Recuerdos de un espía

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Sábado, 08.10.16 Número CCXLIV

SOMBRA CIPRES LA

DEL

Recuerdos de un espía ‘Volar en círculos’, las esperadas memorias de John Le Carré, un paseo a fogonazos por su biografía [P2]

:: GUIDO MANUILO


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DEL CIPRÉS

EL ESPÍA RECUERDA

Sábado 8.10.16 EL NORTE DE CASTILLA

Slim Pickens, durante el rodaje de la película ‘¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú’ (1964) de Stanley Kubrick. :: AP

Algo más que un género de ficción Las novelas de Le Carré sobre el espionaje de la guerra fría reflejan la convulsa realidad mundial de los sesenta

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os años sesenta, en los que John le Carré comenzó a publicar sus primeras novelas de espías de la guerra fría, son años de una inmensa convulsión mundial. Acostumbrados como estamos a vivir la actualidad bajo la amenaza perma-

nente del terrorismo islámico, en ocasiones nos resulta difícil recordar que tras el desastre de la Segunda Guerra Mundial el planeta estuvo a punto de sumergirse en un tercer gran conflicto, con la pugna de las dos grandes potencias del momento, los Estados

CARLOS AGANZO

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Unidos y la Unión Soviética, por el control del mundo. De hecho, los casos fabulados por Le Carré entre 1960 y 1970, en novelas como ‘Llamada para el muerto’, ‘Asesinato de calidad’, ‘El espía que surgió del frío’, ‘El espejo de los espías’ o ‘Una pequeña ciu-

dad de Alemania’, no son nada comparados con la realidad del momento. Sobre los incontables testimonios de espionaje tecnológico en la carrera espacial de las superpotencias, las páginas de los periódicos de entonces reflejaban con estremecimiento episodios como el desembarco fallido de Bahía de Cochinos y la posterior crisis de los misiles, o el derribo del avión espía norteamericano U2 sobre cielo soviético. El «teléfono rojo» es algo más que un símbolo de lo que estuvo a punto de suceder y por fortuna no sucedió. Mientras Estados Unidos vivía su propia conmoción con los asesinatos políticos de los Kennedy, Malcolm X o Luther King, con el movimiento ‘hippie’ y las grandes manifestaciones contra la guerra de Vietnam, Europa se indignaba con la Primavera de Praga, y el Mayo del 68 de París terminaba provocando la dimisión del mítico general De Gaulle. En los años del Concilio Vaticano II, Francia y Alemania empezaban de manera sintomática a tratar de cerrar las heridas de la guerra mundial, lanzando los primeros lazos de lo que después sería la unión europea, y en medio de tal marasmo este último país, el gran derrotado el conflicto, obraba ante los ojos del mundo el milagro de convertirse, apenas en dos decenios, en la tercera economía del planeta, detrás de Estados Unidos y Japón... Nada que ver, por cierto, con el Reino Unido de aquellos años, donde los teóricos vencedores del nazismo veían derrumbarse ante sus ojos los últimos vestigios del viejo imperio británico, sufrían como consecuencia de ello una inmigración masiva de indios, pakistaníes y caribeños, y eran incapaces de mantener su industria al ritmo que marcaban los grandes competidores del momento. La Inglaterra en la que John le Carré consolidó los estándares de la novela de espías de la guerra fría era la misma que había visto nacer y separarse a Los Beatles, la que construía viviendas sociales para trabajadores con índices de alcoholismo cada día mayores, la que enseguía terminaría desembocando en las grandes huel-

El «teléfono rojo» es algo más que un signo de lo que estuvo a punto de suceder y no sucedió

gas que destrozarían el país en los setenta; el Reino Unido de los ingleses flacos, de las verduras hervidas y los ríos de cerveza en los pubs: el que trataba de escamotear el sufrimiento de sus clases bajas con el viejo esplendor de los ‘oxonians’, los egresados de esa universidad de Oxford que produjo doce santos y veinte arzobispos de Canterbury, y de la que seguirían saliendo todavía nuevos inquilinos del 10 de Downing Street, hasta complear una nómina de 26, incluidos los tres últimos: Blair, Cameron y Theresa May. Es en este caldo de cultivo, tan profundamente marcado por los contrastes, en el que David John Moore Cornwell pasa de ser profesor en Eton a espía del Partido Comunista británico, y enseguida a diplomático al servicio de Su Majestad y en realidad agente de información en Bonn; y sólo un poco más tarde, sobre todo tras el éxito de ‘El espía que surgió del frío’, a convertirse en el gran John le Carré. Uno de los clásicos de este género –al lado de nombres como los de Tom Clancy, Irving Wallace, Ken Follett...–, que hoy nos parece de ciencia ficción, pero que entonces formaba parte de la más estricta realidad de los ingleses, los americanos, los rusos, los europeos del momento. Cuando la Academia Sueca decidió conceder el Premio Nobel de Literatura al gran poeta ruso Joseph Brodsky, en 1987, John le Carré estaba precisamente comiendo con él. Gorbachov era entonces secretario general del Partido Comunista de la URSS y el género de la guerra fría estaba en pleno auge. Un año antes, de hecho, el británico había publicado con éxito ‘Un espía perfecto’. Dos años después caería el Muro de Berlín.


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David John Moore Cornwell (Pool, Dorset, Inglaterra, 1931), conocido en el mundo literario como John le Carré, vuelve al primer plano de la actualidad y esta vez no por una siempre esperada por sus seguidores nueva novela, tampoco por la última adaptación al

cine de uno de sus artefactos literarios con espías y secretos de las altas esferas sino porque, por fin, el ex miembro del cuerpo diplomático británico ha echado la vista atrás y en ‘Volando en círculos’ ofrece sus esperadas memorias, las de un caballero inglés.

Una buena vida EDUARDO ROLDÁN

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or británico, por miembro del Servicio Secreto y sobre todo por carácter, Le Carré viene practicando el ejercicio del silencio desde que comenzó a publicar novelas hace más de medio siglo y el ciclón de la fama lo colocase en una peligrosa posición de la que, sin embargo, ha sabido en buena medida protegerse y hasta sacarle partido; la fama le ha abierto puertas que sin ella jamás, pero esos encuentros a los que le ha dado acceso los ha utilizado esencialmente como activos literarios, territorios de los que extraer la materia que necesita para seguir con lo que de verdad le importa, la narrativa de ficción. El que esta narrativa explore el mundo oculto y fascinante –más fascinante en cuanto que oculto– de los servicios de inteligencia, el espionaje internacional y los secretos de Estado, todos esos hilos grises que ni un comando de Snowdens sería capaz de sacar a la luz, y que lo explore con conocimiento de causa, ha llevado, desde el seísmo editorial que supuso ‘El espía que surgió del frío’, a que la gran mayoría de lectores no dejase de hacerse La Gran Pregunta: ¿qué parte de lo narrado es real? (Eso cuando no daban por sentado que todo lo era.) Por ello el anuncio de la publicación de sus memorias se recibió con tanta euforia en el público de a pie –«¡Por fin la respuesta!»– como temor

en las altas esferas –«Dios Santo, ¿y si cuenta aquello de…?»–. Quien espere una sucesión de chismes venenosos sobre las bambalinas del poder o un ajuste de cuentas con quienes le han dado la espalda por el mero hecho de decir lo que tenía que decir –y por haber tenido éxito–, se puede ahorrar los euros. En los escasos episodios en que relata una fricción personal, Le Carré tiene la elegancia moral de no citar los nombres de los resentidos más que cuando la fricción es ya conocida, pero tampoco es pusilánime: no se desdice de lo que escribió en su momento cuando le sigue pareciendo que lo dijo como debía. Tampoco espere el lector grandes e indignantes revelaciones de material clasificado, ni la exposición de las miserias íntimas de Arafat o Gorbachov o Richard Burton: no se desnuda a ningún rey. Le Carré, como buen caballero inglés, mantiene las promesas de confidencialidad aun muerto el promitente. Y en cuanto a La Gran Pregunta, el que el caballero escriba con seudónimo ya debería sugerir el sentido de la respuesta. ¿Qué trascendencia tiene que Smiley sea una creación basada en un solo hombre, en tres o en ninguno? ¿Qué que en la realidad los terroristas palestinos matasen o no al abuelo en que se inspira Charlie, ‘La chica del tambor’? ¿Es menos verdadera la novela si el asesinato motivacional es una invención? Las obras de ficción son productos autónomos, destilados, cuya verdad trasciende la de los hechos aunque se apoye en estos. El interés que presenta ‘Volar en círculos’ no es el del in-

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John le Carré, durante una visita a Barcelona hace unos años. :: GUIDO MANUILO


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ventario y cotejo entre lo narrado y lo acontecido sino cómo se desenvuelve la prosa de Le Carré en un género inédito: ¿mantiene la fuerza narrativa de sus ficciones? Esta es La Gran Pregunta a responder. Varios registros de la voz del novelista siguen en la del memorialista: los destellos de ironía –«Como todas las investigaciones que se desarrollan a puerta cerrada, ésta es sumamente pública»; «… los armarios de nuestras habitaciones se llenaron de juguetes a una escala árabe»–, el detalle revelador –«[mientras esperan] … han acudido vestidos con sus mejores galas y están bebiendo vino blanco tibio»–, el adjetivo o complemento del nombre luminoso –«sufrida libreta»; «turista del terror»; «alfombras de luz [para definir la ciudad en el valle nocturno]». Como narrador, las dos pegas de que adolece Le Carré son el uso excesivo de los adverbios terminados en -mente –que aquí se mantiene– y cierta falta de contención en los diálogos, en ocasiones demasiado explicativos –que aquí se reduce, por ser transcripción y no creación–.

Acierto indudable es la estructuración del libro a modo de fogonazos, que es como funciona la memoria –nunca fiable del todo, según insiste Le Carré–. Dentro del relato de cada capítulo-fogonazo se incluyen asimismo acotaciones, reflexiones, saltos en el tiempo adelante o atrás cuando la peripecia relatada tira de la memoria en uno u otro sentido, lo que concede al texto gran dinamismo y vitalidad, a lo que contribuye el empleo de un recurso muy original, el cambio verbal del tiempo pasado al presente cuando Le Carré se dispone a contar una escena que incluye acciones físicas –donde muestra todo su brío como narrador–. Con

VOLAR EN CÍRCULOS John le Carré. Editorial: Planeta. PVP: 21,90 euros.

lo dicho, los capítulos pueden agruparse más o menos en una serie de núcleos temáticos: los dedicados a la Guerra Fría, al conflicto palestino-israelí, a la industria cinematográfica, no menos cainita que la política –«Hacer una película es unir a la fuerza elementos opuestos e irreconciliables»–, etc. Mención aparte merece el titulado ‘El hijo del padre del autor’. Con diferencia el más extenso (cincuenta páginas, cuando los demás rondan las quince, y hay incluso unos pocos que son cápsulas de página o página y media), es de entrada el menos ‘excitante’: ninguna negrita de la política, el arte o el deporte encontrará el lector. Es también el de mayor interés. En él Le Carré se propone, aun siendo consciente de su fracaso anticipado, lo cual le otorga más valor, hacerse el harakiri del complejo edípico que todavía a sus ochenta años cumplidos no ha logrado superar: «Matarlo fue una de mis primeras preocupaciones y todavía persiste a ratos, incluso después de su muerte. Probablemente sea fruto de mi exasperación por no haber podido comprenderlo nunca». El padre del autor

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–que así firmaba los ejemplares escritos por su hijo, para sacarse unas perras, y de ahí el título del capítulo–, a quien Le Carré se refiere como ‘Ronnie’, en diminutivo –no hay que ser Freud para detectar el deseo de minorarlo–, fue un mentiroso patológico, narcisista, ventajista, timador, con un encanto irresistible, capaz de conseguir que sus dos hijos estudiasen en Eton sin tener una sola libra con que pagar las matrículas. Fue también el modelo para ‘Un espía perfecto’, la obra maestra indiscutible del corpus de Le Carré, algo así como la novela de intriga que habría escrito Proust y la prueba de lo aquí defendido, que no tiene por qué haber más verdad en el relato de la realidad que en el transformado por la ficción –con toda la calidad que, insisto, tiene este medio centenar de páginas–. Pero de los muchos personajes que pueblan sus libros, la mejor creación de John le Carré sigue siendo él mismo. A través de su nombre de pluma David Cornwell ha llevado a cabo aquello que más le gratifica durante medio siglo largo, y seguir en ello mientras pueda. Una buena vida.

John Le Carré, durante una rueda de prensa en la Berlinale de 2011. :: ARND WIEGMANN-REUTERS

ANGÉLICA TANARRO

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ada vez que me permito recordar mi primer encuentro con Martin Ritt, el veterano director estadounidense de ‘El espía que surgió del frío’, me sonrojo cuando pienso enla estúpida ropa que yo llevaba puesta». Así comienza el capítulo ‘Richard Burton me necesita’ de las memorias de John le Carré, un divertido episodio escrito con la misma agilidad que los espías protagonistas de sus novelas manejan las situaciones de peligro. Corría el año 1963 y la novela cuya adaptación cinematográfica se negociaba en ese encuentro ni siquiera se había publicado. Le Carré era un funcionario al servicio diplomático de Su Majestad de 32 años, cuyo puesto era el de segundo secretario de la embajada británica en Bonn y que se prersentó a la cita en


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George, has ganado

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os libros que más quiero de John Le Carré me guardan el amor con evidentes dificultades geriátricas. Son ediciones baratas de los setenta, ochenta o incluso noventa, que se sostienen como pueden en los estantes. Los de Plaza & Janés aguantan algo mejor la vejez en sus tapas de colores chillones, pero a los de Bruguera se les fundió el pegamento hace mucho, se descuartizan por el lomo y sueltan sus hojas sarmentosas sin retorno posible a un acomodo correcto. ‘El topo’ es el que más pena, y cariño, y lectura desprende, sujetado por las otras dos novelas de la trilogía de Karla: ‘El honorable colegial’ y ‘La gente de Smiley’. Han llegado después reediciones menos cutres, prestas a formar pilas en los grandes almacenes, atentas a películas o series que animen las ventas. Siempre lejos de las ediciones cuidadas que merece la categoría literaria de su autor. Ahora, con la novedad de sus memorias, Planeta reedita las primeras novelas protagonizadas por

Georges Smiley: ‘Llamada para el muerto’ y ‘Asesinato de calidad’, escritas a principios de los sesenta. Las traducciones, intocadas tras cincuenta años. Entre las veintitantas novelas que suma John Le Carré, Smiley solo es protagonista en las cinco del párrafo anterior; también cuenta con apariciones laterales en ‘El espía que surgió del frío’ y ‘El espejo de los espías’, más una especie de lección final en ‘El peregrino secreto’. Suficiente para escenificar con poderío inigualable el campo de batalla europeo en torno a los sesenta: la guerra fría, un oxímoron acrecentado por la peculiar personalidad de Georges Smiley. Como dice Carlos Pujol en su prólogo a ‘El topo’, él es un hombre que no está hecho para el triunfo. Empezando por su físico: rechoncho, bajito, gruesas gafas, vestido con trajes de talla mal calculada. «No soy más que un viejo bastante gordo varado entre el pudding y el oporto». Su personalidad nos la avanza con precipitación su mujer Ann en el párrafo inicial de la primera novela:

JORGE PRAGA

Todo en Smiley circula entre líneas, también el tormento de las infidelidades de su esposa

‘El jardinero fiel’.

‘La chica del tambor’.

‘La casa Rusia’.

Cuando Richard Burton dijo sí

«Tremendamente vulgar», aunque pronto detectamos la compleja máquina interior que funciona bajo los silencios de Georges Smiley. Y ahí surge el reto: cómo interesar al lector en el ejercicio mental de un protagonista que habla poco y actúa menos, y que en su intimidad resguardada va desarrollando un plan que llega con cuentagotas a la superficie de la escritura. Su posición de encajador le obliga a extremar el cuidado de su arma preferida: escuchar. Así le describe el ojo del narrador: «Smiley había adoptado la postura de un Buda inescrutable. Estaba sentado con el tronco echado hacia atrás, las cortas piernas dobladas, la cabeza inclinada hacia adelante, y las manos cruzadas sobre el generoso estómago. Tenía cerrados los ojos de hinchados párpados, tras los gruesos cristales de las gafas. Su único movimiento era el de limpiar los cristales de las gafas con el forro de seda de la corbata, y cuando lo hacía en sus ojos había una mirada desnuda, húmeda, que resultaba un tanto inquietante para quienes se fijaban en ella». Todo circula entre líneas, también el tormento de las infidelidades de su esposa. Tal vez Le Carré trasladó a su personaje, además de la pasión por

el hotel Connaught de Londres vestido con una chaqueta negra y un pantalón de raya diplomática como si acabara de salir de una reunión de alto nivel, cosa que le hizo exclamar al director «¿por qué demonios vas vestido como el maître del hotel?» La anécdota ilustra el capítulo en el que Le Carré recuerda sus impreisones y emociones ante lo que iba camino de convertirse en la primera ventana al séptimo arte para sus personajes. La película finalmente se estrenó en 1965 protagonizada por Richard Burton en el papel de Alec Leames, el espía alcohólico en decadencia que protagoniza la historia. Comenzó así una larga relación entre las novelas del que pronto sería ex-diplomático para ser un escritor de enorme éxito popular y y el cine, sustanciada hasta la fecha en nueve títulos, el último de hace un par de años. Para un sector de la crítica la primera sería la mejor película de ese conjunto, mejor película que no tiene por qué ser la mejor adaptación, pues ya se sabe que por muchas comparaciones que se hagan entre originaly ‘secuela’ una

la literatura alemana del siglo XVII que estudió en Oxford, la desolación de su hogar cuando su madre huyó y le dejó al cuidado de su padre. La escritura se pone al servicio de ese jefe de espionaje tan especial, tan a contraestilo, que diría Curro Romero. Una escritura que en las dos primeras novelas atiende a los hechos y su engarce, bien que salpicada por observaciones y salidas que la elevan. Pero cuando once años después, en 1974, Le Carré vuelve con ‘El topo’ a los escenarios del Circus, la bruma confunde los lugares y los personajes engrosan su carácter con las apoyaturas de un tiempo que desborda el presente escueto de la acción. El resultado es una geografía propia, bautizada con nombres que las páginas van enriqueciendo: el Circus, el parvulario de Sarratt, el poder de Whitehall. Una geografía enroscada en palabras que se esfuerzan por apresar olores y sensaciones: los corredores del Circus huelen «a col rancia y al líquido limpiador de las máquinas de escribir»; una antigua auxiliar deja un rastro «a whisky, a medicinas y a vejez»; una mujer lleva «el pelo muy corto, teñido del color de la nicotina». Un fluido de escritura que no descansa ni parece

novela es una novela y una película un artefacto con clarves, hechuras y lenguajes diferentes. Pero si analizamos otros casos (no tan abundantes en calidad y cantidad) lo cierto es que Le Carré no puede quejarse del nivel medio de los filmes que ha inspirado ni, sobre todo, de la calidad de los directores que se pusieron manos a la obra y aún más de la solvencia de los actores que las protagonizaron. Sidney Lumet fue el siguiente director al mando de una adaptación, ‘Llamada para un muerto’ (1966), en la que brillaban Simone Signoret, James Mason y Maximilian Schell. Y Anton Corbijn, el último con ‘El hombre más buscado’, filme de 2014 que contiene la última aparición de Phillip Seymour Hoffman. Entre medias las hay que

A Ralph Fiennes le hicieron un traje a la medida en ‘El jardinero fiel’

ofrecer resultados tangibles, que no se reconoce en la lógica binaria de los opuestos, ya sean occidentales o soviéticos, buenos o malos, leales o traidores. En cada acción respira la lógica difusa de mil cabezas. En una discusión entre Smiley y Ann, esta le dice: «Estás equivocado». «El que yo esté equivocado –responde Smiley– no significa que tú tengas razón». El final de estas novelas deja su universo algo más pacificado. Pero no hay fuegos artificiales que celebren al vencedor. Lo que descubre Smiley es otra parte de sí mismo, una veta común que le une con los culpables y los enemigos. El traidor, el rival, no está muy lejos de sus sufrimientos. Cuando en el inolvidable final de ‘La gente de Smiley’ logra la deserción del jefe soviético, Karla, y se cruza con él, ambos intercambian una mirada en la que «cada uno vio en los ojos del otro algo de sí mismo». Derrotar al enemigo es un acto de introspección, de conocimiento, de reconocimiento. A la felicitación con la que se cierra la saga, «George, has ganado», Smiley solo responde con un lacónico «Supongo que sí2. El triunfo es silencio, página en blanco, herida común.

pronto pasaron al olvido, como ‘El espejo de los espías’, de Frank Pierson o ‘La chica del tambor’ del casi siempre solvente Roy Hill (’El golpe’, ‘Dos hombres y un destino’) que, aunque no está a la altura de sus mejores filmes, contaba con una Diane Keaton siempre profesional y siempre dipuesta a elevar el nivel del encargo. En general no pasan de ser películas destinadas al entretenimiento aunque con estándares por encima de la media. Filmes en los que un Tomas Alfredson demuestra con ‘El topo’ que además de estremecer con su impresionante ‘Déjame entrar’ también puede dedicarse al género del espionaje. O en los que un Fernando Meirelles hace una notable adaptación de ‘El jardinero fiel’, de nuevo con un actor, en este caso Ralph Fiennes, al que parece que le hicieron un traje a la medida en el rol de ese diplomático indolente aficionado a las plantas. ‘La casa Rusia’ de Fred Schepisi con Sean Connery y Michelle Pfeiffer y ‘El sastre de Panamá’, de John Boorman completan el ‘reparto’


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ARTE EN MOVIMIENTO SANTIAGO DE GARNICA

Salida delas 24 Horas de Le Mans, en 1954. Debajo, Jean Albert Gregoire en junio de 1921, campeón de 800 metros lisos en St. Cloud. :: AGENCIA ROL

Gregoire, la épica de Le Mans L

e Mans no es solo una carrera de veinticuatro horas que se desarrolla desde el año 1923, es mucho más. Es una aventura humana donde la alegría del triunfo y el drama se sientan en el estrecho habitáculo de un coche de carreras separadas por pocos centímetros. Es una épica reflejada en la tensión de los rostros de los pilotos, en las caras fatigadas de los mecánicos. Las gestas como las de Louis Rosier que en 1950 ganó la carrera conduciendo las veinticuatro horas seguidas menos dos vueltas en que dejó el volante a su hijo que condujo durante sólo dos vueltas junto a su hijo JeanLouis Rosier, o la de Pierre Levegh (quien moriría posteriormente en el desastre de

Le Mans en 1955) que compitió solo y estuvo cerca de ser el vencedor, pero un error durante la última hora le hizo perder todo, son solo algunas muestras de esta aventura. En veinticuatro horas transcurre toda una historia llena de imágenes, de sensaciones. La salida a primera hora de la tarde del sábado con la visión de los pilotos que permanecían a un lado de la pista antes de echar a correr hacia sus coches (así fue hasta el año 1969) parece sacada de un friso griego. O la noche que cae en que el sonido de los motores se mezcla con el de las atracciones en el centro, la larga recta de Les Hunnaudieres, los pilotos solos ante su volante en la oscuridad de la noche rota por los faros de sus coches, y luego

el amanecer, la lucha en las últimas horas, el triunfo o la derrota en la última vuelta, por escasos metros. Una carrera así no podía dejar insensible a escultores, pintores o cineastas o escritores.

Grégoire, Françoise Sagan y su padre Pierre Quoirez.

Este es el caso del francés Jean Albert Gregoire (1899 1992), un caso muy especial. Alumno de la prestigiosa Escuela Politécnica, sería uno de los padres de la tracción delantera, constructor de los famosos y rarísimos Tracta que llegará a pilotar personalmente y con éxito en las 24 Horas de Le Mans, de 1927 a 1930. Suspensiones, motores, utilización de aleaciones ligeras o aerodinámica son campos que le deben muchos progresos a Gregoire hasta el punto que es considerado por muchos como uno de los creadores del automóvil moderno. Personaje a la vez clásico y atípico, sería un brillante deportista, campeón de Francia en 100 metros en 1917, internacional de salto de longitud en los juegos interaliados de 1919, jugador de rugby y corredor de automóviles. No contento de brillar en estas disciplinas, fue i igualmente crítico literario, n novelista, ensayista e histor riador del automóvil. Podem mos afirmar sin temor a equiv vocarnos que brilló en todas e estas actividades. Sus amist tades con pintores como Vlam minck, que influyó en su a aventura literaria e ilustró su l libro ‘L’aventure automobil o de escritores como Marle’ c Pagnol y Sacha Guitry, hacel c de él un observador pricen v vilegiado de casi cien años de l vida social y cultural de la F Francia. Entre las creaciones de este i ingeniero visionario y human nista se encuentra un revolu lucionario coche, el SOCEMA G Gregoire, que causaría sensac ción en el Salón de París del

Gregoire correría en Le Mans a finales de los años veinte.


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Museología

Gregoire nos sienta en el coche de turbina, nos hace sentir el palpitar de la máquina... nos lleva a la épica de la legendaria carrera 1952. Una aerodinámica y futurista carrocería de aluminio esconde un no menos revolucionario sistema de propulsión para un automóvil, una turbina. Este prototipo, que nunca llegó a la serie, lo transformará en un personaje de una apasionante novela, ‘24 Horas en Le Mans’ (recién reeditada en España por Macadadán) en la que une ficción y realidad. El argumento recoge como un imaginario constructor de automóviles, Auguste Maller, va a participar en la edición de 1954 de la famosa carrera. Busca un resultado pero no solo para sumar a su palmarés o para mejorar las ventas de sus deportivos. En realidad su situación económica es catastrófica y un buen resultado es el único camino posible para no perder su marca, los automóviles Maller, acosada por los financieros. Y para ello pone sobre la pista un revolucionario coupé con motor de turbina, en busca de un impacto mediático, con todas las características del SOCEMA Gregoire. A su volante dos pilotos, el veterano Emile Dumont, y un joven aristócrata sin recursos económicos pero con un extraordinario talento como corredor, llamado Roger Giraud, en quien se confía por su rapidez para llevar el coche a los puestos de honor. Pero Roger, en un momento crítico de su vida, acosado por el desamor y la amargura, ha de dar lo mejor de sí mismo al volante del Maller de turbina, luchando contra los adversarios, contra la noche y contra sí mismo. Ante él cuatro mil kilómetros de carrera, y en su pensamiento los azules ojos de Nicole enfrentados a las órdenes de Maller : «No permitas que tu imaginación te aleje un solo instante de la carrera». Jean Albert Gregoire nos sienta en el coche de turbina, nos hace sentir el palpitar de la máquina, un verdadero ser vivo, con la descripción rigurosa del ingeniero; nos descubre con el saber hacer de quien ha pilotado los secretos que esconde cada uno de los rincones del duro trazado de La Sarthe, el circuito en que se desarrolla las 24 Horas. Y nos lleva a los boxes, a los pequeños hoteles en que se albergaban los equipos, nos lleva a la épica de la más dura y legendaria de las carreras.

Varias personas observan el cuadro ‘Girasoles’ en el museo Van Gogh en Ámsterdam. :: FREEK VAN DEN BERGH-EFE

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s necesaria la evolución de los museos tradicionales? Parece en principio que las novedades encajan mejor en los que exhiben el arte contemporáneo, siempre en mutación. Exposiciones temporales continuas, actos de índole multicultural, cine, música, teatro, instalaciones de diversa índole. Las autonomías han creado museos de arte contemporáneo y resulta necesario darles contenido atractivo. El ejemplo del Reina Sofía nos sirve de referencia. También los clásicos: Louvre, Prado, Uffici, National Gallery, Ermitage, Metropolitan, Pergamo, etc. abren sus puertas a otras líneas estéticas, como la moda o el motor, o buscando sensaciones nuevas como en el caso de Marina Abramovich, cuerpo exhibido, como si se tratara de un icono artístico. El Museo se quiere activo, transformable, dialogante con el pasado a través del presente. Resulta asombrosa la cantidad de estas instituciones culturales en todas las ciudades. Museos emblemáticos, naturalmente, pero también otros más pequeños, más íntimos, de visibilidad más cómoda, más reposada, más profunda quizás. En los grandes, Louvre, Prado, Ermitage, Vaticano, Uffici y otros, se puede dar una carrera contra reloj que pasa sobre obras maestras a toda velocidad. Es inevitable cuando no resides en el lugar, pero la conversión en contenedor es infumable. La creación de exposiciones temporales en los grandes centros abre un abanico de posibilidades: Vermeer, por ejem-

plo, o El Bosco, como símbolos casi mediáticos, como las de Antonio López o Dalí del Reina Sofía que incluso hacen subir los precios. Situación curiosa el encarecimiento en tiempos de crisis. Son imprescindibles las de los artistas con poca presencia en la colección permanente (el citado Vermeer y la pintura Holandesa del Siglo XVII, por ejemplo) aunque las aportaciones velazqueñas al grueso de las existentes en el Prado fueron decisivas para la atracción del visitante y las largas colas que se formaron. El Bosco en el Prado: una muestra impactante alrededor de Joen Van Aken. 29 obras propias y otras que las acompañan como ejemplo de la globalidad de una época de hace 500 años. Artistas en interrelación absoluta con su tiempo político, bélico, religioso, económico o social. El que Van Gogh solo haya vendido en vida un cuadro refleja las miserias de su tiempo, su conservadurismo, su ausencia de riesgo. El Museo, pues, y lo remacha Sokurov en su película ‘Francofonia’ rescata el arte de antaño y lo hace de todas las épocas posteriores. En un reciente viaje a Holanda y Bélgica tuve ocasión de visitar el Mauritshis de La Haya amen del Rijkmuseum y el de Van Gogh de Ámsterdam. En las iglesias que también tienen esa condición exhibitoria resulta impresionante el ‘Cordero Místico’ de Hubert y Jan Van Eyck en la Catedral de San Babon de Gante y los cuatro Rubens de la de Amberes. Lo mediático hoy tiene gran importancia, así el Museo de La Haya es conocido por ‘La joven de la Perla’ de Vermeer,

hecha famosa por una novela y una película y por ‘El Jilguero’ cuadro precioso de Carel Fabritius, signo esencial de un best-seller del mismo nombre. Son las obras fetiche, las que justifican por si solas una visita. Así ocurre con La Gioconda del Louvre,‘Las Meninas’ del Prado , ‘El Nacimiento de Venus’ de Botticelli en los Uffici, ‘La Ronda de Noche’ en el Rijkmuseum, el ‘Guernica’ en el Reina Sofía o “La piedad” de Gregorio Fernández en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid para citar unos ejemplos. Claro está que las elecciones son siempre personales. En ‘Maestros Antiguos’ cuenta Bernhard que un personaje tiene obsesión por un cuadro de Tiziano en un museo vienés y que va a contemplarlo todos los días. Obsesión artística se llama esa figura, fijación psicológica por una determinada pintura que no se puede sustituir. Lo universal del arte se convierte así en particular. ¿Son los Museos simples contenedores, obsoletos a medida que transcurre el tiempo? En el Museo Van Gogh de Ámsterdam, multitud de jóvenes se desplazaban por sus galerías, revivían en cierta forma al maestro y certificaban para mí que el futuro no está com-

En muchos museos, las obras fetiche justifican por sí solas una visita

FERNANDO HERRERO

pletamente perdido. Permanencia y novedad. La dificultad de aumentar las colecciones fijas debido a los precios astronómicos que alcanzan las obras de arte de autores consolidados, potencia las exposiciones temporales que proyectan nuevos estudios, nuevas interpretaciones de las obras en los generalmente estupendos catálogos. Tampoco son baratas, pero si necesarias. En Madrid las de Prado o el Thyssen desbordan el interés, aunque contemplar ‘La joven de la Perla’ en su hábitat normal resulta de gran emotividad. El Museo como continente. Si el Guggenheim revitalizó la ciudad de Bilbao (junto con el Euskalduna para conciertos y ópera) no ha ocurrido lo mismo con los nuevos edificios dedicados al arte contemporáneo. La crisis, la falta de imaginación y cierta rutina han limitado sus efectos positivos. Las grandes instituciones clásicas solo admiten concretas modificaciones, como la ampliación del Museo del Prado, por ejemplo. Los edificios son clásicos y sólidos y suponen generalmente una referencia arquitectónica. El cine ha plasmado la existencia de los Museos. Alexander Sokurov y Frederic Wiseman nos han desvelado la relación del Ermitage, Louvre y National Gallery con la sociedad global en la que están instalados, con su desarrollo histórico, social y cultural. Testigos de todos los años que transcurrieron podían considerarse hoy ‘Toda la memoria del mundo’, tomando literalmente el título y el contenido del preciso cortometraje de Alain Resnais. Un estupendo libro de María Bolaños ‘La memoria del Museo. Cien años de museología’ (TREA) incide en esta temática y su labor al frente del Museo Nacional de Escultura ha dado un vida nueva a ese magnífico contenedor con exposiciones temporales, conciertos, proyecciones y otras actividades. Termino con la exposición magnífica de El Bosco en el Prado, recientemente clausurada. Maravilloso y completo artista. Un dato curioso: el personaje protagonista de las novelas de Michael Connelly, un detective de Los Ángeles, se llama Yeronimus Bosch, aunque sus compañeros le dicen Harry. Personaje atormentado, difícil pero honesto, fue así bautizado por su madre, una prostituta que murió asesinada y que admiraba ‘El jardín de las Delicias’. Pintura y novela negra relacionados.


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Cuando Don Quijote resucitó D

on Quijote es un héroe tardío que intenta imponer, en solitario, y sin ser comprendido (algo muy nuestro), la quimera de la caballería en medio de un entorno hostil. Don Quijote es el actor por excelencia. No le basta su función receptiva y, por tanto, se dispone a convertir lo leído en código de su conducta, presentando, permanentemente, a los no lectores los éxtasis derivados del placer de leer. Como intérprete genial de la penuria de la realidad exterior, es capaz de restablecer, mediante su imaginación descubridora, lo que la realidad niega a sus esperanzas. En el caso de Dulcinea, el amor de Don Quijote por ella permanece íntegro porque él no la encuentra nunca. En ‘A la búsqueda del tiempo perdido’ de Proust, el amor muere cada vez que lo esperado se convierte en realidad, y vuelve a renacer cuando los celos hacen que se imagine a la amada en posesión de otro. Para Robert Jaus hay tres tipos de lectores. El que disfruta sin juicio. El que, sin disfrutar, enjuicia. Y, finalmente, el que enjuicia disfrutando y disfruta enjuiciando. Este es el que, verdaderamente, reproduce una obra de arte convirtiéndola en algo nuevo. Así Don Quijote, el que anda mucho y lee mucho… Señor y criado se convierten en una pareja cómica, porque interpretan la realidad desde dos claves opuestas: el señor, según la clave de la ‘teoría’ de la novela caballeresca; y el criado, según la sabiduría práctica del refrán. Bajtin, en su libro ‘La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento’ hace este comentario muy interesante: «El materialismo de Sancho, su ombligo, su apetito, sus abundantes necesidades naturales constituyen ‘lo inferior absoluto’ del realismo grotesco, la alegre tumba corporal (la barriga, el vientre y la tierra) abierta para acoger el idealismo de Don Quijote, un idealismo aislado, abstracto e insensible; el caballero de la triste figura necesita morir para renacer más fuerte y más grande; Sancho es el correctivo natural, corporal y universal de las pretensiones individuales, abstractas y espirituales; además Sancho también representa a la risa como

CÉSAR ANTONIO MOLINA

correctivo popular de la gravedad unilateral de esas pretensiones espirituales. Lo inferior absoluto ríe sin cesar, es la muerte que ríe y engendra la vida…». El pasaje de la Cueva de Montesinos, sigue siendo para mí uno de los más emocionantes. Don Quijote tenía gran deseo de entrar en sus fauces y comprobar con sus propios ojos cuántas maravillas le habían contado del lugar. Cuando lo recobran de esa honda bajada al otro mundo, regresa dormido. Para reanimarlo lo sacuden y al despertar los reprende del modo siguiente: «Dios os perdone, amigos, que me habéis quitado de la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún humano ha visto ni pasado. En efecto, ahora acabo de conocer que todos los contentos desta vida pasan como sombra y sueño o se marchitan como la flor del campo…». Rilke en su poema sobre Lázaro también hará quejarse al resucitado por haberle hecho regresar a la vida. La vida como oscuridad, el más allá como la luz. Además ¿regresar a la vida para después volver a morir? Haber pasado ya por un trance tan doloroso para después volver a repetirlo. El resucitar de Lázaro, como cualquier otro resucitar terreno no es eterno, sino también temporal. Ellos, quienes recuperan a Don Quijote, le hablan entonces de un infierno, pero él de nuevo los reprende negando ese calificativo. Don Quijote, el estoico Don Quijote, ha estado más allá de la vida, en su paraíso de caballeros andantes. Al llegar Montesinos lo recibe (tal como Virgilio hizo con Dante), le enseña el sepulcro de Durandarte

Don Quijote, el estoico Don Quijote ha estado más allá de la vida, en su paraíso de caballeros andantes

y le habla de Merlín, que los tiene encantados igual que a otros muchos. ¿Volver a la realidad desde la imaginación? ¿Volver al infierno de la vida desde el paraíso de los encantamientos? La vida es la tempestad de nuestros sueños, y el no soñar es desesperanza. El tesoro que encuentra Don Quijote dentro de la cueva de Montesinos es el propio útero del sueño. Lucrecio dice que la esperanza es una locura. Ni los dioses, ni la muerte, ni la locura mantienen sus promesas. Nada hay que esperar en absoluto. Pero, también, nada que temer. En efecto, una cosa supone la otra: el que espera teme ser decepcionado; el que teme espera ser tranquilizado. Don Quijote bajó al fondo del abismo para perderse en el laberinto de su imaginación. Las alas de los pájaros a los que espantó eran las alas de sus pensamientos. Don Quijote no viaja al fondo del abismo para hallar la verdad, sino con intención de renovar el deseo de lo inalcanzable: cuanto más imposible le parece el objeto de sus inquietudes (Dulcinea), más también le parece superior a todo lo demás. ¿Qué es la verdad? Si existe y podemos conocerla carece de valor, y resulta tan indiferente como todo el resto. Don Quijote no busca la verdad; solo busca el ensueño que a la razón engaña. Y este es el deseo, y este el laberinto del vivir. «Vueltas y más vueltas: el deseo consiste en el esfuerzo de vivir», nos dice Spinoza. Si la vida y la existencia fueran un estado satisfactorio, todos nos sumiríamos a regañadientes en la inconsciencia del sueño y lo abandonaríamos con agrado. Pero, como comenta Schopenhauer, es justo al revés: «todos nos vamos gustosos a dormir y nos desagrada despertarnos». A mí este pasaje me recuerda a varios cantos de ‘La Odisea’ y de ‘La Eneida’. El XI de ‘La Odisea’. En el Hades Odiseo abraza al fantasma de su madre Anticlea: «… y tres veces voló de mis brazos semejante a una sombra o a un sueño». En el canto II de ‘La Eneida’, Eneas abraza el fantasma de su mujer, Creúsa, en las ruinas de su palacio abandonado de Troya: «Tres veces allí mismo quise tender mis brazos entorno de su cuello/y asida en vano tres veces se me fue la

imagen de las manos/como soplo de brisa, en todo parecido a sueño alado». En el canto VI de ‘La Eneida’, el héroe abraza a Anquises, su padre, «tres veces porfió en rodearle el cuello con sus brazos/y tres veces la sombra asida en vano se le fue de las manos/lo mismo que aura leve, en todo parecida a un sueño alado». Dante en el canto II del Purgatorio abraza a su viejo amigo Casella «tres veces por detrás pasé mis manos, /y a mi pecho volvieron otras tantas». Todo sombra y sueño . Por una cuestión de la época, el católico Dante condena al infierno a los epicúreos por desentenderse del más allá. En la Edad Media existió un ciclo de leyendas en torno al tema de Lázaro en los infiernos. Según una vieja leyenda, Lázaro contó a Cristo, durante un festín en casa de Simón el Leproso, los secretos de ultratumba que había podido ver. San Agustín se refiere a Lázaro como el único ser viviente que había presenciado esos misterios. En el siglo XII, el teólogo Comestor evoca el testimonio de Lázaro. El relato de Lázaro a finales del siglo XV penetró en los Misterios y en los calendarios populares. El ciclo de leyendas sobre Lázaro influyó mucho en Rabelais (1494-1553), según Bajtin y, seguramente, algunas de esas lecturas también llegaron a Cervantes. En el ‘Gargantúa’, en el episodio de Epistemón, se parodia parcialmente el milagro evangélico de la resurrección de Lázaro. Uno y otro están enmarcados por las escenas del banquete. En el más allá está la luz del recobrado Paraíso, pero también el Infierno, aunque sea el alegre infierno rabelesiano. Y en ese Infierno, arrojados por el cristianismo, se encuentran los dioses de la mitología, degradados al rango de diablos. También se reproducen las imágenes de las saturnales romanas que lograron sobrevivir en la Edad Media, igualmente precipitadas por la conciencia cristiana ortodoxa en el Infierno. El relato de Lázaro en el más allá provocó, según las épocas de su narración, esperanza o desasosiego. Huizinga en ‘El otoño de la Edad Media’ cuenta cómo el relato del resucitado amigo de Cristo, en los tiempos de Chastellain y de las Danzas macabras provocaba el insomnio


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‘L’Ingénieux hidalgo Don Quichotte de la Manche’, ilustración de Gustave Doré. :: EL NORTE

de los hombres; Lázaro resucita vivo, acongojado y afligido. «¡Lázaro, levántate!». Y el difunto tan querido por sus hermanas y por su amigo tan poderoso, se alza desde la noche de los tiempos. Como escribe Jankélévitch en ‘La muerte’, no hay más milagro en este mundo nuestro que el misterio de la natalidad al comienzo, y el escamoteo letal al final; y este «segundo milagro nunca es ‘ex nihilo’» puesto que es, por el contrario, una nihilización; y el orden de sucesión de los dos misterios, el misterio inicial y el misterio terminal, no podría en ningún caso invertirse: la nada a la que el vivo retorna y el no-ser de donde procede «¿no son en realidad completamente disimétricos?». Los filósofos que defienden el renacimiento de los seres o bien una especie de continuidad unen entre ellas las existencias sucesivas, y en este caso la muerte ya no es la muerte, sino simplemente una especie de época de barbecho, y la resurrección estaría «amañada»; o bien el vacío abierto de la muerte se interpone como un corte irreductible entre la nueva vida y la antigua. En este caso se produciría el milagro. Este segundo nacimiento sería como el primero, daría a un hombre enteramente nuevo. En la primera hipótesis, el resucitado era el mismo hombre que antes y no había por tanto resurrección. Lázaro abre los ojos y vuelve a la vida y retoma el hilo de la existencia allí donde se había dejado. Lázaro resucitado vuelve a respirar y su corazón late continuando los latidos anteriores a su ausencia. La palingenesia (el renacimiento de los seres) significa comenzar de nuevo toda una vida después del comienzo, y volver a nacer como la primera vez. Este renacimiento no es, por tanto, una simple prolongación de la antigua vida. La memoria es la única que nos garantiza nuestra continuidad personal. Recordar en la nueva vida la antigua cuando se produce esa permanencia; pero cuando se regresa de nuevo estamos limpios de nuestros recuerdos. Por eso buscamos confusamente un estado intermedio entre lo antiguo-nuevo y lo nuevo sin memoria. «Únicamente Dios, tal vez, sería la superconsciencia, el testigo y la memoria transcendente de esas vidas sucesivas que la muerte separa: espectador y, al mismo tiempo, sujeto substancial de las reencarnaciones consecutivas, el hombre siente que se ha convertido, como Dios, en una supermemoria, y saborea el delicioso vértigo de un yo que es a la vez sí mismo y otro» (Jankélévitch).

¿Pero las almas lo habrán olvidado todo? Sí nos han quedado vestigios sueltos, como en el mito del pasado prenatal. Las reminiscencias de Platón. En realidad nadie ha regresado del más allá, solo de su imaginación que ya es mucho. Lázaro se quedó dormido y en los Evangelios nada se cuenta de lo que dijo. Don Quijote prolongó sus deseos en sus desatinos. Soñó, soñó prolongadamente. Proyectamos hacia el futuro nuestra reminiscencia (memoria metaempírica): la nostalgia de un paraíso perdido (cada uno adaptado a sus deseos más íntimos), con el presentimiento de un futuro escatológico (postrimerías de ultratumba). Por eso, por encima de la muerte, creemos desesperadamente en la continuidad de lo discontinuo y la perennidad. ¿Qué más da que Lázaro hubiera estado en barbecho o que, cuando regresó, fuera un hombre nuevo? Si todas las justificaciones del ser humano son buenas para escamotear lo inevitable, aquello que solo se produce una vez y no se repite jamás. Lázaro, el mismo o el otro, de haberlo sido solo sobrevivieron un tiempo más para volver a donde todos vamos inevitablemente. Que en el más allá haya un futuro o no ya es otra cosa. Cada vez hablamos más de lo que menos sabemos y sabremos. Homero, Virgilio, Dante y un larguísimo etcétera de autores, a lo largo de los siglos, nos han cubierto la cabeza de historias fantásticas, sobre todo para amedrentarnos. Nunca tanta ignorancia fue tan fértil. Ya en la ‘República’ de Platón, antes de en los Evangelios, en el Panfilio, habiendo resucitado, cuenta lo que vio y a dónde llegó. ¿Pero acaso había llegado a algún lugar? Todo lo va inventando según iba hablando. No es poco loable su labor, pero más allá de la especulación y la fantasía ¿para qué vale? Quizás para crear un más allá sublime a nuestra esperanza, u otro horrible para atemorizar a nuestros pecados pendientes de un castigo futuro. Séneca a Marcia le escribió que lo que deseamos para después de la muerte es seguir viviendo esta vida, esta misma vida mortal, pero sin sus males. Sí, siglos y siglos imaginando, inventando, descubriendo avances científicos y seguimos y seguiremos sin saber nada. Quizás sea mejor así. La sibila de Panzoust muestra su culo a Panurgo y este exclama «veo el agujero de la sibila». En la Edad Media así se denominaba al infierno. Agujeros por toda la geografía europea de aquellos tiempos oscuros que pasaban por ser la entrada de purgatorios o infiernos. Don Quijote se fue a su paraíso de la imaginación para encontrarse con sus ancestros literarios. Ni estaba muerto ni resucitó. Estaba a gusto, sencillamente, en su estado de coma.


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Pessoa transita todas las posibles fraternidades... pero fue un individuo aislado y descreído

«La extraña, cotidiana y lejana proximidad de los otros»...

La ilusión de una fraternidad Apuntes al pie de una nota inédita de Fernando Pessoa PABLO JAVIER PÉREZ LÓPEZ

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a escritura, la escritura profunda, sólo puede concebirse desde la soledad, en diálogo esencial con los otros. Toda creación, como apuntaba el poeta portugués Teixeira de Pascoaes, es «un acto de nostalgia», pero nostalgia severa, fuera del tiempo, en el centro mismo del tiempo, eso que los portugueses llaman ‘saudade’. En la nostalgia de uno mismo, ensayando la ausencia de uno mismo pero también buscando el diálogo fraterno con los otros. Pessoa vivió circunstancias históricas, no muy diferentes de las nuestras, que incentivaron su soledad y su descreencia.

Así funciona la paradoja de la escritura y del arte; se trata de un grito que, haciendo resonar soledad y orgullo de esa soledad, necesita y necesitaba de los otros. Para hablar con los otros hace falta algo más que un espejo. Para hablar con los otros hacen falta ojos atentos y oídos abiertos. Pronto comprendió Pessoa que la carne individual y social que transita el animal humano está hecha de ficciones, en el sentido del ‘fictio’ latino, moldes de barro que recubiertos de acero o de sueños, transitamos con creencias. «Las ideas se tienen; en las creencias se está», repitió, como es sabido, Ortega. Sólo que esas creencias, asumidas, no siempre satisfacen a los espíritus más exigentes, a los espíritus superiores, a los dotados de una nostalgia universal, los que tienen una honda sensibilidad para compren-

Nota manuscrita de Pessoa.

der la falta de sentido sobre la que se construyen todos esos puentes de palabras o de sueños. Pessoa fue uno de esos hombres como muestra en muchos de sus proyectos y poemas y especialmente en su ‘Libro del Desasosiego’ donde se queja numerosas ocasiones de la irrealidad de los otros, de la ausencia de los otros, del infierno de haber otros, de la ausencia de una mano real que acompañe, calme y nos acoja. Bien supo esto Julio Cortázar, que escribió en el capítulo veintidós de su Rayuela: «....Así, paradójicamente, el colmo de soledad conducía al colmo de gregarismo, a la gran ilusión de la compañía ajena, al hombre solo en la sala de los espejos y los ecos. Pero gentes como él y tantos otros, que se aceptaban a sí mismos (o que se rechazaban pero conociéndose de cerca) entraban en la peor paradoja, la de estar quizá al borde de la otredad y no poder franquearlo. La verdadera otredad hecha de delicados contactos, de maravillosos ajustes con el mundo, no podía cumplirse desde un solo término, a la mano tendida debía responder otra mano desde el afuera, desde lo otro». «Me cerca un vacío absoluto de fraternidad y afecto. Incluso quienes me son más queridos no me son queridos, estoy rodeado de amigos que no son amigos y de conocidos que no me conocen» escribe Pessoa. ¿No es ese el colmo del gregarismo ficticio del que nos hablaba Cortázar? ¿No es esta la soledad transitada en que se funda toda literatura abisal?

El poeta portugués Jorge de Sena lo dijo con total claridad en uno de sus versos: «Lo que nos mata/ es tanta gente llenando la soledad». Pessoa transita todas las posibles fraternidades. La ciencia, la religión, la filosofía, la nación, el esoterismo, la ideología política, donde fue, ante todo, un individualista, pero sobre todo, un individuo, aislado y descreído. Y es que, «al final» –como escribe Álvaro de Campos en su ‘Ode Maritima’– «la fraternidad no es una idea revolucionaria». Se convierte, apenas, como afirmó el heterónimo filósofo, António Mora, en la mera aceptación de que «el hombre nace en sociedad y tiene que conformarse con la existencia de esa sociedad». Esto lo sabemos quizá también hoy, donde, tal como en la época de nuestro poeta, continúa pareciendo heroico creer en la humanidad y sentir orgullo o alegría en la experiencia cada vez más inusual e irreal de la fraternidad. La literatura consiste, quizá, en ese instante preciso en que intentamos traspasar la soledad, en que observamos, tal como afirma Soares en su ‘Desasosiego’, «las sutilezas», de esa fraternidad. La intimidad de esa extrañeza, de esos extraños, de los barberos, los mozos de recados, los camareros y los vendedores de tabaco, que en Pessoa representaron esa humanidad entera, próxima y cercana al tiempo, esa fraternidad difusa pero necesaria, para quien vive absorto en la contemplación estética y solitaria del mundo. Baste una frase del Desasosiego como ejemplo: «la fraternidad de aquél empleado que me deseó que me mejorase porque sólo me había bebido la mitad del vino». La extraña, cotidiana y lejana proximidad de los otros. Ese es el territorio donde acampa el poeta. Quizá la tan nombrada y estudiada heteronimia no sea otra cosa que el producto esencial de esa fraternidad fracasada o triunfante. El intento de un hombre de crear sus hermanos de espíritu, el intento eterno del poeta, de sentir una mano hermana que le corresponde desde la otra orilla, la existencia de un hermano inesperado que podría salvarnos y darnos sentido. Una tentativa, la del poeta, que Fernando Pessoa sintetizó con éxito, y como si fuese un epitafio inesperado, en esta nota suelta e inédita: «Intenté sentir un momento la ilusión de una fraternidad.»


LECTURAS

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Louis Aragon pasea por París SANTIAGO RODRÍGUEZ GUERREROSTRACHAN

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ouis Aragon es uno de los poetas franceses más notables de comienzos del siglo XX. Surrealista, amigo de André Breton y Philipe Soupault, no anduvo lejos del círculo de Dadá en sus años jóvenes. Fue comunista en una época en que la revolución política y la revolución artística no estaban desligadas. El surrealismo era un modo de romper la lógica burguesa en el arte y así lograr que la lógica política burguesa quedara rota también. Pero eso es en los inicios del siglo XX, poco después de la Primera Guerra Mundial, cuando el optimismo imperaba, las vanguardias estaban dando sus mejores frutos y los postulados del arte social realista parecían cosa del anticuado siglo XIX. Luego las cosas cambiaron, y el arte revolucionario se dedicó a exaltar las glorias del proletariado desarrollando una estética plana que solo algunos como Julio Cortázar se atrevieron a romper. En 1926, sin embargo, el año de la publicación de ‘El aldeano de París’ (traducción más correcta que la de ‘El campesino de París’), los surrealistas habían hecho de París su cuartel general. Allí se di-

rigían todos aquellos que querían ser algo en el mundo del arte. Aragon era joven y recorría la ciudad incansable. De eso nos habla el libro –dividido en tres partes –, de París, pero no del París turístico ni del de los poetas del fin de siglo ni del arquitectónico monumental. Aragon pasea y guarda los recuerdos para contárselos al lector. Comienza por los pasajes, luego traídos por Walter Benjamin como ejemplo de residuo capitalista en los comienzos del siglo XX, da testimonio de su encuentro con limpiabotas o de su paso por peluquerías situadas en calles apenas conocidas. Es curiosa la digresión sobre los bastones a raíz de su breve visita a una tienda de los mismos. Pasear para Aragon es recordar su juventud. Como si se tratara de un diario, va dejando constancia en el libro de su vida, de sus amistades, con Bréton por ejemplo, su trato con los dadaístas, sus

EL ALDEANO DE PARÍS Louis Aragon. Madrid: Errata naturae, 2016. 259 págs. 19,50 euros

tardes en el Café Certa, lo que para él significa el surrealismo, un modo de vida no muy lejano a los paseos por París. Su método es el azar. No elige la ruta, se deja llevar y aquel lo lleva por las callejuelas, le descubre las tiendas, negocios o cafés, de los que, por cierto, reproduce algunas cartas. Así, al azar, va contándonos las sensaciones que ese París despierta en él. La segunda parte tiene como centro el jardín de Buttes-Chaumont. El texto es un pequeño ensayo sobre la Modernidad y la aceleración del tiempo. Vive en una época maquínica, nos dice, y esto le despierta un temor que proviene de la contemplación de sí mismo. Cierra el libro el capítulo titulado ‘El sueño del aldeano’, en el que desarrolla la idea de que el mundo está desordenado y es el hombre el que intenta imponerle un orden para dotarlo de sentido, algo que en la Modernidad se acentúa y que sólo la Posmodernidad ha intentado refutar –aunque en realidad se quedara en la enunciación de dicho deseo–. En esta tercera parte, Aragon ensaya un breve opúsculo de metafísica con el propósito de destruirla, pues la define como la ciencia que estudia lo concreto, haciendo tabla rasa de varios siglos de especulación filosófica para la cual la metafísica era la ciencia que estudiaba aque-

El poeta francés Louis Aragon en 1966. :: KEYSTONE PICTURES USA llo que estaba más allá de la física o de lo concreto. Esto le lleva a postular la imagen como el modo mejor de adquirir conocimiento. Solo a partir de esta el hombre puede llegar al conocimiento último. (Digamos de paso que Gilles Deleuze impartió unas conferencias en que exploraba la potencialidad de la imagen como medio para lograr el conocimiento del mundo.) Acaba el capítulo con una re-

flexión sobre lo real y lo maravilloso. «Lo maravilloso es la contradicción que brota de lo real», escribe. Esta idea, situada en los inicios del siglo XX, puede que desempeñara un papel no poco importante en las reflexiones teóricas de, entre otros Alejo Carpentier, acerca de lo real maravilloso. ‘El aldeano de París’ es un libro interesante, una curiosidad alejadísima, desde lue-

go, de la literatura que hoy en día se escribe. Podremos estar más o menos de acuerdo con las ideas de Aragon pero no podemos negarle la fuerza y originalidad de su apuesta literaria, esa que le llevó a escribir algunos poemas fundamentales del siglo XX y que, en este libro, aparece en forma ensayística, siendo en cierto sentido la base teórica de toda su obra literaria.


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LECTURAS

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Traductoras de la Edad de Plata El libro que coordina Dolores Romero rastrea una faceta olvidada de varias escritoras del 27 Matilde Ras. :: EL NORTE GONZALO SANTONJA

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studiada la Edad de Plata de la literatura española desde muy distintos enfoques y perspectivas, sin embargo todavía quedan temas, autores y tendencias pendientes de análisis, como este de las traductoras, tan oportunamente puesto en liza por Dolores Romero, profesora de la Universidad Complutense con años de indagación sobre raros y marginados de dicho período, que ha sabido congregar a un grupo de especialistas para trazar una incitante galería de «mujeres que se empeñaron» y consiguieron «dejar huellas de sí mismas en palabras prestadas», abriendo sendas ventana a las traducciones de nueve escritoras, algunas tan conocidas como la condesa de Pardo Bazán o Zenobia Camprubí pero otras tan olvidadas como Matilde Ras o María Luz Morales. Las nueve merecen atención. En primer lugar Emilia Pardo Bazán, «nada menos y mucho más que traductora», como acertadamente titula su estudio Ana María Freire, autora de una gran obra narrativa que no debiera de oscurecer su labor de pionera en calidad de introductora de la novela rusa y adalid del Naturalismo en España, admira-

dora de Zola pero admiradora sin papanatismo, consciente de que eran los hermanos Goncourt la fuente de aquella nueva tendencia literaria. En la faceta que aquí nos ocupa, doña Emilia constituye una «cuestión palpitante», traductora de obras como ‘París’ de Auguste Vitu e impulsora de la versión al castellano de no pocas novelas francesas a través de su Biblioteca de la Mujer, empresa lanzada y costeada merced a la herencia paterna A continuación Carmen de Burgos, cuya semblanza inicia María del Carmen Simón Palmer con una alusión de justicia a Isabel de Correa, sefardí de finales del siglo XVII, la primera traductora de nuestra historia. Su aportación resultó crucial para la modernización de la literatura española, porque su trabajo abarca desde las primeras versiones de Renán para Sempere o Ruskin para Prometeo hasta las últimas de Nerval en Biblioteca Nueva o ‘El ratoncito japonés’ en Rivadeneyra, versión rescatada por La Sonrisa Vertical. Compañera de Ramón Gómez de la Serna, fija al respecto un modelo de perseverancia. En tercer lugar María de la O Lejárraga, esposa de Gregorio Martínez Sierra, ‘negra’ de su marido, autora de sus artículos, libros y hasta de sus conferencias, escándalo de suplantación inapelablemente demostrado por Antonina Rodrigo. Persuadida del alto va-

lor intelectual de las traducciones («también traduciendo se puede hacer obra de arte»), en ese campo cuajó una trayectoría tan prolífica como brillante, con traslados de Verlaine, Shakespeare, Stendhal o Maeterlinck y ensayos a propósito de Edgar Allan Poe, laberinto de «obras menores» que Juan Aguilera Sastre ha sido capaz de reconstruir, rescatando su labor en el exilio a través de la editorial Losada. Sigue Isabel Oyarzabal de Palencia, colaboradora de Nicolás M. Urgoiti, fundador de Papelera Española, traductora de la imprescindible Colección Universal de Calpe, antecedente y modelo de Austral. El retrato trazado por Gracia Navas Quintana dista mucho de lo hagiográfico, ya que descubre el lado oscuro de su quehacer, con errores de bulto y manipulaciones notables, encomiable actitud crítica que sienta un punto y aparte, porque la reivindicación de escritoras marginadas suele teñirse de tonos apologéticos. En cuanto a rigor, Oyarzabal de Palencia encuentra su contrafigura en María de Maeztu, que al juicio fundamentado de Anna T. Macías García trasladó desde el inglés y el alemán una serie de «ensayos pedagógicos en traducción» siempre fiable, empeño coherente y complementario con su faceta de pedagoga, impulsora de «planteamientos modernos en parte recogidos en el pensamiento educativo que se pretendió poner en prácti-

De todas las cosas

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l autor, José Malvís, en uno de los primeros poemas, el titulado ‘Mission to the stars’, advierte, tal vez al lector, tal vez a un interlocutor que ignoramos: «No tienes que amar la ciencia ficción por encima de todas las cosas/ ni siquiera tiene por qué gustarte». Y no, no hace falta amar la ciencia ficción

por sobre todas las cosas para acercarse a ‘Replican-Test’, por más que por muchos aquís y no pocos allás, el poemario esté sembrado de manojos de cables, perdón de versos, que se refieren de forma nada indirecta a aquel autor, a este libro, película o cuento de ciencia ficción. Especialmente la película ‘Blade Runner’, como verá a

primer vistazo todo aquel que haya visto la película. Ya el propio título del poemario, ‘Replican- test’, es una referencia directa a la película de Scott. Mucho más que a la novela de K. Dick, a quien, por supuesto, hay referencias. Como a Asimov, a C. Clark, tantos otros, esos personajes televisivos. A motores, a las propiedades de la fí-

Emilia Pardo Bazán en 1916. :: EL NORTE

Zenobia Camprubí.

María de Maeztu en su despacho, en los años veinte. :: EL NORTE ca durante la Segunda República». María de Maeztu está en el fondo de no pocas iniciativas renovadoras. A su vez Matilde Ras, analizada por María Jesús Fraga, ofrece un perfil interesantí-

EL TALISMÁN DE LA COSTURERA CIRO GARCÍA

sica y el funcionamiento de cerebros duros o blandos, de la neurona y el solenoide. En sus versos nos habla, y nos habla de muchas cosas, tal vez de todo, de las emocio-

simo: hija de Matilde Fernández, pionera en la causa de la instrucción de la mujer, autora de la novela ‘Concha, historia de una librepensadora’ (1885), su madre la formó (a ella y a su hermano, el tam-

bién escritor Aurelio Ras) en la lectura de los clásicos. Con los años destacó en calidad de grafóloga y se forjó un nombre como cuentista, además de traducir a Georges Sand y a diversos poetas catalanes y

nes del electrón y la dendrita, los dolores binarios del cableado y el músculo, química, sentimentalmente, herido. De las aspiraciones, tan simples (una mirada de reconocimiento, por ejemplo), de las naves capaces de superar la velocidad de la luz. Así que quizás no haga falta amar la ciencia ficción por encima de todas las cosas –sobre todo si tenemos en cuenta que ‘amar’, y ‘por sobre todas las cosas’ son, según mi experiencia, poco menos que incompatibles, o imposibles–, pero tener alguna referencia

‘Blade Runner’.


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LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

Mosaicos del corazón :: V. M. NIÑO

María de la O Lejárraga.

franceses. Durante la postguerra se vio obligada («por razones de supervivencia») a adaptar (que no a traducir) con una libertad posiblemente excesiva trece títulos de la condesa de Ségur. La trascendencia de Zenobia Camprubí es evidente, y su obra goza de reconocimiento, absolutamente fundida con su esposo Juan Ramón Jiménez en la difusión de Rabindranath Tagore, traductora ella «sencilla, directa» y traductor literario él, «cuidando el ritmo y la estética», con el resultado de unas versiones exquisitas, luego extendidas a otros autores (como Blake, Poe o Eliot) y divulgadora finalmente de su marido en el ancho mundo del inglés. Con una personalidad acusada, que trasciende el tópico de la secretaria de Juan Ramón, Emilia Cortés Ibáñez ha logrado trazar una síntesis estimulante de su pluralidad, a veces minimizada. Ahora bien, si minimizada Zenobia Camprubí, qué decir entonces de Mari Luz Morales, «pionera en el ámbito del periodismo profesio-

Carmen de Burgos.

nal femenino», con un sitio ganado a pulso en las mejores cabeceras de antes de la Guerra (in)Civil, desde ‘El Sol’ a ‘La Vanguardia’. Ejemplarmente «consciente de los problemas semánticos que entraña una traducción literaria», no traducía, sino que reescribía y adaptaba, unamunescamente fiel a la médula de las obras y no tanto a las literalidades, cara y cruz de la misma moneda. Por último la poeta Ernestina de Champourcin, estudiada por Julio César Santo-

yo, esposa de Juan Chabás, matrimonio exiliado que encontró en las traducciones para el Fondo de Cultura Económica un modus vivendi apurado pero desarrollado entre libros, que era su causa. «Empezamos a traducir como locos … pues había que vivir», recordaría ella, o mejor dicho sobrevivir, pues apenas «te pagaban un peso veinticinco por folio», lo que folio a folio o peso veinticinco a peso veinticinco se concretó en nada menos que catorce mil páginas. Falleció en Madrid y 1999, a punto de cumplir 94 años, prácticamente sorda, casi ciega y casi aislada. Por último, decía, pero no como fin, porque el libro se cierra con un ‘índice de traducciones’ entre 1868 y 1936 a cargo de Patricia Barrera que incluye varios cientos de referencias precisas, lo que de por sí evidencia la oportunidad de la obra y la magnitud del tema. Dolores Romero ha dado de lleno en la diana de los aciertos. Estos Retratos, que no agotan el tema, eran muy necesarios.

por piedad o por deseo, tanto como el resentimiento, la cola del paro, el ladrillo roto en una esquina, el sexto cigarro del día, o el quiosco donde alguna vez compramos caramelos o porno. Porque si algo nos dice por encima de las demás cosas que nos dice –que son muchas: nos dice sobre el amor y sus contrarios, sobre el asco y las alegrías, sobre todo, quizás, eso ya lo he dicho– este poemario es que hay vivencias que no hemos ‘vivido’, pero que no son más falsas que cualquier encuentro en

una plaza o mesa de bar. Aquellas que vienen de nuestras pasiones, o, más bien de nuestras lecturas apasionadas. Que unas, a ciertos niveles, no son más o menos importantes que las otras. Que algunos, por ejemplo, no dejaremos de otear una lluvia intensa para ver si entre el agua acertamos a ver las torres de la Tyrel Corporation. O que ciertos días perros, nos miremos las muñecas, como Pinocho, como Roy Batty, y nos preguntemos si somos niños de verdad.

RETRATOS DE TRADUCTORAS EN LA EDAD DE PLATA Dolores Romero López, ed., Madrid, Escolar y Mayo, 2016, 248 pp., 16 euros.

Un extraño hallazgo arqueológico es es punto de partida y de encuentro de todos los personajes que expone Ana Alcolea en ‘El secreto del espejo’, Premio Cervantes Chico 2016. En ese objeto confluyen las vidas de Marga y Federico, los padres de Carlos, de este y Elena, de Cayo y Yilda. Alcolea alterna dos tiempos narrativos, el coetáneo del espejo, en pleno Imperio Romano, y el actual. Distinguidos tipográficamente, se suceden las dos historias que mantienen algunos elementos comunes: el descubrimiento del amor, la gata y la luna, el espejo o la complejidad de las relaciones humanas. Marga es arqueóloga, trabaja en un museo al que Federico, su marido intermitente, lleva un extraño objeto. Mientras ellos investigan, la autora nos va contando la vida de Yilda, una druida en Britania. Apenas es una niña, pero sus po-

EL SECRETO DEL ESPEJO Ana Alcolea. Anaya. Premio Cervantes Chico 2016. 232 páginas. 9,50 euros. A partir de 14 años.

Intercaladas con las aventuras de Yilda, transcurren las dudas del corazón de Carlos. Su querida Elena, compañera del instituto y bailarina, recibe una beca para ir a Amsterdam. La prueba para su incipiente amor es afrontada de distinta manera por ambos. Mientras, la investigación arqueológica concita la atención de todos. El misterio va desvelándose, se trata de un espejo con una inscripción druida con el nombre de su dueña, que no es otra que la protagonista de la historia romana. Alcolea va tejiendo una breve trama que hila ambos mundos, en los que la búsqueda de los adolescentes, las dudas y los intentos fallidos de los adultos y la exposición de todos a los riesgos emocionales de la vida van exponiéndose de forma natural. La existencia es un intento continuo a cualquier edad y condición. Esa falta de certezas es uno de los aciertos de esta recomendable novela.

Nanas para electrodomésticos :: V. M. N.

quizás no esté de más. Quizás algunos versos no lleguen a destino –sea cual sea ese–. Es difícil, creo, entender, sentir, simpatizar versos como: «(…) a favor de que la lluvia ácida encarcele a Deckard de una maldita vez y así Pris/ valiente pueda seguir enseñándonos cómo soñar y vivir/ sin joder a nadie ni mentir», sin saber quiénes son Pris y Deckard. Sin tener esas referencias en nuestro imaginario, que es, cada vez estoy más seguro, parte de nuestras vivencias, tanto como los polvos arrancados

deres son codiciados y temidos por quienes la rodean. Acabará huyendo de su encarcelamiento y caerá en manos de los soldados romanos. Logra salvar al tribuno de la muerte por la picadura de varias abejas y se convierte en el más preciado botín de esa expedición. Su dominio de las hierbas, su capacidad para sanar y para intuir el peligro le granjean un destino privilegiado en Roma.

El ‘telégrafo escacharrado’, el frigorífico que congela el amor o la tostadora que sueña bien valen un poema. Eso es lo que pensó Pedro Mañas al hacer rimar las historias de los trastos que nos rodean, que hacen más cómoda la vida. ‘Trastario. Nanas para lavadoras’ recopila 31 poemas que miran de otra manera a los electrodomésticos. Mañas «teje bufandas de palabras» en torno a la ‘lavadura’, el ‘tocadís’, el despertador o los ‘trabatrastos’, a saber, los que «trotan tráfi-

co a través», el trolebús, el tranvía y el tren. El pararrayos y la vía, el pelapatatas y el catalejo, son cachibaches

TRASTARIO Texto de Pedro Mañas. Ilustraciones de Betania Zacarias. Kalandraka. 40 páginas. 14 euros. A partir de 7 años.

ajenos al mundo digital de los niños del siglo XXI y, sin embargo, elementos indispensables en su medio. De tanto versar sobre ingenios, el autor repara en la receta para «hacer un monstruo». El lugar donde fraguará la nueva criatura será la lavadora. Ingredientes curiosos, proceso detallado, hasta dar con «Un monstruo tierno/ un amigo/ al que abrazar en invierno». Los poemas de Mañas están sutil y graciosamente acompañados por las ilustraciones de la bonaerense Betania Zacarías.


14 LA SOMBRA

Sábado 8.10.16 EL NORTE DE CASTILLA

DEL CIPRÉS

N

o solo en política, en la vida misma es de sabios no decir nunca de este agua no beberé, porque igual algún día tienes que beberla o morirte de sed». Este enunciado lo he entresacado de una columna de opinión publicada en un diario de tirada nacional de fecha muy reciente. Y lo traigo a colación no por lo que dice sino porque hay una incorrección gramatical de esas que los hablantes tienen muy interiorizadas y que los procesadores de textos no siempre corrigen. Me refiero, claro está, a la elección de la forma masculina del demostrativo (‘este’) para acompañar al nombre femenino ‘agua’. En una cala somera en Internet encuentro ejemplos como «Una gran parte de este agua puede ser ahorrado reemplazando este agua por agua de lluvia en el WC, para lavar la ropa y para regar el jardín»; «Según la propia marca, el origen de este agua de belleza está inspirada en el elixir de juventud utilizado por la Reina Isabel de Hungría»; «De hecho, los análisis que se hacen cada año de este agua, determinan siempre que tiene una calidad excepcional»; «Actualmente el 48% de este agua proviene de nuestros acuíferos»; «para que palentinos y visitantes puedan beber de este agua que según la leyenda popular cuenta con propiedades milagrosas»; «Estos cuatro elementos son los verdaderos responsables de las características minerales de este agua», tanto en páginas web institucionales como en noticias periodísticas, que dan cuenta de la frecuencia de este uso. ¿Por qué muchos hablantes dicen y escriben ‘este agua’, ‘este área’, ‘este aula’, o ‘este asa’ y sin embargo no usan el demostrativo en su forma masculina cuando estos nombres están en plural? Pues porque la regla que dice que en singular los nombres femeninos que comienzan por ‘a’ tónica seleccionan la forma masculina del artículo la hacen extensiva a todos los demás determinantes

USO Y NORMAS DEL CASTELLANO MARÍA ÁNGELES SASTRE PROFESORA DE LENGUA ESPAÑOLA EN LA UVA

‘EL AGUA’, PERO ‘ESTA AGUA’

Más normas y recomendaciones para el uso correcto del castellano. Envíe sus consultas a: elcastellano. elnortedecastilla.es

(demostrativos, posesivos, indefinidos, etcétera). Hay hablantes que creen que ‘agua’, ‘área’, ‘aula’ o ‘asa’, por seguir con estos ejemplos, son nombres masculinos. He hecho esta comprobación muchas veces entre hablantes cultos y el argumento que sostienen es, casi siempre, algo del tipo «‘agua’ es nombre masculino porque decimos ‘el agua’». Este argumento (el de anteponer el artículo) lo usamos los hablantes nativos para determinar el género de los nombres, pero da en hueso en estos nombres que nos ocupan: los femeninos que comienzan por ‘a’ tónica (que, como he dicho arriba, en singular seleccionan la forma

masculina del artículo). Por tanto, aunque gocen de amplia difusión, son incorrectos ejemplos como ‘de este agua no beberé’, ‘nuestro agua es el mejor de la zona’, ‘este asunto lo lleva otro área’, ‘este aula no lo han limpiado’ o ‘este asa es muy resistente’. Hay que decir ‘de esta agua no beberé’, ‘nuestra agua es la mejor de la zona’, ‘este asunto lo lleva otra área’, ‘esta aula no la han limpiado’ o ‘esta asa es muy resistente’, aunque a muchos de ustedes les suene raro. ¿De cuántos nombres de este tipo hablamos? De menos de un centenar, pero no hay Los nombres que olvidar los que femeninos en comienzan por hache (porque la hache es singular que muda), como ‘hambre’, comienzan por ‘a’ ‘hacha’ o ‘haya’. Por contagio también tónica seleccionan se extiende el uso de la forma masculina determinantes del artículo pero no masculinos, artículos la de los incluidos, a los casos en los que un adjetivo determinantes aparece interpuesto entre el determinante y el nombre, como en ‘un excelente agua’, ‘el nuevo área’ o ‘un luminoso aula’. La regla arriba mencionada solo es de aplicación a los casos en los que el artículo precede inmediatamente al sustantivo, por lo que no están justificados estos usos. Debe decirse ‘una excelente agua’, ‘la nueva área’, o ‘una luminosa aula’. Y para terminar, los adjetivos femeninos que comienzan por ‘a’ tónica no seleccionan la forma masculina del artículo sino la femenina, como en ‘la ácida naranja’, ‘una agria disputa’ o ‘la alta costura’.

LOS LIBROS MÁS VENDIDOS EL CORTE INGLÉS VALLADOLID

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Los Herederos de la tierra. Ildefonso Falcones (Grijalbo)

Harry Potter y el legado... J. K. Rowling (Salamandra)

Kathleen. C. Morley (Periférica)

Harry Potter y el legado... J. K. Rowling (Salamandra)

Yo antes de ti. Jojo Moyes (Suma)

Los herederos de la tierra. Ildefonso Falcones (Grijalbo)

Todos los cuentos. R. Carver (Anagrama)

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La chica del tren. Paula Hawkins (Grijabo)

Patria. Fernando Aramburu (Tusquets)

Hecatombe. W. Gerhardie (Impedimenta)

Me llamo Lucy Barton. E. Strout (Duomo)

El silencio de la ciudad blanca. Eva García (Planeta)

La carne. Rosa Montero (Alfaguara)

Bajo los montes de Kolima. L. Davidson (Salamandra)

Dispara a la luna. Reyes Calderón (Planeta)

Patria. Fernando Aramburu (Tusquets)

El superzorro. Roald Dahl (Algafuara)

Harry Potter y el legado... J. K. Rowling (Salamandra)

Patria. Fernando Aramburu (Tusquets)

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La jugada de mi vida. A. Iniesta (Malpaso)

Born to run. Bruce Springsteen (Mondadori)

La lucha por la desigualdad. Pontón (Pasado y presente)

Born to run. Bruce Springsteen (Mondadori)

La magia del orden. Marie Kondo (Aguilar)

Emocionario. Di lo que... C. Núñez (Palabras aladas)

De la ligereza. Lipovetsky (Anagrama)

Dilo en voz alta y... F. J. López(Martínez Roca)

Ni pena, ni gloria. Grande-Marlaska (Planeta)

Inteligencia emocional. D. Goleman (Kairos)

Recuerda que vas a morir. P. Kalanithi (Seix Barral)

Retratos de mujeres. C. Sainte Beuve(Acantilado)

España amenazada. Luis de Guindos (Península)

La invención de la naturaleza. A. Wulf (Taurus)

En el café de los existencialistas. S. Bakewell (Ariel)

Ser felíz no es caro. Miguel Ángel Revilla (Espasa)

El espía de las mil caras. Manuel Cerdán (Plaza&Janés)

Madres arrepentidas. O. Dontah (Reservoir)

El monstruo de coloroes. A. Llenas (Flamboyant)

Guía de Pokemon Go. V. Huiza (Ra-Ma)

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Patria. Fernando Aramburu (Tusquets)

Los herederos de la tierra. Ildefonso Falcones (Grijalbo)

Los herederos de la Tierra. I. Falcones (Grijalbo)

Los herederos de la tierra. Ildefonso Falcones (Grijalbo)

Señales de humo. Reig (Tusquets)

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Manual para mujeres... Lucía Berlín (Alfaguara)

La carne. Rosa Montero (Alfaguara)

La carne. Rosa Montero (Alfaguara)

Harry Potter y el legado... J. K. Rowling (Salamandra)

El libro de los Baltimore. Jöel Dicker (Alfaguara)

Harry Potter y el legado... J. K. Rowling (Salamandra)

Brújula. Enard (Randon House)

La maldición de la reina Leonor. Peridis (Espasa)

Instrumental. James Rhodes (Blackie Books)

Patria. Fernando Aramburu (Tusquets)

Manuel para mujeres de la... Berlin (Alfaguara)

Me llamo Lucy Barton. E. Strout (Duomo Ediciones)

Sarna con gusto. César Pérez Gellida (Suma)

Cuando llega la luz. Clara Sánchez (Destino)

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El euro. Stiglitz (Taurus)

Ascensiones en la... Villegas/Rioja (La Pedrera Pindia)

SPQR. Mary Beard (Crítica)

El Universo en tu mano. Christophe Galfard (B. Books)

La España vacía. Del Molino (Taurus)

El cacique de Grijota... Hdez/Moreno/Sánchez (Región)

Dioses útiles. Álvarez Junco (Galaxia Gutenberg)

Ni pena, ni gloria. Grande-Marlaska (Planeta)

SPQR. Mary Beard (Crítica)

Montaña Palentina. Froilán de Lózar (Aruz)

El cazador de historias. E. Galeano (Siglo XXI)

Historia mínima de la guerra... E. Moradiellos (Turner)

Sapiens: De animales a dioses. Harari (Debate)

El universo en tu mano. C. Galfard (Blackie Books)

El fascinante juego... Virgilio Ortega (Crítica)

España. La revolución... José Mª Carrascal (Espasa)

Música en el Castillo del Cielo. Gardiner (Acantilado)

Vamos a comprar mentiras. J. M. L. Nicolás (Cálamo)

El sermón de dejar de ser. A. García Calvo (Lucina)

Don Carlos, Príncipe de ... Braguetas (Cátedra)


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Sábado 8.10.16 EL NORTE DE CASTILLA

QUINCE MINUTOS DE FAMA

Félix del Val Martínez Cardeñuela Riopico (Burgos) Nací el 24 octubre de 1940. En verano todos los días me levanto pronto y voy a la búsqueda de los peregrinos, hablo con los que hablan español y hacemos la travesía de la Sierra de Atapuerca por el camino original, que tiene más de 600 años en contraposición al camino oficial, que tiene 37. Lo hago porque desde que hice el Camino de Santiago me encuentro muy realizado y las personas que hacen el camino tienen un matiz fantástico.

ÁNGEL MARCOS


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LA SOMBRA DEL CIPRÉS

Sábado 8.10.16 EL NORTE DE CASTILLA

Director: Carlos Aganzo Coordinadora: Angélica Tanarro

llevan ese sello especial en la frente y quieren que se escuche la historia escondida de su corazón.

DÍAS FELICES

2. Hay un momento único

GUSTAVO MARTÍN GARZO

en que el niño descubre su sombra. Descubre otro yo, alguien que le acompaña en secreto. Ese alguien habita sus pensamientos y sus deseos más íntimos, es su doble escondido, su parte proscrita. En ‘Peter Pan’, la novela de J. M. Barrie el niño volador regresa a Londres en busca de la sombra que ha perdido, pues esa sombra le vincula a la isla de la que viene; y, a través suyo, a la infancia, con todas sus fantasías y locuras. En esa sombra reside su vitalidad pero también cuanto de caótico y destructivo hay en él. Freud, Nietzsche y Jung hablaron de ese contraste entre la racionalidad y la sombra, y vieron que no era posible un desarrollo completo de la personalidad sin una armonización de los dos. La sombra personaliza la parte primitiva e instintiva del hombre. Es su doble negativo, pero también la fuente de la vitalidad y, en cierta forma, de su salud intelectual. Es ella la que nos enseña a tolerar las ambigüedades y nos aparta de los peligros que acosan al hombre integrado: la rigidez de pensamiento, el dogmatismo, los fundamentalismos religiosos, los prejuicios etnocéntricos o la banalidad.

3. Occidente puede consi-

:: ILUSTRACIÓN BEATRIZ MARTÍN VIDAL

1. «Había una vez un rey que tenía doce hijas, y tanto las amaba que tenían que estar siempre a su alrededor, pero cada mediodía, cuando el rey se quedaba dormido, las princesas salían a pasear. Un día, cuando el rey se echó su siesta y las princesas salieron, desaparecieron y jamás regresaron». Con frases así suelen comenzar los cuentos. Este procede de Noruega, el país de los bosques y los navegantes, de las noches interminables y los hielos eternos. Su mundo es un mundo poblado de objetos mágicos, de pruebas imposibles, de pactos misteriosos, de cuartos prohibidos, de princesas que duermen junto a espadas desnudas, de troles devoradores de carne humana. Son los asuntos, los objetos y los personajes eternos de los cuentos. De los

Historia del corazón cuentos de los hermanos Grimm, de los cuentos de Andersen, de los cuentos de Perrault, de los cuentos orientales. En todos ellos late el mismo ansia de maravillas, de hacer del mundo una casa encantada. Porque los cuentos guardan la memoria de la

infancia del mundo, de ese tiempo en que la verdad no cabía en un sola historia y hasta los cuerpos muertos podían florecer si alguien los amaba. Los problemas de sus protagonistas no son distintos a los que cada uno de nosotros debe enfrentarse al vivir: cómo ser

nosotros mismos. ¿Qué quiso decir Dios cuando nos hizo?, se pregunta Ibsen en ‘Peer Gynt’. Los personajes de los cuentos no dudan que Dios quiso decir algo cuando les creó, y que su deber es encarnar ese significado en sus palabras y ac-tos. Todos ellos

derarse un oasis de bienestar en el mundo de hoy. Valores como la desvinculación de política y religión, la igualdad legal de sexos, razas y credos o la instauración del sufragio universal son conquistas de las que debemos enorgullecernos. Pero basta con asomarse a las residencias de ancianos, visitar los arrabales de nuestras ciudades, o percibir el grado de feroz competencia del mundo empresarial para que ese entusiasmo se enfríe. Somos sin duda el pueblo más poderoso y rico de la tierra, pero ¿de verdad somos el más delicado y justo? Hay otros valores: la hospitalidad, la curiosidad ante el viajero, el amor a los ancianos, el diálogo con los animales y las fuerzas de la naturaleza. «Haz dulce tu camino, dijo Isaías, y recibirás una melodía». Es la dulzura de las melodías que se cantan mientras dura el camino de la vida la que debe dar cuenta del verdadero valor de los pueblos, no la opulencia de sus mercaderes.

4. Eso son los cuentos: ca-

bañas que levantamos en la noche para cobijarnos del frío y escuchar esas melodías. Porque no nos basta con vivir, sino que queremos tener una vida hermosa, una vida dotada de sentido. Queremos sa-

En todos los cuentos late el mismo ansia de maravillas, de hacer el mundo una casa encantada El reino está en nosotros y nuestra misión es civilizar el infinito, hacerle caber en nuestras pequeñas vidas

tisfacer nuestras necesidades y deseos, pero también tener un espacio para lo absoluto. Durante miles de años, agobiado por el peso de sus necesidades y carencias, el hombre buscó ese absoluto fuera del mundo. Pensó que había otra vida, un reino de plenitud más allá de las nubes por el que había que sacrificar el nuestro para alcanzar la salvación. Pero la salvación no se encuentra en el más allá, sino aquí y ahora. El reino está en nosotros y nuestra misión es civilizar el infinito, hacerle caber en nuestras pequeñas vidas.

5. «Hay gente sin fantasías,

escribe Isak Dinesen, y esos son los peores, porque se muestran incapaces de comprender: solo aquellos que tienen fantasía son capaces de ver la verdadera esencia de las cosas, y hacer que todas las puertas se abran». Tal es la cualidad de los cuentos, abrir las puertas que permanecen cerradas, abrirnos a lo que está escondido. Tienen además una cualidad misteriosa: cuanto más maravillosos y locos son más discretos y razonables vuelven a los que los escuchan. Esta alianza entre fantasía y razón es la que hace que sigamos necesitando su magia en estos tiempos de oscuridad. «La fantasía, abandonada de la razón, escribe Goya en su glosa a su Capricho ‘El sueño de la razón’, produce monstruos imposibles: unida con ella, es madre de las artes y origen de sus maravillas».


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