Somos historia y museo
R JOAQUÍN ROBLEDO
epetimos asiduamente una frase del filósofo George Santayana, «los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla». Pero, quizá por clasismo, la traemos a colación en sentido inverso al que fue enunciado, arguyendo que el simple hecho de haber estudiado evita el peligro de volver a las andadas. El humano, como el escorpión, no puede dejar de actuar en contra de su naturaleza: generación tras generación repetirá inexorablemente sus comportamientos. Conviene tener en cuenta un matiz, con su aforismo, Santayana se limita a plantear los comportamientos deleznables –de ahí ese ‘condenados’–, pero la historia también está repleta de momentos, actuaciones y procederes que merecen ser conocidos precisamente para poderlos repetir. Lo que en realidad en estas tierras impide repetir la historia es la falta de protagonistas jóvenes. Bastante tienen buena parte de nuestros municipios con esperar dignamente el final como para andar pensando en recrear aventuras históricas. En recrear de verdad, digo; que para rememorar y representar sí nos da. Nuestra meseta, con sus diversas denominaciones, con sus líneas fronterizas móviles, exuda historia hasta el punto de que resulta imposible acordarnos de todos los nombres, de todos los hechos. Nos ocurre como a la señora que hacía de guía en la iglesia de Santa Eulalia de Paredes de Nava cuando de niño la visité por primera vez. La mujer, entre historias de Jorge Manrique, tablas de Pedro Berruguete y un calvario de la escuela de su hijo Alonso, olvidaba algún dato. Para mantener la dinámica de su relato memorístico, convertía al autor olvidado en anónimo y pasaba sin más a la siguiente obra. Somos historia. Con solo mirar a nuestro alrededor observamos que ella misma ha conformado un museo inabarcable, que en cada municipio hay una Iglesia o parte de ella, un castillo o lo que queda de él, que dan fe de lo ocurrido. Pero que den fe no es sinónimo de que se les haya hecho mucho
282 | EL NORTE DE CASTILLA 2022 | Memoria Viva de Castilla y León |
Placa del monumento a Francisco de Carvajal en Rágama. caso. Un inventario de lo perdido superaría a otro en el que se listara lo que queda. Mantener todo ese acervo es un deseo comúnmente repetido, pero siempre nos queda la abierta la posibilidad de ir más allá, de no solo mantenerlo sino de mostrarlo, de obtener rédito del pasado y de sus vestigios. En buena parte se ha conseguido, aunque siempre parezca poco. Al fin y al cabo esta época es –como definió la monja agustina del Monasterio de Nuestra Señora de Gracia de Madrigal de las Altas Torres que me mostró ese edificio en que nació Isabel I de Castilla– la del
«En cada municipio hay una Iglesia o parte de ella, un castillo o lo que queda de él, que dan fe de lo ocurrido. Pero que den fe no es sinónimo de que se les haya hecho mucho caso» turismo. Y este trasiego de visitantes, convertido en industria, siempre parece poco. Quizá cabe aspirar a más, pero no a mucho más. No son pocas las veces que escuché que no sabemos vender lo propio. Como contraejemplo, el de Tazones (Asturias) –simplemente porque Carlos I desembarcó allí– lo celebran en agosto y acuden miles de personas.
O en la otra punta del mapa, en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), sacan más rédito al supuesto de que desde allí Isabel I viese por primera vez el mar que Madrigal a su nacimiento. No extraña, casi nadie recuerda que en un derruido monasterio de esta misma localidad, Fray Luis de León fue elegido provincial de Castilla de los agustinos y poco más de una semana después falleció allí mismo. En cualquier caso, no es demérito. El turismo cultural nunca será de masas. Y cuando acuden muchos –Tazones, Sanlúcar– es porque al lado está la playa. Podrán decir que Madrid no la tiene, ni París, ni Roma, ni Berlín. Pero son grandes ciudades con una inmensa oferta de ocio, epicentro del gran turismo. Es verdad que si nos ponemos, nos ponemos. Si se trata de valorar lo nuestro, sea esto como sea, el ejemplo es Rágama. Allí, en la población en que las intrigas del que sería Juan II de Aragón condujeron al secuestro de Juan II de Castilla, se alza un pequeño monumento donde se resalta la figura del local Francisco de Carvajal, ‘el Demonio de los Andes’, participante en «la empresa de España en Indias» porque «hizo gala de crueldad». Eso sí, «una crueldad acompañada de un peculiar sentido del humor». El que no presume es porque no quiere.