Municipalismo IV - Personajes 3

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Teodosio el Grande Coca, 347 / Milán, 385

El triunfo del catolicismo

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EODOSIO el Grande es el cuarto y último de los emperadores hispanos. Vástago de una familia aristocrática y militar, Flavio Teodosio nació en la urbe vaccea de Cauca (actual Coca). Como militar, adquirió experiencia combatiendo en Britania bajo el mando de su padre, el comes (conde-gobernador) Theodosius. Sus éxitos militares le hicieron merecedor, con sólo 25 años, del título de dux («general» o «duque») de la provincia de Moesia (actual Serbia). Allí estaba, defendiendo la fron tera frente a los sármatas, cuando en un oscuro complot de palacio su padre fue detenido y ejecutado en Cartago. Corría el año 374 y el joven general, con su carrera militar truncada, se retiró a su lujosa mansión de Cauca para llevar una vida de pacífico patricio. En 378 el Imperio sufrió uno de sus mayores desastres: la derrota en Adrianópolis frente a los visigodos, que habían cruzado el Danubio. Ante la catástrofe, el emperador Graciano llamó a Teodosio para ponerlo al frente del ejército. Como el hispano salvó rápidamente la situación, Graciano decidió entregarle la parte Oriental del Imperio para su gobierno. De esta manera, en 379, le proclamó co-emperador y augusto con potestad en Constantinopla. Sus comienzos fueron brillantes. El nuevo césar venció a los visigodos y pactó con su rey Atanarico la instalación de su pueblo en Mesia, como federado de los romanos. Luego transmitió el título de augusto a su hijo Arcadio, estableciendo así una nueva dinastía imperial que de momento reinaría sólo en Oriente. Teodosio entró en Constantinopla en el 380 y residió en ella hasta su

muerte. Amuralló la ciudad, instaló ahí la Corte y equiparó su obispo al de Roma. De esta manera puso las bases del Imperio Bizantino. Dos medidas de gran calado fortalecieron esta nueva realidad geopolítica: por un lado, la promulgación de un código legislativo que regulaba la vida civil; por otro, la adopción del credo trinitario dictado por el Concilio de Nicea en el año 325 como única religión del Imperio. Este decreto arrinconó al arrianismo e hizo extinguirse a los numerosos dogmas de la época. Con Teodosio, la mayor parte de ellos desapareció. Entretanto Graciano era destronado en Occidente por Máximo, otro general español con ambiciones imperiales cuyo poder fue desafiado por Valentiniano II, hermano del emperador depuesto. Teodosio, que había reconocido inicialmente la autoridad de Máximo, se alió luego con Valentiniano e incluso emparentó con la familia imperial de Occidente al casarse en el 387con Gala (hermana de los últimos emperadores y madre de Gala Placidia). Al año siguiente venció a Máximo en Aquileya y se proclamó césar único, nombrando augusto para Occidente a su

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hijo menor Honorio en el 393. Teodosio era un cristiano fiel a la doctrina ortodoxa proclamada en Nicea y en consecuencia quiso imponerla no sólo a las herejías cristianas sino a la antigua religión. Su talante inicial hacia los paganos fue conciliador, mientras se resistía a los intentos del alto clero cristiano por imponer su supremacía. Su conducta cambió, sin embargo, tras ser excomulgado por San Ambrosio, arzobispo de Milán, por la feroz represión de Tesalónica, en la que murieron unas 7.000 personas. Teodosio hizo penitencia pública para obtener el perdón y desde entonces se convirtió en un fanático religioso e instrumento político de la intolerancia eclesiástica romana: prohibió los cultos paganos, cerró Eleusis y clausuró los Juegos Olímpicos. En el año 390 promulgó el Edicto de Tesalónica que, lejos de inaugurar una época de tolerancia, invirtió los roles que durante más de tres siglos habían mantenido cristianos y seguidores de las antiguas religiones. Con el Edicto de Constantinopla, que promulgó en el año 392, acabaron todos los ritos paganos. Teodosio I murió en Milán en 395 y aunque el epíteto ‘Grande’ pueda no corresponder con su personalidad débil y ofuscada, lo cierto es que su legado fue inmenso. Dejó un cristianismo unido, al que llamó Catolicismo, y declaró hereje cualquier otro dogma, situación que continúa más de 1.600 años después. La división del Imperio entre Honorio y Arcadio resultó también irreversible y permitió que mientras el de Occidente sucumbía ante los bárbaros, en Oriente se consolidara el Imperio Bizantino que habría de durar hasta 1453.


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Juan Bravo Atienza, 1484 / Villalar, 1521

El grito por Castilla

I

MPORTANTE cabecilla del movimiento comunero castellano, Juan Bravo per tenecía a la oligarquía urbana de Segovia. En 1519, pocos meses antes de que estallara la revuelta de las comunidades, fue nombrado regidor y jefe de las milicias de la ciudad. Entonces tenía 36 años y, ya viudo, se casó ese mismo año con María Coronel, una conversa segoviana de ascendencia judía. En aquel tiempo era habitual que un cristiano viejo de familia hidalga contrajera matrimonio con una mujer de fortuna y estirpe judeoconversa. Juan Bravo llegó a la vanguardia de la lucha comunera por convicción en conseguir un mayor grado de democracia, patriotismo castellano y capacidad de liderazgo, pero también por las circunstancias históricas. La crispación que se vivía en España obligaba a tomar partido. La prosperidad y equilibrio político alcanzados por los Reyes Católicos se habían acabado en Castilla con la muerte de Isabel en 1504, el reinado vicario de Felipe el Hermoso y la regencia inestable de Fernando en nombre de su hija Juana, una reina titular con fama de trastornada y a buen recaudo en las claras de Tordesillas, por mandato expreso de padre y marido. Cuando en 1516, a la muerte del Rey Católico, es designado Carlos de Gante sucesor en las coronas de Castilla y Aragón, unidas en la grande de España, las ciudades libres castellanas tenían puestas sus esperanzas en el joven monarca. Una sucesión funesta de sequías, heladas, epidemias y hambrunas había dejado el país exhausto, al borde de la ruina. Carlos llegó a Valladolid en 1517 para hacerse jurar en las Cortes. No hablaba castellano, no intentó comprender el país,

se limitó a pedir dineros para apoyar su elección imperial y, después de nombrar a flamencos para todos los altos cargos del reino, continuó hacia Aragón y Cataluña para jurar ante sus Cortes. En 1519 se supo que iba a ir a Alemania, cargado de oro castellano, para sobornar a los príncipes alemanes y asegurarse así su elección como emperador. El malestar castellano estalló en Toledo en 1520 bajo el liderazgo de Padilla y pronto se extendió a otras ciudades libres como Segovia, Ávila y Tordesillas, donde se formaron juntas de gobierno. Así comenzó la Guerra de las Comunidades. La reacción carolingia no se hizo esperar. El cardenal Adriano de Utrecht, regente de España, actuó con contundencia y sus tropas llegaron a quemar Medina del Campo. Esto empujó a Valladolid al lado comunero. En este punto, la rebelión unió a nobles y burgueses frente al incipiente absolutismo monárquico. Se proponía una participación directa en los asuntos del reino y se reivindicaban unas Cortes más representativas, capaces de controlar al poder real. También querían los junteros la re-

generación del poder municipal para organizarlo más democráticamente y eliminar los abusos por parte de los privilegiados que monopolizaban los cargos en los regimientos. Otra petición unánime fue pedir que los cargos fueran ocupados por castellanos, no por flamencos. Rechazaban asimismo la corona imperial de Carlos, como nefasta para el bien común y los intereses del reino. Juan Bravo fue uno de los tres jefes guerrilleros que encabezó una delegación que visitó en Tordesillas a la reina Juana para ofrecerle la corona en exclusiva y solicitar su apoyo político. Juana de Aragón y Castilla les escuchó y estuvo de acuerdo con sus peticiones, pero rechazó encabezar la rebelión contra su hijo por lealtad dinástica. En este punto, una importante parte de la alta nobleza cambió de bando y se pasó a los imperiales. En Barcelona, a su vuelta a España, Carlos I de España y ya V de Alemania convocó un capítulo del Toisón de Oro en el que consagró a catorce duques españoles con la nueva dignidad de Grandes de España a cambio de que se sumaran a su causa. Las prebendas hicieron su efecto. El movimiento comunero perdió apoyos militares y su trascendencia revolucionaria, de indudable modernidad democrática. Los últimos escarceos entre los dos bandos tuvieron lugar en tierras de Valladolid y Tordesillas. Las huestes ciudadanas, dirigidas por Padilla, Bravo y Maldonado vencieron a los imperiales en Zaratán, Simancas y Torrelobatón, pero los comuneros quedaron cercados en Villalar, donde fueron finalmente vencidos y apresados. A la mañana siguiente, los tres cabecillas subieron al cadalso en esta localidad.

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Fray Luis de León Belmonte, 1527 / Madrigal de las Altas Torres, 1591

El genio paciente

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RAY Luis de León no es originario de Castilla la Vieja, sino de Castilla la Nueva pues nació en Belmonte, villa de La Mancha conquense. Su vida y persona, sin embargo, han quedado ligadas para siempre a Salamanca, al espíritu renovador y plenamente renacentista de su Universidad. Su familia, aunque tenían prestigio social y su padre ejerció la abogacía y la judicatura en la Corte, no eran «cristianos viejos», sino descendientes de conversos perseguidos, en una época en que la limpieza de sangre era un código legal de ciudadanía. A pesar del estigma, el joven Luis no tuvo impedimento para entrar en religión a los 17 años, profesar como agustino en 1541 y acceder a la universidad salmantina primero como alumno y luego como profesor, en 1561. Fue su maestro en Salamanca Melchor Cano, el insigne teólogo que había renovado la Escolástica y seguía la línea abierta por Francisco de Vitoria para complementar Teología y Humanismo, base filosófica de la célebre Escuela de Salamanca. También pasó Fray Luis por la Universidad de Alcalá, donde fue condiscípulo de Arias Montano y se empapó del espíritu antidogmático de libertad intelectual que había sembrado el movimiento erasmista. En la década de los 70 fue perseguido por la Inquisición. La acusación era nimia y en «los perros inquisitoriales» (es decir, sus rivales dominicos) pesaban más el rencor y los celos por su cercanía a Cano y el éxito que cosechaba con sus escritos y en las aulas. Fray Luis había optado por la Biblia hebrea para traducir y comentar el ‘Cantar de los Cantares’ de Salomón y el ‘Libro de Job’, en vez de seguir ‘La Vulgata’ de san Jerónimo, que era el texto canónico en España. En 1572 fue encarcelado en Valladolid y allí pasó cinco largos años. Es sabido que cuando volvió a su cátedra comenzó con el famoso «como decíamos ayer…».

La frase expresaba que la ausencia había sido fortuita, un mero accidente digno de olvidar. Así quedaba clara la victoria del humanista sobre sus detractores, ya que no sólo tuvieron que darle la razón sino que además pudo participar en la reforma de los agustinos y asistir al Concilio de Trento. Actualmente Fray Luises una figura indispensable para seguir la huella del Renacimiento español, no sólo desde el punto de vista literario. Convertido en símbolo de la resistencia frente al poder opresor de la Inquisición, su vida muestra un drástico contraste entre el mundanal ruido y la búsqueda de armonía interior. Inspirado por esta filosofía neo-estoica escribió su célebre poema a la manera de Horacio: ¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido] y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido.] En su obra culminan las influencias literarias que atraviesan el Quinientos: formas y temas italianizantes, cultura y modelos clásicos, humanismo cristiano y cultura bíblica. En prosa y aún más en verso, en latín y sobre todo en castella-

no, obtuvo una temprana y altísima valoración: «Tú, el honor de la lengua castellana», dijo Lope de Vega; y Quevedo añadió: «El mejor blasón de la lengua castellana». Él se enorgullecía de haber abierto «un nuevo camino». Entre sus obras en prosa más aventajadas están ‘La perfecta casada’ y ‘De los nombres de Cristo’, y entre los poemas de inspiración clásica destacan ‘Oda a la vida retirada’, ‘A Salinas’, ‘Noche serena’ o ‘La profecía del Tajo’, conocidos precisamente gracias a la posterior labor editorial de su admirador Francisco de Quevedo. Fray Luis fue fiel a la divisa que había elegido para su emblema: una carrasca desmochada a la que la poda le ha dado nuevos brotes. Recostada en su tronco se ve un hacha y en torno la leyenda ‘ab ipso ferro’, que él mismo glosó en verso: «Que de ese mismo hierro que es cortada, cobra vigor y fuerza renovada». El gran poeta humanista falleció en Madrigal de las Altas Torres, durante el verano de 1591. Dejó escrito sobre el mundo y sus vanidades: Tal es la desventura de nuestra vida y la miseria della que es próspera ventura nunca jamás tenella con justo sobresalto de perdella.

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Abraham Zacut Salamanca, 1452 / Damasco, 1515

Sabio judío

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BRAHAM Zacut, o Abraham Ben Zacuto, fue un matemático, astrónomo e historiador judeoespañol que nació en la Salamanca renacentista, antes de que Torquemada y la Inquisición desataran el furor racista contra los judíos. Su familia, de origen francés, había emigrado a Castilla tras la expulsión de los judíos de Francia en 1306. En Salamanca lo educó su padre, el rabino Samuel Zacuto, pero sobre todo recibió lecciones del rabino Isaac Aboab, quien le enseñó en profundidad la Torah, el Talmud y la Cábala. En la universidad salmantina estudió Astronomía y ciencias jurídicas. Ahí se convirtió en protegido del rector y obispo Gonzalo de Vivero, quien le instó a componer su primera y más importante obra, ‘La Gran Composición’. Pero el obispo Vivero murió en 1480 y Zacut tuvo que buscarse un nuevo protector. Lo halló en el pueblo de Gata (Cáceres) en el mecenas Juan de Zúñiga y Pimentel, hijo de los duques de Arévalo y último maestre de la Orden de Alcántara, protector también de Nebrija. Por mandato de Juan de Zúñiga escribió en 1486 una obra de astrología médica titulada ‘Tratado de las influencias del cielo’. Con la expulsión de 1492, Zacut se refugió en Portugal, donde fue nombrado Historiador y Astrónomo Real por Juan II, cargo que mantuvo con su sucesor Manuel I. Es muy posible que en esta época el astrónomo salmantino ejerciera una notable influencia en la política de exploración oceánica y conquista emprendida por Enrique el Navegante en la primera mitad del siglo XV, continuada por la Escuela de Sagres. Allí se reunían geógrafos

y pilotos portugueses con matemáticos islámicos y astrónomos judíos bajo el mayor secretismo, según la regla de la Orden de Cristo, la heredera del Temple, cuyo Gran Maestre había sido el infante Don Enrique. Parece ser que el navegante y explorador Vasco de Gama fue discípulo de Zacut, y que en su célebre viaje para encontrar la ruta marítima a la India se valió de las tablas para el cálculo de efemérides aplicadas a la navegación, obra del español, así como de un astrolabio de cobre adaptado para usos náuticos también elaborado por él. Así lo cuenta el gran historiador portugués Gaspar Correia en su obra ‘Lendas da Índia’. En 1496 la imprenta de Lema (Cádiz) publicó el ‘Almanach Perpetuum’ de Abraham Zacut, traducido por su eminente discípulo José Vicinho, en el que se divulgaron las tablas zacutianas «por toda Europa y también por el país musulmán», según escribe el propio Zacut en su ‘Libro de las Genealogías’. A finales de aquel año 96 comenzó una ola de violencia y persecuciones contra los judíos, iniciadas por Manuel I de Portugal. Las conversiones

forzadas que se decretaron el 24 de diciembre obligaron a Abraham a salir del país vecino, en compañía de su hijo. Tras un accidentado viaje, en el que fue encarcelado en dos ocasiones, se instaló en Túnez, donde se dedicó a la enseñanza privada y completó varias obras. Pero ante la posibilidad de que las tropas españolas de Carlos V conquistaran Túnez, abandonó también este país y se dirigió a Anatolia. En 1522 estaba en Damasco, donde encontró la muerte. La obra de Abraham Zacut es una obra universal. En sus escritos se advierte la influencia de autores griegos, sobre todo de Claudio Ptolomeo, junto a la de árabes, israelitas y europeos, especialmente en las Tablas calculadas para el meridiano de Salamanca y los tratados incluidos en los ‘Libros del Saber de Astrología’. La influencia del ‘Almanach Perpetuum’ fue importantísima, si no decisiva, en la historia de la navegación portuguesa y española, sobre todo como fuente de las primeras tablas náuticas o «regimentos», utilizadas en la época de los descubrimientos. Otros tratados de Zacut son el ‘Sefer ha-yuhasin’ (Libro de las genealogías), su principal obra histórica; ‘Osar hayyim’ (Tesoro de la vida), que trata de Astronomía; ‘Tratado de las ynfluencias del cielo, sobre astrología médica, seguido del Juyzio de los eclipses,‘ que se ha conservado en castellano, o ‘Mispete ha-istagninim’ (Juicios de los astrólogos), horóscopo para los años 1510-24. Y en el terreno filológico, además, varias obras escritas fundamentalmente durante su estancia en Túnez, que se corresponden con ampliaciones al diccionario rabínico de Natán ben Yehiel.

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Carmen Martín Gaite Salamanca, 1925 / Madrid, 2000

Sentido y sensibilidad

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UJER de gran talento y personalidad, está considerada como una de las voces más ricas e importantes de la literatura hispana reciente. Carmen Martín Gaite estudió en la Universidad de Salamanca, donde tuvo como compañero a Ignacio Aldecoa, cuya obra habría de estudiar. Actriz ocasional, mostró pronto una fuerte inclinación a la escritura. Sus primeros trabajos de crítica literaria aparecieron en la revista salmantina ‘Trabajos y Días’. En 1950 se trasladó a Madrid con el propósito de hacer su doctorado, pero lo abandonó por la literatura cuando conoció, gracias a Aldecoa, a escritores de la Generación del 55 como Rafael Sánchez Ferlosio –con quien se casó en 1958–, Jesús Fernández Santos, Josefina Rodríguez o Medardo Fraile. Excelente traductora de autores como Rainer Maria Rilke, Gustave Flaubert, Primo Levi o Emily Brontë, fue una escritora polifacética, capaz de abarcar novela, cuento, ensayo, guiones y periodismo. Además de su talento narrativo, poseía una gran perspicacia para el ensayo. Fue crítica literaria en ‘Diario 16’. Entre sus trabajos de investigación destaca ‘Usos amorosos de la posguerra española’, que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo de 1987 y el Libro de Oro de los Libreros Españoles, por ser el libro más vendido del año. En esta obra la autora analiza conductas y giros de lenguaje que reflejan la intrahistoria entre 1939 y 1953. Además del Premio Nadal por su novela ‘Entre visillos’ (1958), que la lanzó a la fama, obtuvo otros reconocimientos como el Premio Nacional de Literatura en 1978 y en 1994 (fue la primera mujer que lo consiguió), el Príncipe de Asturias de las Letras en 1988 (compartido con José Ángel Valente) y el Premio Castilla y León de las

Letras en 1992. Su narrativa se estructura, en general, sobre personajes femeninos y el conflicto de su relación con el medio; por ejemplo ‘Entre visillos’, su primera novela, refleja con estilo neorrealista la vida anodina de unas chicas en una ciudad de provincias. Más tarde se distanció de la fórmula testimonial con ‘Ritmo lento’ (1963), en la que prima la introspección. En ‘Retahílas’, publicada en 1974 y tal vez su mejor novela, profundiza en los complejos problemas de las relaciones humanas, añadiendo una intensa reflexión sobre la naturaleza del hecho narrativo. A partir de entonces dedica su obra al análisis psicológico de las protagonistas, que repasan su vida y se enfrentan a los fantasmas del pasado. Así ocurre en ‘Fragmentos de interior’ (1976) y ‘El cuarto de atrás’ (1978), cuyo personaje principal es una escritora que recibe la visita de un misterioso desconocido. Dos novelas de los años 90, ‘Nubosidad variable’ (1992), sobre la trayectoria vital de dos escritoras, y ‘Lo raro es vivir’ (1995), nueva evocación del pasado de una mujer, fueron también grandes éxitos de crítica y público. El argumento de ‘Irse de casa’, de 1998, también se sustenta en los recuerdos de un personaje femenino. A estas novelas las precedió

‘Caperucita en Manhattan’, libro más vendido de 1991, en el que la autora escribió un cuento de hadas contemporáneo, entre el sueño y la realidad. En esta línea compuso ‘La reina de las nieves’, un libro muy especial en el que utilizó el conocido cuento de Hans Christian Andersen para hacer un emocionado homenaje a su hija Marta, muerta de sida en 1985. También supo desenvolverse en el relato corto; con los diez de ‘El balneario’ ganó el Premio Café Gijón de 1955, antes de consagrarse con el Nadal. Los cuentos infantiles, como ‘El castillo de las tres murallas’ (1981) y ‘El pastel del diablo’ (1985) fueron otra de sus especialidades. Y el ensayo, en especial ‘El cuento de nunca acabar’, publicado en1983. Martín Gaite escribió los guiones de la serie sobre Santa Teresa de Jesús de 1982 y los de Celia, basada en los cuentos de Elena Fortún. La reconocible mujer de las gorras y los abalorios, que salió de su encierro absoluto tras la muerte de Marta, para crear una nueva Carmen mundana y sobreexpuesta, dejó este mundo en el año 2000 por culpa de un cáncer. Ya en 1985, tras enterrar a su hija, le había dicho a su inseparable hermana Ana María: «¿Te das cuenta de que nosotras ya hemos muerto?».

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