escocés, partidario de la durée bergsoniana, John Burnside en las entrevistas literarias ‘Don de lenguas’, recogidas en el undécimo volumen de la colección ‘Conversaciones’ de la editorial Confluencias, ejemplar en cuanto al cuidado y limpieza de sus publicaciones, al igual que las otras tres de las que hablamos hoy. Con una modestia que no es sino señal inequívoca de lucidez y competencia, se aplica a sí mismo, a modo de ‘captatio benevolentiae’ el responsable de la edición, Jordi Doce, el dicho paradigmático de Salvador Pániker: «todo entrevistado queda reducido a los límites mentales de su entrevistador», cuando pocos, por no decir nadie, tienen ahora mismo en España su anchura de banda poética como entrevistador. Nunca atosiga, además, ni deslumbra con sus preguntas a los escritores, antes bien los deja

Un hombre en invierno Conjeturas sobre la creación


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Sábado 13.02.16 EL NORTE DE CASTILLA

«Una nevada de campeonato, de las de antes, ameniza la obertura, lírica, espléndida, de ‘Una chica en invierno’». :: HIDAJET DELIC-AP

UNA CHICA EN INVIERNO Philip Larkin, Impedimenta, 304 pp., 22,95 €.

SOBRE NADA Y OTROS ESCRITOS Mark Strand, Turner, 176 pp., 19,90 €.

DON DE LENGUAS

CUADERNOS NEGROS

Jordi Doce, ed. Confluencias, 156 pp., 12 €.

Martin Heidegger, Trotta, 424 pp., 25 €.

fluir, respirar, apoyándose en sus apreciaciones. En el caso de Caballero Bonald, incluso, la teoría excede, a mi juicio, a la praxis, me han resultado más interesantes sus reflexiones que su poesía, a menudo artificiosa, de una falsedad manifiesta. Destaca la franqueza del fabulador y cineasta Paul Auster y del viajero digresivo Cees Nooteboom, así como la clarividencia, más allá de la semiótica y la pragmática, de Umberto Eco. Pero me han llegado más Philippe Jaccottet, poeta contemplativo, retirado en la Provenza, donde se originó la lírica culta occidental, que defiende, en contacto con la naturaleza, la emoción como origen y destino del poema, que debe desterrar, como el jaiku, lo metafórico. Y, sobre todo, Adam Zagajewski, al que admiro más como ensayista, un escritor esencial de nuestro tiempo, y Seamus Heaney, el Nobel pueblerino, el de la voz equilibrada, uno de los poetas que más me ha impresionado –qué emoción ‘Muerte de un naturalista’ o ‘Norte’ en mis manos, recuerdo bien hasta el momento, la librería– en una primera lectura. En el repóquer a ocho de entrevistados por Jordi Doce bien hubiera podido tener cabida, por interés y categoría, Mark Strand, poeta estadounidense, aunque nació en una isla de Canadá y pasó largas temporadas, hasta su fallecimiento, hace poco más de un año, en nuestro país. En su día hablamos en estas páginas de su memorable acercamiento a la pintura de Edward Hopper. En esa línea, cultiva, partiendo del retrato, el clásico ‘ut pictura poesis’ con varios cuadros de Vermeer y el más famoso de Chardin, en uno de los ensayos breves de ‘Sobre nada y otros escritos’ (Turner). El volumen se abre con un bocado delicatesen, ‘Abecedario de poeta’, que tiene entradas para apartar y retener, como ‘I de inmortalidad’, ‘N de Neruda’ –a quien tradujo al inglés, así como a Lorca y a Alberti, citados aquí en una exégesis del poeta Donald Justice– o ‘R de Rilke’, por espigar algunas. No menos destacable sería su lúcida confesión en torno a «la vida secreta de la poesía», en relación con la lentitud, el poder del lenguaje en los versos y, sobre todo,

Como dijo Salvador Pániker: «Todo entrevistado queda reducido a los límites mentales de su entrevistador» Martin Heidegger: «Toda pregunta es una complacencia que nos llena. Toda respuesta es una pérdida que nos merma»

el peso decisivo de la tradición. O, en el mismo terreno, sus ‘Notas sobre el oficio de la poesía’, «aunque algunos pensamos que cuanto menos se hable del modo en que hacemos las cosas, mejor», que aportan el sesgo moral inherente al buen uso literario de la lengua. Me imagino a este seguidor de Robert Frost y Wallace Stevens, dos poetas cardinales no sólo de la poesía norteamericana, sino de la lírica del siglo pasado y del actual, bajo los cielos inmensos, lentos, de Utah, tratando de conectar a Brodsky y Auden a partir del exilio y la angustia; tramando observaciones muy precisas sobre el canto VI de ‘la Eneida’ virgiliana; internándose en ‘El preludio’ de Wordsworth, hacia el sentido trascendente del ‘topos’, confrontándolo con poemas de Lowell o Berryman; ocupándose de Drummond de Andrade a raíz de una estancia en Brasil o rastreando la curiosa, presunta, aparición del Parnaso en los poemas de cuatro compatriotas: Emily Dickinson, Anthony Hetch, Edwin Arlington Robinson y el mentado Stevens. Siempre sin abandonar una ironía desengañada, con un punto de ternura, como cuando especula sobre el milagro de opereta que constituye un poema surgido en un taller literario; sobre el poso emocional y la belleza triste de las fotos de familia; la naturaleza ambigua y preocupante, pobre e inútil, del poema narrativo; sobre la traducción de poesía o sobre la nada, bajo la advocación de Kafka y Beckett en el escrito que cierra magistralmente y da título al libro. A la par que las lecturas an-

teriores, usadas como desengrasante, he ido hincándole el diente poco a poco y rumiándolos con paciencia luego, a veces con un ardor fuerte al digerirlos que me dejaba muy mal sabor de boca, los ‘Cuadernos negros’ (Trotta) de Martin Heidegger, primera entrega de sus esperados diarios, «señas reflexiones e indicaciones», según reza el titulillo al frente del primer manuscrito que ahora se publica, consideraciones en general metafísicas con un estilo muchas veces lacónico que no conocíamos en quien Ricardo Piglia llama en sus también recientes, en cuanto a edición, diarios, «vidrioso filósofo de la Selva Negra». Los apuntes se enviscan quizá en exceso en «la pregunta por el ser», la pregunta por antonomasia, lo ineludible, el núcleo ontológico sin rodeos sobre el que se interroga severamente al principio y que nunca abandonó: «así es el filosofar», concluye. En cuanto a lo polémico del libro, al nacionalsocialismo lo tilda de chaladura y extravío, apreciación que debería haberse aplicado a sí mismo en su demencial delirio de implantar la metafísica en la política, sobre todo durante el fatídico, nauseabundo período del rectorado. Lo que no quita para que sea un pensador insoslayable. Abundan las entradas antológicas, baste con un botón: «toda pregunta es una complacencia que nos llena. Toda respuesta es una pérdida que nos merma». En su conjunto son una maravilla de reflexiones en cadena, bien es verdad que a menudo truncadas, lo que no es óbice para que no resulten menos admirables. El pórtico vagamente aclaratorio, si no justificativo, del libro es bastante explícito respecto a sus características e intencionalidad, que cumple con creces: «las anotaciones de los cuadernos negros son, en su núcleo, intentos de un sencillo nombrar: no un enunciar, ni menos aún apuntes para un sistema planificado». Sin embargo, como de costumbre, ante el ‘sencillo decir’ heideggeriano, sobre todo cuando se enreda en lo que me parece un galimatías iterativo, pierdo pie, me quedo exhausto, inerme, como un hombre en invierno, a campo abierto y sin abrigos, en mi propio páramo.


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DEL CIPRÉS

La tumba de Antígona Maria Zambrano escribe en su etapa más creativa y poética un libro en el que los inspirados diálogos se funden con verdaderos poemas en prosa

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a persona y la obra de María Zambrano siguen consolidándose en el tiempo con la naturalidad con la que se sedimentan las obras verdaderas: las que no trabajan con la urgencia y lo provisional, sino que son el resultado, sobre todo, de una fuerte experiencia vital, de un sentir y pensar en los límites, que en el caso de esta autora se

MARIFÉ SANTIAGO BOLAÑOS

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e puede empezar por el final: hace 25 años de su muerte y en Vélez-Málaga reposa su memoria custodiada por un limonero y los gatos que se acercan a leer sobre la lápida ese maravilloso ‘surge amica mea et venit’. Rumor del ‘Cantar de los cantares’ para recibir la muerte, en la tumba de María Zambrano, la filósofa que hizo del exilio su patria y de las imágenes simbólicas de ciertas ciudades, de ciertas calles de su biografía, un paisaje del alma. Quiso ser caja de música y se le negó la posibilidad: una niña no puede serlo. Quiso ser caballero templario y se le negó la posibilidad: una niña no puede serlo. Y es ahí, en la dificultad para enlazar lo que el alma quiere y lo que los patrones sociales exigen, donde la vida toma, por ella, la decisión de que estudie Filosofía. Para entender la existencia, para entender acaso por qué ser una mujer significa que otros digan lo que no, de modo que sea imposible hacer lo que ella querría en el sí. Recorrer, entonces, los espacios que la historia va estratégicamente concibiendo para que los seres humanos deshabiten la esperanza y, sin embargo, que el pensamiento se obstine en estar, en ser, en imponerse por encima de la sinrazón. Imagino esa sensación de abandono y, al tiempo, esa exigencia de la voluntad creadora de sobreponerse a lo inevitable: la veo feliz y sorprendida por las calles de su Segovia de joven adolescente, el asombro ante el amor descubierto, el cuerpo preguntando. Y la

fija en un concepto que ella misma acuñó: «razón poética». Antes hubo resistencias, sorpresas, reservas y utilizaciones hacia su persona. Las reservas nacieron de algunos círculos orteguianos, empeñados en abajar la personalidad de la autora malagueña frente al gran calibre del maestro. Estas tensiones o desencuentros ya los aclaró muy bien la propia María Zambra-

no en la entrevista que yo grabé con ella (’Sobre la iniciación’, recogida hoy en mi libro ‘El sentido primero de la palabra poética’, Siruela, 2008); respuestas que, por la claridad y por la sinceridad de los contenidos, tienden incluso a ignorarlas algunos zambranianos. La anécdota de María Zambrano saliendo, llorando por la Gran Vía, de la Revista de

ANTONIO COLINAS

Occidente («esto es la primera vez que lo cuento») después de recibir las reservas de Ortega sobre su ensayo ‘Hacia un saber sobre el alma’ («Estamos todavía aquí y usted

quiere ir ya más allá»), esclarecen el tema y fijan ese concepto suyo frente a la razón «histórica» del maestro, por otra parte siempre tan admirado por Zambrano («Don José»). Se suceden las ediciones, estudios y traducciones de su obra. Completo estudio y clara edición los encontramos extraordinariamente fundidos en el libro que hoy comento, ‘La tumba de Antígona y otros textos sobre el personaje trágico’, debido a Virginia Trueba Mira. Existe una sola María Zambrano, pero, a la vez, podríamos establecer una triple división en zonas de sus obras, por distinguirse cada una de éstas, a veces, de una manera notable. Habría una María Zambrano autora de textos que consideramos valiosos por esenciales (‘El

hombre y lo divino’, ‘Filosofía y poesía’, ‘Hacia un saber sobre el alma’); una segunda más marcada por el compromiso social y político (‘La España de Galdós’, ‘Los intelectuales en el drama de España y escritos de la guerra civil’, ‘La agonía de Europa’), y una tercera que vendría marcada por su neto carácter creativo y por un evidente sustrato poético (ahí estarían obras como ‘Claros del bosque’ o ‘La tumba de Antígona’, el libro que nos ocupa), en el que los inspirados diálogos se funden con fragmentos de verdaderos poemas en prosa y siempre sustentados en un conocimiento que alude a situaciones eternas, a un sentir y a un pensar en los límites: a una sabiduría. Es cierto que Antígona es una figura clásica de la litera-

Un 6 de febrero, María Zambrano, 25 años

María Zambrano, durante su exilio en Cuba. :: EL NORTE


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Sábado 13.02.16 EL NORTE DE CASTILLA

tura universal, puesta de relieve en la tragedia de Sófocles, pero a la vez no es menos verdadero que Zambrano utiliza el nombre de Antígona para prefigurarse unas veces ella misma y otras su hermana Araceli, a la vez que la autora envuelve ambas figuras en una serie de circunstancias (o resonancias, por su hermosa levedad) vivenciales o intemporales, extremadas, trágicas. Nos es muy difícil resumir en estas pocas palabras mías el contenido del estudio de Virginia Trueba que precede a la obra de Zambrano y a esos ‘otros textos’ complementarios en torno a obra y personaje que desconocíamos, pero que desde su sencillez completan jugosamente la obra central y enriquecen la misma con algunas cla-

ves poco conocidas. El texto de Trueba es algo más que una introducción a una obra. En sí misma podría considerarse como una verdadera obra, como un ensayo cuidadosamente analítico sobre el mismo, pues en él se nos van esclareciendo todas las claves, no sólo pertenecientes al ámbito de la erudición sino las biobibliográficas. No queda, pues, resquicio de la obra, que no sea desvelado. El estudio de Virginia Trueba va de la Grecia de Antígona a la España de Zambrano, mientras los personajes, en su dialogar –a veces extremadamente sintético, por sustancioso–, van creando una trama que tiene, y a la vez nada tiene que ver, con la de la obra de Sófocles. Vi representada en Segovia, en su día, bajo la direc-

perplejidad de hacerse una mujer en la soledad de no hallar un reflejo propio en los espejos de la convención y de la época. Pero sin renunciar a la búsqueda de esas certezas que ella tiene de lo que «le da la gana ser» como mujer. La leemos así en las cartas a su novio Gregorio del Campo, esas cartas que, décadas después de haber sido escritas, guardadas, cuidadas con pulcritud y responsabilidad de memoria histórica, se entregaron, públicas y ejemplares, al mundo que iba a poder leerlas. Pensaba, al borde del 25 aniversario de su fallecimiento, en María Zambrano saliendo de España, dejando a su madre y a su hermana en París. 1939. Blas Zambrano ya ha muerto, Antonio Machado –que lo hará poco después de esta carta– le escribe a ella agradeciéndole una reseña sobre una de sus obras, sin saber que su querido amigo, que su compañero no podrá recibir los ca-

riños que él le pide que comparta con su padre. La imagino llegando tristísima a La Habana, reencontrando a Lezama Lima, reencontrándose con una luz intuida y que habría de llevarla a escribir, años después, páginas como aquella memorable «no cae la luz sobre Segovia, toda ella se alza hacia la luz», digna de un conocimiento profundo de lo que escribir ‘luz’ significa. Podría ser invierno en su llegada a Cuba, la isla infinita; pero María Zambrano convocaría a la aurora, un amanecer perpetuo, un siempre comenzar a pesar de todo, cuidando los secretos personales, los nombres que la historia sacrificial iba borrando. Puedo imaginarla ante el telegrama recibido en la Cuba secreta, años después, donde Araceli Zambrano, su hermana, la conmina a regresar pronto a Europa porque la madre está muy grave. Burocracias que nada saben de la piedad ni

LA TUMBA DE ANTÍGONA Y OTROS TEXTOS SOBRE EL PERSONAJE TRÁGICO María Zambrano. Edición de Virginia Trueba Mira. Cátedra, Letras Hispánicas, 2015, 286 pp.

ción de Marifé Santiago, esta obra y confieso que es su latido original, puramente creativo, el que acaba conmoviendo la memoria del espectador entonces y del lector ahora. Y ello es así por cuanto ya hemos subrayado: porque en ‘La

el tiempo del corazón. Esperas exigentes antes de poder tomar ese vuelo que, desde Nueva York, la haga llegar a París tarde. Tarde, demasiado tarde, al exiliado –escribirá– no solo se le roba el espacio, sino y sobre todo, se le arrebata el tiempo: su madre ha muerto, ya ha sido enterrada. Junto a la narración en duelo de los últimos momentos de la madre de ambas, su hermana tendrá que contarle vejaciones propias a María, lo que carece de palabras y también ha de callarse porque así lo exige la tradición a las mujeres: los nazis la han torturado, esta hermana nacida en Segovia –uno de los regalos que le hizo la ciudad, escribiría– ha sido humillada, sometida al terror, su compañero ha sido extraditado a España, fusilado por Franco. «Como a tantos», reitera. Como a tantos. Reviso el párrafo que escribe al respecto en su autobiografía novelada ‘Delirio y Destino’, donde se

tumba de Antígona’, especialmente, pero en el resto de las obras, la experiencia de ser late en Zambrano siempre vigorosamente, por encima de la simple aventura del escribir. De ahí también, que sea la propia experiencia de ser (y del ser, la persona) la que le obligue a puntualizar (¿o a superar en algunos puntos?) la mirada del maestro Ortega y a aferrarse a una razón propia, en la que pesan mucho otras circunstancias, como su amor hacia la poesía y los poetas, la preocupación por el tema de España, o sus lecturas de los filósofos iniciados; esos cuyos libros le acompañaron en sus traslados de país a país y que ella conservó hasta sus últimos días en su casa de Madrid. La lectura de ‘La tumba de Antígona’, precedida por el

Imagino esa sensación de abandono y, al tiempo, esa exigencia de la voluntad creadora de sobreponerse a lo inevitable

oye a Araceli sin nombrarla por su nombre, donde María Zambrano se esforzará en alumbrar la oscuridad de un tiempo oscuro: «No, no; para que algo sea verdad tiene que tener su razón. Estas cosas no pueden ser verdad y, sin embargo, me han pasado, nos han pasado a todos, aquí en esta Europa que no sabía amarse tanto». Se puede acabar por el principio: hace 25 años que María Zambrano falleció y los gatos, impertérritos y fieles, guardan

abarcador y fundamentado estudio de Virginia Trueba, nos lleva también a valorar otra circunstancia que, a veces, nos parece exagerada, pero que no lo es: que María Zambrano no es –en su pensar esencial, en su meditación– una autora española, siéndolo, a la vez, tan plenamente. Me refiero a que, por boca del tópico, pensamos también que obras como ‘El hombre y lo divino’ o ‘La tumba de Antígona’ fueran libros escritos por algún otro autor de un país ‘europeo’, perteneciente a una cultura de referencia. Con ello mostramos nuestro pesimismo de que, ante los libros de Zambrano, nos sigue pareciendo que Europa acaba aún en los Pirineos y que hay todavía en nuestra cultura lagunas que no hemos apreciado en profundi-

esas palabras de amor que siguen sonando hoy como un canto de resistencia ante la ignominia («Levántate»), una mano tendida contra la soledad («amiga mía»), y una llamada para que toda sombra que se cierna sobre la justicia herida cuente con la certeza de que no mueren los valores que hacen a los seres humanos libres («y ven»). Así me llegan, en este día, sus palabras. Su maravilla es que siempre están para acompañar en el sendero de las dudas y las derrotas. Incluso cuando son demasiadas y parece que poco margen le queda al hilo para obstinarse en tejer mantos de dignidad. Así me llegan sus palabras, digo, en este día donde recorro, en La Alhóndiga segoviana, el IX Encuentro de Captadores de Imágenes SegoviaFoto. Y entre paisajes múltiples del sentimiento humano, del tiempo y sus quimeras, del espacio y sus esquinas vivientes convertidas

dad, un sentir y un pensar en los límites que, siendo nuestros (Juan de la Cruz, Molinos, Galdós), a la vez carecemos de ellos. Aquí recordaría el lamento de nuestro García Morente ante Bergson de que en España no había filosofía, cuando Bergson le respondió con contundencia: «Ustedes los españoles tienen en las obras de sus místicos la más alta filosofía». La obra de María Zambrano nos saca, sin embargo, siempre, de estas reservas y complejos. Y es que la luz del limonero de su infancia –hacia la que ascendía en los brazos de su padre–, los días de su juventud en Segovia, la proximidad de Antonio Machado y el amor a la poesía, crearon en ella un entramado de conocimientos tan sutiles como profundos.

en imagen delicada o provocadora, me paralizan, de pronto, las extraordinarias, durísimas fotografías de esa isla-celdaprostíbulo en Bangladesh, donde cumplen la condena por ser mujeres niñas que no lo fueron, jóvenes que no lo fueron, mujeres que lo son, todas ellas esclavas sexuales. La belleza, escribe el maestro Gamoneda, es un lugar al que no van a parar los cobardes. Y desde la transgresora y urgente belleza que me exige mirarla a los ojos, la imagen de una niña esclava sin adjetivos ni exclamaciones… Por favor, pienso, ‘surge amica mea et venit’. Hace 25 años de la muerte de María Zambrano, recordarla así, viva, activa, al alba, todo lo que el ser humano piensa primero lo sueña, una actitud cambia el mundo. Razones Poéticas. La belleza contra la barbarie… 25 años, y esto es desde la eternidad… 6 de febrero. Para eso sirve la Filosofía, a eso sirve la Filosofía.


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DEL CIPRÉS

LECTURAS

Sábado 13.02.16 EL NORTE DE CASTILLA

Antonia Pozzi: la voz desnuda De su poesía brota su severo sentimiento y su palabra transparente C CÉSAR A AUGUSTO A AYUSO

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a poesía limpia, desnuda, honda, sincera, se lea cuando se lea, siempre irradia esa pureza que el tiempo preserva porque no le pertenece, porque le sobrevuela. A los veintiséis años esta poeta decidió marcharse, voluntariamente. Milanesa y de buena familia, viajera, culta, tímida, sensible y apasionada, intensamente vital, secreta, dejó poemas y diarios inéditos, que solo conocían algunos amigos y que nunca la valoraron. Fue su padre, un abogado burgués y autoritario, quien, tras su muerte en diciembre de 1938, expurgó lo más íntimo y doloroso y publicó en edición privada una recolecta de los cuadernos dejados. Sería Eugenio Montale quien acertase a poner sus ojos en aquellos versos serenos y sufrientes para dar la noticia en 1945 en un artículo de prensa sobre el valor estético que encerraban. Hoy, Antonia Pozzi es una poeta leída, reeditada y estudiada en Italia. Una poeta bien al margen de los grandes poetas de su tiempo, de los grandes líricos contemporáneos transalpinos como Saba, Ungaretti, Montale, Quasimodo, Pavese… Una voz desnuda y singular, que no tiene más que su severo sentimiento y su palabra transparente. El rescate

que ahora hace de ella una colección de provincias, humilde, amorosamente, para los lectores españoles, es digna del mayor elogio. Leyendo sus versos, no puede olvidarse esta voz tan pura y de tanta fragilidad. El abismo de un alma desnuda atrae de tal modo, que ayuda a reconciliarse con la existencia, purifica en el dolor, en la duda, en la perentoriedad, como aguas lustrales. Resulta que hace ya cincuenta años había sido traducida al castellano por Mariano Roldán, el poeta rutense de la generación de los cincuenta, pero esta nueva versión de Herme G. Donis es como una ofrenda reciente para que no permanezca en el silencio una voz tan necesaria, y tan grata. Tan encendida en su despojamiento. Los poemas recogen casi diez años de escritura, pues empiezan en 1929, cuando contaba diecisiete años, edad suficiente para observar una sensibilidad a flor de piel que vive la vida despierta, intensamente, que apura el instante con pasión y que sueña con

EL ALMA DESNUDA Antonia Pozzi. (Versión y prólogo de Herme G. Donis). Gijón, Impronta, 2015.

Antonia Pozzi. :: MARIETA

Antiguo régimen

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a ciencia ficción distópica está de moda. No hay duda. Distintas variantes de una humanidad casi extinta, ya sea por plagas o guerras, colapsos energéticos o desastres del clima, asoman cada poco a nuestras estanterías y pantallas. Y no falta la humanidad sucumbida a regímenes totalitarios más o menos sutiles. Como en todo, la calidad de la distopía abarca un amplio espectro, desde la chapuza infame, el reduccionismo más ramplón, a la obra maestra. ‘Mad Max fury road’ es una de

estas obras maestras. Redime y dignifica al resto de la saga, aunque no sea más que por sus dos horas de fotografía sublime, con la más pura esencia de El Bosco en movimiento. Y cumple todos los requisitos: humanidad amenazada, lucha contra el régimen despótico atroz. En apariencia semejante a la saga literario fílmica de los ‘Juegos del hambre’. En ambas los rebeldes triunfan. Pero la gran diferencia es que en los ‘Juegos del hambre’, la lucha contra la tiranía está impulsada por una ideología vaga centrada en la palabra libertad,

EL TALISMÁN DE LA COSTURERA CIRO GARCÍA

que como sabemos tiene un significado distinto según quien la esgrima. En Mad Max es la desesperación, la mala suerte, y, en última instancia, la necesidad, lo que conducen a una rebelión inesperada, enloquecida, que sólo puede

triunfar por puro azar. Porque al principio, ‘Mad Max’ no se plantea como una revuelta, sino como una fuga. Un huida hacia el paraíso a través de un inferno pintado –sí, ya lo he dicho– por El Bosco. Pero el paraíso no existe, ha muerto. No queda más remedio que volver al infierno, arrebatárselo a los demonios, aprovechando que están fuera pisándote intentando darte caza. El mal, el totalitarismo, en ambas historias está representado por una élite que acapara recursos. Los jefes guerreros de Mad Max controlan el agua, la élite un tanto versallesca del Capitolio de los Juegos del hambre, saquean mediante tributos los recursos de cada distrito. Son, ambas, tiranías de estado feudales, en las que

unos pocos controlan toda la riqueza. Hay que apuntar que en los páramos de Mad Max –y esto ya ocurría en la tercera parte– hay una cierta obsesión con hacer negocio, señalando una vaga identificación de los nuevos totalitarismos bárbaros con el capitalismo. El autor Kim Stanley Robinson, que no es un creador de distopías sino todo lo contario, aunque no falten en sus historias elementos distópicos, suele señalar que el capitalismo no es una superación del ideario feudal, sino una encarnación de este que no quiere reconocerse a sí misma. Además, se nos explica en ‘Mad Max’ que, más o menos, han sido los excesos de la economía de mercado los que condujeron al actual estado desastroso de las

imposibles. Un corazón solitario, un alma a la intemperie, que se exige a sí misma y le exige a la vida más que lo que esta le puede dar. Sus versos, que parecen apuntes, livianas ensoñaciones al pairo de los días, dejan la estela del simbolismo más entero, ese que ha sabido librarse de lo tornadizo y lo espurio y se revela como espejo de interioridad, sin concesiones extrañas. Limpiamente dibuja la soledad: «La noche no tiene / para tu cansancio / sino este loco estrépito / de lluvia negra / y el aullido del viento en los cristales». Y evidencia la sombra de la muerte ya bien temprano en varios poemas: «Y luego, cuando me haya ido, / algo / quedará de mí / en mi mundo: / una fina estela de silencio / entre las voces, / un tenue aliento blanco / en el corazón del azul». Esta sombra se adensará en los años postreros, en los últimos poemas hasta hacerse premonición. Soledad y muerte son la moneda con que paga la vida a su alma sensible. Ella ama la naturaleza, le presta atención, la habla y la recrea, la moldea a su imagen, la hace sueño, reverbero interior: «Alma, sé como el pino –dice– alma, sé como la montaña». No quisiera sino fundirse con ella, ser una, como en el bellísimo y despojado ‘Sueño en el bosque’, que concluye: «Y yo / bajo el abeto / en paz / como parte de la tierra, / como una mata de brezo / quemada por la escarcha». La suya es una vida soñada, más allá del amor frustrado o del hijo no nacido. Y su poesía la defensa, el muro –cuán frágil–para apuntalar los sueños de infinito, la nostalgia de lo imposible, ese imposible que solo sabe dibujar la pureza, la desnudez, el misterio. Eso quiso señalar la voz prístina, pura, amarga, delirante –tan bien traducida en esta edición– de Antonia Pozzi.

cosas. En esto, ambas sagas otra vez coinciden. Como coinciden con la mayoría de las historias de carácter distópico que se han hecho. Por lo menos en los últimos tiempos. Directa o indirectamente. Hasta en esas distopías que hablan de plagas de zombis, o simples plagas artificiales y mortales, el desastre se desata, en última instancia, por la codicia de este o aquel laboratorio farmacéutico o armamentístico. Se supone que estas historias, más allá de su menor o mayor profundidad, son un medio para hablarnos de los peligros del presente. Un toque a las conciencias, un aviso para paseantes. Cabe preguntarse si están funcionando en este sentido. Parece que no.


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Sábado 13.02.16 EL NORTE DE CASTILLA

Ficción y libro de memorias Arroyo-Stephens hace en ‘Pisando ceniza’ un recuento de ausencias en un viaje literario al pasado

SANTIAGO RODRÍGUEZ GUERREROSTRACHAN

E

l último verano lo he pasado leyendo ensayos –al menos eso ponía en la cubierta y la portada de los libros. Algunos eran lo que entendemos por tal, otros estaban muy cerca de las memorias –si es que no lo eran en su más estricto sentido–, o incluso de la ficción. Intrigado por esa capacidad para compartir características de otros géneros, busqué bibliografía sobre el tema. Entre lo que leí encontré unas precisiones sobre la autobiografía y sobre las memorias que me sorprendieron mucho. Algún crítico de última hora, bastante famoso y respetado por los de su

profesión, afirmaba que una autobiografía o un libro de memorias podía ser ficción sin dejar de ser autobiográfico siempre y cuando fuera fiel a la vida. Este pequeño excurso viene a cuento del libro ‘Pisando cenizas’ que es, cabe poca duda, un libro de memorias donde la ficción desempeña un papel importante. El autor es conocido en el mundo de las letras por su condición de editor y fundador de una editorial con un catálogo riguroso. Fue además, dueño de una librería en Madrid donde, recuerdo, tenían un buen fondo de libros en inglés y, según me han contado, apoderado de Rafael de Paula. Con todo esto, haber escrito una autobiografía, incluso un libro de memorias, habría resultado una tarea sencilla. Muchos lectores habrían reconocido partes de esa vida,

se habría identificado con ellas o con otras, en resumen, habrían pisado el suelo rocoso de la certeza. Arroyo-Stephens prefiere, por el contrario, pasear por una región más incierta: la de la memoria que confunde en los recuerdos realidad y ficción. El libro no pretende relatar todas las peripecias de una vida; centra su narración en seis momentos significativos por alguna razón:

PISANDO CENIZA Manuel Arroyo-Stephens. Madrid: Turne, 2015. 345 págs. 24 euros.

José Bergamín. :: EL NORTE sus inicios como editor durante la dictadura, su amistad con José Bergamín y la pasión compartida por los toros, el recuerdo de los últimos años de un amigo, el regreso al pueblo donde nació y se crió los primeros años y las últimas evocaciones de su familia. El autor mantiene en todo momento una suerte de distanciamiento frente a lo narrado creando una sensación de frialdad y lejanía. Que haya ficción en lo que escribe, o al menos, que lo que escribe lo trate como ficción ayuda a dicho alejamiento, que evita que el libro termine por ser un pozo negro de sentimen-

Rafael de Paula. :: EL NORTE talismo fácil y elegía plañidera, porque el libro, como podrá suponer el lector, es sobre todo un recuento de ausencias, una rememoración de personas a quienes el autor quiso, aunque haya algún caso en que el protagonista oculte a la persona que el lector cree identificar. De entre todos los capítulos el que más me ha sorprendido –también el que marca más la diferencia entre el mundo que recuerda y la sociedad actual– es el segundo, en el que cuenta sus andanzas por toda España con Bergamín siguiendo el rastro de Rafael de Paula. Es también

un maravilloso ensayo –aunque no pretenda serlo en principio– sobre tauromaquia, y la fragilidad, lo efímero y la melancolía que habitan en ella: un mundo que desaparece en una sociedad que ni entiende ni quiere entender lo que es la tauromaquia, ahora que nuestra relación con los animales se ha adentrado por los cauces de la Estética. En cualquier caso, un libro recomendable para aquellos que quieran saber de la pasión, la amistad, el amor a la familia y a las raíces sin caer nunca en las servidumbres del sentimentalismo ni de los lazos irracionales que teje la sangre.

LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

Con la comida y el lenguaje… sí se juega

Infantil sí, literario también :: SUSANA GÓMEZ Los lunes, Roni hace la cama «con gran delicadeza (toda la que sus patitas le permiten)»; los martes, quita el polvo de las lámparas; los miércoles, prepara una suculenta cena; los jueves, plancha la ropa; los viernes, limpia a fondo la jaula del canario... Y es que, desde que vive en casa, cada día de la semana tiene reservada una sorpresa. «Él desea ayudarme. Quiere que yo esté contento...», repite el narrador en una suerte de bordón cargado de ironía y cierta desesperación. Porque, si bien el texto cuenta las atenciones de Roni (esas que hacen que quienes estén realmente felices sean los dueños de la tienda de textiles y electricidad, el pescadero, el sastre o la propietaria de la pajarería), las imágenes contradicen el discurso textual,

RONI Txabi Arnal y Julio Antonio Blasco. Editorial La Guarida (Colección Pi). 40 páginas. 14,90 euros. Edad recomendada: 3,14 años.

en un guiño invadido de humor en el que reside el mayor acierto de este más que recomendable álbum. Jugando, así, con las diferentes claves interpretativas entre palabra e ilustración, el lector infantil tiene acceso a

niveles discursivos distintos (la imagen desmintiendo la narración), que tejen un cuento tierno, divertido y paradójico. Decidido a tratar al niño como el lector intuitivo e inteligente que es, ‘Roni’ conforma un títu-

lo de calidad, capaz de ofrecer a lectores en formación acertadas pautas en la adquisición de la competencia literaria. Se trata de una apuesta con vocación de goce estético, en la que ilustraciones de apariencia ingenua y desmañada – solo en apariencia, hay que insistir – pergeñan trazos de gran dinamismo. El resultado es una narración bien imbricada, sustentada por imágenes y texto que cuentan dos historias paralelas con un destino común: ese en el que la literatura sabe ser infantil, sin olvidarse de lo literario.

Nonsense, retahíla, repetición, listados que se reiteran en un bucle que hace y deshace y vuelve a hacerse, enumeraciones, encadenados, hipérboles, anáforas... son algunas de las estrategias y recursos narrativos que Élisa Géhin emplea en este álbum editado por Takatuka, y en el que tanto ilustraciones como texto caminan en busca del divertimento de las palabras y otros enredos literarios. Con una clara intención lúdica en la que el lenguaje es la materia con la que experimentar, la autora propone una suerte de trabalenguas ‘in crescendo’, al contar que «antes los gusanos comían cacahuetes / los pájaros se comían los gusanos que comían cacahuetes / los gatos se comían los pájaros que se comían los gusanos que comían cacahuetes...». El resultado: una cadena lingüística y alimenticia traspasada de humor, donde el ciclo natural es quebrantado para dar paso al absurdo (ese que tanto agra-

LOS GUSANOS COMEN CACAHUETES Élisa Géhin. Editorial Takatuka. 40 páginas. 13 euros. Edad recomendada: a partir de 3 años.

decen los más pequeños pues forma parte de su universo lúdico y ficcional). Sostenido por ilustraciones seriadas que intensifican el clima de retahíla y enumeración, el álbum se convierte en una bella y divertida excusa para jugar con la palabra, al tiempo que propone una delirante visión sobre la nutrición animal y el triste destino de los gusanos que… desde aquel día en el que un acto diferente puso el mundo zoológico patas arriba… comen piedras.


14 LA SOMBRA

Sábado 13.02.16 EL NORTE DE CASTILLA

DEL CIPRÉS

C

uando el pasado dos de febrero oía en directo la intervención de Pedro Sánchez en el Congreso de los Diputados tras aceptar la propuesta de investidura, me resultaba artificiosa e innecesaria la repetición casi sistemática del segmento «españoles y españolas» y me propuse leer detenidamente el discurso para tratar de entender este comportamiento lingüístico tan antieconómico y tan forzado. He anotado todas las clases de palabras (sustantivos, adjetivos, pronombres, y determinantes) que marcan la referencia a personas y me ha llamado la atención el hecho de que el desdoblamiento de género solo se produce en «buenas noches a todos y a todas» (una vez), en «nuestros niños y nuestras niñas» (una vez) y en «españoles y españolas» (siete veces), con una variante en este último caso de desdoblamiento también en el artículo, como en «un mensaje de confianza a los españoles y a las españolas» y en «resolver los problemas de los españoles y las españolas». Sorpendentemente, dado el tono duplicativo del discurso en lo que tiene que ver con la referencia personal, aparece «españoles» (ocho veces), «todos vosotros», «unos dirigentes que están acorralados», «los ciudadanos de nuestro país», «una nueva generación de políticos», «no ya entre nosotros y entre los distintos actores políticos», «nuestros conciudadanos», «un nuevo estatuto de los trabajadores», «los autónomos», «muchos jóvenes científicos», «pobreza de aquellos que no tienen trabajo», «los jóvenes de nuestro país», «en el que todos, sin exclusión, seamos convocados», «como españoles y también como europeos», «la misma lealtad que hemos tenido nosotros cuando hemos sido oposición». A la vista de estos datos puede concluirse que lo más llamativo para hacer visibles a las mujeres es desdoblar lo que toque al principio,

USO Y NORMAS DEL CASTELLANO MARÍA ÁNGELES SASTRE PROFESORA DE LENGUA ESPAÑOLA EN LA UVA

CUANDO EL DESDOBLAMIENTO NO ES MÁS QUE UNA POSE

Más normas y recomendaciones para el uso correcto del castellano. Envíe sus consultas a: elcastellano. elnortedecastilla.es

sea sustantivo o pronombre, y elegir algunos sustantivos, preferentemente los gentilicios y los de edad, para deslizarlos estratégicamente (o al tuntún) a lo largo del discurso. Con eso parece bastar cuando se opta por este recurso lingüístico. Evidentemente, nadie que haya leído o escuchado el discurso ha pensado que las mujeres no están incluidas en los dirigentes, los ciudadanos, los políticos, los conciudadanos, los trabajadores, los autónomos, los jóvenes científicos, los que no tienen trabajo, los jóvenes o los europeos, ni tampoco en «los españoles» en cada una de las ocho veces en que

aparece sin desdoblar. Y esto es así porque la lengua provee de un uso genérico del masculino para designar a todos los individuos de la especie insdistintamente, es decir, sin tener que hacer distinción de sexos. El contexto y nuestro conocimiento del mundo determinan un papel irrelevante para la identidad sexual. Por tanto, la forma en masculino puede referirse tanto a varones como a mujeres, de ahí que en las ocho veces en las que «los españoles» aparece en el discurso, ninguno se haya sentido excluido y a nadie se le haya pasado por la cabeza que cuando utilizaba el desdoblamiento se refería a hombres y mujeres y cuando utilizaba el masculino solo a los varones. ¿Qué se esconde detrás de todo esto? Pues, permítanme decirlo alto y claro, una pose, un uso de la lengua artificial, falto de naturalidad y claramente fingido, a la luz del resto de los ejemplos (que son la mayoría) en los que no se recurre al desdoblamiento. Sospecho que este posado tiene que ver con instrucciones o recomendaciones de muchos folletos y manuales patrocinados por organismos oficiales, tanto de ámbito nacional como autonómico o local, que inducen a los usuarios a no utilizar nunca el masculino genérico y les ofrecen alternativas de todo tipo para poder llevar a cabo este propósito, ignorando que la negación sistemática del masculino genérico carece de fundamento gramatical. Sirvan como ejemplos de esta prohibición títulos de capítulos como ‘De cómo evitar el masculino genérico’ o ‘Evitar, drásticamente, el género masculino’. Se desaconseja el masculino por sistema, porque su uso representa el sexismo del lenguaje y, por tanto, la ocultación de la mujer. Y casi nunca sale a la luz que estos intentos de actuar sobre el idioma están planteados desde puntos de vista sociales, políticos, culturales, etcétera basados en un análisis desafortunado del funcionamiento del género gramatical en español.

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Palmeras en la nieve. Luz Gabás (Booket)

Los besos en el pan. Almudena Grandes (Tusquets)

El cazador de la oscuridad D. Carrisi(Duomo)

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Martina con vistas al mar. Elisabet Benavent (Suma)

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No me olvides. Pilar Eyre (Planeta)

La luz que no puedes ver. A. Doerr (Suma)

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Cicatriz. Juan Gómez Jurado (Ediciones B)

La chica del tren. Paula Hawkins (Planeta)

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La muerte de Ulises. P. Márkaris (Tusquets)

Victoria. Knut Hamsun (Nórdica).

Cuéntame esta noche. M. Maxwell (Booket)

El capitán del arriluze. Luis de Lezama (Plaza&Janés)

La pandilla de la ardilla. Begoña Oro (SM)

El cazador de la oscuridad D. Carrisi (Duomo)

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El nombre de Dios es misericordia. Francisco (Planeta)

Ante todo no hagas daño. Henry Mars (Salamandra)

Una luz fugaz enla oscuridad. R. Dawkins (Tusquets)

Konrad Adenauer. R. Martín de la Guardia (Gota a Gota)

La magia del orden. Marie Kondo. (Aguilar)

Felipe el Hermoso. D. Botello (Oberon)

Antología. A.Gramsci (Akal)

La magia del orden. M. Kondo (Aguilar)

El factor Churchill Boris Johnson (Alianza)

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Bajos fondos. Luc Sante (Libros del K. O.)

La guerra que no tiene... Svetlana Alexievich (Debate)

Superpoderes de éxito para... J. L. Izquierdo (Alienta)

A mi manera. Karlos Arguiñano (Planeta)

Avaricia Emiliano Fittipaldi (Editorial Foca)

El fin del homo sovieticus. S. Alexievich (Acantilado)

La matanza de Atocha. Joge M. Revertel (La Esfera)

A pulso. Paulo Alonso (Corner)

Los animales con Playmovil. R. Unglik (SM)

Sociedad del aprendizaje. AA. VV. (Esfera de los Libros)

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Paris-Austerlizt. R. Chirbes (Anagrama)

El bar de las grandes esperanzas. Moehringer (Duomo)

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Los besos en el pan. Almudena Grandes (Tusquets)

La guitarra azul. John Banville (Alfaguara)

Los besos en el pan. Almudena Grandes (Tusquets)

Youce, el sefardí. Olmos (Dip. de Badajoz)

La isla de Alice. Daniel Sánchez (Planeta)

Donde la Vieja Castilla... Avelino Hernández (Rimpego)

París-Austerliz Rafael Chirbes (Anagrama)

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París-Austerliz. Rafael Chirbes (Anagrama)

Farándula. Marta Sanz (Anagrama)

El secreto de la modelo... E. Mendoza (Seix Barral)

La luz que no puedes ver. A. Doerr (Suma)

El último adiós. Kate Morton (Suma)

Los diarios de Emilio Renzi. R. Piglia (Anagrama)

Cicatriz. Sara Mesa (Anagrama)

El regreso del Catón. Matilde Asensi (Planeta)

Hombres desnudos. A. Giménez Barlett (Planeta)

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Contrapoder. VV AA (Roca/Eldiario.es)

Emocionario. Romero/Núñez (Palabras Aladas)

Sermón de dejar de ser. García Calvo (Lucina)

La Guerra Civil para jóvenes. Pérez-Reverte (Alfaguara)

Avaricia. Fittipaldi (Foca)

Estado de crisis. Zygmunt Bauman (Paidós)

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En movimiento. O. Sacks (Anagrama)

En movimiento. O. Sacks (Anagrama)

Cocina para disfrutar. Isasaweis (Anaya)

El tiempo entre suturas. Gallardo (Plaza&Janés)

Yo fui a EGB. J. Ikaz y J. Díaz (Plaza&Janés)

Estado de Crisis. Zygmunt Bauman (Paidós)

Neoliberalismo sexual. An de Miguel (Cátedra)

Despertar al diplodocus. J. Antonio Marina (Ariel)

A mi manera. K. Arguiñano. (Planeta)

La Gran Guerra. Mª Isabel Bringas (U.P. Burgos)

En movimiento. Oliver Sacks (Anagrama)

Yo fui a EGB. J. Ikaz y J. Díaz (Plaza&Janés)

333 historias de la Transición. C. Saltés (La Esfera)


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Sábado 13.02.16 EL NORTE DE CASTILLA

‘Alicia’, de Cristina Lucas, en el Centro andaluz de Arte Contemporáneo. :: MARCELO DEL POZO-REUTERS

H

ay un par de referencias literarias que vienen inmediatamente a la memoria del espectador de una obra como ‘Alicia’, de Cristina Lucas. La primera, por supuesto, es la referida por la artista andaluza sin disimulo alguno: la Alicia compuesta por Lewis Carroll, esa que llora amargamente porque ha comido del pastel en el que había un letrero que rezaba «cómeme». Como si nos quisiera advertir de que la obediencia sin límite es, a la postre, perniciosa y poco recomendable. Cristina Lucas sabe mirar el mundo con la misma curiosidad y asombro que la Alicia de Carroll, esa insolente y sagaz Liddell que inspiró una obra literaria universal. En ella, como en Lucas, la inteligencia es una condición natural del ser humano, no una adquisición meritoria, no una donación divina, no una herencia genética excluyente. Y es, por supuesto, intuitiva, exuberante, divertida, alocada, curiosa, juguetona, desprendida y espontánea. ¿Cómo, si no, concebir un vídeo en el que la artista muele a palos una reproducción del Moisés de Miguel Ángel con una inmensa maza mientras le gri-

EL ABANICO DE ALICIA LIDDELL

OVEJAS NEGRAS RAFAEL VEGA

ta «¡Habla!», a fin de llevar la broma legendaria hasta el final, de reducir al absurdo toda la testosterona desperdigada sobre la obra, la época, el personaje y sus leyes injustas, represoras y misóginas? ¿Cómo describir la sensación de intensa paradoja que produce la contemplación de otro de sus vídeos en el que un grupo heterogéneo de mujeres y niñas se acercan a un busto de Rousseau para darle una soberana y simbólica somanta de palos, precisamente a él al hombre que contribuyó a modificar los estamentos de un mundo injusto y desigual marginando, eso sí, a la mujer en el proceso de transformación social? Acaso sea por la inmensa indignación que

desprende, en general, el arte de Cristina Lucas contra una sociedad que, realmente y en contra de lo que pudiera haber pensado el contratista Jean-Jacques, aún no es igualitaria, ni justa, ni lógica ni, mucho menos, inteligente. La obra de Cristina Lucas está condicionada por las circunstancias. Acaso fuera distinta si el mundo no necesitara su justiciera ironía, su igualitaria retranca, precisamente, porque el mundo no es como decimos que es. Los símbolos y valores que calzan la actual tramoya del mundo deben observarse con el detenimiento que la artista aplica hasta que su realidad se transforma ante nuestros ojos. Así afronta, en su

obra ‘Es capital’ el sinsentido real del valor, del intercambio, del sistema y de los símbolos que lo sostienen; gracias a una aproximación sin prejuicios, a una curiosidad más pura y menos prejuiciosa que la ilustrada de Rousseau y tan audaz como la encarnada por el protagonista de esa segunda obra li-

La ‘Alicia’ de Lucas es, como Lemuel Gulliver, una aventurera que dio con sus huesos en una tierra de hombres diminutos

teraria universal que recuerda su Alicia desmedida y su propia impronta observadora: Cristina Lucas, como Lemuel Gulliver, afronta su estancia entre nosotros, seres liliputienses, mezquinos, vanidosos, caprichosos, intolerantes; siempre enemistados con alguien, siempre dispuestos a someter con la supremacía que nos otorgue la providencia, mientras ella contempla desolada nuestra pequeñez. Así es también la ‘Alicia’ de Lucas: una aventurera que dio con sus huesos en una tierra de hombres diminutos, con cerebros diminutos, incapaces de ver más allá de sus prejuicios; hombres que llaman libertad al control, igualdad al machismo galante, elegancia a la condescendencia, negocio ilimitado a la muerte, valor al precio, progreso a la depredación, verdad a la mendacidad firmada ante notario, etcétera. A pesar de lo incómodo de su situación, sería una lástima que esta Alicia redujera su tamaño abanicándose con aires tan decepcionantes como los que respiramos. Sus lágrimas nos llegan por los tobillos, su cabreo pone a los próceres a caldo y su escala nos recuerda a todos que la normal es ella.


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LA SOMBRA DEL CIPRÉS

Sábado 13.02.16 EL NORTE DE CASTILLA

Director: Carlos Aganzo Coordinadora: Angélica Tanarro

A

lgunos dirán que la víctima y el verdugo son dos arquetipos que se observan en todas las culturas, y no solo en los pueblos que sacralizan el dolor; otros dirán que en realidad los dos conforman una unidad dialéctica, y las dos mitades de una unidad dialéctica se necesitan la una a la otra como las dos caras de Jano. Dicho de otra manera: la víctima no puede existir sin el verdugo y viceversa. Es una forma clásica de verlo que quizá no tiene demasiado en cuenta nuestra quiebra interior. Las religiones ya nos habían advertido que estábamos divididos en una parte racional y consciente, y en otra flotante y diabólica. Más tarde el psicoanálisis redondeó todavía más la teoría del desgarro interior hablando de una parte clara o conciencia y una parte oscura e incontrolable llamada inconsciente. Si somos dos, podemos llevar al interior de nosotros mismos la dialéctica de la que hablamos, consiguiendo que una de nuestras partes haga de víctima y la otra de verdugo. Según la teoría psicoanalítica clásica, en esa lucha entre los dos territorios de la mente no siempre la conciencia hace de verdugo, de represora y castigadora; a veces el castigo llega de forma súbita e inesperada desde el interior del inconsciente. A veces es el inconsciente el que nos castiga de forma brutal colocándonos ante lo más real, ante lo real en estado puro: la muerte. Conozco a gente que se mató a sí misma en el fragor del camino, y en ese acto tan radical tuvo mucho que ver el inconsciente y lo que Freud llamó la pulsión de muerte: una pulsión muy vinculada a la dialéctica del verdugo y la víctima, del amo y el esclavo, y que se concretaría trágicamente en la figura del suicida: a la vez víctima y verdugo de su propia persona. Hubo un tiempo, allá por el siglo II y III de nuestra era, en que los cristianos buscaban el martirio para imitar a su maestro. El caso más paradigmático fue el de santa Perpetua. En el imperio romano, del que fuimos una floreciente provincia, se daba cierta libertad de religión. Lo único que Roma pedía era que se cumpliesen algunos ritos, de carácter más bien simbólico, y en los que no tenías por qué creer. En realidad ni creías ni dejabas de hacerlo. Era un asunto meramente representativo pero necesario para mantener el orden formal, si bien los cristianos primitivos se negaban a participar en ese teatro imperial, circunstancia que les condujo más de

Conozco a gente que se mató a sí misma en el fragor del camino, y en ese acto tan radical tuvo mucho que ver el incosciente

:: ILUSTRACIÓN IRENE GRACIA

MITOLOGÍAS JESÚS FERRERO

Víctimas y verdugos (I)

una vez al martirio. Los cristianos solo se convertirían en avasalladores cuando llegaron al poder. De nuevo las víctimas convertidas en verdugos: una maldición que se repite en la historia. La única forma de salir de esa gramática infernal sería renunciar al binomio víctima/verdugo. Sí, pero ¿cómo? Renunciar a esa dialéctica se presenta como algo totalmente utópico tanto en la antigüedad como en nuestra época. De una u otra manera las sociedades humanas se ven obligadas a crear una teoría de las recompensas y los castigos. Todas las religiones la crean, también el budismo y el cristianismo, que se presentan como religiones de paz. No solo creamos una economía de lo palpable y visible que mueve cantidades enormes de personas y máquinas, también creamos una economía de lo inmaterial, una economía del absoluto, que en ocasiones puede proyectarse en el más allá, donde también introducimos la teoría de las recompensas y los castigos. Para el cristianismo moderno el castigo es no poder ver a Dios, y para el antiguo eran las llamas del infierno. En lo que se refiere a Oriente, tres filosofías defienden la teoría de la emigración de las almas, y para muchas almas el castigo a toda una vida de maldades puede ser regresar a este mundo en forma de animal repugnante. Se trata de un tema, el del regreso a la vida, muy frecuentado por los mitos de todas las épocas, y que incidiría en la figura del fantasma clásico, o el fantasma entendido como alma en pena, como víctima, que pulula miserablemente por una especie de existencia intermedia entre la vida y la muerte, esperando, quizá, que se haga justicia. Pero la víctima que desea reparación (y está en su derecho hasta cuando se ve condenada al oscilante estatuto de fantasma) desea también convertirse en verdugo, y volvemos al eterno binomio que mueve el mundo y que nos conduciría a una verdad históricamente demostrada, a saber: no convertirse en víctima es la mejor manera de no convertirse en verdugo.


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