2001: La eterna odisea del hombre

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2 LA SOMBRA DEL CIPRÉS

Sábado 21.04.18 EL NORTE DE CASTILLA

Cincuenta años después de su estreno, es difícil explicitar el sentido del filme. Más parece poema, lleno de sugerencias, que cuento con sus moralejas

El pasado del futuro

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na de las transiciones más celebradas en la historia del cine es, en ‘2001, una odisea del espacio’, la que une un fémur al aire que lanza un primate con una nave blanca surcando el espacio interestelar. Se enlaza así un pasado lejano, el de los homínidos que encuentran en los huesos herramientas de batalla que les ayudan en su supervivencia frente a un mundo hostil, con el futuro de la humanidad explorando posibles nuevas formas de vida más allá del planeta tierra. Esta película tan improbable no empieza con el famoso plano en el que la luna, la tie-

rra y el sol aparecen alineados mientras suenan los primeros compases de ‘Así hablaba Zaratustra’, de Richard Strauss. Antes está la pantalla en negro durante más de dos minutos y medio con música de György Ligeti. Imagínese el espectador en una sala de cine, recién sentado, mirando la oscuridad durante ese tiempo (larguísimo en cine), escuchando sonidos raros, mientras espera ver algo que le entretenga. ¿Qué significa esta negrura, (que se repite tras los títulos de crédito al final, mientras se escucha un vals del otro Strauss)? ¿Qué no sabemos nada del cosmos? Las dos pantallas en negro podrían ser re-

LUIS MARIGÓMEZ

presentaciones de lo que podría haber (o no) antes y después del universo, de la nada, primordial o definitiva. Lo que es seguro es que no aparecen por casualidad. El filme es un tres en uno. Hay tres acciones muy distintas con solo un elemento común, el monolito metálico: los homínidos peleando por un charco de agua sucia; el trabajo político-administrativo de investigar el pedazo de me-

tal aparecido en el subsuelo lunar; y la misión a Júpiter en busca de unas señales de unos astronautas guiados por un ordenador. Es difícil identificarse con nadie en las dos primeras partes, homínidos peleando o funcionarios haciendo tratos confidenciales. En la tercera, el personaje más interesante es, sin duda, Hal, el ojoordenador, que no tiene cuerpo, pero exhibe una voz de matices exquisitos, que parecen el resultado de una educación (programación) esmerada. Hay que tener muy en cuenta que la película se estrena en 1968, cuando las computadoras eran enormes artefactos misteriosos que casi nadie había visto.

El miedo a las máquinas vie- lidades estéticas, el espacio esne de la revolución industrial, tratosférico. Era la época de los y hoy, con los robots a punto viajes espaciales alrededor de de hacerse con un sinfín la tierra, cuando todavía de tareas, está en un no se había llegado a punto álgido. Que la luna, y el públiel cacharro sea caco estaba fascinapaz de traicionar do por las posibia la tripulación lo lidades de las convierte sin duda aventuras interen el protagonista planetarias. No pade la película. rece que la humaEntre parte y nidad haya avan50 AÑOS DE parte, y luego de zado gran cosa vez en cuando, el desde entonces, espectador ve una pero la ficción UNA ODISEA danza de planetas científica, literaDEL ESPACIO y naves espaciales ria o cinematográal compás del ‘Danubio azul’. fica, ha llegado hace mucho a Es la primera vez que se repre- los confines del universo. senta, recreándose en sus cuaKubrick diseña distintas na-

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CARLOS AGANZO blogs.elnortedecastilla.es/elavisador/

Arte y misterio del cosmos

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ves, de particular hermosura. La primera es una estación internacional, un a modo de hotel para que los viajeros paren a descansar antes de seguir su periplo, una especie de rueda doble que es penetrada por su eje con los vehículos que circulan por el espacio. Allí el espectador se recrea con los efectos de la falta de gravedad y observa la poco apetitosa comida que se ven obligados a deglutir sus huéspedes. El vehículo que va a Júpiter es un a modo de espermatozoide rígido, blanco, que navega por el universo como en el interior de una vagina, buscando acoplarse a un útero. El penúltimo plano muestra a un niño

a punto de nacer dentro de una placenta transparente, esférica, que se compara con otros astros. No hay armas en ‘2001’. En ‘Star Wars’ les gustan los combates de espadas, a la manera romana o medieval; en otras películas usan fusiles espectaculares, lanzallamas, explosiones espectaculares… Lo desconocido es un enemigo a batir. Aquí es todo tan abstracto que no hay modo de entablar pelea, más allá de la original entre los homínidos. El monolito o Hal parecen inmunes a los disparos. El asesinato del astronauta y los hibernantes que viajan a Júpiter se hace sin el menor alboroto. A Hal lo apa-

gan despacio, sin que pueda oponer resistencia. El espacio sideral es la última frontera de la humanidad. Después de haber colonizado América, de la conquista del oeste, de controlar las materias primas de África, con el peligro, real o imaginado, de un planeta tierra a punto de arruinarse, la salida por el cielo es la última esperanza. Los astronautas son héroes, exploradores que buscan nuevos mundos para poder habitarlos. La realidad es lentísima, ni siquiera hemos llegado a Marte. Pero la ficción, sin las sujeciones materiales que tienen que soportar gobiernos y empresas, va haciendo ve-

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Fotograma de ‘2001’ con la estación internacional, una de las naves dieñadas para la película.

uién podría decir qué habría sucedido si, tal como tenía previsto tras un largo y costoso proceso de preproducción, Stanley Kubrick se hubiera atrevido a rodar su soñada película sobre Napoleón, en vez de dedicar todos sus esfuerzos a un proyecto en apariencia tan descabellado como el de ‘2001, una odisea en el espacio’. Pero se le adelantaron, por una parte, superproducciones tan espectaculares como ‘Guerra y paz’ o ‘Waterloo’, y por otra él mismo fue incapaz de encontrar la intendencia suficiente para poder alojar durante meses, como pretendía, nada menos que a un ejército de 40.000 extras. Así que, con base en su casa inglesa en el condado de Hertfordshire, donde se había instalado a consecuencia de la controvertida aventura de ‘Lolita’, en lugar de a ilustrar la vida del emperador se dedicó a adaptar a la gran pantalla el relato ‘El centinela’, de Arthur C. Clark, que tan vivamente le había impresionado cuando lo leyó, en 1964. Después de ‘Lolita’, Kubrick acababa de ofrecer al mundo su ‘opinión’ cinematográfica sobre la guerra fría, el Muro de Berlín y los movimientos europeos posteriores a la Segunda Guerra Mundial con ‘Dr. Strangelove’, tan macarrónicamente traducida para las salas españolas como ‘Teléfono rojo, volamos hacia Moscú’. Por eso en 1968, cuando los franceses levantaban barricadas en París o los hippies tomaban las calles y parques de los Estados Unidos para protestar por la Guerra de Vietnam, él ya iba unos cuantos pasos por delante. De hecho, terminaba de poner punto final, después de cuatro años de trabajo, a la que seguramente es su película más emblemática, y una de las grandes joyas del cine de todos los tiempos. Dos años para el guión, con el propio Clark, y para el rodaje en los estudios Shepperton. Y dos más para el montaje y los efectos especiales, diseñados y controlados al milímetro por él mismo. Una película de 10 millones de dólares, frente a los 5,5 reseñados en el presupuesto inicial. ‘2001, una odisea en el espacio’ le dio a Kubrick el úni-

co Oscar nominal de su carrera, precisamente el del mejor diseño de efectos especiales, pero sobre todo le sirvió para convertirse, desde el mismo día del estreno, en un verdadero mito del cine. Puro arte cinético –40 minutos de diálogos para un metraje total de 141–, una revolución completa del género de ciencia ficción –de marcianos– de su tiempo, y un auténtico espectáculo visual, en el que la música y la imagen, incluidos esos dos minutos y medio de silencio antes de arrancar la película, se complementaban como nunca antes lo habían hecho. Una exhibición de minuciosidad y perfecccionismo. «Los periodistas utilizan esta palabra (perfeccionismo) para agredirme y me parece injusta», dijo Kubrick en su día, para reivindicar esa parte de poesía, de pura pulsión estética, que brilla sobre el producto cinematográfico prácticamente perfecto. Medio siglo después del estreno de ‘2001’, diecisiete años más tarde de la mítica fecha de Kubrick, la factura y la belleza de esta película emocionan como el primer día. Sus naves, o la estética de sus astronautas, quizás se parecen menos a lo que después han sido los diseños reales de la NASA en la conquista del espacio. Pero la reflexión, por ejemplo, sobre los límites de la inteligencia artificial de un robot como aquel Hal 9.000 de la película, sigue teniendo hoy todo su sentido. Sobre la voz inolvidable de Hal 9.000 –doblado al español por Felipe Peña–, cantando las notas de ‘Daisy Bell’, la melodía de su infancia cibernética, las mismas dudas razonables sobre el futuro del hombre y de sus máquinas. Y frente a ellos, el espectáculo inextricable, misterioso, definitivamente conmovedor, de la armonía del cosmos, con sus luces, su ‘música’... y sus agujeros negros. El cine, en su estado puro.

La reflexión sobre los límites de la inteligencia artificial sigue teniendo hoy todo su sentido


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rosímil esta ventana. La posibilidad de vida en alguna parte del universo es el otro polo que pone en marcha el relato. ¿Somos solo una pequeñísima excepción en una vastedad que no deja de expandirse? La pregunta abre todo un género narrativo. Una curiosidad del filme, visto desde ahora, es el uso de los teléfonos. Esos señores del futuro/pasado (2001) no tienen móviles. Necesitan cabinas y tarjetas para hablar con su familia, las pantallas que usan son las televisivas de la época (años 60 del S. XX). Por mucho que se quiera representar el futuro, hay aspectos circunstanciales del presente que van a aparecer en la idealización propuesta, porque no sabemos que lo son. Los avances técnicos encuentran caminos insospechados o resistencias no previsibles; así, hoy tenemos posibilidades de conectar con cualquier parte del mundo desde un pequeño apéndice que siempre nos acompaña; en cambio, es imposible siquiera darse una vuelta alrededor de la tierra para pasar el rato de vez en cuando, aunque esté previsto desde hace tanto. La música de la película tiene también tres partes bien diferenciadas: las suavidades del vals de Strauss; el despertar del Zaratustra del otro Strauss; y varias piezas de Ligeti, llenas de extrañeza. Otro elemento a señalar es el paseo espacial del astronauta marcado por el sonido de su respiración. Cuando el astronauta superviviente, tras desconectar a Hal, se queda solo en la nave, ya cerca de Júpiter, sufre una última experiencia de viaje. ¿Entra en un agujero negro? ¿Penetra en la cuarta dimensión? El espectador lo ve como un vértigo lisérgico, colores ácidos, formas inestables, sensación de pérdida... (En el 68 el LSD estaba muy de moda). Al llegar, se ve a sí mismo en una estancia blanca luminosa con mobiliario del S. XVIII. Es el pasado y el futuro juntos; el sujeto aparece desdoblado. El tiempo siempre ha sido una variable muy discutida en física, en la teoría de la relatividad es maleable, incluso reversible. La muerte del viajero lleva al nacimiento del bebé que flota con los planetas. Es difícil explicitar el sentido del filme, incluso hacer un relato coherente de lo que ocurre en él. Más parece poema, lleno de sugerencias, que cuento, con sus moralejas. Esa es quizá la última clave de la fascinación que sigue produciendo, cincuenta años después.

La música de la película tiene también tres partes bien diferenciadas

50 AÑOS DE

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Qué significa morir E n 1962 Arthur C. Clarke afirmaba: «Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indiscernible de la magia». Poco después escribió ‘2001: una odisea del espacio’, al tiempo que trabajaba con Stanley Kubrick en un guion paralelo que por fin se estrenó en 1968. La magia, la fuga de lo racional, las grietas de lo explicable. A esa misma palabra, magia, se agarraría Isaac Newton si, redivivo, se encontrara en sus manos un móvil, según razonaba en ‘El País’ Ramón López de Mántaras, director de Inteligencia Artificial en el CSIC. La magia trae lo ingoberna-

ble, y como consecuencia, el miedo a lo desconocido. La rutina labra la costumbre y la aceptación de las nuevas técnicas. Pero nunca entierra la sospecha de la autonomía de lo creado, de que el artefacto sea más inteligente que sus constructores, hasta desbancarnos y derrotarnos. El miedo, bien se sabe, es más poderoso que las amenazas que lo originan. Sobre esa capacidad inteligente de las máquinas los expertos se manifiestan con claridad: «La tecnología solo parece inteligente y humana cuando su uso es infrecuente», afirma Lorena Jaume-Palasí, directora ejecutiva de Al-

JORGE PRAGA

gorithm Watch. Esa inteligencia artificial autónoma queda ahora casi tan lejos como cuando la pensaron Kubrick y Clarke hace cincuenta años: «La inteligencia artificial y sus métodos de análisis estadísticos no encierran en sí una voluntad propia. La inteligencia artificial no es inteligente», sentencia esta investigadora. Los únicos peli-

gros reales, dice, vienen de su uso humano: vigilancia de la ciudadanía, corrupción de la privacidad, liquidación de puestos de trabajo… Y, sin embargo, el miedo no se apaga. La película de Stanley Kubrick está atravesada por el misterio de la inteligencia, por ese monolito que viaja por la historia de la humanidad, desde el empujón que da al mono para transformarse en homo sapiens hasta reaparecer como enigma en la superficie lunar. Pero la inquietud absoluta se aloja en la parte central de la película: el viaje a Júpiter de una nave con cinco tripulantes humanos –tres de ellos hibernados– y un ordenador, HAL 9000. Es llamativo que el impacto que ese ente informático produjo en 1968 se renueve en cada revisión de la película. Como entonces, seguimos demasiado lejos de fa-


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bricar a HAL, pero el horizonte de temores no ha cambiado. El hombre, alojado en el centro de la creación divina desde el Génesis, y periódicamente renovado en el trono por Renacimientos e Ilustraciones, vive su reinado bajo el temor republicano del desplazamiento, de la competencia de nuevos seres que él mismo fabrica. Es la dialéctica del creador, tentada por la literatura desde Frankenstein y en el cine desde ‘El Golem’ y ‘Metrópolis’ hasta ‘Robocop’ y ‘Terminator’, más los inexcusables replicantes de ‘Blade Runner’. De la sapiencia práctica de HAL da fe su capacidad imprescindible de gobierno de la nave (otros detalles, como su imbatibilidad en ajedrez, quedan como tiernas antiguallas; de las pocas que hay en una obra profética). Pero lo que de verdad inquieta no es

su supremacía técnica, sino los rasgos específicamente humanos que se perciben en sus manifestaciones: tiene dudas, sospecha de otros tripulantes, deja rastros de envidia, de celos. Y, encendida la mecha de la disputa en el espacio cerrado de la nave, se ciñe a un tema clásico: el poder. Como en un drama de Shakespeare, unos intentan quitar de en medio a los otros por la vía del asesinato. HAL se carga a uno de los tripulantes, falla con el otro, y este emprende la destrucción vengativa de la máquina. Destruir, ¿o matar? En su aspecto externo HAL no recuerda a un ser humano, salvo en su ojo visible y vidente. Un ojo de cíclope al que Kubrick concede planos de mirada subjetiva, que todo lo ve y entiende, hasta el movimiento de los labios de los astronautas cuando se aíslan de él. Un ojo

de globo rojizo y retina amarilla, que por su curvatura convexa es capaz de absorber todo el espacio; recuerda el espejo totalizante que trazó la mano de M. C. Escher (el espacio desorientado y sin gravedad de la nave también se acerca a los laberintos del artista holandés). La otra señal externa de la vida inaccesible de la máquina es su voz: una voz sin énfasis, fría y a la vez preñada de impulsos emocionales. Kubrick buscó con empeño al actor adecuado, Douglas Rain (en el doblaje al castellano se mantuvo el acierto, incluso por encima del original, con la dicción grave y profunda de Enrique Peña, dirigida por José María Angelat. Dos nombres de la transparente tarea del doblaje para los que cabe un justo homenaje). Pero lo que más nos emparenta con HAL, aquello que le asciende a la muerte por

La rutina labra la costumbre. Pero nunca entierra la sospecha de la autonomía de lo creado Es el viejo miedo del creador preso en su contradicción dialéctica

encima de la destrucción, es la biografía que le respalda y asienta. Cuando nota que su existencia se acaba HAL recuerda sus primeros años, a la manera de los ancianos: «Me pusieron en funcionamiento en Illinois el 12 de enero de 1992». Clarke le había dado como año de nacimiento 1996 (unos razonables cinco años para la obsolescencia programada de hoy), pero Kubrick le añade otros cuatro. Nueve en total de vida, suficientes para recordar en la distancia a su hermano gemelo, a su primer instructor, el señor Langly, y la canción que le cantaba en lo que podría ser su infancia: ‘Daisy, Daisy’. HAL tiene memoria estratificada por el tiempo y la experiencia. «Sé que no me he portado demasiado bien», musita. Es un «ente consciente», como él mismo se califica. Y ese autoanálisis no es la

suma estadística que maneja la base de la Inteligencia Artificial, sino otra cualidad que le pone en el horizonte vital y existencialista de ser-parala-muerte. Kubrick tuvo además la suerte de que sus aciertos proféticos no incluyeran la microelectrónica. El cerebro computerizado de HAL tiene el tamaño de una habitación, por lo que el ataque que sufren sus módulos le lleva a un lento final. Una agonía de la que es consciente, una agonía humana. Y un estremecimiento profundo para el espectador de 1968, y para el de 2018. Todos comparten, compartimos, el desembarco ficcional en el horizonte temido y por fin alcanzado de la rebelión de las máquinas. Es el viejo miedo del creador preso en su contradicción dialéctica, que le arrastra a la destrucción de su orgullosa excepcionalidad.


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El tiempo en ‘Una odisea...’ MARIANO SANTANDER

Catedrático de Física Teórica en la Universidad de Valladolid

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i la película de Stanley Kubrick al poco de su estreno en España, fascinado por la belleza visual de muchas de sus escenas e insatisfecho con un final poco inteligible. Más tarde apareció la novela, escrita por Arthur C. Clarke paralelamente al desarrollo del guión de la película. La leí ávidamente; la lectura no me defraudó. El libro engancha y ofrece una claridad que la película no pretendía tener. 50 años después, transformada ya en película de culto, ‘2001’ es para nosotros un poema visual que ha suscitado todo tipo de interpretaciones. Para Kubrick el objetivo había sido, según entrevistas de la época, ‘crear una película sobre la relación entre el hombre y el Universo’, que se dirigiera directamente al subconsciente, evitando la verbalización intelectual. Como en otras películas que han resistido bien el paso del tiempo, hay en 2001 una calculada ambigüedad,

facilitada por su naturaleza mucho más visual que verbal, y subrayada por la aparente banalidad de los muy escasos diálogos. Banalidad que contrasta violentamente con la tragedia en curso para los tripulantes de la Discovery, los humanos Poole y Bowman y HAL, la inteligencia artificial a bordo que conoce desde el principio la auténtica finalidad de la misión y que reacciona de manera dramáticamente humana. Todo ello apoyado con un alarde de efectos especiales impresionantes en la era anterior a los ordenadores. Y con una magnífica selección de música que no es de fondo sino que marca algunos momentos memorables como la escena de MoonWatcher descubriendo su nuevo poder, indisolublemente ligada ya al ‘Amanecer’ del ‘Así habló Zaratustra’ de R. Strauss. Hay un elemento estructural, en la novela y en la película, que da unidad a las cuatro partes de la obra: el monolito, el enigma permanente y ominoso, con sus varios avatares. Su papel es siempre elusivo, y está asociado a una transformación en el tiempo. Tras la primera aparición del monolito entre los primates, hay un salto temporal de unos millones de años, escondidos en el famoso ‘match-cut’ en el

que el hueso-arma del homínido se funde con la nave espacial que da paso a la fase ‘humana’. Tras el descubrimiento del segundo monolito-centinela en la Luna, el viaje de la Discovery conduce de manera inexorable, como en una tragedia, a la desconexión/muerte de HAL, que sufre una regresión que presagia la que ocurrirá luego con Bowman. Luego está el viaje temporal y espacial, con toques psicodélicos, de Dave Bowman tras entrar y caer sin aparente final, ‘Dios mío, está lleno de estrellas’, en el tercer monolito. Y finalmente está la arruga temporal en la vida de Bowman, que transcurre en la habitación neoclásica real/virtual en la que la luz ya tiene un papel protagonista. Allí, presidido por el monolito, acontece una completa regresión de su vida, pasando del actual al joven y al anciano, que muere pero no desaparece, dando lugar al Hijo de las Estrellas, encerrado en una esfera de luz. No es éste el lugar para indicar los aciertos y los fallos de la película, en lo que respecta a la anticipación tecnológica. En cuanto a la física, la película sale bien parada. Hoy diríamos que el monolito-puerta de las estrellas es quizás un agujero de gusano, un túnel-atajo entre dos regiones del uni-

verso cuya existencia no es incompatible con la física que hoy conocemos. Pero cuando la película se concibió y rodó, incluso la existencia de agujeros negros distaba de ser algo aceptado; el propio nombre de ‘agujero negro’ se aplicó en 1967 por vez primera a esos objetos, que hoy sabemos positivamente que existen. ¿Novela o película? Yo diría que ambas. La película va más a las emociones visuales, mientras que la novela permite articular toda la na-

Hoy diríamos que el monolito-puerta de las estrellas es quizás un agujero de gusano, un túnel-atajo entre dos regiones del universo

rración como un ciclo temporal, que lleva desde el simio en el que el monolito inicial despierta el chispazo de la inteligencia humana, hasta el monolito final en el que Bowman-hombre alcanza un nuevo estadío superior. Este ciclo de la inteligencia en el Universo, volviendo a la ‘misma posición, pero más arriba’, que resulta elíptico en la película, queda marcado en el libro por una frase repetida que a mí me dejó un recuerdo imborrable. Cuando Moon-Watcher descubre el poder del arma, el narrador lo describe diciendo: «Ahora él era el amo del mundo, y no estaba del todo seguro sobre qué hacer a continuación. Mas ya pensaría en algo.» Y cuando al final de la película el Hijo de las Estrellas, encerrado en su esfera de luz, contempla la Tierra, Clarke cierra el ciclo, y la novela, con casi la misma frase: «Luego esperó, poniendo en orden sus pensamientos y cavilando ante sus poderes aún no probados. Pues aunque era el amo del mundo, no estaba del todo seguro sobre qué hacer a continuación. Mas ya pensaría en algo.» Si Vd, apreciado lector, no ha visto la película, o no ha leído el libro, no puedo sino animarle a que cuanto antes pueda haga ambas cosas. Creo que no le defraudarán.

El director de cine Stanley Kubrick y el actor Keir Dullea, durante el rodaje de ‘2001, una odisea del espacio’ (1968). :: WARNER BROS. PICTURES

50 AÑOS DE

2001: La escena del primate golpeando los huesos en la primera parte de la película ha pasado a la historia como uno de los momentos cumbre del cine.

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La influencia de ‘2001’ E

s una idea comúnmente aceptada la que afirma que ‘2001: una odisea del espacio’ cambió el cine de ciencia ficción y que es una de las películas que han dejado más huella en la historia del cine. Algunos cineastas, como William Friedkin, director de ‘French Connection’ y ‘El exorcista’, llegan incluso a precisar que la obra de Stanley Kubrick debe considerarse como una de las tres más influyentes de todos los tiempos. Ahí es nada. Pero seguramente convenga aquilatar en qué consiste esa influencia, para despejar posibles equívocos. Porque hay muchas películas dentro de ‘2001’ y no to-

das han generado escuela con la misma intensidad. Parece claro que estamos ante una obra que cambió de forma radical la estética, la apariencia y la materialidad visual del cine de ciencia ficción. Eso es indudable. El carácter mayormente naif del género antes de ‘2001’ da paso a una visión más adulta y más tecnológicamente realista, y ese es el camino que terminó por imponerse. El universo ‘Star Wars’, por ejemplo, tan lejano de la película que nos ocupa en tantos aspectos, es, sin embargo, heredero de su diseño realista de las naves espaciales, capaz de combinar la fantasía y la belleza con la credibilidad ingenieril.

VIDAL ARRANZ

Por otra parte, ‘2001’ plasmó en imágenes una concepción del espacio más solemne, grandiosa y cadenciosa que la del cine que le precedió. El suyo es un espacio que se mueve a ritmo de vals, no porque las naves sean lentas, sino porque lo parecen, por comparación con la inmensidad que las rodea. De modo que ese tiempo pausado –cuya influencia puede verse en la primera versión cinematográ-

fica de ‘Star Trek’, entre otras obras– nos traslada a un lugar misterioso que se mueve con reglas distintas de las de nuestra cotidianidad. Un espacio en el que la belleza y el peligro caminan de la mano. Como en todos los abismos. Esta visión dramáticamente grandiosa de los espacios exteriores ha marcado muchas obras. Puede verse en ‘Gravity’. Y aún con más claridad en ‘Passengers’, por citar dos ejemplos recientes. La película protagonizada por Jennifer Lawrence comparte también con ‘2001’ una visión devastadora de la soledad espacial, así como una idea escéptica de la fiabilidad tecnológica; también en ‘Passen-

gers’ el drama surge cuando las máquinas que era imposible que fallaran empiezan a hacerlo. La inventiva visual de Stanley Kubrick, que por momentos roza lo alucinógeno, también ha dejado huella, siquiera sea de forma puntual, en el cine posterior, y puede rastrearse en una película reciente de superhéroes: ‘Doctor Extraño’. El viaje astral iniciático del doctor recuerda, por momentos de forma literal, el ‘viaje’ visual del último tramo, el más poético, de ‘2001’. Sin embargo, ha tenido muchos menos imitadores el aspecto que podríamos considerar como el más rabiosamente innovador de la obra de Kubrick: su apuesta por trascender la dimensión narrativa del arte cinematográfico elevando el vuelo hacia una mirada que combina lo poético, lo mistérico y lo filosófico. Aunque se sustenta

La obra de Kubrick es sobre todo cine de ideas, de sugerencias y de preguntas sin respuesta

en una trama mínima con apariencia de intriga, ‘2001’ es sobre todo cine de ideas, de sugerencias y de preguntas sin respuesta. Y en esto ha tenido pocos imitadores. Si acaso, pueden verse sus ecos, depurados, en ‘Blade Runner’ una obra en la que también la trama narrativa es una excusa para una odisea sensorial y filosófica. Pero muy pocos valientes más –‘Solaris’, de Tarkovsky sería otro ejemplo posible– se han atrevido a transitar por esta comprometida senda.


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a escritura es un excipiente para la soledad y el silencio. Es más, la literatura es al cabo un viaje de ida y vuelta hacia la soledad y el silencio. Pero no me voy a poner estupendo porque la intención de estos artículos siempre ha sido invitar a la lectura en un discreto rincón y con el exegeta apartado o al menos sin notarse. ‘Solitud’ (Paidós) de Michael Harris es un ensayo que aborda en esencia la pérdida radical de la soledad, convertida en un verdadero tabú, en nuestras ‘sociedades avanzadas’ de vidas hipersociales, en las que el ajetreo y la conectividad constantes, el bombardeo de informaciones, la cháchara incesante, el guirigay en derredor, el torbellino laboral y de relaciones, el continuo trajín, en suma, la imposibilita. Esa soledad reparadora que «fortalece la memoria, agudiza la conciencia y estimula la creatividad, nos vuelve más tranquilos, más considerados y más lúcidos», según el atinado prologuista Nicholas Carr. No es fácil dominar el arte de estar a solas, cuando además nos abruman la tecnología y el comercio en todos los órdenes. Para no desaprovechar sus efectos benéficos, trascendentes incluso a su juicio, Harris, que parte de la imposibilidad material de aislarse por completo de personas y avatares digitales siquiera un día, aunque al cabo lo consigue durante una semana en una cabaña, nos describe para qué sirve: como autoterapia, para conocerse a uno mismo o para poder concebir cualquier idea; y explora «los te-

UN ÁNGULO ME BASTA FERMÍN HERRERO

rritorios en que prospera»: el de las ensoñaciones reveladoras, abonado al escritor, o en contacto con la naturaleza. Persuadido de que «la tecnología nos convence de que el pensamiento solitario carece de sentido», su estudio deriva, desde la antropología cultural y la psicología cognitiva, en un análisis muy bien documentado del estado de la cuestión informático, tan complejo como variable. Se muestra optimista ante el panorama, si bien los datos que aporta, las ejemplificaciones y relatos entreverados, amenos y sorprendentes, me resultan como mínimo inquietantes, con los nativos digitales aletargados en su zona de máquinas y las plataformas digitales campando a sus anchas. El psiquiatra Anthony Storr, a quien cita Harris, señaló, creo que con bastante acierto, que «casi todas las personas creadoras, en la edad adulta, muestran cierto rechazo a los demás, cierto anhelo de soledad». Desde luego, el desapego del barullo cotidiano parece imprescindible para cualquier actividad creativa. El mismo Harris indica que, como es natural, «escribir un libro es una de las actividades más solitarias a que puede dedicarse una persona». «Nunca se está lo bastante solo cuando se escribe», recuerda que remachaba Kafka. «Aquí, buscando, como siempre, la soledad», le aclara Antonio Machado a un cronista, que toma nota de su costumbre de cambiar constantemente de café para evitar los incordios de contertulios inoportunos, en una de las conversaciones incluidas en el volumen ‘Caminos sobre la mar’ (Confluencias), que reúne, con un pequeño álbum de fotos en medio y sucinto prólogo de José Jiménez Lozano, las dieciocho entrevistas en prensa, una dudosa, que se conservan consagradas al autor de ‘Campos de Castilla’, recopiladas y ordenadas cronológicamente por Rafael Inglada. Su iniciativa me parece magnífica, toda vez que los textos estaban dispersos, pese a que el propio Machado dijera que no le gustaban las entrevistas ni las encuestas porque «se falsea lo que se habla». Sorprende la dureza con la que advierte a la futura generación del 27 de lo descaminado de entregarse a una poesía intelectual en la línea de Valéry, meramente esteticista, forzada desde el artificio. Y recalca el riesgo del «algebra superior de las metáforas» que aplicaba Ortega y Gasset a la lírica deshumanizada: «¿Sirven las imágenes para expresar intuiciones o para enturbiar conceptos?». De la pregunta se infiere cómo Machado intuyó la errónea deriva semántica que desembo-

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NOSOTROS, LOS SOLITARIOS El viaje hacia la soledad


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La luz del crepúsculo ilumina un edificio en construcción en Bucarest. :: VADIM GHIRDA-AP

SOLITUD Michael Harris, Paidós, 240 pp., 19,90 €.

CAMINOS SOBRE LA MAR (Conversaciones con Antonio Machado) Confluencias, 152 pp., 12 €.

INVISIBLE PABLO Antonio Pascual Pareja, Comares, 168 pp., 16 €.

LA VIDA DE LAS IMÁGENES Charles Simic, Vaso Roto, 418 pp., 24 €.

có en la primacía de la imagen a partir de las vanguardias. Para terminar, dirigiéndose directamente a los jóvenes Lorca, Guillén, Alberti…: «Les aconsejo más orgullo, menos docilidad a la moda y, en suma, más originalidad». No menos clarividente se muestra en otra entrevista, con sesgo social, de 1934: «La poesía jamás podrá tener un fin político, y en general, el arte. No puede haber un arte proletario ni un arte fascista». Se equivoca, sin embargo, como hiciera en las anotaciones de Mairena, con el incipiente cine, al que niega su condición de arte. Del libro quedan, además imágenes indelebles: Machado andando torpemente por la Gran Vía, con su proverbial «torpe aliño indumentario», que resaltan, estupefactos, varios entrevistadores, junto a su hermano Manuel, «en silencio con las manos sobre la espalda como un sonámbulo». O encuentros curiosos, como con el joven, a la altura de 1929 en ‘El Imparcial’, César González-Ruano, al que le espeta que él, al parecer, según otro reportero que lo visita en la casa madrileña donde vivía con su madre, «bebedor de café impenitente», va al bar de la calle Santa Engracia donde lo había citado, seguramente ya despacho oficial del periodista, sólo a tomar un cafetillo. «A Juan de Mairena, modesto y sencillo, le placía dialogar conmigo a solas» confiesa en una de las conversaciones aquel que percibiera –seguramente todo poema es un monólogo– que «quien habla solo, espera hablar a Dios un día». Esa misma modestia y sencillez cabría aplicar al escritor abulense Antonio Pascual Pareja, y la capacidad del apócrifo machadiano a su narración, no sé si novela, ‘Invisible Pablo’ (Comares, en la primorosa colección, de una austeridad no menos machadiana, La Veleta). A mayores, comparte con Mairena el aire didáctico, en las antípodas del vacío y vacuo galimatías pedagógico imperante, De hecho, pienso que el libro debería ser de lectura obligatoria, a fin de desintoxicarlos de programaciones, currículos, estándares y demás zarandajas, para aspirantes a maestros de lengua y literatura españolas. Mairena distinguía tajantemente entre lo original y lo novedoso. En este sentido, Pascual Pareja ha sabido recoger y filtrar las enseñanzas de los clásicos, por eso transmite una serenidad desusada, insólita en estos tiempos cegados por «la eterna novedad del mundo» que destapara Pessoa. No en vano trata, en el fondo, entre la melancolía, la nostalgia y la gratitud, sobre el alma, desterrada hasta nominalmente de nuestro mundo; siempre hacia el si-

No es fácil dominar el arte de estar a solas cuando nos abruman la tecnología y el comercio en todos los órdenes «Escribir un libro es una de las actividades más solitarias a que puede dedicarse una persona», indica Michael Harris

lencio y la quietud perdidos, siempre hacia la belleza, procurando no enturbiarla, y su prodigio; siempre hacia los «pensares y sentires» del protagonista, un hombre tranquilo, de una pieza, que opta por arrimarse a «la verdad honda e imperecedera del corazón de los hombres». Por tanto es una narración difícil de encasillar, entre la novela fragmentada y el diario ficticio, en el que los capitulillos vendrían a ser entradas sin datar. Lo mismo cabría decir de la transparencia del estilo, cercano con frecuencia a la prosa poética, de una difícil naturalidad que dota a la acción de veladura sutil, netamente lírica, que nos retrotrae, no sé, a un Pavese, pero más espiritual. Otra referencia ineludible es Azorín, al que se cita varias veces, una con aquello tan exacto de que el

estilo no debe notarse, como sucede aquí, porque «no es nada», si bien más que de «los primores de lo vulgar» Pascual Pareja resalta las epifanías de lo cotidiano y de la rutina escolar. En todo caso, me atrevería a tildar el lirismo apagado, sobrio, capaz de desvelar lo invisible diario y la magia de lo narrativo, como noventayochista, que ya es decir, con lo poco que se lleva ahora. Ya comentamos las virtudes, muchas, de la prosa del poeta norteamericano, de origen yugoslavo –es serbio, pero atiza duro al nacionalismo de todo tipo, siempre excluyente y sanguinario–, Charles Simic a raíz de ‘El monstruo ama su laberinto’. El mismo encomio se merece ‘La vida de las imágenes’ (Vaso Roto), compendio, entre lo metafórico y lo utópico, lo trágico y lo cómico, de lo más granado de sus seis libros de prosa, más cuatro escritos inéditos por los que empecé, ignoro los motivos, su lectura. En ellos, igual penetra en la conciencia de Emily Dickinson que defiende, un tanto a lo Nicanor Parra, que la poesía, para ser genuina, necesita de su contrario. Creo que al lúcido Simic no tendría Harris que convencerlo de los provechos de la soledad, de esa soledad en muchedumbre que, desde las películas de Paspajlevic o Kusturica, se me antoja tan balcánica; ni del placer de leer en papel, que practica desde siempre y por extenso y del que da buena cuenta, atendiendo a escritores tan singulares como Gombrowicz, Cioran, Milosz o Tsvietáieva. También glosa la fotografía, el cine, la pintura o la música. «Ahora leo filosofía por las mañanas», comienza un escrito que habla de cuando frecuentaba, con fervor, a los filósofos más profundos por la noche. Si bien, recoge, por caso, unas palabras oraculares al respecto, y en torno al asunto de este artículo, de Heidegger: «Ningún pensador ha entrado en la soledad de otro». Pero, como sospecha Maurie Blanchot, «parece que supiésemos algo acerca del arte cuando sentimos lo que significa la palabra soledad». Para incitar a sus alumnos, Pascual Pareja recurre a una frase de ‘Tierras de penumbra’ puesta en boca de C.S. Lewis: «Leemos para saber que no estamos solos». En uno de sus ensayos Simic apunta: «Por un momento todo confluye: la poesía, la filosofía, la historia. Veo el peso humano en la soledad de los otros. Muchos de ellos sentados leyendo un libro». Así quiero imaginarte, lector, al menos por no sufrir compañía, una de las virtudes del pájaro solitario sanjuanista, salvo la de uno mismo en las palabras de otro.


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ABECEDARIO de lector ADOLFO GARCÍA ORTEGA

X.- Término simplificador del desconocimiento. He aquí por qué. Debido a la facilidad que entraña su trazado (dos palos en aspa) es una letra de doble significado, cercano al símbolo. Primero: porque representa la ignorancia y el analfabetismo. Segundo: porque expresa la ausencia de identidad y la presencia de un secreto. Ignorancia y misterio, por tanto, usan la misma forma: desconocimiento. Por extensión, se vincula al temor y a la reprobación: . Las incógnitas matemáticas también. En literatura abundan los personajes así: un doctor X, un míster X,

una madame X, una espía doble llamada X, un arma secreta X, un pirata X, la X como alguien a quien no se desea nombrar… La equis es una letra de incalculable elocuencia enfática, pero siempre conduce al mismo callejón sin salida: el desconocimiento. Xanadú.- La ciudad así llamada y fundada por Gengis Kan fue famosa por la ‘cúpula de placer’ –léase lugar de felicidad absoluta y prolongada– que el gran mogol situó en ella. La inmortalizó el romántico inglés Samuel Taylor Coleridge en su poema ‘Kubla Khan’, cuyo inició es memo-

rable: «En Xanadú creó Kubla Khan una imponente cúpula de placer por la que discurre el río Alf a través de cavernas inconmensurables bajo un mar sin sol». Se dijo que Gengis Kan dejó inconcluso ese palacio del placer, y quizá por ello, todos cuantos han tratado de reproducirlo han fracasado, logrando tan solo una parodia del exceso (véase la película ‘Ciudadano Kane’). Xantopsia.- Variante de la cromatopsia que hace ver amarillentas todas las cosas. Para algunos, es consecuencia de la ictericia; para otros, una deformación del iris que

cromatiza la mirada en un mismo tono ocre claro. Van Gogh la padecía. Tristan Corbière, con su libro ‘Amores amarillos’, quizá también. Pero, en realidad, pienso en el maravilloso cuento de Raymond Carver ‘Tres rosas amarillas’, dedicado a la muerte de Chéjov. El relato de Carver consigue impregnar la lectura del tono amarillo de la piel del enfermo. Y se añade, además, el dorado del champán que beben como despedida, y el pelo rubio del joven, cuyo nombre se desconoce, que trae inopinadamente un jarrón con tres rosas precisa-

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mente amarillas, y la viva luz del sol que inunda la estancia, en fin, todo es del mismo amarillo que rezuma la obra entera de Chéjov, quizá xantópsico literario. Xenofilia.- Afición a lo extranjero. Es el lado de fuera de la frontera: lo exterior es lo distinto. Se alimenta de la curiosidad por saber cómo será eso distinto. El exterior, por tanto, es imaginado. El bárbaro es un espacio que llamamos ‘allá’, es el no-yo por antonomasia, y, a veces lo deseamos. Los libros de viajes y de aventuras son su mejor exponente. La buena literatura, en general, aspira a salir al otro lado de cualquier frontera. Xenofobia.- Odio a lo extranjero. Es el lado de dentro de la frontera: se pretende que no penetre nadie para que no dañe lo que somos. El extranjero es odioso por ser la amenaza, y la amenaza consiste tan solo en que es extranjero. El ‘nosotros’ es un espacio que llamamos ‘aquí’. El bárbaro es el no-aquí por excelencia y, por tanto, desubicado y detestable. Las novelas de la vida provinciana lo reflejan. La mejor historia al respecto: ‘El desierto de los bárbaros’, de Dino Buzzati. Xiros.- Es la isla de ‘La isla a mediodía’, el cuento de Julio Cortázar en ‘Todos los fuegos el fuego’. Se trata de una isla ficticia del Egeo que el protagonista, Marini, ve como «una tortuga que sacara apenas las patas del agua». Marini, empleado de una línea aérea, observa la isla desde el avión. Después de pasar sobre ella varias veces, Marini se obsesiona y se figura una vida allí idealizada. Concibe Xiros como un isla al margen del turismo, pura y salvaje. Ver la isla era como soñar con esa isla, desde lo alto. Al final cumple su obsesión por ir hasta ella en un pequeño barco. Descubrirá que, una vez en Xiros, no podrá salir de allí y terminará muriendo en esa isla por la que nadie pasa ni pasará nunca. Gran cuento del gran cuentista argentino. XIX (grandes obras del siglo).Indicar los autores de las siguientes obras: ‘Childe Harold’ - ‘Los miserables’ - ‘La Cartuja de Parma’ - ‘Madame Bovary’

- ‘Las flores del mal’ - ‘Guerra y paz’ - ‘Los papeles póstumos del Club Pickwick’ - ‘La educación sentimental’ - ‘La Regenta’ - ‘Huckleberry Finn’ ‘Las ilusiones perdidas’ - ‘Jane Eyre’ - ‘Ana Karenina’ - ‘Los pazos de Ulloa’ - ‘Frankenstein’ - ‘Fortunata y Jacinta’ ‘Los Virreyes’ - ‘Moby Dick’ ‘Los hermanos Karamazov’ ‘Lord Jim’ - ‘Memorias de ultratumba’ - ‘Hojas de hierba’ ‘La vuelta al mundo en 80 días’ - ‘Sonatas’ - ‘Antes de la tormenta’. Xraf.- El escritor, traductor y diplomático sueco Peter Landelius me regaló la información sobre un misterioso ser alado llamado ‘xraf’. No especificó si el xraf es un ave o un ángel –el propio Landelius me manifestó sus dudas al respecto–, únicamente me remitió a su naturaleza ambigua, procedente de la imaginación del gran pintor y escultor Olle Baertling, quien dio forma real a ese misterioso ser cuya existencia muchos habían dicho haber visto, pero pocos o ninguno había sabido fijar en imagen. Solo lo hizo Baertling, cuando creó un ejemplar gigantesco, de más de treinta metros de altura, en una plaza del centro de Estocolmo. Pero las autoridades de la ciudad temiendo que se extendiera la creencia sobre la ambigua identidad del xraf, mitad pájaro, mitad arcángel, la destruyeron a escondidas. Sustituyeron luego la escultura por otra mediocre y abstracta, alejada de la belleza que Baertling confirió a ese ser alado tan enigmático. Landelius, me temo, es el único que realmente lo vio volar alguna vez.

Las personas marginadas de una sociedad, por extrañas o malditas, son marcadas con una X


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Pablo Molinero y Paco León, en un fotograma de la serie de televisión ‘La peste’.

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a alta cultura no es alta cultura desde su nacimiento; antes de denominarla así la consideraríamos cultura, a secas. Una cultura monda y lironda que quizá, con casi total seguridad, proceda de otra cultura; una cultura con un apellido que denota su origen vulgar, dicho sin ánimo de ofender: popular. Ilustrémoslo con un par de ejemplos. Las obras de Verdi cuando vieron la luz pertenecían a esta última cultura citada, la popular. Sin embargo, si hoy un parroquiano de un bar del extrarradio de una gran capital dejara al resto de la feligresía con la palabra en la boca porque se le hace tarde para acudir a ver ‘Rigoletto’, el resto de la feligresía –en el

Yo, mi enemigo caso de que sepa qué es ‘Rigoletto’– le hartaría de repelente niño Vicente. Otro tanto se podría afirmar de la poesía juglaresca medieval, la cual entretuvo e informó al pueblo llano; sólo, actualmente, los muy avezados en asuntos que atañen a la lírica gozan de ella; o sea, personas de la muy escogida aristocracia cultural. Ahora la cultura popular tiene como principal escenario pantallas de tropecientas pulgadas instaladas en los sa-

lones de nuestros hogares en las que se emiten las ficciones por entregas que son del gusto del gran público. Y a velocidad de vértigo, ese escenario –tildado no hace tanto de ‘caja tonta’–, ha obtenido tal categoría que por algunas, no todas, de esas ficciones por entregadas divulgadas por él, se ha hecho un hueco en el espacio que de las cosas de la cultura se ocupa cada uno de los medios de comunicación. Sí, cuántas series de televi-

sión han logrado tal dignidad que se han apeado de su apellido –popular, decíamos– y ya son cultura, sin más; una cultura comparable a otras, y, así, un par de amigos que tengan inclinación por las manifestaciones más sensibles del espíritu, pueden compartir una cañas de cerveza mientras hablan de, qué sé yo, Arvo Part, Roberto Bolaño, Bill Viola o de George R. R. Martin, creador de ‘Juego de Tronos’. Ocurre, no obstante, que

muchos de estos productos televisivos, que en apariencia lucen tal marchamo, son peligrosos doctrinarios; peligrosos por cuanto la antedicha supuesta calidad que atesoran hace que el personal, quien los ha visto sin esfuerzo de cabo a rabo, tome por cierto todo lo que pregonan, aunque lo que pregonan sea un conglomerado de malévolos topicazos, de disparates históricos y de loas varias a lo, hogaño, políticamente correcto. Sirva como ejemplo de lo dicho ‘La peste’, serial español en el que nuestros compatriotas, los que habitaron esta tierra hace cinco siglos, quedan a la altura del betún, pues da por buenas todas esas patrañas que, proferidas allende nuestra fronteras, cimentaron la hispanofóbica leyenda negra. Muchos intelectuales culpan atinadamente del desaguisado acaecido en las regiones denominadas como históricas a la permisividad de las autoridades educativas nacionales con los que, en esta materia, han llevado las riendas en tales territorios, convirtiendo a escuelas, colegios e institutos autonómicos en centros de odio a lo español. Es verdad. Aunque no estaría de más que esos mismos intelectuales alertasen –porque su peligro es aún mayor– de cómo ese conocidísimo soporte de la cultura popular, la televisión, da pábulo a los que, fundamentándose en hediondos embustes, hacen de nuestros antepasados sujetos odiosos; es decir, empujan a los españoles –duelo a garrotazos en el tiempo– a odiar a otros españoles; unos españoles que ya malamente, hoy, pueden defenderse. La cultura popular es buena, muy buena –hasta tal vez sea mañana alta cultura–. Claro, siempre y cuando sea cultura. Lo otro, como mucho, es patética muestra sociológica no de cómo fuimos, sino de cómo tristemente somos.

LOS TRIGALES AZULES ROBERTO RODRÍGUEZ

La cultura popular es muy buena –hasta tal vez sea mañana alta cultura–. Claro, siempre y cuando sea cultura


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LECTURAS

LA QUIETUD ES UN PÁJARO CANSADO De Machado a Otxoa, la antología aforística de Carmen Camacho recorre 114 años del género JORGE DE ARCO

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a dejó escrito Umberto Eco tiempo atrás que «no hay nada menos definible que el aforismo»; y tras la lectura de estos sugerentes «fuegos de palabras», no queda sino coincidir de pleno con la sentencia del autor italiano. Carmen Camacho (Jaén, 1967) ha preparado una excelente antología donde reúne 48 autores que van desde 1900 a 2014. La nómina se inicia con Antonio Machado e incluye escritores tan relevantes como Juan Ramón Ji-

ménez, Ramón Gómez de la Serna, Federico García Lorca, Miguel Hernández, Juan Eduardo Cirlot, Max Aub, José Ángel Valente, Fernando Arrabaa, Rafael Pérez Estrada…, pasando por otros más actuales, Angel Guinda, Chantal Maillard, Andrés Trapiello, Jordi Doce, Julia Otxoa…, y algunos otros menos conocidos como Antidio Cabal y Arturo Soria y Espinosa. En su minuciosa introducción, Camacho ilustra al lector con un detallado recorrido por la historia del aforismo poético y revela las claves de su peculiar universo. Tal y como apuntara el poeta Rafael Dieste, «no existe el género aforismo. Existe el estado de espíritu aforístico»; de ahí, que resulte tan complejo acotar y reconocer las fronteras de sus destellos verbales, de sus relámpagos de hondura, de sus esparcimientos reflexivos, los cuales descubren bajo sus máscaras la sucesiva realidad. «Estos textos autónomos hallan su sentido en sí, lo que no quiere decir que no dialoguen y tam-

bién signifiquen dentro de una estructura, soporte o cualquier otro factor de contexto», escribe Carmen Camacho. Para después, añadir: «El aforismo moderno se maneja en el ámbito de las verdades poéticas y, por ende, subjetivas, donde caben el temblor, la duda, la exclamación, el juego y el abismo metafísico y poético». Con buen criterio, la compilación está basada en la autenticidad y calidad de estas atractivas piezas. Que la fecha de cierre sea 2014 no es casual, pues en buena medida se ha evitado dar cuenta de ese boom actual por el cultivo aforístico. –Algo semejante a lo que ha venido ocurriendo con el microrrelato en la última década–. Como es lógico, el repertorio aquí recogido es amplísimo. Lo ingenioso, lo onírico, lo irónico, lo anhelante, lo alegre, lo desdichado, lo hermético, lo impuro…, van conformando el heterogéneo mapa temático del conjunto. Y, a su vez, los aforismos metafóricos, imaginativos, con-

FUEGOS DE PALABRAS. El aforismo poético español de los siglos XX y XXI (1900-2014) Varios autores. Edición de Carmen Camacho. Fundación José Manuel Lara. Vandalia. Sevilla, 2018. 480 págs. 22€.

Gómez de la Serna, en una terraza de Madrid. :: EFE ceptuales, analógicos e incluso los antiaforismos, se hacen presentes en estas casi 500 páginas de creaciones racionales e intuitivas. La fecundidad y variedad de propuestas nace de ese territorio ilimitado propio de estas «ínsulas de sentido», donde tanto cuentan también la contemplación, el silencio, lo sensorial y lo ontológico. Sencillo, mas complejo, espigar algunos ejemplos representativos de lo expuesto,

pero queden aquí, como botón de muestra, Gómez de la Serna: «Las mariposas las hacen los ángeles en las horas de oficina»; José Camón Aznar: «Que tu soledad sea como la de la ballena: porque necesites todo el mar»; Ángel Crespo: «La luz del sol está hecha de nuestras preguntas; por eso ciega»; Antonio Fernández Molina: «Vivir conversaciones donde no suenen los vocablos»; Chantal Maillard: «Porque el temor abrió los

ojos. En el gesto de abrir los ojos, el temor acudió, dijo soledad, y el mí entró en el huso»; Julia Otxoa: «El secreto de la poesía pertenece más al náufrago que al navegante»; Ramón Andrés: «Cada semilla es una duda»; Miguel Ángel Arcas: «La quietud es un pájaro cansado»; Eduardo García: «Nos fumamos el humo para cultivar las cenizas»; Jordi Doce: «Enamorarse, cambiar de nombre». Este hermoso florilegio debe leerse sin prisa, recreándose entre las infinitas posibilidades que despiertan y esconden sus meditaciones. Sumergirse en sus distintos códigos y en la multiplicidad de su escritura contribuirá, a buen seguro, a hacer aún más placentero estos pellizcos de mayúscula literatura.

EL TALISMÁN DE LA COSTURERA

LOS MAGOS (I)

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n el artículo anterior agradecía a Jodorowsky algunas de sus obras, pero también anunciaba que no solo tengo buenas palabras para él. En dicho artículo ya insinuaba cierta molestia por el afán didáctico del chileno. Más que didáctico, misionario. Hay ciertos tipos de gentes, a los que se ha dado en llamar magufos, capaces de hacer, a estas alturas, las afirmaciones más disparatadas. Aunque los métodos y teorías son diversos, diversos también los credos y disciplinas en que se inspiran, la mayoría de ellos, si no todos, coinciden en afirmar que si no eres feliz, o no tienes éxito, es porque no quieres. Con lo fácil que sería si tan sólo siguieras el método, el pastiche de enseñanzas misticoides, a menudo salpicadas de términos científicos malinterpretados y sacados de contexto, que ellos predican.

Para ello, claro, es necesario comprar sus libros o pagar sus cursos. Jodorowsky es uno de ellos. Tal vez no el peor –yo pondría a la cabeza a Coelho, o quizás a Chopra–, pero, en esencia, su mensaje es el mismo: Haz como te digo y te irá bien. A su propuesta, o credo, Jodorowsky lo llama psicomagia. La psicomagia es un batiburrillo que viene de mezclar nociones del ocultismo –la magia ceremonial hermética, la alquimia, la cábala, el tarot– con teoría freudiana. No es nada nuevo. El principal discípulo de Freud, Jung, sin llegar a decir nunca ni que sí ni que no, ya jugueteó con la idea. Alister Crowley, el más famoso de los magos del siglo XX, se interesó por las ideas sobre el subconsciente, hasta el punto de que ocultistas posteriores han identificado lo que él llamaba ‘voluntad verdadera’ con este. Dion Fortune llenó sus

CIRO GARCÍA

tratados mágicos de jerga psicológica jungiana. Y no es la única. A partir de ciertas fechas, se encuentran pocos libros sobre magia que no hagan referencia a Jung o Freud. Los ángeles, los demonios y los dioses devienen arquetipos, invocar al Metratón es telefonear a tu superego. De modo que la psicomagia de Jodorowsky difícilmente puede considerarse como una novedad. De hecho, a la psicomagia le sobra el psico: no es más que otro intento de hacer magia. Incluso la aparente innovación de su metodología no es tal. La noción de psicodrama puede ser interesante como juego, incluso como arte. Pero de ahí a afirmar que ciertas performances teatrales te van a ayudar a triunfar en la vida hay un trecho. Porque, en principio, los actos mágicos que propone Jodorowsky no son otra cosa que representaciones teatrales. De hecho,

Alejandro Jodorowsky. :: SUSANNA SÁEZ-EFE la primera parte de su libro ‘Psicomagia’ es una teoría teatral bastante cuerda e interesante. Es cuando acaba esta parte cuando el libro deviene en un insoportable manual de autoayuda. Pero, como digo, este método no tiene nada de nuevo. ¿Qué es la magia ceremonial, esos

rituales con ropones, espadas, cálices, símbolos, columnas, sino teatro? Todo ritual, mágico o religioso, es teatro. De hecho, el teatro tiene sus orígenes en el ritual. ¿Qué es la misa sino la escenificación de la última cena? Me decepcionó descubrir que Jodorowsky, el genial

guionista y cineasta, se dedicara al negocio de dar soluciones mágicas con barniz pseudocientífico. Por eso cuando oí que Alan Moore se declaraba mago, también empecé a desconfiar. Sin embargo, el caso de Moore es harto diferente, como veremos en el próximo artículo.


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LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

EL DILEMA DE ATREVERSE A GANAR :: V. M. NIÑO

Rudolf Borchardt, en 1907.

CIENCIA Y BELLEZA DEL JARDÍN Botánica y humismo confluyen en el ensayo de Rudolf Borchardt en Gallo Nero SANTIAGO RODRÍGUEZ GUERREROSTRACHAN

R

udolf Borchardt fue un escritor prusiano de finales del siglo XIX. Su obra es eminentemente ensayística aunque no faltan piezas dramáticas, libros de poemas, y novelas cortas. ‘El jardinero apasionado’ entra dentro del grupo de los ensayos. Es una obra breve, singular y amena. El tema de la naturaleza está presente en la sociedad. Tenemos la sensación cada vez más acentuada de que perdemos el mundo natural. La ecocrítica estudia el daño contemporáneo y lo compara con la idílica situación de siglos anteriores; comparación sesgada, pues ni entonces fue todo tan idílico ni ahora es todo tan pernicioso. Hay, sin embargo, una tendencia a no examinar lo que de verdad ocurre y a dejarse llevar por falsos supuestos. Por decirlo de manera concisa, lo patético y lo alarmista vende. Vende

mucho más que cualquier análisis ponderado; en realidad, el adjetivo que se suele utilizar para tales análisis es el de aburrido. Ha habido, en un movimiento progresivo, un desarrollo de lo cultural que ha ido, en algunos casos dejando de lado lo natural; en otros, transformándolo. A este desarrollo lo llamamos civilización, de la cual surge la sociedad. Entre las transformaciones más destacadas está el uso para fines comerciales o recreativos de la naturaleza. En gran medida, dichos usos tienen un origen donde también aparece la curiosidad científica. Deberíamos preguntarnos por el número de

EL JARDINERO APASIONADO Borchardt, Rudolf. Trad. Paula Aguiriano. Madrid: Gallo Nero, 2018. 238 págs.

avances científicos que fueron impulsados por el comercio, o por la búsqueda del placer. Los jardines comparten sendos destinos. No podemos entender los jardines botánicos que surgen en algunas ciudades europeas, donde las especies provienen de todas partes del mundo, si no es por la curiosidad científica, como no podemos valorar los jardines palaciegos y más tarde los jardines urbanos sin el afán por la búsqueda de la belleza, o la aparición de nuevas versiones mejoradas, en muchos casos híbridas, de variedades comunes. Con amenidad, y un punto disimulado de erudición, Borchardt nos cuenta todo esto. Es muy interesante cómo une el desarrollo del conocimiento de las plantas a la evolución del jardín. En vez de postular un hilo causal determinado por los gustos estéticos, examina los tipos de flores que dieron lugar al jardín neoclásico para pasar luego al romántico y así sucesivamente. Dentro del género ensayístico este libro destaca por su originalidad y por el modo en que el autor nos relata el desarrollo humanístico del jardín. Entendamos que humanístico aquí no excluye lo científico sino que más bien lo hace parte del afán humano por comprender el mundo.

Muffin es un hombre apocado, acomplejado por su olor, confinado en su temerosa rutina hasta que aparece una sobrina, la pequeña Emma. Al desastre del adulto se contrapone la audacia de la niña. A partir de ahí Pedro Mañas construye la novela que le ha valido el XV Premio Anaya, que en esta edición mira al público más joven de su rango (de 10 a 12 años) frente a predecesores como ‘La sonrisa de los peces de piedra’ (Rosa Huertas) o ‘El sueño de Berlín’ (Ana Alonso y Javier Pelegrín) enfocadas a adolescentes a partir de los catorce años. Sencillez de planteamiento, ambientación británica e indagación psicológica caracterizan la historia del tío Muffin, trabajador de una empresa de productos de lim-

APESTOSO TÍO MUFFIN Pedro Mañas, ilustraciones de Víctor Rivas. XV Premio Anaya de Literatura Juvenil. 144 páginas. 12 euros. A partir de 12 años.

pieza, metódico cumplidor de sus ritos higiénicos y misántropo en una barriada de casas unifamiliares. El torbellino Emma, «terremoto pecoso», lo cambia todo. Le acompaña al trabajo, conoce a sus vecinos y se convierte en el ‘Pepito Gri-

llo’ que con su susurro va minando su tranquila y misántropa existencia. Llegará una directora nueva, Florence, a su fábrica que retará a sus empleados a crear un producto nuevo, el ganador de ese concurso será nombrado director de una nueva fábrica. Ni ambición ni inquietud creativa le mueven, solo la subsistencia, que unida al empuje de Emma pondrán a Muffin al borde de un cambio completo en su vida. Una mínima intriga en torno a la defensa del ‘limpiacualquier cosa’ creado nos lleva hasta un final en el que triunfan los buenos, se resuelven los problemas y hay una puerta abierta al amor. Emma es la lúcida compañera de viaje de un Muffin desubicado al que finalmente le demuestra la lealtad de amiga, porque no era él su tío. Las ilustraciones de Víctor Rivas inciden en el humor irónico de Mañas y recuerdan en su tono a la fructífera pareja que forman Diego Arboleda y Raúl Sagospe (‘Prohibido leer a Lewis Carroll’, entre otros).

PALABRAS CON MÚSICA :: V. M. N. Maestro del verso dirigido a ni-ños, Carlos Reviejo añade cada po-cos meses un nuevo título a la poe-sía infantil. ‘Lo que dice el vien-eto’ tiene como hilo conductor precisamente al viento, que lleva y etrae palabras, personajes e imágenes de una generación a otra. na Entre las primeras las hay de una srealidad inmediata en nuestra hisntoria pero casi olvidadas en el munmo do de los nuevos parlantes como sí pregonero, mieses, molinero, así ecomo de creación propia de Revieajo como poemeteorología. Precisado mente a esta ciencia ha dedicado ue su vida el escritor que antes fue ara maestro de niños. Hay poemas para ara dormir, para gozar de la lluvia, para on admirar el cielo o relacionarse con el prójimo, los hay para todo, nos dice su hacedor. Personajes como Pierrot, Colombina y Arlequín, como Platero o la personificación de elementos tan señalados poéticamente como la golondrina o la luna que pueblan los versos que trae el viento. Por último, las imágenes que evoca la literatura de Reviejo son fruto de la confluencia de observación, sorpresa y humor para interpelar al joven lector, en este caso a partir de ocho años. El poeta abulense versifica la historia de un burro filósofo que de tan-

LO QUE DICE EL VIENTO L T Texto de Carlos Reviejo. Ilustraciones d de Teresa Novoa. Anaya. 88 páginas. 9 euros. A partir de 8 años.

to rebuznar a la noche murió de un cólico de estrellas, de un rebaño de nubes o del niño preguntón; frecuenta la incidencia meteorológica en nuestro ánimo y disfruta con las posibilidades lúdicas de la palabra.


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n español, al igual que ocurre en otras lenguas, muchas palabras o expresiones imponen restricciones léxicas a las palabras con las que se combinan. Por ejemplo, el verbo ‘ladrar’ incluye a ‘perro’ (obviamente con el significado de ‘dar ladridos un perro’, aunque este verbo también significa, metafóricamente hablando, ‘decir algo a alguien de manera áspera y desagradable’). En esta misma línea, existe relación entre ‘mugir’ y ‘vaca’, entre ‘barritar’ y ‘elefante’ o entre ‘relinchar’ y ‘caballo’. ‘Comer’ se usa en el caso de ingerir alimentos sólidos, mientras que para los líquidos se usa ‘beber’; las personas tienen piernas y los animales y las cosas tienen patas. El conocimiento de las restricciones que impone cada palabra o expresión forma parte, en suma, del conocimiento que los hablantes tienen de la lengua. A veces los hablantes nativos desconocen las restricciones léxicas de algunas palabras o, dicho de otro modo, no las tienen en consideración, lo que implica ciertos desajustes, que se traducen en redundancias o en impropiedades léxicas. En el primer caso, el de las redundancias, se produce una sobrecarga significativa. ‘Subir’ lleva aparejada la noción de ‘más altura’ (es ir de un lugar a otro más alto), y por eso resulta redundante la expresión ‘subir arriba’; ‘aforo’ conlleva el rasgo significativo de ‘máximo’ (número máximo autorizado de personas que puede admitir un recinto destinado a espectáculos u otros actos públicos), así que es redundante decir ‘aforo máximo’; el adjetivo ‘aterido’ lleva implícito el rasgo relacionado con ‘frío’ (paralizado o entumecido a causa del frío), por lo que no debe decirse ‘aterido de frío’; si un mendrugo solo puede ser de pan, es redundante la expresión ‘mendrugo de pan’; si la idio-

USO Y NORMAS DEL CASTELLANO MARÍA ÁNGELES SASTRE PROFESORA DE LENGUA ESPAÑOLA EN LA UVA

RESTRICCIONES EN EL SIGNIFICADO DE ALGUNAS PALABRAS sincrasia es lo distintivo y propio de un individuo o de una colectividad, no ha de hablarse de ‘la propia idiosincrasia’ ni de ‘la particular idiosincrasia’; ‘proyecto’ lleva en sí la idea de ‘futuro’, por lo que no debería hablarse de ‘proyectos futuros’. El otro tipo de desajustes lo constituyen las impropiedades léxicas, de las que me he ocupado varias veces en esta sección. Hoy quiero mostrarles algunas que tienen como denominador común el hecho de tener algún tipo de restricción significativa. En el caso de ‘bifurcarse’ la restricción es ‘dos’ (dicho de una cosa: dividirse en dos ra-

El adjetivo ‘aterido’ lleva implícito el rasgo relacionado con ‘frío’, por lo que no debe decirse ‘aterido de frío’; si un mendrugo solo puede ser de pan, ‘mendrugo de pan’ es redundante

males, brazos o puntas). Por tanto, no debe emplearse para uno ni para más de dos. ‘Acarrear’, con el significado de ‘ocasionar, producir, traer consigo daños o desgracias’, impone la restricción de algo negativo (daños, perjuicios, preocupaciones, enfermedades, epidemias, etcétera). No debe emplearse entonces con sustantivos que impliquen algo positivo. ‘Adolecer’, con el significado de ‘tener o padecer algún defecto’, restringe su uso a algo considerado negativo. No debe emplearse como sinónimo de ‘carecer’, que no impone esta restricción. Decir de un aula que adolece de luz natural es incorrecto; no lo es, en cambio, decir de ella que carece de luz natural o que no tiene luz natural. ‘Barajar’ exige un complemento en plural cuando significa ‘considerar las varias posibilidades o probabilidades que pueden darse en las reflexiones o hipótesis que preceden a una resolución’. Por tanto, no es correcto decir que se está barajando ‘la’ posibilidad de hacer algo sino ‘las posibilidades’. ‘Concurrir’ exige un sujeto múltiple, así que una sola persona no puede concurrir a un certamen poético ni un solo partido a unas elecciones; y son necesarias al menos dos cosas o dos cualidades cuando se usa con el significado de ‘coincidir’. También ‘confluir’ pide sujeto múltiple. Un río no confluye en el mar, ni un camino en una carretera. En un río confluyen al menos otros dos o dos corrientes de agua; en una tendencia confluyen al menos dos aspectos; en una persona confluyen dos o más rasgos o características. Como pueden apreciar, si no se tienen en cuesta las restricciones de significado, se generan enunciados incorrectos desde el punto de vista de la propiedad léxica. Seguiremos con más casos en otra ocasión.

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Cuando sale la reclusa. Fred Vargas (Siruela)

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Memorias del comunismo. J. Losantos (La Esfera)

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La mujer del pelo rojo. Pamuk (Random)

Las hijas del capitán. María Dueñas (Planeta)

Años de mayor cuantía. Sánchez (Eolas)

La bruja. Camila Läckberg (Maeva)

Trilogía de la guerra. Fdez Mallo (Seix Barral)

Un andar solitario... A. Muñoz Molina (Seix Barral)

El manuscrito de fuego. García Jambrina (Espasa)

Que nadie duerma. Juan José Millás (Alfaguara)

Mar blanco. Giunta (Alfaguara)

Ordesa. Manuel Vilas (Alfaguara)

La bruja. Camila Läckberg (Maeva)

El hijo de las cosas. Luis MAteo Díez (Galaxia)

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Sobre la educación. Emilio Lledó (Taurus)

Imágenes (...) desde Palencia. Luis Sendino (Autoedic.)

Memorias del comunismo. J. Losantos (La Esfera)

Un año en la antigua Roma. Néstor Marqués (Espasa)

Fernando VII. La Parra (Tusquets)

Bowie. María Hesse (Lumen)

La España vacía. Sergio del Molino (Turner)

Fernando VII. Emilio La Parra (Tusquets)

La superioridad... Sánchez-Cuenca (Lengua de Trapo)

Escuelas que cambian el mundo. C. Bona (Plaza&Janés)

Imperiofobia. Elvira Roca (Siruela)

Memorias del comunismo. J. Losantos (La Esfera)

La penúltima bondad. Esquirol (Acantilado)

También nos roban el fútbol. A. Cappa (Akal)

Sin censura. Revilla (Espasa)

Cuentos de buenas noches. Elena Favillli (Destino)

La literatura admirable. Llovet (Pasado&Presente)

El arte de la ficción. James Salter (Salamandra)

Los tesoros de la cripta. De Prada (Renacimiento)

Autrretrato sin mí. F. Aramburu (Tusquets)


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Sábado 21.04.18 EL NORTE DE CASTILLA

PANTEÓN DE PLATA

‘HARAKIRI (SEPPUKU)’ MASAKI KOBAYASHI, 1962

El peso del honor

EDUARDO ROLDÁN

Una escena de ‘Harakiri’ (Masaki Kobayashi, 1962).

H

ubo un tiempo en que la palabra de un hombre tenía valor. Un tiempo en que bastaba un apretón de manos delante de un testigo para certificar una venta o una cesión de tierras. El hombre quedaba vinculado por lo que decía sin importar los imprevistos ulteriores que pudieran hacer que se quisiera arrepentir; justamente esos imprevistos eran los que concedían valor a la palabra dada. Más tarde esa tradición oral se fijó en tinta sobre papel o pergamino, en relaciones más o menos extensas que detallaban supuestos, modos de proceder y las consecuencias de no proceder de tales modos; cuanto más restringido el grupo social al que la relación se dirigía, tanto más rigurosos los modos y las consecuencias, y tanto más se respetaban. Pero todo nacía del valor que se le concedía a la palabra, referencia indudable fuera la que fuese la perspectiva desde la que se asumiese. Finalizadas las guerras civiles, en el Japón de principios del XVII, durante el llamado shogunato Tokugawa, este clan estableció una suer-

te de dictadura militar con pleno poder político que permitió conservar al emperador un mero prestigio nominal; en su ejercicio del poder, el clan Tokugawa delegó, siempre bajo una supervisión sin fisuras, la administración regional en quince clanes menores, conformándose un sistema feudal castrense de estructuras tan rígidas como los ciclos de la luna. Estos clanes dependían, para mantener el orden en su territorio y hacer rendir cuentas, de la figura del samurái, vinculado a su casa a cambio de techo y comida, pero sobre todo vinculado como portador de prestigio: el samurái cumplía al punto las demandas de su señor bajo las disposiciones del código bushido, una relación de normas cuya palabra-germen, raíz común e irrenunciable, era honor. Pero las guerras civiles habían traído la desgracia de otros muchos samurais. Antes, bajo el omnipresente emperador, había clanes por centenares, cada uno con su flota de katanas. Con la derrota y el establecimiento de los shogunatos, estos samurais perdieron a sus amos y con

ello su propia condición; el prestigioso, fiel samurái que había logrado sobrevivir era ahora un ronin, un vagabundo caído en desgracia, un paria al que solo se le había permitido conservar sus dos espadas. ¿Y para qué? El bushido estipulaba que para hacerse el seppuku –o harakiri, término coloquial–, el suicidio ritual que le permitiese, toda vez perdido al amo, mantener el honor. Quien no se lo hiciese sería por su cuenta y riesgo, estigmatizado por el pueblo y sobre todo por los otros samurais y los señores. Pero para observar el rito del harakiri era necesario la colaboración de una espada ajena que, una vez el actor se hubiera sacado las entrañas con un corte en el vientre de izquierda a derecha, le rebanase la cabeza. Por ello muchos ronins acudían a los dominios de los clanes y pedían al señor la ayuda de uno de sus samurais para completar el rito. Estos la proporcionaban: suponía una honra y un prestigio para el clan, un acto debido para con un hombre más débil, pero honorable y valiente. Sin embargo, la cercanía material de la muerte es capaz de diluir la

más firme voluntad, y muchos ronins, en el momento de la ejecución, caían en la indignidad guerrera de arrepentirse y solicitar al señor un puesto de samurái en su clan. Esta práctica se fue extendiendo, y es en este momento donde arranca ‘Harakiri’, con la llegada de Tsugumo Hanshiro (Tatsuya Nakadai), un ronin viejo y barbudo, con más aspecto de mendigo que de guerrero, a la casa del clan Iyi: solo quiere un lugar digno donde morir. El señor del clan, Saito (Rentaro Mikuni) descree de la petición; allí mismo recibieron no hacía tanto a un joven que, luego de plantear el motivo, llegado el momen-

El desenlace de ‘Harakiri’presenta una crítica brutal a la hipocresía de la que suele valerse el poder absoluto

to de la verdad demandó dos días más para hacer un recado ineludible; por supuesto, le fue denegada la petición y se le obligó a abrirse el vientre. Algo bastante penoso, y mucho más doloroso para el joven, pues las dos espadas que portaba eran de bambú. ¿Cómo se pueden tener espadas de bambú y seguir considerándose un samurái? Hanshiro asegura que él detesta ese fingimiento como el que más, y como prueba, acto seguido nombra al samurái del clan Iyi que quiere le corte la cabeza. En vano: el citado está en su hogar, postrado por la enfermedad. Hanshiro nombra entonces a otros dos, y para bochorno del señor, el recadero le confirma que tampoco pueden acudir, por idéntico motivo. El señor se huele ‘gato encerrado’, y Hanshiro se ofrece a contar su historia. Reluctante pero intrigado, el señor accede. Hanshiro comienza: ha de confesar que sí conocía al joven de las espadas de bambú. Lo hasta aquí expuesto es narrado en el film con una economía de medios y una fluidez admirables, donde el relato oral del señor de la llega-

da del joven se alterna con imágenes en flashback que ilustran lo dicho, como de ahí en adelante se alternará el relato de Hanshiro, técnica que el guionista Shinobu Hashimoto ya emplease en ‘Rashomon’. El riesgo de esta técnica, que se incrementa al transcurrir gran parte del metraje en espacios cerrados y con escasos personajes, es incurrir en una teatralidad forzada; sin embargo, el fondo del saco de recursos de puesta en escena y la maestría con que los maneja Masaki Kobayashi hacen de ‘Harakiri’ un producto fílmico ejemplar. Planos subjetivos, planos cenitales estáticos, zums súbitos, movimientos de cámara determinados por la dirección en que sopla el viento…, no hay una sola decisión estética, plástica o sonora, que no tenga una motivación semántica, de igual modo que las dos maneras de enfocar la interpretación del personaje, marcada y contenida, de Nakadai y Mikuni, se ajustan al molde que el rol exige, y el conflicto se enriquece; de haberse adoptado el enfoque inverso, el señor podría haber quedado como un lunático o un arbitrario. La presencia de combates a espada (parte de la famosa escena de la novia frente a los 88 locos de ‘Kill Bill Vol. 1’ tiene aquí un precedente), de coletas en cráneos rapados, de kimonos ceñidos por cinturones negros, no ha de llevar a confusión en el género: nos encontramos ante un melodrama, y en buena medida un melodrama familiar. Ocurre que no el tipo de melodrama doméstico que Ozu perfeccionó; Kobayashi prefiere valerse de un tiempo remoto para ilustrar una tesis atemporal: la necesidad de afirmar la dignidad del individuo frente a los abusos del poder institucional, sea este el de los clanes feudales del s. XVII o el de las corporaciones transnacionales del XX, y venga donde venga establecido este poder. Pues cada hombre es irremplazable, y si bien las palabras han de tener un peso, ese peso no se puede anteponer al peso del alma. El código ha de leerse en contexto, y un código literal no conduce a otra cosa que a la perpetuación de quienes están en el poder, y a facilitar su opresión. El desenlace de ‘Harakiri’, de un conmovedor fatalismo, presenta además una crítica brutal a la hipocresía de la que suele valerse el poder absoluto: el fin, siempre, es mantener el poder, para lo que en este caso se ha de armar una fachada de cara al señor del clan imperial Tokugawa; y si tal fin implica la perversión de las palabras que no hace ni unas horas han servido para justificar otra actuación, que así sea. ¿Honor? El único honor que el poder conoce es el de honrarse a sí mismo.


16 LA SOMBRA DEL CIPRÉS

Sábado 21.04.18 EL NORTE DE CASTILLA

Director: Ángel Ortiz Coordinador: Chema Cillero

H

ace algún tiempo estuve en Jerusalén. Recuerdo cuando crucé la Puerta de Damasco, que daba acceso al universo de los palestinos y los cristianos. Fue entonces cuando me perdí por las calles estrechas y empinadas llenas de peregrinos de todo el mundo. Estuve siguiendo un rato a varios grupos y noté que abundaban los italianos, los polacos, los húngaros, los franceses, los españoles y los latinoamericanos. El viaje por la agonía de Jesús desembocaba en la basílica del Santo Sepulcro, donde realmente te sentías en la época de las Cruzadas. Había mucho en esa construcción de fortificación, de espíritu templario y de tosquedad, y a la vez resultaba un espacio sagrado que te colocaba en otra dimensión. Allí te sentías cercado por el gran mandala de cristianismo, porque no parecía otra cosa aquella basílica construida en diferentes épocas y gestionada por monjes ortodoxos, amplia y laberíntica como una ciudad subterránea de diferentes niveles. Allí los cristianos entraban en una especie de ‘hybris’ mística y lo miraban todo con cierto asombro, como si aquel ámbito de gruesos muros de piedra ocre hiciese más real la vida y la muerte de su redentor y le diese más solidez histórica. Los palestinos soportaban todo aquel vaivén con paciencia y sentido comercial. Están más que acostumbrados y muchos de ellos viven de la cristiandad, como me dijo el patrón de un restaurante junto al Santo Sepulcro. Siguiendo por el barrio palestino, se llegaba a un túnel con todo el aspecto de un paso fronterizo, donde jóvenes militares examinaban tu bolso y te daban acceso a la zona del muro de las lamentaciones. Era como pasar del mandala cristiano al judío, y se percibía otra forma de fervor. Aquel muro ante el que se lamentaban tenía miles de años: se confundía con ellos, con su historia, con el tiempo. Para mí no era fácil imaginar lo que estaban sintiendo por dentro. Allí todos parecían muy ocupados en hablar con Dios, y no prestaban demasiada atención a nadie. Sólo los solda-

Nunca te deja indiferente porque es una ciudad que te obliga a sumergirte en el pasado, el presente y el futuro

:: ILUSTRACIÓN IRENE GRACIA

MITOLOGÍAS JESÚS FERRERO

Jerusalén dos estaban pendientes de los movimientos de la gente, pisando firmemente el suelo mientras los demás gravitaban en el cielo. Aquel día iba vestido de negro y me confundieron con un judío ortodoxo. La noche an-

terior, también me habían confundido en el hotel con algo parecido a un rabino, y lo consideré un signo de buena suerte. «A donde fueres haz lo que vieres», me solía decir mi abuela. Con el mismo atuendo entré en un fumadero de pipas

de agua de la zona palestina, y allí me debieron de confundir con un cura católico: de clerecía en clerecía. Normal, me hallaba en la ciudad con más clérigos por metro cuadrado: no es tan extraño que te confundan con alguno de ellos.

Al día siguiente estuve en el Memorial del exterminio y no pude evitar compararlo con el museo del Holocausto de Berlín. Los dos tiene algo que ver y a la vez los dos son muy diferentes. El museo de Berlín te trasporta a la experiencia misma de la exterminación, que se torna casi real cuando te encierran en ese lugar llamado la Torre del Holocausto, donde la mirada se proyecta en una especie de luz muerta de naturaleza terrible, en cambio el museo de Jerusalén te trasporta a la historia de la deportación y la exterminación, a su mismo relato. Cuando ambos espacios se juntan en tu cabeza, te sobreviene algo parecido a la iluminación del horror, que te obliga a ser infinitamente consciente de lo que Primo Levi llamaba la zona gris de la condición humana: esa dimensión del ser donde desaparece toda forma de piedad y toda forma de respeto a la otredad. Seguramente Jerusalén no es tan hermosa como Roma, pero eso da igual. Para el judaísmo y el cristianismo es la ciudad más importante de la tierra, y casi también para el Islam. Su inmensa carga mitológica casi te impide apreciarla en su verdadera grandeza, pero sí que percibes mientras la recorres su gran densidad, su gran espesor histórico, que a ratos puede resultar sofocante. Jerusalén nunca te deja indiferente porque es una ciudad que te obliga a sumergirte en el pasado, el presente y el futuro, y cuando la transitas por la noche sientes el eco de tus propios pasos como si fuese también el eco de cuantos la recorrieron antes de tú. Más que una ciudad es un lugar donde el espacio y el tiempo forman una cruz de sangre y de fuego.


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