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La Pera

Lo recuerdo tan nítidamente que me parece fuera ayer, aunque ya han pasado varios años y mucha agua bajo el puente. Eran mediados de los 80’s, yo tendría unos 15 por aquel entonces. Me había tirado la pera (algo que casi nunca hacía porque si mi padre me pescaba, ayayay la que se me armaría). Ya tenía muy claro mi destino: Huacachina.

Habíamos quedado en encontrarnos en la plazuela de San Francisco. Era muy arriesgado pero también un deseo loco, propio de la edad y del primer amor, escaparnos y estar siquiera un ratito juntos. Vestía mi uniforme gris y la polera roja de pecho blanco de mi colegio. Quienes me miraban con gesto desaprobatorio o un meneo de cabeza, murmuraban entre dientes: "Se ha escapado del colegio. Si sus padres supieran. Si fuera mi hijo, la paliza que le acomodaría. Ese vaquero debe ser un flojonaso". Mi ansiedad me hacía inmune a sus palabras, solo esperaba verla llegar.

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Varios minutos después, su espigada figura apareció, mochila al hombro, por la calle San Martín. Era tan hermosa con su cabello negro y lacio, tan largo que le llegaba hasta la cintura. Sus ojos claros como las aguas de mi laguna y esa sonrisa de niña mala que me perturbaba el cerebro. Se acercó a mí sin mediar palabra tocando suavemente sus labios contra los míos, en un roce tan sublime que me traslado al cielo. La tomé de la mano y antes que pudieran decir patitas para que las quiero, salimos disparados rumbo a nuestro destino. Nos paramos a espaldas de la Iglesia frente al parque infantil de San Luis Gonzaga justo a tiempo.

Unos segundos después aparecía el bus de madera rojo y blanco (si mal no recuerdo) que nos llevaría a pasar una mañana inolvidable. Nos sentamos al final, en esos asientos forrados con cuero a manera de almohadillas. Ella se sacó la casaca del colegio atandola a su cintura y la insignia josefina del tirante de su uniforme que guardó en el bolsillo de su blusa. Puso la cabeza en mi hombro musitando suavemente a mi oído un te extrañé. El bus pasó por el ovalo del estadio, la puerta de mi colegio, el hospital regional y de allí un largo camino recto acompañado por arena, chacras, huarangos secos y los frondosos ficus. El bus traqueteaba cada cierto tramo, como haciendo esfuerzos para seguir su marcha. Éramos apenas unas diez personas, tal vez menos. Lo cierto es que había cierta privacidad, lo que aproveché para tomar su mano y besar sus labios en un beso tan furtivo como veloz.

Unos segundos después aparecía el bus de madera rojo y blanco (si mal no recuerdo) que nos llevaría a pasar una mañana inolvidable. Nos sentamos al final, en esos asientos forrados con cuero a manera de almohadillas. Ella se sacó la casaca del colegio atandola a su cintura y la insignia josefina del tirante de su uniforme que guardó en el bolsillo de su blusa. Puso la cabeza en mi hombro musitando suavemente a mi oído un te extrañé. El bus pasó por el ovalo del estadio, la puerta de mi colegio, el hospital regional y de allí un largo camino recto acompañado por arena, chacras, huarangos secos y los frondosos ficus. El bus traqueteaba cada cierto tramo, como haciendo esfuerzos para seguir su marcha. Éramos apenas unas diez personas, tal vez menos. Lo cierto es que había cierta privacidad, lo que aproveché para tomar su mano y besar sus labios en un beso tan furtivo como veloz.

Llegamos varios minutos después al oasis. Tan hermoso. Tan romántico. Tan distinto al de hoy. Caminamos varios minutos alrededor, oyendo a los pájaros, mirando las aun esmeraldas aguas y luego jugueteando a correr entre las palmeras que nos llenaban de arena los zapatos. Nos sentamos en el viejo huarango cerca de los cambiadores y allí respirando la pureza de aquel aire limpio nos hicimos promesas de amor de dos adolescentes enamorados.

Una vendedora ambulante nos despabiló de nuestros sueños trayendo a la realidad. Habían pocas personas. Era martes y claro nadie iba al balneario martes a las nueve de la mañana. Nos dimos otra vuelta y vaya sorpresa, no éramos los únicos escolares que habían planeado pasar un rato a solas. Varias parejas de escolares, también uniformados, paseaban por el lugar. Reconocí los uniformes y buzos. San luisanos con mercedinas, arbulinas y del Domingo Elías. Nos miramos y con sonrisas disimuladas nos saludamos al cruzar. Corrimos hacia el cerro hasta el tanque de agua y allí arriba aún agitado por el esfuerzo, grité con todas mis fuerzas su nombre como para que quedase grabado en las dunas tan perenne como el tiempo mismo.

Varias horas después regresamos en el mismo bus que nos trajera. La llevé hasta el parque frente al colegio y la vi escabullirse entre los alumnos aprovechando la salida de primaria. Yo caminé despacio hasta la plaza de armas y parado en los portales de la municipalidad tomé el urbano con rumbo a mi casa.

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