RAFA VEGA
Cántico contra olvido
M
ucho antes de que se convirtieran en recursos literarios sofisticados, la rima y la métrica nacieron como herramientas útiles para llevar en volandas la vida atribulada de los héroes o la impaciente y caprichosa soberbia de los dioses. Ambas facilitaron la memorización y la declamación de toda esa sabiduría corregida y aumentada que hubo de añadir con cada generación una capa más de conocimientos hasta unir, gracias a una ligazón asombrosa, el pasado remoto de los hombres con el nuestro. Oraciones, refranes, cantos y cantigas, recetas y retahílas, ordenanzas y explicaciones han recibido el socorro de la rima y de la métrica en confianza de que cumplirían con la misión encomendada desde que el hombre no solo tiene algo que decirse sino que, además, desea conservarlo y transmitirlo. Sin la codificación y el registro milagroso de la lengua, el único modo de conservar todo el saber acumulado de los pueblos pasaba necesariamente por la transmisión oral, por el proceso hereditario de la imitación y el aprendizaje, por la natural querencia a la identificación grupal —es decir, por la costumbre—. Y aún hoy, cuando la historia grandilocuente de cada civilización cuenta con recursos suficientes para atesorar todo detalle y someterlo a interpretación, nuestra vida cotidiana mantiene ejercicios similares de transmisión siempre que nos valemos de ellos para compartir la ciencia inmemorial de los cultivos, los procesos atávicos del pan y del queso, la receta gloriosa de las abuelas o el uso local de un término preciso e inimitable con el que indicar los tipos de aguacero. Al inmenso constructo que supone la identidad cultural de las naciones, cada familia, con sus costumbres heredadas y sus querencias, contribuye con su pequeño y particular ladrillo. Sin embargo, muchos de ellos habitan únicamente en la memoria, siguen meciéndose entre los recuerdos esforzados, como antaño, cuando no había otro remedio. Y muchos son, pues, ladrillos intangibles de una construcción etérea que
pudiera disiparse por completo si es desatendida. Vivimos en una tierra afortunada que ha contado con la heroicidad paciente de artistas y estudiosos como Joaquín Díaz, afanado desde hace medio siglo en rescatar, proteger, compilar, catalogar y estudiar gran parte de nuestro inmediato patrimonio inmaterial que, si bien ha llegado al fin del milenio a rastras y exahusto gracias a la voluntad de las generaciones ascendientes, habría desaparecido sin remedio ante el desdén de un presente entontecido por los vahos de la novedad y de la sociedad de consumo. Sin embargo, poco puede hacerse ya ante todo lo perdido. Las huellas materiales del pasado ofrecen una idea de cuanto pudo asentarse en el suelo que ahora pisamos de prestado, pero nada queda de la cultura y los saberes populares que enmudecieron con la última voz que los custodiaba. Cuántas coplas y consejos, re-
«¿Habrá de ser a partir de ahora el patrimonio inmaterial asunto de la Inteligencia Artificial? El registro y su cómica facilidad, acaso perviertan la idea de la transmisión, del acervo digno de ser atesorado»
cetas y métodos acaso facilitaron la vida en esta tierra sin que seamos capaces, al menos, de lamentar su pérdida. ¿Sabemos acaso cómo pudo sonar el habla de los pueblos prerromanos que se bañaban en los ríos de la cuenca del Duero? ¿Qué combinación de colores se entretejía en sus telares? ¿Tenemos acaso idea de la música, los cánticos y los saberes populares que amenizaban sus veladas invernales? ¿Qué juegos, coplillas, chascarrillos y menudencias hicieron reír a los niños celtas, romanos, visigodos, musulmanes, mudéjares, cristianos y judíos que han correteado por esta su tierra antes que nuestra? Si hacemos un pequeño ejercicio especulativo podríamos llegar a imaginarnos alguna semejanza con nuestro patrimonio inmaterial a juzgar por sus restos materiales, pero poco más. En contraste, la era digital que nos sumerge es testigo de un fenómeno contrario hasta su extremo. Vivimos la edad del registro absoluto y permanente de toda nuestra actividad particular y colectiva, íntima y pública, significativa y anodina; una apoteósis que acaso propicie pérdidas similares por extravío ante la saturación. Tan difícil es rescatar una voz silenciada que hacerlo entre un griterío inabarcable. ¿Habrá de ser a partir de ahora el patrimonio inmaterial asunto de la Inteligencia Artificial? El registro y su cómica facilidad, acaso perviertan la idea de la transmisión, del acervo digno de ser atesorado.
VALLADOLID | El Patrimonio Inmaterial de Castilla y León | 2021 EL NORTE DE CASTILLA | 305