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El Papel Periódico — 003
URBANISMO
La calle 26, una herida abierta
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Por Arey Schillen
A finales del año pasado, se inauguró en Madrid la reforma que la administración de la ciudad hizo en la Plaza de España y sus alrededores. Una obra que tiene el propósito de integrar peatonalmente un área que contiene sitios muy emblemáticos y que estaba fracturada, principalmente por culpa del tráfico vehicular.
Con esta intervención, los madrileños y visitantes pueden disfrutar ahora la posibilidad de desplazarse sin obstáculos por este icónica zona, conocida por la estatua del Quijote y Sancho Panza, la Plaza de Oriente, los Jardines de Sabatini, el Parque del Oeste, el Templo de Debod, Madrid Río y Casa de Campo. Adicionalmente, como parte de los trabajos, se ha modernizado el mobiliario urbano, se han ampliado las aceras, se han construido ciclorrutas y se han plantado 1.300 árboles.
En lo que respecta al tráfico, la renovación ha eliminado su presencia en la superficie. Un paso subterráneo de poco más de un kilómetro de largo, conecta
las Calles Bailén y Ferraz, agilizando de esta manera la circulación vehicular.
Ojalá este modelo sirva para incentivar a la administración bogotana a buscar un acuerdo que permita, de una vez por todas, rectificar uno de los mayores adefesios urbanísticos que ha soportado la ciudad. Me refiero a la calle 26, o Avenida Jorge Eliécer Gaitán, o Avenida El Dorado, o como se le quiera llamar.
Esta arteria se construyó entre 1952 y 1958 para unir el centro con el nuevo aeropuerto internacional El Dorado, que comenzó a operaren 1959. En el diseño de la vía se hizo evidente la visión de futuro de sus creadores, quienes en gran parte del recorrido le dejaron generosas franjas de terreno libre, que ha facilitado las ampliaciones posteriores.
Sin embargo, el diseño falló cuando intervino los terrenos del Parque de la Independencia, pues hundieron la avenida en la Carrera Cuarta por debajo del nivel de la calle y así continuaron hasta la Carrera 16.
Como el enigmático Zarbi de la mitología muisca, que en forma de río caudaloso separó para siempre a los amantes Fura y Tena, la arteria vial gris se sumergió aislando la Biblioteca Nacional, el MAMBO y la Torre Colpatria del Parque de la Independencia, el Planetario Distrital, la Iglesia de San Diego y el Hotel Tequendama, por mencionar a sus vecinos más inmediatos.
Pero no se trata solamente de considerar la desunión de los entornos físicos, que sin duda llevó a crear en el imaginario colectivo, un nuevo límite dentro de la capital. La abertura también produce la desconexión espacial del ser humano, haciendo que se pierda la secuencia lógica de la movilidad ciudadana, transformando las dinámicas urbanas en una metrópoli de por sí muy fragmentada en términos geográficos, económicos, sociales, culturales, etc.
Desde el 2006 se vienen buscando soluciones que permitan suturar esta herida. El Parque Bicentenario, diseño del reconocido arquitecto Giancarlo Mazzanti, es un buen intento pero se quedó corto. Es una intervención que abarca sólo dos carreras, de la Quinta a la Séptima. Si de verdad se desea reconciliar integralmente esta parte del territorio, se debería prolongar la plataforma a todo lo largo de la zanja indolente y edificar sobre ella un mobiliario urbano integrador, amable con el peatón, lleno de vegetación y de vida para que Bogotá en su corazón deje de ser dos y vuelva a ser una.