El Puro Cuento 1

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La única verdad es un cuento jugando en un espejo. Somos polvo de viejos cuentos. Somos cuentos de otros cuentos.

En una lágrima, miles de cuentos esperan nadando. En el silencio se desvisten historias que van murmurando: cuéntame, cuéntame. Cuando llegaron a la montaña, el cuento predicaba con los ojos cerrados. El mundo es un cuento. Nosotros somos el puro cuento. el puro 1 cuento

Cada persona esconde un cuento en sus bolsillos, róbalos.


Bienvenida

(del lat. computus, cuenta): pretexto, historia, embuste, paja, falso, invento, mentira, engaño, chisme, enredo, alcahuetería, murmuración, hablilla, lío, bulo, fábula, patraña,

C

UENTO

falsedad, rumor, infundio, camelo, bola, trola || relato, narración, historia, historieta, relación, descripción, leyenda, fábula, reseña, tradición, aventura, anécdota, chascarrillo, anécdota, apólogo, balsamía, burlería, chascarrillo, conseja, fabliella, fábula, milesia, falordia, faloria, ficción, integumento, invención, parábola || Narración de hechos para entretener || Duende, genio, gigante, hada, mago, ogro || Chiste, chistorete, anécdota graciosa, divertimento || Embrollo con que se trata de disimular algo || Chisme o delación || Lo que se cuenta o dice, que resulta inoportuno, fastidioso, pesado o sin interés para quien lo escucha || Cosas, historietas, mojigangas, romances, tonterías || Cosa o suceso que da lugar a conversación, discusiones || Palabrería, intervención o no tener relación con lo que se está tratando. Digresión. DEJARSE DE CUENTOS: No hacer cansado un asunto. No echarle mucha crema a sus tacos. No andar con tantos tiquismiquis, que el suelo es plano. SE ACABÓ EL CUENTO: Dar por terminada una farsa. Descubrir una impostura. Fin de un cuento. Terminar una relación. SER MUCHO CUENTO: Que resulta pesado o abusivo. Hablador. SER UNA COSA UN CUENTO LARGO. Ser algo que viene ya de atrás, con muchos antecedentes o de la que hay mucho que decir. Complicado. SIN CUENTO: Muchos, varios, incontable, sinfín. TENER MÁS CUENTO QUE: Tener mucho que contar. TENER MUCHO CUENTO: Ser exagerado, efectista o presumido. ECHAR CUENTO: Echar mentiras. TRAER A CUENTO: Traer a colación, mencionar, de manera incidental, algo en un discurso o conversación. VA DE CUENTO: Principio de una narración oral. Expresión para manifestar incredulidad. VENIR A CUENTO: Ser

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oportuno o motivado. IR CON CUENTOS: Ir con mentiras a alguien, con falsedades. VENIR CON CUENTOS: Venir a contar historias inverosímiles. VIVIR DEL CUENTO: Vivir sin trabajar. Vivir del engaño, de la impostura. En ningún diccionario aparece la expresión el puro cuento, lo que comprueba, una vez más, que los diccionarios son el puro cuento, pero aburridos. EL PURO CUENTO:

persona sin oficio ni beneficio, que vive de la pura invención; mentiroso, chismoso, falso, fantasioso, falto de realidad. El Puro Cuento es el nombre de la revista hecha en México para el mundo del cuento; para cuenteros y cuentistas. Abra El Puro Cuento, súbase en su bicicleta, acompáñenos. Quienes la hacemos, le extendemos una invitación a viajar desde antes de la portada y más allá de la cuarta de forros. En honor de Puro Cuento (1986-1992), de Mempo Giardinelli, y de El Cuento (1937), de Edmundo Valadés, va.

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Índice

2 Bienvenida 4 Índice 6 Tema central 44 Cuento, luego existo Minificciones

44

61 La ley

51

Por tanto pasado que va muriéndose a pedazos Vieja ciudad

69 El cuadro

56

Camino al otro mundo

79 Cuentínimos

60

Rasabadú

62

Ecce Homo

68

Arqueros de Babilonia

74

The traveller

78

Palabras

80

Exterminio

100 Web o nada

86 Sin embargo, pregunto

100 Pláticas pachecas

86

101 Naves se van

94 Las íes y sus puntos

101 Día 50, Estambul

106 Cuento gráfico 106

Entrevista con Bárbara Jacobs

94

Filete de corazón de poeta-cuentista

La mala crítica

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Número 1

Verano

2006

Antón Chejov 6

Biografía

8 Inéditos en castellano 8

Dos en uno

11

El tabernero virtuoso

14

El dramaturgo

16

La venganza de las mujeres

19

El único medio

24

La calzonazos

26

El demonio ingenuo

30

Mi Domostroi

33

La plática del ebrio con el diablo sobrio

36

La suegra abogada

40 El cuento soy yo 40

Cómo hacerse escritor en 9 pasos

DIRECTOR

Carlos López CONSEJO DE REDACCIÓN Daniela Camacho, Ariadna Vásquez, Carlos Adampol Galindo Oscar Rocha García PORTADA GUILLERMO CENICEROS Chejov, 2006, acuarela sobre papel

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DIS ÑO Carlos Adampol Galindo ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○

EDITORIAL PRAXIS, Vértiz 185-000, col. Doctores, del. Cuauhtémoc, 06720, México, DF, telefax 57 61 94 13, tel. 57 61 31 87. Todos los derechos de reproducción de los textos aquí publicados están reservados por EDITORIAL PRAXIS. Ventas: 57 61 94 13 www.editorialpraxis.com

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Biografía

N

ació el 29 de enero de 1860 en Taganrog, Ucrania. Realizó estudios de medicina en la Universidad de Moscú.

Gracias a las colaboraciones que realizó en los diarios La Cigarra y El Espectador pudo concentrarse en la literatura, su verdadera vocación. Terminada la carrera, casi no ejerció porque padecía tuberculosis, en aquel tiempo una enfermedad incurable, además de su inclinación por la literatura. Su primera colección de escritos humorísticos, Relatos de Motley, se editó en 1886, y su primera obra de teatro, Ivanov, se estrenó en Moscú al año siguiente. A finales de siglo conoció al productor Konstantín Stanislavski, director del Teatro de Arte de Moscú, que representó su obra La gaviota (1896). Esta asociación permitió la representación de sus obras más sig-

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nificativas como El tío Vania (1897), Las tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos (1904). Miembro de la Academia de Ciencias de San Petersburgo, renunció en solidaridad con Gorki, quien había sido expulsado por motivos políticos. Cuentan que, una tarde, un amigo encontró a Chejov corrigiendo un cuento en un banco de plaza. Chejov tachaba y tachaba. El amigo le reprochó el entusiasmo con que el escritor eliminaba adjetivos, frases, párrafos enteros. «Se enamoraron, se casaron y fueron infelices», le dijo el amigo. Si seguía tachando, le dijo, no iba a quedar nada. «¿Acaso hay algo más?», le preguntó Chejov. Chejov, recurriendo a temas de la vida cotidiana, retrata la desesperanza: las vidas inútiles y arrastradas, gente solitaria incapaz de establecer comunicación entre sí, resignados a aceptar una vida injusta sin posibilidad de cambio. Algunos de los mejores relatos de Chejov se encuentran en su libro publicado de manera póstuma, Los veraneantes y otros cuentos (1910). Mujeriego empedernido, en 1901 se casa con Olga Knipper, una actriz tan atractiva como tonta. Después de su muerte, igual que tantas viudas ilustres y pícaras, la actriz usufructuó la obra del difunto y dio su versión de todo lo que, según ella, el escritor ignoraba. En 1904, la tuberculosis acabó con él y muere el 15 de julio en el balneario alemán de Badweiler. Pero ya estaba entre los grandes de la narrativa. Así lo creía Gorki: «El idioma ruso fue creado por Pushkin, Turguéniev y él».

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Chejov: inéditos en castellano —Traducción de RENÉ PORTAS—

Dos en uno

¡

No les crean a esos Judas, camaleones! ¡En nuestro tiempo, es más fácil perder la fe que un guante viejo, y yo la perdí!

Era de noche. Yo iba en el tranvía de caballos. A mí, como alto dignatario, no me corresponde ir en el tranvía de caballos, pero esta vez llevaba una pelliza grande, y podía ocultarme tras el cuello de piel de marta. Y es más barato, ¿saben?... A pesar de la hora tardía y el frío, el vagón estaba abarrotado por completo. Nadie me reconoció. El cuello de piel de marta me hacía un incógnito. Yo iba, dormitaba y «observaba a los muchachos»... «¡No, no es él! —pensaba, mirando a un hombrecito pequeño con una pelliza de liebre—. ¡No es él! ¡No, es él! ¡Él!» —pensaba, creía y no creía a mis ojos... El hombrecito con la pelliza de liebre se parecía terriblemente a Iván Kapitonich, uno de mis oficinistas... Iván Kapitonich es una criatura pequeña, agobiada, aplastada, que vive sólo para levantar los pañuelos soltados y felicitar por las fiestas. Es joven, pero su espalda está jorobada, las rodillas eternamente recogidas, las manos manchadas y a los lados... Su rostro parece cogido por una puerta o azotado por un trapo mojado. Es agrio y mísero; al mirarlo, se quisiera cantar la «Luchínushka» y quejarse. Ante mi vista él tiembla, palidece y se sonroja, como si yo quisiera comérmelo o degollarlo, y cuando lo regaño, se hiela y tiembla con todos los miembros.

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Yo no conozco a nadie más rebajado, callado e ínfimo que él. Incluso no conozco animales así, que sean más mansos que él... El hombrecito con la pelliza de liebre me recordaba fuertemente a ese Iván Kapitonich: ¡él por completo! Sólo que el hombrecito no estaba tan jorobado como aquél, no parecía agobiado, se conducía con soltura y, lo más perturbador de todo, hablaba con el vecino de política. Lo escuchaba todo el vagón. —¡Gambetta murió! —decía, volteándose y manoteando— . Eso a Bismarck le viene a la mano. ¡Gambetta, pues, estaba en su juicio! ¡Él hubiera luchado contra el alemán y le hubiera cobrado una comisión, Iván Matveich! Porque era un genio. Él era francés, pero tenía un alma rusa. ¡Un talento! ¡Eh, tú, qué basura! Cuando el conductor se le acercó con los boletos, dejó a Bismarck en paz. —¿Por qué en su vagón está tan oscuro? —se abalanzó sobre el conductor—. ¿No tienen velas, o qué? ¿Qué desorden es éste? ¿No tienen quién les enseñe? ¡En el extranjero les darían! ¡El público no es para ustedes, sino ustedes para el público! ¡Qué diablos! ¡No entiendo a qué mira esa jefatura! Al minuto, nos exigió que nos corriéramos todos. —¡Córranse, les dicen! ¡Denle un lugar a la madame! ¡Sean más amables! ¡Conductor! ¡Venga aquí, conductor! ¡Usted cobra dinero, dele, pues, un lugar! ¡Esto es vil! —¡Aquí no se permite fumar! —le gritó el conductor. —¿Quién no lo permite? ¿Quién tiene derecho? ¡Esto es un atentado contra la libertad! ¡Yo no le permito a nadie atentar contra mi libertad! ¡Yo soy un hombre libre! ¡Eh, tú, qué bicho! Yo miraba su jetita y no creían mis ojos. ¡No, no es él! ¡No puede ser! Ése no conoce tales palabras como «libertad» y «Gambetta». —¡Ni qué decir, buenas reglas! —dijo, tirando el cigarrillo—. ¡Vive, pues, con estos señores! ¡Están tocados en forma, a la letra! ¡Formalistas filisteos! ¡Asfixian!

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Yo no resistí y me carcajeé. Al oír mi risa, me miró de pasada y su voz tembló. Él reconoció mi risa y, debe ser, reconoció mi pelliza. Su espalda se jorobó al instante, el rostro se agrió al momento, la voz calló, las manos cayeron a los lados, las piernas se recogieron. ¡Cambió al momento! Yo ya no dudaba más: era Iván Kapitonich, mi oficinista. Éste se sentó y escondió su naricita en la piel de liebre. Ahora yo miré su rostro. ¿Es posible —pensé— que esta figurita agobiada, aplastada, sabe decir palabras como «filisteo» y «libertad»? ¡Ah! ¿Es posible? Sí, sabe. Es increíble, pero es cierto... ¡Eh, tú, qué basura!». ¡Cree, después de esto, en las míseras fisonomías de esos camaleones! Yo ya no creo más. ¡Basta, no me engañan!

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«Dios mío, no permitas que juzgue o hable de lo que no conozco y no comprendo».

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ANTÓN CHEJOV

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El tabernero virtuoso (El llanto de un depauperado) —Sírveme, hijito, un fiambre friecito... Bueno, y vodkita... EPITAFIO

hora estoy sentado, añoro y cavilo. Antaño, en mi hacienda patrimonial, había gallinas, gansos y pavos; estas últimas, aves estúpidas e irracionales, pero

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muy sabrosas. En mi establo de caballos, se reproducían y multiplicaban «¡ah, ustedes, mis caballos, mis caballos...!». Los molinos no estaban sin trabajar, las minas daban carbón, las mujeres recogían frambuesa. En las desiatinas sobreabundaban la flora y la fauna; ¿quieres?, come; ¿quieres?, dedícate a la zoología y la botánica... Uno podía sentarse en primera fila y jugar a las cartitas y agarrar a la querida... ¡Ahora no es así, no es así del todo! Hace un año, en el día de Elías, estaba yo sentado en mi terraza y añoraba. Ante mí, estaba la tetera llena de un té de a rublo... Una pena me roía el alma, quería llorar a gritos... Yo añoraba y no advertí cómo se me acercó Efim Zuzikov, el tabernero, mi antiguo siervo. Éste se aproximó y, con respeto, se detuvo junto a la mesa. —¡Si ordenara, señor, pintar el tejado! —dijo, poniendo sobre la mesa una botella de vodka—. El tejado es de hierro, sin pintura se oxida. Y óxido, se sabe, hay... ¡Le saldrán huecos!

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—¿Con qué dinero voy a pintar, Efímushka? —digo—. Tú mismo sabes... —¡Tómelo prestado! Si no, le saldrán huecos... Si ordenara aún, señor, contratar a un guarda para el jardín... ¡Se roban los árboles! —¡Ah, de nuevo hace falta dinero! —Yo le daré... Es lo mismo, me lo devolverá. No por primera vez toma, pues... Me soltó Zuzikov quinientos rublos, tomó el endoso y se fue. Tras su salida, yo apoyé la cabeza sobre los puños y empecé a cavilar sobre el pueblo y sus propiedades... Quería, incluso, escribir un artículo para el Pensa... —Se las da de bienhechor, de magnánimo... ¿por qué? Porque yo lo azoté alguna vez... ¡Qué ausencia de rencor! ¡Aprendan, extranjeros! A la semana se me incendió en el patio el cobertizo. El primero que vino corriendo al incendio fue Zuzikov. Éste, con sus propias manos, destrozó el cobertizo y arrastró sus lonas para, en caso de algo, cubrir con éstas mi casa. Temblaba, estaba rojo, mojado, como si defendiera sus bienes. —Ahora hay que construir uno nuevo —me dijo, después del incendio—. Yo tengo un bosquecito, le enviaré... Si ordenara, señor, limpiar el estanque, ayer pescaban carasios y toda la red se rompió con las algas... Trescientos rublos cuesta... ¡Tome! No por primera vez, tome, pues... Y por el estilo... Limpiaron el estanque, pintaron todos los tejados, repararon las caballerizas, y todo eso con el dinero de Zuzikov. Hace una semana viene a verme Zuzikov, se para en la puerta y, con respeto, tose en el puño. —Y no reconoces ahora vuestra hacienda —dice—. Un conde o un príncipe es hora de que viva... Y los estanques los limpiaron, y la sementera la plantaron, los caballitos nacieron...

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—¡Y todo por ti, Efímushka! —digo, casi llorando de ternura. Me paro y, de la manera más sincera, abrazo al mujik... —Dios quiera, se arreglen los asuntos, te lo devolveré todo, Efímushka... Con por cientos. ¡Déjame abrazarte otra vez! —Todo lo reparó y acomodó... ¡Dios ayudó! Ahora queda sólo una cosa: fumarse al zorro de aquí... —¿Cuál zorro, Efímushka? —Se sabe cuál... Y, tras callar un poco, Zuzikov agrega: —El ujier del juzgado vino ahí... Usted, las botellas, recójalas, pues... No sea que el ujier las vea... Y piense que en mi finca el único asunto es la borrachera... ¿Ordena alquilarle una casucha en el pueblo o se va a la ciudad? Ahora estoy sentado y cavilo.

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inéditos

chejov antón «Uno no termina con la nariz rota chej

chejov chejov

por escribir mal; al contrario, escribimos porque nos hemos roto la nariz y no tenemos ningún lugar al que ir».

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ANTÓN CHEJOV

castellano

inéditos en

antón

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El dramaturgo l gabinete del doctor entra un personaje apagado,con una mirada opaca y una fisonomía acatarrada. A juzgar por las medidas de la nariz y la expresión sombría y

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melancólica del rostro, el personaje no es ajeno a las bebidas alcohólicas, la coriza crónica y la filosofía. Éste se sienta en la butaca y se queja del ahoguío, el eructo, la pirosis, la melancolía y el sabor repugnante en la boca. —¿A qué se dedica usted? —pregunta el doctor. —¡Yo soy dramaturgo! —declara el personaje, no sin orgullo. El doctor, al instante, se llena de estimación hacia el paciente y sonríe con respeto. —Ah, es una especialidad tan única... —balbucea—. ¡Hay ahí tal cantidad de trabajo puramente cerebral, nervioso! —Su-pon-go. —Los escritores son tan únicos... sus vidas no se pueden parecer a la vida de las personas comunes... y por eso yo le rogaría que me describiera su modo de vida, sus ocupaciones, costumbres, situación en general; qué precio paga usted por su actividad... —Permítame... —conviene el dramaturgo—. Me levanto yo, señor mío, a eso de las doce, y a veces antes... Al levantarme, enseguida me fumo un cigarrillo y me tomo dos copitas de vodka, y, a veces, tres... Y a veces, por lo demás, cuatro, a juzgar por cuánto tomé en la víspera... Así... Si yo no tomo, pues empiezan a chispearme los ojos y a latirme la cabeza. —Probablemente. ¿Usted, en general, toma mucho? —Noo, ¿de dónde mucho? Si tomo en ayunas, pues eso simplemente depende, como supongo, de los nervios... Después, tras vestirme, voy al Livorno o al Savrasienkov, donde desayuno. Mi apetito, en general, es malo. Como en el desayuno lo más mínimo: una albóndiga o media porción de estu-

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rión con rábano. A propósito, tomo unas tres, cuatro copitas, y aún no tengo apetito... Después del desayuno, cerveza o vino, de acuerdo con las finanzas... —Bueno, ¿y después? —Después, voy a algún lugar como la cervecería; de la cervecería, de nuevo al Livorno, a jugar billar... Paso así unas seis horas y voy a almorzar... Almuerzo yo de forma infame, ¿me cree? Tomo otra vez unas seis, siete copitas, ¡y de apetito... ni, ni! Me da envidia mirar a la gente, todos toman sopa, y yo esa sopa no la puedo ver; y en lugar de comer, tomo cerveza... Después del almuerzo voy al teatro... —Hum... ¿El teatro, probablemente, le inquieta? —¡Terrriblemente! Me inquieta e irrita; y ahí, aún están los amigos. A cada rato, ¡tomamos y tomamos! Con uno tomo vodka, con el otro tinto, con el tercero cerveza y, cuando miras, hacia el tercer acto, ya apenas te sostienes sobre los pies... El diablo los conoce, esos nervios... Después del teatro, vas al Salón o a la mascarada de Rodon... Del Salón o la mascarada, usted mismo entiende, no te escapas pronto... Si por la mañana te despertaste en casa, pues da gracias a eso... Otras veces, por semanas enteras, no pernoctas en casa... —Hum... ¿observa la vida? —Bueeeno, sí... Una vez, hasta tal punto se me crisparon los nervios, que todo un mes no viví en casa, y hasta mi dirección olvidé... Tuve que arreglármelas en el buró de direcciones... ¡Y, como ve, así es casi cada día! —Bueno, ¿y las piezas, cuándo las escribe? —¿Las piezas? ¿Cómo decirle? —se encoge de hombros el dramaturgo—. Todo depende de las circunstancias... —Tómese el trabajo de describirme su proceso de trabajo... —Antes que todo, señor mío, me cae en las manos casualmente o a través de los amigos, yo mismo... ¡pues nunca tengo tiempo de velar!, alguna cosita francesa o alemana. Si ésta sirve, pues se la llevo a la hermana o alquilo por unos cinco rublos a un estudiante... Ellos la traducen y yo, ¿entiende?, le pergeño las costumbres rusas: en lugar de apellidos extranjeros pongo rusos, y demás... Eso es todo... ¡Pero es difícil! ¡Oh, qué difícil! El personaje, apagado, pone los ojos en blanco y suspira... El doctor empieza a palparlo, auscultarlo y palmarlo...

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La venganza de las mujeres lguien tironeaba la campanilla. Nadiezhda Petrovna, la dueña del apartamento donde ocurría la historia descrita, se levantó del diván y corrió a abrir

A

la puerta. «Debe ser mi esposo...» —pensó. Pero, al abrir la puerta, no vio al esposo. Ante ella estaba un hombre alto, bello, con una cara pelliza de oso y unos lentes dorados. Su frente estaba fruncida y los ojos soñolientos miraban el mundo de Dios con indiferencia y pereza. —¿Qué se le ofrece? —preguntó Nadiezhda Petrovna. —Yo soy el doctor, señora. Me llamaron aquí unos... eheh-eh... Chelobitiovi... ¿Usted es Chelobitiovi? —Nosotros somos los Chelobitiovi, pero... por Dios, disculpe, doctor. Mi esposo tiene flujo y fiebre. Él le mandó una carta, pero usted no vino en tanto tiempo, que él perdió la paciencia y fue al dentista. —Hum... Él podía haber ido al dentista sin molestarme... El doctor frunció el ceño. Pasó un instante en silencio. —Disculpe que lo molestamos y obligamos a viajar en vano, doctor... Si mi esposo hubiera sabido que usted vendría, créame, no hubiera ido al dentista... Disculpe... Pasó aún otro instante en silencio. Nadiezhda Petrovna se rascó la nuca. «¿Qué espera él?, no entiendo» —pensó, mirando de soslayo a la puerta. —¡Libéreme, señora! —musitó el doctor—. No me retenga. El tiempo vale tanto, ¿sabe?, que...

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—O sea... Yo, o sea... Yo no lo retengo... —¡Pero, señora, no puedo irme sin recibir por mi trabajo! —¿Por el trabajo? Ah, sí... —empezó a balbucear Nadiezhda Petrovna, sonrojada fuertemente—. Tiene razón... por la visita hay que pagar, es cierto... Usted trabajó, viajó... Pero, doctor... a mí hasta me da vergüenza... mi esposo salió de la casa y se llevó todo nuestro dinero... En la casa yo, ahora, resueltamente, no tengo nada... —Hum... Es extraño... ¿cómo hacer? ¡Yo no puedo esperar a su esposo! Pero busque usted, acaso encuentre algo... Es una suma, en esencia, ínfima... —Pero le aseguro que mi esposo se lo llevó todo... Me da vergüenza... Yo no me pondría, por un rublo, a soportar semejante... situación estúpida... —Es extraña la visión que tienen ustedes, el público, del trabajo de los médicos... por Dios, es extraña... Como si nosotros no fuéramos personas, como si nuestro trabajo no fuera trabajo... Pues yo vine a verla, perdí tiempo... trabajé... —Y yo entiendo eso muy bien, pero convenga: ¡hay ocasiones que en la casa no hay ni un kopek! —Ah, ¿y qué asunto mío son esas ocasiones? Usted, señora, simplemente, es inocente e ilógica... No pagarle a una persona... eso es hasta deshonesto... Se aprovecha de que yo no la puedo entregar al juez de paz y... tan sin ceremonia, por Dios... ¡Es más que extraño! El doctor se turbó. Le dio vergüenza la humanidad... Nadiezhda Petrovna se encendió. Se disgustó... —¡Está bien! —dijo en tono brusco—. Espere, mandaré a la tiendita, y allá, acaso, me den dinero... Yo le pagaré. Nadiezhda Petrovna fue a la sala y se sentó a escribir una no-

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tita para el tendero. El doctor se quitó la pelliza, entró a la sala y se arrellanó en la butaca. En espera de la respuesta del tendero, ambos se sentaron y callaron. A los cinco minutos llegó la respuesta. Nadiezhda Petrovna sacó de la notita un rublo y se lo metió al doctor. Al doctor se le encendieron los ojos. —Usted se ríe, señora —dijo él, poniendo el rublo sobre la mesa—. Mi mozo, es posible que cobre un rublo, pero yo... ¡no!, ¡disculpe! —¿Entonces, cuánto le hace falta? —Comúnmente, yo cobro diez... A usted, es posible, le cobraré cinco, si quiere. —Bueno, no espere cinco de mí... Yo no tengo dinero para usted. —Mande al tendero. Si él pudo darle un rublo, ¿por qué no puede darle cinco? ¿No es lo mismo, acaso? Yo le ruego, señora, no me retenga. Yo no tengo tiempo. —Escuche, doctor... Usted no es amable, sino... ¡atrevido! ¡No, usted es grosero, inhumano! ¿Entiende? ¡Usted es... ruin! Nadiezhda Petrovna se volteó hacia la ventana y se mordió el labio. De sus ojos brotaron gruesas lágrimas. «¡Canalla! ¡Miserable! —pensaba ella—. ¡Animal! ¡Se atreve... se atreve! ¡No puede entender mi horrible, lastimosa situación! ¡Bueno, espere, pues... diablo!». Y, tras pensar un poco, volteó su rostro hacia el doctor. Esta vez expresaba sufrimiento, ruego. —¡Doctor! —dijo con voz queda, suplicante—. ¡Doctor! Si usted tuviera corazón, si usted quisiera entender... no se pondría a atormentarme por ese dinero... Y, sin eso, ya hay bastante tormento, bastante tortura. Nadiezhda Petrovna se oprimió la sien y fue como si hubiera apretado un resorte, sus cabellos se cernieron en mechones sobre sus hombros... —Sufres por la ignorancia del esposo... soportas este medio espantoso, penoso, y aquí, aún, un hombre educado se permite lanzarte un reproche. ¡Dios mío! ¡Esto es insoporta-

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ble! Pero entienda, señora, que la situación especial de nuestro estamento... El doctor tuvo que interrumpir su discurso. Nadiezhda Petrovna se tambaleó y cayó sin sentido en sus brazos tendidos... Su cabeza se inclinó sobre su hombro. —Aquí, a la chimenea, doctor —susurró ella, tras un instante—. Más cerca... Yo le contaré todo... todo... *** A la hora, el doctor salía del apartamento de los Chelobitiovi. Sentía fastidio, vergüenza y deleite...

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«No seamos charlatanes y digamos con franqueza que en este mundo no se entiende nada. Sólo los charlatanes y los imbéciles creen comprenderlo todo».

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ANTÓN CHEJOV

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«No pulir, no limar demasiado. Hay que ser desmañado y audaz. La brevedad es hermana del talento». castellano

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inéditos AenC NTÓN

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anton

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El único medio

H

ban,

ubo un tiempo, cuando los cajeros despojaban incluso a nuestra Sociedad. ¡Es terrible recordar! Éstos no sólo saqueasino limpiaban, literalmente,

nuestra pobre caja. El interior de nuestra caja estaba forrado de terciopelo verde y se robaron el terciopelo. Uno se aficionó tanto, que con el dinero se llevó la cerradura y la tapadera. En los últimos cinco años, tuvimos nueve cajeros; y los nueve, en las grandes fiestas, nos envían ahora, desde Krasnoyarsk, sus tarjetas de visita. ¡Los nueve! —¡Es horrible! ¿Qué hacer? —suspirábamos, cuando llevamos a juicio al noveno—. ¡Una vergüenza, una deshonra! ¡Los nueve, unos villanos! Y empezamos a juzgar y a convenir: ¿a quién tomar de cajero?, ¿quién no es un canalla?, ¿quién no es un ladrón? Nuestra elección recayó en Iván Petrovich, ayudante del contable: callado, devoto, y que vive como un cerdo, sin confort. Lo elegimos, lo bendijimos en la lucha contra las tentaciones y nos calmamos, pero... ¡no por mucho tiempo! Al otro día, Iván Petrovich se apareció con corbata nueva. Al tercero, llegó a la dirección en coche, lo que antes nunca sucedía con él. —¿Ustedes notaron? —murmurábamos a la semana—. Corbata nueva... lentes... Ayer, en el santo, invitaba. Hay algo... A Dios empezó a rezarle con más frecuencia... Hay que suponer que la conciencia no está limpia... Le informaron sus dudas a su excelencia. —¿Es posible que el décimo resulte un canalla? —suspiró nuestro director—. No, es imposible... Es un hombre tan moral, callado... Por lo demás, ¡vamos a verlo!

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Se acercaron a Iván Petrovich y rodearon su caja. —Disculpe, Iván Petrovich —el director se dirigió a éste con voz suplicante—. Nosotros confiamos en usted... ¡Creemos! Mmm... sí... Pero, ¿sabe?... ¡Permita revisar la caja! ¡Usted permita! —¡Dígnense! ¡Muy bien! —ágilmente respondió el cajero—. ¡Cuanto quieran! Empezaron a contar. Contaron, contaron y faltaban cuatrocientos rublos... ¡¿Y éste?!, ¡¿y el décimo...?! ¡Es horrible! Eso, en primer lugar; y en segundo, si éste en una semana se zampó tanto dinero, ¿¡pues cuánto se robará en un año, en dos!? Nos quedamos pasmados del horror, la admiración, la desolación... ¿Qué hacer? Bueno, ¿qué? ¿A juicio con él? No, eso es viejo e inútil. El onceno también robará; el doceno, también... No llevarás a todos a juicio. ¿Zurrarlo? No se puede, se ofenderá... ¿Correrlo y llamar en su lugar a otro? ¡Pero es que el onceno también robará! ¿Cómo hacer? El director, rojo, y nosotros, pálidos, mirábamos fijamente a Iván Petrovich y, recostados contra la rejilla amarilla, pensábamos... Pensábamos, tensábamos el cerebro y sufríamos... Y él seguía sentado e, imperturbable, chasqueaba sobre las cuentas, como si él no hubiera robado... Callamos largo tiempo. —¿Dónde metiste ese dinero? —finalmente, nuestro director se dirigió a él con lágrimas y un temblor en la voz. —¡En las necesidades, su excelencia! —Hum... En las necesidades... ¡Me alegro mucho! ¡A callar! Yo teee... El director se paseó por la habitación y continuó: —¿Qué hacer, pues? ¿Cómo te proteges de semejantes... ídolos? Señores, ¿por qué callan? ¿Qué hacer? ¿¡No vamos a azotar al canalla!? (El director se quedó pensativo.) Escucha, Iván Petrovich... Nosotros vamos a poner ese dinero, no vamos a deshonrarnos con la publicidad; al diablo contigo, sólo que a ti, francamente, sin equívoco... ¿Te gusta el sexo femenino o qué? Iván Petrovich sonrió y se confundió. —Bueno, se entiende —dijo el director—. ¿A quién no

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le gusta? Eso se entiende... Todos somos pecadores... Todos ansiamos amor, dijo algún filósofo... Te entendemos... Mira qué... Ya que a ti así te gusta, pues dígnate; yo te daré una carta para una... es bonita... Ve a verla por mi cuenta, ¿quieres? Y para otra te daré una carta... ¡Y para la tercera te daré una carta!.. Todas, las tres, son bonitas, hablan en francés, rollizas... ¿El vino te gusta también? —Vinos, los hay diversos, su excelencia... el de Lisboa, por ejemplo, yo a la boca no me lo llevo... Cada bebida, su excelencia, tiene, por así decir, su sentido... —No repliques...Cada semana te voy a enviar una docena de botellas de champagne. ¡Zámpatelas, pero no gastes el dinero, no nos confundas! ¡No te ordeno, sino te suplico! El teatro, también, seguro te gusta Y además... Al final de todo, decidimos, además del champagne, abonarle una butaca en el teatro, triplicar el salario, comprarle candidaturas, enviarlo cada semana a las afueras de la ciudad en troika, todo eso a cuenta de la Sociedad. El sastre, los tabacos, las fotografías, los bouquetes para las beneficiadas, los muebles, también de la Sociedad... ¡Que disfrute, solamente, por favor, que no robe! ¡Que haga lo que quiera, sólo que no robe! ¿Y qué, pues? Pasó ya un año desde que Iván Petrovich está en la caja, y no podemos dejar de jactarnos de nuestro cajero. Todo es honrado y correcto... No roba... Por lo demás, durante cada revisión semanal, faltan diez o quince rublos; pero es que eso no es dinero, sino tonterías. Algo hay que dar en sacrificio al instinto del cajero. Que hurte, pero que no toque los miles. Y ahora prosperamos... Nuestra caja siempre está llena. Es verdad, el cajero nos sale muy caro, pero, en cambio, es diez veces más barato que cada uno de sus nueve antecesores. ¡Y puedo asegurarles que rara es la Sociedad y raro el banco que tienen un cajero tan barato! ¡Estamos en ganancia, y por eso serían unos extraños excéntricos ustedes, los que tienen el poder, si no siguieran nuestro ejemplo!

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Daniel Deardorff

«Los hombres inteligentes quieren aprender; los demás, enseñar». ANTÓN CHEJOV

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La calzonazos ace unos días invité a mi gabinete a la institutriz de mis hijos, Yulia Vasilievna. Había que ajustar cuentas. —¡Siéntese, Yulia Vasilievna! —le dije—.

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Vamos a ajustar cuentas. Usted seguro necesita dinero, y es tan ceremoniosa que por sí misma no lo pide... Bueno, convinimos con usted treinta rublos al mes... —Cuarenta... —No, treinta... Yo lo tengo apuntado... Yo siempre le pagué a las institutrices treinta. Bueno, vivió usted dos meses... —Dos meses y cinco días... —Exactamente dos meses... Yo lo tengo apuntado así. Se le deben, entonces, sesenta rublos... Restar nueve domingos... usted no se dedicaba a Kolia los domingos, sino paseaba solamente... y tres festivos... Yulia Vasilievna se encendió e intentó una defensa, pero... ¡ni una palabra! —Tres festivos... fuera, por consiguiente, doce rublos... Cuatro días Kolia estuvo enfermo y no hubo lecciones... Usted se dedicó sólo a Varia... Tres días a usted le dolió la muela y mi esposa le permitió no dedicarse después del almuerzo... Doce y siete, diecinueve. Restar... quedan... hum... cuarenta y un rublos... ¿Correcto? El ojo izquierdo de Yulia Vasilievna enrojeció y se llenó de humedad. Su barbilla empezó a temblar. Tosió con nerviosismo, se sonó la nariz, ¡pero ni una palabra! —En Año Nuevo, usted rompió una tacita de té con el platito. Fuera dos rublos. La tacita vale más, es de la familia, pero... ¡vaya con Dios! «¿Dónde lo nuestro no perdimos?».

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Después, por descuido suyo, Kolia se subió al árbol y se rompió el trajecito... Fuera diez... La sirvienta, también por descuido suyo, le robó a Varia los zapatos. Usted debe velar por todo. Usted recibe un salario. Así, entonces, fuera cinco más... El diez de enero, me tomó diez rublos... —Yo no los tomé —murmuró Yulia Vasilievna. —¡Pero yo lo tengo apuntado! —Bueno, deje... está bien. —A cuarenta y uno restarle veintisiete, quedan catorce... Ambos ojos se llenaron de lágrimas... De la larga y bonita nariz brotó el sudor. ¡Pobre muchachita! —Yo sólo una vez tomé —dijo con voz temblorosa—. Y a su esposa le tomé tres rublos... Más no tomé... —¿Sí? ¿Ves...?, ¡y yo no lo tengo apuntado! Fuera de catorce tres, quedan once... ¡Aquí tiene su dinero, queridísima! Tres... tres, tres... uno y uno... ¡Reciba! Y le di once rublos... Ella los tomó y, con unos deditos temblorosos, los metió en el bolsillo. —Merci —susurró. Yo me levanté y caminé por la habitación. Me poseía la furia. —¿Por qué merci? —pregunté. —Por el dinero... —Pero si yo la despojé, ¡qué diablos!, la desplumé. ¡Pero si yo le robé! ¿Por qué, pues, merci? —En otros lugares, a mí, del todo, no me daban... —¿No le daban? ¡Y no es extraño! Yo le hice una broma, le di una lección cruel... ¡Yo le daré todos sus ochenta! ¡Ahí están en el sobre, listos para usted! ¿Pero acaso se puede ser tal posca? ¿Por qué usted no protesta? ¿Por qué calla? ¿Acaso se puede no ser colmilludo en este mundo? ¿Acaso se puede ser tal calzonazos? Ella, con acritud, sonrió, y yo leí en su rostro: «¡Se puede!». Le pedí perdón por la cruel lección y le di, para su gran asombro, los ochenta. Ella, con timidez, dijo merci y salió... Yo miré en pos de ella y pensé: ¡es fácil ser fuerte en este mundo!

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El demonio ingenuo n el bosque, a la orilla de un riachuelo que un alto junco cuida día y noche, estaba parado una hermosa mañana un joven, simpático demonio. Junto a él,

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en la hierbita, estaba sentada una sirenita, joven y tan bonita que si yo supiera su dirección exacta, lo dejaría todo —la literatura, la esposa y las ciencias— y volaría a ella... La sirenita tenía el ceño fruncido y tiraba enojada de la hierbita verde. —Yo le ruego entenderme —decía el demonio, gagueando y parpadeando confundido—. Si usted entiende, pues no será tan severa, permítame explicarle todo desde el mismo principio... Veinte años atrás, en este mismo lugar, cuando yo le pedí la mano, usted dijo que se casaría conmigo, sólo en caso de que yo no tuviera en la cara una expresión estúpida, y para eso me aconsejó dirigirme a la gente y aprender de ésta razón y juicio. Yo, como sabe, la obedecí y me dirigí a la gente. Excelente... Al llegar a ésta, ante todo, me informé de qué especialidades y oficios había. Un jurista me dijo que la mejor y más inofensiva especialidad es estar acostado en el diván, con las piernas para arriba, y escupir al techo; ¡pero yo, honrado, estúpido demonio, no le creí! Ante todo, caí bajo la protección del jefe de correos. ¡Un cargo, ma chère, terrible! ¡Las cartas de los habitantes son tan aburridas, que simplemente te dan náuseas! —¿Para qué las leía, si son aburridas? —Así se acostumbra... Y, además, no se puede sin eso... Las cartas son diversas... Uno firma «teniente fulano de tal» y, bajo ese teniente Lassalle, hay que entender Spinoza o... Bueno... después ingresé a la protección del jefe de bomberos... ¡También un cargo terrible! A cada rato un incendio... Te sientas, pasas a almorzar o a jugar al wint, un incendio. Te acues-

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tas a dormir, un incendio. Y dígnate, pues, a ir al incendio; si ya se sabe, por la historia natural, que a los caballos públicos no se les puede alimentar con avena. Una vez mandé alimentar a los caballos con avena, ¿y qué cree? El inspector se asombró tanto, que a mí hasta me dio vergüenza... Lo dejé... Hay en la tierra, ma chère, gente que vela porque el prójimo no tenga en la cabeza ni en los bolsillos nada de más. De jefe de bomberos a ese cargo, a la mano. Ingresé. Todo mi servicio, en las primeras instancias, estribaba en que yo recibía la «gratitud» de la gente... Al principio, eso me gustaba terriblemente... En nuestro siglo práctico, sentimientos como la gratitud pueden no gustarle sólo a las piedras y deben ser alentados... Pero después me desilusioné por completo. La gente está terriblemente maleada... Agradece con cupones del año 1889, y hasta pone en curso cupones falsos. Y además de eso, agradece; y ella misma, en los ojos, no expresa ningún sentimiento agradable... ¡Trivial! De ese cargo, a la pedagogía, a la mano. Ingresé a la pedagogía. Al principio tuve suerte, y hasta el director me estrechó la mano varias veces. Le gustaba terriblemente mi cara estúpida. Pero, ¡ay!, una vez leí en El Heraldo de Europa un artículo sobre el perjuicio de la deforestación y sentí que me remordía la conciencia, a mí. Y antes, hablando con franqueza, me daba lástima utilizar nuestro querido verde abedul para fines tan bajos como la pedagogía. Le expresé al director mi duda y la expresión estúpida de mi cara fue calificada de falsa. Yo, ¡uf!, después ingresé a los doctores. Al principio tuve suerte. Las difterias, ¿sabe?, los tifus... Aunque no aumenté el por ciento de mortandad, de todas formas fui notable. En ascenso, me nombraron médico de la Casa Cuna de Moscú. Aquí, además de las recetas y la visita a los pabellones, me exigían reverencias, inclinaciones y el saber viajar en trasera con dignidad... El doctor mayor, Soloviov, ese mismo que en Odesa, en un congreso, se sentía en el empíreo, me exigía, incluso, que le hiciera ojitos. Cuando le dije que las reverencias y los ojitos no se enseñan en la Facultad de Medicina, me consideraron un librepensador que no respeta el linaje...

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Tras una fracasada doctoría, me dediqué al comercio. Abrí una panadería y empecé a hornear panes. ¡Pero, ma chère, en la tierra hay tantos insectos, que es simplemente un horror! Cualquier bollo que rompía, en cada uno había una cucaracha o un renacuajo. —¡Ah, basta de decir disparates! —exclamó la sirenita, perdiendo la paciencia—. ¿Quién diablos le pidió a un imbécil ingresar de jefe de bomberos y hornear panes? ¿Es posible que un cerdo como usted no pudo encontrar en la tierra algo más inteligente y elevado? ¿Acaso la gente no tiene ciencias, literatura? —Yo, ¿sabe?, quería ingresar a la universidad, pero un recaudador de accisas me dijo que ahí son todo desórdenes... ¡Fui y literato... los diablos me arrastraron a esa literatura! Escribía bien y hasta brindaba esperanza pero, ma chère, en las cárceles hace tanto frío y hay tantas chinches, que hasta en el recuerdo el aire huele a chinches. Con la literatura terminé... Morí en el hospital, el fondo literario me enterró por su cuenta. Los reporteros de diez rublos tomaron vodka en mis funerales. ¡Querida mía! ¡No me envíe de nuevo a la gente! ¡Le aseguro que no soportaré esa prueba! —¡Esto es horrible! ¡Me da lástima usted, pero eche una mirada al río! ¡Su cara se hizo más estúpida que antes! ¡No, vaya de nuevo! ¡Dedíquese a las ciencias, a las artes... viaje! Finalmente, ¿no quiere eso? ¡Bueno, váyase así y siga ese consejo que le dio el jurista! El demonio empezó a suplicar... ¡y qué no dijo para librarse del ingrato viaje! Dijo que no tiene pasaporte, que está en observación, que, ante el curso actual, es penoso hacer cualquier viaje que sea, pero nada ayudó... La sirenita se salió con la suya y el demonio está de nuevo entre la gente. Él ahora sirve, sirvió ya hasta de consejero civil, pero la expresión de su cara no cambió nada: ésta, como antes, es estúpida.

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El día que Chejov dejó de ser médico Se cuenta que un día, Antón Chejov dio una receta a un enfermo, pero después de que éste se retiró recordó que en uno de los ingredientes no había puesto la coma y en vez de 3,5 decía 35 gramos. Horrorizado, corrió a la farmacia, donde el farmacéutico, al darse cuenta del error, había preparado la medicina con la dosis correcta. Poco tiempo después, una familia entera en la que todos sus miembros eran pacientes suyos, enfermó de tifus, y la madre y una de las niñas murieron sin que Chéjov pudiera hacer nada por salvarlos. Impresionado por ambas cosas, al llegar a su casa quitó de la puerta el cartel de «médico-cirujano» y se retiró del ejercicio de la medicina.

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Mi Domostroi

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or la mañana, cuando yo, recobrado del sueño, me paro ante el espejo y me pongo la corbata, a mi habitación entran, en silencio y con ceremonia, la suegra, la esposa y la cuñada. Éstas se ponen en fila y, sonriendo con respeto, me dan los buenos días. Yo asiento con la cabeza y leo un discurso en el que les explico que el cabeza de la casa soy yo. —Yo a ustedes, racailles, les doy de comer, de beber, las instruyo —les digo—, les enseño, pelmas, el juicio y la razón y, por eso, ustedes están obligadas a respetarme, venerar, palpitar, maravillarse con mis obras y no salirse de los límites de la obediencia ni un milímetro; en caso contrario... ¡Oh, cien diablos y una bruja, ustedes me conocen! ¡Las mando al cuerno del carnero! ¡Yo les enseñaré dónde invernan los cangrejos!, y demás. Tras escuchar mi discurso, mis inquilinas salen y se dedican a la tarea. La suegra y la esposa corren a las redacciones con los artículos; la esposa, a El Despertador; la suegra, a Las Noticias del Día, adonde Lipskierov. La cuñada se sienta a pasar en limpio mis folletines, relatos y tratados. Para la obtención del honorario, envío a la suegra. Si el editor paga poco, convida con «desayunos», pues antes de enviar por el honorario, alimento tres días a la suegra sólo con carne cruda, la exaspero hasta la furia y le inculco un odio invencible a la tribu editorial; ella, roja, feroz, borbotando, va por la paga, y no hubo una ocasión en Jan Mlodozeniec

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que volviera con las manos vacías. Dentro de sus obligaciones está la protección de mi persona de la importunidad de los acreedores. A la suegra le inoculo la rabia, según el método de Pasteur. Si los acreedores son muchos y no me dejan dormir, la pongo en la puerta: ¡no se cuela ni un bribón! En el almuerzo, cuando me deleito con las legumbres y el ganso con col, la esposa se sienta al piano y toca para mí algo de Bocaccio, «Elena» y «Las campanas de Corneville», y la suegra y la cuñada bailan alrededor de la mesa «La cachucha». A quien me complace en particular, prometo regalarle un libro de mi creación, con el facsímile del autor; y no mantengo la promesa, ya que la afortunada, ese mismo día, con alguna acción, se atrae mi ira y, de esa forma, pierde el derecho al premio. Después del almuerzo, cuando me relajo en el diván expandiendo a mi alrededor el olor del tabaco, la cuñada lee en voz alta mis obras y la suegra y la esposa escuchan. —¡Ah, qué bien! —están obligadas a exclamar—. ¡Excelente! ¡Qué profundidad de pensamiento! ¡Qué mar de sentimiento! ¡Maravilloso! Cuando empiezo a dormitar, ellas se sientan a un costado y susurran en voz alta para que yo pueda oír: —¡Es un talento! ¡No, es un extraordinario talento! ¡La humanidad pierde mucho al no intentar entenderlo! ¡Pero qué dichosos somos nosotros, los insignificantes, que vivimos bajo un mismo techo con tal genio! Si yo me duermo, la de guardia se sienta a mi cabecera y me espanta las moscas con un abanico. Al despertar, grito: —¡Pelmas, el té! Pero el té ya está listo. Me lo traen y me ruegan con una reverencia: —¡Coma, padre y benefactor! Aquí tiene la confitura, aquí el bollito... Reciba nuestra ofrenda posible.

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Después del té, comúnmente, las castigo por los desacatos contra el bienestar hogareño. Si no hay desacatos, el castigo se registra a cuenta del futuro. El grado del castigo corresponde a la magnitud del desacato. Así, si estoy insatisfecho con la copia, «La cachucha» o la confitura, la culpable está obligada a aprender, de memoria, varias escenas de la vida del mercader, correr en un solo pie por todas las habitaciones e ir por la obtención del honorario a la redacción en la que yo no trabajo. En caso de desobediencia o expresión de disgusto, recurro a medidas más severas: encierro en la despensa, doy a oler alcohol de amoníaco y demás. Si la suegra empieza a alborotar, mando por el alguacil y el portero. Por la noche, cuando yo duermo, mis tres inquilinas no duermen, caminan por las habitaciones y hacen guardia para que los ladrones no roben mis obras.

«No es la escritura en sí misma lo que me da náusea, sino el entorno literario, del que no es posible escapar y que te acompaña a todas partes, como a la tierra su atmósfera. No creo en nuestra intelligentsia, que es hipócrita, falsa, h i s t é r i c a , maleducada, ociosa; no le creo ni siquiera cuando sufre y se lamenta, ya que sus perseguidores proceden de sus propias entrañas. Creo en los individuos, en unas pocas personas esparcidas por todos los rincones —sean intelectuales o campesinos—; en ellos está la fuerza, aunque sean pocos».

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La plática del ebrio con el diablo sobrio

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l antiguo funcionario de la dirección, intendente y secretario colegiado retirado, Lajmatov, estaba sentado a la mesa de su casa y, bebiendo la decimosexta copa, cavilaba sobre la fraternidad, la igualdad y la libertad. De pronto, detrás de la lámpara, se le apareció el diablo... Pero no se asuste, lectora. ¿Sabe usted qué es el diablo? Es un joven de aspecto agradable, con una jeta negra como las botas y unos expresivos ojos rojos. En la cabeza tiene, aunque no está casado, unos cuernitos... Un peinado à la Capule. El cuerpo está cubierto de lana verde y huele a perro. Abajo de la espalda cuelga el rabo, que termina en una flecha... En lugar de dedos, garras; en lugar de pies, pezuñas de caballo. Lajmatov, al ver al diablo, se turbó un poco, pero después, al recordar que los diablos verdes tienen la estúpida costumbre de aparecerse a todos los hombres bebidos en general, pronto se serenó. —¿Con quién tengo el honor de hablar? —se dirigió al no invitado visitante. El diablo se confundió y bajó los ojos. —No se cohíba usted —continuó Lajmatov—. Venga más cerca... Yo soy un hombre sin prejuicios y puede hablar francamente conmigo... de alma... ¿Quién es usted? El diablo, indeciso, se acercó a Lajmatov y, doblando la cola bajo sí, reverenció con amabilidad. —Yo soy el demonio o el diablo —se recomendó—. Funjo como funcionario de encargos especiales ante su excelencia en persona, el director de la cancillería infernal, ¡el sr. Satanás! —He oído, he oído... Mucho gusto. ¡Siéntese! ¿No quiere vodka? Me alegro mucho. ¿Y a qué se dedica?

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El diablo se confundió aún más... —Hablando con propiedad, yo, ocupaciones definidas no tengo... —respondió, con turbación, tosiendo y sonándose la nariz «a la jeroglífico»—. Antes, realmente, teníamos una ocupación... Tentábamos a los hombres, los desviábamos del camino del bien a la senda del mal... Pero ahora esa ocupación, entre nous soit dit, no vale ni una escupida... Ya no hay caminos de bien, no hay de qué desviar. Y además, los hombres se han hecho más pícaros que nosotros... Dígnese, pues, a tentar a un hombre, cuando él, en la universidad, terminó todas las ciencias, «¡pasó por el fuego, el agua y los tubos de cobre!». ¿Cómo puedo yo enseñarle a robar un rublo, cuando usted, ya sin mi ayuda, se hurtó mil? —Así es... Pero, no obstante, ¿usted, pues, se dedica a algo? —Sí... Nuestro puesto anterior ahora puede ser sólo nominal, pero, a pesar de todo, tenemos trabajo... Tentamos a las damas de clase, empujamos a los jóvenes a escribir versos, obligamos a los mercaderes borrachos a golpear los espejos... En la política, en la literatura y en la ciencia, ya hace tiempo que no nos inmiscuimos. No entendemos ni un pepino de eso... Muchos de nosotros colaboran en El Jeroglífico; los hay, incluso, que dejaron el infierno e ingresaron a los hombres... Esos diablos retirados, que ingresaron a los hombres, se casaron con mercaderes ricas y viven ahora estupendamente. Algunos de ellos se dedican a la abogacía, otros editan periódicos, ¡en general, son hombres muy prácticos y respetados! —Disculpe por la pregunta indiscreta, ¿qué sustento recibe usted? —La situación nuestra es la anterior —respondió el diablo—. La plantilla no ha cambiado nada... El apartamento, la iluminación y la calefacción son públicos, como antes... Salario, pues... no nos dan, porque nos consideramos fuera de plantilla y porque ser diablo es un puesto honorable... En general, hablando con franqueza, se vive mal, aunque vayas por el mundo... Gracias a los hombres que nos enseñaron a aceptar sobornos, si no, ya hace tiempo que nos hubieran degollado. Sólo vivimos con las ganancias... Abasteces de provisiones a los pecadores, bueno, y te afanas... Satanás

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envejeció, se va siempre a ver a Zukki, no está para rendir cuentas ahora... Lajmatov sirvió al diablo una copita de vodka. Éste bebió y se soltó a hablar. Reveló todos los secretos del infierno, desahogó el alma, lloró un poco y tanto gustó a Lajmatov, que éste lo dejó, inclusive, pernoctar en su casa. El diablo durmió en la estufa y deliró toda la noche. A la mañana, desapareció.

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chejov antón «Nada es más fácil que describir autoridades antipáticas. Al chej lector chejov

le gusta, pero sólo al más insoportable, al más mediocre de los lectores. Dios te guarde de los lugares comunes. Lo mejor de todo es no describir el estado de ánimo de los personajes. Hay que tratar de que se desprenda de sus ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ castellano propias acciones. No publiques hasta estar seguro de que tus personajes están vivos y de que no pecas contra la realidad».

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ANTÓN CHEJOV

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inéditos en

castellano

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La suegra abogada

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sto sucedió una hermosa mañana, exactamente un mes después de la boda de Michael Puziriov con Liza Mamunina. Cuando Michael tomó su café matutino y empezó a buscar con los ojos el sombrero para retirarse al servicio, entró a su gabinete la suegra. —Lo retendré, Michael, unos cinco minutos —dijo ésta— . No se enfurruñe, mi amigo... Yo sé que a los yernos no les gusta hablar con las suegras, pero nosotros, al parecer, nos entendemos, Michael. Nosotros no somos el yerno y la suegra, sino personas inteligentes... Tenemos mucho en común... ¿Pues, sí? La suegra y el yerno se sentaron en el diván. —¿En qué puedo serle útil, mutterchen? —Usted es un hombre inteligente, Michael, muy inteligente; yo tampoco soy tonta... Nos vamos a entender el uno al otro, espero. Hace tiempo ya que me dispongo a hablar con usted, mon petit... Dígame, con franqueza, por... por lo más sagrado, ¿qué quiere usted hacer con mi hija? El yerno puso los ojos grandes. —Yo, sabe, convengo... ¡Deja! ¿Por qué, pues? La ciencia es una cosa buena, sin la literatura no se puede... ¡La poesía, pues! ¡Yo entiendo!, es agradable... Si la mujer es educada... Yo misma me eduqué, entiendo... ¿Pero para qué, mon ange, los extremos? —¿O sea...? Yo no la entiendo del todo... —¡Yo no entiendo su actitud hacia mi Liza! Usted se casó con ella, ¿pero acaso ella es su esposa, su amiga? ¡Ella es su víctima! Las ciencias, los libros ahí, las teorías diversas... Todo

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eso son cosas muy buenas, pero, amigo mío, ¡no olvide usted que ella es mi hija! ¡Yo no permitiré! ¡Ella es mi carne y mi sangre! ¡Usted la mata! ¡No ha pasado ni un mes desde el día de vuestra boda, y ella ya parece una astilla! ¡Todo el día sentada en su casa con el libro, leyendo esas revistas tontas! ¡Copiando unos papeles ahí! ¿Acaso eso es asunto de mujeres? ¡Usted no la saca, no la deja vivir! ¡Ella, con usted, no ve la sociedad, no baila! ¡Es hasta increíble! ¡Ni una vez, en todo este tiempo, estuvo en un baile! ¡Ni una vez! —Ni una vez estuvo en un baile, porque ella misma no quería. Hable, pues, con ella misma... Usted sabrá qué opinión tiene ella de sus bailes y danzas. ¡No, ma chère!, ¡a ella le

Chejov y su familia

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repugna su ociosidad! Sí, ella se pasa sentada días enteros con el libro o en el trabajo, pues, créame, en eso nadie fuerza su convicción... Por eso es que yo la quiero... Y después de esto, tengo el honor de reverenciar y le ruego no inmiscuirse en lo adelante en nuestra relación. Liza misma dirá, si le hace falta decir algo... —¿Usted cree? ¿Es posible que usted no vea qué mansa y muda es ella? ¡El amor le amarró la lengua! ¡Si no fuera por mí, usted le pondría el yugo, muy señor mío! ¡Sí! ¡Usted es un tirano, un déspota! ¡Dígnese hoy mismo a cambiar su conducta! —Y escuchar no quiero... —¿No quiere? ¡Y no hace falta! ¡No es un gran honor! ¡Yo no me pondría a hablar con usted si no fuera por Liza! ¡Me da lástima ella! ¡Ella me suplicó que hablara con usted! —Bueno, en eso usted ya miente... Eso es ya una mentira, reconozca... —¿Una mentira? ¿¡Así!? Mira, pues, alma burda. La suegra se levantó y tiró del manguito de la puerta. La puerta se abrió por completo y Michael vio a su Liza. Ésta estaba parada en el umbral, se retorcía las manos y sollozaba. Su bonita jetita estaba toda llena de lágrimas. Michael se acercó a ella... —¿Tú oíste? ¡Así, pues, dile a ella! ¡Deja que entienda a su hija! —Mamá... mamá dice la verdad —empezó a vociferar Liza—. Yo no soporto esta vida... Yo sufro... —Hum... ¡Mira cómo! Es extraño... Pero, ¿por qué tú misma no hablas de eso conmigo? —Yo... yo... tú te enojarías... —¡Pero es que tú misma hablabas constantemente contra la ociosidad! ¡Tú decías que me quieres sólo por mis convicciones, que te repugna la vida de tu medio! ¡Y yo te quise por eso! ¡Antes de la boda tú despreciabas, odiabas esa vida vanidosa! ¿Con qué explicar, pues, este cambio? —Entonces yo temía que tú no te casarías conmigo... ¡Querido Michael, vamos hoy al jour fixe de María Petrovna!

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Y Liza cayó sobre el pecho de Michael. —¡Bueno!, ¿ve? ¿Se convenció ahora? —dijo la suegra y salió triunfante del gabinete... —¡Ah, tú, imbécil! —gimió Michael. —¿Quién es el imbécil? —preguntó Liza. —¡El que se equivocó!...

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antón antón «Escribir para los críticos tiene inéditos tanto sentido como darle a oler chejov flores a una persona resfriada». ANTÓN CHEJOV

antón chejov chej

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chejov

«Nunca se debe mentir. El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el amor, en la política, en la chejov medicina, se puede engañar a la gente e incluso a Dios, pero en el castellano arte no se puede mentir».

antón

hejov

chejov

inéditosAenC chej castellano

anton NTÓN

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el cuento soy yo

Cómo hacerse escritor en 9 pasos ANTÓN CHEJOV

A todo niño recién nacido se le debe lavar con cuidado y, tras dejarle descansar de las primeras impresiones, azotarlo fuertemente con las palabras: «¡No escribas! ¡No escribas! ¡No seas escritor!». Si a pesar de esa ejecución el niño empieza a revelar inclinaciones de escritor, se debe probar la caricia. Si la caricia tampoco ayuda, pues deje de la mano al niño y escriba «perdido». La comezón de escritor es incurable. El camino del escritor, de principio a fin, está lleno de espinas, clavos y ortigas; por eso una persona de sano juicio debe apartarse por todos los medios de la escritura. Si el destino implacable, a pesar de todas las advertencias, empuja a alguien al camino de la autoría, el desdichado, para disminuir su interés, debe remitirse a las siguientes reglas:

1

Se debe recordar que la autoría casual y la autoría à propos es mejor que la escritura constante. El conductor que escribe versos vive mejor que el versificador, que no trabaja de conductor.

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2

La escritura en pos de «el arte por el arte» es más ventajosa que la creación en pos del vil metal. Los escritores no compran casas, no van en cupé de primera clase, no juegan a la ruleta y no toman sopa de acipenser. Su alimento es la miel y los acrídidos preparados por Savrasienkov; su habitación, los cuartos amueblados y su medio de transporte, andar a pie.

3

Intentar escribir pueden todos, sin distinción de títulos, cultos, edades, sexos, grados de instrucción y situaciones familiares. No se prohíbe escribir incluso a los locos, los amantes de las artes escénicas y los privados de todo derecho. Es deseable, por lo demás, que los escaladores del Parnaso sean, en lo posible, personas maduras, que sepan que las palabras zapato y zafiro se escriben con zeta. Se supone que el escritor, además de las comunes facultades mentales, debe tener experiencia. El honorario más alto lo reciben las personas que han pasado por el fuego, el agua y los tubos de cobre; el más bajo, las naturas intactas y cándidas. Entre los primeros están: los casados por tercera vez, los suicidas fallidos, los arruinados de pluma y de polvo, los batidos en duelo, los escapados de las deudas y demás. Entre los segundos: los que no tienen deudas, los novios, los no bebedores, las estudiantes de instituto y demás.

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Hacerse escritor no es nada difícil. No hay idiota que no encuentre su par, y no hay tontería que no encuentre su lector apropiado. Por eso no te apoques... Pon el papel ante ti, toma la pluma en la mano y, tras excitar al pensamiento cautivo, escribe. Escribe de lo que quieras: de la ciruela pasa, el tiempo, el kvas de Govorovskii, el océano Pacífico, las agujas del reloj, la nieve del año pasado... Tras escribir, toma en tus manos el manuscrito y, sintiendo en las venas un temblor sagrado, ve a la redacción. Tras quitarte los chanclos en el recibidor e informarte: «¿Está acaso el señor redactor?», entra al santuario y, lleno de esperanza, entrega tu creación...

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Después de eso, acuéstate una semana en el diván de casa, escupe al techo y confórtate con los sueños; a la semana, ve a la redacción y recibe tu manuscrito de vuelta. Tras esto, sigue llamar a las puertas de las otras redacciones... Cuando ya hayas recorrido todas las redacciones y el manuscrito no haya sido aceptado en ningún lugar, publica tu obra en una edición aparte. Se hallarán lectores.

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Hacerse un escritor que publican y leen es muy difícil. Para eso sé, incondicionalmente, instruido y ten un talento del tamaño por lo menos de un grano de lenteja. Por la ausencia de grandes talentos, los caminos son cortos. Sé honrado. No hagas pasar lo robado como tuyo, no publiques lo uno y lo mismo en dos ediciones a la vez, no te hagas pasar por Kurochkin y a Kurochkin por ti, no llames original lo extranjero y demás; en general, recuerda los diez mandamientos.

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Si quieres escribir, pues procede así: Escoge, primero, un tema; ahí se te da libertad absoluta. Puedes utilizar el abuso y hasta la arbitrariedad, pero para no descubrir América por segunda vez y no inventar la pólvora de nuevo evita los temas que ya se han recorrido desde hace tiempo.

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Tras escribir, firma. Si no persigues la celebridad y temes que te peguen un poco, utiliza un pseudónimo, pero recuerda que cualquiera que sea la visera que te oculte del público, tu apellido y tu dirección deben ser conocidos por la redacción. Esto es necesario en caso de que el redactor quiera felicitarte por el Año Nuevo.

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El honorario cóbralo al instante de la publicación. Evita los adelantos. El adelanto es el consumo del futuro.

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chejov

chejov antón chejov inédito chejov

chejov

antón inédito

chejov castellano chejov Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto sino de cómo lo he visto.

antón

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A C antón inéditos en NTÓN

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HEJOV


cuento, luego existo

Por tanto pasado que va muriéndose a pedazos RODRIGO ARGÜELLES qué falta de nostalgia la tuya; años sin vernos y así recibís a tu gran amigo, sin el debido «¿cómo estás?», y ya ni qué decir del abrazo, que bien se amerita en ocasiones así. No me digas que aún conservas el rechazo a tantas normas absurdas y sociales, ésas que en las tardes de prepa no tragabas ni a empujones. ¿Recuerdas que por eso la Dulce te abandonó? Querías que se tumbaran antes de que conocieras a sus padres y, claro, ella muy propia por aquel entonces, que te arma un tango digno de Gardel (mirá que después de tantos años en Uruguay, algo se me habrá pegado), te dejó un jueves trece y vaya lagrimón que soltaste. Dirás que me acuerdo mejor que tú de la fecha, pero, ¿qué querés? Bien sabes que era un supersticioso y cabalista, ahora vieras que ya no tanto. La tarde siguiente bebimos cerveza como locos, ¡je, je!, fue al otro día, porque cuando tronaron ni tú ni yo teníamos dinero, así que fueron suficiente los tabacos que acababa de comprar; por cierto, ¿tus puchos siguen siendo sin filtro?, ¿cómo le va al Cruz Azul en la apertura?, ¿aún eres celeste, no? Pero te hablaba de la Dulce; ¿recuerdas que antes de entrar a la universidad salió panzona? Y cómo no iba a ser, si fueron diez meses de huelga, antes que llegara la PFP y nos diera picana. Sí, ya sé que nunca fue a una marcha, que ni siquiera se paró por la prepa, y que cuando se embarazó ya no la mencionabas entre tequilas. Pero bien que me di cuenta; esa cosquilla nunca te dejó, carajo, a mí en eso no me engañas. Me acuerdo que marchába-

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mos sobre revolución (después de seis meses, la protesta ya languidecía, aunque no lo aceptáramos en ese tiempo; pero ahora, qué más da, a nadie le importa, ni siquiera por afán historiográfico), gritábamos a voz en cuello, con el pulmón en la garganta eso de «¡Qué bonita bandera!», cuando la Fernanda se acercó, ya sabes, sólo para joder; con su maldito aire socarrón nos soltó el veneno: «Oigan, ¿no los invitó la flaca a su boda? Sí, ahorita, flaca, pero espérense un rato y verán, cuando ya el bichito que trae dentro le haya crecido como demonio». Enmedio de un «¡Quién lleva la batuta!», te vio palidecer, y es que «¡El rector hijo de puta!», y de paso ella también, así, después de la mordida, regresó serpenteando a su nido. Mirá que aún lo recuerdo (disculparás el tono, ¿pero qué querés? Ahora soy mitad Norte y otro tanto Sur, qué Oliveira ni qué nada; mi esposa argentina y mi gurisa uruguaya, y yo, yo sigo siendo de la barra azteca, ya vos lo sabés, sólo hace falta que juegue el tri por estos rumbos y voy, y les hincho con todo este corazoncito tracalero, rojillo y mierdoso), ahí dejamos la marcha y nos fuimos al paseo del libro, querías tomarte un exprés y de paso una novela, aunque más bien querías beber algún Kundera o Mallarmé; cuánta sed tenías en aquel tiempo, y hoy... ¿por qué has dejado de leer? Entre un café y otro, me hablaste de la nariz como límite del mundo; y la vida, esa gran farsa... Claro, por entonces no habías leído a Camus, qué hombre rebelde ni qué nada, bato dolido y se acabó. Mirá que no hace falta tanto Schopenhauer para que duela hasta la voz. Y a ti te dolía la flaca, y por eso tanta amargura, y por eso la notita que escribiste, y que recuerdo de a pedazos: Y es que el destino muchas veces se equivoca, porque el peronismo debió darse en Perú, y Fujimori ser presidente del Japón, Pinochet me suena a gángster italiano, y


tú... Tú debiste permanecer aquí, a mi lado, cebando mate, y yo escuchando tu sonrisa, porque Hugo se siente español y el vasco dirige al tri (y es que tú blanca y yo negro, y fumamos cubanos mientras echamos pestes de Fidel). Mirá que si tengo más nostalgia que palabras para escupir. Bueno, eso de «cebar mate» y «mirá» es mío, y es que hace tantos años ya. Déjame encender un pucho, esto de las cartas me pone un tanto melancólico. Si perder a la Dulce fue como un té de ajenjo bien cargado, ya no quiero recordarte cuando, días después, desalojaron la universidad a punta de macana (claro, no es el tiempo cíclico sino en forma de espiral; y bueno, treinta años más y la historia fue otra, aunque la misma; pero qué te digo, si bien que lo sabes). En ese año no conociste el Tehuacán o las costillas rotas, eso sería después, pero les tocó a otros, tres o cuatro, a lo más. Cómo no recordarlo, algunos nos rompíamos la cara porque, según, nos sobraba dignidad, mientras los compañeros de clase nos mentaban la madre, porque ya extrañaban que el de dibujo los reprobara por tanto asistir. Pero aún no se me quita lo tendencioso, tal parece que ya no me acuerdo que el salón de literatura, al final, se convirtió en un bar de quinta, con botecito para vomitar y todo. Y bueno, la rebeldía terminó, y no hubo más que regresar a la academia, así, herida, golpeada y todo. Entonces teníamos 18 años, vos sabés que siempre fui un poeta que nunca escribió un verso digno (ya ves, acabé estudiando química y me vine pa’l Uruguay); y tú, tú siempre gallo encendido, siempre canto de abril aunque, a veces, destrozado. Mira que en la facultad te perdí la pista, pero así pasa, tan amigos en la prepa y después... Después ya no hay nada, si acaso una llamada y se acabó. En esos años no salía del carbono, de la batita y de César Vallejo. Viéndolo bien, no he cambiado tanto, ahora es el trabajo, Multivisión y mi botija; de noche, cuando el insomnio pesa, me da por leer algún poema o salir al balcón; entonces me alumbro con la brasita del tabaco. Claro, el insomnio es más largo que un cigarro, y siempre acabo perdido entre tanto ayer y oscuridad; en verdad que el tiempo es muy feroz. Al día siguiente, con ojeras y todo, hay que ir al trabajo, no queda de otra, tenés que apechugar pa’

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que la hija coma; si la vieras, tan linda y tan parecida a mí. Alguna vez te vi en el cineclub de la facultad, pero me hice el ciego y no quise hablarte. Tú siempre tan rojo y negro; yo, entonces, era más azul, más de otros lados; ya no pensaba en el Che o Luxemburgo, ¿para qué darle tanto a la misma canción?, si al final todo se resuelve en el cianuro, el napalm o la mala fe de cada día. La chispa me abandonó y pasó el tiempo; después, como todos, me hice a la idea del olvido y la impotencia; ya sabés de eso, con tanto desamor, tanta hambre, tanta muerte, tanto empujón en el metro, uno termina por hacerse rollito y pedir esquina; o por lo menos yo terminé así, no esperé que la cuenta llegara a ocho para rajarme, antes tiré la toalla y me refugié en el matrimonio, el abrazo diario y la sopa caliente. Pero a ratos, a pesar de la gurisa y mi mujer, me da por escapar de la sombra, del recuerdo que alimenta estas heridas. Y es que sí, a veces vuelve la dialéctica de acuchillarme, de golpear sin tregua a mi conciencia, hasta que ganan los fantasmas por KO. Pero en aquel entonces era difícil saberlo, nadie pudo prever que esto ocurriría, mucho menos yo que, en esos tiempos, cursaba la maestría; y es que sí, andaba tan unido a la glicerina y el carbono, así como un triple enlace, que ya no tuve tiempo para mirar las bardas, tan llenas de consignas y dolor. Ya no participaba de una discusión política ni por descuido, ni siquiera de la entablada en las paredes del baño; ¿aún recordás a Tavo?, él siempre dijo que ahí estaba la luz o el llorar del barrio, que cagar era una experiencia política y social, más que de rollo ontológico; por cierto, ¿qué fue de él? Si por allá lo encuentras, dale un buen abrazo a ese gran rinoceronte. Ya sé, esta carta la debí haber hecho años atrás, ¿pero qué querés? Siempre he sido un correlón, el pibe huyendo del pasado y su dolor; por eso nunca te escribí, y es que era mi forma para escapar del ayer, de tanta mierda que aún se atora en la garganta; pero ya no hay de otra, sólo queda poner el pecho por delante, y aguantar la embestida de tanto recuerdo sin azúcar, de la llaga enmohecida por la angustia que, por cierto, hace tiempo ya que me pudrió.

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Tendrá ya un rato que me encontré a Eneo en un bar de por aquí, y después de tomarnos un ron, nos fuimos a cebar mate al departamento; me dijo que venía esquivando a las botas negras, que hubo cacería de brujas porque ya se habían hartado de ustedes, y es que las cosas en México andaban peor, que con tantos comiendo aire tres veces al día eso era más que una olla exprés; que algunos cuantos, de los que antes éramos, andaban todavía en la bola; los otros, si no se habían muerto, les encontraron el precio, o hacía mucho tiempo que se habían largado a otros países, claro, regularmente europeos, porque a América la estaban jodiendo parejito (si te digo que el tiempo tiene forma de espiral. Tú mismo me dijiste que algunos, por ahí, habían predicho el regreso a los 70, ya vos sabés de eso: Francia, Praga, México lindo y tirar a matar). Le sorprendió verme en Montevideo, me dijo que me hacía en la vieja Europa, como casi todos los que pueden largarse del país; pero le conté que, acabando la maestría, me invitaron a hacer que el ganado creciera más rápido y más gordo; aquí hice el doctorado y, bueno, a este químico casi no le ha faltado en dónde trabajar, y es que, así es esto, la naturaleza se vuelve loca, y nosotros intentamos que la tierra no sea su casa de la risa; porque la ecología está para llorar y uno juega a ser el doctorcito; mientras, por otro lado, la gente que sobra en este mundo, si no cae de hambre, lo hace con un grito contenido por un balazo en la garganta; pero yo qué te cuento, todo esto te los sabes como «La internacional». Pero, volviendo a la Chispa, ¿te acuerdas de ella, no? Pues perdí a esa mujer que tanto amaba; no, aún no me logro explicar ni cómo fue, de repente abrí los ojos y ya no estaba ahí; tú mismo decías que la vida siempre se arrastra con incierto porvenir, pero no lo entendí sino hasta aquella tarde en que le hablé, y es que la llaga se había vuelto insoportable, entonces que le marco y no bien le dije «¿cómo estás?», dejó caer aquella lluvia de navajas, «oye, tengo novio y no quiero echarlo a perder». Puta madre, cuatro años juntos y, con una frase mil veces repetida, después de diez meses mandó todo al diablo, ¡qué pinche fácil, ¿no?! Y pues, ahí me tienes, luchando por borrar tantos sueños rotos, por reconstruir el cuento que ya nunca compartimos; pero ella fue quien primero cremó lo nues-

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tro, aunque sabía que aún era mi luz, mi cruz del sur. No me quedó otra, tuve que buscar un sitio para ocultar sus cartas, su voz y los versos que nunca le entregué (¿te das cuenta?; si esto fuera literatura, no pasaba por la imprenta, y es que hay tanto lugar común aquí). Es cierto que escribir me calma de a ratos, sobre todo en otoño, cuando la lluvia me espera a la salida del trabajo; entonces me voy fumando bajo el agua, hasta que encuentro algún café o cualquier bar, después busco la mesa más aislada y pido un ron, luego saco este cuaderno y lo voy llenando despacito con puros rayones, algún poema infecto y uno que otro dibujo; vieras que ya soy experto en hacer fantasmas, y las flores, de vez en cuando, me salen con todo y primavera. Te digo que en un bar me encontré a Eneo, y después de algunas copas, me contó que aquella musa tenía ya dos divorcios y un bebé, que por eso ahora vivía en unión libre, y que alguna vez preguntó por mí; pero claro, ninguno de ustedes tenía idea de donde andaba. También me dijo que te volviste un radical, un rescoldo en el zapato del estado, que coordinabas marchas y demás protestas; que eras parte de una organización cuyo fin es distribuir, de la mejor manera posible, los pocos alimentos que hoy quedan en la tierra; «y es que sí, lo único que se puede hacer, en estos tiempos, es cagar, y eso si todavía se tiene qué comer». Te lo digo con las mismas palabras que él usó, pues una frase así golpea a cualquiera. También me contó que, días antes de que se viniera huyendo a Montevideo, alguien entró a tu casa, y mientras te esperaba, se tomó medio termo de café y aspiró unas líneas de cocaína, que justo cuando entraste al comedor te dio un balazo en la rodilla, que lo demás fue rutina, que te amarró las manos por la espalda, te amordazó y dijo que intentaras escapar; pero fue en vano, no lograste siquiera rozar la puerta, y ahí adentro, ¿dónde te ocultabas? Pero aun así intentaste huir, y él gozaba viéndote correr; de vez en cuando te alcanzaba; claro, sin el menor esfuerzo de su parte, y te golpeaba las costillas, la cara, los pulmones, y mientras te rasgabas de dolor, él reía estridentemente; después te ayudaba a levantar para que siguieras corriendo, y te volvía a alcanzar y te golpeaba los mus-

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los y el abdomen. Luego cambió de estrategia y comenzó por morderte el hombro, lo hizo de una forma tan feroz que arrancó un pedazo de carne, y lo escupió con todas sus fuerzas a tu cara; después, poco a poco te comió el pecho, tuvo el cuidado de no arrancarte un solo bocado de piel mientras estuvieras desmayado, así que el destrozarte a mordidas fue un proceso lento, silencioso y delicado. Días después, algún amigo entró a ese lugar; al abrir el zaguán, vio tus dedos en el patio, después un trozo de nariz y demás montoncitos de carne, y éstos iban formando el camino de Hansel y Gretel para los gusanos; sólo pudo gritar al verte hecho trizas, y es que las moscas volaban sobre tus restos; en el retrete estaba el esqueleto bañado en sangre y con muy poca piel; y a manera de cereza, tu sexo destrozado dentro de la boca ya sin dientes. Fue terrible enterarme de tu fin, me impactó tanto que quizá por eso hoy te escribo, un poco para exorcizarme, para descargar la penumbra que acumulo en cada taza de café. Pero me da miedo terminar este rollo chino, porque aún no sé cómo tender un puente entre los dos, de qué forma te haré llegar mi carta; y es que la comunicación ya no se dará por algún medio conocido; ni una paloma mensajera o la clásica botella al mar nos servirá, porque tú ya estás formada para subir a la barca y atravesar el río. Ojalá pudieras botar un barquito de papel en el Leteo, yo te prometo hacerlo en Paysandú; quizás, con un poco de fe, los barquitos se encuentren y, así, lleguen a ser la vía que buscamos; si quemo la carta, ¿podrías recibir el mensaje como señales de humo? Porque enterrarla al lado de tu tumba no servirá, y aventarla al pozo más profundo resulta inútil hoy. Mejor la guardo en mi cartera, junto al óbolo que siempre cargo, porque quizá algún día te encuentre por aquí, y es que, al fin y al cabo, hace mucho tiempo yo también morí.

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Vieja ciudad CITLALI FERRER

a mudanza había resultado un desastre, aunque he de confesar que la vida siempre la he vivido tal y como viene, prácticamente sin planeación, aprovechando el impulso propio de mi naturaleza y lo que el destino me va entregando. De ese mismo modo atropellado, diría yo, fue el último cambio de casa. Como resultaron insuficientes las cajas, conforme llegaban a la nueva dirección se iban desocupando para regresarlas al departamento y volver a llenarlas. Poco a poco, la nueva casa se fue convirtiendo un una instalación en la que se le hacía honor al orden del caos. Siempre creí que nunca saldría del multifamiliar y que jamás me libraría de ese ambiente rascuache y sórdido a la vez. Una de las expectativas era tener vecinos distintos a los del viejo edificio, ya que en primer término la vecina Marta me había dejado con bastantes malos recuerdos, el Chilero por su parte siempre me mantuvo paranoica y la señora Victoria, mejor conocida por todos como «El periódico de la vida nacional» también hizo lo suyo y qué decir de los policletos: intimidadores y puritanos. La primera, una v i e j a argüendera, empezó por decir que le molestaban las pisadas de mi perra, una chihuahua. Luego, que no soportaba el ruido de mis tacones, que me exigía que alfombrara el departamento y al final de la guerra le dio por masticar groserías cada

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vez que nos encontrábamos en las escaleras y por pegar con un palo de escoba, supongo, en su techo, a las tres de la mañana, con el afán de perturbar mi sueño. Pinche puta, me decía, sobre todo si me veía acompañada por algún hombre. Me cansé de sus berrinches el día que se me enfrentó en uno de los descansos alegando que no iba a parar hasta que me muriera; te voy a matar hija de la chingada, ya me tienes hasta la madre, pinche puta. Fue entonces cuando decidí ir a la delegación a levantar un acta. El Chilero, legendario drogadicto, vivía en la planta baja, cuando andaba prendido le daba por cantar: «Me agarró la polecía al estilo americano…» Y entonces, si yo tenía invitados, trataba de que su distorsionado canto se confundiera con la música que salía de mi estéreo. En una ocasión hice una fiesta con compañeros del trabajo. Mi jefe fue el último en llegar, el Chilero lo interceptó y le pidió que le convidara de la botella de ron que llevaba en las manos para nuestra reunión. Mi jefe se negó y lo mandó a la goma. Cuando todos se fueron, me quedé asomada a la ventana despidiéndolos; de pronto, de entre los arbustos apareció el Chilero y sus cuates, con cadenas y botellas y se armó la arrebatiña. El Chilero se le fue encima a mi jefe, se le colgó por la espalda, agarrándolo del cuello, su secretario trató de intervenir, pero el primero soltó una patada voladora, tirándolo al piso y tirándole también parte de la dentadura. Otra compañera, la administradora, daba de gritos y corría de un lado a otro pidiendo auxilio; con una botella le abrieron la ceja. Todo sucedió más rápido de como lo cuento; tanto, que no pude hacer nada. Pero ahí no quedó la cosa, días después me enteré de que el Chilero, en el forcejeo, le había sacado la cartera a mi jefe, que había encontrado una nota de la tintorería y que andaba vendiendo los trajes en los multifamiliares. Por supuesto, yo salí ilesa, pero perdí mi empleo. La señora Victoria se encargó de correr el rumor de que tuvieran cuidado conmigo, pues seguramente andaba en malos pasos, ya que me había agarrado la redada y por eso estaba rapada; pobre, nunca entendió mis extravagancias. Muchas veces vi cómo el ejército azul entrenaba en uno de

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los estacionamientos, se montaban en sus bicicletas, daban giros y giros, hacían figuras, parados sobre una rueda, parecían los kaluris. La colonia era tranquila hasta que llegaron, se suponía que estaban para cuidarnos, pero yo siempre creí que la intención era otra. Era un día soleado, extraño, pero con cielo azul. Salí de la peluquería rumbo a mi casa, caminaba alegre, veía los jardines, los cuervos, los colibríes. Me había puesto el cabello rubio platino, luminoso como ese día. Al llegar a la puerta del edificio donde vivía, dos policletos me cerraron el paso y me pidieron que me identificara, a lo cual yo me negué, ¿por qué había de identificarme? Identifíquese. Pero, ¿por qué? Por faltas a la moral, y el hombre señaló con sus dedos regordetes mi minifalda. No voy a identificarme, le dije, pues el que cometía un abuso era él. Entonces su acompañante, correspondiéndole a un guiño, cortó cartucho y me encañonó. Identifíquese. Y, bueno, así por las buenas, cómo no iba a identificarme. Todo esto sin contar con las llamadas telefónicas del anónimo degenerado que se reportaba en días festivos a las seis de la mañana para engolosinarse con mi enojo y con el vecino del último piso del edificio de enfrente que eventualmente se subía a la mesa de su comedor para masturbarse apuntando su gorda verga hacia la ventana de mi recámara. Ahora entenderán por qué supuse que la nueva casa sería otra cosa, que por tratarse de un lugar mejor, el tipo de gente sería otro. Una privada con trece casitas con fachadas como de Reino Aventura, horizontal, pero condominio a fin de cuentas, en el que se comparten paredes y en la azotea el alambrado que separa los territorios. Por ser mi casa una de las últimas, tendría la dicha de compartir tan sólo con unos de los vecinos. Un matrimonio con dos hijos ya añejitos, la madre, como de mi edad, y el padre, como mi padre. La azotea la acondicioné como terraza, puse mis plantas, sembré cilantro, epazote, tomates, chiles y manzanilla. Puse una hamaca, una banca y una mesa de trabajo. Mientras yo veía a la nueva vecina lavar y lavar todos los días la ropa de sus hijos y de su marido, yo leía y comenzaba a escribir mi historia. Los primeros meses, mi

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nueva vecina y yo nos saludábamos, buenos días, señora, buenos días, ¿aprovechando el sol? Y ella con su ropa y yo con mi bronceador. Los fines de semana su marido se ponía alegre por las noches y le daba por subir a su azotea a cantar entre la ropa tendida viejas canciones de Enrique Guzmán y de César Costa, mientras yo repasaba en voz alta a Becket. Meses más tarde, una mañana, mientras regaba mis plantas, la vecina se acercó al alambrado y me dijo: Disculpe, señora, ¿qué, no habrá modo de que no salpique mi azotea? Y yo, realmente molesta de que interrumpiera mi labor y mi silencio con semejante nimiedad, le contesté: por supuesto señora, punto número uno: pague el mantenimiento que debe, punto número dos: ahorre dinero para construir una barda y así se evite la pena de verme y por último: vaya a una sex-shop y cómprese un consolador. Me di media vuelta y la dejé trabada vomitando majaderías; pero eso sí, desde ese día no volvió a molestarme. Bueno, pero qué tendrá esta mujer en la cabeza, qué hará cuando es época de lluvias y se le moja el techo de su casa. ¿Vociferará contra San Pedro? ¿Habrá dejado de molestarme porque ya se compró lo que le sugerí? Creo que hay personas que no soportan ver que los demás disfrutan de la vida, quisieran ver que todos los que les rodean se fueran por el mismo desagüe por donde se va el agua jabonosa con la que lavan su ropa sucia. Por las madrugadas, salgo a mi terraza a fumarme un cigarro, desde aquí la ciudad parece un puerto y todas sus luces dan la impresión de ser yates y barcas varadas en el muelle. Qué desolación la nuestra, la de los que la habitamos, incapaces de comunicarnos sin llegar a la violencia, a esa que nos aproxima lentamente a la caída. A veces, por las madrugadas, lloro por todo el tiempo perdido en nimiedades. Ser el vigía no es cosa fácil, ver desde mi faro todo lo que acontece, cómo se desarrolla el argumento, suavemente, suavemente, como dice Elvis Crespo, con elegancia y soltura. Viernes por la noche, en la casa de enfrente hay una fiesta de teenagers; mientras bebo un caballito de tequila, alcanzo a escuchar sus risotadas. Los jóvenes se relacionan con naturalidad, casi no se

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exigen nada, no esperan mucho de la vida. Yo escucho a Miles Davis y disfruto de mi fiesta privada. Estoy en mi faro y observo, atenta, cómo transcurre la noche. No es el lugar el que determina la condición humana. Cuánta razón tenías, Samuel. Extraños los humanos que creemos encontrar nuestra razón de ser, a partir del otro, aunque el otro nos parta la cara una y otra vez y repita la acción de manera incansable, dando siempre la misma sensación que un sueño recurrente. Qué extraño es mirarme en el espejo de este mar imaginario y saber que soy yo, reniego de todo. Qué extrañeza siento al repasar todos estos años en los que me he sentido tan sola, entre estos muros de agua infranqueables. En el silencio de la noche, trato de encallar en el puerto de esta vieja ciudad de hierro; extraño a cada instante (aunque los odie) el bullicio infernal de todos mis vecinos.

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Camino al otro mundo HYAKKEN UCHIDA —Traducción de NOBUHIDE YAMAHATA— na gran ribera, alta y oscura, seguía sin destino alguno, en una silenciosa y fresca noche. Encontré una cenaduría de comida casera, en un costado de ésta. Las luces de los faroles empañados alumbraban ligeramente la orilla de la ribera. Yo me senté en una silla solitaria de esa cenaduría; no comía nada, sin razón alguna sentí la nostalgia del recuerdo de alguien, no había nada sobre la mesa, sólo un triste reflejo de la mesa enfrió mi rostro. Cerca de ahí, en los siguientes asientos había unas cinco personas cenando algo y con voz baja conversaban, hablaban con alegría y, en ocasiones, se reían; uno entre ellos dijo: «… Con farol en mano vino a buscarnos, ¡no, no, no!». Yo lo escuché sin querer, y me puse a pensar, porque algo me preocupaba; no podía ignorarlo, a pesar de no entender su significado. Un rato después me sentí enojado, parecían hablar de mí, dirigí la mirada a ellos tratando de ver a ese señor, pero no podía saber cuál de ellos había hablado, porque no los distinguía claramente. En ese momento, otra voz, fuerte y sin resonancia, dijo: «… Ni modo, fue mi culpa la manera en que creció». Después de oír esa voz, otra vez se quedó fija en mí y de repente me salieron lágrimas; quise llorar por un sentimiento enternecedor. Sin razón alguna, no aguanté la tristeza; sin embargo, no recordaba el origen de esa tristeza y al mismo tiempo sentía poder recordarlo. Luego, yo comía hojas de zanahoria

Guillermo Ceniceros

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Guillermo Ceniceros

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a la vinagreta y sopa de ñame japonés; las otras personas seguían hablando de diferentes cosas y a veces se reían discretamente, la persona de voz fuerte y sin resonancia era un señor viejo de más de cincuenta años de edad. Sólo distinguía la sombra de esa persona que hacía muchos ademanes y hablaba con sus compañeros; a pesar de su conversación, no es clara su situación, no entiendo bien lo que está hablando, no se puede escuchar como la vez anterior que habló. De vez en cuando algo pasa sobre la ribera, de repente viene y pronto se va. Cuando viene, nos alcanza una sombra demasiado triste, que nos impide movernos. Se callan todos. Las personas de asientos contiguos se unen como abrazándose. Yo, solitario, me crucé de brazos y, paralizado de las piernas, aguanté sin moverme. Después de pasar esa sombra, las otras personas, poco a poco, empezaron a conversar, pero tampoco me entero bien de sus comportamientos ni sus palabras; sin embargo, les envidiaba esas conversaciones íntimas y tranquilas. Frente a mí, al otro lado de una puerta corrediza de papel, una abeja que parece que no puede volar, por tener las alas torcidas, sube por la parte del papel y escucho el suave sonido de su caminar. Sólo esa abeja se veía más claramente que otras cosas. Aquellas personas también percibieron a la abeja y la persona de voz fuerte dijo que había una abeja; esa voz también la escuché muy claramente. Empezó a decir: «Era una abeja muy, muy, grande, creo que se llama avispón, tenía el tamaño de un pulgar». Al decir esto, esa persona levantó su pulgar. Vi claramente ese pulgar y sentí nostalgia en el fondo de mi corazón al ver aquella figura que me pareció conocida; mientras fijaba la vista en


esa escena, salieron lágrimas de mis ojos: «… Cuando la metí dentro del tubo de vidrio y tapé con papel ambos lados, la abeja andaba arriba y abajo y el papel vibraba con su zumbido como un órgano musical». Cada vez escuchaba más claramente esa voz, la nostalgia aumentaba por alguna razón desconocida. Yo escuchaba esa voz tratando de encontrar algo firme; en ese momento, dijo él: «… Y luego, observando detenidamente el tubo de vidrio encima del escritorio, vino mi niño y me lo pidió insistentemente, era muy necio y no obedecía cuando pedía algo; por fin, me enojé y, agarrando el tubo de vidrio, salí a la terraza frente al jardín, el sol resplandecía en la roca del jardín». Me pareció ver una roca que figuraba un barco con el resplandor del sol. «… Se estrelló en pedazos contra la roca y salió la abeja como flotando de entre los vidrios estrellados. ¡Ah, la abeja se escapó! Era una abeja grande, ¡realmente grande!». «¡Papá!», lo llamé, llorando. Sin embargo, parece que no alcanzó a escuchar mi voz. Todos se levantaron y salieron en silencio. «¡Sí, era mi papá!», pensé; iba a seguirlos, pero las personas ya no se encontraban cerca. Mientras los buscaba, se volvió a escuchar aquel momento en que se levantaron y la voz dijo: «¡Ya seguiremos yéndonos!». La voz sonaba como la de mi papá. Yo escuchaba esa voz desde hacía rato. Sobre la ribera sólo flotaba una luz blanca y espesa en la oscuridad, no se veía la luna, ni estrellas, ni el mismo cielo. Se veían aquellas personas andando dentro de esa luz lejana. No sé en qué momento subieron a la ribera. Intenté ver otra vez a mi padre entre ellos, pero sus figuras se disiparon y no pude saber quién era él. Con lágrimas en los ojos, bajé la mirada. A un costado de la ribera oscura se reflejada por la luz del farol mi sombra y lloré mucho tiempo mirándola. Después de un rato, salí de la ribera; regresé al camino del campo oscuro.

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minificción

La ley EDGAR OMAR AVILÉS

D

ios se disponía a fulminar a ese hombre que estaba por dispararle al tigre que estaba por saltar sobre el águila que estaba por clavar sus garras en la comadreja que estaba por desgarrar a la serpiente que estaba por engullir a la rata que estaba por desentrañar a la salamandra que estaba por apresar a la tarántula que estaba por envenenar al escarabajo que estaba por atenazar al gusano que estaba por morder la hoja.

Dios se disponía a fulminar a ese hombre pero, lleno de pánico, volteó hacia atrás.

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Rasabadú EDGAR OMAR AVILÉS ntes, Rasabadú andaba por toda la bodega pregonando viejas noticias de cuando nació: «Fidel Castro ha muerto»; «Nada detiene el derrumbe de la Bolsa Mexicana de Valores». Rasabadú en esos entonces no comprendía sus noticias, sólo gustaba de repetir lo escrito en el papel periódico con el que fue hecho en origami. Su voz, ahora sólo lamentos, era un chasquido como cuando se cambia una hoja. Algunos escarabajos le aseguraban que el papel no podía tener vida, que no era natural, pero Rasabadú qué iba a saber de eso, si a duras penas entendía que fue concebido por las manos hábiles de un velador que tiempo atrás había renunciado a la existencia. Otros, como la tarántula, lo veían con recelo y le decían: «Los dragones estornudan fuego». Rasabadú, mientras movía la cadera para que su cola se agitara de derecha a izquierda, respondía: «Pero yo no voy a estornudar nunca...», intuyendo que eso del fuego era algo malo. Y continuaba con su caminar lento, cuidando que no se lo llevara el aire que se colaba por los vidrios rotos, con aquellas piernecillas rechonchas y sin articulaciones. No obstante los cuidados, a veces era sarandeado por un viento demasiado rugidor, y mientras esperaba estrellarse contra el piso agitaba las alitas atrofiadas de su espalda y les sonreía a todos desde las alturas. Para el dragoncito, la bodega, llena de apiladas cajas polvorientas, era el mundo entero. Otros, como las moscas, sabían que existía algo más allá de la puerta, pero les gustaba mucho vivir ahí. «Billy Corgan murió de sobredosis», les dijo a unas ratas; ellas sólo asintieron sorprendidas, pese a haber escuchado esa noticia decenas de veces y no saber quién fue Billy Corgan. «Todo indica que el nuevo papa será estadunidense», le dijo a una cucaracha que estaba arriba de otra cucaracha.

A

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Luego supo qué tan malo era el fuego cuando lo del corto circuito del viejo radio; se propuso nunca, pero nunca, sacar aire tan fuertemente como para llamar al incendio que vivía, según la tarántula, en su vientre. Ahora ya las noticias no le importan: hace una semana cayó un aguacero que se filtró por el techo de lámina; unas gotas le salpicaron en su hocico-nariz en donde se le hacían hoyuelos al reír cuando escuchaba a una golondrina. «Qué buen chiste», creía pensar, pero en realidad sólo eran trinos. Su hocico-nariz se corrugó con el agua... y se resfrió. Ahora se la pasa debajo de una silla rota, con el dedo muy cerca de la nariz, presto a inhibir el estornudo fatal: no quiere unirse a Fidel, a Billy, al anterior papa, a la Bolsa Mexicana y al velador. Para los demás tampoco será fácil, aunque quizá logren escapar, pero Rasabadú, ¿cómo podrá evitar a Rasabadú? De vez en cuando piensa en el radio: «Él sí tenía cosas lindas que contar», recuerda melancólico, y de pronto le vienen en torbellino las imágenes de cómo sacaba chispas y se derretía. Rasabadú quiere creer que cuando estornude escupirá confeti, mucho, y de muchos colores. La tarántula dice que será fuego y que todos, hasta la bodega, morirán por su culpa. Lo único cierto es que él ya no tiene cabeza sino para estar triste y con mucho miedo. Su resfriado aumenta, sus fuerzas menguan. No quiere morir derretido, no quiere acabar con el mundo entero. «¿Será fuego o será confeti?», pregunta, titubeante, una mosca a otra, mientras ven desde arriba al dragoncito de papel, arrebujado, con las orejas ya sin gallardía, con la mirada seca de tanta nostalgia y aquellos temblores con que despierta de las pesadillas. «Es cuestión de esperar», responde, suspirando, la otra mosca; «sólo de esperar».

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Ecce Homo JUAN ANTONIO ROSADO avier había vuelto de un prolongado coma en el Hospital San Martín. En su extrema debilidad, sojuzgado por un dolor físico que a cada segundo le decía que nunca lo dejaría después de aquel accidente, aún no razonaba que le habían tenido que amputar los cuatro miembros ni que había perdido un ojo. Sólo el tronco macilento y el consuelo de una diminuta ventana al mundo lo mantenían respirando. Las cuerdas vocales y la lengua se habían destruido. Largas y tediosas, las intervenciones quirúrgicas sólo le habían devuelto la mitad de la vida y una serie de balbuceos ininteligibles que ocultaban su certeza de saberse vivo. Después de la última operación, permaneció en un coma que hasta ese día lo abandonó. Su único ojo contempló el yeso del techo como si se tratara de una revelación, y trató de penetrar en él, dejarse absorber por su estática blancura, hasta confundirse con su profundidad para nunca despertar. Pero no fue así. El olor fétido de sus depresiones, su sangre y sus carnes mutiladas, la miseria, las angustiosas interrogantes: «¿por qué yo?, ¿qué pasó?», no lo dejaban ni un segundo, lo carcomían como la polilla a la madera. A lo lejos, un diálogo: —¡Fue horrible! —el médico se quitó los lentes y frotó sus ojos con la palma derecha—. ¡Qué cansancio! —Ha estado pesado el día... ¿No hay noticias de algún conocido? —Ninguna —el médico volvió a colocarse los lentes—. Perdió brazos, piernas y cuerdas vocales. Conserva un ojo. Ya publicamos su foto en la prensa para que alguien lo reclame, pero hasta ahora... nada. —¿No llevaba identificación? —Claro que no. Otra cosa sería si la hubiéramos encontrado. No sabemos cómo se llama ni dónde vive; ni siquiera cómo

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Laura Quintanilla

era antes del accidente. De milagro sobrevivió. Su cara sufrió deformaciones y quemaduras de segundo y tercer grado. —Por suerte ya salió del coma. ¿Ha reaccionado? —Sí. Desde hace dos noches que quiere comunicarse. Ahora tratamos de inventar un sistema para que escriba con alguno de los muñones, pero no se nos ha ocurrido nada... Te veo luego, Juan; debo ir a firmar unos informes a la dirección. —Mantenme al tanto, Beto. —Claro que sí. Nos vemos pronto. Los médicos caminaron, cada uno en sentido inverso. En la cama, el mutilado, el semihombre con sus cuatro muñones, ahora entendía el porqué de su falta de movilidad, pero nada

recordaba. Javier —él sabía, él estaba seguro de que así se llamaba— prefería morir y trató de expresarlo, de gritarlo con todas sus fuerzas: ¡Quiero la eutanasia, una inyección, no soporto más! Nadie comprendía que el disimulo de su sufrimiento

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era pura apariencia y que en el fondo nada podía hacer con la vida que el azar le había cambiado por la otra, una vida —según recordaba— llena de amistad y trabajo. La última imagen que le vino a la cabeza fue el interior de un automóvil. Uno de sus amigos conducía y el ruido repelente de un artefacto lo hizo emitir un ligero grito. ¿Amistad?, ¿trabajo?, pero: ¿dónde quedó su identificación?, ¿quién tiró su identidad al basurero? Era necesario comunicarse, pero la debilidad se lo impedía. Javier vivía la experiencia de un mundo distanciado, ajeno, impersonal, donde la realidad —antes conocida— se le ha revelado de pronto como extraña y siniestra. Lo único que podía hacer era aguardar. Esa noche, un viejo de apariencia repugnante, con una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda, una herida grave en la oreja y unos lentes oscuros, se presentó en la oficina del doctor Rodríguez. Vestía bata blanca. El médico pensó que buscaba a Juan. —¿Es usted el doctor Roberto Rodríguez? —Sí, ¿en qué puedo ayudarlo? El viejo sacó de su bata una pistola con silenciador y le disparó tres balazos en pleno rostro. El médico se impactó contra la pared y cayó de lado, dejando en la pared un camino de sangre. Sin piedad, el homicida se acercó y detonó el arma dos veces más en el corazón, para cerciorarse. Guardó la pistola y se retorció las manos, haciendo crujir las articulaciones. «Muy bien«, se dijo. Con cuidado, se aproximó al cuerpo. Le quitó el gafete y se lo colocó. Nadie sospechará que es un extraño. Era imprescindible hacerse pasar por el médico que atendía a esa basura humana, a ese canalla. Se percató de que el armario tenía la llave puesta. Lo abrió y se dispuso a arrastrar el cadáver: «habrá que encerrarlo, ya lo descubrirán después». Al terminar, tomó la llave y limpió los rastros de sangre, para luego dirigirse a la habitación del inválido, no sin apropiarse antes de una camilla que encontró en el vestíbulo. Javier trataba de dormir. Sus oídos captaban el profundo silencio del hospital y su mente se remontaba a lo último que vivió antes de la desgracia. La modorra lo acometía cuando el asesino entró. Lo primero que hizo fue cerrar la puerta y las

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cortinas. Con una expresión de terror en su único ojo, el inválido trató de balbucear algo, pero el homicida sacó un pañuelo y se lo introdujo en la boca. —Muy bien, basura, parásito, bueno para nada, nos vamos. Pero antes te voy a desconectar estos cablecitos. Tampoco vas a necesitar el suero en el cuello. ¡Qué bueno que no te cortaron la cabeza, mierda! Lo envolvió en una sábana y lo colocó sobre la camilla. Las interrogaciones de médicos y guardias fueron bien libradas. —El doctor Rodríguez me encargó trasladar urgentemente al paciente. —Sí, claro. Pase. —El paciente por fin ha sido identificado. Se encuentra mejor. Es necesario trasladarlo con el doctor Rodríguez. —¿Por qué le pusieron el pañuelo en la boca? —Tuvo una ligera hemorragia. Pronto el criminal y el enfermo se hallaron en la salida, donde no hubo problemas para alejarse. ¿Comprendía el inválido lo que ocurría? El asesino lo lanzó a la parte trasera de su coche y arrancó a toda velocidad, dejando la camilla en el estacionamiento. —¿Adónde quieres ir, primor? Te voy a llevar a un barranco, jijo de la chingada. Te voy a meter en un basurero hasta que llegue alguien y te recoja para incinerarte con el resto de la mierda. Llegaron a un terreno baldío, frente al cual el viejo le quitó a su víctima el pañuelo que le había incrustado en la boca, abrió la puerta y encendió un cigarro. Tras unas bocanadas de humo, sacó a Javier del coche. El desgraciado no paraba de balbucear, de emitir sonidos medio animalescos, medio humanos, tratando a la vez de contorsionarse: ya sabía que su verdugo lo introduciría en el basurero que percibía a unos pasos. Así fue. Desde el fondo del bote de metal oxidado, la víctima escuchó el motor del coche que se alejaba con rapidez. Intentó moverse, pero fue inútil. La anestesia disminuía sus efectos y el dolor lo hacía llorar. Su consuelo era saber que la pesadilla no

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tardaría en llegar a su fin: pronto se vería cara a cara con la muerte. Esa noche, una rata brincó al interior del basurero. El individuo sintió cómo el olfato del roedor recorría su cara y su cuerpo; sintió los bigotes erectos y el pelambre hediondo. El animal mordió uno de los muñones superiores. Las profundas marcas que los dientes habían dejado se llenaron de sangre. El hocico se acercó al único ojo con vida. Javier lo cerró con todas sus fuerzas. Media hora después, la rata salió apresurada. El desgraciado sabía que la rabia no lo mataría. El alba llegó con su verdugo. —Ya estoy aquí, basura. Te traigo de comer para que te hundas en tu propia mierda. ¿Te visitó alguien, pícaro? Mira, traigo un embudo para metértelo por la boca. El hombre le colocó el embudo y por allí le virtió casi un litro de agua negra. Convulsiones estomacales, náuseas. El organismo no pudo más. Javier vomitó. —¡Eres un cerdo, no vuelvas a hacer eso! Te voy a dar un poco de carne cruda. Guardó el embudo y de una bolsa empezó a sacar trozos de carne y a introducirlos por la boca de su víctima. —Mira: carne de rata. Yo mismo la maté hace unas horas. Era tu compañera. Ya no vas a tener con quién coger, mugroso. ¡Oh, creo que ya no quieres! Bueno... Me voy. ¡Adiós, mierda! El sol resplandeció durante la tarde. Ya todo estaba oscuro cuando unos niños fueron a jugar con leños y gasolina al terreno. —¡Ey, Mario, mira... Dispérsalos por acá! —escuchó Javier. —Les voy a rociar gasolina, ¿traes fuego? —Un encendedor. Se lo saqué a mi mamá de su bolsa. El incendio se propagó con lentitud. A los gritos de «¡corramos!» y «¡vámonos de aquí!», los niños huyeron a toda velocidad. El inválido sintió cómo se calentaba el metal del basurero. Con una angustia creciente aspiró el olor del pasto quemado. No tardaron, sin embargo, en llegar los bomberos, quienes al consumir el siniestro, prolongaron la agonía del enfer-

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mo. Al día siguiente, alguien se llevó el bote y —quizá sin percatarse del contenido, o simplemente ignorando, enmedio del terror, que se trataba de un hombre— lo vació en un camión de basura para ser reciclada. Con seguridad lo meterían a un horno a miles de grados centígrados y se fusionaría con toda la inmundicia. El camión tomó una carretera vieja y en una curva peligrosa el individuo cayó junto con varios montones de basura y rodó hasta el borde de un precipicio. Una piedra —su peor enemiga— lo detuvo para que no cayera. El inválido trató de desplazarse con escasos movimientos de cuello y de cabeza. El objetivo: precipitarse a la muerte. No lo logró. Aún seguía vivo.

El cuadro EDGAR OMAR AVILÉS

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e la galería todo quedó reducido a ceniza: aun las puertas, las vigas del techo, las estatuas y el decrépito velador. Pero se salvó un pequeño cuadro, donde estaba pintado un incendio.

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Arqueros de Babilonia ANTONIO RAMOS

Guillermo Ceniceros

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OS GUSTABA LA CALLE SALAZAR MALLÉN por amplia y porque casi nunca pasaban carros que nos estorbaran a la hora de jugar futbol. En tardes de lluvia, se transformaba en un canal donde los muchachos de la cuadra nadábamos a medias entre sus aguas oscuras y frías o nos recargábamos en las altas banquetas, a la espera de que algún camión pasara por ahí y levantara olas que nos cubrieran. Nunca nos habíamos aventurado más allá de nuestra cuadra a causa de los continuos pleitos con los niños de la calle Gardenia y los de Camelia, donde está la tortillería; también, por la rancia educación apostólica y romana que nuestras madres nos inculcaron desde los primeros años de la infancia. Permanecíamos atados a nuestra calle, a los gritos de doña Esther cuando le robábamos mandarinas, al miedo que paseaba en aquellas bicicletas marca Apache. A veces salíamos por las tardes con un libro bajo el brazo y veíamos cómo el cielo se volvía rojo y después negro, mientras alguno de nosotros leía sobre batallas en tiempos remotos. Éramos Ulises y Polifemos; arqueros de Babilonia que salían a la batalla cuando veíamos doblar por la esquina a los niños de la calle Camelia, quienes, montados en sus Apache nos correteaban. Les lanzábamos dardos invisibles, pero nada les hacían. Descubrimos Salazar Mallén, casi por accidente, mientras dábamos un rodeo ca-

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mino a la escuela, buscando una calle sin niños. Al fin, una calle libre. Al fin, un territorio neutro. Lo que siempre habíamos esperado. Pero con Salazar Mallén apareció otro inconveniente: los niños de la calle Limón que vivían muy cerca de ahí. Ellos no sólo se paseaban en sus bicicletas. También nos lanzaban cohetes y piedras. Estábamos siempre huyendo de la caballería enemiga, huyendo siempre de Limón y de Gardenia y de las huestes de Camelia. No salíamos de nuestra calle por días. Anhelábamos la guerra cada que veíamos el parche sobre la cortada de uno de nuestros amigos, pero ante el deseo de pelear se sobreponía la impotencia. Necesitábamos algo distinto. Algo que cambiara nuestras vidas. Algo de valor. Daba miedo ir por las tortillas. Siempre alguno regresaba llorando. Por esos días llegó Jorge, un muchacho mayor, a vivir a la cuadra. Nos cayó bien porque, además de prestarnos sus juguetes y subir al árbol de mandarinas de doña Esther, nos platicaba mucho de su tierra. Nosotros le caíamos bien porque lo escuchábamos. Decía que nada era tan bonito como hablar de su hogar y ver cómo los ojos de otros se iluminaban por sus palabras. Su voz entretejía campos inmensos donde los perros corrían hasta cansarse con inviernos cuando comía elotes asados untados con mayonesa. Nos habló de la caza del conejo; estanques donde se veían los peces a ojo pelón, tractores y muchas otras cosas. A partir de entonces dejamos los libros y nos convertimos finalmente en Ulises y Polifemos, en fieros arqueros de Babilonia. Volvimos por lo que era nuestro. Regresamos por Salazar Mallén. La guerra inició una tarde y terminó una semana después con la huida de los niños de las calles Limón, Gardenia y Camelia. Jorge siempre estuvo en primera línea, con el tirabolitas o el tirafichas listo. Nosotros, detrás de él. Las piedras volaban y caían. Más de uno lloró. Con nuestra victoria, ya no teníamos que escondernos a la hora


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de ir por las tortillas ni correr por el miedo de una pedrada. Tuvimos el descaro suficiente para desfilar por Camelia cuando los niños salían a jugar a las canicas. Fue así, con esa guerra, como conquistamos Salazar Mallén. La calle casi no tenía casas a los lados, salvo por un vecindario, un taller de torno y una tlapalería. Jorge nos dijo que era un buen lugar: parejo para correr los carros de roles, con buenos escondites y tranquila. Por las tardes nos íbamos para allá a jugar futbol. Yo soy Rito Luna, gritaba uno cuando recibía el balón. Yo, Wilson Tadei, gritaba otro mandando un pase. Yo el Abuelo Cruz. Nos repartíamos los nombres: Reinaldo Weldini, Héctor Becerra, el Wama Contreras, el inolvidable Bahía, mientras íbamos por el balón. Todos éramos la pandilla del Monterrey, campeones luego de vencer al Tampico Madero. Ya no fuimos al catecismo. Del vecindario, rara vez se veían personas. El más pequeño de nosotros espiaba en la puerta y luego nos gritaba cuando alguien iba a salir. Siempre eran hombres tambaleantes. A veces se caían, regando monedas en el suelo. Cuando no espiábamos el vecindario, juntábamos grillos en el monte. Tronaban los insectos en la lumbre. Una tarde, una señora de la vecindad nos propuso trabajo. Aceptamos. Desde entonces, nos dejaba pasar a las casas para matar ratas y cualquier insecto que halláramos. No duró por mucho tiempo. Siempre hacíamos ruido y las mujeres que dormían la siesta se despertaban enojadas, con sus batas casi transparentes como los velos de algunas santas en la iglesia. La vida en la nueva calle la interrumpió el padre de la María Auxiliadora cuando fue de chismes con nuestras mamás. Nos obligaron a regresar al catecismo. Si no, adiós a la primera comunión y nuestras almas se condenarían en el fuego eterno. Había en el monte, junto a Salazar Mallén, unas piñas que


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daban un fruto pequeño. Eran nuestras municiones. Juntamos muchas y perfeccionamos nuestras armas. Practicamos movimientos con la ayuda de los libros. Leímos en uno de ellos sobre la victoria de Aníbal en Cannas y la de Alejandro Magno en Arbela. Jorge era el general, el director técnico. Allá iba Aníbal contra los de Limón. Allá iba Reinaldo Weldini por un extremo. Un sábado, terminamos las armas y las prácticas y nos fuimos otra vez a la guerra. Obligamos a los niños de Gardenia a encerrarse. Con cañones y palomas de pólvora, últimos restos de la Navidad pasada, bloqueamos la salida de los niños de Camelia, pero fue con los de Limón con quienes tuvimos nuestra peor derrota. Llovía esa tarde y el agua sobrepasaba las banquetas a causa del drenaje tapado. Los encontramos jugando. Es pan comido, dijo uno y ése fue nuestro primer error. El segundo: dividirnos. Ellos nos esperaban. Atacaron con piedras. Tuvimos que atrincherarnos en un carretón verde. Ellos se escondían y avanzaban, avanzaban y se escondían. Yo veía cómo el resto de nosotros se hacía para atrás y escuchaba los gritos de los otros niños bajo el agua. —¡Pégale! ¡Pégale en la cabeza! ¡Pégale al más grande! No supimos en qué momento ocurrió; tal vez cuando huiamos a nuestras casas, o cuando dimos la espalda para reagruparnos entre los carros. Lo dejamos solo. Cuando llegó a la calle, traía una mano en la nuca. Hacía gestos de dolor. La sangre mezclada con el agua ya le había manchado la camisa. Jorge no salió por días y nosotros no abandonamos la cuadra. Le teníamos miedo a la esquina, a los niños. Nos llegó un rumor. El día de la batalla habían ido policías al vecindario y arrestaron a quién sabe cuántos hombres y mujeres. También la pandilla del Monterrey había sido goleada por el Atlético Potosino. Nuestras mamás, en cambio, nos dieron una lista interminable de trabajos: desde lavar

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nuestra ropa hasta limpiar el nicho de los santos. El más grande del grupo se fue de acólito. A la segunda semana fuimos con Jorge. Su papá abrió la puerta y nos sorprendió lo descuidada que tenía la casa. En más de uno, sonó la cantaleta: «Vamos, niños, limpien sus cuartos, a Dios no le gusta este mugrero». Sorteamos la mesa con los platos sucios, las puertas sin cerrojo de algunos muebles. Las paredes del cuarto de Jorge no tenían cristos ni vírgenes. Olía a encierro. Jorge miraba la televisión. Le dio mucho gusto vernos y alguien le narró el parte de guerra: los niños de Gardenia habían vuelto a las andadas; ya no teníamos municiones para los tirabolitas, un carro de roles estaba descompuesto, etcétera. Jorge contestó a todo de manera cordial. Alguien le preguntó, tal vez porque nunca la habíamos visto, tal vez sólo por preguntar algo: —¿Y tu mamá? —Anda con una tía. Se quedó en silencio por varios minutos, la mirada perdida en la nada y luego meneó la cabeza de un lado a otro. Sentimos una lástima infinita por él, ahí solo, agobiado por nuestras miradas y con su mamá tan lejos, no como la de nosotros, quien siempre estaba ahí para darnos de comer, para regañarnos, para taparnos por la noche con las sábanas. Sin embargo, el silencio que precedió a la respuesta de Jorge se convirtió en algo punzante, caliente, como una bofetada. Ante nuestro desconcierto, le temblaron los labios, apretó los puños con furia y gritó que no era cierto; en realidad, sus padres se estaban divorciando. —¡Mi madre es una puta, mil veces puta! —gritó. Luego nos contó que la había descubierto en pelotas, co-

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giendo con otro hombre. La sorpresa cayó en nosotros como una helada, un golpe en el pecho, como una bola de hielo que fue calentándose hasta quemar dentro de nosotros una calle larga y sinuosa que nos condenaría. Jorge dejó de gritar, pero ya nada impidió nuestra estampida. Primero dimos unos pasos atrás, y el silencio, seguido de un breve rumor, de un cuchicheo que se alargó por nuestras bocas. Descendimos, al mismo tiempo que la calle dentro de nosotros se llenaba de baches y policías. Bajamos en tropel hasta la sala y salimos. Cruzamos Camelia ante la mirada de los niños que jugaban a las canicas; doblamos a la derecha; pasamos más allá de Gardenia y seguimos derecho hasta Salazar Mallén. Nos quedamos ahí, asustados. —¿Estaba desnuda? —preguntó uno de nosotros con un dejo de malicia. Otro agregó: —Sentada y desnuda. Hablamos en desorden por unos minutos, hasta que el más pequeño preguntó: —¿Y qué estaba haciendo? Permanecimos mudos, arrepentidos por el deseo, por las cosas, por Jorge sin mamá, por Jorge que nos había enseñado a pensar más alla del breve mundo de nuestra calle.

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The traveller JUAN DICENT tro amanecer en este pueblo, en este país. Abro los ojos y las paredes, el armario, los gallos, me deportan. En Nueva York no hay gallos, si los hay son mudos; tampoco hay armarios, la ropa se guarda en clósets dentro de las paredes. Me quedo en la cama. Trato de recordar el color del coat que vestía, la textura de la nieve en mis dedos. Cada vez es más real. Anoche viví el vuelo, con las azafatas mandando a apagar los radios de bachata a todo volumen, con los whiskys gratis; conseguí trabajo cosiendo ruedos de Levi’s en una factoría de judíos, y besé a una gringa de ojos azules que repetía: «I love you, Orlando». De todos mis hermanos soy el único que no está en Nueva York. Se fueron con la residencia de Salvador, claro, son igualitos: caras finas, melena. Yo tuve la mala suerte de salir a los Rodríguez, calvo a los 20 y nariz ancha. Una vez intenté irme con una peluca pegada con coquí, un 31 de diciembre porque dizque casi no chequeaban en migración por el rebú de Navidad y, además de pasar Año Nuevo preso, quedé como la víctima del guerrero Sioux Caballo Loco: el cráneo en carne viva hediendo a acetona. Mamá esta vieja. Dios no quiere que yo la deje sola. Tal vez cuando se muera la suerte me cambia. En los 80 la cosa era bien fácil. Te pedían, sin tener que ser ciudadano, y a los 9 meses, como un hijo, te salía la cita. Ahora si un hermano te pide, dura diez años. Diez años, diez años. Salvador me dijo que es mejor conseguir una ciudadana o gringa o boricua para casarse. Si él me hubiese pedido, ya estuviera allá, pero no. Y si tengo que esperar diez años más aquí, voy a la capital y me tiro del puente Duarte.

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Desde que recuerdo, mi futuro ha estado en Nueva York. No estudié, no busqué trabajo, no me casé. La única novia me botó, después de tres años, se casó con un guardia. No entendió que tenía que estar soltero para cuando aparezca la mujer con papeles. Además, el matrimonio complica el papeleo. Una vez apareció una boricua. Salvador me llamó, contento: —Ya te conseguí la boricua, va el sábado pallá, tienes que ir al aeropuerto a bucala, se llama Evelin... Desvelos, nostalgia por dejar el pueblo. Cuando uno se va, mira las cosas con otros ojos. Bebí mucho romo con los amigos, con mi compadre Tito en el río pescando jaivas. El sábado le pago la gasolina a Fausto, nos vamos para el aeropuerto. Me paro entre la gente que salía del vuelo de American con «Evelin» escrito en un fólder amarillo. La boricua se acerca, me mira de arriba abajo, mira a Fausto y le pasa la maleta. —Quiero una cerveza. Yo, como siempre que importa, me quedo callado todo el viaje. Fausto habló como un perico; de hecho, creo que se estaba dando unos fuetazos; la boricua risa y risa. «Otra cerveza», cada vez que Fausto se paraba a orinar y a meter en las paradas a todo lo largo de la carretera. Llegaron borrachos y abrazados. Esa misma noche durmió con Fausto en el hotel de Jacaranda. A los dos días se casaron. A los 9 meses Fausto tenía su greencard, llegó a Nueva York, se divorció de la boricua, agarró una esquina y a los pocos meses lo mandaron maquillado con un balazo entre ceja y ceja y algodones en la nariz. Salvador perdió los mil dólares del avance a la boricua. ¿Y Luisito? Ese bárbaro se fue en yola, por Miches. Llegó a Puerto Rico, eso sí, con la piel despellejada del sol y deshidratado; se casó con una boricua, cruzó a Nueva York a manejar un taxi. A los dos años regresó con el dinero para que sus cuatro hermanos se fueran en yola, «que eso no e na». Los hermanos se metieron en miedo, «ni por el diablo hacemo esa travesía». Entonces, él mismo, Luisito, los acompañó a Miches y se montó en la yola con ellos, teniendo greencard, que si los Guarda Costas lo agarraban iba a decir que estaba paseando

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por el Canal de la Mona, que él tenía papeles. Allá están los cinco, gordos, y con las mejillas rosadas y sin espinillas. Yo trato de irme en yola, un viaje organizado por Polemí, que tiene contactos. Vendemos vacas y caballos para el pasaje. El día del viaje no le digo nada a nadie, no hay nada más azaroso que la envidia. En una mochila meto una muda de ropa en una funda plástica, hay que tirarse al mar desde que se ve la costa de Aguadilla y es bueno estar seco para no despertar sospechas; también meto un doble litro de Pepsi, trece paquetes de galletas de soda, un salami entero y una fundita de bolones rojos para ir chupando. A las once de la noche voy donde Polemí, en la cola de un motoconcho. Me fijo que hay como muchos carros con las luces prendidas, muchos hombres en actitud de alerta. «Familiares de los otros pasajeros», pienso. Sale Polemí entre dos hombres, «sus contactos», pienso. Me tiro del motoconcho y le voceo: —Polemí, ¿ya nos vamos? Polemí me corta los ojos y uno de los hombres dijo algo como: «Ahí hay otro». De la nada aparece un gorila que me agarra y en un dos por tres me esposa con las manos atrás. —Tú tiene la carita como de niño, ¿tú ere menor de edá? —me pregunta el gorila. —No, señor, si quiere mire mi cédula, yo tengo 28 año. —Ah, bueno —contesta el gorila, me arranca la mochila con los bolones y me zambulle en un carro negro, al lado de Polemí, directo para la capital. Polemí no me dirigió la palabra en todo el trayecto. Tres meses en la cárcel de la Victoria, cómplice de Polemí, respirando inmundicia, protagonista de una pesadilla, pagándole al Pinto quinientos pesos semanales para que no me violaran. Ahora debo pararme de esta cama, desayunar, hablar con Mamá, ir a la carnicería a observar como las moscas chupan la cabeza de un becerro que cuelga de un gancho, vivir esta vida que no es mía, hasta que llegue la hora de dormir, y, si tengo suerte, soñar con la nieve.

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minificción

Cuentínimos ARACELI TÉLLEZ

Un día, sin más, la voz se fue, y todo quedó en silencio.

Al terminar la función, el mago desapareció por su sombrero.

Cumplió su promesa de llevarla al cielo: le pegó un tiro.

Se reconoció consumista el día que se perdió en el supermercado.

Fue un día de calor inusitado: el desierto

sudó más que de costumbre.

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Palabras ORLY ROSALES

¿

Te acuerdas la forma en que nos encontramos? Sí, no hay por qué engañarnos, tú siempre supiste dónde estaba, jugaste a encontrarme. En cambio, yo nunca vi cuándo, cómo ni dónde fue que te descubriste ante mí. ¿Habrá sido el jueves en mi caminata por el parque? ¿En la fila del cine cuando miraba en el suelo tu reflejo? ¿O acaso eras tú el de la llamada perdida de anoche? No lo sé. Nunca sé cómo suceden las cosas. El sol siempre se despide con la misma luz intensa con la que nos saluda. Dos más dos, normalmente, son cuatro. Uno más uno siempre resulta en un número primo impar.

Tengo una necesidad entrañable de escribir palabras.

T

Las palabras que escribo no son escritas para descubrirte, ni encontrarte, ni siquiera para recordarte; en realidad, me gusta más la forma en la que te deslavo con ellas, ensuciarte con la tinta que escurre entre la pluma fuente y el suspiro, es placer de poetas. Las letras que escribo en palabras se te pegan al cuerpo. No son ellas las que escriben tus historias, ellas sólo obligan al transeúnte ordinario a mirarte, a leerte con el único objetivo de encontrarse al encontrarte.

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Cuando me miras sólo eso quieres, encontrar los pedazos de pedrería que saquearon de tu recinto mortuorio: tumba sagrada de una deidad caduca. El descanso tuyo se perturba con mis palabras... con mi tinta... con mis silencios... Cuando me miras y no te encuentras, te ensucias, entiendes que has perdido el tiempo mirando el lado equivocado de la luna. ¡No te pierdas! ¡No me mires! En su lugar, musita mi nombre frente al espejo...

.. Invócate

Invócate...

Invócame...

.. Invócame el puro 79 cuento


Exterminio NORMA ELIZONDO ónica empacaba maletas con la ropa de Alejandro, mientras él intentaba meterla de nuevo en su clóset. Discutían acaloradamente. —Si me dieras una buena razón, me iría. Preferiría saber que amas a otro en vez de escuchar esta sarta de locuras sobre la limpieza —gritaba Alejandro, mientras intentaba acomodar sus calcetines en el cajón. —Eres demasiado cochino, ¿no te parece suficiente? Tenemos diferentes criterios de limpieza y no podemos seguir viviendo juntos. Llevo meses pidiendo tu cooperación: que te quites los zapatos, que te cambies de ropa cuando llegues para que las bacterias de la calle no nos invadan. Fracaso, a pesar de todos mis esfuerzos, porque tú no me ayudas. Ni a pesar de las fotos que te enseñé de los ácaros aceptas bañarte en la noche. Paso horas aspirando la cama para sacarlos del colchón, pero tú los alimentas con tu suciedad. Son realmente difíciles de eliminar. No duermo tranquila, los puedo oír masticarte... Alejandro, desesperado, la zarandeó. —Mónica, son microscópicos, no hacen ruido. Te enteraste de su existencia porque te querían vender una aspiradora de veinte mil pesos. Desde que la compraste te has ido obsesionando con la mugre. ¡Vivimos en la ciudad de México, la más grande, la más contaminada, la más asquerosa! Mírate, no te arreglas ni vas a la maestría, todo por unos bichos invisibles que seguramente ya mataste. Mónica se soltó. Quedaron frente a frente, en silencio: ella, con el pelo revuelto, vestida con unos pants descoloridos; él, perfectamente trajeado, listo para ir a trabajar. —Quiero ayudarte, buscaremos apoyo profesional —le susurró Alejandro, mientras trataba de abrazarla. —Suéltame —gritó ella, empujándolo—. Traes ropa de calle, me vas a ensuciar.

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Laura Quintanilla

Alejandro cerró sus maletas y se dirigió a la puerta. —Te amo —dijo tristemente. Mónica suspiró aliviada cuando al fin se fue. Se sentó en el suelo, recargada contra la pared, acariciando su aspiradora Cleaning Beauty, encendida para purificar y perfumar el ambiente. Cerró los ojos. Iba a ser más fácil mantener todo limpio sin Alejandro. Examinó, crítica, su sala impecablemente blanca. En apariencia resplandecía, pero en las cortinas, en los tapetes, en el interior de los cojines, un ejército trabajaba para adueñarse de su casa. Se sentía muy cansada, le dolía la espalda: la aspiradora pesaba demasiado. Se quedó dormida. Desde el principio de su matrimonio, hacía casi dos años, Mónica fue una ama de casa impecable. Pasaba horas puliendo los pisos de madera, sacudiendo los libros, arreglando flores. La limpieza era su prioridad. Sin embargo, unos meses antes,

una buena amiga le platicó de la aspiradora Cleaning Beauty: si no la tenía, era imposible que avanzara en el camino del hogar perfecto, limpio hasta el último rincón. Preocupada, Mónica llamó al representante de la compañía importadora. El señor Ocaranza llegó profesionalmente a la hora pactada,

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cargando dos aparatosas cajas que colocó en el centro de su sala. Rápidamente armó la aspiradora para enseñarle todas sus funciones. Con la primera demostración comenzó la pesadilla: la máquina purificaba el ambiente aromatizándolo con flores de Bach, mientras que en su depósito guardaba todo el polvo que flotaba en el aire. Durante la siguiente hora, Mónica vio salir mugre de toda su sala. En pequeñas telas negras, que científicamente el señor Ocaranza colocaba en la entrada del depósito, atraparon el polvo para podérselo enseñar, esa misma noche, al señor de la casa. Paso a paso fue conociendo los diferentes aditamentos del portento de limpieza del siglo XXI. Si la comprara y usara diariamente, la Beauty la salvaría de todas las alergias y enfermedades bronquiales que hasta ese momento la amenazaban. El último cepillo revolucionó su vida. Era pequeño y servía para aspirar los colchones y exterminar a sus ocupantes, los asquerosos y hambrientos ácaros. El señor Ocaranza, un especialista en el tema, le informó que esos peligrosos microrganismos habían sido descubiertos en Estados Unidos durante los años sesenta. Los ácaros vivían dentro de los colchones, donde podían cumplir todo su ciclo vital: el calor de las personas dormidas era ideal para su reproducción; su piel, un gran alimento. La señora, quien todavía no contaba con la Cleaning Beauty, sin duda habría sentido comezón alguna mañana, provocada por las heces de los bichos, u observado manchas rojas en su piel, consecuencia de sus piquetes. El vendedor, perfectamente preparado, le mostró una publicación especializada donde se observaba una ampliación de los microscópicos animales dotados de potentes mandíbulas y espectaculares tenazas. Lo más triste, le informó el señor Ocaranza, era que cada uno de ellos, antes de morir, dejaba, por lo menos, cincuenta huevecillos, que en unos días continuarían la labor alimenticia de sus progenitores. Inmersa en su ignorancia y falta de higiene, Mónica preguntó, si con una vez cada ocho días bastaría para eliminarlos. El señor Ocaranza, horrorizado, la exhortó a proceder al exterminio, por lo menos, tres veces a la semana. Los ácaros fueron decisivos, Mónica quería poseer una as-

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piradora que le permitiera eliminarlos. Subió a su cuarto y observó la cama en la que todas las noches dormía con ellos. En el momento que llegó Alejandro, le avisó que comprarían la aspiradora. Era la única manera de vivir higiénicamente y, quizás, algún día, tener hijos. Alejandro se rio de las muestras de polvo y trató de convencerla de que no la necesitaban. Mónica fue inflexible, le pidió disculpas por no haberla comprado antes y le prometió que, cuando llegara la Cleaning Beauty, al fin vivirían en un hogar sano. Como no se atrevió a acostarse sobre el colchón, pasó toda la noche sentada en un sillón observando a su marido dormir tranquilamente sobre una cama infestada de ácaros. Al día siguiente, a primera hora, encargó su aspiradora. Mónica venció todos los escollos, incluso consiguió que el señor Ocaranza, personalmente, le diera el curso sobre el funcionamiento del aparato, ese mismo día. En la tarde, pudo quitar las sábanas, echarlas a lavar y aspirar el colchón para comenzar el exterminio. La Cleaning Beauty cambió su vida. Margarita, su muchacha, se había encargado hasta ese día del trabajo doméstico. Mónica, que no quería arriesgar su nueva aspiradora en las manos poco delicadas de su empleada, no sólo la sustituyó, sino que agregó tareas que en su anterior rutina, tan poco higiénica, no se habían hecho: purificar el ambiente, limpiar los cojines, aspirar las cortinas, lavar los sillones y los tapetes y, por supuesto, sacar a los ácaros de su colchón. Lo más desesperante era que pasaban los días y el agua del depósito continuaba saliendo negra. Mónica sentía que nunca iba a triunfar. De dedicar unas cuantas horas a labores domésticas, pasó a ofrendarles todo su tiempo. Además, existían problemas técnicos que el señor Ocaranza había olvidado comunicarle: la aspiradora pesaba al subirla y bajarla por las escaleras, además de que había que secarla cada vez que se usaba. Existían aditamentos que no estaban incluidos en el precio, filtros que había que comprar continuamente. Para que la Cleaning Beauty funcionara a la perfección, necesitaba que ella la atendiera como a un hijo. El primer paso para lograr la limpieza integral de su casa y el exterminio de todos los invasores fue el uso exhaustivo de la

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aspiradora. El segundo se le ocurrió unas semanas después: minimizar la producción de mugre. Compró diez pares de pantuflas y los puso junto de la puerta para que nadie entrara con zapatos. Le pidió a Alejandro que cuando llegara de trabajar se cambiara de ropa y antes de meterse a la cama se bañara. Clausuró la sala y el comedor; sólo se usarían en ocasiones especiales. Se acostumbró a comer comida que no engrasara la cocina. Lo triste era que nadie apreciaba su esfuerzo. Alejandro se quejaba todo el día de las nuevas reglas de limpieza. Le exigía que saliera con él, que se arreglara, cuando ella ya no tenía tiempo. Su marido quería seguir invitando amigos sin entender el atentado a la limpieza que eso significaba. Incluso, varias veces, trató de que visitara a un psicoanalista. —Seño. Seño Mónica. ¿Qué le pasa? Seño, señito, abra sus ojitos. Seño, ¿me oye? ¿Está muerta?—gritó Margarita. Mónica abrió los ojos, sin entender quién le hablaba. Imágenes de los ácaros, de lombrices, de la amiba reproduciéndose, de todos los bichos que había visto, pasaban frente a sus ojos. Sonrió. ¡Qué tranquilidad! Toda su casa olía a flores de Bach. —Seño, ya abrió sus ojitos, pero está viendo al cielo. ¿Se estará volviendo loca? Pobrecita seño, es tanto limpiar. Tiene que descansar. Pos si yo ya no hago nada, no me deja. Seño, contésteme. Mónica la aventó. —Un minuto que descanso y me vienes a molestar. Estaba meditando con las flores de Bach -—rito—. ¿Sabes por qué estoy cansada? Porque hago todo tu trabajo. Limpio y limpio y tú, como mi esposo, ensucias y ensucias. Te compré tus pantuflas, tu ropa de casa y tengo que perseguirte para que te la pongas —decía Mónica, exaltada, mientras cambiaba el recipiente de la Beauty para ponerse a aspirar. Margarita la miraba asustada. —Qué cómodo, ¿no? Te paseas por mi casa viendo cómo trabajo y cada mes cobras. ¿Sabes qué? Estás despedida. —Señito, no tiene que pagarme, pero yo no la puedo dejar aquí solita. Ya corrió al pobre señor. ¿Cómo me voy a ir? —Ve por tus cosas o te saco sin nada —exclamó Mónica,

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con la cara deformada por la ira. Sin Margarita podría tener todo aún más limpio. Súbitamente se le ocurrió la solución final para lograr la limpieza integral y el exterminio total de los ácaros: deshacerse de los objetos que conformaban su hábitat. Bastó con una llamada telefónica. El Ejército de Salvación se llevó las camas, los sillones, las cortinas, los tapetes, los libros y los cuadros. Mientras los sacaban, Mónica iba limpiando el piso con la Beauty y sacudiendo sus muebles con un trapo. Observó orgullosa el resultado: pisos y muebles de madera, ventanas sin cortinas, paredes blancas. Satisfecha, conectó la aspiradora para que purificara y perfumara el ambiente. Sintiéndose ligera, colocó una sábana blanca y una almohada junto a la Beauty. La acarició. Al fin durmió tranquila, arrullada por el ritmo reconfortante de su motor.

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Sin embargo, pregunto

Entrevista con Bárbara Jacobs CLAUDIA PUENTE

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rase una vez una familia

Tra la la la la. Érase una vez una familia bella. El Papá, la Mamá, los dos hijos pequeños. Un Cuchillo, una Cuchara de sopa y de plata. No había Tenedor. O, ¿quién era el Tenedor? En orden, a los dos lados del Bien y del Mal, un vaso desbordado, manteles blancos sin remiendos, salvo en una esquina. En otra, en el centro, la tranquilidad. Érase una vez una familia. De estación en estación, la familia cantaba, murmuraba, soñaba. Tra la la la la. Un buen día, detrás del piano apareció un montoncito de trozos de porcelana, de plato hecho pedazos. Tra. Érase una vez Que fui yo. Érase que fui el modelo de El grito. Érase un niño que mojó la punta del lápiz y llenó una Solicitud. No eras niño. Érase que la Solicitud se le desbordó. Porque era joven. Érase que fui joven alguna vez. Érase que cuando fui, fui niño y fui joven. Érase que fue El hombre que vio demasiado. Érase. Érase. Érase que escribió un Diario. No; escribió una biografía. Érase que dio un grito pronunciado griiiito por la ventana abierta, una i sostenida en el río con la boca abierta. Érase que escribí mi vida. Érase que no sabía lo que estaba haciendo. Érase que soñé. Los sueños se desbordaron. Érase que amé. Érase que una vez fui. Para no presentar la realidad tal cual, entré por la ventana al estudio del psicoanalista que se acababa de suicidar y abrí la puerta a su sobrino para que fuera él quien encontrara sobre el escritorio este manuscrito y lo leyera. (Fragmento capítulo I de Adiós, humanidad)

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En tu narrativa rescatas voces de mujeres niños, adolescentes, familias, ¿por qué focalizas tu atención en este tipo de personajes? Porque mi principal interés en la literatura es el hombre. Y la experiencia más cercana que tengo es la familia y a través de la familia me fijo en la sociedad. Creo que lo que se da en una familia en el orden de las emociones y de las acciones es lo mismo que se da en la sociedad; de ahí parto a crear personajes más cercanos a la realidad.

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¿Crees que esa recuperación de voces se destine a temperamentos femeninos, es decir, que éstos valoran más estas temáticas, como en la narrativa de Nelly Campobello, Inés Arredondo o Guadalupe Dueñas? Mi lector ideal es el lector hombre o mujer, niño o niña. No establezco este tipo de distinciones. Creo mucho en la existencia del lector, así sea un niño que por alguna razón un libro le atrae y, aunque no comprenda todo lo que lee, no importa, porque ya lo recordará y lo releerá después. Yo soy mujer y no me puedo salir de mí, al grado de escribir como alguien que no soy. Pero la tirada es que uno pueda en realidad ponerse en los zapatos de cualquier persona. Yo soy mujer, pero siempre me pongo desafíos de indagar en la sensibilidad de un hombre. En mis novelas casi todos los protagonistas son hombres, pero igualmente trato de entender las emociones de un joven, una mujer, un niño o un anciano. Como personajes de mi predilección están los adolescentes. Algunas personas me han dicho que en Las siete fugas de Saab, alias El Rizos, donde hay dos personajes que son hombre y mujer, sienten más cercanía del autor con el personaje mujer que con el hombre y me lo han dicho al contrario. En general, para mí, el desafío del escritor es meterse en los zapatos de cualquier hombre u objeto, hasta en una silla.

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Durante la comida se escucha la utilización del pronombre yo, con una frecuencia superada sólo en conversaciones masculinas. «Yo diría que nos apuráramos», sugiere alguna al advertir la hora; «yo, que retrasáramos nuestros relojes», interrumpe la de más allá. Las une un juego tan equilibrado que, si cualquiera de ellas faltara, el grupo se convertiría en una guitarra de cinco cuerdas. («Seis damas de calidad», Doce cuentos en contra)

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¿Se escribe diferente desde un cuerpo femenino que desde un cuerpo masculino?

Pues ahí sí que no te sabría decir (reímos). Yo creo que el escritor es un ser bastante amorfo, con una parte monstruosa en todos sus sentidos. Digamos que todos tenemos cualidades femeninas y masculinas, según los psicólogos; supongo que algunos desarrollan más unas que otras. Pero un escritor desarrolla ambas. Somos mita y mita. No creo que estemos libres de la contaminación del hombre, por más puro que quieras que sea tu visión de un personaje, siempre está en la construcción de un personaje la visión del hombre.

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En ese sentido, ¿qué tipo de función crees que posee tu narrativa? Pues la de llegar a cualquier hombre. ¿Por qué narrativa y no poesía?

En realidad, yo comencé como poeta. Pero nunca he publicado un solo poema. Creo que estará en el fondo de este baúl; hace mucho que no lo reviso. Y nunca lo he vuelto a intentar. Me parece que un poeta es lo máximo y que toda la prosa, tanto el ensayo como la narrativa, es una aspiración hacia la poesía. Creo

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que algo de poeta he de tener, pero no estrictamente hay algo de eso en mi narrativa.

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Es común encontrar en tu narrativa una necesidad de averiguación sobre algún asunto, por lo general expreso. ¿Qué pasa cuando un cuento resalta más averiguaciones que otro?, ¿cómo te sientes? Sí me planteo muchas preguntas a veces expresas, otras ocultas. Escrito en el tiempo lo integran cincuentaytantas cartas que son pequeños ensayos y otros documentos. La gran mayoría están hechas de preguntas. Cuando existe una persona de la que yo quiero hacer un personaje también me plateo muchas preguntas: ¿qué sentiría si fuera tal cosa...? Y eso obliga mucho a desarrollar el personaje. Chimalistac, México, 6 de febrero, 1984 Señores: ¿En dónde están los recuerdos de un escritor? Algo parece llevarlos siempre al mar, pasearlos por ahí, sacarlos de ahí: el agua, la profundidad, el horizonte sin fin.

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(«Seis damas de calidad», Doce cuentos en contra)

¿Qué pasa cuando algo que escribes no te satisface?

Pues lo guardo, en primer lugar; si me pica mucho, si me llama mucho, lo vuelvo a hacer. Si algo me llama mucho la atención, lo corrijo y me enojo muchísimo si no me sale. Es un trabajo de corrección y de paciencia.

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¿Existe algún libro o cuento tuyo que, a pesar del paso del tiempo, te identifiques más con él que con otros?

A todos los quiero. Cada uno representa un momento de mi vida bastante específico, bastante claro. No me atrevería a decir éste es mi favorito.

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¿Cómo terminas un cuento o cómo sabes que acabó?

Es algo que se siente físicamente, el cuerpo te lo indica. El cuerpo te indica muchas cosas, te indica si vas bien en algo. Por lo general, sabes hacia dónde debes parar o el mismo desarrollo del tema te indica hacia dónde debes ir yendo y llega un momento en que una palabra de más ya no te la permite. Hay veces, por ejemplo, que cuando escribo para el periódico —donde tengo una medida específica— desde antes de empezar ya sé que la medida me va a indicar dónde parar. Eso ayuda mucho a saber el término de un texto. De hecho, se me viene a la mente el escultor quien dijo que él sólo le quitaba lo que sobraba a una pieza de mármol. Yo sigo un poco ese principio para que no se vaya el lector. Dicen que un buen entrenamiento para ello es leer la novela de suspenso, de intriga: están tan bien construidas que no les puede faltar ni sobrar nada. Yo no las leo porque me dan mucho miedo, pero tengo ese principio.

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¿Qué opinas de que el artista, el escritor, en su papel de atormentado se haga cliché al ser víctima de sí mismo, en aras de la creación? Muy mal. No creo que deba ser víctima; siendo víctima debe sobreponerse a eso, porque a todos nos sucede un poquito de lo mismo, todos tenemos nuestro porcentaje de sentimientos, de carencias, de frustraciones, y las debe retratar. Yo digo eso en mi libro, pero uno mismo, aunque se sienta atormentado, a la hora de escribir debe apartarse de ello.

Atormentado es aquel que se ahoga en un vaso de agua. Se apura o tiene grandes dificultades por poca cosa. Sólo que para el atormentado la poca cosa es todo. (Comienzo del prefacio de Atormentados)

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¿Cómo podrías nombrar tu cuentística, qué elementos ponderas en tus cuentos? La profundización de las emociones humanas.

¿Cuándo para ti un escritor es efectista; o sea, cuando un escritor llega a subordinar la creación o el entramado de una obra, la temática, el estilo o su emoción artística para determinar un efecto? Bueno un escritor siempre busca efectos, siempre está pendiente de ciertos intereses para atrapar. Si tu tema es aburrido y lo escribes aburridamente, pues no vas a tener ningún lector.

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¿Piensas en un lector cuando estás escribiendo?

Sí, un lector en general. Cuando estaba escribiendo Las siete fugas de Saab, alias El Rizos lo escribía para una colección juvenil; entonces tuve en mente a lectores jóvenes. Pero en el proceso de estar escribiendo, se me presentaron muchos lectores de diferentes tipos, se me presentó un viejito, unas niñas sabihondas y unos niños completamente ignorantes. Veía que uno me decía «ahí, la estás regando o esto está cursi» y tomaba mis precauciones. Sí tomaba en cuenta al lector, a un lector general.

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¿Entonces tú escribes para recibir cierto reconocimiento, para que te quieran?

Para que me lean. No necesariamente para que me quieran. Pero para que me lean, sí. Según yo, soy muy poco sociable y el vínculo real que establezco con el exterior es la escritura, ahí pongo todo. Por eso me es tan preciado el trabajo que tengo en el periódico, porque le llega a gente que uno no se imagina. Siempre que veo a alguien con La Jornada bajo el brazo, pienso: «ojalá se pare en mi artículo». El sector adonde llegas es muy amplio. Me ha servido mucho estar en el periódico, porque

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al plantearme una novela o un cuento se delimita más el lector al que me dirijo. Lo expreso porque no he publicado otro libro, sólo en periódicos. ¿Por qué escribo? Empezaba: Escribo ya que tengo algo que decir, que sólo sé expresar por escrito. Pero también quiero contar que de chica no fui buena ni para los juegos ni para el deporte, y las horas de recreo las dedicaba, en consecuencia, a leer. Eso significaba a soñar con que un día yo misma escribiría un libro como ese que estaba leyendo o, mejor todavía, un libro que se acercaría más a lo que a mí me habría gustado estar leyendo en ese momento.

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(«Respuesta en silencio», Doce cuentos en contra)

¿Ganar el Premio Xavier Villaurrutia le brindó alguna libertad posterior a tu narrativa? ¿Te colocó vivencial o literariamente en diálogo con algo? Enorme. Porque antes del premio yo creo que nadie me leía. Y yo creo que el premio, al cual le doy mucho valor, muchísimo más valor del que se le da por lo general, hizo que me leyera más gente. En aquel momento, los premios no eran tan naturales ni tan grandiosos como ahora; yo creo que si hubieran sido, también hubiera sido bastante más conocida. Me colocó en diálogo con la sociedad. No se le da a este premio el valor que se merece; a mí me gustaría hacer énfasis en él, porque en otros países hay premios de una cuantía monetaria insignificante que, sin embargo, tienen un peso enorme, son determinantes. Y aquí a algunos lo que les hace sentir que es un buen premio es la cuestión monetaria. Por ejemplo, cuando quieren mandar a escritores a una feria del libro al extranjero, deberían pensar quiénes son los premios. Creo que el único premio al que le dan peso aquí es al Juan Rulfo.

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¿Se transformó tu narrativa a partir de este premio?

No. Sólo sabía que me podía leer más gente. Pero sí, en primera, te inhibe, y eso que antes era mucho menor la publicidad que ahora. Sí necesito que me inhiba. Lo primero que escribí después se parecía bastante a la obra ganadora: lo tachaba y lo tachaba hasta que me volviera a salir una obra nueva. Ése fue el efecto dañino del premio; el benéfico fue que me leyeran, por eso no quise darles más de lo mismo.

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¿Qué cuentistas actuales te gustan?

Fíjate que, actualmente, la Editorial Planeta está haciendo una antología anual de cuento no publicado en libro, sino en suplementos literarios, en revistas, y recopilan autores mexicanos y extranjeros. A mí me tocó presentarla hace tres años y leí muchísimos cuentos muy interesantes. Veo que está bastante vivo el género, pero, como la necesidad por la creación de tu revista, como que al cuento no le hacen mucho caso. Muchas veces hay que publicarlos en revistas del exterior, porque los mismos periódicos, cuando hubo la reducción del papel, no los publicó más. Claro que hay revistas como Letras Libres que sí publica cuentos, pero no hay mucho. Me encanta el género, sobre mexicanos nuevos no quisiera mencionar a nadie, porque, si se me va alguno, podría meter la pata, pero leo mucho a autores muertos; si se me va alguno, no hay problema, Faulkner, Grace Heally, James Joyce, Cortázar, Monterroso, por supuesto. Él no me dejaba leerlo, se enojaba. Necesitaba esconderme para leerlo; ahora ya no tengo que hacerlo: lo leo abiertamente. Qué bueno que me das la oportunidad de repetir que es mi maestro.

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las íes y sus puntos

Filete de corazón de poeta-cuentista («Todo es cuestión de mercado»)

J.L. PERDOMO ORELLANA

P

uesto que era y sigue siendo la especialidad de la casa, agotaron, con fruición, las porciones más palpitantes. Eructos plenos, satisfechos, resonarían luego, como es

natural. Un poco antes del festín las comensales debieron infligirle brutalidades, como para que el poeta-cuentista, a los 29 años de edad, registrara en uno de sus diarios:

Una mujer que no sea una estúpida, antes o después, encuentra una ruina humana y trata de salvarla. Alguna vez lo consigue. Pero una mujer que no sea una estúpida antes o después encuentra un hombre sano y lo reduce a escombros. Lo consigue siempre. Con las mujeres no basta ser estúpidos, pero es preciso también ser estúpidos. el puro 94 cuento


II

La mujer que engaña a otro para ir contigo te engañará a ti para ir con otro. Todo lo que una mujer sepa hacer para favorecerte, recuerda que sabrá hacerlo para favorecer a otro en lugar de a ti. Una mujer tiene que saber despertar el deseo del hombre, pero se horroriza de que se le conozca este talento. Las putas trabajan a sueldo. ¿Pero qué mujer se entrega sin haberlo calculado?

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El remolino apenas si ha empezado, pero tres piedras adelante ya se escucha el despeñadero. Frente a la feria, sobre la incandescencia de las vías ferroviarias, en el primer vagón de carga las comensales se ufanan en los reflejos plateados de los tenedores y los cuchillos que eternizan, según ellas, la oclusión perfecta de sus dentaduras (postizas). Antes de la comilona sevicias debieron asestarle al poetacuentista, como para que a los 37 años de edad aún tuviera la paciencia de redactar estas pistas de su asombro maltrecho:

Acaso por tales (in)certidumbres el poeta-cuentista diseccionó su propia gangrena, y también la gangrena de lo que han dado en llamar «La Circunstancia Amorosa» o «El Estar más Colgado que Chorizo en Tienda» (para irritación de los fanáticos del tediosísimo Alberoni, esos pasteurizados devotos que lo hicieron best-seller, que no rebasaron la primera línea de sus demasiados libros, pero suelen recitarlos de memoria para caer bien en todas las zarabandas):

Que quede claro, de una vez por todas, que estar enamorado es un hecho personal que no atañe al objeto amado, ni siquiera si éste corresponde al amor. Quien no está celoso hasta de la ropa interior de su amada, no está enamorado. Nadie sabe qué hacer del amor en sí. Y seamos justos: ¿qué es el amor en sí sino la libidinosidad el puro 95 cuento


en un simio? Amar a otra persona es como decir: de ahora en adelante esta otra persona pensará en mi felicidad más que en la suya. ¿Hay algo más imprudente? Piensa mal y no te equivocarás. El amor es una crisis que deja aversión.

III

La cruz de otro derrotado fue la cruz del poeta-cuentista, la de un amortajado más, la de otro vagabundo que no está para escenografías, la de alguien más empujado al estupor del autoservicio del suicidio. Ya ni dormitando en posición fetal se procuraba consuelo, ya ni retratando las anomalías de las comensales, ya ni. Basta de rodeos: despuecito de que entre meteorismos educados excretaron su corazón, despuecito de que le desfiguraron las huellas digitales, al poeta-cuentista sólo le quedó el recurso de la autopsia de sí mismo, la disección de la paranoia existencial, la biopsia del Coágulo Planetario (para molestia de quienes suelen marimbear «Gracias a la vida», mientras perrean ritmos que evocan un maje chachachá a la chapina):

El sexo, el alcohol, la sangre. Los tres momentos dionisíacos de la vida humana; no podemos huir de alguno de ellos. O uno u otro. Todo lo que hacemos es torcido, lo que pensamos y lo que somos. Nada puede salvarte porque, cualquiera que sea la decisión que tomes, sabes que eres torcido y que, por lo tanto, torcida es tu decisión. El arte de vivir —dado que para vivir es preciso hacer sufrir a otros (considérese la vida sexual, el comercio, cualquier actividad)— consiste en habituarnos a hacer cualquier porquería sin dañar nuestra organización interior. Ser capaz de cualquier porquería es el mejor equipaje que pueda tener un hombre. el puro 96 cuento


No hay absolutamente nadie que haga un sacrificio sin esperar una compensación. Todo es cuestión de mercado.

IV

Mucho peor hubiese sido su suerte en estos vomitivos tiempos que van dando tumbos hacia la recta final del destazadero. Hoy, las Neomachistas Expertas en Miccionar de Pie no se contentarían con masticar su corazón. Hoy, además, estarían predispuestas de mil amores a hacer aerobics sobre sus demás vísceras humeantes. (De nada serviría decirle tenga coraje, compañero de infortunios programados, tenga coraje, caro poeta, disponga de todo el mezcal del mundo y mejor dedíquese a la anestesia del olvido.) Por lo demás, bastará agregar que Cesare Pavese nació el 9 de septiembre de 1908 en Santo Stefano Belbo, y fue educado por la madre y por la hermana (quienes, a propósito o por puro descuido, no le advirtieron que las harpías ya estaban afilando los cuchillos a la vuelta de la esquina). Participando en juegos de piratas malayos, fue bañado por sitios mortales que le indicaron: «Tener compasión siempre fue perder el tiempo/ la existencia es tremenda y no cambia por eso». De muchacho, le gustaron los clamores de la noche y sus luces distantes. Atónito, llegó a esa edad en la que cada quien es capaz de chillar empalagado por la autoconmiseración más desvergonzada. Niños y desocupados le rompieron el hilo del humo. Supuso que, hallándose a sí mismo, había encontrado compañeros. Con la proa lastrada y la visión del río y de la barca obstruida, buscó bisontes en colinas tatuadas y aturdidas. Monotonía fue lo que encontró en los sueños frente al mar. Sin haber puesto jamás un pie aquí, una madrugada soñó con el muladar centroamericano y, sobresaltado, se despertó para escribir a tientas: «Cuando un animal no sabe trabajar/ y sirve sólo para la monta, se complace en destruir». Al pesar las estrellas, sintió que no valían lo que una cereza mordida sin compañías excesivas. Los sonidos concentrados en «Besazo rabioso» y

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«Hermoso adianto» le gustaron para distribuirlos en un poema de su clásica obra Trabajar cansa. La expresión «culito cimbreante» le gustó para cerrar la décima línea de su poema «Ballet». ¿De dónde sacó la seguridad de que «los colores no lloran»? ¿Qué lo llevó a decir que «en la ciudad, las mujeres/ son siempre distintas y no sirven para nada»? ¿Qué vio al otro lado de los vidrios como para atestiguar que «cada casa tiene su puerta, pero es inútil entrar»? Inventó el inútil verbo «azadonar», pero en su oficio fue rey. Con una tesis acerca de otro poeta, Whitman, se doctoró en letras a la excesiva edad de 22 años. El resto de su vida se reconcentra en la poesía, en el rechazo a... da lo mismo a qué, y en algunos meses de vida carcelaria sindicado de haber abandonado los juegos de piratas malayos para dedicarse a actividades antifascistas (en las cuales ni siquiera tuvo una actitud protagónica). Más allá de la rabia y del cansancio y de las incubaciones, rey en su oficio poético, narrativo y ensayístico, pero ya sin la agilidad ni la fuerza contenida del gato, Pavese no quiso saber más. De nuevo solo, de nuevo desechado, su casa se redujo a una oficina, un cine, un gesto crispado. Escuchando en la espalda las enfebrecidas ovaciones de las comensales, predispuestísimas a echarle más tierra encima, se aprestó a no cumplir 42 años. El 27 de agosto de 1950, en una habitación del Hotel Roma de Turín, frente a la estación de trenes, manda todo al carajo, se atiborra de somníferos, consigue anular para siempre (o sólo de momento, quién carajos ha vuelto), las tribulaciones típicas del estar aquí entre tanta máquina ambulante, especializadas todas en reproducirse hasta la basca a través de órganos excrementicios. Sin poder hacerse a un lado, murmuró «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos». Nueve días antes de meterse la zancadilla definitiva, aún tuvo tiempo de escribir (a mano, como solían escribirse las grandes obras, a mano, todo lo demás son teclazos de mandriles a los que les da por aporrear chunches):

Ahora, a mi modo, entré en el remolino: contemplo mi impotencia, la siento en los huesos. Todo se desploma. El estoicismo es el suicidio. Nada sumamos al resto, al pasado. Recomenzamos el puro 98 cuento


siempre. Un clavo desaloja a otro clavo. Pero cuatro clavos hacen una cruz. Mi parte pública la hice, hice lo que podía hacer. Trabajé. Di poesía a los hombres, compartí las penas de muchos. Lo que tememos más secretamente siempre ocurre. Escribo: oh, Tú, ten piedad. ¿Y luego? Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más. Cincuenta y seis años después de aquel magno gesto ahí siguen, imperturbables, fundamentales para lo que fue el XX y lo que va del XXI, sus poemas-relatos y sus relatos a secas, aquellos que jamás buscaron un premio... simplemente porque jamás precisaron de uno. Mucho más de lo que puede decirse de las obras completas de quienes siguen cotizándose, a la baja o a la alta, en el galgódromo letrado.

PROCEDENCIAS Cesare Pavese, Cartas, Alianza Editorial, España, 1973 ____, El misterio de vivir, Seix Barral, España, 1992 ____, Poesías completas, Visor Libros, España, 2000

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web o nada

Pláticas pachecas ARIADNA VÁSQUEZ

ahora voy a pachequearme contigo aquí sentadita [10:54] Avispa dice: tranquilita [10:54] Avispa dice: y no me voy a reír [10:55] Pato dice: […] [10:55] Avispa dice: nada más te voy a mirar de reojo, con los ojos para atrás, como uno mira cuando está esperando algo de alguien [10:55] Avispa dice: pero no me voy a reír, ni tampoco a mirarte a los ojos, o sea, yo sí te veo los ojos, pero tú no puedes saber que los estoy mirando [10:56] Avispa dice: toc toc [10:56] Avispa dice: se durmió el rehén [10:56] Avispa dice: eres mi rehén, ¿tú sabías? [10:56] Avispa dice: no, verdad. Me imaginé, [10:56] Avispa dice: el amor es eso, tener un rehén, ohohooh, y que el rehén crea que es libre [10:56] Avispa dice: y se lo cree [10:57] Avispa dice: pero cuando amas, eres una cagadita en el piso de un metro, en una orillita [10:57] Avispa dice: ni siquiera la pisan [10:57] Avispa dice: qué triste debe ser una mierda que nadie pise [10:57] Avispa dice: eso debe ser la desolación completa [10:57] Avispa dice: hasta que se biodegrada la pobre. [10:54] Avispa dice: [10:54] Avispa dice:

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naves se van

Día 50 Expreso de media noche a Turquía (Fragmento de bitácora en tres partes)

CARLOS ADAMPOL GALINDO DOS ATENTADOS EN ESTAMBUL (Esta mañana, 25 personas mueren al explotar coche bomba frente al mayor banco inglés en Estambul, el HSBC de Turquía.) El jueves por la tarde me conecté para revisar mi correo y extrañamente me enteré, por una página mexicana, probablemente a más de veinte mil kilómetros de aquí, que había ocurrido un nuevo atentado terrorista en Estambul; esta vez, mucho más grande y devastador; que la situación se complicaba y empeoraba a cada minuto en Oriente Medio. Una mezcla de emociones me invadió, tenía que ir a Estambul al día siguiente y no imaginaba qué encontraría ahí. Los noticieros lo pintan bastante mal; al parecer se consiguió el efecto deseado: infundir terror, odio, intimidación, desaliento a cualquiera que quisiera acercarse al lugar; parecía, sin duda, un mal momento para llegar como turista a una ciudad musulmana dividida entre los modernistas reformadores del estado-religión y el

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odio de los extremistas opositores al mundo occidental. Mas no había nada por hacer, el boleto estaba pagado ya y todo listo para tomar esa noche el Expreso de Oriente a Estambul.

UNA ÚLTIMA MIRADA Una hora después de que anocheció, llegué a la estación de trenes; todavía faltaba una hora más para tomar el tren. La sala de espera a la que entré, era un sencillo cuarto con algunas sillas soldadas entre sí por una barra de metal, dirigidas todas a un televisor viejo, a un reloj en la pared y a una foto del presidente Georgi Parvanov que, de lado, parecía mirar el ventanal que apuntaba hacia las líneas del tren. A falta de un lugar libre frente a la ventana, me quedé parado a esperar, mientras el resto de las personas dejaba la mirada extraviada en las imágenes proyectadas en blanco y negro por el televisor. De repente, un hombre pasó caminando por fuera y se detuvo frente a la ventana, volteó y me miró con el rostro desamparado, una mirada difícil de olvidar; el hombre se veía agitado, se detuvo y me miró por varios segundos; después, sólo se marchó. Su extraña mirada sin motivo alguno y su rostro palidecido, me dejaron consternado y confundido.

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Por unos minutos más esperé, hasta que las manecillas del reloj sobre la pared alcanzaron la hora de tomar el tren. Cuando salí a las vías, todo aparecía algo oscuro y un ambiente de desolación cubría los andenes. Sólo alcance a ver, a lo lejos, dos hombres de pie frente a una persona recostada en el piso. Lo primero que me vino a la mente fue que a ese hombre se le habían pasado los alcoholes y se encontraba demasiado ebrio como para mantenerse en pie, algo nada extraño por estos lugares. Caminé hacia ellos con un afán curioso, sin pensarlo realmente, y sólo cuando me encontré a unos 2 o 3 metros de distancia pude darme cuanta que la persona que ahí yacía estaba realmente muerta, como mi subconsciente había deducido segundos antes. Las señales eran claras, un botiquín de prime-

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ros auxilios en el suelo, la leyenda de «emergencias» en la chamarra de uno de los hombres y el rostro de desaprobación del otro, mirándome, casi inquiriéndome el por qué de mi irrupción tan cercana al cuerpo ahí tendido. Miré de nuevo al hombre en el piso, seguramente un hombre de familia. Un portafolio a su lado, su traje sencillo. El rostro frío, triste; la barba, los ojos abiertos, la misma expresión; no había duda alguna, era el mismo hombre que minutos antes me había mirado por última vez en su vida. ¿Por qué me había mirado?, ¿qué pasaba por su mente cuando se quedó ahí, frente a la ventana? Me alejé; de a poco, llegó más gente. Como si nada ocurriera, todos pasaban de largo; parecía que un hombre muerto era algo de lo más normal y sólo el aviso por los altavoces del cambio de línea en la llegada del tren daba testimonio de que esa noche yacía un hombre muerto junto a las vías.

LOS TRAFICANTES DE ALCOHOL En cuanto el tren se detuvo por completo en el andén, la locura comenzó: todos corrían por todos lados, tratando de subir, empujones, gritos, pisotones; la gente arrojaba todo tipo de bultos hacia el interior del tren por las ventanas; a fuerza de codos, logré subir y encontrar mi lugar. Para cuando el tren arrancó, mi cabina se encontraba repleta de bultos y gente gritando por subir las últimas cajas que aún faltaban. Minutos más tarde, comenzó la operación disimulo.

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En un inicio, todos me miraban con cierta desconfianza, un tanto sorprendidos de verme ahí. Al pasar por fuera miraban dentro y, luego, al techo, como analizando la cabina de arriba abajo; después de un rato —cuando, supongo, creyeron que no había peligro—, sacaron unos desarmadores y de inmediato comenzaron a destornillar rápidamente paredes y techo; de repente se detenían, me miraban y sonreían como diciendo: «no hay problema, no pasa nada». Abrieron los bultos que se amontonaban unos sobre otros, y poco a poco fueron sacando y es-

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Foto: Carlos Adampol, Los traficantes de alcohol

condiendo bolsas con 2 botellas de Rakia, un aguardiente casero, cada una. Mi sorpresa era absoluta y sólo me mantenía callado, mirando a otro lado, mientras decía: «Yo no sé nada, a mí ni me miren». Extraña gente; gitanos muy sonrientes, todo lo hablan a gritos. Una señora de más de 60 años fue la encargada de trepar al techo y ocultar todas las botellas que pudo, mientras otro joven escondía cigarros y demás en las paredes. Dos horas más tarde, llegamos a la frontera con Turquía y se apareció —misteriosamente tarde— el hombre que revisa los boletos; lo sobornaron de la manera más corriente y no les pidió boleto; sólo revisó el mío y siguió adelante; para ese momento la cabina parecía perfectamente normal, sólo con algunas maletas pequeñas y el resto escondido. Estuvimos 4 horas en la frontera, revisaron todo, pasé 2 veces por control de pasaportes, bajaron del tren a un chavo que traía en su maleta dos paquetes de azúcar más de lo permitido, el oficial le propinó un fuerte coscorrón y aventó por la ventana una bolsa con azúcar, que se reventó y desparramó por los suelos de la estación, para después bajarlo, tomándolo de la oreja. Pero a los gitanos, nada, la operación disimulo funcionaba a la perfección, mientras yo sudaba frío. Si los atrapaban, seguro yo también me encontraría en problemas; ¿cómo es que yo no me había enterado de toda esa mercancía oculta?, ¿presenciarlo todo y no decir nada me

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convertía en cómplice? Minutos antes de la revisión, uno de ellos me había hecho una señal para que guardara silencio y cordialmente me invitó a hacerme el dormido. Una vez que pasamos la frontera, a las 3 de la mañana, todo fue alegría y fiesta, me invitaron algo de Rakia, un pan y una salchicha rancia, que escupí en una servilleta. Fumaban como locos y no dejaban de brindar. A eso de las 5 apagaron la luz y pude dormir un poco. ¿Mi mejor recuerdo?, la increíble noche estrellada junto a la ventana, en el cadencioso andar del tren y su lejano silbido al pasar por pequeños pueblos. A las seis y media me despertó el amanecer, el cielo se llenó de violetas y anaranjados sobre las colinas; todos aún dormían, me sentí feliz, muy feliz, de estar ahí, de vivir algo que no se vive todos los días. A las 8, la locura comenzó, de nuevo, a sacar todo de sus escondites, a trepar a la vieja a la ventilación para que aventara las botellas desde el techo. En un momento, cuando no tuvo a quien lanzar la siguiente botella, me miró y, sin decir agua va, la arrojó a mis brazos. Media hora después, terminé cubierto en sudor ayudándoles a bajar y empacar todo. Ya que no aprendieron mi nombre, me llamaban «¡Méjico!... otra caja»; Méjico para allá y Méjico para acá; estaban felices de que les ayudara. Conté 80 botellas en total, que salieron tan sólo del techo de mi cabina y habría que sumar 10 cabinas más, ocupadas por los gitanos traficantes, en cada uno de los 2 vagones de segunda clase, de mi no tan Expreso de Oriente, de Bulgaria a Estambul. Se despidieron de mí como grandes amigos... Por lo pronto, Estambul se está convirtiendo en uno de mis lugares favoritos, otra de esas grandes capitales del mundo que reflejan multietnicidad por sus calles. No paraba del asombro al adentrarme a la ciudad por la vía que recorre la costa del Bósforo y encontrarme a unos metros de la mezquita azul, sublime, con sus 4 minaretes rompiendo el cielo justo a la orilla del último extremo de Europa. Más allá, al otro lado del estrecho, Asia.

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cuento gráfico

La mala crítica OSCAR CUETO

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colaboradores E

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DGAR MAR VILÉS (Morelia, Mich., México, 1980), egresado de la Escuela de Escritores de la Sogem, en el DF, recibió, en 2002, el primer lugar en cuento breve de la revista Punto de Partida de la UNAM; en 2003, el primer lugar en el premio Binacional México-Quebec de cuento y ha obtenido menciones honoríficas en distintos certámenes, como en el Premio Nacional de Libro de Cuento Agustín Yáñez (2004).

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UILLERMO ENICEROS (Durango, México, 1939) es uno de los pintores más importantes de México. Fue colaborador de David Alfaro Siqueiros. En 1991 fue nominado para el premio mundial de arte por sus murales Del códice al mural y El perfil del tiempo. Expuso en numerosas muestras individuales y colectivas en el país y en el extranjero; además, su obra ha sido reconocida con innumerables premios. En Durango, existe un museo con su nombre.

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SCAR UETO (México, DF, 1976), artista plástico, ha participado en diversas exposiciones colectivas e individuales, en México y en el extranjero. Su última exhibición No soy un monstruo se presentó en la Galería Nina Menocal, de la ciudad de México.

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UAN ICENT (Bonao, República Dominicana) es poeta y narrador. Publicó el libro de cuentos Summertime (Shampoo Ediciones, 2006).

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ORMA LIZONDO AYER ERRA (México, 1960) es antropóloga y narradora. Cursó varios talleres literarios. ITLALI ERRER (México, 1963) estudió danza y teatro en el INBA. Fue becaria del Fonca y de Artes por Todas Partes. Publicó El enigma de una jornada (Letras de Pasto Verde, 1996) y Corazón roto (La Hoja Murmurante, 1998).

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ARLOS DAMPOL ALINDO (México, 1976), narrador y fotógrafo, en la actualidad radica en la ciudad de México, pero ha visitado más de 30 países en los que ha recogido imágenes y realizado reseñas de sus experiencias de viaje.

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ÁRBARA ACOBS (México, df), cuentista, ensayista, novelista, es autora de Doce cuentos en contra (1982), Escrito en el tiempo (1985), Las siete fugas de Saab, alias el Rizos (1992), Vida con mi amigo (1994), Juego limpio ( 1996), Las hojas muertas (1997, Premio Xavier Villaurrutia), Adiós humanidad (1999), Atormentados (2002). En colaboración con Augusto Monterroso, publicó Antología del cuento triste (1996).

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OSÉ UIS ERDOMO RELLANA (Guatemala, 1958), escritor, periodista, ensayista, es licenciado en periodismo y comunicación colectiva por la UNAM. Entre 1975 y 1986 obtuvo, en México y Guatemala, diversos premios en los ramos de la oratoria, la literatura y la academia. Fue subdirector de la revista Magna Terra y es director del periódico Universidad de San Carlos de Guatemala.

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AURA UINTANILLA (México, 1960) estudió diseño en la Edinba y pintura en la Academia de San Carlos. Ha realizado exposiciones individuales y colectivas en importantes galerías de México y el extranjero. Obtuvo el primer lugar en el premio nacional Marco y en el primer certamen nacional de pintura 1995 Los Ferrocarriles y la Pintura.

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UAN NTONIO OSADO ACARÍAS (México, 1964) es autor del libro de cuentos Las dulzuras del limbo (Editorial Praxis, 2003) y de los libros de ensayos Erotismo y misticismo (Editorial Praxis, 2005), Juego y revolución: la literatura mexicana de los años 60 (2005), El engaño colorido (2003), Bandidos, héroes y corruptos o nunca es bueno robar una miseria (2001), El presidente y el caudillo (2001), En busca de lo absoluto (2000) y del manual Cómo argumentar: antología y práctica (Editorial Praxis, 2004).

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RLY OSALES (México, 1982) es locutora de radio en el programa Sonar, que se transmite en Toluca y Guadalajara. Estudia la licenciatura en lengua y literaturas hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

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YAKKEN CHIDA (Japón, 1889-1971), escritor y novelista japonés, es una extraordinaria figura de la literatura japonesa. Fue considerado como un novelista antimodernista en la época moderna de Japón. Seguidor del novelista Soseki Natsume, profesor de literatura alemana en la Universidad Hosei. El director cinematográfico Akira Kurosawa filmó en sus últimos días la vida cotidiana de Uchida, que fue siempre un fuera de serie en Japón.

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RIADNA ÁSQUEZ (República Dominicana, 1977), narradora, poeta, ensayista, publicó el poemario Una casa azul (2005) y la novela Por el desnivel de la acera (Editorial Praxis, 2005). Sus cuentos y poemas forman parte de varias antologías. Obtuvo dos menciones de honor en el concurso de cuento de Casa de Teatro en su país. OBUHIDE AMAHATA (Tokio, Japón) es egresado de la Universidad Rikkyo y de la Meiji. Es profesor de relaciones internacionales en la Facultad de Estudios Superiores de la UNAM.

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5 25 a単os en las letras




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