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Memoria de Luz Méndez De La Vega
Méndez Vides
Tuve la fortuna en la Facultad de Humanidades de la Universidad de San Carlos, de contar con un grupo de maestros que no solo cumplían con el programa de enseñanza, sino que daban muestra de su pasión por las letras, amantes de los libros, que cuando dictaban sus clases expresaban su total creencia en el tema. Así había sido también mi experiencia en la secundaria, en el Colegio La Salle, donde conté con grandes maestros, devotos y carismáticos que forjaron en mi conciencia la preocupación por arte y ciencia, educadores religiosos que venían con el propósito de salvarnos el alma, y sembraban la confianza abriéndonos las puertas del conocimiento.
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En la Universidad, una maestra que iluminaba fue Luz Méndez de la Vega (1919-2012), brillante profesora que se paseaba muy segura de sí misma, como garza, por los corredores de la Facultad de Humanidades de la Universidad de San Carlos, y que en el aula poseía nuestra atención. Recuerdo la primera clase de Castellano Antiguo o Literatura Medieval, a la que pude asistir. Las clases eran pequeñas. Un escritorio en un extremo junto a la pizarra tradicional, donde escribía con yeso y borraba con almohadilla exhibiendo su fuerza de mujer brillante que amaba las letras. Esa vez llevaba puesto un vestido verde corto y de escote pronunciado. Entró con su cabellera negra suelta siguiéndola, y eligió sentarse sobre el escritorio cruzando las piernas, abrió un libro y nos recitó como juglar moderno el inolvidable romance De Abenámar y el rey don Juan:: “—¡Abenámar, Abenámar, / moro de la morería, / el día que tú naciste / grandes señales había! / Estaba la mar en calma, / la Luna estaba crecida…”
Ese instante bastó para descubrir la belleza que reside en la literatura fundadora de nuestro idioma, y me acercó más que nunca a la poesía.
En los años setenta, un joven aprendiz, podía publicar en los diarios. El Imparcial mantenía abierto su espacio a nuevas figuras, y Luz Méndez de la
Vega tenía su página en La Hora .
No tardé en llevarle mis propios escritos, y así aprecié el sabor en letra impresa de mis primeros cuentos y poemas. Una maestra que enseñaba y nos empujaba a seguir los designios de nuestra vocación.
Poco a poco se descubrió como autora, en 1978 publicó la selección Flor de Varia Poesía, y al año siguiente su primer libro formal, Eva sin Dios. La reacción fue entusiasta, y un año más tarde publicó Tríptico. Una obra fértil, indicadora de una sensibilidad muy suya, debatiéndose entre el amor y el desamor. A lo que años más tarde le siguió su obra Helénicas, cuya primera parte está repleta de referencias crípticas, como quien conduce dentro de un laberinto difícil. Deja sus emociones en clave, bajo por la enorme cultura y el conocimiento referencial de los clásicos. Y en la última parte, en Epigramas a Narciso, resurge la voz simple, íntima y directa, que ya habíamos descubierto en sus libros anteriores, donde arremete con esa fuerza natural de la maestra de siempre, el poder que existe en la palabra para combatir con ironía. Afila el puñal con refinamiento e ingenio, defendiéndose de los ataques que Narciso empeñó en su contra. La suma de los epigramas retrata a Narciso amedrentado, ufanándose de cualidades sin fundamento, luciéndose, creyéndose Apolo, embobado. A los ataques del antiguo amor responde con desdén, lo manda callar, utilizando el arte antiguo de la poesía. Son veinte epigramas de colección, de una maestra que ya partió dejando una obra escrita que mantiene su brillo.