Juan Ponce de León Santervás de Campos, 1460 / La Habana, 1521
Descubridor de la Florida
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N 1508, Juan Ponce de León conquistó la isla de Borinquén (Puerto Rico), y en 1513 fue el primer europeo que desembarcó en la parte norte del continente, cuando descubrió la península de Florida, que él creyó isla. Excelente marino, durante los siete meses de expedición identificó la Corriente del Golfo, ruta que facilitó de forma asombrosa el tornaviaje a España. Se dice que el explorador castellano buscaba en su periplo la Fuente de la Eterna Juventud, una leyenda de los taínos, la población precolombina de las Abtillas. Ponce de León había nacido en Santervás de Campos (Valladolid), de familia noble aunque caballero pobre, como lo califica el cronista Fernández de Oviedo. De niño fue paje en la Corte de Fernando V, el Rey Católico y ya siendo veinteañero probó destino en la milicia, donde un joven de espíritu aventurero y sin recursos podía medrar y soñar con la gloria. Participó en la Guerra de Granada y al término, nuestro fogoso soldado se embarcó rumbo a La Española, en busca de fortuna. No acabamos de saber si viajó con Colón en la segunda singladura de 1493 o fue en la mítica expedición que capitaneó Nicolás de Ovando en 1504, con 32 naves y 2.500 colonos, en la que también viajaron por primera vez Pizarro, Balboa, Las Casas y otros futuros conquistadores. Lo que sí sabemos es que dos años después dejaba a Ovando impresionado cuando aplastó al cacique Cotubanamá, que se había sublevado en Higüey, la comarca oriental de La Española. En recompensa, recibió unos terrenos junto al río Yuma además de un gran número de indígenas en régimen de encomienda. Allí se
asentó el conquistador con su esposa Leonor, una mujer india cristianizada, y cuatro hijos, pues tanto él como Ovando fueron pioneros en la fusión de razas y culturas durante la primera conquista. Ponce de León prosperó rápidamente con la explotación de las minas de oro, las cosechas y la ganadería en una zona donde las carabelas españolas efectuaban su última parada de aprovisionamiento antes de regresar a la Península. La Española, sin embargo, se le quedó pequeña. Su impulso explorador se fijó en otra que los nativos llamaban Boriquén, y que él más tarde renombraría como Puerto Rico. De hecho, la isla estaba próxima a sus dominios y podía verse en la lejanía desde La Española en los días claros. En 1508 Ponce de León recibió cédula real para explorarla y colonizarla con el título de gobernador. Allá fue con cincuenta hombres y los taínos se sometieron sin problema gracias a que el cacique Agüeibana se convirtió al Cristianismo. Ponce se
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dedicó a fundar ciudades, extraer oro y plantar caña de azúcar de Canarias pero, tras la muerte del cacique, los indios se sublevaron contra el régimen de encomiendas que los había sometido a trabajos forzados para extraer oro y cultivar caña. La lucha fue encarnizada, hasta que el español se impuso. En 1511, sin embargo, se presentó allí Diego Colón, hijo del Almirante, para reclamar las tierras descubiertas por su padre durante su segundo viaje al Nuevo Mundo. Con el apoyo del Consejo Real, sustituyó a Ovando en el gobierno de las Indias y a Ponce del de Puerto Rico. Tuvo que buscar fortuna en otro lugar, ya que buena parte de sus bienes fueron confiscados. El capitán vallisoletano se embarcó entonces en una exploración hacia el norte en la que descubrió la península de Florida (1513); sin embargo, no pudo establecerse en tierra ante la hostilidad de los indígenas. En aquel viaje, sin embargo, descubrió la Corriente del Golfo, una fuerza motriz mayor que el viento que en el futuro habría de facilitar el regreso a España. Las revueltas de los nativos y la falta de entendimiento con Diego Colón convencieron a Ponce de volver a España y solicitar a la Corona el gobierno de Florida. En 1514 el conquistador mantuvo un encuentro con el rey, que le nombró Capitán General y Adelantado, además de otorgarle un escudo de armas y confirmar sus derechos sobre Florida. En el año 1521, el conquistador y descubridor vallisoletano hizo su segundo viaje a Florida. En el mismo desembarco los indios cayeron sobre ellos. El Adelantado cayó gravemente herido y pocas semanas después falleció en La Habana.
Gregorio Fernández Sarria, 1576 / Valladolid, 1636
La perfección en la escultura
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REGORIO Fe r n á n d ez representa la cima de la esultura religiosa policromada de la Escuela Castellana del Barroco. De origen gallego, llega a Valladolid en 1600. Cuando poco después la ciudad es sede de la Corte de Felipe III, cuenta ya con taller propio, lo que indica la formación técnica que obtuvo junto a su maestro Francisco del Rincón. Continuador de la veracidad renacentista de Alonso Berruguete y el dramatismo barroco de Juan de Juni, acusó también la influencia neoclásica de Pompeo Leoni, Juan de Arfe y otros, hasta liberarse del manierismo imperante y lograr un sobrio naturalismo que lo convirtió en una cumbre del Barroco y el «Fidias español». Toda su obra está realizada en madera policromada. El escultor trabajó el resto de su vida en Valladolid, donde se encuentra la mayor parte de su obra, repartida entre conventos, cofradías procesionales y el Museo Nacional de Escultura. Al comienzo de su producción siguió el modelo de las imágenes religiosas cargadas de emoción de Juan de Juni, pero incorporó al antiguo lenguaje escultórico un mayor naturalismo. Y no sólo en gestos y actitudes, también en la policromía. Propugnó, y así lo exigió a sus alumnos, abandonar el oro y los tonos brillantes tan en boga para iluminar las figuras con colores sacados de la paleta natural. En línea con otros escultores de entonces, como Bernini, vivía la acción de tallar como un acto de fe extremo, en trance. La estética que conseguía alcanzaba así un grado místico que el espectador podía compartir. Y aunque sus figuras contienen sobre todo an-
gustia, dolor y sufrimiento, no dejan de transmitir cierta sensualidad, como ocurre con Bernini. Así puede verse en los labios entreabiertos y perfectos de María en éxtasis con el Hijo en su regazo; o el cuerpo de Jesús, expuesto desnudo al escarnio con una asombrosa armonía corporal. El dramatismo, siempre contenido, se manifiesta de forma realista en la honda expresión de los rostros y en la utilización de refuerzos como ojos de cristal, uñas y dientes de asta o gotas de sudor, sangre y lágrimas de resina que completan el efecto de autenticidad. Igual que en su forma de tratar las vestiduras con amplios pliegues rígidos en lo que se conoce como «plegado metálico». Es inspirador de ciertos arquetipos de la imaginería barroca, como los Cristos yacentes y cultivador de modelos renacentistas, llevados a su estilo, como la piedad o los calvarios entre San Juan, la Virgen María y la Magdalena. Muy importante resulta su contribución al tipo de retablo del Barroco temprano, con exquisitas figuras que se alejan de la estética escurialense para in-
tegrarse en el Barroco pleno, como en la iglesia de San Miguel de Valladolid. Gregorio Fernández fue un artista genial y entregado por completo a su trabajo; aunque murió temprano, a los 60 años, dejó un cuantioso legado que puede contemplarse en muchos lugares de España. Entre las siete versiones que realizó del ‘Cristo yacente’, siendo todas magníficas, destaca la del Museo Nacional de Escultura, por su impresionante perfección y belleza, con un estilo muy en la línea jesuítica de la Contrarreforma. Otra talla que expresa un dolor contenido pero auténtico es el ‘Ecce Homo’ del Museo Diocesano, cuyo rostro y cuerpo alcanzan la cima del arte escultórico. En las tallas de ‘La Piedad’ introdujo grandes novedades sobre el modelo de su maestro Rincón, presentes ya en las figuras que se conservan en Carrión, La Bañeza o Burgos. Pero fue sobre todo en la magistral ‘Quinta Angustia’, de la iglesia de San Martín de Valladolid, donde se plasma la apoteosis de su arte, así como en la ‘Sexta Angustia’ y los pasos procesionales del Descendimiento y la Flagelación, realizados para la iglesia de la Vera Cruz También creó varios tipos iconográficos, como la Inmaculada, Santa Teresa de Jesús y la Magdalena penitente, que fueron después muy imitados. Alcanzó tan alto grado de virtuosismo que ya en su tiempo, gracias a la Gran Procesión vallisoletana del Viernes Santo, suscitaron un verdadero fervor popular. Su obra puede contemplarse, además de las iglesias vallisoletanas en el formidable Museo Nacional de Escultura, junto a otros maestros como Juan de Juni, Berruguete o Pedro de Mena.
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José Zorrilla Valladolid, 1817 / Madrid, 1893
Ídolo a su pesar
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UNQUE Zorrilla tuvo mucho reconocimiento en vida, no lo disfrutó demasiado. Su vida fue precaria y él no apreciaba mucho su obra, como dejó escrito en su autobiografía. Simboliza en gran medida el modelo sufriente de poeta romántico. Su padre fue un hombre de carácter autoritario e ideas absolutistas, afecto al carlismo más tradicional. Tras vivir en Valladolid y pasar por Burgos, donde el padre fue gobernador, la familia recaló en Madrid. En la capital el progenitor desempeñó los cargos de alcalde de corte y superintendente de policía, oficios que al parecer cumplía con verdadero celo, mientras José ingresaba con nueve años en el jesuítico Seminario de Nobles. Según cuenta él mismo con sorna, «en el colegio tomé la costumbre de descuidar lo esencial para dedicarme a la esgrima y las bellas artes. También a la lectura de Walter Scott, Chateaubriand y Fenimore Cooper, cometiendo al fin, a mis doce años, mi primer delito de escribir versos». Los jesuitas lo celebraron, fomentaron su inclinación y él comenzó a recitarlos y a actuar de galán en las obritas que representaban. Con la muerte de Fernando VII en 1833, el padre fue desterrado a Lerma. El hijo fue enviado a estudiar a Toledo con un pariente canónigo, pero como el chico se dedicaba más a las chicas y a la poesía el canónigo lo reenvió a Valladolid donde, en el diario ‘El Artista’, el precoz romántico publicó sus primeros versos. El padre, naturalmente, montó en cólera, desistió de hacer de él alguien de provecho y ordenó que lo llevaran a Lerma para cavar viñas. A medio camino José, rebelde por naturaleza, se esca-
pó, robó una mula y se plantó en Madrid. Allí frecuentó los ambientes bohemios, pasó mucha hambre y comenzó su quehacer literario. Un discurso revolucionario en el Café Nuevo hizo que le persiguiera la policía. José se refugió en casa del tenor italiano Massard, de quien se había hecho amigo. Tras el suicidio de Larra, el tenor consiguió que su protegido recitara una elegía en honor al genio desaparecido. Allí, al pie del sepulcro de ‘Fígaro’, Zorrilla leyó un vibrante poema que lo encumbró de inmediato ante lo más granado de la sociedad madrileña. Tenía 20 años. Con 22 se casó con Florentina O’Reilly, una viuda mayor que él y arruinada. El fracaso del matrimonio no tardaría en llegar y lo persiguió durante años, pues la señora era violenta y celosa. Tras el fulgurante éxito de ‘Don Juan Tenorio’, y huyendo de Florentina, fue a París y se hizo amigo de Dumas, George Sand, De Musset y Gautier. Su vida parecía enderezarse. Los recitales que ofrecía y
los dramas que estrenaba tenían un éxito arrollador. Vuelto a Madrid fue nombrado miembro de la Junta del Teatro Español; el Liceo le tributó un homenaje y la Real Academia Española lo admitió en su seno, aunque no tomaría posesión hasta el año 1885. La muerte del padre, en 1849, le causó un duro golpe: el viejo cascarrabias se negó a perdonarle la huida y la boda, dejando un peso enorme en la conciencia del hijo. También le dejó un montón de deudas. Presa de una crisis de ánimo y escapando de nuevo de Florentina, se estableció en París (1851) y posteriormente en Londres (1853), sin que pudiera librarse de sus estrecheces económicas. En París, sin embargo, endulzó sus penas Leila, a quien amó con pasión. En el 54 embarcó rumbo a México, donde llevó durante doce años una vida de aislamiento y pobreza, mientras seguía escribiendo. Cuando Maximiliano fue coronado emperador, en 1864, Zorrilla se convirtió en poeta áulico y director del Teatro Nacional. Más tarde, el fusilamiento de Maximiliano le produjo una profunda crisis religiosa y regresó a España, donde se le admiraba, aunque lo consideraran ya pasado de moda. Muerta su esposa, se casó con Juana Pacheco (1869), siguiendo con los apuros económicos, de los que no lo libraron ni la comisión gubernamental concedida para Roma ni una tardía pensión nacional. En 1889 fue coronado en Granada «Poeta Nacional», por el Duque de Rivas. Murió en Madrid a consecuencia de un tumor cerebral. Su entierro fue un multitudinario homenaje, a pesar de que él no quería honores ni tributos.
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Mariemma Íscar, 1917 / Madrid, 2008
Bailarina, coreógrafa, maestra
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N Mariemma todo resulta natural y perfecto: su técnica, su arte, su capacidad de gestión, su encanto. Se llamaba en realidad Guillermina Martínez Cabrejas. Nació en Íscar en 1917, pero a los dos años la familia se trasladó a París, donde su padre, zapatero de profesión, esperaba encontrar porvenir para sus diez hijos en una ciudad que, recién salida de la guerra, quería bailar charlestón con sus nuevos zapatos de moda. A Guillermina le encantaba bailar y lo hacía constantemente, alentada por su madre, una excelente bailarina de boleros, jotas y sevillanas. Un día un pintor la descubrió bailando por la calle con 9 años y la envió a una conocida maestra. Un año después figuraba como bailarina en la Escuela de Danza del Teatro Châtelet; a los doce era solista del Teatro Olympia y ya había realizado su primera coreografía (‘Córdoba’, de Albéniz). Entonces era conocida como Emma. En París tuvo también la suerte de aprender con los maestros Francisco Miralles y Juan Martínez, dos de los últimos bailarines de escuela bolera, el verdadero baile clásico español extendido por Europa en el siglo XIX. Fue testigo además de cómo los grandes compositores españoles, Falla, Albéniz o Turina, servían con su música a la gran revolución coreográfica del baile español. La gran educación artística que tuvo en París le ayudó a forjarse un sólido criterio que siempre defendió. Aunque regresó a España en 1931 y 1934 para estudiar los bailes populares, no es hasta 1942 cuando estrena por primera vez. Y lo hace en su tierra natal, Valladolid, a la que empieza a
amar de cerca. En 1943 se presentó en Madrid junto al pianista Enrique Luzuriaga, exhibiendo una compenetración perfecta que nunca se rompió. Mariemma continuó el legado artístico de renovación, pureza y estilo que Antonia Mercé, La Argentina, había dejado en los años 20 y 30. Y, como ella, rescató los conciertos de danza. A partir de la década de los 40 empieza a acumular grandes elogios de la crítica más respetada. Su fijación era coreografiar, pero para eso necesitaba dirigir. Con la concesión en 1950 del Premio Nacional, su carrera siguió en ascenso. Tras la experiencia en la Scala de Milán, cuando en 1952 el magno teatro le ofreció la dirección de una escuela de danza española, se sintió preparada y montó su propia compañía, que estrenó en 1955. En 1958 fue bailarina invitada del Grand Ballet del Marqués de Cuevas, un bon vivant chileno, casado con una Rockefeller que quiso recuperar el espíritu de Diaghilev.
Después de numerosas giras por Europa y América con su grupo, Mariemma Ballet de España, en 1969 recibió el encargo de dirigir la Escuela Superior de Arte Dramático en Madrid. Por fin, a mediados de los 80, creó su propia escuela de danza. La bailarina vallisoletana siguió trabajando y recibiendo reconocimientos. En 1981, el Rey le impuso la Medalla de Oro de las Bellas Artes. Como gran admiradora de Antonia Mercé, Mariemma pudo hacer realidad su deseo de homenajearla. Primero en 1982, con el patrocinio de la Unesco, estrenó ‘La Danza de los Ojos Verdes’, que Granados creó para La Argentina; luego, en 1990, el Ministerio de Cultura le encargó un ballet para celebrar el centenario de la genial bailarina, en el que Mariemma, a sus 73 años, bailó. Entre conferencias en La Sorbona y el Kennedy Center, coreografió ‘Danza y Tronío’. Y aunque en 1985 se jubiló, montó un centro privado. En 1997 publicó el libro ‘Mis caminos a través de la Danza’, donde realiza un recorrido por su vida y obra e incluye un tratado sobre danza española. En él sostiene el criterio los de historiadores cuando afirman que la fuente del ballet clásico arranca en España. Y como éste es la base sobre la que debe iniciarse el bailarín, hay que estudiar de manera progresiva las cuatro formas de la danza española: el folclore, la escuela bolera, el flamenco y la estilización coreográfica e inculcar al bailarín la curiosidad por otros conocimientos que le enriquezcan. Todavía en 2002, con 85 años, realizó un bolero para un certamen de danza. Falleció en Madrid en 2008.
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Miguel Delibes Valladolid, 1920 / 2010
El pulso de la tierra
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URANTE decenios fue la figura andante con fondo de Campo Grande y calles aledañas, una presencia que llenaba el aire y despertaba sonrisas y codazos a su paso en su Valladolid natal. Iba y venía a diario. Cruzaba absorto mientras su cabeza componía la gran sinfonía sobre Castilla la Vieja que tanto entusiasmo ha suscitado en todo el mundo. O pensaba en cómo sortear la censura en El Norte de Castilla, cuando en su etapa como director comenzó una campaña para reivindicar el campo castellano y las intromisiones del impetuoso ministro Fraga Iribarne le obligaron moralmente a dimitir en 1963. Años después, durante su paseo por el parque «para estirar las piernas», el trompeteo de los pavos reales envuelve la memoria de argumentos y paisajes, de cada personaje inolvidable: don Eloy, Lorenzo, el Nini, Menchu y Mario, Jacinto, el señor Cayo, Azarías, Paco el Bajo, la Milana Bonita, Gervasio o el hereje Cipriano. Para crearlos, Delibes recorrió minuciosamente el campo en jornadas de caza que le daban serenidad y tiempo para pensar a gusto, auscultar la tierra y estudiar sus gentes: los guardeses que vivían abandonados, los labradores victimados por el progreso, la mentalidad reaccionaria imperante. Una tierra que también le devolvía la verdad de las cosas; en el canto encelado de la perdiz macho, el sol dorado del amanecer en invierno sobre la hierba blanca del rocío congelado, la sonrisa franca del Nini y tantos otros chavales dispuestos a comerse el mundo o la retranca resignada del jubilado. Niños, ancianos y víctimas de
la sociedad, las especialidades magistrales del obrador en manos de Miguel Delibes. El escritor cruza el parque, su parque, a paso de cabalgadura y sin detenerse. Cruza la Fuente de la Fama y mira de soslayo el estanque de los patos y las carpas. Llega al Paseo del Príncipe, donde el recorrido es paisaje pero también recuerdo. Ahí desoye los graznidos de las grajetas y el gañido de las urracas, como secundarios molestos, porque la trama ha vuelto a su propia vida. La moviola del recuerdo devuelve nítidas las imágenes. Comienzos de los años 40, ha regresado de una guerra en la que prefirió la distancia que pone el mar entre los contendientes. Estudiante de Comercio, conoce a quien habrá de elevarlo sobre la grisalla de sotanas, el furor rencoroso de arribaespañas y su propio pesimismo: Ángeles de Castro, la musa práctica que lo empujó a escribir, la exquisita, inteligente y sociable Angelines. Con ella, su amiga y el novio de su amiga, formaron un cuarteto adic-
to al cine de Hollywood y a las tardes del café Royalty. Juntos celebraron el premio Nadal que Miguel consigue en el 48 recién casado, con ‘La sombra del ciprés alargada’, una obra inaudita de honda prospección en la desnudez humana frente a la muerte, en la línea de Musil y otros autores europeos. Con Ángeles construye su obra y su familia de manera simultánea. Ella corrige los manuscritos y es cómplice de personajes y argumentos. En ‘El Camino’ y ‘Las ratas’, el escritor describe la felicidad sin desbastar de la infancia; en ‘La hoja roja’, metáfora de la que aparecía al final del librillo de papel de fumar, aparece la visión desencantada del que se ve próximo a la muerte. La obra de Delibes es muy conocida y totalmente vigente. Cada año se representa ‘Cinco horas con Mario’ con éxito garantizado y ‘Los santos inocentes’ figura como una de las más grandes e inolvidables películas del cine español. ‘El Hereje’ sigue batiendo récords de lectura. El escritor va llegando al final del paseo. Ángeles se desvanece como en aquel fatídico noviembre de 1974, cuando su fallecimiento le partió la vida en dos. Entonces no quiso mudarse a Madrid, a pesar de su elección para la Real Academia el año anterior y de tener sobre la mesa en 1976 la tentadora oferta de dirigir el recién nacido ‘El País’. Prefirió quedarse en su paisaje, como los árboles, guiar él mismo el argumento de su vida, alimentar su pasión siempre viva. Cuando al fin sale a la Plaza Zorrilla, ya no hay remedio: la figura se ha hecho bronce en su estatua.
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El Empecinado Castrillo de Duero, 1775 / Roa, 1825
Héroe de la libertad
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E levantó en armas cuando Napoleón, a base de engaños, se apoderó de España. Luchó por la libertad de la patria y apoyó la Constitución liberal de 1812. Se llamaba Juan Martín, y fue el más célebre luchador por la dignidad, hasta su martirio final. Juan era el primogénito de una familia de labriegos de la comarca de Peñafiel. Debe su apodo a la pecina del arroyo local, pues tan pegajoso es el légamo negruzco de sus aguas que los forasteros llamaban a los de Castrillo «empecinados». Y fue él quien, por su raro y redomado tesón, donó este hermoso vocablo a la lengua española. Empecinarse es, desde su ejemplo, empeñarse a fondo en algo y «empecinado» aquel que lo intenta por encima de todo, una y otra vez. En la Guerra de Independencia (1808-1814) El Empecinado empezó de jefe guerrillero y terminó como mariscal de los Reales Ejércitos. Salvo la del Rebollar, no falló ninguna de sus 109 acciones. Deshacía convoyes, interceptaba correos imperiales, humillaba a famosos generales, incluso se rio del mismísimo rey José, invitándole a cenar en Madrid. Sus hombres le obedecían ciegamente por su carisma; era un maestro en el arte de aparecer y desaparecer, causando enormes destrozos con la táctica de guerrillas. El Empecinado fue el máximo defensor de la Constitución gaditana de 1812, una actitud contumaz que sostuvo contra los intentos de soborno de Fernando VII, y que acabó por costarle su ejecución en la horca en 1825. Siempre sostuvo sus nobles ideales, ante todos y en cualquier circunstancia. Ya había dejado bien claras sus con-
vicciones en un escrito de 1810: «Yo no peleo por ambiciosos ni fanáticos; ni por frailes hijos de la superstición y la ignorancia; ni por los grandes señores, soberbios, haraganes y despóticos. Peleo para que mi nación sea independiente y recobre sus derechos y la libertad». Defensor de la dignidad humana por encima de tronos y credos, Juan Martín aparece con los mejores atributos del héroe romántico: seductor, victorioso, mujeriego, adorado por sus tropas, aclamado por el pueblo, con su retrato impreso en miles de pasquines, versos y panfletos. Incluso las damas de la corte inglesa, en plena guerra contra Napoleón, llevaban su retrato en camafeos prendidos en el pecho. Pero el héroe también conoce su calvario. Tras su brillante actuación en el proceso de la Revolución española liberal, la política represiva de Fernando VII, a quien había ayudado a recuperar el trono, se vuelve contra él. Honrado sin fisuras,
rechaza el intento de corrupción del monarca que intenta atraerlo al bando absolutista ofreciéndole un millón de reales y el título de conde de Burgos. El jefe guerrillero se convierte en aquel momento también en líder político. La apoteosis llega con el levantamiento de Riego de 1821 y el Trienio Liberal. Su autoridad es indiscutible, de forma que cuando los Cien Mil Hijos de San Luis invaden España para ayudar a los absolutistas, él vuelve a ponerse al frente de sus tropas, aunque esta vez la fortuna no estará de su parte. La derrota entonces lo cerca hasta que, abandonado por todos, se dirige hacia su comarca, donde es apresado. Tres años de prisión en una mazmorra de Roa forman el tramo final de la vida del antiguo guerrillero hasta su trágico desenlace. El odio absolutista consigue que se le aplique la pena capital, tras un proceso salpicado de sobornos en la Audiencia de Valladolid. Una última hazaña corona la leyenda. Cuando lo conducen al cadalso, desde la cárcel a la plaza de Roa donde se levanta el patíbulo, ve en la primera fila de la multitud a su antigua mujer del brazo de un absolutista. Enfurecido, se libra de sus captores rompiendo las cadenas, arrebata una espada a un guardia, mata al acompañante de su mujer, hiere a otros y se refugia en el suelo sagrado de la Colegiata. Allí los clericales no respetan la inmunidad eclesial y sólo consiguen neutralizarlo cuando, lanzándose en tromba, arrojan un saco sobre su cabeza y lo muelen a palos. Al final, sus enemigos no tendrán el placer de verlo retorcerse bajo el sogal de la horca. Sólo han podido conformarse colgar su cadáver.
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Francisco Cossío Sepúlveda, 1887 / 1975
Escritor y periodista
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IEMBRO de una familia aristocrática cántabra afincada en Valladolid, Francisco era el mayor de cuatro hermanos que quedaron muy pronto huérfanos. El segundo fue José María, autor de la famosa enciclopedia taurina que tuvo a Miguel Hernández como ayudante; Mariano, el pequeño, se convirtió en un destacado pintor adscrito a la Nueva Figuración de entreguerras. Los Cossío eran foramontanos, es decir descendientes de aquellos cántabros que en el siglo IX repoblaron Castilla. Hasta que los padres fallecieron uno tras otro, cuando Mariano tenía sólo tres años, vivieron en la Plaza Mayor de Sepúlveda, donde la familia tenía el palacio-castillo medieval, desde cuyos balcones veían los toros. Los veranos los pasaban en Tudanca (Cantabria), en la casona de un antepasado indiano. Eran nietos del general carlista León Martínez-Fortún, conde de San León, parientes próximos de los Cuesta, fundadores del Banco Castellano de Valladolid y sobrinos-nietos de Bartolomé Cossío, fundador con Giner de los Ríos de la Institución Libre de Enseñanza. La orfandad de los niños dejó su tutela a la abuela paterna, Dolores de la Cuesta Polanco, quien repartía el año entre su palacete de Valladolid (la actual Casa Revilla) y la casona montañesa de Tudanca. Francisco estudió Derecho en la Universidad vallisoletana, pero su vocación era el periodismo, el teatro y la narrativa. Antes de acabar la carrera ya había escrito su primera novela, ‘La casa de los Linajes’, y formaba parte de la tertulia del Calderón. Políticamente estaba en la órbita de Santiago Alba, el político liberal fundador de El Nor-
te de Castilla, por quien se vinculó con el periódico, llegando a ser su director entre 1931 y 1943. También fue subdirector de ABC. En 1929 recibió el Premio Mariano de Cavia por un artículo del Norte. Otro de 1924, en el que satirizaba a los somatenes, fue el causante de su destierro por la Dictadura de Primo de Rivera, primero en Francia y después en Las Chafarinas. Durante su exilio escribió varias novelas, entre ellas ‘La rueda’, que el hispanista Cassou califica como «un pequeño Fausto». De vuelta a España publicó ‘Aurora y los hombres’, en 1931, y ya en la posguerra ‘Taxímetro’ (1940), ‘Elvira Coloma’ (1942), un relato melancólico sobre el derrumbe de la aristocracia, y ‘Un viaje de ida y vuelta’ (1943). Como dramaturgo reunió una variada producción en la que destacan ‘Román, el rico’ (1928); ‘Maniquí’ (1941); ‘Adriana’ (1943), ‘La casa de cristal’ (1946), ‘La mujer de nadie’ (1947) y ‘La verdad llega tarde’ (1949). Treinta libros y más de siete mil artículos conforman su obra. A partir de los años 50
sin embargo, el autor decide abandonar la ficción narrativa y la escena para centrarse en los memoriales, la prensa y la cultura. Con sólo 22 años se casó con Mercedes Corral García Mesanza. La pareja tuvo cuatro hijos: Francisco, Alfonso, Carmen y Manuel. Desde los tiempos de la Universidad, Francisco de Cossío había estado en el cogollo de la vida intelectual vallisoletana. Ya había sido nombrado director del Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid en 1919, cuando ingresó en la Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción y comenzó a formar parte de las «fuerzas vivas» de la ciudad. Desde este puesto, y junto al arzobispo Gandásegui y el arquitecto Juan Agapito y Revilla, consiguió recuperar e inventariar gran parte del patrimonio procesional vallisoletano, mermado en las iglesias tras la desamortización. Dos años después trasladó la sede del museo del Palacio de Santa Cruz al espectacular Colegio de San Gregorio, en cuyas amplias dependencias pudo instalarse la gran colección reunida. En 1933 la institución fue elevada a la categoría de Museo Nacional de Escultura y Cossío mantuvo su dirección hasta 1959. Ingresó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (1962) y unos años después se le nombró secretario perpetuo. Siguió escribiendo hasta casi el final de su vida. En 1971 y con motivo de la Feria del Libro de Valladolid, recibió el homenaje de los libreros españoles. Su vida se apagó en Segovia cuatro años después. La Junta de Castilla y León otorga desde 1987 los premios de periodismo que llevan su nombre.
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Viriato ¿? / 139 a.C.
El héroe traicionado
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L más famoso de los sacrificados en el altar de Roma, Viriato es tam bién el gran héroe de la resistencia en la provincia hispana, algo que incluye España y Portugal. Aunque celta lusitano, no sabemos con exactitud dónde nació, de modo que tanto portugueses como zamoranos lo reclaman como suyo. En realidad poco importa en qué lugar concreto naciera, pues actuó tanto en Lusitania como en la Cartaginense o la Bética, demarcaciones étnico-geográficas que los propios romanos consolidaron. Su nombre, junto con los íberos ilergetes Indíbil y Mandonio y la pareja celtíbera de Istolacio e Indortas, forma la vanguardia de la historia épica –y escrita– de España y Portugal. Sabemos que fue pastor y se dedicó al bandolerismo, como hacían todos los lusitanos para completar sus magros ingresos. En esas galopadas debió de ganar su liderazgo y aprender la guerra de guerrillas, que tan buen resultado le reportó. Probablemente en esos años de joven madurez adquirió también su nombre –dado por los romanos–, que significa «quien porta el virium». Era éste el famoso torque que llevaban los jefes celtas en el cuello o antebrazo –de oro, plata, cuerno, madera o cuerda, según el rango y el número de seguidores– y que en el caso de Viriato debió de ser espectacular, hasta el punto de llegar a personificarlo. Sólo conocemos sus últimos trece años de vida, durante los que se convirtió en la pesadilla de Roma. Saltó a la fama en el año 150 a.C. cuando escapó reptando entre los matorrales de una criminal estratagema de Servio Galba, que engañó y masacró a los lusitanos. Recu-
perado, como experto en moverse por el terreno, contraatacó machacando la retaguardia del mismo gobernador romano y desde ese momento se convirtió en caudillo indiscutible. En poco tiempo su fama creció y con sus guerreros, que llegaban a cientos, pudo pasar de la guerra defensiva a la ofensiva. Tres años después, gracias a su carisma y habilidad bélica fue designado general en jefe de los lusitanos. Poco después sorprendió y venció al confiado gobernador Cayo Vetilio, mientras ponía a salvo a casi todo su ejército. Cuando la noticia se difundió, el prestigio de Viriato aumentó de tal manera que se unieron a él miles de lusitanos, vetones, vacceos, carpetanos y turdetanos, que empezaron a seguirlo ciegamente. El historiador Floro dice que, de haber vivido más, Viriato «hubiera sido el Rómulo de Hispania». A la lealtad de los guerreros contribuía, además de la tradición de la ‘devotio’ celta, con la consagración hacia su persona entre sus más próximos y la confianza de la tropa hacia su estrategia y tácticas, su conducta viril, noble y desprendi-
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da. Era siempre el primero en la batalla y en soportar la extrema dureza de la vida en el monte; se mostraba justo en los premios y castigos y muy generoso con el reparto del botín. En los cinco años siguientes, Viriato derrotó a los ocho generales que Roma mandó contra él. Primero venció a Vetilio, el corrupto pretor que lo seguía acosando. Entonces el Senado, alarmado, envió a Fabio Máximo, y esta vez la victoria, aunque efímera, fue romana. Tras este fracaso, el ejército de Viriato se rehízo con nuevos contingentes celtas que siguieron humillando a sucesivos generales hasta que Roma designó a otro general de prestigio, Serviliano, que llegó a Lusitania con 20.000 legionarios, diez elefantes y 300 jinetes nubios. Ante este despliegue militar, el caudillo hispano cambió su estrategia, y en vez de por la guerra de desgaste optó por la astucia diplomática. Dejando de lado al cónsul, llegó a forzar un tratado de paz directamente con Roma a través de emisarios a los tribunos del pueblo. El Senado lo ratificó y la asamblea conjunta de senadores y tribunos de Roma –SPQR–declaró a Viriato «amigo de los romanos». El antiguo pastor había llegado tan lejos, que las tropas lo celebraron. Pero la codicia a menudo anida en el corazón de los envidiosos, y los mismos embajadores que fueron a dar la noticia al cónsul Servilio Cepión, hermano de Serviliano, que lo había sustituido, se dejaron sobornar por él y asesinaron a Viriato en su lecho. Estos tres lugartenientes odiosos y traidores, Audan, Ditalcon y Minuros, ni siquiera obtuvieron su prometida recompensa y Roma negó a Cepión la entrada triunfal en la Urbe.