JOAQUÍN DÍAZ
Músico, folclorista, investigador y divulgador de la cultura tradicional y el folklore
Patrimonio inmaterial «Recobremos, en estos tiempos en que parece que el mismo tejido social está en cuestión, en que se desmoronan los mundos artificiales de una economía sobrevalorada, la capacidad de observación para volver a descubrir un patrimonio que debe seguir perteneciendo a todos»
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uando empecé a interesarme por la tradición, hace casi sesenta años, la sociedad estaba de espaldas a todo lo pretérito y el eslabón que debería habernos unido a un pasado rico y diverso estaba roto. Rotas también las amarras del barco que iba a transportarnos al futuro, iniciado ya el viaje al progreso y todas las miradas puestas en una tierra que prometía no defraudar. Entonces casi nadie identificaba las «cosas de viejos» con el patrimonio y mucho menos se atrevía a denominar «inmaterial» a todo aquello no tangible que provenía de épocas remotas pero que, aunque fuese a trancas y barrancas, estaba aún pre-
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sente en nuestra manera de ser y expresarnos. Más de una vez recibí una reprimenda de Delibes por denominar «cultura tradicional» a lo que, según su criterio, era simplemente cul-
«Hay que buscar una alternativa a la pasividad que ataje el progreso de la trivialidad y la aceptación de lo vulgar como medida de todo» tura, sin adjetivos de ninguna clase. Durante muchos años dediqué todo el esfuerzo que pude
a valorar y hacer valorar lo patrimonial, y pude comprobar que –pese a ser lo inmaterial un tesoro al que la oralidad suele conferir las características más destacadas– el patrimonio es uno, y no puede separarse lo intangible de aquello que es objeto de su descripción. Los griegos llamaban idea a la apariencia de las cosas, es decir a la percepción particular que podían tener de los objetos, cuya sensación encerraban en un campo mental al que después recurrían cada vez que necesitaban relacionarlo con otras representaciones de esos mismos objetos. La idea de una silla, por ejemplo, se formaba en su mente al pensar en un
objeto funcional sobre el que podían sentarse y al que podían sacar algún partido, pero no tenía que ver con la imagen concreta de una silla sino que se manifestaba de forma abstracta. La silla existía –o coexistía, como diría el filósofo y escritor Gustavo Bueno– desde el momento en que la pensaban: idea equivalía a pensamiento e imagen a representación, aunque muchas veces se confundieran o se usaran indistintamente ambos conceptos. Del mismo modo, lo inmaterial no se podría explicar sin la existencia de lo material, así que las palabras con que nos expresamos definirán con más o menos exactitud los objetos a que se refieren. La memoria ayuda al campanero a recordar los toques con que trasmitirá a sus vecinos los acontecimientos del día, del mes o del año. Pero necesita la cuerda, el badajo y el vaso de la campana para que ésta se mueva y transmita los sones que se expresan en un lenguaje peculiar y familiar. Sin la memoria que coordina recuerdos y acciones, sin las cancioncillas con que se ayuda a repicar, sin los movimientos precisos de sus muñecas que sujetan las sogas, sin
la técnica de los antiguos fundidores y los metales que se mezclan para obtener un sonido limpio, sin los toques que hablan la lengua común, no existiría lo inmaterial y lo material estaría plagado de carencias. Estamos atados a nuestra historia. Unidos a la sangre de quienes nos precedieron y nos transmitieron las costumbres, la forma de comportarnos, el alma de las cosas. Todo eso se nos entregó para que cuidásemos de ello y no para despreciarlo o dilapidarlo. Palabras, sentimientos, conocimientos útiles y prácticos. Los conocimientos a los que denominamos inmateriales, pues, son expresiones verbales (relatos, canciones, refranes, oraciones, dichos, comparaciones, etc.), complementarias de una cultura almacenada por el individuo a lo largo de períodos de tiempo dilatados; esa complementariedad viene dada precisamente por la posibilidad de que tales expresiones le ayuden a comprender mejor o contextualizar aquellos conocimientos que son la base de la mentalidad. La mentalidad es la cultura y modo de pensar que una persona adquiere al contacto con
su familia y con el grupo humano que le rodea. Cuando esa cultura le caracteriza frente a otros, le confiere además una identidad. Hay un tipo de identidad «natural», procedente de la acumulación de valores éticos y estéticos, que se va formando en una comunidad a lo largo de su historia, y hay otra especie en la que, con todas esas cualidades, se construye un modelo de comportamiento colectivo, algo así como un espejo en el que nos reconocemos y nos reconocen los demás. Durante siglos, la enseñanza de ese comportamiento se hacía a través de fórmulas atractivas, convincentes, que envolvían a quien las escuchaba y le seducían sin remisión por serle tan familiares como el rostro del ser amado o el paisaje. Pocas creaciones del ser humano se parecerán más entre sí que su forma de hablar y el paisaje que le rodea. Del mismo modo que el lenguaje es reflejo de las sensaciones y emociones que se producen en la mente del individuo al contacto con el entorno en el que vive, así también el paisaje es el resultado de su actividad y la mejor muestra de sus cualidades, las funcionales y las artísticas. En la modificación del paisaje ha intervenido desde siempre la mano del hombre pero también innumerables y sucesivas tecnologías que han llegado a crear un medio cuyos patrones han cambiado con tanta celeridad en los últimos tiempos que ya no se pueden denominar con el término habitual sin provocar equívocos. Desde el momento en que el paisaje es el resultado de una serie de elementos relacionados entre sí y abarcables para la vista humana, cualquier intervención del individuo sobre aquél debería estar marcada por el respeto al estilo resultante de la evolución histórica, a las características medioambientales o ecológicas y al sociosistema. Observando el entramado de este último convendría advertir además que el paisaje no es sólo la representación de una realidad más o menos compleja, sino el conglomerado de sensaciones – sentimientos estéticos y emocionales– que produce su visión en el ser humano, para quien el paisaje viene a ser un libro sobre el que puede leer el pasado y el presente de aquella misma sociedad en la que ha nacido y vive. Las interven-
ciones que se realicen sobre el paisaje –urbano o rural– deberán responder en consecuencia a dos principios básicos, que son el conocimiento histórico de la evolución y alteración sufridas por ese mismo paisaje y la seguridad de que dichas intervenciones se realizarán en beneficio de un desarrollo sostenible e inteligente del territorio, ajustándose no sólo a técnicas sino a la valoración y al respeto ambiental. Sólo así podrá decirse que la relación entre cultura y paisaje tiene verdadero sentido y se ajusta a la lógica. Ese ejercicio colectivo de responsabilidad se hace cada día más necesario pues la tendencia social acomoda al individuo en posiciones claramente pasivas que le alejan de sus compromisos como ciudadano e incluso como ser humano y le apartan de una actividad para la que todos estamos legitimados, siempre que conozcamos en la medida de lo posible, naturalmente, esos asuntos patrimoniales, lo cual implicará un interés por ellos así como un es-
«Lo inmaterial no se podría explicar sin la existencia de lo material, así que las palabras con que nos expresamos definirán con más o menos exactitud los objetos a que se refieren»
tudio y valoración de todos sus extremos. Hay que buscar una alternativa a la pasividad que ataje el progreso de la trivialidad y la aceptación de lo vulgar como medida de todo. Como escribía Fernando Pessoa, «en la vida de hoy, el mundo sólo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados». La reflexión del gran poeta y pensador portugués, escrita hace más de un siglo, no ha dejado de tener actualidad. Las crisis más dañinas son las crisis del espíritu y de la sensibilidad. Recobremos, en estos tiempos en que parece que el mismo tejido social está en cuestión, en que se desmoronan los mundos artificiales de una economía sobrevalorada, la capacidad de observación para volver a descubrir un patrimonio que debe seguir perteneciendo a todos.
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