SOMBRA CIPRES LA
DEL
NÚMERO 250 Sábado, 10.12.16
Roma, literaria y eterna Más allá de los ‘best sellers’ pasajeros, el Imperio inspiró algunas novelas por las que no pasan las modas [P2]
Vista de la escultura Canopo que alberga Villa Adriana de Tívoli. :: IVÁN FONBELLA
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Sábado 10.12.16 EL NORTE DE CASTILLA
ROMA, LITERARIA Y ETERNA Por debajo del ruido mediático, de las campañas de publicidad que alzan otros títulos a las listas de éxitos, en el silencio de las estanterías, como firmes columnas trajanas, perviven las grandes novelas de romanos. Clásicas como el mundo que reflejan
Los libros del rey Sapor G
ore Vidal dedicó una larga novela a reconstruir el tiempo del emperador romano Juliano el Apóstata. Su eje narrativo se apoya en unos supuestos diarios del emperador guardados por un preceptor suyo, Prisco del Epiro, testigo de su muerte en la campaña contra el ejército persa del rey Sapor, en el año 363. La posterior muerte de este rey persa, en el año 380, la conoce Prisco por una carta de Libanio, profesor de retórica griega: «El Gran Rey de Persia, Sapor, finalmente ha muerto. Había pasado los
ochenta años y reinó la mayor parte de su vida. Es una extraña coincidencia que el rey que mató a nuestro querido Juliano muriese precisamente cuando nosotros estamos por reivindicar su memoria. Una vez se me dijo que Sapor había leído mi ‘Vida de Demóstenes’, y que la admiraba. Qué maravillosos son los libros, cruzan mundos y siglos, derrotan la ignorancia y, finalmente, incluso al tiempo cruel». Libros que saltan por encima del campo de batalla, que derrotan a la ignorancia y al tiempo. ¿Cabe mayor elogio, mayor pasión?
JORGE PRAGA
‘Juliano el Apóstata’ es uno de esos libros que derrotan al tiempo. Desde su publicación en 1964 no ha dejado de reeditarse y permanece fresco y vivo en las librerías. Claro que la estantería que ocupa está en continua pugna comercial y editorial. La disputan esos libros de tapas duras con portadas que imitan las inscripciones romanas en pie-
dra, organizados en sagas de entregas sucesivas. En las promociones de grandes superficies físicas o digitales es fácil encontrar al británico Simon Scarrow, que cuenta con trece libros de su serie ‘Águila’. O a la australiana Colleen McCullough, que tras su éxito de ‘El pájaro espino’ ha encadenado siete volúmenes de la serie ‘Masters of Roma’. El detective Gordiano el Sabueso ya ha investigado quince casos firmados por Steven Saylor. Y sin traspasar fronteras tenemos al valenciano Santiago Posteguillo, con trilogías dedicadas a Escipión el
Africano y a Trajano. De esta acaba de salir la última entrega, ‘La legión perdida’. Todavía tendrán que pasar varias cribas estas obras de actualidad para merecer la atención del rey Sapor. ¿Y si volvemos la vista atrás, a los orígenes del género? En el siglo XIX triunfaron varias novelas sobre la época clásica romana cuyo entrelazamiento fue decantando un canon propio: ‘Los últimos días de Pompeya’, de Edward BulwerLytton, 1834; ‘Fabiola’, del cardenal Nicholas Wiseman, 1854; ‘Ben-Hur’, de Lewis Wallace, 1880; ‘Quo Vadis’, del
polaco Henryk Sienkiewicz, 1896… Su popularidad se multiplicó con la atención que les prestó el naciente cinematógrafo. En 1925 Fred Niblo dirigió un ‘Ben-Hur’ mudo de más de dos horas de duración, con la tríada de productores más famosa de la historia: Louis B. Mayer, Samuel Goldwyn e Irving Thalberg, judíos al servicio de una narración cristiana. Con su dinero se rodó la batalla naval en el mar de Livorno, y una carrera de cuadrigas observada por 42 cámaras. Como ayudante de dirección figuraba William Wyler, que en
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Libros que saltan por encima del campo de batalla, que derrotan la ignorancia La vida renovada de sus ediciones y la confianza de los lectores les hacen superar la criba del tiempo
A la izquierda ‘Pollice Verso’, 1872, lienzo de Jean-Léon Gerôme. A la derecha, estatua romana que muestra al emperador Adriano con los atributos de Marte. :: EFE
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CARLOS AGANZO
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Pervivencia de los clásicos
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as últimas investigaciones apuntan a que Sulpicia, la poeta romana a la que Marcial calificó como la Safo de su tiempo (finales del siglo I d.C.), en realidad no pudo ser la autora de los setenta hexámetros que componen el famoso poema descubierto en la abadía de Bobbio en 1493, ya que éste más bien debió corresponder a una escritora del siglo V. Aún así, el diálogo poético entre Sulpicia y la musa Calíope, temerosas de las consecuencias del edicto de expulsión de los filósofos de Roma por parte de Domiciano, sigue estando vigente cada vez que nos preguntamos sobre la pervivencia de la cultura romana a través de los siglos. En efecto, la crueldad y las arbitrariedades de Domiciano trajeron al imperio un período de malestar, y terminaron incluso con el dominio de la dinastía Flavia, pero no acabaron con Roma. A los Flavios les sustituirían los Antoninos, los «emperadores buenos», y a aquella época de persecución del saber le siguió otra a la que algunos historiadores, como el británico Edward Gibbon, consideraron como «la época más feliz de la historia de la Humanidad». Habrían de pasar casi tres siglos, a partir de los Antoninos, para que los hérulos de Odoacro depusieran en Roma a Rómulo Augústulo, el último emperador de Occidente; y diez centurias más para que los turcos tomaran Constantinopla, poniendo fin a Bizancio, el imperio romano de Oriente. Durante todo este tiempo, y a pesar de la extensión de la barbarie por Europa, con el largo paréntesis de la Edad Media, lo cierto es que la pervivencia de los clásicos grecolatinos fue absoluta. El Renacimiento, primero, y el Neoclasicismo, después, se encargaron de mantener vivo el vínculo con la cultura que mejor represen-
taba los principios y los valores de Europa: la raíz de nuestro conocimiento y la más pura expresión de nuestra manera de entender el mundo. Así en la mayor parte del Viejo Continente, pero de manera muy especial en países como España, donde en numerosas ocasiones la cultura romana floreció con más brillo y esplendor que en la propia Roma. Aunque lo han intentado con denuedo, los bárbaros nunca han terminado de alejarnos de nuestras raíces clásicas, y el mundo romano, con toda la herencia griega incorporada, reaparece una y otra vez en lo mejor de la cultura hispánica, desde el Arcipreste de Hita con Ovidio hasta Fray Luis de León o Jorge Guillén con Ho-
Horacio.
Ovidio.
Aunque lo intenten una y otra vez, los bárbaros nunca acaban de alejarnos de las raíces clásicas
racio, en una lista infinita en la que los mencionados, como Virgilio, Catulo, Juvenal o Marcial, por citar sólo unos pocos, son rescatados una y otra vez por poetas contemporáneos para volver con ellos a los asuntos eternos de la poesía. «Carpe diem, quam minumum credula postero». Vive el día de hoy, no fíes del incierto mañana, como han escrito con palabras de Horacio millones de poetas desde entonces. Y en el día de hoy, a pesar de lo que pudiera parecer, dado el abandono progresivo de la cultura clásica en nuestro sistema educativo, lo cierto es que la voz de Roma sigue escuchándose en la obra de algunos de los grandes poetas de nuestro tiempo con absoluta nitidez. La lista sin duda sería también extensísima, pero valgan como ejemplo un pequeño ramillete de casos. Empezando por el influjo de una obra como ‘Sepulcro en Tarquinia’, de Antonio Colinas, que marca la senda a un buen número de poetas que han querido seguir sus pasos, y naturalmente por el impulso de los Novísimos, desde Luis Antonio de Villena –su último libro de poemas se titula precisamente ‘Proyecto para excavar una villa romana’– hasta Guillermo Carnero –’Poemas arqueológicos’, ‘Noches romanas’...–. «Aquí los dioses son / como la concepción de estas columnas, / un único placer: la inteligencia, /con su progenie de fantasmas lúcidos», escribe Carnero en su poema ‘Paestum’, marcando la pauta de esa gran escuela mediterránea en la que también hay que encuadrar a Jaime Siles, director la última cruzada en defensa de la permanencia de la cultura clásica en el currículum académico, o al gran Enrique Badosa, cuyo ‘Marco Aurelio, 14’ sigue siendo la insignia de la permanencia de los viejos valores grecolatinos en nuestra poesía actual. Por no citar, buscando a en nuestras geografías, al influjo garcilasista de un Luis García Montero o a esas nuevas visiones de un poeta como Homero surgidas de las maravillosas traducciones del segoviano Luis Javier Moreno... «La gota horada la roca no por su fuerza, sino por su constancia», que diría Ovidio.
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ROMA, LITERARIA Y ETERNA
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1959, ascendido a director de prestigio, realizó una nueva y triunfante versión. Antes se habían sucedido éxitos que no desdeñaban la calidad bajo las firmas de Cecil B. de Mille, Nicholas Ray, Mankiewicz o Stanley Kubrick. Pero con ‘La caída del Imperio Romano’ el género reflejó especularmente su propia decadencia, alargada en las secuelas italianas del péplum, o en sátiras británicas del tipo de ‘La vida de Brian’ de los Monty Python. La última versión de ‘BenHur’, meses atrás, ha pasado sin pena ni gloria a pesar de su espectacular aliento digital. ¿Y, entonces, los libros del rey Sapor? Más que las versiones cinematográficas que los realcen, habría que contar para su elección con la vida renovada de sus ediciones; y con la confianza de los lectores que se transmiten unos a otros su existencia y contenido, casi como aquellos hombres biblioteca que memorizaban las palabras en la versión de François Truffaut de ‘Fahrenheit 451’. ‘Juliano el Apóstata’ ha pasado esos filtros, indudablemente. ‘Yo, Claudio’, publicado por Robert Graves en 1934, sería otro título inesquivable en este género que mezcla reconstrucción e imaginación del mundo clásico romano. Es lo que anota Gore Vidal en el prólogo de su obra: «Si bien he escrito una novela, y no
una obra histórica, intenté respetar los hechos modificando solo ocasionalmente algunas cosas». A ese quicio de fidelidad al pasado y creatividad narrativa dedica Robert Graves un capítulo entero, con el diálogo entre Polio, historiador pegado a los hechos, y Livio, escritor más atento a la fuerza literaria de lo que describe. Este último centra así la disputa: «¿Y si al servir a la causa de la verdad admitimos que nuestros reverenciados antepasados fueron cobardes, mentirosos y traidores? ¿Qué sucede entonces?» Marguerite Yourcenar, autora de otro de esos libros indestructibles, ‘Memorias de Adriano’, de 1950, anota en sus diarios paralelos a la elaboración de la novela: «Un pie sobre la erudición, otro sobre la magia, o más exactamente y sin metáfora, sobre esa ‘magia simpática’ que consiste en transportarse mentalmente al interior de otro». Ese es el
«Un pie sobre la erudición, otro sobre la magia... que consiste en transportarse al interior de otro», dijo Yourcenar
gran reto literario que une subterráneamente a estas novelas: introducirse en el interior de ese personaje en el que converge la sociedad romana y el poder que la controla: Juliano, Claudio, Adriano. Su soledad la condensa Marguerite Yourcenar en un fragmento de una carta de Flaubert: «Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que solo estuvo el hombre». Añadiría un cuarto nombre a esta lista de mandatarios del tiempo solitario: César Augusto. Y un cuarto libro para la literatura que los imagina: ‘El hijo de César’, de John Williams, que con esta obra ganó el National Book Award en 1973. César es dibujado en la novela desde distintos flancos por personajes cercanos: amigos, rivales, familiares, historiadores, hasta llegar a las últimas páginas –simétricas a las primeras de ‘Memorias de Adriano’ con la serena soledad que anticipa la muerte–, en las que César Augusto revela aquello que le permitió conservar el poder sin desgastarse en grandes enfrentamientos: «Nunca me pareció prudente que los demás conocieran lo que mi corazón guarda». Y sobre el desafío de penetrar en ese espacio reservado se erige la imaginación de los autores de estos libros amados por un rey persa.
Memorias de Adriano, ya que una mujer no puede contar sobre sí misma
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eí ‘Memorias de Adriano’ poco después de que se editara, por primera vez, en España. Editorial Edhasa, 1982, me lleva al libro –no voy a negarlo– Julio Cortázar, su traductor al español. Leo en el metro cuando voy a la universidad –estudio Filosofía–, cuando voy al trabajo. Leo en un café mientras espero a alguien, o no quedo con nadie para poder leer, en un café, ‘Memorias de Adriano’. Llega la madrugada y yo leo. Dos, tres días a lo sumo. La
MARIFÉ SANTIAGO
última frase, la melodía esdrújula de Publio Aelius Hadrianus: «Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde…». Punzada, serena despedida, esa nostalgia que olvida lo perdido porque la sed
estética ante el abismo que me ofrece puede más que la sola razón («…habremos de renunciar a los juegos de antaño»). Esa enseñanza atesora mi mínima alma compañera de un cuerpo de veinte años cuando acaba el libro que me señaló el lejano y, sin embargo, asible horizonte de la escritura como nunca antes lo había hecho un relato o un verso. En él, hermosos rostros estoicos, cuerpos bellos trascendiendo la moralidad, hirientes palabras y humanos de-
Antinoo como Dionisos, hoy en el Palazzo Massimo alle Terme. fectos que se entregaban al sacrificio en los misterios eleusinos, y el contradictorio sol del pensamiento griego en un mar que abría lo que acabó siendo el sueño de Europa («Jamás he creído que la edad sea una excusa para la malignidad humana; antes bien, me parece una circunstancia agravante»). Estaban los nombres, mares epicúreos
capaces de transformar la suciedad de la existencia. Y los dedos actores, barcos que atravesaban placenteras noblezas e innobles eficacias («Había mucho de angustia en mi necesidad de herir aquella sombría ternura que amenazaba complicar mi vida»). Subrayo, cierro el libro y los ojos, vuelvo a la página. Aprendo de una escritora mu-
jer, Marguerite Yourcenar. Lo digo con sorpresa: una escritora mujer. Me deja –sí: me lo deja a mí, así quiero que sea– su cuaderno de notas, el que acompaña la edición de pastas azules, protegida con esa funda donde se reproduce la Villa Adriana de Tívoli. Y me hice una pregunta que no compartí con nadie porque se me había convencido
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Con los ojos de Claudio
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eer novela histórica no nos convierte en historiadores y, a veces, ni en lectores. ¿Alguien en su sano juicio se consideraría experto en Mozart después de haber visto la fantástica ‘Amadeus’ de Milos Forman? En estos tiempos de la postverdad, la posthegemonía, la transmodernidad y la cercanía de la singularidad cibernética, parece como si nos resultara incómodo el mundo en el que nos ha tocado vivir, acaso porque siempre hay un argumento moral que contrarresta al nuestro, una respuesta opuesta, una enorme dificultad para encontrar modelos simples que den cuenta de una realidad compleja. Se me antoja que, al buscar respuestas y no encontrarlas, sembramos el campo del que va a nacer la literatura de evasión, tanto la que nos ofrece un sexo irrealizable con grises sombras, como la que nos sumerge en Universos de alienígenas, combates épicos y éticas simples, o la que nos explica el caos del mundo presentando un panorama de sociedades secretas y oscuras conspiraciones, o la que nos transporta al pasado en busca de un mundo más simple, más dual e infantil. La falta de formación intelectual que siempre ha presidido nuestro sistema educativo (no confundamos pensamiento crítico y acumulación de datos), unida al triunfo de quienes consideran que la educación es mera formación profesional, ha creado una capa de personas con inquietud suficiente para querer conocer
el pasado, pero sin tiempo ni preparación para indagar en él adecuadamente. No caigamos tampoco en un fácil elitismo de cantina universitaria: la literatura de evasión tiene una finalidad legítima y un público al que se debe respetar. El problema viene cuando se confunden los medios (el hecho o situación histórica) con los resultados (el saber especializado) y nos encontramos libros que se limitan a invadir obras que ya nadie lee, darle palabras y pensamientos actuales a los protagonistas pretéritos, torturar la sintaxis y cortar los párrafos a medida de la caja del texto. Así, llegamos a ver a un Ulises reconvertido en Rambo desmelenado, a un
de que la escritura «no tiene género»: ¿qué quieres decir, Marguerite Yourcenar, cuando escribes en tus cuadernos de notas que «Basta con que una mujer cuente sobre sí misma para que de inmediato se le reproche que ya no sea mujer»? De modo que ‘Memorias de Adriano’ fue voz mediadora desde la que escuchar otra voz que la maestra Marguerite Yourcenar me proponía, la voz-mujer del pensamiento creador, la llave para buscar en las raíces de ese pensamiento una genealogía personal de mi condición humana. Virginia Woolf llegó pronto, porque Marguerite Yourcenar la había traducido y quise saber por qué había que leer a Virginia Woolf ahora que sabía que había que leer a Marguerite Yourcenar. Lo mismo, casi de inmediato, con Mishima («otra visión del vacío»). Leer y escribir con agradecimien-
to pero sin doblegarse a espejos ajenos, sin miedo a los reproches que siempre llegan de quienes temen hallar peligros entre los pasos oscuros que no caben en estilos y metodologías impuestas. La historia, sí, pero como fermento para que la creación libere al alma, la renueve. Reencarnación poética. No la erudición humillante, vanidosa, sino la esencia de lo que el dato contiene de cotidiano y próximo para ser universal y ajeno a fronteras. Rigor que se ofrece como se tiende una mano para subir o bajar peldaños vitales. Aprenderlo todo, leerlo todo, informarse de todo, y, ejercicio espiritual de asceta hindú, visualizar la imagen construida en la imaginación (eso memoricé de los cuadernos de notas). Estas «memorias» escriben en los vacíos que arrastran hasta el incierto lugar de la creación artística. Pautan el orden
Escipión insulso o a un Alejandro que huele demasiado a Quinto Curcio Rufo. Cuando degustamos las páginas de Robert Graves, no obstante, vemos que sus personajes tienen un propósito y un trasfondo. Sean tan irrelevantes como la hija de Homero o tan relevantes como Belisario o Claudio, su peripecia existencial aparece como resultado del manejo inteligente de múltiples fuentes con un objetivo ideológico o intelectual que lo sustenta todo. Belisario, el último gran general del Imperio, es un bárbaro que cree en los antiguos valores romanos y sucumbe porque son inútiles para sobrevivir en la corte bizantina. Claudio, tonto
aparente y visible tullido, es un republicano convencido al que la necesidad de supervivencia en el oscuro, depravado y psicótico ambiente de la familia de Augusto acaba convirtiéndolo en Emperador. Por supuesto, Graves aprovecha a Suetonio y a Tácito: del primero toma anécdotas, episodios y situaciones escabrosas; del segundo, también la tenebrosa sensación de que, cuando el poder de un ser humano es absoluto e incontrolado, los principios ceden y se impone una conducta que lleva a la ruina y la muerte que se quieren evitar. Su propósito, aunque se trate de una narración histórica, es ético: denunciar los excesos, la asfixia,
MANUEL LÓPEZ MUÑOZ
Profesor titular de Filología Latina (Universidad de Almería)
el horror de los ambientes opresivos y se vale de otras épocas y situaciones para hablar de sí mismo, de la sociedad en la que se crió y de la que huyó en busca de la libertad intelectual, moral y sexual que la Inglaterra de sus tiempos no le concedía. Cuando miramos la Roma de Augusto, Tiberio y Calígula con los ojos de Claudio (aunque nos los preste el incomparable Derek Jacobi), viajamos al fondo del alma de un hombre consciente de tener un defecto que lo aparta de la nor-
Claudio, Calígula y Tiberio (Derek Jacobi, John Hurt y George Baker), en un fotograma de la serie ‘Yo, Claudio’.
musical de las cosas que habrán de ser dichas por las palabras escritas. Asombrosa experiencia de lectora desorientada, que no se asustó porque Marguerite Yourcenar la apoyaba en un bastón simbólico de valentía y coherencia artísticas. En los detalles estaba la mujer que escribía, la que viajaba a su interior y se retiraba cuando los personajes necesitaban intimidad («Ella los observaba mejor que yo [...] Su memoria guardaba la huella exacta de los menores objetos; jamás le ocurría como a mí vacilar demasiado o decidirse prematuramente»). Suspendo la exigencia impuesta lo suficiente como para que tenga cabida la duda, lo diverso que nos permite hallarnos allá donde creíamos que la escritura, que la lectura no tenía derecho a entrar («La intimidad de los cuerpos, que jamás existió entre nosotros, fue compensada por el con-
tacto de dos espíritus estrechamente fundidos»). ‘Memorias de Adriano’ me colocaba en la primera línea de la razón poética, entregaba un ovillo para perderme, sin pudor, en los laberintos de la escritura y pactar con intransigentes minotauros cómo estar ante las páginas cuando en ellas se lee o cuando en ellas se da esa otra forma de leer que es escribir. («La amistad era una elección en la que se comprometía por entero, entregándose como yo solo me he entregado en el amor»). Hacerlo sin renunciar a un punto de vista, aunque ese punto de vista tenga que crecer entre escombros desechados por una tradición literaria que enjuicia a partir de una medida estándar. En ‘Memorias de Adriano’, un nuevo universo de posibilidades literarias se me desvelaba de golpe, sin que el deslumbramiento cegara por-
‘Memorias de Adriano’ me colocaba en la primera línea de la razón poética La historia, sí, pero como fermento para que la creación libere al alma, la renueve
que era una luz que alumbraba sombras, oquedades secretas que, por primera vez, reconocía en un territorio que había experimentado en ciertos poemas, pero nunca con tal nitidez en la novela: es-
malidad y le impide tener una relación sana con su entorno. Claudio, inocente de sus problemas físicos, es el inadaptado que se vuelca en el estudio y se ve obligado a actuar contra sus principios por no seguir recibiendo castigos, afrentas y desprecios. Su tragedia, aunque se sitúe en la Roma imperial, trasciende el tiempo y se vuelve la de su autor, la de sus lectores. La auténtica novela histórica, o la que me parece digna de ese nombre, maneja fuentes históricas pero no las convierte en objetivo en sí mismas; presenta personajes en su contexto, pero nos habla de universales humanos; desarrolla la peripecia de una persona, pero analiza su ser, interpreta sus motivos y nos revela al autor. Es, en nuestros días, algo difícil de encontrar: hoy, el escritor no es el Poeta, el creador absoluto del que Robert Graves habla en el prefacio de La diosa blanca, sino alguien que busca ser publicado, premiado, entrevistado, reseñado, contratado y, con suerte, leído. Cuando la literatura es producto y parte de una cadena económica que lanza el producto, fideliza al consumidor y sigue las normas de la obsolescencia programada, el autor adopta apariencia de sabio, elabora contenidos simples, peripecias ramplonas y personajes que hacen mucho, hablan poco y piensan a veces. Esa sensación de marca comercial lleva al lector a creer religiosamente que ha entrado en contacto, no con una historia, sino con LA HISTORIA. Es bueno leer novela histórica siempre que recordemos que, antes que histórica, es novela. Una invención fácil ayuda a explicar la realidad pero no sustituye su conocimiento.
critura mujer. Una mujer que incorporaba, a través de la primera persona de Adriano, su vivencia subjetiva y dejaba que dialogara con los personajes, dando paso a corporeidades y sentimientos directos que no querían velo para mostrarse. Fue una experiencia de cierta iniciación mistérica, ya irremediablemente comprometida con la misma. Así que, a partir de ‘Memorias de Adriano’, a partir de Marguerite Yourcenar, quedó abierto el camino literario para que también la mujer que soy pudiera leerse a sí misma, contarse a sí misma… asimilándose «más y más a las diosasmadres de los cultos asiáticos: progenitora de los jóvenes y las cosechas, estrechando contra su seno leones y colmenas». Sí, tratando de entrar en tales muertes con los ojos abiertos.
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ROMA, LITERARIA Y ETERNA ‘Quo Vadis?’, realizada por Mervyn LeRoy en 1952, presta carta de naturaleza al género
‘Ben Hur’, de William Wyler (1959).
‘Espartaco’, de Stanley Kubrick (1960).
‘Quo Vadis’, de Mervyn LeRoy (1951).
Pasión e Historia: el ‘cine de romanos’
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a Historia del Cine se ha visto marcada por los avances tecnológicos, propios o ajenos. El tránsito de la década de los 40 a los 50 del pasado siglo vivió un todavía incipiente auge de la televisión en Estados Unidos, que amenazaba con monopolizar el mundo de las imágenes y ante el que la industria de Hollywood decidió reaccionar con rapidez. Se trataba, entonces, de ofrecer al espectador aquello que la pequeña pantalla no podía darle, como grandes decorados, multitud de actores y figurantes, color y formatos diferentes a los tradicionales. Y había
un género capaz de reunir todo ello, lanzando la vista hacia el pasado: el que conoceríamos popularmente como ‘cine de romanos’ y que, a su vez, engloba varios subgéneros, ya sea con los pasión de Cristo como protagonista o referencia, ya sea con las constantes degradadas de los que se llamarían ‘péplums’. Por supuesto que había precedentes a los que acudir, y de manera muy destacada a un título mítico del cine italiano, ‘Cabiria’, de Giovanni Pastrone, o uno de los cuatro episodios de ‘Intolerancia’, de Griffith, de 1914 y 1916, respectivamente. Pero cuando la
nueva tendencia adquiere verdadera carta de naturaleza es con ‘Quo Vadis?’, realizada por Mervyn LeRoy en 1951 y que reuniría ya características de las antes citadas, incluso la de los orígenes del cristianismo. Su gran éxito mundial se consolidaría solo dos años después con ‘La túnica sagrada’, al incorporar además un elemento fundamental, el Cinemascope, que revolucionó los formatos establecidos para unirse indisolublemente al Technicolor. Menos fortuna encontró la inmediata secuela, ‘Demetrius y los gladiadores’, en la que Henry Koster cedió el testigo a un director más ca-
pacitado, Delmer Daves, pero que tuvo que luchar con el hándicap de tener en el papel principal a Victor Mature (en lugar del previsto Burt Lancaster), probablemente el peor actor que haya existido… Paralelamente, aunque en otra dimensión opuesta, Joseph L. Mankiewicz adaptaba a Shakespeare en ‘Julio César’ (1953), con unos magistrales James Mason y Marlon Brando que aportaban toda su profundidad a la tragedia en sus personajes de Bruto y Marco Antonio. Ese mismo Marco Antonio que el propio Mankiewicz recuperará, una década más tarde, para su ‘Cleopatra’, cuyo desmesurado coste no se vería compensado por la asistencia del público. Todo lo contrario de lo que había sucedido en 1959 con ‘Ben-Hur’, de William Wyler, cuya secuencia de la carrera de cuadrigas quedaría ya como referente en los anales cinematográficos. Como, al año siguien-
FERNANDO LARA
te, ‘Espartaco’, donde, tras muchos avatares, Stanley Kubrick –basándose en un espléndido guion de Dalton Trumbo– ofrecería una visión diferente del universo romano, centrándose en la lucha contra la esclavitud. El citado fracaso de ‘Cleopatra’ y la tampoco entusiasta acogida a ‘La caída del Imperio Romano’, producción de Samuel Bronston filmada en 1964 cerca de Madrid y con un Anthony Mann ya en horas bajas, llevaron al rápido declive de las ‘películas de romanos’. O, con mayor exactitud, a la proliferación de los llamados ‘péplums’, films de bajo presupuesto, cuyo nombre procede de una especie de túnicas –los peplos– que vestían
más bien las griegas. Estaban rodadas habitualmente en Italia (también en España) aprovechando decorados de las superproducciones, y en ellas proliferaban sagas de personajes como Hércules, Maciste o Ursus. Poco aportaron al género, salvo una cierta diversión entre los espectadores por los muchos disparates de ambientación y de documentación histórica que contenían, a menudo confundiendo Roma con otras latitudes. El reencuentro con la mejor tradición anterior vino de la mano de autores consagrados, como el Fellini del ‘Satyricon’, en 1969, o, algo antes, del Lester de ‘Golfus de Roma’, una vertiente humorística la de este último que los Monty Python llevaría a un estupendo paroxismo en ‘La vida de Brian’, de 1979. Sin olvidar la popularidad que entre críos y mayores adquirieron las aventuras de Astérix, ya fuese en cómic o en su traslación al cine de animación o de imagen real. Paralelamente, la televisión aportaba desde 1976 la calidad y solvencia de la serie ‘Yo, Claudio’, verdadero hito de la época, basada en las excelentes novelas de Robert Graves y que, mucho después, seguirían otras series como la descarnada ‘Roma’ e incluso, entre nosotros, ‘Hispania, la leyenda’, ya en este siglo. También a él pertenece una reciente resurrección del género en la pantalla grande, marcada de nuevo por una innovación tecnológica: la imagen digital. Gracias a ella, no es preciso construir enormes decorados físicos, pueden multiplicarse hasta el infinito los figurantes y las batallas aún resultan más espectaculares. El resonante éxito de ‘Gladiator’, de Ridley Scott, justo en el 2000, consagraría tanto la tendencia como a su protagonista Russell Crowe, lo mismo que –en menor medida– pasaría una década después con Michael Fassbender en ‘Centurión’, de Neil Marshall. Signo de la vigencia del género es el (poco acertado) ‘remake’ de ‘Ben-Hur’ este mismo año. Sigue, y parece que seguirá, vivo el ‘cine de romanos’, con varios títulos cada temporada. ¿Por qué? Quizá porque conjuga como ningún otro las pasiones humanas de poder y amor con un periodo especialmente fértil y decisivo de la Historia.
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Una voz de brea A José Miguel Arias
H
ay que ponerse a mediados de los setenta, en un verano hirviente como una olla feroz y en un país espasmódico, zurrado todos los días por colisiones extrañas que hacían presentir un pulso largo y duro entre agotamientos y novedades. La voz meliflua del dictador imponiendo órdenes tajantes contribuía a esa misma sensación general de irrealidad: un clown trágico firmando órdenes de fusilamiento. Yo acababa de llegar a Barcelona cruzando el país en autobuses sollozantes. Había ido con un amigo a hacer la costa, trabajando de camareros. No teníamos dinero ni para dormir en una pensión y decidimos pasar toda la noche en el Drugstore, tomando y dejando objetos de los anaqueles, bebiendo café ácido de una máquina, abriendo y cerrando libros que no podíamos comprar. Allí me lo encontré por primera vez, en la sección de discos. No tenía ni idea de quién era aquel hombre que en la carátula se miraba a sí mismo en un espejo, protegiéndose un poco de algo, con elegancia indecisa. Por la parte de atrás había breves comentarios personales a cada canción. Eso fue lo que me gustó, que hiciese tomar tierra a sus historias entre nombres de ciudades y asuntos cotidianos. Eso y las letras de sus canciones, traducidas en una bolsa de papel pajizo que resguardaba aún más el disco. Empecé a leerlas como quien lee poemas que alguien –aquel hombre maduro con cara de acelga, bien vestido y serio– dejaba caer de repente ante mí allí mismo, en medio de la noche, en aquel lugar catacumbal, entre individuos insomnes que circulaban perezosamente, como nosotros, por aquellos pasillos atendidos por una corte de empleados macilentos. Leí el primer poema, que era ‘Bird on the wire’, lo recuerdo muy bien; una declaración a tumba abierta: «como un pájaro en el tendido eléctrico, / como un borracho en el coro de medianoche / he tratado a mi manera de ser libre». Y ya me sumergí sin remedio en las letras de aquellas canciones. Leí el relato estrambótico y encantador de Suzanne y la historia del partisano, casi en la estela de Brecht. Así se hizo un sitio en mi vida Leonard
Leonard Cohen, en Granada el 3 de octubre de 1986. :: CHARO VALENZUELA Cohen, para mí un perfecto desconocido entonces. Pero aún no lo había escuchado. Nada más había leído aquellos poemas salpicados de imágenes o de declaraciones extrañas, una amalgama lejos de las expectativas de un muchacho de dieciocho años criado en una ciudad y en un país encapuchados en el orden y en la moralidad. ¿Quién sería aquel tipo que escribía así, lleno de vulnerabilidad («Yo nunca te dije que fuera valiente», le dice a Marianne
¿Quién sería aquel tipo que escribía así, lleno de vulnerabilidad?
a la hora de la despedida) o perdonando la infidelidad de su chica en la carta que es ‘Famosa gabardina azul’ («¿Qué puedo decirte yo, mi hermano, mi asesino? / Supongo que te echo de menos, supongo que te perdono»)? En España era imposible oír algo así, convertir en canción una experiencia amarga, solventada en la comprensión; ese tipo de canciones se regían aquí por la ecuación bárbara de ‘o mía o de nadie’. Esto otro, en cambio, caía de otro planeta. Y yo lo acababa de leer. Ahora tenía que escucharlo. En aquella época, en algunos establecimientos podías pedir que te pusiesen el disco antes de comprarlo. Probarlo, como esos perfumes abiertos para rociarse la muñeca. Así lo hice. Lo pusieron en el plato y me prestaron unos auriculares con orejera. Y, de pronto, la voz de brea de Leonard Cohen empezó a arrastrar las pala-
bras que yo acababa de ver igual que los niños rastrillan la arena una y otra vez en sus juegos. Había algo de salmodia, algo de gregoriano en el oleaje oscuro y mesmérico de aquellas canciones que estaba oyendo así, de pie, en aquel sótano insólito. Tuve ya la certeza de que se me abría un mundo insospechado hasta entonces para mí. Me llevé el disco conmigo para todo el verano a un lugar de Gerona. No podía oírlo, claro, pero era como si bastara con estar cerca de él. Antes, pregunté a la dependienta si tenían algo más. «¿Disco o libro?», me dijo. O sea, que Cohen era escritor, y había publicado. Acabé encontrando ‘La energía de los esclavos’, tal vez su primer libro de poemas traducido al castellano por Antonio Resines (años después sería Alberto Manzano quien volcase la obra del canadiense con es-
CEREZAS EN EL ESCONDITE TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO
crupulosa dedicación). Aquellos poemas fueron mi única lectura en ese verano. No era la más apropiada, desde luego, para alegrar las horas de descanso en el motel de carretera en que acabé trabajando; pero como dijo el propio Cohen cuando lo acusaban de hacer música para cortarse las venas, su escritura era «un asalto a la historia, a todas esas voces autoritarias que siempre han dictaminado qué debe ser lo bello». He seguido cerca de Leonard Cohen. No siempre ha sido así. Creo que es un error enfoscarse en modelos únicos. Supongo, entonces, que mi fidelidad es fruto de mi indulgencia pero no me han cansado jamás ni su voz monótona ni sus obsesiones tan personales, tan peregrinas, a veces tan inadmisibles. Violencia y vulnerabilidad se alían en sus poemas y canciones con la misma soltura que lo hacen el sexo y la religión o el peso de la tradición y el consumo de drogas. Textos a veces imprudentes, expresados con constelaciones de imágenes que parecen salir de un cuadro de Chagall –a quien él dedicó algún texto– o bien con un lenguaje conversacional lleno de confianza inesperada, de exactitud pedestre. «Di las palabras con la precisión exacta con que repasarías la lista de la lavandería», expresa el personaje de una de sus novelas. Y el recado parece aplicarse a sí mismo cuando se lee: «Jamás podremos reconocernos / mientras permitamos / que persista este orden de cosas / en el que nos toca ser los miserables». O bien: «Danzad sobre el dinero, / sobre las cabezas de los presidentes, / rojas las uñas de los pies». Aquella manera rotunda de entrar en mí por inoculación esa noche remota de Barcelona se ha mantenido viva a lo largo de cuarenta años. Y seguirá siendo así, ahora que él ya no está. Cuando le concedieron el premio Príncipe de Asturias me invitaron junto a otros poetas y músicos a un acto en su honor en Oviedo. Creí que iba a conocerlo entonces. No pudo ser por asuntos protocolarios palaciegos pero me hubiera gustado poder estrecharle la mano nada más y decirle, si hubiese podido, cuánto me había acompañado su voz de brea a lo largo de mi vida. Bueno, este relato es una manera de hacerlo saber por fin.
8 LA SOMBRA DEL CIPRÉS
Sábado 10.12.16 EL NORTE DE CASTILLA
LECTURAS
LA USURA DEL TIEMPO Y DEL OLVIDO El último poemario de Jesús Alonso Burgos trasciende amarga y desolada lucidez C CÉSAR A AUGUSTO A AYUSO
C
on este libro, se le ha otorgado a Jesús Alonso Burgos, el poeta palentino residente en tierras catalanas, el Premio Ángel Urrutia Iturbe. Autor de algunos libros de ensayo, su poesía –parca en publicaciones– se puede decir que ha llegado a una espléndida madurez. Este poemario es, en realidad, una continuación, si no un abundamiento, en el título anterior, ‘Estrategias de la usura’ (2011), que fue Premio san
Juan de la Cruz. Los mismos temas y motivos, el mismo tono y estilo; incluso hay poemas que parecen una variación o una recreación de otros aparecidos en aquel. Los símbolos: las hierbas y flores, las ruinas, el páramo…, son los mismos. Y, como en aquel, vuelve a valerse de correlatos objetivos en muchos poemas que narran un suceso, un proceso, para explicar el sentimiento de pérdida, de abandono, de soledad, de desesperanza…, de lo inexorable. Su teoría de la vida como ‘usura’ es básicamente esta: la vida le presta al hombre (un caudal de experiencias e ilusiones), pero a la postre le quita más. Todo se le queda, así, en una ilusión truncada, con la consiguiente frustración. Estamos ante una poesía metafísica, que trasciende amarga y desolada lucidez. El libro se divide en tres partes, cuyos títulos son bien significativos: en ‘túmulo’ se invoca la muerte y la desaparición de todo; en ‘páramo’, el abandono y la
Jesús Alonso Burgos. :: VÍCTOR HERRERO soledad; en ‘penumbra’, la falta de ilusión y esperanza. Todo es uno y lo mismo, puesto que la raíz y la causa, así como el fruto y las consecuencias confluyen en el lamento de la ausencia, de la pérdida absoluta del ser como individualidad con sentido. No hay trascen-
dencia, no hay absoluto, no hay paraíso. Existir es una derrota, una marcha que se devalúa a medida que trascurre hasta sucumbir en la total extinción. El corazón del hombre no será sino «il paese più straziato» que dice un verso de Ungaretti; del mismo modo
que el título del libro hace alusión al célebre ‘waste land’ de Eliot. La vida es un lugar de tránsito, un vasto desierto, pasaje sin esperanza. Recordando a Schopenhauer, la vida es una «charca de ranas», un caos ruidoso y desmañado en el que confluyen vidas y acontecimientos arbitrariamente. En el fango, unas vidas se nutren de otras, las que mueren, que a su vez servirán de alimento a las venideras, porque todo se nutre de muerte y es un discurrir de existencias malogradas. No solo el hombre, todo en el cosmos camina hacia su desintegración. El hombre deja sus huellas en la vida como el abejaruco deja su canto, que para nada le sirve, pero esa es su condición. Y si escribe poemas, no lo hace el hombre para redimirse «de la usura del tiempo y del olvido», sino porque se le han dado las palabras, que, sin embargo, no le serán promesa de nada y ni siquiera le alejarán la muerte; son «apenas el rostro del desconcierto y la desdicha», según el poema que cierra el libro. Como el barroco, como Quevedo, de múltiples maneras dice el poeta aquello de «y no halle cosa en que poner los ojos / que no fuera recuerdo de la muerte». Todos los afanes son el preludio de su finitud, incluso el gozoso momento del amor: «Crecía la muerte entre las sábanas / mientras crecía el amor. / Todo era pulpa entonces, /
LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL
A FLOR DE PIEL (O CÓMO NO HACERSE EL SORDO) :: SUSANA GÓMEZ “Perdí el oído a los siete años. Pero no soy sorda”. Así es cómo se presenta esta voz a caballo entre la lírica y la narrativa, en un álbum de pequeño formato y delicada edición cuya vocación es la de tender puentes: entre la poesía y el relato; el mundo de las personas con discapacidad auditiva y el de los que oyen; el lenguaje oral, escrito y el de signos; el lector infantil y adulto… entre los seres humanos, en fin, que quieren comunicarse y no hacer oídos sordos al otro. Partícipe de universos diferentes, ‘Mil orejas’ narra en primera persona una sensibilidad a flor de piel: “He que-
rido explicar que tengo mil orejas diminutas regadas por todo el cuerpo”, continuará expresando la protagonista en oraciones breves y sutiles. “Que un olor fresco en el aire me susurra que va a llover. Que una mano rozándome la espalda grita que me quiere”. Inundado de una sensorialidad a la vez definitiva y leve, el texto se acompaña de ilustraciones conceptuales y minimalistas, en una perfecta imbricación entre palabra e imagen. Publicado originalmente por Tragaluz editores en 2014, obtuvo una mención especial del jurado en la categoría Nuevos Horizontes del Premio Bologna Ragazzi 2015.
MIL OREJAS Pilar Gutiérrez Llano y Samuel Castaño Mesa. Editorial Libros del Zorro Rojo. 28 págs. 13,90 euros. Edad recomendada: a partir de 8 años.
Ese mismo año también fue seleccionado por la Organización Internacional para el Libro Juvenil (IBBY) como una de las mejores obras para niños y jóvenes con discapacidad. Hoy retoma su andadura de la mano de Libros del Zorro Rojo, en tanto que se deja ‘escuchar’ en lenguaje de signos gracias a una cadena de vídeos (en la que también pueden participar quienes lo deseen )pensada para que las personas sordas traduzcan el relato a la lengua de señas. Para más información al respecto: www.tragaluzeditores.com/libros/mil-orejas/ o en info@librosdelzorrorojo.com.
VIDAS, MIGRACIONES Y OTROS HILVANES :: S. G. Samira abandonó Siria para alejarse de las bombas y su casa incendiada. Amad echa de menos Irak, su abuelo, los árboles, su perro, sus amigos y su equipo de fútbol; pero aquí también marca goles. La abuela de Aziza tenía ganas de ver mundo, así que dejó Rabat para venir a trabajar. La madre de Mehari llegó sola, porque en Eritrea había
¡TODO EL MUNDO! Anja Tuckermann y Tine Schulz. Editorial Takatuka. 40 págs. 15 euros. Edad recomendada: a partir de 5 años.
LA TIERRA DESHABITADA Jesús Alonso Burgos. Ayuntamiento de Lekunberri, 2016.
madurando en la solana, / mientras llegaba el invierno». La misión del poeta no es otra que tomar conciencia de este proceso irreversible y levantar acta de tanta desolación, de la irremediable finitud que acecha por doquier. El poema ‘Páramo’ es muy expresivo. Comienza así: «Páramo: / tu vastedad entró en mi alma / cuando los sueños se fueron con los hombres», y termina: «Desde entonces vivo en la soledad, / como un cardo / arraigado en el secano». El hombre es un ser a la intemperie, desamparado en el invierno de su vida, oteando cada vez más lúcidamente la muerte y viendo cómo sus recuerdos se convierten en sombras que han de quedarse a vivir entre las ruinas, sin otro destino. La muerte es el fruto sazonado de la vida, hasta la pudrición. Se impone esta poesía por su lenguaje escueto, acerado, en versos enjutos y poemas, muchas veces, hechos de estricta limpidez. Con su tono sobrio, estoicamente dolorido, son parábolas del vacío y la ausencia, de la añoranza de una vida más cierta.
gu guerra. Los tataratatarata tataratarabuelos de Nata talia emigraron desde el ssur de Alemania hasta R Rusia y luego su madre cconoció a su padre en Esp paña… Habitado por niñ ños y niñas palestinos, y yugoslavos, vietnamittas, italianos, japonesses… este álbum con voccación de diversidad y convivencia realiza un recorrido por diversas partes del globo y sus contextos, al tiempo que repasa algunos de los motivos que desde siempre han empujado a los seres humanos a emigrar. En el mismo tono expositivo e ilustrativo de álbumes no fictivos como ‘En familia’, ‘¡Qué rico!’ o ‘Cuéntamelo todo’ (todos ellos publicados en España por Takatuka), ‘¡Todo el mundo!’ se embarca en un viaje a través de la multiculturalidad y el conocimiento del otro. El destino: una cartografía que, hilvanada por las idas y venidas de personas y familias, muestre la riqueza cultural y vital capaz de limar prejuicios e incomprensiones.
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LUCES DE ABISMO LUIS ANTONIO DE VILLENA
M
aurice Sachs (1906-1945) francés de origen judío, de apellido Ettinghaussen, convertido al catolicismo en su primera juventud, aunque nunca fue un hombre religioso, resultó un acontecimiento editorial y un escándalo en la postguerra –ya había muerto– cuando se publicó en 1946 el libro de ‘Le Sabbat’ que había dejado escrito, en el París ocupado, antes de marcharse a trabajar a Alemania, a Hamburgo, en 1942, de donde ya no regresa-
ría nunca. Sachs, homosexual promiscuo (amigo del dueño del burdel al que iba Proust), escritor muy menor antes de la guerra, cuando trata de ser amigo de los grandes santones gays de la época (Gide, Cocteau y Max Jacob) sin lograrlo del todo, es hombre de aire un tanto vulgar pero espíritu refinado, que vive sableando y dedicado a una delincuencia de guante blanco, sea como marchante de cuadros falsos o como vendedor y revendedor de joyas, además del timo continuo a diestro y siniestro. Esa vida de lujuria y trapicheos con joyas, se vuelve enorme durante el ya de por sí turbio período de la ocupación nazi de París, durante el que Sachs –como tantos– se vuelve colaborador o
queda muy próximo a serlo. Si ‘El Sabbat’ (publicado en esta misma editorial) es un libro atractivo y atrevido, su más breve continuación, ‘La cacería’ –1949, en francés ‘La chasse à courre’, literalmente ‘montería’ o ‘la caza del zorro’– y que relata, con muchos nombres camuflados con iniciales, la vida de Sachs, acosado por deudores que viven trapicheando unos de otros en un mundo peligroso y falso, resulta algo menos sugerente que el anterior, porque el lector se pierde un poco en la barahúnda de préstamos, robos y trapacerías de todo género en las que el autor interviene, a menudo como intermediario, dándose una vida de lujo pero también sintiendo que las luces finales del
EL TALISMÁN DE LA COSTURERA
ESPECULACIÓN
O
rfeus’, de Nolan Swift, es un libro enigmático. Imposible discernir si nos encontramos ante un manojo de ensayos, de apuntes biográficos, o un esfuerzo de mera invención. No se sabe, aunque hay un cierto tufo que me impele a decantarme por lo segundo. Todas y cada una de las anécdotas son improbables, cuando no entran de lleno en el campo de lo increíble, cada uno de los lugares, aun los pocos que
no se ubican en poblaciones marginales, de las que pocos han oído hablar, resultan disparatados, aún para estos tiempos. Ejemplo: ¿Nos podemos tomar en serio esa conversación con Samuel Dalany, al atardecer, en un parque, presidida por la inquietante y no explicada aparición de una segunda luna en el cielo? Y no sólo se trata de eso. Hay algo en cada línea del texto, incluso cuando este es más plano y cotidiano, cuando se recrea por ejem-
CIRO GARCÍA
plo en las volutas que emergen de una taza de café y, posteriormente, en los pormenores del sabor y textura del primer sorbo, que nos hace preguntarnos hasta qué punto la palabra escrita, incluso en el intento más minucioso y objetivo de retratar la realidad, no transforma esta en especulación, en abstracción. Más creación que recreación. Aunque claro, a decir de algunos científicos, lo que llamamos realidad es ya de por sí una especulación,
abismo, lo pueden estar esperando en cualquier esquina. Lo mejor, la imagen de una parte de Francia caída en la abyección, y los momentos reflexivos o eróticos –casi siempre con chicos– del promiscuo autor, al que no le importa un dinero que de veras no tiene. ‘La cacería’ (que el autor envió desde Alemania en 1943)
quizás no rematado del todo, pero con muchos momentos crudos y sugestivos, queda algo entorpecido por el excesivo uso de meras mayúsculas –A– para tapar nombres enteros, algunos probablemente de interés como su romance con una maldita menor y llamativa de las letras francesas, Violette Leduc, a la que rescataría Simone de Beauvoir en la postguerra. La sabemos entre las páginas de Sachs sobre el turbio París de la Ocupación, pero no es fácil identificarla. Sachs debió irse a Alemania huyendo de tantos como lo perseguían en París y quizá porque fue agente de la Gestapo, pero también agente doble. En las cartas o fragmentos que envía a su corresponsal, cercano a un editor, en 1942 y 1943, vemos ya los terribles bombardeos sobre Hamburgo, y dejamos solo a Sachs. ¿Cómo murió? Durante años fue una leyenda (Philippe Jullian escribió una
novela sobre ello, ‘La huida a Egipto’) pero un investigador francés –Pollaud Dulian– que hizo la gran biografía de Sachs, lo aclaró finalmente: Sachs fue asesinado en la nieve, cuando en la debacle final, la Gestapo traslada a los prisioneros del campo de Fuhlsbüttel (entre los que está Maurice, por agente doble y judío, aunque colaborador) a otra parte, que sería ninguna. Buen libro. Pero su autor ¿no es aún más singular?
la mejor apuesta que hace nuestro cerebro. El problema de la palabra escrita, sin embargo, es siempre el mismo: Siempre dice menos y más de lo que quiere decir. Nunca es recta, apunta en innumerables direcciones y, sobre todo, hacia sí misma. En rigor, para la representación, no existe lo que llamamos palabra justa: la palabra justa se da solo en relación al texto, a otras palabras. Dicho de otro modo todo aquello que podemos percibir a través del texto no tiene nada que ver con la realidad sino con el discurso, poco importa lo vívida que se nos haga la figuración, al leer, de este edificio o del rostro de aquella persona. Todo, en definitivas cuentas, es invención.
Y si bien se puede decir que esto ocurre siempre, que ha ocurrido desde la ‘Ilíada’ hasta la última novedad en los estantes de las librerías, ‘Orfeus’ es un libro que, sin ser esa su intención, lo deja de algún modo patente. A veces, sin embargo, en algún apunte corto, entre esta entrevista y aquella consideración sobre el creciente realismo de los videojuegos, Nolan Swift abandona toda pretensión de ensayista y cae de lleno en la ficción. Son guiños breves, pero que no pasan desapercibidos. Por ejemplo: «Hoy he visto al poeta laureado. Se puso a beber de mi jarra sin pedir permiso. Cuando quise darme cuenta, la mitad del contenido se había
perdido en su gaznate. El camarero me pidió que no se lo tuviese en cuenta. Ya sabes, dijo, desde lo del tiro no anda muy bien. Hacía tres años, lo saben todos, el poeta laureado contó un chiste. Después roció sus sesos por la barra, entre las botellas, sobre el vestido nuevo de una clienta. Un disparo en el paladar. Llevaba la recortada escondida en el abrigo. Nadie recuerda sus poemas, aunque los premiaron muchas veces y andan por un montón de antologías imprescindibles. Y, eso dicen, eran muy buenos. Sin embargo, todo el mundo recuerda el chiste que contó antes de meterse la escopeta en la boca. Le dije al camarero que de acuerdo, que no se lo tendría en cuenta».
Maurice Sachs. :: EL NORTE
LA CACERÍA Maurice Sachs. Trad. Lola Bermúdez Medina. Cabaret Voltaire, Madrid, 2016. 217 págs.
10 LA SOMBRA DEL CIPRÉS
Sábado 10.12.16 EL NORTE DE CASTILLA
E
sta semana me ocuparé de algunos errores gramaticales en el uso de los verbos ‘haber’ y ‘hacer’. El verbo ‘haber’, como auxiliar, se utiliza para conjugar otros verbos en los tiempos compuestos; y como formante de una perífrasis, seguido de infinitivo, denota deber, conveniencia o necesidad de realizar lo expresado por dicho infinitivo, como en ‘Hemos de conformarnos con lo poco que ofrecen’. En ambos casos se conjuga en todas las personas verbales. Un error muy frecuente que se produce con el verbo ‘haber’ es el que tiene que ver con su uso como impersonal. Ya saben ustedes que los dos requisitos que ha de cumplir una estructura sintáctica para que sea considerada impersonal son la imposibilidad de que se construya con sujeto (sujeto cero le dicen) y que el verbo aparezca en tercera persona de singular. De acuerdo con esto, las construcciones en las que el verbo ‘haber’ aparece en plural, concordando con el complemento directo, son incorrectas: ‘Hubieron cientos de espectadores’; ‘Mañana habrán dos funciones de teatro’; ‘Habían muchos jóvenes en la manifestación’; ‘No hubieron respuestas’; ‘Ojalá hubieran más manifestaciones de apoyo’; ‘Habrán lluvias y chubascos en la zona del Cantábrico’; ‘Habían muchas razones para apoyar la propuesta’, etcétera. Lo correcto sería ‘Hubo cientos de espectadores’; ‘Mañana habrá dos funciones de teatro’; ‘Había muchos jóvenes en la manifestación’; ‘No hubo respuestas’; ‘Ojalá hubiera más manifestaciones de apoyo’; ‘Habrá lluvias y chubascos en la zona del Cantábrico’; y ‘Había muchas razones para apoyar la propuesta’. También son incorrectas las
USO Y NORMAS DEL CASTELLANO MARÍA ÁNGELES SASTRE PROFESORA DE LENGUA ESPAÑOLA EN LA UVA
USOS IMPERSONALES DE ‘HABER’ Y ‘HACER’ construcciones en las que el verbo ‘haber’, en infinitivo o gerundio, constituye el núcleo léxico de una perífrasis y el verbo que funciona como auxiliar concuerda con el complemento directo, como en ‘Siguen habiendo alumnos que suspenden mucho’; ‘En este pueblo continúan habiendo peleas de gallos’; ‘En todas las tiendas suelen haber descuentos por estas fechas’; ‘En primavera empiezan a haber tormentas’; o ‘Les comunico que pueden haber dificultades para cruzar el puerto’. Lo correcto es: ‘Sigue habiendo alumnos que suspenden mucho’;
‘En este pueblo continúa habiendo peleas de gallos’; ‘En todas las tiendas suele haber descuentos por estas fechas’; ‘En primavera empieza a haber tormentas’; o ‘Les comunico que puede haber dificultades para cruzar el puerto’. Se trata de un uso común en el este peninsular (Cataluña, Comunidad Valenciana, y Murcia), en Baleares y Canarias y en algunas áreas de la América hispanohablante incluso entre hablantes cultos. En estas zonas la concordancia del verbo ‘haber’ con el complemento directo
viene justificada por el tratamiento de este verbo como existencial (equivalente a ‘existir’, ‘estar’ o ‘ser’), lo que favorece que entre los hablantes de estas zonas se pierda la conciencia de su carácter incorrecto. Menos frecuentes, aunque también incorrectos, son los usos impersonales del verbo ‘hacer’ para expresar la cualidad o estado del tiempo atmosférico (’Hace frío’, ‘Hace calor’, ‘Ha hecho unos días muy buenos’); para indicar el hecho de haber transcurrido cierto tiempo o el plazo de tiempo que se indica (’Hace dos días que no lo veo’; ‘No te veo desde hace una semana’; ‘Hace apenas una semana que terminó el curso’; ‘El curso terminó hace apenas una semana’); y para indicar la Expresiones temperatura incorrectas como precisa (‘Esta noche ha hecho ‘Habrán dos siete grados funciones’ son bajo cero’). Serían, pues, de uso común en incorrectas las el Mediterráneo construcciones y Canarias en las que el verbo ‘hacer’ apareciera en plural: ‘Hacen dos días que no te veo’; ‘Están haciendo unos días muy buenos’ o ‘Hacen dos grados bajo cero’. Sería deseable que los revisores de los medios de comunicación pusieran atención a los usos incorrectos de estos verbos para evitar que se cuelen enunciados como ‘Pronto habrán grandes cambios’ o ‘Mañana harán dos años desde aquel 25 de julio en el que Narón se posicionaba, por fin, como la octava ciudad de Galicia’, leídos en la prensa.
LOS LIBROS MÁS VENDIDOS EL CORTE INGLÉS VALLADOLID
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El laberinto de los espíritus. Ruiz Zafón (Planeta)
Todo esto te daré. Dolores Redondo (Planeta)
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El último rey de Tenerife. Pedro L Yufera (Stella Maris)
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Harry Potter y el legado... J. K. Rowling (Salamandra)
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Anatomías íntimas. Carlos Sadness (Lunwerg)
El laberinto de los espíritus Ruiz Zafón (Planeta)
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Un amor de Oriente. Pilar Eyre (Planeta)
Todo esto te daré. Dolores Redondo (Planeta)
Falcó. Arturo Pérez Reverte (Alfaguara)
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Pasa la noche conmigo. Megan Maxwell (Esencia)
Cuchillo de palo. César Pérez Gellida (Suma)
La montaña de coral. N. Cactus y T. D’Incalci (Fragatina)
El asesinato de Sócrates Marcos Chicot (Planeta)
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Los secretos que jamas te... Alberto Espinosa (Grijalbo)
La selección natural. Charles Darwin (Nórdica)
El libro de la madera. Lars Mytting (Alfaguara)
Elon Musk. Ashlee Vance (Península)
La inteligencia del éxito. Anxo Pérezi (Alienta)
Por qué España. Ignacio Merino (Ariel)
De la ligereza. Gilles Lipovetsky (Anagrama)
Ensaladas gourmet. Sue Queen (Lunberg)
Ser feliz no es caro. Miguel Ángel Revilla (Espasa)
Abejas. Piotr Socha (Maeva)
Velázquez desaparecido. Laura Cumming (Taurus)
Born to run. Bruce Springsteen (Random House)
Born to run. Bruce Springsteen (Random House)
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Homo Deus. Yuval Noah Harari (Debate)
El pequeño libro de la motivación. R. Turienzo (Alienta)
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Las damas de Oriente. Cristina Morato (Plaza & Janés)
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La habitación de Nona. Fernández Cubas (Tu squets)
Todo esto te daré. Dolores Redondo (Planeta)
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Falcó. Arturo Pérez Reverte (Alfaguara)
El asesinato de Sócrates Marcos Chicot (Planeta)
Me llamo Lucy Barton. Strout (Duomo)
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La corte de los engaños. Jambrina (Espasa)
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Estudios del Malestar. Pardo (Anagrama)
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Tratado de filosofóa zoom. J. Antonio Marina (Ariel)
El universo en tus manos. Galfard (Blackie Books)
Homo Deus. Noah Harari (Debate)
El cacique de Grijota abraza el fascismo VV AA (Región)
Las uvas de la ira. Hector Castiñeira (Plaza & Janés)
SPQR. Mary Beard (Crítica)
Auge y decadencia de Castilla. García Sanz (Crítica)
Ascensiones en la montaña palentina. Villegas (Pindia)
SPQR. Mary Beard (Crítica)
¡De rodillas Monzón!. El Gran Wyoming (Planeta)
Sobre el poder. Byung-Chul-Han (herder)
Guía del cielo 2017. E. Velasco (Procivel)
Homo Deus. Y. Noah Harare (Planeta)
La invención de la naturaleza. Wulf (Taurus)
La España vacía. Del Molino (Turner)
New York, New York. Javier Reverte (Plaza & Janés)
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En el punto de mira. Baltasar Garzón (Planeta)
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Sábado 10.12.16 EL NORTE DE CASTILLA
QUINCE MINUTOS DE FAMA
Fernando Alonso Álvarez Chanos (Zamora)
Nací en el 56 en este pueblo próximo a Sanabria. Con 27 años me vine a Valladolid a montar mi pequeño bar, Sanabria II, allí era mas difícil salir adelante y aquí llevo ya 32 años. Estoy soltero, hago vida normal, bar, casa y amigos y a veces a bailar, me gusta bailar. Tres veces al año voy al pueblo, a Chanos, allí, en toda la comarca la naturaleza es muy bonita y se puede coger de todo, castañas, manzanas… Realmente es fantástica.
ÁNGEL MARCOS
12 LA SOMBRA DEL CIPRÉS
Sábado 10.12.16 EL NORTE DE CASTILLA
Director: Carlos Aganzo Coordinadora: Angélica Tanarro
El incendiario (2) D
ejamos el artículo anterior en el momento en el que Rimbaud concluía y publicaba por sí mismo ‘Una temporada en el infierno’. ¿Se trata de un texto tan críptico como parece? Sí y no. Lo más evidente y también más revolucionario es el hecho de que en él Rimbaud introduce la discontinuidad y rompe las leyes de la narración. Ya lo sugiere en el preludio cuando, al referirse al diablo, dice que a Satanás le gusta «la ausencia de facultades descriptivas o instructivas». Y la descripción exige continuidad, como lo exige la instrucción. Asumiendo que se trata de una ‘narración’ discontinua (que va a tener una importancia capital en toda la poesía y narrativa posteriores) podemos ver muchas luces en esa presunta oscuridad y detectar cómo van apareciendo, a saltos más que a pasos, los principios básicos en los que Rimbaud basa su vida así como la destrucción de los tópicos patrióticos sobre la raza. Más ade-
MITOLOGÍAS JESÚS FERRERO
lante nos informará de su condición de hombre sin familia y sin linaje, nos mentará la muerte de Dios, evocará su infancia y su juventud, manifestará sus deseos de huir de Europa, y confesará el amor que lo ató a Verlaine, y donde Rimbaud se presenta a sí mismo como una virgen loca, eligiendo el papel femenino dentro de la diabólica pareja que formaron bajo la niebla de Londres y sus invisibles estrellas. Todo el conjunto, contenido en una estructura discontinua, resbaladiza y cortante, convierte ‘Una temporada en el infierno’ en un libro que estalla en las manos de cada lector, como algo que cae del cielo sin que uno lo pueda evitar, como una iluminación repentina. Dicho de forma aún más clara: como una radiación. Al mismo tiempo no deja de ser un autorretrato en el que Rimbaud mezcla sus odios, sus temores, sus deseos, su proyectos, sus ideas, sus supersticiones (pocas), su vida, su muerte. Nos cuentan que volvió a ver a Verlaine cuando éste salió de la cárcel, en la que había sido ingresado por haber intentado matar a su amadísimo Arthur. Al parecer se vieron en Alemania, y hablaron durante unas horas de forma bastante amistosa, sabiendo que ya no volverían a verse como en realidad ocurrió. Nadie ignora que Rimbaud acabó fugándose al desierto, donde no hay maestros, nadie ignora que acabó convirtiéndose en contrabandista de armas. Dicho de otra manera: fue desapareciendo en el abismo de su propio ser, extraviado en un mundo que no tenía nada que ver con la literatura. En sus andanzas por África se compró una cámara fotográfica, e hizo junto a su amante y criado algunas fotografías de pésima calidad. Se ve que el arte ya no le importaba ni siquiera un poco. Como para muchos otros europeos de la misma época, ese exilio, más parecido al de un forajido que al de un mercader, arruinó su salud. Pronto empezaron a flaquear sus piernas, que literalmente se le pudrían. Ah, cruel ironía de la muerte y de la vida: él que era un andarín, puro nervio y puro movimiento, enseguida empezó a sufrir la traición de las piernas. Cuentan que por las noches maldecía a gritos su destino y que más de una
vez ordenó a su criado que acabase con su dolor mientras le tendía un machete. Muy juiciosamente, su mancebo abisinio nunca obedeció. La ironía se torna aún más trágica cuando vemos a Rimbaud, derrotado y desquiciado, refugiarse en la casa de su
madre con una de sus piernas a punto de ser amputada. Acabó cayendo en el mismo abismo que Nietzsche: la casa materna. En uno de sus mejores poemas, Lezama Lima decía que «deseoso es el que huye de la madre»; y al huir de sus madres como huyeron en al-
gún momento, Nietzsche y Rimbaud, demostraron ser puro deseo. Por eso resulta tan doloroso verlos al final caer en la primera y la última tentación: la madre. Se trata de un hecho casi indigerible, que pone en cuestionamiento todo lo que escribieron, y que a la vez lo ilumina de una extraña manera, pues es un regreso a la oscuridad del útero, un retorno al antes del tiempo, un deslizamiento a esa dimensión que precedió a nuestra conciencia de ser y a nuestra respiración. Cabe pensar que Rimbaud ya estaba muerto cuando regresó a la casa materna , don-
Fue desapareciendo en el abismo de su propio ser, extraviado en un mundo alejado de la literatura
de murió por segunda vez. Concluyamos este recorrido con una celebración: acaban de aparecer, por primera vez en España, las obras completas de Rimbaud en edición bilingüe, cuidadosamente editadas por Atalanta.
:: ILUSTRACIÓN IRENE GRACIA