La épica bíblica de Herman Melville

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NÚMERO 333 Sábado, 16.03.19

SOMBRA CIPRES LA

DEL

La épica bíblica de Herman Melville El autor de ‘Moby Dick’ murió sin conocer el éxito de su novela, celebrada como una de las mejores en lengua inglesa [P2]

Ilustración de Gabriel Pacheco para la edición de ‘Moby Dick’, publicada por Sexto Piso.


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Herman Melville, de cuyo nacimiento se cumplen 200 años, no disfrutó en vida del reconocimiento como escritor por parte de sus contemporáneos, pese a haber dejado una de las mejores novelas en inglés

El narrador que intentaba entender al otro LUIS MARIGÓMEZ

U

n escritor que deja prácticamente de publicar, por falta de interés de los lectores, a los 36 años y que vive hasta los 72 suele sentirse fracasado. Si su primer libro fue su mayor éxito, y el resto de sus títulos cada vez parecieron menos logrados, con más razón. Lo habitual en un caso así es que el tipo sea completamente olvidado al cabo del tiempo, pero el sujeto de este ejemplo es Herman Melville, el autor de ‘Moby Dick’, uno de los escritores más influyentes de la historia de la literatura. Nace en 1819, solo unos años después de la independencia de Estados Unidos, cuando el país busca una personalidad que lo consolide y lo diferencie de la vieja Europa; son los años de la gestación del mito de América, la tierra de la libertad y de promisión, donde todo es posible, al que contribuye con sus contemporáneos Hawthorne, Poe, algo mayores, y Whitman, nacido ese mismo año. La temprana muerte de su padre, arruinado, le obliga a buscarse el sustento desde muy joven. Trabaja como empleado de banca, mozo en una granja, maestro de escuela y marinero. Sus experiencias son fundamentales en la génesis de sus textos. Se enrola en un barco ballenero y deserta en las islas Marquesas en mitad del océano pacífico. El asunto le sirve para publicar ‘Typee’ (1846), su gran triunfo. Es una novela de aventuras en la que los nativos caníbales aparecen retratados con cuidado, tratando de entenderlos y de explicar lo que ha perdido occidente con la civilización; investiga el mito del buen salvaje. Truman Capote definió la novela como ‘fiction of fact’, algo así como lo que ahora llamamos novela

de no ficción, un género que se supone inventado por el escritor sureño con ‘A sangre fría’. El libro se beneficia de contar sucesos de primera mano, a partir de las vivencias de Melville, y además deja patente el gusto del autor por no decantarse con facilidad por las distintas opciones que se le presentan y analizarlas todas con cuidado. No era un hombre de blanco o negro, colores muy presentes en sus textos. Al fin y al cabo, también huye de aquel supuesto paraíso en el que los sentimientos predominantes son el miedo y el desasosiego. Uno de los ejes que aparecen en el libro y ya no abandonarán su atención a lo largo de su obra es la mirada al otro, al extraño, tratando de entenderlo, evitando generalizaciones y lugares comunes. Otra característica presente en ‘Typee’, que se repetirá después, son los pasajes no narrativos, en los que el autor se detiene para mostrar determinadas características de lo que habla, con un afán instructor, en contra de las reglas establecidas para lo que solo es una novela. En los años siguientes Melville publicó algunos títulos más, con éxito aceptable, compró una granja, a la que se fue a vivir con su mujer, y pensó que podría mantenerse con lo que le produjeran sus escritos. En 1851, a los 32 años, publicó el que sería su mayor fracaso, ‘Moby Dick’, del que nunca se recuperó. Él creía que había escrito una novela importante, pero los críticos y el público de entonces la despreciaron. El ‘Boston Post’ dijo que el libro no valía ni como

Melville tendía a desbordar los límites de un género en un momento en que estaban definiéndose

Herman Melville. :: JT VINTAGE

obra literaria ni por el papel en que se había impreso. De hecho, fue olvidado hasta bien entrado el siglo XX. Hoy es considerado por algunos la mejor novela escrita en inglés, por encima de los trabajos de Dickens, Jane Austen, Faulkner, etc. No es la primera vez que la sociedad de su tiempo desprecia el trabajo de un artista, que es reivindicado al cabo de un periodo, cuando por fin se entiende y se disfruta de él. En su contra tiene su considerable extensión, y la tendencia del autor a las digresiones y a desbordar los límites de un género en un momento en que estaban definiéndose. A favor, su enorme capacidad de seducción para el lector que se deje impregnar por su atmósfera, por su escritura. «Melville no emplea palabras en ‘Moby Dick’, las saborea», comenta el crítico Andrew Delbanco. Tres personajes muy distintos recorren el libro, Ismael, el narrador, un muchacho que se enrola en un barco ballenero y que hace de guía del lector; Queequeg, un arponero polinesio, lleno de tatuajes, antiguo rey, a quien se mira con espanto al conocerlo y a quien se aprende a respetar y a querer; y el capitán Ahab, un hombre con una misión en la vida, capturar a la ballena blanca, a cualquier precio, incluso el de su propia vida. Es un animal fascinante y un símbolo ¿del mal? El aceite que se extraía de esos monstruos marinos, llamado

esperma de ballena, era el principal objeto de la navegación de aquellos barcos, una fuente de iluminación en los hogares de la época; también podría ser un símbolo: lo salvaje, incluso maligno, como recurso necesario para dar luz a lo civilizado. La ambición de ‘Moby Dick’ es de las mayores que pueda encontrar un lector en una novela, y eso fue demasiado para su tiempo. Por momentos tiene modos de tratado científico, de investigación metafísica. Sus bases están en la Biblia y en Shakespeare. El tema del entendimiento de lo extraño, de la otredad, que ya aparecía en ‘Typee’, aquí se desarrolla aún más. Queequeg es mucho más que una semibestia tatuada; Ahab, a pesar de su tiranía, está dotado de múltiples pliegues, tiene categoría de héroe homérico. La aventura del barco ballenero es una epopeya sobre la relación del hombre con la naturaleza, con las oportunidades, los peligros, amenazas y males que proceden de ella para la humanidad. Es un tema que sigue resultando fascinante, ahora que somos los humanos quienes ponemos en peligro el equilibrio del medio ambiente.

La mayoría de sus ficciones son, en palabras de Hemingway, de «hombres sin mujeres». El mundo ballenero no admitía el género femenino en sus singladuras. Después de la decepción por el rechazo a su gran novela, publicó un par de libros más, ‘Pierre’, que también fue un enorme fracaso y ‘Cuentos del mirador’, que contiene dos de sus textos más apreciados hoy, ‘Benito Cereno’ y ‘Bartleby el escribiente’. Consiguió un puesto, mal pagado, como inspector de aduanas del distrito de la bahía de Nueva York y, al final de su vida, publicó a su costa algunos libros de poemas. Una novela corta, inacabada, ‘Billy Budd, marinero’ apareció en 1924, tras su resurrección literaria. Bartleby es quizá su último héroe, alguien completamente opuesto a Ahab, recluido en una oficina de correos, poco a poco, se niega a realizar el menor movimiento. Preconiza a los personajes de Kafka o Beckett. Entre dos paredes, blanca y negra, sin apenas moverse, llama la atención del escritor, atento hasta el final al otro, a lo que no entiende, en una aventura que sigue fascinando a los lectores.

Bartleby, el mito C omo el Quijote, Madame Bovary o Robinson Crusoe, también Bartleby se convirtió en uno de esos personajes que superan la fama de su autor. Puede que algunos lectores no recuerden al inventor del famoso náufrago ni se hayan molestado en averiguar, y eso que en los últimos años su nombre ha estado en todos los teclados, quién envió a la niña Alicia a ese mundo extraño y maravilloso, pero sus cria-

ANGÉLICA TANARRO

turas forman parte de nuestra biografía. Así, decir Bartleby es ponernos ante el espejo de nuestras propias parálisis, aunque hayamos olvidado a Herman Melville, y ello a pesar de que el escritor neoyorkino, de cuyo nacimiento se cumple aho-

ra el segundo centenario, sea el autor de otro famosísimo personaje, esta vez animal, ‘Moby Dick’. En las antípodas del héroe, del aventurero cuerdo o desequilibrado; desde el lugar opuesto a la audacia, Bartleby adquirió pronto el carácter de mito. Y fue, y sigue siendo, el motor de análisis y escrituras, de casi febriles indagaciones literarias, lo cual no deja de ser una poética paradoja: que el paradigma de la negación, el escribiente que se negó a


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Gregory Peck, en una escena de la adaptación cinematográfica que John Houston hizo de ‘Moby Dick’ (1956).

seguir escribiendo, haya dado lugar a tanta literatura. Es el año 1853 y Melville, que ya ha publicado su novela más famosa, ambienta un cuento en una gris oficina de Wall Street. En la sede de un abogado al que se le acumula el trabajo y necesita un nuevo escribiente. Cuando nuestro silencioso y pasivo personaje aparece en escena, el lector desconoce que, cuando termine el relato, apenas sabrá nada sobre él. «En respuesta a mi anuncio, un joven inmóvil apareció una mañana en el umbral de mi bufete; era verano y la puerta estaba abierta. Vuelvo ahora a ver esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente

decorosa, incurablemente desamparada! Era Bartleby», nos dice el narrador de la historia. Pero ¿quién era realmente este aplicado (al principio) escribiente aparentemente inmune a las emociones humanas pero que con tanto aplomo desarmaba a su jefe, contestando a sus requerimientos con un simple y contundente, ‘preferiría no hacerlo’? ¿De dónde venía? ¿Tenía familia? ¿Cuáles eran las razones de su extraño comportamiento? ¿Era simplemente un loco pacífico? ¿Un sabio? ¿Un anacoreta que había elegido como lugar de retiro en lugar del consabido desierto una oficina sin más horizonte que la pared de la-

drillo que contemplaba silencioso desde la ventana de su rincón? ¿Una versión ciertamente peculiar de Simón el Estilita? ¿Un suicida? Melville no responde a ninguna de estas preguntas, porque, probablemente, desconoce las respuestas. Y nuestra aproximación debe ser así en clave de interrogación. Porque el suyo es un relato de la perplejidad. Nos preguntamos por qué nos atrae y tratamos de explicarnos esa atracción, como hizo Georges Perec en una carta a su profesora Denise Getzler . Pero si su fama ha traspasado todos estos años y ha dejado huellas en las más diversas vocaciones literarias y filosó-

ficas (recuerdo ahora los ensayos de Gilles Deleuze, Giorgio Aganbem y José Luis Pardo, reunidos hace tiempo por Pre-Textos) es sin duda porque su historia nos pone ante un espejo y en él contemplamos nuestras propias incon-

«El relato es un homenaje a todos los que en algún momento prefirieron no hacer más literatura»

gruencias, esa parte de nosotros mismos que en ocasiones nos impide seguir adelante, que nos frena sin aparente motivo, es también, por qué no, la reencarnación de una utopía: la de las veces que nos hubiera gustado contestar, ‘preferiría no hacerlo’ sin violencias, simplemente dejando atrás no solo aquello que no quisimos hacer, sino la incomprensión de quienes requerían de nosotros sin duda molestas encomiendas. Es el mejor elogio y perdón a nuestra pereza. Muchos de los ‘bartlebys’ que somos y los que nunca seremos han surgido a la sombra enriquecedora del personaje de Melville. Cómo no

traer aquí ese artefacto titulado ‘Bartleby y compañía’ con el que Enrique Vila-Matas hizo honor a la ironía melvilleana con su propia y afilada ironía. Ese libro que no quería ser un libro, sino un conjunto de notas a pie de página por el que desfila lo más granado de la literatura del no. Desde Rimbaud a Walser, de Pepín Bello al Juan Ramón Jiménez que afirma: «mi mejor obra es el arrepentimiento de mi obra», de Kafka a Joubert, el libro, o lo que sea, es un homenaje a todos los que en algún momento prefirieron no hacer más literatura. Lo cual no deja de ser un bello asunto literario. Y todo gracias a Bartleby.


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Topografía del infierno H erman Melville pertenece a esa pléyade de escritores y artistas del siglo XIX que desconfían de la civilización y prevén un estado de cosas que no desembocarán en el optimismo radiante que entonces parecería comportar esa siniestra alianza entre Razón, Progreso y Cultura. Es el horror de Conrad en su famosa narración a través de un río impregnado de furioso atavismo silvestre; es el

alejamiento de Gauguin, que prefiere vivir junto a la inocencia y la dulzura antes que confiar en el hombre civilizado; es también el mundo entrevisto por Baudelaire en aquellos poemas (‘El viaje’) en los que lo exótico cumple un papel redentor que lubrica la imaginación a punto de desecarse en los engranajes de un mundo demasiado previsible. Ese sentido parece tener ‘Las Encantadas’, el conjunto

de relatos descuajados de ‘The Piazza Tales’, y que fue para mí lectura complementaria de ‘Moby Dick’ cuando el ejemplar cayó por azar en las manos –todavía manos blancas– de un lector de insaciable avidez juvenil. He de reconocer que lo consideré enseguida un texto ‘a cuatro manos’. El texto de Melville me sobresaltó porque había delineado la topografía flotante de unas islas inhóspitas como la metáfora de una Naturale-

za casi postapocalíptica, a salvo de cualquier visión edénica o risueña heredada del siglo XVIII, de su propuesta de empatía entre el ser humano y su medio natural por dificultoso que este fuese (Robinson Crusoe fue buena prueba de ello); pero es que en aquella edición, que aún conservo, de ‘Las Encantadas’, resplandece la traducción impecable y llena de increíbles matices de Cristóbal Serra, una traducción que consigue hacer leer

el texto olvidándose uno de que llega de otra lengua. Desde entonces, leo de cuando en cuando alguna de las historias que alberga este volumen de menos de cien páginas en el que está inmerso el espíritu complejo de Melville, ese escritor que no está preparado para aceptar ni el enciclopedismo geográfico de Verne ni el exultante optimismo encomiástico de Whitman. En realidad, ‘Las Encantadas’ es un ejercicio descriptivo expuesto en un estilo catastral que no ahorra pormenores topográficos sobre ese archipiélago donde apenas florece nada que no esté acariciado por alguna forma del

TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO

Mal. Más cercano a la prosa demorada y puntillosa de Benet que a la agilidad expresiva de quienes se conforman con hacer del espacio narrativo una acotación accidental, Melville se muestra aquí como lo que es: un hombre que proviene directamente de un afán simbólico, tomado sin remilgos de sus constantes lecturas bíblicas y de su espíritu religioso, un espíritu que arrastra allá por donde vaya el sen-

CARLOS AGANZO

Poeta lejos de tierra

A

lguien dijo de él que sus novelas tenían más poesía que todos los poemas de Walt Whitman juntos. Quizás porque Whitman, acaso con excepción de Emily Dickinson, copó de manera casi absoluta el panorama poético estadounidense del siglo

XIX. El propio Herman Melville se consideraba poeta antes que escritor. De hecho la poesía, la gracia que el cielo no quiso darle, como a Cervantes, ocupó la mayor parte de su vida. Influido por los románticos, especialmente Wordsworth y Coleridge, ya en su

tercera novela, ‘Mardi’ (1849), se decidió a incluir poemas al lado de la narración. Algo más tarde, mientras estaba enredado en la redacción de ‘Moby Dick’ –que también contiene poemas, entre ellos el famoso himno ballenero del padre Mapple–, Melville escribió: «De todos los eventos hu-

manos, la publicación de un primer libro de poemas tal vez sea el más insignificante, y aunque no sea asunto para el mundo por el momento, lo es en cierta forma para el autor». Y cuando cumplió los 41, consideró que estaba preparado para publicar su primer poemario. Lo intentó, a través de su hermano Allan, con un libro hoy desaparecido: ‘Poems’. Pero no encontró editor. Tendría que esperar seis años más, hasta 1866, para publicar ‘Piezas de batalla y aspectos de la guerra’, una sorprendente colección de poe-

mas-imagen que se presenta como fraccionamiento poético de la terrible realidad de la guerra civil americana. Diálogo entre narración, filosofía y poesía que se manifestaría de manera aún más palmaria en su larguísimo poema ‘Clarel’, publicado diez años más tarde: 18.000 versos repartidos en 150 cantos... Sus desgracias personales –el suicidio de uno de sus hijos, la muerte en plena juventud de otro y la complicada relación con su mujer– propiciaron que Melville únicamente encontrara consuelo

en la poesía en los años finales de su vida. En 1888 publicó la que quizás es su obra poética más afortunada, ‘John Marr y otros marinos’, de la que existe una buena edición de Zut Ediciones. El escritor desarrollará aquí un mundo personal por el que navegan sus sueños y sus pesadillas. Y su concepción de la vida como un naufragio. Entre los poemas de este libro figura ‘Lejos de tierra’, que da nombre a una antología, editada en Buenos Aires por Bajo la Luna, en la que Eric Schierloh recoge lo mejor de su poesía.


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tido de la culpa, del pecado, de la vinculación irremediable entre el Mal y el Bien («en todas las cosas el hombre siembra en el viento, que sopla justamente allí donde se escucha; para bien o para mal, el hombre no puede saber», se lee en esta oscura sinfonía que es ‘Las Encantadas’). Leer a Melville es siempre poner a flote esos conflictos que niegan, como dice Serra en su breve pero sustancioso prólogo, la bondad de la Naturaleza. Un hombre que cree en la condenación y en el castigo, en la indefensión del ser humano, en su fatídica errancia en pos de su destino (no olvidemos que Melville vivió una vida

ajetreada y viajera hasta que decidió asentarse y ponerse a escribir como única actividad trascendente) no podía hacerse cargo en sus narraciones de la trivialidad del mundo; ello ha hecho de su obra, según se ha expresado tantas veces, un monumento tan cercano a la concepción griega del sentido fatídico de la existencia como al existencialismo que llegaría cien años después de haber escrito estas crónicas; los paisajes de ‘Las Encantadas’ remiten a Beckett tanto como a Esquilo; los personajes de sus narraciones, comenzando por Ahab, tienen que ver con criaturas como Sísifo, condenados ciegamente a la

Representación en Londres de la ópera ‘Billy Budd’ de Benjamin Britten, basada en el relato de Melville. :: CLIVE BARDA

«Melville proviene de un afán simbólico tomado de sus constantes lecturas bíblicas»

tentativa infinita. La elección de las islas contiene asimismo un calculado valor alegórico. En ese espacio, trasunto de la Eternidad, no hay posibilidades de mutabilidad, ni «el cambio de las estaciones, ni el cese de los infortunios». Todo en ellas está dominado por lo inerte, por

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En 1890, un año antes de su muerte, un periodista del New York Times se encontró al poeta en la calle y escribió: «Hay más gente hoy que cree que Herman Melville está muerto de la que sabe que aún vive (…) Cuarenta años atrás, cuando apareció Typee, su libro más famoso, no había autor más reconocido que él». Al año siguiente publicó ‘Timoleon’, que da cuenta de un último período, ciertamente más metafísico, en la poesía de Melville. Pocos lo apreciaron entonces. Pero más tarde,

poetas como Hard Crane o W. Hugh Arden escribieron con devoción sobre él. También Borges, el traductor de su ‘Bartleby’: «Melville cruza las tardes de New England, / pero lo habita el mar. Es el oprobio / del mutilado capitán del Pequod, / el mar indescifrable y las borrascas / y la abominación de la blancura. / Es el gran libro. Es el azul Proteo». Parece ser que en la lápida de su primera tumba figuró como Henry, y no como Herman Melville. El grabador se equivocó. Pero los poetas no.

las criaturas humanas. En las narraciones tituladas ‘La isla de Charles y el rey de los perros’, ‘La isla de Norfolk y la viuda Chola’ y ‘La isla de Hood y el ermitaño Oberlus’, se cuentan historias de seres enloquecidos por el poder, por el dolor o por el desasistimiento absoluto. Es en la última de ellas donde se nos presenta la versión más tenebrosa del arquetipo literario del náufrago, «ese hombre maldito acurrucado en el suelo, / incubando fechorías en su mente salvaje», como dicen los versos de Melville que introducen esta historia. Uno lee cualquiera de estas narraciones desazonadas y no

Tragedia del inocente Billy Budd JORGE PRAGA

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lo estéril, por lo anómalo, como se hace notar cuando se describe a Narborough, que «carece de tierra vegetativa, de arriba abajo es pura escoria agrietada, pródiga en cavernas retintas como forjas; su playa metálica resuena bajo el pie como láminas de hierro y sus volcanes centrales están agrupados como una gigantesca chimenea». ¿Hace falta añadir más? Los propios animales (tortugas, reptiles, aves de canto pavoroso, arañas, pingüinos irresueltos para acomodarse del todo en un solo escenario natural…) tienen esa morfología espeluznante de lo que no ha obedecido el canon. Y lo mismo ocurre con

n manuscrito olvidado. Una situación tantas veces repetida que hasta mereció el arranque satírico de Umberto Eco en ‘El nombre de la rosa’. Cuando Herman Melville murió en 1891 llevaba veintitantos años sin publicar una novela. Nunca se había recuperado del fracaso comercial de ‘Moby Dick’, y acabó vendiendo su granja y yéndose a Nueva York tras un modesto empleo de inspector de aduanas. La poesía y el suicidio de un hijo marcaron sus últimos años. Así que su viuda no supo qué hacer con aquel embrollado manuscrito que encontró entre sus papeles. Lo ordenó, reescribió alguna hoja, y terminó por olvidarlo. Casi treinta años después un profesor de la Universidad de Columbia recibió el permiso de la nieta de Melville para adentrarse en su archivo privado, y otra vez el manuscrito revivió en los intentos de este profesor por darle forma, hasta publicarlo en 1924 como ‘Billy Budd, Foretopman’. Hay que esperar a 1962 para que otros dos expertos establecieran el texto que se da por definitivo, con nuevo título: ‘Billy Budd, Sailor’. Una biografía textual accidentada para una obra que se podría presumir como rebañadura final de un largo ocaso, interesante solo para especialistas. Nada más lejos de la lectura que orienta estas líneas. La primera sorpresa llega

con la presencia rotunda del narrador de los avatares de Billy Budd. No es nadie, tampoco Herman Melville, pero la transparencia no es su fuerte: interviene, observa, juzga con finura, destapa pasiones e intimidades, insinúa. Se atreve con digresiones: «Algunos desvíos laterales tienen un atractivo que no es fácil resistir. Voy a vagar por uno de esos desvíos», anota antes de lanzarse sobre el almirante Nelson. En ocasiones frena su omnisciencia, rebajándola a la del testigo que encuentra puertas cerradas, como la que oculta la escena capital, la conversación entre el reo Billy Budd y el capitán del barco en la noche de la ejecución. No deja de comparar lo que ocurre con lo que él ya vivió: «Hace muchos años, un honrado estudioso, de más edad que yo…». Y entra y sale en el texto, analiza desde fuera sus resortes, su alcance. Melville se sintió muy libre, cerca de su final, para labrar esta reflexión, esta metanovela que tras cien años de su descubrimiento mantiene la total frescura. Fue también su adiós literario al mar, a la navegación, a la geometría nominal de un barco anterior a la energía de vapor, de 1797: mesana, trinquete, barlovento, obenques, largar y aferrar…, un léxico preciso que acerca la sal a la boca y los crujidos del casco al oído. El barco es un escenario autónomo, un cosmos completo en el que Melville coloca a sus personajes como actores de teatro a la espera de un chispazo, mientras les describe con justeza en pocas líneas. Billy Budd, gaviero por alistamiento forzoso

en la Armada, es «alguien a quien todavía no se le ha ofrecido la discutible manzana del conocimiento». Un ser virginal, desconocedor del mal, tartamudo para el lenguaje, sin familia ni orígenes. Un Gaspar Hauser, llega a apuntar el narrador. A ese ‘Adán edénico’ le ha puesto los ojos encima Claggart, el maestro de armas, que debajo de sus virtudes marineras y patrióticas esconde un alma envidiosa y cruel, «una depravación conforme a naturaleza», un «misterio de iniquidad». Entre los dos se interpone el capitán, hombre de sólidas convicciones extraídas de la lectura, «un alma noble, Vere el estelar». El conflicto estallará entre la bondad sin experiencia de Billy Budd y la irrefrenable picadura de escorpión de Claggart, con el capitán ator-

Nunca se recuperó del fracaso comercial de ‘Moby Dick’, y acabó vendiendo su granja Se sintió muy libre para labrar esta reflexión, que cien años después mantiene su frescura

puede evitar comprender, siquiera sea desde lejos, la visión pesimista y descorazonadora de un escritor que jamás olvidó que la libertad, el libre albedrío o la ilusión de la esperanza no son para la Humanidad sino facetas de una sumisión fatal y no del todo asumida por las generaciones. Lejos de cualquier atisbo de civilización o de cultura, en ‘Las Encantadas’ se da cuenta de la estampa horrible de la topografía del infierno, el umbral espeluznante de la desesperación como estado natural del ser humano. Y todo tan cercano; y todo tan bien archivado en las magnitudes deslumbrantes de los mapas.

nillado por las leyes que le obligan a ahorcar a Billy Budd, culpable de inocencia. Melville mueve a estos seres en un experimento narrativo lleno de sugerencias. El narrador nunca completa sus observaciones, deja interrogantes y cabos sueltos que desafían la imaginación del lector. ¿A qué se debe el odio que siente Claggart por Billy Budd? ¿De dónde surge esa ferocidad a distancia, sin trato previo, que matará a ambos? Muchas interpretaciones se han dado, y entre las líneas ambiguas del texto se ha querido leer un deseo reprimido, un deseo homosexual de Claggart hacia el gaviero, cuyo rechazo normativo engendra en aquel la furia y el odio. A Billy Budd en el barco sus compañeros le llaman ‘Belleza’, ‘Marinero Bonito’, admiran su cuerpo atlético. Por ese encierro masculino del barco circula el lenguaje larvado del deseo, acentuado en la proximidad física de las hamacas. Hamacas que llaman en la memoria a la poderosa escenificación del primer conflicto que enciende a la marinería de ‘El acorazado Potemkin’, otro encierro masculino. Sobre esa ambigüedad sexual se edificó luego la ópera de Benjamin Britten del mismo título. Y una muy notable película de Peter Ustinov, ‘La fragata infernal’, en la que el papel de Billy Budd está interpretado por Terence Stamp. En la connotación interminable que abren las obras poderosas, surge ‘Teorema’, de Pier Paolo Pasolini, en la que el propio Terence Stamp interpretaba al misterioso visitante que seduce a todos los miembros de una familia. Ese seductor vestido de inconsciencia es el propio Billy Budd, un Don Juan virginal que pone en marcha el deseo sin comprometer su inocencia heredada del paraíso, sin culpa pero con castigo. Un enigma poderoso e inagotable para esta obra maestra que Melville nunca vio impresa ni triunfante.


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DAVID DOBARCO

«Cuando tuve edad suficiente para comenzar a comprender el mundo, mi ciudad natal se incendió… Al otro lado de la costa, la bomba atómica fue arrojada sobre Hiroshima, por ello crecí cerca de la ‘zona cero’. Todo estaba en completa ruina y no había arquitectura, ni edificios, ni incluso ciudad. Sólo barracas y chamizos me rodeaban. Por tanto, mi primera experiencia de la arquitectura fue el vacío de la arquitectura, y comencé a considerar cómo la gente podía reconstruir sus casas y ciudades». Arata Isozaki

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rata Isozaki nació en Oita, una pequeña isla cercana a Hiroshima, en 1931, y vivió la traumática experiencia previamente relatada. Fiel al irreductible y disciplinado carácter japonés, familiarizado con grandes catástrofes naturales y otras provocadas por el ser humano, asumió el desafío de reconstruir la esperanza de la arquitectura sobre el baldío de la desolación y mucho más, pero nunca se encerró en su país de origen, sino que es uno de los arquitectos más prolíficos, internacionales y variado en sus edificios. En España tenemos bastantes suyos, entre otros: en Bilbao (torres Atea), Galicia (DOMUS de La Coruña), Madrid (Carabanchel 21) y, en especial, Barcelona con el muy conocido Pabellón San Jordi, entre otras obras de gran interés. A Isozaki con su premio Pritzker le ha pasado como a Bob Dylan con su Nobel: ha tardado en llegar, pero por fin lo ha conseguido y, en mi opinión era inevitable, como ya avancé el año pasado al comentar el Pritzker de Balkrishna Doshi. El jurado argumenta su elección afirmando que «la arquitectura de Isozaki desafía la categorización pues siempre está evolucionando… Poseyendo un profundo conocimiento de la historia y la teoría de la Arquitectura, y abrazando la vanguardia, nunca se ha limitado a mantener el status quo». Es un reconocimiento a una vida de experimentación y búsqueda incesante de diferentes arquitecturas que no admite discusión, pues Isozaki es uno de los grandes maestros japoneses vivos, aunque sus 87 años de edad

El arquitecto japonés Arata Isozaki en 2006, durante la construcción de las torres que diseñó para Bilbao. :: MITXEL ATRIO

Arata Isozaki: un Pritzker inevitable no son tan relevantes, dada la activa longevidad nipona. Lo que también viene a consolidar el papel dominante de la arquitectura japonesa: cuatro premios japoneses entre los diez últimos, siete (ocho arquitectos) desde 1987, cuando Kenzo Tange fue el primer arquitecto japonés premiado. Japón tiene una figura seminal para la arquitectura moderna en Kenzo Tange, que no pensaba en ella hasta que conoció la obra de Le Corbusier, tras ello se formó en la Facultad de Arquitectura de Tokio y, mientras esperaba acceder a los estudios de Arquitectura, estudió filosofía occidental. Acabada la guerra, pasó a ser profesor y creó su propio ‘laboratorio Tange’ para investigar el futuro del Urbanismo y la Arquitectura. Se convirtió en una de las piezas claves de la Segunda Generación, a la Tercera se incorporaron varios discípulos suyos. Utiliza el len-

guaje del movimiento moderno con referencias propias a la cultura del entorno en que se desarrolla, rompiendo el rígido lenguaje propio del ‘estilo internacional’, de modo similar al brasileño Óscar Niemeyer, aunque menos sensual y más severo en su orden japonés. Desde su ‘laboratorio’ se concibieron proyectos visionarios, como el fascinante desarrollo urbano en la bahía de Tokio y otros muchos de escala abrumadora, como la Prefectura de Tokio o las instalaciones deportivas de las Olimpiadas de 1964. De sus colaboradores surgieron figuras muy representativas del movimiento metabolista como Kisho Kurokava, Koyinori Kikutake y Arata Isozaki. De esa primera época de Isozaki son sus propuestas de la ‘Ciudad Espacial 1’(1960) o la ‘Ciudad Espacial 2’ (1962), que plantea edificios con racimos residenciales en ménsula, conectados a

un ‘tallo’ superestructural central, que emergen sobre la estructura urbana previa. Este tipo de proyectos suyos podrían intercambiarse con trabajos de Archigram, también de aquella época. Para Isozaki el componente utópico de esas propuestas no queda perdido

Se ha dicho que la obra de Isozaki es una antología de la Arquitectura y es bastante cierto

en un limbo teórico, pues acaba emergiendo formalmente en proyectos posteriores; así pretendió hacerlo con su propuesta para la Biblioteca Nacional de Qatar (2005), que recuperaba la idea de la ‘Ciudad Espacial 2’, pero quien finalmente la ha construido ha sido Rem Koolhaas. Más suerte tuvo Peter Cook de Archigram, construyendo su ‘monstruo azul’ (Museo de Arte) de 2003 en Graz, con reminiscencias de las ‘Walking Cities’. En 1963, Isozaki abrió su propio estudio e inició una nueva etapa profesional que le ha llevado a lograr el Pritzker. Isozaki es una figura relevante de la conocida como Tercera Generación del movimiento moderno, arquitectos nacidos entre las dos guerras mundiales, según el criterio de Philip Drew. Se trata de una generación innovadora que busca la modernidad de la aquitectura en muy va-

riadas direcciones, superando las gramáticas formales de los grandes maestros y realizando una interpretación crítica de la reconstrucción realizada tras la devastación de la segunda guerra mundial. En línea con la argumentación del jurado, se ha dicho que la obra de Isozaki es una antología de la arquitectura y es bastante cierto, pues su evolución aflora diversas tendencias; desde su referida incursión metabolista, simultaneada con la arquitectura brutalista de hormigón corbusierana, como su primera obra maestra en la Biblioteca Provincial de Oita (1966), pasando por el ‘pop’, el ‘postmodern’ o el High-Tech, casi todos los estilos y lenguajes han merecido la atención de un Isozaki cosmopolita y asociativo con otros estudios internacionales: él promovía la presencia de arquitectos internacionales en Tokio y, a su vez, era invitado en el exterior, como su presencia en la arquitectura olímpica de Barcelona. Su aproximación a los proyectos es singular en cada caso, dependiendo del lugar, el tiempo en que se produce y pasando por su profundo conocimiento teórico y práctico de la arquitectura y la construcción; ello le lleva a esa búsqueda de nuevas respuestas arquitectónicas en sus dife-


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El mérito rentes proyectos. Algunas veces la curiosidad puede jugar malas pasadas y la etapa PostModern, en general, no fue buena para la arquitectura y ni el propio Isozaki pudo escapar a ello, como se aprecia en su intervención de Disney World en Orlando (1990); por suerte fue un mal pasajero. Ciertamente le interesan los contextos locales, especialmente expresionista en el caso del DOMUS de La Coruña, pero la dispersión de su obra le convierte en un arquitecto global. Lo cierto es que dentro de la variedad sí se aprecia una evolución desde la rotundidad racionalista de sus primeros años, como en la Biblioteca de Oita a la geometría volumétrica de los años 70-80, incluso el Post-Modern, al predominio de un organicismo iniciado en la cubierta del Pabellón San Jordi y que prevalece en la variedad de sus últimos trabajos… Me resulta especialmente llamativa su obra ARK NOVA, el auditorio ambulante para desplazar por las zonas afectadas por el tsunami de 2011, una propuesta que me impresiona por su flexibilidad y voluntad de una arquitectura de servicio en escenarios límites, sin duda próximos a su indeleble experiencia del año 1945. La arquitectura japonesa se caracteriza por la precisión en la selección y el manejo de materiales así como su ejecución, en especial cuando se la aprecia en Japón, además de absorber influencias internacionales y fusionarlas con sus raíces vernáculas, o adaptarlas a su entorno hiperdensificado pero, a su vez, respetuoso con la naturaleza. Indudablemente esa precisión minuciosa no es ajena a su referida hegemonía en la arquitectura mundial, y es consecuencia de un trabajo de equipo en el que todos los que intervienen son importantes porque se esmeran en su aportación para conseguir el éxito conjunto del edificio. Hay muchos excelentes estudios de arquitectura en Japón, pero son menos conocidos y prolíficos o, sencillamente han llegado más tarde para ser reconocidos. Puestos a apostar por otro futuro Pritzker japonés yo lo haría por Yoshio Taniguchi, uno de los más sutiles arquitectos de los últimos años, aunque tiene ‘cierta edad’ (nació en 1937). A ver si acierto en mi pronóstico como sucedió con el caso de Isozaki; de momento, creo que Arata me debe una ronda.

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omo tantos otros padres, mi mujer y yo pusimos todo de nuestra parte para transmitir a nuestro hijo, en su infancia, el profundo amor que, ambos, profesamos por el arte en sus más diversas manifestaciones. El método para conseguirlo pasaba por visitar aquellos lugares donde se exhibe, bien en colosales monumentos de prodigioso continente y contenido no menos deslumbrante; bien en prestigiosos museos donde la belleza acumulada puede, por desmesurada, atolondrar los sentidos. También, cómo no, en ese proceso formativo, acudimos a exposiciones, con más ánimo si intuíamos que, por su cariz, las posibilidades para ganarle para nuestra causa eran mayores –sirva para ilustrarlo una que mostró, en el segoviano Torreón de Lozoya, un magnífico belén obra del imaginero toledano José Luis Mayo Lebrija–. Recuerdo que en aquellas excursiones respondía, mal que bien, las preguntas que mi hijo, desde su inocente curiosidad, me formulaba. Sin embargo, ¿cómo explicar a un niño, en un lenguaje para él

LOS TRIGALES AZULES ROBERTO RODRÍGUEZ

comprensible, qué propiedades deben poseer pinturas y esculturas para ser calificadas como obras de arte? Una creación figurativa puede facilitarnos la misión; no obstante, una que se aparte de la lógica, desvinculada de las formas obvias unidas a la cotidianidad, no hace sino complicar nuestra pedagógica tarea. Visto lo visto, que mi contestación, en esa coyuntura, lejos de clarificar complicaba sus dudas, opté, si pertenecía la obra señera, pongamos por caso, a las vanguardias, por no detallar sus presuntas cualidades. Cuando era difícil la descripción de las virtudes que atesoraba, pues su heterodoxia estaba reñida con la sensatez dictada por la costumbre, la ubicaba temporalmente y refería, ahora sí, la época que la vio nacer. Por ejemplo, ante un Picasso cubista de principios del siglo XX –‘El frutero’ o ‘Los pájaros muertos’– hacía un somero retrato de cómo era el mundo en esas fechas. Lo distante que era el concepto iconográfico del artista a la personalidad de la sociedad no hacía sino provocar, este era mi propósito, la admiración ha-

Lo que pretendía revestirse de provocativa creación no era sino repugnante y rancio exabrupto

cia el pintor. Su osadía sin parangón era fascinante. Lo que fue un modo de presentar determinadas obras de arte a mi hijo, también me sirvió, personalmente, para recalibrar su importancia. Las grandiosas catedrales románicas y góticas ya no eran sólo inmensos barcos varados de insólita majestuosidad: eran demostración palpable de

cómo las empresas más arduas pueden llegar a buen puerto por la férrea, y valiente, voluntad del hombre; la producción de los más célebres artistas plásticos no la observé, únicamente, como testimonio de cómo algunas personas son capaces de concebir espléndidas e inigualables obras sino como hitos extraordinarios en los que el ojo humano ve de una forma nueva y una mano sabe traducir ese trance inaugural; releí libros y revisé películas –pienso en ‘El Quijote’, pienso en ‘Ciudadano Kane’– sabiendo lo que ya sabía: algunas narraciones verbales y visuales habían sido excepcionalmente innovadoras, de tal guisa que, a partir de entonces, el mundo literario y cinematográfico había tomado otro rumbo. Mas no solo empleé este método para evaluar a los hijos del pasado, también lo utilicé para medir la valía de lo que en ese instante veía la luz. Y aquí afirmo que encontré pocos, muy pocos, motivos para la satisfacción. Lo trillado era norma habitual y lo que pretendía revestirse de provocativa creación no era sino repugnante y rancio exabrupto. ¡Pero, ay, cuánto artista de tres al cuarto se sentía incomprendido, perseguido por los tiquismiquis y los biempensantes! En fin, en muchas oportunidades la instrucción guarda, para el que es voluntarioso preceptor, una valiosísima enseñanza.

María Luz Morales, un rescate

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a historia (digamos ticia, ahora más volcada a mude la literatura) no jeres, recuerdo los cuentos que está casi nunca equi- editó de una espiritista espavocada, aunque ten- ñola, Amalia Domingo Soler… ga errores de valoración. Pero La lista es larga, y ahora le ha esa historia –por razones múl- tocado el turno a una notable tiples– suele dejar de lado a periodista, María Luz Moramucha gente, a veces esplén- les (1889-1980), gallega que dida, otras simplemente cu- vivió y ejerció en Barcelona. riosa, pero que vale la pena re- María Ángeles Cabré ha edicuperar. Reconozcamos que tado y prologado un libro suyo la editorial Renacimiento está tardío (la primera y única edihaciendo un notable papel en ción es de 1973), ‘Alguien a tal sendero. Desde 1975 –y en quien conocí’, que en verdad adelante– he buscaes un conjunto de do autores raros o muy notables sempostergados del ‘fin blanzas de personade siglo’, desde Anjes que conoció antonio de Hoyos y tes de la Guerra CiVinent al casi desvil, que fue su etapa conocido Marqués principal de eficaz de Campo (autor de pionera del periodisun singular libro de M. L. Morales mo femenino. Tampoemas decadentes, hacia 1920. bién anduvo en esos ‘Alma glauca’, 1902) aires Josefina Carahasta el pizpireto Álvaro Re- bias. tana, sobre quien escribí un María Luz Morales escribe libro. Mi amiga Amelina Co- de sus encuentros y lecturas rrea, que ha hecho muchísi- de Madame Curie (en Madrid) mo en esa senda, redescubrió y ya en Barcelona, desde Gaa un de veras importante es- briela Mistral, García Lorca o critor modernista, de carrera el entonces muy famoso conbreve pero estupenda, Isaac de de Keyserling –que murió Muñoz. Como mujer y en jus- en la miseria casi al final de la

SATURNALES LUIS ANTONIO DE VILLENA

segunda guerra– pasando por la novelista catalana Catalina Albert, que firmó con el pseudónimo masculino de Víctor Catalá, hasta Paul Valèry o André Malraux, que empezó como revolucionario para llegar a ministro y admirador de De Gaulle, pero siempre un hombre inquietante. Morales (que escribe bien y ameno) no descubre demasiados secretos –ni una palabra sobre el lesbianismo de la chilena y Nobel, Mistral– pero da siempre la imagen viva de quien conoció a esas personas y las entrevistó o charló con ellas. Muy buena periodista, primera mujer que dirigió, aunque fugazmente, ‘La Vanguardia’ de Barcelona, María Luz Morales (que escribe este libro ya en el olvido) habla

siempre de sí misma con modestia, pero como es una periodista notable –y sus personajes le acompañan– vale y brilla. ‘Alguien a quien conocí’ merece mucho la pena, pero quienes nos gusta rescatar (y el feminismo imperante lo está haciendo con muchas mujeres) no debe hacernos olvidar que si es importante rescatar –mujeres u hombres– es igualmente importante no sobrevalorar. A menudo los rescates son muy necesarios y valiosos (María Luz Morales es un caso) pero eso no la vuelve un genio, ni ella lo hubiese creído. Se rescató a Cansinos-Asséns con harta razón, ahora estamos con Carmen de Burgos. Pero me digo: ¿Para cuando Rosso de Luna o la muy notable Mercedes Formica? A esta (gran escritora liberal, yo la conocí) las feministas radicales ni la nombran, pues aunque valiosa fue falangista en su juventud y –horror, era muy guapa– novia ocasional de José Antonio Primo de Rivera… Rescatar no es negar sino hacer justicia, sin colores, sólo literatura.


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LECTURAS

UNA REVOLUCIÓN EN DANZA Alma Guillermoprieto une ballet, política castrista y autobiografía en ‘La Habana en un espejo’ JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN

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ué tienen que ver la revolución cubana y la danza moderna? Alma Guillermoprieto ha sabido unir ambas en un libro que tiene toda la ajustada precisión de sus crónicas latinoamericanas y es a la vez una espléndida novela autobiográfica. Más de treinta años después, recrea la autora un episodio crucial en su vida: los meses que pasó en La Habana como profesora de la Escuela Nacional de Danza. El prólogo nos advierte que no llevó un diario en aquellos años, que las cartas que incluye son reconstrucciones, lo mismo que los diálogos, que buena parte de los personajes están inspirados en varios personas reales, no en una sola. Ella insiste, sin embargo, en que, aunque no constituye «un relato histórico y fidedigno» de su vida durante seis meses de 1970, ‘La Habana en un espejo’ «tampoco es una novela». A pesar de sus palabras, lo es: una novela sin ficción, como las que ha es-

crito y teorizado sobre ellas a menudo Javier Cercas. La imaginación creadora se pone al servicio de la reconstrucción de la realidad vivida, no de la creación de mundos ficticios y verosímiles, como en la novela realista. Pero esas disquisiciones teóricas tienen muy relativa importancia. Desde la primera línea, la sensación de verdad es grande. El primer capítulo nos lleva al Nueva York apasionante, creativo y amenazador de finales de los sesenta. Manhattan era a la vez un imperio mágico propicio a todas las aventuras estéticas y una isla sitiada: «Ya algún ladrón había saqueado y medio destruido el apartamento que compartía con mi madre. Ya habían asaltado el apartamento de Graciela y Sheila (más tarde se habrían de encontrar con el ladrón en el ómnibus). Violaron a una conocida. Convivíamos con los asaltos y la violencia como con la plaga de cucarachas, que era la fauna nativa de las cocinas neoyorquinas». Tres figuras centrales de la

LA HABANA EN UN ESPEJO Alma Guillermoprieto. Literatura Random House. Barcelona, 2018.

danza moderna –la alcoholizada Martha Graham, ya entonces una torturada y torturadora estrella; el apolíneo y distante Merce Cunningham; la siempre sorprendente Twyla Tharp– son evocadas con trazo maestro. También sus compañeras bailarinas, capaces de todos los sacrificios por un abstracto triunfo que no parecía traer consigo ninguna recompensa. Tras el espléndido primer capítulo –pocas veces se ha dicho más en menos páginas–, el núcleo del libro, sin abandonar el mundo de la danza, se centra en otro tema no menos apasionante: la revolución cubana, vivida en el momento de su máxima ambición y su primer gran fracaso, la zafra de los diez millones. La Alma Guillermoprieto, aclamada periodista, que escribe, con mano maestra ‘La Habana en un espejo’, no es la insegura, tímida, atormentada adolescente que la protagoniza. Una no entiende del todo lo que está pasando entonces en Cuba; la otra lo entiende demasiado bien, pero no cae en el error de proyectar los venideros y crecientes desastres sobre lo que era todavía para muchos un ilusionante presente. No oculta Alma Guillermoprieto las grietas de aquella Habana que se creía capital de un mundo más justo; tampoco las acentúa. Fidel Castro aún conserva en este tiempo su perfil de héroe clasico y la autora se cuida de subrayarlo. No es ‘La Habana en un espejo’ una fidedigna crónica

LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

ANATOMÍA DE LO IMAGINARIO :: SUSANA GÓMEZ Heukegens (o malolientes animales parecidos a perros pequeños de pelo largo); banniks o espíritus de las casas de los baños; bakus o devoradores de sueños; nurikabes, gatos trol, hombres osos, kallikantzaros, yokais, yinss, dragones, centauros, bonacones, mahahas, medusas, bajunawas, sirenas (aladas y con apéndice

caudal), serpientes arco iris, aves fénix, Baba Yagá… transitan y llenan las páginas de patas, ojos, alas, cuernos, trompas, cuerpos extraños, maldiciones, metamorfosis, travesuras, enigmas, fragilidades, terrores. Porque en él, álbum de gran formato en el que se dan cita criaturas y monstruos de todos los continentes, una anatomía de lo fantástico se

despliega en ilustraciones detalladas y expresivas, compañía de los textos breves que explican sus características y relación con la especie humana. Y así, en esta hilatura que atraviesa todos los continentes, la semilla inmortal del mito se despliega a todo color en fragmentos de una memoria antigua, conformando una cartografía de lo ancestral ha-

Alma Guillermoprieto, en Ciudad de México. :: S. GUTIÉRREZ –cada dato adecuadamente chequeado– como las magistrales que Alma Guillermoprieto dedicaría después, cuando abandonara el mundo de la danza, a las matanzas y a los exilios de Latinoamérica, pero vale como la mejor crónica, como el retrato más fidedigno de un escenario en el que, de algún modo, se estaba decidiendo el destino del mundo. Lo que diferencia a este libro sobre la Cuba de Fidel

Castro de los innumerables libros que se han escrito sobre esa Cuba que iba de fracaso en fracaso hasta la imposible victoria final, es el personaje de la protagonista, que coincide con la narradora y es al vez alguien completamente ajeno a ella. Atormentada, insegura, con tendencias suicidas, se trata de un gran personaje de novela –inolvidable como Ana Ozores o el protagonista de ‘El guardián entre el centeno’–,

aunque este libro no sea, como quiere la autora, sin dejar por ello de serlo, como pienso yo, una novela. Es una espléndida novela de formación, o Bildungsroman, y además el mejor compendio para entender la danza moderna –tan minoritaria, tan rupturista hoy como entonces– y la carcoma de dogmatismo y voluntarismo que lastró desde sus comienzos una de las más audaces aventuras políticas del siglo XX.


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PEDRO UGARTE, MAESTRO DE ESCRITORES Sus ‘Lecturas pendientes. Anotaciones sobre literatura’ abordan el mundo literario con lucidez y franqueza YOLANDA IZARD

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asta hace pocos años, sentía tal pudor a ensuciar mis preciados libros que tras su lectura volvían incólumes a mi biblioteca. Cuando desterré esta mala costumbre, empecé a construir un fecundo diálogo con los distintos autores y sus obras en forma de subrayados, signos de exclamación y entusiastas anotaciones, quizá con la intención de hacerlos un poco míos, lo que, en definitiva, debe ser consecuencia natural de cualquier buena obra literaria. Pues bien, ‘Lecturas pendientes’ es, de entre todos los libros leídos últimamente, el que ha sufrido más daño por mi parte. Y lo merece, pues

CRIATURAS FANTÁSTICAS Floortie Zwigtman y Ludwig Volbeda. Editorial Libros del Zorro Rojo. 88 páginas. 24,90 euros. Edad recomendada: a partir de 6 años.

bitada por los temores, las supersticiones, los deseos, la sabiduría… de los hombres y mujeres de todos los tiempos y espacios. Con el subtítulo ‘Sobre dragones, unicor-

no hay gratuidad en las heridas infligidas: Pedro Ugarte ha ejercido sobre su obra una labor de contención y de síntesis y de esencialidad radical, de modo que nada sobra en sus textos. Como si hubiera decidido salvar solo sus propios subrayados, todo lo que escribe tiene una importancia singular, todo es interesante, inteligente o revelador. Quizá por la honestidad con que acomete la escritura: «No comprendo al escritor que traza párrafos de compromiso, párrafos instrumentales, utilitarios, donde no hay ningún destello / … / La literatura solo se justifica si el lenguaje incorpora una revelación». Esta es la índole de su escritura, y este es el modo en que Pedro Ugarte reflexiona y escribe: una genialidad a la que no estamos tan acostumbrados. Hay en este libro de pensamiento fragmentario un poco de todo lo que puede interesarnos y hasta deslumbrarnos: Pedro Ugarte medita sobre la labor del escritor, dando un buen repaso a todo lo que de verdad importa y constituyendo por ello todo un programa de escritura creativa, que abarca aspectos como la posición previa del escritor ante su obra («En el fuero interno de un escritor,

nios, grifos y otros seres mitológicos’, la obra se interna en un universo híbrido, que a caballo entre lo ilustrativo y lo literario extiende sus tentáculos por las diferentes culturas y le hinca el diente a todos los imaginarios; espolea la fantasía; da coletazos por tierra, mar, aire y cosmos, y conforma un retablo de seres extraordinarios que va desde la mitología grecorromana a los dragones chinos, pasando por los troles escandinavos, los niños estrella bailarines nortemaricanos o los jirats del Polo Norte. Bestiario espeluznante, en fin, y francamente hermoso.

Pedro Ugarte. :: GABRIEL VILLAMIL toda modestia debe considerarse una patología»), los cimientos en los que debe sostener su escritura, fundamentalmente la exigencia estética por encima de la historia que se cuenta («Solo escribir bien puede disculpar la evocación de una vida absolutamente común»), o la celebración de la escritura que es la lectura. Pero también habla del éxito y de la moralidad e inmoralidad del mundo literario y de algunas de sus miserias, recuerda a escritores que nunca deben ser olvidados (Aldecoa, Thomas Mann, Camus…), otros sobrevalorados (Bolaño), o a aquellos que han permitido que las tragedias humanas sean recordadas (Sándor Márai…), y se detiene en algunas minucias del pequeño mundo del escritor, con las que he son-

reído porque son también las mías (esa letra A del teclado que se ha borrado definitivamente), o en las relaciones ente escritores, o en «las convenciones y prejuicios del mundillo literario donde, por ejemplo, resulta casi obliga-

LECTURAS PENDIENTES (ANOTACIONES SOBRE LITERATURA) Pedro Ugarte. Ediciones Nobel, 2018. 170 páginas. 19,00 euros.

torio ser de izquierdas», o en la naturaleza de la novela y del cuento; todo ello trufado con relatos de su propia vida y de su experiencia, que convierten este libro en un original tratado del arte de escribir, del arte de vivir y del arte de enfocar bien la mirada sobre uno mismo y sobre los que nos rodean: sus prejuicios, sus pequeños secretos, sus mediocridades. En este sentido, estas ‘Lecturas pendientes’ son también una biografía literaria que no pierde de vista lo personal y cuya composición fragmentaria resulta fresca, espontánea, sincera y cercana. Además, quiero destacar la inteligencia de su autor, que no depende tanto de su sabiduría, que también, sino de una postura intelectual desprejuiciada y libre, capaz

de señalar los defectos de la sociedad, destruir falsos mitos y desvelar convenciones ridículas, apostando por una mirada auténtica, siempre sagaz, pero sin caer nunca en lo mordaz, pues su humanidad y su madurez se lo impiden. Con la misma firmeza con que expone sus ideas, evita imponerlas a los otros, pues al cabo, en su obra «solo hay gente chapoteando». Envolviendo todo ello, el estilo, la calidad estética a la que nunca renuncia, como ha demostrado en toda su obra y de la que es prueba singular el último publicado, ‘Nuestra historia’, ya que, como él mismo señala, «la fidelidad al estilo es en todo caso un acto moral» porque «no me interesa si la idea es verdadera: me interesa si es redonda».

ESE MUNDO (DE ESTRENO) AL QUE LLEGAN :: S. G. «Cuando yo nací nunca había visto nada. Solo la oscuridad de la barriga de mamá». Y así, desde ese comienzo en blanco sobre fondo negro, se van construyendo las percepciones, los descubrimientos, la aventura de ir aprehendiendo ese mundo nuevo al que abrir los ojos, el tacto, los olores, los sentidos todos… el universo recién hecho de colores tan vivos como solo los estrenos pueden pintar: las cerezas, los jardines, los sombreros, los pájaros, el fon-

do del mar. Y palabras y besos y gritos van maravillando a la boca, en tanto que una nariz sorprendida husmea y el desconcierto y las certezas acompañas cada aprendizaje, cada sabor picante o suave o caliente o frío, cada aroma a papilla o a pintura o a regazo. Y mientras se camina, se anda de puntillas, se vislumbran las luces y el blanco de las nubes, se escucha el canto del viento y el sonido de las hojas cuando caen, una fascinación nueva se va abriendo en cada pági-

CUANDO YO NACÍ Isabel Minhós Martins y Madalena Matoso. Editorial Takatuka. 32 págs. 13,50 euros. Edad recomendada: a partir de 3 años.

na: la seguridad de que, en la siguiente, aún habrá un pedazo de universo más por descubrir. Es por eso por lo que este álbum no acaba al final, pues al llegar aún quedan millones de cosas y lugares a las que asistir, cosas que se abren y se cierran y se extienden más allá de los dibujos de líneas simples y colores puros, más allá de la poesía sencilla que se derramas por sus breves y tiernas afirmaciones, más allá de la permanente, hermosa promesa de lo por venir.


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LOS LIBROS MÁS VENDIDOS FICCIÓN Toda la verdad de mis mentiras. Elisabet Benavent. Suma de Letras. Suenas a blues bajo la luna llena. Paola Calasanz (Dulcinea). Roca Editorial. Lluvia fina. Luis Landero. Tusquets. El último barco. Domingo Villar. Siruela.

USO Y NORMAS DEL CASTELLANO MARÍA ÁNGELES SASTRE PROFESORA DE LENGUA ESPAÑOLA EN LA UVA

¿PUEDE DECIRSE ‘LA CALOR’?

nombre ambiguo en cuanto al género. Los nombres ambiguos en cuanto al género contienen los dos géneros, sin que el uso de uno u otro dé lugar a realidades diferentes o implique cambios de significado. La elección de uno u otro género suele ir asociada a diferencias de registro o de nivel de lengua, o tiene que ver con preferencias dialectales, sectoriales o personales. No hay un catálogo en español de nombres ambiguos en cuanto al género. Lo normal es que este tipo de nombres no sean estables como ambiguos porque la tendencia

natural de los hablantes es a usarlos en uno u otro género, es decir, que los hablantes tienden a desambiguar. ¿Quién le pone la marca ‘ambiguo’ a un nombre? Son los lexicógrafos quienes lo hacen. Si el diccionario está basado en un corpus, su elección vendrá dada por los datos que proporcione dicho corpus. ¿Y si no hay corpus? En este caso se impondrá el criterio de los lexicógrafos, que tiene mucho que ver con el tratamiento que ha tenido el nombre en cuestión en los diccionarios anteriores. A mí me llama la atención que la

palabra ‘vodka’ siga considerándose en la actualidad como nombre ambiguo, a pesar de que nunca la he visto ni oído como femenina. Y también que lo sea ‘dote’, aunque advierte el diccionario que se usa más en femenino. Y me gusta que palabras como ‘ábside’, ‘alfoz’, ‘tilde’, ‘pastoral’, ‘teletipo’ o ‘monzón’ hayan dejado de serlo en la edición del diccionario académico de 2014 en relación con la de 2001. Hay nombres que no han sido etiquetados como ambiguos en los diccionarios a pesar de que está documentado su uso en ambos géneros (como es el caso de ‘vinagre’) y otros que sí están considerados como ambiguos a pesar de que apenas hay testimonios de su uso en uno de los dos gé- Hay nombres que no neros (como han sido etiquetados ‘esperma’). Y como ambiguos en pueden encontrarse re- los diccionarios, a ferencias a pesar de que está un uso madocumentado su uso yoritario en en ambos géneros uno u otro género, como en el caso de ‘reúma’ o ‘reuma’, considerado como ambiguo pero precisando que se usa más en masculino que en femenino. O como ocurre en el caso de ‘calor’, que no está considerado como ambiguo pero precisa que se usa también en femenino. Si se utiliza como femenino y dicho uso no está estigmatizado, no hay ningún problema en usarlo como tal. Normalmente quien lo usa en femenino solo lo hace cuando quiere hacer referencia al calor excesivo. Y saben que es nombre masculino en el resto de los casos.

 LO VAS A LEER

í. Pero no siempre. En el ‘Diccionario de la lengua española’, de la RAE, 23.ª edición (2014), la palabra ‘calor’ es un nombre de género masculino en todas sus acepciones. Pero en la primera acepción (sensación que se experimenta ante una elevada temperatura) se le informa al usuario del diccionario de que «en Andalucía y algunos lugares de América se usa también como femenino». Su uso en femenino era normal en español medieval y clásico. Recientemente he releído las ‘Novelas ejemplares’, de Cervantes, y en ‘La ilustre fregona’ dice: «Conviene que mañana madruguemos, porque antes que entre la calor estemos ya en Orgaz». Los primeros versos del ‘Romance del prisionero’ atestiguan su uso como femenino: «Que por mayo era, por mayo / cuando hace la calor / cuando los trigos encañan / y están los campos en flor...». Santa Teresa de Jesús también lo usaba en femenino: «porque la calor entraba mucha», «porque la calor entraba grande», «con la calor, que hacía mucha». El ‘Diccionario de Autoridades’ (17261729) la registra como voz masculina y añade que «algunos la hacen femenina, diciendo ‘la calor’». De la misma época (1729) es el ‘Tesoro de la lengua castellana. En que se añaden muchos vocablos, etimologías y advertencias sobre el que escribió el doctísimo Sebastián de Covarrubias, de Juan Francisco Ayala Manrique’ y dice a propósito de ‘calor’ que «en buen castellano es masculino, como en latín; pero el vulgo le haze femenino a veces». He buscado esta palabra en todos los diccionarios de la RAE y siempre aparece como sustantivo de género masculino excepto en el ‘Diccionario manual e ilustrado de la lengua española’ (1983), que la registra como

La frontera. Don Winslow. Harper Collins. Días sin ti. Elvira Sastre. Seix Barral. La sospecha de Sofía. Paloma G.-Garnica. Planeta.

NO FICCIÓN Cómo hacer que te pasen.... Marian Rojas. Espasa.

#EL NIÑO EN LA NIEVE

Come comida real. Carlos Ríos. Paidós.

Samuel Bjork. Suma de Letras. 456 páginas. 19,90 euros.

Diccionario de las cosas... Risto Mejide. Espasa Manual de resistencia. Pedro Sánchez. Península. No todo vale. Antoni Bayona. Península. Sapiens. De animales a dioses. Yuval N. Harari. Debate. El cerebro que cura. Álvaro Pascual-Leone, Álvaro Fernández-Ibáñez y David Bartés-Faz. Plataforma Editorial.

INFANTIL Y JUVENIL A doctor for my doll. Graciela Castellanos, Alejandra Viacava. Almadraba. Todas las mamás molan... ¡pero la mía más! Carmen Dolz. Edebe. Mi superabuela. Marta Cunill. Beascoa.

Un niño con unos cuernos de Bambi. Solo. En mitad de la carretera helada. Un conductor que lo encuentra. Y luego, un salto temporal de varios años. Ese chaval que protagoniza las dos primeras páginas del libro es tan relevante (aunque no vuelva a aparecer hasta casi 400 páginas después) que Samuel Bjork le ha dedicado el título de su tercera nove-

la. Recupera aquí a los investigadores Holgar Munch y Mia Kruger y uno tiene la sensación de que si no has leído las anteriores entregas de la serie (como ‘Viajo sola’) hay mucha claves que se escapan. A mí me ha pasado. Y no he podido disfrutar tanto de este ‘thriller’ canónico (con la trama asentada en diálogos, traumas infantiles, policías que son retirados de la investigación, asesinatos que parecen no tener relación... y final precipitado).

#LAS CENIZAS DE LA INOCENCIA Fernando Benzo. Plaza&Janés. 320 páginas. 19,90 euros.

Hay una conversación, en torno a la página 220, en la que Emilio, el protagonista, charla con otro personaje. Ese diálogo es el meollo de esta novela. Allí hablan sobre la lealtad, la amistad y el amor. Sobre qué es más importante en la vida, si confiar, entregarse y defender a los amigos o mantenerse fiel a la mano que te

Más reseñas en el Instagram @lovasaleer

da de comer. Sobre cuáles son más verdaderas: las relaciones construidas en sentimientos o las asentadas en los favores prestados. ¿Amistad o lealtad? Aquí esta la esencia de esta entretenida novela de posguerra, ambientada en un Madrid de jazz y estraperlo, de clubes nocturnos y bandas rivales. Una ciudad de corralas y churros donde se traza el origen inquietante (cuando no delictivo) de muchas de las fortunas actuales.

VÍCTOR M. VELA


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Algunas maneras de ser padre

ESPERANZA ORTEGA

:: MIKEL CASAL

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a existido alguna vez el padre auténtico, ejemplar, el modelo imborrable por el que el hijo se sintió siempre protegido? En la sociedad tradicional, la madre ocupa el lugar central en el ámbito afectivo, pero el padre es el primer ejemplo para el comportamiento futuro. Sin embargo, quizá porque es el único miembro de la familia con una vida autónoma, la figura del padre suele estar rodeada de un aura de misterio, como si hubiera algo en él que no se acabara de explicar. El escritor paquistaní Hanif Kureishi, autor del libro titulado ‘Mi oído en su corazón’, intenta resolver el enigma introduciendo la figura paterna en su propia escritura tras el hallazgo de un cuaderno con la autobiografía de su padre, de manera que ambas infancias se entrecruzan y dialogan entre sí. Otros escritores, sin hallazgos semejantes, consiguen acortar la distancia que les separa del padre por medio de la escritura de sus memorias. Manuel Vilas reflexiona en ‘Ordesa’ sobre este enigma insalvable mientras contempla una foto de su padre anterior a su nacimiento. Pero solo cuando desaparece, su padre se introduce en su intimidad: «Mi padre muerto duerme conmigo y me dice: «Ven, ven ya». (…) Estoy haciendo cualquier cosa y de repente aparece mi padre a través de un olor, de una imagen, a través de cualquier otro objeto. Entonces me da un vuelco el corazón y me siento culpable. Viene a darme la mano, como si yo fuese un niño perdido». Y es que en muchas ocasiones el hueco que deja la ausencia del padre en la vida del hijo posee una densidad mayor que su misma presencia. Quizá por esa razón hay tantos escritores huérfanos de padre. Algunos no poseen de él ni siquiera vagos recuerdos, como Gamoneda, aunque en su caso, el padre desaparecido le deja en

herencia el lenguaje poético, que será el faro de su vida: Gamoneda recuerda en ‘Un armario lleno de sombra’ que aprendió a leer en el único libro de poemas de su padre muerto. En el polo opuesto a esta actitud respetuosa y nostálgica hacia el padre perdido, se sitúa Sartre cuando reacciona de manera cínica a su orfandad: «Si hubiera vivido, mi padre se habría echado encima de mí con todo su peso y me habría aplastado. Afortunadamente, murió joven». Sartre refleja en esta frase la visión psicoanalítica de la necesaria muerte simbólica de la autoridad del padre para que el hijo conforme su propia identidad. Pero en su caso la muerte no es simbólica, sino real.

De ahí la sensación de impostura que nos produce esta reflexión. Todo lo contrario de lo que ocurre cuando leemos la ‘Carta al padre’, de Franz Kafka. Kafka también identifica a la figura paterna con la autoridad represora, cuya cercanía en vez de protegerle le arroja al abismo de la angustia. Así comienza su carta: «No ha mucho que me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe qué contestarte; en parte, precisamente por el miedo que te tengo». La sensación de estar inerme ante una autoridad tan opresiva le impulsa a refugiarse en la escritura, labor por la que su padre siempre sintió un profundo desprecio:

En dicha actividad, –dice Kafka– «había conquistado de hecho cierta independencia. En cierto modo me sentía a salvo escribiendo, podía respirar». ¡Qué diferencia entre la actitud avasalladora del padre de Kafka y la mucho más respetuosa hacia sus hijos de los padres ‘inútiles’ que aparecen en las memorias de otros escritores! Estoy pensando en el padre que se asoma a ‘El balcón en el invierno’ de Luis Landero o en el padre de Rosa Chacel, que se autodefinía como un ‘Don Nadie’: «Si alguien le hablaba de pretender un empleo brillante o de visitar a cualquier ministro o personaje o de tener de ordinario relaciones sociales que pudieran alguna vez servirle de ayuda, con-

testaba infaliblemente: -Yo no puedo hacer una cosa así. ¿Quién soy yo para pretender eso? Yo soy un Don Nadie. Sería ingenuo creer que esto fuera extrema modestia: todo lo contrario, era extrema soberbia. Era reconocerse en su extrema desnudez y dar el Don al Nadie que era». Y los padres de Rosa Chacel se acabaron divorciando. El divorcio es otra forma de desaparición del padre, que en muchos escritores deja una huella profunda. ‘Tiempo de vida’, de Giralt Torrente, nos ofrece un buen testimonio de este conflicto, mientras rememora su abandono justo en el momento en que el padre cae enfermo de muerte y acude a pedirle ayuda. El hilo que les une

con más fuerza es el del arte, pues ambos, el pintor Juan Giralt y el escritor Marcos Giralt combaten con el mismo monstruo mientras pintan o escriben: «Y estábamos allí, cada uno espejo del otro, practicantes de oficios parecidos, conectados por el hilo telefónico. Mirándonos desde lejos, a veces enfadados, a veces a la espera de reconciliarnos, a veces en un inestable idilio. Estábamos los dos, él en su estudio escuchando música mientras luchaba con un cuadro, y yo en mi casa luchando contra mí mismo mientras escuchaba música». ¿No es posible, entonces, una relación de amor entre padre e hijo que no genere cierta desazón al ser recordada? Para responder que sí es posible parece haber escrito Héctor Abad Faciolince ‘El olvido que seremos’. En ‘El olvido que seremos’, que debe su título a un poema de Borges que él mismo halla dentro de la americana de su padre cuando es asesinado por un sicario colombiano, el hijo devuelve al padre en forma de escritura lo mejor que ha recibido de él, la confianza en que llegaría a alcanzar la meta que deseara para su vida. Y esa vida que trasciende el olvido que seremos es la que germina en los lectores igual que un rosal que su padre cuidó siempre con esmero. Cuando un periodista le había preguntado por la rebeldía que le caracterizaba y que finalmente acabó siendo causa de su asesinato, él había respondido con estas palabras: «La rebeldía yo no la quiero perder. Nunca he sido un arrodillado, no me he arrodillado sino ante mis rosas y no me he ensuciado las manos sino con la tierra de mi jardín». Pero no decía toda la verdad. También se había arrodillado ante su hijo, al que adoraba por un motivo íntimo, sin explicación posible, que se oculta entre lo más secreto de la naturaleza de los padres ejemplares.


12 LA SOMBRA DEL CIPRÉS

Sábado 16.03.19 EL NORTE DE CASTILLA

Director: Ángel Ortiz Coordinador: Chema Cillero

Instalación de espuma y poliamia titulada ‘O tempo lento do corpo que è pele’ (El tiempo lento del cuerpo que es piel), de Ernesto Neto. :: J. VON BRUCHHAUSEN

Cautivos en las entrañas del mundo E

N Brasil hay dos selvas. Una de ellas agoniza y retrocede por culpa de la devastadora codicia de los hombres y la otra, compuesta por un coral caótico de favelas que surgen y se apilan gracias a una directriz orgánica digna de análisis, crece y respira entre la sociedad acomodada y los turistas. Así es Brasil desde hace décadas: una inmensa y espectacular paradoja limitada por contrastes chillones. A pocos kilómetros de distancia se despliega un resumen de la historia de la humanidad. Aquí, la disposición urbanística visionaria de Lucio Costa; allí, una tribu virgen. Aquí, los personajes supervivientes de Paulo Lins descritos en ‘Ciudad de Dios’; allí, el milagro de una

de las explosiones artísticas de vanguardia más determinantes del siglo XX. Porque eso ha sido para la historia universal del arte la aportación del movimiento neoconcreto, capitaneado por Hélio Oiticica entre otros muchos pues, si bien Oiticica ha sido capaz de articular las características fundamentales de la nueva objetividad brasileña y de, incluso, justificar su existencia, el arte brasileño es, en su conjunto, una suerte de manifiesto colectivo permanente que se reafirma generación tras generación, que se marchita y brota, como la foresta exuberante de la Amazonia. Su influencia es detectable en las corrientes de curación artística que vive nuestra Europa legañosa, cuya imitación, lejos de transmitir sensacio-

nes humillantes sustenta una esperanzadora y fresca honradez. La nueva objetividad brasileña ha buscado siempre soluciones estéticas que permitieran atacar los conceptos convencionales del arte tradicional y ha buscado en la colectividad de sus propuestas, en la acción conjunta, una huida del ensimismamiento artístico y mercantilista. De igual modo, su compromiso

Las obras de Ernesto Neto a menudo engullen al espectador y lo digieren

social, su indisimulada disposición a afrontar los graves problemas políticos, lejos de limitar su pervivencia, ha logrado convertir sus manifestaciones artísticas en el retrato fiel del momento histórico; una suerte de instantánea que habrá de ser leída por las generaciones futuras con el debido predicamento. Sin embargo, habrá aún quien crea que el arte brasileño de vanguardia asume sus postulados desde un elitismo intelectual ajeno a la miseria que se hacina al otro lado de la puerta acristalada de las galerías. No es así. En esencia nace, precisamente, gracias al despertar de una conciencia social herida capaz de identificar su desventaja cultural, su necesidad de hallar los pilares que sustenten una iden-

OVEJAS NEGRAS RAFAEL VEGA

tidad cultural que sustituya la colonización constante. Así surgió en los años cincuenta el rechazo por el caballete, la objetualización de la obra y, poco después, la inclusión del espectador en la misma. Podría decirse que ya camina la idiosincrasia brasileña por su segunda generación, tan desarrollada, tan adulta, que importantes exponentes, como Ernesto Neto, han logrado finalmente que la obra adquiera una vida artificial capaz de apropiarse de la entidad vital de quien la observa. Para Ernesto Neto la experiencia artística supera a la obra. Su carácter efímero, vivencial, es más importante que una obra que no existe, en realidad, por si misma. Si bien pudiera parecer que sus instalaciones, compuestas a menudo por especias embolsadas que eliminan su esencia, o telas adaptables que modifican el entorno, lo cierto es que, a la postre, no sólo rodean al espectador. En algunos casos lo engullen y lo digieren, como si fueran criaturas vivas y trascendentales capaces de superar nuestro tiempo histórico, tan limitado, y asimilar nuestra esencia con fines que, por suerte o por desgracia, habrán necesariamente de escapársenos.


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