Juan Rulfo de cerca

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SOMBRA CIPRES LA

DEL

Nร MERO 277 Sรกbado, 23.09.17

Juan Rulfo de cerca Aproximaciรณn a la faceta humana menos conocida del genial escritor mexicano en el centenario de su nacimiento [P2]

Retrato de 1983 de Juan Rulfo. :: EFE


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Sábado 23.09.17 EL NORTE DE CASTILLA

Juan Rulfo no se asumía como escritor profesional. «El oficio es para los carpinteros», le describía al entonces joven periodista José Emilio Pacheco en una entrevista. Pero sus actividades y oficios extraliterarios siempre estuvieron asociados a lo literario.

Con este número de la Sombra del Ciprés, El Norte de Castilla quiere expresar su solidaridad con el pueblo mexicano

Rulfo de día J

uan Rulfo no se asumía como un escritor profesional. El de escritor no era un oficio. Lo era el del carpintero, ironizaba, cuando ya había publicado ‘El llano en llamas’ y ‘Pedro Páramo’, los dos libros que lo colocaron en la cumbre de la literatura universal y lo convirtieron en un icono de las letras en español. El de editor de libros de antropología y alguna otra publicación sobre indigenismo, ése sí era el oficio que desempeñaba cada día para ganarse la vida. Su condición de escritor quedaba para después de las horas que le dedicaba a su cargo de jefe del Departamento de Publicaciones del Instituto Nacional Indigenista (INI). En la década que tuve el privilegio de convivir allí con él (finales de los 70 y principios de los 80 del siglo pasado), por las mañanas Rulfo era recibido en su oficina por su valiosa asistente y valiente escudera, Iraís Rodríguez. Ella le daba el reporte de las ediciones en proceso; le recordaba los pendientes; le contaba los operativos para ponerlo a salvo de las presiones

de los antropólogos urgidos de ver sus investigaciones convertidas en libros, y lo ponía al tanto de las coartadas urdidas por ella cuando, más temprano, lo había buscado el director general. Juan se dedicaba luego, con alguna llamada o una visita a otras partes del edificio, a destrabar trámites administrativos. Lo hacía con destreza y humildad y con el poder suave de su renombre, elegantemente dosificado por la propia Iraís. Además, acogía ocasionalmente (sólo las ineludibles) solicitaciones de saludos de fans dentro y fuera de la institución. Pero sus actividades y oficios extraliterarios siempre estuvieron asociados a lo literario. No lejos de su lugar de trabajo y de su domicilio, en el café de la extinta librería El Ágora, de Insurgentes y Barranca del Muerto, o en la terraza de la segunda planta de El Juglar, de la glorieta de Manuel M. Ponce y Juventino Rosas, Rulfo atendía a sus convocantes a congresos, seminarios y giras, nacionales e internacionales; a sus solicitantes de entrevistas aca-

JOSÉ CARREÑO CARLÓN

Director general del Grupo Fondo de Cultura Económica. México

«Juan era delicado en el cumplimiento de los cometidos de la amistad»

CARLOS AGANZO

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cluido y publicado su obra literaria cumbre. Fue en aquel encuentro que el ya aclamado autor le movió el piso al entonces joven poeta y entrevistador: «No soy un escritor profesional», le respondía. «El escritor no debe desvelarse por tener un oficio. El oficio es para los carpinteros. Si el escritor lo adquiere ganará en artesanía lo que pierda en autenticidad». En congruencia, como parte del ‘oficio de vivir’ que reivindicó para sí en aquella conversación −antes de que apareciera en español el diario de Cesare Pavese con ese título− Juan se dedicó a los oficios del comercio, antes de su llegada a la Ciudad de México y, ya en la capital, a los oficios correspondientes a sus trabajos, a vendedor de llantas en la provincia, a archivista en Gobernación, a redactor de informes en la Comisión del Papaloapan y a editor de libros de antropología en el INI. Juan no vivió de los estímulos oficiales porque murió antes de la creación de Conaculta, el generoso Consejo Nacional para la Cultura y las Artes,

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blogs.elnortedecastilla.es/elavisador/

Palabras mudas, pueblos que saben a desdicha ay pueblos que saben a desdicha. Se les conoce con sorber un poco de su aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo». La cita de ‘Pedro Páramo’ sirve para describir a Comala, un lugar en ninguna parte donde los vivos se confunden con los muertos, pero también para

démicas y periodísticas y a sus buscadores de consejos: escritores o aspirantes a serlo. Sólo algunas veces respondía a periodistas en su oficina, cuando no había más remedio o cuando no quería dedicarles demasiado tiempo en el café. Y de acuerdo al reconocido animador de la cultura en México en aquella época, Fernando Benítez (su vecino del mismo edificio, alguna vez quizás su confidente o al menos testigo de la luz encendida del departamento contiguo), Juan le dedicaba de lleno las noches a su ‘no oficio’ literario −a veces noches enteras−, a leer sin descanso y (probablemente) a escribir (sin publicar). Titulada ‘Imagen de Juan Rulfo’, una tempranísima entrevista de semblanza para el suplemento dirigido por Benítez, México en la cultura, del diario Novedades, realizada por un veinteañero periodista cultural llamado José Emilio Pacheco –a cuatro años de su formidable debut como escritor, en 1963, con ‘Los elementos de la noche’− presentaba a un cuarentón Rulfo que en aquel 1959 ya había con-

ilustrar con absoluta precisión el claroscuro del México posrevolucionario. Casi como una de esas fotografías en blanco y negro en las que el autor de la novela retrató atriles e instrumentos musicales abandonados sobre la tierra dura, hombres pensando en la muerte frente a paisajes infinitos, niños asomándose al mundo,

mujeres bailando como poseídas bajo un cielo dispuesto a derrumbarse en cualquier momento sobre el alma. Esa es la fuerza misteriosa de la literatura de Juan Rulfo. Su capacidad de penetración antropológica en algo que va más allá, mucho más allá de la narrativa. Él mismo, hijo de padre asesinado, lector secre-

to de la biblioteca literaria de un cura, depositada milagrosamente en su casa materna, huérfano en un internado de Guadalajara..., tiene mucho de esos personajes de sus cuentos o de sus novelas. Apenas un puñado pequeño de literatura que traspasa todas las fronteras y entra por derecho en los corazones de los hombres y las mujeres tan solo con eso: con su capacidad de descender hasta las raíces más profundas del espacio y del tiempo. «Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta», escribe también en ‘¡Diles que no me maten!’ Porque a pesar de estar considerado uno de los grandes

mitos de la literatura mexicana –«y aun de toda la literatura», como dijo Borges–, lo cierto es que la escritura no fue más que una de las grandes pasiones de Rulfo. Le costó arrancar con sus cuentos. Le costó rematar ‘Pedro Páramo’, que entregó en dos versiones sucesivas diferentes y con numerosas correcciones a mano. Y desde luego le costó rematar la tarea con ‘El gallo de oro’, su segunda novela, después de la cual dejó definitivamente de escribir. Pero durante los últimos dos decenios de su vida bien puede decirse que cumplió uno de sus grandes sueños: dedicarse, desde el Instituto Nacional Indigenista de México, a editar una de las co-

lecciones más serias y valiosas de antropología de su país. Las piezas sobre las que se sustenta el valor universal de una obra como ‘Pedro Páramo’. Antes de cumplir treinta años, en 1947, ya le escribe a su novia –después su mujer–, Clara Aparicio, sobre aquella


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Desde los años 30, Rulfo cultivó su pasión por la fotografía y llegó a exponer en algunas ocasiones. Las fotografías que acompañan estas páginas son de su autoría. :: JUAN RULFO

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hoy Secretaría de Cultura. Lo que sí, desde los años 70 empezó a disfrutar las liquidaciones de los megatirajes crecientes de sus obras en México y en el mundo. «Cada quien es libre de contar su historia de Rulfo como le plazca», proclamó Salvador Elizondo en un texto en el que recuerda su rechazo pionero a valorar ‘El llano en llamas’ y ‘Pedro Páramo’ por haber supuestamente recogido el habla ‘natural’ de una región. Al contrario, para Elizondo el valor de la obra está precisamente en haber creado ese lenguaje desde la esencia de una forma de ser y de sentir de los pobladores de esa región. Claro, una esencia magistralmente captada, almacenada en la memoria desde la niñez del escritor y genialmente procesada y reelaborada en sus libros. Este centenario del natalicio de Rulfo engrosó el aluvión −que no cesa desde hace décadas− de versiones sobre la relación de la obra y el autor, de reconocimientos profundos y reservas aisladas, de especulacio-

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novela que entonces pensaba titular ‘Una estrella junto a la luna’. Siete años más tarde, urgido por cumplir con la doble beca que le concede el Centro Mexicano de Escritores, entrega primero un manuscrito con el título de ‘Los murmullos’, y apenas un mes después

lo sustituye por el definitivo de ‘Pedro Páramo’, cuya primera edición fue de dos mil ejemplares, de los que la mitad no llegaron a venderse porque se regalaron... Y a partir de ese momento no solo consiguió no tener que regresar jamás a la empresa de neu-

máticos en la que trabajaba antes de su aventura literaria, sino que fue testigo de cómo su obra, y su propia figura, se iban convirtiendo en un icono del gran momento de la literatura americana del medio siglo XX. Es cierto que, según sus es-

tudiosos, parte del éxito universal de la obra de Rulfo, de cuyo nacimiento celebramos ahora cien años, está en su capacidad de novelar «a la europea», gracias a sus lecturas, a personajes y a paisajes de la americanía más ancestral. Pero también es verdad que ningu-

na técnica narrativa, ni europea ni americana, resulta tan eficaz como esa capacidad única de Rulfo de penetrar en las cavernas más íntimas de la condición humana. Como todos esos millones de palabras, de pensamientos y de sentimientos que se producen ante

una de sus fotografías en blanco y negro. No es de extrañar que el propio Gabriel García Márquez, después de que Álvaro Mutis le largara ‘Pedro Páramo’ diciéndole aquello de «Lea esa vaina, carajo, para que aprenda», terminara escribiendo que aquella novelita del becado mexicano le causó una «conmoción» únicamente comparable a la que en su día le produjo la ‘Metamorfosis’ de Franz Kafka. «Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños», en palabras de Juan Preciado.


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Gente y paisajes en Juan Rulfo L a culpa fue, sin duda, del tío Celerino. Quién le manda morirse antes de tiempo y dejar a Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno sin historias que contarnos. Porque, como la abuela Mina de García Márquez, el tío Celerino «le platicaba todo» a un Rulfo sobre el que, dijo él, «apilaron todos los nombres de [sus] antepasados paternos y maternos como si fuera el vástago de un racimo de plátanos». Aunque en alguna ocasión contó que le habría gustado nacer en la jalisciense Apulco, vino a hacerlo en la cercana Sayula, «lugar de moscas» en náhuatl, solo dos años

después de que el general Villa, Pancho para algunos, entrase en la ciudad acompañado de seiscientos de sus dorados. Tiempos convulsos en los que los «encarabinados», dicen en Pedro Páramo al cacique local, se rebelan «contra el gobierno y contra ustedes porque ya estamos aburridos de soportarlos. Al gobierno por rastrero y a ustedes porque no son más que unos móndrigos bandidos y mantecosos ladrones.» Quién sabe cuántos murieron en las acometidas y altercados que en la infancia primera de Rulfo, y en los años previos, se sucedieron en esas cuestas que conforman la hoy denominada ‘Ruta turística

PEDRO TOMÉ

Instituto de Lengua, Literatura y Antropología (ILLA).- CSIC

rulfiana’. Mismo camino que, trotamundos a la fuerza, recorrían los soldados que en aquellos años compraban rompope y, sobre todo, la cajeta hecha de leche bronca de las vacas no estabuladas que sigue siendo desde entonces dulce típico de la región. Al perder a sus padres Rul-

fo fue encaminado a Guadalajara la ciudad en que desarrollaría gran parte de su vida. Atravesó entonces, como tantas veces después, las lagunas de Sayula y San Marcos que figuran en los actuales mapas como balsas reposadas de intenso azul y son, sin embargo, arenales que cuando arrecia la tormenta de polvo esconden el paisaje envolviéndolo en miles de insignificantes partículas que se tornan infranqueables; vientos negros y rojizos que permiten comprender la magnitud de aquel Dust Bowl que John Steinbeck describiera en ‘Las uvas de la ira’. De ese asfixiante polvo seco que se traga el

:: JUAN RULFO

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nes varias sobre su prolongado silencio literario, de testimonios de amistad, de análisis sobre la trascendencia de su obra y de novedosos o repetitivos lances hermenéuticos sobre cada pasaje o cada frase de su narrativa. Este testimonio, en cambio, se limita a la convivencia por seis años con Juan Rulfo en un mismo lugar de trabajo. Un poco más, si agrego a la vecindad laboral la que se prolongó en el vecindario de nuestros domicilios, a unas cuadras, en la Colonia Guadalupe Inn, en el sur de la Ciudad de México, con los previsibles encuentros en nuestros desplazamientos a pie a El Ágora y El Juglar. En su libro ‘La ficción de la memoria’, en que antologa, entre muchos otros, los materiales de Benítez, Pacheco y Elizondo mencionados antes, Federico

Campbell ha contado ya sus propias experiencias de conversaciones y silencios con Rulfo. Allí, la cotidianidad extraliteraria de Rulfo aparece una vez más indisociable de su cotidianidad literaria. Juan era especialmente delicado en el cumplimiento de los cometidos de la amistad que suelen surgir del trato cotidiano en el lugar de trabajo. Un gesto inolvidable tuvo conmigo y mi hijo Paulo, entonces niño, una tarde que llegué con éste a El Ágora. El mismo Juan Rulfo que cosechaba un día sí y otro también homenajes y reconocimientos dentro y fuera de la nación, se levantó de la mesa en que departía –no recuerdo con quién− para saludarnos y preguntarnos qué nos llevaba por allá. Actuaba como un amable y diligente anfitrión. Y al enterarse de que íbamos a buscar un buen libro de perros,

prometido tiempo atrás al infante, Rulfo le hizo la seña de que lo siguiera hasta el fondo del local. Allí se puso en cuclillas para hurgar en el estante pegado al piso hasta poner frente al niño una media docena de títulos con hermosos animales en las tapas. Pero un episodio extremo de cuidado lo tuvo conmigo un día que quedamos en comer juntos y yo pasé por él a su oficina con signos evidentes de los excesos de la noche anterior. Juan me dijo que había una vieja cantina en la avenida Revolución, frente al mercado de San Ángel, cerca de los puestos de flores. La Providencia, creo que se llamaba, y si no se llamaba así, merecía el nombre por los remedios aplicados a mi estado bajo la guía sabia de Juan Rulfo. Ordenó para mí un caldo para revivir muertos, dijo, después de darle

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Juan Rulfo, en 1982. :: EFE

aire beben ‘Pedro Páramo’ y ‘El Llano en llamas’. A fin de cuentas, en la escritura de Rulfo, la confusión entre gente y paisajes riza la lengua para impedir que la humanidad sea condición que se predique de los humanos y lo natural de la naturaleza. Por ello mismo, la vida y la muerte se convierten en meros episodios de una vida de muertos en vida: vivos y muertos ocupan simultáneamente el mismo y diferente plano de una realidad múltiple en la que vivos hablan con vivos y los muertos charlan entre sí mientras, por supuesto, unos y otros se entrecruzan de tal modo que ni los personajes, ni mucho me-

nos el lector, pueden distinguir con facilidad si quien le habla está vivo, muerto o ni lo uno ni lo otro. Así, Juan Preciado, protagonista de Pedro Páramo, durmiendo «a pausas» oye un alarido del que «no era posible calcular la hondura del silencio que produjo aquel grito. Como si la tierra se hubiera vaciado de su aire.» No extrañará pues que lo mate la falta de aire que hay en todas las pequeñas comunidades en las que nada cambia y en las que nada puede cambiarse; en las que el deseo de quien manda se confunde con la realidad hasta el punto de que ésta se acomoda a aquel. Él mismo, conversando dentro de la tumba que ocupaban, se lo contó a Dorotea: «me mataron los murmullos.» Al muerto que se autobiografía, los murmullos, el bisbiseo ausente pero siempre presente,


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:: JUAN RULFO

de un pueblo «lleno de ecos (…) [que] parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras», lo dejaron sin aire. Quizá nunca debió ir al pueblo en que moriría. Pero no pudo evitarlo. Por eso es lo primero que dice al arrancar la novela: «vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo». No hay mexicano que no conozca esta apertura, como no hay sayulero que ignore el poema ‘El ánima de Sayula’, por mucho que las antologías poéticas lo obvien por su minúscula calidad literaria. Como fuere, Juan Preciado no llega a la mítica Comala, que nada tiene que ver con la homónima población existente en el Estado de Colima, por nostalgia de un padre desconocido sino para cobrar una deuda de memoria. El olvido

es mal pagador y quienes lo auspician debieran intuir que la memoria deshace la tierra que la cubre para aflorar por donde menos se espera. La ilusión y la esperanza, como el olvido y la memoria, son en Rulfo, y tal vez fuera de él, deuda que se contrae y debe pagarse aunque no se pueda: «si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle. En cuanto oscurece comienzan a salir. Y a nadie le gusta verlas. Son tantas, y nosotros tan poquitos, que ya ni la lucha le hacemos para rezar porque salgan de sus penas. No ajustarían nuestras oraciones para todos. Si acaso les tocaría un pedazo de Padre nuestro. Y eso no les puede servir de nada». El Dios ausente, la ley y el Estado en los cuentos de ‘El llano en llamas’, ni oye ni contesta porque el «valle de lágrimas», el secarral de la in-

justicia y la desigualdad, se riega con sangre. Así lo atestigua Bartolomé San Juan, otro de los personajes de Pedro Páramo: este mundo «lo aprieta a uno por todos lados, va vaciando puños de nuestro polvo aquí y allá, deshaciéndose en pedazos como si rociara la tierra con nuestra sangre». La injusticia convierte al paisaje en yermo terrenal –el páramo– que todo lo contamina al naturalizar la inmoralidad. El despojo de lo moral por parte de la naturaleza halla su fiel reflejo en un solar en que los hijos, como en ‘¡Diles que no me maten!’, se muestran indiferentes ante la muerte de sus padres o en el que animales y hombres –como en ‘El hombre’– llegan a ser indistinguibles: «Los pies del hombre se hundieron en la arena dejando una huella sin forma, como si fuera la pezuña de algún animal.»

Por ver si agarra el hueso de durazno >

instrucciones al cantinero sobre ingredientes que debía agregar y otros que debía suprimir. Yo pedí una cerveza y él siguió con su habitual Coca al lado de su café. El resto de la terapia consistió en un deslumbrante relato sobre el ‘Remington’, un gatillero de gran puntería que mataba por encargo en ajustes de cuentas entre hacendados y políticos de Jalisco, en los años 30. En un momento climático de la narración aparecía el propio narrador, Juan, a unos metros del sicario, observándolo en silencio mientras el ‘Remington’ disparaba con precisión sobre sus víctimas. «De aquí a allí, estaba yo», subió un poco el volumen de su voz, al tiempo que señalaba la barra, casi pegada a nosotros. Pero Rulfo desbordaba los lindes del triángulo INI-Ágora-Juglar de su itinerario regular con una media docena de viajes internacionales al año. Iba a homenajes que le rendían por el mundo y no se perdía congresos, seminarios, talleres y conferencias que re-

Rulfo desbordaba los lindes de su itinerario regular con media docena de viajes internacionales al año

querían su presencia. Acudía como jurado al discernimiento de premios literarios internacionales. Sólo en esos años que compartimos en el Indigenista anduvo por Barcelona, Sofía, París, Guayaquil, Milán, Venecia, Florencia, Oviedo, Buenos Aires, Santa Clara, San Francisco, Berlín… En la zona occidental de esta ciudad entonces dividida, en 1982 hubo un muy celebrado festival de las letras dedicado a la literatura latinoamericana. Rulfo y su obra protagonizaban el acto culminante, con un grande de las letras alemanas. Rulfo leía en español, con su característica sequedad, ‘Luvina’, ‘¡Diles que no me maten!’ y ‘No oyes ladrar los perros’, y junto a él, un eufórico Günter Grass, a unos años de recibir el Nobel, iba leyendo la versión alemana de esos cuentos magistrales. Sin duda, aunque al principio se pusiera remolón ante las invitaciones, que terminaba aceptando, y a su regreso repelara del cansancio, todo indica que disfrutaba de esas escapadas. No cualquiera logra escapar de Comala. Y mucho menos entrar y salir de Comala como Juan por su casa. A cien años del nacimiento de Juan Rulfo; sesenta años de Pedro Páramo y todavía más de El llano en llamas, lo que en todo caso importa es la ocasión de celebrar el milagro, ése sí, de la pervivencia de una obra clásica que no se deja condenar a la petrificación: una obra viva a la que acude generación tras generación de lectores en el mundo.

Montón de nubes, aire de las colinas, acuérdate de Juan Rulfo que platicaba un castellano a punto de caerse y sin embargo supo lo misterioso, dio con el sentido. Acuérdate que a duras penas fue capataz porque no valía para el mando y andaba remontado por los cerros, lleno de viento, taciturno, arrimado a su sombra y así cortaba el agua con las manos y dejaba el lenguaje en su pausa, de puro transparente, como se va la sangre de una herida. Acuérdate que era rete flojo de tanto y tan humilde, tan cabal, pero muy porfiado escribe y tacha, escribe y borra, escribe y rompe, escribe y escribe sin salir de los Bajos de Jalisco, un eco en cada rama. Alguien tenía que oír la tristeza del campesino, la miseria y el abandono de la tierra pasmada, un pedazo de noche untado con desdicha, el fatalismo del secano en los hombres despojo, a los músicos de Oaxaca mero en medio de la nada, en la desolación del llano grande. Alguien tenía que oír a las cantadoras de palenque, a la noche muy alta y al río y el trigal y a la tarde y el árbol y a los enterrados en vida sin un destino donde caerse muertos. Montón de nubes, aire de los bosques, acuérdate del mentado hijo del desconsuelo que quería ser zopilote o maquinista de tren y sin embargo supo lo misterioso, dio con la palabra descarnada bien a bien, aunque platicase casi indígena, con algo de orfanato. Mira su soledad en el Nevado de Toluca, en Sayula, en Tonaya, desde que el mundo es mundo. Cuantimás cuando le hierve la cabeza en crudo, como piedra de San Juan Luvina donde los años se amontonan junto al silencio en los sueños de los barrancos y junto a las mujeres a por agua y al ventarrón negro en la iglesia sin puertas y a los viejos que desconocen la risa y se engarruñan porque los muertos pesan más que los vivos y a los gobernadores que glosan su desvergüenza después del derrumbe y a la cerrazón del polvo, la chicharra y a las nubes, de filo, de la noche, que durmieron en vano sobre el pueblo, buscando el calor de la gente, lo que se fue con la riada. Acuérdate que la vida es muy seria, te deja sin resuello, es de verse cómo te agarra de tanto arroyo seco, de tanta pesadumbre por puños. Cuando ya no puedes te agarra al cerro de la Media Luna o se cobra el olvido en Comala. Montón de nubes, trigo de las colinas, acuérdate que supo bien lo misterioso, que dio con la sustancia a pausas. Luego que oigas sus murmullos nada más cierra los ojos y recuerda un golpe seco contra la tierra desmoronarse como si así fuera. No lo olvides, como si así fuera. FERMÍN HERRERO


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Jack Nicholson y María Schneider, en una escena de ‘El reportero’.

PANTEÓN DE PLATA

‘EL REPORTERO ’ (MICHELANGELO ANTONIONI, 1975)

Identidad modelada EDUARDO ROLDÁN

E

ncallado en esa desorientación de arena que es el desierto se encuentra David Locke (Jack Nicholson), el reportero de televisión al que se refiere el título al arrancar el filme. Es un hombre en el límite, y la obstinación de su todoterreno por no moverse de las dunas lo termina por quebrar: «¡No me importa!», grita al vacío, palabras que por otro lado es probable no sienta. Este arranque y el regreso a pie de Locke al hotel donde se hospeda es una muestra impecable de cine (casi) mudo. Al llegar al hotel, Locke descubre que Robertson, su vecino de habitación y con el que comparte más de un parecido, ha fallecido de improviso, y en un arranque pulsional decide cambiar las fotografías de los pasaportes y trasladar el cuerpo de Robertson a su cuarto, fingiendo así su propia muerte. ¿Por qué lo hace? El espectador, como Locke, únicamente sabe lo que la voz de Ro-

bertson le había comunicado: que tener solo tiene un corazón débil: ninguna atadura, ni amigos ni familia: se dedica a viajar. (Información suministrada por un ingeniosísimo ‘flashback’: la cámara registra a Locke trabajando en los pasaportes mientras escucha la voz de Robertson grabada de una entrevista previa, comienza a deslizarse como fusionada por las palabras hasta el techo y, sin corte, desciende de nuevo hasta mostrar a los dos hombres en el balcón hablando, continuando en el pasado la grabación que ha callado en el presente.) Desde este momento se expone el tema esencial del filme: qué configura la identidad. ¿Qué hace que seamos como somos? ¿Hasta qué punto puede el yo moldearse a voluntad? O, dicho de otro modo, ¿cómo no ser uno mismo? Tal que una manada sin apenas desertores, la crítica ha catalogado desde siempre la narración de Antonioni como «una

sucesión de tiempos muertos». Esos tiempos no están muertos en absoluto: sencillamente ocurren otras cosas que los manuales de guion dejarían fuera por no ser lo bastante «dramáticas», pero que tienen en el fondo mayor peso en la forja de la psicología del personaje –y por tanto del drama– que las habituales persecuciones estruendosas o los aun más habituales parlamentos expositivos sobre las motivaciones del personaje. Son tiempos donde el avance es concéntrico, un tiempo de estratos además de –no a pesar de– un tiempo lineal. Y ‘El reportero’ es la mejor prueba del poder de este enfoque narrativo, tan ajeno a los códigos al uso. Literalmente Locke, con el cambio de identidad, comienza a habitar un tiempo muerto, un tiempo que no le es propio; Locke (Robertson ahora) pretende (re)nacer a mitad de la vida, comenzar tabula rasa sin otro propósito que el de ir viviendo, descubriendo. Pero el

ser humano no puede abdicar de su pasado, pues está hecho de tiempo; tal empeño no es sino una fantasía irrealizable. Locke, como el adolescente que huye de casa, quiere escapar de las figuras paternas que simbolizan su trabajo y su matrimonio (Martin, el productor de la cadena, y Rachel, su mujer), a las que atribuye en gran medida el desencanto existencial que lo corroe, la

‘El reportero’ es un filme con una riqueza hondísima, que merece y demanda más de una (re)visión

agónica sensación de impotencia que el fracaso de la entrevista con un dictador africano, motivo de su presencia en el continente negro, ha desbordado. Pero por supuesto esas figuras no se quedarán inertes, querrán extraditar el cuerpo y la valija, querrán saber cómo ocurrió. Es más: no solo no puede abdicar de su pasado sino que se carga con el de Robertson, cuya afirmación de que carece de vínculos es solo eso: la afirmación de un desconocido, que tan pronto como Locke recoge e inspecciona las pertenencias del muerto descubre se trata de la mentira de un traficante de armas, con una agenda repleta de nombres, lugares y citas que atender; como al adolescente, puede que a Locke le espere bajo el nombre de Robertson un destino más cruel que aquel del que huye. Obligado a cumplir estos encargos, comienza así una búsqueda/huida que lo llevará a Londres –donde ¿coinci-

de? por primera vez con La Chica (Maria Schneider), futura compañera de viaje y corporeización de lo que ahora le parece el ideal femenino–, a Múnich, a Barcelona, a Almería… Encargos cuyo peligro no solo lo mueven en un plano geográfico sino anímico: da muestras, por primera vez, de vitalidad, felicidad incluso, al menos hasta que se entera de que Martin y Rachel, al recibir la valija y descubrir la celada, andan detrás de él. El otro tema esencial es el de la objetividad. Si las cuentas de la memoria no me fallan, solo hay un plano subjetivo desde el punto de vista de Locke, al cerrar el maletero con La Chica dentro; el resto del metraje mantiene rigorosamente un punto de vista objetivo, documental, como el que asume el propio Locke en su trabajo, que Martin valora por el distanciamiento, por la no interferencia con el material, esa falla infranqueable que precisamente a Locke desazona. Con ‘El reportero’, Antonioni apura y depura esa idiosincrasia presente en toda su obra que es la captación fenomenológica, la observación pura del gesto y las inflexiones, el encuadre que dirige pero no impone, a lo que contribuye el que esté filmado por entero en localizaciones (desde el desierto de Argelia hasta el Palau Güel), sin transformaciones cromáticas o físicas del paisaje que pretendan subrayar una idea o un estado de ánimo, como sí había hecho antes en ‘El desierto rojo’ o ‘Blow-Up’. Pero la objetividad es una quimera tal como la de borrar el pasado, y es lo que queda detrás o fuera de la imagen lo que en cine muchas veces más importa. Antonioni sabe esto y lo aplica con un criterio al alcance de muy pocos cineastas, si es que alguno. El mayor ejemplo –y todo ‘El reportero’ supone una clase magistral del uso del fuera de campo– es el penúltimo plano de la última escena, un heroico plano secuencia que se tardó once días en rodar y que es una muestra de cine como medio de síntesis no inferior a la cabalgata wagneriana de ‘Apocalypse now’. ‘Thriller’ existencial, ‘road movie’, historia de amor, cinéma-verité y de denuncia –la ejecución que aparece en el documental que graba Locke ocurrió en verdad–, juego de sombras y espejos dobles… ‘El reportero’ es un filme con una riqueza hondísima, que merece y demanda más de una (re)visión. Cada vez son menos.


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ABECEDARIO de lector ADOLFO GARCÍA ORTEGA

Ñ.- Letra identitaria. Eminentemente panhispánica. Resto ingenioso de la transformación de algunas palabras históricas que contenían dos enes (‘nn’) contiguas, para devenir una letra nueva (‘ñ’). Quizá el origen sea la hábil economía de un escribiente anónimo, en algún monasterio del siglo XIII, quien sustituyó las dos enes por una sola, añadió una tilde como advertencia para su pronunciación palatal nasal y de ese modo logró un cierto ahorro de tinta; o tal vez fuese una diversión caprichosa del escribiente primigenio que adoptó esa forma para equivaler a un sonido nuevo. Otras lenguas adoptaron métodos menos ingeniosos, como grafiar el sonido mediante apoyos: ‘nh’, ‘ny’, ‘gn’, etcétera. En la última edición del DRAE solo 78 palabras comienzan con esta letra. Es una letra simpática y tozuda. Ha resistido al dominio anglosajón en el diseño de teclados QWERTY para ordenadores y se sitúa en ellos, por derecho propio, al final de la segunda fila de letras, junto a la ‘L’. Letra heroica, bizarra, de belleza tosca y uso inverosímil. A España la define y la singulariza. La ondulación de la virgulilla la torna aérea y ligeramente infantil. Cervantes la habría considerado cercana y noble. Ñam-ñam.- Sinónimo de hambre, más bien caníbal, a punto de ser saciado. Así aparecía en algunos cómics del maravilloso TBO de mi infancia. Recuerdo los dibujos de Coll en los que aparecía un cazador con monóculo (lo que lo convertía de inmediato en inglés) seguido de un porteador negro, por lo general más inteligente. Recuerdo ‘Las aventuras de Eustaquio Morcillón y Babalí’, de Marino Benejam. En muchas de ellas, los blancos solían acabar dentro de una olla entre antropófagos parlanchines que discutían sobre el guiso, mientras alguno pensaba un ‘Ñamñam’ imaginando el futuro festín que lo esperaba. Ñaque.- Hay una magnífica obra teatral de José Sanchís Sinisterra, ‘Ñaque o de piojos y actores’, centrada en el Barroco español, en la que dos actores de poca monta, Ríos y So-

lano, van por el mundo contando sus historias y sus miserias mediante unos sabrosos y acerados diálogos. Es la representación mejor de lo que es un ‘ñaque’ (en origen, «algo inútil y de poco aprecio»), nombre que desde el XVII se ha dado a las compañías formadas por una pareja de actores, ya masculinos, ya femeninos, que actúan juntos. Ñiquiñaque.- Eduardo Mendoza, en ‘El laberinto de las aceitunas’, emplea este término para referirse a alguien como mierdecilla, chisgarabís o insignificancia supina. Lo asocia a términos insultantes, como colilla, paria, bu-

ñuelo y zarramplín. Es muy mendozino esto de poner a parir con elegancia gamberra. El humor ha caracterizado buena parte de las novelas de Mendoza, aunque para mí no es lo mejor de su literatura, que sería más bien una propensión a demoler la burguesía. Pero no puede evitar tru-

far su autocrítica de clase con la palabra carcajeante y el chiste sutil. Le desborda la chanza ocurrente, a Mendoza. Ñixx.- Personaje extraterrestre de ciencia-ficción más bien subalterno. Ñixx (pero, ¿por qué esa Ñ?) aparece por primera vez en una novela norteamericana de género fantás-

tico de los años 60, ‘El círculo atómico de Megarón’, cuyo autor –en cubierta al menos– era Jack Craviter, seudónimo no confirmado de la novelista y pintora británica Jane Colman, fallecida en 1999. Esta novela tuvo un efímero éxito en 1964 y en ella Ñixx es un robot de otra galaxia pero fabricado con una materia maleable casi humana. Tiene capacidad de modificar su naturaleza en función del deseo de su poseedor: su idioma, su sexo, sus conocimientos, su bondad o maldad cambian en función de las veleidades de su dueño. Se convierte, así, en la proyección fáctica de su amo, gracias a la

Ñ

ambigüedad moral de su naturaleza. Con la ventaja añadida de que nunca muere. Su virtud es la palabra. Puede dialogar incansablemente hasta abatir a su interlocutor. Ñixx aparece como personaje de contrapunto, más bien menor, en otras dos novelas más de Craviter, pero terminó por ser uno de sus favoritos. En una ocasión, Craviter (o Jane Colman, en realidad) reconoció que algún día escribiría un libro entero sobre Ñixx. Quizá explicaría en él esa Ñ del nombre que tanto me atrajo. Que se sepa, no llegó a hacerlo. Ñoqui.- Suena a personaje italiano que se come a sí mismo. Podría formar parte de una receta de ‘La cocina caníbal’ de Roland Topor: «El señor Ñoqui se preparaba un plato de idem para almorzar». Ñu.- La belleza de este antílope africano, de pelaje pardo oscuro y gran tamaño, entre vaca y cebra, es mitológica. Sobre todo, por su cabeza con testuz de toro. El jesuita aragonés Raimundo Cardelagua, en su obra ‘Fauna mesoafricana’, obra que data de 1789 y casi inencontrable hoy en día, imaginó un paralelismo entre el ñu y el Minotauro. Desde luego, solo la cabeza de toro los emparenta. El Minotauro de Creta era un humano con cabeza de bóvido y se llamaba, en realidad, Asterio, y, por arbitrio del dios Poseidón, era hijo del cruce contranatural entre una mujer y un toro. Por su monstruosidad, fue encerrado en un Laberinto cuya salida era imposible, de puro enigmática. Cardelagua, al referirse al ñu, lo describe como «figura de poderío soberbio, perfil cretense y temible embestida, con afilados cuernos en forma de U cerrada tanto en macho como en hembra, por lo que de lejos se confunden». Y añade: «Aunque siempre se los ve en manadas numerosas, suele ser frecuente tener al ñu por animal solitario». Esto lo une aún más al Minotauro, que representa la soledad de la Bestia por antonomasia, como sugirió Jeanne Marie Leprince de Beaumont en 1756 en su famoso cuento de espíritu feminista ‘La bella y la bestia’. El ñu y el Minotauro, solitarios y confusos, terribles y apenados.


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reinta años después de la exposición de homenaje a Ferrari y sus coches míticos, la Fundación Cartier para el Arte Contemporáneo presenta desde el mes de abril en París la exposición Autophoto, una propuesta de Xavier Barral y Philippe Scélier, consagrada a mostrar las relaciones entre el mundo de la fotografía y el del automóvil.

Desde su creación, el automóvil ha transformado nuestro mundo. Ha cambiado nuestra concepción del tiempo, el espacio y las distancias. Todo esto no ha escapado de la mirada de los captadores de imágenes y así se ha convertido en una fuente de inspiración para numerosos fotógrafos que han buscado sublimar las curvas de una carrocería o dar una bella y dife-

rente perspectiva a las sinuosas líneas de una carretera. Autophoto reúne quinientas obras de cien fotógrafos históricos y contemporáneos originarios de distintos rincones del mundo, como el japonés Yasuhiro Ishimoto (1921-2012); el francés Jacques-Henri Lartigue (18941986), los americanos Man Rai (1890-1976), Lee Friedlander (Washigton, 1934) o Ed

Miradas al universo del automóvil

ARTE EN MOVIMIENTO SANTIAGO DE GARNICA

Ruscha (Nebraska 1937); el africano Sory Sanlé (Burkina Faso, 1943); o la brasileña Rosângela Rennó (Belo Horizonte, 1962), entre otros. Personalidades muy diferentes, pero todos comparten una fascinación particular por el automóvil y la interpretan a su modo. Así tenemos la mirada simple sobre esta máquina en ‘autoportraits’, la serie en blanco y negro de Yasuhiro Ishimoto que nos sumerge en el Chicago de los años 50. Sobre las calles de la ciudad revestidas del blanco manto de la nieve destacan las curvas de los automóviles. El vehículo atrae también el interés y la admiración a través de la velocidad. Es así como Jacques Henry Lartigue lo expuso por vez primera, cuando ya tenía 69 años, a través de un famoso cliché realizado muchos años antes, de un Theodore Schneider rompiendo el aire a toda veloci-


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1. Citroën Traction 7 de la serie Paradise Parking. :: PETTER LIPPMANN 2. Una de las fotografías de la exposición. 3. Tales of Modern Motoring. :: MARTIN PARR 4. Montana, de la serie ‘America by Car’. :: LEE FRIEDLANDER

5. Instantánea del neoyorquino David Bradford. :: DAVID BRADFORD

La exposición Autophoto se puede contemplar en París hasta el 24 de septiembre, en la Fundación Cartier para el Arte Contemporáneo.

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dad en el Grand Prix de Francia de 1913, si bien la fotografía lleva el título de ‘Un Delage en el Grand Prix de l’Automobile Club de France de 1912’. En este apartado tampoco podemos perder de vista los trabajos del francés Bernard Asset, toda una institución en el mundo de los fotógrafos de la Fórmula 1. El automóvil ha transformado el paisaje generando sobre todo carreteras e inmiscuyéndose un poco en todas partes. Algunos de entre ellos, abandonados en medio de la naturaleza, han pasado a for-

mar parte de ese paisaje. Esas viejas y oxidadas carrocerías han despertado el interés de Peter Lippmann: automóviles que habían podido imponerse en la jungla urbana no han podido superar a la jungla natural donde se han visto envueltos por la naturaleza y han terminado por formar parte de ella. Este fotógrafo americano radicado en París y con reconocidos trabajos en el mundo de la moda, ha construido una serie de imágenes que se recogen bajo el nombre de ‘Paradis parking’. Otro caso es David Bradford

que utiliza el automóvil como una herramienta, para aplicarla a su creación. Su fama se ha construido gracias a fotografías representando paisajes reflejados en los retrovisores. Otros han entendido que el automóvil y toda la industria que ha desarrollado juegan un papel determinante en nuestra sociedad, creando nuevos modelos de organización y de desarrollo de empresas con el paso del tiempo. El automóvil nace en la cadena, fruto de un trabajo que no deja de recordar al de

un laborioso hormiguero. Robert Doisneau, encargado en los años treinta del servicio de fotografía de Renault, nos refleja esta situación. En contraposición, setenta y cinco años más tarde Stéphane Couturier recoge las imágenes de una fábrica de Toyota en Francia donde la cadena está ahí… pero sin hombres. Los fotógrafos nos invitan así a lanzar otra mirada al universo del automóvil. El recorrido de la exposición reúne igualmente varias maquetas de automóviles realizadas para la misma por el artista Alain

El recorrido de la exposición reúne también maquetas de automóviles

Bublex, con una mirada nueva sobre la historia del diseño del automóvil. La exposición nos traslada el hecho incuestionable de como el automóvil ha modificado de forma permanente nuestro entorno y nuestra vida cotidiana, influyendo en las prácticas y búsquedas estéticas de los artistas en general y de los fotógrafos en particular. El catálogo que acompaña a la misma reúne más de setecientas reproducciones de trabajos, de citas de artistas, otra historia del diseño y textos de especialistas.


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Richard Ford, o la irradiación de literatura y vida

:: ELOY ALONSO-REUTERS

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o es fácil recordar y resumir en pocas frases el argumento de un libro de Richard Ford. Tal vez de sus primeras novelas quede un substrato narrativo más cierto y seguro, y también de la más reciente, la sobresaliente ‘Canadá’ (2014). Pero de lo que se considera su obra mayor, el conjunto de tres novelas y una colección de cuatro cuentos que recogen momentos sucesivos de la vida de Frank Bascombe, es complicado establecer sinopsis argumentales, diferenciar unas novelas de otras salvo por la edad en marcha de su protagonista. La amenaza de ‘spoiler’ en la reseña de contraportada no asusta al potencial comprador. Queda en la memoria lectora la sensación de un tiempo narrativo condensado –las más de 500 páginas de ‘El Día de la Independencia’ se concentran en esa fecha festiva de Estados Unidos–que se despliega con la misma vaguedad e incertidumbre que un día cualquiera en una vida cualquiera, acotada por reflexiones, recuerdos y parapetos frente a la angustia existencial. Ese paralelismo entre literatura y vida lo anota el autor como descubrimiento lumi-

noso en su artículo ‘La lectura’, recogido en el libro misceláneo ‘Flores en las grietas’. A los 25 años Richard Ford tanteaba los inicios de su carrera de escritor, y cursaba un posgrado en California. Las prácticas le obligaban a impartir algunas clases sobre la lectura de ciertos cuentos a estudiantes primerizos, y no tenía ni idea de cómo enfocarlo. En una tarde de las vacaciones navideñas pidió ayuda al director del posgrado, Howard Babb, que le hizo ver que «la literatura se podía abordar tan empíricamente como la vida». Y que ambas, literatura y vida, convergían en preguntas incesantes y nunca agotadas: «¿Cómo amo a quienes amo? ¿Cómo puedo seguir adelante cada día con o sin esas personas? ¿Cómo terminaré este día? ¿Viviré o moriré?». Como fuente de situaciones, la biografía de Richard Ford, sobre todo en sus primeros años, es bastante sustantiva en cambios y azares. Nacido en 1944, en Jackson, Mississippi, fue un adolescente complicado, metido en peleas, robos y carreras de coches, hasta que a los 16 años, tras la muerte de su padre, su madre tomó la decisión que mandarle con los abuelos a trabajar en

JORGE PRAGA

Siete novelas, cuatro colecciones de cuentos, un libro sobre su madre y recopilaciones de artículos es el balance de Ford

el hotel que regentaban en Little Rock, Arkansas. Una dislexia, que nunca le ha abandonado, le dificultó el progreso escolar, y también la lectura, en la que por fin se zambulló a partir de los 18. Comenzó a estudiar Derecho, pero lo dejó de repente cuando alguien le robó los libros de texto en vísperas de los exámenes. Un azar sorprendente de verdad, pues, ¿qué ladrón se interesa por los libros dejados en un coche? Decidió ser escritor, se casó con su novia Kristine, estudió literatura y empezó su vagabundeo estadounidense: New York, California, New Orleans… Su carrera como escritor tardó en despegar. Sus dos primeras novelas, ‘Un trozo de mi corazón’ (1976) y ‘La última oportunidad’ (1981) tuvieron buenas críticas, pero muy pocas ventas, por lo que buscó un empleo con remuneración estable. El azar, otra vez, le llevó a una oferta de la revista deportiva ‘Inside Sports’, donde desarrolló su afición al boxeo, al atletismo y al fútbol americano. Viajaba, se encontraba cómodo con sus crónicas, pero la revista cerró, y sin nuevas ofertas se planteó volver a su cuarto a escribir ficción. Se ha insistido mucho en la anécdota de que fue su

mujer quien le dio la idea para el relanzamiento de su escritura: «¿Por qué no escribes sobre alguien que es feliz?». Y de ahí surgió Frank Bascombe, al que realmente cuesta trabajo considerar como una persona feliz; si bien es cierto que su lucha diaria, entre la vulgaridad y la disipación, va en pos de amortiguar los pequeños y en despuntar la amargura de los recuerdos, con la muerte de su hijo en el centro de ellos. Más que felicidad, equilibrio en el desasosiego. ‘El periodista deportivo’ fue la obra que en 1986 recogió ese esfuerzo entreverado de vida y literatura, en las convergencias, pero también en las discrepancias: Richard Ford, en contra de Frank Bascombe, nunca ha tenido hijos, y no se ha divorciado de su mujer, Kristine, a la que dedica uno tras otro todos los libros que va sacando. El éxito de esta novela le aseguró un puesto en el oficio, y continuó con ‘Rock Springs’ (1987), una colección de cuentos que los críticos colocaron en la colección de cultivadores del ‘realismo sucio’ de su amigo Raymond Carver. A ella le siguió la novela ‘Incendios’ (1990), para alcanzar el éxito casi definitivo con la vuelta a su periodista depor-

tivo en ‘El día de la independencia’ (1996). Diez años después Frank Bascombe ha abandonado el periodismo, como el propio Ford, y desarrolla su vida de baja intensidad en la venta inmobiliaria, tarea que había rozado al escritor por su constante mudanza de un Estado a otro. El Pulitzer y el Faulkner al alimón no dejaron dudas sobre la recepción de la obra, lo que ha animado a Ford a visitar regularmente al personaje, que envejece como el autor, y como el lector, con la enfermedad ocupando cada vez más páginas y la muerte acercándose por autopista. ‘Acción de gracias’ (2006) y ‘Francamente, Frank’ (2014) dan fe de ello. Siete novelas, cuatro colecciones de cuentos, un libro sobre su madre y recopilaciones de artículos es el balance de Richard Ford. Una hilera ya larga de tomos amarillos de Anagrama en la biblioteca, a la espera de su última entrega, ‘Entre ellos’, que saldrá a principios del próximo año. Por lo que se dice, la vida de sus padres está en el fondo de esta obra. Una existencia que Ford conoció brevemente en el caso de su padre, y que en cualquier caso habrá que tratar con el poder propio de la literatura. Y de la vida.


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LECTURAS

REPRESIÓN FRANQUISTA Diego San José volcó en el libro póstumo ‘De cárcel en cárcel’ la pena por sus años de prisión LUIS ANTONIO DE VILLENA

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ue lo que suele llamarse un escritor menor. Acaso un «gran escritor menor». Antes de la malhadada Guerra Civil (el autor la llama en algún lado «incivil») Diego San José (1884-1962) madrileño bajito y de una familia burguesa, hombre educado y moderado, muy amigo de las letras en general y de los clásicos del Siglo de Oro en particular, fue un escritor popular y prolífico, que hizo versos al inicio –nunca lo dejó del todo– pero que destacó en el múltiple periodismo, la novela corta, en el teatro y la zarzuela, como letrista, géneros muy destacados en el favor popular de la hora. En 1914 publica su primera obra, los versos de ‘Libro de diversas trovas’, con prólogo de Manuel Machado y de ahí en adelante, cientos de artículos y los textos de ‘La novela de hoy’ o ‘El cuento semanal’, donde colaboró ampliamente. Nunca

estuvo afiliado a ningún sindicato ni partido político, porque lo suyo eran las letras, con amigos como José Francés o Pedro de Répide, afamado cronista de la Villa y Corte. Al llegar la República en 1931, Diego la acoge con satisfacción y moderación, lejos de cualquier tipo de excesos y lamentando los que causaron los «rojos». Colabora en la prensa que conocía y en 1938 hace una adaptación de ‘Fuenteovejuna’ de Lope de Vega, que se representa en el Madrid sitiado. Escribir para prensa republicana y esa adaptación lopesca, serán los increíbles motivos de su detención al llegar la victoria de Franco, él que había creído –ingenuo– las palabras del caudillo diciendo que quien no hubiera matado no tenía nada que temer. Diego San José lo creyó, permaneció en su puesto y eso le costó años de cárcel (a menudo en horribles condiciones) y acaso el fin de su prolífica carrera literaria. De penal en penal, primero condenado a muerte en un régimen de veras brutal y luego a veinte años, que se quedaran en cinco, pero en «libertad vigilada» no pudo ello valer el sufrimiento enorme de un hombre bueno, de su familia que nunca le abandonó, ni el horror de las escenas y ‘sacas’ para fusilar que vio en tantas prisiones (especialmente en la de Porlier, en Madrid) cuando ve las úl-

DE CÁRCEL EN CÁRCEL Diego San José. Edición de Juan A. Ríos Carratalá. Renacimiento, Sevilla, 2017. 377 págs.

Hablamos de un hombre todo moderación, lo que resalta más las sucias y peores escenas del libro

Retrato al óleo de Diego San José, obra de Ángel de la Fuente, en 1922. timas horas del aristócrata anarquista Antonio de Hoyos y Vinent o las horas previas al fusilamiento del bohemio y sonetista Pedro Luis de Gálvez.

Su última prisión fue en la isla de San Simón, en la ría de Vigo (la menos mala) y al final la de Pontevedra, más lóbrega. Como su familia le había seguido hasta el pue-

blo de Redondela, por estar cerca, allá quedará y morirá Diego San José, largos años en libertad vigilada. Sus entrañas se ríen y lloran de la tremenda crueldad del fran-

quismo, siempre secundado por una feroz Iglesia católica. Y hablamos de un hombre todo moderación, lo que resalta más las más sucias y peores escenas de ‘De cárcel en cárcel’. Libro finalmente póstumo, aparecido solo en una corta edición coruñesa en 1988 y ahora, revisado y mejor, en Renacimiento. Un libro claro, limpio y estremecedor. Con notas tomadas en los años de prisión (y que logra burlar a los carceleros) lo escribe en Redondela tras salir de la cárcel. Pero no lo verá editado. Un documento muy bien escrito de alguien que, erróneamente, creyó en la bondad de los vencedores. Dibujos de su amigo Robledano y mucha pena.


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LECTURAS

VERSOS A VUELA PLUMA Poeta culto y de culto, beat y pop, Camarero legó en unos cuadernos lo más granado de su obra RAFAEL MORALES BARBA

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uis Hernández Camarero (1941-1977), miembro de la generación del 60/70 peruana (Antonio Cisneros, César Calvo, Rodolfo Hinostroza, Javier Heraud o Antonio Cillóniz…), fue médico de profesión. Ignorado en vida, pero reconocido en círculos poéticos pese a la escasa obra publicada en su corta existencia ‘Orilla’ (1961), ‘Charlie Meinick (1962’), y en 1965 ‘Las Constelaciones’), se suicidó

en Buenos Aires tras una estancia en un psiquiátrico. Poeta culto y de culto, beat y pop, tremendamente actual desde el pastiche, el fragmento y el malestar, legó en unos cuadernos entregados a amigos (a desconocidos también), lo más granado de ella y publicado póstumamente en Vox Horrísona (1978). Su obra completa o casi, al menos hasta ahora, que muestra sin embargo a una de las voces importantes, incluso en sus poemas más a vuela pluma y sin corregir, sin revisar, de la segunda mitad del siglo XX. Luis Fernando Chueca ha preparado en ‘Gran Jefe Un Lado Del Cielo’ una antología muy representativa de la obra inédita del poeta de Lima, ciudad siempre asomada a sus poemas ( tanto como Lisboa a los de Pessoa o Alejandría a Cavafis). En ella encontramos a un paseante como Bernardo Soares en un pequeño recorrido, sin curiosidad por otros paisajes como Elías Ca-

netti. Ahí encontramos a Gran Jefe Un Lado Del Cielo o Billy the Kid, a Shelley Álvarez y a Charlie Melknic (o el mismo como trasunto de Maeterlinck y con cuanto significa conceptualmente) o el propio Luchito Hernández, ‘ex Campeón de peso welter’. Unos alter ego o heterónimos, un trasunto de él mismo hecho el personaje/el doble, a la manera del Ulyses de Lord Tennyson, citado expresamente. Ese es gran Gran Jefe, un cinéfilo y músico melancólico, deambulando en un terreno pequeño de su amada Lima, o el breve trecho entre el barrio de Jesús y María, Salaverry camino de La Herradura y Agua Dulce: o el pequeño mundo de un inadaptado deambulante y perdido. Gran Jefe se muestra como un ensimismado, un enajenado bebedor aficionado a la droga, ensoñado siempre y enamorado desde su defensa del amor, su centro y única verdad. Es un inadaptado social

Luis Hernández Camarero. y enfermo en su desencanto (también con sus pequeñas felicidades: los gozos pequeños de una sombra, un color de óxido de una lata o una puesta de sol, los bares, las playas o la niebla sobre Lima), pero donde prima esa frustración de un confeso esquizofrénico (mis ‘hermanitos’), siempre en difícil equilibrio emocional. Un habitante de los márgenes que reza desde ahí su ‘Oración’ e insurgencia, su malestar. O si prefieren, desde donde alza su «im-

EL TALISMÁN DE LA COSTURERA

CHINA IN YOUR HANDS

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l problema de los tres cuerpos», De Cixin Liu, una novela que se anunció como el descubrimiento del siglo, y que creó en mi unas expectativas que está lejos de cumplir, me hizo coger, quizás demasiado precipitada y categóricamente, desconfianza hacia la ciencia ficción china. No ayudó que su gran valedor en occidente, el norteamericano nacido en

china Ken Liu, escribiera el bodrio – desde mi punto de vista, al parecer fans no le faltan– ‘La gracia de los reyes’. Hacía tiempo que un libro no me aburría tanto. No pude pasar de la página 50. Así que ha sido con desconfianza extrema que me he acercado a ‘Los planetas invisibles’, una antología de ciencia ficción china, compilada, precisamente por el infausto Ken Liu. Lo curioso es que el Ken

Liu del prólogo, me gustó. Me gustó lo que decía sobre el error de juzgar un género literario como un todo, en vez de autor por autor. O lo que decía de los peligros de una interpretación cultural ajena, ese querer justificar un punto de vista propio que quizás no esté en la obra. O si. En este sentido he encontrado acertadas las palabras del prologuista. Incluso ha empezado a caerme bien. Eso

LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

LA TENTACIÓN VIVE DENTRO :: SUSANA GÓMEZ Con la sutil y poética ironía que le caracteriza, Iban Barrenetxea teje en su última obra un delicado tapiz de claroscuros que, tanto en su discurso textual como visual, arroja luces y sombras sobre la condición humana y sus fragilidades. Como ya hiciera en anteriores ocasiones (‘El cuento del carpintero’,

‘El único y verdadero rey del bosque’), el escritor e ilustrador aúna lo mejor de la tradición oral y la actualidad narrativa, dando lugar a un encuentro capaz de satisfacer las más variadas expectativas. Si además el relato viene apuntalado con justas dosis de humor, buen hacer literario, convenciones narrativas que casan

bien con el extrañamiento onírico y sugerentes ilustraciones a doble página, el resultado es una historia bien tejida y mejor contada, en la que el lector disfruta de esa sana mixtura de las propuestas clásica y moderna. Lanzado una vez más por la editorial ‘A buen paso’, el álbum revisita topos literarios como el pescador pobre, el ‘ge-

CIRO GARCÍA

no quiere decir que vaya a volver a leerle una línea de ficción. La antología en si me ha sorprendido gratamente. Tiene sus más y sus menos. Pero en general es bastante interesante. Me ha llamado la atención que muchos de los cuentos, la mayoría, podrían adscribirse, más o menos, a la corriente cyberpunk, de la que soy un seguidor entusiasta. Los tres cuentos de Chen

pecable soledad» existencial y descreimiento. Como Billy the Kid ha sido «herido por la espalda», más desconoce a la manera de César Vallejo el porqué. Incluso confiesa, debe ser «protegido de sí mismo», o de esa poesía que «conduce a la propia destrucción». Gran Jefe Un Lado del Cielo es ante todo un solitario insatisfecho, atormentado, pero también lleno de humor, que se ríe del oficio en su alteridad y excentricidad, pues los laureles «se emplean/en los poetas/ y en los tallarines». Un inconformista irónico narrándose a base de fragmentos y roturas del sentido en un continuo, que alza su resistencia y desencanto contra el sistema desde su verso libre y anticonvencionalismo. El poeta ‘frágil’ y «herido por la espalda» es también un irreverente con lo divino, tanto como insurgente sarcástico con el poder, con los políticos corruptos o con los mass media y su uso y abuso sobre las clases humildes pendientes de concursos, telenovelas, casos judiciales, consideradas por los dirigentes como «madres del futuro» etc, O con esa policía

Qiufan me han parecido estupendos. Especialmente el primero, ‘El año de la rata’. En él se nos habla de un equipo de estudiantes de último curso que se alistan para cazar unas ratas muy especiales fugadas de un laboratorio y que han empezado a reproducirse tomando proporciones de plaga. Estos roedores han sido manipulados genéticamente para ser lo más encantadores posible y ser vendidos como mascotas de lujo. Poco a poco, a lo largo de las páginas, vamos viendo, cada vez más inquietos, efectos no esperados de la manipulación sobre las ratas. Pero quizás es más interesante constatar lo que verse con-

GRAN JEFE UN LADO DEL CIELO Luis Hernández Camarero (Esto no es Berlín Ediciones, Madrid 2017).

maltratadora. Y mientras anhela esa paz del mar y de la música, de los bares y la bebida en su gran indefensión, mientras se lanza su Volvo hacia la «noche féerica» a beber cerveza, whisky y chilcanos o a tomar «un paco de quina misma Colombia». Su vitalismo, indisociable de su poesía, se cuenta en un fluir fragmentario, sináptico, entrecortado, donde los aforismos surgen, y la corriente de conciencia va dejando retazos de pensamientos y emociones reformulados o reescritos obsesivamente. Un vitalismo de sentimientos vulnerados, en un pastiche de idiomas e impresiones con fina-

vertido en un cazador militarizado, armado, hace con uno de los personajes –Conrad, y su ‘corazón de las tinieblas’, no ronda muy lejos–. También, para un occidental, es tentador interpretar parte del cuento como critica a los abusos de un gobierno comunista, pero si pensamos en la historia como una visión descarnada y crítica de las leyes de mercado, estaremos, creo, más cerca. El tercer cuento tiene un sabor puramente gibsoniano. El segundo, a través de una terapia extraña, nos habla de las cada vez peores condiciones de trabajo y del abismo entre ricos y los pobres. Algo similar ocurre con ‘Entre los plie-


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les abiertos y reticencias, de ironías y humores, intertextualidades. Cita y cita el ávido y atento Luis Hernández, cambia o reproduce versos de poetas (desde Machado a Ezra Pound, Dylan Thomas, Rilke…o a Paul Celan, por aquellas fechas en que era apenas conocido en España), toma y retoma sus obsesiones, hasta crear el mundo reconcentrado. Culturalismo legible, narcisismo y autorreivindicación, plasticidad y sutil sensibilidad cromática terminan de generar un mundo nunca impostado, tremendamente verosímil, y exponente de su inestabilidad emocional. Recuperado para el gran público por Nicolás Yerovi, recopilador los cuadernos dispersos entre los amigos del poeta, su obra está digitalizada por la Universidad Pontificia Católica del Perú. Quien desee acercarse a su fugaz estrella puede hacerlo en la biografía ‘La armonía de H. Vida y poesía de Luis Hernández Camarero’ por Rafael Romero Tassara (Jaime Campodónico Editor, 2008).

gues de Pekín’, de Hao Jingfang, con su fabulosa ciudad plegable. El otro cuento de esta autora, ‘Los planetas invisibles’, da título al libro, y es un homenaje a cierta obra de Italo Calvino. Los tres cuentos de Xia Jia, son una maravilla casi poética de nostalgia, que mezcla mitología y robótica. ‘La ciudad del silencio’, de Ma boyong, lleva los instrumentos de censura a sus últimas consecuencias. Mi favorito, es sin duda, ‘Chica de compañía’, de Tanf Fei, una fantasía extraña, salvaje y sosegada al mismo tiempo. Cixin Liu, otra vez pasa sin pena ni gloria.

BENICIO Y EL PRODIGIOSO NÁUFRAGO Iban Barrenetxea. Editorial A buen paso. 64 págs. 17 euros. Edad recomendada: a partir de 6 años.

nio’ pescado, los deseos, la tentación, la avaricia, el personaje demoniaco, etc., dando a luz a un atractivo diálogo entre pasado y presente.

DEL VALOR DE LA ENTREVISTA Fernando del Val recopila sus entrevistas a literatos en ‘Si te acercas más, disparo’ SANTIAGO RODRÍGUEZ GUERREROSTRACHAN

SI TE ACERCAS MÁS, DISPARO. ENTREVISTAS. VOL. 1 Fernando del Val. Fotografías de Carlos Toro. Valladolid: Difácil, 2017. 427 págs.

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ernando del Val es periodista, poeta, músico y cinéfilo, en fin, un cúmulo de pasiones y afanes que sobrelleva gracias al rigor que imprime a su vida. Desde 2008 ha trabajado para varias revistas en las que ha ido publicando entrevistas a escritores relevantes, aunque no siempre los favoritos del público por razones obvias. Entre las revistas se encuentran La Clave, Enclave Revista y la imprescindible y siempre excelente Turia. Entre los entrevistados, Miguel Delibes, Fernando Sánchez Dragó, Soledad Puértolas, el tristemente preterido Félix Grande, Juan Eduardo Zúñiga o Ignacio Martínez de Pisón. En general son novelistas o poetas, gente dedicada a la ficción, que, a veces dedican parte de su esfuerzo a otras labores como el memorialismo o el ensayo. Les confieso que a mí los libros de entrevistas me gustan mucho. Me gustan sobre todo porque leer las respuestas, los comentarios y las opiniones (casi siempre perfunctorias) de los interrogados, veinte o treinta años después, no solo da al libro un aire fantasmal, pues ya muchos han

El resultado: un relato en el que la calidad literaria es la carta de presentación de algunos de los personajes más arquetípicos del imaginario colectivo. Protagonizado por elegantes ilustraciones de apagada gama cromática, el cuento se interna por una historia tan antigua como la vida, en la que Benicio y el extraño pez recrean la vieja historia del embaucador, la codicia y sus frutos. Todo ello envuelto en un lenguaje a caballo entre la comedia y el drama, y una prosa adecuada para los más pequeños que se revela de lo más evocadora para el adulto.

Fernando del Val en la Fundación Segundo Montes. :: RICARDO OTAZO fallecido, sino porque lo que entonces parecía importante en el presente de la lectura suele resultar banal, o simplemente, carece de significado. Las entrevistas de del Val no son meros ejercicios de diversión ni él las aprovecha para lucirse en el encuentro. Durante la lectura nos percatamos del inmenso trabajo de documentación que hay detrás de cada una de ellas, del plan de trabajo y de lo bien pensadas que están las preguntas. Hay casos, como el de Félix Grande o el de Ian Gibson que en vez de hablar de ellos, discurren por los derroteros de las vidas de Juan Carlos Onetti y Antonio Ma-

chado, respectivamente. Eso sí, en la entrevista con Grande el lector aprecia la grandeza humana del poeta. Resulta interesante también que en el mismo volumen aparezcan Enrique VilaMatas e Ignacio Martínez de Pisón por lo que tienen de diferente a la hora de entender y abordar la novela. Los dos son grandes novelistas, pero la derrota posmoderna del primero contrasta con el afán realista del aragonés. En realidad, Vila-Matas es el único de entre los incluidos que explora caminos no trillados por el realismo, lo que quizás dé una idea de por dónde discurre la novela española desde los años ochenta del

pasado siglo. Hay más novelistas con un afán vanguardista –quizás sea mejor decir posmoderno– pero no parece que tengan el empuje suficiente como para que se les preste atención en determinados círculos. No olvidemos que lo más frecuente es que la revista le encargue al periodista la entrevista a una determinada persona. Pocas veces puede este proponer entrevistados. El libro, ya digo, va a tener un largo recorrido. En este momento, porque los entrevistados tienen cosas interesantes que contar y el entrevistador sabe dejarlos hablar. En décadas futuras el libro será de obligada referencia

para conocer el estado de la literatura española en estas primeras décadas del siglo XXI. Mientras leía el libro pensaba en ‘Conversaciones en Madrid’ de Salvador Pániker y recordaba lo mucho que había aprendido con ese libro (un aprendizaje que no tiene nada que ver ni con la historia, ni con la literatura, ni con la política). Aprendí porque lo leí varias décadas después de que se publicara y muchos de los allí preguntados habían fallecido aunque lucían ya entonces una corroída pátina de no saber dónde estaban, en parte debido a la grandísima importancia que se concedían a sí mismos. No ocurre esto en el libro de Fernando del Val. Los escritores viven en una humildad respecto a las opiniones que es, sin duda alguna, resultado del lugar secundario en que la sociedad los ha colocado. Lo cual les beneficia enormemente. Es de justicia señalar las extraordinarias fotografías que ha tomado Carlos Toro y que acompañan a cada entrevista, y la decisión arriesgada pero acertadísima de la editorial Difácil al aventurarse a publicar el libro.

LA LETRA… POR LOS OJOS ENTRA :: S. G. En plena era digital y polémicas sobre el potencial de la enseñanza virtual o la ‘pantallización’ y sus riegos, Libros del Zorro Rojo recupera un clásico «sobre la escritura, sobre alfabetos y palabras, sobre cómo se formaron y todas las cosas maravillosas que puedes hacer con ellas». Rescatado de un tiempo en el que la revolución tecnológica aún no había tenido lugar, ‘Escribir’ llega con la misma fuerza que tuviera hace medio si-

glo, cuando la pluma de Murray McCain y la composición artesanal de John Alcorn le dieran vida después del éxito de su predecesor, ‘¡Libros!’ Entre lo pedagógico y lo social, el divertimento y la didáctica, el juego y el aprendizaje… la obra se interna por un mundo en la frontera entre lo mítico y lo mundano, donde habitan la palabra y sus usos, las tipografías, las ilustraciones, acertijos, guiños históricos, apuestas creativas, etc. Con el alfabeto y

ESCRIBIR Murray Mc.Cain y John Alcorn. Editorial Libros del Zorro Rojo. 58 págs. 10,95 euros. Edad recomendada: a partir de 6 años.

sus milagros como hilo conductor, sus páginas entablan un activo diálogo con el destinatario, invitándole a interactuar desde diferentes registros y propuestas culturales. Ideal para las primeras etapas de lecto-escritura, este delicioso libro es un canto a la palabra en todas sus formas, sonidos, tamaños y texturas; una tierna y original oda al proceso de escribir, cuyo excelente diseño logra una obra donde la letra... por los ojos entra.


14 LA SOMBRA DEL CIPRÉS

Sábado 23.09.17 EL NORTE DE CASTILLA

E

sta semana trataré de delimitar los usos de ‘demás’ y ‘de más’, dos formas cuya confusión aparentemente no tiene ninguna repercusión cuando hablamos pero que, sin embargo, favorece las faltas de ortografía en los textos escritos. ‘Demás’ es un adjetivo o pronombre indefinido con forma invariable que designa siempre la parte restante respecto de un todo. Significa ‘lo restante’ o ‘lo otro’, excluyendo aquel o aquello que se menciona o de que se trata. Sirva como muestra de este uso el siguiente enunciado: Tanto en Málaga como en las demás ciudades andaluzas se respira ambiente veraniego. En su uso como adjetivo se antepone a nombres en plural y debe ir precedido del artículo determinado (Durmió de un tirón la primera noche y las demás noches no pegó ojo), aunque puede ir sin artículo cuando encabeza el último elemento de una enuneración tras la conjunción ‘y’ (La alianza de los campesinos y demás clases trabajadoras). Como pronombre, va siempre precedido de las formas en plural del artículo (los, las) cuando designa personas (Le preocupa mucho lo que piensen los demás) y de la forma lo cuando se refiere a cosas diversas (Todo lo demás me importa un bledo). Este indefinido entra a formar parte de locuciones adverbiales como ‘por demás’ y ‘por lo demás’. ‘Por demás’, con los significados de ‘en vano’ y ‘demasiado’, indica: a) que algo ocurre o se hace inútilmente, puesto que no se consiguen con ello los fines que se persiguen o desean (Todo lo que hagas será por demás); y b) que la acción denotada por el verbo se produce en intensidad o grado mayor del necesario, del que se espera o del que se considera conveniente

USO Y NORMAS DEL CASTELLANO MARÍA ÁNGELES SASTRE PROFESORA DE LENGUA ESPAÑOLA EN LA UVA

POR LO DEMÁS, HABLARON DE MÁS (Trabaja por demás y lo peor es que nadie se lo tendrá en cuenta). ‘Por lo demás’ se utiliza para añadir una valoración final sobre algo de lo que se está hablando que tenga en cuenta globalmente aspectos que no se han mencionado: Es algo terco pero por lo demás no es mala persona. La locución adverbial ‘de más’ (que hay que escribir en dos palabras) está formada por la preposición ‘de’ seguida del adverbio ‘más’ y tiene dos significados principales: a) ‘de sobra’ o ‘que sobra en mayor cantidad de la justa o necesaria’, como en Has hecho una copia de más, Puso un plato de más en la mesa, Se equivocó en el cambio y le dio un euro de más, Has bebido de más; y b)

Una prueba válida para evitar confusiones consiste en conmutar la locución ‘de más’ por ‘de menos’

‘mucho’, ‘demasiado’ o ‘en demasía’, como en El secreto de ahorrar está en nunca gastar de más. Una prueba válida para evitar confusiones consiste en conmutar la locución ‘de más’ por ‘de menos’. Si el resultado es un enunciado aceptable (con el consiguiente cambio de significado: en cantidad, número o intensidad menor de la necesaria o esperada) estamos ante la locución adverbial, cuyos componentes –como ya hemos dicho– habrán de escribirse separados. Muestra de ello son los ejemplos anteriores, que utilizamos como prueba: Has hecho una copia de menos, Puso un plato de menos en la mesa, Se equivocó en el cambio y le dio un euro de menos, Has bebido de menos, El secreto de disfrutar está en no gastar de menos. ‘De más’ también forma parte de locuciones verbales como hablar de más y estar de más. ‘Hablar de más’ significa decir cosas inconvenientes. ‘Estar de más’, referido a personas o cosas, significa que estas están de sobra o que se puede o sería deseable prescindir de ellas (Estas explicaciones no estarían de más en esta coyuntura; Los asistentes que no tienen voz ni voto están de más en esta reunión). Con referencia solamente a personas significa también ‘estar sin hacer nada’ y es equivalente a la construcción compuesta por el verbo ‘llevar’ + cantidad de tiempo + de más, con el mismo significado, como muestran los ejemplos He estado toda la tarde de más / sin hacer nada, Llevamos dos horan de más / sin hacer nada. El especial cuidado que pongamos en distinguir estas dos formas estará en relación inversamente proporcional al número de faltas de ortografía que, como todo el mundo sabe, no solo afean, sino que desprestigian cualquier trabajo escrito.

LOS LIBROS MÁS VENDIDOS EL CORTE INGLÉS VALLADOLID

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Una columna de fuego. Ken Follet (Plaza&Janés)

Una columna de fuego. Ken Follet (Plaza&Janés)

Berta Isla. Javier Marías (Alfaguara)

Los pacientes del dr. García. A. Grandes (Tusquets)

Los pacientes del dr. García. A. Grandes (Tusquets)

Los pacientes del dr. García. A. Grandes (Tusquets)

4321. Paul Auster (Seix Barral)

Una columna de fuego. Ken Follet (Plaza&Janés)

4321. Paul Auster (Seix Barral)

Berta Isla. Javier Marías (Alfaguara)

Las niñas prodigio. Sabina Urraca. (Fulgencio Pimentel).

Berta Isla. Javier Marías (Alfaguara)

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4321. Paul Auster (Seix Barral)

En el silencio. Wade Davis. (Pre-Textos)

4321. Paul Auster (Seix Barral)

La sustancia del mal. Luca D’Andrea (Alfaguara)

El ferrocarril subterráneo. C. Whitehead (Mondadori)

Parpadeo. Theodore Roszak. (Pálido Fuego)

NO FICCIÓN

NO FICCIÓN

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El séptimo círculo del infierno. S. Posteguillo (Planeta)

Cree en ti. Rut Neves (Planeta)

Sapiens. De animales a dioses. Y. N. Harari (Debate)

La lucha por el poder. Richard Evans. (Crítica)

Diana. Réquiem por una mentira. C. Calleja (Arcopress)

Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos. John Berger. (Nórdica Libros)

Los diarios de Emilo Renzi. Un día en la vida. Ricardo Piglia (Anagrama)

Frente al espejo. Terelu Campos (Plan B)

Escucha, Cataluña. Escucha, España. J.Borrell, J. Piqué y otros autores (Península Ediciones)

Sapiens. De animales a dioses. Yuval Harari (Debate)

La invención de la naturaleza. A. Wulf (Taurus)

La lengua de los dioses. Andrea Marcolongo. (Taurus)

Imperiofobia y la leyenda negra. Mª E. Roca (Siruela)

Walden. H. D. Thoreau (Errata Naturae)

El ingenio de los pájaros. Jennifer Ackerman. (Crítica)

Ponte en forma sin perder tiempo. David Marchante (Martínez Roca)

SANDOVAL VALLADOLID

LIBRERÍA DEL BURGO PALENCIA

SEMURET ZAMORA

PUNTO Y LÍNEA SEGOVIA

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Los pacientes del dr. García. A. Grandes (Tusquets)

4321. Paul Auster (Seix Barral)

Una columna de fuego. Ken Follet (Plaza&Janés)

Los pacientes del dr. García. A. Grandes (Tusquets)

4321. Paul Auster (Seix Barral)

Los pacientes del dr. García. A. Grandes (Tusquets)

Más allá de los volcanes. Yolanda Fidalgo (Roca)

4321. Paul Auster (Seix Barral)

Berta Isla. Javier Marías (Alfaguara)

Una columna de fuego. Ken Follet (Plaza&Janés)

Los pacientes del dr. García. A. Grandes (Tusquets)

Berta Isla. Javier Marías (Alfaguara)

Regreso a Berlín. Carleton (Errata Naturae)

Berta Isla. Javier Marías (Alfaguara)

Patria. Fernando Aramburu (Tusquets)

Patria. Fernando Aramburu (Tusquets)

La Uruguaya. Pedro Mairal (Asteroide)

Patria. Fernando Aramburu (Tusquets)

Más allá del invierno. Isabel Allende (Plaza&Janés)

Una columna de fuego. Kens Follet (Plaza&Janés )

NO FICCIÓN

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Apegos feroces. Vivian Gornick (Sexto Piso)

NO FICCIÓN

NO FICCIÓN

NO FICCIÓN

Aventuras Ibéricas. Ian Gibson (Ediciones B)

Combate en la montaña. Wilfredo Román (Aruz)

El relato nacional. Álvarez Junco (Taurus)

El ADN Dictador. Miguel Pita (Aguilar)

Imágenes y palabras. Lledó (Taurus)

Imperiofobia y la leyenda negra. Mª E. Roca (Siruela)

El último claustro. Sadia (Milenio)

Imperofobia y leyenda negra. MªElvira Roca (Siruela) Escucha, Cataluña. Escucha, España. J.Piqué (Península)

Historia de la piratería. Philip Gosse (Renacimiento)

1917. Variaciones sobre la revolución de octubre. F. Fernández (Viejo Topo)

La España vacía. Sergio del Molino (Turner) Imperiofobia y leyenda negra. Mª E. Roca (Siruela)

Calle este-oeste. Philippe Sands (Ed. Anagrama)

Los niños de Rusia. Rafael Moreno (Crítica)

Fuera del mapa. Alastair Bonett (Blackie Books)

Quién te cerrará los ojos Mendoza (Libros del KO)

Una historia de Dios. Karen Armstrong (Paidos)

Ahora. Comité Invisible (Pepitas de Calabaza)


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Los movimientos perpetuos

OVEJAS NEGRAS RAFAEL VEGA

Q

Intervención de Ignasi Aballí en el Museo Patio Herreriano en 2007. :: RICARDO OTAZO

UÉ no hubiera dado el genio grandilocuente de Alfred Hitchcock por haber tenido la posibilidad de rodar en estos tiempos de magia tecnológica. Es probable que hubiera continuado abusando de sus fanfarronas transparencias, tan acartonadas como sublimes y a la postre imprescindibles pero, sin duda, algunas de sus obras maestras se habrían acercado aún más a la perfección cinematográfica que ansiaba y a la que logró acercarse a pesar de algunos imponderables tecnológicos certeramente driblados. La escena ininterrumpida que es ‘La soga’, por ejemplo, se habría desarrollado sin las añagazas fotográficas que hubo de urdir para fundir el final de cada bobina de negativo con la siguiente gracias a la negra espalda de John Dall, en algún caso, o a la bruna superficie del arcón sacrificial, abierto finalmente por un sobrecogido James Stewart. Sin embargo, hay un detalle escenográfico en esta lánguida puesta en escena que no podría ser mejorado ni siquiera por la espectacularidad digital que ha cubierto casi todo el cine actual, como si de un barniz cargante y pegajoso se tratara. El gran salón del apartamento neoyorkino en el que tiene lugar el crimen supremacista y su depravada sofisticación goza de unas maravillosas vistas a un ‘skyline’ de cartón y escayola y un sereno cielo interferido por nubes algodonosas. Ni siquiera hay intención de engaño. La ilusión visual ofrecida por Hitchcock es una tramoya que rellena el fondo de una trama intensa; como diría Tarantino: no sólo él sabe que nosotros lo sabemos, sino

que él sabe que nosotros sabemos que lo sabe. Pero, sin elipsis narrativas a nuestro alcance, la iluminación se transforma lentamente, de modo casi imperceptible, hasta que en el transcurso de algo más de una hora no sólo el azul del cielo se ha tornado oscuridad y algunos de los ventanucos del decorado han sido encendidos candorosamente, como los de un Belén, sino que podemos advertir, no sin maravillarnos moderadamente, que la forma de las nubes artificiales ha cambiado y que, incluso, lo han hecho constantemente, sin interrupción alguna. El paso del tiempo se ha mantenido fiel a la escala unitaria. Un minuto de película equivale, en ‘La soga’, a un minuto de realidad. Los hipnóticos acordes de uno de los movimientos perpetuos de Poulenc son interpretados al piano por Farley Granger una y otra vez, como si materializaran una conciencia infantil desquiciada por la disonancia a la que se enfrenta el personaje, como si un engranaje defectuoso rebajara para siempre medio tono su serenidad juvenil, sus expectativas y su futuro. Un movimiento perpetuo que es inevitable y omnipotente, como el paso del tiempo reflejado en las nubes giratorias de yeso que aún andan por el mismo vecindario en el que pasea la dialéctica de Ignasi Aballí y su preclara investigación artística. En él habita la observación media, la acumulación de significados y su catalogación, la disciplina que aplica premisas a la investigación; consciente de que éstas ofrecen el sentido germinal del resultado artístico. Ignasi Aballí es un coleccionista a escala natural y un paciente observador del instante dentro de la eternidad. Sus calendarios, sus listas, sus catálogos cromáticos, sus intentos de reconstrucción, sus transparencias, su exposición a la luz o al polvo han logrado incorporar el tiempo a su paleta de artista y convertirlo en el idóneo aglutinante de su plástica. Mientras tanto, nuestra atención sufre entretenida entre el crimen y su descubrimiento. Aún no hemos tenido tiempo de definirnos y decidir si somos buenas personas o no, si deseamos que el crimen se desvele o que sea perfecto; como si fuéramos un apelativo escrito por Aballí en un cristal, a la espera de la nube que nos dé sentido.

Ignasi Aballí es un coleccionista, un paciente observador del instante dentro de la eternidad


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Sábado 23.09.17 EL NORTE DE CASTILLA

Director: Carlos Aganzo Coordinador: Chema Cillero

J.

M. Barrie no fue un niño feliz, y su personaje Peter Pan, el más alegre y loco de los niños, nace paradójimente de esa desdicha. Por eso Barrie mitifica la infancia. Su hermano Davis muere a los trece años mientras patina en un lago helado y su madre cae en una profunda depresión que le hace abandonar el cuidado de sus otros hijos. Se ha dicho que su enanismo, apenas alcanzó el metro cincuenta, tenía una causa psicogénica y fue debido al total desamparo que entonces sufrió. En toda la obra de Barrie late la nostalgia de esa madre perdida. En realidad son las madres y los niños pequeños sobre quienes gira su obra. Los hombres, los padres, apenas cuentan para él y cuando aparecen en sus libros suele ser para hacer el ridículo. «Siempre que hay cosas importantes que hacer en casa, el hombre debe marcharse. Para el hombre, ese ser egoísta, bruto, basto, la hora de su mujer ha llegado». Y esas cosas importantes que pasan en las casas siempre tienen que ver con esa relación irrepetible que hay entre una madre y su hijo pequeño. Asomarse a ese espacio de fascinación es el objetivo de todos sus libros. Un espacio que no es aún enteramente humano, pues los niños muy pequeños son criaturas a medio camino entre el mundo natural y el nuestro. ‘El pajarito blanco’ es el libro donde aparece por primera vez Peter Pan. En él se cuenta que, antes de nacer, todos los bebés han sido pájaros, y que por eso se suelen comportar un tanto salvajemente en las primeras semanas de vida, y durante mucho más tiempo aún alienta en ellos el deseo de regresar a las copas de los árboles. Luego se van olvidando de esa otra vida que tuvieron antes de ser niños, y van perdiendo poco a poco las facultades que la hacían posible. Y lo que pasa con Peter Pan es que es un niño que no ha olvidado su vida de pájaro. Encarna la vida de nuestra imaginación, que es esa facultad misteriosa que nos permite viajar a otros mundos: al mundo de los animales, al de los niños, al mundo de las criaturas que pueblan los sueños, al de los muertos. Un niño pequeño conserva esa facultad, y no ha olvidado aún muchas de las cosas que para los pájaros son de lo más naturales: «Por ejemplo, a sentirse contento con cualquier cosa, a estar siempre activo y a pensar que, hiciera lo que hiciera, era algo realmente importante». Y Peter Pan representa todo eso. Y así «aprendió enseguida a hacer los nidos de los pájaros, y lo hacía con tanta destreza que llegó a construirlos incluso mejor que una paloma torcaz, e incluso mejor que un mirlo, aunque nunca dejó satisfechos a los pinzones. Y también ha-

:: ILUSTRACIÓN BEATRIZ MARTÍN VIDAL

El pajarito blanco cía bonitos bebederos que colocaba cerca de los nidos, y enterraba gusanos para los polluelos con sus deditos. También adquirió parte de la sabiduría ancestral de los pájaras y pronto supo distinguir por el olor el viento del este del viento del oeste, y además podía oír a los insectos caminar por las entrañas de los troncos de los árboles». Y nunca per-

dió sobre todo su misteriosa alegría. «Todos los pájaros, escribe Barrie, tienen el corazón contento, salvo cuando les roban los nidos». Y las madrecitas aunque no quieren obviamente que sus hijitos vuelvan a transformarse en pájaros tampoco quieren que se olviden de todo lo que hacían cuando lo fueron. Y por eso se ocupan de contarles his-

DÍAS FELICES GUSTAVO MARTÍN GARZO

torias que se lo recuerden. En el mundo de Barrie, nadie encarna como ellas el mundo de lo amoroso, con sus caprichos, sus desvelos, su candor y su perversidad. «En su hora estelar, el hombre no significa nada para la mujer; su amor le resulta trivial». Y esa hora estelar de las mujeres es cuando se convierten en madres. Todo esto nos parece hoy un completo disparate, pero es que aquellos eran otros tiempos y además Barrie había perdido muy pronto a su madre, y siempre soñó con haber tenido una de verdad. Y de lo que nos habla en sus libros es de la vida de sus deseos. ¿No es de esa vida de la que habla la literatura? «Los únicos fantasmas que se arrastran por el mundo, escribe en otro lugar, son las madres que murieron jóvenes, y que vuelven a ver cómo están sus hijos. Les pre-

guntan cómo están pero lo hacen tan bajo para no despertarles que estos no las oyen. Les colocan los bracitos bajo las mantas y miran en sus cajones para ver cuantas camisetas tienen. A ellas les encanta hacer estas cosas». Pero las madrecitas quieren encontrar a sus hijos como los dejaron, y cuando han crecido no los reconocen. Negarse a crecer es entonces para Barrie prepararse para el regreso de esa madre muerta. «Los dos años son el comienzo del fin», escribe Barrie en Peter Pan, dando a entender que ya a esa temprana edad, con la aparición del lenguaje, es cuando los niños empiezan a olvidar su verdadera naturaleza. Los niños perdidos son los que no saben olvidar, los que nunca crecen. Barrie dice que son los niños que se caen de los cochecitos cuando su madres o sus ayas los sacan de paseo por el parque. ¿Pero cómo va a pasar algo así? No, en realidad los niños perdidos son los niños que se mueren. Cuando Barrie vivía eran muchos los que morían en los primeros meses de vida, y la paradoja es que son ellos los que seguirán siendo eternamente niños en el corazón de sus madres. Peter Pan encarna a esos niños muertos, y Wendy a todas las madrecitas del mundo. Peter Pan la lleva con él a su isla. Allí reina la más maravillosa locura, pues se rige por el principio del placer. Wendy sabe que solo los cuentos son capaces de poner en esa isla un poco de cordura sin traicionar lo que en ella se guarda. Todas las madres lo saben, y por eso les cuentan cuentos a su hijos. Lo hacen para decirles cómo es el mundo y qué deben hacer para vivir en él, pero también porque no quieren que olviden lo que fueron antes de crecer. «¿Sabes una cosa?, les dicen. Cuando yo te encontré no eras aún un niño, pero había algo precioso en ti que me hizo quedarme contigo. A veces desaparecías horas enteras y cuando iba a buscarte te hallaba cubierto de tierra y ramas entre las raíces de un árbol. Otras te ibas detrás de los perros o los gatos, o veías un pájaro y querías volar como él. Pero poco a poco te fui transformando en lo que eres ahora. Las madrecitas sabemos hacer eso, y podemos transformar en niños hasta los gatos que entran por el balcón. Y eso hice contigo. Pero tampoco quería que al crecer te olvidaras de lo que fuiste ante de que yo te encontrara. Por eso te cuento cuentos, porque quiero que seas un niño, sí, pero también ese pajarito blanco que no dejaba de cantar y volar mientras yo te dormía». Del regreso de ese pajarito blanco es de lo que hablan todos los cuentos que merecen la pena. Comillas, verano de 2017


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