Sábado, 20.02.16 Número CCXXIV
SOMBRA CIPRES LA
DEL
Pamen Pereira, alquimia y zen La artista gallega expone en el Musac una selección de sus obras desde los años noventa [P3]
Pamen Pereira posa junto a una de las obras que se exponen desde hoy en el Musac de León. :: ÁNGEL F.
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DEL CIPRÉS
CIUDADANO VIDAL Félix Mauricio Sáez Rodríguez. Editorial Movies. Ávila, 2015.
Una pareja ríe en el malecón de La Habana. :: LUIS ÁNGEL GÓMEZ
Retrato de una Cuba poco ejemplar Félix Mauricio Sáez Rodríguez dedica su obra póstuma, ‘Ciudadano Vidal’, a la última generación de la revolución
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l presidente Obama prepara las maletas para viajar a Cuba. Y aunque en su país, en pleno proceso preelectoral, se escuchan comentarios para todos los gustos, algunos de ellos verdaderamente fuera de tono, en la isla de José Martí son ya millones los que sueñan con que el final de la
CARLOS AGANZO
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‘dictablanda’ cubana enlace definitivamente con lo que necesita el país: el fin del bloqueo económico. En este contexto, donde la lentitud de la espera sigue quemando ilusiones y esperanzas, la vida en Cuba no se detiene. Una generación completa ha aprendido a vivir con un ojo puesto en su país, en
las tremendas contradicciones de una revolución reducida al grado de caricatura, y el otro en la globalidad de un mundo lleno de posibilidades. Un mundo que tiene dos principales polos de atracción: Europa y los Estados Unidos. De uno de estos jóvenes, exiliado en su propio país por no decir en el interior de sí mis-
mo, engolfado con una vida falsa de sexo, droga, fiesta y dinero fácil, alrededor de la comunidad internacional que se mueve en La Habana, nos habla un nuevo libro, esta vez publicado en España, que descubre además a un autor casi secreto. ‘Ciudadano Vidal’, significativamente titulado ‘La historia de un cubano poco ejemplar’, es la obra póstuma de Félix Mauricio Sáez Rodríguez (1970-2009), casi un libro testimonio de un joven escritor y periodista cubano, muy ligado a los movimientos musicales de su país, rescatado por su amigo, el cineasta cubano afincado en España Tony Romero, autor del prólogo de la novela. Al estilo de un Henry Miller, o de un Norman Mailer, el sexo, combinado necesariamente con el alcohol y las drogas, es el pretexto externo para hablar de lo que verdaderamente interesa en esta novela: la soledad y el profundo desarraigo de toda una generación, que se niega a derrumbarse al mismo ritmo de la sociedad en la que vive. En el caso del protagonista de esta novela los extranjeros, con su vergonzante estela del turismo sexual, al final constituyen una buena puerta de salida hacia un mundo quizás no mejor, pero al menos sí distinto del que se vive en la isla. El lujo y la dolce vita frente a las viviendas hacinadas, los edificios desconchados, los muebles desvencijados, las vidas de contrabando. Pero también la hipocresía y el doble lenguaje de quienes hacen en Cuba lo que son incapaces de hacer en sus países de origen, frente a los dogmas de una revolución caducada hace largo tiempo. Y la necesidad, en medio de todas estas mentiras, de saber quién es uno mismo. Una búsqueda de la identidad, un camino existencial que tiene además mucho que ver, en este caso, con la negritud. Porque para el acompañante negro, para el juguete
sexual de las damas blancas que viven en la burbuja de la bohemia de lujo de La Habana, el conflicto también termina convirtiéndose en eso: la incapacidad del protagonista de enamorarse, de tener una relación de verdad con una mujer negra, viene a ser el signo de su incapacidad para seguir viviendo en su propio país, con su propia gente. Hay, en la lectura de ‘Ciudadano Vidal’, algo que nos recuerda al realismo sucio o a la cultura pop nortemericana, pero hay sobre todo un ejercicio de escritura en castellano que entronca directamente –no sólo por las permanentes referencias literarias– con la narrativa española: ese trozo de América en pleno corazón de Europa. En todo caso, la capacidad del autor para ofrecer a los lectores un fragmento de vida, profundamente real y profundamente intenso, que nos habla de un tiempo, el presente, único e irrepetible. Falta únicamente por reseñar el papel protagonista de la música a lo largo de toda la novela. Un sonido entre el «espíritu funkero» y la «voluntad testimonial» de un país donde quizás la música, por encima incluso de la palabra, siga siendo el único espacio de libertad que no contaminan las ideologías, los intereses ni las corrupciones. Una banda sonora imprescindible para comprender de qué manera frente a la realidad, por dura o sórdida que se nos presente, siempre es posible interponer el territorio de los sueños.
El sexo es el pretexto para hablar de la soledad y el desarraigo de toda una generación
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ALADA Y MATERIAL
Pamen Pereira, alquimista La artista gallega expone en el Musac ‘La mujer de piedra se levanta y baila’, una retrospectiva que incluye piezas desde los noventa hasta el pasado año ANGÉLICA TANARRO
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a primera –aparente– contradicción que nos asalta al iniciar el recorrido por la exposición de Pamen Pereira (Ferrol, A Coruña, 1963) en el Musac es encontrarnos con tantos objetos en una artista que hace de lo inmaterial, de la filosofía, una de sus principales fuentes de inspiración. Aparente porque es esa unión de los contrarios presente en el budismo la que de sentido y ‘pegamento’ a las piezas que se distribuyen entre el suelo y el techo (literalmente) de la sala 2 del Musac. Y, aunque no se vean, la exposición también está llena de palabras. Las de esta mujer gallega desde su origen, desde su incólume acento –que no ha perdido a pesar de los viajes, las estancias artísticas en otros continentes, o su actual residencia en Valencia– desde el eco del Atlántico que trata de encerrar –y lo consigue– en un pecera, desde la tan manida dulzura que ella hace fresca en su discurso y la mirada azul de ese mar que tanto añora. Palabras que brotan una vez ha roto el silencio que envuelve su exposición y comienza a expresarse con la misma pasión y fuerza que pone en el trabajo. Sería curioso (y difícil) que esas por lo general superfluas audioguías que pueblan los museos sirvieran aquí como un murmullo de fondo que acompañara al visitante. Porque escuchando su discurso ajeno a la afectación y a la grandilocuencia y artificiosidad que aprisionan las palabras de algunos artistas cuando hablan de su obra, lo que se visualiza es un proceso de pensamiento y al mismo tiempo tremendamente emocional que encuentra en lo material la manera de decir que todos somos uno. Su arte es biografía, sí. Pero la biografía de una alquimista a la que es fácil imaginar encerrada en su estudio, enterada y al mismo tiempo ajena a lo últi-
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Pamen Pereira posa junto a ‘Turner’, una de las obras expuestas en el Musac, . :: ÁNGEL F.
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mo que acontezca en la república artística, a lo suyo, buceando en sus emociones, aunque duela, para devolverlas al mundo convertidas en un corazón que late volcánicamente al ritmo de un tambor. Literalmente.
Esas piezas que vuelan por el aire del museo, ya sean golondrinas o su mesa de trabajo o un barco varado en la silla del estudio, como un ‘turner’ en tres dimensiones, nos hablan de la ‘imaginación material’ de la que nos avisaba Gaston Bachelard y que ella
reinventa haciendo materiales sus emociones. Hay algo de vanitas en esas vértebras que remontan el vuelo (aquí casi todo despega silenciosamente y sin estridencias), de bodegón barroco en esa mesa preñada de sebo, en esos huesos de pan, alimento y sím-
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bolo de la muerte y otra vez de la vida, en la rueda incesante del mundo. Esa manera de atraer lo sublime de Kant a lo más humilde y cotidiano es la salvaguarda de la afectación, al fin asunto peligroso cuando se bordean conceptos solemnes
en el arte. Pero no. Porque el vuelo de estas golondrinas, del sombrero iluminado, de las raíces desmintiendo su razón de ser no pierde la referencia a tierra. De nuevo, la vecindad de los contrastes, los sublime y lo cotidiano dándose la mano, las zapatillas de
andar por casa y el templo de la oración. Biografía. Todo parte de su biografía, de su experiencia, de las emociones pegadas a esa experiencia, ya sea la chaqueta de su abuelo muerto, encontrada en un desván de la aldea materna o la mesa de
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A la izquierda, la instalación ‘The second wind’ (2015). Debajo, ‘Ecuanimidad’ (2015). :: ÁNGEL F.
con guante de seda, como en la cama de piedra o en esos cuernos de buey arremolinados como cabeza de medusa. Quizá la pieza que con más expresividad alude a esa fuerza escondida en los elementos que simbolizan la feminidad sea la que da imagen a la exposición, esos zapatos de plomo cuya posición en el suelo alude a esa postura en la que los pies se aferran a la tierra pero para darse impulso hacia el salto, simbolizado en las alas, y que se titula ‘La mujer de agua sigue cantando’. Algunas de las piezas pequeñas de la muestra (por cierto no hay en Pereira miedo o vértigo, ni siquiera ansiedad por llenar los enormes espacios de este museo, sino que sus obras se han ido instalando poco a poco y encontrando su lugar, apoyándose unas en otras) esconden el secreto de su equilibrio, como en ‘Cabaña para pensar’, también de 2015, en el que alude a una obra de Thoreau y en la que una casita al borde del precipicio encuentra un único punto de apoyo en el que la pieza se equilibra.
Espacios públicos
su estudio convertida en un manifiesto ingrávido. Algo de brujería hay en esas golondrinas que levantan –esta vez sí, gracias a las posibilidades arquitectónicas del museo– varios metros del suelo como impelidas por un conjuro que hace levitar la
mesa de estudio, la alfombra y los libros. Y al contemplar esta pieza algo del misterioso volar de los personajes de Remedios Varo se viene a la memoria. Pamen Pereira, de habla sonora como su nombre, es capaz de encerrar una tormen-
ta en una pecera ( ‘Tampoco el mar duerme’) y de hablar tranquilamente de cómo lo hizo, de las dificultades técnicas que encontró. Con esa seguridad que da creer en lo que se hace. Y exponerlo sin más, como si salir del estudio y ocupar los espacios libres de
museos imponentes fuera lo más natural. A pesar del contundente y llamativo título de la muestra ‘La mujer de piedra se levanta y baila’ no hay manifiestos ni consignas siquiera escondidas en sus piezas, que no sean su propia fuerza mecida
Pamen Pereira inició su trayectoria en los ochenta sin decantarse, o mejor, fundiendo técnicas como el dibujo, la escultura, la instalación o el vídeo arte. Ha desarrollado proyectos artísticos en Japón –donde residió un año preparando ‘Música del vacío’, que presentó en la Recent Gallery de Sapporo; en Irán realizó la instalación ‘Un solo sabor’ para la Bar Gallery de Teherán que después tendría varias versiones en Valencia, Madrid, Ferrol y La Rioja; en La Antártida trabajó en 2006 en el proyecto ‘Ice Bink’, El fuego del hielo, gracias a la Dirección Nacional del Antártico de Argentina (DNA) y el
La ‘imaginación material’ de la que hablaba Bachelard es fuente de inspiración para Pereira Algunas piezas esconden el secreto de su equilibrio como en ‘Cabaña para pensar’
IVAM (Instituto Valenciano de Arte Moderno). En los últimos años se ha especializado en intervenciones para espacios públicos y privados, lo que le permite reflexionar sobre el papel social del arte y del artista. En Valladolid expuso en 2004 una muestra individual en la Galería Caracol. También en el resto de la Comunidad se ha visto con cierta frecuencia su trabajo. En 2006 participó en una colectiva en el Museo Esteban Vicente de Segovia y en 2009 presentó ‘This is a love story’ en el CAB de Burgos. Más recientemente tanto el Patio Herreriano como Espacio Dilab de Urueña han llevado obras de Pereira en sus muestras colectivas. La que hasta septiembre en la sala 2 del Musac se puede considerar una ‘instalación de instalaciones’, pues en consonancia con lo que viene siendo habitual en su trayectoria, Pereira reconstruye, funde y combina obras e instalaciones del pasado para permitir su contemplación desde perspectivas diferentes. Una muestra que encaja bien con el resto de las propuestas actuales del Museo.
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Prohibido estar lejos L
a casa y, más allá, al otro lado de la puerta el resto del mundo. Por él pasando las cuatro estaciones de color o de Invierno. Los caminos siempre esperan. La quietud depende del viento o ampara su calor escondido. Y la quietud, a días, un pasmo de hielo de cara a las nubes moradas o, en ocasiones un murmullo
ilusorio dibujando un leve suspiro de la lejana primavera. De momento los campos esperan y la vida extiende sus añoranzas. Debiera estar prohibido alejarse del amor y la comprensión; prohibido perderse en la nada. O lo que pudiese ser señales de injusticia o peor: quedarse en la desgana. Se debiera no apartar ni un paso sin
disfrutar la existencia. ¿Habría que arrojar sin miramientos los nombres de personas que nunca sonreían y los que eran indiferentes a respirar? Insistir en paladear el olor de lo agradable. O meditar lo grandiosa que puede ser la bondad. Escuchar o consolar hasta olvidar lo oscuro. Como bosques grandiosos olvidando el invierno. En pie a la es-
pera razonable para entrar en momentos cuidados donde se deslice un enamoramiento que es la grandeza. El prodigio de volver a ser suave sensación. Deslizarse kilómetros que intenten apartarnos ante realidades trepidantes. Sin amor era como caer por un farallón donde rugía un mar sin oleaje de belleza y fascinación, agitada bus-
DONDE HABITO ELENA SANTIAGO
caba un espejismo. Una quimera que entre leves alucinaciones crecía a su lado un gigantesco faro blanco y rojo
«Crecía a su lado un gigantesco faro blanco y rojo»... :: KOEN VAN WEEL
Sus luchas
U
n servidor, al enterarse de que en Alemania se reeditará de nuevo el ‘Mein Kampf’ de Adolf Hitler, se hizo la siguiente pregunta: ¿la prohibición de un libro nefando, como estaba éste, no conduce a su mitificación? Dicho de otra forma: si con algunos vetos no hacíamos tortas como panes, pues con voluntad de sofocar malévolos incendios no lográbamos sino avivarlos. Si hoy en día, ya lo hemos dicho aquí más de una vez, el personal sólo coge un libro, a lo más, para calzar una mesa renqueante, más aborrecen el
papel encuadernado quienes, por problemas de higiene mental, carecen de otro argumento político que el mamporro y tentetieso. Paradigma de éstos son los que verían con buenos ojos la resurrección del repugnante demonio de bigotito chapliniano. Hoy, sus partidarios, amén de contemporáneos tarados extemporáneos, no les subyuga un discurso nauseabundo que a la segunda oración subordinada les provoca cefaleas, mareos y otros síntomas muy desagradables. No. Lo que les subyuga es la gregaria marcialidad del paso de oca, dar rien-
da suelta a sus instintos más brutales y el sofisma pronunciado en una barra de bar entre estruendosos eructos de cerveza calentorra. Para semejante chusma, la prohibición del ‘Mein Kampf’, por el simple hecho de estar condenado a las mazmorras del silencio, no era sino sofisma, tramposo argumento, para apoyar sus tesis peregrinas, estultas. Pero, además de lo dicho, ¿qué libro puede prohibirse con eficacia en esta época en el que en un abrir y cerrar de ojos tenemos ante nosotros, en la pantalla del ordenador, todo lo que deseamos, desde lo más admirable a lo más inmundo? Aparte de estrategias equivocadas que pueden llevarnos a que el tiro de las precauciones nos salga por la culata de las plausibles intenciones, uno duda si deben enmudecerse por las bravas los libros que nos llevan a taparnos la nariz
LOS TRIGALES AZULES ROBERTO RODRÍGUEZ
al abrirlos. Tal vez no. El destino del libro nefando no debe ser las llamas de la prohibición: quizá su humo, en apariencia inofensivo, se convierta en invisible propagador del aborrecible discurso. El desprecio, el olvido, actuará como inmejorable goma de borrar, acallando sus palabras; disolviéndolas en el papel que no
dirá, con el tiempo, absolutamente nada. Ocurre, también, que de los censores líbranos Señor. Sí; la lectura del ‘Mein Kampf’ sólo debería interesar a aquellos que, cual forenses del tiempo ido, estudian el cadáver de una época fenecida en la que el rencor campó a sus anchas, y en la disección descubren el virus letal que, letalmente, se propaga en el alma de las sociedades pusilánimes de moral enclenque, para así advertirnos de posibles males que podamos padecer. Pero ahí debe estar el ‘Mein Kampf’, para que lo lea quien lo quiera. Porque si dejamos que algunos digan lo que nos es permitido leer y lo que no, puede que vengan los fieles inquisidores de la doctrina de lo políticamente correcto, empeñados en reescribir la historia, incluida la literaria, y de un plumazo, por ejemplo, manden al carajo a creadores que
que alumbrara sombras y, seguido, poder descubrir aquella hora peculiar y escribirla. Roland Barthes dice que el escritor no es quien tiene algo que decir sino quien tiene algo que escribir. Todo cuanto genera un futuro de melancolía o placer. No eran sueños de gaviotas sino la infancia, los recuerdos, el encuentro una vez más. La torre de la iglesia de san Juan esperando dar su hora. Las cigüeñas en una indiferencia, miraban hacia el río no muy lejano y los chopos a sus orillas sosteniendo hojas aún sus ramas pintadas de algún amarillo. Con el gran poeta estaba al escribir: «Todos los días amanezco a ciegas…» Ciego era el que despertaba donde no estaba lo que amaba. Lejos, había que cruzar el día. A buen sol o bajo la lluvia. O en una nevada que era un llanto de copos helados y en pleno ballet. Muy cerca lo que quería dentro y alrededor. La infancia cuando es prodigiosa. Llegar a la casa de entonces, amando hasta el humo de la chimenea (qué cálido el pueblo) y los cielos todos asomados desde lo alto. Y ya la puerta, la llamada. La vida quedándose sin un vacío. El hilo luminoso llevaba hacia la verdad, por toda la casa como si no la conociera. Ganas de besar el espejo. Los pasos. Los rostros tan añorados, y, finalmente, todo el bien cercando el mejor mundo. Calor ya en los primeros abrazos. Lo gris desaparecía. El anochecer cercano iba encendiendo millones de estrellas conmovidas. El tiempo despertaba. Lo bueno no cesaba. Los escritores decían: hoy no amanezco a ciegas. Escribían desde faros blancos y rojos. Plena su luz.
«...Puede que vengan los inquisidores de la doctrina de lo políticamente correcto»
a su juicio cayeron en pecado político mortal, y desaparezca la obra de escritores de la talla de Gerardo Diego, Julio Camba, Jardiel Poncela, José María Pemán, Eugenio d’Ors, Gómez de la Serna, Josep Pla, Manuel Machado, Dionisio Ridruejo o Cesár González Ruano. De momento, pretenden que sus nombres desparezcan, de un tiránico plumazo, del callejero de Madrid. Y es que entre unos y otros pueden jodernos vivos. Claro que sí pueden.
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Ornette Coleman, durante un concierto en Montreux (Suiza), en 2006. :: DOMINIC FAVRE
La rara belleza Tras su muerte, la originalidad incombustible de Ornette Coleman no deja de afirmarse
EDUARDO ROLDÁN
a anárquica bulimia de quien recién ha descubierto una pasión y se zambulle en ella presenta algunas pegas; no es la menor que el conocimiento se adquiere a tropezones, dejando por el camino lagunas que más tarde dificultarán el avance y casi con seguridad obliguen a retroceder. Pero tiene también una ventaja: que uno no carga con el lastre de los (pre)juicios ajenos. Simplemente se deja orientar por el azar y por ese otro azar interno que es la intuición, y lo que recibe lo recibe con igual avidez e igual distancia. Cierto, de este modo se puede encontrar con descubrimientos que no valen nada o muy poco, que si hubiera atendido a los juicios fundamentados se habría ahorrado unas buenas noches en vela, pero si da con algo que le llega, la revelación es mucho más medular, el deslumbramiento mucho más cegador y la fidelidad mucho más duradera. El jazz es uno de los terrenos más propicios para el ejercicio de la pasión sin brújula. Al que se inicia en el jazz le caen nombres encima como ranas bíblicas, y así se ve forzado a discriminar si no se quiere ver ahogado en verde y babas. Si opta por adoptar un mentor en la distancia (un libro o diccionario con las grandes figuras y escuelas), casi seguro elija el criterio cronológico; si se deja llevar… Si se deja llevar a lo mejor se topa con el raro nombre de Ornette antes de tiempo, y sea capaz de escucharlo sin cera informativa en las orejas. Y entonces no es imposible que sea para siempre. La cera informativa y la cera de buena parte de la crítica sigue hoy, ocho meses después de su muerte, barnizando el nombre de Ornette Coleman, si bien nadie lo diría a la luz de casi todas las necrológicas publicadas entonces, asépticas y distanciadas como una ecuación matemática. (La necrológica no es un género que se preste al subjetivismo, o eso aseguran los manuales de estilo, pues la muerte reciente tiende un velo de respeto y quietud que ha de ser acatado. Pero eso no es respeto sino gazmoñería o hipocresía, y si la obra del finado nos irrita hay que decirlo, y por qué, igual que se diría que Pol Pot fue un genocida y no solo un «estadista».) Para un no iniciado resulta muy difícil concebir hoy, en un mundo donde la controversia más grave dura cuarenta y ocho horas máximo, el seísmo que la aparición de Ornette produjo en el que, en teoría, es el más abierto y libre de los entornos artísticos, aquel que celebra la espontaneidad con más fervor que ningún otro y que de hecho hace de ella su razón de ser. Armado con un saxofón de plástico blanco, Ornette bien podía haber llegado de Saturno que no habría sido recibido con afectos menos vis-
cerales y encontrados. Lo tacharon de fraude. Lo tacharon de terrorista. Lo tacharon de trilero. Por suerte un puñado supo ver que ningún fraude podía tener esa capacidad de inventiva, ni ningún provocador de oficio esa integridad artística: que la belleza, sí, es algo raro. (El que en este puñado se encontrasen músicos –John Lewis, Leonard Bernstein– cuyas propuestas se hallaban en teoría en el otro extremo de la de Ornette no hace sino confirmar que en música las etiquetas de géneros son como los marcos de un cuadro: el marco puede variar pero lo que cuenta es lo que queda al margen del marco.) De a poco, Ornette fue siendo tolerado y más tarde respetado incluso –no tanto celebrado–, si bien el núcleo de los fundamentalistas de las formas adquiridas –un núcleo no menor– ha permanecido irreductible en su atrincheramiento. Lo cual resulta incomprensible, o solo comprensible desde la cera auditiva. Pues el terrorismo que perpetró Ornette –la abolición de las estructuras armónicas preconcebidas sobre las que improvisar– no fue sino el siguiente paso lógico en la evolución de un estilo, el be-bop, que había extenuado la fórmula. Con esta abolición Ornette logra condensar la música en lo que es su unidad básica, aquello de lo que nunca se puede prescindir, su esencia irreductible: la melodía (que implica armonía y ritmo, por supuesto, pero que es algo más). Ocurre que la melodía desnuda al solista: sin el arnés armónico no se puede recurrir a los clichés cuando la inspiración desfallece, y el solista se puede sentir intimidado. A Ornette lo rechazaron en gran medida por envidia, porque su imaginación melódica parecía no tener fin –decir que se limitaba a tocar notas al tuntún es como decir que Pollock daba brochazos por llenar la tela–. No otra razón se me ocurre. Cualquiera que haya escuchado ‘Lonely woman’ o ‘Una muy bonita’ o el solo de ‘Morning song’ no puede dejar de admitir la belleza, extraña, turbadora pero incontestable, que esas melodías poseen. También belleza inagotable, capaz de recibir al oyente en cada nuevo acercamiento con una sorpresa, con un guiño, por mucho que aquel crea que las conoce nota a nota. Pero es que la memoria del corazón funciona de otro modo.
«Lo rechazaron en gran medida por envidia, porque su imaginación melódica parecía no tener fin»
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ay en la casa familiar una fotografía de la abuela materna. Una sola. Es una mujer morena y joven que mira con mucha dedicación desde ahí, desde esas afueras congeladas que es toda fotografía. El retrato es muy antiguo, pongamos que tenga muy a gusto ya casi cien años, y el marco –con un rizoso filete dorado de aires modernistas– aporta lo suyo para prestarle aún más antigüedad. Ha ido rebotando de mueble en mueble por la casa; siempre observándonos, con el espesor inquietante de las presencias únicas. Es que no hay más imágenes de la abuela. Nada más esta. Si queremos evaluar qué ha podido quedar de ella en nosotros debemos acudir a ese retrato, escudriñarlo, convocarnos a nosotros mismos en ese rostro lleno de formalidad, como si en aquel remoto instante ella o su fotógrafo pudieran intuir que estaban gestando un documento, no un acto recreativo, y eso exigía toda la seriedad, toda la concentración posible, pues se iba a viajar en el tiempo más allá de lo imaginable, más allá, desde luego, de su propia vida. Por eso quizás en aquellas viejas fotografías estaba prohibida la despreocupación. Se posaba con solemnidad, se miraba dramáticamente a la cámara (en realidad, se estaba mirando al abismo del futuro), se vestían atavíos de mucho tono con abanicos, leontinas, lazos, camafeos… Había que ir a la eternidad con lo mejor, como ocurría en las culturas antiguas que dejaban listos los cadáveres con sus mejores galas y sus objetos y alimentos favoritos para que el incierto viaje les fuese llevadero. Sí, aquellas fotografías tenían ese mismo alcance trascendente. Los retratados se sentirían atravesados por ese vértigo fulminante que hace intuir que uno va más allá de su tiempo y de su espacio. Incluso cuando aquellos pioneros retrataban a los indígenas americanos en fotografías de peso antropológico, estos aparecen serios, casi acartonados y con entereza rocosa en el rostro, tenso de gravedad. Lo mismo ocurría con los comerciantes italianos del XVI, que pedían ser pintados porque necesitaban demostrar cuánto habían prosperado; los cuadros se titulan así: ‘El sastre’, ‘El cambista’…, anteponiendo al nombre el oficio, primera marca de identidad. Por eso emergen ufanos entre atributos de su nuevo mester, como los santos mártires son representados con los instrumentos de su tortura. En su conmovedora autobiografía ‘Arenas movedizas’, Henning Mankell habla de una foto tomada en 1920 en la que un grupo de hombres, horrible-
CEREZAS EN EL ESCONDITE TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO
mente mutilados en la guerra que acababa de terminar, posan con suma dignidad; «nadie trata de esconder sus lesiones», apostilla Mankell. El pie de foto es rotundo: «Aquí estamos. A pesar de todo. Y pese a todo, vivos todavía. Pese a todo, dispuestos a posar bien vestidos». Pero vuelvo al retrato de la abuela. Murió relativamente joven. No la llegamos a conocer casi ninguno de los que seguimos vivos. Cuanto sabemos de ella está estancado en esa fotografía hasta que irremediablemente se pierda en el tráfago generacional. Para la familia es un documento histórico suficiente. De ahí venimos todos. Necesitamos constatarlo con una prueba. Y basta esa fotografía. Pero esa escasez ya se su-
peró. Y, como ocurre con todo, la facultad de repetir una y mil veces lo que queremos hace que ello pierda importancia. En la actualidad, retratarse ya no es un acto histórico sino un juego recreativo que solo tiene ese sentido de convertir la tecnología en diversión. El hecho de poder multiplicar ‘ad nauseam’ las fotografías, convertidas hoy en pasto indiscriminado, ha supuesto que este fenómeno pierda aura, para decirlo con Walter Benjamin; paradójicamente, la saturación de fotografías personales implica en quien necesita verse retratado una y otra vez una especie de desorientación ontológica. Soy todos esos. O, más bien, ¿soy todos esos? Lo innumerable acaba logrando un despedazamiento de la iden-
«El ‘selfie’, el hermano gemelo del alzhéimer, esa otra invasión que destruye la identidad»
tidad, perseguida de continuo, que acaba por naufragar en la oceánica operación de retratarse compulsivamente. De tanto vernos, perdemos la noción de nosotros mismos y no acertamos a ver las novedades de nuestro cuerpo. Es como si necesitásemos fer-
El yo fermentado
mentar el ‘yo’ y presentárnoslo en su reflejo para asegurarnos cada minuto de que sí existimos. El ejemplo palmario de todo esto es el ‘selfie’, esa manera de probar a distinguirse entre todo lo demás, sea esto lo que sea. Simplemente eso. Estuve allí. No hicieron falta testigos. El testigo soy yo, escindido en dos personalidades –el que retrata y el retratado– en una operación de enroscamiento reflexivo que viene a refrendar la autosuficiencia, ese onanismo social en que se nos educa. Y algo más: las cosas están junto a mí; no yo junto a las cosas. El cambio de perspectiva solipsista no es baladí. Contaba no hace mucho un escritor que antes la gente se agolpaba ante La Gioconda para retratarla sin tasa; ahora se le da la espalda, se alza con un varal protésico la máquina, se sonríe –peor que Monnalisa, desde luego– y uno ya cree ingresar junto a ella en la eternidad. La vida es ya su simulacro: un álbum de fotos que comienza en el seno materno. Ese feto informe, apenas una mancha, que los padres guardan con celo notarial, es ya uno mismo. La primera fotografía. Y detrás, la manada completa hasta llenar cientos de páginas –físicas o digitales– solo con los primeros años de existencia. Luego viene la marabunta. El culto desmedido a aparecer. Ante una pagoda oriental o ante una suculenta paella –da lo mismo– siempre hay alguien dispuesto a dar fe de que estuvo allí mediante una foto que instantes después ya está en el otro lado del mundo. Pero de toda esa catarata de fotografías personales, ¿cuántas quedarán? Nuestro rastro es más liviano de lo que suponemos y por mucho que nos esforcemos en ocupar sitio, en parecer ubicuos, vamos volviéndonos borrosos y deshilados precisamente por el cansancio de tener que soportar enfrentarnos de continuo a nuestros propios rasgos, a nuestra fermentación imparable. El ‘selfie’, sí, la nueva versión del narcisismo; el hermano gemelo del alzhéimer, esa otra invasión que destruye la identidad. El ‘selfie’ y el alzhéimer. Dos maneras de desaparecer. Por inflación o por consunción. En ambos casos, hay un suicidio de la memoria, una inmolación que poco a poco nos lleva a ahogarnos, como el propio Narciso; de tanto vernos, perdemos la noción de nosotros mismos. Entonces, ¿qué? Mejor la foto agazapada y centenaria de la abuela ahí, en el trinchero, poniendo una luz de tronera remota en los ojos de quienes pasamos a su lado, la miramos de soslayo y notamos por un momento en la nuca el aliento familiar de la estirpe.
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29 de enero
A propósito de la novela de R. L. Stevenson ‘El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde’, Vladimir Nabokov dictó una conferencia en la Universidad de Cornell, Ithaca en 1952. Está publicada en su ‘Curso de literatura europea’. Lo primero que me llama la atención es que no me descubre nada nuevo, y tan solo hallo una cierta pulsión reconfortante en los párrafos finales de esa ‘lección’, cuando Nabokov, con la ternura cómplice y franca de un escritor que escribe sobre otro escritor (reconocimiento fraternal entre iguales que sucede con más frecuencia de lo que pudiera suponerse), cuenta los últimos momentos de la vida de Stevenson, quien, a causa del derrame que le sobrevino, creyó haber sufrido una transformación en su rostro, una deformación, al igual que le ocurría a su Jekyll cuando se convertía en Hyde. Pero más allá de esos párrafos emotivos, el texto de Nabokov es una sarta de obviedades y de redundancias. Lo cual me ha llevado a detenerme brevemente en el Nabokov lector y a analizar sus cualidades como tal. Admirando como admiro a Nabokov (aunque de manera discontinua, ya que siempre parece imposible la comunión total con él, salvo en el caso de su obra maestra ‘Lolita’), he llegado a la conclusión de que en realidad era un escritor incapacitado para entender la literatura de los demás. Creo incluso que al único escritor al que comprendía verdaderamente era a sí mismo. Reverencio a Nabokov y lo considero un escritor genial, de los más grandes del siglo XX. Pero no dejo de lamentar que sea un lector tan torpe y con tan tupidas anteojeras. Sus famosos ‘cursos’ de Cornell son apasionantes a priori y decepcionantes al final. Revisar las grandes obras de Dickens, Flaubert, Tolstoi, Joyce o Kafka, entre otros nombres gigantescos, no produce en Nabokov ningún avance luminoso que supere una descripción y una interpretación someras y ramplonas, sin riesgos. Es como si Nabokov buscase ponerse siempre en un punto de vista original, pero evidenciase a su pesar una inusitada miopía. Es cierto que sus comentarios pueden ser sugerentes, y más aún para estudiantes que se enfrentan a dichos autores por primera vez, pero cuando publicó esas conferencias bajo la forma de ensayos analíticos, el resultado demostró una visión como lector más convencional de lo que cabría esperar en un es-
Nabokov, un mal lector
OTRA GALAXIA ADOLFO GARCÍA ORTEGA
que el ruso hace del ‘Quijote’, lo que es innegable es que Nabokov parte de una altivez cargada de prejuicios, con gran desprecio hacia Cervantes, hacia su cultura y hacia su obra, de la que solo salva, y a duras penas, el ‘Quijote’. A Cervantes, para perjudicar de rebote su novela, lo llama discreto, fracasado, ignorante, muerto de hambre, grotesco, morboso y otros lindos calificativos que, en cierto modo, extiende también al ‘Quijote’. Y destaca de esta novela, fundamentalmente, la crueldad. Dejando aparte en mí cierto espíritu de español ofendido, creo que es evidente que entre la obra de Nabokov y la de Cervantes no hay el menor vínculo posible. Pero no es de extrañar, pues él mismo niega cualquier puente, de mayor o menor influencia, incluso con escritores de la talla de Flaubert, Tolstoi, Proust, Joyce o Melville, porque no reconoce vínculos entre él y ningún otro escritor. Quizá por eso la obra literaria de Nabokov es única e inaudita, una rareza monumental en la historia de la novela. En esto también reside su atractivo, en que conformó una literatura en sí misma. Y como autista literario, era imposible que diera el salto a la literatura ajena: sencillamente, no estaba en su genética de escritor. ¿No es esto lo que caracteriza a quienes llamamos genios? ¿No son los genios unos seres de los que no podemos aprehender nada porque ellos tampoco pueden aprehender nada de los demás?
7 de febrero
Vladimir Nabokov, en 1959. critor tan creativo como él. Hay un caso, además, en el que da muestras de ser un pésimo lector y de no haberse enterado de nada. Se trata del ‘Quijote’ de Cervantes, libro que Nabokov calificó como «viejo libro cruel y tosco». Sus anotaciones y comentarios sobre el ‘Quijote’ tienen, hoy por hoy, un carácter más bien
vergonzante, por la ignorancia que manifiesta y la falta de sintonía con la obra cervantina que revela. Nabokov, por ejemplo, no acepta –se irrita incluso, como un niño malcriado de clase superior– que ciertos estudiosos comparen a Cervantes con Shakespeare. «No, por favor –dice Nabokov–: aunque re-
«Nabokov evidencia ser un pésimo lector al calificar el ‘Quijote’ como «un viejo libro cruel y tosco»
dujéramos a Shakespeare solo a sus comedias, Cervantes seguiría yendo a la zaga en sensibilidad, inteligencia, imaginación y humor». ¡Qué pensaría hoy Nabokov si se demostrase la teoría de que Shakespeare ni siquiera existió! Pero, en fin, dejemos esta otra historia para otro momento. Centrándome en la lectura
Ante la Europa de ahora mismo, a punto de una implosión política, estancada en la aparición de sus viejos fantasmas ideológicos y paralizada por un miedo atroz a los nuevos bárbaros que, desesperados y vitales, vienen a poblarla, cito a Montesquieu: «La libertad, ese bien que hace posible disfrutar de todos los demás bienes». Pero en Italia, por desgracia, en el gobierno de Matteo Renzi, un hombre culto, nadie ha leído a Montesquieu, cuando han decidido tapar los desnudos de las obras de arte para no ‘ofender’ al presidente de Irán, Rohaní, el líder de un régimen responsable de la represión y muerte de cientos de miles de iraníes: hemos perdido todos los europeos una ocasión de sostener nuestros valores de libertad, al plegarnos, por dinero, a un clérigo retrógrado, representante de un concepto religioso que acabará barriendo a Europa del mapa de la Historia. Y Europa se lo tendrá merecido, por cobarde y sumisa.
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DEL CIPRÉS
LECTURAS
Sábado 20.02.16 EL NORTE DE CASTILLA
La obra, estructurada como un diario, funciona, en cuanto al significado del arte, como una exposición
La edad del arte Vila-Matas construye en su último libro, ‘Mar ienbad eléctrico’, una obra sin género, poesía de la muerte y la vida
MOISÉS MORI
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n su libro anterior (‘Kassel no invita a la lógica’, 2014) se adentraba directamente Enrique Vila-Matas en los terrenos del arte contemporáneo; tomaba para ello, como arranque de la novela, una experiencia propia, su participación en la Documenta de Kassel, pues el escritor fue invitado en 2012 a esa célebre muestra y desarrolló allí su particular performance. Ahora, en este nuevo libro, continuamos en el ámbito del arte moderno, y es otra vez una circunstancia o llamada externa la que ha actuado como primer impulso y ha llevado a Vila-Matas a elaborar este texto extraordinario (¿novela?, ¿instalación?, ¿catálogo?, ¿ensayo?, ¿poema?), pues ‘Marienbad eléctrico’ ha nacido a partir de la sugerencia (por su editor francés) de escribir algo sobre su ya larga relación artística con Dominique Gonzalez-Foerster, ya que VilaMatas ha colaborado con la artista francesa y mantenido con ella en los últimos años un fructífero diálogo. En esta ocasión, el motivo inmediato para ese texto que se le pedía al escritor era la retrospectiva de Gonzalez-Foerster (Estrasburgo, 1962) en el Centro Pompidou de París, una exposición que se ha cerrado estos días. El libro que ahora leemos tiene ese origen, pero el resultado supera por completo esos mismos presupuestos; de manera que, aun respondiendo brillantemente al propósito inicial, estamos ante un texto fugaz y múltiple, armado –sintaxis eléctrica, música híbrida– sobre encuentros y encrucijadas, desvíos, fragmentos, también con recuerdos,
citas, erudición, ironía, digresiones…; un terreno en el que el escritor se mueve con especial ligereza y libertad: escribe así Vila-Matas un libro único y sin género: una novela insólita. Los lectores de ‘El mal de Montano’ (por mencionar su título más divulgado) o ‘París no se acaba nunca’ (para no olvidar tampoco el libro con el que DGF dice haber descubierto al escritor español) conocen bien ese estilo inconfundible; el propio autor nos indica –sobre este texto mismo– alguna de sus señales más características: la cita como conjunción sintáctica, la poesía de la acción interrumpida, la recolocación del paraguas, la resignificación de elementos… Pero lo que resulta más admirable es cómo el escritor reactiva y renueva aquí esos rasgos identificadores, de modo que ‘Marienbad eléctrico’ es inequívocamente un libro de Vila-Matas y, al mismo tiempo, distinto a todos ellos. Basta con repasar las páginas de ‘Dublinesca’ (donde ya estaba presente la relación con la artista francesa), para observar los cambios producidos, un tratamiento muy diferente; o volver a los artículos de ‘El traje de los domingos’ y encontrarse ahí con la calle de la infancia, esa a la que denomina «calle Rimbaud», la misma que se evoca en Marienbad, aunque adquiere aquí otra dimensión, quizá más clara (o más compleja). Así que, y casi sin que se note, como quien no quiere la cosa, acaba Vila-Matas por trazar en este libro las líneas principales de la trayectoria artística de DGF (instalaciones del Palacio de Cristal de Madrid, de la Tate Modern de Londres, su presencia en Kassel, Broadway, París, el Musac de León o la Casa-Museo de García Lorca: exposiciones, intervenciones, hoteles, libros, cristaleras, habitaciones…); pero también de los encuentros entre ellos (el pri-
Enrique Vila-Matas. :: VICENS GIMENEZ mero y casual de Granada, las repetidas citas luego en el café de París, Lisboa, Barcelona), del dominio intelectual (afinidades electivas) en el que ambos coinciden, intercambian experiencias y, en definitiva, se generan ideas para nuevos proyectos. Y además de esa amistad, del respeto y
MARIENBAD ELÉCTRICO
Enrique Vila-Matas. Seix-Barral. 128 páginas. 16,50 euros
la complicidad mutuos, lo que se destaca en este recorrido –paseo y laberinto– de VilaMatas por obras ajenas y propias, a través de conversaciones, conexiones y memoria personal o compartida, es siempre el apasionamiento de ambos por el arte, la fe en su poder transformador. Pues –digamos– el cine de Kubrick, la pintura de Matisse, la música de Lou Reed, la literatura de Bioy… no son un duplicado, una mera imitación de algo que ya existía o sabíamos, sino un hecho en sí mismo, una creación que proporciona conocimiento y viveza, que otorga nuevas capacidades, reanima la existencia; y la primera transformación, por supuesto, es la del creador. De todas formas –quede claro–, el discurso de Vila-Matas elude tanto la exposición
sistemática –olvidemos teorías– como huye de cualquier trampa o ingenua impostación sobre la función del arte, la máscara de artista o el nombre de la vanguardia (sea sucia o sacra). Y por nuestra parte, bien sabemos que la coartada del arte esconde también muchas veces la interesada estrategia de no pocos cínicos, la necedad de cualquier mentecato; como tampoco ignoramos que los mayores monstruos –y tantos miserables más menudos– suspiran y se emocionan con la música de Bach (así se dice que Nerón quemó vivos a un millar de dadaístas solo por ver cómo ardían sus cuerpos en la noche de Roma; también se ha contado cómo, en honor del general Ubú, un joven artista sobrevoló los campos de Chile y trazó con una avione-
ta caligramas memorables, extraordinarias figuras y acrobacias). Con todo, es en torno a este punto, en la pregunta sobre lo que el arte significa y cuál es el origen de la escritura, el hechizo de la creación, donde ‘Marienbad eléctrico’, que no en vano está estructurado como si fuera un diario, funciona también –aun muy discretamente– como una exposición, pues el autor –sin olvidar el hilo de DGF, justamente por las conexiones que existen entre la tarea artística de ambos– también va reflexionando a su aire sobre el germen y recorrido de su propia actividad creadora, llega así a nombrar las posibles claves de la habitación propia. «De tenerla, mi clave quizá sería haber dejado atrás los años de la edad genuina, los tiempos en los que en algún momento todos sintonizamos con Rimbaud, con su rebeldía, con las tormentas eléctricas de su mente». Esa edad, la verdadera edad del arte, es la que el tiempo no puede arrumbar, la sintonía eléctrica que se persigue siempre (Rimbaud y Falstaff, Duchamp y Bebo Valdés, Win Wenders y el Perugino, Sebald, Resnais, DGF, Beckett, Cervantes, Sterne, Perec, Godard…), la energía que empuja (rebeldía y tormenta) toda la literatura de Enrique Vila-Matas. Y en ese desafío interior –desde su habitación cerrada, calle Rimbaud, zona invisible–, en esa lucha continua contra el tiempo y sus fatales armas (aburrimiento, renuncia, muerte) es como encuentra el escritor o artista una salida, produce nuevas formas que inciden luego en nuestra sensibilidad, en nuestro modo de percibir. Se abre el ventanal: alegría y debate; vaho, cristaleras, respiración, ráfagas de viento. O –de paso por Granada– este pensamiento cristalino: «Pensé en una poesía de la presencia y en fugaces impresiones que remitían a nódulos de conexión entre el pasado y el presente, focos interconectados de espacio y tiempo cuya topología quizá nunca entendería, pero entre los cuales yo sabía que podían viajar los denominados vivos y los denominados muertos y de ese modo encontrarse». ‘ Marienbad eléctrico’: sin lugar, sin edad, sin género; solo arte, poesía de la presencia, muerte y vida, ese aliento.
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Una novela lírica Periférica publica uno de los textos que Jean Legrand, un gran desconocido, dejó inéditos
LUIS ANTONIO DE VILLENA
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o creo exagerar afirmando que Jean Legrand (1910-1982) es un total desconocido para el lector español como lo fue muchos años para el lector francés. Juan Luis Panero tiene un buen libro de poemas titulado ‘Desapariciones y fracasos’, lo segundo no termina de cuadrar con Legrand, lo primero de alguna manera sí. Legrand era un provinciano nacido en Montpellier –pocos lugares con tantos provincianos como Francia– que sueña con irse a París, a comienzos de los años 30, para vivir el surrealismo (aunque nunca militó en el grupo) y practicar o bañarse en todas las fuentes modernas de la literatura. En París –donde vivió poco más de diez años– se hizo amigo de grandes escritores excéntricos o solitarios, como el suicida y homosexual René Crevel, un grande de la teoría como Georges Bataille y experimentadores en sendas distintas como Raymond Queneau o Henri Michaux… Nadie podría decir que Jean Legrand había elegido mal comienzo. Pero eran tiempos duros y fuera de colaboraciones en revis-
tas, Legrand tardó en darse a conocer. Hubo de esperar a la postguerra para editar una trilogía novelesca que tuvo éxito, ‘Journal de Jacques’ (1946) acaso la más conocida, ‘Jacques ou l’homme possible’ y ‘Aurette et Jacques’ de 1948. Poco después –al comenzar los años 50– Legrand volvió a su tierra natal y aparentemente abandonó la literatura. No tornó a publicar, aunque entre sus papeles se hallaron dos inéditos, la novela ‘Tandis qu’Ulysse vagabonde’ (que vio la luz en 2008) y la que se acaba de traducir entre nosotros –con un artículo del autor que la pronosticaba en 1941– ‘Doble fuga de amor y muerte’ que se sabe escrita en París a fines, muy al final de los años 40. Aunque desde hace mucho todo cabe en la novela,
DOBLE FUGA DE AMOR Y MUERTE Jean Legrand. Trad. Manuel Arranz. Periférica. 53 págs. 10.50 euros
esta no es desde luego una novela habitual y no sólo porque carezca de argumento o este sea un hilo sabido y frágil: El amor de los dos protagonistas Ange y Nin. Casi figuras arquetípicas del hombre y la mujer jóvenes, los capítulos sin numerar son esencialmente fragmentos de una prosa muy lírica, de clara vocación poética, donde se van deslindando los momentos del amor incluida carnalidad y duda, aunque sin abandonar nunca lo alzado y bello de las metáforas: «Y Nin, con la cabeza abandonada en el seno de ella, dejaba que los dos seres que se encontraban allí se fundieran en una sola carne. Y Ange protegía aquella cabeza tumultuosa». Novelita o relato sobre la experiencia del amor, en general, y su riqueza de sentimientos y sensualidades, de algún modo Ange y Nin podemos ser o haber sido todos cuando jóvenes. Estamos ante un texto de mero paladeo lingüístico, con bellezas de prosodia poética. Es de agradable y refinada lectura porque además es muy breve, pero también debemos decir que es inevitablemente un buen texto menor. Quizá los editores para presentar a Jean Legrand hubieran hecho mejor traduciendo ‘Journal de Jacques’. Además la pregunta queda: ¿Por qué un autor bien situado deja de repente o casi la literatura?
Jean Legrand en 1947. :: EL NORTE
Tejados de París desde la basílica del Sacre-Coeur en Montmartre. :: PATRICK KOVARIK-AFP
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DEL CIPRÉS
LECTURAS
Sábado 20.02.16 EL NORTE DE CASTILLA
Para reconciliarnos con la vida Jordi Doce publica una antología con 77 abrochados en suave cadencia rítmica NADA SE PIERDE. POEMAS ESCOGIDOS JORGE DE ARCO
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einticinco años al pie de las letras, parece excelente oportunidad para dar a la luz una compilación que recoja una buena muestra de cuanto el creador ha ido vertiendo en el papel. Y tal es el caso de la antología que me ocupa, ‘Nada se pierde’, de Jordi Doce, bajo el subtitulo de ‘Poemas escogidos (1990 -2015)’. Este gijonés del 67, profesor de escritura creativa, narrador, crítico literario, ensayista y excelente traductor de poesía inglesa y norteamericana –Paul Auster, T. S. Eliot, William Blake, Ted Hughes, Charles Tomlinson,…–, ha editado cuatro libros de poesía: ‘Lección de permanencia’, ‘Otras lunas’, ‘Gran angular’ y ‘Monósticos’. Y de ellos se nutre en su mayor parte este florilegio, que incluye también algún inédito e incorpora textos de su libro de aforismos, ‘Perros en la playa’. «Esta antología es hija de una etapa muy concreta de mi vida, en la que las pesas contrapuestas del entusiasmo y el desencanto han sabido encontrar, por fin, un punto de equilibrio», confiesa Jordi Doce en su ilustrativo epílogo. Dividido en cinco aparta-
dos que se corresponden con «ciclos de escritura claramente diferenciados», el volumen seduce desde sus primeras páginas por ese personalísimo mundo íntimo que el vate asturiano ha ido forjando y donde priman el rigor y el compromiso que debe comportar este género. Sus versos abarcan sugestivas perspectivas, que igual rozan con sobriedad los hilos de la memoria, que batallan sin tregua en las lindes de lo reflexivo, que buscan –y hallan– la materia sensorial más atractiva: «Tan próximo a la médula oscura de este mundo,/ tan ajeno a los sueños y la bondad soñada,/ doy en pensar, o intuyo acaso,/ que demasiada urgencia, demasiada impotencia/ nos llevan a este oficio para cuidar el mundo,/ el cómplice latido del mirar,/ ese distanciamiento que exige toda página/ para reconciliarnos con la vida». La limpidez verbal que atesoran los 77 poemas aquí agrupados, abrochados, a su vez, por una sabia cadencia rítmica y un hábil dominio estrófico, exprimen ese anhelo vital que refiere el sujeto poético y que se extiende a lo largo de estas páginas de férvida existencia. La alquimia de lenguaje y de su son resultan, pues, pilares esenciales en esta íntima singladura, donde anidan protagonistas, instantes y escenas de honda trascendencia, y que cuentan, además,
Paraísos
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l otro día hablaba de distopías. Un género que por una razón y otra, parece fascinar a buena parte del público lector y fílmico. Concluía reflexionando que si bien todas las vertientes de esta literatura del desastre coincide en fantasear sobre en qué pueden acabar algunos males que nos aquejan, y a pesar de la fascinación que ejerce sobre ese público, no muchos recogen o reconocen sus advertencias. Hoy hablaré de la otra cara, la ciencia ficción utópica. Cabe señalar, antes que
nada, que ambas, la distopía y la utopía, son caras de la misma moneda. Se les puede encontrar un parentesco, quizás lejano, quizás inconsciente, con los mitos de salvación y condenación de muchas mitologías y religiones. Lo que se viene a llamar soteriología. La soteriología trata de los rasgos y conductas, virtudes y vicios, que salvan o condenan a un alma en la otra vida. Son pues una advertencia sobre la conveniencia de portarse de una manera y no de otra. Según hagas una cosa u otra te encaminarás a la salvación y la buena-
Jordi Doce. Prensas de la Universidad de Zaragoza. Colección La gruta de las palabras. Zaragoza, 2015. 178 págs. 18€.
y mentiras/ en el altar de la supervivencia./ Cada día que pasa/ construyes la ficción que te guarece/ en la ficción de la supervivencia».
En uno de sus libros de aforismos, editado en el año 2005, ‘Hormigas blancas’, anotaba Jordi Doce: «Escribir, conjurar una cerradura en el aire y mirar por ella». Y por ella, en efecto, sigue observando el autor la realidad que le circunda y que le preocupa; y por ella, abre también sus ojos –dicho queda–, para seguir alentando su fuego y su misterio: las calles desiertas, el azul del aire, la luz incierta, las costuras de los paisajes, el viento de febrero, el color de la noche, el vuelo del gorrión…, van alzándose «por el alto sembrado de los días», y llenando de materia lírica la verdad soñada de quien sabe sentir más allá del parpadeo de las sombras: «La casa como un cuenco/ donde limpias tu espera y tu deseo./ Se arremolina el polvo ante la puerta./ Tuya la blanca perfección del hueso». Un libro, en suma, donde se agradece la heterogeneidad temática de unos textos que se pueblan de albores y hechizos, que se desdoblan sabiamente entre la propia y común identidad, y por los que asoma, incesante, un rumor amante, meditativo, orillado en palabras que se tornan savia y salvación: «Lo profundo es la luz aquí dentro».
estéril, que impone unas duras condiciones de vida, los ocasionales fallos debidos a un cierto fanatismo y rigor burocrático, nos puedan parecer poco apetecible. Pero, al final, cuando la comparamos con la vida subyugada que vive la mayoría de la población del mundo Urras, más fértil, y muy parecido al nuestro, habremos de concluir que en Anarrés por lo menos la libertad y la igualdad son genuinas. Uno se pregunta hasta dónde podría llegar esa sociedad anarquista de contar con los recursos del mundo que orbita. La respuesta la tenemos en la saga de ‘La Cultura’, de Iain Banks. Una de los detalles a los que poca gente ha prestado atención es el hecho de que la gestión de los
recursos de Anarres se lleva a cabo a través de algo que podría ser un antepasado de la inteligencia artificial. En la Cultura son inteligencias artificiales las que gestionan y velan por el bienestar y la libertad de elección –y en la Cultura puedes elegirlo todo, desde la vivienda hasta la forma de tu cuerpo– y la igualdad de cada miembro. Creo que ya he hablado de esta supercivilización libertaria, capaz de emplear cada recurso que el universo le pone a mano, en otras ocasiones. Otro detalle que le hace ser una prima mayor de Anarres, es la ausencia del dinero. Más o menos entre las dos, estarían las novelas de Kim Stanley Robinson. Pero de ellas hablaré la próxima semana.
El poeta y crítico Jordi Doce. :: MARIETA con una renovadora capacidad de contemplación –«cuanto es asombro en la mirada»– que amplía los límites del discurso, convirtiéndolo,
ventura o a la condenación y el infierno. La literatura distópica nos describe el infierno y el camino que lleva a él. La utópica, por el contrario, el paraíso y el modo de conseguirlo. Ambos están en el futuro, y al contrario de sus pares teológicos, de los que nada podemos saber, ambos son más o menos factibles. Además, también al contrario que en la ultratumba, no son eternos: se puede luchar contra el infierno y vencer, y siempre habrá quien pueda amenazar al paraíso. Aquí, por otra parte, no está en juego el destino de algo tan abstracto y posiblemente falto de existencia como un alma individual, sino el de una especie entera, o al menos de su mayor parte. Quizás mi novela favorita
al cabo, en mensaje balsámico y solidario: «Cada día que pasa/ negocias con el gen que te contiene,/ te apoyas en distinto pie,/ sacrificas verdades
EL TALISMÁN DE LA COSTURERA CIRO GARCÍA
entre todas las utopías de ciencia ficción sea la imponderable ‘Los desposeídos’, de Úrsula K. Leguin, que en el original lleva el subtitulo «una utopía ambigua». Más que una utopía propiamente dicha es la semilla de una utopía anarquista. En un principio esa luna de Anarrés, casi
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LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL
Los espejismos del mirofajo Un ameno análisis de las reglas del juego histórico JOSÉ GIMÉNEZ CORBATÓN
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no de los cuentos más conocidos de la extensa colección escrita por el danés Hans Christian Andersen (1805-1875) es sin duda ‘El traje nuevo del emperador’. Sabido es que su autor toma lo esencial de la historia de ‘El conde Lucanor’. Andersen idea otro motivo por el cual los súbditos, y el propio monarca, fingen no ver su desnudez, y no es un palafrenero negro, «que no tenía honra que conservar», quien la pone en evidencia, sino un niño. Se ha citado también la posible inspiración de Cervantes en el mismo texto de don Juan Manuel para componer el entremés ‘El retablo de las maravillas’. Ahora, el novelista Manuel García Rubio imagina una ficción según la cual Andersen habría tomado la historia directamente de un poeta sorabo, de Lusacia, allá por 1834, quien le había contado un hecho real y contemporáneo que Andersen transforma a su gusto, y que supuso el encierro del niño revelador de la apariencia ridícula del monarca en un reformatorio, y de su padre, llamado Kosyk, en una prisión desde la que escribe a su hijo cartas cargadas de reflexiones de índole humanística, histórica, social y política. ‘El mirofajo o las reglas del juego’ está compuesto de un prólogo, en el que el novelista presenta a los personajes, y de treinta cartas de Kosyk al muchacho, cercano a la adolescencia. Esas cartas, siempre según la trama ideada por García Rubio, habrían sido halladas hace poco más de una década en unas obras realizadas en el antiguo reformatorio de Brandeburgo, donde el chico permaneció enclaustrado, «en el falso techo del refectorio del inmueble, cuidadosamente envueltas en tela de esparto». Estamos pues en 1834, cuando, como recuerda Julio Anguita en el epílogo a
Manuel García Rubio. :: DAVID ARRANZ-ICAL
esta edición de la novela, acertadamente titulado con la máxima horaciana «Enseñar deleitando», la Francia de Carlos X y, aún en fecha más reciente, la de Luís Felipe de Orleáns, habían dado al traste con los principios republicanos de la Revolución al optar la burguesía por la defensa de sus privilegios de clase mediante el apoyo a la restauración monárquica. Kosyk, en sus cartas, defiende los del estamento del que forma parte (se trata de un terrateniente y fabricante de calzado, por lo que se inserta al mismo tiempo en la vieja categoría de propietario de la tierra, y en el naciente mundo industrial), y trata de transmitir a su hijo esa mentalidad en aras de la pervivencia de lo heredado, del universo, según él merecido, que perpetúa la hegemonía de los Ricos frente a los Pobres. Pero, al mismo tiempo, narra a su joven vástago las ideas de un compa-
EL MIROFAJO O LAS REGLAS DEL JUEGO Manuel García Rubio. Ilustraciones de Luis Pérez Ortiz y epílogo de Julio Anguita, Barcelona, Los Libros del lince, 2016, 201 páginas, 17,90 euros.
ñero de celda, y de un carcelero que se esfuerza en hacerles la vida de prisión más llevadera, expresivamente llamados Karl y Friedrich. Ellos representan las nuevas ideas, la defensa del Cuarto Estado (’el pueblo llano’), y contribuyen a preparar la inminente revolución que se avecina. Analizan la historia del hombre como un permanente enfrentamiento entre la Esfera de la Experiencia –la vida real, física, del quehacer y de la lucha por la supervivencia, individual y colectiva– y la Esfera de lo Nombrado, es decir, las palabras, los discursos, toda clase de invenciones, las religiones y las iglesias incluidas, que los Poderosos presentan como inevitables e inamovibles para someter, a lo largo de la historia, a quienes necesariamente han de permanecer por debajo de ellos. García Rubio ha ideado un final bastante sorprendente –aunque lógico– que la mayoría de los lectores no nos esperamos. Aconsejo pues que nadie lea, antes de tiempo, la última carta. El ‘mirofajo’ representa precisamente uno de esos términos ideados desde la Esfera de lo Nombrado, del maremagno de invenciones pergeñadas para solazar y privar de lucidez al sometido. Lo resume muy bien Anguita en el citado epílogo: «La tensión entre lo que el autor-narrador denomina ‘la Esfera de la Experiencia’ y ‘la Esfera de lo Nombrado’ es la existente entre, por un lado, la razón, la lógica y lo evidente y, por otro, la irracionalidad, la alienación y la ideología como velo deformador de lo real-concreto». El novelista ha tenido la extraordinaria habilidad de componer su discurso de un modo ameno y muy sugerente, preñando las cartas de cuentos ejemplares que emulan los de corte tradicional, a modo de parábolas o de ejemplos con, en ocasiones, más de una deriva reflexiva. Pérez Ortiz ha ilustrado algunos de ellos con gracia y notable gusto. Ni que decir tiene que esta original novela reúne y nos recuerda enseñanzas que guardan una enorme actualidad.
El quijotesco caso del mono Octavio y sus amigos de primaria :: V. M. NIÑO La lectura obligatoria de ‘El Quijote’ tiene quijotescas consecuencias en este libro de Gabriel García. Presentada con la esquina superior derecha mordisqueada y con la palabra caníbal en el título, la editorial avisa de la comilona literaria que contiene la obra. La clase de Leo y Rubén ha ido a pasar el día al zoo. Leo se da cuenta de que al día siguiente hay que llevar leído el clásico cervantino pero él no ha empezado. Buscará un refugio entre las jaulas de los animales para sumergirse en sus páginas. Pero le sale un mono lector que le arrebata el libro. A partir de ahí se suceden las aventuras del ‘club de los caníbales’. Octavio es el chimpancé protagonista, el que somatiza la lectura viviendo su transformación en Don Quijote. Pero las aventuras literarias no son del gusto de dos mafiosos que persiguen al animal y que intentarán engañar a los niños para
que se lo entreguen. Octavio, el personaje llamado a atraer la atención de los lectores, les avisa: «El libro me sacó del estado de idiotez en el que estaba». Ese parece ser el ‘leit-motiv’ de los personajes de Gabriel García, la palabra cervantina cambia su mundo. Primero por el trabajo escolar que afecta a toda la clase y en particular a los dos niños perseguidos por su
EL CLUB DE LOS CANÍBALES SE ZAMPA A DON QUIJOTE Gabriel García de Oro. Ilustraciones de Purificación Hernández. Editorial Anaya. 208 páginas. 10 euros. A partir de 9 años.
relación con ‘Monkeyjote’, nuevo nombre de Octavio. No solo el ‘atrezzo’ hace al personaje, también comienzan a introducir expresiones del castellano del XVII, a vivir esa extraña e importante relación de Don Quijote con los libros y a caminar en la fina linde que separa la realidad de la imaginación, de la creación literaria. A medida que avanza el texto, más quijotescos son todos para acabar en una clase en la que todos son personajes de las aventuras del arquetipo cervantino. En el año de la conmemoración de la muerte de Cervantes sigue vivo el gancho editorial de todo lo que tenga que ver con él. Acercarse a los clásicos, aunque sea a partir de un atracón de sus letras por vía estomacal, nunca está de más, así como buscar nuevas formas para abrir el gusto por ellos a los niños de hoy. Las desenfadas ilustraciones de Purificación Hernández completan el volumen.
Stendhal y el exotismo ibérico :: V. M. N. Hubo un tiempo en el que lo o exótico, lo ignoto, lo desco-o, nocido, casi casi lo africano, comenzaba de Pirineos paraa nabajo. Nuestros vecinos franceses sentían una empatíaa cultural con sus vecinos sui-zos, alemanes o flamencoss n que no experimentaban con los españoles. El paso de lass tropas napoleónicas por la Pe-o. nínsula vino a ratificárselo. Fueron varios los artistas ga-n los del XIX que reflejaron en isus disciplinas su peculiar mirada a España. rStendhal (1783-1842) participa de esa corriente. Ga-dir publica su cuento ‘El arcaa y el fantasma. Aventura es-pañola’, ilustrado por Estherr d Saura. Granada es la ciudad elegida, un comisario celo-so, una jovencita entregadaa a un matrimonio de conveniencia y un joven soldado enamorado, los protagonistas, y un aire casi medieval, el que respira el relato del escritor francés. Stendhal elige la España de los miedos inquisitoriales, de los machos ibéricos y de las mujeres sometidas. Pero también un lugar en el que la amistad, la lealtad y la conmiseración contrarrestan esa negrura. Inés es la joven casada con Don Blas y en eterno anhelo de su Fernando. La
aventura con el arca y el fantasma centra la acción que solo busca salvar al amante recién aparecido. El escritor abre muchas puertas posibles para el final del entuerto pero la elegida será definitiva. La sangre derramada culpa a los crueles y santifica a los amantes.
EL ARCA Y EL FANTASMA Stendhal. Ilustraciones de Esther Saura Múzquiz. Gadir. 70 páginas. 9 euros. A partir de 12 años.
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uando decimos de alguien que es puntual, nos referimos a que hace las cosas en el tiempo o plazo debido o convenido, sin retraso ni demora, y en especial si llega a un lugar exactamente a la hora debida o convenida. Lo contrario, es decir, hacer las cosas más tarde del tiempo o plazo debido o convenido, con retraso, o llegar a un lugar más tarde de la hora debida o convenida, es ser impuntual. Si, por ejemplo, una empresa paga a tiempo, podremos decir de ella que es puntual en los pagos. Con un significado semejante al anterior este adjetivo se utiliza para designar algo que llega o se produce en el tiempo o plazo debido o convenido. Un tren que siempre llega a la hora fijada, sin retraso, es un tren puntual; y si ha llovido a principios de otoño, podemos decir que las lluvias otoñales han llegado puntuales. Hasta aquí, estos significados tienen que ver con el momento temporal. Incluso algunas veces funcionan como equivalentes de la locución ‘a tiempo’, expresión con la que se indica que algo se hace en el momento oportuno o cuando todavía no es tarde. Pero la mayoría de las veces, implícitamente, designan un momento anterior. Por ejemplo, si le digo a alguien que no se preocupe, que llegaré puntual a la cita, es posible que presuponga que llegaré con antelación. Si le pido a alguien que venga puntual, es muy probable que entienda que le estoy pidiendo que venga pronto o antes de la hora. Esto favorece el uso de ‘puntual’ en vez de ‘pronto’. Hay gente a quien le gusta estar en el trabajo un poco antes de la hora fijada, o llegar con suficiente tiempo de antelación a los eventos. Y dirán que les gusta llegar puntuales al trabajo o que han llegado puntuales al concierto (en vez de pronto). Pero ‘puntual’ tiene otros significados que no tienen que ver directamente con el tiempo. Se emplea para designar algo aislado o concreto, limitado a un caso individual, o bien para
USO Y NORMAS DEL CASTELLANO MARÍA ÁNGELES SASTRE PROFESORA DE LENGUA ESPAÑOLA EN LA UVA
SOBRE EL ADJETIVO ‘PUNTUAL’
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referirse a algo exacto y detallado. Con estos significados se usa bastante en la actualidad, aunque muchos hablan de un uso abusivo. Algunos de estos significados son coincidentes con los del adjetivo ‘concreto’, concretamente (valga la redundancia) ‘preciso’, ‘detallado’, ‘determinado’ o ‘bien delimitado’. Esta es la razón por la que ‘puntual’ aparece en contextos antes reservados a ‘concreto’: ‘En su entrevista dijo una cosa muy puntual y el periodista interpretó lo que quiso’; ‘La policía necesita información puntual de lo que pasó, sin especulaciones’; ‘Busco un libro muy puntual de este autor, pero no recuerdo su título’; ‘En esta imagen puntual se aprecia la degradación del cambio de color’; ‘Los órganos son estructuras formadas por la asociación de diversos tipos de tejidos que se encargan de realizar ac-
tos puntuales’; ‘Se levantó en un momento puntual de la sesión para replicar al ministro’; ‘La industria apenas ha experimentado mejoras salvo en casos puntuales’; ‘La sociedad tiene una imagen del crimen distorsionada a través de estereotipos que se corresponden con crímenes puntuales y llamativos’; ‘Esto no acontece por casualidad ni por un hecho puntual’. Hagan la prueba: sustituyan en estos enunciados ‘puntual’ por ‘concreto’ y notarán que las diferencias de significado (si es que las hay) son muy difíciles de apreciar. Amando de Miguel, en su libro ‘La perversión del lenguaje’ (1994), una colección de artículos sobre la lengua española, ya criticaba este uso: «Otra palabreja que detecta en seguida la pertenencia a la cofradía de los poderosos es ‘puntual’. No hay aquí tampoco invención, sino abuso y afectación. Calificar a un problema, una dificultad, un suceso cualquiera de ‘puntual’ equivale a decir que el sujeto en cuestión no le da mayor importancia. Un grave accidente aéreo, la subida brusca de los precios, una tumultuosa huelga, la quiebra de una gran empresa, todos ellos son eventos ‘puntuales’. Frente a ese carácter de meros ‘puntos’ aislados está la trayectoria continua que significa la instalación en el poder del que emite alguno de esos dictámenes. Esa es la realidad firme, segura, inamovible». ¿Es incorrecto este uso? No. La RAE, en el ‘Diccionario panhispánico de dudas’, se pronunció al respecto: «No hay por qué censurar su empleo, muy extendido hoy, con el sentido de ‘aislado o concreto, limitado a un caso individual’». Y en la última edición del ‘Diccionario de la lengua española’ (2014) ha reorganizado las acepciones de esta palabra con respecto a la edición anterior (2001) y ha añadido una, la que nos interesa aquí: «Ocasional, que se produce de manera aislada frente a lo habitual: Acción, carácter, colaboración puntual».
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Palmeras en la nieve. Luz Gabás (Booket)
Historia de un canalla. Julia Navarro (Plaza&Janés)
Huérfanas de Brooklyn J. Lethem (Random House)
Historia de un canalla Julia Navarro (Plaza&Janés)
Martina con vistas al mar. Elisabet Benavent (Suma).
Un perro. Alejandro Palomas (Destino)
El punto ciego. Javier Cercas (Random House)
Oye, morena ¿Tú qué miras?. M. Maxwell (Planeta)
La luz que no puedes ver. A. Doerr (Suma)
Todos nuestros ayeres. Natalia Ginzburg (Lumen)
El hermano del famoso Jack B. Trapidol (Asteroide)
El caso Eden Bellwether. B. Wood (Duomo)
La chica del tren. Paula Hawkins (Planeta)
El capitán del arriluze. Luis de Lezama (Plaza&Janés)
La víspera de casi todo Víctor del Árbol (Destino)
Los besos en el pan. Almudena Grandes (Tusquets)
Cuéntame esta noche. M. Maxwell (Booket)
El monstruo de colores. Anna Llenas (Flamboyant)
El gran libro del Reino de la... G. Stilton (Destino)
El cazador de la oscuridad D. Carrisi(Duomo)
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El nombre de Dios es misericordia. Francisco (Planeta)
Ante todo no hagas daño. Henry Mars (Salamandra)
Insumisos. Tzvetan Rodorov (Galaxia Gutenberg)
Superpoderes de éxito.... Magomore (Alienta)
La magia del orden. Marie Kondo. (Aguilar)
La cocina sana para disfrutar. Isasaweis (Anaya)
Roba este libro. Abbie Hoffman (Capitán Swing)
El libro negro del Vaticano. E. Frattini (Espasa Calpe)
El factor Churchill Boris Johnson (Alianza)
Superpoderes de éxito José Luis Izquierdo ( Alienta)
Las mil caras de Anonymus. G. Coleman (Arpa)
Impresiones provinciales J. J. Lozano (Confluencias)
Superpoderes de éxito para... J. L. Izquierdo (Alienta)
Felipe el Hermoso. D. Botello (Oberon)
Euforia Lily King (Malpaso)
Agujetas en las salas. Dani Rovira (El País Aguilar)
La matanza de Atocha. Joge M. Revertel (La Esfera)
En movimiento. Una vida. Sacks Oliver (Anagrama)
El muerto en 1 m. para niños Bartolomew (Blume)
La realidad no es.... Carlo Rovelli (Tusquets)
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PUNTO Y LÍNEA SEGOVIA
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Paris-Austerlizt. R. Chirbes (Anagrama)
Los besos en el pan. Almudena Grandes (Tusquets)
Historia de un canalla Julia Navarro (Plaza&Janés)
Los besos en el pan. Almudena Grandes (Tusquets)
La guitarra azul. John Banville (Alfaguara)
París-Austerliz Rafael Chirbes (Anagrama)
París-Austerliz. Rafael Chirbes (Anagrama)
La isla de Alice. Daniel Sánchez (Planeta)
Donde la Vieja Castilla... Avelino Hernández (Rimpego)
El bar de las grandes esperanzas. Moehringer (Duomo)
La víspera de casi todo. E. Del Árbol (Destino)
París-Austerliz. Rafael Chirbes (Anagrama)
Farándula. Marta Sanz (Anagrama)
Historia de un canalla Julia Navarro (Plaza&Janés)
Los besos en el pan. Almudena Grandes (Tusquets)
El último adiós. Kate Morton (Suma)
Los diarios de Emilio Renzi. R. Piglia (Anagrama)
La chica del tren. Paula Hawkins (Planeta)
La luz que no puedes ver. A. Doerr (Suma)
Hombres desnudos. A. Giménez Barlett (Planeta)
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Contrapoder. VV AA (Roca/Eldiario.es)
Emocionario. Romero/Núñez. (Palabras Aladas)
Sermón de dejar de ser. García Calvo (Lucina)
La Guerra Civil para jóvenes. Pérez-Reverte (Alfaguara)
Avaricia. Fittipaldi (Foca)
Estado de crisis. Zygmunt Bauman. (Paidós)
La búsqueda de la lengua... Umberto Eco (Crítica)
En movimiento. O. Sacks (Anagrama)
En movimiento. O. Sacks (Anagrama)
Combate en la montaña Wifredo Román (Aruz)
Avaricia. Emiliano Fittipaldi (Foca)
Yo fui a EGB. J. Ikaz y J. Díaz (Plaza&Janés)
Estado de Crisis. Zygmunt Bauman (Paidós)
Cocina para disfrutar. Isasaweis (Anaya)
La medicina todo lo cura. Iborra (Martínez Roca)
A mi manera. K. Arguiñano. (Planeta)
La Gran Guerra. Mª Isabel Bringas (U.P. Burgos)
La Guerra Civil contada... A. Pérez Reverte. (Alfaguara)
El tiempo entre suturas. S. Gallardo (Plaza&Janés)
333 historias de la Transición. C. Saltés (La Esfera)
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Sábado 20.02.16 EL NORTE DE CASTILLA
Las flores insolentes ORTIGAS A MANOS LLENAS SARA MESA
H
ay veces en que ciertas frases despegan de los libros. Es como si tuvieran fuerza propia, como si escaparan del papel –y hasta de su contexto– y se pusieran frente a los ojos del lector para formar parte de su vida. Son fogonazos, iluminaciones, auténticas sacudidas o, como decía el gran Roberto Artl, «un ‘uppercut’ en la mandíbula». Me pasó recientemente leyendo ‘Los hijos de Nobodaddy’, la trilogía del escritor alemán Arno Schmidt, una brillante y arriesgada aproximación a los totalitarismos europeos –y muy en especial al nazismo–, narrada sarcásticamente desde la irracionalidad y el absurdo. La frase en cuestión pertenece al primer volumen de la trilogía, ‘Momentos de la vida de un fauno’ (1953), y es enunciada por el funcionario Düring, alter ego del propio autor. Düring desprecia el régimen del Tercer Reich, a su mujer e incluso a sus hijos –cómicas víctimas del adoctrinamiento ideológico– y sólo encuentra consuelo en la literatura y el amor a su joven vecina. Pues bien, para Düring, «todo escritor debería recoger a manos llenas las ortigas de la realidad y mostrárnoslo todo: las raíces negras y viscosas, los tallos verdes y venenosos, las flores insolentes». De inmediato, tuve que subrayar la frase. De inmediato, supe que se quedaría conmigo mucho tiempo. Aquí hay que hacer mención al traductor, Luis Alberto Bixio, aunque todo traductor de Schmidt es heroico –Fernando Aramburu me comentaba, que tras haberlo traducido, él mismo se había convertido en un escritor dife-
rente–. Porque en esta cita, es evidente, cada palabra cuenta. La realidad incluye ortigas –produce urticaria, es áspera y dañina– y el escritor debe recogerlas a manos llenas –esto es, usando sus propias manos, estropeándose la piel, perjudicándose–, para mostrarnos las raíces viscosas, los tallos venenosos, las flores insolentes… La realidad es viscosa, contiene veneno e insolencia. ¿Pesimismo? Yo no lo llamaría así. Más bien perspicacia y también valentía, porque con esta regla el escritor se expone al rechazo no sólo del lector, sino también de la sociedad de su época, que lo juzgará incluso sin haberlo leído. Que leer no sea una actividad frecuente hoy día es muy lógico. Leer cuesta trabajo, leer duele. O, al menos, leer ciertos libros duele, rasga… escuece. ¿Siempre ha de ser así? No necesariamente. Y sin embargo, creo indispensable que existan escritores dispuestos a hundir sus propias manos en las ortigas. Los que optan por hacerlo –por hacerlo de verdad, sin imposturas y
«La realidad incluye ortigas y el escritor debe recogerlas para mostrarnos las raíces viscosas, los tallos venenosos, las flores insolentes...» Arno Schmidt, en 1964. :: DPA
Agota Kristoff. :: ATILA KOVACS
Thomas Bernhard.
no por el impulso de sumarse a absurdas modas– siempre son dignos de admiración, sobre todo porque a menudo se enfrentan a su propia y dolorosa biografía. El mismo Arno Schmidt fue un refugiado que sufrió en sus carnes la violencia y el hambre: sabía de lo que hablaba. Otro caso sobrecogedoramente incómodo, también de raíces biográficas, es el de la húngara Agota Kristof, que en ‘El gran cuaderno’ (1986) despliega una literatura de la crueldad y el horror de la guerra a través de una prosa fría y desnuda de artificios: pura conmoción. Algunas editoriales rechazaron su obra aduciendo que no habría lectores capaces de soportar tanta dureza. Como se demostró más tarde, con traducciones a decenas de idiomas, estaban muy equivocados. Kristof llegó a decir que no le interesaba la literatura; lo que ella escribía era otra cosa. «¿Que es duro? También lo es la vida», solía afirmar. Defendía la obra de Thomas Bernhard, otro gran insolente, que en ‘El origen’ (1983) retrató el auge del fascismo en Austria que él padeció de niño, atizando también, de paso, al catolicismo, al espíritu del pueblo, a todas las estructuras sociales. Kristof decía de él: «Ya sé que es despiadado, pero por eso me hace reír, porque cuenta las cosas como son». Las cosas como son: muchas veces, en el afán de fijarlas y mostrarlas al lector se confunde este hecho de coger ortigas a manos llenas con un realismo-espejo, cuando no directamente con un costumbrismo levemente crítico, pero insulso. Nada más lejos de este propósito, ni más anestésico: el escritor que se limita a registrar su mundo no se hiere las manos. En ocasiones, incluso, no hace más que sumarse a cierta ideología crítica dominante: el consuelo de saberse entre los comprometidos, entre «los buenos». No es, desde luego, lo que hicieron los autores mencionados. Schmidt, Bernhard, Kristof: los tres sometieron a procesamiento literario su experiencia, su visión del mundo, su osadía temática, y crearon mundos propios, estéticamente apabullantes, de una universalidad indiscutible. Los tres, por cierto, fueron individualistas, escépticos, ateos. La crítica que subyace en sus libros es mucho más potente que la de los escritores mal llamados «políticos» porque, como dijo VilaMatas recientemente al referirse a ‘El proceso’ de Kafka, no está expresada directamente en sus obras, sino que es inmanente a su forma, está en su esencia. Esta literatura fue –es– como las ortigas: áspera, viscosa, venenosa, insolente... y sigue igual, y seguirá, pasado el tiempo.
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LA SOMBRA DEL CIPRÉS
Sábado 20.02.16 EL NORTE DE CASTILLA
Director: Carlos Aganzo Coordinadora: Angélica Tanarro
E
l camino descendía hasta el arroyo y luego se adentraba en el bosque, con sus árboles altos y su misteriosa profundidad. La hierba, protegida por las frondosas ramas, siempre estaba empapada de rocío y las flores la salpicaban formando pequeños grupos que cabeceaban con la brisa. Y ella le empezaba a escuchar. Primero sus pasos leves y el ruido que hacía entre las ramas al moverse y, luego, el sonido delicado y profundo de su respiración. Llevaban dos semanas así. Al principio, ella había sentido miedo, pues aquel era un lugar muy solitario y, de haber necesitado ayuda, nadie habría oído su llamada de auxilio, pero enseguida supo que no corría peligro y que la criatura que acudía a su encuentro no quería hacerle ningún daño. Puede que estuviera tan asustada como ella. Un día empezó a verle. Se trataba de un ciervo macho. Era muy joven, pues apenas le habían crecido los cuernos, y la miraba fijamente con aquellos ojos redondos que parecían bañados en miel. Ella hacía ese camino para ir a por leche, y decidió darle de beber. Vertía un poco de leche en la tapadera de aluminio y se retiraba unos pasos, pues no quería imponerle su presencia. Cuando volvía, la leche había desaparecido. Una vez regresó antes de tiempo y le sorprendió mientras bebía. Era muy hermoso y, antes de huir, alzó su cabeza perfecta y con los belfos manchados de leche se la quedó mirando un instante, como si le dijera que ella también pertenecía a aquel lugar, que era parte del bosque. No hablaba con nadie de estos encuentros. En realidad no tenía muchos amigos. Su padre había muerto en la serrería y vivía sola con su madre, que tenía que trabajar a todas las horas para que pudieran tener de comer y un poco de carbón para la estufa cuando empezaban los fríos inviernos. Se pasaba el día sin apenas salir de casa. A la escuela no la gustaba ir pues los otros niños se reían de ella. Era a causa de su pie. Había nacido con un pie extraño que más que un pie humano parecía la pezuña de un animal. Pie equino, ese era el nombre que le daban los médicos. Tenía que llevar unas botas especiales, unas botas que valían una fortuna y que muchas veces, para que no se la estropearan, se quitaba y llevaba en la mano. Cuando llegaba al bosque, sobre todo, le gustaba quedarse descalza, pues nada amaba más que el contacto de sus pies desnudos sobre la arena y la hierba. Una noche, estando en su casa, sintió ruidos y, al asomarse al exterior, vio al ciervo. Le había seguido hasta el pueblo y permanecía con los ojos fijos en su ventana, aunque al
:: ILUSTRACIÓN BEATRIZ MARTÍN VIDAL
La muchacha y el ciervo ver encenderse la luz enseguida desapareció en la oscuridad. Hubo más noches como esa. Ella se asomaba a la ventana y veía al ciervo merodeando por los alrededores de su casa. A veces se acercaba a la puerta y la abría muy despacio, tratando de aproximarse a él, pero el ciervo huía cuando se daba
cuenta. Se metía en la cama y pensaba en lo que tenía que ser poder seguirle sin que le tuviera miedo. Y en esos sueños siempre se veía a ella misma como un pequeña cierva que corría feliz al lado de su amigo. Entonces empezaron las transformaciones. Primero fue
aquel sonido extraño que de pronto le salía de la garganta, y que interrumpía el curso de sus palabras, llenándola de una indescriptible felicidad. Luego, la creciente dureza de sus manos y pies y aquella pelusilla que se extendía por todo su cuerpo, oscureciendo su piel. Además, sus sentidos se agu-
DÍAS FELICES GUSTAVO MARTÍN GARZO
dizaron. Iba por el bosque y percibía sonidos y olores en los que nunca había reparado. El ruido que hacían sobre la arena las patas de los conejos, las carreras de las perdices entre las espigas, la respiración acechante y agónica de los búhos. Una de esas tardes, el ciervo no se apartó al verla y estu-
vieron caminando juntos a varios pasos de distancia. Al día siguiente aún le dejó acercarse un poco más y así, apenas una semana después, pudo caminar a su lado y hasta acariciarle y abrazarse a su cuello. Y eso fue lo que empezaron a hacer, se encontraban en aquel lugar solitario y se internaban juntos en el bosque, que se abría ante ellos como un jardín nuevo en el que todo parecía por estrenar. Fue en esos días cuando ella desapareció. Todos la estuvieron buscando hasta que dieron con sus vestidos y sus botas, y pensaron que la habían matado los lobos. Y así pasó el verano y llegó un nuevo otoño y un nuevo invierno. Hacía ya mucho frío cuando el guardabosque se encontró una tarde con un leñador en lo alto de la colina. Se conocían desde hace muchos años, y siempre que se veían aprovechaban para hablar un rato y fumarse juntos un cigarrillo. Había caído la primera nevada y las ramas de los árboles estaban cubiertas de nieve. Una suave brisa las hacía mecerse como grandes bandejas de espuma. A lo lejos vieron un ciervo. -¿Te has fijado? -Es el ciervo del Bosque Negro. Se ha transformado en un hermoso ejemplar. El ciervo lanzó un fuerte bramido y una delicada cierva emergió de la maleza y se acercó hasta poner el hocico sobre su lomo. Se fijaron que cojeaba levemente. –Sí –dijo el leñador–, y parece que ha encontrado una compañera. –Me alegro por ellos. El invierno es largo y duro y podrán darse calor y complementarse. Unos kilómetros más abajo, a esa misma hora, un chico y una chica paseaban por el parque de su pequeña ciudad. Eran muy jóvenes, y la chica llevaba un libro bajo el brazo. Como era Navidad, habían puesto hileras de bombillas entre las ramas de los árboles. Las luces brillaban sobre la nieve como pequeñas islas. Todo estaba en silencio, pero era a la vez como si escucharan a su alrededor una música muy dulce. Los chicos se sentaron en un banco. Llevaban gorros y guantes de lana, y el frío no parecía importarles pues se reían por cualquier cosa. Sus alientos formaban una nube de vaho alrededor de sus cabezas que parecía la vida que les sobraba. Estaban enamorados. La chica abrió el libro y estuvo buscando algo en sus páginas. Su cara parecía una luna pequeña bajo la gran luna blanca que flotaba en el cielo. –Fíjate lo que pone aquí –le dijo a su amigo, señalando con el dedo una frase–: «Conviértete en otro por amor a mí». Y, mirándole fijamente, le preguntó con una sonrisa: –¿Tú crees que es posible?