cĂĄrcel de amor
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relatos culturales sobre la violencia de gĂŠnero
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MINISTERIO DE CULTURA Ministra de Cultura Carmen Calvo Poyato
MUSEO NACIONAL CENTRO DE ARTE REINA SOFÍA Directora Ana Martínez de Aguilar Subdirector General-Gerente Luis Jiménez-Clavería Iglesias Subdirectora de Conservación, Investigación y Difusión María García Yelo Conservadora-Jefe de Exposiciones Temporales Marta González Orbegozo
REAL PATRONATO DEL MUSEO NACIONAL CENTRO DE ARTE REINA SOFÍA Presidente Juan Manuel Urgoiti López-Ocaña Vicepresidente José Luis Yuste Grijalba Vocales Kosme María de Barañano Letamendía José Luis Borau Moradell Miguel Ángel Fernández Ordóñez María García Yelo Daniel Giralt-Miracle Antonio Hidalgo López Luis Jiménez-Clavería Iglesias Tomàs Llorens Serra Ana Martínez de Aguilar Julián Martínez García Luis Monreal Agustí Arturo Moreno Garcerán Mónica Ridruejo Ostrowska Claude Ruiz Picasso Javier Ungría López Rodrigo Uría Meruéndano José Joaquín de Ysasi-Ysasmendi Adaro Secretaria Charo Sanz Rueda
MNCARS. Calle Santa Isabel 52 28012 Madrid Tel.: (34) 91 774 1000
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Cárcel de amor itinerará a las siguientes instituciones: Hospital de San Juan de Dios. Espacio de Arte Contemporáneo de Almagro, Almagro. 12 mayo - 19 junio 2005 Centro de Arte Caja de Burgos, CAB, Burgos. 8 - 30 septiembre 2005 Artium, Centro-Museo Vasco de Arte Contemporáneo, Álava. 7 - 23 octubre 2005 Instituto Andaluz de la Mujer. Málaga, 22 - 30 octubre 2005 / Córdoba, 7 - 11 noviembre 2005 Centre d´Art La Panera, Lleida. 3 - 29 noviembre 2005 Filmoteca Canaria del Gobierno de Canarias, Tenerife. 28 noviembre - 4 diciembre 2005 Centro Párraga, Murcia. 6 - 21 diciembre 2005 Fundación Luis Seoane, Vigo. 20 febrero - 20 marzo 2006 CaixaForum, Barcelona. Primer trimestre 2006
Coordinación itinerancias: Departamento de Audiovisuales del MNCARS Coordinación en Canarias: Montse Arbelo y Joseba Franco
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DEPARTAMENTO DE AUDIOVISUALES DEL MNCARS Dirección y programación: Berta Sichel Coordinación: Cristina Cámara, Noemí Espinosa y Céline Brouwez Asistente de coordinación: Eva Navarro Administración: Eva Ordóñez
Comisarias Cárcel de amor: Berta Sichel y Virginia Villaplana Comisaria Violencia sin cuerpos: Remedios Zafra
CATÁLOGO Dirección: Berta Sichel Edición: Berta Sichel y Virginia Villaplana con la colaboración de Cristina Cámara, Emilia García-Romeu, Remedios Zafra y Eva Navarro Coordinación editorial: Emilia García-Romeu Traducciones: Paz Caruana, Antonio García, Emilia García-Romeu y Ernesto Ortega Blázquez Edición y revisión de textos: Cristina Cámara, Emilia García-Romeu y Amparo Lozano Diseño gráfico: Florencia Grassi Fotomecánica e impresión: Artes Gráficas Palermo S.L. Encuadernación: Ramos NIPO: 553-05-012-6 ISBN: 84-8026-258-3 Depósito Legal: M-17411-2005
Gestión cultural:
Colabora: Instituto de la Mujer
El MNCARS desea expresar su agradecimiento a los artistas, autores, galeristas, distribuidoras e instituciones que han hecho posible este proyecto, en especial a: Museum of Arts and Crafts, Zagreb, Croacia; Instituto de la Mujer de Extremadura; Institut Català de la Dona; Biblioteca Nacional; Fundación Triángulo; Grup Lesbianes Feministes; Galería Espacio Mínimo, Madrid; Galería Helga de Alvear, Madrid; Galería Oliva Arauna, Madrid; Marianne Boesky Gallery, Nueva York; Charim Galerie, Viena; Finnish Film Foundation; Agencia Literaria Carmen Balcells, Barcelona; RDC Agencia Literaria, Madrid; Editorial Espasa-Calpe; B. M. Baruch College (CUNY). Las comisarias agradecen su colaboración a todas aquellas y aquellos que, en diversos grados, han aportado su ayuda al proyecto: Perry Bard, Cristina Buendía, Mª José Cámara y Carmen Lascasas, Agustín Cerezales, Mª Jesús de Domingo, Norberto Dotor, Iñaki Gallego, Rafael García, Ana Mañeru, María Maroto, Samuel Martín, Pablo Martínez, Pedro Medina, Cristina Morano, José María Núñez, Lorena Pajares, Gloria Picazo, Mercedes Vostell y Laura Wilson.
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CONTENIDO 8
Presentación Ana Martínez de Aguilar, Directora del MNCARS
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Presentación Rosa María Peris Cervera, Directora del Instituto de la Mujer
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Berta Sichel, Cárcel de amor
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Cristina Vega, Situarnos en la historia. Movimiento feminista y políticas contra la violencia...
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bell hooks, Claridad: dar palabras al amor
47
Jana Leo, Perversiones domésticas: “domestofobia”
53
Renata Salecl, El silencio de la jouissance femenina
74
Judith L. Herman, Cautiverio
98
Luis Bonino, La violencia masculina en la pareja
102
Nawal el Saadawi, La fotografía
104
Angela Jane Weisl, “Desquitarse” de Eva: la violencia contra las mujeres en los Cuentos de Canterbury
129
Cristina Morano, Narración en una sala sin asientos
130
Carol L. Winkelmann, El tormento de las mujeres, el dolor de las mujeres
134
Carmen Laforet, Diario
141
Cristina Morano, Lavabos de señoras
152
Ana Merino, Dolor doméstico en los comics
158
Mary Eaton, Otro nombre para el abuso: feminismo, diferencia y violencia entre lesbianas
178
Jesús Carrillo, ¡Bang! Violencia y representación mediática de la homosexualidad...
194
Eulàlia Lledó, De diccionarios y violencias
206
Toril Moi, El sexismo en el lenguaje
210
Luce Irigaray, La nada que nos separa
214
Jenny Kitzinger, La cobertura informativa mediática de la violencia sexual contra mujeres y niños
236
Charo Nogueira, Noticias del machismo
240
Cristina Torra, Tango y milongas
247
Ana Navarrete, Performance feminista sobre la violencia de género. Este funeral es por muchas muertas
264
Juan Vicente Aliaga, Algunas notas sobre lo haram. El caso egipcio
267
Virginia Villaplana, Argumentos de no-ficción: género, representación y formas de violencia
288
Ana Tiscornia, La violencia silenciada o el posfeminismo en Latinoamérica
292
Debbie Nathan, Trabajo, sexo y peligro en Ciudad Juárez
306
Yvette Flores-Ortiz, Dar sentido
312
Remedios Zafra, La escritura invisible, el ojo ciego y otras formas (fragmentadas) del poder y la violencia...
320
Enrique J. Díez Gutiérrez, La violencia virtual
328
Remedios Zafra, Sinopsis de Violencia sin cuerpos
341
Programa de cine y vídeo MNCARS e índice de sinopsis
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Referencias bibliográficas
353
Bibliografía seleccionada
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Colaboradores
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Artistas
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Día tras día, los medios de comunicación nos estremecen con nuevos casos de mujeres asesinadas o brutalmente maltratadas por el hecho de ser mujeres. Aunque el crecimiento estadístico de estos hechos atroces es alarmante, no supone más que la punta del iceberg de la discriminación que en el orden estructural y simbólico de la sociedad sufren las mujeres. Un problema que desborda el ámbito privado y doméstico y que se materializa en forma de violencia tanto física como sexual, psicológica y económica, como lo contempla la reciente Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, de 28 de diciembre de 2004. El Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía quiere expresar su compromiso con esta realidad proponiendo un espacio de reflexión y debate sobre la violencia de género desde una perspectiva atenta al nuevo marco conceptual desarrollado por los estudios de género, la teoría feminista y la reflexión artística, tratando de desmontar la visión androcéntrica y heterosexista que envuelve nuestras relaciones sociales a través de un análisis transversal de la producción de las diferencias, ya sean de género, clase o raza, que sostienen cualquier forma de opresión. Cárcel de amor. Relatos culturales sobre la violencia de género se presenta como un proyecto multidisciplinar que plantea desde la crítica cultural y las prácticas artísticas un conjunto complejo de aspectos en torno a la violencia de género. Desplegado en cinco secciones relacionadas entre sí, abarca una programación de vídeo, performance, mesas de debate y conferencias, un proyecto web que posibilita una lectura interactiva y crítica desde una mirada ciberfeminista de los mecanismos de poder patriarcal en la red, y la edición de la presente publicación.
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Cárcel de amor es el título que hemos tomado prestado de una novela de Diego de San Pedro, escrita en el siglo XV: una de las novelas inaugurales de la ficción sentimental española que, con un desenlace trágico, tenía la finalidad moral de condenar la pasión amorosa por desestabilizadora de la nueva sociedad burguesa en la Castilla de la Baja Edad Media. Los relatos culturales que proponemos en este programa tratan de desestabilizar y deconstruir el orden patriarcal hegemónico, un orden que propicia la desigualdad, la opresión y la violencia. Desde el cuestionamiento de los sistemas de representación de género tradicionales, con este proyecto queremos contribuir al debate abierto en nuestra sociedad y, especialmente, conectar con las generaciones más jóvenes porque en ellas reside la posibilidad de desafiar las convenciones establecidas de la representación desde las que se construyen las políticas de desigualdad. La complejidad de este evento ha podido desarrollarse gracias a la colaboración de un magnífico equipo de personas que ha puesto todas sus energías en llevarlo a cabo. Agradezco a todas ellas su participación. En particular, a las comisarias del proyecto, Berta Sichel y Virginia Villaplana; a Remedios Zafra, que ha dirigido en Internet la sección Violencia sin cuerpos; a todos los artistas participantes y a los autores de los textos que componen esta publicación. Muy especialmente, quiero agradecer la colaboración del Instituto de la Mujer, que se ha embarcado con nosotros en este proyecto con el propósito de incidir en el debate y en la erradicación de una violencia sistemática que nos afecta a todos.
Ana Martínez de Aguilar Directora del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía
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En 1996, algunas pensadoras de la Librería de Mujeres de Milán escribieron en su obra El final del patriarcado1 que, tal vez, en el fondo de la misoginia está el no querer plegarse los hombres a la necesidad de la mediación, es decir, el sentirse los hombres omnipotentes y no acoger que necesitan abrirse al diálogo con el otro sexo. Aceptar esta necesidad de mediación requiere salir del encastillamiento, hacerse disponibles a la transformación de sí y buscar palabras que nombren con sentido la realidad que cambia y que desplacen el uso de la fuerza y la violencia. Las autoras añaden que quizá habría que decir algo también respecto a la falta de mediaciones que se dan en el llamado “sueño de amor” femenino. Un sueño que dificulta a las mujeres hacer cuentas con la realidad que están viviendo, en la que en ocasiones está presente el maltrato. El proyecto Cárcel de amor. Relatos culturales sobre la violencia de género se acerca con distintos lenguajes, unos tradicionales, como son la palabra hablada y escrita o la obra gráfica, y otros más nuevos, como el cine, el vídeo e Internet, a la violencia que están ejerciendo tantos hombres contra las mujeres en nuestra sociedad. Se trata de un intento decidido y valiente de mediar para entender lo que está ocurriendo y dar pasos que contribuyan a resolver este enigma; un enigma de las relaciones entre los sexos que el movimiento de mujeres ha hecho visible en nuestro tiempo, de modo que ya nadie puede volver la cabeza, porque nos sigue interrogando cada día mientras no sepamos resolverlo. En este proyecto hay una búsqueda de mediaciones que hoy nos hacen mucha falta. Cárcel de amor propone una mirada nueva para que quienes participamos en él podamos tomar prestadas las palabras de la poeta y ensayista Adrienne Rich: “Bajo mis párpados unos ojos nuevos se han abierto”. 2 El Instituto de la Mujer apoya este proyecto por su voluntad de búsqueda y quiere compartir su papel mediador, aprendido sobre todo de las mujeres en su continuo hacer civilizador. La búsqueda parte muchas veces de paradojas, ya que, siguiendo a María Zambrano, “la vida se nutre de paradojas” 3 y requiere indagar con nuevos lenguajes en los distintos ámbitos de la vida social y en las normas que la regulan. 10
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En este sentido, desde el Instituto de la Mujer se promueven proyectos que impulsan la igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres, reabriendo continuamente el propio concepto de igualdad de oportunidades, para que las mujeres no tengan que adaptarse a lo que les viene dado en los marcos ya establecidos y puedan definir lo que ellas consideran oportunidades deseables, eligiendo entre las que hay disponibles y también creando nuevas oportunidades y nombrándolas, si es que todavía no existen como tales en el mundo común. En esta búsqueda de soluciones a un problema que es preciso tratar con toda urgencia, consideramos importante trabajar sobre los aspectos simbólicos que están perpetuando la violencia, para cambiarlos, y, más aún, sobre los que son capaces de desvelarla y desplazarla, para difundirlos y conseguir que la violencia de tantos hombres contra las mujeres se convierta en impensable en nuestra sociedad; 4 también es necesario trabajar sobre los nuevos lenguajes, que podrían estar reforzándola o que pueden contribuir a que esa violencia pase a formar parte de un pasado que hemos sabido resolver en nuestro presente. Es una apuesta que exige audacia, decisión y compromiso, todos ellos elementos que están presentes en Cárcel de amor, por eso el Instituto de la Mujer celebra y apoya esta iniciativa e invita a quienes participan en ella a sumarse con su esfuerzo, de modo que logremos una sociedad donde ser mujer sea, de una vez para siempre, una riqueza y no un problema para las mujeres; un más y no un menos para la sociedad.
Rosa María Peris Cervera Directora del Instituto de la Mujer 1. Librería de Mujeres de Milán. El final del patriarcado. Ha ocurrido y no por casualidad. Barcelona: Prolèg, 1996. 2. Rich, Adrienne. Sobre mentiras, secretos y silencios. Barcelona: Icaria, 1983. 3. Trenas, Pilar. Entrevista a María Zambrano (1904-1991), emitida en el programa Muy personal (1988) de Televisión Española, y transcrita en DUODA. Revista de Estudios Feministas 25 (2003). 4. Rivera Garretas, María-Milagros. “Violencia impensable”. El País, 28 enero, 1998, (ed. Cataluña) y Mujeres en relación. Feminismo 1975-2000. Madrid: horas y Horas, 2000.
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Tapiz Laureolla Meets Her Mother, Tournai, Francia, c.1500. Cortesía del Museum of Arts and Crafts, Zagreb, Croacia.
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cárcel de amor No es accidental que el título de este proyecto interdisciplinario –que plantea la posibilidad de representar artística y culturalmente un complejo conjunto de aspectos alrededor del tema de la violencia doméstica/de género– sea Cárcel de amor. Tomado de una novela de amor epistolar con trágico final de Diego de San Pedro (Sevilla, 1492), sus ideas y punto de vista bien pueden, literal y figuradamente, simbolizar en el siglo XXI el temor al sistema patriarcal.
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Con cinco secciones interconectadas (programa de cine y vídeo, proyecto web, performance, conferencias y una publicación) y concebido como un espacio marcado por la diversidad de opiniones y perspectivas, Cárcel de amor corre el riesgo, al confrontar un tema tan amplio y brutal, de ser percibido como falto de rigor. Lejos de asumir que “todo vale”, este proyecto, gestado durante un periodo de casi dos años, se basa en el concepto de que los códigos artísticos y culturales son representaciones colectivas y de que su forma y contenido están conformados por y para el orden social. Como en otras novelas de amor, medievales o no, en Cárcel de amor el amor físico está conectado con la violencia. Con más de 30 ediciones en castellano y traducido a varias lenguas europeas, este best seller medieval pone el énfasis en “la ley paterna”, esto es, en el significado literal del patriarcado.1 Ignorando las plegarias de la familia y la corte, el rey encarcela a su hija Laureola y está “dispuesto a ejecutar en ella la sentencia más cruel por ser su acción motivo de deshonra” (De San Pedro 1995, XLII-LV). Dentro del contexto del feminismo contemporáneo, el sistema patriarcal no está restringido a la relación padre-hija: la primera ola del feminismo (Millet 1969) extendía su descripción a “la dominación masculina”, es decir, a cualquier instancia de control masculino sobre la mujer. Una tercera ola del feminismo buscó ampliar la definición de Millet aún más y criticó su “reduccionismo”, subrayando que el mismo tipo de marco podía aplicarse a cualquier relación de género: también a las relaciones homosexuales.2 Para Millet el concepto de amor romántico posee elementos de manipulación emocional, muy explotada por los hombres, porque “el amor es la única circunstancia en que se disculpa (ideológicamente) la actividad sexual de la mujer.3
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a casa: más allá de la teoría, y dado que la literatura y las artes visuales tienen rasgos comunes, como sucede en Cárcel de amor, la escritura ha ofrecido a lo largo de su historia descripciones realistas de la muerte de una relación. Así lo explica Maya Angelou:
Como todos los amantes de corazón amargado me digo: “no sé que falló”. Pero tengo la sospecha de que era la casa. El salón tenía la altura de dos pisos y en sus paredes colgué mis cuadros de 1x 2 metros, pero en esos confines tan vastos encogieron y parecían grandes posters. Puse mis alfombras pakistaníes e indias sobre la moqueta beige y se hundieron en la vastedad del salón, quedando reducidas a poco más que mantelitos sobre una enorme mesa. Todo estaba empotrado –el horno, el microondas, la parrilla, la basura–. Mi marido no tenía que hacer nada… Antes, cuando nuestro matrimonio conocía la fragilidad –supongo que como todos los matrimonios– regañaba a mi marido por no sacar la basura o no separar las latas del vidrio, o negarse a limpiar o a tirar la ceniza. Pero, claro, como la casa hacía todo sola, ya no podía culparle por fallos sin importancia, y estaba forzada a enfrentarme a nuestros verdaderos problemas (Angelou 1997).
Cuando comenzamos a seleccionar y dar forma a esta publicación, este texto de Angelou en que culpa a la “casa de sus sueños” de su angustia emocional y de la desigualdad de su matrimonio fue uno de los primeros que pensamos incluir. Al final fue descartado, pero su lectura me hizo recordar investigaciones recientes sobre la experiencia femenina de la modernidad –más comúnmente entendida como un concepto masculino vincu14
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lado a ideas de modernización, tecnología e industrialización–. En las sociedades avanzadas que experimentaron la Revolución Industrial a principios del siglo XX, ya antes de la Segunda Guerra Mundial las páginas de revistas y periódicos promovían masivamente estilos de vida modernos, y confiaban en que los avances de la ciencia y la tecnología harían a las mujeres mucho más sanas, felices y realizadas. La modernidad les ofrecía la posibilidad de desarrollar una vida fuera de la casa, lograr un yo más autónomo. Pero esta historia no es tan sencilla, pues como sostiene Rita Felski, “el vocabulario de la modernidad es un vocabulario anti-doméstico” (Felski 2000, 86) y las contradicciones y conflictos entre los objetivos profesionales y la domesticidad no se solucionan simplemente “abandonando la casa” (Johnson y Lloyd 2004, 15, 47-87). A mediados de los años cuarenta, los hombres que volvían de la guerra necesitaban empleo. Las mujeres, que habían luchado durante el conflicto trabajando para mantener la economía familiar, fueron enviadas de vuelta a casa. Esta vez se les compensó con una nueva identidad, una especie de identidad política: la de ama de casa. Esta identidad, investida de glamour por la prensa, el cine y la radio, se convirtió en la forma de identificarlas socialmente. Aparentemente liberadas del peso de las tareas del hogar, pues los modernos electrodomésticos, los espacios planificados, los jardines y otras comodidades incluían la promesa de eliminar los quehaceres domésticos, la imagen de la nueva ama de casa de posguerra era la de una “gerente” de la domesticidad, una ciudadana con una función social: desde saber comprar informadamente hasta organizar eventos sociales. Sin embargo, esta identidad, como vemos en La voz humana de María Ruido, se tradujo en una que dejaba que hablasen en su nombre e incapaz de afirmarse y actuar por sí misma. El vídeo de Ruido se remonta a las raíces del arte feminista de los años setenta, cuando ella todavía era una niña. Apropiándose de la dimensión performativa de este discurso, el trabajo afirma que las voces de las mujeres no siempre son suyas. La retórica de la posguerra reconstruyó para las mujeres una imagen de la casa como lugar en el que se las podía valorar; un lugar, no obstante, silencioso, sin palabras. Era un sitio que pertenecía a los valores tradicionales, uno en el que las mujeres podrían llevar vidas seguras, estables y controladas y esperar todos los días el regreso de sus maridos del trabajo. De la misma forma, para los hombres poseer una casa significaba reafirmar su independencia, las virtudes masculinas y la seguridad en sí mismos. Tener una casa propia garantizaba su masculinidad como individuo y como ciudadano. Dentro de este seguro y sólido lugar, las mujeres se veían atrapadas entre la tradición y la modernidad. Los espacios domésticos/privados habían sido diseñados como espacios para una aparente tranquilidad y subyugación, lugares íntimos en los que quedaban a merced de sus padres, de sus hermanos y, especialmente, de sus maridos –hombres con los que muchas veces se casaban para huir de la pesadilla de su infancia, sólo para llegar al mismo punto de partida, lo que indicaba los fallos de esta ruta unidireccional–. Escaparse de padres o hermanos abusivos y trasladarse a otro espacio privado no significa que cambie la situación. Es dentro de este espacio privado donde la ley patriarcal todavía persiste en su forma más primitiva. El espacio privado, la casa, y todo el resto de medidas sociales basadas en la falsa idea del amor romántico han sido más que una demostración recurrente del régimen represivo del patriarcado (Pilcher y Whelehan 2004, 44).
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árcel de amor: desde los años setenta, cuando la violencia de género apareció por primera vez en los textos feministas, hasta ahora, cuando se ha convertido en objeto de interés de juristas, políticos, trabajadores sociales y psiquiatras, se han realizado muchos estudios que analizan situaciones individuales o de grupos bien definidos, como el de los drogadictos o alcohólicos; sin embargo, todavía no se ha arrojado mucha luz sobre por qué los hombres –incluso aquellos de conducta social irreprochable– en sus hogares se transforman en asesinos. La psiquiatría, por ejemplo, sugiere que cometen abusos porque son incapaces de expresar sus sentimientos. Se les retrata como personas débiles, inseguras, inadaptadas o dependientes. Carecen de control sobre sus impulsos y poseen un yo subdesarrollado y/o infancias desgraciadas. Por otra parte, investigaciones sociológicas sobre la naturaleza de las relaciones abusivas descubren diversos factores combinatorios, revelando, para nuestra sorpresa, que son relativamente pocos los casos de maltrato doméstico que están causados únicamente por factores psicológicos o que ocurren simplemente como resultado de la estructura social (desempleo, parejas aisladas de familias o amigos…). Más bien sugiere que lo que produce el abuso doméstico en la mayoría de los casos es una combinación de estos factores.4 No obstante, ya que la violencia física no es la única forma de dominar a la pareja, activistas e investigadores insisten en la importancia de ampliar la definición de violencia doméstica e incorporar conductas (aparentemente) no-violentas, como el abuso emocional o el control económico. Concebida como un sistema de control, la violencia doméstica también está relacionada con otras formas de opresión de género, como la violación, el acoso sexual o la privación económica; en suma, un sistema más amplio de desigualdades que subordinan –en la vasta mayoría de los casos– a las mujeres.5 Durante los dos últimos años, España se ha visto forzada a enfrentarse a terribles fracasos con respecto a la opresión doméstica. En los tres primeros meses de 2005 han muerto 15 mujeres, mientras que entre 2002 y 2004, 169 de todas las edades y clases sociales perdieron la vida a manos de aquellos que creían amar, aunque sólo fueran fantasías entendidas como amor. Y sólo en 2003, 7530 mujeres solicitaron protección, según datos del Instituto de la Mujer. 6 No es de extrañar que estas cifras no hayan podido ignorarse y que se haya hecho crucial situar a las mujeres dentro de un contexto socioeconómico y cultural, y concebir un conjunto de iniciativas que abarquen medidas de prevención y protección, que finalmente han culminado en la aprobación de la Ley Integral contra la Violencia de Género. En esta publicación la investigadora Cristina Vega hace un repaso de la historia del movimiento feminista en España y analiza cómo el tema de la violencia doméstica se transformó en “tema público” después de décadas de silencio. Imprescindible para entender esta transformación en la sociedad, su texto es el resultado de innumerables entrevistas con abogadas, trabajadoras sociales y educadoras que cuestionan los parámetros de estos cambios y la urgencia de los mismos. Presentando múltiples perspectivas sobre la violencia que se da en la pareja –o en la familia– a través de cinco apartados interrelacionados, Cárcel de amor aborda el tema desde diversos ángulos y reflexiona sobre el inmenso poder de una serie de conductas dañinas, físicas y emocionales, dirigidas contra el Otro. Nacido del deseo de ampliar el Maura Sheehan Woman Under the Influence, 2000. Vestido y pegatinas. Cortesía de la artista.
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debate más allá del ámbito oficial, a través de diferentes producciones culturales, el proyecto se vincula a un espectro más extenso de datos sobre la opresión de género. Sus límites y la energía que lo anima expresan las relaciones cambiantes y multifacéticas entre el análisis cultural, la crítica política y la producción artística. Compuesto de un programa de cine y vídeo, un proyecto en la red, una acción de Angélica Liddell, conferencias y mesas redondas –que han sido posibles gracias a una generosa contribución del Instituto de la Mujer– y de esta publicación, Cárcel de amor reconoce asimismo los continuos retos que representan las nuevas tecnologías que, como toda cultura, continuamente evolucionan en nuevas formas, obligándonos de este modo a trasladarnos al lugar del conflicto incluso cuando no estemos implicados directamente. El proyecto se puso en marcha a partir de una selección de películas y vídeos realizada conjuntamente por Virginia Villaplana y por mí, teniendo en mente un marco de referencia concreto: como proyecto cultural y artístico sus cimientos son la realidad, pero más que reproducirla, como hacen las imágenes de las noticias, resultaba más importante reconstruir y revisar esta realidad de diversas formas. Más que asumir que lo real debe ser captado o reproducido, las narraciones que hemos elegido no describen los hechos tal y como los vemos en los telediarios, sino que más bien se centran en la relación entre texto e imagen que utiliza el cine para producir significado (Burnett 2004). Sobre la selección, la también directora de cine Villaplana comenta que aspira a contar un “relato con muchas secuencias que, aunque filmadas, han permanecido ausentes”. Ambas coincidíamos en que cuando se trabaja con arte mediático se hace evidente que la relación entre texto e imagen no es una cuestión meramente técnica sino “un punto de conflicto, un nexo donde los antagonismos políticos, institucionales y sociales se ponen de manifiesto en la materialidad de la representación” (Mitchell 1994). Los trabajos que aquí se incluyen comparten esta particular forma de imaginación, ya que no se basan en un simple despliegue de estilo personal o de manipulación de imágenes. Algunos presentan imágenes, pero no palabras; otros palabras, pero no imágenes, mientras que en otros las palabras no están relacionadas con las imágenes. Como una acción combinada, la imagen y el texto retratan eventos con “realismo” o con “la capacidad de las imágenes de mostrar la verdad de las cosas” (Mitchell 1994, 324). El realismo de Mitchell, intensa y profundamente presente en Cárcel de amor, traza el mapa de estas representaciones y discursos contemporáneos sobre la desigualdad y la opresión de género. Las obras evitan generalizar sobre la conducta humana (una estrategia típica de los medios de comunicación), y están construidas conceptualmente a partir de intrincadas metáforas y complejas estructuras estéticas, rompiendo las fronteras entre las imágenes públicas y privadas. Aunque esta publicación incluye sinopsis de todas las obras, me gustaría mencionar algunas que no son documentales –éstos los trata Villaplana en su ensayo– en las que este “realismo” es una condición sine qua non. El origen de la violencia, de Cecilia Barriga, es un vídeo de un minuto que, como la publicidad, une instantáneamente el mensaje con el receptor. El juego aparentemente inocente de un niño con su gato (y no un episodio heroico) es suficiente, pues muestra la pérdida sin retorno de la inocencia infantil a través de la violencia. Casi mudo –sólo oímos el sonido de las espinas que se van quebrando– Deshaciendo nudos, de Beth Moysés, se centra en los pensamientos que discurren por las mentes de mujeres pobres y golpeadas. Mientras rompen las espinas de unas rosas, se les pide que piensen sobre sus vidas. Este vídeo, de tan sólo ocho minutos, parece mucho más largo porque tam-
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No es posible componer una narración que arroje luz sobre todos y cada uno de los aspectos del tema: “¿cómo comienza la violencia?”, “¿por qué maridos y compañeros empiezan a pegar a sus mujeres o compañeras?” bién nos obliga a pensar sobre nuestra propia vida. A Room of Her Own, de Teresa Serrano, es un filme de siete minutos sobre los temores e inseguridades de una mujer joven mientras se imagina en una nueva versión de una película de cine negro –un género que en sus orígenes fue expresión de la inseguridad masculina ante los cambios sociales–. ¿Qué otras cosas constituyen crímenes de violencia doméstica? Sheila M. Sofian propone una respuesta en Survivors, un filme de animación con imágenes en tonos oscuros y con voces superpuestas de una entrevista entre mujeres maltratadas y un psicólogo que trabaja en la recuperación de maltratadores. El cuestionamiento existencial de Survivors, aunque de difícil lectura, propicia un estado mental de revelación en el espectador. Producido especialmente para Cárcel de amor, Eye of the Needle, de Terry Berkowitz y Blerti Murataj, utiliza la erosión del espacio público y privado –una voz en un juzgado enfrentándose a un espacio imaginario– para investigar una de las tesis de este ensayo: que la casa, lo doméstico, es un campo de batalla. Finalmente, Syntagma, de Valie Export, es un trabajo rico en imágenes que hacen alusión a una corporalidad escindida, pero que resiste cualquier intento de interpretación de esta dualidad del cuerpo a través del antagonismo habitual realidad/representación. Para la pionera Export no existe una realidad corporal que no esté bajo la influencia de la representación y viceversa. Todavía conocido como no-ficción –para subrayar sus diferencias con el cine de ficción– aún hoy no están claros la naturaleza y los límites específicos del documental, lo cual se manifiesta en un staccato de formas no totalmente definidas, como sucede con la arquitectura de la metrópolis contemporánea. Para hablar brevemente de unos cuantos documentales incluidos en el ciclo es importante mencionar el oscarizado Señorita extraviada, de Lourdes Portillo, que cuenta la historia de las más de 300 mujeres que desaparecieron de la Ciudad de Juárez en México y cuyos cuerpos fueron hallados más tarde violados y arrojados en zanjas y en el desierto. Warrior Marks, de Pratibha Parmar, otra directora también premiada, revela parte de los complejos factores políticos y culturales en torno a la mutilación genital femenina e incluye entrevistas con mujeres de Senegal, Burkina Faso y otros países africanos. Domestic Violence es una de las películas principales y, según apunta Kent Jones en la revista Film Comment, como cualquier buen filme de Wiseman, está “densamente plagado de imágenes inolvidables, pasajes, viñetas…”.
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Desde la idea inicial de programar un ciclo de cine y vídeo, Cárcel de amor ha ido creciendo para incorporar un proyecto en la red creado por Remedios Zafra y que cuenta con su propio título, Violencia sin cuerpos. Zafra ha seleccionado trabajos de una veintena de artistas nacionales e internacionales y creado una página web en la que imágenes, textos y enlaces con otras instituciones muestran diversas perspectivas y exponen el papel de conductas violentas en construcciones contemporáneas de la masculinidad. Esta publicación incluye el texto de Zafra y una descripción completa de los trabajos de este proyecto. Hoy tiene sentido pensar sobre los medios como una categoría teórica útil. No podemos ignorar que existe otra parte de la cultura que depende de la tecnología del ordenador para su difusión y no es difícil imaginar que en el futuro cualquier forma cultural se distribuirá por este medio. Finalmente, apuntar que este libro es un proyecto en sí mismo. Durante varios meses Virginia Villaplana y yo misma, con las sugerencias inspiradoras y acertadas de Emilia García-Romeu, Cristina Cámara, Remedios Zafra y Eva Navarro, hemos revisado libros y páginas web y hemos tenido conversaciones con gente de campos muy diferentes evitando crear simplemente un catálogo de la exposición y conformando un libro de relatos, pues ya no existe una única historia sobre la violencia doméstica. Como el programa de cine y vídeo y el proyecto web, esta publicación refleja en sus textos diversos puntos de vista. Casi todos ellos se traducen al español por primera vez o han sido escritos expresamente. A través de este recorrido desde la filosofía a la poesía, confiamos en que sus elementos textuales y visuales puedan aportar ideas más allá de los límites del discurso oficial. Con una estructura similar a la de una página web, esta publicación se organiza a través de enlaces que conectan textos interrelacionados, huyendo de todo discurso monolítico y uniforme. A lo largo de más de 350 páginas, referencias cruzadas fluyen desde el amor al trauma: a través de las palabras de bell hooks, quien propone una nueva definición del amor en la que no hay lugar para el abuso; o de Judith L. Herman, quien observa que un evento traumático desorganiza el sistema humano y destruye la convicción de que el individuo puede ser uno mismo en relación con otros (Herman l992, 53). La socióloga y filósofa eslovena Renata Salecl en “El silencio de la jouissance femenina” toma como punto de partida el encuentro entre Odiseo y las Sirenas y lo observa a través de una lupa lacaniana. Así examina el amor como la entidad mediadora del antagonismo esencial entre los sexos y sitúa la mirada y la voz como el medio del amor. “La fotografía”, de la africana Nawal el Saadawi, relata una repetición del trauma en la que participan todos los sentidos en un flahsback de fragmentos inconexos. La conexión entre mente y cuerpo, la incapacidad para expresar el sufrimiento –o aquello que no puede ser representado– y el modo en que el lenguaje se relaciona con los mecanismos del poder también forman parte de esta publicación. Como escribe Primo Levi sobre su experiencia en un campo de concentración: “nuestro lenguaje carece de palabras para expresar esta ofensa, la destrucción del hombre”. Toril Moi en “El sexismo en el lenguaje” se pregunta “si el lenguaje es sexista per se”. La lexicógrafa española Eulàlia Lledó analiza el diccionario de la lengua castellana y responde con un rotundo sí. La representación de la violencia en los medios de comunicación de masas es otro de los temas de este libro, y el artículo de Jenny Kitzinger, profesora de Media Studies en la Universidad de Cardiff, Reino Unido, “La cobertura informativa mediática de la violencia sexual” es una reflexión del modo en que los análisis feministas han contribuido a transformar discurso y representación, lenguaje e identidad, en contraste
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con las noticias de los medios. La periodista Charo Nogueira observa cómo la prensa escrita en España continúa mercantilizando y sexualizando a las mujeres. En su texto para esta publicación, “Performance feminista sobre la violencia de género. Este funeral es por muchas muertas” la historiadora del arte Ana Navarrete trata el tema de la representación de género y la violencia dentro del arte. Por su parte, el escritor y profesor Juan Vicente Aliaga habla de las relaciones de dominio entre las metrópolis y las excolonias, aunque supuestamente estemos viviendo en una época poscolonial, y hace un repaso de obras, realizadas por artistas occidentales o no, que hacen alusión a la violencia. Confiamos en que exista una visión coherente entre los textos y las obras de una treintena de artistas nacionales e internacionales. Hemos intentado al menos dar respuesta a algunos interrogantes sobre dónde se encuentran las mujeres actualmente en su relación con la sociedad, con la cultura y con ellas mismas. Sin embargo, nuestro objetivo no es presentar una especie de resumen incuestionable. De hecho, para las editoras (este volumen es resultado del compromiso y entusiasmo conjunto), un proyecto así puede ser motivo de desilusión e incluso de frustración, pues no es posible componer una narración que arroje luz sobre todos y cada uno de los aspectos del tema: “¿cómo comienza la violencia?”, “¿por qué maridos y compañeros empiezan a pegar a sus mujeres o compañeras?”.
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ás allá de mis palabras, la importancia de Cárcel de amor. Relatos culturales sobre la violencia de género queda confirmada por el interés que han mostrado nueve instituciones de todo el país, lo cual pone de manifiesto públicamente la implicación institucional en proyectos artísticos que tocan temas sociales y políticos. Después de su presentación en el MNCARS, la sección de cine y vídeo viajará al Hospital de San Juan de Dios. Espacio de Arte Contemporáneo de Almagro, Artium de Álava, CAB de Burgos, Instituto Andaluz de la Mujer (Córdoba y Málaga), Centre d’Art La Panera de Lleida, Filmoteca Canaria del Gobierno de Canarias (Tenerife), Centro Párraga de Murcia, Fundación Luis Seoane de Vigo y CaixaForum de Barcelona. Situadas en diferentes regiones, cada sede organizará sus propias conferencias y mesas redondas sobre el tema para reforzar el debate estimulado por las imágenes expuestas, que, como comenta Villaplana, son “contraimágenes frente a los rostros anónimos de la información mediática hecha de cifras frías y anónimas”. No es posible finalizar este texto, ya demasiado largo, sin expresar mi gratitud a las jóvenes profesionales que trabajan en el Departamento de Audiovisuales. A Cristina Cámara, que ha asumido muchas responsabilidades, desde el comisariado a la selección y edición de textos e imágenes, siempre impecable. A Noemí Espinosa, tan fiable y eficiente que, durante meses y sin perder jamás el humor, ha estado en contacto con artistas y distribuidoras de todo el mundo, y siempre se ha mostrado dispuesta a hacer lo que se le pidiera. A Eva Ordóñez, que aparte de sus tareas administrativas, desde facturas a reservas de hotel, se ha mostrado entusiasta ante el proyecto y diligente ante cualquier necesidad. A la vivaz Eva Navarro, becaria del Departamento a la que me gustaría contratar. Para realizar el proyecto también necesitamos ayuda externa. Emilia GarcíaRomeu, la coordinadora editorial, fue más allá de los límites de su trabajo para infundir
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inteligencia y reflexión a esta publicación. A Amparo Lozano agradezco la dedicación que ha puesto en la revisión de los textos y sus acertadas aportaciones para mejorarlos. También a Florencia Grassi, nuestra diseñadora favorita, para quien cada catálogo es un reto –que siempre aborda con mente y corazón abiertos–. A Ernesto Ortega Blázquez, Emilia García-Romeu y Antonio García quienes han traducido los textos con profesionalidad y buen hacer, sin saltarse un plazo. A Carmen Lascasas López y María José Cámara, por su apoyo. Este proyecto no habría sido posible sin el apoyo de los artistas, sus galerías o distribuidoras, los escritores y esta institución. En este contexto, la participación del Servicio Pedagógico y la proyección-taller Cárcel de amor. Violencia de género y vídeo que han elaborado para este ciclo es fundamental. A lo largo del libro hemos intentado argumentar que si la política consiste en ser justos debemos crear una cultura en la que todos comprendamos quién sufre y por qué. ¿Vivimos en tal cultura? Tres meses antes de la inauguración de Cárcel de amor en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, el Congreso aprobaba la Ley Integral contra la Violencia de Género. Todavía hay que ver cuáles serán sus efectos reales. Por ahora, como mujeres, podemos decir que nuestras vidas corren peligro. También está aún por ver si las mujeres que han sido víctimas de la violencia a manos de los hombres –o de sus maridos o parejas–, y tienen que recurrir al sistema de justicia penal para que se procese a sus maltratadotes tendrán algún éxito. Este proyecto está dedicado a todas ellas. Berta Sichel Directora del Departamento de Audiovisuales, MNCARS
1. El libro fue traducido al catalán, italiano –donde se publicaron nueve ediciones–, francés, alemán y una edición bilingüe español-francés publicada en 1555 y que llegó a las 15 impresiones, alcanzando así el estatus de best-seller. 2. Durante la selección de las películas y vídeos hemos intentado encontrar o al menos acercarnos al tema, e incluso hemos estado en contacto con festivales internacionales de vídeo gay y lésbico, pero no ha sido posible dar con ninguna pieza sobre la violencia entre parejas homosexuales. 3. http://www.brainyquote.com/quotes/authors/k/kate_millet.html 4. La interpretación tradicional y popular de la violencia doméstica atribuía (y todavía atribuye) el problema a un deficiente control de la ira o a una patología individual. No obstante, investigaciones sobre la naturaleza de las relaciones abusivas han revelado que, mientras que los factores arriba mencionados a veces tienen un papel en la violencia doméstica, el abuso muy a menudo no es tanto una expresión como un ejercicio de control. Ver Ashcraft 2000, 3. 5. En el ensayo The Subject of Power la palabra powerlessness [sin poder, falta de poder] tiene poder en sí mismo ya que para entender el poder debemos preguntarnos el cómo y no el qué. En este contexto, el poder no es algo que se tiene “sino una conexión entre el que lo disfruta y el que lo sufre”. Ver Foucalt 1982, 324. 6. www. MTAS.es/Mujer *. Referencias bibliográficas en p. 348.
Annèe Olofsson Unfamiliar, 2001. Cortesía Marianne Boesky Gallery, Nueva York.
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Situarnos en la historia. Movimiento feminista y políticas contra la violencia en el Estado español Cristina Vega We are not the ‘woman’s question’ asked by someone else, we are the women who ask the questions. (Adrienne Rich 1986)
Un cuadro y cuatro comentarios En 2000, Begoña Marugán y yo recuperamos nuestro cotidiano de pensamiento militante para lanzarnos mutuamente una pregunta: ¿qué había pasado en los últimos años en España con la acción frente a la violencia machista? ¿Cómo había llegado a convertirse en un tema público tan destacado tras décadas de silencio institucional al respecto? y, finalmente, ¿cuáles eran las claves de semejante transformación? Nuestro interés no se refería tanto al análisis de las prácticas violentas y sus consecuencias en la vida de las mujeres, como a la construcción y difusión del objeto discursivo “violencia contra las mujeres”, “violencia de género” o “violencia doméstica”, algo que el feminismo venía llamando desde hacía tiempo “violencia machista”, terminología que, como luego pudimos constatar, adquiere sentidos bien distintos. Con estas preguntas en mente debatimos con otras compañeras, entrevistamos a algunas personas cercanas a este ámbito –abogadas, educadoras, trabajadoras sociales, periodistas, etc.–, recogimos noticias y grabamos programas, leímos y releímos ensayos, informes y algunos de los materiales que el propio Movimiento Feminista (MF) había producido al respecto. En fin, que nos lanzamos a explorar cómo estaba el patio. De esta indagación salieron cuatro artículos comunes, además de intervenciones en diversos foros. El lugar desde el que nos pusimos manos a la obra ya indicaba algo de lo híbrido de los espacios de enunciación de la violencia: la militancia compartida durante los años ochenta y la primera mitad de los noventa, el encuentro con feministas de más larga andadura, la acción presente en lo que algunas llaman el “feminismo difuso” y la conexión precaria y problemática con el ámbito de la investigación “desde una perspectiva de género”. Tratamos pues de situarnos en la historia, la historia de un movimiento Mateo Maté Acto heroico I, 2004. Fotografía color, 245 x 192 cm. Cortesía Galería Oliva Arauna, Madrid.
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que había nombrado y actuado contra la violencia, contribuyendo a sacarla del ámbito de lo privado, y que hoy se veía disperso, desplazado o quizás más bien mutado en cuanto a su composición, sus contenidos y su presencia pública. Entonces, una vez más, ¿cómo recomponer estos años: tres décadas desde la emergencia del MF de segunda ola, antifranquista, rebelde, antiinstitucional…? ¿Cómo en relación con esta cuestión de la violencia? Uno de los primeros experimentos de esta deficitaria recomposición fue la elaboración de un cuadro que recogiera el contexto institucional, los cambios legislativos, los hitos del MF y sus claves políticas entre los años 1975 y 2000, especialmente en lo que tenía que ver con la violencia. Evidentemente un cuadro sumamente incompleto porque la memoria ha de ser necesariamente colectiva y plural. No obstante, su primera versión nos resultó esclarecedora como primera aproximación a una historia que el boom mediático de mediados de los años noventa dejaba en la penumbra. Sirvan las siguientes notas a modo de comentario de este cuadro. Pero antes, tres claves para su lectura que vamos a formular del siguiente modo: 1) los medios de comunicación y las agencias institucionales acaparan de forma progresiva los términos y espacios de definición de este problema social, provocando un efecto de deslumbramiento y ocultación de su génesis y anteriores marcos de sentido y aislándolo del contexto político general; 2) esto tiene importantes consecuencias en el modo en el que se entiende y gestiona; y 3) la violencia contra las mujeres y, en un sentido más amplio la “cuestión de las mujeres”, se convierte, una vez más, aunque ahora en otra clave, en una pieza central para generar legitimidad política, y tal y como desarrollamos en una tesis ulterior, pacificar las tensiones y cambios que se están produciendo en el contexto de la “reproducción flexible”.
Primer comentario: feminismo, autonomía y violencia institucional La primera formulación del problema de la violencia se inscribe, en el contexto general de las luchas antifranquistas, en los términos de una violencia institucional que se ejerce sobre el conjunto de la población y de manera específica sobre las mujeres. Éstas, como producto de la ideología del nacionalcatolicismo y del legado del código napoleónico, ven restringidos sus derechos políticos y civiles y sofocada su ansia de autonomía con respecto a los estrechos márgenes de la casa, la familia y la maternidad. El patriarcado se contempla a través de las lentes de aumento del franquismo; hasta 1961, existía una excedencia forzosa del empleo por matrimonio y aunque esto cambió a lo largo del “desarrollismo”, los comportamientos y mentalidades siguieron nutriendo la posición subalterna de las mujeres (García-Nieto 1993). Por otro lado, las condiciones de vida de estas nuevas proletarias/amas de casa/sirvientas y sus familias es penosa y esto se convierte, a lo largo de los años sesenta, en un importante motor de arranque de un proceso de “toma de conciencia” social y vecinal con un marcado protagonismo femenino. La consecución de las libertades democráticas y la marginación de las mujeres de la vida social –marginación que de algún modo el desarrollo capitalista ya estaba poniendo en cuestión– serán los ejes en torno a los que gravitarán las Primeras Jornadas Nacionales por la Liberación de la Mujer en 1975, unas jornadas que no son el principio, pero sí un hito en la visibilización de la lucha feminista. Éstos y otro hecho de vital
El deporte en la casa. Medina, revista de la Sección Femenina 89 (1942): 10. Cortesía Biblioteca Nacional, Madrid.
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importancia: “la necesidad de un Movimiento Feminista, revolucionario y autónomo, que defienda las reivindicaciones específicas de la mujer a fin de evitar su discriminación en cualquier aspecto: legal, laboral, familiar o sexual…” (Abril y Miranda 1978). Evidentemente, el sentido de “revolucionario” o “autónomo” en el recién constituido “frente femenino” habría de estar sujeto en adelante a fuertes polémicas y escisiones, sin embargo, fue un elemento de fuerza en la constitución del movimiento.1 Participación, familia, educación, trabajo (también el doméstico), barrios y mujer rural serán los grandes ejes que darán paso en los siguientes años a las demandas y movilizaciones en torno al divorcio, los anticonceptivos y el aborto. En 1976, se celebra en Madrid la primera manifestación de mujeres bajo el lema: “Mujer, lucha por tu liberación”. Los debates y orientaciones son múltiples, aunque se deja ver en ellas la impronta unificadora de la lucha por la democracia.2 En el terreno de la legislación, las batallas –adulterio, patria potestad, amancebamiento, leyes laborales “proteccionistas”, reconocimiento de hijos “ilegítimos”, igualdad formal, etc.– son de una magnitud asombrosa y, por desgracia, hoy olvidada o desconocida. En cualquier caso, en 1979 se puede hablar de un movimiento plural con un programa unitario y territorialmente coordinado.3
Segundo comentario: la violencia y las “políticas del cuerpo” Algo fue colándose en el movimiento de finales de los años setenta, algo que superaba el marco de la “incorporación”, de la democratización e incluso de la opresión para la reproducción. Se trataba de una concepción de la liberación, no sólo como emancipación (en su sentido más civil, político y económico) o igualdad, sino como expresión, desafío a la moralidad y las buenas formas/normas, atrevimiento, desvergüenza…, y todo esto, claro, tenía que ver con las contracorrientes de la liberación sexual y, en general, del derecho al propio cuerpo. Enlazaba con temáticas anteriormente tratadas –aborto y anticoncepción, es decir, cuestiones relativas a la reproducción desde la centralidad heterosexual– pero inauguraba otras nuevas: reconocimiento y autoconocimiento de la sexualidad femenina, libertad de opción sexual, sexualidad como antítesis del matrimonio, sexualidad y salud, mitos y tabúes (virginidad, penetración, frigidez, edades sexuales, orgasmo, etc.), autoconocimiento y sensibilización corporal, y más tarde, toda la temática de relaciones sexo/género/sexualidad.4 La sexualidad se desliga de la reproducción y alza el vuelo. Las Jornadas Catalanas de la Dona, celebradas en 1976 con la asistencia de 4000 mujeres, ya incluían este eje como un aspecto que más adelante merecería encuentros específicos que se prolongaron a lo largo de los años ochenta, añadiendo complejidad a los primeros discursos.5 Ante mí tengo la fotografía de la primera manifestación ilegal del Día del Orgullo en Barcelona en 1977, para quien le quepa alguna duda de las “peligrosidades” que se concitaron por aquel entonces… o las incendiarias palabras de Empar Pineda: “Es hora de desenterrar el hacha de guerra y de decir que sí, que tenemos sexo, que somos seres sexuales y que nuestra relación con nosotras mismas y con nuestros cuerpos, con las mujeres y los hombres y los cuerpos de estas personas, con la naturaleza y el entorno en el que vivimos ha de abrirse camino y desarrollarse” (Pineda 1980). “Lo personal es político” y “nuestros cuerpos, nuestras vidas” son las consignas centrales de una corriente más amplia que atravesará de lleno el movimiento a comienzos 28
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de la década de los años ochenta, proporcionando una lectura política (también antirrepresiva) de los fenómenos contraculturales del momento. Que las mujeres –como señalara Simone de Beauvoire– fueran más cuerpo podía convertirse en una potencialidad para una acción política inédita; el cuerpo como lugar del poder, pero también de la liberación. Frente a la penuria y las violencias se abría un horizonte de gozo, placer y desorden cotidiano que más tarde, y según las interpretaciones más lacerantes, se transformaría en “mono” y desgarro ante el desencanto que siguió a la transición (Vilarós 1998). La exigencia de una sexualidad autodeterminada pone en el centro de la escena la violencia que se ejerce contra la libertad sexual; en principio, la violación (también la violación privada y la de prostitutas) 6 y, más adelante, otros tipos de violencias que irán adquiriendo perfiles y reivindicaciones más definidas a medida que avanza la discusión. Tres fenómenos empiezan a perfilarse en este contexto: 1) un mayor conocimiento sobre la violencia, sustentado en la acción de las redes locales de carácter más reivindicativo, aunque en contacto con el día a día del entorno de los grupos de mujeres, producto también de los debates internos; 2) la emergencia de una tímida acción institucional en este terreno (en torno a las denuncias); y 3) la iniciativa feminista en el plano legal (propuestas legislativas, asesoría, etc.) y en algunos casos en la asistencia (sumándose al trabajo ya Octavilla de la Comisión Anti-Agresiones de Madrid, realizado en planificación y en los grupos de autoaños ochenta. ayuda). Esta última orientación fue cobrando relevancia, aunque todas ellas se conjugaron en las movilizaciones de 1988 y 1989. La culminación de este proceso que transcurre en paralelo –debates sobre sexualidad y lucha contra la violencia (sexual)– con intersecciones reseñables llega hasta las movilizaciones por la reforma del Código Penal en 1989 7 y transcurre por la proliferación de las comisiones antiagresiones, por múltiples convocatorias, debates, panfletos y, por desgracia, sentencias judiciales machistas, como la que excusaba la violación de una joven por llevar minifalda y otra que se refería a la “vida licenciosa” de la víctima. Ambas dieron lugar a no pocas consignas y canciones. En cualquier caso, el gran lema del momento –“la calle y la noche también son nuestras, ninguna agresión sin respuesta”– ponía de manifiesto el deseo de gozar (públicamente) de autonomía (y libertad sexual) y la potencia para actuar de forma colectiva contra lo que la coartara a través de la movilización. Las derivas teóricas del vínculo entre sexualidad (masculina/femenina) y violencia en el movimiento son de sobra conocidas y cobraron su máxima expresión en las Xornadas Feministas contra la Violencia Machista celebradas en 1988 en Santiago de Compostela. Allí se comenzaron a perfilar dos posiciones en torno a la relación entre género/sexo/sexualidad y violencia que, más tarde, serían cruciales en temas como la pornografía y la prostitución, y que más adelante aún se extenderían a otras prácticas no normativas, entre otras, la siempre bajo sospecha transexualidad. Un debate, o quizás habría que decir una incompatibilidad, que atravesó y atraviesa al conjunto del feminismo y una posición, la antiporno/abolicionista, que hoy adquiere paradójicas resonancias en las posturas más conservadoras. 29
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Manifestación Anti-Otan, Madrid, 1987.
Protesta ante el Congreso de los Diputados por el rechazo en septiembre de la propuesta de la Ley Integral contra el Maltrato, Madrid, 6 de diciembre, 2002.
Tercer comentario: batallas legales, techo reivindicativo y violencia El Año Internacional de la Mujer, 1975, promovido por la ONU y animado en España por la Sección Femenina, fue un buen pretexto para articular y visibilizar los enfoques feministas y poner de manifiesto la represión contra las asociaciones y la farsa que implicaba la utilización del evento por parte del régimen franquista. En realidad, las Primeras Jornadas, en las que tomaron parte unas 500 mujeres, fueron la respuesta más contundente. El movimiento, en virtud del consenso en torno a su autonomía organizativa (a pesar de la “doble militancia” de muchas), se define en un primer momento como un agente que participa en la acción política durante la transición, con un programa y una postura propias ante acontecimientos como la Ley de Reforma Política, las elecciones o el referéndum sobre la Constitución (Suárez 2003). Las celebraciones del 8 de Marzo se hicieron eco de una escalada en su propia agenda de reformas: amnistía para los delitos específicos de la mujer, presas a la calle y cambios en el discriminatorio Código Penal (1977); contra la discriminación en el trabajo (1978); trabajo, divorcio y aborto (1979 y 1980); divorcio (1981); aborto (1982 y 1983); y, desde mediados de los años ochenta, la violencia machista. Las sucesivas victorias legales del movimiento, si exceptuamos el caso del aborto –legalizado en 1983 tan sólo parcialmente–, no fueron el producto de una política institucional, sino de la acción de base del movimiento y su poder “contaminador” y de infiltración 8 en un contexto social –político, laboral, educativo, cultural– cambiante. Y así continuó siendo inmediatamente tras la victoria del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y la creación del Instituto de la Mujer (IM) en 1983, aunque éste supuso indudablemente el principio de una nueva relación entre las feministas y el Estado. Muchas militantes, que habían cuestionado la transición y la representación parlamentaria, centraron su trabajo en el fortalecimiento del MF en un nuevo panorama, en adelante mucho menos aglutinador y consensuado. Los debates sobre sexualidad se prolongaron, aunque en círculos cada vez más reducidos, hasta bien entrados los años noventa. Estas reflexiones estuvieron impulsadas en gran medida por colectivos de lesbianas en el seno del movimiento Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales (LGTB) o en grupos queer. 30
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Manifestación del Día de la Mujer, Madrid, 2004.
Protesta del Colectivo Eskalera Karakola ante el Gobierno de Madrid exigiendo el reconocimiento de proyectos autogestionados por mujeres, 8 de marzo, 2004.
Las iniciativas del PSOE, a través del Instituto, tuvieron un efecto que aún hoy está pendiente de un análisis más exhaustivo, pero que sin lugar a dudas encontraron en la violencia y en las interpelaciones del movimiento (denuncias, asistencia, etc.) un campo de acción privilegiado. En un primer momento, los caminos del IM y del MF transcurrieron de forma independiente, a diferencia de lo que sucedió en otros países europeos (Navarrete, Vila y Ruido 2004). Sin embargo, a partir de finales de los años ochenta, confluyeron varios hechos significativos: 1) el avance de las medidas institucionales, a menudo sustentadas en el impulso de los foros europeos e internacionales (Nairobi 1985, Beijing 1995); 2) la progresiva centralidad de las reformas legales en el horizonte reivindicativo del movimiento y la percepción de un “techo de cristal” en la campaña contra las agresiones (sexuales) por parte de los grupos de la Coordinadora Estatal de Organizaciones Feministas. Todo ello en un contexto de retroceso y fragmentación generalizada de los movimientos sociales ante las políticas neoliberales; 9 3) la emergencia de los medios como enunciadores, sobre todo a partir de varios asesinatos que éstos se encargarán de “espectacularizar”; y, finalmente y en sintonía con el giro político general, 4) la orientación “penalista” del PSOE, que con el cambio de legislatura continuará el Partido Popular (PP), y que para el feminismo adquirirá su momento más paradójico en la Reforma del Código Penal de 1995.10 Frente al silencio de la primera mitad de los años noventa, la segunda afianza todas estas tendencias e instituye, en el territorio fragmentado y debilitado de las fuerzas feministas, un nuevo protagonismo que pasa de las desarticuladas comisiones antiagresiones a una serie de alianzas y foros,11 algunos cercanos en su composición al PSOE, entonces en la oposición, que acabarán confluyendo a principios de 2000 en la Red Feminista contra la Violencia y en la iniciativa de promover una Ley Integral contra la Violencia de Género. Los intentos del PP por arrebatar el tradicional protagonismo institucional al PSOE en lo concerniente a la “cuestión de las mujeres” y construir así una nueva legitimidad en este terreno siguieron una dinámica oscilante que estuvo puntuada por distintas iniciativas: sucesivas campañas, protocolos y actuaciones (salud, medios, educación, etc.), servicios de atención, recursos de acogida e iniciativas legislativas, entre las que cabe 31
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destacar la Ley Orgánica 11/2003 12 y la Orden de Protección de las Víctimas, que regula el alejamiento y otras medidas civiles. Finalmente, la aprobación de la ley en diciembre de 2004 por parte del PSOE, cuya victoria no hizo sino expresar el hartazgo popular ante la política de Aznar, especialmente tras los acontecimientos de marzo, ha cerrado, no sin polémica,13 este último ciclo en la lucha contra la violencia machista.
Cuarto comentario: violencia de género, violencia doméstica, ¿crisis o domesticación del machismo? Quizás el aspecto más inquietante desde mediados de los años noventa sea el cambio en los discursos sobre la violencia, tanto en los de las organizaciones feministas más visibles como en los de los nuevos enunciadores. Entre ambos existen diferencias notables, pero también algunos puntos comunes en cuanto a la política de la representación y sus estrategias dirigidas a generar alarma. Los hemos resumido del siguiente modo: 1) individualización, se configura un “perfil”, o como se dice habitualmente en el lenguaje de la asistencia social, un “colectivo vulnerable”, el de la mujer maltratada; 2) victimización y dependencia, centralidad de un discurso que no sólo acentúa, sino que totaliza la experiencia del dolor, opresión y desesperación, resaltando de forma entreverada los aspectos de clase y etnicidad; 3) la reducción y descontextualización del campo de la violencia, hiperfocalizado sobre la espectacularización de la agresión física, pero por encima de todo de la muerte; 4) la simplificación de las causas, recorridos y fugas de las mujeres maltratadas, que en la actualidad aparecen condensadas en torno al momento de la denuncia y a la reclusión en la casa de acogida; y 5) la difuminación de las relaciones de poder entre mujeres y hombres y su reemplazo por otros marcos de comprensión como el “intrafamiliar”, que remiten en último término a la existencia de unidades disfuncionales que habrán de ser sometidas a un minucioso examen y, en ocasiones, a la propia intervención de la “televisión hiperrealista”. Estos son los rasgos que identificamos en los discursos sobre violencia desde mediados de los años noventa hasta hace prácticamente un par de años, aunque el cambio se ha dejado notar más en las campañas que en los medios.14 Otros de los rasgos que también señalábamos entonces, y en los que han participado algunas asociaciones, se han perpetuado: sobre todo ciertas dosis de alarmismo y victimismo, la centralidad del ámbito punitivo como pedagogía social, incluso como medida preventiva y, en otro orden de cosas, la contribución a la precarización femenina que han generado los nuevos servicios externalizados contra la violencia. Con respecto al giro penal y su supuesto carácter ejemplificador, lo cierto es que los hechos han venido, una vez más, a contradecir su supuesta efectividad, tanto es así que algunos ya hablan abiertamente, a pesar de los cambios sociales y legislativos, de un incremento de la violencia doméstica. El uso reiterado de la denominación “violencia doméstica” por parte de algunos pretendía difuminar el carácter sexuado de la opresión. La familia y las relaciones afectivas entre mujeres y hombres basadas en el poder, tema central para el feminismo de los años setenta, ha salido ilesa de este boom. Las jerarquías sexuales que perviven recombinadas en su seno no han encontrado su lugar en los discursos igualitaristas y en la aparien32
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cia de que, a pesar de todo, tan sólo nos queda un paso para estar a la par con los hombres. A pesar de las espeluznantes cifras (en Europa sin ir más lejos) y de la crisis que por uno u otro lado amenaza a la familia tradicional, el conflicto se ha amortiguado… ¿O es justamente eso lo que nos pone sobre la pista de la violencia? Violencia que a menudo se produce en los casos de ruptura. Nadie quiere hacer hoy un discurso contra la familia o sobre los afectos y el poder en las parejas heterosexuales. En parte, porque no sabemos muy bien qué papel están desempeñando en la actualidad. No se trata de equiparar familia a violencia, tal y como se hiciera en el pasado con la sexualidad. Urge, no obstante, reflexionar sobre las líneas de continuidad de la opresión en las unidades de convivencia heterosexuales, los límites de la igualdad en la era de la “reproducción flexible” (Precarias a la Deriva 2004) y su relación con el recurso a la violencia. También con el fin de comprender las violencias olvidadas: la que se produce en el espacio público, la sexual y la violencia como fenómeno que atraviesa la subjetividad femenina. Sobre todo cuando nos enfrentamos a los datos de violencia entre los jóvenes. ¿Qué tipo de uniones/relaciones afectivas se forman hoy en día? ¿Por qué, a pesar del eco social de la igualdad y de la “capilaridad e individualización del feminismo” (Vega 2003), se rearticulan las formas de dominación y se perpetúa la violencia? Una primera aproximación dirá que la violencia actual es una reacción (desesperada) a las posibilidades de fuga de las mujeres, sin embargo, habrá que seguir indagando por esta vía, generando nuevas pasiones con las que inundar la historia.
1. Esto fue así para las diferentes corrientes: para las liberales, en declive, cuya palanca era la “incorporación”; para las marxistas, muy imbricadas en la política de partidos de la transición y en la crítica feminista al capitalismo; y para las radicales (materialistas o no), que bebían de algunas fuentes del movimiento estadounidense y alimentaban el concepto de patriarcado en una nítida distinción programática y organizativa con respecto a las organizaciones de clase. 2. En las II Jornadas Estatales de la Mujer, celebradas en Granada en 1979, emergió el célebre debate igualdad/diferencia, más tarde reproducido en un monográfico del Viejo Topo. Hasta la primera mitad de los años ochenta, muchas de las discusiones giraron en torno a la relación entre opresión de la mujer y capitalismo, también en su vinculación a un tema, el antimilitarismo, que cobró fuerza en España durante el referéndum de la OTAN, un momento crucial que selló definitivamente el protagonismo de las fuerzas de izquierda en 1986. 3. Al movimiento asociativo de mujeres de los años sesenta siguió la constitución del Movimiento Democrático de la Mujer (MDM), más tarde MDM/Movimiento de Liberación de la Mujer (MLM), impulsado por las mujeres del Partido Comunista (PC) y con un importante trabajo de barrio (en Barcelona desaparece en 1969). Éste languideció con el giro político del PC hacia posiciones contrarias a la autonomía organizativa de las mujeres. Otro sector importante provenía del catolicismo progresista y se aglutinó en el Seminario de Estudios Sociológicos de la Mujer (SESM) y otras asociaciones en el ámbito universitario y jurídico (Suárez 2003). 4. Algo que adquirió una deriva distinta en el conocido fenómeno del “destape”. 5. Así lo narra Mireia Bofill: “A continuación, una mujer valenciana presentó una comunicación en la que habló de la vivencia de la sexualidad y del derecho al placer con palabras cargadas de emoción que conectaron con lo más íntimo de cada una. Yo estaba sentada a los pies de la mesa de las ponentes mirando hacia el público –la sala estaba llena a rebosar– y de pronto me encontré mirando a los ojos de aquella mujer de la vocalía con la que siempre discutía: los tenía llenos de lágrimas; algo pasó de ella a mí, una mirada intensa que me hablaba de anhelos hasta entonces muy escondidos, de ganas de vivir, de deseos. Entonces sentí que más allá de alianzas circunstanciales había un vínculo profundo
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que nos unía, ese deseo, ese afán de ser felices, y que ahí estaba nuestra fuerza, que eso era lo que podía dar sentido a nuestro empeño. Fue para mí un momento de insight, de una visión interior que me abrió las puertas a un nuevo significado de lo que nos mueve como mujeres. Nunca lo he olvidado” (Bofill 2001). 6. Aquí, la inestabilidad misma del concepto de violencia lleva a no pocos grupos a generalizar la noción de violencia; el machismo, en todas sus manifestaciones, es violencia. Por otro lado, los primeros discursos todavía manejan una idea de violencia restringida o encarnada en la violencia sexual ejercida por extraños, visión que se irá matizando con el tiempo (Marugán y Vega 2001). 7. La reforma finalizó con la sustitución del título “delitos contra la honestidad” por “delitos contra la libertad sexual”. Se introduce por primera vez el término “agresión sexual” y se regula la violación, también la anal y la bucal, que anteriormente no figuraban como tales. 8. En este sentido, la propuesta del partido feminista de Lidia Falcón no acabó de convencer a una militancia muy imbricada en la política de izquierdas (MC, LCR, etc.). Este hecho creó en aquel momento y más adelante no poca esquizofrenia político-personal, así como problemas de sobredeterminación de las organizaciones feministas –autonomía del MF o feminismo de los partidos ¿hasta qué punto?–, todo lo cual jugó un papel importante en la desgregación progresiva del movimiento. 9. Hay que destacar que a la primera fase de autonomía del movimiento respecto a las instituciones, le siguió otra marcada por la cooptación, la dependencia que generaron las subvenciones en las organizaciones de mujeres, la incorporación de muchas feministas al tejido asistencial con distintos grados de independencia, etc. Hay quienes discuten el declive del movimiento y prefieren hablar de su transformación, acudiendo al empuje de los debates teóricos en los estudios de género y a los cambios legislativos recientemente impulsados por algunas asociaciones de mujeres (De Miguel 2004). Sin caer en el tremendismo o la invisibilización de la acción feminista, pero sin hacer de la necesidad virtud (sobre todo en el contexto del feminismo o feminismos en Europa), creo pertinente cuestionar la capacidad movilizadora, propositiva, pública y unitaria (que no uniforme) del mismo. Cualquiera que acuda a la preparación de los 8 de Marzo es consciente de la ausencia de debate, de la realidad de dispersión y atomización que viven los grupos, por no hablar de los impedimentos o condicionamientos institucionales con los que se topan (Vega 2003). 10. A partir de esta reforma se distingue entre agresión sexual y abuso sexual “sin violencia” y no se hace distinción entre violación y agresión sexual. También se contempla la penetración con objetos como agresión sexual equiparable a otras y se tipifica, por primera vez, el acoso sexual. Gracias a las presiones del movimiento no se equipara la pena de violación con la de asesinato. 11. Entre los grupos que se coordinan en estos foros cabe destacar a Mujeres Juristas Themis (1987) y a la Federación de Mujeres Separadas y Divorciadas, creada en 1973, y con una larga trayectoria específica en la lucha contra la violencia. Las sucesivas convocatorias del 25 de Noviembre o los días 25 de cada mes agruparán a mujeres, muchas de ellas víctimas de violencia, y servirán para construir un estado de opinión y exigir medidas –penales y asistenciales– a los jueces y las instituciones. 12. Lo que el Código Penal define como falta de lesiones pasa a considerarse siempre como delito si tiene lugar en el ámbito doméstico. Esto permite a los jueces imponer penas mucho más elevadas a un culpable de malos tratos. 13. La polémica no se refiere tanto al aumento de las penas como al trato diferencial, de “acción positiva”, de hombres y mujeres en caso de amenazas y coacciones, que para los primeros pasan a ser delito. Se suscita además otro problema, éste de orden práctico, que se refiere al carácter de los nuevos juzgados. 14. En este sentido, cabe resaltar el efecto que han tenido algunas visiones alternativas desde la producción cultural, entre ellas, la película Te doy mis ojos de Icíar Bollaín. *. Referencias bibliográficas en p. 349.
Campaña Corta con los malos rollos, 2004. Cortesía Institut Català de la Dona.
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DISCURSOS FEMINISTAS SOBRE LA VIOLENCIA año
Contexto político institucional
Movimiento feminista
Política feminista
1975
Franquismo
1as Jornadas por la liberación (clandestinas)
“Explotación sexual” dominación patriarcal, proviene de la apropiación de los hombres del cuerpo de las mujeres: reproducción
Año Internacional de la Mujer 1978
Democracia. Igualdad formal, despenalización del adulterio
1ª Celebración 8 de Marzo
Convención ONU para la eliminación de toda forma de Discriminación
Jornadas Feministas en Granada
Legalización anticonceptivos 1979
Violencia institucional
Derogación artículo Ley de Peligrosidad Social 1981
UCD Separación y divorcio
Jornadas sobre el derecho al aborto
Cambio Código Civil 1983
PSOE Instituto de la Mujer Políticas neoliberales
1984
1985
1986
Acabar con el patriarcado pasaba por exigir el derecho al propio cuerpo Despenalización del aborto en tres supuestos Se critica la falta de atención a las maltratadas
Lidia Falcón entrega en Nueva York el informe sobre violencia
Equiparación del maltrato entre cónyuges
Enfoque legal
Despenalización de tres supuestos aborto
Jornadas de 10 años de feminismo. Análisis legal y reivindicativo
Referéndum OTAN
Aborto libre “Anticonceptivos para no abortar. Aborto libre y gratuito para no morir” “Derecho al propio cuerpo”
Jornadas sobre sexualidad
Los datos de las denuncias ratifican la Convención ONU 79
Conferencia Mundial de Mujeres (Nairobi)
Teorías sexo/género
Reprobación violencia: violaciones y la imposición heterosexual Violencia intersubjetiva Principio de opresión: ubicación mujer en lo “privado”: “lo personal es político”
Iniciativas gays y lesbianas/ Acción anti-sida
Violencia intergrupal
Campañas antimilitaristas. Violencia en Guerras
“Ni guerra que nos mate, ni paz que nos oprima”
Grupos Antiagresiones 1988
Fuerte conflictividad Social
Jornadas Feministas contra la violencia machista. Santiago de Compostela
Autonomía y autodefensa “Ninguna agresión sin respuesta” “Ante la violencia responde. Reforma Código Penal ¡Ya!”
1989
Reforma del Código Penal
Movilizaciones por la reforma Código (Sentencias)
Debates sexualidad (lesbianismo)
1993
Crisis institucional
Jornadas feministas. Madrid
Polarización sexualidad/violencia (pornografía, prostitución, etc.) (silencio sobre agresiones)
ONU. Los derechos de la Mujer como Derechos Humanos
Parejas de hecho
1995
Asesinato de las Niñas de Alcacer (penalizadoras) Reality Shows Reforma del Código Penal Conferencia Mundial de Mujeres (Beijing)
Debate sobre reforma Acoso y violación
1996
PP
Campaña de F. M. Separadas contra 3 diputados
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año
Contexto político institucional
Movimiento feminista
Política feminista
1997
Asesinato Ana Orantes
Centralidad progresiva de los malos tratos en la esfera privada
Parlamento Europeo: “Tolerancia cero” 1998
Boom mediático
Convocatoria de los días 25
Campaña “Tolerancia cero”
Tregua de ETA
Derechos Humanos de las mujeres
Terrorismo doméstico
25 de Noviembre
Demanda aumento penas
Acción Camas a la calle (Karakola)
Alarma por el número de víctimas (contabilización)
Manifiesto grupos de hombres
Denuncia de la desprotección y de la falta de coordinación de los recursos
Planes integrales 1999
Ley 11/99, Reforma Código (alejamiento, maltrato psíquico) «violencia doméstica», «intrafamiliar»
Campaña lazo blanco Ley de Conciliación
2000
Críticas moderadas a Ley de Conciliación
Ley de Prevención de Malos Tratos y de Protección a las Mujeres Maltratadas de Bono
Jornadas Feministas Córdoba
Indulto a Tani
Polémica sobre la rehabilitación maltratador
No hablar de los agresores, ayudas a maltratadas; medidas preventivas y cautelares y tímido debate sobre las penas
Movimiento antiglobalización
2001
Proliferación de informes, estudios, observatorios, campañas, protocolos de actuación y coordinación. Caso Nevenka
Propuesta de una Ley Integral Campaña Red Feminista contra la Violencia
Denuncia del papel de los medios (recomendaciones) Centralidad de la propuesta de Ley
Antimilitarismo feminista
Tematización agresiones en el Tercer Mundo y desprotección simultánea de inmigrantes irregularizadas 2002
2003
El PP rechaza la admisión a trámite de la Ley Integral contra el Mal Trato
Ley Orgánica (aumento penas) Orden de protección
Tímida aparición de otras cuestiones como trabajo y carga global Debates dispersos sobre feminismoglobalización, guerra, migración, identidad sexual Reivindicaciones trabajadores sexuales
Matrimonio gays, lesbianas
Movilizaciones contra la guerra de Irak 2004
11-M PSOE Aprobación unánime Ley Integral (juzgados especiales, agravamiento penas, medidas educativas, laborales, ayudas económicas, etc.) Reforma divorcio Polémica constitucionalidad y Juzgados especiales
Fuente: Cristina Vega Solís y Begoña Marugán Pintos
Crítica moderada: Estadoresponsable civil subsidiario (pensiones) Polémica reforma judicial
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Eija-Liisa Ahtila Consolation Service 1999, 35mm, color, v.o.s. 24’. Cortesía de Crystal Eye Ltd. y del Finnish Film Foundation, Helsinki. El contenido conceptual de la obra de Eija-Liisa Ahtila está motivado por la filosofía del arte, la crítica de las instituciones artísticas y el feminismo. Sus investigaciones se centran en la construcción de la imagen, la lengua, la narrativa y el espacio. A partir de 1990, profundiza aún más en temas que atañen a la identidad individual y al límite entre uno mismo y el cuerpo en relación con los demás. En Consolation Service (premiado en la Bienal de Venecia de 1999), Ahtila desarma la formación de la ilusión narrativa y cinematográfica: igual que en un documental sin más tanto el narrador como la cámara están a la vista (cinema vérité). De esta manera, la ilusión de la ficción se rompe, se hace visible. La historia está dividida en tres partes: el encuentro de la familia con la terapeuta, la fiesta de cumpleaños en el salón de la pareja y el fin de su relación. Es el final del invierno, el inicio de la primavera. Consolation Service habla sobre el fin, la muerte y el tiempo
desde la perspectiva de una mujer joven. La obra, que relata el proceso de divorcio de una pareja, comienza con algunos comentarios del narrador que constituyen el sub-texto de la narración y va entrelazándose con el despliegue de la narrativa. Según Ahtila, lo que le interesa de las películas y fotografías va más allá del argumento, aunque el uso de la cámara nos recuerde al grupo Dogma 95 encabezado por Lars von Triers. Ella llama a sus películas “dramas humanos”. Muchas de sus obras tratan de las relaciones humanas, la sexualidad, la dificultad de la comunicación, la identidad del individuo, su formación y su desintegración. Las historias que cuenta con sus películas y sus fotografías están basadas en la investigación, en eventos reales y ficticios, en la experiencia y los recuerdos de la propia artista, de sus conocidos o desconocidos.
Claridad: Claridad: bell hooks Los hombres que han pasado por mi vida generalmente han sido cautos a la hora de usar la palabra “amor” a la ligera. Son cautos porque creen que las mujeres nos tomamos el amor demasiado en serio. Y saben que lo que pensamos que el amor significa no siempre coincide con lo que ellos piensan. La confusión de qué es realmente lo que queremos decir cuando utilizamos la palabra “amor” es el origen de nuestra dificultad para amar. Si nuestra sociedad tuviera un entendimiento común sobre el significado del amor, el acto de amar no sería tan confuso. Los diccionarios tienden a poner el énfasis en el amor romántico, definiendo el amor prioritariamente como “un afecto profundamente tierno y apasionado por otra persona, especialmente si se basa en una atracción sexual”. Por supuesto, otras definiciones informan al lector de que uno puede experimentar esos sentimientos en un contexto no necesariamente sexual. Sin embargo, en realidad, un “cariño profundo” no describe de forma adecuada el significado del amor. La vasta mayoría de los libros sobre el tema del amor se esfuerzan en evitar definiciones claras. En la introducción a Una historia natural del amor (Ackerman 2000) la autora afirma que “el amor es el gran intangible”. Unas líneas más abajo sugiere: “todo el mundo admite que el amor es maravilloso y necesario, pero nadie se pone de acuer38
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dar palabras al amor
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do sobre qué es”. Evasivamente añade: “utilizamos la palabra amor de una manera tan torpe que puede significar todo y absolutamente nada”. En su libro no aparece ninguna definición que pueda ayudar a alguien a aprender el arte de amar. Y sin embargo, no es la única autora que escribe sobre el amor en modos que nublan nuestro entendimiento. Cuando el significado mismo de la palabra está revestido de misterio, a la mayoría les resulta difícil definir lo que quieren decir cuando utilizan la palabra amor. Imaginemos lo fácil que sería aprender cómo amar si existiera una definición común. La palabra amor se define habitualmente como nombre y, sin embargo, los más sagaces pensadores sobre el tema convienen en que todos amaríamos mejor si se usara como verbo. Tras pasar muchos años buscando una definición significativa del término “amor”, sentí un gran alivio cuando la encontré en un libro clásico de autoayuda (Peck 1996). Haciéndose eco del trabajo de Erich Fromm, Peck define amor como “la voluntad de extender nuestro yo con el propósito de alimentar el crecimiento espiritual propio y el de otra persona”. Desarrollando la explicación, continúa: “El amor es lo que el amor hace. El amor es un acto de la voluntad –es decir, a la vez una intención y una acción–. La voluntad también implica elegir. No estamos obligados a amar. Elegimos 39
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amar”. Como la elección debe hacerse para alimentar el crecimiento, esta definición se opone al extendido supuesto de que amamos instintivamente. Quien ha sido testigo del proceso de crecimiento de un niño desde su nacimiento en adelante ve con claridad que antes de que aprendan a hablar, antes de que reconozcan la identidad de sus cuidadores, los niños responden al cuidado y al cariño. Normalmente responden con sonidos o miradas de placer. A medida que van creciendo van respondiendo a ese cuidado y afecto dando cariño, gorjeando ante la presencia de la persona que les cuida y les gusta. El afecto es sólo uno de los ingredientes del amor. Para amar de verdad debemos aprender a mezclar diversos ingredientes: cuidado, afecto, reconocimiento, respeto, compromiso y confianza, así como una comunicación abierta y honesta. Aprender definiciones defectuosas del amor cuando todavía somos muy jóvenes hace difícil amar cuando nos convertimos en adultos. Comenzamos apuntando hacia la dirección correcta pero nos desviamos hacia el camino equivocado. La mayoría aprendemos muy tempranamente a pensar en el amor como sentimiento. Cuando nos sentimos pro-
Cuando entendemos el amor como la voluntad de nutrir nuestro desarrollo espiritual y el de otra persona, se hace evidente que no podemos afirmar que amamos si somos hirientes o abusivos. Amor y abuso no pueden coexistir. fundamente atraídos hacia alguien, lo catectizamos, esto es, lo investimos de emociones o sentimientos. Ese proceso de concentración por el que la persona amada se convierte en alguien importante para nosotros se llama catexis. Peck subraya correctamente que la mayoría de nosotros “confundimos el acto de catectizar con el de amar”. Todos sabemos cuán a menudo las personas que se sienten conectadas por un proceso de catexis insisten en que aman a la otra persona, incluso cuando las hieren o descuidan. Al experimentar un sentimiento de catexis, insisten en que lo que sienten es amor. Cuando entendemos el amor como la voluntad de nutrir nuestro desarrollo espiritual y el de otra persona, se hace evidente que no podemos afirmar que amamos si somos hirientes o abusivos. Amor y abuso no pueden coexistir. El abuso y el descuido son, por definición, los opuestos de la nutrición y el cuidado. A menudo oímos de hombres que pegan a sus hijos y a su mujer y luego se van al bar de la esquina y proclaman apasionadamente cuánto los aman. Si hablas con sus esposas en un día bueno, puede que incluso ellas insistan en que sus maridos las aman a pesar de la violencia. Una abrumadora mayoría de nosotros provenimos de familias disfuncionales en las que se nos enseñó que no éramos del todo satisfactorias/os, en las cuales se nos humillaba, se abusaba de nosotros verbal o físicamente, se nos descuidaba emocionalmente y al tiempo se nos enseñaba a creer que éramos amados. Para la mayoría de la gente, es demasiado aterrador asumir una definición del amor que ya no le permita ver amor en su familia. Muchos de nosotros necesitamos aferrarnos a una noción del amor que haga el abuso aceptable o, al menos, que haga que lo que nos ha pasado no parezca tan malo. páginas siguientes: Eulàlia Valldosera Diagnóstico ilegible, 2005. Cortesía de la artista.
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Criada en una familia en la que convivían el desprecio más agresivo y la humillación verbal con el afecto y el cuidado, encontraba dificultad para asumir el término “disfuncional”. Como me sentía (y aún me siento) muy unida a mis padres y a mis hermanos y también orgullosa de la dimensión positiva de nuestra vida familiar, no quería describirnos utilizando un término que implicara que nuestra vida juntos había sido completamente negativa o mala. No deseaba que mis padres pensaran que les desdeñaba; yo los tenía en gran aprecio por las cosas buenas que habían dado a la familia. Gracias a la ayuda terapéutica, pude ver en el término “disfuncional” una descripción útil y no un juicio absoluto y negativo. A lo largo de mi infancia mi familia me proveyó de un contexto disfuncional; todavía hoy lo sigue siendo. Esto no significa que no sea también un contexto en el que están presentes el cariño, el placer y el cuidado. En cualquier día de mi vida familiar podía recibir una atención y afecto que afirmaban y alentaban el que fuera una niña espabilada. Luego, horas más tarde, se me decía que precisamente por creerme tan lista era muy probable que me volviera loca y acabara encerrada en un manicomio donde nadie me vendría a ver. No es sorprendente que esta extraña mezcla de cariño y falta de consideración no contribuyera positivamente a mi crecimiento espiritual. Si aplico la definición de amor de Peck a mis experiencias de niñez no podría honestamente describirlas como “amorosas”. Bajo la presión de la terapia para que describiera mi familia nuclear en términos de lo que era –y no era– amor en ella, llegué a admitir dolorosamente que en mi casa no me había sentido amada, aunque sí cuidada y protegida. Fuera de mi casa me sentía genuinamente amada por determinados miembros de la familia, como mi abuelo. Esta experiencia de amor genuino (una combinación de cuidado, compromiso, confianza, sabiduría, responsabilidad y respeto) sirvió de alimento para mi espíritu, que estaba dañado, y me ayudó a sobrevivir los actos de desamor. Doy gracias por haber crecido en una familia protectora y estoy sinceramente convencida de que si mis padres hubieran sido realmente amados por sus padres hubieran dado ese amor a sus hijos. Dieron lo que se les dio –atención–. Recuerda: la atención, el cuidado, es una dimensión del amor, pero recibir atención no significa ser amado. Como muchos adultos que en su infancia han sufrido abusos verbales o físicos, pasé muchos años intentando pasar por alto las malas experiencias y aferrarme exclusivamente a los buenos y deliciosos recuerdos en los que había sentido el afecto de mi familia. En mi caso, cuanto más éxito tenía menos quería hablar sobre la verdad que encerraba mi niñez. Por lo general, a los que critican los libros de autoayuda y los programas de recuperación les encanta pensar que la mayoría de la gente está deseando admitir que sus familias eran o continúan siendo disfuncionales y carentes de amor, pero he descubierto que, como yo, la mayoría de la gente, criados o no en hogares excesivamente violentos y abusivos, evitan asumir las críticas negativas de sus experiencias. Normalmente necesitamos alguna intervención terapéutica –bien a través de textos que nos eduquen e iluminen, bien a través de una terapia– antes de que podamos siquiera comenzar a examinar críticamente nuestras experiencias de infancia y a reconocer el modo en que han influido en nuestras vidas adultas. Casi todos encontramos difícil aceptar una definición de amor que diga que no podemos haber sido amados en un contexto abusivo. La mayoría de los niños que han sufrido abusos psicológicos o físicos han aprendido de sus tutores que el amor y el abuso pueden coexistir. Y en casos extremos que el abuso es una expresión de amor. Este concepto
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erróneo del amor a menudo conforma nuestra percepción adulta del mismo. Igual que nos aferramos a la idea de que aquellos que nos hacían daño en realidad nos amaban, intentamos racionalizar el hecho de ser heridos por otros adultos insistiendo en que nos aman. En mi caso, muchas de las prácticas abusivas y humillantes a las que me vi sometida en mi niñez continuaron en mis relaciones sentimentales adultas. Al principio no quería aceptar una definición del amor que pudiera llevarme a confrontar la posibilidad de que nunca había conocido el amor en mis relaciones primarias. Años de terapia y de reflexión crítica me capacitaron para aceptar que reconocer la falta de amor en nuestras relaciones primarias no constituye ningún estigma. Y si el objetivo es recuperarnos, sentirse bien dentro de uno mismo, enfrentarse honestamente y de forma realista al desamor es parte del proceso de curación. Una sostenida falta de amor no significa ausencia de cuidado, cariño o placer. De hecho, mis relaciones sentimentales más largas, igual que mis vínculos familiares, han estado tan llenas de atención que sería bastante fácil ignorar su continuada disfunción emocional. Con el fin de cambiar ese desamor que se había dado en mis relaciones familiares, primero tuve que aprender de nuevo el significado del amor y a partir de ahí aprender a amar. Asumir una clara definición fue el primer paso de ese proceso. Como muchos otros que han leído Un camino sin huellas una y otra vez, estoy agradecida de que me ofreciera una definición del amor que me ayudara a enfrentarme a los lugares de mi vida donde faltaba. Tenía veintitantos años cuando por primera vez aprendí a entender el amor “como la voluntad de extender nuestro yo con el propósito de alimentar el crecimiento espiritual propio y el de otra persona”. Todavía tuvieron que pasar años para que rechazara patrones de comportamiento aprendidos que anulaban mi capacidad para dar y recibir amor. Un patrón que hizo que la práctica del amor fuera especialmente difícil fue elegir continuamente hombres que estaban heridos emocionalmente, que no estaban muy interesados en amar aunque deseaban ser amados. Yo quería conocer el amor, pero tenía miedo de rendirme ante otra persona y confiar en ella. Tenía miedo a la intimidad. Eligiendo hombres que no estaban interesados en amar, podía practicar el hecho de dar amor, pero siempre en un contexto carente de plenitud. Naturalmente, mi necesidad de recibir amor no era satisfecha. Obtenía aquello a lo que estaba acostumbrada: cariño y atención, normalmente mezclados con dosis de desapego, descuido y, en ocasiones, de clara crueldad. En algunos momentos yo también era desagradable. Me costó mucho tiempo reconocer que, a pesar de que deseaba experimentar amor, tenía miedo a la intimidad. Muchos de nosotros elegimos relaciones de atención y cariño que nunca llegarán a ser de amor porque así nos sentimos seguros. Las exigencias no son tan intensas como las del amor. Los riesgos tampoco son tan grandes. Muchos anhelamos amor pero carecemos del coraje para asumir los riesgos. A pesar de que estamos obsesionados con la idea del amor, en realidad la mayoría vive vidas que no están mal, relativamente satisfactorias, incluso aunque sientan que están faltas de amor. En estas relaciones, lo que compartimos es sincero cariño y cuidado. A muchos nos parece suficiente porque es bastante más de lo que recibimos de nuestros padres. Sin duda, muchos de nosotros nos sentimos más cómodos con la idea de que el amor puede tener un significado distinto para cada persona, precisamente porque cuando lo definimos con precisión y claridad nos sitúa cara a cara con nuestras carencias –con una terrible alienación–.
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El hecho de que las mujeres compren más libros de autoayuda y gasten dinero para que determinados libros encabecen las listas de venta no indica que éstos ayuden efectivamente a cambiar nuestras vidas. Si hubiera encontrado antes una clara definición del amor me hubiera costado menos convertirme en una persona capaz de amar. Si hubiera compartido con otros una idea común de lo que significa amar, habría sido más sencillo crear amor. Es particularmente perturbador que tantos libros recientes continúen insistiendo en que las definiciones del amor son innecesarias y carentes de sentido. O peor, algunos autores sugieren que hombres y mujeres deberían tener nociones distintas del amor –que los sexos deberían respetar y adaptarse a nuestra incapacidad para comunicarnos, ya que no compartimos el mismo lenguaje–. Este tipo de literatura tiene gran aceptación porque no exige un cambio en la forma de pensar convencional sobre los papeles de los sexos, la cultura o el amor. Más que compartir estrategias que puedan ayudarnos a hacernos más capaces de amar, nos alientan, de hecho, a adaptarnos a circunstancias donde falta amor. Las mujeres, en mayor grado que los hombres, se lanzan a comprar este tipo de libros. Es así porque colectivamente estamos preocupadas por el desamor. Como muchas mujeres creen que nunca conocerán un amor pleno, están dispuestas a conformarse con estrategias que alivien el dolor y acrecienten la paz, el placer y la alegría en sus relaciones existentes, en especial las sentimentales. No existe ningún vehículo en nuestra cultura que permita a los lectores de este tipo de literatura comunicarse –responder– con sus autores. Y en realidad no sabemos si son verdaderamente útiles o si promueven un cambio constructivo. El hecho de que las mujeres compren más libros de autoayuda y gasten dinero para que determinados libros encabecen las listas de venta no es indicación de que estos libros ayuden efectivamente a cambiar nuestras vidas. Yo he comprado muchísimos libros de autoayuda. Muy pocos han sido significativos. Y esto es así para muchos lectores. La ausencia de un debate continuado y de unos principios públicos sobre las prácticas del amor en nuestra cultura y en nuestras vidas revierte en que todavía hoy encontremos en los libros la fuente prioritaria de consejos y guía. Gran número de lectores adoptan la definición del amor de Peck y la aplican a sus vidas en modos que son útiles y transformadores. Podemos hacer correr la voz recordando la definición en conversaciones diarias no sólo con adultos sino también con adolescentes o con niños. Cuando ofrecemos definiciones prácticas y útiles ante esas vagas suposiciones que dicen que el amor no puede ser definido, estamos creando un contexto en el que éste puede empezar a florecer. Hay gente que tiene problemas con la definición que propone Peck porque utiliza la palabra “espiritual”. Se refiere a esa dimensión de nuestra realidad más profunda en la que mente, cuerpo y espíritu son uno. Un individuo no necesita ser creyente de una religión para adoptar la idea de que hay un principio vital en el ser –una fuerza vital (también llamada alma) que, cuando se nutre, potencia nuestra capacidad para realizarnos más plenamente y para ser capaces de entrar en comunión con el mundo que nos rodea–.
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Jean Marie Teno Le mariage d’Alex 2002, 35mm/Beta, color, v.o.s. 45’. Cortesía del artista y Les Films du Raphia, París. “Me situé como mero observador aprehendiendo la realidad del acontecimiento, los discursos oficiales y los ritos tradicionales, así como el dolor no expresado, que fue evidente a lo largo de la tarde. La película muestra una ceremonia que festeja el amor de forma ostentosa pero durante la cual, ‘deber’ y ‘sumisión’ eran las palabras más apropiadas”. Jean Marie Teno Invitado por un amigo a ser testigo de la preparación, la celebración y los rituales tradicionales de una boda polígama, Teno hace una crónica de una jornada especial en el transcurso de la cual la vida de tres personas se ve afectada. Alex va a buscar a la que pronto será su segunda esposa. Tal como indica la tradición, le acompaña Elisa, su amor de juventud y primera mujer. Josephine, su futura segunda esposa, abandona la casa paterna para iniciar una nueva vida. Durante los preparativos, la ceremonia, la celebración y la noche de bodas, se pone de manifiesto la triste realidad del matrimonio polígamo.
Con el fin de respetar la elección de unos y otros y de evitar cualquier atisbo de acusación en la mirada, Teno se convierte en testigo de la ceremonia y trata de ser en su filmación lo más justo posible con la realidad y con sus significaciones, tanto explícitas como ocultas. Una ceremonia diseñada para celebrar el amor y marcar el inicio de una vida que se espera feliz, pero durante la cual no se puede dejar de hablar de tolerancia, sumisión y respeto.
Comenzar pensando en el amor como acción y no como sentimiento es una forma para que quien utilice el término automáticamente asuma su responsabilidad. Por lo general, se nos enseña que no tenemos control sobre nuestros “sentimientos”. Y sin embargo, normalmente aceptamos que elegimos nuestras acciones, que la voluntad y la intención informan lo que hacemos. Pensar en las acciones como conformadores del sentimiento es un modo de liberarnos de ideas convencionalmente aceptadas, como la de que los padres aman a sus hijos, o que uno simplemente “se enamora” sin ejercitar su voluntad o su capacidad de elección, que existe el llamado “crimen pasional” (por ejemplo, que la mató porque la amaba demasiado). Si estamos constantemente recordando que el amor es lo que el amor hace, no utilizaremos la palabra en formas que devalúan y degradan su significado. Cuando amamos expresamos abierta y honestamente cuidado, afecto, responsabilidad, respeto, compromiso y confianza. Las definiciones son vitales en cuanto que puntos de partida para la imaginación. Lo que no podemos imaginar no lo podemos llegar a ser. Una buena definición marca nuestro punto de partida y nos permite saber cuál es el punto de llegada. A medida que nos acercamos a nuestro deseado destino vamos trazando el itinerario, creando un mapa. Necesitamos un mapa que guíe nuestro camino hacia el amor –comenzando por saber qué queremos decir cuando hablamos de amor–. En bell hooks. All About Love. The Women’s Press, 2000, 3-14. *. Referencias bibliográficas en p. 345. 46
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Perversiones domésticas: “domestofobia” Jana Leo
El lugar de una persona está definido por dónde vive, por su casa, y por lo que conoce, y uno y otro están intrínsecamente relacionados. La construcción de espacio para el cuerpo es la forma más básica de protegerlo pero también de controlarlo, ya que delimitar el espacio implica controlar fácilmente lo que sucede en él. Llamo “doméstico” al espacio de la casa y de lo conocido. En el ámbito doméstico se da prioridad a la protección y a la comodidad sobre la libertad. Así no sólo elude lo inesperado sino que también lo sacrifica. Regular y cercar el espacio supone el intento de controlar lo inesperado para crear la ilusión de que la muerte no puede atravesarlo. Al cercar el espacio no sólo se impide que lo exterior penetre en el interior sino también que lo interior salga. Es decir, el lugar de protección se convierte en el de la contención y el encierro. El encierro es un castigo y el lugar contenido uno controlado por reglas: el contexto perfecto para ejercer el dominio. Es aquí donde el problema del género entra en mi discurso, pues entiendo que el espacio doméstico es el dominio de lo masculino. Con esto me refiero a cómo la casa, a pesar de ser considerada el lugar propio de las mujeres, 47
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no pertenece a las mujeres, y por ello exploro lo que llamo “domestofobia” (la fobia al espacio doméstico), que viene acompañada de la violencia doméstica y la domesticación femenina. Esta fobia, “domestofobia” en un discurso más amplio, se refiere a la continua paradoja en la que el ser humano vive cuando refuerza el encierro dentro de lo conocido, lo doméstico, mientras también está en contra de ello. Doméstico es lo conocido confortable pero a la vez lo aburrido. No hay riesgo pero tampoco excitación alguna. La paradoja de crear y estar en lo doméstico genera una serie de situaciones mixtas y espacios indefinidos que intentan resolverla. La agorafobia es la fobia a los espacios abiertos y/o espacios llenos. El término “ágora” viene del griego y significa “plaza pública”. La agorafobia se aplica indistintamente para designar tanto la fobia a la ciudad como la fobia a la casa. Esta última aplicación no se deriva del significado original de “ágora”, pues la fobia a los espacios públicos parece contraria a la fobia a la casa; quizás la causa de este doble uso se halle en nuestra resistencia a reconocer que la casa es también un espacio que provoca ansiedad. Así, lo que sería fobia al espacio doméstico o “domestofobia” no existe como término. La única realidad de su existencia es su ausencia. Si bien el espacio doméstico como espacio problemático o traumático se puede aplicar a la casa en general, independientemente de dónde esté, esta condición se hace más evidente en casos en los que la casa está fuera de la ciudad, en zonas residenciales, lo que se llama en inglés el suburb: una zona residencial alejada de la ciudad, cuya mayor desventaja para las mujeres es el aislamiento a que las somete. Más que en la ciudad, en las urbanizaciones, quedan confinadas al entorno de la casa. El acceso a la ciudad es limitado; el transporte público pobre o inexistente, y, a veces, sólo hay un coche o ellas no saben conducir. El resultado es el confinamiento al espacio de la casa y sus alrededores. Habituadas a un entorno muy restringido, progresivamente decrece su capacidad de interactuar y de reaccionar ante estímulos y situaciones no conocidas y el exterior se visiona como una amenaza, como un espacio salvaje y peligroso. Es un ciclo de dependencia del entorno en el que es tan difícil rebelarse contra él como no sufrir dentro de él. ¿Permanecer en el espacio doméstico, tener miedo al exterior, o estar encerrada en el espacio doméstico? ¿Cómo puede 48
ser la agorafobia el síndrome del ama de casa cuando su vida es estar encerrada y no estar expuesta a espacios abiertos? ¿No será la fobia al espacio doméstico, que al no poder nombrarse para no dejar de ser “una mujer de su casa”, se nombra como su contrario? Las mujeres están localizadas en la casa y separadas del mundo de la ciudad no sólo física sino sociológicamente. Los hombres van a la ciudad cada día y cada día vuelven a la seguridad y a la confortable atmósfera de la casa. Con el tiempo, las mujeres pierden su capacidad y hasta sus deseos de querer salir. Una valla es un impedimento físico pero es sobre todo una señal, es lo que distingue al animal domesticado del no domesticado. El animal domesticado no está prisionero, ha aceptado el encierro. La domesticación es una acto represivo, y por tanto impositivo, pero también voluntario, ya que la elección (cuando ésta es posible) no es tanto la muerte inmediata para escapar del encierro permanente, sino la amenaza de la muerte súbita contra la aceptación del estado moribundo. La aceptación del encierro supone rechazar la posibilidad del espacio infinito, al tiempo que se obtiene cierto poder sobre un espacio restringido: pero no es un poder que controlamos sino que nos controla. Lo doméstico no es el espacio que nos pertenece sino al que pertenecemos; no es el espacio de nuestro dominio sino el que nos domina, pero sobre el que tenemos cierto control. Sabemos como opera: está regulado, tiene tiempos, repeticiones y ritmos. La rutina relaja. La diferencia entre un animal salvaje (a un lado de la valla) y otro domesticado (al otro lado) es la promesa de vida y la manera de morir: ser cazado o devorado, o ser sacrificado; y, como consecuencia de este modo de morir, un modo de vivir. Cuando el animal enjaulado no abandona la jaula se sabe que ha sido domesticado. A partir de aquí las vallas han dejado de tener importancia, ya no son necesarias, el proceso de domesticación se ha resuelto satisfactoriamente. La renuncia es una forma de sacrifico en la que uno sabe lo que puede ganar pero no sabe exactamente lo que está perdiendo. La renuncia es una negación voluntaria que implica la falta de totalidad, la imposibilidad de tenerlo todo. La renuncia tiene el sentido de minimizar la pérdida (hay pérdida en cualquier caso, es sólo cuestión de grados). Toda elección implica renuncia: se quiere lo que se tiene y lo que se pierde. No elegir seguramente significaría un aumento de la pérdida porque las condiciones
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externas no son flexibles y nos obligan a tomar decisiones. La eficiencia, la conveniencia o la preferencia rigen la elección, pero eso no elimina el tormento. Renunciar implica no sólo perder aquello a lo que dijimos “no”, sino también la ansiedad que provocan las dudas sobre nuestra elección. A su vez, la renuncia tiene el interés de su proceso: renunciar es experimentar los límites. Seguramente el experimento sea en sí mismo más fuerte que lo que se va a obtener, es un proceso de curtimiento, de deshumanización y también de acercamiento a lo más básico del ser humano. El término renuncia se aplica cuando la negación es un acto consciente, no un accidente, no un acto pasional (aunque las razones de la renuncia lo sean). La renuncia tiene el componente tiempo que viene del “re”: algo que se repite. La renuncia se vive cada día, pero supuestamente cada día con menor intensidad: como el pánico al exterior; en la agorafobia el miedo es tan fuerte que se llega a convertir en un obstáculo para realizar las tareas más necesarias y cotidianas. Controladas por los hombres, siempre disponibles y localizadas, estas mujeres se convierten en un problema para sus maridos porque su incapacidad de movimiento en el espacio puede llegar a extremos en los que ni siquiera pueden mover el cuerpo. Llegar al baño puede ser tan difícil como atravesar regiones enteras. Invitadas al confinamiento, acaban recluidas en sus cuartos o incluso en sus camas. Entonces los hombres sufren las consecuencias del miedo de las mujeres y al mismo tiempo lo alimentan, ya que éste esconde su propio miedo a la libertad que ellas puedan alcanzar. “Domestofobia” y sus fuentes–– A continuación cito ejemplos de las reacciones de maridos de mujeres agorafóbicas ante la recuperación de sus esposas. Los maridos temen que el incremento de su capacidad de movimiento les lleve a encontrar empleo, a posibles aventuras, con el consiguiente riesgo de ser abandonados. De los ejemplos se infiere que la fuerza de los maridos es correlativa a la debilidad de sus esposas. En otras palabras: estos hombres no quieren mujeres independientes e intentan mantener un equilibrio entre destruir la seguridad que las mujeres tienen en sí mismas y, sin minarlas demasiado, reanimarlas lo suficiente para que no dejen de cumplir sus funciones como sirvientas y esposas amantes.
Los estudios de Bergner sobre la agorafobia coinciden con Goodstein y Swift (1977) en que el marido juega un importante papel en la agorafobia de la mujer: estas mujeres eligen hombres inmaduros con más problemas personales de lo normal… Las mujeres desarrollan la agorafobia después de casarse… El marido necesitaba la dependencia patológica de su esposa, llegando a declarar abiertamente que sólo podría estar satisfecho junto a una esposa absolutamente sumisa… Cuando la paciente respondió positivamente [al tratamiento], el marido se deprimió y perdió veinte (libras)… el marido seguía encontrando dificultades para aceptar su creciente confianza en sí misma y su capacidad para viajar sola, y se sentía tremendamente amenazado ante sus planes de convertirse en asistente social, lo cual reforzaba sus temores de que le dejaría “por alguien mejor” (Chambless y Goldstein 1982).
Esposa es el nombre que se da en castellano a la mujer casada, pero es también el nombre que designa a los grilletes o cadenas que llevan los prisioneros. El nombre que se da a la mujer casada alude al acto de ser encarcelada. El espacio de la casa es definido como el espacio de las mujeres; sin embargo no son las mujeres las que dictan sus normas. ¿Cómo pueden estar a cargo de un espacio que no les pertenece y del que no reciben poder sino contención? La expresión: ”una mujer de su casa” no es sino una ironía. Esta expresión se refiere en realidad a la madre o esposa que cuida a la familia y la casa con devoción y ajustando sus deseos y acciones a las de un comportamiento que no se pueda definir como desviado. La ausencia de intervención del exterior sobre la familia hace que la casa se pueda convertir en un lugar de horrores, un espacio incontrolable en el que el abuso y la tiranía se dé en toda su extensión. El mejor ejemplo es la violencia doméstica. En un estudio del estado de Florida realizado en EEUU, en 1977, se muestra cómo el 32 % de las violaciones contra las mujeres se producen en sus domicilios o alrededores. La agresión proviene, en la mayoría de los casos, del marido, el padre o los familiares, así como de otros hombres que visitan la casa o tienen acceso a ella. Asimismo las estadísticas de 1992 de una asociación en contra de la violación en Nueva York dicen que una de cada ocho mujeres adultas es violada a lo largo de su vida y de ellas dos lo son en su domicilio. 49
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2,1 millones de mujeres americanas han sido víctimas de una violación por la fuerza a lo largo de su vida. En otras palabras, el 13% o una de cada ocho americanas adultas han sido violadas por la fuerza” (New York City Alliance Against Sexual Assault, c. 2000-2003).
La violencia y el crimen se incrementan cuando la casa tiene un mayor grado de aislamiento, como sucede en las zonas residenciales. En EEUU gran parte de la población vive dispersa en los suburbios citados anteriormente y esto, entre otras causas, puede explicar el alto índice de violaciones. Los informes de Edward Shorter (1977) de principios de los setenta sobre la proporción de violaciones por cada 100.000 mujeres dan las siguientes cifras: Italia 5,4; Australia 8,7; Canadá 13,2; Alemania Occidental 21,6; y EEUU 44,4. Evidentemente la violación es un crimen muy extendido y, tristemente, EEUU parece ser el mejor lugar para cometerlo (Mazey 1983, 40). Lo que es más, la casa no es un ámbito tan seguro como se podría pensar. La mayoría de los accidentes ocurren en casa. Las estadísticas de violaciones, arriba mencionadas, son igualmente alarmantes: casi todas las violaciones ocurren en el hogar. Muchas de ellas a manos de hombres que eran conocidos y gozaban de la confianza de las mujeres; otras de extraños que consiguen entrar en la casa. En ambos casos, la casa no es una fortaleza tan segura como uno podría imaginar. Aislar a la mujer en interiores no garantiza su seguridad (Mazey 1983, 44).
La fobia que las mujeres sufren al espacio doméstico queda englobada bajo la agorafobia. Domestofobia es el trastorno sociológico que sufren las mujeres al ser constreñidas a un tipo de comportamiento y de trabajo determinados y confinadas al espacio de la casa. De entre los muchos nombres que designan fobias, ninguno designa el miedo de estar en la casa o la domestofobia. La agorafobia (miedo a lugares) se complementa con atremia o estasosfobia (miedo a estaciones elevadas o verticales), amaxofobia (miedo exagerado a los coches), cremnofobia (miedo a los precipicios), acrofobia o hipsofobia (miedo a lugares elevados), oicofobia (aversión a volver a casa), lisofobia (miedo a los líquidos), hidrofobia (miedo al agua –también conectada con la agorafobia por el
miedo a la extensión del mar y de cruzar puentes–), pirofobia (miedo al fuego, que normalmente está vinculada a la claustrofobia), monofobia (miedo a la soledad), fobofobia (miedo a tener miedo), y enfermedades normalmente comprendidas dentro de la neurastenia (Féré 1899).
La palabra domestofobia aparece en el libro Her Space, Her Place (1983), donde Mazey subraya que tal fobia no aparecía en el diccionario de psiquiatría que las enumeraba. Nombrarlo significa reconocer su existencia.
Valie Export Die Wünsche eines Kindes, 1972. Cortesía de la artista.
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Además, la casa es también un símbolo ambiguo. La casa puede evocar imágenes positivas de seguridad, confort, calor… Los hombres son normalmente más ambivalentes que las mujeres, pero para ambos sexos sus cualidades no son fácilmente reconocidas o articuladas. Es indicativo, por ejemplo, que los profesionales de salud mental contemos con un término para designar el miedo a lugares fuera de la casa (agorafobia), pero que no exista la “domestofobia”, un nombre para el miedo o el rechazo del hogar (Mazey 1983, 44).
Esta evidencia puede ser un rechazo a reconocer que el espacio doméstico, el espacio que tiene dueño (domus-I del latín: dueño), puede ser disfuncional. Así mismo alude a que el proceso de “domesticación” de la mujer en la casa puede llevar a una persona a la enfermedad y, por tanto, reconoce el proceso de domesticación como patológico.
*. Referencias bibliográficas en p. 347.
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el silencio de la
jouissance femenina Renata Salecl Cuando oímos el sonido de una sirena, inmediatamente pensamos, “¡peligro!”; incluso, “¡muerte!”. Durante la guerra, la señal codificada de las sirenas avisa de los ataques enemigos. En algunos países se usan sirenas en las fiestas nacionales para recordar eventos importantes del pasado. En la antigua Yugoslavia todos los años a las tres de la tarde sonaban las sirenas para conmemorar el día de la muerte de Tito; en Israel, el Día de los Caídos las sirenas anuncian el silencio en honor a los muertos de la guerra de independencia. Cuando suenan las sirenas la vida se interrumpe: la gente se para, el tráfico se detiene y durante un minuto todo el mundo permanece inmóvil. El sonido de las sirenas invoca la quietud del tiempo: congela el momento y paraliza a los que las escuchan. En su efecto paralizante las sirenas públicas de hoy se parecen bastante a sus predecesoras, las antiguas Sirenas de la mitología clásica –mitad humanas, mitad pájaros– que vivían en una isla a la que atraían a los marineros con cánticos seductores.1 Los marineros que sucumbían al canto de las Sirenas morían inmediatamente. Como resultado, la isla estaba cubierta por pilas de huesos, los restos de los marineros que habían perecido. De este modo, el lugar mismo donde vivían las Sirenas estaba lleno de muerte. Cuando un barco se aproximaba a la isla de las Sirenas el viento amainaba, el mar se quedaba quieto y las olas se alisaban en una plancha de cristal: los marineros entraban en una tierra donde la vida había quedado fijada para siempre. Las mismas Sirenas no estaban ni vivas ni muertas: eran criaturas intermedias –muertas vivientes–. O, como dice Jean-Pierre Vernant, son, por una parte, puro deseo y, por otra, pura muerte: son “la muerte en su aspecto más brutalmente monstruoso: sin funeral ni tumba, sólo la descomposición del cadáver a la intemperie” (Vernant 1991, 104). Como han observado muchos estudiosos de la mitología griega, las Sirenas representan una amenaza para la vida de los hombres en particular y también desafían la del orden social, especialmente la estructura familiar. En la Odisea leemos: “Aquel que imprudentemente se acerca a ellas y oye su voz, ya no vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos rodeándole, llenos de júbilo, cuando torna a su hogar” (Homero 1996, 272). El peligro que las Sirenas 53
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Beth Moysés Deshaciendo nudos 2003, DVD, color, sonido 8’20”. Cortesía de la artista. Deshaciendo nudos es una performance –o al menos tiene elementos performativos– que se encuadra dentro de la temática en la que trabaja Beth Moysés desde l994: trajes de novia que articulan simbólicamente las relaciones de amor/ desamor. En muchas ocasiones, como en la performance realizada por las calles centrales de Madrid en 2003, el mensaje es directo. ¿Cómo no mirar a estas mujeres vestidas con trajes de novia deslucidos y no pensar en la violencia doméstica? En esta obra el mensaje es subliminal y el vídeo lento o, mejor, de movimiento casi imperceptible.
Moysés trabajó con tallos y espinas de rosas con un grupo de mujeres pobres, la mayoría de ellas maltratadas, en la periferia olvidada de São Paulo, la gran metrópolis de Latinoamérica. En colaboración con la Secretaría de la Mujer, y a petición de la artista, estas mujeres vestidas con sus trajes de novia pensaban en los problemas que vivían mientras arrancaban las espinas. Según Moysés, una de ellas comentó que las espinas no serían suficientes para enumerar todos sus problemas. Filmado mientras arrancaban esas espinas –sus manos descuidadas forman parte del ritual–, la obra parece más larga que sus ocho minutos originales, y es casi un ejercicio de meditación: la meditación sobre lo que pasa en nuestras propias vidas.
representan para la vida familiar y, en general para el orden social, está supuestamente vinculado a su rango como criaturas más cercanas a la naturaleza que a la cultura.2 Dentro del contexto del psicoanálisis, el problema que su bestialidad plantea a la cultura y también al individuo tiene que situarse en el contexto del enfrentamiento del sujeto con esa forma especial de animalidad culturizada que se entiende como “pulsión”. No obstante, antes de poner a las Sirenas bajo la lente de la teoría del psicoanálisis, repasemos algunos aspectos del encuentro entre éstas y Odiseo. Curiosamente, se sabe más del carácter mortífero de las Sirenas por las advertencias de Circe a Odiseo que por la narración que éste hace de sus aventuras con ellas. Odiseo no ve montañas de huesos alrededor de la isla de las Sirenas. Sólo dice que le alentaron a echar el ancla y escuchar sus voces dulces como la miel, que llevan placer y sabiduría al hombre. Las Sirenas gritaron a Odiseo: “Sabemos cuántas fatigas padecieron en la vasta Troya argivos y teucros por la voluntad de los dioses, y conocemos también todo cuánto ocurre en la fértil tierra” (Homero 1996, 277). Estas palabras excitan el deseo de Odiseo de detenerse y rendirse al hechizo de las Sirenas: está dispuesto a soportar una confabulación con las Sirenas excluyendo todo lo demás.3 Pero el misterio de la Odisea es que nunca llegamos a saber qué cantaban las Sirenas. ¿Cantaron alguna vez las Sirenas y, si lo hicieron, por qué Homero no recoge sus cantos? Pietro Pucci ofrece dos explicaciones. La primera es que “la Odisea presenta a las Sirenas como la personificación de los efectos paralizantes de los versos ilidíacos, pues sus cantos vinculan obsesivamente a los que los escuchan con la fascinación de la muerte”.4 La muerte, por tanto, es algo que descansa en el corazón de la Odisea, la canción de la supervivencia, pero también es algo que no se debe pronunciar. La segunda explicación se refiere al hecho de que “la sublime poesía de la Odisea no puede ser inferior a la de las Sirenas. Ningún texto puede portar la promesa de un canto tan sublime como el de las Sirenas sin implicar que ese carácter sublime reside ya en el texto que debería incluir esos 54
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versos. Por ello, la Odisea misma debe ser entendida como la encarnación del canto de las Sirenas. Su canto es la canción negativa, ausente, que tolera que un sustituto –la Odisea– se convierta en lo que es” (Pucci 1987, 210). En suma, la canción de las Sirenas queda sin cantar bien porque la muerte como tal es algo que no debe pronunciarse, bien porque la Odisea en sí misma viene a incorporar o representar su canción. En ambos casos, aparece como un punto vacío e impronunciable en la Odisea, que junto con la alusión a un amor mortífero dota al poema de una cualidad sublime. Tzvetan Todorov ofrece otra respuesta a la cuestión de por qué no sabemos nada sobre la canción de las Sirenas. Su tesis es que las Sirenas dijeron sólo una cosa a Odiseo: que estaban cantando. En otras palabras, el canto de las Sirenas afirma de modo autorreferencial que hay una canción. Y la muerte está siempre ligada a esta canción. No es sólo que los hombres mueran al oír el canto de las Sirenas; si las Sirenas fracasan en seducir a su presa, ellas mismas se suicidan. (Algunas interpretaciones poshoméricas de la Odisea sostienen que las Sirenas se arrojaron desde las rocas al mar cuando Odiseo escapó a su hechizo). Por eso, la única forma que tienen de escapar a la muerte es seducir y matar a aquellos que las oyen. A otro nivel, esto también explica el porqué no conocemos la misteriosa canción de las Sirenas: El canto de las Sirenas es, al mismo tiempo, esa poesía que tiene que desaparecer para que exista la vida y esa realidad que tiene que morir para que nazca la literatura. El canto de las Sirenas debe cesar para que surja una canción sobre las Sirenas… Privando de vida a las Sirenas, Odiseo les otorga, con la mediación de Homero, la inmortalidad (Todorov 1977, 58-59).5
En otras palabras, el canto de las Sirenas es el punto en la narración que debe quedar sin decirse para que ésta gane consistencia. Es un punto de autorreferencia que toda historia debe omitir para alcanzar el rango de relato. Desde una perspectiva lacaniana, este 55
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Inspirado por la memoria que las Musas otorgan, los que las escuchan pueden crear obras de arte, mientras que quien oye el canto de las Sirenas muere instantáneamente. punto vacío es uno de los nombres de “lo real”, el núcleo no-simbolizable alrededor del cual se forma lo simbólico. Este núcleo no es simplemente previo a la simbolización; es también el resto, lo que sobra o, mejor, es el fracaso de la simbolización. El canto de las Sirenas es lo real que debe quedar fuera de la historia de la Odisea para que ésta tome forma. Sin embargo, no existe un canto de las Sirenas antes de la Odisea. Así, la canción de las Sirenas es por un lado lo que provoca la Odisea como narración, al tiempo que, por otro, es también lo que resulta de esta narración: sus desechos, los restos que no pueden narrarse. ¿Qué tipo de conocimiento tienen las Sirenas del pasado? A este respecto, existe una diferencia fundamental entre las Sirenas y las Musas, que supuestamente poseen voces delicadamente claras, inmortales, incansablemente dulces e ininterrumpidas. Las Musas son hijas de Zeus y la titánide Mnemosine (la Memoria); fruto de nueve noches de amor de sus padres, las Musas en su canto presiden el pensamiento y la creatividad artística.6 A quien las escucha, las Musas conceden la memoria y su ayuda divina para estimular la inspiración: “según Hesiodo, el cantante (esto es, el sirviente de las Musas) sólo tiene que celebrar las antiguas hazañas de los hombres o cantar a los dioses para que un hombre asediado por las preocupaciones las olvide al instante” (Graves 1990, 281-282).7 El recuerdo del pasado que aportan las Musas está por ello unido al olvido de forma esencial. Para las Sirenas el pasado tiene un significado diferente: “Las Sirenas saben los secretos del pasado, pero es un pasado que no cobra vida futura en el acto de recordar de generaciones sucesivas” (Segal 1994, 103).8 ¿Cómo debemos entender aquí la diferencia entre conocimiento y memoria? Para Jacques Lacan, la memoria tiene que ver prioritariamente con no-recordar el trauma, lo real sobre lo que el sujeto centra su ser. Cuando contamos nuestras historias, las palabras nos fallan justo en el momento en que tocamos lo real, y fallan de tal forma que siempre regresan al trauma sin poder articularlo: El sujeto en sí mismo, el recuerdo de su biografía, todo esto llega sólo a un cierto límite, que es conocido como lo real… Un pensamiento adecuado, en cuanto que pensamiento, al nivel en que estamos, siempre evita –aunque sólo sea para encontrarse otra vez con él al final de la noche– la misma cosa. Aquí lo real es lo que siempre vuelve al mismo sitio –al sitio donde el sujeto, según él, donde la res cogitans, no puede encontrarse con ella– (Lacan The Four Concepts, 49).
El sujeto forma la memoria para alcanzar consistencia, para dar forma a una historia que le permita escapar de lo traumático real. 56
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En cuanto a la diferencia entre Musas y Sirenas, podemos decir que sólo las Musas traen la memoria, ya que permiten a quienes las escuchan olvidar los traumas de su vida, mientras que las Sirenas ponen a quienes las oyen en contacto con lo que Lacan denomina “conocimiento en lo real”, un conocimiento del que, quien lo escucha, no quiere saber en absoluto. Inspirado por la memoria que las Musas otorgan, los que las escuchan pueden crear obras de arte, mientras que quien oye el canto de las Sirenas muere instantáneamente. En un contexto teórico diferente, Theodor W. Adorno y Mark Horkheimer apuntan lo mismo cuando afirman que el cantar de las Sirenas no puede ser percibido como arte, precisamente por el modo en que trata el pasado: El hechizo [de las Sirenas] es el de perderse uno en el pasado… La compulsión de rescatar lo que fue como algo vivo, en vez de utilizarlo como material del progreso, sólo la apacigua el arte, al que la historia misma pertenece como presentación de la vida pasada. Siempre y cuando el pasado decline para pasar por cognición y sea de este modo separado de la práctica, la práctica social la tolera, como tolera el placer. Sin embargo, el canto de las Sirenas no se debilita por su condición de arte (Horkheimer y Adorno 1986, 32-33).9
En el canto de las Sirenas el pasado todavía no ha sido simbolizado, no se ha convertido en memoria; ese pasado no-simbolizado es traumático para el que lo oye, pues evoca algo primordial, algo entre naturaleza y cultura, que el sujeto no desea recordar. Y para Odiseo se hace esencial simbolizar su encuentro con las Sirenas y dar forma a una narración sobre ellas. Aquí Odiseo difiere significativamente de sus compañeros, que tapan con cera sus oídos para evitar sucumbir a las voces de las Sirenas. Odiseo desea oírlas cantar. Circe, que le instruye sobre la forma de escapar a su hechizo, también le ordena recordar este hecho y dar cuenta de él a sus compañeros y a Penélope. Por ello está obligado a formar el recuerdo de su encuentro con las Sirenas, esto es, de ocultar el trauma que presentan. […] El término lacaniano para “el conocimiento en lo real” que resiste toda simbolización es pulsión, el circuito cerrado y autosuficiente de la mortífera compulsión-a-repetir. La paradoja es la siguiente: que jamás puede ser recordado, simbolizado dentro de un marco narrativo; no es un momento fugaz del pasado, perdido para siempre, sino la insistencia misma de la pulsión como algo que no puede olvidarse jamás, pues se repite incesantemente. El problema para el sujeto es que no es nada sino a través del amor y el deseo de los demás. El sujeto en sí mismo no tiene valor. Reconocer este hecho provoca en el sujeto estados de ánimo depresivos demoledores. Así resulta que el sujeto no es el falo que complementa al Otro. El Otro puede funcionar perfectamente sin el sujeto. Y para superar esta verdad traumática, el sujeto trata incesantemente de dejar su marca sobre el Otro, sobre la estructura social simbólica, sobre la historia, etc. No obstante, el sujeto puede encontrar una forma especial de felicidad: no tener en cuenta al Otro en absoluto, esto es, a través de la jouissance, que pertenece a la pulsión. Uno puede discernir esta jouissance en pulsiones parciales ante la voz y la mirada. Es en el tono de voz, por ejemplo, donde nos encontramos con la jouissance –aquí es donde el exceso de goce cobra vida como algo que elude toda significación–. Esta excesiva jouissance en la voz es lo que hace la voz fascinante al tiempo que mortífera.10 Si tomamos como ejemplo a la diva, es evidente que el mismo goce de la ópera reside en 57
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Cecilia Barriga El origen de la violencia 2005, DVD, color, sonido, 1’. Cortesía de la artista. “El objeto de deseo a veces nos provoca tanta violencia que no sabemos qué hacer con él. Se sitúa en el lugar oscuro donde no es posible distinguirlo tan fácilmente, de modo que podemos ocultarlo bajo una apariencia armónica y amorosa. Al filmar esta escena en la selva amazónica y ver a este niño, tierno e inocente, jugar con su gatito, descubrí el despertar de la violencia. ¿Qué fue lo que hizo que este juego amistoso con el pequeño animal se transformara en un acto de fuerza? Quizás fue mi mirada, quizás fue la cámara. Lo que sea que sucedió provocó en el chiquillo una necesidad de notoriedad que sin duda le llevó a la fuerza y, al final, a la brutalidad de la violencia, a la demostración irrefutable de su poder.
Cuando perdemos la inocencia todos somos capaces de la violencia más abyecta, sin límites. Domesticarla es una labor que se construye gracias a la represión, ésa que nos enseña la cultura. ¿Y qué hay cuando llega el desamor y la violencia se desnuda de artificios? No nos sentimos queridos y admirados, nuestro yo está roto. Durante siglos lo femenino ha sido tratado por el poder como una identidad pobre y débil: como ese niño indígena, también habitante de una periferia, en este caso la del desarrollo. Ese desprecio, esa minusvaloración, nos llena de rabia y de ira contenida”. Cecilia Barriga
su voz. En su punto álgido, su voz asume el rango de objeto separado del cuerpo. La cantante tiene que acercarse a “su propia aniquilación como sujeto para ofrecerse exclusivamente como voz. El éxito de este proceso reside en la disolución de la incongruencia entre la cantante y su papel, una disolución que… es la base misma de las artes líricas” (Pozat 1992, 35). Si este proceso fracasa es probable que el público reaccione violentamente. La cantante que no llega a producir el efecto de objeto escindido del sujeto vuelve a iniciar la incongruencia entre objeto y sujeto y así se convierte en un sujeto-que-fracasa: “el público devuelve a la cantante a la posición de objeto, pero ahora a la de objeto caído, de basura, y es recibida con huevos podridos o tomates blandos –o… con los sustitutos vocales de la basura: gritos y silbidos–” (Pozat 1992, 35). El público reacciona con tanta violencia porque se le niega su momento de éxtasis; su fantasía de poseer finalmente el objeto inaccesible se ha desvanecido. Y lo mismo se aplica a las Sirenas: si no consiguen seducir, se les castiga. Muchas historias sobre las Sirenas insisten en sus intentos fallidos de seducir con la voz. Fracasar en concursos de canto frente a las Musas costaron a las Sirenas, supuestamente, sus alas. Más tarde trataron de competir con la lira de Odiseo, pero fracasaron de nuevo y, en consecuencia, al parecer, se suicidaron.
El deseo del Otro, la jouissance del Otro Para el psicoanálisis, el problema del encuentro entre Odiseo y las Sirenas atañe a la lógica del deseo y a la pulsión: ¿cómo reacciona el sujeto ante la pulsión del Otro? ¿Podría ser que el deseo que el sujeto (en este caso Odiseo) desarrolla en respuesta a la seducción del Otro (las Sirenas) sea de hecho un escudo contra la naturaleza destructiva de la pulsión? Aquí y con este sentido específico uno se siente tentado a afirmar que el objeto a de Lacan, el objeto de deseo, no es otro que la pulsión misma: aquello que excita el
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deseo del sujeto por otro sujeto es la forma específica de la jouissance del Otro en sí misma, encarnada por el objeto a. […] Esta jouissance del Otro (que provoca amor u odio) queda inscrita en la mirada del Otro, en su voz, olor, sonrisa, carcajada, etc., es decir, en todos los rasgos que ejercen una atracción irresistible en otro sujeto. En Homero existe una cierta ignorancia en la atracción de las Sirenas: les gustaría atrapar a Odiseo pero no están locas por él, esto es, Odiseo no es el objeto de su deseo. […] ¿Por qué el deseo del Otro constituye un problema para el sujeto? Para Lacan este dilema atañe a la existencia misma del sujeto; la primera formulación de esta cuestión es cuál es el lugar del sujeto en el deseo de sus padres. El sujeto intenta responder a esta pregunta dando forma a una fantasía primordial, una historia sobre sus orígenes que dote de fundamento a su existencia. El deseo del Otro provoca horror en el sujeto, esto es, produce ansiedad. Esta ansiedad surge porque el deseo del Otro sigue siendo un enigma para el sujeto, lo que también significa que el sujeto nunca puede saber realmente qué tipo de objeto es para el Otro. Lacan ejemplifica esta ansiedad sugiriendo que imaginemos el encuentro con una enorme mantis religiosa hembra; nosotros llevamos una máscara, pero no sabemos qué tipo de máscara es: no sabemos si es la de un macho o de una hembra. Si la máscara es de un macho podemos, lógicamente, esperar que la mantis religiosa nos devore. Este ejemplo nos devuelve al encuentro entre el sujeto y criaturas femeninas mortíferas, como la Medusa o las Sirenas. En este encuentro la pregunta esencial del sujeto es: ¿qué tipo de máscara llevo? En otras palabras, ¿qué tipo de objeto soy para ella? ¿Soy un hombre o una mujer? Ésta es la pregunta del hombre histérico. Tiene dudas sobre su sexo y su ser y por ello espera obtener una respuesta del Otro (igual que sucede con la mujer histérica). Y para obtener esta respuesta se sitúa como objeto último del deseo del Otro, pero es un objeto cuya atracción es inseparable del hecho de que jamás podrá ser poseído, pues siempre se desvanece.
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Debido a que la mayoría de los hombres no son histéricos sino obsesivos, la cuestión es: ¿cuál es la estrategia del obsesivo frente a la hembra monstruosa? En contraste con la histérica, que mantiene su deseo insatisfecho, el obsesivo mantiene su deseo irrealizable. Mientras que para la histérica cada objeto de deseo es insatisfactorio, para el obsesivo este objeto se le aparece como algo demasiado satisfactorio, y ésta es la razón de que el encuentro con este objeto tenga que evitarse por todos los medios. La histérica, eludiendo continuamente al Otro, escabulléndose como objeto, siempre sitúa la carencia en el Otro. Ella desea ser el objeto último de deseo del Otro; pero de todas formas evita que esto suceda y así mantiene su deseo insatisfecho. Pero el obsesivo presenta su deseo como imposible y lo hace para negar el deseo del Otro (Lacan Ecrits, 321).
Mientras que la histérica cuestiona constantemente el deseo del Otro, el obsesivo no desea saber nada de ese deseo [...] en ambos casos, es crucial entender sus problemas con el deseo como defensa contra la jouissance. El obsesivo quiere controlar la situación: planifica sus acciones en detalle. Un encuentro con la mujer que es el objeto de su deseo será considerado con mucha antelación: todo será programado y organizado para evitar que algo inesperado suceda. Lo inesperado aquí se refiere al deseo y a la jouissance. El obsesivo intenta dominar su deseo y el deseo del Otro no dejando jamás de pensar y de hablar. Su estrategia es tapar su carencia con significantes que de este modo eviten al objeto de su deseo. Lacan asimismo señala que el obsesivo no desea desaparecer o desvanecerse como sujeto, que es lo que sucede cuando el sujeto es eclipsado por el objeto de su deseo y su jouissance. El obsesivo intenta demostrar que es dueño de su propio deseo y que ningún objeto es capaz de hacerle desvanecer (Lacan Ecrits, 270). Incluso durante al acto sexual, seguirá planeando, pensando, hablando, intentando siempre controlar su jouissance y la del Otro. Esta estrategia obsesiva puede ser mejor ejemplificada por el caso de un hombre que esperó durante dos noches la llamada telefónica de la mujer que era el objeto de su amor. En medio de la noche se le ocurrió que el teléfono quizás no funcionaba y se levantó repetidamente para descolgar y comprobar que había tono. El hombre pensaba, por supuesto, que descolgar el auricular podía impedir que la mujer le llamara, así que en cuanto comprobaba que el teléfono funcionaba, lo colgaba de inmediato. Sin embargo, después de un rato volvía a hacer lo mismo. Continuó este ritual durante toda la noche hasta llegar al agotamiento total. Tras dos noches así, cayó en una seria crisis que le llevó a analizarse (Indart 1984).
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La posición de Odiseo es obsesiva: recurre a una serie de estrategias para mantener a distancia la jouissance del Otro y su propio deseo. Odiseo así interpreta todo un ritual para impedir un verdadero encuentro con las Sirenas. Y nunca se podría afirmar que Odiseo encuentra su jouissance en este ritual de pensar o planear su huída de la seducción de las Sirenas. Mientras que la histérica cuestiona constantemente el deseo del Otro, el obsesivo no desea saber nada de ese deseo. Así intenta escapar de situaciones que entrañen la confrontación o que puedan perturbar su equilibrio. Así el encuentro con el Otro deseante se convierte en lo más horrible del mundo para el obsesivo. Mientras que la histérica se enfrenta al dilema, “¿soy un hombre o una mujer?”, al obsesivo le angustia la cuestión, “¿estoy vivo o muerto?”. Espera que la muerte del Otro deseante, que continuamente le impone obligaciones, le libere para vivir. El obsesivo es entonces una especie de muerto viviente, pues los rituales y prohibiciones que se impone a sí mismo lo convierten en una criatura robótica vacía de deseo. Odiseo también actúa de una forma obsesiva en su pasión de narrar su encuentro con las Sirenas. Es bien conocido que los obsesivos hallan una gran alegría no sólo planeando el encuentro con el objeto de su deseo e impidiendo simultáneamente que suceda, sino también narrando este fracaso, creando una historia sobre éste. Odiseo también ha sido obligado a contar sus encuentros con las Sirenas y su jouissance funciona no sólo en su acto de planear cómo evitar un encuentro real con ellas, sino también narrando a los demás este encuentro fallido. En suma: en ambos casos, el de la histérica y el del obsesivo, es crucial entender sus problemas con el deseo como defensa contra la jouissance. La histérica quiere ser el objeto siempre elusivo del deseo del Otro, pero no quiere ser el objeto de la jouissance del Otro. No desea ser simplemente un objeto parcial a través del cual el Otro disfruta, sino algo más –el objeto de deseo inalcanzable–. La histérica se enmascara como mujer fálica con la intención de cubrir la carencia del Otro, haciéndolo completo. Como este intento siempre fracasa, necesita repetir su estrategia seductora una y otra vez. Mediante la seducción, la histérica intenta provocar el deseo del Otro por ella, que, claro está, nunca será satisfecho. Aunque la histérica pueda disfrutar de este juego de seducción e insatisfacción, no puede soportar esta situación cuando el Otro la toma como objeto de su jouissance y no simplemente como objeto de deseo inalcanzable. La histérica es así atraída por el deseo del Otro, pero está aterrorizada ante su jouissance. Examinemos esta aversión por la jouissance del Otro con la ayuda de un cuento de O. Henry, The Memento. La historia trata de una bailarina de Broadway, Lynnete, que decide cambiar su vida: abandona el baile, se traslada a un pequeño pueblo y se enamora felizmente del predicador local, al que oculta su deshonroso pasado. Cuenta el rumor que tiempo atrás el predicador estuvo infelizmente enamorado y que guarda un recuerdo secreto de su amada en una caja bajo llave. Un día, Lynnete la encuentra y la abre. Lo que descubre le horroriza: en la caja hay una de las ligas que ella, cuando era bailarina de Broadway, tiraba al público al final del espectáculo. Tras su descubrimiento, Lynnete huye del pueblo y, desilusionada, regresa al teatro de Broadway. La historia deja claro que el predicador nunca supo que se había enamorado dos veces de la misma mujer. Cuando Lynnete le pregunta acerca de su amor anterior, el pastor simplemente explica que en el pasado se sintió fascinado por una mujer a la que no conocía realmente; que él admiraba a esta mujer sólo desde lejos, pero que ahora todo
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estaba olvidado pues estaba enamorado de una mujer real. Aunque el predicador trata de distinguir entre fantasía y realidad, en verdad se enamora del mismo objeto. En ambas ocasiones, amaba a la mujer por algo que iba más allá de sí misma. Como en todo momento fue el objeto a en la mujer lo que atraía al predicador, para que el amor surgiera no importaba si la amada era una fantasía o una realidad –una distante bailarina de un espectáculo de Broadway o una inocente campesina–. Pero el problema crucial de la historia es éste: ¿por qué repugna a Lynnete descubrir el recuerdo? ¿Por qué no está contenta de haber sido el amor pasado de su marido? Una explicación de este horror podría ser el miedo que experimenta Lynnete de que, al conocer el engaño, su marido deje de amarla. No obstante, hay otra explicación de la repulsión de Lynnete. Está horrorizada al encontrar el objeto siempre elusivo del amor mismo –el objeto a, representado aquí por la liga–. No obstante, para el pastor, este objeto es no sólo el siempre elusivo objeto de deseo sino también el objeto a través del cual goza. Y esto supone un problema para Lynnete: desea ser el objeto del predicador, pero no el objeto mediante el cual él halla su particular forma de jouissance. Esta historia puede ayudarnos a comprender el dilema universal de los neuróticos, que tiene que ver con el deseo del sujeto de ser deseado por otro sujeto, al tiempo que él o ella se niegan a ser el objeto mediante el que el Otro disfruta.11 Regresando a la historia de Odiseo y las Sirenas, puede decirse que Odiseo efectivamente desea a las Sirenas (e incluso puede que quiera ser deseado por ellas); sin embargo, lo que le causa problemas es la forma peculiar en que las Sirenas gozan.
¿Cómo gozan las Sirenas? El encuentro de Odiseo con las Sirenas tiene que ser entendido como un fracaso. Leamos como leamos este encuentro –como seducción de Odiseo por las Sirenas o viceversa–, sea cual fuere la atracción entre ellos, nunca logró acercar a ambas partes. El hecho de que Odiseo escapara a las Sirenas se entiende por lo general como un triunfo. No obstante, también puede entenderse como un fracaso, pues Odiseo no confronta al objeto de su deseo. Este encuentro fallido entre Odiseo y las Sirenas también se puede tomar como el prototipo de la imposibilidad de relación sexual entre hombres y mujeres. Un hombre se enamora de una mujer porque percibe en ella algo que ella en realidad no tiene, el objeto a, el objeto que causa el deseo. Por ello, se enamorará de una mujer por alguna particularidad –su sonrisa, cierto gesto, su pelo o el tono de su voz, cualquier cosa que llene el lugar que para él ocupa el objeto a–. Alrededor de ese objeto un hombre construirá su escenario fantasmático que le permita mantenerse enamorado. El problema es que la mujer sabe muy bien que un hombre se enamorará de ella a causa de una particularidad que la distingue del resto de las mujeres y, en consecuencia, intentará desesperadamente resaltar aquello que considera especial en sí misma. Sin embargo, una mujer no puede predecir exactamente qué particularidad hace que un hombre se enamore de ella. Por ello, es posible que una mujer cuide sus hermosos labios pensando que los hombres se sienten atraídos hacia su sensual sonrisa; mientras tanto, el hombre se enamora de ella, pero es sobre todo por su voz, que es un poco fea. Ni que decir tiene que las industrias cosmética y de la moda están fundadas sobre la búsqueda de ese objeto que páginas siguientes: Annika von Hausswolff Sin título, 2005. Fotografía. Cortesía de la artista.
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hace que los hombres se enamoren de las mujeres. Y como las mujeres nunca pueden adivinar qué es exactamente lo que hay en ellas que va más allá de sí mismas, la industria de la moda las alienta a seguir buscando otro producto que las haga únicas.12 En las fórmulas de diferencia sexual de Lacan, un hombre está totalmente determinado por su función fálica; sin embargo existe un hombre, el padre primordial freudiano, que es una excepción. Como poseedor de todas las mujeres, él es quien prohíbe el acceso de otros hombres a las mujeres. Este padre de la horda primordial es el único que tiene acceso directo a la jouissance y no tiene prohibido el incesto. La sexualidad de otros hombres está esencialmente unida a la prohibición; han sufrido una castración simbólica tras la cual no son capaces de disfrutar el cuerpo de una mujer como un todo. Es erróneo entender la castración como algo que impide la relación del sujeto con el sexo opuesto. Después de que el sujeto ha experimentado la castración, él o ella no pueden participar simplemente en la cópula animal; es decir, la relación heterosexual cesa de ser una actividad instintiva vinculada a la preservación de la especie. Sin embargo, en los humanos la castración no debe ser entendida como un fundamento para evitar la posibilidad de la relación sexual, sino como prerrequisito para cualquier relación. No se puede decir que sólo porque los sujetos están castrados las relaciones humanas como tales pueden existir. La castración permite al sujeto tomar a otros como Otros y no como iguales, pues sólo después de sufrir la castración simbólica se preocupa el sujeto de cuestiones como: “¿Qué es lo que quiere el Otro?” y “¿Qué soy para el Otro?”. 13 ¿Por qué la castración simbólica de los hombres es crucial en sus uniones con las mujeres? El hecho de que un hombre esté totalmente sometido a la función fálica significa que está marcado por una carencia. Una vez ha sido anulado por el lenguaje, un hombre se enfrentará incesantemente a dos cuestiones: primero, ¿cuál es mi identidad simbólica?14 (esto es, ¿qué soy yo en la red simbólica?), y segundo, ¿qué objeto me puede complementar? El sujeto lidia con esta segunda cuestión en su vida amorosa, cuando busca el objeto en una mujer que le permita formar una fantasía de plenitud siempre provisional. Cuando se encuentra con el objeto de su amor, un hombre querrá saber qué tipo de papel simbólico ve la mujer en él. En contraste con el problema de la mujer, que es preguntarse qué tipo de objeto es para el Otro, lo que importa al hombre es si la mujer reconoce su autoridad simbólica. Aquí la obsesión del hombre por el estatus social, el dinero, el prestigio…, juega un papel importante. Esto arroja luz sobre [una] película de Chabrol [en la que un] millonario comenta que está cansado de mujeres que insisten en que le aman por lo que es y que le encantaría conocer a una mujer que finalmente le amara por sus millones. Esto puede ser entendido como confirmación de que el hombre desea ser amado por lo que está en él que va más allá de sí mismo –su estatus simbólico–. Aunque el hombre sólo puede acceder a una jouissance fálica, aspira de todas formas a la jouissance del Otro, es decir, a la jouissance que está más allá de los límites del falo. Esta aspiración, paradójicamente, está causada por la imposición de gozar del superego, que excita la sed del hombre por la infinitud del Otro, mientras que al tiempo le prohíbe el acceso a ella. La paradoja del superego es que, por un lado, está vinculado a la ley de la castración (por la cual la jouissance masculina puede ser sólo fálica); pero, por otro, el superego constituye también una imposición situada más allá de cualquier ley. En suma: el superego es análogo a la castración en su función prohibitoria, mientras que al mismo tiempo no se somete al orden fálico (Morel 1993, 102). En consecuencia, el superego es un 63
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agente demoníaco que ordena al sujeto ir más allá del orden fálico y experimentar una jouissance no-fálica, pero esta instancia también prohíbe al sujeto acceder a ella. Por eso el suepergo es como la voz riente del padre primordial, que parece decir al hijo: “Ahora que me has matado, ve y goza finalmente a las mujeres, pero verás que eres incapaz de hacerlo; por eso es mejor que ni siquiera lo intentes”. Cuando Lacan habla de la jouissance femenina subraya la imposibilidad de definir lo que es. Como las mujeres están también determinadas por la función fálica, la jouissance femenina no es algo que las mujeres tienen en vez de, sino además de, la jouissance fálica. La jouissance femenina es entonces un suplemento de la jouissance fálica: mientras que el hombre tiene sólo acceso a una forma de jouissance, la mujer tiene acceso a otra forma adicional de jouissance. Lacan señala que es únicamente una potencialidad en las mujeres, ya que éstas no se la esperan. Y la mujer sólo sabe sobre su jouissance que la goza. No habla de ella, ya que es algo inaccesible al lenguaje.
Odiseo estaba tan ensimismado que no se dio cuenta de que las Sirenas no estaban cantando. Un hombre puede intentar descubrir qué es la jouissance femenina: puede que incluso espere experimentarla, pero siempre fracasará en sus intentos. Para Lacan, tal fracaso es análogo al fracaso de Aquiles para ajustarse a la velocidad de la tortuga: la tortuga o le ha adelantado o ya ha sido sobrepasada (Lacan 1998, 8 y André 1995). En el psicoanálisis, este fracaso está encarnado por dos de los problemas masculinos más comunes: la eyaculación precoz o la tardía. En este contexto, ¿cómo podemos leer el encuentro entre Odiseo y las Sirenas y el silencio de éste sobre su canto? En la Odisea tenemos por un lado la promesa de la jouissance sin límites en forma del canto de las Sirenas y, por otra, una prohibición de escuchar ese canto. La promesa del canto de las Sirenas puede ser entendida como vinculada al superego de Odiseo: cualquier voz que Odiseo oiga puede no ser otra cosa que la voz de su superego, que le ordena experimentar la jouissance femenina. Pero esta voz también advierte a Odiseo de lo mortífero de tal jouissance y por ello le impide acceder a ella. Sin embargo, esta explicación no hace sino abordar la cuestión de si las Sirenas llegaron a cantar. Incluso si Odiseo no oyó otra cosa que la voz de su superego, puede que las Sirenas sí estuvieran cantando. Pero la cuestión sigue siendo: ¿querían las Sirenas que Odiseo las oyera, esto es, le necesitaban como público? Como el canto de las Sirenas encarna el mito último de la jouissance femenina, la cuestión es asimismo si las mujeres necesitan un hombre para experimentar su jouissance. Cuando afirma que el hombre actúa como catalizador mediante el que las mujeres se convierten en el Otro para sí mismas del mismo modo que son el Otro para el hombre, el Lacan de los años sesenta insinúa una respuesta afirmativa (Lacan 1982, 93). Pero en años posteriores, Lacan complica las cosas cuando en el seminario Encore afirma que la mujer no necesita de un hombre
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para experimentar la jouissance, pues en ella (en su jouissance) es de alguna manera autosuficiente. Una mujer puede experimentar la jouissance femenina sola o en una experiencia mística, relacionándose con Dios. ¿Cómo podemos entender la autosuficiencia de las mujeres? Examinemos el caso de la “mujer fatal”, normalmente percibida como una mujer que intenta impresionar a los hombres desesperadamente, que se enmascara para ser admirada por los hombres. Pero una mujer fatal también posee cierta ignorancia acerca de los hombres, y es esta ignorancia lo que la hace tan atractiva. Freud señaló que la ignorancia de la mujer fatal, como la de los niños o la de los gatos salvajes, está relacionada con el hecho de que no han renunciado a parte de su libido; ya que el resto de las personas han perdido su libido, se sienten extraordinariamente atraídas hacia aquellos que todavía conservan parte de ella. La paradoja de la mujer fatal, pues, es que desea ser admirada por su belleza, aunque es percibida como bella precisamente por ser tan ignorante de la reacción que provoca en los demás. Una mujer fatal goza de su autosuficiencia, que es la razón por la que no puede decir, simplemente, que necesita a los hombres como catalizadores de su propia jouissance. Por supuesto, desea atrapar y retener la mirada de los hombres, pero es atractiva porque rápidamente vuelve la espalda y muestra muy poco interés en sus admiradores.
Homero con Kafka Podemos considerar que las Sirenas son mujeres fatales, criaturas que gozan de su canto y debido a esta jouissance son admiradas por los marineros; aunque las Sirenas les alientan a detenerse y escucharlas, poseen cierta autosuficiencia y nunca muestran más que un interés fugaz en los barcos que pasan. Tal lectura permanece dentro de los confines de la oposición sexualizada convencional entre el deseo masculino y la pulsión femenina: los hombres se ocupan activamente de penetrar el deseo del Otro, mientras que la actitud femenina fundamental es la cerrada autosuficiencia de la pulsión –en resumen, los hombres son sujetos y las mujeres objetos–. Pero, ¿qué sucedería si imagináramos una versión alternativa de la aventura de Odiseo con las Sirenas, en la que los agentes invirtieran sus respectivos papeles, esto es, en la que Odiseo, un ser con una pulsión autosuficiente, confronta a las Sirenas, sujetos femeninos de deseo? En su breve ensayo sobre el silencio de las Sirenas, Franz Kafka consigue tal inversión. Su punto de partida es que las estratagemas de Odiseo y su tripulación para protegerse del canto de las Sirenas son sencillamente infantiles, ya que es bien sabido que nada puede proteger a los hombres del hechizo de las Sirenas. Aunque algunos sostienen que nadie sobrevive al encuentro con las Sirenas, Kafka especula: “es probable que en alguna ocasión alguien se salve de su canto, pero de su silencio, nunca” (Kafka 1963, 68). Ahora bien, ¿qué sucedió cuando Odiseo se acercó a las Sirenas? La respuesta de Kafka es que, durante el encuentro: Las poderosas seductoras no cantaron, tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad del rostro [de Odiseo], quien sólo pensaba sobre la cera y las cadenas, les hizo olvidar toda canción. Pero [Odiseo], por decirlo de alguna manera, no oyó su silencio; pensaba que estaban cantando y que sólo él no las oía (Kafka 1963).
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En resumen, Odiseo estaba tan ensimismado que no se dio cuenta de que las Sirenas no estaban cantando. Según Kafka, durante un momento fugaz, Odiseo las vio y por el movimiento de sus gargantas, por sus labios entreabiertos y sus ojos llenos de lágrimas, concluyó que estaban cantando: “Pronto, sin embargo, todo ello se desvaneció dentro de su determinación y, justo cuando estaba más cerca, ya no supo más de ellas” (Kafka 1963). Kafka continúa especulando: “ellas, más hermosas que nunca, estiraron sus cuellos y se volvieron, dejaron sus húmedas cabelleras flotar libremente al viento y, olvidándose de todo, se aferraron con sus garras a las rocas. Ya no tenían deseo alguno de seducir, tan sólo querían retener lo más posible el fulgor de los grandes ojos [de Odiseo]” (Kafka 1963). Kafka reinterpreta así el encuentro entre las Sirenas y Odiseo y afirma que las Sirenas mismas cayeron fascinadas por Odiseo y no al revés. Se dan muchas percepciones equivocadas en este encuentro; la primera es que Odiseo no se da cuenta de que las Sirenas están, de hecho, en silencio. Este error le hace confiar en su propia fuerza, pero también le hace ignorar a las Sirenas, y esta ignorancia provoca que las Sirenas queden hechizadas por su mirada. La segunda percepción errónea es que las Sirenas no se dieron cuenta de que la mirada de Odiseo no estaba dirigida a ellas en absoluto. El fallido encuentro entre las Sirenas y Odiseo puede resumirse así: el que Odiseo no perciba que las Sirenas están en silencio y piense que ha dominado sus voces hace su mirada tan seductora (debido a su confianza en sí mismo) que las Sirenas se enamoran perdidamente de él. La relectura de la Odisea que hace Kafka puede fácilmente entenderse como un mito esforzándose por restaurar a los hombres a su posición dominante: un hombre no perece cuando encuentra a una hembra monstruosa y seductora si invierte la situación e induce a la mujer a enamorarse de él. Si algunas historias dicen que las Sirenas se suicidaron al no poder hechizar a Odiseo, Kafka ofrece una versión todavía más devastadora de su falta de poder: debido a que se enamoran de Odiseo son incapaces de cantar. Encontramos una situación similar en Before the Law, también de Kafka, en la que un hombre se entera al final de la historia de que las puertas de la ley han estado cerradas sólo contra él. Él, por tanto, no es un don nadie frente a la ley, sino que el mismo espectáculo de la justicia se monta única y exclusivamente para él. Lo mismo sucede al Odiseo de Kafka: él no es simplemente uno más entre los millones de marineros que han pasado por la isla de las Sirenas: él es el único que interesa a las Sirenas. La interpretación de Kafka de la historia de Odiseo escenifica el concepto lacaniano del momento mágico de inversión en el que el amado se convierte en amante. La relación entre Odiseo y las Sirenas también puede interpretarse como el mito de las dos manos: una mano (la del sujeto deseante) se extiende e intenta atraer al objeto bello (el objeto amado inmerso en la autosuficiencia de la pulsión), mientras, repentinamente, otra mano emerge de su lugar como objeto y toca la primera, esto es, el objeto de amor devuelve amor, se convierte en un sujeto amante (Lacan 1991, 67). No obstante, ¿por qué ambas manos nunca llegan a unirse? La respuesta es muy simple en su necesidad de persuadir y está muy bellamente escenificada en la versión de Kafka: justo en ese momento, el primer sujeto no se da cuenta de la mano que se le ofrece, pues ahora se vuelve hacia el ser autosuficiente de la pulsión. Las Sirenas de Kafka se pierden en su autosuficiencia cuando se subjetivizan al enamorarse de Odiseo y, como resultado, quedan mudas.
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La interpretación de Kafka de la historia de Odiseo escenifica el concepto lacaniano del momento mágico de inversión en el que el amado se convierte en amante. Aquí, la cuestión esencial es: ¿renuncian las Sirenas a su jouissance cuando se subjetivizan? Si para Kafka esta subjetivización resulta en su mutismo, para otras interpretaciones poshoméricas la subjetivización de las Sirenas está vinculada al reconocimiento de que han fallado en seducir a Odiseo. Como resultado, se suicidan. Sería erróneo interpretar el mutismo de las Sirenas o su suicidio como una renuncia a su jouissance tras haberse subjetivizado. Aunque las Sirenas pueden haberse subjetivizado, todavía persisten en su mortífera jouissance. Que las Sirenas se vuelvan mudas o mueran es la prueba de que no renuncian a su jouissance. ¿No era el mismo Freud el que asoció las pulsiones con un silencio fundamental y sostenía que realizan su función silenciosamente, fuera del espacio resonante de la palabra pública? Si las Sirenas hubieran arriesgado su jouissance se hubieran convertido en mujeres ordinarias y hubieran intentado perseguir a Odiseo. Pero entonces nunca se hubieran ganado su estatus como figuras mitológicas. La inversión de papeles entre las Sirenas y Odiseo en Kafka no es entonces tan simétrica, ya que existe una diferencia crucial entre el modo en que las Sirenas son subjetivizadas y el modo en que Odiseo es subjetivizado. En su fascinación por el enigma del canto de las Sirenas (según la versión habitual de la historia), Odiseo no renuncia a su jouissance (que es la razón por la que puede hablar, recordar su experiencia, entrar en el dominio de la comunidad intersubjetiva), mientras el silencio de las Sirenas testifica que ellas, precisamente, decidieron no hacer lo mismo. Lo que ofrece el silencio de las Sirenas es un caso ejemplar de la subjetivización sin aceptar la castración simbólica (el nombre lacaniano del gesto de renunciar a la propia jouissance). Quizás esta paradoja de una subjetividad que de todas formas rechaza la economía fálica de la castración simbólica define el rasgo central del sujeto femenino. Y mi argumento no es que Kafka da meramente un giro moderno a la versión habitual del encuentro entre Odiseo y las Sirenas. De una forma mucho más radical, la inversión de Kafka ofrece la verdad de la versión habitual: la inversión descrita por Kafka ya estaba operativa en la versión estándar del mito como trasfondo omitido. Odiseo, fascinado por el letal canto presubjetivizado de las Sirenas, intenta averiguar su secreto: ¿no es éste el mito del deseo masculino construido sobre la realidad del sujeto masculino enamorado de su propia formación fantasmática y, por esta razón, ignorante de la invisible, pero persistente, subjetividad femenina?
En Renata Salecl. (Per)Versions of Love and Hate. Londres y Nueva York: Verso, 1998, 59-78.
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1. Diversas historias explican por qué las Sirenas se convirtieron en mitad pájaro mitad mujeres. Ovidio relata que una vez fueron muchachas ordinarias, compañeras de Perséfone. Cuando ésta es raptada por Plutón, piden a los dioses alas que les ayuden a buscar a su compañera. Otros autores atribuyen esta transformación a la ira de Deméter, ya que las Sirenas fracasaron en evitar la abducción de su hija. También se decía que Afrodita les privó de su belleza por burlarse de los placeres del amor. Después de su transformación de humanas en mitad pájaro, intentaron rivalizar con las Musas, quienes les quitaron las plumas (Grimal 1991, 403). 2. Algunos estudiosos sostienen la idea de que las Sirenas provenían del culto a las abejas que existía en el Mediterráneo prehelénico y que las asocia con diversas diosas, así como con los espíritus de los muertos (Germain 1963). 3. Para Pietro Pucci, esta poderosa representación del hechizo es única en la literatura mundial, tan sólo comparable al retrato que hace Platón de la rendición de Alcibíades ante la seducción del discurso de Sócrates (Pucci 1987, 210). 4. Aquí Pucci afirma que “el texto de la invitación y promesa de las Sirenas… está escrito en dicción estrictamente ilidíaca” (ibid.). 5. Maurice Blanchot también analiza el encuentro de Odiseo con las Sirenas como el problema de la narración. Sin embargo, la tesis de Blanchot es que Odiseo sí que oyó a las Sirenas, “pero con la perturbadora sordera del que es sordo porque oye”. Odiseo “no asumió ningún riesgo sino que admira a las Sirenas con la cobarde, fría y calculada satisfacción del griego decadente que era y que nunca hubiera figurado entre los héroes de la Iliada” (Blanchot 1982, 60). 6. Las Musas son “supremas en sus campos, y aquellos que osen desafiarlas encontrarán la derrota y el castigo” (Monford y Lenadron 1991, 88). 7. “Hesiodo sostenía que acompañan a los reyes y les inspiran las palabras disuasorias necesarias para resolver cuitas y reestablecer la paz, y conceden a los reyes la gracia que les hace queridos a sus súbditos” (Graves 1990). Traducción propia [N. de la T.]. 8. También se habla del olvido que causa a los hombres que escuchan el canto de las Sirenas. George B. Walsh dice así que el canto de “las Sirenas” es mortífero por su encanto, ya que aparentemente produce tanto placer a los hombres que se olvidan de vivir (Walsh 1984, 15). 9. En contraste, Bertolt Brecht considera arte el canto de las Sirenas, pero pone en cuestión que estas cantantes divinas malgasten sus talentos cantando para gente ordinaria (Brecht 1973, 200). 10. Para un recuento lacaniano detallado de la voz, ver Dólar 1996. 11. En esto, claro está, el pervertido difiere del neurótico, ya que aspira a ser el objeto de la jouissance del Otro. Sin embargo, en este caso, el pervertido impone efectivamente una forma específica de jouissance sobre el Otro. 12. Es significativo que las revistas de mujeres, que están profundamente influidas por las corporaciones cosméticas y de la moda, aconsejen a las mujeres engañadas por sus maridos que se compren ropa nueva, especialmente lencería, para convertirse nuevamente en su objeto de amor. Podemos coincidir con el diseñador Joop que las tiendas funcionan como lugares de terapia. La incapacidad de la industria de la moda para encontrar el objeto que satisfaga el deseo de los consumidores contribuye a que la industria florezca, pero también a que el psicoanálisis tenga pacientes, ya que comprarse un vestido nuevo normalmente no soluciona los traumas. 13. Que la sexualidad humana sufre una castración simbólica significa que la llamada sexualidad natural o incluso la animalidad se reprima cuando el ser humano se convierte en un ser con lenguaje. La represión también significa que hay algo sexualizado en el sujeto que antes no estaba ahí, esto es, la función de la represión es hacer sexual la realidad fuera de lo real. Ver Lacan 1998. 14. Los hombres que tartamudean tienen problemas con su función simbólica. No sólo muestran dificultad para hablar, sino también para asumir una posición en la red simbólica, esto es, asumir un lugar desde el que hablar. Aunque normalmente percibimos a las mujeres como seres sin voz dentro de la sociedad patriarcal, muy raramente encontramos tartamudas, lo que confirma que las mujeres no experimentan problemas con su papel simbólico del mismo modo que los hombres. Ver Leader 1996, 127-28. * Referencias bibliográficas en p. 348.
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Proyecto Violencia de género. Este trabajo pertenece a la serie Heridos que he venido desarrollando desde hace dos años. Decidí elaborar esta serie al ver unas fotos que un amigo cogió de la basura de una tienda de revelado, donde arrojan las que los clientes no van a recoger pasado un tiempo. Entre fotos de fiestas y bautizos, vi unas en las que aparecía una mujer de unos 40 años que mostraba a la cámara los golpes que tenía en la cara, brazos y estómago. El gesto de la mujer era impresionante, una mezcla de enfado, tristeza y orgullo. Aquello era claramente una prueba de los maltratos que estaba sufriendo de cara a una denuncia ante un juez pero que, por algún motivo, y esto es lo más inquietante, no las había recogido de la tienda. Partiendo de esto, comencé a elaborar un archivo de imágenes propias en distintos medios, fotografía, vídeo, pintura o dibujo… en las que quiero que el espectador se sienta tan impresionado como yo me sentí contemplando aquellas enfrentándose a personas maltratadas y humilladas. Este trabajo en concreto, realizado en acuarela específicamente para esta publicación, funciona como un díptico en el que vemos una secuencia de una mujer golpeada que levanta la cabeza dirigiéndose directamente al espectador, implicándole con su mirada en lo que le está ocurriendo.
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Cautiverio Judith L. Herman Un único evento traumático puede ocurrir en cualquier lugar. Sin embargo, un trauma prolongado y repetido sólo se puede dar en una situación de cautiverio. Cuando la víctima puede escapar no puede ser forzada una segunda vez; el trauma repetido ocurre únicamente cuando la víctima es una prisionera sin posibilidades de escapar y sujeta al control de los perpetradores. Tales condiciones existen, evidentemente, en prisiones, campos de concentración y en campos de esclavos o de trabajo; pueden darse, asimismo, en sectas religiosas, burdeles y otras instituciones de explotación sexual organizada, y también en las familias. Si bien se reconoce abiertamente el confinamiento de los presos políticos, el cautiverio doméstico de mujeres y niños pasa normalmente desapercibido. La casa del hombre es su dominio y raramente se reconoce que esa misma casa puede constituir una prisión para mujeres y niños. En el cautiverio doméstico no suelen existir barreras físicas que impidan escapar. La mayoría de las casas, incluso las más opresivas, no tienen barrotes en las ventanas, tampoco alambradas. Las mujeres y los niños no suelen estar encadenados (aunque sucede más a menudo de lo que podamos imaginar). Las barreras que impiElahe Massumi A Kiss Is Not a Kiss, 2001. Fotogramas, vídeo. Cortesía de la artista.
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den escapar son generalmente invisibles, pero no por ello menos poderosas. Los niños son prisioneros por su dependencia. Las mujeres quedan cautivas debido a su subordinación económica, social, psicológica y legal, y también por la fuerza física. La cautividad, que pone a víctima y perpetrador en contacto prolongado, crea un tipo especial de relación: una de control coercitivo. Esto es igualmente cierto cuando la víctima es retenida por la fuerza, como en el caso de los prisioneros y los rehenes, debido a una mezcla de barreras, intimidación y persuasión, como sucede con los miembros de las sectas religiosas, las mujeres maltratadas y los niños víctimas de abusos. El impacto psicológico de la subordinación al control coercitivo puede tener muchos rasgos en común, independientemente de si se da dentro de la esfera pública de la vida política o en la esfera privada de las relaciones sexuales y domésticas. En situaciones de cautividad, quien perpetra el maltrato se convierte en la persona más poderosa de la vida de la víctima, por lo que la psicología acaba conformándose según las acciones y creencias del maltratador. Pero, además, como el perpetrador desconfía de aquel que quiera entenderlo, no se presta a ser estudiado. Como piensa que no 75
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le pasa nada malo, no busca ayuda –a no ser que tenga problemas con la ley–. Su rasgo más común, según el testimonio de las víctimas y la observación de los psicólogos, es su aparente normalidad. Conceptos ordinarios de la psicopatología no llegan a definirlo ni a comprenderlo (Borovsky y Brand 1980, Steiner 1980 y Herman 1988). A la mayoría de la gente esta idea le resulta muy perturbadora. Nos sentiríamos mucho más cómodos si pudiéramos identificarlo fácilmente, si pudiéramos ver con claridad que es un desviado o un perturbado. Pero no es así. La profesora de derecho Hannah Arendt provocó un gran revuelo cuando informó que una docena de psiquiatras habían certificado que Adolf Eichmann, un hombre que había cometido horribles crímenes contra la humanidad, era “normal”: “El problema de Eichmann era precisamente que había muchos como él que no eran unos sádicos ni unos pervertidos; era terrible y aterradoramente normal. Desde el punto de vista de nuestras instituciones legales y de nuestras normas y juicios morales, esta normalidad es mucho más aterradora que todas las atrocidades juntas” (Arendt 1964). Autoritario, reservado, a veces preso de delirios de grandeza, incluso paranoico, el perpetrador es, con todo, de una sensibilidad exquisita hacia la realidad del poder y las normas sociales. Sólo raramente tiene problemas con la ley; más bien, busca situaciones en las que su carácter tiránico sea tolerado, consentido o admirado. Su conducta le dota de un excelente camuflaje, pues pocas personas se imaginan que hombres de aspecto tan convencional son capaces de semejantes crímenes. El primer objetivo del perpetrador es, aparentemente, esclavizar a su víctima, y lo consigue ejerciendo un control despótico sobre todos y cada uno de los aspectos de la vida de ésta. Pero la simple sumisión raramente le satisface. Parece poseer una necesidad psicológica de justificar sus crímenes, y para ello necesita la reafirmación de la víctima. Así exige a su víctima inexorables muestras de respeto, gratitud e incluso amor. Su meta última es, al parecer, crear una víctima complaciente. Rehenes, prisioneros políticos, mujeres golpeadas y esclavos… todos insisten en la curiosa dependencia psicológica que el captor desarrolla con respecto a su víctima. George Orwell da voz a la mente totalitaria en su novela 1984: “Nosotros no nos contentamos con la obediencia negativa, ni siquiera con la sumisión más abyecta. Cuando finalmente os rindáis ante nosotros, tendrá que ser por voluntad propia. No destruimos al hereje porque se nos resiste; mientras se resista no lo destruiremos. Lo convertimos, capturamos su mente interior, le volvemos a dar forma. Aniquilamos todo mal e ilusión en él. Lo ponemos de nuestro lado, no en apariencia, sino genuinamente, en cuerpo y alma” (Orwell 1949, 210). El deseo de control total sobre la otra persona es el común denominador de cualquier forma de tiranía. Los gobiernos totalitarios exigen la confesión y conversión política de sus víctimas. Los propietarios de esclavos exigen la gratitud de sus esclavos. Las sectas religiosas, sacrificios rituales como seña de la sumisión a la voluntad divina del líder. Los perpetradores de violencia doméstica, que sus víctimas den muestras de obediencia y lealtad total sacrificando cualquier otra relación. Los delincuentes sexuales, que sus víctimas encuentren satisfacción sexual en la sumisión. El control total sobre otra persona es la dinámica del poder básica de la pornografía. El atractivo erótico que esta fantasía tiene para un número aterrador de hombres normales alimenta una industria ingente en que mujeres y niños son objeto de abusos, no sólo en la fantasía sino también en la realidad (Dworkin 1981 y MacKinnon 1987).
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La dominación psicológica–– Los métodos que permiten a un ser humano esclavizar a otro son, sorprendentemente, muy parecidos en todas partes. Los relatos de rehenes, presos políticos y supervivientes de campos de concentración de diversos lugares del globo poseen una extraña similitud.A partir de testimonios de presos políticos de muy diferentes culturas, en 1973 Amnistía Internacional publicó un gráfico de métodos coercitivos describiéndolos en detalle (Amnistía Internacional 1973).1 En sistemas políticos tiránicos, a veces es posible trazar la transmisión de métodos coercitivos de una a otra policía secreta o de un grupo terrorista a otro. Estas mismas técnicas se utilizan para subyugar a las mujeres en la prostitución, en la pornografía y en el hogar. En actividades criminales organizadas, los proxenetas y los pornógrafos a veces se instruyen entre sí sobre métodos coercitivos. El uso sistemático de técnicas coercitivas para obligar a las mujeres a prostituirse se conoce como “macerar” (Barry 1977 y Barry, Bunch y Castley 1984). Incluso en situaciones domésticas, en las que el maltratador no pertenece a ninguna organización y no ha sido entrenado en estas técnicas, éste parece reinventarlas una y otra vez. La psicóloga Lenore Walker, en su estudio sobre mujeres maltratadas, ha observado que las técnicas coercitivas de los maltratadores “aún guardando diferencias entre sí, son sorprendentemente similares” (Walker 1979). Los métodos para establecer un control sobre otra persona se basan en una imposición sistemática y repetitiva de un trauma psicológico. Son técnicas organizadas que arrebatan el poder y la conexión de la otra persona. Los métodos de control psicológico están diseñados para infundir terror e indefensión y para destruir el sentido del yo que tiene la víctima en relación con otros. Aunque la violencia es una forma universal de terror, el perpetrador puede no recurrir a ella regularmente sino sólo como último recurso. A menudo no es necesario utilizar la violencia para mantener a la víctima en un constante estado de terror. La amenaza de muerte o de golpes severos es mucho más frecuente que el recurso final a la violencia. Las amenazas a otros normalmente son tan efectivas como las hechas a la propia víctima. Muchas mujeres maltratadas, por ejemplo, cuentan que su maltratador les amenazaba con matar a sus hijos, a sus padres o a cualquier amigo que pudiera esconderlas si intentaban escapar. El miedo también aumenta con estallidos de violencia impredecibles y arbitrarios y con la imposición de normas mezquinas. El efecto final de estas técnicas es convencer a la víctima de que él es omnipotente, de que la resistencia es inútil y de que su vida depende de ganar su indulgencia a través de su total sumisión. Su objetivo es infundir en su víctima no sólo temor a que la mate, sino también gratitud porque le deja vivir. Supervivientes de violencia doméstica o cautividad por motivos políticos muy a menudo describen ocasiones en las que estaban convencidos de que se les mataría, sólo para ser perdonados en el último momento. Después de una serie de ciclos en los que se aplaza una muerte cierta, es probable que la víctima llegue a verle, paradójicamente, como su salvador. Además de inducir temor, el perpetrador busca destruir el sentido de autonomía de la víctima. Esto lo consigue a través del escrutinio y control de su cuerpo y funciones corporales. El perpetrador supervisa lo que come la víctima, cuándo duerme, cuándo va al baño, la ropa que se pone. Cuando se le priva de comida, sueño o ejercicio, este control tiene como consecuencia el debilitamiento físico. Pero incluso cuando se cubren adecuadamente las necesidades básicas de la víctima, el asalto a la autonomía del cuerpo le
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Paul McCarthy y Mike Kelley Cultural Soup 1987, vídeo/DVD, color, v.o.s. 6’55”. Cortesía Electronic Arts Intermix, Nueva York. Desde el principio de su carrera, Paul McCarthy ha incorporado elementos de performance en su obra. Esta práctica empezó en 1966-67, en su época de estudiante, cuando creó una serie de dibujos quemando el lienzo con un soplete. McCarthy a menudo recurre al vestuario, al atrezo y los decorados de Hollywood para presentar su propia versión demencial. Como productor y propagador de la cultura popular y sus valores, en obras como Pinoccio Pipenose Householddilemma, 1994, Family Tyranny y Cultural Soup habla de una familia disfuncional y representa un drama doméstico. El retrato de McCarthy nunca se ajusta a la imagen oficial. Su obra produce la sensación de asistir a un horror personal –desde las actividades incestuosas de Heidi, 1992, hasta el sexo improbable en Yaa Hoo, que continúa en Santa’s Theater–. La mirada voyeur ha sido una constante en la obra de McCarthy.
Realizado en colaboración con Mike Kelley, Cultural Soup fue grabado durante una sola sesión en un estudio de televisión de acceso público donde McCarthy construyó un tosco escenario parecido a los de las comedias televisivas. Según Kelley, “me pidió que le ayudara y cuando le pregunté qué quería que hiciese me contestó: ‘Yo hago de padre y tú de hijo’. Nada más. Cuando llegué al estudio se encendieron las cámaras y rodamos durante seis horas. Las dos películas resultantes sólo contienen una pequeña selección de material”. Debido a sus elementos performativos, ver esta obra es una experiencia divertida pero también desconcertante, ya que cualquiera podría asumir el papel de elfo atormentador. En estos dos vídeos, como en obras anteriores, McCarthy convierte a los espectadores en dobles de los protagonistas, implicándolos en la acción.
avergüenza y desmoraliza. Irina Ratushinkaya, una prisionera política, describe los métodos de sus captores: Todas esas normas de comportamiento humano que te han inculcado desde la cuna son sometidas a una destrucción sistemática. ¿Que es normal querer estar limpio?... Pues pilla la sarna y hongos en la piel, vive en la porquería, respira el hedor del cubo de excrementos, ¡y entonces te arrepentirás de tu mal comportamiento! ¿Que las mujeres tienden al pudor? Razón de más para desnudarlas durante los registros… ¿Que una persona normal se siente repelida por las obscenidades y las mentiras? Te encontrarás tal cantidad de ambas que tendrás que aferrarte a todos tus recursos para recordar que existe… otra realidad… Sólo mediante un tremendo esfuerzo de la voluntad es posible conservar tu antigua escala de valores (Ratushinskaya 1989, 260).
En las sectas religiosas, los miembros pueden ser sometidos a un estricto control de su alimentación y de su vestido, incluso sometidos a interrogatorios exhaustivos sobre su incumplimiento de las reglas. De manera similar, los prisioneros domésticos y sexuales frecuentemente describen largos periodos en los que se les privaba de sueño durante interrogatorios instigados por los celos, y a una escrupulosa supervisión de su ropa, apariencia, peso y alimentación. Y casi siempre, en el caso de las prisioneras, domésticas o políticas, el control sobre su cuerpo suponía amenazas sexuales y violaciones. Una mujer maltratada describe su experiencia de la violación a manos de su marido: “Era un matrimonio extremadamente brutal. Él era tan patriarcal... Sentía que los niños y yo le perte78
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necíamos –que yo era de su propiedad–. Durante las primeras tres semanas de nuestro matrimonio me dijo que debía considerarle Dios y su palabra el Evangelio. Si no me apetecía hacer el amor y a él sí, mis deseos no contaban. Una vez yo no quería y nos peleamos. Estaba furioso porque le rechazara. Yo protestaba y le rogaba y él se enfadaba porque decía que yo era su mujer y que no tenía derecho a rechazarle. Estábamos en la cama y se me impuso. Era más grande que yo, así que me sujetó y me violó” (Russell 1982, 123). Una vez que el perpetrador ha conseguido establecer un control cotidiano sobre el cuerpo de la víctima, se convierte en su fuente no sólo de temor y humillación, sino también de alivio. La esperanza de una comida, un baño, una palabra amable o cualquier otro detalle ordinario puede tener un enorme atractivo para una persona privada de ellos durante suficiente tiempo. Puede debilitar aún más a su víctima dándole drogas adictivas o alcohol. La concesión arbitraria de pequeñas satisfacciones socava la resistencia psicológica de la víctima de forma mucho más efectiva que un ininterrumpido ejercicio del miedo y la privación. Patricia Hearst, rehén de una célula terrorista, describe cómo se premiaba su obediencia con pequeñas mejorías en las condiciones de su cautiverio: “Al demostrar estar de acuerdo con ellos, me sacaban del armario cada vez más a menudo. Me permitían comer con ellos de vez en cuando y en ocasiones me dejaban sentarme con ellos con los ojos vendados, por la noche, cuando tenían conversaciones o grupos de estudio. Me permitían quitarme la venda cuando me encerraban en el armario por la noche y eso era una bendición” (Hearst y Moscow 1982, 85). 79
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Los prisioneros políticos, que son conscientes de los métodos de control coercitivo, prestan particular atención a conservar su sentido de la autonomía. Una forma de resistencia es negarse a cumplir exigencias mezquinas o a recibir recompensas. La huelga de hambre es la expresión última de este tipo de resistencia. Debido a que el prisionero se somete voluntariamente a una privación mayor que la impuesta por su captor, afirma su sentido de la integridad y de autocontrol. El psicólogo Joel Dimsdale cuenta cómo una prisionera de un campo de concentración nazi ayunó en Yom-Kippur para demostrar a sus captores que no la habían doblegado (Dimsdale 1980).
“Era, en efecto, realmente cíclico… y lo raro era que en los periodos buenos casi no podía acordarme de los malos. Y era como si llevara dos vidas distintas” El preso político Natan Sharansky describe el efecto psicológico de la resistencia: “En cuanto anuncié mi huelga de hambre me desembaracé del sentimiento de desesperación e impotencia, y de la humillación de ser forzado a tolerar la tiranía de la KGB… La amargura, indignación y determinación que se había ido acumulando durante los últimos nueve meses dio paso a un extraño alivio; por fin estaba defendiéndome a mí y a mi mundo de ellos” (Sharansky 1988, 339). Estos premios intermitentes para ligar víctima y perpetrador alcanzan su forma más retorcida en la violencia doméstica. Como no existen barreras físicas que impidan escapar, lo más probable es que tras una explosión de violencia la víctima intente huir. Normalmente se le persuade para que vuelva, no mediante más amenazas, sino de disculpas, expresiones de amor, promesas de cambio y apelaciones a su lealtad y compasión. Por un momento, el equilibrio de poder de la relación parece invertirse, pues el maltratador hará lo que esté en su mano para ganarse a la víctima. La intensidad de su atención posesiva no ha cambiado, pero se ha transformado radicalmente. Él insiste en que su actitud dominante sólo demuestra su desesperado amor y necesidad de ella. Puede que él mismo lo crea así. Además le suplica que su destino está en sus manos, y que ella tiene el poder de que la violencia cese dándole pruebas de su amor por él. Walker observa que la fase de reconciliación es un paso crucial para derribar la resistencia psicológica de la mujer maltratada (Walker 1979). Una mujer que finalmente logró escapar de una relación de maltrato describe cómo estas satisfacciones intermitentes la unían a su maltratador: “Era, en efecto, realmente cíclico… y lo raro era que en los periodos buenos casi no podía acordarme de los malos. Y era como si llevara dos vidas distintas” (Kelly 1988, 127). Se necesitan métodos adicionales, no obstante, para conseguir una completa dominación. Mientras la víctima mantenga el contacto con otras personas, el poder del perpetrador es limitado. Por esta razón siempre busca aislar a su víctima de cualquier otra fuente de información, ayuda material o apoyo emocional. Muchos prisioneros políticos relatan cómo los captores intentaban impedir su comunicación con el mundo exterior y convencerles de que sus aliados más próximos los habían olvidado o traicionado. Y los
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informes sobre violencia doméstica dan cuenta, asimismo, de cómo los perpetradores, celosos, las vigilaban y espiaban, interceptaban sus cartas y conversaciones telefónicas, lo cual derivaba en el confinamiento de la mujer maltratada en su casa. Junto a acusaciones constantes de infidelidad, el maltratador exige que su víctima le dé pruebas de su lealtad renunciando a su trabajo y con él a su fuente de independencia económica, a sus amistades o incluso a los lazos familiares. La destrucción de los afectos requiere no sólo aislar a la víctima de otras personas, sino también la destrucción de sus imágenes internas de conexión con los demás. Por ello, el perpetrador hace lo que sea para privar a la víctima de cualquier objeto que tenga importancia simbólica. Una mujer maltratada describe cómo su novio le sometió al sacrificio ritual de sus símbolos de afecto: “No me pegó pero se enfadó mucho. Yo pensaba que era porque yo le gustaba y tenía celos, pero sólo más tarde me di cuenta de que no tenía nada que ver con que le gustara. Era algo muy diferente. Me hizo un montón de preguntas sobre con quién había estado antes de conocerle e hizo que trajera de mi casa una carpeta entera de cartas y fotografías, me miraba tirarlas por una alcantarilla y yo tenía que tirarlas una a una –romperlas y tirarlas”– (Dobash y Dobash 1979). Al principio de la relación, esta mujer podía persuadirse de que sólo estaba haciendo una pequeña concesión simbólica. Los relatos de las mujeres maltratadas están plagados de sacrificios de este tipo, que lenta e imperceptiblemente van destruyendo sus vínculos con los demás. En retrospectiva, muchas mujeres se describen a sí mismas como caminando hacia una trampa. Una prostituta coaccionada, estrella de cine pornográfico, cuenta cómo su chulo la fue atrapando paulatinamente, cómo al principio la persuadió de que cortara la relación con sus padres: “Yo accedí. Cuando digo esto me doy cuenta de que por aquel entonces accedí a demasiadas cosas… Nadie me estaba retorciendo el brazo, todavía no. Todo fue muy suave y gradual, pasito a pasito… Empezó con cosas tan nimias que no vi el patrón de conducta hasta mucho más tarde” (Lovelace y McGrady 1980). Los presos por motivos políticos, los cuales conocen a fondo las estrategias de control y resistencia, generalmente entienden que el aislamiento es un peligro que debe ser evitado a cualquier precio, y que nada es “una pequeña concesión” cuando de lo que se trata es de eliminar su conexión con el mundo exterior. Por muy tenazmente que sus captores intenten destruir sus relaciones, estos prisioneros intentan, también tenazmente, conservar la comunicación con el mundo exterior a su confinamiento. Se esfuerzan deliberadamente por evocar imágenes mentales de las personas a las que aman con el fin de preservar su sentido de conexión. También luchan por conservar símbolos materiales de fidelidad. Puede que arriesguen sus vidas por una alianza, una carta, una fotografía o cualquier otro recuerdo sentimental. Estos riesgos, que podrían parecer heroicos o estúpidos desde fuera, se corren por razones enormemente pragmáticas. Bajo condiciones de prolongado aislamiento, los prisioneros necesitan “objetos de transición” para preservar su sentido de conexión con otros. Y ellos entienden que perder esos símbolos de cariño es perderse a sí mismos. A medida que la víctima se aísla, se hace cada vez más dependiente del perpetrador, no sólo en cuanto a su supervivencia y sus necesidades físicas básicas, sino también en cuanto a información y sustento emocional. Cuanto más miedo tiene, más tentada está a aferrarse a la única relación que le está permitida: la relación con su captor. En ausencia de otra conexión humana, intentará encontrar humanidad en él. Inevitablemente, a
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Sigalit Landau Barbed Hula 2002, DVD, color, sonido, 2’. Cortesía Anita Beckers Galerie, Frankfurt. La obra de Sigalit Landau está relacionada con la pérdida de la orientación y con recuperarla temporalmente (con pasión y compasión). Este vídeo corto –en su formato original un loop– habla del dolor a través del dolor. Aunque las púas del hula-hop estén dispuestas hacia fuera, Landau lo hace girar lo más rápido posible para evitar lacerarse, convirtiendo la velocidad en un escudo frente al dolor.
Según la artista, “en esta obra trato la imagen en movimiento, el vídeo loop en sí mismo como metáfora para un estar atrapado en continuo dentro de la inexistencia del espacio”. La corta historia que cuenta es una metáfora de la vida. “En Barbed Hula muestro mi propia danza del vientre, es un acto personal y sensorial-político acerca de lo que está fuera de lo visible, debajo de la piel, los límites, y que rodea el cuerpo activamente, eternamente”.
falta de otro punto de vista, la víctima llegará a ver el mundo a través de sus ojos. Hearst describe cómo hablaba con sus raptores pensando que podría engañarles y que no tuvo que pasar mucho tiempo para que ella fuera la engañada: Con el tiempo, aunque casi no me daba cuenta, me volvieron totalmente del revés, o casi totalmente. Como a un prisionero de guerra, encerrada con una venda en los ojos durante dos largos meses, me habían bombardeado incesantemente con las interpretaciones de la SLA2 sobre la vida, la política, la economía, las condiciones sociales y la actualidad. Cuando me sacaron del armario, yo pensaba que me burlaba de ellos repitiendo como un loro sus clichés y su jerga sin creérmelas. Entonces comenzó una especie de shock imperceptible. Para conservar mi salud mental y mi equilibrio mientras funcionaba día a día en este nuevo contexto, aprendí a actuar automáticamente como un buen soldado, haciendo lo que se me decía y creyéndomelo todo… La realidad para ellos era diferente de todo lo que yo había conocido, y en ese momento su realidad se había convertido en mi realidad” (Hearst y Moscow 1982, 178-79). Los prisioneros políticos son plenamente conscientes del peligro de mantener una relación normal con sus captores. De todos los prisioneros, este grupo es el que está más preparado para aguantar los corrosivos efectos psicológicos del cautiverio. Han elegido un camino en su vida con pleno conocimiento de su peligro, tienen una clara definición de sus propios principios y una profunda fe en sus aliados. Sin embargo, incluso este grupo de gente tan concienciada y motivada se da cuenta de que corren el riesgo de desarrollar una dependencia emocional de sus captores. Se protegen únicamente negándose a establecer la más mínima y superficial relación con sus adversarios. Sharansky habla de cómo se comenzó a sentir atraído por ellos: “Me daba cuenta de todas las áreas humanas que compartía con los hombres de la KGB. Si bien esto era bastante natural, también era muy peligroso, porque un sentido gradual de nuestra común humanidad podría convertirse fácilmente en el primer paso de mi rendición. Si mis interrogadores eran mi único vínculo con el mundo exterior, llegaría a depender de ellos y a buscar puntos de entendimiento” (Sharansky 1988, 46). 82
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Mientras los prisioneros políticos tienen que hacer acopio de todos sus recursos para evitar el desarrollo de una dependencia emocional de sus captores, la gente que carece de este extraordinario grado de preparación, conciencia política y apoyo moral normalmente desarrolla cierto grado de dependencia. El vínculo entre el rehén y su raptor es la norma y no la excepción. Un confinamiento prolongado bajo amenaza de muerte y un aislamiento del mundo exterior produce, indudablemente, la identificación entre el captor y su víctima. Es bien conocido que algunos rehenes, tras su liberación, defienden la causa de sus captores, les visitan en la cárcel y recaudan fondos para su defensa (Symonds 1982 y Strentz 1982). Los lazos emocionales que se desarrollan entre maltratada y maltratador, aunque comparables con los del rehén y el raptor, poseen rasgos únicos basados en la especial relación que se da en la violencia doméstica (Graham, Rawlings y Rimini 1988, Dutton y Painter 1981). Un rehén normalmente es hecho prisionero por sorpresa. Al principio no sabe nada de su captor, o le toma por su enemigo. Bajo coacción, el rehén va perdiendo progresivamente su sistema previo de creencias: llega un momento en que empatiza con él y ve el mundo desde su perspectiva. En la violencia doméstica, por el contrario, la víctima es hecha prisionera gradualmente a través del cortejo. Una situación análoga es el método de reclutamiento de las sectas religiosas, conocido como “bombardeo de amor” (Halperin 1983). La mujer que tiene una relación emocional con un maltratador inicialmente interpreta su atención posesiva como una prueba de amor apasionado. Puede que al principio se sienta halagada y reconfortada por su intenso interés por todos y cada uno de los aspectos de su vida. A medida que se hace más dominante, puede minimizar o excusar su com83
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portamiento, no sólo porque le teme sino también porque le quiere. Para resistir una gradual dependencia emocional de él, tendrá que desarrollar una visión nueva e independiente que contradiga activamente el sistema de creencias de su captor. No sólo deberá evitar sentir empatía por el maltratador, sino también reprimir su afecto por él. Tendrá que hacerlo a pesar de los persuasivos argumentos de éste (de que sólo un sacrificio más, una prueba más de su amor por él, haría cesar la violencia y salvaría su relación). Como la autoestima y el orgullo de muchas mujeres se deriva de su capacidad para conservar sus relaciones, muchas veces el maltratador puede atrapar a su víctima apelando a sus valores más queridos. No es sorprendente, entonces, que se suela persuadir a las mujeres maltratadas de que regresen después de intentar huir de él (Strube 1988).
Rendición total–– El terror, las satisfacciones intermitentes, el aislamiento y la dependencia forzada pueden conseguir crear un prisionero obediente y sumiso. Pero la fase final del control psicológico de la víctima no se completa hasta que se ve obligada a violar sus propios principios morales y a traicionar sus relaciones humanas más básicas. Desde el punto de vista psicológico, ésta es la técnica más coercitiva y destructiva de todas, pues la víctima que sucumbe se odia a sí misma. Es en este punto, cuando bajo coacción la víctima participa en el sacrificio de otros, cuando se la ha doblegado por completo. En el maltrato doméstico, la violación de estos principios normalmente implica la humillación sexual. Muchas mujeres golpeadas relatan haberse visto forzadas a participar en relaciones sexuales que ellas encontraban inmorales o repugnantes; otras describen ser obligadas a mentir para ocultar la deshonestidad de su pareja o a tomar parte en actividades ilegales (Walker 1979). A menudo, la violación de las relaciones supone el sacrificio de los niños. Los hombres que pegan a sus mujeres normalmente también abusan de sus hijos (Bowker, Arbitel y McFerron 1988). Aunque muchas mujeres que no se atreven a defenderse a sí mismas sí defienden a sus hijos, otras están tan intimidadas que no intervienen ni siquiera cuando se los maltrata. Muchas no sólo eliminan sus propias dudas y objeciones, sino que engatusan a sus hijos para que obedezcan o les castigan por protestar. Una vez más, el esquema de traición puede comenzar con concesiones aparentemente pequeñas, pero con el tiempo va progresando hasta un punto en el que incluso un abuso escandaloso, físico o sexual, de los niños se soporta en silencio. En este punto, la desmoralización de la mujer maltratada es completa. Los supervivientes de torturas y de encarcelamiento por motivos políticos describen cómo se les obligaba a mirar, impotentes, mientras se perpetraban atrocidades a un ser querido. En su recuento sobre los campos de exterminación nazi de AuschwitzBirkenau, Elie Wiesel cuenta cómo la devoción y lealtad mutuas mantuvieron su firmeza y la de su padre en situaciones terribles, atroces. Wiesel describe las numerosas ocasiones en las que desafiaron peligros para seguir estando juntos, y también muchos momentos de ternura y comprensión. Y, sin embargo, todavía le acosan aquellos momentos en que siente fue desleal a su padre: “[El vigilante] comenzó a golpearle con una barra de hierro. Al principio mi padre se protegía de los golpes, pero luego se dobló como un árbol fulminado por un rayo, y se derrumbó. Yo me quedé callado. De hecho, estaba pensando en la forma de alejarme para que no me pegaran a mí también. La ira que sentía en ese momento no era contra el [vigilante], sino contra mi padre. Estaba
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Este estado de degradación psicológica es reversible. Mientras dura su cautiverio, las víctimas describen periodos alternantes entre la sumisión y la resistencia más activa. enfadado con él por no saber cómo evitar el estallido de Idek. Eso es en lo que me había convertido el campo de concentración” (Wiesel 1960, 61). Desde una perspectiva realista, se podría argumentar que habría sido inútil que el hijo ayudara al padre y que quizás una evidente muestra de apoyo hubiera puesto a ambos ante un peligro mayor. Pero este argumento no ofrece consuelo alguno a la víctima, que se siente completamente humillado ante su impotencia. Incluso el sentimiento de ira ya no preserva su dignidad, pues ha sido doblegado por la voluntad de sus enemigos y dirigido contra la persona amada. Este sentimiento de vergüenza y derrota no proviene sólo de su incapacidad para interceder por su padre, sino también de reconocer que sus captores habían usurpado su vida interior. Los prisioneros, incluso aquellos que han logrado resistir, entienden que, bajo una extrema coacción, cualquiera puede ser doblegado. Generalmente se distinguen dos estadios en este proceso. El primero se alcanza cuando la víctima renuncia a su autonomía interior, visión del mundo, principios morales, sentido de conexión con otros… para sobrevivir. Se produce una desconexión, una especie de apagón de sentimientos, pensamientos, iniciativa, capacidad de juicio. El psiquiatra Henry Krystal, que trabaja con supervivientes del holocausto nazi, llama a este estado “robotización” (Krystal 1978). Muchos prisioneros que han experimentado este estado psicológico dicen que habían sido reducidos a formas de vida no-humanas. Lovelace describe así este estado de degradación, mientras se le forzaba a meterse en la prostitución y la pornografía: “Al principio estaba segura de que Dios me ayudaría a escaparme, pero con el tiempo mi fe comenzó a flaquear. Estaba cada vez más asustada, todo me daba miedo. Sólo pensar en escaparme me producía terror. Me habían degradado de todas las formas posibles, arrebatado toda mi dignidad, reducida a un animal cuando no a un vegetal. Si me quedaba alguna fuerza, comenzó a desparecer. El simple acto de sobrevivir absorbía todo: llegar al día siguiente era un triunfo” (Lovelace y McGrady 1980, 70). Jacob Timerman, editor y hombre de letras encarcelado por su disidencia política, describe una experiencia igual de degradante: “Aunque no podría describir la magnitud de ese dolor, quizás sí puedo ofrecer un consejo a los que en el futuro sean víctimas de la tortura… Durante el año y medio que estuve bajo arresto domiciliario dediqué mucho tiempo a pensar sobre mi actitud durante las sesiones de tortura y aislamiento. Me daba cuenta de que, instintivamente, había desarrollado una actitud de pasividad total… Sentía que me estaba convirtiendo en un vegetal, desechando toda sensación o emoción lógica –temor, odio, venganza–, porque cualquier emoción o sensación significaba gastar inútilmente mi energía” (Timerman 1988, 34-35). Este estado de degradación psicológica es reversible. Mientras dura su cautiverio, las víctimas describen periodos alternantes entre la sumisión y la resistencia más activa. El segundo estadio, irreversible, de la derrota de una persona se alcanza con la pérdida del deseo de vivir. Esto no es lo mismo que querer suicidarse: las personas en cautividad
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Karin Jurschick The Peacekeepers and the Women / Die Helfer und die Frauen 2003, Digi-Beta, color, v.o.s. 80’. Cortesía de la artista. The Peacekeepers and the Women es una película sobre el modo en que las fuerzas armadas y las organizaciones políticas intentan resolver los problemas de los cuales son, en parte, responsables. Trafficking, el comercio de mujeres y niñas forzadas a ejercer la prostitución, se ha convertido en una industria en auge en Kosovo y Bosnia-Herzegovina. Miembros de las fuerzas armadas y las agencias humanitarias allí destinadas se cuentan entre sus clientes más solventes. Evitando el habitual punto de vista víctima/ perpetrador, la película se centra en la forma en la que los entrevistados se presentan a sí mismos, en la forma en que cada uno habla sobre el tema.
El problema: el tráfico de mujeres y su posterior explotación sexual forzada. / Los destacamentos militares: OTAN, SFOR y KFOR. / Las organizaciones políticas: Naciones Unidas. El destacamento especial de la policía Internacional bajo la dirección de las Naciones Unidas, la organización Internacional para Migración (IOM) y otras. / Escenarios: Moldavia como uno de los países de origen de las mujeres, Bosnia y Kosovo como países de destino, donde las fuerzas militares y posteriormente la ONU y las agencias de ayuda internacional intentan establecer normas. / La estructura: circular.
viven continuamente con la fantasía del suicidio y, en ocasiones, los intentos de suicidio no son excluyentes de una firme determinación de sobrevivir. Timerman, de hecho, describe el deseo de suicidarse en estas circunstancias extremas como un signo de resistencia y dignidad. El suicidio, afirma, “significa introducir en la vida diaria algo que está a la par con la violencia que te rodea… Es como situarse al mismo nivel de tus carceleros” (Timerman 1988, 90-91). El suicidio implica una posición activa; preserva un sentido interno de control. Como en el caso de la huelga de hambre, la víctima afirma su actitud de desafío a través de su voluntad de acabar con su vida. Perder la voluntad de vivir, por contraste, representa la fase final del proceso a la que Timerman se refiere como la adopción de “una actitud de pasividad total”. Muchos supervivientes de los campos de exterminio nazi describen esta condición fatal, a la que se daba el nombre de “musulmán”. Los prisioneros que habían llegado a este punto de degradación ya no intentaban buscar comida o calor y no hacían nada para evitar ser golpeados. Se les consideraba muertos vivientes (Levi 1961, Wiesel 1960 y Krystal 1978). Muchos supervivientes de situaciones extremas recuerdan un momento decisivo en el que se sintieron tentados a entrar en esta fase terminal, pero finalmente eligieron conscientemente luchar por su vida. Hearst habla de este punto de su confinamiento: Sabía que, debido a mi confinamiento, cada vez estaba más débil. Pero esta vez me asaltó con claridad la sensación de que me estaba muriendo. Había un umbral de no retorno y yo podía percibir, sentir, que estaba al borde. Mi cuerpo estaba exhausto, sin fuerza alguna: aunque me hubieran dicho que me podía marchar, ni siquiera podía mantenerme en pie… Estaba tan cansada, tan cansada; todo lo que deseaba hacer era dormir. Y sabía que era peligroso, fatal, como un hombre perdido en las nieves del Ártico que se tumba para dormir una siesta y no vuelve a despertar. Mi mente, de repente, revivió y se puso alerta. Me daba cuenta de lo que me estaba ocurriendo…
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Se dio una batalla silenciosa dentro del armario, y mi mente ganó. Deliberada y claramente, decidí no morir, al menos no por voluntad propia. Lucharía con todas mis fuerzas por sobrevivir (Hearst y Moscow 1982, 75-76).
El síndrome del trauma crónico–– Las personas sometidas a un repetido y prolongado trauma desarrollan una insidiosa y progresiva forma de estrés postraumático que invade y erosiona su personalidad. Mientras la víctima de una intensa pero única situación traumática puede sentir que ya no es “ella” tras lo sucedido, la víctima de un trauma crónico puede sentirse cambiada irrevocablemente o perder su sentido del yo por completo. Uno de los temores más agudos de una persona traumatizada es que el momento de horror vuelva a repetirse, y este temor se hace real en los casos de abuso crónico. No es sorprendente, entonces, que la repetición del trauma aumente los síntomas de sobreexcitación del síndrome postraumático. Las personas que han sido sometidas a un trauma crónico están siempre alerta, nerviosas, llenas de ansiedad. La psiquiatra Elaine Hilberman describe el estado de terror permanente experimentado por mujeres maltratadas: “Cualquier cosa relacionada con la violencia, aunque sea remotamente –sirenas, truenos, un portazo– disparan el miedo. Se tiene un sentimiento constante de peligro inminente, de que va a pasar algo horrible. Cualquier signo, simbólico o real, de peligro potencial deriva en hiperactividad, nerviosismo, ir de un lado a otro, gritar y llorar. Todas tienen las mismas pesadillas de abierta violencia y peligro” (Hilberman 1980, 1341). Las víctimas de trauma crónico ya no tienen un estado de calma física o de tranquilidad. Con el tiempo perciben que sus cuerpos se han vuelto en su contra. Empiezan a quejarse no sólo de insomnio y de nerviosismo, sino también de numerosos síntomas somáticos. Cefaleas, molestias gastrointestinales y dolores abdominales, de espalda o 87
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pélvicos, son muy comunes. Los supervivientes se quejan de temblores, sensaciones de ahogo y palpitaciones. Estudios sobre supervivientes del holocausto nazi muestran que todos experimentaban las mismas reacciones psicosomáticas (Hoppe 1968, 324-26, Krystal y Niederland 1968 y De Loos 1990). Refugiados de campos de concentración de Extremo Oriente hacen las mismas observaciones (Kroll, Habenicht y Mackenzie 1989). Los supervivientes asimilan el sufrimiento de su prolongado cautiverio sobre todo de forma somática (Goldstein, Van Kammen y Shelly 1987, 1210-13 y Kluznik et al. 1986, 1443-6). O puede que se acostumbren a esas condiciones y ya no puedan reconocer el nexo entre sus síntomas de angustia física y el clima de terror que los originó.
Cuando una víctima ha sido reducida a la simple supervivencia, la constricción psicológica se convierte en una forma esencial de adaptación. Los síntomas intrusivos de estrés postraumático también persisten en supervivientes de traumas prolongados y repetitivos. Pero a diferencia de los síntomas intrusivos tras un único y profundo trauma, que tiende a remitir transcurridas unas semanas o meses, estos síntomas pueden persistir durante años después de la liberación del cautiverio. Los estudios de prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial o la Guerra de Corea, por ejemplo, ponen de manifiesto que 35 o 40 años después de su puesta en libertad la mayoría de estos hombres todavía tenían pesadillas, continuos flashbacks, y reacciones extremas o recuerdos de sus experiencias como prisioneros de guerra. Sus síntomas eran más severos que los de los veteranos de guerra de esos conflictos que no fueron capturados o encarcelados (Sutker, Winstead y Galina 1991). Tras 40 años, los supervivientes de los campos de concentración nazi también informan de severos y agudos síntomas intrusivos (Eaton, Sigal y Weinfeld 1982, 773-77). Pero los síntomas de estrés postraumático más exagerados entre personas traumatizadas crónicamente son la evitación y la constricción. Cuando una víctima ha sido reducida a la simple supervivencia, la constricción psicológica se convierte en una forma esencial de adaptación. Esta reducción se aplica a todos y cada uno de los aspectos de la vida –relaciones, actividades, pensamientos, recuerdos, emociones e incluso sensaciones–. Y aunque esta constricción sirve para adaptarse a la situación de cautiverio, también lleva a una especie de atrofia de las funciones psicológicas que han sido suprimidas, al desarrollo exagerado de la propia vida interior y a la soledad. Las personas en cautiverio pueden convertirse en adeptos a las artes de la conciencia alterada mediante la práctica de la disociación, supresión voluntaria de pensamientos, minimización y, a veces, directamente, la negación total de la realidad. La psicología carece de un término para designar este complejo repertorio de maniobras mentales simultáneamente conscientes e inconscientes. Quizás la forma más adecuada de referirse a ellas es doblepensar, según lo definía Orwell: “Doblepensar significa el poder, la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente, dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente. [La persona] sabe en qué dirección
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han de ser alterados sus recuerdos; por tanto, sabe que está falseando la realidad; pero al mismo tiempo se satisface a sí mismo por medio del ejercicio del doblepensar, pues la realidad no queda violada. Este proceso ha de ser consciente, pues si no, no se verificaría con la suficiente precisión, pero también tiene que ser inconsciente para que no deje un sentimiento de falsedad y, por tanto, de culpabilidad... Incluso para usar la palabra doblepensar es preciso emplear el doblepensar” (Orwell 1949). La capacidad de sostener simultáneamente creencias contradictorias es una de las características de los estados de trance. Poder alterar la percepción es otra. Los prisioneros se instruyen entre sí en la inducción de estos estados mediante cánticos, oraciones o sencillas técnicas hipnóticas. Estas técnicas se aplican conscientemente para soportar el hambre, el frío y el dolor. Alicia Partnoy, una “desaparecida” argentina, describe sus primeros intentos fallidos de entrar en estado de trance: “Probablemente fue el hambre lo que despertó mi curiosidad por el mundo extrasensorial. Comencé a relajar mis músculos. Pensaba que mi mente, liberada de su peso, viajaría adonde yo deseara. Pero el experimento fracasó. Yo esperaba que mi psique, suspendida desde el techo, sería capaz de observar mi cuerpo tumbado sobre el colchón manchado de sangre y suciedad. No ocurrió exactamente así. Quizás los ojos de mi mente también estaban vendados” (Partnoy 1986, 49). Después, tras aprender de otros prisioneros técnicas de meditación, pudo limitar su percepción psíquica del dolor y las reacciones ante el terror y la humillación alterando su sentido de la realidad. Ilustrativo del punto hasta el que logró disociar su experiencia es el hecho de narrar sus experiencias en tercera persona: “Quítate la ropa”. Ella se quedó en ropa interior, la cabeza erguida. Esperaba. “Te he dicho que te lo quites todo”. Se quitó el resto de la ropa. Se sentía como si los guardias no existieran, como si fueran simplemente gusanos repugnantes que podía apartar de su mente pensando en cosas agradables (Partnoy 1986, 71).
Durante un prolongado confinamiento en soledad, algunos prisioneros son capaces de desarrollar una capacidad para caer en trance que se da únicamente en personas con gran facilidad para ser hipnotizadas. Esto incluye capacidad de tener alucinaciones positivas o negativas y para disociar la personalidad. Elaine Mohamed, una presa política sudafricana, describe la alteración psicológica sufrida en cautiverio: Comencé a alucinar en prisión, posiblemente para combatir la soledad. Me acuerdo de que durante el juicio alguien me preguntó, “Elaine, ¿qué estás haciendo”, yo no paraba de pasar la mano por detrás, y le dije, “me estoy acariciando la cola”. Para mí yo era una ardilla. Casi todas mis alucinaciones tenían que ver con el miedo. Las ventanas de mi celda eran demasiado altas para mirar, pero tenía alucinaciones de que algo entraba en mi celda, como un lobo, por poner un ejemplo. Y comencé a hablar conmigo misma. Mi segundo nombre es Rose y siempre lo he odiado. A veces, yo era Rose hablando a Elaine, y a veces Elaine hablando a Rose. Sentía que Elaine era la más fuerte, mientras que Rose era la persona a la que yo despreciaba. Era la débil, la que lloraba y se enfadaba y no podía soportar el arresto y se iba a desmoronar. Elaine podía aguantarlo (Russell 1989, 40-41).
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Además del uso de estados de trance, los prisioneros desarrollan la capacidad de limitar y reprimir pensamientos a voluntad. Esto se hace especialmente con los pensamientos sobre el futuro. Pensar sobre el futuro despierta una añoranza y esperanza tan intensas que se hace insoportable; pronto aprenden que estas emociones les hacen vulnerables a la decepción y que la decepción les lleva a la desesperación. Por eso, conscientemente, restringen su atención y se concentran en objetivos muy limitados. El futuro queda reducido a una cuestión de horas diarias. La alteración del sentido del tiempo comienza con la obliteración del futuro, pero poco a poco deriva en la obliteración del pasado. Los prisioneros que activa y conscientemente han opuesto resistencia cultivan recuerdos de sus vidas pasadas para combatir su soledad. Pero a medida que la coerción se hace más extrema y la resistencia se desmorona, los prisioneros pierden el sentido de continuidad con su pasado. El pasado, como el futuro, se convierte en algo demasiado doloroso, pues el recuerdo, como la esperanza, devuelve el anhelo por todo lo que se ha perdido. Así, los prisioneros son con el tiempo reducidos a vivir en un interminable presente. Primo Levi, superviviente de los campos de exterminio nazi, describe este estado de atemporalidad: “En el mes de agosto de 1944, los que habíamos entrado cinco meses antes ahora éramos ancianos llenos de sabiduría… Nuestra sabiduría residía en “no intentar entender”, no imaginar el futuro, no atormentarnos sobre cómo y cuándo se terminaría, no preguntar a otras personas ni a nosotros mismos… Cuando éramos hombres vivos las unidades del tiempo tenían un valor determinado. Para nosotros, la historia se había detenido” (Levi 1961, 106-7). La ruptura de la continuidad entre el presente y el pasado frecuentemente persiste incluso tras la liberación. El prisionero aparentemente puede regresar al tiempo ordinario, pero psicológicamente sigue atado a la atemporalidad de la prisión. En un intento de reingresar en la vida ordinaria, antiguos prisioneros pueden intentar suprimir o evitar recuerdos de su cautiverio ejercitando el control sobre el pensamiento adquirido durante el confinamiento. Como resultado, el trauma crónico del cautiverio no puede ser integrado en la historia vital presente. Los estudios sobre prisioneros de guerra, por ejemplo, informan de que, sorprendentemente, tras su liberación nunca hablan con nadie de sus experiencias. Frecuentemente, los que se casan tras la liberación nunca les dicen, ni siquiera a sus mujeres o a sus hijos, que han sido prisioneros de guerra (Tennant, Goulston y Dent 1986 y Kluznik et al. 1986). De igual forma, los estudios sobre supervivientes de campos de concentración subrayan que casi todos se niegan a hablar del pasado (Krystal 1968 y Kinzie, Fredrickson y Ben 1984). Sin embargo, cuanto más se niega el periodo de cautividad, más plenamente vivo permanece este fragmento inconexo del pasado, con las características inmediatas y actuales de la memoria traumática. Por ello, incluso años después de la liberación, el antiguo prisionero continúa doblepensando y existiendo simultáneamente en dos realidades, dos puntos distintos en el tiempo. La experiencia del presente es demasiado vaga y pálida, mientras que los recuerdos intrusivos del pasado son intensos y claros. Un estudio sobre supervivientes de campos de concentración presenta esta “doble conciencia” en una mujer que fue liberada 20 años atrás. Al ver pasar unos soldados israelíes frente a su ventana, la mujer dijo que sabía que esos soldados se iban para luchar en la frontera. Simultáneamente también “sabía” que eran conducidos a la muerte por un comandante nazi (Jaffe 1968, 310-12). Al tiempo que no había perdido su conexión con el presente, la realidad más persuasiva era la del pasado.
Robin Kahn Sin título, 2005. Collage. Cortesía de la artista.
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Junto con la alteración del sentido del tiempo aparece la limitación de su capacidad de iniciativa y planificación. Los prisioneros que no han sido doblegados por completo no renuncian a su capacidad de relacionarse activamente con el entorno. Muy al contrario, con frecuencia se toman sus pequeños actos de supervivencia con gran determinación e imaginación. Pero el área de la iniciativa se va limitando progresivamente a los confines dictados por el perpetrador. El prisionero ya no piensa en cómo escapar, sino en cómo permanecer vivo, o cómo hacer más soportable el cautiverio: las estratagemas para conseguir un par de zapatos, una cuchara o una manta en un campo de concentración; la conspiración de un grupo de prisioneros políticos para cultivar verduras; las maniobras de una prostituta para ocultar dinero a su chulo; las lecciones de una mujer maltratada para que sus hijos se escondan ante un ataque inminente. Durante un cautiverio prolongado la reducción de la iniciativa se hace habitual, algo que debe desaprender cuando el prisionero es liberado. Un disidente político, Mauricio Rosencof, describe lo difícil que le resultó regresar a una vida en libertad tras muchos años de encarcelamiento: Una vez salimos, de repente nos tuvimos que enfrentar a todos esos problemas… Problemas ridículos –los picaportes, por ejemplo–.Ya no tenía que preocuparme por llegar al picaporte. No había tenido la oportunidad de hacerlo –no me había estado permitido durante trece años. Llegaba a una puerta cerrada y me encontraba dudando momentáneamente–. Y no me acordaba de qué hacer a continuación. O cómo hacer la luz en una habitación oscura. Cómo trabajar, pagar facturas, ir de compras, visitar amigos, responder preguntas. Mi hija me dice que haga esto o lo otro y me veo capaz de llevar bien un problema, dos también, pero cuando me pide algo más, oigo su voz, pero mi cabeza está en las nubes (Weschler 1989, 81-2).
La reducción de la capacidad para relacionarse de forma activa con el mundo, que sucede incluso después de un único trauma, se hace más pronunciada en personas que han sufrido un trauma continuado, a las que normalmente se describe como pasivas o desamparadas. Algunos estudiosos han aplicado erróneamente el concepto de “desamparo aprendido” a la situación de mujeres maltratadas y a otros casos de personas traumatizadas crónicamente (Flannery y Harvey 1991, 374-78). Tales conceptos tienden a retratar a la víctima como vencida o apática, mientras que, de hecho, normalmente se da una lucha interna mucho más vital y compleja. En muchos casos la víctima no se ha rendido. Pero ha aprendido que cada una de sus acciones será observada, que la mayoría serán abortadas, y que tendrá que pagar caro cada fracaso. Cuanto más haya conseguido el perpetrador imponer su exigencia de total sumisión, más percibirá la víctima el ejercicio de su propia iniciativa como un acto de insumisión. Antes de emprender cualquier acción, escanea el entorno a la espera de represalias. Un prolongado cautiverio disminuye o destruye el sentido normal del ejercicio de la propia iniciativa en un entorno relativamente seguro, en el que existe tolerancia para el acierto y el error. Para la persona traumatizada crónicamente, cualquier acción tiene consecuencias potencialmente extremas. No hay lugar para errores. Rosencof describe cómo esperaba ser castigado constantemente: “Me paso el día encogido. Me estoy parando todo el tiempo para dejar pasar a la gente: mi cuerpo todavía sigue esperando el golpe” (Weschler 1989, 82).
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Para la persona traumatizada crónicamente, cualquier acción tiene consecuencias potencialmente extremas. No hay lugar para errores. La sensación de que el perpetrador está todavía presente, incluso tras la liberación, supone una enorme alteración del mundo de relaciones de la víctima. La relación forzada durante el cautiverio, que por necesidad monopoliza la atención de la víctima, se convierte en parte de su vida interior y continúa absorbiendo su atención tras la liberación. En el caso de los prisioneros políticos, esta relación continuada puede tomar la forma de una persistente obsesión por la trayectoria criminal de sus captores o por inquietudes más abstractas, como la actuación impune de las fuerzas del mal en el mundo. Muchos prisioneros liberados continúan siguiendo la pista a aquellos y temiéndoles. En el caso de prisioneros sexuales, domésticos o de sectas religiosas, la relación continuada puede tomar una forma más ambivalente: las víctimas pueden continuar temiendo a su antiguo captor y esperar que, finalmente, acabe acorralándolas, pero también pueden sentirse vacías, confusas e inútiles sin él. En el caso de los prisioneros políticos que no han estado totalmente aislados, la relación nociva con el perpetrador puede ser mitigada creando lazos con sus compañeros. Los prisioneros que tienen la fortuna de generar estos vínculos conocen la generosidad y el valor de que son capaces las personas en situaciones extremas. La capacidad para construir afectos profundos no queda destruida incluso bajo las condiciones más infernales: incluso en los campos de exterminio nazi pudo florecer la amistad entre los prisioneros. Un estudio sobre la amistad entre los prisioneros de estos campos encontró que la mayoría de ellos formaban parte de una “pareja estable” con un amigo leal con quien poder compartir y protegerse mutuamente, llegando a la conclusión de que es este par, y no el individuo, lo que constituye la “unidad básica de supervivencia” (Luchterland 1980, Dimsdale 1980, Levi 1961 y Wiesel 1960). Los prisioneros confinados en aislamiento, sin embargo, no tienen la oportunidad de unirse a sus iguales. Por ello, el par puede estar constituido por la víctima y el perpetrador, y esta unidad puede llegar a ser percibida como la“unidad básica de supervivencia”. Esto es lo que sucede a los rehenes, que terminan viendo como salvadores a sus captores y a temer y a odiar a sus libertadores. Martin Symonds, psicoanalista y oficial de policía, describe el proceso como una regresión forzada a una “infancia psicológica” que “lleva a la víctima a aferrarse a la misma persona que amenaza su vida” (Symonds 1982, 99). Symonds observa este proceso en policías raptados cuando estaban de servicio. El mismo vínculo traumático puede darse entre las mujeres maltratadas y sus maltratadotes (Dutton y Painter 1981). La experiencia repetida de terror y tregua, especialmente en el contexto de aislamiento de la relación amorosa, puede derivar en un intenso sentimiento de dependencia y de adoración a una figura omnipotente de carácter divino. La víctima puede vivir con terror a la ira de su perpetrador, pero puede también verlo como fuente de fuerza, de guía y de la misma vida. Puede incluso que la relación adquiera una apariencia extraordinaria, especial. Algunas mujeres maltratadas hablan
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Cara DeVito Ama l’Uomo Tuo (Always Love Your Man) 1975, vídeo/DVD, b/n, v.o.s. 19’. Cortesía Electronic Arts Intermix, Nueva York. Cara DeVito retoma el testimonio de su abuela, Adeline LeJudas, para hacer una incisiva crítica acerca de la sociedad patriarcal. Entrevistada por DeVito en su casa de Brooklyn, Adeline rememora la violencia que sufrió a manos de su marido. El ambiente familiar en que se desarrolla la entrevista propicia un diálogo íntimo. La historia oral juega un papel intrínseco en la relación nieta-abuela. Ama l’Uomo Tuo está basada en el intercambio de historias personales defendido por el feminismo de los años setenta y que derivó en la creación de redes de información y salud que luchaban contra la violencia de género. Irónicamente Adeline finaliza diciendo “ama l’uomo tuo, always love your man” evidenciando lo profundamente enraizadas que están en ella las normas sociales que casi acaban con su vida.
de entrar en un mundo exclusivo y delirante, adhiriéndose al grandioso sistema de creencias de su pareja y reprimiendo voluntariamente sus propias dudas como prueba de lealtad y sumisión. Víctimas de sectas religiosas totalitarias denuncian experiencias similares (Lifton 1987). Incluso después de que la víctima ha escapado no le es tan sencillo reconstituir el tipo de relaciones existentes antes del cautiverio, pues todas ellas se ven ahora bajo una perspectiva extrema. De igual manera que no existe moderación en el riesgo que implica la iniciativa, tampoco existe en las relaciones. Ninguna relación ordinaria ofrece el mismo grado de intensidad que el vínculo patológico con el maltratador. En cada encuentro, la cuestión es la confianza básica. Para el prisionero que ha sido liberado, sólo existe una historia: la historia de la atrocidad. Y también existe sólo un número limitado de papeles: uno puede ser el perpetrador, un testigo pasivo, un aliado, o un libertador. Cada relación antigua o nueva se considera bajo la siguiente perspectiva: ¿de qué lado estás? A menudo el mayor resentimiento de la víctima está dirigido no hacia el perpetrador sino hacia el espectador pasivo. Nuevamente escuchamos el testimonio de la prostituta Lovelace, que desprecia a aquellos que no intervinieron: “Casi todos ignoran lo duramente que los juzgo porque no digo nada. Simplemente los tacho de la lista. Para siempre. Esos hombres tenían la oportunidad de ayudarme y no respondieron (Lovelace y McGrady 1980, 134). 94
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Timerman, un prisionero político, expresa esta misma amargura y sensación de abandono: “El holocausto será entendido no tanto por el número de víctimas sino por la magnitud del silencio. Y lo que más me obsesiona es la reiteración del silencio” (Timerman 1988, 141). Un prolongado cautiverio trastoca todas las relaciones e incrementa la dialéctica del trauma. El superviviente oscila entre un apego muy intenso y un alejamiento instigado por el miedo. Se toma las relaciones como si fueran cuestión de vida o muerte. Se puede aferrar a una persona desesperadamente, pues la ve como libertador, y huir repentinamente de otra que sospecha es un perpetrador o un cómplice; mostrar gran lealtad y devoción hacia alguien que percibe como aliado; e ira y desdén por otro que ve como espectador complaciente. Los papeles que asigna a los demás pueden cambiar repentinamente como resultado de pequeños lapsos o decepciones, pues ninguna representación de cualquier persona es estable. Una vez más, no hay lugar para los errores. Con el tiempo, como nadie logra aprobar sus tests de confianza, tiende a alejarse de sus relaciones. Así, el aislamiento de la superviviente persiste después de que haya sido liberada. El cautiverio prolongado también produce alteraciones profundas en la identidad de la víctima. Todas las estructuras psicológicas del yo –la imagen del cuerpo, las imágenes internas de los demás y los valores e ideales que dotan a la persona de coherencia y propósito– han sido invadidos y sistemáticamente quebrantados. En muchos sistemas totalitarios este proceso deshumanizador se lleva al extremo de eliminar el nombre de 95
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la víctima. Timerman se denomina a sí mismo un “prisionero sin nombre”. En campos de concentración el nombre de los presos es sustituido por un número, una designación no humana. En sectas políticas o religiosas y en la explotación sexual organizada, a menudo se da a la víctima un nuevo nombre que simboliza la total obliteración de su identidad previa y de su sumisión al nuevo orden. Así, Patricia Hearst fue rebautizada Tania, la revolucionaria; Linda Boreman, recibió un nuevo nombre: Linda Lovelace, la puta. Incluso después de su liberación del cautiverio, la víctima no puede asumir su identidad anterior. Cualquier nueva identidad que desarrolle en libertad incluye necesariamente el recuerdo de su yo esclavizado. La imagen de su cuerpo incorpora la de ese cuerpo que puede ser controlado y violado. La imagen que tiene de sí misma con relación a otros incorpora a esa persona que puede perderse a sí misma y perder a otros. Y sus ideales morales coexisten con la plena consciencia de que la gente, él incluido, es capaz del mal. Si bajo coacción ha traicionado sus principios morales o ha sacrificado a otras personas, ahora tiene que vivir con la imagen de sí mismo como cómplice del perpetrador, como persona derrotada. Para la mayoría de las víctimas, el resultado es una identidad contaminada. Las víctimas pueden estar obsesionadas con la vergüenza, el desprecio hacia sí mismas y el sentimiento de fracaso. En los casos más severos, las víctimas conservan la identidad deshumanizada de un prisionero que ha sido reducido al nivel elemental de supervivencia: el robot, el animal o el vegetal. El psiquiatra William Niederland, en su estudio sobre los supervivientes del holocausto nazi, observa que la alteración de la identidad personal es un rasgo constante del “síndrome del superviviente”. Mientras la mayoría de sus pacientes se quejaban de “ser una persona diferente”, los afectados de manera más severa se limitaban a decir “ya no soy una persona” (Niederland 1968, 313-5). Esta alteración profunda del yo y de las relaciones deriva inevitablemente en el cuestionamiento de principios básicos de fe. Hay personas con fuertes sistemas de creencias que pueden resistir las atrocidades del confinamiento y salir con su fe intacta o reforzada. Pero se pueden contar con los dedos de las manos. La mayoría de la gente siente la amargura de haber sido abandonado por Dios. Wiesel, un superviviente del holocausto, da voz a esta amargura: “Nunca olvidaré el silencio nocturno que me arrebató para siempre el deseo de vivir. Nunca olvidaré esos momentos en que maté a mi Dios y a mi alma y reduje mis sueños a polvo. Nunca olvidaré esas cosas, aunque se me condene a vivir tanto como el mismo Dios. Nunca” (Wiesel 1960, 43-4). Estas dolorosas pérdidas psicológicas pueden derivar en un estado persistente de depresión. La depresión crónica es el rasgo más común de todos los estudios clínicos sobre personas sometidas a un trauma continuado (Walker 1979, Hilberman 1980, Tennant, Goulston y Dent 1986, Goldstein, Van Kammen y Shelly 1987, 1210-13 y Kinzie, Fredrickson y Ben 1984). Cada aspecto de la experiencia de trauma prolongado actúa agravando los síntomas de la depresión. La hiperexcitación crónica y los síntomas intrusivos del síndrome de estrés postraumático se unen a los síntomas vegetativos de la depresión y producen lo que Niederland llama la “triada del superviviente”: insomnio, pesadillas y síntomas psicosomáticos (Niederland 1968, 313). La parálisis de la iniciativa del trauma crónico se mezcla con la apatía y el desamparo de la depresión. El trastorno de las relaciones del trauma crónico refuerza el aislamiento de la depresión. La imagen degradada de uno mismo propia del trauma crónico alimenta el sentimiento de culpa de
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la depresión. Y la pérdida de fe sufrida por el trauma crónico se funde con la desesperanza de la depresión. La intensa ira de la persona encarcelada se suma también al bagaje de la depresión. Durante el cautiverio, la víctima no puede expresar su rabia ante el perpetrador, pues hacerlo podría hacer peligrar su supervivencia. Incluso después de la liberación, el antiguo prisionero puede continuar temiendo ser castigado y tardar un tiempo en expresar la ira contra el captor. Lo que es más, se ve abandonada con una ira que no ha sido expresada y que siente contra todo aquel que permaneció indiferente ante su destino y no la ayudó. Explosiones regulares de ira pueden alienar al superviviente aún más de los demás e impedir la reconstrucción de sus relaciones. En un esfuerzo por controlar su rabia, puede que decida alejarse todavía más de otras personas, perpetuando así su aislamiento. Por último, el superviviente puede dirigir su ira y odio contra sí mismo. Los impulsos suicidas, que le sirvieron como forma de resistencia durante su encierro, pueden persistir mucho tiempo después de su liberación, cuando ya no tienen ningún propósito. Los estudios sobre prisioneros de guerra que pudieron regresar documentan una mortandad creciente por asesinato, suicidio o accidentes extraños (Segal, Hunter y Segal 1976). Estudios sobre mujeres maltratadas igualmente dan cuenta de suicidios constantes. En un grupo de 100 mujeres maltratadas, 42 se intentaron suicidar (Gayford 1975, 194-77). Así, antiguos prisioneros portan consigo el odio hacia sus captores incluso después de su liberación, y en ocasiones continúan llevando a cabo los mismos fines destructivos con sus propias manos. Mucho tiempo después de su liberación, la gente sometida a un control coercitivo lleva las cicatrices del cautiverio. Sufren no sólo del clásico síndrome postraumático sino también de profundas alteraciones en su relación con Dios, con otras personas y consigo mismos. En palabras de Levi, superviviente del holocausto: “Hemos aprendido que nuestra personalidad es frágil, que está en un peligro mucho mayor que nuestra vida. Y que los viejos, en vez de repetirnos ‘recuerda que has de morir’, habrían hecho mucho mejor recordándonos esta amenaza, aun mayor. Si desde dentro de Lager se pudiera haber transmitido un mensaje a los hombres libres, éste hubiera sido: preocúpate de no sufrir en tu propia casa lo que aquí hemos sufrido nosotros” (Levi 1961, 49). En Judith L. Herman. “Captivity”, en Trauma and Recovery. The Aftermath of Violence from Domestic Abuse to Political Terror. Nueva York: Basic Books, 1992, 1997, 74-95. En castellano: Trauma y recuperación. Madrid: Espasa-Calpe, 2004.
1. El informe cita especialmente el trabajo de Alfred Biderman, quien ha estudiado los efectos del lavado de cerebro en prisioneros de guerra americanos (Biderman 1957). Ver también Farber, Harlow y West 1957. 2. Symbionese Liberation Army. Ejército de Liberación Simbionés [ N. de la T.]. *. Referencias bibliográficas en p. 343.
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Sheila M. Sofian Survivors 1997, 16 mm/Beta, color, v.o.s. 16’. Cortesía de la artista. Distribuído por Intermedia y Lucerne Media. En esta película de animación sobre el abuso doméstico, el sonido consiste en entrevistas a mujeres que han sufrido abusos y a asistentes sociales que las han tratado. Mediante el uso de imágenes que a veces son abstractas y otras figurativas, la película comunica el núcleo emocional de las historias que cuentan estas mujeres. Realizados en tinta y ceras Conte, los dibujos proporcionan una mirada áspera y visceral y reflejan los pensamientos y el estado de ánimo de la mujer que habla. El filme nos traslada a una serie de acontecimientos y experiencias mientras éstas son descritas. Las entrevistas se organizan en varios capítulos. Empezando con la primera experiencia de abuso, oímos comentarios referentes a la percepción y a los perfiles actuales de hombres que abusan de mujeres y de mujeres que han sufrido esos abusos. La animación ilustra metáforas de estas declaraciones. Se relatan algunas de estas
experiencias y, a partir de aquí, la sociedad se encarga de discutir y responder al tema del abuso: desde un policía y un cura a los miembros de la familia. Todo ello va seguido de ejemplos y comentarios sobre abuso psicológico y autoestima, acompañados de imágenes de manos masculinas alrededor de una mujer, primeros planos de hombres y la figura de una mujer encogida en una esquina. Es entonces cuando intuimos el deseo de control que siente el abusador y el papel que juegan el afecto y la intimidad en la relación. Se estudia la posibilidad de un cambio y la dificultad para marcharse. La película termina con la protagonista principal mirando a la cámara y explicando cómo tuvo que aprender a valorarse y a sentirse mejor consigo misma para dejar la relación.
La violencia masculina en la pareja Luis Bonino Las conclusiones de numerosas investigaciones nos informan de que alrededor del 10% de las mujeres adultas de varios países de la Unión Europea sufren alguna forma de violencia por parte del hombre con quien están o han estado en pareja. Una cuarta parte de ellas sufren violencia física. Si cada una de ellas sufrió la violencia de al menos un hombre, estas cifras nos indican que alrededor del 10% de la población masculina de estos países europeos ejerce violencia contra las mujeres: en España algo más de un millón y medio de hombres, de los cuales durante el año 2004 unos 100.000 han sido denunciados a la justicia, 20.000 han sido obligados judicialmente a alejarse de sus parejas por ser peligrosos, y 70 las mataron. Se trata de un número considerable de hombres que, sin embargo –exceptuando los maltratadores físicos graves o asesinos–, no son percibidos ni detectados por la mayoría de las personas, convirtiéndose en casi invisibles socialmente. 98
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Dos razones principales explican esta invisibilidad. Una, la muy restringida definición de violencia en la pareja que aún hoy impera en nuestra sociedad (sólo se considera como tal la física y la psicológica o sexual grave). Las otras formas –física o sexual no graves, psicológicas, ambientales o económicas–, que son las más frecuentes, al no entrar en esa definición no son reconocidas socialmente como violencia, o son percibidas como banales o “normales”, así como “normales” los hombres que las realizan. La segunda razón es la disculpa social hacia los hombres que sí son percibidos como maltratadores, a los que frecuentemente se justifica apelando a explicaciones (prontos,
peleas de pareja, sólo empujones, mal carácter, algo de autoritarismo...) que los desresponsabilizan de su comportamiento y los redefinen como “no maltratadores”. La invisibilidad de estos hombres es tan generalizada que también se refleja en el discurso de muchas personas comprometidas en erradicar la violencia: se habla de “violencia contra las mujeres” o “de género”, nombrando un comportamiento con efectos (en la mujer), pero sin ejecutor. Pero aunque tendamos a no verlos, los ejecutores de esta violencia son muchos y tienen rostro masculino. 99
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La violencia contra las mujeres es predominantemente “masculina”, así que resulta ineludible que cualquier estrategia de prevención lo tenga en cuenta para ocuparse también de los hombres que la ejercen o pueden ejercerla, deslegitimando y penalizando sus comportamientos, pero también considerándolos posibles sujetos de educación, detección precoz, asistencia o reeducación.
Esta violencia, ejercida por hombres de todas las edades, sectores y etnias, tiene una causalidad compleja y multidimensional, pero sus causas primarias son las pautas culturales sexistas que mantienen y favorecen la superioridad masculina y la subordinación femenina, así como su naturalización y banalización. Y, por supuesto, no son factores causales ni la biología ni las “provocaciones” o “agresividad” de la mujer.
Un prerrequisito imprescindible para esta tarea es poder detectar a los “invisibles” ejecutores de violencia y entender las razones que los guían. Y para poder hacerlo es necesario cuestionar nuestra percepción acerca de lo “normal”, desafiando los prejuicios que normalizan y nos impiden ver la violencia masculina, que avalan las justificaciones de los hombres para ejercerla, que explican falsamente su causalidad y que minimizan su frecuencia. Sólo así podremos desarrollar nuevas definiciones y explicaciones, que permitan visibilizar lo existente pero no visible y actuar sobre ello.
Cuando se ejerce contra la pareja, habitualmente no consiste en “incidentes” puntuales, sino que se trata de un conjunto sistemático de técnicas –que pueden o no incluir la agresividad manifiesta– que el hombre utiliza en un proceso de invasión de los límites de la mujer para restarle libertad y encauzarla hacia los deseos e intereses masculinos. Debido a estas características, esta violencia suele llamarse también “malos tratos” o “comportamientos abusivos” y sus efectos varían según su intensidad y su prolongación en el tiempo.
Por suerte, estas nuevas definiciones –sustentadas especialmente en las aportaciones del feminismo y los derechos humanos– ya existen e incluso están consolidadas en muchos organismos internacionales. Así, por ejemplo, la Comisión por la Posición de la Mujer de la ONU (CSW) define, en marzo de 2004, la violencia contra las mujeres como cualquier forma de comportamiento utilizado por los hombres como mecanismo para “poner a las mujeres en su lugar” y “reafirmar quién toma las decisiones o quién tiene el poder en la relación”. Violencia específica, muy frecuente, diferente a otras violencias masculinas, y definida precisamente por ello como violencia basada en el género. Hay un consenso internacional sobre su definición: la violencia masculina contra las mujeres es toda forma de coacción, control o imposición ilegítima por la que se intenta mantener la jerarquía impuesta por la cultura sexista, forzándolas a que hagan lo que no quieren, no hagan lo que quieren, o se convenzan de que lo que decide el hombre es lo que se debe hacer.
Los valores, creencias y mandatos sobre lo que un hombre “debe ser” transmitidos por la socialización tradicional (la llamada masculinidad hegemónica) son los que están en la base de esta violencia por la posición existencial de superioridad que promueven. Esta posición lleva a casi todos los hombres a creerse con el derecho “natural” de tener a las mujeres a su disposición –con las consiguientes expectativas de subordinación incondicional femenina–, así como a imponerse para satisfacer sus deseos e intereses. Como resultado se desarrolla la necesidad de que todo esté bajo control porque no se soporta a la otra persona como diferente, autónoma y no disponible. Se aprenden habilidades –la violencia entre ellas– para conservar ese control y se adquiere una gran susceptibilidad ante la autonomía femenina que se vive fácilmente como ataque al poder o como humillante ataque al orgullo personal.
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En este entramado subjetivo, la utilización de la violencia es una metodología masculina multiuso “adecuada” para conseguir lo deseado, reafirmar y/o mostrar que la razón o el poder están de su parte –especialmente si son puestos en cuestión–, probar o reafirmar la virilidad y la autoridad, arreglar diferencias, silenciar disidencias, anular conflictos de poder, mitigar el dolor de heridas a la autoestima, descargar sentimientos desbordados o esconder la vulnerabilidad o la impotencia. Metodología que en muchos hombres se transforma en un modus vivendi abusivo con las mujeres. Los hombres que ejercen violencia sistemática contra sus parejas o ex parejas son aquellos en que ese modus vivendi es más integral y que están más rígidamente identificados con la posición de superioridad que promueve la socialización masculina. Estos hombres son caricaturas desmedidas de la masculinidad hegemónica y de los valores guerreros, explotadores y competitivos que aún imperan en nuestra cultura. Fundamentalistas de dicha masculinidad, funcionan a través de un esquema motivacional, emocional y conductual predominantemente patriarcal, machista, misógino y paternalista, que incluye un código moral autocomplaciente y autojustificador. Existen algunos factores no causales que incrementan la probabilidad de que hombres con este esquema ejerzan violencia física incidental: estresantes, socioeconómicos o afectivos (celos, amor pasional, falta de autoestima), alcohol, drogas o trastornos psicopatológicos. Casi todos los varones socializados según el modelo masculino hegemónico en nuestra cultura sexista tienen a mano como recurso la violencia. La posibilidad de ejercerla y sus características dependen del grado de rebeldía o fidelidad a dicha socialización y a los patrones de comportamiento que fomenta. Por esto, no todos los varones son maltratadores, (aunque la mayoría, dada su socialización sexista, podrían serlo), pero muchos ejercen formas menores de esta violencia, especialmente las diferentes variantes de infravaloración de las mujeres.
Los hombres no son todos iguales, tampoco los que maltratan. Por ello no existe un perfil del maltratador. Entre los que suelen ser denunciados porque la importancia de su violencia traspasó cierto límite (habitualmente los que ejercen violencia física o psicológica grave) sí existen algunas características comunes: gran rigidez en sus creencias misóginas, habilidades poco sutiles para el dominio, escasísima empatía, gran capacidad manipulativa y victimista, pobre control de sí mismos, insuficiencia de habilidades sociales y de resolución pacífica de problemas, desajustes emocionales y clima violento familiar en su infancia. Entre ellos se dan tres perfiles que tienen diferente nivel de peligrosidad y de recuperación: dependientes emocionales, controladores dominantes y violentos generalizados. Ahora bien, definida la violencia masculina de un modo amplio como lo hemos hecho, estos perfiles se van diluyendo a medida que disminuye la gravedad de la violencia dentro del perfil más general de varón “habitual/normal” (tradicional), misógino o paternalista. Incluir a los hombres en las estrategias de prevención de la violencia significa tener en cuenta todo lo anterior: visibilizar a los maltratadores, no imaginarlos ejerciendo sólo violencia física, no entramparse en sus justificaciones y no confundir las razones de su comportamiento con los factores asociados que pueden agravar el problema. Penalizar su comportamiento, lograr el cese de los incidentes violentos, pero especialmente modificar el estilo vital abusivo con las mujeres partiendo de la deslegitimación de sus creencias acerca de su derecho de dominio hacia ellas. Y con los hombres no maltratadores, intentar comprometerlos a romper su silencio cómplice y colaborar activamente en la erradicación de la violencia. Finalmente, con unos y otros, entusiasmarlos en el desarrollo de actitudes y un modo de vida respetuoso e igualitario que eliminen la violencia, el domino, el maltrato y el menosprecio como instrumentos de convivencia.
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Mandy Jacobson y Karmen Jelincic Calling the Ghosts. A Story about Rape, War and Women 1996, Beta, color, v.o.s. 80’. Cortesía Women Make Movies, Nueva York. Este documental relata en primera persona el testimonio de dos mujeres atrapadas en una guerra en la que la violación era un arma tan cotidiana como las balas o las bombas. Jadranka Cigelj y Nusreta Sivac, amigas desde la infancia y ambas abogadas, disfrutaban en Bosnia-Herzegovina de una vida de “mujer moderna” hasta el día en que sus vecinos se convirtieron en sus torturadores.
La fotografía /
Llevadas al famoso campo de concentración serbio de Omarska, las dos mujeres fueron torturadas y humilladas sistemáticamente. Una vez en libertad, ambas convirtieron su lucha personal por la supervivencia en una lucha más general por la justicia, ayudando a otras mujeres que también habían sido brutalizadas y logrando que la violación fuera incluida en el léxico internacional de crímenes de guerra del Tribunal de La Haya.
Nawal el Saadawi
[...] Yo tenía una fotografía de mi ceremonia de graduación en la que salía sentada detrás de la mesa que había en la tarima, pronunciando mi discurso frente al micrófono, con el brazo escayolado colgando de un cabestrillo. Eso ocurrió a comienzos de 1955, hace 45 años. En la fotografía el ministro de Educación está sentado a mi derecha y el rector de la universidad a mi izquierda. Tuve la fotografía durante más de dos años, antes de que fuera hecha pedazos junto con mi carné de identidad, mi carné de la Asociación de Médicos y otras fotografías tomadas durante mi infancia y adolescencia. Cuando me casé y abandoné la casa de mi padre estaban entre los papeles que me llevé conmigo. Eran recuerdos de mi infancia, inolvidables momentos de mi vida, y las usaba para ilustrar los recuerdos que apuntaba en el diario que mantenía cuidadosamente escondido para que nadie lo viera. Un día mi marido se abalanzó sobre ellas y empezó a romperlas en pedazos. Le temblaban sus grandes y ásperos dedos, y todo lo que yo podía ver eran las venas hinchadas que recorrían el blanco de sus ojos, pues el negro de los mismos había desaparecido bajo sus párpados. Levantó la fotografía y dijo: “Ésta es la foto que te sacaron cuando te graduaste ¿no es cierto?, y estás sentada con el ministro y con el rector. Por supuesto, ¡por qué no! Ahora eres una doctora importante, ¿verdad?, y yo no soy nada más que un fracasado y un drogadicto. ¿Cómo puedes seguir viviendo con un hombre como yo? ¿Acaso no juramos vivir juntos y morir juntos? Pero ahora quieres abandonarme y dejar que me muera solo, ¿no es así?”. Hizo pedazos la fotografía y los tiró a la basura, después siguió rompiendo el resto. Cuando hubo terminado empezó conmigo, me agarró la garganta y comenzó a estrangularme. Exigía una dosis de Maxitone forte pero no había dinero en mi bolso, ni en la casa, no quedaba nada que pudiera llevarse y vender. Gritaba y gritaba lo más alto que podía: “¡Ilusiones, no son más que ilusiones los tres! ¡Muera Dios, muera la nación, mueran el amor y la lealtad! No existe la lealtad, no existe la lealtad”. Entonces rompió a llorar. 102
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Los británicos habían sido sus enemigos, el rey y los que gobernaban en nombre del rey. Se echó el arma al hombro y se fue, con el corazón lleno de fe en Dios, en su país, en el poder del amor. Pero volvió derrotado, roto. La lucha por la libertad sólo le había enseñado a matar. Paso a paso sus creencias se habían ido secando, se habían ido tambaleando cada vez que se derramaba la sangre de sus camaradas, pues había traición en el aire. Así que a su regreso se dio a las drogas, se inyectó el veneno, dejó que subiera hasta su cabeza, de manera que ahora veía traición por todas partes, se sentía traicionado por las mismas cosas en las que había creído y por las que había luchado: Dios, su país y el amor. Pero no podía vengarse de Dios o de su país. Sus manos no le alcanzaban para estrangularlos. No tenían cuerpo ni cuello que pudieran oprimir sus dedos. Cuando miraba a su alrededor lo único que podía ver era la mujer a la que había amado. Su cuello sí lo podía estrangular, aunque ella le hubiera dado amor. De modo que una vez hubo hecho pedazos y arrojado a la basura sus fotografías y papeles, se volvió hacia ella con toda su furia reprimida, con toda la demencia de la droga. Pero la droga le había hecho débil y ella era fuerte. Lo dejó jadeando en la cama, llorando como un niño. Ahora sabía que tenía que marcharse. Se dirigió hacia la puerta pero antes de salir de la habitación se puso el abrigo encima del camisón y, cuando miraba sus pies descalzos, vio ahí, en el suelo, su carné de la Asociación de Médicos con la fotografía en parte desgarrada. Se agachó, lo recogió y se lo metió en el bolsillo del abrigo con dedos temblorosos. Le oí roncar mientras me acercaba de puntillas a la habitación en donde mi hija estaba durmiendo. Mi cuerpo oscilaba levemente pero mi cabeza estaba firme. Contemplé su sueño profundo en la camita, la pequeña sonrisa angelical de su cara. La cogí entre mis brazos y me la llevé de allí envuelta en una manta de lana rosa, abrí la puerta del apartamento y salí a la calle cerrándola silenciosamente tras de mí. [...] En Nawal el Saadawi. “La fotografía”, en Walking Through Fire: A Life of Nawal el Saadawi. Londres y Nueva York: Zed Books, 2002, 180-181. 103
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“Desquitarse” de Eva: la violencia contra las mujeres en los Cuentos de Canterbury Angela Jane Weisl
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ebido a lo que ocurrió en el jardín del Edén, donde Satán, como observa Chaucer, “hiciste que Eva nos sumiera en esclavitud” (2.638), en la Edad Media se percibía a las mujeres como la progenie del mal, siempre dispuestas a regresar a su peligrosa naturaleza.1 Como Eva se comió la manzana, era el prototipo de la desobediencia femenina; como se la dio a comer a Adán, se convirtió en el paradigma de la tentadora, preparada para hacer que hombres inocentes cayeran en su trampa y conducirlos a la locura; como entonces ella y Adán fueron desterrados del Jardín, se convirtió en la causa de toda la destrucción y el pecado del mundo. Como estaban hechas a su imagen y semejanza, se consideraba que las mujeres estaban perpetuamente al borde de repetir –de diversas y variadas maneras– el descenso de Eva por el camino de rosas que lleva al infierno, a menudo arrastrando a los hombres con ellas en el proceso. Como la maldición que cayó sobre Eva fue el dolor del parto (y el parto en general), se asoció por tanto a las mujeres con “todo lo que es vil, bajo, corruptible, y material”; en la “maldición” de la menstruación se aproximaba a las bestias; el señuelo de su belleza no era sino un aspecto de la muerte que trajo al mundo cuando sedujo a Adán en el jardín (Warner 1976, 58). Dios le encargó a Adán que gobernara sobre ella, autorizando el sometimiento de la mujer. Todo lo que estaba mal era culpa suya, y había que tratarla en consecuencia.2 Como resultado del predominio de esta concepción, las mujeres medievales habitaban en un mundo violento que a menudo recurría a ataques físicos contra sus cuerpos para mantener su subyugación. En el mundo seglar, las mujeres estaban a merced de leyes que permitían que se las apaleara, la más notable de las cuales era lo suficiente y ampliamente conocida como para convertirse en una expresión proverbial, siendo la “regla del pulgar” la anchura de palo que se les permitía usar a los hombres para pegar a sus mujeres (“thumb”, Oxford English Dictionary). La facultad de castigar a las mujeres se convirtió en una especie de deber para los señores de la casa, tal como Georges Duby observa: “La piedra angular del sistema de valores que gobernaba las normas de conducta en una casa noble era un precepto que se derivaba de las Sagradas Escrituras: como eran el sexo débil y más propensas al pecado, las mujeres debían ser mantenidas páginas siguientes: Ana de Matos 17 puñaladas I y II, 2004. Cortesía de la artista.
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a raya. El primer deber del cabeza de la casa era vigilar, castigar y si fuera necesario matar a su mujer, hijas y hermanas, así como a las viudas y huérfanas de sus hermanos, primos y vasallos. Dado que las mujeres eran peligrosas, se reforzaba el poder patriarcal sobre ellas” (Duby 1988, 77). La mujer, por tanto, estaba ahí para que se abusase de ella, con el doble propósito de mantenerla subordinada al hombre y hacer que pagara por los crímenes de su primera madre, Eva. También la literatura servía para “desquitarse” de Eva mostrando a la mujer los peligros a los que se enfrentaba.3 Gran parte de este peligro se centraba en el cuerpo físico; mientras que la literatura religiosa recompensaba a las santas por los sangrientos martirios que debían resistir, la literatura cortés, tanto la lírica como la narrativa, usaba la violación como un recurso habitual. Kathryn Gravdal muestra ejemplos de violaciones literarias que van desde el género pastoral a los romances de Chrétien y los episodios de violación de las vidas de los santos. La violación llega a ser una prueba de masculinidad, tal y como demuestra a través del análisis del término francés para violación, esforcement, el cual “denota esfuerzo, poder, fuerza militar, arrojo y violación. Pasamos de las nociones de fuerza, masculinidad y valor al denuedo con el que el rey persigue el heroísmo, y de ahí a la idea del coito forzado” (Gravdal Ravishing Maidens, 3). Como resultado, la violación está “incorporada a una cultura militar en la cual la fuerza se aplaude en la mayoría de sus formas” (Gravdal Ravishing Maidens, 4). Estas relaciones de poder encuentran sus formas literarias en la épica y el romance particularmente, siendo este último género, por estar más centrado en las relaciones hombre-mujer, un lugar privilegiado para la violación, la violación virtual, la violación metafórica y el secuestro.
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través de estos relatos el “desquitarse” de la mujer se robustece y extiende; la normalización de la violencia contra ella en la vida gana resonancia y fuerza. Como observa Annette Kolodny, “las relaciones de poder que se inscriben bajo la forma de convenciones dentro de nuestra herencia literaria... consideran las codificaciones de esas mismas relaciones de poder en la cultura en general. Y el análisis crítico de los códigos retóricos se convierte en... la búsqueda de códigos ideológicos”(Kolodny 1985, 147). El arte no solamente refleja la vida, tiene un “efecto normativo” sobre ella. Las estructuras de poder de la vida medieval, por tanto, se encarnan en la literatura, del mismo modo que la literatura busca la imposición de las convenciones de poder en la vida. A pesar de que la violación no es de ninguna de las maneras la única violencia seglar ejercida sobre las mujeres en la vida y la literatura medievales, sí es la más documentada. Sin embargo, existen más ejemplos de violencia doméstica tanto en las fábulas como en los romances, pues todos los géneros medievales encarnan la idea de que “controlar y castigar a las mujeres, particularmente sus cuerpos y su peligrosa y turbadora sexualidad era... el trabajo del hombre”, dado que “las mujeres, por medio de las cuales la muerte, el sufrimiento y el trabajo entraron en el mundo, eran criaturas dominadas por su sexo” (Klapisch-Zuber 1992, 13).4 La necesidad masculina de controlar a las mujeres por medio de la violencia, revelada por partida doble en la literatura y en la vida, se convierte en algo así como una manera de desquitarse a través de ellas de los pecados de Eva, un abuso continuo y justificado que recorre una larga y variada tradición en la que prima la falta de cuestionamiento. 105
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Ésta es la historia de violencia normalizada contra las mujeres que Chaucer hereda y refleja en los Cuentos de Canterbury. Algunos estudios críticos recientes han demostrado que éste estaba sensibilizado con las cuestiones de género, y es cierto que los Cuentos prestan gran atención a la posición de las mujeres, dándoles muchas más oportunidades de lo que era normal en la tradición literaria que él sigue y teniendo además muy en cuenta el perjuicio que se les había hecho (Dinshaw 1989).5 Pero aunque las mujeres de Chaucer actúan y negocian en un mundo dispuesto a darles una voz y tenerlas en consideración, todavía lo hacen sobre el telón de fondo de una violencia que en ocasiones se cuestiona o rectifica pero que mucho más a menudo se atenúa o ignora. Los modelos de esta violencia se dividen en categorías de acuerdo con los géneros; fábulas, romances e historias de santas muestran cada uno atributos particulares en lo relativo a definir los papeles de las mujeres y la forma en que éstos vulneran su libertad, tanto de manera abierta como encubierta, mediante amenazas, imágenes y actos de violencia contra ellas. Cada grupo de cuentos funciona en su propio ambiente, coloreado por los matices de violencia que ejemplifica. Las fábulas convierten la violencia contra las mujeres –en particular la violación sexual– en una bufonada que usa el humor para que no nos percatemos de su dureza; los romances tienen como telón de fondo el peligro físico que amenaza a las mujeres que no se someten a sus normas y reglas; las historias de santas valoran la violencia al otorgarle un resultado trascendente, al tiempo que se regodean en los detalles, de forma bastante similar a las películas de terror contemporáneas. En el libro de Chaucer los tres cuentos narrados por mujeres no representan esta división genérica en menor medida que los de los hombres: sin embargo, sí muestran, de manera no intencionada, hasta qué punto tan profundo las mujeres llegan a ser lo que se dice de ellas. En lugar de presentar mundos exentos de violencia contra las mujeres, o al menos de reparar esta violencia, estas tres relatoras cuentan algunas de las historias más abiertamente violentas de toda la colección.6 Estas historias demuestran hasta qué grado estaba generalizada la necesidad narrativa de la violencia contra las mujeres en la literatura medieval. Aunque estas relatoras no sean mujeres reales y no puedan ser tratadas como tales, reflejan las historias que cuentan las mujeres medievales reales y en consecuencia incorporan las amenazas a las que éstas se enfrentan. Los Cuentos de Canterbury se enmarcan en una competición de relatar historias que se va volviendo cada vez más acalorada dado que los relatores (particularmente los hombres) intentan “desquitarse” de las historias de los demás. A medida que vamos pasando del decoro del Cuento del caballero al más caótico mundo del molinero, el mayordomo y el cocinero, las hostilidades entre los relatores no sólo se vuelven más personales sino también más maliciosas. El molinero cuenta la historia de un carpintero; el mayordomo, carpintero de oficio, cuenta una historia aún más desagradable acerca de un molinero. Fraile y alguacil ridiculizan el uno la profesión del otro en cuentos tremendos. Bajo este enfrentamiento masculino, sin embargo, existe otro tipo de desquite: el desquitarse de las mujeres, de Eva, a través de un patrón continuo de actos violentos ejercidos contra ella. A lo largo de los Cuentos de Canterbury encontramos menciones al pecado de Eva. En el Cuento del jurisconsulto, se la vincula con la malvada sultana y con Donegilda (las cuales se esfuerzan por destruir a la cristiana Constanza) por medio de Satán, “Que de esa guisa te sirves de las mujeres cuando te propones engañar al hombre” (2.370-71). Jankin, uno de los maridos de la mujer de Bath, le lee pasajes del Libro de las mujeres 108
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malas, comenzando por la historia de “Eva, quien, con su maldad, trajo a todo el género humano a miserable condición, por lo cual fue muerto el propio Jesucristo” (3.715-17), lo que acaba conduciendo a una pelea física entre ambos como resultado de la cual ella queda medio sorda. Incluso la segunda monja, quien, debido a su virginidad y piedad, tiene una alianza más estrecha con María, le dice a la Virgen: “y aunque yo, indigna hija de Eva, sea pecadora, acepta, sin embargo, mi fe” (8.62-63). Dado que incluso ella, una religiosa, es una pecadora a causa de su descendencia de Eva, su relato sobre la violencia ejercida contra una santa demuestra el predominio del oprobio que sufren todas las mujeres –incluso aquellas que toman como modelo a la sin pecado María– debido a su sexo. Aún negando Santa Cecilia (y la segunda monja) su naturaleza carnal mediante la preservación de la virginidad no se libran del castigo. Finalmente, el párroco, sin ningún lugar a dudas el mejor y más íntegro de todos los peregrinos, que no recibe en el Prólogo general ni una sola crítica y se niega a contar “cosas inciertas y desatinos semejantes” (10.34), incluye en su sermón la historia de Eva con el propósito de recordar a su público que “por esto podéis ver que el pecado mortal recibe la primera sugestión del demonio, como se prueba aquí por la serpiente, y después del deleite de la carne, como se muestra aquí por Eva, y luego del consentimiento de la razón, según se demuestra por Adán” (10.331). Una vez más, Eva aparece como la causante del pecado, alguien cercano al diablo y responsable de los pecados del mundo por medio de su cuerpo lujurioso.
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a necesidad de reprimir a la mujer debido a su peligroso poder conducente al pecado se plantea al comienzo del primero de los Cuentos de Canterbury, cuando el caballero describe la conquista de Teseo de “el reino de Feminia” (1.866) y la destrucción de las amazonas. El triple recordatorio de este suceso, cómo “Teseo ganó el reino de Feminia con su caballería; y la reñida batalla que libraron los atenienses con las amazonas; y cómo Hipólita, brava y bella reina de Escitia, fue solicitada” (1.879-81) demuestra su importancia literal y simbólica. Aunque Chaucer no incluya ningún detalle de la batalla ni describa los cuerpos mutilados de las amazonas, el comienzo del cuento –y acaso todo el proyecto de la relación de historias– ya insinúa la necesidad de la destrucción de las mujeres que no se dejan gobernar, tanto en cuerpo como en alma. Hipólita y Emilia [la doncella] no mueren, pero se las ha convertido en figuras convencionales dentro del romance. Para el final del cuento el “reino de Feminia” del romance, causante de la ruptura de alianzas y de un modo de conducta violento propio de los animales, ha sido conquistado por el mundo masculino y racional de la épica, y lo mismo ocurre con Emilia. Así como son las necesidades narrativas las que conquistan a Emilia y no la violencia física, las mujeres de los cuentos siguientes sufren la amenaza y a menudo el sometimiento por medios corporales. E incluso cuando esto no ocurre, el deseo masculino de desquitarse de ellas sigue poblando los cuentos. Este desquitarse de las mujeres corre paralelo a los desquites que se producen entre los relatores, del mismo modo que el prototipo de la violencia presente en las fábulas aparece en el Cuento del molinero, con el que el molinero promete “pagar al caballero” (1.3127). Puede que al final Alison consiga triunfar sobre los hombres que buscan poseerla, pero es imposible olvidar que la intención de Absalón es perpetrar su acto violento contra ella y no contra Nicolás.7
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El molinero convierte este acto en parte de una broma consumada (y el juego de palabras es intencionado), lo que atenúa el horror inherente a lo que Absalón ha hecho –y planeaba hacer–: ha cometido una violación con un hierro al rojo. De no tratarse de una fábula, quienquiera que hubiera sido el “blanco” 8 de la broma de Absalón habría sentido un dolor demasiado atroz como para que sus brincos pudieran ayudar a humillar a Juan el carpintero –si es que él o ella no moría a causa de esto–. El humor del cuento, por tanto, sirve para tapar el horror del mismo. Este humor bufonesco a costa de las mujeres continúa en el siguiente cuento, otro instrumento de desquite masculino, con el que el mayordomo desea desquitarse del molinero por los desaires hacia los carpinteros que ha percibido en su cuento. Juan y Alano, dos estudiantes, después de sufrir el engaño del molinero, se desquitan copulando con su mujer y su hija. Que violar a dos mujeres sea en la práctica el modo que tiene un hombre de desquitarse, muestra a las claras cuál es el papel objetivo de éstas en el cuento, y en las fábulas en general. Ninguna de las dos mujeres goza siquiera del beneficio de las hermosas palabras con las que Nicolás convence a Alison para que se acueste con él. Ambas descubren a unos estudiantes lujuriosos a su lado y las dos siguen la broma. Sin embargo, cuando “entonces Juan, muy ligero, se precipitó sobre la buena mujer” (1.428-29), el espectro de la violación aparece en escena. Aunque se nos diga que “nunca ella sufriera tan alegre asalto” (1.4230), el siguiente verso “la perforó con violencia hasta lo más hondo, como si estuviera loco” (1.4321) 9 nos hace sospechar. Al igual que ocurre con la violencia de los dibujos animados –donde los personajes reciben golpes tan fuertes con sartenes que sus cabezas acaban adoptando la forma de una sartén, pero luego les basta con sacudirse la cabeza para adquirir su aspecto normal y continuar la pelea– las fábulas mitigan la violencia que representan por medio del humor. Esta violación es cómica porque se supone que a la mujer le gusta más que lo que obtiene (o no obtiene) de su marido borracho. Como en el Cuento del molinero, el humor se da sobre el telón de fondo de la violencia contra las mujeres, violencia que normaliza al convertirla en la gracia de un chiste. Las mujeres están para poseerlas, para tomarlas; dado que son simples accesorios escénicos de una historia humorística y carecen de identidad real, quedan exentas de la compasión –puede que hasta nos pase inadvertido que puedan necesitarla– que reciben las mujeres en otros géneros. Nos vemos obligados a leer entre líneas para ver lo que realmente les hacen a estas mujeres –una lectura que el cuento mismo, al tener como motivación desquitarse del molinero en la historia y en el peregrinaje, no alienta–. En este juego masculino, las mujeres que ayudan al ganador son meras piezas de ajedrez dispuestas a ser cobradas. La fábula del Cuento del mercader realza este modelo, si bien menos abiertamente. Hace de Eva un irónico ejemplo del comportamiento femenino por medio de la conexión que el propio Enero establece con Adán; tiene un jardín y ahora desea una compañera. Una vez que consigue a Mayo, ésta demuestra su identificación con Eva interpretando la metáfora demandada por Enero de maneras insospechadas para él. Lo ridículo de la forma de pensar de Enero, que imagina que el matrimonio es un perfecto Edén, se ve realzado por el engaño de Mayo –y la inteligente manera en que se libra de la culpa (cosa que Eva no consiguió)–, aquí la mujer pecadora, madura para el desquite, logra engatusar a Enero y hacer que éste crea en su inocencia. Los lectores nos maravillamos ante las artimañas de Mayo pero, después de haber visto cómo se despliega toda la historia en el Edén sin serpiente de Enero, seguimos sin sentirnos embaucados. Enero es
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ciego al engaño de las mujeres; los lectores no. Mayo es un personaje atrayente, y los lectores nos sentimos alentados a compadecerla cuando Chaucer dice: “Pero Dios sabe lo que Mayo sintió en su corazón” (4.1851), recordándonos lo que debe de parecerle Enero, y sin embargo, al final del cuento, se ha demostrado que es una verdadera hija de Eva. En un espacio narrativo muy determinado –el primaveral jardín amurallado– ha engañado a su marido con la ayuda de un peral. Las imágenes de violación que aparecen en el cuento en segundo plano, realzan de manera sutil la condenación de Mayo; la presencia de Proserpina y Plutón en el jardín sugiere que las mujeres se convierten en las “reinas” de los hombres por medios problemáticos (Hansen 1992, 262). En rigor, Mayo no es víctima de un secuestro, pero Enero “la escogió por su propia autoridad”10 (4.1597), y ella es “dotada con las tierras de él” (4.1698) mediante “escrituras y contratos” (4.1697), y no por su propio consentimiento, que jamás se menciona en el texto. La referencia a Plutón y a Proserpina sirve para recordarnos lo que podría pasar si Mayo no acepta. De hecho, Enero imagina la consumación de su matrimonio en términos muy directos; “y en su corazón había ganado el derecho a amenazarla para poderla estrechar esa noche en sus brazos más fuertemente que jamás hizo Paris con Helena” 11 (4.175254). Cuando llega el momento, Mayo “fue conducida al lecho tan silenciosa como una piedra” (4.1818). No parece un acuerdo entusiasta, precisamente.
... los romances, que también dan la impresión superficial de defender el poder de la mujer, revelan que “el amor cortés es un juego: un juego masculino de poder, propiedad y violencia”... A menudo las fábulas muestran a mujeres como Alison y Mayo, que triunfan sobre hombres estúpidos y viejos al tiempo que la cortina de humo de la comedia física oculta la violencia de la que son objeto. Por su parte, los romances, que también dan la impresión superficial de defender el poder de la mujer, revelan que “el amor cortés es un juego: un juego masculino de poder, propiedad y violencia” (Gravdal Ravishing Maidens, 208).12 En tanto que género, el romance se mueve en una dirección que conduce a una conclusión fija: el “fueron felices para siempre” del matrimonio cortés, un impulso que obliga a la mujer a una sumisión que la limita. El matrimonio medieval, como ha mostrado Georges Duby de manera eficaz, requiere el sometimiento de la mujer a la voluntad y ley de su marido.13 Aunque la violencia aparece de manera menos explícita que en las fábulas, los romances de los Cuentos de Canterbury contribuyen a la normalización global de este aspecto de la vida medieval presente en la obra. Cada romance sitúa la violencia en la narración de manera diferente; en algunos está en primer plano, mientras que en otros conforma el telón de fondo del cuento mediante imágenes o sucesos. Tomados en su conjunto, estos diferentes planteamientos contribuyen a crear un patrón de violencia no menos esencial que el que se percibe en las fábulas. En el Cuento del terrateniente no hay una violencia específica contra Dorigena, pero dos perturbadoras imágenes acechan detrás de su “gentil” apariencia: las “rocas negras” que teme son un poderoso símbolo de los peligros de una relación cortés; tanto su presencia (que 111
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Terry Berkowitz y Blerti Murataj The Eye of the Needle 2004, DVD, color, v.o.s. 3’25’’. Cortesía de los artistas. ¿Quién no se acuerda del caso de Lorena Bobbitt, tratado como si fuera una broma por los medios de comunicación, con comentarios machistas en que la mujer, la joven Lorena, se transformaba en una sanguinaria y/o sádica? Pero la historia no es exactamente así. John Wayne Bobbitt (llamado así por el famoso actor, símbolo del “macho” y del “soldado” por excelencia) era un marine americano.
En 1993, la esposa de Bobbitt, Lorena, le amputó el pene con un cuchillo de carnicero. Después huyó del lugar en su coche a toda velocidad mientras agitaba por la ventanilla el miembro cortado. La policía consiguió localizar el órgano sexual, el cual fue reimplantado quirúrgicamente. Posteriormente, John Bobbitt, en un giro Inesperado del destino, se hizo actor porno y tuvo sus 15 minutos de fama. En The Eye of the Needle, el testimonio de los reproches y el dolor de Lorena se mezclan con sutiles y sensuales imágenes que muestran que en el ámbito doméstico y matrimonial de EEUU no todo es lo que parece. En primer plano, unas manos de mujer cosen piezas de tela; sólo cuando la cámara se aleja nos damos cuenta de que los retazos forman una casa.
podría hacer que naufragara el barco de Arverargo y dejarla sola) como su ausencia (que la obligaría a entregarse a los deseos de Aurelio) la ponen en peligro. La naturaleza ilusoria de su desaparición también realza sus cualidades simbólicas –se trata de unos peligros que en realidad no pueden desaparecer jamás–. Dorigena, en tanto que heroína de romance, está sujeta a una suerte de peligro sin aristas que funciona en muchos planos –el peligro del abandono, el peligro de que la viole Aurelio si rechaza sus intentos de acercamiento, que el matrimonio le haga perder su autonomía, etc.–. A Dorigena no le ocurre nada violento, pero se nos recuerda constantemente que puede ocurrirle. En tanto que historia de gentilesse, el Cuento del terrateniente evita amenazarla abiertamente con los peligros que simbolizan las rocas negras, pero éstos acechan al fondo. El análisis de Chaucer en el resto de los Cuentos de Canterbury y en Troilo y Cryseida pone de relieve estos peligros de manera nítida y detallada. Emilia, la doncella del Cuento de la mujer de Bath, y Criseida revelan completamente las aterradoras posibilidades que Dorigena elude a duras penas. El único lugar del cuento donde el peligro se hace explícito es la meditación de Dorigena sobre la muerte y la deshonra. Sin poder salir ya de una situación donde está condenada a perder, “Durante uno o dos días enteros lloró, se lamentó, desmayóse” (5.1348-49), una “afligida criatura” paralizada por un “verdadero desánimo”, sólo ve estas dos posibilidades. Contempla las opciones que le quedan: 112
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“Más no obstante, prefiero perder mi vida antes que deshonrar mi cuerpo, o reconocerme como desleal, o perder mi fama, puesto que puedo, en verdad, quedar libre con mi muerte. ¿No han existido antes de ahora muchas mujeres dignas e infinidad de doncellas que se mataron antes que cometer culpa con su cuerpo?” (5.1360-66). Dorigena cita más adelante muchos ejemplos de “afligidas doncellas, llenas de temor” que se quitaron la vida de diferentes maneras “mejor que consentir en ser despojada de su doncellez” (5.1375-76). Éstos no la convencen de que debe matarse, pero valoran la violencia contra las mujeres, que prefieren morir antes que ser infieles. Aunque podríamos admirar la preocupación moral de estas mujeres, sus muertes crean un espectro de asesinatos que se pasa por alto con demasiada facilidad y, que sin embargo, sigue siendo un ejemplo crucial del telón de fondo de violencia sobre el que se cuentan estas historias. Al contemplar esta historia literaria de la destrucción de las mujeres, Dorigena se sitúa a sí misma dentro de una tradición de violencia contra su sexo –de amenazas de violación (una posibilidad en el caso de que Aurelio no consiga lo que quiere), muerte (lo que podría pasarle como resultado de su coherencia) y deshonra–. Lo que hace posible que sobreviva con honor al final de su historia es la pasmosa bondad de tres hombres, que hacen la extraña elección de ser desinteresados. De la rareza del gentil proceder de Arverargo, Aurelio y el filósofo dan prueba tanto del placer que éste le proporciona al terrateniente como su pregunta: “¿quién pensáis que fue más generoso?” (5.1622). 113
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Dorigena ha tenido suerte, pero Chaucer nos ha enseñado, con la imagen de las rocas negras y el catálogo de vírgenes y esposas muertas, cuán fácil hubiera sido lo contrario. En los romances, las metáforas del sexo también son algo amenazador para las mujeres. En el cuento que relata el mismo Chaucer, el Cuento de Don Thopas, la reacción algo excesiva del héroe ante su propio deseo implica el tipo de violencia cortés de la que Duby y Gravdal hablan: Cuando Don Thopas percibió el canto del tordo, un poderoso afán de amor se adueñó de él. Espoleó a su caballo locamente y el generoso animal se lanzó a fatigosa carrera, sudando de tal modo que parecía salir del agua, y sangrando por los ijares, atormentados por el acicate (7.772-77).
Tal vez cuando Thopas encontrara a su reina de los Elfos, su vigor habría rivalizado con el de Juan, el estudiante del Cuento del mayordomo. Desde luego monta su caballo “con violencia y hasta lo más hondo” y después tiene que descansar de tan fatigado que se siente. Para ser justos, Thopas da “solaz a su monta”,14 no obstante, sus excesos parecen sugerir la existencia de una fuerza inherente a los hombres en el amor –o en el sexo–. Es un caballero terrible y un amante desastroso, sin embargo, como Absalón, su deseo, cuando se vuelve potente y por tanto violento, le hace masculino, aunque sólo sea durante una estrofa. Y aunque su caballo no sea una mujer, per se, su posición debajo del jinete (tanto en sentido literal como figurado) en esta metáfora sexual lo coloca en el lugar de la misma. Esta sexualidad violenta es la misma que se expresa abiertamente por medio de la violación en el Cuento de la mujer de Bath, que contribuye a validar la metáfora de Thopas. El sexo figurado es exactamente igual de violento en el romance como el sexo literal en los cuentos del mayordomo o del molinero. El hecho de que no sea real no lo hace menos partícipe de la atmósfera del cuento. Las narraciones religiosas de Chaucer, el tercer grupo de cuentos que operan dentro de un contexto violento, eleva el plano de lo explícito de manera sensible, sacando la violencia del segundo plano, de los mundos de la comedia, la metáfora, la imagen y la sugerencia, y llevándola al primer plano. El propósito y papel de la violencia en estas historias difiere de aquél de las fábulas y romances y, como resultado, se le presta una atención mayor, tanto en los detalles como en su centralidad. Puede que el martirio conduzca a una mujer santa al cielo, pero el despedazamiento de su cuerpo físico todavía se produce en la tierra. Si bien las religiosas a menudo se libran de las palizas y castigos impuestos sobre sus hermanas seglares, ellas también habitan en un mundo donde la violencia tiene un papel importante. En un plano literal, la conservación de la virginidad, “el estado ideal de las mujeres, la vida perfecta tal como la articula la Iglesia... el único y más esencial requisito previo a una vida de perfección cristiana” (Schulenberg 1986, 31) a menudo resultaba en la automutilación. Los modelos literarios de perfección siempre elegían la muerte antes que la deshonra (tal y como vimos en el catálogo de modelos de Dorigena): los hombres “inocentes” quedaban desprovistos de todo valor al tratarse de despiadados paganos empeñados en cobrarse la virginidad de la santa o cortarle la cabeza. De hecho, la destrucción del cuerpo femenino se convirtió en el centro de estas historias de martirio: “como defienden su virtud, las mártires del calendario cristiano sufren todo tipo de ingeniosos asaltos, con frecuencia sexuales: en La leyenda dorada, a Ágata le cortan los pechos; a Apolonia le arrancan los dientes y después le dan muerte prenpáginas siguientes: Mimi Smith Two Paper Dolls, 1995. Collage. Cortesía de la artista y Kustera Tilton Gallery, NY.
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La violencia de la violación suponía degradación e ignominia, pero la violencia del martirio era glorificación y gracia. diéndola en llamas; a Juliana la destroza una rueda... luego la arrojan a un baño de plomo; Eufemia sufre los más refinados tormentos antes de ser decapitada; a Catalina de Alejandría también la parte en dos una rueda” (Warner 1976, 71). Para las mujeres religiosas, por tanto, la virginidad se convertía en algo aún más valioso cuando tenía que ser defendida en las condiciones más adversas, lo que tenía como resultado un intercambio de violencia sexual por violencia sagrada. La violencia de la violación suponía degradación e ignominia, pero la violencia del martirio era glorificación y gracia. Y la diferencia no se deriva tanto del acto como del resultado. El hincapié que se hace en los detalles del martirio, que a menudo incluye representaciones bastante gráficas de torturas y desmembramientos, es prueba de un entusiasmo por la violación del cuerpo femenino, violación que es posible paladear debido a su propio resultado implícito –la ascensión de la virgen al cielo–. El cuerpo, un recipiente corrupto, estaba maduro y preparado para la destrucción. Las historias santas de Chaucer, modeladas según las hagiografías aunque no sean en principio vidas de santas, encajan en el género más brutal de la Edad Media. La primera de ellas, el Cuento del jurisconsulto, identifica a Eva, a través de Satán, con la sultana y con Donegilda, que procuran la destrucción de la pía Constanza; Constanza, por tanto, se convierte en una santa modelo que se desquita de las mujeres malvadas manteniéndose buena, cristiana y viva. Dado que tiene un hijo de su segundo matrimonio y no puede, por consiguiente, ser gloriosamente martirizada, se escapa por los pelos del destino de víctima de la violencia y el salvajismo que de otro modo le hubiera correspondido. Mientras que el sultán y “todos los cristianos fueron cosidos a puñaladas en el festín”(2.429-30), su sufrimiento se limita al abandono en su pequeña nave y al consiguiente exilio. La primera vez que viaja a Siria ya se percata de lo precario de su situación: “las mujeres han nacido para vivir en esclavitud y penitencia, bajo la autoridad de los hombres” (2.286-87). A Constanza la envían a la “bárbara nación” por voluntad de su padre, padece exilio otra vez a causa de su primera suegra, la segunda la acusa de asesinato y después la manda al exilio por tercera vez, y, finalmente, tiene que suplicarle a su padre: “nunca más me envíes a tierra de infieles” (2.1112). No cabe duda de que se enfrenta a un peligro mortal en el océano a bordo de su pequeña nave, aún así, la violencia que los otros ejercen sobre ella es más emocional que física. Sin embargo, las demás mujeres de la historia, inocentes o culpables, sufren de un modo más cruel. La asociación de las mujeres con Satán, y por consiguiente con Eva, se hace explícita en la descripción que de la sultana hace el jurisconsulto: ¡Oh, sultana, raíz de iniquidad, fiera, segunda Semíramis! ¡Oh, serpiente en forma femenina, semejante a la que encadenada está en el infierno! Oh, mujer artera, nido de todo vicio; tu maldad engendra en ti todas las cosas capaces de aplastar la inocencia de la virtud! (2.358-65).
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La sultana y Donegilda merecen ser castigadas debido a este mal que hacen. Así como el destino de la sultana no se menciona, Donegilda es asesinada por su propio hijo, y a Hermenegilda la mata uno de sus lacayos, “impelido por Satanás [en esta ocasión encarnado por Donegilda en persona]” (2.598) para imputar a Constanza. Aquí la muerte se vuelve gráfica cuando el jurisconsulto nos cuenta que el condestable “encontró a su esposa horriblemente asesinada” y “he aquí que halló el puñal ensangrentado junto a Constanza” (2.605; 607-8). Como resultado de ello, la violencia contra las mujeres se convierte en una parte detallada del material del cuento, lo que se justifica por las conexiones de las mujeres malvadas con Eva a través de Satán, y por la necesidad narrativa de llevar a Constanza a juicio, donde puede comenzar la conversión de los demás mediante su bondad y, además, conocer al rey Alla, cuyo “corazón noble rebosa misericordia”, quien la absuelve. Los otros cuentos religiosos siguen realzando la violencia gráfica que aparece por primera vez en el Cuento del jurisconsulto. En el Cuento del médico Virginia elige la opción que Dorigena evita. Virginia, una doncella perfecta, es todo lo que la mujer ideal debiera ser: En su vida podrían las demás jóvenes haber leído, como en un libro, las buenas palabras y obras que a una mocita virtuosa corresponden, pues era muy discreta y caritativa. Pero se propagó la fama de su belleza y muchas bondades, y todos los amantes de la virtud loaban... (6.107-14).
Virginia, al igual que las vidas de los santos que se recomendaba leer a las mujeres medievales, es un ejemplo. Las mujeres deben aprender de ella y amarla. Sólo ofendía a Envidia, “que se duele de la dicha de los demás” (6.115), y ésa será la causa de su ruina. Su belleza hace que un juez la desee y declare “Mía será esta doncella, aunque a los hombres pese”15 (6.129). En ese momento une sus fuerzas con las de Satán: “Y entonces el diablo se adentró en su corazón e insinuóle que él, con destreza, podía conseguir a la jovencita” (6.130-32). La violencia del hombre, aquí, se produce por mediación; Satán es el actor, él lleva el mal al corazón de Apio y le hace actuar como corresponde; puede que Apio, por tanto, hubiera sido moderado de haber procedido por sí mismo. Al hacer de Satán la causa de su maldad, Chaucer establece un estricto contraste con Virginia, quien, a pesar de su perfección, no puede evitar ser Eva la tentadora, aunque su Satán no la tiente primero sino que una sus fuerzas con Apio, su Adán, camino a la destrucción. Apio fabrica una acusación falsa contra Virginio [padre de Virginia] a través de Claudio, que se cree dueño de Virginia: “esclava según la ley, la cual me fue robada de casa una noche, siendo muy niña” (6.183-85); al final del juicio, Apio dicta su sentencia: “Mi determinación es que este villano reciba al punto su sierva, la cual no retendrás tú más tiempo en tu casa. Vete, pues, a buscar a la joven y ponla bajo mi salvaguarda” (6.199-201). La “paternal piedad” (6.211) de Virginio le deja dos posibilidades: “dos caminos se te ofrecen; la muerte o la deshonra” (6.214-15). El sufrimiento de Virginia en esta historia se da por hecho de antemano. Debe sufrir martirio por un pecado que no ha cometido. Como es una mujer, es una tentadora; como es una mujer, los hombres deciden su destino. Su elección, en la medida en que tiene una, se da sólo entre dos actos de violencia, la violación o el desmembramiento. Aunque “Nunca tú merecías morir a filo de espada” (6.216-17), menos aún merece que su padre le diga que ella es el “fin de mi vida” (6.218) dado que es él mismo quien la mata y después sigue 118
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viviendo. Hasta el padre de Virginia cree que su hija tiene la culpa de la situación en que se encuentran. En cualquier caso, ella debe acatar la sentencia del padre por encima de la del juez, pues el primero tiene más derechos sobre ella. Llorando, Virginia pregunta: “¿Es menester que muera? ¿No existe otro remedio?” (6.236), pero Virginio insiste en que no lo hay. A Virginia se le concede una petición “dame... tiempo para llorar mi muerte” (6.238-39), pero el consuelo que encuentra es pequeño: “¡Bendito sea Dios que me hace morir virgen!” (6.248). Ha elegido desquitarse de Eva con su propia destrucción. Su padre “con triste voluntad y atribulado corazón, le cortó la cabeza y, empuñándola por los cabellos, fue a llevarla al magistrado” (6.254-56). Al hacer que Virginia pregunte si hay otra opción, Chaucer sitúa en un primerísimo plano el hecho de que Virginio está resuelto a destruir a su hija antes que entregarla a otro hombre. La decisión final de Virginia, su sometimiento a una voluntad mayor, la de su padre (y la de Dios), hace de este cuento un ejemplo de piedad afectiva, y sólo permite una corriente subterránea de cuestionamiento de este género que convierte a las mujeres en sus víctimas de tan buena gana. Pese a que Apio se quitó la vida en la cárcel, y que todos sus compinches fueron ahorcados, el cuento presta poca atención a esta venganza. El asesinato de Virginia es el centro y la cima de esta historia; de hecho, el médico no entiende en absoluto su propio cuento; al final del mismo nos da la moraleja: “Abandonad el pecado antes que el pecado os abandone a vosotros” (6.286), olvidando que Virginia, cuyo padre la abandona, está libre de pecado, si no es por el pecado de su cuerpo de mujer, que la confina a una terrible elección entre la violencia seglar y la sagrada.
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as dos religiosas de la peregrinación a Canterbury (Cuento de la priora y Cuento de la segunda monja) parecen haber asumido en su integridad los modelos de los cuentos que se alentaba a que leyeran las mujeres, y relatan dos de las historias más radicalmente violentas de la colección. Ambas comienzan con invocaciones a María, la mujer que redimió al mundo del pecado de Eva a través de su perfecta virginidad y de la concepción de Cristo, el salvador del mundo. Al igual que en el Cuento del médico, unos cuerpos en estado de perfección –el de un niño y el de una mujer respectivamente– bastan para hacer que los hombres malvados caigan en la tentación del pecado. En el Cuento de la priora, el “niñito”, del que constantemente se mencionan su pequeña estatura y su piedad memorizada, lo que le confiere cada vez más patetismo a medida que camina por la judería cantando el Alma Redemptoris Mater, es horriblemente asesinado: “el maldito judío echóle mano, le degolló y arrojólo a una cloaca” (7.569-70). Las acciones de cortarle la garganta y arrojarlo a la “cloaca... allá donde depositaban los judíos sus excrementos” (7.572-73) nos ofrecen una imagen muy gráfica del horror inherente a tal escena, en lugar de atenuarlo o restarle importancia. Aunque el niño no sea una mujer, su inocencia virginal hace que se asemeje a una; se le llama “tú, mártir, aún en la virginidad” (7.579) y, como ocurre con la priora, le ayuda a cantar María, a quien va dirigida su canción pese a su garganta cortada. En efecto, en tanto que sujeto inocente que se encuentra a la merced de hombres violentos, comparte ciertos atributos propios de la condición de la mujer en los romances, que con frecuencia se convierten en religiosos en las vidas de las santas. El niño ocupa
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Teresa Serrano A Room of Her Own 2004-2005, DVD, b/n, sonido, 7’. Cortesía de la artista. “La sombra es lo que se opone a la luz, imagen de las cosas fugitivas, irreales y cambiantes”. (Jean Chevalier/Alain Cheerbrant) “A Room of Her Own habla de la lucha interna de una mujer que cuestiona su sexualidad, su angustia, sus miedos y su ira representadas por sombras que la persiguen. Las sombras son imágenes fugitivas que nacen de su propio estado mental, reflejos de esa parte de su ser que ya no controla y que poco a poco la aprisionan dentro de su habitación. De esta manera, “su propia habitación” no es sólo una estructura física, sino un castillo virtual en el que estas sombras han ocupado el espacio. Las sombras se producen espontáneamente y habitan la mente de la mujer como una segunda naturaleza de su ser, como objetos permeables de las limitaciones de su existencia corporal que se nutren de sus miedos. Sin poder identificarlas
ni nombrarlas, las sombras la persiguen por las calles de Nueva York hasta llevarla a la desesperación y a enfrentarse con una de ellas, la más intimidante, luchando hasta hacerla desaparecer. Durante esta liberación momentánea, la mujer regresa a su casa esperando encontrar la tranquilidad. Al subir las escaleras encuentra la sombra de un recuerdo amable que, sin embargo, desaparece al tocarla y la devuelve a su estado de ansiedad. Ya en su habitación, vuelve a cerrar los ojos para mirar de nuevo a sus miedos y al abrirlos sucumbe ante ellos. El vídeo comienza y termina con la misma toma en la que la mujer abre los ojos tanto para huir como para rendirse ante sus miedos dentro de la experiencia que puede ser real o imaginaria, oscilando entre la dualidad de las sombras (amables y amenazantes) y la dualidad del tiempo”. Teresa Serrano
en la historia el mismo lugar que las heroínas, y la destrucción del virginal cuerpo de la santa es indudablemente una suerte de violación simbólica. En la abadía, se nos obliga a volver a contemplar la herida del niño y el abad le pregunta cómo puede cantar “porque bien se echa de ver que tienes la garganta segada” (7.648). Por si ese recordatorio no fuera suficiente, el niño vuelve a decir: “hasta el hueso la tengo” (7.649). Descubrimos que su canto se debe directamente a la intervención de María; vive y habla porque ella, la virgen perfecta, ha sostenido su cuerpo poniendo un “grano de trigo” en su lengua. Cuando el abad retira el grano, el niño “rindió el alma dulcemente” (7.672), y el abad y los monjes, a los que no se puede convertir porque ya son cristianos, lloran y consagran al “mártir” sepultándolo en una tumba de mármol. Al igual que en el Cuento del médico, la destrucción de un cuerpo puro se convierte en la imagen central que motiva la narración. La violencia ejercida sobre el “pequeño escolar” tiene su paralelo en el acto de violencia, no menos brutal, cometido contra la comunidad judía, pues “el prefecto hizo matar a todos los judíos que conocían el asesinato, dándoles suplicios y muerte ignominiosa” (7.628-30). El castigo concluye cuando “los culpables fueron arrastrados, atados a la cola de caballos salvajes, y luego se les colgó, como disponía la ley” (7.63334); una vez más se le resta importancia a la cosa dado que lo principal es el virgen martirizado. El hecho de que los judíos y las mujeres reciban un trato equiparable en la literatura medieval convierte la violencia de la priora contra esta comunidad en otro sospechoso ataque contra los hijos de Eva.16 Si bien el Cuento de la priora no contiene ejemplos de violencia específica ejercida sobre las mujeres, los dos receptores de esta violencia funcionan como sustitutos del sexo femenino, uno seglar y otro sagrado. Los judíos, por medio de sus tratos con Satán, 120
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se convierten en primos de Eva, como Donegilda y la sultana en el Cuento del jurisconsulto. A resultas de ello, reciben el excesivo desquite que se pensaba merecían las mujeres, descendientes de Eva. Así como a lo largo del tiempo se ha abusado de las mujeres a causa de su feminidad –un castigo extraordinario para el pecado de Eva– del mismo modo, también se castiga excesivamente a los judíos por el asesinato de un niño. A pesar de que el prefecto alude a la ley judía de “ojo por ojo” cuando dice “quien mal hace, mal recibe” (7.632), arrastrar, descuartizar y colgar a toda una comunidad no es una manera justa de indemnizar por el asesinato de un solo niño. Así, estos “casi mujeres” se ven sujetos a la misma violencia desmesurada que con frecuencia sufrían las mujeres medievales en la vida real. Sin embargo, más sorprendente aún resulta la fascinación por la destrucción del cuerpo entendida como un instrumento de piedad. De la misma manera que los judíos sirven de modelo para la violencia seglar contra las mujeres, con las que están vinculados, el “pequeño escolar” recibe la misma violencia sagrada ejercida sobre las santas. Si bien los santos masculinos también sufrían martirio, la pasividad e inocencia de este niño, la centralidad que se concede a su virginidad y a su conexión con María, en lugar de estar buscando la conversión y la alianza con Cristo, le unen con sus homólogas femeninas, como también lo hace la valoración de sus heridas. A las religiosas se les alentaba a meditar sobre las vírgenes mártires y, como resultado, relatan historias en las que el horror del desmembramiento es aún mayor –como modo de poner distancia entre el 121
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cuerpo de la virgen y el cuerpo pecaminoso de Eva–. El castigo del cuerpo físico imperfecto es la única manera de alcanzar la verdadera redención espiritual; Eva debe ser rechazada por completo para que la virgen pueda llegar a ser María verdaderamente.Así, mediante dos ejemplos de “casi mujeres”, la priora se desquita de Eva, plasmando lo que se les hace a las mujeres tanto en el plano simbólico como en el literal. En ambos casos se glorifica la violencia, en uno de ellos en la forma de un rechazo del cuerpo como tránsito al cielo, y en el otro en tanto que una destrucción justificada de los secuaces de Satán.
Santa Cecilia se convierte en un ejemplo de la vida ideal para las mujeres –una virginidad perfecta seguida de una muerte violenta–. La segunda monja sigue el ejemplo de la priora y cuenta la historia de Santa Cecilia, la única vida de santos auténtica de los Cuentos de Canterbury. Al igual que el “niñito” del Cuento de la priora, Santa Cecilia predica mientras se escalda en un baño de agua hirviendo y le cortan la cabeza. Con la ayuda de un ángel, Cecilia consigue preservar su virginidad dentro del matrimonio y además se las arregla para convertir a su marido a la fe en Cristo y el martirio; después siguió convirtiendo a muchos otros. En efecto, el Cuento de la segunda monja valora el martirio como parte de la devoción cristiana en mayor medida que ningún otro cuento sagrado. Tiburcio y Valeriano “con corazón humilde y tranquila devoción... ambos perdieron su cabeza en aquel sitio. Sus almas fueron al Rey de la gracia” (8.297-99). Cecilia los entierra y después convierte a los oficiales que Almanco ha enviado para que la lleven ante él para “hacer sacrificio e incensar a Júpiter” (8.413) y le saca de quicio cuando éste la interroga. Los cuatro versos siguientes superan en violencia a la mismísima priora: Almiaco ordena “en su casa... cocedla bien en un baño hirviente de agua. Y como él lo ordenó, así mismo fue ejecutado en el acto. La metieron, pues, en un baño, atizando debajo gran fuego noche y día” (8.514-18). Cecilia, “a pesar de todo el fuego, y del calor del baño, ella permanecía completamente fría, sin sentir dolor alguno ni sufrir nada” (8.520-21); Almiaco envía entonces a un verdugo, que “tres golpes le dio en el cuello” (8.526), para ampliar su tortura; de manera inexplicable, cortar cabezas es ilegal en su país. Para que esta imagen resulte aún más potente la segunda monja nos dice que sólo está “medio muerta, con el cuello tronchado” (8.533) y que “empaparon la sangre muy cuidadosamente en lienzos” (8.536). Sigue predicando durante tres días y después muere, encomendando las almas de sus seguidores al Papa, quien la entierra “honrosamente entre sus demás santos” (8.549) y consagra su casa. El hecho de que la mayor parte de las conversiones de Cecilia tengan lugar con anterioridad a su martirio no contribuye a atenuar el violento impacto de la escena de su muerte. La violencia sagrada ejercida contra las mujeres que veíamos en los cuentos del jurisconsulto y del médico cobra un significado y un impacto aún mayores cuando es una mujer la que cuenta una historia. Santa Cecilia se convierte en un ejemplo de la vida ideal para las mujeres –una virginidad perfecta seguida de una muerte violenta–. Las narraciones de santas abundan en la literatura medieval, y las religiosas, como la priora y la segunda monja, no eran las únicas a las que se pedía que pensasen en estos ejemplos, sino que los manuales de conducta también apremiaban a las mujeres seglares
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a que abandonaran los romances y leyeran las vidas de las santas.17 Christine de Pisan recomienda encarecidamente a las mujeres que den a sus hijas “devocionarios y otros libros en los que se describa la conducta virtuosa. No se les debe permitir leer acerca de cosas vanas, locuras o vidas disolutas. Ninguno de esos libros estará permitido en su presencia” (De Pisan 1989, 104). El hecho de que una escritora tan sensibilizada con la situación de las mujeres recomiende que éstas lean libros que valoran la violencia que se ejerce contra ellas parece un contrasentido. Sin embargo, el propio ejemplo de Pisan y el de otras escritoras medievales sugiere la existencia de una educación tan poderosa que hace que los estudiantes se conviertan en cómplices de su programa.18 No cabe duda de que la priora y la segunda monja demuestran estar eficazmente adoctrinadas. La tercera relatora de Chaucer no narra una historia entera, pero también la mujer de Bath sitúa un acto violento cometido contra una mujer en el centro de su cuento.19 Ella misma ha sido víctima de la violencia doméstica. En el prólogo a su cuento responde ante la tortura mental a la que la somete Jankin cuando le lee en alto el Libro de las mujeres malas arrancando tres páginas del mismo y arrojándolas al fuego. “Se levantó cual un león furioso y dióme con el puño en la cabeza, de manera que quedé en el suelo como muerta” (3.794-96). El hecho de que luego Alison le engañe y le atice en la cara, si bien es divertido, no aminora el impacto –tanto emocional como físico– del ataque de Jankin. En el Prólogo general nos enteramos de que ella es “algo sorda” como consecuencia de este combate. Este ataque refleja perfectamente hasta qué punto la vida doméstica real de las mujeres medievales estaba subordinada, lo que de hecho sirve de arranque a su propio cuento, que comienza con la misma violación sexual que las mártires eluden mediante el desmembramiento: el “alegre y joven caballero” de la casa de Arturo “vio a una muchacha que caminaba delante de él tan sola como había nacido. Y asaltando a la doncella inmediatamente, y a pesar de todo cuanto ella hizo, la despojó de su virginidad a viva fuerza” (3.886-88). No hay duda de que esta violación real refleja una de las amenazas con las que las mujeres medievales convivían; a medida que avanzaba la Edad Media, las leyes fueron favoreciendo cada vez más a los violadores y dificultando la obtención de pruebas contra ellos. La persecución de las mujeres no se consideraba un delito y eran mínimas las penalizaciones de sus perpetradores (Ruggiero 1985 y Carter 1985). Si bien con frecuencia la ley proponía la castración o la muerte como castigos apropiados para los violadores, a la iglesia, “en su prédica del amor cristiano, le parecían abominables la mutilación y la muerte en principio” (Gravdal “The Poetics of Rape”, 210), y redujo los derechos de las mujeres dejando suelto al agresor, al que sólo se imponían penas menores que hasta podían incluir casarse con la víctima.
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i bien el Cuento de la mujer de Bath es el que más cerca está de cuestionar la violencia intrínseca contra las mujeres al hacer que el rey pase un año temiendo por su vida, tratando de descubrir qué es lo que más desean las mujeres, no consigue dejar la violencia fuera de la historia. La presencia de la violencia doméstica en el prólogo del Cuento de la mujer de Bath y la de la violación en el cuento forman parte de los géneros empleados, la fábula y el romance respectivamente. La violación es inherente al romance, como
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los cuentos del terrateniente, del caballero y de don Thopas (por no mencionar muchos otros ejemplos medievales) han revelado; aquí se desplaza de los márgenes al centro del escenario. Excepcionalmente recibe castigo, pero de ahí no pasa. Esta tensión apunta, en cierto sentido, a la cuestión principal en este asunto. Es posible cuestionar o hablar en contra de los actos de violencia cometidos contra las mujeres, pero aun así prevalecen. Por mucho que uno lea las conclusiones del prólogo y del Cuento de la mujer de Bath, por mucho que uno entienda lo que ocurre después de la violación, no deja de ser la motivación de la historia. La violencia contra las mujeres es un buen tema, parece. Estos ejemplos son sólo algunos de los casos de violencia contra las mujeres normalizada en los Cuentos de Canterbury. Apolo asesina a su esposa en el Cuento del administrador de colegio; a la mujer y a la hija de Melibeo las violan y les pegan una paliza unos “amigos” que invaden la casa, sin embargo la dama Prudencia aconseja tolerancia y perdón. Pero una discusión de la violencia ejercida contra las mujeres en los Cuentos de Canterbury estaría incompleta sin el análisis del Cuento del estudiante. En este famoso y perturbador relato el estudiante cuenta la historia de la Paciente Griselda, que sufre la tortura emocional de su marido. Walter se emplea con tanta saña contra su mujer que llega a quitarle a sus hijos y fingir que va a asesinarlos, a echarla de casa cuando decide casarse con otra mujer, y hacer que regrese más tarde para prepararle el castillo a esta nueva mujer; al final del cuento, Griselda le dice a Walter: Una cosa os suplico y os advierto: no martiricéis con ningún tormento a esta tierna doncella, como habéis hecho con otra, pues vuestra nueva esposa ha recibido educación más delicada y, a lo que supongo, no podría soportar la adversidad como otra que hubiese sido criada en la pobreza (4.1037-43).
El hecho de que Griselda reconozca todo el mal que se le ha hecho y el de su deseo de que no le ocurra a nadie más es un momento conmovedor del relato, especialmente porque sirve de preparación para el “final feliz”, que la restituye a su posición. Sin embargo, la violencia que encierra la narración es de un espectro más amplio. Pues el estudiante insiste además en una lectura alegórica que permite identificar a Griselda con Job, convirtiendo los castigos padecidos, que hasta ahora eran algo simplemente emocional, en algo físico. Su recompensa, tanto en sentido literal como metafórico, es el resultado de la paciencia con que soporta la violencia que se ejerce contra ella. Rechazar esta violencia, o huir lejos de su peligroso marido, claramente no son opciones que estén abiertas para ella. Debe aceptar lo que le ha tocado en suerte en la vida y esperar que más tarde le llegue su recompensa. El estudiante “quita lo que da” al final del cuento cuando dice: “esta historia se refiere, no para que las esposas imiten la humildad de Griselda, porque eso sería insoportable, aunque ellas quisieran” (4.1142-44), pero después observa: “porque ya que hubo mujer tan paciente para con un hombre mortal, con mayor motivo debemos nosotros recibir de buena gana todo lo que Dios nos envíe” (4.1149-51). Lo que las mujeres reciben, al parecer, es violencia, violencia a la que deben someterse para vivir “en virtuoso sufrimiento” (4.1162). El estudiante recomienda encarecidamente a sus lectores que tomen a Griselda como modelo; sus lectoras, por tanto, deben convertir sus vidas en una metáfora de la vida de una santa; soportar pacientemente lo que les toque a cambio de una recompensa celestial. El estudiante lamenta que haya pocas como ella, dispuestas a aceptar su sino, y observa que es mayor el número de mujeres que se parecen a “la comadre de Bath y toda su secta”, quienes se supone que toman las riendas de sus vidas y Nuria Carrasco Sin título, 2005. Cortesía de la artista.
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rechazan la paciencia que él tanto valora. No podemos evitar pensar en el Libro de la ciudad de las damas, al final del cual Christine de Pisan hace esta exhortación: Vosotras, queridas amigas, no os indignéis por tener que estar sometidas a vuestros maridos, porque el interés propio no siempre reside en ser independiente... La que tenga un marido bueno, razonable y que la quiere con verdadero amor, que dé gracias a Dios por esta bonanza... La que tenga un marido que no sea ni bueno ni malo, que aún dé gracias a Dios por no tener uno peor... Y la que tenga un marido cruel, mezquino y violento debe esforzarse por soportarle, intentar que supere sus vicios y hacer que vuelva, si es posible, a una vida razonable y decorosa. Y si son tan obstinados que no hay nada que podáis hacer para cambiarlos, al menos vuestras almas adquirirán gran mérito gracias a la virtud de la paciencia (De Pisan 1982, 255).
Griselda debe dejar que abusen de ella en la tierra para alcanzar su recompensa en el cielo. Así, una mujer maltratada más se convierte en un ejemplo para las de su especie. Así como la mujer de Bath observa que “es imposible que escritor alguno hable bien de las mujeres casadas (a no ser en las vidas de las benditas santas)” (3.688-90), el estudiante, por medio de su cuento, nos muestra de qué manera las mujeres seglares pueden vivir su versión del glorioso martirio de las santas. La fuerza de este sentir retorna al final de los Cuentos de Canterbury. En el epílogo de Chaucer se halla un comentario, tal vez embarazoso, acerca de la persistencia de la violencia ejercida contra las mujeres en la literatura, cuando se retracta “de los Cuentos de Canterbury y de todos aquellos que pudieran inducir a pecado” (10.1085) y defiende solamente “otros libros de leyendas de santos, homilías y escritos morales y devotos” (10.1087) los cuentos que contienen los ataques más brutales contra las mujeres, ataques que también son con frecuencia los más ignorados. Esta plétora de ejemplos, que se van amontonando unos encima de otros en cuanto empezamos a buscar casos de violencia ejercida contra las mujeres en los Cuentos, revela un modelo que coloca la obra de Chaucer en un contexto donde normalmente no se la considera. No cabe duda de que los análisis más importantes y complejos de la violencia ejercida contra las mujeres en los Cuentos de Canterbury, de manera notable los de Elaine Tuttle Hansen y Carolyn Dinshaw, sacan a la luz las problemáticas maneras en que cada cuento por separado se engrana con el asunto de la violencia contra las mujeres, sea ésta abierta o encubierta (Hansen 1992 y Dinshaw 1989).20 Pero es importante considerar cada ejemplo individual en el contexto de los Cuentos como totalidad, aunque sólo sea para ver lo extraordinariamente “normal” que es la violencia contra las mujeres en la colección de Chaucer. Está presente en todos los planos de análisis y observación, de los marginales a los centrales pasando por los metafóricos; tiene lugar casi en cada ejemplo de cada género, hasta el punto de que podemos establecer diferentes categorías. Está presente con independencia de lo que cada cuento individual diga acerca de las mujeres, sus papeles y su lugar en la sociedad medieval. La violencia acecha en el fondo de los romances y está en primer término de las historias hagiográficas; es la fuente de las bufonadas de las fábulas. Pasa de un cuento a otro y se muestra de manera muy nítida. Son pocos los lectores que pensarán automáticamente en violencia cuando piensen en los Cuentos de Canterbury, en vista de lo cual su omnipresencia en el libro parece algo casi subversivo, como si hubiera una pintura de “ojo mágico” detrás de la narración. Esto sugiere algo que transciende al propio Chaucer y forma parte de la narración misma; demuestra la manera tan profunda en que el espectáculo de la violencia ejercida contra las mujeres informa 126
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los textos medievales, el hecho de que supone una parte esencial de lo que constituye una historia. Y si es verdad que, como sugiere Kolodny, el arte tiene un efecto normativo sobre la vida, entonces acomete como parte de su función normativa la supresión violenta de las mujeres (Kolodny 1985, 147). La participación de Chaucer en este “desquitarse” de Eva difícilmente puede, por tanto, sorprendernos. En tanto que “comedia humana”, los Cuentos de Canterbury ofrecen un amplio espectro de análisis del mundo violento, literal y literario, en que viven las mujeres, alcanzando su reflejo más impactante en las historias que relatan las mujeres, quienes se ven forzadas a ser cómplices de un sistema destructivo contando los cuentos que contienen los actos de violencia más explícitos y detallados (Kittredge 1915).21 Si bien los relatores se desquitan unos de otros, también, a través de medios muy variados, se desquitan de las mujeres por ofensas a menudo imaginarias. De acuerdo con la visión medieval, las mujeres son tentadoras que descienden de Eva. Sus cuerpos son representaciones físicas de lo que hizo que el mundo –y sigue haciendo que los hombres– cayera en pecado. Los peregrinos de los Cuentos de Canterbury, adoctrinados al igual que su autor en esta idea, se aúnan para castigar a Eva en la persona de sus representantes contemporáneas. Aunque los Cuentos de Canterbury, y Chaucer mismo, apoyen con frecuencia la autonomía de la mujer y su derecho a tener voz propia, no ponen freno a los impulsos seglares, religiosos y narrativos que la definen y contienen a la fuerza. Con independencia de lo que ocurra en primer plano, los Cuentos de Canterbury mantienen como telón de fondo un mundo físicamente hostil al sexo femenino. 1. Todas las citas de Chaucer provienen de The Riverside Chaucer, 1987. Se citará por fragmento y número de verso. [N. del T.: Nosotros hemos usado para las citas del texto de Chaucer la traducción de Juan G. de Luaces, Editorial Iberia, 1983 –salvo cuando, por exigir el artículo una traducción más literal, se indica lo contrario–]. 2. Geoffrey de Vendôme, por ejemplo, acusa a las mujeres de haber envenenado a Adán con la manzana, matado a hombres santos como Sansón y Juan el Bautista y, finalmente, asesinado a Cristo, que se vio obligado a morir por culpa del pecado de Eva. 3. Quiting [desquitarse] es en Chaucer una forma del verbo del inglés medio “quiten”, que significa “compensar, recompensar, devolver lo que se debe, pagar, corresponder a”. Dado que no existe equivalente en inglés moderno, uso las formas de inglés medio quite, quiting, a lo largo del texto. Esta es la palabra que mejor define las normas de la competición en los Cuentos de Canterbury; opino que esas mismas reglas gobiernan los episodios de violencia ejercida contra las mujeres en el texto de Chaucer. Me siento agradecida a Robert L. Squillace por haberme ayudado a definir mis argumentos acerca de este asunto. [N. del T.: nosotros hemos optado por el uso de la palabra española desquitarse, dadas las equivalencias fonéticas y semánticas del término, pues de lo que se trata aquí es de “recompensar”, pagar con la misma moneda o corresponder a Eva “como se merece” por el mal hecho. Como quedará claro a lo largo del texto, un desquite en toda regla]. 4. A modo de ejemplo impactante: la escena de Athelston en Sand, D. B. (ed.) Middle English Verse Romances, 130-53 donde las patadas en el estómago que el rey propina a su esposa embarazada hacen que ésta pierda el hijo, tras lo cual el monarca se lamenta por la pérdida de su heredero. 5. Los capítulos 4 y 5 indican que Chaucer percibe a las mujeres con la suficiente capacidad de comprensión como para contemplar, aunque sólo sea dentro de la fantasía del Cuento de la mujer de Bath, un mundo que reconociera el deseo femenino. Otras consideraciones acerca de la comprensión y la compasión con que Chaucer trata a las mujeres pueden hallarse en Mann 1991 y Weisl 1995. 6. El Cuento de la mujer de Bath, en cierto sentido, repara la violación de la doncella; desde luego, la violación no queda impune. La reeducación del caballero es una respuesta directa a la misma, que
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tiene el propósito de enseñarle no sólo lo que las mujeres desean sino el hecho de que desean. Sin embargo, las insuficiencias del texto, y su reversión última a los modos coercitivos del romance al final del cuento, le impiden proporcionar una respuesta completamente satisfactoria al suceso que lo motiva. Y de hecho, la violencia en el prólogo de la mujer de Bath, nunca se cuestiona. El Cuento de la priora y el Cuento de la segunda monja valorizan la violencia como forma de alcanzar el cielo y en tanto que venganza contra los destructores de las mártires. 7. Asimismo, Hansen demuestra que la violencia intencionada de Absalón contra Alison le “remasculiniza”; si bien con anterioridad se nos ha presentado como un personaje de una apariencia más femenina que la de la propia Alison, debido a su carácter delicado y a la fascinación que siente por su atuendo y aspecto físico, la venganza le otorga poder y autoridad. 8. Juego de palabras de la autora. La palabra inglesa butt significa, entre otras cosas, tanto blanco –como en la expresión ser el blanco de una broma– como, especialmente en el inglés americano, trasero, culo. En el Cuento del molinero, Absalón desea vengarse de Alison introduciendo un hierro ardiendo en el ano de ésta, que le ha burlado con anterioridad ofreciendo su trasero por la ventana para que se lo bese después de haberle hecho creer que se trata de su boca. Sin embargo, accidentalmente, es el culo del estudiante Nicolás, el amante de Alison que ha decidido sumarse a la broma, el que resulta ensartado [N. del T.]. 9. Si bien por lo general para las citas de los Cuentos de Canterbury nos estamos sirviendo, siempre que no se indique otra cosa, de la traducción de Juan G. de Luaces (Editorial Iberia, 1983), nos vemos obligados en esta ocasión a hacer nuestra propia traducción, pues ninguna de las versiones consultadas da fe de la crudeza de las palabras que emplea Chaucer en este verso [N. del T.]. 10. Traducción propia [N. del T.]. 11. Traducción propia [N. del T.]. 12. Aquí sigue a Georges Duby, “Aristocratic Households”, que demuestra cómo los “ideales del amor cortés tuvieron un efecto positivo muy pequeño sobre la experiencia histórica de las mujeres de la Edad Media” y, de hecho, contribuyeron a restringir sus movimientos y quitarles poder. 13. Sobre las coerciones del romance: Weisl 1995. Acerca del matrimonio: Duby 1978. 14. Traducción propia [N. del T.]. 15. Traducción propia [N. del T.]. 16. Sobre esta identificación de los judíos y las mujeres en la Edad Media: Goldberg 1979. 17. Christine de Pisan no es el único ejemplo. Posteriormente, Juan Luis Vives: De Institutione Foeminae Christianae, apremia a las mujeres para que no lean romances sino que estudien los actos de los apóstoles, la filosofía religiosa y las vidas de las santas. 18. En las obras de teatro de Hrostvith de Gandersheim, las vírgenes mártires, con frecuencia niñas pequeñas, expresan su deseo de ser asesinadas por sus opresores paganos de una manera tan vehemente que casi llega a ser cómica. 19. Si bien la violencia ejercida contra las mujeres es menos común en las narraciones seglares escritas por mujeres, hay algunos ejemplos escalofriantes: Marie de Francia, por ejemplo, nos ofrece uno impactante en Bisclavret, donde a la mujer le arrancan la nariz por sus indiscreciones –lo que pasa a convertirse en una especie de “marca de Eva”, pues sus hijas nacen sin nariz–. Pero más a menudo, aunque se encierra a las mujeres en torres y se las hace sufrir emocionalmente a manos de maridos viejos y despreciables, no se las pega ni viola. 20. Ofrecen un extenso análisis de la violencia en cuentos concretos. Estos estudios muestran la complejidad del asunto, que yo he intentado aquí complementar. 21. Para un análisis de los Cuentos de Canterbury considerados como comedia humana, una formulación aun válida pero con muchas mas repercusiones de las que Kittredge imaginaba. *. Referencias bibliográficas en p. 350.
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Narración en una sala sin asientos I Y ahora el juez visiblemente encantado de no ser la víctima, me pide que relate aquellos hechos. le había imaginado en muchas callejuelas en las noches que acaban sin zapatos bailando sobre la mesa de las cafeterías. No esperaba que entre las sombras de mi puerta, violentara igualmente el cuerpo y la casa que le acogían. No se puede vencer a lo que ni siquiera se concibe, probablemente la cara más real de este montaje que me considera mitad objeto, mitad animal todavía, y acude con máquina de escribir y cámaras y público a mi gesto de socorro. Ese mismo día acabé en comisaría, relatando todo de nuevo en una sala sin asientos. Luego vinieron los abogados y por último, los jueces, los bellísimos salones de terciopelo verde que guardan a los jueces; la tallada madera que soporta sus utensilios míticos: la balanza, el plateado puñal, el mazo, de los que esperamos algo así como una respuesta, porque hemos investido este lugar de potestad sobre nosotros y el mutuo acuerdo entre los hombres es otra forma de lo sacro. Aquí fue la vergüenza el despojamiento de todo lo que creía, porque todo lo que vale una mujer quedó fijado antes de su nacimiento, hace muchos siglos, y no sirven contra ello la voz, los documentos, la lucha… No ante el Conocedor de Lo Que Valgo, el cual, feliz desde su mesa, ordena a su secretaria
la importancia de anotar que la denunciante vive sola, es soltera y acostumbra, señorita, a dormir sin ropa los veranos. La tinta y el papel se pudren, la habitación hiede a calamares muertos, señoría. Y el agresor detrás, siempre mirando al suelo, siempre las manos juntas, vestido con un increíble traje azul marino, como un hombre normal. Todo para nada toda esta humillación, esta fisiología en primer plano, no sirve más que para el lucimiento de los zapatos italianos, los maquillajes franceses y las corbatas de seda sobre la seda de las togas. Lucen sus galas en esta caza costosísima, después redactan su sentencia. Yo no sé lo que me corresponde de este mundo, pero sí sé que jamás volveré a reclamarles parte alguna en sus juegos.
II Hay algo peor todavía, algo más que la escenificación en propio cuerpo de los tópicos leídos en diarios y revistas, peor que la corta lucha, peor que los tribunales. Es el porqué –el no saber por qué–, en un hombre está tan lejos la conciencia de su sexo, como si de un castrado en cierto modo se tratase. Cristina Morano (del libro La insolencia, Madrid Universidad Popular José Hierro, 2001)
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El tormento de las mujeres, el dolor de las mujeres Carol L. Winkelmann
Mi nombre no es nada. Algunas veces sólo deseo abandonar. Amelia Me han borrado, machacado, no soy nada. Karyl Soy un cero a la izquierda, una inútil, no valgo nada y soy fea. Marissa
Escribe David B. Morris: “La mayor parte del tiempo el dolor ocurre en un silencio inhumano y total” (Morris 1991, 3). Sin embargo, en los centros de acogida, los cuerpos de las mujeres son con frecuencia el testimonio viviente del dolor inflingido. Muchas presentan ojos morados, contusiones y articulaciones rotas. Tienen heridas de cuchillo y de pistola. Sus cuerpos llevan marcas brutales por haber sido arrojadas de coches en marcha, de balcones o escaleras abajo. Algunas veces las marcas del dolor y el sufrimiento no son visibles. He conocido a mujeres que fueron encadenadas a camas, forzadas a quedarse en un rincón o sentadas en una silla durante largos periodos de tiempo. Se las ha violado empleando botellas, palos y utensilios de cocina. Algunas veces el testimonio de su dolor se revela a través de la ausencia. Sus abortos esconden la historia de cómo sus vientres hinchados sufrieron puñetazos y patadas. Los cuerpos de las mujeres de los centros sólo llevan las marcas de algunos de sus problemas. Con frecuencia, las mujeres vienen a él después de que les hayan tratado sus heridas en la sala de urgencias del hospital local. Lo normal es que sus problemas emocionales y psicológicos no hayan recibido ningún tipo de atención. En muchos casos, sin embargo, la violencia psicológica es abrumadora. Es mucho más frecuente que la violencia física y se ha demostrado que sus efectos son mucho más duraderos (Doyle 1995, 55). A muchas de las mujeres del centro sus parejas les han dicho que son malas esposas, amas de casa negligentes y pésimas madres. Les han dicho que están locas, que son pecaminosas y malvadas. Que son estúpidas, que son feas, que no valen nada.
“Algunas veces sólo
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En su mayor parte, sufren una violencia tanto física como psicológica. Una sucesión constante de abusos verbales y no verbales acompaña las palizas. Lo normal es que las agresiones sexuales vayan de la mano de las agresiones físicas.1 (Graham, Rawlings y Rigsby 1994, 73-6). Con un horror inexpresado, ven cómo se ataca física, sexual o verbalmente a sus hijos y éstos ven cómo se las ataca física, sexual o verbalmente a ellas. Michael P. Johnson llama a esto “terrorismo patriarcal”2 (Johnson 1995). Por supuesto, las mujeres maltratadas mueren. Por cada mujer del centro hay al menos cinco que no vienen por diferentes razones: miedo, vergüenza o duda. Y, de hecho, la mayoría de las que usan los servicios del centro no se quedan a vivir en él (Johnson 1995, 290). Muchas mujeres, en el centro o fuera de él, viven en un mundo de dolor y sufrimiento. [A continuación] elaboro un análisis teológico del sufrimiento de las mujeres maltratadas mediante la distinción entre el dolor y el sufrimiento. Ofrezco sus voces y sus reflexiones acerca de su situación y su experiencia corporal. Pondré el énfasis en la experiencia y en las consecuencias del dolor. El sufrimiento se desarrolla tanto a partir del dolor físico como del psicológico; así, a veces, la diferenciación es artificial. No obstante, persevero porque deseo explorar las razones por las cuales ni la sociedad ni las víctimas prestan la debida consideración al dolor real de las mujeres, incluyendo la experiencia viva de éste y la ausencia de un lenguaje apropiado para describirlo. Como observa Judith L.Herman: “los recuerdos traumáticos son... estáticos y no hay palabras para ellos” 3 (Herman 1992, 175).
deseo abandonar”
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El lenguaje del dolor y el sufrimiento: hacer desaparecer el cuerpo femenino–– “El dolor lleva una existencia secreta, silenciosa, no deja ni testimonios elocuentes ni registros escritos” (Morris 1991, 3). Curiosamente, esta observación puede aplicarse a la literatura general acerca de las mujeres maltratadas. La literatura no tiene suficientemente en cuenta la experiencia que del dolor procedente de golpes o palizas tiene la superviviente. Sin embargo, esta experiencia es fundamental para identificar a una mujer “maltratada”. En efecto, en la nomenclatura de la violencia doméstica, el uso del término descriptivo “maltratada” (es decir, “mujeres maltratadas” según la terminología) sugiere que el agresor es responsable de un contacto físico violento y lesivo, presumiblemente una agresión que deja unas funestas marcas. En la literatura general sobre la violencia doméstica, no obstante, este hecho existencial básico en gran medida se pasa por alto o se deja sin explorar. La tendencia actual que favorece el uso de la nomenclatura “superviviente de la violencia doméstica” sirve para ocultar aún más las brutales evidencias físicas.4 En la literatura general, se usan listas, esquemas o ruedas para representar las actividades del agresor: pegar, abofetear, sacudir, empujar, asfixiar, dar puñetazos, quemar, apuñalar o disparar. En estos asaltos, se usa como arma el cuerpo del agresor o éste usa un arma para atacar el cuerpo de la víctima. No se atiende directamente la experiencia corporal porque la actividad se define desde el punto de vista del agente o actor. La atención está centrada en el asaltante, en el agresor. Una vez se ha hecho una lista de las actividades de éste, se usan otros diagramas, ruedas y esquemas para describir la violencia no física. Se hacen listas de los ataques psicológicos o emocionales, ataques no corporales tales como insultar, amenazar, aterrorizar y cosas por el estilo. Una vez más, la atención semántica se centra en el agresor. Por lo general, los ataques corporales y en particular los no corporales se estudian entonces en función de los efectos que tienen en la víctima o “superviviente”. Se define a la víctima como “deprimida”, “temerosa” o “atormentada”. Pierde su autoestima o confianza en sí misma. En resumen, cuando finalmente se centra la atención en la mujer, el énfasis se pone en cómo se llegan a aceptar las prácticas del agresor; es decir, en cómo éste se las arregla Beth Moysés Memoria do afeto, 2002. Cortesía Galería Fernando Pradilla, Madrid.
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para conseguir controlar a la víctima haciendo que ésta se sienta deprimida, atormentada, temerosa, etc. En efecto, el maltratador ejerce ahora control sobre la situación y, hablando desde un punto de vista psicológico, en contraste con su pareja, es muy posible que se sienta “satisfecho”, “seguro de sí mismo” o “lleno de confianza”. Puede que su autoestima se vea reforzada. Acaso la literatura feminista acerca de la violencia de pareja sea la única que no se quede en el análisis superficial de todo aquello que él gana: poder y control de la relación y, por extensión –hablando de todos los hombres–, de la sociedad (Rusell 1984). Al margen de estas aproximaciones, el reconocimiento de la experiencia corporal real, del dolor literal de las mujeres, es pequeño. Ni siquiera las supervivientes hablan de buena gana de su dolor corporal y, cuando lo hacen, a menudo lo expresan poco más o menos de la misma manera que los educadores. Tienden a desplazar el centro de atención a las prácticas del agresor. Si recorres la Casa de las Mujeres 5 puedes ver sus cuerpos rotos y contusionados –un vívido testimonio del daño corporal infligido por alguien más fuerte– y, si hablas con ellas, puedes rastrear su dolor por medio de las historias de su sufrimiento. Hay que escuchar con atención porque la mayor parte de las veces las narraciones separan tanto a las relatoras como a la persona que las escucha de la verdadera experiencia corporal del dolor. De maneras ora beneficiosas ora perjudiciales: el lenguaje aleja la experiencia del dolor del cuerpo y la traslada al agente y su arma. En principio puede que para la misma mujer maltratada existan buenas razones para este proceso de desplazamiento o “traslado”. Es posible que se esté protegiendo a sí misma mientras aprende a hacer frente a su crisis. A largo plazo, sin embargo, evitar la dolorosa realidad de un ataque tiene un efecto que no es bueno ni para la mujer ni para la sociedad. ¿Cuál es la naturaleza de esta experiencia física que, pese a ser lo que define la violencia de pareja, se niega, desvía y aparta en última instancia? ¿Cuál es la experiencia esencial que termina por eludir o evitar ser el centro de atención, del debate y del lenguaje? Si bien la violencia física no constituye la conducta predominante en la amplia gama de comportamientos que finalmente describimos como “violencia doméstica”, popularmente se considera que es la única práctica en la que el perpetrador “se pasa de la raya” y va del territorio de la disputa al de la violencia. ¿En qué consiste la 133
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experiencia de “me han golpeado”? ¿Cuál es la verdadera experiencia del daño recibido a causa de las palizas, que origina tanto sufrimiento cuando éstas ocurren y mucho tiempo después de las mismas? [...] El dolor y el sufrimiento, de acuerdo con el investigador en biomedicina Eric Cassell, no son la misma cosa. El dolor es el proceso completo de sentir, interpretar y modular las sensaciones físicas –así como de asignarles una causa, anticipar su desarrollo y determinar su respuesta–. Se basa en una información sensorial que implica “un esfuerzo cognitivo que requiere del juicio”. Es, por tanto, una experiencia subjetiva. El significado del dolor es una construcción en la que participan tanto el género, el estatus social, la clase y otras condiciones históricas y culturales como el sistema nervioso. El dolor es siempre histórico, lo conforman un lugar, una época y cultura específicos y la psique individual (Morris 1991, 20, 104). Se ve reforzado por estados psicológicos y emocionales, tales como la culpa, el miedo, la ira, la pena y la depresión. Experimentamos el dolor: No sólo en tanto que individuos sino también en tanto que miembros de una cultura o subcultura. Por consiguiente, experimentamos el dolor de maneras que han sido modeladas y reforzadas por las imágenes que nos rodean habitualmente. La familia, los amigos y la comunidad –por medio de su conducta y de sus valores– ofrecen las principales representaciones del dolor que conforman nuestra experiencia. A una temprana edad, los niños comienzan a encontrar imágenes del dolor en las canciones infantiles, los cuentos de hadas y los dibujos animados de la televisión. A medida que nos hacemos mayores, los periódicos, las novelas y las películas continúan nuestra
Diario de Carmen Laforet
Echo una ojeada a la calle llena de sol polvoriento, pero vuelvo a mi tarea. Trato de contestar a las preguntas de una alumna de la Escuela de Traductores de Bruselas que está haciendo un trabajo sobre mujeres novelistas españolas. La mayoría de las preguntas que me hace son sobre el tema de la mujer. Me pregunta que si escribo mis novelas por gusto de escribir o como reto por afirmar, haciéndolas, la valía de la mujer. Empiezo a recordar imágenes de mi vida –porque también se me pide una pequeña biografía– y ya me veo hace treinta años riendo, hasta llorar de risa, al leer que un crítico literario opinaba que ciertas
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educación en el dolor... Lo que conviene enfatizar es que los cambios culturales en la representación del dolor –de la publicidad a la alta cultura– reflejan y con frecuencia contribuyen a crear cambios significativos en nuestra experiencia personal (Morris 1991, 198-99).
En resumen, el dolor es un fenómeno complejo formado por la cultura, pero experimentado por la carne y los huesos, por el cuerpo. Creo que el dolor de las mujeres maltratadas se ve aumentado por nuestra incapacidad o falta de voluntad para hacerle frente. No son las únicas que eluden las descripciones completas de su dolor. Incluso los médicos y enfermeras de las salas de urgencias tienen problemas para ver la naturaleza de su dolor. No detectan –o simulan no detectar– sus causas y no intervienen. Pueden ser insensibles y en sus informes registran la violencia como si no procediera de agente alguno.6 Después pueden elegir calmar el dolor físico y psicológico con medicinas y mandar a la mujer a casa (Warshaw 1989). El dolor se vuelve más problemático en el caso de las mujeres maltratadas porque tiene un significado social muy escaso. Esto no equivale a decir que no tenga significado social, simplemente que la manera en que abordamos este significado sirve para reprimir o sumergir sus significados existenciales. En última instancia, socialmente está muy investido de significado, pero es el de no reconocerlo públicamente –hasta que, claro está, ya no puede negarse u ocultarse por más tiempo–. De ahí que el dolor se soporte con frecuencia en soledad. Engendra vergüenza. Aísla. En principio, cuando se pregunta directamente a las mujeres del centro cómo y dónde les hirieron, puede que cuenten
escenas de la vida, en que forzosamente intervienen hombres y mujeres, no pueden ser descritas por estas últimas, por la peregrina razón de que son cosas “sólo de hombres”. Hoy día esa opinión ya no me hace reír aunque siga pareciéndome absurda. Entonces no sabía que para quien la escribió, respaldado por siglos, por toda una cultura de opiniones semejantes, era solamente la expresión de una verdad perogrullesca y no un resbalón de la lógica, como yo suponía. Respaldada a mi vez por una increíble ignorancia de lo que era la opresión de la mujer desde unos orígenes de esclavitud que se pierden en los siglos, yo me reía. Quizá un fenómeno de atavismo me hizo nacer en una familia española de
los años veinte, con la mente tan libre de prejuicios sobre la mayor o menor valía de la mujer con respecto al hombre como la que pudieron tener mis antepasadas las grandes cazadoras y decoradoras junto al hombre de las cuevas prehistóricas. No es que hubiese leído poco. Leí continuamente libros de todas las clases, de todos los temas en los años de infancia y adolescencia. Pero estoy convencida de que algunas lecturas de temas que de momento nos interesan menos no nos informan inmediatamente; quedan enterradas como semillas en la memoria más profunda y germinan a su tiempo, cuando ese interés llega. 135
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las historias de sus dolorosas lesiones con las entonaciones furtivas de la vergüenza o con los tonos planos y apagados propios de la falta de afecto interior. Se han distanciado ya del dolor físico y del dolor emocional que lo acompaña. Animadas por otras trabajadoras o compañeras, es posible que aprendan a expresar su dolor, o los recuerdos del mismo, con tintes de ira o embarazo. Comienzan a procesarlo. Aún así, el sentimiento real se ha transformado. En realidad, puede que se haya transformado desde el mismo momento en que ocurrió. Abordaré esta posibilidad en breve. Antes, desearía ocuparme de sus prácticas lingüísticas reales durante las decisivas primeras semanas tras abandonar a sus parejas. ¿Cómo hablan del dolor? [...] Por lo general, no existe un registro de la aflicción física causada por los ataques domésticos –al menos no de manera explícita–. En lugar de ello, en un proceso semejante al descrito por Elaine Scarry en el análisis que hace de la tortura en The Body in Pain, las mujeres maltratadas tienden a alejar la violencia del cuerpo metaforizándola en las cuestiones de las acciones, las armas o las heridas (Scarry 1985, 11-19). Su registro del ataque queda fuera de la semántica del cuerpo, que es donde se sufrió en un principio. Lo registran al menos de tres maneras [metáforas de la acción, las armas y las heridas] alejadas de su propia corporalidad o carne. Ante todo, quiero señalar que las mujeres de los centros de acogida tienden a desplazar la atención lejos de su experiencia física, centrándose en la cuestión de la acción que la ha provocado. Existen diferentes variaciones de este desplazamiento lingüístico. De manera irónica, en una de estas variaciones, se atribuyen la responsabilidad a ellas mismas. En cierto modo, se incriminan a sí mismas en lugar de a sus parejas, los maltratadores.
No, no escribí nunca como reto. No pensé en si podía o debía escribir esto o aquello por el hecho de ser mujer. He notado más tarde esa angustia de pertenecer a un segundo sexo en la obra de mujeres de muchísimo talento. He observado esa rebeldía contra el hecho de ser mujeres o contra los varones. Ese sufrimiento. Y aunque por un milagro extraño de mi formación, igual a la de mis hermanos varones, y de mi distracción y de lo que yo llamo mi atavismo, ese sufrimiento no lo he sentido; claro que me interesa profundamente. No. Debo decir a mi corresponsal que activamente no pertenezco a ningún movimiento de liberación de la mujer. Pero tengo que 136
decirle también que quizá se deba a que, enterarme de toda esa deformación de toda una cultura que segrega a la mujer, ha sido para mí una labor lenta, una lectura lenta en el libro de la vida y que esta observación, si alguna vez toma forma en un libro, puede ser mi grano de arena de aportación a algo que sé tan justo, tan de ley natural, como el derecho a respirar. Pero no. Por el momento no he intentado expresar especialmente estos problemas en mis narraciones. Algún día se presentarán espontáneamente. Y escribo en mi carta otra vez un no. Por un milagro sigo siendo una de esas excepciones de la regla que particularmente no necesitan reivindicaciones, pero quizá por eso mismo
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[...] Para ser fiel al método etnográfico de este estudio y a mi objetivo de centrarme en la experiencia real de las mujeres maltratadas, ofreceré ahora algunas observaciones acerca de las causas por las cuales éstas, cuando usan el lenguaje, desvían la atención lejos de su experiencia corporal. En una sección subsiguiente, ofreceré algunas visiones relevantes procedentes de los campos de la psicología y de la psiquiatría. En primer lugar, me ocuparé de las voces, la lógica aparente, de las residentes en el centro de acogida. Abordaré tres áreas de estudio: 1) la cultura de los centros; 2) algunos factores culturales tal como los articulan las propias mujeres maltratadas; y 3) un factor cultural particularmente sobresaliente: la socialización religiosa. Estas observaciones no agotan las evidencias; más bien, apuntan a las cuestiones más significativas y sensibles para las mujeres mismas. [...] Una misión integral de los centros de mujeres maltratadas es proporcionarles un lugar seguro mientras éstas eligen entre las diferentes opciones que tienen tras haber sufrido la violencia doméstica. En algunos centros, grupos de apoyo o asistencia sociopsicológica les ayudan a medida que éstas empiezan a curarse tanto de sus heridas físicas como del dolor psicológico. Existe sobrada evidencia de que hablar o escribir acerca de las experiencias traumáticas ayuda a las víctimas a recuperarse. Irónicamente, sin embargo, la propia cultura de los centros presenta algunos obstáculos para que las mujeres se abran. En primer lugar [...] el centro implica necesariamente una burocracia: es una institución con normas y regulaciones, algunas de las cuales pueden no gozar de la aprobación de las residentes. A las supervivientes de la violencia de su pareja se les concede o niega asistencia, primero en función de su grado de sufri-
me siento más obligada a indignarme con las tremendas injusticias y arbitrariedades que se cometen con esa parte de la humanidad que somos las mujeres a lo largo y ancho del mundo. Aún me estremecen, por verdaderas, las palabras de lady Winchelsea, poetisa del siglo XVIII, que Virginia Woolf cita en Una habitación propia: “¡Qué bajo hemos caído! Caído por reglas, necias por educación más que por naturaleza; privadas de todos los progresos de la mente; se espera que carezcamos de interés, a ello se nos destina…”.
movimiento a favor de algo que considero tan natural como la libertad humana en cualquier faceta, yo no estuviera al lado de los que luchan contra una esclavitud de consecuencias tan tremendas como ha sido y aún es la esclavitud de la mujer. En Carmen Laforet. Diario de Carmen Laforet. ABC (12- 4-1972).
Sí; me ponen los pelos de punta ciertas disposiciones legales. Sí; sé que la luz de mi corazón se apagaría de pronto si en un 137
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miento y después de que su autoayuda se considere adecuada. El personal del centro tiene el poder y lo usa para admitirlas o expulsarlas basándose en su rendimiento. Por tanto, muchas mujeres nunca confían por completo en este personal, al que deben revelar al menos parte de la información acerca de la manera en que se ha abusado de ellas o se las ha maltratado. Al mismo tiempo no hay que excederse con el rendimiento. Puede que una superviviente sienta algo de cautela o temor, sobre todo al principio, con respecto a la evaluación que haga el personal del centro –de su capacidad para cuidar de sus hijos–. Si se muestra demasiado inmersa en su dolor, puede que la manden al hospital local y que la separen de sus hijos. Si demuestra, o si alguien cree que está demostrando, su incapacidad para ocuparse de sus hijos, es posible que se exponga a la intervención de las agencias de protección infantil 7 (Atkins y Whitelaw 1996). De ahí que revelar por completo la extensión de sus heridas pueda poner en peligro a su familia. He conocido a mujeres que intentaban no poner mucho énfasis u ocultar sus heridas o las limitaciones que les causaban, por miedo a que si informaba de ellas se las desalojara del refugio para mandarlas al hospital, donde están, necesariamente, separadas de sus hijos. Éstos correrían entonces el riesgo cada vez mayor de estar bajo la custodia del maltratador. En resumen, puede que las mujeres maltratadas oculten sus heridas físicas o no pongan mucho énfasis en el dolor físico para intentar proteger a sus familias. Es un acto de supervivencia familiar. Entre las propias residentes puede que también haya algunos obstáculos para la completa revelación de las heridas físicas y el dolor consiguiente, que posiblemente sea crónico. Existe una especie de “jerarquía” de la agresión. Es decir, aquellas cuyos cuerpos muestran señales de una agresión física severa sufren el estigma de otras mujeres del centro. Su llegada constituye una noticia que se extiende rápidamente por la casa. Puede que las residentes y el personal del centro de acogida miren fijamente a las mujeres que han sido víctimas de un maltrato severo. Murmuran acerca de sus heridas y su situación cuando pasa. Ginnie y Amanda expresan los dos puntos de vista: Ginnie como víctima y Amanda como observadora: Ginnie–. Antes de que conociera a todo el mundo, sentía que, pese a que todas estábamos en la misma situación, no estaba cómoda yendo abajo. Me quedaba en mi habitación, y cuando bajaba, pensaba que estaban pensando: “le han dado una buena paliza”. Amanda–. La había vapuleado a base de bien. Ninguna mujer puede pegar a un hombre de esa manera. Yo sé lo que haría si me pasara a mí.
Ginnie ocultaba su dolor y sus heridas. Amanda da a entender que ella no toleraría un maltrato físico severo. Las palabras de las dos sugieren que hay más mujeres heridas, o que reciben más heridas de lo que podemos suponer. Las lesiones físicas severas están estigmatizadas incluso entre las mujeres maltratadas. Algunas residentes creen que a nadie le importa ni su dolor físico ni el emocional. ¿Por qué molestarse en expresarlo? Tanto Kim como Laura sufren dolor físico. Laura tiene una mancha negra de necrosis en su pierna que tendrán que extirpar tan pronto como dé a luz o perderá la pierna. Su marido la pateó con sus botas de puntera metálica. Kim tiene heridas múltiples en sus brazos. Oculta los dolorosos moretones bajo una camisa de manga larga. Su cuerpo es negro y azul, dice, “en los lugares donde le da el sol”, 138
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y le duele cuando camina. Al revelar la agresión sexual sufrida, aunque sea de un modo tan general, Kim se diferencia de muchas de sus compañeras que no quieren hablar del asunto si no es en la más íntima de las entrevistas. Kim y Laura creen que no le importan a nadie, ni siquiera en el centro. Discrepan en la manera en que interpretan la indiferencia colectiva. Kim cree que las otras mujeres ya están suficientemente abrumadas por su propio dolor y sufrimiento y no pueden asumir ninguno más ni escuchar con empatía. Laura cree que la indiferencia surge de la apatía: es decir, existe la sensación de que “no se puede hacer nada por el dolor”, con la excepción de medicarlo. ¿Por qué centrar nuestra atención en él? Ambas creen que sus interpretaciones se aplican tanto a las agresiones sexuales –por mucho que abunden entre las experiencias de las residentes del centro de acogida– como a las agresiones físicas en general. Ángela no quiere hablar de su evidente dolor y sufrimiento porque, dice, “no confío en nadie, ni siquiera en las mujeres, ¡sobre todo en las mujeres!”. Piensa que hablar abiertamente la hace vulnerable con relación a otras compañeras del centro que puede que conozcan a su agresor y que puede que le digan lo que ha dicho. La persona que la maltrató la amenazó una y otra vez para que no hablara con nadie de “sus problemas”, es decir: de su maltrato. Más tarde la “traicionó” una mujer con la que había hablado. Después de que la confidente se lo contara “todo” a su pareja, se convirtió en su amante. Ángela tuvo que salir corriendo para salvar su vida. Le aterroriza hablar y, en nuestra sesión, en principio, permanece sentada en silencio y con expresión huraña. Su vulnerabilidad le impide explorar sus dolorosos recuerdos. Herman observa la importancia que tiene un lugar seguro para las mujeres supervivientes de un trauma y el efecto obstaculizador para la recuperación que se produce si el entorno es –o se percibe como– hostil o no protector (Herman 1992, 165). La confianza es un factor esencial para adquirir una sensación de seguridad, y por tanto de una revelación curativa. [...] En breve, puede que tanto las otras residentes como los miembros del personal impidan sin darse cuenta que las mujeres maltratadas revelen por completo la naturaleza de sus heridas y la extensión de su dolor físico. Asimismo, existen significativos factores externos o culturales que actúan en contra de esta revelación. Si se les invita a ello, es posible que las supervivientes hablen de estos factores. Algunas entienden que la socialización de género es un factor cultural que inhibe la percepción o expresión de su dolor físico. El punto de vista masculino es el punto de vista prioritario. En una sesión, Mary, Berta y yo hablamos abiertamente del dolor físico en las relaciones domésticas violentas. Mary–. Culturalmente, a las mujeres se nos enseña a pensar en función del hombre. El punto de referencia es el hombre (Frye 1983). Son sus sentimientos los que cuentan. Tus sentimientos no se registran. Y por eso ha dicho Berta –y yo lo creo– “¡Pensé que podría matarlo yo misma y que lo haría! Pero entonces vi algo en sus ojos que me hizo temblar. Tenía que marcharme de allí lo más rápido posible”.
Se marchó corriendo. Nunca dijo nada de su propio dolor. Todo lo que contaba era lo que tenía que ver con él: sus sentimientos y lo que él haría. Berta había estado hablando con nosotras sobre su vida, su situación doméstica y su pareja de muchos años, que en los últimos tiempos se había vuelto un severo maltra139
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tador físico. Ya la había mandado al hospital en una ocasión y sus propios sentimientos de dolor e ira amenazaban con desbordarla. Tenía miedo a estallar y arremeter contra él –es decir, hasta que los sentimientos de ira de él volvieron a ocupar el centro–. Su lenguaje corporal, el modo en que la mira, le obligan a volver a ver el cuerpo de él esencialmente como un arma amenazadora e, intuyendo la profundidad de su rabia letal, se escapa. Mary reconoce la dinámica clave: los sentimientos de los hombres cuentan, los de las mujeres no. Los factores culturales interactúan con los factores personales en la descripción de Berta o, por decirlo de modo más preciso, con la falta de su descripción del gran dolor físico que su pareja le ha causado. El dolor se queda fuera de su relato, sólo permanece el miedo. Mary es consciente de la función que cumple el terror psicológico en encuentros tan brutales como éste. [...] Éstos también acaban en un entumecimiento de base psicológica, y la consiguiente “desaparición” lingüística del cuerpo de las mujeres. En el silenciamiento de las voces de las mujeres cuando se trata de hablar de su dolor corporal están implicados también otros factores culturales. Según sus propias historias, muchas identifican cuestiones como la desaprobación social de cualquier discurso público acerca de los problemas familiares, la vergüenza personal que brota de ésta y la baja autoestima que se deriva de un sexismo ampliamente extendido y que hace que las mujeres crean que sus propios cuerpos no son importantes. Son con frecuencia conscientes de la negligencia cultural o miopía que rodea la violencia real ejercida contra las mujeres, al tiempo que abundan imágenes erotizadas de esta violencia. Reconocen sentirse en lo personal profundamente decepcionadas por la humillación social que provocan sus vidas trastocadas. Sus amantes o maridos –aquellos a quienes han entregado sus corazones, sus cuerpos y su dinero– son los que las humillan en público y en privado. Pueden reconocer bastante bien la gran variedad de factores culturales que actúan en su silencio. Millie escribe un pequeño poema que refleja las conexiones existentes entre su dolor físico y emocional y su vergüenza: No era culpa mía ¿Por qué me avergüenza tanto? Me hizo mucho daño. No sé por qué Todo lo que me queda es el llanto.
Millie, una mujer católica que, cuando la conocí, trabajaba seriamente en su propio proceso de curación con la asistencia de libros de autoayuda seglares, había empezado a reconocer y a articular los recuerdos del dolor en su corazón y en su carne. Era franca cuando hablaba del papel que tenía la socialización religiosa en el (no)lenguaje del dolor de las mujeres. Muchas mujeres maltratadas son conscientes de la conexión entre la religión y el maltrato [...]. Están acostumbradas a que sus parejas les citen las escrituras bíblicas para justificar su maltrato. Me gustaría llamar la atención aquí sobre el papel que tiene la socialización religiosa en la represión del lenguaje de las mujeres acerca del dolor. Durante su adolescencia, Marie recibió una buena educación sobre las vidas de las santas. Sus modelos a seguir eran mujeres mártires que habían arrastrado en silencio, sin palabras, sus violaciones, torturas y muertes a manos de gobernantes malvados, paganos o pretendientes rechazados. Otros modelos a seguir para las chicas católicas y –aunque en menor medida– para la corriente principal de las chicas protestantes (episcopalianas o anglicanas) eran las santas que buscaban o soportaban calladamente el dolor 140
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Lavabos de señoras (inédito) Se reúnen las esposas en el aseo. Una de ellas me acuna en su hombro, soy un bebé llorando para ella. Nos ha pasado a todas, me dice, y se vuelve y se lava sus propias heridas. Afuera, en el hotel, los hombres celebran algo, aplauden al cantaor, canallean el pasillo en busca de bebida; saben a salvo su secreto, quizás hasta ahora mismo. Cristina Morano
físico, las privaciones o las enfermedades como un camino de salvación, sacralización y santidad. Particularmente las muchachas católicas de los años cincuenta y sesenta, y las anteriores, conocían bien toda una letanía de sufridas santas. Todavía hoy, santa Teresa de Lisieux, santa Teresa de Ávila y otras santas que consagraron sus vidas a los demás son tenidas como modelos por muchas mujeres que, por consiguiente, creen que deben sufrir su dolor físico, acaso crónico, en silencio 8 (Callender 1999). Muchas santas –canonizadas, honradas, idealizadas– aguantan el dolor físico, bien impuesto, bien autoinfligido, y las privaciones para “mayor gloria” de Dios. Para muchas mujeres adultas como Millie –de mediana edad y mayores– no resulta fácil ser plenamente conscientes de sus propios cuerpos, percibirlos plenamente, sentirlos como propios, sin un sentimiento del deber femenino o cristiano de soportar en silencio el dolor y el sufrimiento originados por la trasgresión de Eva y el legado de su propia naturaleza, pecadora desde el origen. La denominación particular del credo sólo afecta la ideología en una cuestión de grado. Se espera que todas las mujeres cristianas incorporen en alguna medida el sufrimiento a sus vocaciones. El Jesús sufriente constituye una imagen esencial para las mujeres fundamentalistas/evangélicas, sean blancas o negras, y también para las mujeres de la santidad/santificada –los principales grupos de denominación religiosa y racial/étnica de la Casa de las Mujeres–. Así como Jesús sufrió la dolorosa tortura de su cuerpo en la cruz, así como las mártires y santas cristianas sufrieron, cualquier mujer cristiana puede estar avocada a sufrir, incluso físicamente, en silencio y en expiación, perdonando y agradeciendo. El arrepentimiento, la contrición, la reparación, la redención, la expiación –todos estos estados expiatorios tan comunes en la piedad tradicional cristiana– sugieren que el cuerpo del fiel soporte privaciones físicas y sufrimiento, especialmente el cuerpo de las mujeres y niñas, a las que se les hace saber que sus cuerpos son, en cualquier caso, algo pecaminoso y vergonzante.9 141
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No importa cuál sea su formación religiosa, muchas mujeres maltratadas están sin embargo de acuerdo en que el dolor emocional de la violencia doméstica es en última instancia mayor que el dolor físico. Esto conduce a una disminución relativa del reconocimiento de los perjuicios psicológicos a largo plazo del dolor físico traumático. No cabe duda de que una represión sin fin del trauma físico o su traslación impiden la curación completa10 (Janoff-Bulman 1992, 96-101). Muchos psicólogos enfatizan la importancia que tiene para las víctimas revivir la experiencia de la violencia física, consciente y detalladamente, en un proceso terapéutico11 (Herman 1992, 177). En efecto, entre los psicólogos y otros especialistas en el cuidado de la salud mental, la idea de que hablar es beneficioso para la recuperación de la superviviente se considera como algo de puro sentido común. Revivir el trauma en una situación controlada, es decir, dejar de trasladar interminablemente el dolor “lejos del cuerpo” –en aras de integrar la experiencia dolorosa en una nueva cosmovisión realista– es uno de los objetivos del discurso terapéutico.12
El proceso psicológico: La experiencia del trauma–– Éste no es un estudio psicológico; sin embargo, al intentar entender de manera más profunda las prácticas lingüísticas de las mujeres maltratadas, he encontrado de utilidad aprender de los psicólogos, médicos, y otros expertos en salud mental acerca de la naturaleza del trauma13 (JanoffBulman 1992, 161). ¿Qué conocimiento puede aportar el campo de la psicología sobre el hecho de que tantas mujeres maltratadas “trasladen lejos del cuerpo” sus recuerdos de las agresiones físicas sufridas? De manera creciente, el trauma se ha convertido en el tema de estudios académicos interdisciplinares. Junto a las voces de estas mujeres, las voces de los expertos en el cuidado de la salud mental también ayudan a explicar el proceso lingüístico que acabo de describir. Siguiendo a Herman y Janoff-Bulman, entre otros, creo que la violencia doméstica –y desde luego, la caracterizada por la violencia física– puede ser un suceso traumático para la mujer que la sufre. La Asociación Americana de Psiquiatría define un suceso traumático como una crisis fuera de lo común, una crisis que se sitúa fuera de la experiencia de la vida cotidiana. A la hora de determinar si una crisis provocará un trauma, intervienen un cierto grado de subjetividad personal y de relatividad cultural. Son rasgos esenciales del fenómeno tanto el hecho de que el suceso desencadenante quede “fuera de la gama de la experiencia humana ordinaria” como que éste “perturbe sensiblemente prácticamente a cualquiera”.14 Como observa Janoff-Bulman, “la víctima no está preparada psicológicamente para lo que ocurre” (Janoff-Bulman 1992, 53 y Herman 1992, 9). Podemos extender la definición del concepto de trauma considerándolo una reacción generalizada ante una experiencia abrumadora. Además de sus lesiones físicas, las mujeres padecen depresión, miedo, ansiedad, vergüenza, sentimiento de culpa y baja autoestima. La percepción que tienen de sí mismas se quiebra. Sus sistemas de creencia religiosa se tambalean. Sus identidades se fragmentan y hasta se pierden algunos aspectos de las mismas. [...] Las mujeres “tienen muchas más posibilidades que los hombres de sufrir heridas psicológicas relacionadas con las agresiones sufridas” (Stets y Strauss 1990).
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[...] Se estima que es cinco veces más fácil que las mujeres maltratadas intenten suicidarse que aquellas que no lo han sido (Stark y Flitcraft 1991). No cabe duda de que estas características son propias de episodios traumáticos. Muchos profesionales consideran que el constante y severo castigo de éstas es una circunstancia fuera de lo normal que las deja en diferentes estados traumáticos.15 En efecto, el síndrome de estrés postraumático es un tipo de diagnóstico admitido en la clasificación de 1987 del Manual estadístico y de diagnósticos (DSM-III) de la Asociación Americana de Psiquiatría y en la actualidad los profesionales y la ciudadanía lo aplican con cierta regularidad a las mujeres maltratadas.16 Aunque un castigo severo y constante pueda ser algo fuera de lo común, la violencia doméstica no lo es. Dado que se trata de un fenómeno ampliamente extendido, en cierto sentido es –o se percibe como– algo normal y corriente. Nuestra cultura, y de manera global otras culturas, prepara implícitamente a los hombres y a las mujeres para esperarla y aceptarla, como mínimo, insensibilizando a los ciudadanos ante las representaciones de la misma y no reaccionando adecuadamente ante ella. Así, parece que, en un plano, se percibe como algo normal –después de todo los hombres han utilizado la violencia en todas partes para afirmar su poder, tanto en el ámbito público como en el privado–. En otro plano de conciencia, se rechaza por constituir una alteración de la vida familiar ideal. Al mismo tiempo, creo que un episodio real de violencia doméstica puede resultar traumático para la mujer considerada como individuo, particularmente al principio, porque trastoca una visión del mundo conformada por nociones idealistas de amor verdadero, sea éste romántico o familiar. Deja a las víctimas en un estado de miedo y ansiedad con respecto a una relación que debería ser una fuente de seguridad y comodidad. En efecto: La ansiedad y el miedo extremos constituyen la experiencia emocional predominante de las víctimas de un trauma. Su mundo psicológico está lleno de terror. Las supervivientes experimentan una doble ansiedad, una asociada al hecho de darse cuenta de que la supervivencia de uno ya no está asegurada, que la conservación de su propia vida puede estar en peligro en un mundo que es aterrador e inseguro. La otra está asociada a la supervivencia de su sistema conceptual, que se encuentra en un estado de cataclismo y desintegración. Las mismas asunciones que habían proporcionado coherencia psicológica y estabilidad en un mundo complejo se hacen ahora pedazos (Janoff-Bulman, 1992, 64).
Ciertamente, para muchas mujeres las agresiones físicas (dejando al margen, incluso momentáneamente, las verbales o de otro tipo) –los empujones, las bofetadas, las patadas, los puñetazos– son sucesos traumáticos que les obligan a hacer ajustes psicológicos si quieren restablecer la coherencia en medio de una realidad nueva y hostil. Por ejemplo, se culpan a sí mismas de la violencia y acaban perdiendo autoestima. Sin embargo, todavía se aferran al menos a la idea de la (inevitablemente falsa) seguridad de la vida familiar. La evidencia lingüística –“el trasladar lejos del cuerpo”– encuentra su explicación en los métodos que emplean las víctimas del trauma para hacer frente al dolor. Los psicólogos observan, entre otros, tres métodos que nos son de interés: la negación/ insensibilización, la elusión y la interacción con otros. De manera general, las mujeres de los centros de acogida reconocen o manifiestan aspectos de estas tres estrategias.
e pasar por todo aquello otra vez...
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[...] La negación o insensibilización consiste en negar a fondo la existencia de un problema o situación traumática. Puede conllevar la negación de un impulso, sentimiento o pensamiento. Quizás la víctima no sea plenamente consciente del suceso traumático, es decir, de todos los aspectos de la realidad externa, porque se haya cerrado cognitivamente o apagado emocionalmente17 (Herman 1992, 34). No tiene sentimientos en relación con el suceso traumático. Está distanciada emocionalmente. Mary pasó por un periodo de negación o insensibilización antes de asimilar los maltratos sufridos durante su infancia: Por la noche, mi padre solía venir a mi habitación a decirme que bajara al sótano. Allí me pegaba –con cinturones, palos y con sus propias manos. Cuando escuchaba el sonido de sus pasos en la escalera dirigiéndose a mi habitación comenzaba a temblar de miedo. La adrenalina se disparaba. Entonces, desde el momento en que empezaba a bajar las escaleras del sótano, mi cuerpo empezaba a entumecerse. Para cuando llegaba allí, incluso antes de recibir el primer golpe, me sentía completamente insensibilizada. No podía sentir nada. Me encontraba lejos, fuera de ese lugar, en algún otro mundo. No sé adónde iba, pero no estaba allí. A día de hoy, todavía no estoy completamente segura de lo que pasaba en ese sótano. ¿Realmente me pegaba o me lo estaba imaginando? Tuve que hablar con mis hermanos para confirmar mis recuerdos. Sí, realmente me pegaba.
Mary cree que la negación contribuyó a su decisión de casarse con un hombre que era violento en el entorno doméstico. Hasta que no fue una mujer de edad madura no fue capaz de hacer frente a los recuerdos de su trauma de infancia. Abandonó al maltratador de su marido y confrontó a su padre. Ahora habla directamente tanto de su dolor físico como del emocional. [...] La conducta de la elusión se detecta con más frecuencia en el centro. La superviviente decide consciente y deliberadamente no pensar o hablar de un suceso traumático. Las mujeres del centro que practican la elusión no niegan la naturaleza traumática de la agresión física. Es sólo que no hablan de ello. Es demasiado doloroso. [...] Otro método que utilizan las mujeres maltratadas para hacer frente a los recuerdos y a la persistencia de su dolor es interactuar con otras mediante la conversación. Hablan con otras compañeras del centro de acogida. Muchos psicólogos o estudiosos que se ocupan del trauma trazan el camino de la recuperación a través de procesos terapéuticos de interactividad.18 [...] En los centros normalmente hay grupos de apoyo. Algunos de los temas pueden incluir la violencia doméstica, la dependencia mutua, el cuidado de los hijos, y las drogas/alcohol. Algunas de estas casas contratan a psicólogos o asistentes sociales para ofrecer un servicio de terapia. En la Casa de las Mujeres, las dotaciones económicas para los grupos de apoyo y de asistencia sociopsicológica han disminuido en los últimos años. Según el momento, puede haber o no oportunidad de que hablen de su situación con psicólogas profesionales. Las oportunidades para hablar de manera informal entre ellas pueden variar en gran medida, dependiendo de sus horarios y de otros factores situacionales. Si no existe la posibilidad de interactuar con otras (o no es útil), la víctima del trauma puede verse asaltada por recuerdos repentinos de la violencia: en realidad estos flash-backs pueden ocurrir en cualquier caso. En el lenguaje de la psicología a los flashbacks se les llama “recuerdos intrusivos” o “reexperiencia” y con frecuencia conllevan el Chelo Matesanz Lo que Lee Krasner podía haber hecho... pero no hizo, 2002. Tinta/papel. Cortesía de la artista.
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recuerdo consciente y detallado de una lesión física. Son una manera de hacer frente al trauma en la medida en que se trata de experiencias limitadas que tienen un principio y un fin: la superviviente no se siente completa o se siente permanentemente vencida. Le obligan a tener en cuenta su trauma. Este modo de reaccionar y hacer frente al dolor queda fuera del objetivo de este trabajo, pese a que sigue constituyendo una presencia amenazante que acecha en la sombra del silenciamiento o represión del dolor físico, y por supuesto psicológico, de las mujeres (Herman 1992, 47).19 De estas tres estrategias, las conductas de negación/insensibilización y elusión son, por supuesto, las más sugerentes debido a la falta de reconocimiento consciente en el lenguaje de las víctimas. Puede que haya otras explicaciones para la ausencia o empobrecimiento de los detalles lingüísticos, la traslación o metaforización “lejos del cuerpo” de su dolor físico. Algunos investigadores sugieren que el material traumático ni siquiera se registra. Dori Laub sostiene: “los grandes traumas impiden su registro; los mecanismos de observación y registro de la mente humana están temporalmente fuera de combate, averiados” (Laub 1992, 57). Algunos estudios sugieren que los sucesos traumáticos pueden ser procesados y almacenados en áreas definidas del cerebro –es decir, en áreas aparte o separadas de las que procesan la actividad del lenguaje–. Es posible que las víctimas tengan dificultades para hablar sobre el trauma porque los recuerdos son simplemente incomprensibles por hallarse más allá del horizonte del lenguaje o, al menos, en zonas de difícil acceso para éste. El psiquiatra Bessel van der Kolk cree que la codificación lingüística de la memoria se desactiva durante los episodios traumáticos, que el sistema nervioso regresa a formas sensoriales e icónicas de memoria semejantes a las que se forman durante la infancia (Van der Kolk 1988).20 “El poder de un suceso negativo experimentado directamente es ‘real’ de una manera a la que la palabra escrita, por ejemplo, no puede aproximarse” (Janoff-Bullman 1992, 55). Así, los psicólogos invitan a algunas víctimas de traumas a dibujar o bailar o emprender otras actividades terapéuticas no lingüísticas. En su estudio fenomenológico, Scarry sugiere que el dolor intenso hace añicos el lenguaje. En la Casa de las Mujeres, su observación tiene cierto valor. Las mujeres maltratadas no hablan con facilidad del dolor físico de la violencia doméstica. Hay muchas y complejas razones para ello. La lógica acumulativa puede ser crudamente simple: sencillamente, es demasiado doloroso hacerlo. Sin embargo, el silencio va en detrimento de su propia salud, tanto física como mental. (Desjarlais et al. 1995, 192-95, Fischbach y Herbert 1997 y Kearney 1999, 18).21 Un silencio interminable conduce incluso a un sufrimiento aún mayor. Nos ocuparemos ahora de esta cuestión.
El sufrimiento–– Puede que el dolor físico de muchas mujeres maltratadas no desaparezca nunca por completo o que tarde mucho tiempo en desaparecer. Es posible que el dolor sea constante o crónico. Algunas viven el resto de su vida con dolorosas desfiguraciones o discapacidades. Cojean dolorosamente. Han perdido el uso de una articulación. Han perdido la sensibilidad en un dedo o en la mejilla, como consecuencia del daño irreparable sufrido en un hueso o un nervio. Incluso en los casos en que el dolor desaparece, no lo hace el sufrimiento. La mayoría de las supervivientes no han estado sometidas a un daño corporal atroz de manera recurrente. Sufren otros tipos de terror. El sufrimiento, escribe Cassell, es “un estado específico de malestar grave inducido 146
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por una pérdida de integridad, de cohesión, un dejar de estar intacto, un dejar de ser un todo como persona, o bien por una amenaza que la persona en cuestión cree resultará en la disolución de su integridad. El sufrimiento continúa hasta que la integridad se restaura o la amenaza desaparece” (Cassell 1995, 1899).22 En ocasiones el dolor conduce al sufrimiento pero éste puede darse sin dolor. No obstante, de acuerdo con Dorothe Soelle, el sufrimiento más extendido –implicando todos los aspectos de una persona, es decir, sus identidades física, psicológica, emocional, espiritual y social– es el sufrimiento de la aflicción (Soelle 1975). El sufrimiento de las mujeres maltratadas es el sufrimiento de la aflicción. De un modo completamente multidimensional, la aflicción amenaza la integridad de la vida de una mujer. Tal como han sugerido una amplia diversidad de estudiosos tales como la filósofa Simone Weil, la teóloga Soelle y el doctor en medicina Cassell, ni el dolor ni el sufrimiento son constantes o inalterables.23 Son estados alterables precisamente porque se experimentan en una situación histórica o social. Si el significado del dolor y del sufrimiento puede verse reforzado por estados psicológicos y emocionales, ambos pueden disminuir si se proporciona atención psicológica y emocional. Aun así, es difícil aliviar el sufrimiento de la gente que está asustada sin también aliviar su miedo (Cassell 1995, 1899). Escuchar lo que las mujeres maltratadas dicen de verdad acerca de su dolor y sufrimiento es una responsabilidad de primer orden (tras haber intentado asegurar su seguridad). ¿Qué es lo que sienten? ¿Qué es lo que temen? [...]
Conclusión–– Todo sufrimiento es, en última instancia, una experiencia social. Puede que el lenguaje que usan las mujeres del cerntro para describirlo carezca de una dimensión plenamente consciente. En última instancia no carece de una dimensión social. Puede que metaforicen el sufrimiento físico alejándolo del cuerpo o que tal vez establezcan una conexión con el cuerpo social. El estado interior del sufrimiento puede ser analizado como una experiencia afectiva o como una percepción corporal, pero no importa si se trata de un estado de pérdida, soledad, miedo o insignificancia o de un estado de fatiga corporal, enfermedad o incluso colapso: el mensaje subyacente es que la mujer maltratada ha sido arrancada del tejido social. Se ha quebrado la confianza en sí misma y en los demás. [...] Arthur Kleinman, médico, narra cómo invita a sus pacientes a que describan sus experiencias de la enfermedad física. Hay cuatro estratos en sus relatos: 1) símbolos de los síntomas; 2) trastorno marcado culturalmente; 3) significación personal e interpersonal; y 4) modelos explicativos de paciente y familia. Estos estratos pertenecen a un “sistema cambiante de significados” (Kleinman 1988, 18-19, 233). Harold Schweizer propone la investigación literaria como una heurística “para ser testigos o reconocer el dolor –no para diagnosticarlo o explicarlo– del oculto y solitario cuerpo doliente” (Schweizer 1997). Un aspecto importantísimo del sufrimiento lo constituyen los modelos explicativos que se usan para contextualizarlo. Las mujeres del centro de acogida se ven afectadas por las explicaciones que tiene la iglesia para el dolor –es decir, sus teodiceas–. Los libros acerca de la violencia doméstica han ignorado en gran medida este hecho debido a que 147
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Frederick Wiseman Domestic Violence 2001, 16mm/VHS, color, v.o.s. 196’. Cortesía Zipporah Films, Cambridge, Ma. Domestic Violence, una de las diez mejores películas de 2002 según el Boston Globe, The Village Voice, Slate Magazine y The New York Free Press, fue rodada en Tampa, Florida. Domestic Violence 1 combina dos vías de información: por un lado, el espectador acompaña a la policía cuando visita a particulares en respuesta a las llamadas telefónicas por violencia doméstica. Somos testigos de la intervención policial: su rutina diaria, cómo los
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agentes de policía intentan resolver la situación inmediata, cómo entran en las casas y hablan con víctimas y perpetradores. Por otro, visita el centro de acogida The Spring. Las secuencias incluyen la atención del servicio telefónico del centro, visitas, sesiones de terapia y conversaciones entre las residentes. También presta atención a los niños, que son la gran mayoría de los residentes de este centro de acogida y los que sufren más en situaciones de abuso doméstico.
los educadores, y está bien que así sea, identifican el sexismo que la religión fomenta. No obstante, a menudo las residentes no perciben que su fe pueda ser un problema: la mayoría de las veces suelen agarrarse a ella como su única esperanza de salvación.24 Como dice Wanda: “Antes de acusar a Dios de tu sufrimiento, ¡dale una oportunidad! Puede que descubras que es tu mejor amigo, el mejor amigo que puedes tener”. Después de escuchar a un incontable número de mujeres hacerse eco de este sentir, creo que es esencial prestar atención al papel que la fe tiene en sus vidas. “Sabemos que las mujeres que mejor se recuperan son aquellas que descubren en su experiencia algún significado que trasciende los límites de la tragedia personal” (Herman 1992, 73). Para muchas mujeres maltratadas, este significado trascendente procede del papel de la fe. [...]
En Carol L. Winkelmann. The Language of Battered Women. A Rethorical Analysis of Personal Theologies. Nueva York: Suny Press, 2004, 53-77. 148
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Frederick Wiseman Domestic Violence 2 2001, 16mm/VHS, color, v.o.s., 160’. Cortesía Zipporah Films, Cambridge, Ma. Domestic Violence 2 trata el aspecto legal de los abusos domésticos. Rodado en Tampa, sus secuencias muestran todo el proceso judicial, desde los interrogatorios hasta las sentencias. Dado que desde hace tiempo la legislación estadounidense contempla la violencia doméstica como delito, existen diferentes tipos de juzgados que se ocupan de sus diversos aspectos legales: fianzas, avales, libertad condicional, la regulación del tiempo y lugar de las visitas familiares, etc.
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Las películas de Frederick Wiseman, uno de los directores de documentales más prolíficos, abordan aspectos variados de la sociedad estadounidense. Wiseman denomina sus obras reality fiction [ficciones reales]: nunca presentan un narrador sino que nos muestran diálogos e imágenes que nos invitan a reflexionar y hacernos preguntas.
1. Al sentirse profundamente humilladas por los asaltos sexuales, las mujeres rara vez hablan de ellos. 2. No estoy de acuerdo con Johnson en que la violencia común en la pareja y el terrorismo patriarcal sean dos tipos diferentes de violencia claramente distinguibles. La violencia en la intimidad se usa para controlar a las mujeres y forma parte por tanto del problema del patriarcado. 3. Algunos estudiosos, como Harold Schweizer, mezclan el dolor físico y el sufrimiento. Curiosamente Schweizer se basa únicamente en la necesidad de ser testigo del lenguaje del sufrimiento (Schweizer 1997, 19-20); es decir, no pone el énfasis en la acción social o en el acompañamiento de la persona que sufre. En un análisis de mayor delicadeza, Herman sostiene que el terapeuta-testigo proporciona un lenguaje a la víctima que carece de palabras (175). 4. No me opongo a la frase “supervivientes de la violencia doméstica”. Estoy de acuerdo con su uso para enfatizar el valor de las mujeres que soportan o escapan de la violencia de sus parejas; sin embargo, la frase resta importancia a algunos hechos existenciales. Uso el término “mujeres maltratadas” para traer a primer plano el sufrimiento físico de las mujeres. Estoy de acuerdo en que, en algunos contextos, su uso puede hacer que se preste menos atención a la fuerza y capacidad de resistencia de las mujeres que soportan y sobreviven a la violencia masculina. 5. Winkelmann condujo sus estudios sobre mujeres maltratadas en un centro de acogida en Cincinnati, que por motivos de confidencialidad cita bajo el pseudónimo de Casa de las Mujeres [N. de la Ed.]. 6. A este respecto, los procesos de desplazamiento también caracterizan sus versiones. Pero a diferencia de las mujeres maltratadas, el personal médico parece evitar o ignorar las cuestiones relativas al
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responsable o la causa. En sus informes, describen las heridas como si no hubieran sido causadas por agente alguno. En la mayoría de los casos, las mujeres las especifican: sus parejas y las armas. Algunos estados o localidades tienen leyes que estipulan que el personal médico debe informar a las autoridades de los casos de violencia doméstica. Sin embargo, los médicos y enfermeras –queriendo ayudar tal vez inconscientemente a la avergonzada mujer maltratada o intentando ser eficaces– en ocasiones no siguen estrictamente estas leyes. 7. De acuerdo con estos abogados: “Los casos legales mencionados generalmente reflejan la avidez de los tribunales por encontrar un ejemplo de negligencia materna o de terminar con los derechos de custodia de la madre en los casos donde ésta es víctima de la violencia doméstica” (263). Citan al Tribunal Supremo de Vermont cuando éste confirma la sentencia de un juicio por el que se pone fin a los derechos de custodia de la madre: “los resultados y conclusiones de este tribunal están substanciados por el testimonio relativo a la agresión del padre sobre la madre que resultó en lesiones físicas de la madre y su incapacidad para proteger a sus hijos, lo cual es prioritario sobre su relación con su esposo” (263). Atkins y Whitlelaw también sostienen que la voluntad judicial de hacer que el “síndrome de la mujer maltratada” se vuelva contra las mujeres en contextos de desatención del niño/agresión es cada vez mayor. Citan un caso legal en el que, por ejemplo, el Tribunal Supremo de Nebraska falló que “la conocida condición desvalida” del síndrome de la mujer maltratada “afecta la capacidad de una mujer para proteger a sus hijos...” (265). 8. Aunque se ocupa del dolor crónico por causas naturales, Callender perpetúa otra de las ideologías y conjunto de ideas perjudiciales para las mujeres, por ejemplo la siguiente: “Dado el hecho de que en mayor o menor medida ninguno recibimos la atención adecuada por parte de nuestra madre, todos poseemos de adultos una capacidad mayor o menor para el comportamiento masoquista” (72). Callender cita a san Pablo con aprobación: “el sufrimiento produce capacidad de resistencia, y la resistencia produce carácter” (Romanos, 5:4), y a Tomás de Kempis (canónigo del siglo XV) con admiración: “progresaréis [espiritualmente] en directa proporción a la violencia que os hagáis a vosotros mismos” (31). 9. Para un sucinto y esencial tratamiento textual de los pensamientos de Christian Fathers acerca de las mujeres y el cuerpo femenino de los primeros padres de la Iglesia, ver Fathers 1992. 10. No pongo en duda a los psicólogos que creen que las conductas de negación y elusión pueden ayudar a la víctima a hacer frente al trauma en pequeñas dosis mientras que ésta va cobrando fuerzas y recuperándose. 11. Herman cita una entrevista con Terence Keane en la que enfatiza lo importante que es que la víctima recuerde completamente sus sensaciones corporales. 12. Hablan sobre el tema Herman, Salter, Janoff-Bullman y Pennebaker, quien ofrece datos empíricos sobre los efectos curativos físicos y emocionales de escribir sobre el trauma. 13. Sólo el 25% de las víctimas de un trauma reciben asistencia médica profesional. Para esta sección, también aprendí particularmente de Herman, Salter y van der Kolk. 14. American Psychiatric Association, DSM-III-R, 1987, 250. 15. No todas las mujeres del refugio padecen trastorno de estrés postraumático. El umbral psicológico de tolerancia varía. Algunas mujeres se marchan antes de que se produzca una violencia extrema. La Asociación Americana de Psiquiatría descarta el “conflicto matrimonial” como crisis “fuera de lo común”, pero en lo que las mujeres consideran “conflicto” o “violencia” se dan sin duda diferencias. 16. El trastorno aparece en el DSM-III-R (1987) y no en la versión original (1980). 17. Herman identifica la función del hiperactivo sistema nervioso simpático, particularmente la aceleración del bombeo de adrenalina, la dificultad para concentrarse y otras alteraciones de la percepción ordinaria. Hace que la víctima del trauma sea insensible al dolor. En el relato que viene a continuación Mary rememora la subida de adrenalina. 18. Entre otros, Herman, Kearney, Salter, Janoff-Bulman y Pennebaker. 19. Herman observa la existencia de otra posibilidad: que se dé en las victimas una dialéctica de procesos alternativos de insensibilización y experimentación del trauma. 150
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20. El estudio se cita en Herman 1992, 39. 21. Muchos estudios vinculan la violencia doméstica a la depresión y el suicidio. En Desjarlais et al. se analiza el origen social de las aflicciones psiquiátricas y psicológicas de las mujeres de manera global. Conectan la depresión de larga duración con enfermedades físicas o una salud física generalmente más pobre. Ruth L. Fischbach y Barbara Herbert sostienen que “la violencia de género, que sólo en tiempos recientes ha salido a la superficie como un problema global generalizado, contribuye significativamente a las evitables tasas de mortalidad de las mujeres en diversas culturas”. Kearney observa que la violencia doméstica y las condiciones de salud de la mujer están interconectadas. 22. Citado en Rankka 1998, 27. 23. El dolor crónico elude los estudios médicos, sin embargo, tiene también unas dimensiones psicológicas y afectivas. 24. Con frecuencia sí identifican las teologías/teodiceas tradicionales como problemáticas. *. Referencias bibliográficas en p. 351.
Uso de Still y Not Anymore. Apartado del libro de inglés Student’s Manual I, publicado por Vaughan Systems, Corporate Language and Communication, 1999. www.vausys.com
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Dolor doméstico en los cómics Ana Merino El cómic como espacio expresivo, tanto en su dimensión narrativa como visual, ha reflejado en diferentes ocasiones las problemáticas sociales, ideológicas y culturales del universo que lo rodea. Estamos acostumbrados a asociar el cómic al mundo de los superhéroes del imaginario adolescente, que se han ido convirtiendo en superproducciones de las grandes industrias cinematográficas. Sin embargo, el cómic ha tenido y tiene complejas vertientes que van más allá de los superpoderes. El Comix Underground estadounidense de los años sesenta sería un interesante ejemplo. Dicho género está asociado a la compleja figura de Robert Crumb, padre de un movimiento contracultural que basaba su discurso gráfico en la provocación. Sus obsesiones y complejos de inseguridad le hicieron utilizar lo femenino como objeto de deseo sobre el que construir sus sátiras más violentas. Jugaba con estereotipos clásicos de lo femenino y los agredía brutalmente, como es el caso del pintor que arremete contra su modelo, o la parodia de sí mismo en una entrevista televisiva estrangulando a la exuberante presentadora que le acusa de usar el sadismo en sus cómics desde una óptica sexual. Crumb utilizaba sátiras de fuerte contenido sexual aderezadas con violencia hacia la mujer, anhelando impactar al orden establecido, sin preocuparse demasiado por las implicaciones misóginas que conllevaba su trabajo. Sin embargo, también hubo mujeres dentro del movimiento del Comix Underground, o herederas del mismo, que expresaron otras realidades. Sus obras se enfrentan a una sociedad que no quería entender sus voces feministas ni la reivindicación gráfica de lo femenino. A la vez, son mujeres jóvenes que desarrollan el género autobiográfico desde una perspectiva intimista que narra sus grandes traumas.
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La creadora norteamericana Phoebe Gloeckner en su novela gráfica A Child’s Life and Other Stories recoge diferentes cómics publicados entre 1987 y 1997. Ella había sido testigo en la adolescencia del movimiento underground y su obra refleja con sordidez e intensidad esa época de su vida. El propio Crumb introduce y admira su obra, y reconoce en ella la capacidad de ser indestructible, de haber sobrevivido a una juventud que hubiese acabado con cualquiera. Gloeckner nos relata no sólo los abusos a los que se ven sometidas su madre, su hermana y ella a manos del novio de su madre, sino también los sufrimientos de sus amigas. Gloeckner es manipulada por el novio de su madre, que tiene relaciones sexuales con ella y se aprovecha de sus miedos e inseguridades para tenerla controlada. El entorno doméstico es un infierno en el que su madre ha quedado paralizada por el alcohol y no se siente con fuerzas para intervenir frente a los abusos que su novio ejerce contra sus hijas y ella misma.
El mundo de sus amigas también está lleno de sórdidos y violentos abusos por parte de sus familiares. Su amiga Cheryl es golpeada brutalmente por su padre con una correa de perro. Aunque el caso de su amiga Tabatha es el más espeluznante, ya que su propia madre, una heroinómana, la utilizaba cuando era niña para que actuase en películas pornográficas y así financiar su adicción. Todas ellas son niñas con infancias marcadas, en las que no reconocen un espacio doméstico de seguridad y equilibrio. Los cómics de Gloeckner necesitan expresar ese trauma para tratar de superar lo que arrastra esa dolorosa memoria. También la artista de cómics estadounidense Debbie Drechsler escribe sobre su dramática experiencia. Sufre de niña y adolescente constantes abusos sexuales y vejaciones psicológicas a manos de su padre. En su novela gráfica La muñequita de papá (Daddy’s Girl, 1996), la infancia se transforma en una angustiosa pesadilla de la que su protagonista no puede salir.
Página anterior: viñeta © Ricardo Peláez. Abajo a la izquierda: © Debbie Drechsler. Derecha: © Phoebe Gloeckner.
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En España, con Carlos Giménez también encontramos una voz gráfica que nos habla desde la indefensión de la niñez. En Paracuellos refleja en clave autobiográfica los aspectos más siniestros, sórdidos e hipócritas de las instituciones franquistas. Giménez relata la amarga cotidianidad de centros de acogida como Auxilio Social, que abusaban sistemáticamente de la infancia. Su obra también recuerda y narra gráficamente la violencia que se ejercía contra las mujeres en el entorno doméstico. Los malos tratos y las palizas eran parte de la escenografía de una sociedad machista que aceptaba como realidad cotidiana los golpes y los insultos. En una de sus historias de la serie Barrio, describe al macabro personaje del falangista Bautista y explica aspectos terroríficos de la sociedad de su niñez: “Cuando yo era niño todavía no se había acuñado el término ‘machista’. Los hombres, sin embargo, eran muy machos. ¡Como estaba mandao!”. Así pone como ejemplo de macho a su vecino, el falangista Bautista, hombre siniestro que entre sus comentarios chulescos solía decir que se pegaba hasta con su madre. Giménez critica duramente a este tipo de hombres y la permisividad que la sociedad tenía con ellos.
© Carlos Giménez.
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“Cuando yo era niño todavía no se había acuñado el término ‘machista’. Los hombres, sin embargo, eran muy machos. ¡Como estaba mandao!”
Por ejemplo, cuando Bautista llegaba borracho a casa la mitad de los días, le pegaba descomunales palizas a su mujer. Las vecinas, aterrorizadas, lo escuchaban y se lo comentaban con tristeza y horror a sus maridos. Sin embargo, ellos respondían sin inmutarse: “¡Algo habrá hecho!”. Esta historieta, creada en 1998, reconstruye una triste realidad de los tiempos lejanos del franquismo, en la que los hombres asociaban la masculinidad a un discurso práctico de violencia contra las mujeres. El autor es consciente de que aquello no había pasado a la historia y cerraba la página con una frase que abría un serio interrogante: “[Esto, chicas, afortunadamente ¿ya no pasa?]”. Si comparamos el triste universo que reflejaba Giménez en sus historias con la realidad del presente, podemos señalar importantes cambios en la sociedad española que reconoce como delictivos y persigue estos abusos contra la mujer. Existe ahora una gran concienciación por parte de toda la sociedad y sus instituciones trabajan por impedir que suceda. Pero, desgraciadamente, la violencia doméstica continúa marcando a golpes e insultos la cotidianidad de muchos hogares.
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© Ricardo Peláez.
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© Robert Crumb.
El cómic mexicano también refleja la dolorosa realidad de la mujer y su indefensión en muchos hogares. Un triste ejemplo lo ofrecen algunos de los personajes de la serie La familia Burrón de Gabriel Vargas, un cómic de corte costumbrista que leen tanto niños como adultos. Don Regino Burrón, peluquero de profesión, vive con su familia en una modesta vecindad de la capital mexicana. Además de su esposa doña Borola y sus dos hijos adolescentes, Macuca y Regino, don Regino se hará cargo de Foforito, un niño recogido por la familia para impedir que su padre, el siniestro Susano Cantarranas, le maltrate. Las historietas de La familia Burrón son de tipo coral y a veces incluyen las aventuras de los personajes secundarios que rodean el universo de los personajes principales. Susano Cantarranas se convierte, junto a su compañera la Divina Chuy, en el protagonista del ejemplar que salió el 8 de diciembre de 1998. En este episodio no se narran los abusos de Susano contra su hijo Foforito, sino su faceta de hombre violento contra su compañera, a la que quiere echar de la chabola para meter a otra amante. Pero los vecinos de la barriada se ponen del lado de Divina y deciden defenderla. Sin embargo, la historieta deja un amargo sabor 156
de boca porque al final Divina decide continuar con Susano pese a los malos tratos, las palizas y los engaños. Desgraciadamente, parece que esta relación llena de agresiones y amenazas es la dinámica cotidiana que caracteriza su universo. La familia Burrón esconde en ese trazo infantil una existencia sobrecogedora donde la realidad está llena de sufrimiento y desaliento. Por otra parte, tenemos ejemplos de autores jóvenes, como Ricardo Peláez, que incluyen en su trabajo gráfico una serie de historias donde la violencia doméstica marca el doloroso argumento de las viñetas. Dentro de esa línea, su libro Fuego lento: Madre Santa y otras historietas para llorar trata de concienciar a los lectores de la dureza que impregna la realidad doméstica de las mujeres en México. Una de sus historietas narra el sufrimiento de una mujer a la que su marido pega por hablar en sueños, otra el dolor de un ama de casa que es golpeada tanto por su marido borracho como por su hijo drogadicto (el guión fue realizado por Fuitz). Este ejemplo muestra las posibilidades que tienen los cómics como instrumento de expresión comprometido para concienciar a la sociedad de los infiernos domésticos a los que se ven sometidas muchas mujeres.
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© Gabriel Vargas.
La industria mexicana también genera un tipo de producto basura sólo para adultos donde la violencia contra las mujeres marca la pauta de sus deplorables guiones. Una violencia obscena que degrada a las mujeres y se mezcla con pornografía cutre. Son pequeños cuadernillos que se venden por miles en los kioscos o las peluquerías de barrio para hombres. Historias denigrantes y violentas donde el hombre siempre muestra su poder sexual y necesita dominar y agredir a la mujer. Este tipo de materiales no tienen verdadera categoría de cómic porque sólo existe como objeto de consumo sin aspiraciones estéticas o literarias.
La violencia doméstica como temática dentro del cómic es y será un elemento del costumbrismo gráfico mientras su rastro continúe señalando a la sociedad. Los verdaderos artistas, cuando la incluyen como temática en sus obras, son conscientes de lo que conlleva de denuncia y testimonio. Estos cómics tratan de estremecer a sus lectores, romper las viñetas de la ficción para que se cuestione la realidad de un mundo donde el hogar ha dejado de ser el refugio de la vida.
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Otro nombre para el abuso: feminismo, diferencia y violencia entre lesbianas Mary Eaton
La diferencia que sí importa–– En la actualidad resulta un tópico observar que la teoría feminista, en el ámbito legal y en otros, se ve lastrada por un cierto elemento que se conoce como “esencialismo”. Lo que se quiere decir con esto, en parte, es que el feminismo ha propuesto erróneamente una especie de mujer “universalizada” para la que el género representa una condición primordial y cuya experiencia “en tanto que mujer” parece no verse afectada por otras fuerzas de subordinación sistémica, como pueden ser el racismo, la división en clases sociales, el heterosexismo o las propias capacidades. De ese modo, y sin haber advertido la importancia que tienen las posibles diferenciaciones de otras fuerzas de subordinación sistémica para la vida de las mujeres, el movimiento feminista ha tendido a extraer sus conclusiones teóricas de la experiencia de unas pocas privilegiadas entre las mujeres. En sí mismo esto no tendría que ser necesariamente problemático, si no fuera por el hecho de que el feminismo ha tendido a apreciar que era eso precisamente lo que estaba haciendo. El resultado, según cuentan las críticas, ha sido la formulación de una teoría feminista que resulta parcial, por ejemplo, en el sentido de que la posición asumida –sin haberse articulado– ha sido la propia de mujeres blancas, heterosexuales, de clase media y con capacidades físicas plenas; y esto, en consecuencia, no ha respondido a la importancia de la “diferencia” evidenciada en las distinciones de clase, orientación sexual y similares (Harris 1990, Spelman 1988, Crenshaw 1989 y Kline 1989). Las críticas al esencialismo de género han provocado una gran variedad de respuestas a la pregunta sobre cómo tratar “la cuestión de la diferencia”. Sin embargo, dicho esencialismo, a mi juicio, nunca se ha defendido de manera franca y directa desde presupuestos teóricos: la mera mención de los muchos tipos posibles de opresión (género aparte) ausentes en el contexto del análisis de género resulta una práctica muy extendida entre autoras feministas. Y ello hasta el extremo de que el mero acto de entonar el mantra “raza/género/clase/orientación sexual” adquiera fundamento teórico, lo que parece ubicar el problema de la diferencia en una simple omisión formal que puede rectificarse por medio de la mención explícita de lo hasta entonces silenciado. Cuando se han defendido sustantivamente las omisiones históricas del feminismo, algunos autores han sugerido que la propia noción de pensamiento feminista debería entenderse como parte
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del problema: dado que tanto su metodología (escuchar el testimonio de las mujeres), como más tarde su política (producir teoría desde esa experiencia escuchada), se aplican sobre una identidad completa en el interior de cada mujer y en las relaciones entre ellas –núcleos de seria controversia en estos tiempos posmodernos–; en última instancia, tal vez carezca absolutamente de significado esa manera de hablar con expresiones como “mujeres” o, en consecuencia, como “feminismo”. De modo menos nihilista, debemos reconocer que se han ofrecido algunas sugerencias muy prácticas para curar el solipsismo del privilegio a buena parte del pensamiento feminista; o expresado propiamente, era necesario construir la teoría feminista “desde la clase más baja hacia arriba” (Matsuda 1989, 7-10 y Crenshaw 1989).
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entro de cada uno de los remedios planteados hay tres presupuestos críticos sobre la naturaleza de la diferencia y sus desafíos.1 El primero, común a todos, se cifra en que no hay diferencias significativas entre las diversas diferencias. En otras palabras, todas las propuestas tratan la diferencia como si fuera monolítica; como si las diferencias de raza, pongamos por caso, no arrojaran problemas claramente distintos de los arrojados por las diferencias de clase. El segundo presupuesto, igualmente compartido, es que no hay diferencias significativas dentro del propio feminismo. Se ha dado una tendencia a establecer el feminismo como una entidad estática y uniforme con la que medir la diferencia. Por ejemplo, los debates sobre el “feminismo con guión”,2 que ocuparon tanto espacio discursivo en los primeros años ochenta, apenas aparecen en las nuevas consideraciones sobre la diferencia, como si tales debates hubiesen concluido y la controversia estuviese archivada. Y por último, el contexto aparece con frecuencia como un simple fondo para este tipo de discurso. Pero incluso asumiendo una diferencia específica y un feminismo homogéneo, la diferencia parece plantear el mismo problema aunque se trate de cuestiones como la violencia sexual, la desigualdad económica o la autodeterminación reproductiva. Por supuesto, lo que distingue a estas varias posturas respecto al esencialismo estriba en la forma diferente con la que afrontan los desafíos arrojados por la diferencia. Si el problema planteado por la omisión sólo fuera un uso de simple descortesía nominal, entonces la práctica de catalogar opresiones bien podría surgir como una cura promisoria. Y si, por el contrario, la diferencia adquiere una importancia fundamental, el fracaso a la hora de producir una teoría inclusiva desafía cualquier rectificación fácil o de meras fórmulas. Si el fenómeno de la diferencia contradice el núcleo de los principios feministas, entonces tal vez ha llegado la hora de reconocer que el feminismo en tanto que movimiento social y teoría política ya no es necesario, aunque una vez lo fuese, y abandonarse al “pospatriarcado” en tanto que signo del tiempo actual. Pero “la diferencia que sí importa”, aunque todavía sustancial, puede no resultar tan irreconciliable. Es posible que haya una manera de tratar la diferencia –como por ejemplo empezar con el efecto de “lo más bajo” que produce la diferencia– que permita al feminismo continuar y dar amplia cuenta de la panoplia de experiencias de género que existen. 159
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Es por eso que escoger entre unas u otras alternativas teóricas se convierte en una tarea extremadamente compleja una vez, sobre todo, que sus presupuestos sobre las diversas diferencias, diversos feminismos o diversos contextos han sido analizados. Podría ser, por ejemplo, que la diferencia no fuese relevante en algunos contextos (Cunningham 1991), y que las exclusiones del feminismo resultaran corregidas por medio de la mera mención de lo omitido tanto tiempo. Podría ser que la diferencia sí tuviese relevancia, pero una que choca más con nuestras estrategias que con nuestra producción teórica (compárese con Spivak 1990). Los diversos sistemas de opresión tal vez funcionen de modos tan radicalmente diferentes y con unos efectos tan profundamente diferentes, que puede quedar fuera de nuestro alcance el desarrollo de una teoría que realmente se comunique con la experiencia de todas las mujeres en cualquier contexto. Pero, incluso así, quizás haya alguna manera de redefinir lo que de otra manera no sería sino un conjunto de experiencias divergentes arropadas bajo un nuevo concepto (Roberts 1993). Si el análisis feminista existente no es capaz de transmitir plenamente la experiencia de las mujeres cuyas vidas se definen por algo más que la opresión de género, tal vez su aplicación debería simplemente limitarse a las mujeres a las que se dirige, en lugar de rechazarlo por entero (MacKinnon 1991). En los años noventa se podrá ver el fin del “feminismo sin modificar”,3 pero no del feminismo como tal. En consecuencia, preguntarse qué importancia tiene la diferencia resulta complicado, no sólo al afrontar el problema de cuántos tipos de diferencia hay si ésta existe, sino además en relación con qué factores y consecuencias. Y todo esto para resolver que la inclusión de una lista obligatoria de opresiones (ya sea en las notas o en el propio texto, no importa dónde) puede producir tanta distorsión como sugerir que, de hecho, existe un punto inferior desde el que se podría elaborar un análisis inclusivo, pero eso depende. Mi propósito en este artículo es tan amplio como limitado. Espero enfrentarme al problema de la diferencia dentro de la teoría feminista de manera tal que considere, e incluya, la posibilidad de que el problema planteado por la diferencia llegue a ser verdaderamente complejo. Al mismo tiempo, el espacio no me permite responder al amplio conjunto de cuestiones originadas por la posición que aquí se propone. Así pues, restrinjo mi análisis a la diferencia de las lesbianas y a los desafíos que propone a los textos feministas existentes sobre violencia doméstica.4 No hay nada mágico en mi elección de examinar el abuso dentro del hogar como algo opuesto a otros tipos de problemática feminista. Mi decisión de analizar la diferencia de “orientación sexual” resulta, sin embargo, más sustancial. A mi juicio, de las diferencias entre las mujeres que han sido objeto de discusión en los debates sobre diferencia a los que he hecho mención, la “orientación sexual” ha recibido una atención escasa y peculiar a un tiempo. Curiosamente, cuando a duras penas la orientación llega a considerarse, parece que hay una decidida voluntad de asumir que puede ser definida por completo dentro del marco del género, una voluntad que aparece en buena parte (si bien no por completo) como algo ausente en los debates contemporáneos sobre las diferencias originadas por la raza, la clase social, la proveniencia étnica, las capacidades y características similares.5 Como ya he aducido, postular que la opresión entre lesbianas es sinónima –o un subconjunto– de la opresión de género puede resultar muy útil en términos teóricos, pero aún ha de analizarse con extremo rigor. Así pues, uno de mis objetivos en este artículo se cifra en someter a prueba la amplia proposición teórica, avanzada en otra parte, de que la diferencia de orientación sexual, en efecto, no tiene importancia.6 160
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Aunque mi cometido sea principalmente teórico, la cuestión de si el feminismo tiene capacidad para ofrecer explicaciones al problema de la violencia entre lesbianas, obviamente resulta ser una cuestión en absoluto desprovista de implicaciones prácticas. Por ejemplo, los trabajadores de los centros de acogida a víctimas de malos tratos han tenido que lidiar con una cuestión muy difícil: saber si los servicios del centro, concebidos con el propósito de atajar el acuciante problema de la violencia masculina contra las mujeres, debían ponerse a disposición de las lesbianas que denunciaban haber sido maltratadas por sus parejas. La cuestión resulta bastante complicada, ya que la filosofía que orienta el trabajo en dichos centros –aceptar el testimonio de las mujeres que han denunciado ser víctimas de sus parejas masculinas– parece poco práctica en casos de violencia doméstica entre el mismo sexo. El dispositivo consistente en “creer a la mujer” simplemente no funciona cuando “la mujer” puede ser tanto la víctima como la agresora. La dificultad resulta especialmente aguda en aquellos casos en los que ambos miembros de una pareja de lesbianas, cuya relación se ha visto empañada por la violencia, afirman haber sido agredidas y acuden en busca de acogida.
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l debate sobre la aplicabilidad de “remedios” feministas a las lesbianas, originado en contextos heterosexuales, también ha surgido en el ámbito legal. Por ejemplo, la lucha emprendida por abogadas feministas para reformar la cláusula de legítima defensa propia con objeto de hacerla más sensible a los testimonios de mujeres acusadas de asesinar a sus violentas parejas. Como se presenta habitualmente, la justificación de la defensa propia precisa de una amenaza inminente de violencia física letal, y de que el miedo a perder la vida de la posible víctima esté “objetivamente” razonado para que el uso de violencia mortal contra el agresor resulte amparado por la ley. El doble requisito de inminencia y razón no era necesariamente problemático ni en sí ni por sí mismo, pero el modo en que se aplicaba a las mujeres maltratadas ciertamente lo era. Sólo porque algunas mujeres maltratadas asesinaran a sus agresores masculinos en unas circunstancias en las que, en apariencia, no se veían inmediatamente amenazadas y parecía haber alguna posibilidad de escapar de cualquier amenaza de violencia contra ellas, provocó que la alegación de defensa propia frente a la acusación de asesinato quedase en efecto fuera de sus posibilidades. Las abogadas feministas lucharon para convencer a los jueces de que admitiesen el testimonio de expertos sobre el “síndrome de las mujeres maltratadas”, cuyo propósito era ayudar a que el jurado determinase si la creencia de la acusada respecto a la inminencia y la naturaleza del peligro que percibía era compatible con el significado de la doctrina de la defensa propia. En diversas instancias judiciales consiguieron la victoria. El fenómeno de la violencia entre lesbianas era un rompecabezas para activistas del feminismo en el ámbito judicial, un desafío de índole totalmente distinta al que habían afrontado los profesionales en primera línea de acción. Que los centros de acogida estuvieran capacitados, filosóficamente hablando, para proporcionar ayuda a las lesbianas maltratadas resultaba una cuestión con implicaciones fundamentales. En contraste, una
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manera tal de repensar los principios fundamentales no era en apariencia necesaria para las activistas del ámbito judicial, que deseaban dar su ayuda a las lesbianas inmersas en situaciones domésticas de riesgo. En consecuencia, después de que los jueces admitieran el testimonio de expertos sobre los efectos de los malos tratos, la posibilidad de aplicar la misma defensa en casos de malos tratos entre homosexuales masculinos fue claramente reclamada y, en general, la respuesta resultó favorable. Una tendencia clara dentro de la bibliografía legal es hacer referencias de pasada al fenómeno de los malos tratos en parejas del mismo sexo, y sugerir que las soluciones ofrecidas en la legislación existente deberían ponerse también a disposición de los homosexuales que se encuentren inmersos en tales situaciones (Cahn 1991, 1401, Bates 1991, Kinports 1988 y Ensign 1990). Muy pocos comentadores se tomaron el trabajo intelectual de articular precisamente la razón de que los homosexuales maltratados deberían tener los mismos derechos que las mujeres maltratadas (Dupps 1990 y Harkavy 1982). Todavía menos personas han seguido la progresión lógica que parece requerir la extensión de las soluciones heterosexuales a los acusados homosexuales: así, ya no deberíamos referirnos al conjunto de rasgos asociados a los efectos de la violencia continua en términos de “síndrome de las mujeres maltratadas”, sino que en su lugar deberíamos hablar de “síndrome de las personas maltratadas” (Anderson y Anderson 1992, 363). Están en juego entonces no tanto las alegaciones de la defensa per se como su estatus en tanto que solución reservada para las mujeres víctimas de agresiones masculinas.7 La resolución de éste y otros tipos entre tales dilemas pragmáticos se encuentra parcialmente en cómo llega a definirse la violencia entre lesbianas en el ámbito teórico Juan delGado Who Are You Entertaining To?, 2002. Fotogramas, vídeo. Cortesía del artista y Cremer Projects.
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feminista y por qué. Si la violencia entre lesbianas tiene “género”, como sucede con la violencia heterosexual, no hay una razón clara por la que los mecanismos para tratar o remediar la violencia doméstica –mecanismos surgidos del análisis feminista de la “violencia conyugal” en el contexto heterosexual– no se puedan poner igualmente al alcance de las lesbianas en situación de maltrato doméstico. Por otra parte, si la violencia entre lesbianas no se puede articular teóricamente en los paradigmas de género, entonces las teorías específicamente de lesbianas sobre los malos tratos y sus posibles remedios tal vez necesiten desarrollarse. En el texto que sigue, haré una revisión crítica de las diversas maneras en las que la violencia entre lesbianas ha sido (o podría ser con razón) definida por los teóricos de la violencia doméstica. De todas las cuestiones relativas a la “diferencia” puestas en primer plano por la postura que defiendo, mi principal preocupación aquí es en relación con la diferencia de diferentes feminismos. Me pregunto si la realidad de malos tratos entre lesbianas revela que el pensamiento feminista sobre la violencia en la pareja está tan plagado de errores que debe ser descartado en tanto que teoría sin sentido; me pregunto si resulta simple pero irreversiblemente autorreferencial en términos heterosexuales y si debiera reservarse para víctimas no lesbianas; o si, con algunos ajustes menores, responde de manera suficientemente adecuada a la realidad de las lesbianas; y, lo más importante, si las respuestas a estas cuestiones se ajustan al modo en que se ha teorizado el género de la violencia doméstica.8 Considero que a pesar de su variedad, y de las diferentes maneras con las que afrontan la “diferencia” lesbiana, las teorías actuales sobre el abuso doméstico fracasan a la hora de explicar de modo satisfactorio los malos tratos entre lesbianas. En consecuencia, sostengo que ninguna teoría 163
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feminista sobre la violencia doméstica puede explicar las experiencias de violencia en el hogar de todas las mujeres sin forzar con su propio tipo de violencia las experiencias de mujeres con posturas diferentes respecto a la violencia en sí misma. Una de las implicaciones de un análisis como el mío es que se necesita abandonar la parcialidad de las teorías feministas sobre la violencia doméstica en tanto que teorías pobremente equipadas. Pero me resisto a aceptar esta implicación y, en cambio, opto por un modelo específico sobre la violencia entre lesbianas, que pueda coexistir con un modelo heterosexual y tal vez con otros análisis feministas de la violencia en el hogar.
El cuerpo político de la agresión–– Entre quienes han considerado el modo de teorizar sobre el fenómeno de los malos tratos entre lesbianas (o gays), parece haber surgido de sus debates dos puntos de vista totalmente opuestos: un grupo de teóricos afirma que la violencia entre lesbianas tiene género, mientras que el otro insiste en que no.9 Ambos análisis comparten –tanto de quienes postulan el “género” de la violencia entre lesbianas, como de quienes niegan que dicho “género” tenga poco o nada que ver con el asunto– un presupuesto idéntico: los malos tratos de mujeres a mujeres parecen, tanto fenomenológica como empíricamente, a duras penas distinguibles de la violencia de los hombres sobre las mujeres.10 Este patrón observado de igualdad formal, si así lo prefieren, entre la violencia en relaciones de lesbianas y los malos tratos de hombres a mujeres apoya tanto la posición de los defensores del factor del género como la de sus detractores, dado que ambos adoptan definiciones muy diferentes sobre qué pueda ser el “género”. Aunque no siempre se hace explícito, el punto de contención entre quienes incluyen la violencia entre lesbianas en el ámbito del género y quienes no lo hacen, se cifra, poco sorpresivamente, en la importancia de la biología para la comprensión del género y el ejercicio de las políticas de género. Implícita en los argumentos de quienes insisten en que el fenómeno de la violencia entre lesbianas prueba de manera irrefutable que los malos tratos no son una actividad de género, está la suposición de que el “género” es sinónimo del sexo anatómico o biológico. Sólo si la explicación de “género” de la violencia doméstica aplicada al hecho de que los malos tratos han sido cometidos en su mayor parte por individuos biológicamente masculinos (que esto lo hacen con frecuencia, que lo hacen con maneras y razones particulares, y que tiene efectos identificables en sus víctimas) se aplica también al hecho de que individuos biológicamente femeninos lo hagan igualmente y con frecuencia, modos y efectos similares, las explicaciones de la violencia doméstica basadas en el género se verán amenazadas. Para Island y Letellier, 1991, por ejemplo, la mera existencia de agresiones en parejas del mismo sexo muestra que las explicaciones feministas son una teoría “antimacho” como algunos afirman. Su posición, en contraste, se resume en que quienes maltratan son fundamentalmente personas enfermas, que cometen agresiones simplemente porque pueden y porque “nosotros” les dejamos irse de rositas. En una vena menos cáustica, Faulkner, 1991, sostiene que si los actuales marcos teóricos feministas no explican adecuadamente los malos tratos entre lesbianas, entonces deberían abandonarse a favor de análisis del “poder” más complejos y sutiles. Dado que la postura epistemológica adoptada por ella es la de las lesbianas, la intención de Robson no es ni extender ni destrozar la teoría feminista. Sin embargo, esta autora también sugiere
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que la realidad de la violencia entre lesbianas “amenaza los fundamentos tan marcados por el género de las explicaciones de la violencia doméstica” (Robson 1990, 586). Para quienes los malos tratos entre lesbianas no representan sino otra ilustración más de la dominación de género en activo, el “género” es un constructo social en lugar de un hecho anatómico. La desigualdad entre los sexos se ve alentada por los estereotipos en cuanto al papel de los sexos, según los cuales se estimula a los hombres para que sean agresivos, independientes y se centren en su desarrollo profesional, mientras que las mujeres están condicionadas para ser acogedoras, nutran a la familia y se centren en ella. La distinción de los sexos también aparece jerarquizada, de manera tal que los rasgos asociados a la masculinidad tienen más valor que los ligados a la feminidad. Estas desigualdades alientan el sentimiento de superioridad masculina de algunos individuos y el derecho a las posiciones privilegiadas que disfrutan. Las mujeres que rehúsan aceptar las normas basadas en los roles de cada sexo, amenazan tanto el sistema de la dominación masculina al que se ven sometidas, como la sensación de seguridad de los individuos masculinos que de él se benefician, y todo ello estimula en los hombres la necesidad de controlar y suprimir a las mujeres, incluso por medio de la violencia. La homofobia y el heterosexismo también contribuyen a propagar la violencia contra las mujeres, pues refuerzan el sistema de diferenciación establecido por los roles de los sexos en su nivel más general de la siguiente manera: ser lesbiana es “desviarse de la norma”, desafiar el credo de que las mujeres pertenecen a los hombres, quieren hombres, desean hombres y necesitan hombres. En pocas palabras, una lesbiana se percibe como amenaza. Así, tanto la homofobia, “miedo y odio irracionales hacia las personas homosexuales”, como el heterosexismo, “uso de la identidad sexual para el privilegio y la dominación”, son partes indisociables del sistema de desigualdades en cuanto al sexo (Pharr 1990). Por ello, las lesbianas desafían el orden establecido entre los sexos por medio del mero hecho de ser lesbianas. En tanto que individuos, cuando las lesbianas padecen malos tratos en sus relaciones también se comportan en maneras en las que subyace el género. Algunos rasgos o modos de conducta se comprenden socialmente como masculinos o femeninos, y aunque estén fundamentalmente relacionados con el sexo biológico –masculino o femenino respectivamente–, no siempre ha de ser así. Por tanto, afirmar o mantener el control sobre otro ser humano por medio de la amenaza o el uso de la fuerza o coerción parece precisamente una característica masculina. Cuando una lesbiana ataca con violencia a su pareja, se está comportando de manera socialmente masculina; cuando una lesbiana se convierte en víctima por medio de la violencia de su pareja, se está comportando de manera socialmente femenina; en consecuencia, los malos tratos son una actividad de género (Littleton 1989 y Leonard 1990). Así, la explicación que los teóricos de los roles sexuales dan al hecho de que una lesbiana sufra de malos tratos a manos de la otra, se apoyan en una definición de opresión de género interiorizada: las mujeres maltratan a otras mujeres porque han interiorizado las normas interrelacionadas de heterosexismo/homofobia y misoginia que están en el fondo del sistema de roles sexuales (Benowitz 1986). Por supuesto, cualquiera podría desafiar ambas explicaciones teóricas de la violencia entre lesbianas debido al estatus soberano de las verdades empíricas dentro de tales explicaciones. Pero incluso dejar lugar a métodos tan sospechosos no nos lleva demasiado lejos en la labor de resolver si el maltrato entre lesbianas es algo propio del género o todo lo contrario. Para expresarlo de modo un tanto diferente, incluso si los problemas
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del cientificismo se dejan de lado, y estas teorías se toman en sus propios términos, aún permanece la cuestionable afirmación de que de hecho hay una cierta e inquietante simetría entre la violencia de los hombres hacia las mujeres y la violencia de las mujeres hacia las mujeres. Es posible argumentar que hay una buena cantidad de paralelismos entre la violencia de las lesbianas y los malos tratos heterosexuales. Por ejemplo, las estimaciones de la tasa de maltrato en las relaciones heterosexuales pueden llegar hasta el 80%, o reducirse al 20%; tales disparidades estadísticas pueden en principio atribuirse a las variaciones en el tipo de conductas definidas como violentas. Cuando los “malos tratos” se definen con amplitud para incluir fenómenos como las conductas psicológica o emocionalmente destructivas: por ejemplo, denigrar a la propia pareja en público, insultar a la propia pareja por su carácter, aspecto o inteligencia, entonces las cifras son mucho más altas. Los porcentajes más pequeños se deben a definiciones más restrictivas de abuso, o a otras limitaciones sobre lo que constituye una “relación de malos tratos”. Requisitos tales como que la agresión deba ser física, que produzca heridas físicas graves, que se repita habitualmente, o que forme parte de un patrón general de excesivo control o coerción; tienen todos en común la evidente consecuencia de reducir el número de relaciones clasificadas como “violentas”.
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as estimaciones de malos tratos entre lesbianas también difieren, y su variación se puede igualmente atribuir a lo que se está enumerando, es decir, al modo en que se definen la violencia, los abusos o los malos tratos. En términos de cifras reales, muchas más mujeres resultan heridas, golpeadas, mutiladas y asesinadas en relaciones heterosexuales que entre lesbianas o gays. El punto clave, sin embargo, estriba en que las tasas de incidencia dentro de la comunidad lésbica resultan perfectamente comparables con las proyecciones para heterosexuales: varían del 17% en su punto más bajo, a un 73,4% en su punto más alto, cifras que no son significativamente diferentes de las ofrecidas en estudios sobre violencia doméstica en parejas heterosexuales. Las tasas de agresión en las parejas de gays resultan similares, aunque un poco más altas: el director del Proyecto sobre Violencia Doméstica en las Parejas Gays, vinculado a Colectivos Unidos contra la Violencia en San Francisco, calcula que se producen casos de violencia doméstica en un 50% de las parejas de gays (citado en Island y Letellier 1991). Así, no sólo podría parecer que la violencia entre lesbianas ocurriera en una cifra proporcional a la de casos de violencia dentro del colectivo heterosexual, sino que también es probable que la violencia de las mujeres sobre las mujeres sea similar en la forma a la violencia de los hombres sobre las mujeres. A finales de los años ochenta, unos cuantos sociólogos varones cuestionaron las explicaciones feministas de la violencia doméstica al subrayar que las mujeres no eran las únicas víctimas de abuso en el hogar: los hombres, insistían los sociólogos, también eran víctimas. Las feministas respondieron a estas formulaciones sin género al destacar que el tipo de violencia en el que incurrían las mujeres violentas con sus parejas masculinas era muy diferente. Muchas de esas mujeres, se discutía,
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actuaban en defensa propia, un tipo de violencia cualitativamente distinta del tipo exhibido por los hombres violentos, quienes en contraste eran los que solían iniciar la agresión. Y, de hecho, muchos investigadores han descubierto que en un 95% de casos, los agresores eran hombres y sus parejas femeninas, las víctimas. En cierto sentido, tales problemas de paralelismo abundan entre las activistas en defensa de las lesbianas maltratadas. Dada la ausencia de diferenciación sexual, la violencia de las mujeres sobre las mujeres se ha considerado como un hecho compartido, en el que ambas partes tenían igual responsabilidad en las conductas violentas. La noción de malos tratos mutuos se ha cuestionado por basarse más en mitos que en hechos, pues incluso en las parejas del mismo sexo las agresiones recíprocas son muy escasas. En la práctica totalidad de los casos, hay un individuo que maltrata y un individuo maltratado claramente identificables; o un sujeto activo y un objeto pasivo, alguien que hace y alguien a quien se le hace. El éxito de las activistas a la hora de defender la identificación clara de víctima y perpetrador tiene un paralelismo en el debate dentro del contexto heterosexual, algo que hace extremadamente difícil la distinción de la violencia entre lesbianas como un tipo diferente. Parece que los malos tratos entre lesbianas tampoco pueden separarse de los malos tratos heterosexuales, todo ello entendido en términos de tipos específicos de conductas violentas en los que incurren los miembros agresivos de cada pareja.11 La mayoría de los encuestados en el estudio de Renzetti, 1992, confesaban haber sufrido violencia tanto psicológica como física (en un 87%), y unos pocos habían sido sometidos a crueldad emocional en aislamiento (11%). Las formas de agresión física incluían empujones y agarrones (75%),12 puñetazos o bofetadas (65%), arañazos o golpes en la cara, pechos o genitales (48%) y lanzamiento de objetos (44%). Porcentajes más pequeños, pero según apunta Renzetti no menos “alarmantes”, se daban con tipos más graves de agresión física, tales como marcar números, dibujos o palabras en la piel (1%), introducir armas blancas o de fuego en la vagina (2%), quemar deliberadamente con un cigarrillo (1%) y apuñalar o disparar (4%). Los malos tratos psicológicos eran en conjunto más frecuentes, e incluían amenazas verbales (70%), menosprecio verbal frente a los amigos o la familia (64%) o frente a extraños (59%), interrupción del sueño o de los horarios de comidas (63%), daños o destrucción de la propiedad (51%), agresión a los hijos (30%) o a los animales domésticos (38%). Los tipos más frecuentes de violencia psicológica incluían la imposición de trabas físicas, no permitir que se dejase una habitación, forzar a la pareja a cortar lazos y contactos con familiares o amigos, padecer robo de propiedades y afrontar amenazas de suicidio. Asimismo podría parecer que el impacto psicológico de los malos tratos sistemáticos sería prácticamente el mismo tanto para las lesbianas como para sus iguales heterosexuales. Lenore Walker publicó en 1979 un libro sobre violencia doméstica en el que avanzaba su teoría –muy citada en la actualidad– sobre el ciclo de la violencia y la indefensión aprendida. Sostenía que la violencia entre miembros de una pareja sigue un patrón, según el cual hay una fase de aumento en la tensión que culmina en una explosión de violencia explícita, seguida por un período de remordimientos. Atrapada en la incesante repetición de esta pauta, creyendo al mismo tiempo las insistentes afirmaciones de su compañero sobre recibir lo que ella se merece y las subsiguientes peticiones de perdón o promesas de cambio, la mujer maltratada se convierte en alguien incapaz de concebir su propia capacidad de conseguir ayuda. Los estudios sobre lesbianas que han sido víctimas de violencia y degradación sistemáticas a manos de sus parejas, prueban que
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tales víctimas ofrecen el mismo perfil psicológico que las mujeres heterosexuales en la misma situación. Algunas víctimas, que se identificaban a sí mismas como lesbianas, comentaban en términos similares que las agresiones continuadas les causaban sentimientos de baja autoestima, o creer que nadie tomaría en serio sus denuncias, y un gran temor a no encontrar ayuda en ninguna parte. Aunque posiblemente haya muchas características similares entre las agresiones de mujeres a mujeres y las de hombres a mujeres, parece bastante prematuro concluir inequívocamente que la forma y la función de los malos tratos entre lesbianas son las mismas que en las “agresiones conyugales”. Por citar un solo aspecto, se sabe muy poco acerca de la violencia entre lesbianas en comparación con los malos tratos heterosexuales. El origen del “movimiento de lesbianas maltratadas”, si lo podemos llamar así, puede datarse con suficiente seguridad en los primeros años ochenta, no demasiados años después de la apertura del primer centro de acogida para mujeres maltratadas en 1977. A pesar de esto, y de manera totalmente opuesta a la violencia en relaciones heterosexuales, los malos tratos entre lesbianas han sido objeto de muy pocas investigaciones y publicaciones hasta la fecha. Efectivamente, al postular una cierta semejanza, algunos comentadores no han fundado sus argumentos en ninguna clase de estudios sistemáticos, sino que más bien –y de manera realmente circular– apoyan su caso en un supuesto equilibrio de la violencia tanto en relaciones del mismo sexo, como en relaciones heterosexuales. Dada la ausencia de razones fundadas para suponer que los malos tratos entre lesbianas sean diferentes de los malos tratos en parejas heterosexuales, algunos incluso tienen la osadía de afirmar que son iguales. Island y Letellier ,1991, por ejemplo, fundamentan sus estimaciones de la incidencia de agresiones en parejas gays con la extrapolación de datos estadísticos sacados de diversos estudios sobre parejas heterosexuales. En consecuencia, sus argumentos se resumen en la afirmación tautológica de que dos fenómenos son iguales porque deberían ser iguales. Sin embargo, incluso para quienes no invocan la autoridad de los estudios científicos, aún hay problemas. Por ejemplo, entre quienes citaban tasas altas de violencia entre lesbianas, la mayoría había empleado muestras de población minúsculas. La estimación de Renzetti, 1992, en torno al 65%, por ejemplo, se basaba en una muestra de sólo una centena de encuestadas.13 En contraste, Loulan, 1987, que encuestó a más de 1400 lesbianas, calculó que solamente había un 17% de lesbianas implicadas en relaciones violentas. Aún más, las muestras analizadas por Loulan y otros investigadores no eran representativas en cierto sentido, ya que se habían extraído de conjuntos de población seleccionados y no del “colectivo” de lesbianas en general. En lugar de sondear al colectivo gay, Island y Letellier infieren sus conclusiones de su propia experiencia personal en cuanto a las agresiones en parejas gays, Island en su condición de voluntario social, y Letellier como víctima de la violencia de su anterior pareja. Ambos autores tienen titulación universitaria y, aunque en ningún momento especifican su raza, algunos indicios apuntan a que ambos son blancos. Renzetti se expresa más directamente acerca de las limitaciones del estudio realizado por ella, reconociendo que su muestra de población no estaba escogida “al azar”. Por ejemplo, casi todas las personas encuestadas eran blancas (95%) y mujeres de amplia cultura (un 47% poseía un título universitario y un 42% había seguido estudios de doctorado o formación de posgrado con fines profesionales). Dado que los estereotipos de raza y clase social han dificultado extremadamente la comprensión de la violencia en el contexto de las relaciones de pareja –es decir, dado que Azucena Vieites Sin título, 2005. Cortesía de la artista.
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Mi colaboración consistirá en dos dibujos. Dos imágenes que tratarán de abstraerse de una iconografía habitualmente asociada a este tipo de cuestiones –la violencia de género–, en torno al victimismo, que produce efectos muy negativos, imágenes que pretenden “contar” y en esa medida “explicar” la violencia de género y en lugar de ello, en muchos casos, lo que consiguen es una lectura de mirada reducida, dicotómica, que no toma en cuenta a las mujeres como sujetos, con autonomía y diversidades, contemplándolas sólo como objetos de intervención externa, y que no se esfuerza en mostrar modelos de referencia positivos. “Violencia de género es un concepto acuñado por el feminismo para hacer visible una violencia ejercida por hombres contra mujeres en el ámbito público o privado. Se puede presentar como sinónimo de maltrato doméstico, intrafamiliar, conyugal. No obstante las diferentes formas de nombrar el problema reflejan la propia complejidad de un análisis que contemple todos sus elementos. Cada una de estas denominaciones da cuenta de una faceta, pero sin que necesariamente incorpore las demás. De ahí la conveniencia de precisar en cada ocasión de qué se está hablando... el ámbito familiar, donde, paralelamente a la violencia conyugal, se están produciendo otras hacia los hijos, hacia las personas mayores, o entre hermanos... Reflexiones sobre el carácter jerárquico, cerrado y opaco de la institución familiar, la concepción romántica del amor, aportan elementos esenciales de diagnóstico más acertado de este problema... abarcar a las parejas homosexuales y lesbianas, entre las que también se están produciendo malos tratos”. María Antonia Caro. “Debates sobre la violencia de género. Diagnósticos, enfoques y medidas”, Página Abierta nº 145.
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las personas de color y las personas de clase trabajadora han sido adscritas a la categoría de mayor propensión a la violencia–, hay muchas razones para ser cauto al lanzar la acusación de nula representatividad. Mi intención al plantear esta cuestión, sin embargo, no es desafiar las estimaciones de incidencia de agresiones y violencia entre lesbianas, sino hacer sitio a la posibilidad de que todo cuanto sabemos con certeza de los malos tratos entre lesbianas puede ser parcial, pues lo poco que sabemos sobre la forma y la función de los malos tratos entre lesbianas se limita a personas de clase privilegiada (relativamente hablando) y blancas. Para ponerlo en términos más específicos, los pocos testimonios existentes de violencia entre parejas interraciales de lesbianas indican que el racismo puede desempeñar un cierto papel en la causa o en la forma de la violencia entre lesbianas. Kannuha, 1990, por ejemplo, documenta las denuncias de dos lesbianas de color agredidas por sus respectivas parejas blancas. Una de ellas contó que su pareja utilizaba epítetos y estereotipos raciales cuando la maltrataba. La otra mujer recordó un ritual sadomasoquista con una dramatización en términos de amo y esclavo que, a pesar de iniciarse originalmente como un intercambio erótico de mutuo acuerdo, en los últimos tiempos se habían envilecido como ejercicios de violencia sexual y física sin consentimiento alguno. Ambos testimonios, entre otros muchos, sugieren que incluso si el factor del género pudiese explicar algunos aspectos de la violencia entre lesbianas, ciertamente no puede explicarlos todos, a no ser que “lesbiana” signifique en realidad “lesbiana y blanca”, o a no ser que la raza, como el lesbianismo, represente en realidad sólo otro ejemplo de la dominación de género. Aparte de tales dificultades metodológicas,14 y de manera más negativa, tanto las explicaciones apoyadas exclusivamente en la biología como las apoyadas en el género como rol sexual fracasan en buena medida al explorar algunos lugares de la diferencia entre los malos tratos de lesbianas y los de heterosexuales. El grado hasta el que la violencia entre lesbianas está sexualizado, por ejemplo, puede ser un área en la que los malos tratos entre lesbianas se diferencien. Las conexiones entre erotismo y violencia han sido profusamente documentadas en contextos heterosexuales. Sabemos, por ejemplo, que las agresiones a las mujeres en el ámbito doméstico con frecuencia se producen en forma de violación, y que los episodios violentos a menudo se ven precipitados al quedar embarazada la mujer (MacKinnon 1989). Estos datos sugieren que hay algo más en la violencia doméstica aparte del hecho de implicar conductas agresivas en ámbitos privados; o, más específicamente, que la violencia masculina y la sexualidad heterosexual están profundamente implicadas en la dinámica de la subordinación de la mujer ante el hombre. Sin embargo, curiosamente, la mayoría de los investigadores de la violencia entre lesbianas ni siquiera ha logrado probar que eso también es cierto en las agresiones entre lesbianas, y eso porque no quieren preguntar a los participantes en sus estudios la clase de preguntas que permitirían extraer tal información. Quienes trabajan en el movimiento de mujeres maltratadas han apuntado que las agresiones sexuales también pueden tomar parte en el guión de los malos tratos. No obstante, ha habido un gran desacuerdo en torno a lo que constituye “agresión sexual”. En su declaración sobre malos tratos entre lesbianas, la Coalición Nacional Contra la Violencia Doméstica (CNCVD) se dirigía a las lesbianas que hubiesen participado en relaciones sadomasoquistas para pedirles “que examinasen cuidadosamente la naturaleza del consentimiento” dado que, según la experiencia de los miembros de la coalición, “en cualquier relación que implique actividades violentas, el límite entre consentimiento, aceptación y
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trato coercitivo tiende a difuminarse” (CNCVD 1990). El compromiso de la coalición con un lenguaje cuidadosamente seleccionado para examinar las posibles conexiones entre los malos tratos y el sadomasoquismo fue bien recibido por algunos miembros del colectivo de lesbianas sadomasoquistas, que en anteriores ocasiones se habían sentido injustamente tratadas por las defensoras de mujeres víctimas de malos tratos. Las lesbianas sadomasoquistas alegaban que algunas personas en el movimiento de centros de acogida habían descrito de manera imprecisa la sexualidad sadomasoquista, como si fuera en sí misma una forma de agresión, y todo ello por razones que en apariencia se relacionaban con el hecho de que el sadomasoquismo resulta en esencia una actividad violenta, ya sea controlada y consentida o viceversa. Mi intención aquí no estriba en resolver el desacuerdo sobre si el sadomasoquismo lésbico es violento per se o todo lo contrario, sino más bien en destacar que si es sólo, o incluso principalmente, por medio del lenguaje del sadomasoquismo que la violencia aparece sexualizada en contextos de malos tratos entre lesbianas. Esto señala a la violencia entre lesbianas como algo cualitativamente diferente de los malos tratos a mujeres cometidos por hombres, en cuyo contexto la naturaleza sexual de las agresiones no requiere necesariamente ni de hecho se apoya en el subterfugio de los rituales eróticos.15
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as diferencias entre malos tratos de heterosexuales y de lesbianas no son todas producto de la especulación: también hay ámbitos en los que las diferencias entre la violencia de una mujer a otra y la de un hombre a una mujer han sido bien documentadas, sugiriendo que, en lo tocante a agresiones domésticas, ni las teorías restringidas a la biología ni tampoco las de roles sexuales describían de manera fidedigna la especificidad de la violencia entre lesbianas. Muchas lesbianas, aunque lo hayan declarado en otras áreas de su vida, pueden haber tomado la decisión de no informar de su orientación sexual a los amigos, a la familia o a sus empleadores, y todo ello por miedo a perder el apoyo emocional o la capacidad de mantenerse económicamente a sí mismas. Testimonios anecdóticos revelan que una manera de manifestarse el abuso psicológico entre lesbianas se da con la utilización de la vulnerabilidad de la lesbiana oculta o semioculta, y por medio de amenazas de “sacarla del armario”, o aumentando su aislamiento y dependencia del agresor al aguantar de hecho el cumplimiento de tales amenazas. Este tipo particular de maltrato no tiene su equivalente en el ámbito heterosexual. El hecho de que algunas mujeres heterosexuales se vean acusadas en ocasiones de ser lesbianas por sus violentas parejas masculinas (Pharr 1988) podría reflejar razonablemente la violencia de “sacar del armario” o las amenazas de dicho acto, aunque obviamente la similitud sea menos que perfecta. Gloria Melnitsky, psicoterapeuta en el Servicio de Asesoramiento a Gays y Lesbianas de Boston, menciona asimismo que hay otras causas diferentes para el maltrato de una mujer por otra, y dichas causas parecen originarse de la psicodinámica particular de las relaciones lésbicas. Esta autora observó, por ejemplo, que el fenómeno de la “fusión entre lesbianas” –es decir, la mezcla de las personalidades o identidades de dos mujeres que comparten una relación emocional o erótica– puede ocasionar sentimientos inusita-
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damente intensos de rechazo o de haber sido traicionada cuando un miembro de la pareja defiende su independencia o sugiere la necesidad de la separación. Tales sentimientos pueden explicar en parte por qué algunas lesbianas recurren al extremo de la violencia. Como se informó en Gay Community News, Melnitsky también percibió durante su trabajo que, como las mujeres heterosexuales, las lesbianas vivían con una sensación muy disminuida de su propio valor, pero de manera compleja: “Cuando hay dos mujeres, el sentimiento de indefensión, o aferrarse a cualquier posibilidad que se tenga, es más agudo” (citada en Irvine 1984). La falta de pruebas empíricas de equivalencia formal entre la violencia padecida por la mujer a manos del hombre y la violencia de mujer a mujer, dejando aparte entonces las afirmaciones de igualdad especialmente en las explicaciones biológicas de la violencia doméstica, resultan ampliamente –si no por completo– socavadas por la realidad de la condición específica de las agresiones entre lesbianas. El paradigma de los roles sexuales puede proporcionar una explicación de la especificidad de “sacar del armario” y de la fusión en la dinámica de las relaciones entre lesbianas, presumiblemente por medio del desplazamiento de estos fenómenos al ámbito de las manifestaciones de la opresión interiorizada. Aparte del problema más general, concerniente a su uso como un instrumento conveniente a la hora de evitar los fallos por defecto en la teoría, hay ciertas áreas más precisas y profundas en las que resulta muy problemático explicar las causas y el patrón de conducta de las lesbianas violentas y sus víctimas por medio del lenguaje de la “falsa conciencia”. Para que el argumento de los roles sexuales se sostenga, el lesbianismo ha de reconfigurarse como la práctica de la parodia de lo heterosexual, una obra teatral en la que una de las participantes interpreta el papel del “chico”, y la otra el de “la chica”. En palabras de Robson, 1990, esta teoría “heterorelaciona” el lesbianismo. Al hacer eso, las teorías feministas de este tipo propagan generalmente los estereotipos heterosexistas acerca de las lesbianas, según los cuales la conexión sexual plena se tacha de imposible dada la ausencia de la alteridad de género; en el mejor de los casos, una mala copia y un intento imposible de simular “lo de verdad”. Esta imposición de un marco heteronormativo sobre las relaciones lésbicas no sólo parece un insulto, sino que también resulta especialmente peligrosa como herramienta cognitiva para explicar los malos tratos entre lesbianas, ya que propaga el extendido mito sobre las relaciones abusivas entre lesbianas, en las que las “butches” son las agresoras y las “femmes”, sus víctimas.16
Tomarse en serio la dominación–– Aunque algunas veces muestran sin ambages el heterosexismo y la homofobia que exhiben los jueces, la policía, los legisladores e incluso los centros de acogida para mujeres maltratadas, las explicaciones biológicas y de roles sexuales con frecuencia fracasan a la hora de incluir estas realidades sociales en sus análisis. En parte, estos investigadores y teóricos no logran darse cuenta o no dan mucho significado crítico a la discriminación sistémica que reciben las lesbianas, y no porque se ponga en duda la existencia del fenómeno, sino porque se coloca fuera de los términos del discurso en el que se ha enmarcado el debate. Es decir, dado que los intereses predominantes de los teóricos apoyados en la biología o en los roles sexuales se relacionan casi íntegramente con las características de la violencia entre les174
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bianas en un nivel interpersonal –en lugar de social o institucional–, la relación entre los malos tratos en relaciones lésbicas y el contexto más amplio en el que ocurren prácticamente están sin analizar. Durante mucho tiempo, las feministas han luchado en contra y mostrado su desacuerdo en cuanto a la mejor solución para las condiciones materiales de la discriminación femenina y, aunque en ocasiones se halle más orientado hacia la dimensión estratégica que a la práctica teórica, este proceso ha originado una mayor cantidad de cuestiones fundamentales sobre el significado de la subordinación de género. La cuestión sobre cómo definir la violencia doméstica no ha demostrado ser una excepción: desde hace años ha habido explicaciones en competencia dentro del propio feminismo acerca de la razón de que se produzca la violencia conyugal, cuáles puedan ser sus efectos y cómo organizar mejor la lucha contra tales agresiones. Merece la pena decir, sin embargo, que los paradigmas “liberales” sobre la violencia doméstica, entre los cuales yo incluiría la perspectiva biológica o la de roles sexuales, han ganado relieve en años recientes. Mi conjetura es que sucede así como resultado de dos aspectos interrelacionados: el compromiso paulatino de las feministas para asegurarse de que las teorías sobre la violencia en la pareja se tradujeran en la provisión de medidas concretas de ayuda individualizada para las mujeres víctimas y, en correspondencia, la creciente voluntad de ciertos movimientos feministas de base para colaborar con las instituciones estatales en ese esfuerzo. Las mujeres necesitan hogares seguros en los que puedan encontrar refugio de la violencia en sus propias casas. Las mujeres necesitan abogados que las ayuden a luchar contra las acusaciones de asesinato, de modo que no acaben encarceladas por haberse defendido de sus agresores. Pero como ha demostrado Walker, 1990, el coste del apoyo estatal a tales iniciativas ha sido la desfiguración del discurso feminista sobre la violencia doméstica. El cambio del foco del interés feminista desde un concepto de subordinación de género (en tanto que sistema de dominación masculina sobre las mujeres, sistema cimentado a su vez sobre una amplia red de estructuras e instituciones sociales –y, por ello, con una crítica de la violencia doméstica con arreglo a dichas nociones–) a otro concepto apoyado sobre nociones individuales o atomistas de la discriminación sexual que, en consecuencia, suponía un análisis político de la violencia doméstica caracterizado por ciertas nociones liberales –en su acepción más clásica– de daño. Un cambio, en suma, moldeado por la implicación estatal en la lucha feminista por los cambios sociales. Según Johnston, 1984, el modelo sistémico de la violencia doméstica refuerza: Los precedentes histórico-jurídicos de la supremacía masculina y la subordinación de las mujeres tanto en el matrimonio, como en la sociedad. Las razones históricas por las que los hombres han agredido a sus esposas se originan en la creencia de que el hombre tiene derechos de propiedad sobre su pareja. A cambio de la dependencia económica, las mujeres han de obedecer las órdenes de sus maridos. Maltratar a la propia esposa implica entonces una extensión del permiso social para controlar a las mujeres (citado en Walker 1990, 84).
Resulta incuestionable que la dominación masculina en general y las prerrogativas para castigar a las mujeres por medio de mortificación física en particular, han sido sacralizadas en la cultura occidental desde antiguo. Incluso reconociendo que esta historia no ha sido uniforme, Dobash y Dobash no evitan plantear un caso muy llamativo: en la América anglosajona, el derecho de los hombres a emplear la violencia contra sus esposas ha 175
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Eaton SadieMary Benning A Place Called Lovely
1991, Beta, b/n, v.o.s. 14’. Cortesía Video Data Bank, Chicago. A Place Called Lovely revela una Norteamérica racista y homofóbica, una sociedad en la que la violencia en sus diversas formas se encuentra presente en la vida cotidiana. En la película Benning habla del momento en que descubrió que existía la violencia: un día caluroso y húmedo de julio de 1979 una mujer que caminaba por la carretera del lago Nisakey, al suroeste de Atlanta, tropezó con una pierna humana. Cuando la policía llegó encontró los cuerpos de dos chicos adolescentes, Alfred Evans y Edward Hope Smith. 27 niños más fueron encontrados durante los siguientes años. “Yo no los conocía pero jamás los olvidaré porque cuando esos niños fueron
asesinados todos los niños morímos un poco. Mi fe en el mundo se derrumbó y pensé en la confianza que tenía antes en la vida, aunque no estuviera de acuerdo con el mundo que me rodeaba”. Alusiones a la inquietante cercanía de las armas de fuego se mezclan con imágenes violentas de videojuegos o fragmentos de filmes como Psicosis para terminar con una escena en la que Sadie Benning, delante de la bandera de EEUU, expone su discurso en torno a los signos de una cultura de la violencia.
disfrutado desde hace mucho tiempo no sólo de rango normativo, sino también de estatus legal. Mientras que las afirmaciones sobre la uniformidad de estos hechos en diferentes culturas resultan sospechosas, al menos en el contexto estadounidense, la institución legal del derecho de los hombres al control físico de sus mujeres está bien documentada. Tras la Revolución Americana, los estatutos aprobados en los primeros asentamientos no especificaban el derecho de los hombres a golpear a sus mujeres, pero los jueces importaron la norma entonces vigente en la ley común británica, la cual sancionaba la legitimidad de la agresión como medio legítimo para que los maridos “corrigieran” los yerros de sus esposas, siendo los juzgados del estado de Mississippi los primeros en hacer esto en 1824. Incluso después de que la legalidad del castigo razonable fuese suprimida formalmente, las simpatías judiciales hacia la noción de que no había acto criminal en la agresión a la propia esposa continuaron impregnando la jurisprudencia. Apoyados por el rechazo –o la falta de voluntad– del poder político y judicial a considerar la violencia física contra las mujeres como un delito penado por la ley, tanto los policías como los fiscales se mostraban remisos a responder de manera efectiva a las peticiones de protección de las mujeres ante la violencia de sus parejas. La reticencia jurídica a interferir en la relación “privada” entre “marido y mujer” era entendida por algunas feministas como algo en nada ajeno a los más amplios e interconectados sistemas masculinos de control social a las mujeres. Las relaciones económicas y sociales se introdujeron en los análisis, incluyendo la misma institución del matrimonio, ya que estaban totalmente conectados17 con ellos. Ostensiblemente, el matrimonio brindaba a la esposa la protección y el apoyo del marido en varios sentidos, todo ello a cambio de la provisión de servicios sexuales, reproductivos y como ama de casa. Los atractivos del “trato” quedaban asegurados por medio de una red interconectada de normas y prácticas sociales, además de diversas ideologías. Por ejemplo, las oportunidades laborales para las mujeres en el ámbito público se limitaban hasta el extremo de que la dependencia respecto al sueldo del marido resultaba virtualmente inevitable para algunas, aunque, en realidad, no para todas. La completa negación del derecho a desempeñar un trabajo remunerado o, de modo algo menos severo, el escaso sueldo percibido en 176
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las actividades laborales que se permitía ejercer a las mujeres, quedaba explicado por la razón, de hecho cierta, de que las mujeres podían y debían depender de los sueldos mayores de sus maridos. Del mismo modo, la noción de que las mujeres virtuosas circunscribían sus encuentros sexuales al lecho matrimonial daba lugar a la negligencia –cuando no al abuso– con los que los organismos estatales trataban a las madres solteras y sus hijos. El matrimonio no sólo ofrecía a la mujer la posibilidad del bienestar material, sino que también proporcionaba promesas de satisfacción psíquica y seguridad sexual. La doble recompensa del prestigio y la legitimidad estaba garantizada para las mujeres que pudiesen “conseguir un hombre” y conservarlo. En contraste, las mujeres solteras luchaban contra el estigma que se les había impuesto: no eran atractivas ni respetables. Las mujeres sin ataduras resultaban especialmente vulnerables a la agresión sexual, dado que el estatus de mujeres solteras ponía en cuestión su veracidad en disputas sobre el significado de los encuentros sexuales. Así, la práctica de la monogamia heterosexual exclusiva era bien acogida como una protección contra las agresiones sexuales, fuera del hogar al menos. Además de tales discursos y prácticas justificativas, la relegación social de las mujeres a la esfera privada venía dada por ciertas premisas sobre la naturaleza distinta de los ámbitos públicos y privados, o la naturaleza distinta de mujeres y hombres. Las mujeres, gracias a la participación de fuerzas más allá de la capacidad humana, eran vistas como seres especialmente dotados para los ámbitos del hogar y la cocina, donde los valores de la alimentación, el cuidado y las relaciones eran supremos. En marcado contraste, los hombres, quienes por naturaleza eran egoístas y competitivos, parecían mejor equipados para sobrevivir y tal vez prosperar en los ámbitos públicos –lúdicos y violentos– del trabajo y de la política. Lo privado en general y el matrimonio en particular proporcionaban a los hombres un cierto respiro frente a las vicisitudes de la vida pública, al tiempo que ofrecían un medio seguro para la protección de su descendencia y satisfacción irrestricta de sus deseos sexuales y necesidades emocionales. Por supuesto, el precio que pagaban las mujeres en este “trato” se cifraba en la pérdida de muchos de sus derechos como ciudadanas, en particular el derecho a la propia integridad física.18
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Este análisis sistémico de la dominación ofrecía una racionalización de por qué los maridos maltrataban a sus esposas, y de por qué las mujeres atrapadas en matrimonios marcados por la violencia simplemente no hacían las maletas y se marchaban. Si las mujeres se desviaban de las expectativas en cuanto a roles de género que de ellas tenían sus maridos, podía desencadenarse una fiscalización violenta, pero en sí mismos los roles sólo formaban una parte de la imagen total. Los hombres disfrutaban de una relación de propiedad respecto a sus cónyuges que les permitía hacer con “sus mujeres” cuanto ellos desearan. Esta relación, además, venía reforzada por un sistema interconectado de normas sociales y reglas jurídicas, por medio de las cuales todo cuanto sucediera en privado entre un hombre y “su” mujer no le importaba a nadie excepto a ellos, quedando así más allá del escrutinio o la intervención estatal. Desde esa perspectiva, discernir por qué una mujer que había sido maltratada por su pareja masculina no cambiaba esa relación por otra menos violenta, por un vínculo más pleno con otra persona o por una vida satisfactoria en solitario, era algo que no se apoyaba solamente en la observación de que las agresiones continuadas afectaban en profundidad el propio criterio sobre las alternativas, que un intento de huida atraería con toda seguridad represalias violentas y tal vez fatales, o que una persona aún puede seguir queriendo a un individuo tan destructivo por lo demás. La organización social y el reconocimiento institucional de los derechos y responsabilidades respectivas de hombres y mujeres convertían la huída en algo realmente difícil. Las malas interpretaciones de las teorías sistémicas sobre por qué estaba tan restringida la libertad de las mujeres para salir de relaciones violentas provienen, a mi juicio, de
¡Bang!Violencia y representación mediática de la homosexualidad en la cultura contemporánea Jesús Carrillo
¡Bang! Imitando el sonido de una bala y con el dedo índice apuntando a la frente de una mujer de mediana edad, Stuart, protagonista de la serie británica Queer as Folk, advertía a la madre de su amigo Alexander de que el abuso y la crueldad cometidos contra su hijo no iban a quedar impunes. Estando su padre grave en el hospital, Alexander, conocido miembro de la escena gay de Manchester, había sido conminado por su progenitora a firmar un documento legal en el que renunciaba a cualquier derecho sobre la herencia paterna. La amenaza de que esta injusticia no iba a quedar sin castigo se iba a materializar pocos minutos de cinta después, con el incendio del coche de la mujer ante su propia casa mediante procedimientos propios de la guerrilla urbana. El tono y el contenido de este episodio, correspondiente a la segunda entrega de la serie, era explicado por su director, Barry Ryan, como un necesario ajuste de cuentas tras lo sucedido como consecuencia de la primera parte de Queer as Folk.
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haber sido interpretadas de manera demasiado literal. Aunque la patraña de la protección sexual ha sido identificada por las feministas como un elemento constitutivo de las ideologías y prácticas habituales del patriarcado, una percepción clara de la incidencia de violaciones en el matrimonio –o cometida por conocidos– desmiente cualquier afirmación sobre si las mujeres llegan realmente a creer que el matrimonio proporciona un relativo respiro ante una cultura tan violenta sexualmente, o sobre si las mujeres aguantaban matrimonios violentos por esa razón. La noción de que dejar una relación podía poner a una mujer en situación de mayor vulnerabilidad ante las agresiones sexuales era, en otras palabras, un discurso justificador en lugar de sólida realidad. Pero esto parece mucho menos cierto respecto al miedo de las mujeres a perder a sus hijos, o a sus preocupaciones respecto a ser económicamente independientes. Las mujeres que abandonan su relación con hombres violentos y se llevan a sus hijos consigo atraen la atención de las instituciones estatales, instigada normalmente por el cónyuge abandonado. En efecto, algunas decisiones recientes denegaban la custodia de los hijos a sus madres, que habían escapado con ellos de situaciones violentas, con la base legal de que permitir que la violencia simplemente tuviera lugar probaba que no eran capaces de criar a su descendencia (Cahn 1991). Así las cosas, resulta igualmente innegable que la estructura discriminatoria en cuanto al sexo del mercado laboral funciona como un obstáculo ante la capacidad de las mujeres para ser económicamente independientes, en particular para las mujeres que siempre se habían apoyado en la superior posición económica de sus cónyuges varones. Ya sea porque se ha acomodado políticamente en explicaciones más liberales, o por cualquier otra razón, el modelo sistémico de la violencia doméstica no ha sido nunca
Esta serie pionera en ofrecer una temática totalmente gay en la televisión británica –fue emitida por Channel 4 en 1999– describía en clave de sitcom las relaciones entre un grupo de amigos gays de Manchester y las circunstancias personales y laborales de cada uno de ellos. Según Barry Ryan, la soltura y desinhibición de los personajes, particularmente del adolescente Nathan, quien se desenvolvía en su entorno escolar y familiar con particular seguridad, había animado a chicos y chicas del Reino Unido a vencer sus miedos y a expresar abiertamente su orientación sexual en su entorno cotidiano. A diferencia de la ficción, en que Nathan logra salir airoso de todos sus desafíos, muchos de los jóvenes que en la “vida real” habían intentado seguir su ejemplo se habían topado, sin embargo, con una reacción de incomprensión y violencia por parte de familiares, compañeros de clase y profesores. En un caso, incluso, un estudiante de secundaria había sido “linchado” por el resto de los alumnos, acabando en el hospital con la mandíbula rota.
Este episodio de la historia reciente de la televisión nos previene de asumir directamente que la afloración contemporánea de representaciones de gays, lesbianas y transexuales (GLT) en los medios de comunicación se corresponde con una disolución definitiva de los mecanismos de represión y de denigración social de aquellos que se salen de la norma de comportamiento sexual dominante. Es más, la “obsesión” actual de los medios mainstream por incluir representaciones de sujetos GLT en sus programas debe interpretarse como parte de un proceso polivalente en el que se conjugan la presión por alcanzar una cierta cota de visibilidad por parte de grupos sociales tradicionalmente excluidos, con la necesidad surgida del propio sistema de proveer a la mayoría “normal” de representaciones tipificadas y neutralizadas de un Otro potencialmente desestabilizador. Con el fin de evitar acabar siendo juguetes rotos del freak show televisivo, o terminar presos de las imágenes estereotipadas y homogeneizantes producidas desde el discurso 179
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aplicado al fenómeno de la violencia entre lesbianas según mi conocimiento. Otra razón bastante obvia para esto estriba en que tales aclaraciones sistémicas se han basado absolutamente en relaciones heterosexuales, por lo que su transposición al contexto lésbico parece condenada a fracasar por sí misma de manera evidente. Y, por supuesto, en un nivel meramente formal, cualquier modelo teórico que defina el matrimonio como su elemento clave simplemente no le habla a la experiencia de las lesbianas, ya que a éstas les ha sido denegado el acceso a esa institución, a relaciones análogas en el derecho común y a los beneficios subsiguientes. Pero argumentos formalistas aparte, siempre nos llevará al desengaño el compromiso sustancial con las posibilidades de la crítica sistémica de las causas y efectos de la violencia doméstica para dar sentido al fenómeno y a la experiencia de relaciones violentas entre lesbianas. Es decir, las desigualdades sociopolíticas particulares que encadenan la relación matrimonial, lo que constituye el núcleo de la crítica, simplemente no se pueden aplicar con el mismo significado a los fenómenos de los malos tratos entre lesbianas, y por tanto no pueden ofrecer el tipo de fuerza explicativa que la teoría feminista trata de proporcionar. Por supuesto, en tanto que mujeres, las lesbianas y sus hermanas heterosexuales, son víctimas de una cultura misógina marcada por un nivel desmesurado de violencia sexual, por un profundo desprecio por las capacidades, aptitudes y contribuciones de las mujeres al ámbito laboral y mucho más. Una cultura misógina marcada asimismo por una estudiada indiferencia hacia el bienestar de las mujeres y sus hijos, especialmente si se trata de madres “solteras”. Sin embargo, no se comprendía que la capacidad de las mujeres para abandonar relaciones violentas giraba en torno a un orden social centra-
hegemónico es necesario hacer un esfuerzo por situar la reflexión y la acción política en aquel preciso lugar en el que se producen las transacciones entre los comportamientos sociales y el mundo de las representaciones mediáticas. El filtrado de cualquier imagen explícita de situaciones de escarnio y violencia homófoba en los medios de comunicación ha sido defendida por muchos como un procedimiento útil para escapar del victimismo y para construir modelos positivos y socialmente aceptables de sujetos tradicionalmente degradados en la escala de valores éticos y morales. Sin poner en duda la validez coyuntural de tales estrategias, es importante luchar por impedir que los medios se conviertan en un espejismo en que se resuelva de modo ficticio un conflicto abierto en casi todos los estadios de la vida, desde la familia a la ley, y reivindicar que sean, por el contrario, un lugar de denuncia de la impunidad con que la sociedad en todos sus estratos sigue ejerciendo violencia simbólica –y no exclusivamente simbólica– sobre aquellos que no se ajustan a las normas de 180
comportamiento sexual. El simbólico ¡Bang! de Stuart en la frente de la madre que se ampara en las normas sociales para despojar a su hijo homosexual de sus derechos legales posiblemente no sea el modo más sofisticado de argumentar contra la homofobia, pero es muy efectivo al invertir el papel de víctima indefensa y susceptible de un proceso de denigración y escarnio sin respuesta posible que le correspondería como sujeto gay. Sin pretender hacer una apología mitificadora de las pink guerrillas anglosajonas, es necesario, sin embargo, recuperar algo del espíritu confrontacional que se viviera tras Stonewall en la reivindicación del espacio de la ciudad en los años sesenta, reeditado en las campañas de Act Up contra las campañas institucionales respecto al SIDA en los años ochenta, y aplicarlo al campo de las representaciones mediáticas de la subjetividad GTL, reflexionando sobre la utilidad de las mismas en la lucha por la propia dignidad en todos los ámbitos de lo social. Los términos de este nuevo activismo deben, sin embargo, ser redefinidos respecto a nuevos
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do en el varón, lo que llegaba hasta el extremo de disuadirlas para que no hicieran justo eso, el análisis no puede explicar el impulso de algunas lesbianas maltratadas para continuar inmersas en relaciones destructivas. Hay, por ejemplo, muy poca relación entre la dependencia económica de la mujer respecto a su agresor y su vulnerabilidad económica en la esfera pública dentro de un contexto lésbico. Las lesbianas comparten con las mujeres heterosexuales el acceso desigual a trabajos bien remunerados, además del desprecio al trabajo que realizan. Pero precisamente porque muchas lesbianas no esperan que les gane el pan ningún varón, tienen más probabilidades de haber entrado en el mercado laboral en la esfera pública, es decir, de ser económicamente autosuficientes. En consecuencia, al contrario de la difícil situación afrontada por las mujeres hasta entonces dependientes del sueldo de un varón y que habían trabajado en casa sin percibir ningún salario, la mayoría de las lesbianas tiene una trayectoria profesional en la que apoyarse para buscar un empleo remunerado si llegara el caso de que decidieran terminar por sí mismas una relación violenta.19 Las lesbianas padecen violencia sexual fuera del hogar, discriminación en el empleo y un estado de crítica permanente de la relación con sus hijos, pero no –o no sólo– porque sean mujeres, lo que conlleva un mayor desprecio. Cuanto más tiempo permanezca una mujer en una relación lésbica, mayor es la probabilidad de que su lesbianismo se convierta en asunto de dominio público. Y de modo análogo, abandonar una relación problemática a menudo precipita el conocimiento público de su lesbianismo. Una vez que el “hecho” de su lesbianismo se hace de dominio público, se sigue un aumento de la vulnerabilidad a estos riesgos y sanciones casi de manera causal.
parámetros. El régimen de construcción de las identidades individuales y grupales se ha hecho más fluido y permeable en la sociedad de la información contemporánea, haciéndose precisa una revisión profunda de los fundamentos de las políticas de afirmación identitaria y de “orgullo” puestas en marcha históricamente por el movimiento de liberación GTL. Douglas Crimp advertía ya hace unos años del potencial excluyente y discriminador de tales posiciones entre los mismos miembros del colectivo y de la pérdida de agudeza crítica a que podían dar lugar una vez erigidas en ortodoxia (Crimp, D. “Mario Montez. Por Vergüenza”. Brumaria, nº 2, 2003: 9-33). Tímidamente, se podría apuntar incluso que la noción de “colectivo gay” ha dejado de ser adecuada para definir las difusas formas de identidad social contemporáneas, perdiendo su antiguo papel como plataforma aglutinante del espectro de intereses de quienes se sitúan al margen de la sexualidad normativa. Los anglosajones lo intuyeron hace tiempo poniendo en curso un término alternativo: queer, que, a pesar
de su rápido éxito en los circuitos académicos aún requiere de un debate profundo de nuestra parte. Sin embargo, los procesos de construcción subjetiva actuales, fluidos y menos sujetos a determinaciones, no implican de por sí un desmantelamiento espontáneo del régimen heterosexista, como muchos han creído ver. Es más, la hipercodificación de los cuerpos y el trasiego de las identidades dentro de un mercado dominado por la ley de “oferta y demanda” pueden fácilmente dar lugar a una reificación y vaciamiento político de los posicionamientos identitarios y a una intensificación de las jerarquías existentes, aderezadas con un énfasis en el aspecto físico o la juventud. Los procesos de violencia simbólica contra homosexuales y transexuales sólo pueden ser combatidos, pues, mediante la activación de una renovada esfera pública en la que los medios de comunicación de masas no pueden dejar de tener un papel fundamental, pero siempre en continuidad con el resto de mecanismos de organización social: la educación, la legislación, la sanidad y el así llamado mundo de la cultura. 181
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El modelo sistémico se muestra de nuevo autorreferencial en términos heterosexuales a la hora de explicar por qué hay malos tratos. Aunque los instrumentos ideológicos de la propiedad y lo privado defienden y apuntalan con fuerza la práctica de la supremacía masculina, no explican –ni metafóricamente ni de otro modo– por qué algunas lesbianas se muestran violentas con su pareja frecuentemente, o por qué las instituciones de la sociedad dominante reaccionan de ese modo ante el despliegue de tal violencia. Nunca ha habido, por ejemplo, ningún apoyo legal o filosófico a la idea de que una de ellas disfrutara de ciertos derechos de propiedad sobre la otra en una pareja de lesbianas, o sobre la misma relación.
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sta cuestión tal vez quede mejor ilustrada con la trágica historia de Sharon Kowalski. Ella y Karen Thompson se habían querido durante años, habían intercambiado anillos y se habían nombrado mutuamente beneficiarias de sus respectivos seguros de vida. En 1983, Sharon resultó herida en un accidente de tráfico que le dejó secuelas permanentes: no podía andar, su capacidad comunicativa quedó limitada a gestos con manos y cara, y sus capacidades intelectuales resultaron seriamente mermadas. Karen Thompson pidió su custodia con el propósito de asegurar los cuidados de su pareja. Los padres de Sharon Kowalski, o más exactamente su padre, presentaron una petición en contra. Con la intención de resolver las dificultades entre ambas partes, y por hacer lo mejor en beneficio de Sharon, al principio Karen concedió que se otorgara la custodia a Donald Kowalski, pero con las siguientes condiciones: no le era posible reconocer que el padre de Sharon fuera la persona más cualificada o la más adecuada para afrontar tal responsabilidad y, lo más importante, se aseguró el derecho al mismo acceso a la información relevante, la misma capacidad de consultar con el personal más apropiado e idéntico régimen de visitas. Las relaciones entre Donald Kowalski y Karen Thompson continuaron deteriorándose, hasta culminar en la petición interpuesta por el señor Kowalski con la intención de revocar los derechos de Karen Thompson. Su moción tuvo éxito. Aunque el veredicto obligaba a Donald Kowalski a tener en cuenta lo más beneficioso para su hija, y a respetar los deseos que ella hubiera expresado previamente sobre el régimen de visitas, Kowalski canceló inmediatamente los derechos de visita de Karen Thompson para después trasladar a Sharon a un centro distinto, más cerca de la casa de sus padres. Este giro en los acontecimientos hizo que Karen Thompson recusara la aptitud de Donald Kowalski para custodiar a su hija. Los tribunales de Minnesota rechazaron la demanda de Thompson, creyendo a pesar de sus actos al señor Kowalski cuando decía amar a su hija “incondicionalmente”. La declarada devoción por el bienestar de su hija que exhibía el señor Kowalski se comprobó ciertamente superficial. Las preferencias de Sharon previamente expresadas sobre la permanencia de Karen en la vida de aquella fueron completamente despreciadas por su padre, quien no sólo negó que su hija hubiese mantenido una relación lésbica muy duradera con Thompson, sino que también afirmó que incluso si una relación semejante hubiera existido entre Karen y Sharon, la relación sería degradante puesto que expondría a Sharon al riesgo de padecer abusos sexuales.
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Aparentemente, por lo demás, estaba dispuesto a permitir que su hija se marchitase en un hospital antes de que tuviera relación con Sharon Thompson. Tras su victoria en los juzgados, el señor Kowalski perdió todo el interés por velar por las necesidades de su hija. En consecuencia, los jueces decidieron otorgar la custodia a una “amiga” de la familia, Karen Tomberline, quien escasamente había visitado a Sharon en el hospital, y ni siquiera había solicitado la custodia. Aunque nueve años después del accidente la pareja pudo al fin reunirs, lo extraordinario de esta historia es que los tribunales decidieran conceder la custodia a Donald Kowalski o a Karen Tomberline, a pesar del hecho de que ambos trataban a Sharon Kowalski como si ella no fuera más que un medio para poder expresar su homofobia, es decir, como si ella no fuera nada excepto su posesión personal, una propiedad más. ¿Y qué pasa con la idea de que la inviolabilidad del ámbito privado protege a quien maltrata y atrapa a las mujeres agredidas? Para decirlo sin rodeos, la noción de que la casa de una lesbiana es su castillo –por así decir–, resulta fantasiosa en el mejor de los casos; en consecuencia, el respeto estatal hacia la privacidad de las lesbianas promueve o refuerza la creencia que tienen las lesbianas violentas respecto a su derecho a agredir a su pareja. Como muestra con tanta intensidad el Caso Bowers contra Hardwick, 1986, el Estado no tiene la obligación de respetar los límites que separan lo público de lo privado cuando se trata de la homosexualidad. Como bien se sabe, Hardwick fue acusado de un crimen de sodomía recogido en las leyes del estado de Georgia por tener una relación sexual con otro hombre en la intimidad de su dormitorio. Al rechazar la alegación de Hardwick, basada en el hecho de que criminalizar la sexualidad homosexual vulneraba el derecho a la intimidad sancionado en otros casos, el Tribunal Supremo mantuvo la constitucionalidad de la norma. Más que el resultado jurídico del caso, los hechos específicos que rodearon la acusación contra Michael Hardwick demuestran con fuerza que la intimidad es un dispositivo conceptual inadecuado para analizar las agresiones entre el mismo sexo. Notablemente, que la policía atrapara a Hardwick “en el acto” implicó algo más que el azar en la investigación o, según el punto de vista del acusado, una inoportuna mala suerte. El primer encuentro del señor Hardwick con la policía sucedió en el exterior de un bar gay en el que trabajaba. El oficial Torick, de la policía de Atlanta, vio que Hardwick tiraba una botella de cerveza a una papelera y le arrestó. Tras un interrogatorio en la parte trasera del coche, fue acusado de consumir alcohol en la vía pública. Después de este incidente, padeció un patrón de abuso continuado a manos de la policía. Hardwick no se presentó en el juzgado para responder a los cargos de consumo de alcohol en la vía pública debido a un error en la citación judicial y, muy poco después, el oficial Torick se presentó en su casa con una orden de arresto. Tras enterarse de la visita, fue inmediatamente a pagar la multa. Pasado un tiempo, recibió en la calle una fuerte paliza a manos de tres hombres, a quienes creyó reconocer como oficiales de policía. Y sólo unos días después de la paliza, el oficial Torick se presentó en su dormitorio con una orden de arresto y le detuvo por sodomía.20 De ese modo, cuando el Tribunal Supremo ratificó la constitucionalidad de la ley impugnada, hizo algo más que desviarse de los precedentes constitucionales establecidos: por extensión, dio legitimidad a la conducta de la policía respecto a Hardwick, además de convertir en ridícula la mera sugerencia de que lo “privado” está a disposición –como escudo o espada– de lesbianas y gays en sus relaciones con el Estado. 183
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Género, violencia íntima y diferencia lésbica–– Para retomar el marco de análisis de ciertas cuestiones sobre la diferencia que propuse al principio de este ensayo, ¿dónde nos dejan estas críticas de las explicaciones existentes sobre la violencia doméstica? Evidentemente, dado que la diferencia lésbica sigue siendo un problema tanto para la teoría individualista de la agresión como para la teoría sistémica, ninguna puede preferirse por su mayor capacidad de inclusión. No se trata de si la diferencia existe como posible dificultad en una línea teórica y al contrario en la otra. De manera algo menos evidente, que la diferencia, cuantitativamente, sea un problema de menor tamaño en un tipo de teoría que en la otra no parece ser el caso. De ese modo, incluso si las feministas tuvieran que decidir entre explicaciones concurrentes con arreglo a un paradigma de eficiencia –y bajo ningún concepto estoy sugiriendo que debamos hacerlo–, las pretensiones de economía científica tampoco resolverían el dilema de la diferencia. Tampoco nos lleva demasiado lejos un análisis del tipo de diferencias existente entre los fallos por defecto, que se ponen de manifiesto por medio de una revisión crítica de las explicaciones predominantes sobre la violencia doméstica. Dejando aparte cualquier pretensión acerca de la relativa superioridad que muestran los análisis sistémicos de la violencia en la pareja con relación a las perspectivas individualistas, resulta imposible escoger entre las diversas explicaciones en competencia, bosquejadas aquí sobre la base de las diferencias cualitativas entre las diversas maneras con las que tratan la diferencia lésbica.21 Por ejemplo, ni los teóricos de los roles sexuales, ni tampoco los detractores de la perspectiva de género, prestan suficiente atención a la posibilidad de que la violencia entre lesbianas no pueda presentar características sexuales de la misma manera que la violencia heterosexual; algo que no parece una omisión carente de consecuencias para sus respectivas teorías. Este tipo de diferencia no es una que ocupe principalmente el ámbito de las elecciones estratégicas, sino que tiene cierto peso en la validez del paradigma como tal. Prácticamente lo mismo puede decirse de la incapacidad de los modelos sistémicos para explicar la especificidad de las lesbianas. Su enfoque implica que las construcciones ideológicas de la propiedad y la intimidad desempeñan un papel primordial a la hora de permitir que continúe la violencia doméstica, y esto es algo con muy poca potencia explicativa en el contexto lésbico. Dada la centralidad de las nociones sobre la propiedad y la intimidad para la perspectiva sistémica en torno a la violencia conyugal, la opinión de que la diferencia de las lesbianas no plantea ninguna cuestión fundamental a la teoría como tal parece bastante ingenua. Las diferencias surgidas de consideraciones muy cuidadosas sobre la adecuación de las teorías feministas para explicar las diferencias de sexualidad, tampoco indican que las víctimas lesbianas de malos tratos viven con una doble carga –primero como mujeres y luego como lesbianas–, y en tanto que lesbianas ocupan la categoría más baja en algunas clasificaciones de las mujeres que han sido víctimas de la violencia de sus parejas. Si es cierto, por ejemplo, que las agresiones entre lesbianas no comparten las mismas características sexuales que la violencia heterosexual, ¿no sería posible decir entonces que la violencia de mujeres sobre mujeres resulta igualmente destructiva y, al mismo tiempo, difiere por completo de la violencia masculina hacia las mujeres? De manera similar, las presiones sistémicas que contribuyen a que las lesbianas continúen maltratando, o siendo maltratadas, parecen claramente distintas de las presiones implicadas en las relaciones heterosexuales, aunque resulte discutible aclarar si son necesariamente peores. De esto se sigue entonces que, 184
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por lo que respecta a la violencia entre lesbianas, los errores de las teorías feministas existentes no se producen por una mera omisión formal, la cual podría corregirse haciendo que la palabra “lesbiana” forme parte del discurso previamente establecido. De manera similar, parece dudoso que teorizar desde la posición de las lesbianas maltratadas vaya a producir un análisis incluyente, en el sentido de que por necesidad hablará de la experiencia de mujeres heterosexuales agredidas por sus parejas masculinas, como sugiere el mero hecho de teorizar desde abajo hacia arriba. Bien podría ser que la inadecuación de las actuales teorías feministas sobre la violencia doméstica acabara por corregirse, y así crear un nuevo paradigma más incluyente, pero dejaré que otros lleven a cabo ese intento. En su lugar, prefiero sugerir que si alguien prestara atención minuciosa a la especificidad de la violencia entre lesbianas y como tal la definiese, aparecería por sí misma una explicación de los malos tratos entre lesbianas como parte y objeto de un patrón más amplio de políticas y prácticas en contra de las lesbianas. Mi propósito al obrar de esta manera no es prevenir esfuerzos para la producción de teorías globales, ni tampoco implicar la carencia de fallos en el modelo que estoy a punto de bosquejar. Por supuesto, reconozco que mi modelo debería someterse al tipo de escrutinio que he detallado al inicio de mi artículo: asimismo, sus presupuestos acerca de las distintas diferencias, los distintos feminismos o los diversos contextos deben ponerse a prueba. Aun así, la ventaja de articular una explicación que no busque nada más que proporcionar la comprensión de las experiencias de un reducido grupo de mujeres estriba en hacer explícita la cuestión sobre si hay fundamento para avanzar la producción de teorías coligadas, una cuestión que de otra manera quedaría oscurecida por la búsqueda demasiado obsesiva de principios comunes. Hay una conexión obvia de la homofobia y el heterosexismo sistémicos con el inabarcable silencio que rodea a la violencia entre lesbianas. Muchas lesbianas aún no han “salido”, y dado que esta acción tiene un carácter diacrónico en toda situación, ninguna lesbiana llega a “salir” completamente. Salir es hacerse vulnerable en todo momento, exponerse a la desaprobación, la discriminación y la violencia. Está en riesgo nada menos que la pérdida del apoyo emocional por parte de la familia y los amigos, la posible pérdida de los propios hijos, la disminución de los medios propios para ser económicamente independiente, y la pérdida de seguridad en cuanto a la propia corporalidad. Las dificultades se superponen en las ocasiones en las que alguien se define públicamente como lesbiana en situación crítica, por ejemplo, cuando una persona concreta es la víctima o el agente de las agresiones en la pareja. Para conseguir el tipo de ayuda particular que necesitan, las lesbianas deben definirse como tales, pues se asume con demasiada regularidad que todos los agresores son varones y que sus propias parejas suman todas las víctimas (Chrystos 1986). Si llegara el caso de que tanto las violentas como las maltratadas recibieran suficiente apoyo y ayuda para sacar a la luz las violentas circunstancias en las que se encuentran, tal vez entonces el hecho de definirse como lesbiana violenta o maltratada no estaría tan plagado de riesgos. Pero en realidad parece que de las personas implicadas en relaciones lesbianas violentas, una mayoría no da a conocer sus problemas porque, en buena medida, las respuestas a sus intentos de buscar ayuda han resultado dolorosamente inexistentes. En efecto, los modos específicos de recibir la existencia de la violencia entre lesbianas, tanto por parte de su colectivo como por la del “aparato de problemas sociales” –legisladores, tribunales, centros de acogida y terapeutas–, han promovido un silencio muy prolongado en torno a la violencia entre lesbianas.
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Por ejemplo, las propias lesbianas distan de mostrarse entusiasmadas con el hecho de afrontar el problema de las agresiones entre ellas. Su falta de voluntad para aceptar que puedan emplear la violencia unas contra otras se origina parcialmente en sus ideales sobre lo que haya sido, pueda y deba ser su colectivo, y en su preocupación acerca del uso que se pueda dar a tal información en una sociedad heterosexista y homofóbica. Las víctimas se han quejado de la estudiada reticencia que muestran sus compañeras a la hora de aceptar que habían padecido las agresiones cometidas por sus parejas, incluso delante de pruebas tan obvias y convincentes como son heridas abiertas y huesos rotos. Muchas lesbianas, especialmente las que se convirtieron en tales a través de su implicación en el movimiento feminista, han compartido la aspiración de crear una comunidad femenina superior a la de la sociedad heterosexual dominante, que dentro de aquella cada mujer pudiera proseguir su desarrollo individual libre de coerciones y restricciones impuestas por otras personas. Al afrontar la fea realidad de que la creación de un espacio exclusivamente femenino no implicaba necesariamente un medio en el que la autorrealización pudiera florecer, el problema de los malos tratos en los colectivos de lesbianas fue minusvalorado, e incluso negado, por ellas mismas. Pero dejando aparte el fracaso del sueño utópico de una comunidad de mujeres sana y feliz, el miedo muy real a que el conocimiento de esta violencia fuese poco tenido en cuenta o mal utilizado por personas hostiles a las lesbianas también ha contribuido a que éstas desearan rechazar la mera existencia y significado de los malos tratos entre lesbianas. En términos anecdóticos, las lesbianas víctimas de agresiones en la pareja aducen que los servicios de ayuda a las víctimas ofrecidos por las feministas les han sido denegados de manera poco apropiada. No resulta desconocido el rompecabezas filosófico afrontado por los trabajadores en los centros de acogida, obligados a escoger entre una pareja de lesbianas en la que ambas declaraban ser víctimas de agresiones, y ambas buscando un lugar seguro en el que refugiarse. Incluso cuando acudían solas a los centros de acogida, se negaba el derecho a los servicios básicos de ayuda a las lesbianas que alegaban haber sido maltratadas. Los informes indican que se les ha negado el acceso a casas seguras porque podía resultar complicado integrarlas en la atmósfera comunal que intentaban crear los centros de acogida. Se ha llegado a decir que las residentes y el personal de los centros se verían obligados a una relación incómoda con las lesbianas en contra de su voluntad. Dicha incomodidad se ha considerado en apariencia como algo mucho más terrible que el daño causado al denegar la seguridad de un refugio a una lesbiana en peligro. Asimismo, dado que muchos centros de acogida recurren de manera creciente al apoyo estatal para financiar los servicios que proporcionan, sus actividades se han visto en consecuencia bajo una atención y regulación estatal de carácter más inquisitivo. Frente a la ansiedad causada por la posibilidad de verse obligadas a cerrar sus puertas, y frente a las acusaciones (tal vez inapropiadas) de ser ellas mismas lesbianas que odiaban todo lo masculino, algunas trabajadoras de los centros de acogida les han denegado el acceso para no arriesgarse a ofender a quienes sufragaban los gastos. Frente a la resistencia dentro de sus propios colectivos y de quienes eran sus aliados ostensibles, algunas se han visto en la necesidad de recurrir al estado de derecho y a otras instituciones de la dominación con la esperanza de garantizarse la protección que necesitaban. De manera muy poco sorprendente, sin embargo, la respuesta de estas instituciones a la violencia entre lesbianas no ha sido notablemente distinta. “La ley” ha
Manel Margalef Chaise-long?, 2004. Impresión digital,125 x 125 cm. Cortesía Galería Fúcares, Almagro.
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parecido básicamente incapaz de extender siquiera una rudimentaria protección legal a las que han sido agredidas por sus parejas. Aunque hay excepciones,22 la mayoría de leyes que regulan las ayudas en caso de violencia doméstica y proporcionan órdenes temporales de alejamiento limitan su aplicación a los tipos de cónyuges más tradicionales.23 En otras palabras, una víctima debe hallarse en una relación con el agresor reconocida legalmente para tener acceso a los tipos de protección antedichos. Pero la mayoría de las normas de oficialización del matrimonio vienen expresadas en términos heterosexuales; e incluso cuando está abierta a interpretaciones más incluyentes, los tribunales han declinado interpretar dicha legislación de manera que recogiese el reconocimiento estatal a las uniones entre personas del mismo sexo.24 Los desafíos constitucionales a las definiciones heterosexuales de matrimonio 25 y las relaciones de hecho26 casi siempre han fracasado en los tribunales.27 El resultado en la mayoría de instancias judiciales, entonces, se cifra en que una lesbiana ni siquiera puede conseguir una orden de alejamiento temporal para protegerse de su agresora. Ha sido un arma de doble filo que se avanzara algún tipo de ayuda a las lesbianas violentas y a sus víctimas, pues a menudo la ayuda se ha supeditado a una construcción de las relaciones lésbicas como patológicas de manera inherente, contribuyendo así al afianzamiento de la renuencia que muestran las lesbianas a la hora de hacer pública la violencia entre ellas. Aunque la orientación sexual en sí misma se había eliminado previamente del catálogo de enfermedades psíquicas en 1973, los asesores legales, los psicoterapeutas, los psicólogos y los psiquiatras aún pueden albergar ideas discriminatorias sobre las lesbianas, algo que puede influir en su juicio al tratar con clientes de esa orientación sexual. Como apunta Hammond, 1988, los asesores con una mentalidad tradicional pueden usar la existencia de agresiones violentas para mostrar a sus clientes la naturaleza pervertida o enfermiza de las relaciones lésbicas. Esta autora sugiere que dichos clientes pueden verse urgidos a cambiar su orientación sexual, o a aguantar las agresiones si se niegan, en lugar de lograr el fin de dicha violencia. De manera similar, incluso en aquellos casos en los que los tribunales tienen la autoridad para dictaminar una orden de alejamiento temporal contra una lesbiana que haya agredido a su pareja, dichos tribunales, en apariencia, se muestran incapaces de diferenciar entre la agresora y la víctima en tales casos, por lo que tienden a dictaminar órdenes de alejamiento mutuo (Corimer 1986). La causa de esta confusión en los tribunales es una cuestión con cierto misterio. Se ha sugerido que las lesbianas agredidas se deciden a devolver el golpe con mayor frecuencia que las víctimas heterosexuales (Porat 1986), un hecho que puede explicar la propensión de los jueces a considerar la violencia entre ellas como un comportamiento compartido. El hecho de que no experimenten el mismo tipo de dificultades en los casos de heterosexuales sugiere, sin embargo, que el problema está más en la actitud de los jueces respecto a las lesbianas y al lesbianismo que en el patrón de la violencia entre lesbianas. No parece un acto de profundas dimensiones sugerir que la opresión sistémica de las lesbianas parece indisociable del problema de los malos tratos entre lesbianas y su recepción en los diversos ámbitos públicos. Y tal vez a causa de su meridiana obviedad, poco más han hecho con ello los teóricos del género en relación con la violencia doméstica. Llegados a este punto, sin embargo, me gustaría adoptar lo que no parece sino una interpretación bastante cotidiana y llevarla un poco más allá. El argumento de que su erradicación del imaginario cultural distingue la opresión a
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las lesbianas de otras formas de desigualdad sistémica no parece nuevo en modo alguno: la observación de que, al contrario que las mujeres heterosexuales y los gays,28 las lesbianas cargan con el insólito peso de la invisibilidad es una crítica que llevan expresando las lesbianas desde hace tiempo.29 Así pues, mientras no se produzca la conexión de los malos tratos con esta noción de invisibilidad, ni las teorías gays ni las de género sobre el abuso en la pareja, que no introducen la invisibilidad forzosa en sus análisis, podrán asumir por completo la experiencia de las lesbianas con la violencia doméstica. Y de manera clara hay una relación entre la invisibilidad y los malos tratos. Si se entiende que la invisibilidad existe en una escala continua, con el interior del “armario” en un extremo y la aniquilación física en el otro, se verá que el fenómeno de la violencia entre lesbianas abarca todo el espectro. Los malos tratos complican el difícil proceso de “salir”, y contribuye a afianzar las extendidas reticencias a la hora de hacerlo. Las lesbianas maltratadas o que maltratan tienen muchas razones, como he probado, para no declarar su orientación sexual. La vergüenza de las personas implicadas en tales relaciones y el silencio o la negación con que se reciben sus peticiones de ayuda: todo ello estimula a quedarse “dentro”. Aunque las reticencias a la hora de anunciar la propia condición de lesbiana en circunstancias problemáticas parecen comprensibles, si la “salida” sólo fuera practicada por lesbianas sin problemas y en circunstancias seguras, seguro que esto sucederá con menor frecuencia.
...al contrario que las mujeres heterosexuales y los gays, las lesbianas cargan con el insólito peso de la invisibilidad... En el otro extremo, los malos tratos implican y con frecuencia logran la invisibilidad en sentido más gráfico y literal: nadie puede escuchar ni ver a las lesbianas muertas. Aunque se podría decir que esto equivale a la interiorización del odio contra una misma, la creencia de que no deberían estar en el mundo, que alimenta los motivos de una lesbiana violenta para maltratar y la decisión de la maltratada de soportar su propia destrucción, mi argumento no se refuta con esos conceptos psicoanalíticos. Ya sea el desprecio a una misma lo que estimula la dinámica de los malos tratos, o al contrario, la cuestión continúa apuntando a cómo concebir una respuesta adecuada por parte del aparato de problemas sociales, una respuesta habitualmente caracterizada por una aparente indiferencia. La voluntad de la sociedad de permitir que las lesbianas se destruyan las unas a las otras sin hacer nada para detenerlo, o siquiera recortarlo, comienza a parecerse mucho a algún tipo de práctica genocida. Las hermanas, como dice la canción, lo hacen ellas solas. 189
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Conclusión––
Incluir la especificidad de las lesbianas en el contexto de la violencia doméstica plantea algunas dificultades muy graves para las futuras teorías feministas sobre los malos tratos en la pareja. Mientras que la investigación sobre la violencia doméstica sugiere que hay una experiencia común entre las distintas identidades sexuales, y por eso mismo una base para la coalición y el esfuerzo compartido, eso permanece en el ámbito de la experiencia individual y, de manera particular, en el impacto psicológico sobre las víctimas de agresiones continuadas. Más allá de la triste ironía de resolver los dilemas de la diferencia por medio del recurso a concepciones tan estrechas de territorio compartido, también está el argumento –en nada carente de interés– de que hacer eso borra mucho de lo que ha sido parte integral de su experiencia frente a la violencia doméstica. De manera fundamental, sin embargo, hay una pregunta muy seria sobre por qué las feministas deberían exigir necesariamente que las experiencias fuesen comunes como base para la unidad política viable. De manera tentativa, considero que las feministas heterosexuales y lesbianas pueden unirse en la causa contra la tiranía doméstica de una manera que atienda tanto a la especificidad de la violencia de los hombres sobre las mujeres, como a la violencia de las mujeres sobre las mujeres, respetando lo que ambos fenómenos tengan en común. Las lesbianas necesitan nuestros paradigmas conceptuales para comprender las particularidades de la violencia entre lesbianas, y la noción de la invisibilidad puede ser particularmente útil en ese sentido. De ese modo, las mujeres heterosexuales no se verían obligadas a deshacerse tan rápidamente de los modelos teóricos que hablan en términos muy significativos de la violencia de sus relaciones afectivas con los hombres. Lo que todo esto signifique para la praxis feminista en el futuro y, en particular, para las posibilidades de tratar a las lesbianas violentas representa el desafío que aún debemos afrontar. Agradecimientos– Quisiera agradecer la ayuda prestada por Roxanne Mykitiuk y Martha Fineman. Como siempre debo agradecer especialmente la aportación de Sheila McIntyre. El apoyo económico para esta investigación fue proporcionado por el Consejo de Investigaciones en Ciencias Sociales y Humanidades de Canadá y la Universidad de Columbia, Nueva York.
En Mary Eaton. “Abuse by Any Other Name: Feminism, Difference and Intralesbian Violence”, en The Public Nature of Private Violence. The Discovery of Domestic Abuse. M. Albertson y R. Mykitiuk (eds.). Nueva York y Londres: Routledge, 1994, 195-223.
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1. Mi observación sobre las omisiones comunes en varios textos feministas que tratan la cuestión de la diferencia no debería tomarse como un cuestionamiento de sus autores. Mi intención, más bien, no es sino destacar lo que considero como tendencias generales de la literatura relacionada, en las que por supuesto caben ocasionales excepciones. 2. Se refiere a un feminismo diferenciado según grupos sociales, ideología, raza, etc.: feminismomarxista, feminismo-lesbiano, feminismo-afroamericano [N. de la Ed.]. 3. La expresión pertenece, por supuesto, a MacKinnon 1987. 4. Me doy cuenta de que hay muchas implicaciones en la elección del lenguaje empleado para describir los malos tratos a las mujeres cometidos por quienes comparten su hogar, y de que se han producido muchos debates en torno a la cuestión de la terminología apropiada. Así pues, el lenguaje que he elegido en este artículo puede originar en consecuencia gran consternación en algunos lectores. Sin embargo, dado que mi propósito estriba en explorar la relación entre género y heterosexualidad dentro de la violencia doméstica, el uso de etiquetas específicamente de género o heterosexuales como “malos tratos del marido a su mujer” parecería inapropiado. 5. Por ejemplo, incluso quienes suscriben la postura de que otros sistemas de opresión se combinan con la desigualdad de sexos para causar experiencias de dominación de género más graves, están dando aún lugar a la posibilidad de que la raza y el resto de factores funcionen como sistemas con cierta conexión, pero en todo caso separados. 6. Que la opresión entre lesbianas pueda circunscribirse en paradigma teórico de “género” no representa una aseveración exclusiva en el contexto de la violencia doméstica. Prácticamente el mismo argumento ha sido propuesto en contextos fenomenológicos específicos, como el sadomasoquismo lésbico, la pornografía para lesbianas y, desde luego, como proposición teórica general. Dada la postura metodológica que defiendo, se sigue que no hago aquí ninguna aseveración acerca del “género” de la pornografía para lesbianas o del sadomasoquismo lésbico. Dichos fenómenos han de analizarse también dentro de su contexto y con respecto a su propia especificidad. 7. Este mismo problema adquiere un mayor relieve en el contexto del acoso sexual. Las soluciones para el acoso sexual quedaban legitimadas porque éste era una actividad de géneros y, como tal, equivalía a discriminación sexual en violación de la ley de derechos civiles. La posible extensión de las soluciones contra el acoso sexual más allá de la situación agresor masculino/víctima femenina suscita dudas sobre si el acoso sexual está adecuadamente definido como una forma de discriminación sexual. Por razones que el espacio no me permite detallar aquí, ha habido mucha resistencia a considerar la defensa de una mujer maltratada como algo más que la aplicación de legítima defensa propia, catalogada en la doctrina penal ortodoxa, y no como una posibilidad separada de defensa disponible sólo para las mujeres acusadas. Sin embargo, dado que los fundamentos teóricos que apoyan la defensa de las mujeres son similares a aquellos en los que se basan las causas por actos de acoso sexual, los riesgos que conlleva la apertura de tales alegaciones a todo tipo de personas acaban siendo los mismos. 8. El lector crítico percibirá que me baso en la noción de una clase social “de lesbianas” y en sus “experiencias” a lo largo de mi análisis de la violencia entre lesbianas, sin hacer ningún esfuerzo para cuestionar o problematizar ambos conceptos. Reconozco que mi uso de la categoría “lesbiana” delata su propio tipo de esencialismo (Sullivan 1993), mi invocación de sus “experiencias” implica un cierto tipo de empirismo (Scott 1992), y el desarrollo de mi propia metodología en dependencia de tales conceptos supone una suerte de cientificismo. Sólo uso estos conceptos por su valor teleológico. Creo que sin ellos no son posibles algunos tipos de preguntas. Y desde luego, no considero que la crítica de los propios universalismos del feminismo sea una orden (Butler 1992). Por lo tanto, no hay en mi análisis ninguna pretensión de fiabilidad trascendental, y doy explícitamente la bienvenida a las críticas, con la esperanza de que continúe el cuestionamiento de los fundamentos. 9. De los 277 artículos que he revisado, publicados en medios jurídicos que trataban sobre mujeres maltratadas, sólo cuatro se ocupaban sostenidamente de la violencia en relaciones de lesbianas o gays, y ocho hacían referencia de pasada al fenómeno.
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10. De manera muy interesante, el muy citado análisis a cargo de Suzanne Pharr, 1988, sobre el heterosexismo y la homofobia como “armas” del sexismo, surgió de su lucha por acercar las demandas de las lesbianas a la atención de las mujeres que trabajaban en el movimiento de ayuda a las mujeres maltratadas. 11. Para una taxonomía de la violencia en relaciones heterosexuales, ver Straus y Gelles 1986. 12. Las cifran reflejan los porcentajes de encuestados que respondieron “sí” a la pregunta sobre si cada tipo de agresión violenta tenía lugar “con frecuencia/en ocasiones”. 13. Para ser más precisos, la cifra de Renzetti se aplicaba a quienes habían sufrido violencia en sus relaciones de uno a cinco años. Las cantidades eran considerablemente menores entre quienes habían padecido violencia en su relación durante menos de un año (21%), o durante más de cinco años (14%). 14. En Naming the Violence, y en menor medida en el resto del trabajo de Renzetti, las colaboradoras y encuestadas también parecían identificarse sinceramente con el feminismo. Muchas de las mujeres que contribuyeron a la antología militaban activamente en el movimiento en defensa de las mujeres maltratadas o en otros frentes feministas antes de su implicación (política o personal) en las reclamaciones de las lesbianas maltratadas: una de ellas trabajaba en un centro de acogida para mujeres maltratadas al mismo tiempo que padecía una relación violenta, otra de ellas era víctima de agresiones perpetradas por una mujer que se ganaba la vida como psicoterapeuta de mujeres maltratadas. Renzetti consiguió un número sustancial de contactos en círculos de lesbianas feministas: se enviaron cuestionarios a organizaciones de mujeres y agencias, a librerías y bares para mujeres, y se incluyó un anuncio pagado en Off Our Backs. Quiero ser cauta al afirmar este punto; no me quejo del hecho de que tales estudios en esa forma se muestran parciales hacia el feminismo, y como tales no son barómetros de la información muy útiles. Al mismo tiempo, considero que necesitamos analizar las consecuencias de tomar una muestra tan sesgada hacia personas versadas en los preceptos feministas. 15. De manera similar, aún está por explorarse la cuestión de si hay un equivalente entre las lesbianas al “uxoricidio”. Aunque hay unos pocos testimonios sobre lesbianas tan agresivas que llevaron la violencia hasta el último extremo, todavía se desconoce si las víctimas lesbianas son asesinadas en la misma y terrible cantidad que las mujeres en relaciones con hombres violentos, ver Côté 1991. 16. En cierto sentido, el problema de etiquetar a las lesbianas violentas como “masculinas” va en paralelo a la dificultad conceptual en torno al modo de explicar la amplia variedad de la experiencia femenina, dificultad originada en ciertos intentos feministas de teorizar las consecuencias de la violencia masculina contra las mujeres. Algunas feministas apuntaban que las mujeres agredidas sistemáticamente perdían la capacidad de imaginar por sí mismas una manera de escapar de la violencia. Sin embargo, su modelo no podía explicar satisfactoriamente el hecho de que en cierto momento y por alguna razón determinada dichas mujeres “víctimas” tomaban las riendas y decidían actuar: algo que ciertamente hacían de manera definitiva, ya fuese encontrando fuerza en sí mismas para escapar, o devolviendo el golpe a sus agresores con fatales consecuencias. En relación con esto, al asociar el género con la comisión de actos socialmente entendidos como masculinos no se permite la posibilidad de que una lesbiana violenta tenga también una identidad genérica femenina en otros aspectos. [El primero es un término despectivo para dirigirse a las lesbianas que podría traducirse como “marimacho” o “camionera”; el segundo, en francés en el original, significa simplemente “mujer”. N. del T.]. 17. Dado que mi propósito aquí es someter a escrutinio la aplicabilidad de diversas teorías feministas a los malos tratos entre lesbianas, sólo puedo bosquejar dichas teorías de manera general y poco reflexionada. Al actuar así, espero no traicionar completamente a quienes han explicado esas posturas de manera más detallada. Para una elaboración excelente de todo ello, la referencia es Olsen, 1983. 18. El marco teórico que acabo de esbozar se basaba directamente en la experiencia de mujeres blancas de clase media y alta. No he estimado oportuno dedicar espacio en el texto a las críticas a este modelo basadas en la raza y la clase social, y no porque me parezcan poco convincentes o, en cierto sentido, subordinadas, sino porque mi propósito en este texto –incluido en la misma tradición que dichas críticas– se cifra en someter a prueba la utilidad de esos análisis para las lesbianas.
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19. Un reciente estudio comparativo llevado a cabo en Canadá probó que las mujeres “solteras” tenían una mejor situación económica que las mujeres divorciadas o separadas, o que los hombres divorciados o separados, aunque por supuesto quedaban detrás de los hombres “solteros”. 20. Para una relación completa de “la historia jamás contada” del Caso Bowers contra Hardwick, 478 U. S. 186 (1986), ver Thomas 1992, 1431. 21. Aunque estas observaciones puedan parecer un tanto evidentes por sí mismas, es posible que proporcionen los fundamentos para un argumento mucho más amplio en relación con la filosofía subyacente en los modos de teorizar la diferencia. Aunque desde luego proporcionan diversas diferencias, ni las explicaciones individualistas ni los razonamientos sistémicos se comportan mejor a la hora de tratar con las diferencias que revelan sus respectivos errores por defecto. Esto puede sugerir que las divisiones clásicas entre las aproximaciones “liberales” y los modos más radicales de teorizar sobre “las mujeres” (divisiones de importancia central, por ejemplo, para los debates sobre la sexualidad acaecidos en los años ochenta) en apariencia no ayudaban a resolver las cuestiones planteadas por los desafíos de la diferencia. Si esto resulta cierto –o al contrario– en otros contextos, es algo que precisa de mayor investigación. 22. Por ejemplo, las leyes del estado de Ohio sancionan que “ninguna persona podrá causar a sabiendas ni intentará causar daño físico a miembros de la familia o a personas que compartan el hogar”, Ohio Rev. Code Ann., párrafo 2919.25(A), (Page 1991). Los familiares o los miembros del hogar se definen en la legislación como “cónyuge” o “personas que actúan como tales” (párrafo 2919.25(D)(1)(a)), y esta última categoría se define a su vez como “la persona que vive o ha vivido con el infractor en una relación marital o como pareja de hecho, o que en cualquier caso convive con el infractor, o que en cualquier caso ha convivido con el infractor durante un año antes de la fecha de la supuesta comisión del acto en cuestión” (párrafo 2919.25(D)(2)). En el Caso El Estado contra Hadinger, 1991, 373 N. E. 2d 1191, el Tribunal de Apelaciones de Ohio interpretó que la definición legal de “persona que vive como cónyuge” era de aplicación al caso de una mujer que había mordido la mano a la mujer con la que convivía. El juez Strausbaugh consideró que dos mujeres “viviendo en común” podrían ser consideradas como cónyuges dentro del significado de la legislación, dado que el término “convivir” no precisaba de la existencia de relaciones sexuales. Tales son, supongo, los despojos de la victoria legal. 23. Código Penal de California, párrafo 273.5, ver West 1985 y Supp 1992. 24. El Caso Baker contra Nelson, 191 N. W. 2d 185 (Minnesota 1971), el Caso Jones contra Hallahan, S. W. 2d 588 (Kentucky 1973), y el Caso Singer contra Hara, 522 P. 2d 1187 (Tribunal de Apelaciones de Washington 1974). 25. Ibid. 26. Desanto contra Barnsley, 476 A. 2d 952 (Tribunal Supremo de Filadelfia 1984). 27. Baehr contra Lewin, 852 P. 2d 44 (Hawai 1983). 28. Al decir esto, no pretendo sugerir que sólo las lesbianas experimenten la inexistencia decretada por el orden dominante. La invisibilidad también figura en la subordinación social de las personas con discapacidades, entre otras, pero yo considero que ese mecanismo funciona de manera diferente en tales contextos. 29. Frye 1983 y también Eaton 1991. Podría ser que la invisibilidad de las lesbianas resultara una forma “entrecruzada” de opresión (Crenshaw 1989), el producto de una combinación única entre las desigualdades de sexo y el heterosexismo/homofobia; o que eso constituyera un sistema separado de dominación por derecho propio, pero la investigación de tales cuestiones queda más allá del alcance del presente artículo. *. Referencias bibliográficas en p. 342.
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De diccionarios y violencias Eulàlia Lledó
Desde el momento en que una de las funciones de los diccionarios es relatar, retratar o reflejar cualquier aspecto de la realidad, es evidente que los diccionarios tienen que hablar de una de sus muchas facetas. Una de ellas es la violencia. Parecería, pues, que cualquier diccionario tiene la “obligación” de explicar en algunas de sus definiciones las distintas violencias que se dan en la sociedad e incluso es presumible que la omnipresente violencia del mundo en que vivimos tenga su reflejo (aunque son elementos opcionales y mucho más libres que las definiciones) en algunos ejemplos. Por ello este artículo indaga las relaciones que mantiene con la violencia un diccionario específico, el diccionario normativo de la lengua castellana, concretamente la última edición del DRAE.1 Latiendo sin violencia Una de las muchas maneras de acercarse a la violencia en el DRAE, sería ver qué usos hace en las definiciones de la propia palabra a lo largo de sus páginas. En él, hay 183 definiciones que contienen dicha palabra (curiosamente en plural, sólo una vez). Algunas de ellas no dejan de sorprender, ya que cuesta creer, por ejemplo, que en las siguientes, tanto el agua como otros elementos naturales actúen con violencia. aguaje. hacer aguaje las aguas. 1. fr. Mar. Correr con mucha violencia. alfaguara. 1. f. Manantial copioso que surge con violencia. alud. 1. m. Gran masa de nieve que se derrumba de los montes con violencia y estrépito. chorro. 1. m. Porción de líquido o de gas que, con más o menos violencia, sale por una parte estrecha, como un orificio, un tubo, un grifo, etc.
Parece que en aguaje, en alfaguara y en chorro sería más propio hablar de “fuerza”, y en alud de “rapidez”. Del mismo modo es difícil ver violencia propiamente dicha en estas dos acciones involuntarias: batir. 24. intr. Dicho del corazón: Latir con violencia. estornudar. 1. intr. Despedir o arrojar con violencia el aire de los pulmones, por la espiración involuntaria y repentina promovida por un estímulo que actúa sobre la membrana pituitaria.
Es raro que pueda pensarse que un estornudo puede ser un acto de violencia, no es tampoco muy tranquilizador pensar que la vida se mantiene por una constante, rítmica y recurrente armonía violenta. Narelle Jubelin Continuo31deenerode2005. Cortesía de la artista y Mori Gallery, Sydney.
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También es difícil verla en acciones voluntarias, donde la violencia, a mi entender, no es, como mínimo, lo más característico de la acción. arrojar. 1. tr. Impeler con violencia algo, de modo que recorra una distancia, movida del impulso que ha recibido. jeringar. 1. tr. Arrojar por medio de la jeringa el líquido con fuerza y violencia a la parte que se destina. cernear. 1. tr. Sal. Mover con violencia algo. correr. a más correr, o a todo correr. 1. locs. advs. Con la máxima velocidad, violencia o ligereza posible.
En la última de estas cuatro se postula una cosa tan curiosa como que se puede correr con violencia y, sorprendentemente, se la da como sinónima de “velocidad” o “ligereza”. Se puede ver su aparición también en entradas donde de hecho la violencia no se halla en la acción descrita sino en el resultado o en la intención de la acción. En las dos primeras quizás hubiera sido mejor hablar de fuerza. cerbatana. 1. f. Canuto en que se introducen bodoques, flechas u otras cosas, para despedirlos o hacerlos salir impetuosamente, soplando con violencia por uno de sus extremos. arrojar. 10. prnl. Dejarse ir con violencia de lo alto a lo bajo. Arrojarse al mar, por una ventana.
Se ve especialmente bien en cerbatana, donde la violencia no reside en soplar (como por otra parte tampoco está en el “arrojar” de la segunda definición) sino en la intención de disparar una flecha, acción que es bastante evidente que no se hace precisamente con la intención de acariciar o mimar a alguien. En uno de los artículos del DRAE, se habla también de una violencia general atribuida a los animales, “brutal. 1. adj. Propio de los animales por su violencia o irracionalidad”. En ocasiones, una violencia difusa también se atribuye a algún hombre (en este caso no a una mujer) en comportamientos puntuales,“capanga. 1. m. Á. guar., Bol. y Ur. Persona que cumple las funciones de capataz, conduciéndose, a veces, con violencia” 2 (Lledó, Calero y Forgas 2004, cap. 4).3 Pero una de las claves, quizás, de qué entiende la Academia por violencia y sus relaciones con ella, la puede dar, paradójicamente, la acepción de una entrada (que no contiene dicha palabra) referida a un comportamiento humano respecto a los animales, “virola. 2. f. Anillo ancho de hierro que se pone en la extremidad de la garrocha de los vaqueros para que la púa no pueda penetrar en la piel del toro más que lo necesario para avivarlo sin maltratarlo”. Si se consulta la segunda acepción de garrocha dice: “2. f. Vara para picar toros, de cuatro metros de largo, cinco centímetros de grueso y una punta de acero de tres filos, llamada puya, sujeta en el extremo por donde se presenta a la fiera. Se emplea especialmente en el acoso y derribo, a caballo, de reses bravas y en faenas camperas de apartado y conducción de ganado vacuno”, vemos que se trata, sin paliativos, de un arma de ataque contra yeguas, caballos y reses bravas. Cuesta, por tanto, pensar que la virola sea este adminículo casi humanitario –se diría que sirve para hacerle cosquillas– que presenta su definición, sobre todo si se tiene en cuenta que “avivar” se define en primera 197
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acepción como “tr. Dar viveza, excitar, animar”. Más bien parece una pieza utilizada para que los animales aguanten la violenta agresión y no mueran en el ínterin. Se detecta, pues, una cierta tolerancia y aceptación hacia la violencia ejercida contra los animales, ya que la definición niega que se les maltrate (“sin maltratarlo”), quizás debería hablar de un maltrato que intenta no llegar al extremo de matar o echar a perder al animal. Volveré más adelante sobre la cuestión de los maltratos. Ejemplos ilustrativos Hay unos cuantos ejemplos que, aún sin contener la palabra, muestran en su redactado vestigios de violencia. Por ejemplo, en la segunda acepción de la palabra, “armado, da. 2. El jardinero apareció armado con la podadera”, se utiliza una palabra relacionada con las armas para explicar que el jardinero está provisto de una herramienta, es decir, que la palabra “armado”, claramente relacionada con la violencia, se da como sinónima de “pertrechado” o “provisto”. No se puede culpar a la Real Academia de estas asimilaciones, ya que en este caso el diccionario se limita a recoger algo que hacemos las y los hablantes. Las traigo a colación para mostrar que en el lenguaje cotidiano no nos repugnan los términos relacionados con las armas y, por tanto, con la violencia. Esto explica que podamos decir con toda normalidad algo como la acepción de como3 (“8. No sé cómo no lo mato”), lo cual, si nos paramos a pensar, implica grandes dosis de violencia y una muy poco pacífica manera de resolver un conflicto. Pero vuelvo a insistir, no deben achacarse a la Real Academia estas maneras de decir, sino al habla corriente y, por tanto, a un pensamiento habitual en gran parte de la sociedad. También hay algún ejemplo que trata de la caza o de cuestiones de guerra, sin incluir ninguna valoración acerca de dichas actividades, así como tampoco se encuentra en los dos ejemplos precedentes o en las definiciones del apartado anterior. arnés. 4. Manuel llevaba todos los arneses para cazar. canje. 1. Canje de notas diplomáticas, de prisioneros de guerra, de láminas representativas de valores.
Sólo en alguno, como en uno hallado en el artículo dejar que dice: “Se dejó decir que mataría a su enemigo”, se apunta que ésta es una mala acción puesto que ejemplifica uno de los sentidos de la fraseología: “Dejarse decir. Decir algo que ofrezca duda o que no pueda decirse sin algún inconveniente”. Esta misma valoración crítica la vemos en el ejemplo que presenta una de las acepciones de ebrio, ebria (“Ebrio de entusiasmo, de ira”), y esta cólera, esta furia, es percibida como negativa, ya que ilustra la acepción: “2. adj. ciego (poseído con vehemencia de una pasión)”. Caso aparte es el ejemplo de hartar (“Hartarlo de palos, de desvergüenzas”) para su cuarta acepción “4. tr. Dar, suministrar a alguien con demasiada abundancia”, porque en principio podría parecer que critica a los palos, pero en realidad lo que se critica no son los palos en sí, sino la posibilidad de que sean demasiados. Por el contrario, hay cierto número de ejemplos que describen peleas sin criticarlas. liar. 7. Antonio y Pedro se liaron a bofetadas. dar. 36. Aquellos dos se daban con furia. tirar. 2. Juan tiraba piedras a Diego.
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El diccionario se limita a describir a una serie de hombres que se agreden físicamente, sea cuerpo a cuerpo, sea a una cierta distancia, sin censurar su actuación, y no es porque el DRAE no opine nunca en sus ejemplos, que lo hace en ocasiones, sino porque parece que no debe encontrar especialmente censurable el lamentable espectáculo de dos hombres peleándose. Decía antes que en sus ejemplos el DRAE a veces opina sobre lo que se debe hacer o no, sobre lo que es importante o no, sobre algún comportamiento humano, se puede ver en: más. 3. Más quiero perder el caudal que perder la honra. pauta. 4. La vida de los santos es nuestra pauta.
Madres no ejemplares Sin abandonar aún los ejemplos, me gustaría hablar de alguna particularidad de una serie de los que tienen presencia femenina, que son muy pocos, ya que hay unas 1223 entradas (Lledó, Calero y Forgas 2004, cap. 1) en las que se habla de personas de las cuales se puede saber que son mujeres u hombres y de estas 1223 hay sólo unas 201 que tienen ejemplos con presencia humana sexuada femenina o mixta. A lo largo de estos 201 artículos, hay un total de 236 ejemplos, puesto que algunos artículos cuentan con más de un ejemplo con presencia femenina o femenina y masculina a la vez. Sólo un 16,43% de los artículos, pues, tiene ejemplos con presencia femenina o mixta. Una cuestión destacable de ellos es que hay una buena parte, el 22,64%, que se dedican a presentar a las mujeres como parientes de alguien, normalmente de un hombre, ya que abundan los ejemplos con esposas, novias, parejas, etc. A continuación, la relación de parentesco más prodigada en el DRAE es la de madre, puesto que diez ejemplos se consagran a ella. De éstos, sólo dos establecen un vínculo entre madre e hija (son más numerosos los que hablan de una relación entre madre e hijos). El primero, “escupido, da. 1. Fulana es escupida a la madre”, se basa únicamente en el parecido físico y no en el tipo de trato que se establece entre ellas o en relaciones basadas en la afectividad o en el intelecto. El segundo es nuevo, y quizás hubiera sido mejor que no lo incluyeran visto su violento contenido: “cargar. Su madre la cargaba a correazos” y se usa para ilustrar una acepción venezolana de dicho verbo (“38. hacer sufrir un golpe”). Así pues, el único intercambio real entre madre-hija que presenta el diccionario se basa en la violencia física. El hecho de que la única relación entre madres e hijas sea de este tipo no explica la esencia de este vínculo de parentesco sino el modo de ver el mundo de la propia Academia. Esta consideración acerca de las progenitoras no hará más que empeorar en las páginas del diccionario académico si tenemos en cuenta que, entre las demás madres que aparecen a lo largo de los diez ejemplos con presencia materna, una se lleva a matar con sus hijos y la otra es posesiva. guerra. guerra campal. Era una guerra campal entre madre e hijos. posesivo, va. 2. una madre posesiva.
Se trata de dos ejemplos introducidos en esta última edición del DRAE. El que corresponde a la entrada guerra recuerda la tónica del que se ha visto en cargar (también 199
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María Ruido La voz humana 1997, Beta, color, sonido, 7’. Cortesía de la artista. “...El lenguaje nos alumbra, nos conforma, posibilita no sólo nuestras relaciones o nuestros discursos, sino también nuestros cuerpos, su representación: poseer el lenguaje es poseer capacidad de (re) significación. Decir todavía que las mujeres hablan / escriben de forma pública no se traduce en que lo hagan con palabras propias, sino que en muchos casos mimetizan estrategias y prosodias para poder acceder a una cuota de ejercicio de poder. Por otra parte, cambiar el lenguaje, rematerializarlo, es una práctica política que va mucho más allá de la adopción de un registro esencialista. Una praxis discursiva crítica pasa por la evidenciación de las normas del marco lingüístico, que son las del juego social. Porque, como ya decía la poeta afronorteamericana Audre Lorde, “las herramientas del amo nunca van a desarmar la casa del amo”. María Ruido
La voz humana es un trabajo sobre la violencia del lenguaje, sobre la utilización pública de la palabra, sobre la operatividad de los discursos construidos bajo premisas no consensuadas sino impuestas. Tomando como punto de partida un fragmento del libro de Miguel Cereceda El origen de la mujer sujeto, 1996, donde el autor habla de diversos territorios lingüísticos y de su vinculación genérica, este proyecto reflexiona sobre la voz de las mujeres (no siempre propia, sino muchas veces mero reflejo de formas estereotipadas), y propone una fusión cuerpo/lenguaje –una rematerialización del discurso que genere un territorio híbrido extendido más allá de la asimilación acrítica de paradigmas hegemónicos, pero también lejos de la imposición ahistórica del silencio vacío–.
nuevo). El otro no muestra una especial violencia pero vuelve a resaltar una característica negativa. En resumen, a pesar de la poca presencia femenina, tres de los cinco ejemplos nuevos de esta edición respecto a las madres son negativos y dos de ellos presentan madres violentas lo cual es una manera altamente peyorativa de presentarlas. Como si no fuera ya bastante difícil ser madre para que el diccionario lo dificulte aún más con sus modelos (o la ausencia de ellos). Más maltratos En la penúltima edición del diccionario, la vigésima primera, publicada en 1992, no aparecía ningún ejemplo dedicado a los maltratos, en cambio, en la última edición se empiezan a encontrar algunos indicios. Esto indica que este tipo de delitos o crímenes, seguramente porque cada vez tienen más repercusión social, ha hecho mella en él. De todos modos, la violencia doméstica ha entrado en el diccionario con sólo dos ejemplos nuevos. En el primero, la presencia humana se concreta en una mujer (sobrentendida o elidida) que hace una acción y un hombre que la sufre, “trapo. como a un trapo, o como a un trapo sucio. Trata a su marido como a un trapo”. El segundo ejemplo es bastante más vago, “desahogar. Suele desahogar su cólera con su familia”. Es fácil que mucha gente pudiera deducir que se está hablando de un hombre, pero no existe la certeza de tal cosa ya que no se explicita el sexo de quien lo protagoniza. Cuesta entender que el DRAE ponga exclusivamente en manos de las mujeres este tipo concreto de violencia, de maltrato, aunque se refiera únicamente a la violencia psicológica.
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Un tercer ejemplo relacionado con los maltratos lo estuvo ilustrando durante algún tiempo una de las acepciones del lema bárbaro, ra (“Su bárbaro esposo la golpeó”). Poner este ejemplo habría significado que el diccionario actuaba efectivamente como notario de la realidad, una de las encomiendas que la Real Academia tiene a gala lucir para explicar muchas de las decisiones que toma respecto al hecho de introducir o no nuevos artículos o acepciones, o respecto al modo de redactar definiciones y ejemplos. Aunque este ejemplo estuvo un tiempo en la web de la Real Academia, en un momento dado lo sustituyó por otro aparentemente parecido, pero respecto al cual muestra sustanciales diferencias. Está también en la web, “bárbaro, ra. Su bárbaro vecino lo golpeó”, y éste es el que aparece tanto en la edición en papel como en el disco compacto. Así pues, se cambió por un ejemplo que tiene únicamente protagonismo masculino y que, además, se aleja totalmente del originario desde el punto de vista conceptual. Con esta decisión la Real Academia optó por lo políticamente correcto ya que prefirió ocultar la realidad tal cual es, aunque es bien sabido que dicha realidad continúa existiendo aunque se la omita, pues no se arregla o se modifica simplemente porque no se hable de ella. Lo que está claro es que la violencia doméstica, tanto física como psicológica, habitualmente sigue una determinada trayectoria que no es la que señala el diccionario. El único ejemplo del cual se sabe el protagonismo a ciencia cierta, por lo que a los maltratos se refiere, no concuerda con la amarga realidad, ni en la frecuencia, ni en la dirección 201
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que toman y además, se atribuye en exclusiva a las mujeres. Así, como mínimo en este aspecto, hay un desacuerdo entre el mundo, entre cómo funciona el mundo, y la manera como éste se representa en el DRAE, puesto que ha omitido cuidadosamente presentar explícitamente a un hombre como perpetrador de algún maltrato. Definiendo el mal trato Aparte de los ejemplos que hablan de maltratos, también hay algunas definiciones que los tratan, más bien dicho, que pasan de puntillas por este tipo de violencia. Hay al menos dos palabras que parecen clave, maltrato y maltratar, así como la forma compleja malos tratos, incluida en la entrada trato, definida de la siguiente manera: maltrato. 1. m. Acción y efecto de maltratar. maltratar. 1. tr. Tratar mal a alguien de palabra u obra. U. t. c. prnl. 2. tr. Menoscabar, echar a perder. trato. malos tratos. 1. m. pl. Der. Delito consistente en ejercer de modo continuado violencia física o psíquica sobre el cónyuge o las personas con quienes se convive o están bajo la guarda del agresor.
El primer lema no hace alusión para nada a la violencia contra las mujeres ni en el singular ni en el uso plural, “maltratos”, tan extendido para referirse a las agresiones de las que son víctimas numerosas mujeres a manos de sus parejas o ex parejas; vemos que, en lugar de definir el lema, se limita a remitirlo al verbo maltratar. A su vez, en este segundo lema se habla del maltrato en general y no dedica ninguna acepción específica a la violencia contra las mujeres por parte de sus parejas o ex parejas, ni tan sólo insinúa que puede haber alguna forma de maltrato específica. La forma compuesta muestra aún más problemas. Se habla de quien inflige los malos tratos con un decidido masculino: “agresor”, lo que hace chocante que los malos tratos recaigan en exclusiva en otro ser de sexo masculino: “el cónyuge”. El uso del masculino pone muy difícil la tarea de poder imaginar que se refiera a una mujer, sobre todo porque el diccionario académico no siempre redacta de este modo. Tampoco aquí se insinúa que es más que posible que se trate de “la” cónyuge (ganas de empecinarse en que el masculino contiene al femenino). Cuesta entender esta manera de redactar, cuando, por otra parte, el DRAE especifica hasta la saciedad qué defectos, peinados o incluso que presuntas enfermedades son exclusivamente o sobre todo femeninas. En las cuatro acepciones siguientes, que tratan concretamente del físico en mujeres y hombres, de la configuración del cuerpo humano, se puede ver cómo se hace especial hincapié en las mujeres. ajamonarse. 1. prnl. coloq. Dicho de una persona, especialmente de una mujer: Engordar cuando ha pasado de la juventud. forma. 18. f. pl. Configuración del cuerpo humano, especialmente los pechos y caderas de la mujer. pendón2, na. 2. m. y f. Mujer cuyo comportamiento es considerado indecoroso. U. c. insulto. escurrido, da. 1. adj. Dicho de una persona, y especialmente de una mujer: Estrecha de caderas.
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Una pregunta pertinente sería la de por qué razón en estas cuatro definiciones son necesarias especificaciones como “especialmente de una mujer” o expresiones similares y no lo son, en cambio, en las tres anteriores (Lledó, Calero y Forgas 2004, cap. 3). Este comportamiento errático y poco riguroso muestra que la importancia concedida por el diccionario tanto a las experiencias de las mujeres como a las propias mujeres es escasa; se podría decir que incluso está teñido de una cierta violencia contra las mujeres. En efecto, es difícil pensar que sea más necesaria la aparición del adverbio “especialmente” y la mención a las mujeres en las cuatro últimas acepciones que en la de maltratar, sobre todo teniendo en cuenta que el mismo DRAE utiliza dicho adverbio en algunas ocasiones para hablar de otras relaciones entre mujeres y hombres. Lo hace, por ejemplo, en la definición de bragazas,“1. m. fig. y fam. Hombre que se deja dominar o persuadir con facilidad, especialmente por su mujer”. Es evidente que si se define maltratar como “1. tr. Tratar mal a alguien de palabra u obra”, se podía haber definido bragazas como “Hombre que se deja dominar o persuadir con facilidad” a secas, sin especificar nada más. Hubiera sido más coherente. La incoherencia del DRAE se pone de manifiesto a lo largo de otras definiciones que hablan de las agresiones y de los diferentes tipos de violencia con que se machaca sobre todo a las mujeres. Así, siguiendo la manera de definir de bragazas y no la de maltrato, maltratar o malos tratos, la entrada forzador dice: “1. m. Hombre que hace fuerza o violencia a otra persona, especialmente a una mujer”, es decir, se hace hincapié en que la agresión la puede recibir sobre todo una mujer (si se hubiese seguido, por ejemplo, el criterio de maltratar, la definición tendría que haberse acabado en la expresión “otra persona”). La desexualización de las agresiones Parece que la intención del DRAE (a pesar de lo que se ha visto en las entradas forzador y bragazas) es presentar como neutras otras agresiones sexuales, es decir, seguir la tónica de la serie dedicada al maltrato. Así lo muestran las dos siguientes formas compuestas que la Real Academia ha introducido por primera vez en su diccionario en los artículos agresión y abuso respectivamente. agresión. agresión sexual. 1. f. Der. La que por atentar contra la libertad sexual de las personas y realizarse con violencia o intimidación es constitutiva de delito. abuso. abusos sexuales. 1. m. pl. Der. Delito consistente en la realización de actos atentatorios contra la libertad sexual de una persona sin violencia o intimidación y sin que medie consentimiento.
De entrada, se trata de unas definiciones en las cuales no se subraya que tanto en las agresiones como en los abusos sexuales la mano ejecutora suele ser masculina. En ninguna de las dos se menciona esta recurrencia ya que vemos que se usa, bien en singular, bien en plural, una palabra genérica como “persona”, con lo cual el sexo de la víctima queda enmascarado. Esta desexualización de las agresiones también se puede ver en una serie de tres definiciones donde quien comete la agresión también se elide y donde la víctima aparece bajo otra palabra, en principio, genérica. Se trata ahora de la expresión “alguien”.
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forzar. 3. Poseer sexualmente a alguien contra su voluntad. fuerza. 12. f. Violencia que se hace a alguien para gozarlo. violar2. 2. tr. Tener acceso carnal con alguien en contra de su voluntad o cuando se halla privado de sentido o discernimiento.
Las tres han sido modificadas sustancialmente respecto a la penúltima edición (por ejemplo forzar era: “3. Gozar a una mujer contra su voluntad”, con una víctima, pues, claramente femenina). Se constata, por otra parte, que la Real Academia decidió también en esta entrada cambiar “gozar” por “poseer”, rectificación que mejora sensiblemente en concreto esta redacción, pero que hace especialmente doloroso que no haya optado por hacer lo mismo en fuerza, donde se mantiene el “gozar” de la anterior edición. También extraña que en cinco definiciones, dos de las cuales son nuevas y las otras tres sustancialmente modificadas, la Real Academia haya optado por dos criterios distintos, al redactar las definiciones con las palabras “personas” o “persona” y otras veces con “alguien”. Se trata de un proceder algo errático. De todos modos, quizás la clave está en averiguar si la Real Academia percibe realmente como genérica una palabra como “alguien” (Lledó, Calero y Forgas 2004, cap. 2). Hay indicios de que no es así, que seguramente por puro androcentrismo, cuando aparece una expresión como “alguien”, por defecto se imagina que sólo puede encubrir a un hombre, cuesta imaginar que podría tratarse de una mujer. Esta falta de imaginación se puede percibir en entradas paralelas que describen características de mujeres y de hombres, como en las siguientes unidades fraseológicas. mujer. ser mucha mujer. fr. Ser admirable por la rectitud de carácter, por la integridad moral o por sus habilidades. hombre. ser alguien mucho hombre. fr. Ser persona de gran talento e instrucción o de gran habilidad.
De pasada diré que para las mujeres se destacan cualidades morales, capacidades y destrezas imprecisas; en cambio, en los hombres, se resalta el mucho talento, el elevado nivel de conocimientos o la gran pericia: toda una declaración de principios sobre lo que se piensa y se valora en unas y en otros. Asimismo,“hombre” remite a “persona” (una asimilación parecida a la que ya se ha visto en capanga); en cambio “mujer”, no, ¿quizás porque el colectivo femenino, al entender de la Real Academia, no puede ocupar ese espacio humano? De todos modos, lo que interesa es la no muy sutil distinción formal en la manera de presentar las unidades fraseológicas: el contorno “alguien”, que se da a la forma compleja masculina, no existe en la femenina; por tanto, este “alguien” de nueva planta es, en realidad, un sustituto de “hombre”. Esta manera de proceder pone bajo sospecha la creencia de que “alguien” en el DRAE sea un término genérico que pueda referirse a ambos sexos, puesto que el modo como se usa deja entender que es tan sólo masculino, ya que se está refiriendo a los hombres, y pensando exclusivamente en ellos. Este fenómeno se puede observar en otras formas complejas de los artículos mujer y hombre.
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De otras y distintas violencias Sobrevuela a este breve repaso la sospecha de que las propias maneras de proceder constituyen en sí mismas violencia contra las mujeres. No me refiero al hecho de que el DRAE entre sus páginas, aparte de las que se han visto, se niegue a modificar alguna definición que liga violencia con mujeres, como es la siguiente, “furor. furor uterino. Pat. Deseo violento e insaciable en la mujer de entregarse a la cópula”, que mantiene contra viento y marea aunque la Real Academia ha sido reiteradamente advertida. Sólo quiero destacar un rasgo de esta presunta definición: que la violencia sexual (puesto que de “deseo violento” se habla en esta definición) se atribuye a las mujeres (con los hombres como víctimas), cuando el más elemental principio de realidad indica que las agresiones sexuadas son básicamente un crimen masculino. Pero no, no me refiero tan sólo a esto. Me refiero, si vamos a lo cuantitativo, a la proporción de mujeres y de hombres que pueblan sus páginas, a la obsesión que muestra de especificar, especialmente si es peyorativa, alguna característica humana en las mujeres, me refiero a decidir que “alguien” es equivalente a “hombre”, u “hombre” a “persona”..., es decir, a las distintas y variadas maneras de expulsar o invisibilizar, de despreciar a las mujeres en la lengua, mecanismos que generan una cierta violencia hacia este colectivo. Esta sospecha se agranda si se tiene en cuenta que la Real Academia decidió no incluir, en cuanto a la violencia se refiere, palabras que tienen que ver con la experiencia femenina, estoy pensando en un término perfectamente documentado como “clitoridectomía” que es la palabra que nombra una brutal agresión que actualmente sufren millones de mujeres en el mundo, o que, siguiendo el mismo proceder que con maltrato y maltratar, introdujera una definición de infibulación insuficiente y poco clara (“f. 1. Acción y efecto de infibular”), sobre todo teniendo en cuenta que la definición de infibular es la siguiente:“1. tr. Colocar un anillo u otro obstáculo en los órganos genitales para impedir el coito”. O, que en otro orden de cosas, la Real Academia decidiera no incluir otro vocablo también profusamente y bien documentado como es monoparental. ¿Tendrá algo que ver en esta negativa el hecho de que hay más familias monoparentales a cargo de mujeres que de hombres? Estamos, por omisión o por mala redacción, delante de una serie de mecanismos que conforman el androcentrismo lingüístico. Y la mirada androcéntrica, sesgada, parcial y partidista sobre la realidad es una forma más de violencia, puesto que además pone límites al imaginario y al orden simbólico, puesto que limita lo pensable y lo decible.
1. Real Academia Española. Diccionario de la Lengua Española, 22ª edición. Madrid: Espasa-Calpe, 2001. 2. En esta definición, el DRAE asimila género humano y hombres, ya que atribuye sólo el vocablo a los hombres (“m.”) y luego se refiere a ellos con el término “persona”; en este caso, lo correcto y ajustado hubiera sido usar la palabra “hombre”. 3. El libro también trata otras muchas cuestiones, entre ellas, algunas de las que habla este artículo. *. Referencias bibliográficas en p. 347.
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Beth B Belladona 1989, vídeo/DVD, color, v.o.s. 18’. Cortesía Electronic Arts Intermix, Nueva York. A través de sus trabajos en vídeo, sus películas e instalaciones, Beth B. crea una narrativa provocadora que desvela la violencia situada bajo la superficie de la vida cotidiana. Cuando trabajaba en la new wave/punk neoyorkina de los años setenta, Beth B. desarrolló un gran interés por los estilizados cortos y trabajos de cine negro de este movimiento. En sus vídeos combina documental y ficción, terror y poesía, con referencias que van de Artaud y Bataille a Him Thompson y Brett Easton Ellis.
El sexismo en el lenguaje Toril Moi
Belladona es un terrible testimonio sobre la familia y la violencia. Una serie de actores, presentados como marionetas, recitan conmovedoras líneas que conforman una espeluznante letanía, un retorcido relato familiar de abuso a menores y violencia masculina. Al final de la cinta se revela que estas declaraciones han sido tomadas de Joel Steinberg, convicto por el asesinato de niños, Joseph Mengele, el nazi “doctor de la muerte”, y casos de estudios incluidos en el clásico de Sigmund Freud A Child Is Being Beaten. El relato sobre el abuso infantil se entrelaza con las pinturas la conocida artista Ida Applebroog.
Si dirigimos nuestra atención a la segunda categoría principal de la investigación lingüística del feminismo angloamericano, el estudio del sexismo en el lenguaje, se hace evidente que nos tropezamos con muchas de las mismas asunciones presentes en el estudio de las diferencias sexuales. Cheris Kramarae define el sexismo en el lenguaje (“lenguaje” aquí parece referirse al lenguaje inglés) como la manera en que “el léxico inglés es una estructura que ha sido organizada para glorificar la masculinidad e ignorar, trivializar o menoscabar la feminidad” (Kramarae 1981, 165). Dale Spender asevera: La lengua inglesa ha sido hecha literalmente por el hombre y... todavía está fundamentalmente bajo control masculino... Este monopolio sobre el lenguaje es uno de los medios por los que los hombres se han asegurado su propia primacía y, por consiguiente, también la invisibilidad o naturaleza “otra” de las mujeres, y esta primacía se perpetúa a medida que las mujeres continúan usando, sin alteraciones, la lengua que hemos heredado (Spender 1980).
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Este proyecto está claramente interesado en el lenguaje en tanto que sistema o estructura y, por tanto, no se libra de las críticas de Julia Kristeva a una lingüística potencialmente autoritaria. No es éste un argumento “meramente” teórico: incluso si admitimos la viabilidad del proyecto de localizar el sexismo en el lenguaje –y, después de todo, como veremos más adelante, Kristeva misma admite que el lenguaje también está estructurado de alguna manera–, enseguida nos encontramos con problemas. Pues si sostenemos con Valintin ^ Nikolaevic Volosinov y Kristeva que todo significado es contextual, se deduce que las palabras aisladas o las estructuras sintácticas generales carecen de significado hasta el momento en que les proporcionamos un contexto. ¿Cómo, entonces, pueden definirse como sexistas o no sexistas per se? (Un diccionario, por supuesto, constituye uno de esos contextos específicos y significativos ideológicamente). Si, como dicen Barrie Thorne y Nancy Henley, resulta que el mismo discurso tiende a ser interpretado de manera muy diferente dependiendo de si ha sido proferido
por un hombre o por una mujer, entonces parece claro que no hay nada inherente a ninguna palabra o frase dada que pueda interpretarse siempre y para siempre como sexista. La teoría, con tintes de cruda conspiración, que sostiene que el lenguaje es una creación de los hombres, o una trama masculina contra las mujeres, postula un origen (la confabulación masculina) del lenguaje, una suerte de significante trascendental no lingüístico para el que resulta imposible encontrar ningún tipo de apoyo teórico. Trataré, por tanto, de proporcionar una explicación alternativa de los bien documentados ejemplos de sexismo en el lenguaje. La clase no coincide con el signo de la comunidad, es decir, con la comunidad, que es la totalidad de usuarios del mismo conjunto de signos de comunicación ideológica. Así, varias clases diferentes usarán el mismo lenguaje único. Como resultado, acentos de diferente orientación se intercalan en cada signo ideológico. El signo se convierte en una palestra de la lucha de clases ^ (Volosinov 1973).
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La cuestión del sexismo es una cuestión de relación de poder entre los sexos y, por supuesto, esta lucha por el poder será parte del contexto de todas las palabras expresadas bajo el patriarcado. No se sigue, sin embargo, que en cada uno de los casos individuales el interlocutor femenino se presente como el más débil. “Un análisis de la ideología de género donde las mujeres son siempre inocentes, siempre víctimas pasivas del poder patriarcal, es insatisfactorio de manera patente” (Barret 1980, ^110). Si seguimos ahora el análisis que hace Volosinov de las relaciones entre la lucha de clases y el lenguaje, veremos que podemos apropiarnos de este análisis para hacer un uso feminista del mismo. Este argumento es crucial para un análisis feminista no esencialista del lenguaje. Postula que todos usamos el mismo lenguaje pero tenemos diferentes intereses –y aquí por intereses debe entenderse intereses políticos y relativos al poder que se cruzan en el signo–. El significado del signo se lanza abierto –el signo se hace polisémico en lugar de unívoco– y aunque se puede decir en verdad que el grupo de poder dominante en cualquier época dada dominará la producción intertextual de significado, esto no equivale a sugerir que la oposición haya sido reducida a un silencio total. La lucha por el poder interseca en el signo. La visión de Kristeva de la productividad del signo da cuenta del propio discurso feminista, que, de acuerdo con una lectura estricta del modelo de Spender, sería una imposibilidad. Si el lenguaje es productivo (en lugar de un mero reflejo de las relaciones sociales), entonces se explicaría que podamos sacar de él mucho más de lo que aportamos. En términos más prácticos esto significa que uno puede aceptar incondicionalmente todos los estudios empíricos que demuestran que el sexismo domina la lengua inglesa (y probablemente también el resto de las lenguas). Es sólo que este hecho no guarda relación necesariamente con la estructura inherente al lenguaje, y mucho menos con ninguna trama consciente. Es un efecto de la relación de poder dominante entre los sexos. El hecho de que las feministas se las hayan arreglado para contraatacar, hayan hecho que mucha gente se sienta incómoda a la hora de
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usar los genéricos he [él] o man [hombre], hayan cuestionado el uso de palabras como chairman [presidente] o spokesman [portavoz] y vindicado witch [bruja] y shrew [arpía] como términos positivos sin duda lo prueba: no hay una esencia sexista inherente a la lengua inglesa, dado que ella misma se muestra como algo de lo que nos podemos apropiar, por medio de la lucha, para usarla con fines feministas. Si ganamos el combate contra el patriarcado y el sexismo, el signo seguirá siendo una palestra para ésta y otras luchas, pero esta vez el equilibrio de poder se habrá desplazado y el contexto de nuestras expresiones será por tanto radicalmente diferente. Lo que revelan los estudios sobre el sexismo en el lenguaje es el equilibrio de poder social entre los sexos en el presente y en el pasado. Las mujeres asistentes analizaron experiencias compartidas para las que no hay calificativos, y se hicieron listas de las cosas, relaciones y experiencias para las que no los había. Por ejemplo, una mujer habló de un suceso frecuente en su vida que precisaba un calificativo. Ella y su marido trabajaban fuera de casa a tiempo completo, normalmente llegaban a casa a la misma hora. Ella quería que los dos compartieran la responsabilidad de hacer la cena, pero el trabajo siempre recaía sobre ella. Ocasionalmente, él decía: “Me encantaría hacer la cena. Pero tú lo haces mucho mejor que yo”. A ella le agradaba recibir este cumplido pero a medida que se fue dando cuenta de que siempre le tocaba a ella terminar en la cocina, se percató de que él estaba usando una estrategia verbal para la que ella no tenía una palabra y por tanto le resultaba más difícil identificarla para hacer que él cobrara conciencia. Le dijo a la gente del seminario: “He tenido que contaros toda la historia para explicaros el modo en que él usaba el halago para confinarme a mi lugar de mujer”. Dijo que necesitaba una palabra para definir la estrategia, o para definir a la persona que usa esa estrategia, una palabra que pudiera ser entendida comúnmente tanto por los hombres como por las mujeres. Así, cuando él recurriera a esa estrategia, ella podría explicarle sus sentimientos simplemente dirigiéndose a él y diciendo: “Eres un...” o “Lo que estás haciendo se llama...” (Kramarae 1981, 165).
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Un argumento específico de los estudios sobre el sexismo en el lenguaje es la cuestión del nombrar. Las feministas han defendido con coherencia que “quien tiene el poder de nombrar el mundo está en posición de influir en la realidad” (Kramarae 1981). Se argumenta que las mujeres carecen de este poder y que, como consecuencia, muchas experiencias femeninas carecen de nombre. A mí me parece que esta mujer se las arregló perfectamente bien para comunicar qué estaba pasando en su matrimonio, incluso sin un “calificativo”, y que su necesidad de éste se basaba en su deseo de fijar el significado y usar ese cierre como una forma de agresión: como una afirmación autoritaria para la que no podría haber respuesta. No hay naturalmente nada malo, sino todo lo contrario, en responder al ataque del opresor, pero deberíamos plantearnos qué límite poner al uso de nuestras propias armas. Qué duda cabe que las definiciones pueden ser constructivas. Pero –y esto es lo que pasa por alto este tipo de argumentos– también pueden constreñirnos. Como hemos visto, muchas feministas francesas rechazan los calificativos y los nombres, y en particular los “ismos” –“feminismo” y “sexismo” incluidos– porque creen que la práctica de calificar revela un impulso falocéntrico consistente en estabilizar, organizar y racionalizar nuestro universo conceptual. Sostienen que es la racionalidad masculina la que siempre ha privilegiado la razón, el orden, la unidad y la lucidez, y que lo ha hecho por medio del silenciamiento y la exclusión de la irracionalidad, el caos y la fragmentación que han venido a representar la feminidad. Mi punto de vista es que tales términos conceptuales son a un tiempo políticamente cruciales y en última instancia metafísicos; es necesario deconstruir la oposición entre los valores tradicionalmente “masculinos” y “femeninos” y, al mismo tiempo, enfrentarse a toda la realidad y fuerza política de tales categorías. Nuestro objetivo debe ser una sociedad en la que hayamos dejado de pensar que la lógica, la conceptualización y la racionalidad son categorías “masculinas”, y no una en la cual estas virtudes hayan sido proscritas por completo por ser “no-femeninas”.
Imponer nombres es, entonces, no sólo un acto de poder, una representación de la “voluntad de saber” de Friedrich Nietzsche; también revela un deseo de regular y organizar la realidad de acuerdo con categorías bien definidas. Si bien ésta es en ocasiones una valiosa contraestrategia para las feministas, debemos, no obstante, tener cuidado con la obsesión por los nombres. Contrariamente a lo que creía san Agustín, el lenguaje no se construye con series de nombres o sustantivos y no aprendemos a hablar del modo en que él sugería: “Cuando ellos (mis mayores) nombraban algún objeto y se movían en dirección a algo de manera correspondiente, yo veía lo que hacían y comprendía que el sonido que pronunciaban cuando querían señalar la cosa en cuestión era la forma de llamarla”. Como replica Ludwig Wittgenstein: “Una definición ostensiva puede ser interpretada de maneras diferentes en cada caso”. La tentativa de fijar el significado está siempre en parte condenada al fracaso, porque es algo propio de su naturaleza el estar siempre ya en algún otro lugar. Tal como Bertolt Brecht lo expresa en Mann ist Mann: “Cuando te nombras a ti mismo, siempre nombras a otro”. Esto no quiere decir que podamos o debamos evitar poner nombres –simplemente se trata de un asunto más resbaladizo de lo que parece, y debemos estar alerta ante los peligros de la fetichización–. Hasta el tan alabado término “sexismo” muestra señales de sufrir las sacudidas de ^ la lucha de poder entre los sexos, tal como Volosinov podría haber predicho: ahora algunos hombres aprueban la palabra y están de acuerdo en que todos odiemos y despreciemos el sexismo, pero luego dicen: “No me estoy comportando de manera sexista, sólo soy racional”. El sexismo se ha convertido en algo que otros hombres, menos ilustrados, practican. En otras palabras, los calificativos no son un refugio seguro para las feministas inquietas: ¿cómo podemos escoger entre el guerrillero macho medio de la selva de El Salvador y el vicepresidente de Standard Oil que ha aprendido a decir “él o ella”? (Spivak 1981,162). En Toril Moi. “Sexism in Language”, en Sexual/Textual Politics: Feminist Literary Theory. Londres: Routledge, 2003, 155-60. *. Referencias bibliográficas en p. 347.
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La nada que nos separa Luce Irigaray En nuestra cultura cerrarse a algo no es proporcional al hecho de abrirse; no cabe duda de que para el ser humano resulta más difícil que para algunas flores. No obstante, ¿no se podría decir que posee la ventaja respecto a éstas de decidir libremente su apertura y su recogimiento? Para que así sea, es necesario que la lengua no lo mantenga abierto de forma artificial, aislado de su reserva de vida. Y que además, el ser humano sea en realidad dos, y que el respeto a la diferencia entre los dos garantice o reafirme el intervalo entre lo abierto y lo cerrado. Establecido de antemano por los ritmos cósmicos, noche o día, claro u oscuro, frío o calor…, el ritmo que marca el tempo de la apertura y cierre se verá superado por el respeto a todo ser vivo considerado como tal, y determinado, por tercera vez, por la relación con el prójimo como ser vivo diferente de mí. Es en este punto en el que la escansión apertura/cierre se ajusta al máximo, con el fin de preservar la vida natural y espiritual. Este gesto no se puede determinar de una manera simplemente abstracta y definitivamente establecida. Necesita ajustarse a la situación concreta del encuentro y al ser de cada uno. Del mismo modo, necesita una filia, amor o amistad hacia el Otro, que acepta renunciar a una apropiación sin límites para dejarle existir. No es simplemente el hecho de hablar lo que permite al ser humano acceder a este tercer nivel de apertura/cierre. Las palabras ajenas, a menudo, han resultado ser un impedimento. La capacidad de desear y de amar sin estar sometido a los instintos es decisiva en este punto. Del mismo modo, la posibilidad de salir de la rutina, de no cerrarse en lo propio, de aceptar la diferencia –con la práctica de la negación que ello conlleva– permite un giro del corazón a la razón, de la amistad a la escucha, del hablar al hablar con. Son dimensiones que hacen del humano un ser vivo diferente del animal, más encerrado en un solo mundo. En el diálogo entre dos sujetos diferentes, el nihilismo encuentra una conclusión positiva. Poner en tela de juicio el mundo propio para facilitar la existencia y el acceso al mundo del Otro permite y requiere la nada para construir un mundo con el Otro. El hecho de no tener nada propio y, todavía, nada en común, pone en cuestión los valores del sujeto, no hacia una destrucción sin mañana sino con la perspectiva de un futuro donde el ser humano se realice de forma absoluta. La práctica de la negación no implica una subjetividad u objetividad absolutas. Salvaguarda el lugar inapropiable en el que reside la diferencia –el hecho de que el Otro nunca sea yo, ni mí, ni mío–. En lugar de trabajar para construir un mundo propio, la utilización de la negación sirve para mantener un lugar infranqueable entre dos sujetos. Para encontrar al Otro, debo en primer lugar, permitir, incluso restablecer, la nada que nos separa. Es una vía negativa que lleva a lo diferente y a una posible relación con él o ella. Yo no soy tú y tú siempre serás Otro. Este hecho es una presuposición necesaria para la entrada y la presencia de uno y otro, de uno con el Otro. La búsqueda de un vínculo requiere el respeto de lo extraño del uno respecto al Otro, el reconocimiento de una nada común que ponga en tela de juicio lo que es propio de cada uno. En Luce Irigaray. The Way of Love. Londres y Nueva York: Continuum, 2002, 166-68. Traducido del original en francés, sin publicar.
Teresa Serrano Des maquillando, 2005. Fotografía. Cortesía de la artista.
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La cobertura informativa mediática de la violencia sexual contra mujeres y niños Jenny Kitzinger
“¡Toda la verdad sobre el tema!” La violencia sexual como cebo mediático: breve introducción histórica La explotación sexual de mujeres y niños ha desempeñado un papel primordial en la historia de los medios de comunicación de masas. Un escándalo sacudió la ciudad de Londres en 1885 cuando William Stead, director de la revista Pall Mall Gazette, emprendió un insólito trabajo de periodismo de investigación. En un contexto caracterizado por el extendido debate sobre la prostitución infantil, y con el impulso inicial de quienes combatían por los derechos de las mujeres, Stead “compró” una niña inglesa de 13 años con “propósitos inmorales”. Así, hizo que la muchacha –Eliza Armstrong– fuera sometida a exámenes médicos que confirmaran su virginidad y seguidamente la envió a París. Stead describió sus aventuras en una serie de artículos con titulares como “Ofrecida a la seducción”, “La violación de vírgenes”, “Cómo desnudar a las niñas” y “Cómo forzar a doncellas reticentes”. La publicación fue rechazada por los principales distribuidores, aunque en las calles de la ciudad se agotaron las ediciones. Tales reportajes consiguieron notoriedad a escala nacional, provocaron ingentes manifestaciones ciudadanas y se les atribuye cierta ayuda a la hora de elevar la edad de consentimiento sexual para muchachas de 12 a16 años (Pearsall1969 y Barry 1979).Y sólo tres años más tarde, la violencia sexual alcanzaba de nuevo el centro de una atención informativa muy acentuada con la historia de Jack el Destripador. Un asesino sexual en serie campando por Londres era el cebo perfecto para los 13 dia-
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rios nacionales, que por entonces competían ferozmente. Sangrientos detalles, descripciones de “mujeres caídas”, reportajes sobre sospechosos de aspecto extranjero, o que las víctimas habían sido asesinadas de manera ritual por judíos ortodoxos: todo ello aseguraba excelentes cifras de circulación a la incipiente industria de la información. Tal fue el éxito de esta historia que no falta quien ha sugerido que el Destripador era en realidad un periodista emprendedor que asesinaba con objeto de producir “buen material” para su periódico (Curtis 2001). Aún hoy, más de un siglo después, la violencia sexual sigue produciendo “buen material”. Así, en lugar de la virginal Eliza Armstrong o del espectro de Jack el Destripador, actualmente hay en el Reino Unido asesinos sexuales como Ian Brady y Myra Hindley, quienes secuestraron y asesinaron a niños en los años sesenta; el Destripador de Yorkshire (quien tomó por modelo a su análogo decimonónico), que violó y asesinó a 13 mujeres como mínimo antes de ser arrestado en 1980; o Fred y Rosemary West, quienes raptaron y asesinaron a un número todavía por determinar de mujeres y niños durante décadas, siendo finalmente detenidos en 1994. Los hechos de gran impacto informativo en EE UU incluyen el Caso Big Dan de 1984 (en el que se juzgó la violación de una mujer por un grupo de hombres en un bar, hechos que inspiraron la película Acusados, con Jodie Foster) o la brutal violación sufrida por una mujer que hacía jogging en Central Park. También hubo retransmisiones por televisión, ya en los años noventa, de juicios con personajes famosos implicados, como los casos del boxeador Mike Tyson y de William
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Kennedy-Smith, miembro de la célebre familia Kennedy. Ambos afrontaban acusaciones de violación. Sin embargo, las cuestiones suscitadas por los artículos acerca de Eliza Armstrong o Jack el Destripador hace más de un siglo aún contienen muchas de las tensiones inherentes a representaciones mediáticas más recientes de la violencia sexual. La exposición en los medios de masas es algo muy importante para informar y estimular el conocimiento de los ciudadanos, el debate y las respuestas políticas. Los periodistas, sin embargo, parecen extremadamente selectivos en lo que relatan y serían culpables en muchas ocasiones de sensacionalismo voyeur. Los reportajes pueden poner fuera de contexto los casos de abuso, además de incitar al racismo, propagar estereotipos sobre las mujeres (o vírgenes o putas), culpar a las víctimas o excusar a los agresores.
Los artículos sobre Jack el Destripador de hace más de un siglo contienen muchas de las tensiones de la representación mediática de la violencia sexual. Así pues, este texto se centra en examinar las investigaciones recientes sobre el abuso sexual de mujeres y niños, y cómo éste ha sido representado en los medios informativos británicos y estadounidenses desde los años setenta hasta nuestros días1 (Yoon). Además, trato de subrayar las críticas feministas, en contraste con el modo tradicional de comprender la violencia sexual, y la manera en que dichas críticas han contribuido a transformar discurso y representación, lenguaje e identidad. También se analizarán aquí algunos problemas recurrentes en la información de los medios de masas, o el impacto de acontecimientos controvertidos, como el surgimiento de nuevos discursos de la incredulidad.
El (re)descubrimiento de la violencia sexual: el incremento en la atención de los medios de masas durante los años setenta y ochenta Parece una obviedad declarar que la violencia sexual proporciona “buen material” informativo. Sin embargo, qué formas de violencia sexual y cómo se defina ésta es algo que varía dependiendo de la época y la cultura. En los años cuarenta, cincuenta y sesenta, por ejemplo, la violencia contra las mujeres era un crimen oculto, pero la atención a todo tipo de formas de violencia contra mujeres y niños aumentó exponencialmente en las dos décadas posteriores: “Agresiones conyugales”: los medios informativos habían prestado poca atención a la violencia doméstica hasta mediada la década de los setenta; de hecho, hasta entonces, los medios de masas estadounidenses empleaban la expresión “violencia doméstica” para referirse a las revueltas y al terrorismo dentro de las fronteras del país, en lugar de expresar algo relativo a la violencia dentro del hogar. Un estudio del New York Times muestra que sólo siete artículos trataban explícitamente tal violencia entre 1970 y 1976. Sin embargo, en 1977 ya había 44 artículos sobre la “violencia conyugal” y, al año siguiente, “mujeres maltratadas” inició su aparición como tema separado en el sumario del New York Times: prueba evidente de que este asunto había sido identificado como una grave preocupación social (Tierney 1982, 213). Violación: antes del desarrollo de los años setenta, los medios de comunicación mayoritarios tampoco habían prestado demasiada atención a la violación, e incluso los periodistas evitaban la palabra, prefiriendo expresiones como “conocimiento carnal”. En 1971, por ejemplo, sólo hubo 31 noticias sobre casos de violación en periódicos británicos como The Sun,The Daily Mirror y The Times. Sin embargo, la cobertura informativa au-
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mentó más del doble hacia 1985 (Soothill y Walby 1991, 18). Un incremento similar de la atención prestada a las agresiones sexuales se hace evidente en la prensa norteamericana, con un aumento del 250% en la cobertura de esta cuestión en el New York Times entre 1972 y 1974 (Byerly 1999). Abuso sexual infantil: las agresiones sexuales en la infancia no fueron un tema principal de discusión pública hasta mediados de los ochenta (con un ligero retraso respecto al descubrimiento de la violencia contra mujeres adultas). Un análisis de The Times y de The Sunday Times destaca cinco escasos artículos sobre el tema en 1980. Sin embargo, sólo tres años más tarde ya había 66 artículos sobre este asunto; una cifra que aumentó a 100 en 1985 y a 250 en 1986. La cobertura alcanzó su cima en 1987, con 413 referencias en The Times y The Sunday Times sólo en ese año (Kitzinger 1999). Al mismo tiempo que se daba esta expansión en los relatos informativos sobre la violencia contra las mujeres, y más tarde contra los niños, la cuestión también adquirió gran relevancia en documentales, programas de debate y entrevistas, series dramáticas y telenovelas. Por ejemplo, en el contexto británico, el abuso sexual infantil empezó de pronto a ser analizado en series documentales como Brass Tacks (7 julio 1987), Everyman (8 mayo 1988), Antenna (10 mayo 1989) y Horizon (19 junio 1989). A principios de los años noventa, ya aparecía incluso como una línea argumental más en series policíacas, de hospitales o de abogados, además de en telenovelas. El tratamiento más amplio se dio en la historia de Beth Jordache, iniciada en 1993 en la telenovela Brookside. Mostraba a un hombre que maltrataba a su mujer y agredía sexualmente a sus dos hijas. La línea argumental alcanzaba su punto culminante cuando su esposa y su hija le asesinaban, para acto seguido enterrarle bajo el cenador (Henderson 1996).
El Movimiento de Liberación Femenina y el análisis feminista de la violencia sexual A principios de los años setenta, las mujeres empezaron a organizarse para luchar por un tratamiento de igualdad. Con frecuencia, este movimiento se ha denominado “la segunda ola” del feminismo, habiendo culminado la primera con el movimiento sufragista y las incipientes campañas feministas de finales del siglo XIX y principios del XX. La segunda ola feminista definió la violencia sexual contra las mujeres como su ámbito de acción prioritario, junto a cuestiones como la igualdad de sueldo, aumento en las ayudas a la maternidad (sobre todo un número mayor de guarderías, ya fueran estatales, ya en el mismo centro de trabajo), el derecho al aborto o el derecho a la libertad y a la opción sexual. La séptima petición del Movimiento de Liberación Femenina (MLF) se reproduce en la tabla 1. Diversos colectivos feministas compartieron experiencias durante actividades grupales de concienciación; asimismo, documentaron y sacaron a la luz la violencia sexual por medio de investigaciones, narraciones y autobiografías (Angelou 1969 y Armstrong 1978). Otros grupos activistas establecieron líneas telefónicas de ayuda y abrieron refugios para que mujeres y niñas, víctimas de violencia sexual en su propio hogar, pudie-
Tabla 1: Séptima petición del Movimiento de Liberación Femenina Libertad frente a la intimidación con amenazas o uso real de violencia o coerción sexual, con independencia del estado civil. Y el fin para las leyes, prejuicios e instituciones que perpetúan la dominación masculina y la violencia del hombre sobre la mujer.
páginas siguientes: Grace Graupe-Pillard Leni’s Diver, 2001. Collage digital. Cortesía de la artista.
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ran escapar de sus agresores. También lucharon para incluir estas reclamaciones en el calendario político y de ese modo transformar la manera en que la violencia sexual se representaba en los medios y cómo era comprendida por el público (Smart y Smart 1978; Donat y D’Emilio 1992). A esto se debe añadir el trabajo de las feministas para reformar la práctica jurídica y la legislación. En sus campañas cabía un desafío constante al desagradable trato que muchas mujeres recibían por parte de la policía al denunciar una violación, una feroz oposición al uso rutinario del pasado sexual de una mujer para desacreditarla en un juicio, o el hecho de que a un hombre no se le pudiera acusar de violar a su esposa. El análisis feminista también redefinió la violación y las agresiones sexuales como síntomas de la cultura imperante de violencia y nulo respeto hacia las mujeres, algo que debería considerarse como un crimen producto del odio sexista –en lugar de un acto impulsivo de necesidad sexual– (Brownmiller 1977 y Barry 1979).2 Las soluciones debían incluir cambios radicales en la sociedad. Rechazando aceptar que tal violencia pudiera darse por supuesta, las feministas criticaban las estrategias que imponían la carga del deber sólo a las mujeres, para que fuesen “prudentes” (de manera tal que evitasen los jardines públicos o salir después del atardecer, cerrasen las puertas de su automóvil, cruzasen la calle para evitar a los grupos de hombres o que llevasen alarmas antiviolación). Los muy irónicos consejos sobre “cómo evitar una violación” reproducidos en la tabla 2 del MLF resumen algunos de los argumentos feministas de la época. La parodia no sólo subraya la naturaleza irreal de la mayoría de tales consejos, sino que también desafía muchos modos de conducta esperados en las mujeres, como poner cuidado en no vestirse “provocativamente” y obedecer un toque de queda extraoficial.
La producción del cambio cultural: los medios de comunicación y las transformaciones feministas El Movimiento de Liberación Femenina tuvo mucho éxito al conseguir ciertas reformas, por más que su séptima petición esté lejos de haber sido satisfecha incluso en nuestros así llamados días posfeministas. La violación dentro del matrimonio ya es un delito, un cambio legal conseguido en algunos estados federales de EEUU durante los últimos años setenta y principios de los ochenta, aunque dicha reforma no haya sido acometida en Inglaterra y País de Gales hasta 1991. En la actualidad existe –aunque todavía con poco presupuesto y muy amenazada– una sólida red de teléfonos de ayuda y de centros de acogida, además de algunas iniciativas –tanto en administraciones locales como en el gobierno central– de inspiración feminista para atajar las agresiones (Kitzinger 1994). Ahora cada vez más mujeres hablan abiertamente sobre las agresiones sexuales y el número de mujeres que están dispuestas a acudir a la justicia se ha incrementado; sin embargo, la mayoría de violaciones aún no se denuncia, y una buena parte de las que acaban en juicio no logran una sentencia condenatoria. Asimismo, el MLF tuvo un profundo impacto en el discurso de los medios de comunicación. Hoy en día la práctica totalidad de los periodistas define la violencia sexual como una seria preocupación social. Hoy parece poco probable que el asunto vaya a tratarse como una historia picante, insólita y lasciva, a la que se yuxtapondrían fotos de mujeres semidesnudas; e igualmente ha habido un descenso tanto en el sensacionalismo como en el sexismo declarado (Soothill y Walby 1991). Algunos mitos, como que las mujeres “disfrutaban” en la violación y que solían emplearse rutinariamente, han desaparecido por completo (Los y Chamard 1997, 315), y tanto el ideario feminista como las experien-
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Tabla 2: Cómo evitar una violación No salgas a la calle sin ropa: eso provoca a muchos hombres. No salgas a la calle con ropa: alguna ropa provoca a muchos hombres. No salgas sola por la noche: eso provoca a los hombres. No salgas con una amiga: la cantidad provoca a ciertos hombres. No salgas con un amigo: algunos amigos son capaces de cometer violación. No te quedes en casa: tanto familiares como intrusos pueden violarte. Evita la infancia: a ciertos hombres “les pone” una niña pequeña. Evita la vejez: algunos violadores “prefieren” mujeres entradas en años. No tengas padre ni abuelo ni tío ni hermano: éstos son los miembros de la familia que con mayor frecuencia violan a mujeres jóvenes. No te cases: la violación es legal dentro del matrimonio. Y para estar totalmente segura: no existas. Colectivo War on Rape 1977. Citado en London Rape Crisis Center 1984, 2-3.
cias de mujeres violadas están encontrando una mejor articulación (Cuklanz 1996, 116). Muchos investigadores también destacan algunos excelentes reportajes sobre cuestio220
nes de violencia sexual, especialmente los realizados por mujeres (Soothill y Walby 1991 y Mills 1997). De hecho, los medios de comunicación no sólo actuaron tras las críticas feministas, sino que además fueron con frecuencia un importante aliado en la consecución de sus objetivos. Algunos acontecimientos informativos específicos resultaron de vital importancia para algunas campañas en favor de las reformas. En 1982, por ejemplo, una experimentada reportera de una importante cadena televisiva de Seattle mostró imágenes de un senador veterano, en pie ante el Senado, que preguntaba: “Bueno, si uno no puede violar a su mujer, ¿a quién puede hacérselo?”. Esto causó gran alarma social y contribuyó a que finalmente se revocara la excepción marital en la ley de violencia sexual del estado de Washington, una excepción actualmente revocada en la práctica totalidad de la legislación federal de EEUU (Byerly 1994, 60). De manera similar, otro acontecimiento televisivo causó la repulsa general ese mismo año en Reino Unido. El tratamiento que la policía daba a las denuncias de violación se destapó en un documental realizado con cámara oculta por la productora Thames Television. Millones de espectadores contemplaron atónitos el intimidante y malintencionado interrogatorio de una mujer que había acudido a la policía para denunciar una violación. El programa provocó intensas protestas y contribuyó a impulsar peticiones de mejora en el trato dado a quienes denunciaban una violación (Soothill y Walby 1991, 9). Además de la importancia de tales acontecimientos, el impacto del reconocimiento informativo en sí mismo no debe subestimarse. El veloz aumento en la atención dedicada por los medios informativos a la violencia sexual no sólo reflejó la vida más real, sino que también influyó mucho en ella, cambiando las perspectivas de comprensión de lo cotidiano. Las entrevistas que
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he realizado yo misma y la labor de los grupos de trabajo que he dirigido desde los primeros años ochenta hasta mediados de los noventa destacan la interrelación crucial dada entre la atención de los medios, la comprensión pública y la capacidad de las víctimas para definir sus experiencias, intercambiarlas con otras personas o protestar contra semejantes abusos (Kitzinger 2001). El lapso de 11 años que abarca estas investigaciones, hace hincapié en el destacado papel de los medios de comunicación a la hora de afrontar y nombrar los abusos sexuales, un papel muy distinto –aunque no independiente– al de otros recursos culturales. Antes de mediados de los años ochenta, la noción de que cualquiera podía sufrir abusos sexuales en la infancia a manos de amigos y familiares resultaba literalmente “increíble”. La falta de herramientas culturales para comprender lo que estaba sucediendo, o la incapacidad de “ponerle un nombre”, era algo continuamente destacado por las madres de víctimas infantiles. Una de las mujeres entrevistadas, a quien llamaré Kathy, describió lo mal preparada que se sentía para afrontar la mera posibilidad de un abuso sexual, hasta que de hecho sorprendió a su marido con su propia hija: [Me sentía] como si estuviera teniendo una pesadilla; cuando llegase la luz del amanecer, me podría despertar y eso no habría pasado. Y vino la luz del día, y eso no se borró... [Encontrar a mi marido allí] confirmó lo que ya sabía, aunque no había comprendido que lo sabía (Kitzinger 2001, 95).
Durante todo su testimonio, Kathy insistió en la ausencia de puntos de referencia culturales y en la necesidad de responder “instintivamente”, “como un animal”, sin ningún tipo de guía: Me sentía como si eso fuera una especie de instinto primitivo. Tenía que proteger a mi hija. Precisamente como si fuera un animal, ya
sabe, los cachorros han sido amenazados y tú no puedes hacer otra cosa que ponerte a su lado y simplemente defenderlos. Y eso es lo que hice, como buenamente pude. Pero no tenía absolutamente ningún tipo de modelo, ésta fue la parte más terrible de todo... [cursiva del autor]. Simplemente yo no sabía nada sobre abuso sexual. Me acuerdo de haber pensado: “si al menos hubiera leído algo sobre eso”. Pero nunca había leído nada sobre eso, sólo historias horribles en el periódico [sobre raptos], pero ningún artículo útil en una revista de mujeres que dijese “yo hice esto y lo otro”. Estas cosas entonces no estaban de moda (Kitzinger 2001, 95).
En primer lugar, las víctimas –infantiles y adultas– carecían, para empezar, de suficientes herramientas conceptuales para llegar a comprender sus experiencias. El crimen no sólo era algo para lo que no hay palabras, también era algo literalmente “inconcebible”. Una mujer que había sido víctima de su padrastro explicaba que el abuso no le pareció “real” hasta que supo cómo nombrarlo. Este sentido de irrealidad impregnaba la mayoría de los testimonios de las mujeres víctimas de abusos incestuosos a quienes entrevisté: “Lo más duro de todo es creérselo por completo, intentar atraparlo dentro. Simplemente desaparece entre tus dedos cuando lo tratas de coger”. Samantha, de 16 años, explicó que no podía definir como violación lo que su padre y otros hombres habían estado haciendo con ella desde su infancia. Y esto sucedía porque a ella le pareció no haber ofrecido suficiente resistencia: “les dejé hacer”. En cualquier caso definía la violación como algo que sucedía en un callejón oscuro a manos de “un tío con una navaja”. Samantha argüía que, de hecho, a ella nunca la violaría nadie porque “simplemente estaría ahí, aguantándolo todo, para que acabase pronto” (Kitzinger 2001, 95). Tanto la información sobre la violencia sexual a cargo del movimiento feminista, como el auge de ideas más atinadas sobre
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poder, elección, consentimiento y explotación, contribuyeron a poner en circulación una versión distinta de la realidad existente. El MLF llegó a un amplio público gracias a los medios de masas. Así, las víctimas que habían crecido sin que sus experiencias fueran reconocidas por la cultura dominante, empezaron a encontrar palabras e imágenes para lo que les había sucedido. Ayudadas por la información de los medios, muchas de ellas empezaron literalmente a “reconocer” y “recordar” una infancia de abusos. Alguna de las mujeres que entrevisté durante los años ochenta describía cómo había empezado a interpretar lo que le habían hecho, para al final darse cuenta de que era algo malo y “nada normal”, o de que nadie merecía eso. Otras víctimas encontraron que la información les obligaba a enfrentarse con unos recuerdos que habían intentado olvidar. Según comentó Joanne: Comenzó a hablarse un poco más del tema en los medios de comunicación y un día escuché un programa en la radio que me hizo pensar en eso por primera vez... Cada vez que él abusaba de mí, estaba siempre callado. Y siempre me pareció que todo ese silencio era algo muy ruidoso. Había habido ya demasiado silencio (Kitzinger 2001, 97).
Hacia mediados de los noventa, también la ficción se había convertido en una importante fuente de información y pudo ayudar a conseguir una mejor comunicación con la familia y los amigos. Por ejemplo, una chica (perteneciente al grupo de intercambio de experiencias entre víctimas jóvenes de incesto –grupo número 48, archivo 2–) me contó cómo Liar, Liar, un telefilme, había mejorado las relaciones con su madre: Mi madre lo vio conmigo. En la película la madre no se lo cree; mi madre lo vio y supo cuánta presión tuvo que aguantar la protagonista, eso le hizo ver cómo me podía sentir yo (Kitzinger 2001, 98).
Muchas víctimas de incesto dieron un valor particular al profundo personaje de Beth Jordache, víctima de abusos incestuosos, en la telenovela Brookside. Como explicó una chica de 15 años, ella y otros miembros de su grupo (grupo número 48, archivo 3) comentaban el programa muy a menudo: Lo ves y puedes decir: tengo los mismos sentimientos que Beth, lo mismo me pasó a mí... Conseguimos una cierta comunicación con la tele y podemos hablar entre nosotras de lo que le pasaba a Beth (Kitzinger 2001, 98).
El reconocimiento cultural también desempeñó un importante papel de legitimación de la experiencia, según Joanne seguía explicando:
Beth Jordache, también proporcionaba una imagen positiva e importante de supervivencia: una mujer fuerte, vivaz, de palabra fácil y oportuna y con bastante confianza en sí misma: 3
[Como quiera que fuese] legitimaba tus experiencias, es decir “sí, eso sucede” y sabes que otras personas lo están leyendo y aceptando. No importa que sea realidad o no, ni que sea investigación o autobiografía o cualquier otra cosa, todo se suma. Supe cuando leí a Sarah Nelson [una periodista que publicó un libro sobre abuso sexual en 1982] que era bueno y necesario poder ver todos mis sentimientos plasmados ahí... no sólo soy yo con una fantasía en la cabeza, mucha gente ya lo cree (Kitzinger 2001, 97).
Las víctimas en la televisión son como una gran sombra muy borrosa. Eso me hace sentir terriblemente mal, se tienen que esconder... Yo pensaba: “Voy a crecer sólo para tener miedo de cualquier cosa”. Pero Beth [en Brookside] es muy fuerte y sabe cómo lidiar con todo. Antes de eso, todo lo que veía parecía decirme que si habías padecido abusos serías alguien extraño, diferente, que debías quedarte en un rincón. Ver a Beth realmente me ha ayudado (Kitzinger 2001, 99).
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El reconocimiento y la representación en los medios comenzaron a ser –y aún continúa siendo– un ingrediente de vital importancia para que estas mujeres completaran el proceso de nombrar, dieran sentido a sus recuerdos y fueran capaces de transmitir esa experiencia. La información de los medios de masas contribuyó de modo crucial a la aceleración en la espiral del reconocimiento, lo cual conllevaba una transformación fundamental de las mentalidades –en lo privado y en lo público– mediante el análisis y la discusión. Esto animó la formación y la expresión de identidades personales en torno a esta experiencia tan quebrada y silenciosa, además de contribuir a que los abusos sexuales, el incestuoso en particular, formaran parte del discurso público (Kitzinger 2001). 4 Cualquier análisis del modo en que los medios presentan la violencia sexual debe tener en cuenta que dicho interés mediático ha sido extremadamente novedoso y crucial. Sin embargo, eso no significa que la información de los medios sólo dé lugar a celebraciones exentas de crítica. Claramente ha habido cambios muy significativos en la amplitud del interés informativo, así como algunas reformas en la misma naturaleza de la información. Sin embargo, muchas de las críticas que hacían las feministas en los años setenta siguieron aplicándose en los años ochenta y noventa, una validez que permanece en el nuevo milenio. Asimismo, han surgido nuevos problemas. Dichas críticas son el centro de nuestra atención en la próxima sección.
Nuevas y continuadas críticas a la información de los medios de masas La siguiente sección destaca siete áreas interrelacionadas en las que los medios en general, o ciertos segmentos de la industria, aún merecen críticas. Dichas áreas son: – El énfasis dado a “los acontecimientos”
en reportajes y noticias.
– Una cierta fatiga mediática y el declive del interés en la rutina de los abusos.
– La excesiva atención prestada a varias acusaciones dudosas.
– La imitación del lenguaje de los juzgados: con disculpas a los criminales y propalando estereotipos sobre las víctimas y su condición como tales. – La “expulsión simbólica” de la violencia sexual de la sociedad mediante la insistencia en el peligro de los extraños. – Evitar o deformar las representaciones del análisis social, definiendo a los agresores sexuales como el Otro, “alienando” la violencia sexual al asociarla directamente a la homosexualidad, o definiendo a las víctimas como el Otro con la consiguiente reificación de los programas basados sólo en ley y orden, – El racismo, la mirada blanca y una “ceguera ante el color” muy selectiva.
El énfasis dado a “los acontecimientos” en reportajes y noticias Muchos críticos de los medios han destacado que el formato informativo, en tanto que formato, tiende a dejarse llevar por acontecimientos en lugar de por problemas. Esto es innegable en las noticias sobre violencia sexual. Un estudio, por ejemplo, descubrió que la cobertura informativa de casos particulares ocupaba el 71% del espacio dedicado por la prensa británica a la violencia sexual en la infancia (Kitzinger y Skidmore 1995). Esto no deja mucho lugar para el análisis riguroso de cuestiones teóricas, para debates amplios acerca de las causas subyacentes o de las soluciones al problema. De hecho, el estudio citado había hallado solamente cuatro artículos que se centraban en las causas de los abusos sexuales infantiles (cuatro entre los 1668 documentos del análisis). Se han hecho observaciones similares acerca de la información sobre violaciones, 223
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Sabine Massenet Sans titre 2002, Beta, color, sonido, 2’. Cortesía de la artista y Heure Exquise!, Mons en Baroeul, Francia Sabine Massenet habla del eco de las imágenes dentro de la memoria colectiva e individual, a través de resonancias paródicas de imágenes de la cultura dominante (de las telenovelas o de la publicidad), que a su manera libera de la censura, y de resonancias psíquicas entre aquello que evoca (un deseo públicamente reprimido) y aquello que el mundo reenvía. Durante dos años, Massenet grabó de forma regular los anuncios de las cadenas de televisión con la idea de hacer una película que fuera al mismo tiempo crítica y estética. En Sans titre la artista recoge y mezcla imágenes publicitarias
donde la abundancia, el apetito y la fluidez parecen obligatorias y se repiten hasta la saciedad. Estas imágenes presentan mujeres jóvenes como objeto de consumo al mismo nivel que los yogures o natillas que aparentan saborear de una forma explícitamente sexual. Un consumo que se va sublimando y erotizando hasta provocar cierta repugnancia. Massenet es cofundadora del colectivo Est-ce une bonne nouvelle?, nacido con la finalidad de defender el acceso a la creación, así como la diversidad y la autonomía del vídeo frente al mercado del arte y al monopolio de los medios de comunicación.
malos tratos y abusos sexuales a mujeres adultas (Cuklanz 1996, 84 y Bathla 1998, 107). La información de los medios de masas muestra una tendencia a centrar su atención no en las causas sino en los acontecimientos, lo que implícitamente presenta la violencia sexual como un hecho que se da por supuesto, con gran énfasis en la intervención y en los juicios de acusaciones particulares, en lugar de en las soluciones sociales más profundas. Tanto el hecho de que la violencia sexual a menudo encaje con el esquema tradicional de la crónica de sucesos, como el de que mucha información se base en casos judiciales individuales, hacen que el sistema judicial tenga preferencia como lugar para las actuaciones prioritarias.
La “fatiga mediática” y el declive del interés en la rutina del abuso Además de apoyarse exclusivamente en acontecimientos, los medios informativos también tienen una capacidad de atención notablemente corta. Así, el punto más alto de atención en los setenta y en los ochenta pronto se transformó en aburrimiento mediá224
tico. Los periodistas entrevistados en los años noventa compartían el sentimiento de que sus directores y públicos respectivos se habían “fatigado” tras tales historias (Benedict 1992, 251, Kitzinger y Skidmore 1995 y Skidmore 1998). Si bien la rutina del abuso ha dejado de ser noticia, eso no significa, sin embargo, que ciertos “ángulos” de la historia no consigan su audiencia. Un nuevo ángulo a menudo proporcionado por acusaciones controvertidas y por el auge de una nueva forma de escepticismo.
Centrar la atención en acusaciones controvertidas Las estadísticas sobre la frecuencia en los casos de violencia sexual ya no se convierten en noticias nuevas y atractivas, ni tampoco atraen reportajes continuados. Los casos controvertidos en los que las acusaciones dejan lugar a dudas, sin embargo, encajan muy bien dentro de los valores informativos mediáticos y de las prácticas periodísticas. Incluso cuando tales casos no se adaptan bien al núcleo “duro” de los valores periodísticos –por ejemplo, tener acontecimientos
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informativos “claros” y fuentes al más alto nivel–, se ha producido, con mucho éxito, un cierto contraataque dirigido al testimonio de mujeres y niños. Éste ha prendido en otros medios y valores culturales, incluyendo las “historias de interés humano” –que retrataban a hombres terriblemente preocupados por convertirse en “víctimas” de acusaciones falsas–, en el persistente prejuicio contra la veracidad de mujeres y niños, o en el bajo estatus de quienes se hallaban implicados en supuestos casos de abuso. A menudo, los actuales medios de masas prestan más atención a las supuestas acusaciones falsas que a verdades contrastadas sobre la violencia sexual. Así, la “violación en una cita con un conocido”, el “síndrome de los recuerdos falsos” o las acusaciones controvertidas de abuso sexual infantil han alimentado –o tal vez revitalizado– el nuevo discurso del escepticismo. Sea cierto o no que tal escepticismo esté justificado en los casos particulares sometidos a escrutinio, la maniobra de diversión del interés mediático en tales casos sólo sirve para oscurecer el ingente problema de la violencia sexual (Reavey y Warner 2003).
En Reino Unido, por ejemplo, el abuso sexual comenzó a reconocerse como un problema social serio en 1986. Sólo un año más tarde, sin embargo, la noticia de mayor impacto trataba sobre acusaciones impugnadas en Cleveland. Los reportajes se centraban en la angustia de aquellas personas cuyos hijos estaban ahora tutelados por los servicios sociales, llegaban a desafiar la validez de las técnicas de diagnóstico y acababan vilipendiando a todos los profesionales involucrados en el caso. Los titulares incluían: “Embusteros y traidores: miembros del parlamento acusan a los jefes de servicios sociales en el escándalo de los abusos infantiles” (Daily Mirror, 26 junio 1987),“Médicos: ¡dimisión!” (The Sun, 26 junio 1987), y “El calvario de unos padres acusados: ‘vinieron a por mis hijos de madrugada” (News on Sunday, 26 junio 1987). Esta imagen del Caso Cleveland quedó establecida como patrón para los medios (Kitzinger 2000) y fue muy utilizado para interpretar escándalos subsiguientes, como en el controvertido caso de 1991 acaecido en las Islas Órcadas (al norte de Escocia, Reino Unido), donde los trabajadores de los servicios sociales fueron acu-
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sados de “robar hijos de familias inocentes”. La repetida asociación de las Órcadas con Cleveland permitió a periodistas y lectores utilizar un atajo para “comprender” ambos acontecimientos. Ya sean ciertas o falsas las alegaciones en cada caso, el efecto exacto de la analogía fue cortocircuitar la reflexión crítica y ensombrecer el problema de la violencia sexual al centrarse en los trabajadores sociales como los auténticos malvados que “abusaban” y “raptaban” niños (Kitzinger 1996, 2000).
Los padres acusados alegaban que sus hijos habían sido instigados por sus psicólogos a tener falsos recuerdos de abusos sexuales. Estos escándalos fueron seguidos más tarde por el “descubrimiento” del “síndrome del falso recuerdo”. Los padres acusados alegaban que sus hijos, ya adultos, habían sido empujados por sus psicólogos o por la obsesión de nuestra cultura por la violencia sexual a recordar erróneamente abusos en la infancia (tabla 3). Igual que en el Caso de las Islas Órcadas, los periodistas aceptaron esta “injusticia” con gran vigor. Los periodistas dieron prioridad a las protestas de los padres que defendían su inocencia, y prácticamente invitaban a sus lectores a que se identificasen con ellos en lugar de con las “supuestas” víctimas. Los padres (y algunas madres) tenían una probabilidad siete veces más alta de ser entrevistados que su acusadora descendencia. Otra vez la información siguió un problemático camino minado. Había, por ejemplo, una chocante asimetría en cuanto al grado de credibilidad concedido a cada bando. Así, las emociones de los padres acusados se utilizaban para subrayar su inocencia; y la “histeria” de quienes hací-
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an las acusaciones se utilizaba para socavar su credibilidad. El significado del rápido aumento y de la propia naturaleza de la atención mediática a este problema podría llenar volúmenes enteros sobre el género de quiénes ostentan el poder y las prácticas de los medios de comunicación. Los hombres pueden tener una mayor autoridad y recursos prácticos o culturales para funcionar como fuente de los medios. Asimismo, los hombres disfrutan de más posiciones de poder dentro de las organizaciones mediáticas y, en ocasiones, se identifican claramente con los padres acusados (Kitzinger 1998). Sin embargo, tal vez resulte más significativo el modo en el que una cierta ética “masculina” impregna la cultura de las salas de prensa. La información de los medios puede estar constituida gracias a procesos muy sutiles, como la manera selectiva de privilegiar los discursos y “modos de conocimiento”“masculinos” sobre los “femeninos” (lógica sobre emoción, ciencia sobre intuición), a juicios asimétricos acerca de las emociones y la credibilidad de hombres y mujeres (como hicieron por medio del concepto de “histeria”), y a las operaciones para colocar etiquetas sexuales a formatos y géneros (noticias “duras” frente a noticias “suaves”) (Kitzinger 1998). 5
La imitación del lenguaje de los juzgados: con disculpas a los criminales y propalando estereotipos sobre las víctimas y su condición como tales La confianza mostrada por los periodistas en procesos de instrucción controvertidos o en los procedimientos judiciales a la hora de narrar sus historias, significa que las ideas acerca de las causas de la violencia sexual que acaban en sus informaciones a menudo resultan reiteraciones carentes de reflexión previa y de sentido común. O, como alternativa, puede ser simplemente un eco del discurso judicial. Esto último es particularmen-
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te problemático porque los juzgados representan lugares donde se reifica la tradicional definición patriarcal de la violación. La información mediática sobre casos judiciales a menudo refleja y ocasionalmente amplifica este discurso del patriarcado. Con frecuencia, la víctima es invisible y silenciosa, el objeto anónimo de discursos en competencia. “Se habla constantemente de ella, sin embargo permanece inaudible o sin posibilidad de expresión; a ella se la muestra como espectáculo pero permanece irrepresentable” (Moorti 2002, 110). Tanto en los juzgados como en los medios, las víctimas se definen, también de manera rutinaria, ya como “inocentes”, ya como “culpables”: una dicotomía que resulta opresiva incluso sin tener en cuenta la categoría particular que se permita ocupar a mujeres y niños. Los niños, por ejemplo, definen la inocencia de modo inherente en tales discursos, pero esto puede ser igualmente opresivo (Kitzinger 1990). Críticas similares se aplican a la categorización de víctimas o supervivientes adultos de violencia sexual, una etiqueta con más frecuencia “a la disposición” de mujeres adultas que a la de los niños (Kitzinger 1988 y Benedict 1992). La inocencia o la culpabilidad también pueden depender de la conducta de una mujer. La reputación de la mujer violada por el boxeador norteamericano Mike Tyson fue sutilmente manchada en los medios por conducir muy rápido, acudir a fiestas y por su ambición de ascender socialmente (Benedict 1992, 257). Las acusaciones de violación contra William Kennedy-Smith fueron cuestionadas por las declaraciones del abogado defensor, reiteradas en los medios de comunicación, alegando que la denuncia de violación se presentó “después de una noche de borrachera en diversos bares de Palm Beach” (Moorti 2002, 95). Así, mientras que la conducta de las mujeres es objeto de intenso escrutinio, los hombres acusados de agresión pueden ver cómo
Tabla 3: Ejemplos de titulares sobre el “síndrome del falso recuerdo” en la prensa británica “Terapia peligrosa: cómo esa niña enferma llegó a creer que sus queridos padres abusaban de ella” (Mail on Sunday, 3 diciembre 1995). “Recuerdos que retornan para destruirnos” (Sunday Times, 15 mayo 1994). “¿Recuerdos completos? Cómo el “síndrome del falso recuerdo” llega a revelar un pasado que nunca existió” (The Guardian, 6 enero 1994). “La pesadilla de un padre: su hija se inventó una historia de violación después de una visita al psicólogo” (Daily Mail, 29 marzo 1995). “¿Abusó este hombre de su criatura? Algunas teorías sugieren que muchas mujeres que aseguran haber sido víctimas de abuso sexual a manos de sus padres están, de hecho, inventándoselo todo” (Daily Mail, 3 marzo 1993).
sus actos quedan en la sombra. Los periodistas utilizan con frecuencia la voz pasiva para describir las agresiones, de manera que la acción se aleja del perpetrador y parece que no se le quiera hacer responsable de la violencia de sus actos (Henley et al. 1995). Los periodistas pueden dar más relevancia a los argumentos del acusado: que interpretó mal las señales, que fue provocado por la conducta de la mujer o por una incontrolable lujuria (Lees 1995). Los estudios de casos particulares muestran asimismo cómo la información puede dejar la naturaleza de las agresiones en la sombra. Algunos periódicos
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Kevin McCourt y Gabriel Martínez Fathers, Husbands, Sons / Padres, maridos, hijos 2002, DVD, color, sonido, 1’30’’. Cortesía de los artistas. “Hemos utilizado el español y el inglés para enfatizar que la violencia no tiene idioma. El título del vídeo nos sitúa frente a los agresores, porque gran parte de la violencia que sufren las mujeres es obra de personas con las que comparten su vida. Así, mientras el español sitúa la narración en un contexto ‘local’, el inglés la proyecta a un ámbito transcultural más ‘universal” Kevin McCourt y Gabriel Martínez. Un retrato-documental de mujeres maltratadas. En tan sólo 90 segundos esta obra consigue condensar el retrato del trauma, desde la fragilidad emocional a la crisis de los sentimientos; desde la destrucción del concepto de hogar al miedo y la negación de la vida. Representa también lo que algunos autores llaman “ciclo de la violencia”, el cual generalmente se manifiesta en tres etapas: acumulación de tensión, momento crítico y agresión, y reconciliación romántica.
llegaron a emplear términos como “tocamientos” o “tener relaciones sexuales” para describir la violación en grupo que sufrió una víctima a quien, además, aplastaron la cara contra una piedra (Benedict 1992). Un programa informativo de la cadena NCB describió los cargos de violación contra William Kennedy-Smith como “una bagatela de falta con abusos deshonestos” (Moorti 2002, 91). Tales informaciones disculpan a los agresores y desacreditan a las mujeres en tanto que individuos. Y más en general, recalcan una cierta idea sobre considerar la violencia sexual como una violencia no real, o hasta qué punto se podía decir si había consentimiento, por ejemplo, aceptando la invitación a una habitación de hotel. La responsabilidad se desplaza hacia las mujeres, que deben evitar “un vestido provocativo”, “una conducta indecorosa”, tener demasiada confianza en sí 228
mismas o tener demasiado poca, o simplemente no deben salir a tomar una copa con un hombre.6 Por desgracia, la parodia de los consejos para mujeres reproducidos anteriormente (tabla 2) es tan aplicable hoy en día como lo era hace 20 años.
La “expulsión simbólica” de la violencia sexual de la sociedad La quinta cuestión importante que deseo destacar aquí es lo que llamaré “expulsión simbólica” de la violencia sexual. Utilizo esa expresión para subrayar el hecho de que las representaciones mayoritarias de la violencia sexual fracasan a la hora de proponer estrategias fundamentales para erradicar las agresiones de nuestras sociedades, algo que implicaría un cuestionamiento esencial del género y las normas sexuales o de las desigualdades de poder. En lugar de esto, tales
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P.1 La primera fase consiste en la acentuación de las diferencias de la pareja, que el hombre acaba expresando con insultos e insinuaciones de insatisfacción cuando se enfada. La mujer, ante estas reacciones, intenta solucionar la situación mostrándose complaciente y tolerante. En la segunda fase, la violencia física o de carácter psicológico severo se hace evidente. Mientras el hombre intenta controlar a la mujer mediante castigos violentos y arbitrarios, ésta sigue mostrándose sumisa y negando la violencia a la que es sometida. La última fase es la reconciliación romántica, en la que el hombre se arrepiente de lo que ha hecho y desea retractarse con gestos cariñosos y promesas de cambio, pero esta fase es temporal: es una trampa en que caen las mujeres, dispuestas a solucionar el problema sin que importen las consecuencias.
representaciones a menudo propagan una solución prefabricada para el problema; algo que implica el uso de una imagen muy distorsionada acerca de la naturaleza de la violencia sexual, poniendo el énfasis en el peligro de extraños y minorías, además de mostrar una marcada tendencia a la hora de atribuir actos de violencia sexual sólo a un cierto tipo de “persona”: el Otro. Así, esto deja el escenario preparado para promover sólo políticas basadas en la ley y el orden, algo que pretende erradicar la violencia sexual meramente con la identificación y el control de tales individuos. En los siguientes párrafos ilustraré cada uno de dichos temas y sus interrelaciones. 1. El peligro de extraños y minorías. Aunque las representaciones mediáticas de la violencia sexual ya no se centran exclusivamente en agresiones perpetradas por indi-
Al final del ciclo, la mujer ha perdido el miedo a la situación porque cree que las agresiones no volverán a repetirse y confía en el cambio y el arrepentimiento. Sin embargo, en el fondo, vive aterrorizada sin aceptar que ha caído en un ciclo de violencia.
viduos extraños con alguna patología, este tipo de agresiones todavía recibe una atención desproporcionada. A los medios de comunicación les interesan mucho más los casos insólitos y espectaculares de agresiones en serie que la fatigosa rutina de la violencia sexual ordinaria, propia de la vida cotidiana. La agresión del extraño encaja con las ideas tradicionales sobre la naturaleza de “lo que merece ser noticia”, y la búsqueda de una criatura desaparecida o de un agresor sexual en serie, por ejemplo, tiene fuerza y razones propias como para atraer una intensa y prolongada atención informativa (Soothill y Walby 1991, 145, 157, Kitzinger y Skidmore 1995 y Meyers 1997, 93). El estilo Jack el Destripador para aproximarse a historias de violencia sexual tiene su propio poder narrativo, algo que deja de lado importantes cuestiones sociales. Por ejemplo, cuando Pitman analiza un episodio
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del programa America’s Most Wanted, en la cadena Fox, sobre la desaparición de 31 mujeres en Vancouver, argumenta que la imposición de un “patrón mediático” a lo Jack el Destripador tuvo consecuencias extremadamente problemáticas, pues “desplazó la atención de explicaciones locales altamente politizadas en relación con leyes sobre prostitución, prácticas políticas en la comunidad y espacios urbanos peligrosos” (Pitman 2002, 167). 2. Evitar o deformar el análisis social. Al mismo tiempo que se destaca lo espectacular y se evitan las implicaciones sociales, los medios de masas llegan incluso a desechar cualquier estudio que destaque la naturaleza tan extendida de la violencia sexual, especialmente si la investigación se identifica con el feminismo (Soothill y Walby 1991, 145). Con frecuencia la autoridad de tales puntos de vista se socava mediante su descripción como subjetivos, emocionales o incoherentes (Los y Chamard 1997, 132, 302, 322). Las estadísticas oficiales publicadas por el gobierno o los organismos estatales norteamericanos presentan más dificultades para considerarlas ignominiosas. Probablemente se ofrecerán noticias respetuosas sobre tales cifras, pero más a menudo se suelen tratar como elementos informativos únicos o aislados, que carecen de implicaciones para desarrollar estrategias mediáticas de información más amplia. 3. Definir a los agresores sexuales como el Otro. Además de evitar el análisis de la naturaleza tan extendida de la violencia sexual, y situar la amenaza sexual en “el extraño”, con frecuencia los periodistas también definen a los agresores como seres marginales por medio de una gran variedad de procedimientos retóricos. Pueden retratar al agresor como una “bestia”, un “animal”, o como un tipo distinto de persona, casi de una especie
diferente. El mero hecho de que exista un nombre específico, “pedofilia”, para describir a quienes abusan sexualmente de niños implica que quienes cometen tales actos pertenecen “a una raza aparte” (Hebenton y Thomas 1996 y Kelly 1996, 45). Por supuesto, el mismo concepto de “pedofilia” no destaca sino el abuso sexual en la infancia, como si no hubiera ninguna conexión entre los abusos cometidos contra niñas y niños y
Cuando los periodistas conectan la violencia sexual con actitudes culturales es para calificar esas culturas de “marginales” o “extrañas”. los perpetrados contra personas adultas. Cuando los periodistas sí conectan la violencia sexual con actitudes culturales arraigadas acerca de las relaciones sexuales normales o de la masculinidad, es para hacerlo calificándolas de culturas “marginales” o “extrañas” en lugar de aceptar la crítica feminista a los valores dominantes del patriarcado. La cobertura informativa del Caso Big Dan en 1983, por ejemplo, sugería que sólo la comunidad lusoamericana sostenía el tipo de puntos de vista que llevaban a la violación (Moorti 2002, 82-83). De manera similar, las noticias sobre la violación de la mujer que practicaba jogging en Central Park, perpetrada por un grupo de jóvenes negros en 1989, identificaron “la cultura joven de los guetos” como el problema (Cuklanz 1996, 83). Tales estereotipos de explicación “cultural” resultan todavía más evidentes en la información sobre la violencia sexual en el resto del mundo, especialmente en los países que se etiquetan como subdesarrollados. La información en los medios estadounidenses del caso de violación en masa acaecido en una escuela de Kenia en 1991, por ejemplo, relacionó la agresión a las mujeres con “la tradi-
págs siguientes: Eva Lootz Serie Migraciones, 2004. Estampa digital, Ed. Arte y Naturaleza. Cortesía de la artista.
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ción tribal” y redujo a todas las mujeres de Kenia a la categoría unidimensional de “las oprimidas” (Hirsch 1994, 1043, 1045). En ocasiones, parecería que los medios de comunicación se alegrasen de poder centrar su atención en casos “exóticos” de violencia contra las mujeres, de manera que casos de “apropiación de dote y repudio de la esposa”, “vendaje para empequeñecer los pies”, “mutilación genital femenina” o los malos tratos sistemáticos a las mujeres en regímenes fundamentalistas “extranjeros” se toman como prueba de la involución de tales países. En el caso de Afganistán, la ausencia de derechos para las mujeres fue utilizada para justificar la invasión de los ejércitos “liberadores” norteamericanos y británicos en 2001. 4. “Alienar” la violencia sexual mediante su asignación a la homosexualidad. Mientras que las feministas destacan las conexiones entre violencia sexual, masculinidad y heterosexualidad “normal”, los medios de masas adoptan con frecuencia el punto de vista opuesto. Así, la violación de mujeres o niñas no se califica como crimen “heterosexual”; sin embargo, las agresiones a niños sí se etiquetan como “homosexuales”. Por ejemplo, aunque la mayoría de los casos de abuso sexual citados en la prensa nacional británica durante 1991 implicaba acusaciones a hombres que agredían sexualmente a niñas, no hubo ni un solo ejemplo de agresión o agresor calificados como heterosexuales. En contraste, hubo 50 noticias 7 que tildaban la agresión o el agresor explícitamente de “gays” u “homosexuales”. 5. Definir a las víctimas como el Otro. No sólo se presenta a los agresores como el Otro, al margen de la sociedad. Las víctimas de violación y explotación sexual también se pueden “alienar”, como si el daño que se les ha infligido a ellas realmente no afectara a “la sociedad en su totalidad”. Esto se ejemplificó del modo más explícito posible
cuando un asesino en serie, el Destripador de Yorkshire, tuvo aterrorizadas a las mujeres del norte de Reino Unido a finales de los años setenta: los medios de comunicación hicieron una distinción entre las prostitutas y las otras víctimas “inocentes”. El Fiscal General declaró que “quizás lo más triste del caso era que... (en) los seis últimos crímenes se asesinara a mujeres totalmente respetables” y, después de uno de los asesinatos, la policía advirtió de que la próxima víctima podría ser “la hija de cualquiera”, como si las prostitutas asesinadas no tuvieran familia (López-Jones 1999).
Los medios de comunicación prefieren orquestar el agravio causado por las sentencias a considerar causas profundas. 6. La reificación de los programas basados sólo en ley y orden. Las tendencias esbozadas previamente permiten que se proponga una solución de “ley y orden” como el único camino hacia delante. Así, puede utilizarse para justificar una aplicación desproporcionada de la ley a ciertos segmentos de la población, como a los individuos homosexuales o a la juventud negra de los guetos. También puede apoyar el rechazo a considerar cómo ciertas “regulaciones de la sexualidad” colocan a las mujeres ante un riesgo mayor, por ejemplo, las leyes con límites imprecisos que dificultan aún más la identificación de los “clientes habituales de prostitutas”; o utilizar la posesión de condones como prueba en contra de las trabajadoras del sexo (López-Jones 1999). Con esto no se tienen en cuenta las soluciones sociales de raíz y las iniciativas de prevención de las violaciones se trivializan: los medios de comunicación prefieren orquestar el agravio causado por las sentencias a
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considerar las causas profundas (Soothill y Walby 1991, 145). De manera particular, esto ha resultado evidente en campañas emprendidas por los medios de comunicación recientemente, que se centran en los así llamados “pedófilos dentro de la comunidad” (Kitzinger 1999 y Bell 2003). Al restringir su atención sobre una minoría de agresores múltiples ya condenados, los medios fueron capaces de centrarse no en la sociedad, sino en unos pocos individuos peligrosos dentro de ella. El problema de la violencia sexual se representaba con la figura del “depredador” que “recorre nuestras calles”, a quien se podía señalar, etiquetar electrónicamente, descubrir y expulsar. De ese modo, los periódicos que habían adoptado esta postura, desplazaron la atención “lejos de las soluciones políticas a la dominación masculina, y la construcción de la identidad masculina se redujo a un conjunto de soluciones basadas en ‘la gestión de problemas puntuales’ [tales como]... penas de prisión más largas (The Mail); tribunales para determinar el grado de riesgo de algunos individuos peligrosos (The Guardian y The Times) o las terapias individualizadas (The Guardian)”(McCollum 1998, 37). El último tema que quiero destacar en el presente análisis de críticas será el racismo, pues atraviesa de manera transversal muchos de los asuntos comentados en páginas anteriores.
El racismo, la mirada blanca y una “ceguera ante el color” muy selectiva Las noticias acerca de Jack el Destripador en el Londres decimonónico sugerían que aquél era un “extranjero” o un judío. Y si el asesino sexual hubiera ejercido sus actividades en los EEUU de la misma época, se hubiera dicho que era un “negro” sin ningún género de dudas. La historia de la información mediática sobre la violencia sexual es también una historia del racismo. En 234
EEUU, las historias de “las alimañas negras” que atacaban a mujeres blancas y de los linchamientos de supuestos agresores representaban el modo principal de representación de la violencia sexual durante las primeras décadas del siglo XX. Tales informaciones servían para mantener en su lugar tanto a los hombres negros como a las mujeres blancas (Benedict 1992, 30). Al mismo tiempo que se perseguía a los hombres negros por la supuesta amenaza sexual que representaban para las mujeres blancas, las mujeres negras –en especial durante la esclavitud– eran víctimas cotidianas de violencia sexual perpetrada por hombres blancos. Esta violencia sexual se daba por supuesta, se legitimaba y se mantenía oculta (Moorti 2002, 55). Así, la participación de mujeres negras en el movimiento contra la violación tiene diversas raíces históricas, incluyendo su implicación en el movimiento contra el linchamiento de finales del siglo XIX y principios del XX, además del periodismo de investigación llevado a cabo por periodistas pioneros como Ida B. Wells (Moorti 2002, 54-57). Aunque el movimiento feminista, predominantemente blanco, a menudo ha dado prioridad al género como categoría de análisis, ciertos críticos han señalado que las intersecciones de género y raza dan lugar a experiencias específicas, las cuales no pueden ser agrupadas en la categoría universal de “la mujer”, como si todas las mujeres fueran la misma y vivieran en las mismas condiciones. Estos críticos se han opuesto al “lenguaje de la subordinación de género que no tiene en cuenta la raza” (Crenshaw 1992), y han probado que con frecuencia se oculta la raza de las víctimas (Pitman 2002). La inadecuación de esta postura “ciega ante el color” se hizo evidente en los años noventa con las controversias que rodearon las acusaciones contra hombres negros como el boxeador Mike Tyson o Clarence Thomas, juez candidato al Tribunal Supremo (Morrison 1992).
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El estudio realizado por Moorti acerca de las violaciones en la información televisiva estadounidense entre 1989 y 1993 proporciona un análisis pormenorizado e incisivo de los problemas de racismo y de “ceguera ante el color”. La investigadora destaca, por ejemplo, el racismo inherente a la información del juicio por violación a Mike Tyson. Antes de que las acusaciones de violación hubieran salido a la luz, el boxeador –argumenta Moorti– era presentado como un deportista que casi había trascendido su raza. Sin embargo, una vez que el juicio estaba en marcha, los profesionales de la información pusieron el acento en su identidad racial. “La prensa ofreció dos versiones de Tyson, ambas constituidas por estereotipos
Mike Tyson aparecía como un salvaje violento y cruel, un obseso sexual que a duras penas podía controlar sus instintos animales; o como una víctima de circunstancias sociales terribles, a quien un amable entrenador había rescatado de las calles, y que finalmente se echó a perder y entró en connivencia con otros. de los afroamericanos. El púgil era un salvaje violento y cruel, un obseso sexual que a duras penas podía controlar sus instintos animales; o bien se le presentaba como una víctima de circunstancias sociales terribles, a quien un amable entrenador había prácticamente rescatado de las calles, y que finalmente se echó a perder y entró en connivencia con otros” (Moorti 2002, 101).
Las mujeres negras padecen una forma diferente de racismo que se mezcla con el sexismo. La violación de mujeres negras recibe mucha menos atención de la prensa, a sus denuncias se les da poco crédito, y nunca se tiene en cuenta el hecho de que pueda tratarse de un crimen tanto de índole racista como sexual (Benedict 1992, 251 y Meyers 1997, 66). Si los medios de comunicación presentan a una mujer negra en tanto que víctima de violación digna de credibilidad, puede haberse conseguido gracias a la ocultación de su raza. Así, por ejemplo, la acusadora de Tyson, una reina de la belleza negra, fue descrita durante el juicio como la mujer típica estadounidense, colocándola efectivamente como una mujer virginal “blanca” (Moorti 2002, 104-5). Sin embargo, esta blancura honoraria conoce mucha precariedad: después del juicio a la mujer se le retiraron tales privilegios y fue reclasificada en la categoría de “tentadora Jezabel” (Moorti 2002, 104-5). El estudio de Moorti prueba que “el género, la raza y la clase social proporcionan la identidad a quienes hablan de violación en la esfera pública, además de dar forma a su modo de hablar sobre ella” (op. cit. 14). La investigadora destaca la “mirada blanca” implícita en la cobertura informativa, e igualmente los modos con los que se define a la audiencia como blanca, por ejemplo, con el uso del término “nosotros” y de suponer que los telespectadores necesitan su traducción del lenguaje y la cultura de los Otros: los jóvenes de barrio (término para los negros en la jerga periodística). Los programas informativos “rara vez muestran el modo en que la raza y el género contribuyen a dar forma a la experiencia individual de la violencia sexual... [Los programas] muestran la violación bien como algo que afecta a las mujeres (blancas), o bien como un efecto de la masculinidad de los negros, casi nunca como el lugar donde se entrecruzan de manera problemática los discursos raciales y de género” (Moorti 2002, 13-14). Así, aunque
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por ejemplo las diferencias raciales pueden utilizarse para dotar de tensión dramática a programas de entretenimiento en horario de máxima audiencia, “cuando la línea argumental se centra en la raza, la violación tiende a ponerse fuera de vista. Tanto la opresión de raza como la de género rara vez se muestran simultáneamente” (Moorti 2002, 215).
Conclusión En suma, la cobertura mediática de la violencia sexual se ha transformado desde los primeros años setenta. El grado de reconocimiento de ésta y la misma naturaleza de la información han mejorado en muchos casos. Los medios de comunicación han sido un agente imprescindible en la transformación radical del concepto público de violencia sexual. Sin embargo, algunos problemas per-
Noticias del machismo Charo Nogueira
sisten. Muchas veces ha sucedido que el racismo o el sexismo, por ejemplo, se han hecho más sutiles; y aún predomina “la mirada masculina blanca”. A esto se añade que los medios, pese a adoptar puntos de vista aparentemente feministas, parecen haber fracasado continuadamente a la hora de tener en cuenta las críticas más radicales acerca del modo en que la sociedad favorece y perpetúa la violencia sexual. En lugar de esto, optan por la “expulsión” puramente “simbólica” de la violencia sexual fuera de nuestro ámbito. También ha surgido un conjunto de nuevos problemas. Entre ellos se incluye la ambivalencia con la que se informa de cuestiones como “la violación en una cita”, algo que reaviva viejos mitos acerca de las agresiones sexuales, y también el hecho de centrarse en acusaciones controvertidas de abuso sexual infantil. Algunos analistas
Una, otra. Y otra más. Cada cinco días, una mujer muere en España a manos de quien dijo amarla. Cada cinco días, la tragedia del machismo se convierte en noticia. Es la cadencia machacona de un drama que sorprende y avergüenza. Pero no siempre fue así. “El machismo mata”, advierten desde hace años las feministas. Durante mucho tiempo gritaron esa frase rodeadas de silencio. Los medios de comunicación asumieron poco a poco esa realidad en los años noventa del siglo XX. Fue entonces cuando estas agresiones, etiquetadas como “violencia doméstica”, dejaron de considerarse un problema privado para convertirse en público. El detonante: la muerte de una madre de familia a la que su marido roció con gasolina y prendió fuego. Esta mujer, Ana Orantes, tenía una particularidad: había denunciado sus años de maltrato ante las cámaras de televisión. Había contado en público lo que miles de mujeres aún callan. Y eso le costó la vida. La imagen de Ana viva, el testimonio de su sufrimiento durante años, se reproducía al
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de la cobertura informativa reciente apuntan a un creciente aburrimiento mediático con la cuestión de los abusos habituales, algo que se considera agua pasada, además de cierta reacción en contra del testimonio de mujeres y el cambio de punto de vista ya citado, por medio del cual los hombres acusados se convierten en las verdaderas víctimas. Sería erróneo culpar sólo a los periodistas. Los medios de información a menudo simplemente reflejan creencias populares, y algunas veces pueden incluso hacerse eco de problemas que surgen del interior del análisis feminista. La postura “ciega ante el color”, que remite a cierta noción universal de mujer –como si todas las mujeres compartiesen una experiencia común–, por ejemplo, es un problema en algunas ramas del análisis feminista además de en los
tiempo que la de su muerte. Fue el aldabonazo. El brutal asesinato de Orantes, en diciembre de 1997, sacudió la conciencia colectiva y desató la alarma social. Sí, el machismo mataba. Y estaba en casa. Meses después, por primera vez un Gobierno de España puso en marcha un plan estatal contra la violencia doméstica, el Ministerio del Interior comenzó por fin a contabilizar el número de víctimas y de denuncias. El drama silencioso y a menudo silenciado empezaba a tener cifras, aunque fuera mal contadas. También arrancaban las encuestas oficiales que arrojaban luz: 1,8 millones de mujeres sufren o han sufrido la violencia de su pareja o ex pareja en algún momento de su vida. Una epidemia, una lacra social. Los medios comenzaron a difundir las agresiones, al menos las mortales, más allá del mero suceso. Y con nuevos criterios acuñados poco a poco, fruto del interés y la discusión tanto en las redacciones como entre los periodistas y los expertos que trabajaban sobre el problema. Fueron desapareciendo los titulares justificativos del estilo “un hombre mata a su mujer por celos”.
medios de comunicación. Los esfuerzos para comprender la cobertura informativa han de tener en cuenta los acontecimientos y las organizaciones que los originan, además de otros procesos subsumidos en la información. Ya he subrayado el modo en que el discurso judicial se refleja en las noticias y las implicaciones de una aproximación “basada en los acontecimientos”. Entre otros factores que dejan su impronta en la información se incluyen las fechas de entrega, los valores informativos y cuestiones como los límites del formato. Asimismo, un problema evidente en las salas de prensa se cifra en la carencia de especialistas en violencia sexual, con experiencia en la complejidad del tema (Benedict 1992, Kitzinger y Skidmore 1995, Meyers 1997 y Skidmore, 1998). En este texto he tratado de dar una imagen de conjunto de la cobertura informativa de
No, la mataba por otra cosa: porque se sentía su dueño. Quitar la vida a la compañera era, definitivamente, algo injustificable, cuyas motivaciones había que desenmascarar. Era el primer paso hacia la tolerancia cero. Un paso al que no fueron ajenas las periodistas. Son ellas, prácticamente en todos los medios, las encargadas de tratar, al menos a pie de obra, un drama que lentamente dejará de considerarse como un tema de mujeres para empezar a tratarse como un problema de todos. Izada la bandera contra el maltrato, los medios de comunicación, especialmente la prensa diaria, empezaron a ir más allá, a intentar explicar los porqués. La violencia doméstica o de pareja es el reflejo de una relación de dominio del hombre sobre la mujer, puro machismo abonado por una desigualdad alentada por los patrones culturales. Niñas educadas para cuidar, para amar, para depender. Niños educados para luchar, para dominar, para triunfar. Hombres que confunden el amor con la posesión, mujeres que, perdida 237
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los medios de masas, centrándome a menudo en los programas de noticias. Sin embargo, hay ciertas limitaciones a la hora de generalizar sobre los medios de información sin haber prestado atención al género. Muchos teóricos sostienen que formatos mediáticos como telefilmes dramáticos, telenovelas y programas de entrevistas brindan nuevas posibilidades para tratar la violencia sexual de modo innovador (Cuklanz 1996, 2000, Moorti 2002 y Henderson 1999, 2002). Finalmente, una comprensión completa del papel desempeñado por los medios de masas a la hora de representar la violencia sexual también necesitaría analizar la recepción de la audiencia... Pero eso, por supuesto, es otra historia.
su autoestima, llegan a creer que merecen los golpes. “Llegas a creer que te pega porque te quiere”, explican las víctimas. En un país que ha pasado de la dictadura a la democracia de forma ejemplar, la igualdad dista de estar consolidada en las relaciones de pareja. Y eso cuando las mujeres ganan autonomía a pasos agigantados. En paralelo, la violencia machista se banalizó en otros ámbitos comunicativos, especialmente en ciertos espacios televisivos. Las agresiones de pareja se convirtieron en un ingrediente habitual de la telebasura y ocuparon espacio en los programas rosas. El famoseo se apuntaba al carro y cobraba por incorporarse a un elenco de víctimas que nunca habían salido en el papel couché. O visto de otro modo por el gran público: ni siquiera ellas se salvaban, al menos aparentemente. Las agresiones también eran un espectáculo rentable para la cuenta de resultados de las cadenas de televisión. Y frente a todo ello, unas instituciones lentas, a menudo inoperantes o maniatadas. Surgen las campañas institucionales para animar a las 238
En Jenny Kitzinger. “Media Coverage of Sexual Violence Against Women and Children”, en Women and Media. International Perspectives. K. Ross y C. M. Byerly (eds.). Oxford: Blackwell Publishing, 2004, 13-38. 1. La cobertura de los medios informativos ha desempeñado papeles diferentes en cada país, y las formas de violencia sexual contra las que las mujeres han hecho campaña también difieren. Este texto se centra en los contextos británico y estadounidense. Otras cuestiones han sido importantes en diferentes países; por ejemplo, aunque no pude encontrar estudios sistemáticos, resulta evidente que los medios de masas han desempeñado un papel crucial y controvertido en las campañas contra la esclavitud sexual, establecida por los militares en este caso, cuando grupos de mujeres coreanas trataban de demandar al gobierno japonés.
mujeres a denunciar su situación. Pero una vez que lo hacen se sitúan aún más en la diana de su agresor. La única alternativa, en el mejor de los casos, es ir de la comisaría a una casa de acogida –donde existen–. La protección que ofrecen jueces y policías es exigua o nula. Una mujer puede llegar a denunciar una veintena de veces a su agresor y morir a manos de él. La sangría de vidas femeninas, de la que los medios dan cumplida cuenta, salta a la arena política en 2002. Los primeros enfrentamientos en el Parlamento dejan paso a la primera medida adoptada por unanimidad: la creación de una orden de protección que permite a los jueces otorgar amparo inmediato a las víctimas. El triunfo socialista, en marzo de 2004, lleva aparejado el compromiso de que una ley integral contra la violencia machista sea la primera en aprobarse en el nuevo Legislativo. El 23 de diciembre, con todos los votos a favor, queda aprobada definitivamente una ley considerada pionera en Europa que busca proteger en todos los ámbitos a las mujeres que sufren la violencia de su pareja o ex compañero. No erradicará el
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2. Estudios clásicos para un examen del análisis feminista radical de la violencia sexual durante los años setenta. 3. Además es lesbiana en la telenovela, una identidad bien acogida por algunas mujeres, pero considerada con mayor ambivalencia por otras. Las entrevistadas que se adherían a la segunda postura pensaban, o bien que eso promovía la idea de que la violencia sexual transformaba a las mujeres en lesbianas, o bien que creían que ser lesbiana representaba, en sí mismo, una identidad negativa. 4. Para un análisis de la reacción de las mujeres ante las representaciones televisivas de violaciones y malos tratos, ver Schlesinger et. al. 1992. 5. Para una reflexión crítica sobre los falsos recuerdos y la construcción de una experiencia de abuso sexual desde un punto de vista feminista, ver Reavy y Warner 2003.
problema de un plumazo, pero sienta las bases para intentar atajarlo desde todos los ámbitos: educación, justicia, protección social... A estas alturas, con la ley recién estrenada y también con muertes sin freno, algunos se preguntan si los medios de comunicación, al hacerse eco de cada caso, alientan la epidemia violenta, si los casos (72 asesinatos en 2004, uno más que el año anterior) aumentan porque se airea el problema. ¿Alguien decide matar a su compañera porque lea un caso así en el periódico?, cabe replicarles. Parece dudoso. Pero se puede copiar la manera de hacerlo. Estamos ante un problema muy viejo, la violencia del hombre sobre la mujer, pero que sólo recientemente se ha convertido en piedra de toque en España, aunque limitada al ámbito de la pareja o ex pareja: las violaciones, por ejemplo, no suscitan el mismo clamor. En otros países de la Unión Europea, ni siquiera se hacen estadísticas sobre la plaga mortal del machismo en la pareja. Y eso pese a que se estima que una de cada cinco europeas ha sufrido violencia en algún momento
6. La misma estructura narrativa de algunas noticias favorece esta aproximación. Kay Weaver analizó la representación de la violencia sexual en programas de reconstrucción de casos como Crimewatch. Esta investigadora señala que dichos programas enseñan a las mujeres “que forma parte de su libertad individual la restricción y censura de sus propias actividades, para evitar así convertirse en víctimas de un crimen semejante... A los telespectadores no se les proporcionaba ningún recurso alternativo para pensar cómo podrían evitarse tan violentas agresiones a las mujeres”, ver Weaver 1998, 262. 7. Esta cifra se queda corta para determinar hasta qué punto llega la asimetría, pues no se incluyen las referencias levemente codificadas a los agresores como hombres solteros, “afeminados” o que aún vivían con sus madres: recursos muy comunes para sugerir la homosexualidad, ver Kitzinger 1999. *. Referencias bibliográficas en p. 345.
de su vida por ser mujer, la llamada violencia de género. Este amplio concepto, que incluye también agresiones de desconocidos según la doctrina de Naciones Unidas, apenas se aborda a nivel comunitario. Cada tanto, un periodista europeo aterriza en Madrid para hacer el enésimo reportaje sobre la violencia machista en España. Habitualmente, carece de cualquier dato comparativo de lo que ocurre en su país. La página del periódico de mañana está lista, con esa ración de drama de mujer que golpea con dolorosa frecuencia. Queda recoger, tratar de pensar en otra cosa. ¿Cuándo tocará escribir o editar otra crónica así? ¿Con qué variantes: arma, denuncia previa, hijos, protección policial, relación entre víctima y verdugo? La respuesta, dentro de cinco días aproximadamente: es la tregua media entre cada asesinato. Y la duda siempre en el aire: ¿dejará de haber algún día hombres capaces de asesinar a su mujer?
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Ursula Biemann Writing Desire 2000, DVD, color, v.o.s. 23’. Cortesía de la artista. Writing Desire explora el floreciente “mercado de novias” (bride market) en Internet y otras formas de correspondencia electrónica romántica y erótica. El vídeo ve el ciberespacio como un mercado, un lugar de consumo y un sitio donde el cuerpo femenino y el deseo se escriben de nuevo. Muestra cómo los medios electrónicos como el e-mail e Internet han creado un espacio relacional erotizado, que está definido en términos sexuales y económicos. En el espacio electrónico comprimido, la noción de uno mismo experimenta transformaciones que también afectan a cuestiones de límites, género y sexualidad. Gracias a su velocidad e inmediatez, la comunicación electrónica se ha convertido en una herramienta única para establecer relaciones supuestamente románticas.
Tango y milongas Cristina Torra
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Mientras que muchos en el mundo occidental viven sus relaciones en Internet como algo banal y divertido, muchas mujeres de lugares de economías débiles la ven como una oportunidad y al hombre blanco como símbolo de redención y medio para salir de la pobreza. La intención de sus correos tiene un único objetivo: la emigración a Occidente. En sus escritos, los discursos del deseo romántico se mezclan con el deseo por sobrevivir. El próspero “mercado de novias” es la evidencia de cómo las relaciones emocionales y sexuales se están comercializando dentro del esquema de poder basado en los desequilibrios económicos.
Tango–– No se puede expresar mejor: “La maté porque era mía”. Así dice el tango y, a mi juicio, así es. ¿Por qué matan los hombres a sus esposas, amantes, novias –o ex esposas, ex amantes…–? ¿Por qué? Porque son suyas, les pertenecen, son de su propiedad, igual que los esclavos pertenecen a sus amos. Seguramente todos hemos visto en el cine o en la televisión una escena en que el amo blanco echa literalmente los perros en pos de un desdichado esclavo negro que ha decidido huir de la plantación. Hemos visto escenas de violencia y muerte infligida por el señor todopoderoso sobre el siervo rebelde. ¿Por qué no? Al fin y al cabo los esclavos no eran personas, no tenían alma, ni inteligencia, ni sentimientos, perros rabiosos más que seres
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P.9 Writing Desire intenta combinar varias formas de escribir sin oponerlas: la de las mujeres de las sociedades avanzadas occidentales, que practican un discurso autoreflexivo, psicoanalítico y posmoderno del deseo y la sexualidad; y el discurso de aquellas que luchan por sobrevivir y ofrecer sus servicios emocionales y sexuales para salir de la pobreza. Se sabe que Internet genera diferentes subjetividades entre el mundo industrializado y el que está en vías de desarrollo. Es crucial entender cómo se relacionan entre ellos. Deseos diferentes se escriben con guiones diferentes.
humanos. O simplemente cosas de las que se podía disponer a voluntad. Las matan porque son suyas: les pegan, las humillan, las golpean –porque son malas, porque se descarga sobre ellas las grandes y pequeñas frustraciones de sus amos, porque son tontas e irritantes, porque ellos beben y son desgraciados y de pequeños vivieron también la violencia y…–, finalmente las matan, en un último paroxismo de rabia, de desesperación, de locura. La mujer objeto. Se hablaba mucho de ella en otros tiempos, no sé si todavía. La mujer florero, la mujer ornamento y ornato, la mujer que confiere estatus, posición social, que evidencia y reafirma el poderío de quien la posee. ¿Por qué se casó Aristóteles Onassis con Jacqueline Kennedy? ¿Y por qué –a lo mejor– se casó Arthur Miller con Marilyn Monroe?
Pero, al lado de la mujer objeto de lujo está la mujer electrodoméstico, la que friega, cose, lava, plancha…; la mujer a la que, por qué no, se estima y aprecia, como a unas viejas zapatillas usadas, como a un antiguo mueble útil que siempre ha estado ahí. Existen objetos que sus dueños desean conservar, como dicen los anuncios sobre objetos perdidos, “por su alto valor sentimental”. A veces las mujeres tienen un alto valor sentimental. Por eso sus dueños se resisten a perderlas y las buscan, las acosan, las someten… las matan. Porque, como reza el viejo dicho, “hay amores que matan”. Pero este amor que mata no es un buen amor. Incluso podría dudarse de que se trate de amor y no de un ropaje decoroso que disfrace el hecho desnudo de la posesión. 241
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¿De qué nos extrañamos? Siempre la mujer ha estado sometida al hombre, social, cultural y jurídicamente. Hasta hace dos días la ley consagraba la inferioridad de la mujer, que requería de la tutela del varón para cualquier paso legal. La mujer abandonaba la autoridad paterna sólo para darse de bruces con la de su esposo, cuya autorización precisaba para, por ejemplo, trabajar, abrir una cuenta bancaria, solicitar un pasaporte –ergo viajar–, y que administraba los bienes comunes y los de su cónyuge –que los administraba y, a veces, los fundía–. ¿Por qué, pues, siendo así desde tiempo inmemorial –demos por descontadas todas las excepciones que confirmen la regla– nos sorprendemos de que a las personas del sexo femenino se les reconozca a duras penas en nuestra sociedad y se les niegue en la mayoría de las sociedades, culturas y países, eso precisamente, que sean personas? ¿Por qué nos olvidamos de que existían “delitos de honor” que permitían al hombre matar, casi impunemente, a una mujer si la encontraba en flagrante adulterio? ¿Por qué olvidamos también que el adulterio era un delito castigado con la cárcel? Lo raro es que, con esos antecedentes culturales existan hombres que respeten a las mujeres como a sus iguales. Tantos siglos de mala educación tienen que haber dejado un poso difícil de erradicar en muchas mentes masculinas. Las mentalidades, las conductas que hoy nos parecen aberrantes, no lo eran hace muy poco tiempo. ¿Desde cuándo se castiga la violación? ¿Desde cuándo está mal visto por la sociedad que los señoritos seduzcan a las criadas?
Milongas–– La inmensa mayoría de las mujeres no puede defenderse, como, en general, no tienen mucha defensa los débiles frente a los poderosos. Pero algunas mujeres sí cuentan con instrumentos –educación, amigos, ingresos propios– que pueden permitirles, sea cual sea su estado civil, no sufrir en silencio la vejación y el abuso. ¿Por qué no lo hacen? A mi juicio las mujeres hemos tenido pésimos modelos a lo largo de la historia. No sé si en algún momento y en algún lugar se ha propuesto a las niñas que sean fuertes, libres, respondonas.
En nuestra cultura occidental, por el contrario, el ejemplo a seguir ha sido el de la mujer que acepta no sólo con resignación sino con alegría y, desde luego, sin rechistar, lo que el destino le depare. “He aquí la esclava del señor”, dijo María, “hágase en mí según tu palabra”. Y claro. Por supuesto que en este caso se trataba de Dios Padre y las palabras eran palabras mayores. Pero el modelo a seguir es el de una mujer que acata, sumisa, lo que otros han decidido por ella. Y a continuación el ejemplo abrumador de la mater dolorosa, de la madre sufriente, doliente, abnegada. Abnegada, palabra terrible, que designa a la que se niega a sí misma, a la que, como dice el diccionario que tengo más a mano, hace “sacrificio o renuncia de la voluntad, afectos o bienes materiales en servicio de Dios, del prójimo, etcétera”. Etcétera. De los hijos. De los padres. Del marido. Del amante. Del amado. Quizá, como quería Raimón para otras situaciones, sería tiempo de empezar a decir “no” a tanta renuncia y sacrificio. A convencernos, a interiorizar –como se dice ahora–, que nadie, ni padres, ni hijos, ni maridos, ni amantes, tienen el derecho de ignorar o forzar nuestra voluntad, de imponernos sus criterios, de pasar sobre nosotras con violencia explícita o latente. Que nadie nos puede exigir ni esperar de nosotras, ni la negación de nosotras mismas ni la abyección –el “abatimiento y humillación”, el “envilecimiento”– que tantas veces la acompaña. ¿Por qué aguantan? ¿Por qué no se rebelan? Porque le quiere, le ama, está enamorada de él, de su Amado, de su Dueño y Señor, se responde. ¿Pero cómo se puede amar a quien te maltrata, de palabra, de obra y hasta de omisión? Por supuesto no hablo de los primeros momentos en que el estupor, el desconcierto, pueden paralizar la voluntad e inhibir el juicio. Pero no recuperar la cordura tras insultos y malos tratos continuados parece, debiera parecernos, una conducta aberrante. Pero eso no es amor. Sufren su silencio, se dice, aguantan resignadas, por amor, porque el verdadero Amor –con mayúscula– todo lo comprende y todo lo perdona. No rebajemos un sentimiento noble, incluso excelso. Se tolerará lo intolerable por vergüenza, por respetos humanos, que se decía antes, por desesperación, por temor puro y simple. Pero el amor no tiene nada que ver, insistamos,
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no tiene nada que ver, con esa dependencia afectiva, emocional –social y económica también– que liga a la víctima con su verdugo, que envuelve a tantas desgraciadas como telas de araña, al principio sutiles y brillantes, pero acaban convirtiéndose en gruesas vendas que al final las asfixian y amortajan. No usemos el santo nombre del amor en vano. El amor “que mueve el mundo y las estrellas” debe significar goce y alegría, no muerte y aniquilación. No confundamos la pasión –la PASIÓN, todo con mayúsculas también– con la posesión de un ser humano por otro. Cierto que la pasión arrebata y sublima y nunca la vida parece tan hermosa como bajo su influjo. Pero la posesión tiene un precio y un precio tantas veces amargo. No nos dejemos seducir por todas las milongas que en torno al amor nos han contado y cantado a lo largo de los siglos. La búsqueda del Santo Grial del Amor Perfecto, principio y fin de la eterna felicidad, ha apartado muchas veces a las mujeres de empresas más razonables, las ha hecho perder a veces la razón, la vida a veces. Pero no es ése un destino fatal que debamos asumir ni ante el que debamos claudicar. El amor del sacrificio y de la muerte no es amor. Será enajenación, perversión de los sentimientos, de los afectos, de las emociones. Amor, no.
Basado en hechos reales–– Era una mujer joven, atractiva, inteligente, con amigos y éxito profesional. Su vida emocional y afectiva siempre fue un poco –un bastante– tormentosa. Relaciones complicadas, si no conflictivas. Parecía como si los noviazgos tranquilos con personas adecuadas no estuviesen a su alcance –o no los desease–. Durante un tiempo ingresó en una especie de orden religiosa, en la que duró un año. Tampoco allí debió encontrar lo que buscaba. Un día se encontró con un antiguo amor –ni siquiera eso, con una ilusión infantil–. Fue el flechazo, el enamoramiento profundo, fulminante, sin apelación. Él, residente en otro país, se vino a España. Pero lo que parecía el principio de una vida armoniosa y estable al fin, no fue tal. A él no le gustó Madrid en particular, ni España en general,
ni las costumbres, las comidas, el clima o la geografía que encontró aquí –Madrid, concretamente, carecía de mar– ni nada en general–. Sólo ella. Ella. Su Amor. Su “tesoro dulcísimo”. Es una carga muy pesada ser la única fuente, no ya de felicidad, sino de contento de otro ser humano. Poco a poco esa carga se hizo insoportable. Él era celoso, posesivo, absorbente. No toleraba a su familia, ni a un hijo que ella había tenido de una relación anterior. Un día, ella confesó: “Yo sólo quería ser feliz pero no he llorado tanto en mi vida”. Pero la culpa de sus lágrimas nunca la tenía él, sino todos los demás –familia, amigos, su propio hijo– que no lo aceptaban por razones absurdas, o ella misma, que no estaba a la altura de él, de sus aspiraciones o de su inteligencia. Un día decidieron alejarse de todo lo que ponía trabas a su felicidad y se fueron a una isla, alejada, pequeña. De allí llegó alguna carta, alguna postal. Otro día llegó una noticia apenas creíble. Ella se había suicidado. Apareció en la playa, muerta, devuelta por el mar. Se supieron entonces episodios pavorosos sólo conocidos hasta ese momento por quienes habían estado más cercanos a ella, testigos involuntarios e indeseados de hechos que no se podían ocultar. Un control tiránico, golpes, otros intentos de suicidio. Siempre negados, siempre disfrazados, rechazando siempre la ayuda que muchos le ofrecieron. Hubo una investigación, él no fue encontrado culpable de ningún delito. Algunos ni siquiera tienen necesidad de descargar personalmente el último golpe. Y él, el viudo desconsolado, el hombre que sólo la quería a ella, y solamente a ella, no tuvo inconveniente en acusarla de desequilibrio, de ser extremadamente violenta, de haberla golpeado a veces, sí, pero en defensa propia. Un hombre alto como un castillo. Y, como corolario miserable de una tragedia que, a pesar de los años transcurridos, resulta doloroso reproducir con palabras, él tuvo la desfachatez increíble, la desvergüenza inenarrable, de asegurarse, antes de nada, de que iba a cobrar la pensión de viudedad que le correspondía por ser su “tesoro dulcísimo” funcionaria del Estado. Ojalá nos sirviera de lección.
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Performance feminista sobre la violencia de género. Este funeral es por muchas muertas Ana Navarrete
“La invasión del territorio corporal y la invasión de pueblos, la necesidad de marcar las parcelas de tierra y los cuerpos de las mujeres, son distintas caras de un prisma que proyecta una imagen subordinada de las mujeres, objetiviza sus cuerpos y propone a la agresividad como uno de los componentes indispensables de la masculinidad”. 1
Ana Mendieta
tenía 36 años, era el año 1985, estaba a solas con su marido, el famoso escultor minimalista Carl André, en el piso 34 de un edificio en el Greenwich Village, en Manhattan; nada sabemos con certeza de lo que allí ocurrió, pero Mendieta cayó por la ventana. André fue acusado de asesinato en segundo grado; la defensa, muy hábil en su capacidad de tergiversar, utilizó, ayudado por su doliente marido y una comunidad artística cómplice, la obra de la autora para demostrar sus tendencias suicidas y así hacer prevalecer el criterio de que su trabajo representaba una pulsión de muerte. Buena parte de su obra, fuertemente politizada, se caracterizó por una lucha contra la cultura imperialista occidental, que no es más que un eslabón del gran proyecto imperialista, protagonizado por EEUU y el conjunto de países occidentales, y lo hizo rescatando y recuperando la cultura indígena como vehículo de resistencia. La mujer como naturaleza pero también como cultura, la utilización de materiales con un fuerte contenido mágico y ritual (como la sangre), su recuperación de las culturas prehispánicas, etc., situó a Mendieta en las corrientes incipientes de un feminismo poscolonial que planteaba la necesidad ante todo de seguir siendo otras fuera de los márgenes del discurso feminista blanco que empezaba a tener presencia en ciertos círculos intelectuales y artísticos de aquellos años. Como la propia Mendieta afirma en Se olvidaron de nosotras, uno de sus textos inéditos, el feminismo privilegiado más visible no había comprendido la interdependencia de la opresión de sexo, raza y clase. Hay que insistir en que la lucha del feminismo poscolonial no es “un intento de menguar las luchas feministas, sino de enriquecerlas, de compartir la tarea de construir una ideología y un movimiento liberadores” (hooks 2004, 50). La posición de Mendieta y de muchas autoras frente al discurso Alicia Framis Copyrighting Unwanted Sentences, 2003. Cortesía de la artista.
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homogenizador de la cultura y de buena parte del feminismo, en contra de ese sujeto/ mujer del feminismo blanco y de una cultura occidental imperialista, les llevó a reivindicar la diversidad de las mujeres, pero lo hicieron en muchos casos coincidiendo con el feminismo radical blanco en sus luchas contra la violencia de género. En una de sus obras, Body Tracks, 1974, la artista arrastra sus brazos llenos de pintura, sangre o pigmentos rojos (que asemejan la sangre), describiendo un recorrido de caída a través de esos dos trazos. O estas otras imágenes correspondientes a una performance donde simulaba la puesta en escena de una violación, Escena de violación en un apartamento, 1973, en la que ella misma representa a la víctima. Estas fotos fueron tomadas en el apartamento de la artista quien, a raíz de la violación y asesinato de una estudiante ocurrido en el campus universitario, decide pronunciarse artísticamente con las siguientes acciones: invita a su casa a compañeros y amigos, quienes al traspasar la puerta entreabierta, la encuentran en un cuarto en la penumbra; sólo una luz ilumina la mesa donde yace desnuda, atada de la cintura para abajo y ensangrentada. En el suelo, platos rotos y huellas de sangre. Mendieta permanece inmóvil durante una hora, mientras sus invitados, perturbados, comentan la escena. Todo este dispositivo intentaba confrontar al público con la barbarie de la violencia contra las mujeres. Lo que hacen las mujeres, y por supuesto también sus productos culturales, es siempre, como demuestra este caso, objeto de una vigilancia omnipresente. Pero la atención no es tanto por descubrir el alcance de sus actos y productos –las producciones culturales de las mujeres siempre han sido definidas como cosas de mujeres, cosas pequeñas y sencillas–, la atención sobre estas producciones y acciones se debe a que las mujeres son constantemente vigiladas para poder ser corregidas si transgreden las normas patriarcales, en pro de demostrar siempre, por si acaso, su culpabilidad. Las mujeres son culpables de ser mujeres, ¿de qué era culpable Ana Mendieta? Ana Mendieta era culpable de ser mujer de origen cubano, educada en EEUU, artista feminista… con la complejidad que todo esto implica. ¿No demuestran los argumentos sostenidos en el juicio contra André el racismo y el sexismo contra las mujeres tanto del sistema judicial como del mundo de la cultura? ¿Alguien intentó, aunque fuera por utilizar estrategias argumentales similares, pero invertidas, demostrar la posible brutalidad viril y dominante implícita en las producciones artísticas de André? ¿Alguien habló de la complejidad de las diferencias entre ambos, tanto en cuestiones relativas al contexto artístico como a sus diferencias en materia de sexualidad, edad, raza o clase? Nada de esto importó, André salió indemne y absuelto sin cargos, y la sociedad neoyorkina pudo volver a su “normalidad” habitual. Con algún que otro sobresalto, Lynn Hersmann en Conspiracy of Silence, 1991, denuncia lo que el propio título indica: una conspiración silenciosa, protagonizada por la comunidad artística en su participación activa en la ocultación de pruebas, y un conjunto sin fin de despropósitos, desmentidos y calumnias que se vieron en el juicio. Otro momento difícil para André sucedió en junio de 1992, con motivo de la inauguración de la sede del Guggenheim en el Soho de Nueva York: un numeroso grupo de manifestantes se reunieron a la puerta del centro; una de las pancarta decía: “Carl André está en el Guggenheim, ¿dónde está Ana Mendieta?”. Esta pregunta no espera respuesta, pero tenía como objeto plantear algunas nuevas preguntas: ¿dónde están las obras de las mujeres en las más importantes exposiciones internacionales? ¿Por qué la institución museística celebraba la masculinidad y la heroicidad con una figura tan controvertida
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y polémica como André? ¿Por qué se ignoraron las voces de las feministas cercanas a Mendieta que conocían la virulencia de la relación sentimental y cotidiana entre ambos? ¿Eran intereses sectoriales los que movieron a la comunidad artística en este juicio a participar en la ocultación de los hechos?
Violencia de género Han pasado 20 años de la muerte de Ana Mendieta y 14 de la publicación de Reacción (Faludi 1991), pero la violencia contra las mujeres no ha menguado. Aunque los informes a los que tenemos acceso estén muy condicionados por las disciplinas que los producen y los puntos de vista que los fundamentan, el aumento de la violencia contra las mujeres no radica exclusivamente en el incremento de las denuncias, sino que realmente la violencia crece como bien lo indican las cifras –es aterrador sumarlas año a año–. Nos limitaremos a realizar análisis globales: “En términos generales, los datos disponibles indican que entre el 10% y el 60% de las mujeres han sufrido alguna vez actos de violencia en su relación de pareja y que el 25% ha vivido o vive una situación de violencia” (Bosch y Ferrer 2000, 38), lo que tiene mucho que ver con transformaciones económicas y sociales, que dejan a las mujeres y a los más vulnerables completamente desprotegidos. El concepto de violencia de género es muy amplio. Hablar de “violencia doméstica”, “violencia familiar”, “abusos”, “malos tratos”, “agresiones”, “violencia machista” o “terrorismo doméstico”, etc., es asegurarse por parte del patriarcado la batalla del lenguaje. La casa no es más que uno de los escenarios donde se da la violencia. La violencia contra las mujeres se ejerce de las más variadas formas: la violación, el estupro, el incesto, la explotación sexual, el acoso sexual, los insultos, las vejaciones, las humillaciones, las amenazas de muerte, las coacciones, las amenazas de privaciones, la utilización del lenguaje sexista, la utilización de estereotipos sexuales, la represión de la sexualidad femenina, la discriminación laboral, la honestidad de la mujer como bien jurídico o moral, el no ser dueñas del propio cuerpo y por lo tanto, no poder controlar la reproducción, el desempleo y el subempleo femenino, la pobreza femenina, la jornada de trabajo interminable, el acoso moral, las agresiones físicas, los golpes, la muerte violenta... son algunas de las formas de violencia contra las mujeres. Los estudios feministas se han dedicado a deconstruir estas relaciones de dominación y discriminación y lo han hecho a través del concepto de género. En este sentido, el género no solamente se ha considerado como un conjunto de relaciones sociales materiales, sino también como construcción simbólica. No obstante, no podemos olvidar que el género no es objeto de estudio más que para las estudiosas feministas, de hecho se empieza por poner en duda hasta la pertinencia del término para hablar de la violencia de los hombres sobre las mujeres, como bien hemos visto en las declaraciones de la Real Academia de la Lengua, en el conflicto de la Ley Integral contra la Violencia de Género. “Todo discurso que no tiene en cuenta el problema de la diferencia de sexo en su enunciación y en sus propósitos estará en el seno de un orden patriarcal, justamente indiferente, un reflejo de la dominación masculina” (Heath 1978, 53). La violencia de género se produce en todos los ámbitos de la vida de las mujeres, en la vida en sociedad, en el lugar de trabajo, en el espacio público y privado o en el seno
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de las relaciones íntimas dentro y fuera del hogar: en la familiar, en la comunidad y en el Estado. Estamos hablando de violaciones de los Derechos Humanos que se ejercen sobre las mujeres por el mero hecho de serlo. Según la ONU éste es el crimen más grande ejercido contra un grupo humano y a la vez el más silenciado. Es necesario “subrayar que estamos ante un problema social y no individual, que sus causas no son puramente individuales sino culturales e ideológicas y que sus consecuencias son muy graves para la vida de las personas implicadas, pero también a largo plazo, condicionando gravemente la convivencia democrática” (Bosch y Ferrer 2000, 17). Estamos hablando de terrorismo misógino (Bosch y Ferrer 2000, 34).
Mujeres, prácticas artísticas y políticas culturales En nuestro campo específico y desde finales de los años sesenta, el mundo del arte ha vivido una importante convulsión que se apreció en la emergencia de productos culturales que ponían en cuestión los sistemas de representación tradicionales, las estructuras institucionales o semiinstitucionales de exhibición y difusión y las políticas culturales que las sostenían. Esto fue posible por el marco político pero también por la emergencia de una sociedad civil que reclamaba conocimiento y que se consideraba sujeto activo de la historia. Las prácticas culturales se vieron inspiradas por este escenario de confrontación, los frentes abiertos eran muchos: el nuevo orden internacional impuesto en Yalta antes del fin de la II Guerra Mundial, la crisis de la ortodoxia comunista, la urgencia de la descolonización, el movimiento contra el armamento nuclear, la transformación capitalista hacia el consumo, la radicalización de las luchas raciales, el movimiento antiimperialista contra la guerra de Vietnam y los levantamientos estudiantiles exigiendo la retirada de las tropas y la denuncia del sistema oligárquico estudiantil, la liberación sexual y la lucha contra la discriminación de las mujeres. Todas estas luchas y postulados se produjeron al margen de los partidos de izquierdas y fuera del orden parlamentario y demostraron que podían ser eficaces y provocar transformaciones históricas. La concienciación por parte de la comunidad artística y las acciones de desobediencia civil que protagonizaron tuvieron como consecuencia una poderosa reacción, y fueron las claves de la regresión, lo que se llamó la consecuencia del “exceso de democracia”. Hay que retrotraerse a finales de la década de los setenta, cuando se inicia y va en aumento progresivo una reacción contra el pluralismo, la diversidad y el rechazo hacia las mujeres y las minorías y una celebración de las figuras de autoridad: “En una época en la que la producción cultural en todos los campos es cada vez más consciente, el arte contemporáneo (o al menos el sector que está gozando de más atención en los museos y en el mercado) retorna a concepciones de la organización psicosexual que remiten a los orígenes de la formación del carácter burgués. El concepto burgués de vanguardia, entendido como terreno de la sublimación heroica del hombre, funciona como complemento ideológico y legitimación cultural de la represión social” (Buchloch 2001, 121). A principios de los años ochenta –y particularmente en el campo del arte– observamos el retorno de la pintura y la celebración de nuevo del héroe masculino artista, lo que se evidencia en la exclusión de las producciones hechas por mujeres en todas las granpáginas siguientes: Valie Export Aus der Mappe der Hundigkeit, 1968. Performance. Cortesía de la artista.
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des muestras. No sólo se trataba de inscribir nombres de mujeres artistas en la historia del arte hegemónico, aunque intentos de este tipo también se dieron, sino que lo que interesaba era revelar una realidad: la figura de genio artístico no es un concepto neutro, sino que esta figura es identificada como masculina, blanca y de clase media. El resto de los agentes productores constituyen el Otro indiferenciado. Las mujeres son un grupo social diverso y complejo: blanca, negra o asiática, lesbiana o heterosexual, pueden profesar diferentes religiones y pertenecer inevitablemente a generaciones y clases sociales diferentes. El feminismo, con todas las dificultades que conlleva asumir la diversidad, visibilizó la heterogeneidad con una serie distinta de feminismos que correspondían a las múltiples necesidades e intereses de las mujeres: feminismo socialista, marxista, lesbiano, psicoanalítico, feminismo de la diferencia, artístico, poscolonialista, etc. Aunque la heterogeneidad de estos discursos planteaba la imposibilidad de hablar de la mujer como sujeto mujer universal, un nosotras indiferenciado, las mujeres aprendieron que como grupo están sometidas a la dominación de sexo/clase/raza. La crítica feminista de arte, por su parte, ha demostrado cómo la institución arte y la historia del arte, disciplina que la sostiene, inscriben la diferencia de sexos/género tanto en la estructura de la disciplina como en los debates que produce, basándose en un orden de poder conferido por el deseo dominante heterosexual masculino, donde ningún otro deseo tiene cabida. “¿Dónde está el deseo, la presencia y la voz de las mujeres y de todos aquellos que no se ajustan a la norma heterocentrista y patriarcal? ¿Dónde quedan representados esos otros sujetos? ¿Cómo representar un momento de la historia de toda mujer que no existe en las representaciones culturales de la feminidad?” (Pollock 1994). Muchas mujeres han denunciado con sus prácticas el sexismo y el racismo en el mundo del arte y han buscado fórmulas y estrategias que hagan visible la situación de las mujeres, como mujeres y como artistas, y lo han hecho demostrando cómo el orden social guarda una relación estrechísima con el orden simbólico: las representaciones de este orden social patriarcal son la mejor muestra de en qué consiste la discriminación por cuestiones de sexo/género. La cultura, el lenguaje, el arte, la literatura, el cine, la publicidad, la televisión... son formas de representación que mantienen la jerarquización social, en las que la representación de la feminidad sigue basándose en estereotipos, que se convierten en organizadores del pensamiento social. La mujer es prisionera del orden simbólico masculino, del placer visual, prisionera del lenguaje patriarcal. Las artistas feministas han demostrado cómo una de las fuentes principales de opresión de las mujeres radica en el modo en que han sido sometidas a la visualidad, y han ido deconstruyendo y evidenciando en qué consisten las tecnologías de la visualidad. “En el siglo XX, la preocupación por lo visual –en un campo como el psicoanálisis, por ejemplo– y la perfección de tecnologías de la visualidad tales como la fotografía y el cine nos llevan más allá de una dimensión meramente física de la visión. Lo visual en cuanto tal, como una clase de discurso dominante de la modernidad, revela problemas epistemológicos que son inherentes a las relaciones sociales y a su reproducción. Tales problemas informan los modos mismos en que se construye la diferencia social, ya sea en términos de clase, sexo o raza” (Chow 1990, 72). El género es eje fundamental de la diferenciación social, cultural, y sobre todo económica, relacionado directamente y al mismo nivel con otros ejes de las relaciones de poder: clase, raza, sexualidad y edad.
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Feminismo, cuerpo y performance Ana Mendieta, como muchas otras autoras, utilizaba el cuerpo y entendía éste como un espacio de lucha, como lugar donde se dan todas las batallas, pero además también como lugar primero para la construcción de la subjetividad, del deseo y de la identidad, sea racial, sexual, etc. La performance y el vídeo eran los medios más radicales y los menos sospechosos para las prácticas feministas ya que no arrastraban el peso de la tradición masculina de otras prácticas como la escultura o la pintura. Judy Chicago precisa: “La cólera puede alimentar la performance con una intensidad que la pintura y la escultura no pueden conocer”2 (citada por Iles 1996, 308). Además es en esta época cuando el arte de la performance y otras producciones englobadas bajo la terminología de “nuevos comportamientos artísticos” son rechazadas de pleno por la institución por efímeras y anticomerciales y asistimos de nuevo a la celebración de las prácticas tradicionales, mucho más adecuadas al discurso neoconservador. Pero una visión más acertada del uso de estas prácticas la propone Linda S. Kauffman: “Debido a que nos encaminamos hacia una nueva definición de la cultura, cada medio se encuentra en una encrucijada, ya que debe enfrentarse a las paradojas de la transgresión y a la asimilación en una cultura de consumo” (Kauffman 2000, 26). Según el lingüista John L. Austin, quien acuñó en 1961 el término “performativo”, se define como una actividad que crea aquello que describe. Esta noción lingüística es fundamental para entender el origen de la performance feminista, cuyo fin es desarrollar acciones en vista a un cambio de la realidad social existente; asimismo, el término performativo se está convirtiendo en la actualidad en algo esencial en las prácticas lesbianas y gays para descifrar los discursos sobre sexo/género. Al mismo tiempo la performance, nos dice Diana Taylor, nos sirve para transmitir la memoria colectiva. “Performance, término derivado de la palabra francesa parfournir significa realizar o completar un proceso. La teoría de ‘performance’ viene de estudios antropológicos que se centran en dramas sociales y colectivos y de estudios teatrales. Incluye múltiples tipos de eventos en vivo: puestas en escena, bailes, ritos, manifestaciones políticas, deportes, fiestas (entre otros). Por performance se entiende lo restaurado, lo reiterado, lo que Richard Schechner llama twice behaved behavior (repertorio reiterado de conductas repetidas)” 3 (Taylor). En Standard, 1976, Fina Miralles “aparece amordazada y sentada en una silla de ruedas como metáfora de la parálisis de la mujer que se ve obligada a mirar y a no decir nada. Delante de ella, una pantalla de diapositivas proyecta imágenes de una madre vistiendo a su hija (las bragas, las medias, la camiseta, etc.) para dar a entender que a medida que te visten el cuerpo también te visten la mente. También, delante suyo, un televisor emite un programa habitual con imágenes que reflejan cómo la mujer es tratada en la TV, finalmente suena una grabación con una secuencia de consignas y anuncios conformistas sobre la visión consumista de la mujer como objeto... Miralles nos muestra claramente que el cuerpo femenino es el territorio donde se ejerce la violencia en todas sus formas y la impotencia que se deriva de esta situación”4 (Parcerisas 2001, 40-42). Debemos recordar que el trabajo de performance hecho por mujeres en los años setenta dio visibilidad y proporcionó una presencia activa a las mujeres en el mundo del arte, desconocida hasta el momento, no sólo porque su participación fue muy amplia, sino también por la radicalidad de sus propuestas. Ellas sentaron las bases para el desarrollo posterior del performance art tal y como lo entendemos hoy y, por supuesto, para el 254
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nacimiento de una tradición de feminismo radical en el campo de las artes visuales, a la que hoy acudimos como génesis. Las artistas feministas de la performance demostraron cómo el cuerpo es producido físicamente, socialmente, sexualmente y discursivamente. El cuerpo se escribe con relación al entorno, de forma que éste al mismo tiempo produce el cuerpo. La performance ha sido un campo fundamental de intervención política feminista,5 y esto tiene pleno sentido y se acomoda a una lógica casi cartesiana: el trauma prevalece porque es el cuerpo de las mujeres sobre el que se ejercen todo tipo de violencias y dominaciones, pasadas, presentes y futuras. La memoria es necesaria para rescatar el drama del olvido y el acto performativo con el cuerpo es la estrategia más eficaz para resistir y transformar la realidad. La performance radical feminista crea un espacio para el entendimiento de trauma y memoria. “El trauma y sus efectos ‘postraumáticos’ siguen manifestándose corporalmente mucho después de que haya pasado el golpe original. El trauma regresa, se repite en forma de comportamientos y experiencias involuntarias. Aunque ‘performance’ no es una (re)acción involuntaria, lo que comparte con el trauma es que también se caracteriza como lo reiterado. Performance (igual que memoria, igual que trauma) es siempre una experiencia en el presente. Opera en ambos sentidos, como un transmisor de la memoria traumática, y a la vez su reescenificación” (Taylor). Durante los años setenta, algunas mujeres en el mundo de la cultura y fuera de él, en unos lugares antes y en otros después, a ambos lados del Atlántico, se politizaron con la intención de demostrar la dominación masculina, de raza blanca y heterosexual, y lo hicieron utilizando el cuerpo, desocultando una realidad histórica: las mujeres no son poseedoras de su propio cuerpo, no les pertenece. Las performances de Valie Export a finales de los años sesenta y principios de los setenta eran una forma de resistencia contra el orden patriarcal y los sistemas de opresión. El nombre que adopta la artista es una forma de resistencia en relación con el padre, una forma de identidad social patriarcal a la que la propia artista renuncia voluntariamente. Su nombre, Export, significa también una relación con la producción, no solamente se exportan bienes manufacturados y capitales financieros, también se exportan ideas. Esta performance tiene una relación conceptual con la acción En la ciudad, 1976, de Fina Miralles: “La acción quería denunciar las leyes y la conducta social sobre la propiedad de los bienes materiales y de las personas, como lo demuestra el hecho de que el hombre (en la condición de mártir), cuando ha pasado por un contrato social da su apellido a la mujer y a los hijos para demostrar que son de su propiedad” 6 (Parcerisas 2001, 42). Nuestros cuerpos pertenecen a los servicios médicos que nos clasifican, miden y supervisan, a las tecnologías de la visualidad que convierten nuestros cuerpos en representaciones para el deseo masculino heterosexual y que nos imponen unos modelos de lo femenino para ser miradas y exhibidas por los hombres, para los discursos moralizantes del Estado y de la Iglesia, y para sus aparatos de control de la conciencia, que nos convierten en bienes morales que tienen que ser vigilados en pro de mantener la reproducción y, por supuesto, la estructura familiar, y también en bienes materiales como productoras y reproductoras de mano de obra, en consumidoras primeras, etc. Además de no ser dueñas de su cuerpo, las mujeres demostraron cómo éste las atrapaba, constreñía y confinaba. Confinamiento que se acrecienta con la norma impuesta de tener que acercarnos al modelo de un cuerpo femenino ideal imposible de conseguir 255
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para muchas mujeres. La asociación de la mujer con el cuerpo o el confinamiento al mismo está en el origen de la desigualdad, la opresión y la dominación; de aquí que hasta años recientes haya resultado muy complejo para el feminismo reclamar el cuerpo como fuente de conocimiento, de liberación y también de placer. Este cuerpo que no se posee y que consecuentemente nos atrapa guió el nacimiento del movimiento de liberación de las mujeres y un aumento de la conciencia feminista. Las luchas vindicativas feministas desde mediados de los años sesenta se caracterizaron por reclamar el derecho al propio cuerpo: la liberación sexual, la reivindicación consciente de una identidad lesbiana –no podemos olvidar las prohibiciones jurídicas, sociales y políticas que pesaban sobre el lesbianismo antes de la época de los setenta en España y la imposibilidad de disponer de ningún medio de expresión cultural o político–, el derecho al goce lésbico o heterosexual, el derecho a disponer del propio cuerpo para la reproducción o para la anticoncepción consciente, el aborto, así como de las consecuencias legales, sociales, etc. En Genitalpanik, 1969, con el arma en la mano, sentada en una silla, con las piernas abiertas y los pantalones recortados a la altura del pubis, Export presenta el sexo al público; esta acción fue entendida como un acto provocativo, pero iba más allá de la provocación. Fue un gesto radical que intentaba enfrentar al espectador a sus propias fobias y tabúes hacia la libido femenina. “[La] Performance se apoya siempre en un contexto específico para su significado y funciona como un sistema histórico y culturalmente codificado. Las imágenes articuladas adquieren su sentido sólo en un contexto cultural y discursivo específico. Actúan en la transmisión de una memoria social, extrayendo o transformando imágenes culturales comunes de un ‘archivo’ colectivo” (Taylor). El tema central de todo el trabajo de Valie Export es la resistencia al orden patriarcal, a la dominación del hombre sobre la mujer y a los sistemas sociales tradicionales que están culturalmente codificados. Algunas artistas intentaron reivindicar una identidad de mujer heterosexual que no fuera ni pasiva ni víctima y que pusiese en la picota las convenciones sociales exclusivamente andróginas que condenaban a las heterosexuales a una sexualidad fundamentalmente fálica, y que a su vez negaba la sexualidad femenina fuera de estos márgenes: Carole Schneemann en Interior Scroll, 1975, desnuda, iba extrayendo una tira de papel, un manuscrito enrollado en el interior de su vagina, y a la vez iba leyendo el texto del escrito, texto sobre su relación sentimental con un realizador cinematográfico estructuralista, un manuscrito sobre el cuerpo femenino como fuente de conocimiento. Paralelamente, se desarrolló un movimiento de oposición a la normalización del cuerpo de la mujer: dietas, maquillajes, operaciones estéticas, etc. Lynn Hersman creó, contra la modificación convencional y normativa del cuerpo femenino como artificio, la persona ficticia de Roberta Breitmore, una chica de 30 años, bien situada económicamente y que dedica mucho tiempo y dinero a su cuidado físico. Otras artistas empezaron a demostrar cómo la hegemonía sexista era inseparable de la hegemonía racista y clasista. Adrian Piper, en The Mythic Being, 1974-1975, experimenta su identidad en un cuerpo marcado socialmente y que no es verdaderamente el suyo, un alter ego masculino y joven, lo que sin duda es interpretado como una amenaza para la sociedad racista. En esta obra examinaba explícitamente la construcción de la diferencia racial. Al igual que Piper, un numeroso grupo de artistas empiezan a investigar sobre la experiencia y los discursos que constituyen lo personal como experiencia
Wolf Vostell Desastres, 1972. Performance. Cortesía Archivo Vostell.
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política: “lo personal es político”, lema feminista, y hacen de sus práxis verdaderos discursos politizados en torno a las diferencias de género y raza. En suma, la performance radical feminista transmite información cultural codificada. Las imágenes y las estrategias que son transmitidas surgen de materiales existentes, de la realidad, de la larga historia de la subordinación de las mujeres. Las performances feministas reproducen y transforman los códigos heredados de esta cultura falocéntrica, logocéntrica y eurocéntrica.
El cuerpo de las sociedades posindustriales y la violencia de género Este cuerpo es el cuerpo de las sociedades posindustriales, fuertemente sexualizado, consecuencia de una serie de transformaciones, donde la corporeidad del trabajador se ha convertido en un producto de intercambio, de modo que el cuerpo productor de las sociedades industriales se ha transformado en un cuerpo deseante en las sociedades posindustriales del presente: “El rápido cambio económico ha transformado la naturaleza misma del trabajo y del ocio y ha situado el cuerpo en el centro del interés del individuo y la sociedad, de modo que es tanto un motor de desarrollo económico como una fuente de dolor y de placer individual” (MacDowell 2000, 3). Plantearse hoy la problemática de la violencia de género nos obliga a visibilizar el empeoramiento de la vida de las mujeres y de los más desfavorecidos a escala global. La vulnerabilidad y precariedad se imponen en todos los frentes de la vida de las mujeres, la feminización de la pobreza es la realidad social que mejor lo demuestra. La reestructuración de la economía global forzada por el capitalismo neoliberal y la incursión de las tecnologías informáticas, no solamente en los espacios laborales sino en el conjunto de la vida cotidiana, conllevan nuevas y poderosas revitalizaciones del patriarcado: la lesbofobia, la homofobia, el imperialismo, el racismo, la precariedad laboral… condiciones más que suficientes para producir el nacimiento de un frente feminista radical. Según comentan Precarias a la Deriva: “¿Pero qué podemos hacer las que tenemos la identidad de trabajadora dislocada, pese a ser ya tantas, cada vez más: las cuidadoras, las trabajadoras del sexo, las asistentes sociales, las free-lance precarizadas (de la traducción, del diseño, del periodismo, de la investigación), las profesoras, las limpiadoras, las estudiantes, trabajadoras del Telepizza, las vagabundas y deambulantes por un mercado laboral cada vez más pauperizado?” (Precarias a la Deriva 2004, 43). La pérdida de empleo femenino provocada por la tecnologización de las empresas ha llevado a que muchas mujeres busquen trabajo remunerado que puedan realizar en la esfera privada, teletrabajo. Asistimos así a una vuelta a los talleres de trabajo intensivo. Esto contribuye en buena medida a la desaparición de las mujeres, de nuevo, del espacio público. Las nuevas tecnologías de la comunicación, el teletrabajo y la taylorización del trabajo-en-casa, son fundamentales para la ocultación y desaparición de la “vida pública” para el conjunto de la sociedad, pero en especial para las mujeres, los trabajadores de color, los trabajadores extranjeros, los trabajadores del ordenador no especializados... en suma, todos aquellos que debido al desempleo general han sido recluidos en “la economía del trabajo casero”, que constituyen hoy una parte muy importante de la nueva estructura social. La conquista del trabajo asalariado por parte de las mujeres ha desestabilizado profundamente los fundamentos del patriarcado. Pero la “división
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sexual del trabajo” y la explotación que ésta supone siguen siendo características de la totalidad del sistema, sobre todo en épocas de crisis económicas, de inflaciones de difícil control, de expansión de la economía, y más aún en las últimas décadas con el empleo de tecnologías electrónicas en las oficinas y puestos de trabajo. Faith Wilding en su performance Duration Performance: The Economy of Feminized Maintenance Work, 1998, nos descubre este ambiente: [Performer vestida con uniforme de criada y delantal sentada en una consola de ordenador escribiendo estas palabras:] Ésta es una historia acerca de manos invisibles. Ésta es una historia acerca del trabajo sin fin. Ésta es una historia acerca del trabajo de las mujeres por el mantenimiento y la supervivencia. Ésta es una historia acerca del trabajo del cuerpo de la mujer en la invisible economía femenina de producción y reproducción. Ésta es una historia acerca de la repetición, el aburrimiento, lo exhausto, la coacción, del derrumbe. Ésta es una historia acerca de lo pesado, de la repetición, la tensión, de los arneses, de las labores manuales a la velocidad de las máquinas electrónicas. [Durante la narración el siguiente bucle se proyecta en pantalla de vídeo:] limpiar, lavar, quitar el polvo, escurrir, planchar, barrer, cocinar, comprar, telefonear, dar vueltas (coche), limpiar, planchar, entrar, amasar, dar vueltas (coche), tirar, limpiar, purgar, lavar, empalmar, montar, comprar, plegar, telefonear, archivar, seleccionar, copiar, cursar, cortar, barrer, pegar, insertar, formatear, planchar, programar, mecanografiar, ensamblar, cocinar, e-mail, fax, gritar, buscar, clasificar, mecanografiar, clickear, quitar el polvo, limpiar, etc.
Paralelamente al deterioro económico, laboral y social, hay que señalar que desde que ciertas mujeres de clase media-alta y económicamente muy desahogadas, que ostentan puestos de representación defendiendo políticas conservadoras por un lado, y por otro, cierto feminismo blanco intelectual e institucionalizado, han dogmatizado y esencializado el discurso, se ha impuesto una imagen de mujer heterosexual, blanca, de clase media-alta y occidental y se ha institucionalizado un tipo de feminismo que ha olvidado la heterogeneidad del género femenino, las diferencias de clase, de raza y de religión. Puede ser, entre otras cosas, que esto ocurra porque las mujeres nos socializamos en masculino, las instituciones para las que trabajamos y la formación que recibimos están dentro de un orden masculino. La feminista francesa Antoinette Fouque señala: “Las acciones propuestas por los grupos feministas son espectaculares, provocadoras. Pero la provocación sólo saca a la luz un determinado número de contradicciones sociales. No revela las contradicciones radicales de la sociedad. Las feministas mantienen que no pretenden la igualdad con los hombres, pero sus prácticas revelan lo contrario. Las feministas son una vanguardia burguesa que mantiene de forma invertida los valores dominantes. La inversión no facilita el paso a otra clase de estructura. ¡El reformismo le viene bien a todo el mundo! El orden burgués, el capitalismo y el falocentrismo son capaces de integrar a tantas feministas como sea necesario. En la medida en que esas mujeres se convierten en hombres, a fin de cuentas sólo significan unos cuantos hombres más. La diferencia entre sexos no reside en si se tiene pene o no, sino en si se forma parte o no de la economía fálica masculina” (hooks 2004, 21). 259
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Valie Export Syntagma 1984, vídeo/DVD, color, texto, 17’. Cortesía de la artista y Charim Galerie, Viena. “Por un lado, mi cuerpo es el centro de mi propio mundo y, por el otro, es un objeto en el mundo de los demás”. Valie Export Rica en imágenes referentes a una corporalidad dividida o fragmentada, esta película se resiste a cualquier intento de interpretar la dualidad del cuerpo mediante la oposición habitual realidad/ representación. Para Valie Export no existe una realidad corporal que no esté bajo la influencia de la representación y viceversa. En la secuencia inicial de Syntagma unos pies descalzos con las uñas pintadas suben y bajan las escaleras una y otra vez, a menudo acompañados por unas imágenes superpuestas de unos pies con zapatos de tacón que hacen lo mismo. Al final de estas repeticiones llega una última imagen: un pie de mujer desnudo y en color sobre su propia fotografía en blanco y negro. Por primera vez se nos muestra el pie sin esmalte rojo. Sin embargo, ahora sabemos que no se trata del brutal encuentro entre la existencia y una imagen inanimada, sino de un “texto corporal” en dos idiomas o dos formas distintas. Ninguna de ellas tiene prioridad sobre la otra y hay que cuestionarlas continuamente –si no, amenaza la muerte–. Pero ambas invitan a la introducción de
la perturbación o renovación de este texto. Por fin, todo lo que le sucede a un cuerpo encuentra su eco en el otro –pero siempre bajo otra forma–. Es tal como nos lo cuenta la imagen del pie en color sobre su doble complementario en blanco y negro: el cuerpo no es ni uno ni dos –es dos en uno–. El “cuerpo” y sobre todo el “cuerpo de la mujer” a menudo se usa como punto de partida para cuestiones como el origen, las relaciones sujeto/objeto o la sexualidad. Posiblemente esto también parezca el argumento central de Syntagma, pero la noción que Export tiene del “lenguaje corporal” dota a estas cuestiones de una ironía que en el fondo afirma “el fin del cuerpo” o al menos la ruptura con la manera en que lo consideramos una entidad biológica, existencial o metafísica. Export critica la oposición que hay entre lo metafísico del cuerpo, actualmente una reminiscencia nostálgica y ceremonial, y el cuerpo del siglo XXI que funcionalmente es el equivalente a una máquina que produce sentido. Parece que la artista se sitúa justo en medio de esta oposición: en el despertar de un cuerpo orgánico que precede la creación de un cuerpo completamente inteligible.
El radicalismo feminista ha cedido terreno al feminismo burgués. La presencia femenina en los espacios de representación política que ante todo frena la disensión está sembrando confusión: la idea de que el feminismo ya no tiene sentido porque los derechos de las mujeres ya están reconocidos está propagando un clima de enredo que mantiene a la ciudadanía claramente desinformada, y lo más grave es que está creando una confusa realidad del alcance de la violencia para el conjunto de las mujeres. Es importante, nos dice Rosi Braidotti, tomar una distancia crítica que nos permita admitir que todo activismo está fuertemente controlado por los intereses evidentes de un mercado absolutamente rentable, es más necesario que nunca trabajar hacia una redefinición radical de la acción política. El feminismo radical en la lucha contra la violencia es hoy invisible, le ha sido usurpada su presencia política y su lucha social contra la dominación a través de mecanismos de ocultación y silenciamiento. No es necesario recordar que la violencia de género no es algo nuevo, ha existido siempre como mecanismo fundamental de subordinación de las mujeres, y que el feminismo ha combatido en solitario. Hoy, debido a las actuales prácticas “gubernamentalizadas”, 7 las cuales están utilizando los medios de comunicación y las tecnologías de la visualidad como vehículos 260
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eficaces para enmascarar y mantener el tradicional estado de las cosas, se ha obviado toda la larga historia del feminismo y se han impuesto prácticas al margen de él. En la lucha contra la violencia de género las prácticas de gobierno ponen todos sus esfuerzos en trabajar en las consecuencias de la violencia, las visibles, aquellas que son evidentes en los cuerpos dolientes de las mujeres, dada la alarma social que éstas levantan, y olvidan, con una clara intención ideológica, trabajar en la genealogía y en las causas profundas de la misma, ocultando y encubriendo el papel que juega la violencia como uno de los cimientos del patriarcado. El cuerpo de las mujeres, hoy más que nunca espectacularizado por los medios como un cuerpo sometido, silenciado, maltratado y muy vulnerable, está siendo utilizado, entre otras cosas, para justificar unos Estados cada vez más represivos y cada vez más regulados a través de sistemas más complejos de vigilancia. El cuerpo recosificado y violentado de las mujeres es un campo fundamental de intervención política feminista, como bien lo han demostrado las acciones performativas de las manifestaciones de las Madres de la Plaza de Mayo, altamente simbólicas. Estas manifestaciones políticas rituales les ha permitido manejar la pérdida, con un distanciamiento estético que les ayuda a canalizar su dolor, y a la vez devolver a los “desaparecidos” a la esfera pública, haciendo visibles sus ausencias. Por otra parte, atrajeron la atención pública, y, gracias a la visibilidad de sus actos, encontraron apoyo moral y financiero. Además consiguieron hacer público cómo la Junta las estaba estigmatizando como delirantes y “locas”. La presencia de Las Madres reveló la desaparición de muchas mujeres de la vida pública, a la vez que supuso la transgresión de las leyes y prohibiciones del Proceso que impedía todo tipo de acciones en la calle, otorgando al espacio público un uso estratégico. “El escenario aterrador, en el cual estas mujeres se sintieron comprometidas a insertarse como Madres, fue organizado y mantenido en torno a una gran definición coercitiva, no solamente de la ciudadanía civil, sino, además, de una definición de lo ‘femenino’ y de la maternidad. El movimiento de las Madres ha sido brillante porque aceptó la lógica del cuerpo estatal patriarcal y, simultáneamente, lo revirtió para mostrar todas sus contradicciones. Las mujeres proclamaban estar haciendo sólo aquello que se supone que tenían la obligación de hacer: cuidar y buscar a sus hijos. Pero, ¿qué pasa cuando estas ‘buenas’ madres, en virtud de esa misma responsabilidad sobre sus hijos, se ven forzadas a salir a buscarlos fuera del hogar y confrontarse a los poderes? ¿Dejan de ser madres? ¿O dejan de ser apolíticas? Este espectáculo remarca las fisuras en la lógica del Estado” (Taylor). El espectáculo mediático y gubernamental de la violencia de género hoy remarca las fisuras en la lógica del Estado, cuyo fin, constatamos, no conlleva una transformación radical de las diferencias sexo/género. La performance de las mujeres no está concluida, por el contrario, la reiteración es más que nunca necesaria, porque las heridas y su naturaleza traumática permanecen. “[El] Trauma produce una dislocación, una ruptura entre la experiencia vivida y la posibilidad de entenderla. El traumatizado, como propone Cathy Caruth, ‘lleva una historia imposible dentro de sí mismo’. Para las Madres, el trauma deviene en algo transmisible, algo soportable y políticamente eficaz a través de la performance” (Taylor).
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1. Cuestión de Vida, CLADEM 2000 (Comité de América Latina y el Caribe para la Defensa de los Derechos de la Mujer). 2. “La colère peut alimenter la performance avec une intensité que la peinture et la sculture ne peuvent connaître” [traducción de la autora]. 3. Este texto se ocupa, como nos dice la autora “de dos (re)iteraciones de performances de protesta que se llevan a cabo en el presente, y que están enfocadas en el trauma que prevalece por los ‘desaparecidos’ –las manifestaciones de la Madres en la Plaza de Mayo y ‘los escraches’ que llevan a cabo la agrupación HIJOS (de los desaparecidos)... Las Madres de la Plaza de Mayo, a través de sus cuerpos, hacen visible una historia acumulativa de trauma, una tardía pero aún impune historia de políticas de violencia. La dramatización del movimiento social de las Madres ilustra un uso de la performance con un alto grado de complejidad”. 4. “L´artista apareix emmordassada i asseguda en una cadira de rodes, com a metáfora de la paràlisi de la dona que es veu obligada a mirar i a no dir res. Davant seu, una pantalla de diapositives projecta imatges d´una mare vestint la seva filla (les calces, les mitges, la samarreta, etc.,) per tal de donar a entendre que a mesura que et vesteixen el cos, també et vesteixen la ment. També, al seu davant, un televisor emet un programa habitual amb imatges que reflecteixen com la dona és tractada a la TVi, finalment, sona una gravació amb un seguit de consignes i anuncis conformistes sobre la visió consumista de la dona com a objecte. […] Miralles ens mostra clarament que és el cos femení el territori on s’exerceix la viòlencia en totas les sues formes i la impotència que es deriva d´aquesta situació” [traducción de la autora]. 5. No obstante, el cuerpo es uno de lo mayores conflictos para el feminismo porque sobre la diferencia biológica se construye un concepto de diferencia que sirve muy bien a los intereses de la subordinación. Uno de los problemas que las propias prácticas explicitan es la exhibición del cuerpo femenino desnudo. Es un problema por varias razones: primero porque la historia de la representación occidental no es más que una sucesión de cuerpos femeninos desnudos dispuestos como objetos para el placer masculino y porque, además, cuando una mujer se desnuda en público en un contexto artístico siempre es tachada de narcisista, lo que evidencia cómo el cuerpo de las mujeres no es neutro, siempre es un cuerpo sexualizado y mucho más si recordamos cómo los procesos de representación tienen consecuencias reales en la opresión de las mujeres. 6. “L’acció volia denunciar les lleis i la conducta social sobre la propietat dels bens materials i de les persones, com momentar el fet que l’home (en la condició de martir; és a dir, quan ha passat per un contracte social) dóna el cognom a la dona i als fills per mostár que són de la seva propietat [traducción de la autora]. 7. A partir del momento en que el Estado y la política regulan la vida privada, el cuerpo, la sexualidad y la reproducción –se crean nuevos dispositivos biopolíticos de gobierno–, se impone una práctica de gobierno que Foucault denominó gubernamentalidad (1878). Argumento muy claramente desarrollado en el textos de Begoña Marugán y Cristina Vega: “La violencia contra las mujeres como cuestión de estado. Unos apuntes críticos”, “Gobernar la violencia. Apuntes para un análisis de la rearticulación del patriarcado”, “El cuerpo contrapuesto. Discursos feministas sobre la violencia contra las mujeres” y “Accion feminista y Gubernamentalidad, la emergencia pública de la violencia contra las mujeres” [ver ref. bibliográficas Cristina Vega, p. 349]. *. Referencias bibliográficas en p. 347.
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Pratibha Parmar Warrior Marks 1993, Beta, color, v.o.s. 54’. Cortesía de Women Make Movies, Nueva York. Warrior Marks es una película política y poética sobre la mutilación genital de la mujer, que afecta a 100 millones de mujeres en todo el mundo. La película intenta poner de relieve las complejidades culturales y políticas que hay en torno a este tema. A través de entrevistas a mujeres de Senegal, Gambia, Burkina Faso, EEUU y Reino Unido, Pratibha Parmar trata de mostrar su visión personal sobre la situación en términos de un conflicto todavía sin resolver, todo ello combinado con las reflexiones personales de
Alice Walker sobre el tema. Aunque el argumento es muy doloroso, en el filme los hechos se dan a entender por medio de secuencias que muestran los movimientos de una danza simbólica. Su enfoque de este tema, que también trata en su obra la artista Elahe Massumi, no se centra en la sensualidad, asunto clave dentro de la teoría feminista. Su principal preocupación es el poder, el abuso y la violencia. Lo único evidente es que no estamos ante un documental de televisión.
Algunas notas sobre lo haram. El caso egipcio
La relación de dominio, basada en gran medida en los intereses económicos que ejercieron las metrópolis respecto de las colonias no ha desaparecido. Si bien se puede afirmar que vivimos en unas coordenadas poscoloniales, son muchas todavía las servidumbres y las dependencias entre los países de pujante y rentable capitalismo globalizador y los denominados (con toda su carga peyorativa) tercermundistas. En unos y otros las sujeciones debido a las desigualdades basadas en los opresivos valores y patrones de género siguen propiciando distintas formas de violencia. Sería injusto achacar la permanencia de la desigualdad entre hombres y mujeres a los países colonizadores, aunque tampoco se esforzaron demasiado en buscar la equiparación de derechos cuando ocupaban territorios hoy liberados. En los países que lograron la independencia, especialmente en los musulmanes, las reglas sociales y la imposición de la sharia 1 excluyen a las mujeres del ámbito público. En muchas ocasiones las desigualdades de género carecen de canales para expresarse, o se manifiestan, paradójicamente, en la imposibilidad de producir una reflexión y de abordar cuestiones prohibidas. Los flujos migratorios y el trasvase de ideas y de culturas, en parte mediante el uso de Internet, están favoreciendo, sin embargo, que empiecen a surgir dispositivos de representación (literarios, cinematográficos, artísticos...) de esa violencia, en forma de cuestionamiento, de manifestación
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de la diferencia, más o menos indirecta, o de metáfora de la disensión. En aras de una mayor efectividad, creo preferible centrar este texto en casos y realidades específicas y concretas, hablando de algunos aspectos del espectro cultural y social musulmán y del caso egipcio en particular. En este contexto, en el que el peso de la religión impide hablar abiertamente de ciertas cuestiones, a los temas prohibidos se les denomina haram. Entre éstos están el de la violencia conyugal y también el de las relaciones homosexuales. Cualquier conocedor de la actividad artística generada en los últimos años en Egipto sabe que no resulta fácil adentrarse en ese terreno ni siquiera en una ciudad de 17 millones de habitantes como El Cairo. Las dificultades y penurias abundan (en los cibercafés las páginas de contenido religioso, político y sexual están vetadas) y los discursos artísticos están lejos de constituir una prioridad en el orbe cultural de ese país árabe gobernado por Hosni Mubarak en un claro ejercicio de dictadura encubierta –un gobernante que mantiene espléndidas relaciones con las potencias que antaño fueron colonizadoras–. Parecen lejanos los tiempos en que Nasser, con sus defectos, consiguió en 1952 cohesionar el país a favor de la independencia y la ruptura de ataduras respecto de la metrópolis británica, que a regañadientes aflojó la presión en el lucrativo control del Canal de Suez (también con intereses franceses), de ahí que podría pensarse que desde 1956 la
colonización se ha desvanecido. Yo diría que ha optado más bien por maneras y vías más sutiles, como lo evidencia el control económico de la industria turística en manos de las grandes compañías británicas, francesas, norteamericanas, alemanas y holandesas. En lo relativo a la igualdad de derechos entre mujeres y hombres, la modernización nasserista y posteriormente la de Sadat –que imitó el modelo europeo– no ha dado muchos frutos y con los años la influencia del fundamentalismo ha aumentado. Según datos aportados por Al-Ahram (22-28 diciembre 2004, edición francesa),2 “la participación de las mujeres permanece limitada: 2,4% en el Parlamento y 1% en los municipios”. En Egipto, una mujer no puede acceder al puesto de alcaldesa. En otros países árabes como Arabia Saudí, la mujer está privada del derecho al voto. Los casos de violencia conyugal se ocultan y los jueces suelen proteger al marido. En otro orden de cosas, la homosexualidad está prohibida en la práctica, la policía la hostiga y persigue, como pudo verse en mayo de 2001 en el Caso del Queen Boat, donde se detuvo a 52 hombres homosexuales con el subterfugio de “ofensa a la moral pública” o de prostitución. Algunos de ellos fueron torturados en la comisaría. Casi cuatro años después, la situación apenas ha cambiado y la invisibilidad de gays y lesbianas, una clara forma de violencia, es notoria. Con una situación semejante, dibujada a grandes trazos, ¿cómo se desarrollan las prácticas artísticas en Egipto? Recientemente 265
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y por iniciativa privada e independiente de la tutela del Estado (los centros y museos de arte contemporáneo institucionales están chapados a la antigua y muestran generalmente pintura tradicional) han surgido algunos espacios en los que se han expuesto trabajos de mayor enjundia. Los artistas que han desarrollado parte de su actividad en ellos están en permanente contacto con las nuevas tecnologías procedentes de países que ahora ejercen su dominio mediante vías menos palmarias. Se dan extrañas paradojas: no es extraño encontrarse en las calles de Asuán con mujeres cubiertas de la cabeza a los pies que hablan con un teléfono de tecnología punta. Fatema Mernissi piensa que la televisión por satélite ha permitido que las mujeres aparezcan como comunicadoras eficaces y con autoridad. Tal vez es cierto, pero todavía conviven con las presentadoras cosméticas de Nile TV, que proyectan una visión paradisíaca de Egipto para turistas que acuden en exclusiva a Hurghada y Sharm al Sheij. La presencia de mujeres en el campo artístico no es infrecuente (muchas de ellas se han formado en ciudades como París y Londres), pero cuando abordan cuestiones sociales espinosas optan por un tratamiento elíptico. El temor a lo haram pesa lo suyo. En el caso de Jihan Ammar se trata de un mundo de mujeres, sin presencia masculina, retratada en la serie de fotografías Travels with Shahrzad, 2001, un viaje por el kurdistán iraní, o en la serie Arusa (novia/muñeca) en la que el momento “trascendental” de la boda se convierte, en el marco ostentoso de un hotel internacional, en un ejemplo de cosificación. En Women, 2004, Rana el Nemr fotografía la diversidad de mujeres que toman el metro en la capital egipcia, la mezcla de elementos occidentales y musulmanes toman cuerpo en ellas. ¿Es esto un ejemplo del emborronamiento de identidades y de culturas, o de fascinación por la superficialidad occidental que no va acompañada de verdaderos cambios sociales? ¿Se trata acaso de que algunas mujeres árabes fagocitan lo peor de Occidente (el culto al dinero y a la belleza cosmética) y se muestran impermeables a los derechos humanos? ¿Sucede lo mismo con los varones? El interés por la cotidianeidad que experimentan las mujeres, en franca desigualdad, suscitó el interés de Sherif 266
El-Azma, que retrata a su propia madre en el vídeo Interview with a Housewife, 2001.3 Sus siete minutos muestran los sinsabores de una vida entregada a los demás. El estrecho espacio en que habita esta mujer mayor transmite sensación de asfixia. En un país en el que los sectores wahabistas amenazon de muerte a Nawal el Saadawi (quien en 1972 escribió Mujeres y sexualidad y criticó la ablación del clítoris) resulta muy difícil zambullirse en los temas haram –no existen propuestas artísticas que analicen este problema en Egipto; sí lo han hecho Pratibha Parmar en Warrior Marks, 1993; Elahe Massumi en Obliteration, 1994; y Valie Export en Violation Schnitte, 2000, pero desde la “comodidad” de Occidente–. La homosexualidad, practicada a lo largo y ancho del Nilo, se omite y condena. Sin embargo, tímidamente, la denuncia de la violencia conyugal se abre paso. Lo demuestra Hassan Khan en Three Stories about Men and Women, 2001, quien utiliza el sobrio formato de una entrevista a mujeres víctimas del maltrato. No deja de resultar irónico que este artista –que estudió en la afamada American University de El Cairo (AUC), que cuenta con un número de publicaciones sobre estudios de género de envidiable interés, pero que al mismo tiempo condenó la homosexualidad al infierno de lo indecente e ilegal en el programa de estudios de 1999/2000– haya devuelto un trabajo desestabilizador a sus ambivalentes maestros en el juego de la modernidad. A caballo entre Occidente y su país, Hassan Khan (nació en Londres) devuelve a los nuevos colonizadores, con guante de terciopelo, el fruto de sus enseñanzas. ¿Cómo percibirán los cairotas, los egipcios, sus reflexiones? ¿Como un ejemplo de intrusiva mentalidad occidental? ¿Como una crítica necesaria? ¿O como el inicio de la ruptura del sacralizado haram?
1. Para los musulmanes, la sharia es la ley de Dios tal y como fue revelada al profeta Mahoma [N. de la Ed.]. 2. Dossier realizado por Dina Darwich bajo el título feminin@arabe.com. El Cairo: Al-Ahram, 22-23. 3. Una obra presentada por Catherine David en el marco de Representaciones árabes contemporáneas. El Cairo que pudo verse en 2003 en la Fundació Tàpies de Barcelona.
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Argumentos de no-ficción: género, representación y formas de violencia Virginia Villaplana Este texto está dedicado a mi madre, Teresa Ruiz Marqués, por tantos años de palabras. A Sergio, Macu, Antonella y en especial a Amalia Pereyra por el diálogo.
Memoria, argumentos de no-ficción y fracturas El interés que anima este texto es el de situar un lugar de acción en la representación de la violencia de género y sus fracturas. Un lugar que abra una posibilidad interpretativa sobre las estrategias narrativas de los argumentos de no-ficción en las prácticas fílmicas y videográficas, que sitúe una reflexión, que proponga caminos abiertos y salidas relacionales a una definición cerrada en torno a la violencia de género como violencia social, histórica y política. Esta investigación, iniciada hace algo más de un año y medio para la elaboración del ciclo de cine y vídeo y que ahora da como resultado el libro que aquí presentamos, intenta enfocar la relación problemática entre representación y dispositivos visuales, prácticas artísticas, discursos mediáticos, violencia y género: una lectura crítica de los pliegues profundos a los que el ejercicio del poder ha sometido a la experiencia de la violencia real y simbólica del género en el discurso de la cultura visual. Esta perspectiva nace del profundo convencimiento de que el ejercicio de la violencia, y más concretamente la representación simbólica de este proceso, situado entre la memoria cultural y la historia, supone la emergencia de una realidad que por sus dimensiones supera cualquier interpretación que no constate el fracaso cultural del Occidente moderno. Las manifestaciones de la violencia representada en los argumentos de no-ficción y las reflexiones creadas sobre la violencia no son recientes ni pertenecen a un cierto oportunismo mediático. Largamente en la memoria de la humanidad, en sus esferas de 267
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Cada vez hay más registros de lo que la gente hace, realizados por ellos mismos. El ideal de Andy Warhol de filmar los acontecimientos reales en tiempo real –si la vida es inédita, ¿por qué sus registros no podrían ser inéditos también?– se ha transformado en la norma para millones de transmisiones por Internet, en las que la gente graba su jornada, cada cual en su propio reality show. Aquí estoy: despertando, bostezando, desperezándome, cepillándome los dientes, preparando el desayuno, llevando a los niños a la escuela. La gente registra y graba todos los aspectos de su vida, los almacena en archivos en su ordenador y luego los envía por doquier. La vida familiar acompaña al registro de la vida familiar; incluso cuando, o sobre todo cuando, la familia está en medio de la crisis y el descrédito. Sin duda, la incesante entrega a la videograbación doméstica, en conversación o en monólogo, durante muchos años, fue el material más asombroso de Capturing the Friedmans (Andrew Jerecki 2003). Susan Sontag, “Imágenes de la infamia”, El País, 30 mayo 2004. convivencia social y/o política, la violencia surge como un agente con el cual tienen que pugnar ciudadanos y gobernantes. En este sentido, la violencia colectiva comprendería la violencia social, la violencia política y la violencia económica. La violencia directa que padecen las mujeres queda enmarcada en cinco formas, que van desde la agresión física –con resultado de muerte en multitud de ocasiones–, hasta la sexual, la psicológica, la económica y la simbólica. Apuntamos además que la violencia estructural se asienta en la feminización de la pobreza, la discriminación salarial, el techo de cristal, la segregación sexual del mercado de trabajo, la doble-triple-jornada y que, por su parte, la violencia social se manifiesta en la esclavitud y el tráfico de personas. La violencia política se descubre en la violación como arma de guerra y ésta ha sido una práctica traumática extendida en la historia y memoria de la humanidad. Durante la investigación en este ciclo de cine y vídeo la inserción de la violencia de género en la cultura visual me ha llevado a plantear una relación con los argumentos de no-ficción. Esta investigación y el desarrollo de este ciclo plantean una reflexión desde las estéticas y las prácticas narrativas del cine y el vídeo. Para ello, han sido numerosas las redes de archivos, autoras y distribuidoras en Europa y EEUU a las que he acudido, entre ellas: Blickpilotin (Berlín), Video Femmes (Québec), Film Archive Imaginaria (Bolonia), Women Make Movies (Nueva York), Cinenova (Londres), Electronic Intermix, Frameline (San Francisco), a todas ellas mi agradecimiento. Por tanto, el eje de esta investigación se articula desde las prácticas feministas a partir de los años setenta, ochenta y noventa hasta la actualidad. 268
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En 1975 la artista Cara DeVito realiza Ama l´Uomo Tuo: mediante la temprana tecnología vídeo registra el relato de su abuela materna Adeline LeJudas que, por primera vez, aparece como testimonio de la violencia doméstica ejercida en el entorno familiar, una exposición de la normativa patriarcal que se desata frente al objetivo de la cámara como una forma de grabación de la invisibilización de una generación de mujeres silenciadas. La producción subjetiva del conocimiento y la memoria de esa experiencia registrada por la tecnología vídeo inician a través de la narración un camino en la visibilización que ya no tendrá retorno así como el intercambio de historias personales intergeneracionales. En aquellos momentos utópicos del vídeo podemos situar también Losing a Conversation with the Parents de Martha Rosler, 1977, realizado simultáneamente a Vital Statistics of a Citizen, Simply Obtained, 1977, ambos anteriores a How to Sleep at Night o A Simple Case for Torture, 1983, donde Rosler formula mediante una narración en voz en off y la recolección de fragmentos de los medios de comunicación impresos relativos a la violación de los derechos humanos, el desempleo y la economía global. Esta recolección de fragmentos mediáticos destapa el apoyo del gobierno norteamericano y sus negocios financieros a regímenes que sistemáticamente usan la tortura. Rosler interpela a la prensa americana por su rol como agente desinformativo a causa de la cobertura informativa selectiva, sobre la violación de los derechos humanos, el uso del lenguaje, y por la implícita legitimación del punto de vista que justifica el uso de la tortura. La estrategia narrativa deliberadamente fracturada recuerda la fragmentación de la voz en off utilizada en Vital Statistics of a Citizen, Simply Obtained, que sitúa el cuerpo femenino en una posición discursiva, en un lugar ideológico de forcejeo y un lugar psíquico de dominación construidos por diferentes niveles de demandas y gratificaciones. En el caso de Losing a Conversation with the Parents, la puesta en escena de una entrevista que simula los códigos tradicionales de la entrevista televisiva plantea dos de los problemas que el capitalismo y los valores patriarcales perpetúan: la anorexia nerviosa y el hambre en el mundo. La puesta en escena de actores y el diálogo entre una madre y un padre revelan las causas que han llevado a su hija a la enfermedad, reflejando la imposibilidad de comprender las consecuencias que el universo simbólico de la moda impone a la cultura de consumo juvenil. Sin embargo, el contacto de las formas documentales con los argumentos de no-ficción y la representación de la violencia simbólica y la violencia de género tiene su origen durante los años sesenta con la emergencia del llamado Nuevo Cine Alemán y su relación con el movimiento de mujeres. El Frauenfilm se comprometió con las posiciones feministas de su época y sus formas narrativas enfatizaron la perspectiva subjetiva. Desde mediados de los años setenta hasta finales de los ochenta, las directoras alemanas evidenciaron la relación entre el poder estatal y sus efectos en la vida de las mujeres e instaron a las mujeres a concienciarse de la estructura patriarcal que animaba las instituciones. La fundación del primer festival de cine de mujeres (Berlín, 1973) y la creación de la revista de cultura fílmica feminista Frauen und Film, 1974, en la que colaboraron Helke Sander, Jutta Brückner, Helma Sander-Brahms o Margarette Von Trotta, fueron piezas clave de este proceso. El trabajo de estas cineastas fue crear una plataforma de difusión de la práctica fílmica evidenciando la orientación del feminismo hacia un movimiento internacional de mujeres, por una parte, y hacia una pequeña escala de políticas cotidianas sobre “lo personal”, por otra, ofreciendo una nueva visión política entre el binomio cuerpo y Estado como consecuencia del desencanto político y social posterior a 1968.
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En este sentido, la teórica Julia Knight en su ensayo Woman and the New German Cinema recuerda que la problemática que preocupaba a las mujeres se centró en los argumentos de no-ficción y en las formas documentales que contribuyeron a la aparición de narraciones fílmicas y videográficas vinculadas a la producción y difusión de conocimiento del movimiento de mujeres (Knight 1992). De este modo, las formas documentales se compaginaban con otras formas de puesta en situación que raramente eran “auténticas” ficciones con puesta en escena. Esta labor de producción de conocimiento a pequeña escala supuso, a su vez, la exploración –en los filmes de Sander, Brückner, Sander-Brahms o Von Trotta–, de las relaciones entre el control estatal del cuerpo mediante la institución de la familia y, en concreto, mediante instituciones como las prisiones o los hospitales mentales. Postulaban así que las instituciones disciplinarias de administración del poder pretendían la inversión psicosomática de la represión de traumas históricos en una patología mental y física. En definitiva, propusieron la elaboración de una estética basada en esa inversión de la historia y el trauma en un proceso de producción de conocimiento. La obra de Helke Sander Die allseite redurziete persönlickeit (Personalidad reducida por todos lados, 1977) evoca mediante una serie de secuencias dramáticas, con frecuencia irónicas, las dificultades de una fotógrafa berlinesa que traslada su idea de justicia social al entorno de sus relaciones afectivas. Su aportación fue confirmada por Der subjektive faktor (El factor subjetivo, 1981), que prolongaba la película anterior a través de la evocación de las luchas y reivindicaciones de los derechos civiles del movimiento de mujeres en el transcurso de 1967 a 1980.1 La relación entre cuerpo y Estado se convierte en la clave que hace posible interpretar los argumentos de no-ficción, su relación con las políticas cotidianas, las identidades y los usos de los dispositivos visuales de grabación y reproducción a través de la cámara de cine y vídeo. La memoria cultural y el género despliegan una “nueva subjetividad” que algunos estudiosos como Michael Renov definen como una forma personalizada de abordar los argumentos de no-ficción (Renov 1993), enunciando que la subjetividad ya no se construye como algo vergonzoso sino como el filtro a través del cual lo real (Foster 2001) entra en el discurso, como una especie de oscilación de la experiencia que guía la obra en tanto que modo de producción de conocimiento, y por extensión del relato. Hacia 1992, Helke Sander vuelve a abordar la relación entre cuerpo y Estado en el filme Befreier und befreite 2 (Los libertadores se toman libertades, 1992) partiendo de un argumento de noficción. Esto es, la violación sistemática y masiva de las mujeres alemanas al final de la II Guerra Mundial por parte del Ejército Rojo. La experiencia de la fuerza brutal expuesta en la primera parte de este documental indaga la exposición del trauma mediante la técnica de la entrevista en profundidad. En este sentido, Sander explica: “Muchas empezamos a ver cada vez con mayor claridad la vinculación entre los misiles de medio alcance y las relaciones amorosas, esto es, la relación hombre/mujer entre el militarismo y el patriarcado, entre la destrucción técnica y la dominación de la naturaleza y la violencia contra las mujeres. Las mujeres, la naturaleza y los pueblos y países extranjeros son las colonias del Hombre Blanco”. La memoria de las supervivientes de esta historia permanecía oculta, una historia repetida aunque carente de representación fílmica o videográfica hasta ese momento. La segunda parte del documental se ocupa de las graves consecuencias que sufrieron las mujeres afectadas y los hijos nacidos de aquellas violaciones. En este sentido, Renov sitúa el periodo Post-verdad entre 1970-1995 para exponer la páginas siguientes: Carmen Navarrete Escenas del crimen, 2005. Cortesía de la artista.
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reflexividad del yo a través de las estrategias documentales, es decir la aparición de New subjectivities (Renov 1999) 3 en las enunciaciones documentales. Sin embargo, la Postrealidad define los tiempos que nos ocupan vinculando la producción de narrativa a los medios de comunicación y definiendo las coordenadas entre género, violencia y cultura. Como expone esta extensa investigación que la cineasta Helke Sander enunció mediante la tecnología cinematográfica en Los libertadores se toman libertades todavía se sienten las consecuencias: “Hay mujeres que nunca pudieron hablar de esto y cuyos maridos se lo prohíben. También están sus hijos, que ahora descubren que son producto de una violación. Finalmente, están los que tratan de averiguar la identidad de sus padres”. En las enunciaciones documentales late el concepto de lo real. Un retorno que analizaba el ensayo de Hal Foster, de mediados de los años noventa, El retorno de lo real. La vanguardia a finales de siglo, planteando dos referentes. Uno procede de las teorías psicoanalíticas de Lacan y alude a la realidad de lo obsceno, de lo traumático, de lo abyecto, de aquello que se resiste a lo simbólico, que habla de un cuerpo dañado, de un individuo violado. El otro implica lo real en una socio-realidad entendida como un nuevo campo del arte, en el que lo real funciona como identidad o comunidad y a la que añadiríamos una revisión de las formas simbólicas de la violencia, la historia y la memoria.
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e la objetualización, la globalización mediática, los códigos visuales colonizados y el panoptismo del biopoder denunciado por el filósofo Michel Foucault; y de la taxonomización científica, la regulación social a través del régimen visual y la construcción de la mirada como estrategia planteada durante los años setenta y ochenta partieron las revisiones a partir del texto Placer visual y cine narrativo, 1975, que Laura Mulvey puntualizó en torno a la noción de escoptofilia, o voyeurismo, en el cine de ficción (Mulvey 1988).4 En este sentido subrayo que, de forma inversa, los códigos que rigen los argumentos de no-ficción aludirían a un desplazamiento hacia la política de la verdad que posteriormente retomaré en relación con el texto La política de la verdad. Documentalismo en el ámbito artístico de Hito Steyerl. Paralelamente a estas revisiones, las prácticas visuales feministas iniciaban la construcción de la autobiografía y de videodiarios, haciendo uso de las políticas y tecnologías del género que Michel Foucault y Teresa de Lauretis plantearon al considerar el uso metafórico del término “tecnología”. Más allá de cualquier tecnodeterminismo, estos teóricos demostraron que la conformación de cuerpo y género ha sido siempre tecnológica. Por consiguiente, deseo declarar que las estrategias estéticas políticamente comprometidas deben ir más allá de las fantasías codificadas tanto privadas como públicas, controladas social y visualmente para dar paso a la relación entre figuraciones alternativas de la subjetividad 5 y las formas de violencia real y representada con el fin de crear nuevos espacios de identidad y cultura. Considero que la política de la identidad sigue siendo un tema clave que dirige y “produce” sujetos y agentes de codificación múltiples, híbridos y políticamente diferenciados. Desde un enfoque distante, la tecnología del vídeo y el cine unida a la noción de experimentación, la idea de retrato y el relato oral iniciaron un camino sin retorno. Las prácticas visuales feministas han venido desarrollando una crítica hacia la violencia de género y, siguiendo esta idea, lo biográfico ha reanudado hasta los años noventa una vívida estrategia. El vídeo de Sadie Benning A Place Called Lovely, 1991, revela una sociedad en la que la violencia en sus diversas formas se 271
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encuentra presente en nuestras vidas cotidianas. Nos presenta una Norteamérica racista y homofóbica. Sadie Benning describe a través de su voz el descubrimiento de la violencia: un día calurosamente húmedo de julio en 1979, una mujer que caminaba por la carretera del lago Niskey, al suroeste de Atlanta, se encontró con la extremidad sangrante de un cuerpo. Cuando la policía llegó encontró los cuerpos de dos chicos adolescentes, Alfred Evans y Edward Hope Smith. 27 niños más fueron encontrados durante los años siguientes. La voz de Benning explica: “Yo no los conocía pero nunca olvidaré a estos niños porque cuando fueron asesinados, todos los niños morimos un poco”. Las alusiones a la inquietante cercanía de las armas de fuego se mezclan con imágenes violentas de videojuegos o fragmentos de filmes como Psicosis, para terminar con una escena en la que Benning, delante de una bandera de EEUU, expone su discurso en torno a los signos de una cultura de la violencia. Desde otra tentativa del vídeo como biografía Mindy Faber en Delirium, 1993, construye la experiencia personal de la madre de la realizadora mediante la clasificación decimonónica que Jean-Martin Charcot realizó de la “histeria femenina” y que fundaría las bases de la neurología moderna. Mientras que en ningún momento la posición de su madre queda reducida a una explicación simple, Delirium relaciona la enfermedad de la madre con la posición histórica de la mujer subordinada a la cultura patriarcal. La imaginería de la cultura popular y la iconoclastia humorística se entremezclan mediante episodios televisivos pertenecientes a la serie americana I Love Lucy, y fotografías realizadas por Charcot en La Salpétriére a partir de los cuerpos enfermos de mujeres “histéricas”. Delirium insiste en la necesidad de entender la enfermedad mental de la mujer dentro de un contexto político y social, y las reacciones de muchas mujeres ante situaciones de violencia de género. En este sentido, la performance videográfica La voz humana, 1997, de María Ruido, silencia y hace balbucear una compleja relación entre la privación del lenguaje y la dificultad de la enunciación pública de la palabra subordinada a la enunciación. Al mismo tiempo utiliza el balbuceo y el silencio para traslucir la colisión de la voz en los pliegues dobles del lenguaje. Esta performance es una investigación sobre las posibilidades de la concreción de la voz humana como forma de identificación de roles de género y de sus mecanismos en la sociedad. ¿Cuáles son los mecanismos históricos responsables de la deshistoricización y de la eternización relativas de las estructuras de la división sexual y de los principios de división correspondientes? Plantear el problema en estos términos significa avanzar en el orden del conocimiento que puede estar en el principio de un progreso decisivo en el orden de la acción. Recordemos que aquello que la historia demuestra como eterno sólo es el producto de un trabajo de eternización que incumbe a unas instituciones (interconectadas) tales como la Familia, la Iglesia, el Estado y la Educación. Por tanto, el sujeto social se inserta en la acción histórica, esto es, la relación entre los sexos que la visión naturalista y esencialista les niega (y no, como han pretendido hacerme decir, intentar detener la historia y desposeer a las mujeres de su papel de agentes históricos). En este sentido, Pierre Bourdieu, en el prólogo a la edición alemana de La dominación masculina, publicado en noviembre de 1998, expone: “Contra estas fuerzas históricas de deshistorización debe orientarse prioritariamente una empresa de movilización que tienda a volver a poner en marcha la historia, neutralizando los mecanismos de su neutralización. Esta movilización típicamente política que abriría a las mujeres la posibilidad de una acción colectiva de resistencia, orientada hacia unas reformas jurídicas y políticas, se opone tanto a la resignación que estimulan todas las visiones esencialistas (biologistas y
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psicoanalíticas) de la diferencia entre los sexos como a la resistencia reducida a unos actos individuales o a esos happenings discursivos constantemente recomenzados que preconizan algunas teorías feministas: rupturas heroicas de la rutina cotidiana, como los parodic performances, predilectos de Judith Butler, exigen sin duda demasiado para un resultado demasiado pequeño y demasiado inseguro” (Bourdieu 2000, 8). En realidad, la rebelión contra la discriminación simbólica residiría en unas formas de organización y de acción colectivas y unas herramientas eficaces, simbólicas especialmente, capaces de crear fracturas en las instituciones, estatales y jurídicas, que contribuyen a eternizar su subordinación a las formas de violencia real y representada, como apunté respecto a las formas narrativas fragmentarias que integran el discurso de la neotelevisión (Villaplana 2003).6 Las cuestiones relacionadas con la producción simbólica de los mass media nos remiten a los procesos educativos que la violencia engendra a través de pautas de comportamiento aprendidas durante la infancia. El relato mínimo e intenso El origen de la violencia, 2004-2005, de la cineasta Cecilia Barriga, incide en esa mirada subjetivada a través de la presencia de la cámara: “Al filmar esta escena en la selva amazónica y ver a este niño, tierno e inocente, jugar con su gatito, descubrí el despertar de la violencia. ¿Qué fue lo que hizo que este juego amistoso con el pequeño animal se transformara en un acto de fuerza? Quizás fue mi mirada, quizás fue la cámara. Lo que sea que sucedió provocó en el chiquillo una necesidad de notoriedad que sin duda le llevó a la fuerza y al final a la brutalidad de la violencia, a la demostración irrefutable de su poder”. El relato de la escena descubre una mirada simbólica directa e incisiva. Un recorrido incierto por los juegos de infancia y la socialización de la violencia.
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a violencia social relacionada con la violación como arma de guerra es el núcleo del documental de Karin Jurschick The Peacekeepers and the Women, 2003. La intervención internacional en Bosnia y en Kosovo finalizaba después de años de guerra. La paz fue planeada junto a la presencia de las fuerzas de paz SPOR y KFOR. Una de las áreas más lucrativas de la novedosa economía de posguerra fue el tráfico de mujeres. Este proceso de violencia provino desde Ucrania y Rumanía hasta Moldavia. Las mujeres fueron forzadas a ejercer la prostitución, los clientes eran la mayoría de las veces miembros de las fuerzas internacionales de paz, que ganaban 150 euros al día, la mitad del salario mensual de un profesor bosnio. La investigación que lleva a cabo este documental revela cómo el tráfico de mujeres se convirtió en un ejercicio de violencia contra los derechos humanos de las mujeres. Los testimonios de las fuerzas de paz, los propietarios de los clubes nocturnos y los testimonios individuales de las mujeres describen de forma clara que la presencia de las fuerzas internacionales en Bosnia y Kosovo ha sido un factor importante en el crecimiento de la prostitución. Por su parte, Calling the Ghosts de Mandy Jacobson y Karmen Jelincic, 1996, y Daughters of War de Maria Barea, 1998, son otros de los documentales que a mediados de la década de los años noventa plantearon la necesidad de la lucha por el reconocimiento de la violencia política del delito de violación como crimen de guerra. Calling the Ghosts narra en primera persona la historia de dos mujeres, Jadranka Cigelj y Nusreta Sivac, que vivían en Bosnia-Herzegovina hasta que fueron capturadas y deportadas a Omarska, uno de los campos de concentración serbios donde fueron sistemáticamente violadas y humilladas junto a otras mujeres croatas y musulmanas por sus captores
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serbios. El documental Daughters of War plantea precisamente el contexto de la guerrilla peruana en el que las normas de convivencia han sido aniquiladas y donde la violencia y el abuso contra las mujeres se han convertido en una nueva norma social de conducta. A través de la vida de Gabriela y de un grupo de amigas formado por jóvenes de 17 años en Ayacucho descubrimos cómo estas supervivientes plantean los efectos de la guerra civil acaecida en Perú durante la década de los años ochenta. Las drogas y la pobreza han marcado a toda una generación de jóvenes envuelta en el trauma de la historia bélica de Perú. La reconstrucción de la memoria y la violencia vinculada a la historia ha sido estudiada por las teóricas e historiadoras Barbie Zelizer (1998) y Marita Sturken (1997). Ambas examinan cómo el proceso de recuerdo y sus imágenes en estos casos han ido construyéndose rellenando los huecos del olvido. Las memorias de los supervivientes provienen de su propia experiencia, de fotografías documentales o de las películas de Hollywood. Esto supone, sin embargo, que las imágenes fotografiadas, filmadas o en videotape, pueden plasmar y crear memorias pero también tienen la capacidad, a través del poder de su presencia, de sustituir a la experiencia. De ahí que para Sturken sea necesario examinar el rol de la imagen en la producción, tanto de la memoria como de la amnesia, tanto de la memoria cultural como de la historia. En el caso de la violencia de género –tal y como plantean los trabajos videográficos Syntagma de Valie Export, 1984; A Room of Her Own de Teresa Serrano, 2005; y Deshaciendo nudos de Beth Moysés, 2000–, la memoria y la amnesia adquieren sentidos contradictorios: ambas pueden ser activas, voluntarias, traumáticas o culposas. Entre esas contradicciones resulta difícil rastrear dónde ha ido a parar la capacidad de los medios de comunicación para constituir identidades. Si los medios funcionaron como reproductores del discurso oficial: ¿es posible separar ambas instancias? ¿O siempre está presente esta fractura traumática en los sujetos constituidos de esta manera?
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l mismo tiempo, cabe pensar que la reflexión sobre la relación entre memoria/medios de comunicación/identidad cultural rompe necesariamente con cualquier posible nostalgia y vuelve más evidente algo que puede quedar opacado en otros discursos. En esta dirección el cortometraje Consolation Service de Eija-Liisa Ahtila, 1999, expone cómo las identidades están constituidas por elementos contradictorios. Lo que nos constituye en tanto que sujetos es la subjetividad y lo que la memoria organiza en forma de relato que, dotando de continuidad a los recuerdos, está teñido a menudo de nostalgia y tampoco puede valorarse de otra forma por ello. El círculo de la violencia doméstica planteado en Fathers, Husbands, Sons de Kevin McCourt y Gabriel Martínez, 2002, y The Eye of the Needle de Terry Berkowitz y Blerti Murataj, 2004, que implica los rasgos del proceso de agresión, no debiera exigir mayores aclaraciones si no fuera por la omnipresencia de un discurso mediático –recordemos el caso de Lorena Bobbitt en 1993–, que constata antes que interroga la existencia de la noción de testimonio. En The Eye of the Needle, el testimonio de reproches y dolor de Lorena Bobbitt se mezcla con sutiles y sensuales imágenes que muestran que en el ámbito doméstico y matrimonial en los EEUU no todo es lo que parece. En este sentido, Fathers, Husbands, Sons se establece como complemento de una versión explotada y simbolizada por los mass media, esto es, el patrón de comportamiento de la vio-
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lencia contra las mujeres, que algunos autores llaman “ciclo de la violencia”, y que generalmente se manifiesta en tres etapas: la acumulación de tensión, el momento crítico y agresión y la reconciliación romántica. La relación entre memoria, medios de comunicación e identidades exige ser cuestionada. La hegemonía mediática no deja de funcionar retrospectivamente y la acumulación de fragmentos de memoria no debería ser una legitimación en sí misma. Cabe observar que la creencia conservadora de que la museización cultural puede ofrecer compensación para los estragos que causa la acelerada modernización en el mundo social es demasiado ideológica. No reconoce que la cultura posindustrial y la producción de representaciones visuales a través de los mass media desestabiliza cualquier tipo de seguridad que pudiera ofrecer el mismo pasado. La yuxtaposición es desalentadora. Sin embargo, también puede brindar una pista: hoy más que nunca memoria y amnesia no son términos opuestos ni contradictorios. Se encuentran en los mismos parajes y resulta indispensable pensar en sus implicaciones de manera simultánea.
Relatos mediáticos, sobrerrepresentación y la política de la verdad Diciembre de 1997 debe ser considerada una fecha que marca un antes y un después en la representación de la violencia contra las mujeres en España en los medios de comunicación. Hasta esa fecha este problema nunca había conseguido figurar de forma habitual en la primera página de los periódicos o abrir la edición de los informativos y telediarios, y eso era así a pesar de las movilizaciones de otros agentes sociales, como las organizaciones de mujeres para las que desde los años setenta el tema de la violencia había sido objeto de atención y movilización. En diciembre de 1997 se produce el Caso Ana Orantes (Altés 1998), la mujer que narró su vida de mujer maltratada en un canal andaluz de televisión y que a los pocos días fue quemada viva por su marido, de quien estaba separada. Este hecho, que revistió tanta gravedad como muchos que se habían producido contra otras mujeres con anterioridad constituye, sin embargo, un revulsivo que los medios de comunicación reproducen y citan en primera página; situación que algunos mantienen en los dos meses posteriores al Caso Orantes con los nuevos casos de asesinatos de mujeres que se van produciendo. Las causas de este giro se deben al carácter endogámico de la agenda informativa de los medios: la televisión ofrece la confesión de la mujer, en vivo y en directo; la televisión, de esta forma, se convierte en fuente de información de tal manera que puede mostrar un documento de lo real posproducido, cuya construcción y difusión multiplicará el efecto de “realidad”. No es una mujer anónima la que han matado, es la que apareció en la pequeña pantalla televisiva. En la medida en que ha sido representada socialmente por los medios, persiste en la memoria mediática mucho más que cualquier otro tipo de violencias estructurales y cotidianas. La violencia de género como violencia política abarca múltiples y heterogéneas problemáticas. Incluye la violencia física, sexual y psicológica que tiene lugar dentro de la familia o en cualquier otra relación interpersonal e incluye violación, maltrato, abuso sexual, acoso sexual en el lugar de trabajo, en instituciones educativas y/o de la salud pública, incluyendo la violencia ejercida por razones de etnia y sexualidad, la tortura, el tráfico de personas, la prostitución forzada, el secuestro, entre otros. En el discurso informativo mediático, el estereotipo de la víctima,7 igual que el estereotipo sexual, aparecen como 277
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Maria Arlamovsky Loud and Clear / Laut und Deutlich 2001, Beta, color, v.o.s. 67’. Cortesía de la artista y Nikolaus Geyrhalter Film Produktion, Alemania. “Hablamos sobre culpa y sufrimiento, confusión, olvido y represión. Más que nada, pretendía averiguar como fueron capaces de hacer frente a la verdad y seguir adelante con sus vidas a pesar de unas heridas tan hondas. Cada uno está dispuesto a hablar sin tapujos sobre el pasado, no tienen nada que esconder”. María Arlamovsky Las últimas estadísticas publicadas en Europa apuntan a que una de cada cuatro mujeres y uno de cada siete hombres han sido molestados sexualmente o han sufrido abusos durante su infancia. En Loud and Clear cinco mujeres y un hombre hablan sin pudo sobre los efectos del abuso sexual en sus vidas. Después de años,
y en algunos casos décadas, son capaces de encontrar las palabras con las que describir cómo les afectaron estos hechos. Todos ellos lograron sobrevivir a los aspectos más dolorosos de enfrentarse con sus experiencias, a menudo después de años de terapia. En lugar de asumir el papel de víctimas, se ven a sí mismos como supervivientes, gente que ha aprendido a analizar, catalogar y reconsiderar sus experiencias de la infancia. A través de las historias de estos supervivientes, Arlamovsky muestra la dificultad de la superación del trauma del abuso sexual en la infancia y ofrece diversas perspectivas de reflexión.
una sobrerrepresentación de las mujeres dentro de los conflictos de género, a las mujeres se las personifica más, se las filma más a menudo en primeros planos y es más probable que sean protagonistas de una cobertura sensacionalista. Como señala Marian Meyers en su libro News Coverage of Violence Against Women,8 las noticias son parte del problema de la violencia contra las mujeres si representan a las víctimas como responsables de su propio abuso (Meyers 1997, 117). Cuando las “noticias informativas” excusan al agresor porque “estaba obsesionado”, “estaba enamorado” o de cualquier otra forma; o, representan al agresor como un monstruo o un psicópata cuando informan sobre esta situación de conflicto, ignoran la naturaleza sistemática de la violencia contra las mujeres. En éstos se establece una norma de visibilidad de los hechos violentos, considerados como “naturales”, en la que se entrecruzan lo público –la violencia como realidad que padecen las personas– y lo privado –la intimidad de las personas violentadas–. La narración –escrita, radiofónica, publicitaria y televisiva– se vuelve ostentosa, casi obscena cuando promueve una hipertrofia del escuchar y del ver. Una tendencia voyeurista de fascinación que los trabajos fílmicos y videográficos de Beth B. ponen en cuestión. Entre ellos, Belladona, 1989, enfatiza esta fascinación transformando a los personajes en marionetas entre la ficción y lo documental. Así mismo, Sabine Massenet mediante las micronarraciones videográficas recopiladas en Sans titre, 2002, revisa el paisaje mediático que la publicidad ofrece como objeto violento de deleite y consumo. El auge de los reality shows o talk shows y la tendencia de ciertos informativos televisivos y radiofónicos ha desplazado el lugar de la representación de la violencia de género y la introduce en la vida de quienes la miran o la escuchan como un hecho más. Sin embargo, centrarse en el uso de la fuerza física omite otras violencias que sí hemos planteado en este proyecto, aquellas en las que la fuerza física no se utiliza y que se ejercen por imposición social o por presión psicológica: violencia emocional, invisible, simbólica y económica, cuyos efectos producen tanto o más daño que la acción física. Estas diferentes formas de 278
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violencia se evidencian en el binomio trauma e historia 9 y su investigación a partir de los estudios de género ha permitido identificarlas y vincularlas con pautas culturales y sociales. Nombrar las formas de violencia –lo que no se nombra no existe– y seguir trabajando sobre la violencia simbólica es imprescindible para que no queden reducidas a experiencias individuales y/o casuales, y para darles una existencia social y crítica. En cambio, la omisión se puede comprender como una estrategia de la desigualdad de género: si las violencias se consideran “invisibles” o “naturales” se legitima y se justifica la arbitrariedad como forma habitual de la relación entre los géneros. Por lo tanto, definir la violencia política contra las mujeres implica describir una multiplicidad de actos, hechos y omisiones que les dañan y perjudican en los diversos aspectos de sus vidas y que constituyen una violación de sus derechos humanos. La violencia doméstica en España se ha convertido en una cuestión con una dimensión pública mayor que en otras épocas debido a la gran cantidad de interpretaciones que se realizan sobre ella desde diferentes instancias; así lo plantean los trabajos documentales Diez años con Tamaia de Isabel Coixet, 2003; Amores que matan de Icíar Bollaín, 2000; y Empezar de nuevo de Lisa Berger y Claudia Hosta, 2001. Semejante situación se reproduce en México y América Latina, donde han escaseado las leyes preventivas no punibles y no obstante es la única región del globo con una Convención contra Todas las Formas de Violencia hacia la Mujer. Es ahí donde se ha desencadenado el fenómeno del femicidio, el asesinato de mujeres por razones asociadas con su género. “El femicidio es la forma más extrema de la violencia basada en la inequidad de género, entendida ésta como la violencia ejercida por los hombres contra las mujeres en su deseo de obtener poder, dominación o control. Incluye los asesinatos producidos por la violencia intrafamiliar y la violencia sexual. El femicidio puede tomar dos formas: femicidio íntimo o femicidio no íntimo”.10 La experiencia de trabajo con mujeres que habían padecido diferentes formas de violencia me abrió un amplio panorama 279
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de interrogantes. A partir de éstos pude darme cuenta de que las herramientas teóricas y técnicas con las que se contaba para pensar sobre las formas de la violencia política eran insuficientes en un momento histórico en el que la violencia tiene diversas presencias a través de los medios de comunicación de masas y, sobre todo, porque el interés también iba a centrarse en la plusvalía de ese intercambio mediático.11 Éste es el valor social que la violencia simbólica ejerce en este flujo de códigos y mensajes desordenados que también presentaban diferentes desenlaces sabiendo que esas experiencias y relatos continuarían en la puesta en escena de lo real (Friedman 2002). Tuve que incluir y articular los aportes teóricos en torno a la memoria y el trauma, subjetivos y tecnológicos, desde los que las narraciones fílmicas, relatos videográficos e historias incompletas se estaban planteando como un relato inconcluso a modo de contraimágenes interdisciplinares posicionadas ante la sobrerrepresentación que los medios de comunicación enfocan desde un solo punto de vista. Esto es, se trata de plantear otros circuitos donde la representación de las relaciones entre violencia y género se sitúen entre las estrategias narrativas y el relato de los hechos, a modo de argumentos de noficción. En este sentido, el documental de Frederick Wiseman, Domestic Violence, 2001; el cortometraje de animación documental Survivors de Sheila M. Sofian, 1997; y Macho de Lucinda Broadbent, 2000, trazan un recorrido por el circuito de la violencia doméstica desde dos sociedades culturales diferenciadas, como son la sociedad norteamericana y la sociedad nicaragüense, en el último ejemplo.
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stos trabajos que utilizan estrategias documentales plantean dinámicas de apoyo social mediante el seguimiento de grupos de trabajo en materia de violencia doméstica. La fuente oral resulta una excelente vía de acceso a las nociones de memoria histórica colectiva y cultura política en la historia del tiempo presente. Su importancia se acrecienta en la medida en que el pasado reciente no haya cristalizado todavía como memoria autobiográfica. La debilidad de la literatura autobiográfica en el tiempo inmediato solamente puede suplirse con la fuente oral. Acceder a la experiencia vivida –autobiográfica y colectiva– de un miembro de un grupo social o asociación humana en el tiempo presente depende, en buena medida, del recurso a la fuente oral. Hay que tener en cuenta, además, que las generaciones resultan más permeables a los injertos de memoria histórica en el momento de su configuración, es decir, de su formación como colectivo generacional, y que esa memoria actúa como una forma de representación mediante la que se reconstruye una historia colectiva invisibilizada en el círculo de la sangre y la mierda. La violencia intrafamiliar y el abuso en la infancia precisamente son los ejes de los que parte el documental Loud and Clear/Laut und deutlich de Maria Arlamovsky, 2001. Estos ejes definen el espacio de la entrevista como un ámbito de terapia y apropiación de la experiencia a través de la narración biográfica frente a cámara y sin dejar de evidenciar el diálogo entre entrevistados y entrevistadora. Familia y violencia, tradición y memoria cultural se unen en el relato de Jean Marie Teno Le mariage d’Alex, 2002. La dramática y velada realidad del matrimonio y el régimen familiar de la poligamia en Camerún revelan una mirada delicada de la ceremonia nupcial y la noche de bodas. Una secuencia vívida de costumbres y ritos que hablan de la sumisión y la posición de mujeres y hombres en la sociedad patriarcal. Una situación a la que Tracey Moffatt se acercó en Nice Coloured Girls hacia
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1987, realizando una ficción experimental que explora las actitudes de las mujeres urbanas y aborígenes en Australia y la dominación masculina. En este filme Moffatt desarrolla una crítica poscolonial a partir del ritual urbano de ligar con hombres blancos. La película contrasta las relaciones de algunas mujeres urbanas y aborígenes con sus “capitanes” hace 200 años. Nice Coloured Girls usa la yuxtaposición verosímil de imágenes y la voz en off que relee extractos del diario de un colonizador para cuestionar la representación del llamado “cine aborigen”. Moffatt, al intentar evitar un determinado estilo narrativo, sustrae el relato cinematográfico de la tradición realista del documental etnográfico tradicional y de las obras teatrales tradicionales del pueblo aborigen australiano. Nice Coloured Girls hace referencias a las películas etnográficas mediante el uso de subtítulos y evita el cliché de la llamada reconstrucción realista. Este sistema de violencia de género fuera de la familia, y centrado en la idea de desaparición, es la intención que recorre el documental Señorita extraviada de Lourdes Portillo, 2003, rodado en 2002. Desde entonces, más de 400 mujeres han muerto y continúan las desapariciones. La publicidad que está empezando a provocar la película ha dado como resultado que ahora los cuerpos de las desaparecidas no se encuentren y que tanto Portillo como las organizaciones involucradas en esta lucha estén amenazadas. En este sentido, el género es un lugar en el cual –o a través del cual– se articula y distribuye el poder como forma de control diferenciado sobre el acceso a los recursos materiales y simbólicos. Por ello, tal y como propone Joan W. Scott, el género está involucrado en la construcción misma del poder (Scott 1992).12 Señorita extraviada no aporta soluciones, sólo presenta los hechos y es el Gobierno mexicano el que tiene que darle una solución. Para ello, Portillo hace un llamamiento para firmar la carta de petición al presidente de México y al gobernador de Chihuahua: “Resolver los terribles crímenes cometidos contra mujeres en Ciudad Juárez y que ambos niveles del gobierno evaden”. Los asesinatos de Ciudad Juárez se están reproduciendo en la actualidad con idénticas características en Chihuahua, Nuevo Laredo, Nogales, Zihuatanejo y Guatemala. Argumentos de no-ficción que continúan produciéndose en la actualidad de forma dramática y que tras estas líneas que ahora tú, lector/a, interpretas, marcan esta trama. En esa diversidad de enfoques la noción de género (Colaizzi 1990)13 aparecía como un elemento clave en los estudios de género, la teoría política, los estudios culturales, la narrativa fílmica, la sociología, los estudios provenientes de la teoría de la comunicación y de la educación social, la antropología cultural, la teoría crítica estética, los estudios posoccidentales y poscoloniales, los estudios de cultura visual y las posiciones del feminismo crítico queer recientemente revisadas14 en torno a la violencia. Enfocar el estudio de la violencia política sin tener en cuenta el género lleva a un callejón sin salida, pues hoy en día la violencia de género sigue siendo una problemática presente en las sociedades democráticas. El género implica una mirada a la diferencia sexual considerada como construcción social, supone una interpretación alternativa a la interpretación esencialista de las identidades femeninas y masculinas. El concepto de género va a situar a la organización sociocultural de la diferencia sexual como eje central de la organización política y económica de la sociedad. Es decir, los discursos de género han construido las diferentes representaciones culturales que han originado y reproducido los arquetipos populares de feminidad y masculinidad. Éstos desempeñaron, a lo largo del tiempo, un papel contundente en la reproducción y la supervivencia de las 281
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Tracey Moffat Nice Coloured Girls 1987, Beta, color, v.o.s. 16’. Cortesía de Women Make Movies, Nueva York. Con gran ambición estilística, Tracey Moffat explora de manera audaz la relación de explotación entre los hombres blancos y las mujeres aborígenes, entre los colonizadores y las mujeres nativas, y la actualidad en la que las mujeres aborígenes modernas intentan cambiar su suerte en el entorno urbano. Mediante la combinación de imagen, sonido y texto escrito, la película transmite la perspectiva de las mujeres aborígenes a la vez que muestra que su conciencia sigue siendo moldeada por la opresión y el silencio forzado. Aunque ellas ya no son víctimas de estos hombres, las mujeres hoy siguen atrapadas a causa de la necesidad económica.
Nice Coloured Girls usa con inteligencia la yuxtaposición de imágenes y la voz en off que lee extractos de un diario de un colonizador para cuestionar el género ahora establecido de “cine aborigen”. Así, hace referencias a las películas etnográficas por el uso de subtítulos, y evita los clichés de las llamadas “reconstrucciones realistas” mediante recursos de estilo. También opone el arte aborigen con las interpretaciones europeas del paisaje australiano. La película evoca preguntas sobre la Australia negra, la sexualidad y asuntos de mujeres. Con humor, elegancia y delicadeza, Moffatt destruye brillantemente la clásica dicotomía de chica buena-chica mala y la convierte en un juego de seducción, violencia simbólica e ilusiones.
prácticas sociales, en las creencias y los códigos de comportamientos diferenciados según el sexo. Sin embargo, el discurso de género de este nuevo siglo, a pesar de su posibilidad de adecuarse a los cambios socioculturales, no se funda aún en el principio de igualdad. Y esta desigualdad es una de las causas centrales de la violencia. El centro de la definición de género se va a asentar en la conexión integral de dos proposiciones: el género es un elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias que se perciben entre los sexos y es una manera primaria de significar las relaciones de poder. En este sentido el documental, durante la década de los años ochenta y los noventa, supondrá la exploración del concepto de género. Red Sari de Pratibha Parmar, 1988, retrata el conflicto racial y cultural en las grandes metrópolis europeas. En el plano cultural, el filme supone una reflexión poscolonial del asesinato de la joven Kalbinder Kaur Hayre en 1985. La violencia contra las mujeres asiáticas en las ciudades europeas se traslada de la esfera pública a la vida privada. Para ello, la voz en off construye una enunciación intersubjetiva que denuncia el racismo. A diferencia de los planteamientos sobre el sexo que se han difundido en torno a la teoría queer cabe añadir que la concepción del texto feminista queer, en este caso planteada a través de Red Sari, subraya la cuestión de la raza, el género y la clase mediante la enunciación verbal adoptando un registro poético. Para ello construye una voz en off que actúa como eje del relato de la violencia, evidenciando que la representación de la violencia procede de una situación de conflicto tanto de género como social y, en este caso, también racial. La directora Pratibha Parmar en la década de los noventa adapta la novela Possessing the Secret of Joy de Alice Walter utilizando las formas documentales. Este filme, Warrior Marks, 1993, examina la mutilación genital femenina sin presentar a las mujeres como víctimas, sino como resistentes, como mujeres luchadoras que han logrado sobrevivir y continúan sobreviviendo –a pesar de la mutilación que han sufrido sus cuerpos, articulando los modos de lucha contra esta imposición de la tradición–. Warrior Marks trata de poner de relieve las complejidades culturales y políticas que
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hay en torno a este tema. A través de entrevistas a mujeres de Senegal, Gambia, Burkina Faso, EEUU y Reino Unido que han sufrido la ablación, Parmar trata de mostrar su visión personal de esta situación en términos de un conflicto todavía sin resolver, como lo demuestra la reciente mirada de Kim Longinotto en el filme El día que nunca olvidaré, 2002. El concepto “violencia” indica un modo de proceder que ofende y perjudica a alguien mediante el uso exclusivo o excesivo de la fuerza. Violencia deriva de vis, fuerza. El mismo origen etimológico que tienen las palabras “violar”, “violente”, “violentamente”. “Violentar” significa ejercer la violencia sobre alguien para vencer su resistencia; forzarlo de cualquier modo a hacer algo que no quiere. La violencia real, por tanto, adquiere a partir del cine posmoderno formas de representación que desembocarán en la presencia de la violencia representada como un código trasladable a diversos estatutos de la imagen, del cine de la gran pantalla a la hiperrealidad televisiva, pasando por los videojuegos interactivos y hasta los hipervínculos de Internet. Los impactos de las tecnologías de la información y la comunicación sobre las realidades sociales son pliegues de las relaciones entre violencia, género y poder. Los comportamientos violentos, así como el tratamiento que los medios dan a la violencia y las relaciones de género suponen a su vez un entramado normativo. Queremos cumplir con el deber de intervenir en el debate social y de cuestionar las aparentes certidumbres sobre la relación entre medios de comunicación y violencia, cuando los discursos políticos y periodísticos han disimulado uno de los problemas sociales más cercanos a la violencia cotidiana. El ámbito de lo simbólico y la relación entre violencia real y representada sirven de nexo a Ursula Biemann en Writing Desire, 2000. Este ensayo videográfico sobre la pantalla ideal de Internet expone la circulación global de los cuerpos del tercer mundo al primer mundo. La aparición de las nuevas tecnologías, y con ellas Internet, ha acelerado estas transacciones. Biemann propone una meditación sobre las desigualdades políticas, económicas y de género obvias en estos intercambios simulando la mirada fija de quien contempla desde Internet y que busca a la
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compañera dócil, tradicional, prefeminista, la implicación del espectador en un nuevo voyeurismo repleto de consumo sexual. Las formas documentales en la última década del post-vérité se definen como un lugar de conflicto, acertadamente expuestas por dos cuestiones mutuamente excluyentes: que la ambición que guía al documental es la de encontrar un modo de reproducir la realidad sin desvíos o manipulaciones, y que la captación de una realidad no adulterada es imposible. No sólo en estos últimos años, sino a lo largo de toda la historia, la tarea de formulación de ideas, valores, símbolos, metáforas y retóricas, la tarea de apropiar la realidad –tanto al nivel imaginario y simbólico como al nivel práctico y afectivo– está ligada a otra tarea más violenta, traumática y duradera, muchas veces invisible e irrepresentable, como advierten los psicólogos sociales, que es la del disciplinamiento: la producción del equipamiento sensual/ sexual, la producción de los cuerpos/espacios necesarios, de las amnesias, los miedos, en fin, la producción histórica de los cuerpos humanos, lo cual nos habilita a hablar de la producción de sensibilidades y estéticas –estética colonial, estética moderna, estética revolucionaria, estética neoliberal–. En este sentido, asumimos la reflexión que Hito Steyerl plantea en su texto La política de la verdad. Documentalismo en el ámbito artístico15 esto es, el documental en su función de estructuración e intervención en el campo social adopta tareas biopolíticas (Steyerl 2004). Así, la acción a través de productos simbólicos puede desarrollarse esencialmente en el terreno de la cultura y es ahí donde habría que construir mecanismos de difusión que permitieran una nueva forma de ver y contribuyeran a desvelar los engaños de la hegemonía mediática. Las formas documentales en un contexto como España tienen que asumir esa función de gubernamentalidad biopolítica que Steyerl plantea en la representación. Una labor que no deben detentar en exclusiva los mass media, ya que las prácticas y modos de hacer artísticas son un espacio de intercambio simbólico, proliferación de representaciones y producción de conocimiento. La prehistoria de este libro está unida al optimismo. Ante la pobreza bibliográfica que caracteriza el contexto español en el análisis de la violencia y su representación hemos optado por huir de la tentación de publicar obras pioneras que acaban convirtiéndose en definitivas y en cambio preferimos hacer patentes las lagunas que otras/os, si así lo desean, deberán rellenar. Ése ha sido nuestro objetivo, presentar al lector/a, por una parte, textos inéditos hasta el momento y, por otra, textos escritos específicamente para la publicación en el contexto de España, Latinoamérica, Norteamérica y Europa, y que están relacionados entre sí a partir de la noción de representación y construcción simbólica de la cultura visual. Esperamos que esta publicación sea útil a quienes trabajamos por la erradicación de la violencia en las sociedades posindustriales y que por su perspectiva intelectual mantenga su vigencia en el tiempo pero que, a su vez, esta investigación en su conjunto sea consciente de sus limitaciones y no pretenda clausurar en falso una vía recién iniciada. Comenzamos un relato con muchas secuencias que han permanecido, aunque filmadas, fuera de campo: los registros y contranarraciones del vídeo, los testimonios, el trauma, las causas, las posibles salidas de ese circuito integrado de la violencia de género a la vida de muchas mujeres, a los rostros anónimos de la información mediática plagada de cifras frías y también anónimas, y a las ganas de nombrar las variantes de la violencia de género como forma de visibilizar la cotidianeidad, pues como Ana Navarrete declara en su texto a modo de contrahistoria de las prácticas artísticas: Este funeral es por muchas muertas. páginas siguientes: Bene Bergado Sin título, 2005. Cortesía de la artista.
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1. Ver McCormick 2000. 2. Ver McCormick 2001. 3. Ver Renov 1993. 4. Esta noción ampliada y revisada por la autora en su texto “Afterthought on Visual Pleasure”, en Visual and Other Pleasures. Londres: Macmillan, 1989. 5. Dentro de los “etnopaisajes” de la posmodernidad, experimentamos la proliferación de figuraciones alternativas de la subjetividad poshumanista que es necesario poner en contacto con las formas de violencia real y su representación simbólica. El concepto de “figuraciones alternativas de la subjetividad” aportado por Rosi Braidotti alude a los procesos y ficciones políticas que refiguran a la Mujer no como “lo Otro de lo Mismo” – sino como lo otro de las otras mujeres en su gran diversidad–, según Irrigaría. Estas figuraciones, representaciones sociales, están materialmente insertas y no son metafóricas. Ver Braidotti 2004, 217. 6. El término neotelevisión, acuñado por Umberto Eco en La estrategia de la ilusión en 1983 y ampliado por autores como Casetti, Calabrese, Verón y Wolton, incide de forma directa en la disolución de los límites entre realidad y ficción en el discurso televisivo posmoderno. De ahí que debamos preguntarnos: ¿cómo esta transformación ha afectado a la representación de la violencia en el medio televisivo y por extensión al resto de medios audiovisuales presentes en nuestra sociedad? Ya que la representación de la violencia adopta diversos grados de “verosimilitud” a través del “efecto realidad”. Como indica Roger Silverstone al referirse a los planteamientos del teórico Walter J. Ong (1977): “La televisión como sistema abierto se distingue (en comparación con el sistema relativamente cerrado de la escritura y la imprenta) por su peculiar capacidad para presentar la presencia y superponer la vida y el escenario, lo real y lo imaginario, lo espontáneo y lo ensayado”. Para el desarrollo de esta idea ver Silverstone 1996, 226. 7. Ver Fernández 2003. Esta autora apunta una cuestión que supone un giro en la representación escrita en España, ¿Quiénes suelen ser las fuentes informativas consultadas para la elaboración de la noticia? ¿Qué dice la investigación acerca de las fuentes informativas consultadas por la profesión periodística en este tema? Entre el periodo 1982-1983 y 1988-1989 las mujeres feministas organizadas eran la principal fuente informativa de los acontecimientos producidos sobre violencia conyugal. Sin embargo, durante los años noventa, la policía es el actor comunicativo dominante en el caso de información de acción violenta, con el 61,5% del total de personas, instituciones u organismos informantes. Las mujeres sólo constituyen el 7,5%; los organismos de justicia, el 9% y periodistas y personas expertas, el 6%. Ver también López 2002. Evidentemente en España este es un contexto a considerar desde las formas documentales que tienen que asumir esa función de gubernamentalidad en la representación. 8. Modelos informativos, medios de comunicación, esfera pública y prácticas artísticas, ver McCarthy 2001. 9. Esta perspectiva en la teoría crítica literaria ha sido desarrollada por Kaplan 2001. Ver también Herman 1999 y su texto “Cautiverio” en esta publicación, p. 74. 10. Esta aportación conceptual ha sido planteada por las autoras Russell y Radford 1992, 42. 11. ¿Cuáles son los contenidos de esta investigación? Su desarrollo se asienta en la experiencia de una modalidad de trabajo que denomino teoría crítica del discurso en las violencias cotidianas. También he tenido en cuenta otras modalidades de representación de la violencia y sus efectos en la vida cotidiana de las mujeres y en su salud física y mental. 12. Ver también de la misma autora: Feminists Theorize the Political (editado con Judith Butler.) Nueva York: Routledge, 1992. Schools of Thought: Twenty-five Years of Interpretive Social Science (editado con Debra Keates). Princeton University Press, 2001. 13. Ver de esta misma teórica y profesora los siguientes volúmenes editados: Giulia Colaizzi (ed.). Feminismo y Teoría fílmica. Valencia: Episteme, 1995. Lectora: Revista de dones i textualitat 7: Dones i Cinema, dirección a cargo de Giulia Colaizzi. Universitat de Barcelona: Centre Dona i Literatura, 2001. 14. Para la revisión de la teoría queer y violencias cotidianas ver: “Féminismes, queer, multitudes”, Multitudes 12 (Primavera 2003), Exils (Paris). http://multitudes.samizdat.net/ 15. Ver también Miller 1999. *. Referencias bibliográficas en p. 349.
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La violencia silenciada o el posfeminismo en Latinoamérica Ana Tiscornia
A mediados de los años ochenta, algunas artistas latinoamericanas hicieron incursiones en el territorio de la identidad de género de manera más explícita que lo registrado hasta entonces. Se trataba de una autorreflexión dilatada en América Latina por múltiples factores históricos. Por un lado, el contexto sociopolítico de las dictaduras había contribuido a posponer ese debate. Por otro, el perfil ideológico de la intelectualidad latinoamericana –por entonces vanguardia en las reivindicaciones sociales– favorecía la despolitización del debate sobre la condición de la mujer. No obstante, su asimilación se debió a un desarrollo orgánico –fruto de la praxis social–, más que a grandes procesos especulativos críticos. Si hubo alguna planificación, ésta fue auspiciada y financiada sobre todo desde Europa. Esto propició la consolidación de organizaciones no gubernamentales, que funcionarían como centros de reagrupamiento de algunas mujeres, y que trabajaron en sus problemáticas laborales, sociales y de salud reproductiva. Pero si bien la ideología feminista fue permeando en el tejido social, no lo hizo ni tan fácil, ni tan extensamente como se tiende a creer. La influencia del perfil ideológico en la demora del 288
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debate feminista fue significativa. El discurso de las vanguardias culturales de la época hacía hincapié casi exclusivamente en la problemática de clase, lo que de alguna manera chocaba con el discurso de género. Aunque hoy en Latinoamérica no escasea el arte con contenido social, las cuestiones detonantes dentro del contexto del tema de la mujer, como por ejemplo la violencia doméstica, que se sigue cobrando un número alarmante de vidas, no son fáciles de rastrear en la construcción estética. La lista de artistas que se interesan por ello tiene pocos dígitos, aun teniendo un referente tan significativo como Ana Mendieta, que fue pionera en tratar el tema en su trabajo y en reformular las propias prácticas artísticas de acuerdo con las demandas conceptuales y la crítica institucional, y cuya muerte rubricó definitivamente la violencia doméstica como un asunto que trasciende las pertenencias de clase. Entre las artistas que han tomado como objeto de reflexión estética una perspectiva crítica destacan la cubana Tania Bruguera, la costarricense Priscilla Monge, las brasileras Beth Moysés y Rosana Paulino, y la mexicana Teresa Serrano. Todas ellas tienen también un denominador común en sus estrategias visuales: la capacidad de variar los medios recurriendo a ellos en función de las demandas conceptuales de cada obra. Bruguera en ocasiones ha recurrido a la apropiación: asumiendo conscientemente el legado de Ana Mendieta, ha replicado su obra, convirtiendo el hecho en una suerte de manifiesto fundacional de lo que sería su propio periplo artístico. Monge construye objetos, hace performances y realiza vídeos
que indagan en los territorios opacos de la construcción social, los que están por debajo de los sobrentendidos, pero que regulan las convenciones. Su arte indaga en los parámetros de comportamiento establecidos y en las incomodidades generadas cuando hay un “desajuste” del canon; especula con esas incomodidades, maniobra, altera las convenciones. Moysés reinventa vestidos de novia. Nos obliga a cambiar la mirada sobre el cuerpo y a reflexionar sobre éste a través de las connotaciones del vestido. También los resignifica en el espacio performático, focalizándolos en su dimensión simbólica y ritual. Paulino enmudece, ciega y tacha retratos con costuras/cicatrices, las cuales pervierten el lugar común por el que tan simplistamente se asocia el bordado con un estereotipo de lo femenino, mientras señala la reclusión obligada de la mujer en el mutismo. Serrano recurre al formato de la fotonovela y del cine para tejer un enjambre entre deseo, represión y representación. Sin embargo, en gran parte del arte que se produce en Latinoamérica, la estética femenina y la feminista siguen siendo términos intercambiables. La eventualidad de que el género femenino, per se, defina una estética propia se confunde con la existencia de una estética representativa de una ideología –la feminista– que incluso, o por lo menos en términos teóricos, también podría ser sostenida por hombres. De hecho lo es, el salvadoreño Ronal Morán y el dominicano Polibio Díaz lo confirman. Tal vez el problema esté en las pautas desde las cuales se
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analiza. Las metodologías de investigación, los paradigmas de referencia para identificar lo que es pertinente en una construcción artística, han sido hasta hoy hegemónicamente trazados por hombres desde sus maneras de ver, hacer e interpretar y desde una cultura que sigue marginando a la mujer como hacedora intelectual. Y aunque las mujeres lentamente hemos accedido a la producción artística y a su correlato teórico, aún estamos lejos de una reformulación a la luz de nuestro género, de los supuestos conceptuales desde los que se investiga y se predica. La idea de arte tal y como se entiende contemporáneamente es una enunciación en la que las mujeres no hemos intervenido ni tampoco cuestionado en lo medular. Reconozcamos que el siglo XXI comenzó con las cosas más complejas que nunca. El fin de las ideologías nos dejó libres de supeditación a cualquier gran relato. En su primer cuarto de hora, junto a la revalorización de lo subjetivo y de las múltiples identidades, nos permitió pensar que era posible independizar la lucha de las mujeres, sacarla de la lista de espera y traerla a un primer plano. Eso parecería positivo. En los siguientes cinco minutos, ese mismo final de las ideologías nos recordó que la de las mujeres era también una lucha ideológica, lo que –acabadas las ideologías–, es decir, sin contexto, era inoperante. Ésta es una extrapolación inversa a la del principio por el cual se marginó al feminismo de la lucha política cuarenta años atrás, pero igualmente nos previene para asumirlo hoy. Darlo por obsoleto es el nuevo callejón sin salida.
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En América Latina, para bien y para mal, “esencialismo” y “construccionismo” se mezclaron de nuevo sin que previamente se enunciara su diferencia. Para bien porque nos ahorramos cierta dosis de fundamentalismo. Para mal porque son referencias útiles a la hora de enriquecer la práctica y el discurso del arte que se pierden, y porque carecer de estas pautas de análisis está auspiciando un posfeminismo vernacular que esconde, más que la superación de ciertos debates, un antifeminismo que nunca accedió a cuestionar el canon, a debatir ni a formular un cuerpo de ideas. En este contexto hay obras de artistas latinoamericanas que celebran aquella “estética femenina adquirida” de manera naif, sin cuestionar lo medular detrás de lo “adquirido”. Otras también lo celebran, pero en forma oportunista o cínica, satisfaciendo una demanda casi folklorista y acrítica de un espacio de la mujer cuya visibilidad se sigue restringiendo a sí misma y al estereotipo. Menos veces hay una especulación consciente, una manipulación de los recursos de esa “estética” con agudeza estratégica, que tenga como blanco pervertir el discurso oficial. Y menos aún son las oportunidades en que esta especulación se propone cuestionar a la institución “arte” en sí o poner en crisis las relaciones entre representación y poder, explorando nuevos circuitos. La realidad latinoamericana, la que nos hace interrogar la naturaleza de nuestra cultura, está constituida mayoritariamente por artistas que no tienen interés en reflexionar sobre el tema y que no pelean por su visibilidad,
pretendiendo ignorar la marginalización que aún se ejerce sobre la mujer en el circuito legitimado del arte. Lo mismo sucede a nivel de la labor curatorial y del ensayo crítico. La desideologización generalizada permitió un alto grado de institucionalización en el arte –nadie se opuso a este proceso– que pareciendo proteger a todos y en especial al diferente, en los hechos a menudo ha priorizado un discurso unívoco y ha aniquilado lo alternativo. Podría entenderse que lo alternativo no es más necesario cuando la diversidad es incluida. Pero, ¿es incluida o recluida? A veces se confunde el triunfo con el fracaso. No es la primera vez que el discurso contestatario es asimilado como forma de neutralizarlo. Mientras tanto, en Nicaragua el 70% de las mujeres han experimentado violencia física, en Chile una mujer es agredida sexualmente cada 26 minutos, en Guatemala una es asesinada cada día, en Uruguay cada nueve días, en Paraguay cada diez. En Perú al año son 80.000 los casos de violencia contra la mujer, en Panamá 3000 son violadas, en Brasil el 33% sufren diversas formas de violencia doméstica. Así podríamos seguir enunciando datos desalentadores en cada país de Latinoamérica sin excepción alguna y aún por debajo de los índices reales, ya que la mayoría de los casos no son denunciados. Sin embargo, en el arte el tema está casi concluido. Revisitarlo no sólo genera indiferencia sino a menudo rechazo. El porqué tal vez muestre que en Latinoamérica muchas mujeres, lejos de haber resuelto las contradicciones, se han empantanado en los preceptos machistas. 289
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Trabajo, sexo y peligro en Ciudad Juárez Debbie Nathan
A día de hoy, la historia de las mujeres de Ciudad Juárez asesinadas es tan vieja que los locales apenas le prestan atención. Sólo sigue siendo noticia para los familiares de las víctimas y para periodistas de fuera de la ciudad que todavía vuelan hasta la ciudad tejana de El Paso para cubrir la masacre por la línea internacional. Juárez, la cuarta ciudad de México en tamaño, parece aún más grande de lo que es. Autobuses y coches envejecidos, que trasladan a miles de trabajadores a los vastos parques industriales de la ciudad, se abren paso a empujones en atascos de tráfico que rodean, junto a millas de chabolas polvorientas, un pequeño distrito central con mansiones de estilo colonial en decadencia. Cuarenta años atrás, los parques industriales no existían y las cosas estaban mucho más tranquilas. Por entonces, la economía de Juárez se basaba en el negocio fronterizo habitual: especulación con divisas, corretaje de aduana y divorcios rápidos para los gringos. Existía también un sector del “vicio”, con bares y prostitución. Originariamente proveía servicios a los soldados de la base militar de Fuerte Bliss, en El Paso, y a los turistas que buscaban alcohol y sexo mercenario durante la Era de la Prohibición. Esta economía empezó a ser suplantada a mediados de los años sesenta, cuando México instituyó el Programa de Industrialización de la Frontera (BIP). El BIP creó las maquiladoras, o maquilas en forma abreviada –plantas de propiedad extranjera que usan mano de obra mexicana barata para montar materiales importados, enviando después el producto acabado de vuelta a países como EEUU con el solo pago de un impuesto al valor añadido por el trabajo barato–. Antes de las maquilas, Ciudad Juárez tenía una población de unos cuantos cientos de miles de habitantes. Hoy día podría alcanzar los dos millones. Es difícil llevar la cuenta debido a la ola de emigrantes que no dejan de llegar en avalancha de las ciudades interiores y las zonas rurales de México, marcadas por la crisis. La mitad de la población de Juárez tiene edad suficiente para trabajar, y más de una quinta parte de las personas que lo hacen –unas 230.000 según las estimaciones de 1998– trabaja en una de las 400 maquilas de la ciudad. En los primeros años del BIP, casi todos los trabajadores de las maquilas eran mujeres jóvenes. Se las prefería a los hombres porque, según los directores de planta, las mujeres tenían manos más ágiles. También se pensaba que las mujeres toleraban mejor el tedio de la cadena de montaje. Y lo más importante, las mujeres no tenían tradición en el trabajo industrial, poseían poca experiencia de organización laboral y era menos probable que exigieran una mejora de sus condiciones de trabajo o que sus reivindicaciones interrumpieran la producción. Sin embargo, hacia 1990, la industria de las maquilas había crecido tanto que las trabajadoras escaseaban. De modo que se contrataron hombres, y hoy día la división por género en las fábricas de Juárez es de alrededor de un 50% para cada sexo. imágenes artículo: Ursula Biemann Maquila Women, 2002. Cortesía de la artista.
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Los trabajadores de ambos sexos son por lo general bastante jóvenes: la norma está entre los 16 y los 17 años, y no es extraño encontrar a adolescentes de 14 años trabajando en las plantas con certificados de nacimiento falsos. Muchos ya ayudan a mantener a sus familias. Otros trabajan para disfrutar de un dinero propio y poder estar una temporada fuera de casa en un país donde las mujeres jóvenes tradicionalmente han estado recluidas dentro de sus familias, y donde la educación secundaria sigue siendo un lujo que la mayor parte de los adolescentes de clase trabajadora no se puede permitir. El salario mínimo “cargado” que ganan estos jóvenes trabajadores viene a ser de $1.36 la hora. “Cargado” significa que incluye cupones de comida a canjear en el supermercado y cotizaciones de la empresa al sistema de Seguridad Social de México. “Sin cargar” equivale al dinero en efectivo que se llevan a casa cada semana después de 45 horas de trabajo. Suma unos $26 –mucho menos de lo que el gobierno de México estima necesario para mantener a una familia de cuatro–. Una razón por la que los salarios son tan bajos es la escasez de sindicatos, que sólo existen en un 10 ó 15% de las plantas de Juárez. Incluso cuando existe presencia de los sindicatos, los directivos de las maquilas pueden negociar contratos enteros sin contar con la aportación de los trabajadores y los representantes de los sindicatos. A menudo actúan confabulados con los supervisores de las compañías y los jefes de personal. Bajo semejantes condiciones, la renovación de los empleados en el conjunto de las fábricas alcanza anualmente el 100%. La constante migración de planta a planta previene los intentos de organización con miras a una mejor paga, y refuerza la concepción de que los trabajadores son mercancía desechable y barata. Esto es particularmente cierto desde la devaluación del peso de 1994, cuando el salario mínimo cayó en picado en relación con el dólar y con la inflación. Esta caída ha sido terrible para la gente pobre, pero maravillosa para el capital foráneo en busca de mano de obra barata. Ha sido también una gran ayuda para la ideología del Acuerdo de Libre Comercio Norteamericano (NAFTA), que entró en vigor en 1994. Fue más o menos entonces cuando la tasa de asesinatos de Juárez, hasta ese momento mucho más baja que la de ciudades de tamaño similar en EEUU, se disparó de repente. Hacia 1988, el año que ofrece las cifras disponibles más recientes, la ciudad registraba del orden de 54 homicidios por cada 100.000 personas. Más del doble de la tasa de Monterrey, cuatro veces más que en Guadalajara, y casi cinco veces más que en Ciudad de México. Muchas de las víctimas han sido hombres: jóvenes apuñalados en peleas de bandas de barrio, y hombres mayores disparados, al estilo de la mafia, y despachados después en mantas con los ojos vendados con cinta adhesiva ultraresistente. La emergencia ascendente de Juárez como pasillo de tráfico de heroína, cocaína y marihuana durante los años noventa es sin duda responsable de la mayor parte de esta violencia. También han muerto mujeres –unas 200 desde 1993–. Al igual que las víctimas masculinas, algunas han sucumbido en el curso de ajustes de cuentas entre traficantes de drogas. Otras han sido disparadas, apuñaladas y golpeadas hasta morir durante confrontaciones con sus novios y maridos, quienes parecen ser más violentos con sus parejas que en cualquier otro momento de la historia de Juárez. Docenas de mujeres han hallado otro tipo de muerte: el asesinato sexual al estilo Jack el Destripador. El cadáver de una de las primeras víctimas, Alma Chavira Farel, fue encontrado a comienzos de 1993. La autopsia reveló que había sido estrangulada y violada “por las dos vías”1 –un eufemismo mexicano que quiere decir vaginal y analmente–. Durante los meses posteriores, ocho mujeres más fueron asesinadas de manera simi293
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lar. El modelo continuó en 1994 y 1995. Hacia el verano de ese último año, los cadáveres se descubrían cada pocos días, enterrados o desparramados por vertederos desiertos cerca de la ciudad. A menudo todo lo que quedaba de ellos eran huesos descoloridos, pero algunos cuerpos mejor preservados presentaban ciertos rasgos comunes. Eran casi siempre delgadas y tenían el pelo oscuro y largo hasta los hombros. En la abrumadora mayoría de los casos donde todavía se las podía identificar, las víctimas resultaron ser de familias pobres. Y muchas habían trabajado en las maquiladoras. En 1993 y 1994, los descubrimientos de los cadáveres de estas mujeres se anunciaban de manera sumaria en breves notas aparecidas en la sección de sucesos del periódico. Los padres que presionaron a la policía para que diera con los asesinos de sus hijas sólo encontraron indiferencia. Hubo que esperar hasta que en 1995 la coalición local para los derechos de las mujeres Ocho de Marzo empezó a exigir justicia ante el estallido del número de víctimas de asesinatos sexuales. El grupo diseminó informes de los crímenes por la prensa y por diferentes grupos de mujeres y de defensa de los derechos civiles. Sus miembros organizaron ruidosas manifestaciones callejeras y denunciaron la indiferencia oficial en foros como la ONU. En aquel tiempo el gobierno de la ciudad de Juárez estaba en manos del Partido de Acción Nacional (PAN), tras haberle arrebatado el poder al Partido Revolucionario Institucional (PRI), que había gobernado México durante décadas. El PRI comenzó a denunciar ruidosamente la incapacidad del PAN para proteger a 294
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las mujeres de la ciudad. Como consecuencia, los líderes municipales y la policía se vieron sometidos a una sensible presión para atrapar a quien tanto los cuerpos de seguridad como los medios de comunicación convenían en llamar el asesino en serie más voraz de la historia de México. La historia hasta entonces era horripilante, pero en tanto que historia de asesinos en serie, era un clásico. Así como siempre ha habido gente que viola y mata repetidamente, la idea del asesino sexual en serie es nueva para la cultura occidental. Data de la teoría criminológica de fines del siglo XIX y está marcada por los siguientes rasgos: el culpable es un hombre, lo impulsa el odio hacia las mujeres y la excitación que le produce verlas sufrir una violación sexual sádica. La violación ritual y el asesinato le proporcionan un desahogo intenso, incluso orgásmico. Esta liberación es seguida por una calma refractaria, a la que sigue a su vez un resurgir del deseo que requiere otra víctima. Debido al marcado carácter sexual del proceso –y dado que el sexo entre dos personas es por lo general un acto privado– es típico que el asesino actúe solo. Y aunque pueda llevar a cabo algunos de sus asesinatos con un cálculo extraordinario, sus motivos son mucho más pasionales que racionales en última instancia. En octubre de 1995 la policía de Juárez pensó que ya había dado con su asesino en serie. Se trataba de Abdel Latif Sharif, un egipcio con un largo historial delictivo en EEUU, que incluía cargos por asalto sexual violento. Químico de profesión, Sharif había 295
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estado en una prisión de Florida cumpliendo condena por violación, y fue más tarde acusado en Texas de un delito similar a comienzos de los años noventa. En esa época trabajaba en Midland y su jefe le ayudó a evadir el arresto trasladándole a Juárez de asesor en las maquilas. Allí, Sharif vivía en un vecindario selecto y conducía un coche último modelo. Fue arrestado después de que una adolescente dijera a las autoridades que acababa de escapar de él. Dijo que Sharif había ligado con ella en un bar del centro y la había llevado a su casa, donde la atacó y le aseguró que “acabaría en el vertedero” como las otras mujeres allí encontradas. Inmediatamente la policía halló testigos que recordaban haber visto a Sharif en bares con mujeres a las que después encontraron muertas. Con no menos prontitud, Sharif negó haber matado a nadie, aunque admitió que conocía a “todas las prostitutas del centro”. Finalmente se le condenó por violación y estrangulamiento de una víctima y en la actualidad está en prisión cumpliendo una condena de 30 años. Los fiscales creen que asesinó a otras 16 mujeres por lo menos, pero no reunieron suficientes pruebas para ganar los veredictos de culpabilidad. El alivio que sintió la ciudad después del arresto de Sharif no iba a durar mucho tiempo. Apenas había entrado en la cárcel cuando empezaron a aparecer más cadáveres de mujeres. A medida que continuaba la investigación, la policía descubrió que varias de las víctimas habían pasado más de una noche libre en los bares del centro de la ciudad, donde iban solas o acompañadas de amigas. Para los padres de las mujeres muertas ente296
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rarse de este tipo de comportamiento supuso un trauma y una conmoción. Pues, aunque en los países desarrollados es de rigor que las mujeres trabajadoras salgan de copas los fines de semana, esto mismo era un estricto tabú para las mujeres mexicanas hasta hace muy poco, y romper el tabú significaba exponerse a ser considerada una prostituta. Las averiguaciones de la policía acerca de las conexiones de las víctimas con los bares llevaron al alcalde de Juárez a promulgar declaraciones retóricas como: “¿Sabe usted dónde está su hija esta noche?”. Lo que se daba a entender era que los asesinatos sexuales eran culpa de la laxitud moral. O, como decían muchos residentes en Juárez, de chicas que llevaban una doble vida: casto trabajo en la fábrica por el día y pecaminoso salir de copas por la noche. De manera siniestra, en español la doble vida suena muy parecido a las dos vías, sexo por la vagina y por el ano. Puede que la similitud de las expresiones sea simplemente un accidente lingüístico. Aún así, existe un vínculo verdadero entre el desarrollo de las maquilas, que ha propiciado la doble vida, y la violencia sexualizada contra las mujeres, que parece ser una reacción contra el cambio de los papeles económicos y sexuales en la frontera norte de México. Las pruebas de esta conexión son indirectas pero se pueden ver por todas partes, desde los datos que ofrecen las ciencias sociales a la ficción de autores como Carlos Fuentes. La socióloga Leslie Salzinger, quien a comienzos de los años noventa pasó un 297
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tiempo observando las relaciones entre los hombres y las mujeres en las maquiladoras de Juárez, proporciona un telón de fondo revelador al respecto. La propia Salzinger trabajó en la cadena de montaje junto a las operadoras de las maquiladoras. Allí observó que, aunque las fábricas ya habían abandonado la anterior política de contratar exclusivamente a mujeres, los jefes todavía mantenían la disciplina de trabajo fomentando estrictas distinciones de género entre los trabajadores –distinciones basadas en ideas tradicionales sobre lo masculino y lo femenino–. He aquí la descripción que hace Salzinger de las prácticas de contratación en una gran maquiladora de montaje de televisores a la que llamó con el seudónimo de Panoptimex: El departamento de personal invierte una gran cantidad de planificación y energía cada día en la contratación del sexo “adecuado” para los trabajos en oferta. Irene Pérez, la jefe de personal de la planta, detalla los requisitos de la mayoría de los trabajos en cadena, comenzando por ser mujer y joven y continuando con ser flaca, tener las manos delgadas y las uñas cortas.
De hecho, se pone tanto énfasis en que las mujeres sean atractivas y tengan una apariencia convencionalmente femenina, que una mujer supervisora de otra planta le dijo a Salzinger: “En Panoptimex no buscan trabajadoras, buscan minifaldas como las de las modelos, tacones, bellezas”. El nombre que Salzinger da a la planta deriva de panóptico porque en ella el control del proceso de producción es implacablemente visual. Los jefes, cómodamente instalados en oficinas situadas muy por encima de las cadenas de montaje, escudriñan con la mirada a las trabajadoras a través de la ventana. Al mismo tiempo a pie de planta los supervisores, todos ellos hombres, pasean por la cadena sin cesar. Uno de ellos, Carlos, baja de su oficina... todo masculino y sociable, en plan propietario, y “bromea” con las trabajadoras... En su recorrido se va parando para hablar con las que son “jóvenes y guapas”... Estas conversaciones se definen por el flirteo y las insinuaciones picantes, están llenas de coqueteo por ambas partes, las trabajadoras se sonrojan al hacerle pequeñas confesiones y él les presta un apoyo pseudopaternal. Tampoco se queda hablando mucho tiempo. Es bien sabido en la planta que una de las trabajadoras de la cadena es su amante, lo mismo que ocurre con el jefe de producción. Así, todas las conversaciones están marcadas por la ambigüedad y un sabor a sexualidad prohibida.
En medio de estas interacciones, supervisores como Carlos también examinan unos gráficos elaborados por el superior de la trabajadora en cuestión, en los que unos puntos dorados, verdes y rojos representan el trabajo bueno o deficiente. En conjunción con el coqueteo, este comportamiento marca en un solo gesto a la “buena trabajadora” y a la “mujer deseable”. El énfasis en la belleza femenina se ve reforzado en actividades fuera del trabajo tales como el concurso municipal “Señorita Maquila”, donde trabajadoras de docenas de plantas rivalizan las unas con las otras en certámenes de trajes de baño y vestidos de noche. Dada la escasez de mujeres trabajadoras en el conjunto de la industria, Panoptimex y otras maquilas también emplean a hombres jóvenes como montadores. Pero a menudo se los segrega deliberadamente de sus compañeras: mediante la clasificación del tra298
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bajo –las mujeres hacen trabajo “ligero”, como soldar paneles de circuitos, mientras que los hombres montan muebles-televisor más grandes y pesados–; mediante el color de sus batas de trabajo –en una fábrica, las de los hombres son azul oscuro y las de las mujeres azul claro– y mediante la ubicación física en secciones separadas de la planta. De esta manera se marca que los hombres son diferentes de las mujeres. Sin embargo, se los iguala al mismo tiempo con éstas de manera desdeñosa. Para empezar, ganan la misma paga que las mujeres: una paga que siempre se ha tenido por una miseria, pero que se ha justificado para las mujeres durante muchos años con el argumento de que –según los directivos– son los maridos de las mujeres, que trabajan fuera de la fábrica, los que en realidad se supone que deben ganar el pan para sus familias. Los trabajadores masculinos de las maquilas también se sienten devaluados por el modo en que los jefes desprecian su masculinidad. Durante el tiempo que estuvo en Panoptimex y en otra maquila de Juárez, Salzinger observó cómo constantemente se reforzaba la “feminidad”–es decir, la docilidad y la pasividad– que la industria sigue considerando buena para la producción. Sin embargo, la “masculinidad” de los trabajadores, se ignora o incluso se menosprecia. Los operarios masculinos son, en el mejor de los casos, invisibles. En el peor, aquellos que no se comportan correctamente o hacen un mal trabajo sufren una sanción disciplinaria consistente en su traslado a las secciones exclusivamente femeninas de la cadena de montaje. La humillación máxima de los jóvenes trabajadores masculinos de Juárez es, por tanto, su conversión simbólica en mujeres. No es sorprendente que estas prácticas parezcan alentar la agresividad de los empleados masculinos hacia sus compañeras de trabajo. Salzinger observó que no era infrecuente que los hombres llamaran a las mujeres con términos sexuales, así como la presencia de una buena cantidad de “cotorreo”2 –persistentes intentos de camelar a las mujeres para conseguir de ellas una cita o sexo– a pesar de que el mismo comportamiento se considera tabú si son las mujeres las que lo ponen en marcha con los hombres. Las trabajadoras, sin embargo, reaccionan ante estas atenciones masculinas con eufóricas bromas procaces. Como consecuencia, la planta de producción está altamente sexualizada y llena de lo que los empleados llaman “ambiente”.3 Es tan estimulante que muchos llegan al trabajo más de media hora antes del comienzo de sus turnos para compartir las intrigas y el cotilleo con sus compañeros. Estas intrigas ocupan el lugar de los salarios decentes o las esperanzas de ascenso, y al mismo tiempo distraen a los jóvenes trabajadores del aburrimiento mortal de la cadena de montaje. La sexualidad de la maquila se desborda fuera de las plantas durante el tiempo libre. El centro de Juárez está cuajado de bares cuya clientela mayoritaria la componen los trabajadores de la cadena de montaje. Los fines de semana el precio del cubierto y las cervezas son baratos en establecimientos como Alive, Noa Noa y La Tuna Country. Los altavoces gigantes de la pista de baile vibran con rock estadounidense, música disco y música mexicana, que se interrumpen de cuando en cuando para que las clientes participen en competiciones del tipo “el sujetador más atrevido” y “bikinis mojados”, así como actuaciones de atractivos jóvenes bailarines de striptease. Una novela reciente de Carlos Fuentes, La frontera de cristal, captura febrilmente esta escena. Se trata de una amplia meditación sobre la cultura trasnacional mexicanoestadounidense en la era del NAFTA, donde en un capítulo un grupo de jóvenes trabajadoras hace una visita nocturna al Malibú, una discoteca ficticia de Juárez. A medida que las mujeres se van dejando hipnotizar por el ritmo de la música rock: 299
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Lourdes Portillo Señorita extraviada 2001, Beta, color, v.o.s. 74’. Cortesía de Women Make Movies, Nueva York. Señorita extraviada, el último documental de Lourdes Portillo, se despliega como el misterio sin resolver que examina: el secuestro, la violación y el asesinato de más de 230 mujeres jóvenes en Juárez, México. Visualmente poética, aunque impávida en su mirada, la película desenmaraña las capas de complicidad que permitieron que estos brutales asesinatos siguiesen y está basada en lo que Portillo considera la fuente más fiable: los testimonios de las familias de las víctimas. El resultado es un retrato horrible y brutal de Ciudad Juárez, “la Ciudad del Futuro”. Segun la realizadora, “Señorita extraviada es una investigación de la naturaleza de la verdad, una verdad que en mi trabajo documental siempre me ha parecido elusiva, especialmente en este sobre los asesinatos sexuales de cientos de chicas en una ciudad fronteriza de México. Me pregunto
cómo estas jóvenes y pobres chicas que se encuentran tan cerca de los EEUU pueden estar tan desamparadas. Siento que si estoy presente y soy testigo de estos crímenes sin hacer nada, esto me degrada moralmente, por eso decidí actuar y centrar mi trabajo en relatar su horrorosa historia. El relato es cronológico para poner orden al caos y a la mala información. Lo que surge son verdades innegables en los testimonios valientes de las víctimas; sus voces arrojan luz sobre su destino y el de otras que ya no pueden hablar. El esfuerzo de hacer esta película es mi ofrenda a los cientos de mujeres jóvenes que han sido sacrificadas a lo largo de la frontera mexicana. Relato la historia del terror impuesto y del silencio mortal presentes mientras florece el nuevo mundo de la globalización. Mi esperanza más sincera es que la película y su poder realmente puedan causar un cambio en la conciencia de los espectadores”. Lourdes Portillo
... qué fantasías se les ocurrían, los bracitos para acá, las patitas para allá, las rodillas en ángulo, las melenas y las tetas rebotando, las nalgas agitadas libremente, las caras sobre todo, los gestos, éxtasis, burla, seducción, pasmo, amenaza, celo, ternura, pasión, abandono... todo era permitido en la pista del Malibú.
Minutos más tarde la clientela, en su totalidad femenina, da rienda suelta a la expresión ruidosa de su placer con Los Chippendales, bailarines gringos traídos de Texas: ... con las corbatitas de paloma pero los torsos desnudos, las botas acharoladas hasta el tobillo y las tangas que se les encajaban entre las nalgas y apenas sostenían el peso del sexo, revelando las formas, desafiando a las muchachas, excítame con tu mirada... se codeaban las muchachas, en mi cama, imagínalo, en la tuya, que me lleve, estoy lista, que me robe, yo soy kidnapeable.4
En el cuento de Fuentes, son las mujeres quienes se entregan a placenteras fantasías de secuestro. En el verdadero mundo de la frontera contemporánea, sin embargo, el secuestro es parte del escalofriante repertorio de violencia sexual contra este mismo grupo. Ser raptada a la fuerza, violada “por las dos vías”, fatalmente estrangulada y tirada en el desierto es un sino horriblemente severo. Pero, ¿qué cosas abominables hacen las mujeres para engendrar tal venganza? ¿Basta con la emasculación de los hombres en las maquiladoras para hacerles atacar y asesinar al sexo opuesto? ¿O existe algo más profundo que motiva toda esta cólera? El sociólogo Pablo Vila sugiere que, de hecho, puede que lo que provoque la violencia sean las alteraciones en la manera profundamente arraigada en que los “fronteri300
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zos”5 –aquellos que viven en la frontera– se ven a sí mismos como hombres, mujeres, moradores de la frontera y mexicanos. En el curso de los años noventa, Vila y sus estudiantes entrevistaron a cientos de mexicanos que vivían en la zona de Juárez-El Paso como parte de un amplio estudio acerca del modo en que los habitantes de la frontera entre México y EEUU construían sus identidades. Muchos eran inmigrantes que habían llegado recientemente del interior del país. Otros eran nativos de Juárez o llevaban muchos años viviendo allí. Durante sus conversaciones con los investigadores, estos entrevistados a menudo vinculaban a cierta gente y establecimientos –en particular cabarés, maquilas y las mujeres que los frecuentan o trabajan en ellas– con una sexualidad ilícita tan perversa que se percibe como una amenaza para la misma soberanía de México. En las observaciones, los entrevistados todavía asocian Juárez y a las mujeres de Juárez con la “ciudad del vicio”, una imagen que se remonta a la época del desarrollo de la ciudad como centro de diversión para los soldados estadounidenses y los turistas de la Era de la Prohibición: Dolores: En muchas partes de México todavía se ve Juárez como un cabaré, todavía es un burdel. Dolores: muchas partes México todavía se Casi ve todas Consuelo (una En inmigrante de mediana edadde proveniente de México ciudad): las [mujerescomo de Juárez] conozco o todavía veo llevan cigarrillos, o fuman, o beben. Juárez unquecabaré, es un burdel.
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El tinte de perversión es tan grande que llega incluso a colorear la percepción que se tiene de los hombres de la localidad. Esteban, un juarense, dice que cuando visita ciudades del interior de México, sus amigos siempre le preguntan: “¿Qué pasa en Juárez? ¡Allí sólo hay maricas!”. Los cabarés, o cantinas, fueron en una ocasión el único escenario de las inquietudes de la “ciudad del vicio”. Pero como demuestran las citas de abajo, últimamente se le ha añadido un lugar aún más demonizado: la maquiladora.
Grisel: Muchas de las chicas salían del cabaré, de la prostitución y se iban a trabajar a las maquilas. Margarita: Las maquilas son puramente pinche puteadero [jodida prostitución], puramente pinche corrupción. Creo que una chingada [jodida] cantina es más limpia que las maquilas. Puede que esta asociación que hacen los mexicanos entre las maquiladoras y sus empleadas y la obscenidad moral resulte una sorpresa para la industria, especialmente para sus representantes extranjeros. Durante los estadios de planificación y los primeros años del Programa de Industrialización de la Frontera, los promotores de la prostitución a menudo aseguraban que las nuevas fábricas rescatarían a las mujeres de la frontera, se supone que el único medio de subsistencia a su alcance con anterioridad. Al hacer estas afirmaciones correctivas, los promotores de las maquilas, tal vez sin darse cuenta, hacían resonar profundas, incluso mitológicas, inquietudes mexicanas sobre la frontera del país con los EEUU. Según Vila, no es accidental que las imágenes de la economía y la cultura de la frontera se fusionen con imágenes de degeneración sexual. Vila señala que, de cultura a cultura, el cuerpo humano representa simbólicamente un sistema social, siendo los márgenes del cuerpo la representación de los márgenes del sistema. Pero un margen siempre converge con otro margen. Además los márgenes, por definición, pueden ser penetrados. Así, cuando se perciben de modo defensivo, los márgenes connotan cópula turbulenta y violación. O, tal como lo expresa Vila, “polución y puesta en peligro”. Para los mexicanos, dice, la frontera norte es un margen simbólico particularmente evocador. Después de todo, allí es donde su país se encuentra con “el país que fue considerado durante muchos años el enemigo histórico, el país que, según las narraciones mexicanas, robó la mitad de los territorios nacionales”. De este modo, mucha gente asigna a las ciudades fronterizas mexicanas un nuevo significado, el de cuerpos vulnerables –masculinos y femeninos–. La asignación de contenido simbólico se inflama aún más cuando el asunto de la prostitución entra a formar parte de la mezcla. Las trabajadoras del sexo en ciudades como Juárez prestan servicio a hombres tanto mexicanos como extranjeros. Pero es esta última clientela la que preocupa a la imaginación de México. Fundamentalmente se percibe a las prostitutas como a mujeres que abren su cuerpo a los requerimientos sexuales de los soldados y turistas estadounidenses. Simbólicamente, los cuerpos de estas mujeres significan
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la apertura de la frontera a las necesidades del otro. Esa apertura, escribe Vila, no sólo se caracteriza por “la continua afluencia de hombres estadounidenses en las cantinas de Juárez” sino también por “el programa de las maquiladoras fronterizas y su abrumador uso de jóvenes mexicanas como mano de obra”. No es por tanto ninguna coincidencia que muchos habitantes de la frontera identifiquen maquiladoras con prostitución. Esta equiparación no constituye una inquietud ni casual ni nueva. Vila resalta la obsesión histórica de México acerca del “papel de los ‘cuerpos de mujer abiertos”, ejemplificado por la preocupación del país por Malintzin, la amante india e intérprete de Hernán Cortés. Como observa la feminista mexicanaestadounidense Norma Alarcón, en la mitología nacional mexicana la virgen de Guadalupe hace la función de la madre “buena” del país. Malintzin, por otra parte, es el “doble monstruoso” de la virgen. Es la madre malvada de la caída en desgracia de México. De manera harto reveladora, Malintzin también responde a otros nombres: doña Marina, La Malinche –y La Chingada–. El último término designa tanto a una mujer a la que han jodido, es decir, de la que se han aprovechado, como a una a la que han “jodido” literalmente, es decir, que la han penetrado sexualmente. Al igual que La Malinche, los dos tipos de “chingadas” se ganan el sustento con su explotación, aunque estas madres del país traicionen a su “patria”. 6 Estas meditaciones sobre la cultura simbólica podrían parecer demasiado abstractas pero dejan de serlo en cuanto regresamos a las mucho menos analíticas declaraciones de los mexicanos cuando hablan de las mujeres de la frontera. Consideremos las ficticias trabajadoras de maquila de Carlos Fuentes en su noche de farra por la ciudad. Una mujer –a quién Fuentes llama Marina– ata a su hijo a la columna de una cama con una cuerda cuando sale de discotecas. Ella y su compañera de trabajo terminan de ver la actuación de los bailarines gringos Chippendale, después vitorean a una mujer mexicana desnuda que hace una imitación de una novia en una boda; y es entonces cuando reciben la noticia de que el niñito ha muerto por estrangulación. La imagen del niño varón mexicano, el patrimonio del país, destruido por el cordón maternal de la mujer empleada en el trabajo en cadena, se ve reforzada por el título que eligió Fuentes para este capítulo: “Malintzin de las Maquilas”.7 Un insulto mucho más prosaico es el que lanzan las prostitutas de Tijuana a las empleadas de las fábricas. Fueron entrevistadas por sociólogos que estudiaban el trabajo del sexo en esa ciudad fronteriza que, como Juárez, mantiene cientos de plantas de montaje global. Como parte de sus construcciones de la moralidad personal, las entrevistadas hablan de la doble vida, en la que se esfuerzan por ocultar su modo de ganarse el sustento a amigos y familiares. Con un fervor casi patriótico, describen también cómo se niegan a tener relaciones sexuales por las dos vías con sus clientes, porque se considera que el sexo anal es algo extranjero y, por tanto, antimexicano. Comentando el peligro de contraer enfermedades de transmisión sexual, una entrevistada describe el cuidado que tienen las prostitutas para evitar el contagio, del que no echa la culpa a las trabajadoras del sexo sino a la despreocupación que muestran los hombres en su búsqueda de placer. Después equipara el comportamiento de estos hombres libertinos y enfermos “que van por ahí disolutos” con el de “las mujeres de las maquilas”. En su economía moral, las prostitutas –hasta este momento las mujeres que han sufrido la mayor condena moral en México– son ahora superiores a las trabajadoras de las plantas de montaje. 303
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Dada esta nueva jerarquía, es escalofriante escuchar a Luz, una mujer de Juárez entrevistada por Vila. Limpiar la ciudad, dice Luz, requeriría librarse no sólo de los bares, sino también de “las mujeres”. Su observación evoca imágenes de las mujeres de Juárez vistas como sabandijas o, en el mejor de los casos, escoria inútil de la que hay que deshacerse. ¿Podría esta visión de las mujeres de la frontera, demonizante y sin embargo expresada casualmente, estar debajo de la extrema violencia perpetrada contra las mismas en Juárez desde la puesta en marcha del NAFTA? Las dificultades que ha tenido la policía para resolver los asesinatos sexuales sugieren esta posibilidad. En 1996, cuando quedó claro que era imposible que Abdel Latif Sharif hubiera matado a la mujer que murió mientras él estaba en la cárcel, las autoridades arrestaron a algunos hombres que llamaban Los Rebeldes, una banda de varios jóvenes que trabajaban de bailarines, gorilas, camellos de baja estofa y chulos en bares del centro. La policía dijo que el recluso Sharif había contratado a la banda y les había pagado unos cuantos cientos de dólares por cadáver para que asesinaran a mujeres de modo que él pareciera inocente. Con las detenciones de la banda, la historia clásica del asesino en serie solitario se batió en retirada –aunque los especialistas en homicidios sexuales del FBI consultados por las autoridades de Juárez dicen que nunca habían tenido noticia de tanta gente junta cometiendo asesinatos sexuales–. Desde que en 1996 se recluyera en prisión a Los Rebeldes, Juárez ha sido inundada por más historias de mujeres asesinadas como una empresa masculina destinada a hacer dinero o, tal vez de manera aún más ominosa, como un deporte practicado con la camaradería de, por así decirlo, un equipo de fútbol. Las tasas elevadas de homicidios femeninos continuaron hasta 1997, y en 1998 hubo más asesinatos –incluyendo asesinatos sexuales– que en cualquier otro año desde 1993. En mayo de 1998 la policía anunció el arresto de otra supuesta banda. Estaba formada fundamentalmente por chicos de entre 14 y 16 años de los que se decía que hacían rifas para decidir a quién de ellos le tocaba matar a las mujeres. Después, los chicos desaparecieron misteriosamente del escrutinio de la policía y fueron reemplazados en la primavera de 1999 por una nueva banda. En esta ocasión los acusados eran conductores de autobús que trabajaban para la caótica serie de compañías privadas que subcontrataban las maquilas para trasladar a los empleados al y del trabajo en desvencijados autocares escolares de segunda mano. La historia de los conductores de autobús resucita el viejo asunto concerniente a la siniestra capacidad de Sharif de llegar a acuerdos homicidas con otros hombres –una vez más, desde su celda en la cárcel– para desviar la culpa de su persona. Una vez más, los asesinatos habían amainado desde el arresto de los conductores de autobús. Pero se sospecha que en sus detenciones, así como en las de los grupos anteriores, la policía no actuó limpiamente sino de un modo más que dudoso que podría hasta haber incluido la tortura como medio para obtener confesiones. Así que, ¿quiénes son los verdaderos culpables? Podríamos centrarnos únicamente en los asesinatos sexuales y preguntarnos si las mujeres fronterizas que montan los objetos de lujo del consumismo global por una miseria están siendo ellas mismas desmontadas por algunos hombres por la propia miseria de dinero y conciencia de éstos. O podríamos sugerir que este panorama de libre mercado, con su historia de mercenarios y salarios para el asesinato y la “facturación” de mujeres, no es sino un grotesco mito urbano en una ciudad tan “maquilada” que nada que se haga al estilo de la cadena de montaje parece ya improbable, ni siquiera la muerte por las dos vías. Pero ninguna de las dos páginas siguientes: Ángel Borrego y Nik Swoboda www.wordww.net, con Ena Cardenal, para Open Source Architecture-OSA.
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interpretaciones incluye el hecho de que Juárez también registra los niveles más elevados de violencia domestica denunciada en México: palizas, apuñalamientos y violaciones de mujeres, cuyos perpetradores son invariablemente novios, maridos y otros parientes masculinos. Estas agresiones son mucho más frecuentes que los asesinatos sexuales y, al igual que éstos, también se han disparado desde 1993. Y sin embargo se consideran rutinarios, no despiertan ningún interés especial en los medios de comunicación, bien sea local o internacionalmente. Mientras tanto, la violencia parece haber dejado exhausta a la gente de Juárez. Grupos que defienden los derechos de las víctimas pintan cuadrados rosas y cruces negras sobre los postes telefónicos, en un intento desesperado de mantener la atención de la ciudad centrada en la crisis. Organizaciones de mujeres como Ocho de Marzo trabajan con el Estado y las autoridades locales para desarrollar oficinas de asalto sexual sensibilizadas con las mujeres en las comisarías de la policía y los fiscales. Las activistas del Ocho de Marzo también han abierto un refugio para las víctimas de palizas y asaltos sexuales, y están ayudando a la industria de las maquilas a ofrecer clases de autodefensa personal a sus trabajadoras. Estas intervenciones, sin duda encomiables, pueden ser sin embargo simples parches si las fábricas transnacionales siguen usando la diferencia de género para la explotación del trabajo. La práctica se extiende mucho más allá de México. Cuando se introduce en culturas tradicionalmente patriarcales, puede desestabilizar las relaciones entre los sexos sin favorecer la igualdad. En su lugar, la vieja masculinidad puede verse social y económicamente marginada, aunque al mismo tiempo se vuelva a los modos que hacen alarde de la vieja feminidad. Puede que estas nuevas disposiciones estén fomentando una doble vida –una doble vida– entre los viejos y los nuevos papeles, repleta de una volcánica ira masculina que los promotores de las maquilas jamás previeron. Pero, ¿por qué habrían debido hacerlo? No es la sensibilidad cultural la que pone en funcionamiento las cadenas de montaje globales sino la eficiencia y las ganancias. Al final, puede que sean estas dos vías las que están bajo del sufrimiento –y las muertes– de las mujeres de Ciudad Juárez.
1, 2, 3, 5 y 6. En castellano en el original. 4. Es la palabra que utiliza Carlos Fuentes. Significa literalmente “secuestrable”. 7. Debbie Nathan comete algunas imprecisiones al hablar de este cuento de Carlos Fuentes, perteneciente, en efecto, al libro La frontera de cristal (una novela en nueve cuentos), publicado en 1995. Marina no es en la historia la madre del niño ahorcado, sino una amiga y compañera de trabajo de ésta, cuyo nombre es Dinorah. Por otra parte, Dinorah deja a su hijo amarrado a la pata de una mesa, no a la columna de una cama [N. del T.]. www.mujeresdejuarez.org
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Dar sentido Yvette Flores-Ortiz
Recuperarse de la violencia puede ser un proceso largo y arduo. La violencia social y familiar tiene como resultado sentimientos de victimización. La curación entraña transformar el trauma en recuperación –desplazarse desde el sentimiento de victimización al de ser una superviviente. Parte esencial de este recorrido es la curación espiritual, reconectar el cuerpo y la mente y recuperar el sentido de la propia capacidad para actuar. La mayoría de las víctimas de la violencia, no 306
obstante, necesitan dar sentido a sus experiencias de violación. Las mujeres también buscan explicaciones a la conducta del perpetrador. Si él o ella es un miembro de la familia, las mujeres tienden a buscar una explicación y a construir narraciones que exoneren al maltratador. Las mujeres que participaban en este estudio1 y eran víctimas dentro de la familia generaron relatos basados en tres temas generales: el de la mujer como traicionera Malinche,2 el del hombre como “descontrolado”,3 y el de la mujer como protectora y apoyo del hombre. Estos relatos son reflejo de un predominante número de historias interiorizadas sobre la pérdida del propio poder, que nublan las raíces políticas de la injusticia (Flores-Ortiz “Injustice”).
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El aprendizaje y las historias en las que una familia y una comunidad se involucran y deben asimilar para dar un significado a sus experiencias, dan forma, a su vez, a las vidas y relaciones entre los individuos (Aboriginal Health Council of South Australia 1995). Desde mi punto de vista, la posición social de las latinas en EEUU, así como las relaciones de género entre hombres y mujeres en sociedades dominadas étnicamente, tienden a producir historias de conquista y pérdida de poder y generan esquemas e historias que les permitan lidiar con la injusticia (Flores-Ortiz “Injustice” y “Migración”). En concreto, las experiencias de marginalidad, desplazamiento y repudio vividas dentro de la sociedad tienden a repetirse dentro de la familia. Con el tiempo, las mujeres acaban
sintiéndose responsables de la violencia social y familiar que tienen que aguantar y del comportamiento de los hombres y mujeres violentos. Esta carga de responsabilidad conlleva que se autoinculpen y sufran miles de secuelas descritas por las participantes en este estudio. A menudo, las universitarias latinas explicaban su maltrato a través de la opresión de los hombres, apoyándose en esquemas y símbolos culturales: Yo sabía que era una Malinche. Sabía que era culpa mía. ¿Cómo si no podría un padre, un hermano, herir a una niña de esta manera? Tenía que estar haciendo algo para provocarles (Flores-Ortiz 1997, 62). 307
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En este relato, una superviviente de incesto asume la responsabilidad de su victimización y decide proteger a los perpetradores, siendo consciente de que serían tratados por la justicia de forma diferente. El tema central que organiza su narración es el de la traición. Ella no quiere ser una traidora,4 así que se traiciona a sí misma permaneciendo callada. El uso del símbolo de la Malinche, la intérprete, amante y puede que colaboradora de Hernán Cortés en la conquista de México, racializa e identifica a la narradora con una de las innumerables mujeres que, según la historia y la cultura popular mexicana, traicionaron a su raza. De este modo, parece absolver de responsabilidad a los perpetradores. Las familias latinas deben desarrollar su supervivencia dentro de un contexto de discriminación racial y de clase (Hurtado 1995). A las mujeres de estas familias se les conmina a entender, anticipar y absolver el comportamiento de los hombres, lo que conduce a relatos que sugieren que los hombres son, a menudo, víctimas del descontrol:5 Éramos unos niños muy traviesos, sabes, y muchos. Vivíamos en un pequeño apartamento. Mi madre tenía que vigilarnos, limpiar la casa y salir adelante con muy poco. Mi padre estaba cansado, trabajaba mucho. Así que cuando llegaba a casa se tomaba un par de cervezas para relajarse. Ahora entiendo el estrés y la presión de su vida diaria. A veces alguno de nosotros hacía mucho ruido o algo parecido y perdía el control. Se ponía a gritar, a insultarnos, a pegarnos. Si mi madre se interponía para protegernos también le pegaba a ella. Así que una vez que empezaba le dejábamos pegarnos (mejor que dejar que hiciera daño a mi madre). Durante un tiempo, estuve llena de ira, pero ahora entiendo que él no podía contenerse. Perdía el control por todas las cosas que había tenido que aguantar. Mi madre nos decía que le perdonáramos porque era débil y no podía controlarse.
La idea de que los hombres son débiles y pierden el control se manifiesta en historias que sitúan a las mujeres en el papel de protectoras y apoyo de los hombres. Yo lo he denominado el “síndrome del pobrecito” 6 […], un término cariñoso que usan las mujeres para referirse a los hombres cuando explican o excusan sus debilidades. El síndrome del pobrecito es evidente cuando las mujeres hacen recuento de las excusas inventadas para justificar el comportamiento erróneo de los hombres: Pienso que a veces le enfurecía simplemente verme. No sé por qué, todavía hoy no sé por qué, pero él no
era así con mi hermana… pero conmigo siempre era más duro y había momentos en que volvía a casa del trabajo y mi madre me decía, “por qué no te vas a tu habitación o sales o algo, porque lo último que necesita tu padre en este momento es verte”. Ahora es mejor porque ya no tengo que vivir con ellos, pero también me duele que mi madre no me protegiera, sólo protegía sus sentimientos. Se suponía que nosotros éramos los que teníamos que proteger los sentimientos de mi padre, por mucho que doliera (Julia, 20 años). Mi madre decía, “ay, pobrecito’, 7 trabaja tanto, necesita relajarse”. Ésta era la explicación de que bebiera, gritara, frecuentara otras mujeres, llegara a casa tan tarde y nos pegara a ella y a mí. Estoy tan llena de ira porque nunca pude quejarme. Y luego me siento culpable por que, sí, es verdad, trabajaba mucho y sé cómo tratan a los chicanos, así que, en efecto, era un pobrecito. Estaba todo muy jodido (Sonia, 22 años).
Las latinas víctimas de violencia doméstica deben negociar con los esquemas culturales que prescriben la lealtad familiar, pues pueden resultar en una cultura del silencio que protege a los hombres a expensas de la salud física y mental de las mujeres. En última instancia todos están implicados. El hombre no se puede permitir la ayuda que necesita; las mujeres explotan de frustración e ira, hiriéndose a sí mismas y a veces a sus hijos; los niños aprenden la agresión como esquema social, y las niñas pueden aprender a reprimir sus sentimientos de ira, lo que potencialmente puede conducir a estados de depresión y sentimientos de falta de poder. En Yvette Flores-Ortiz. “Re/membering the Body. Latina Testimonies of Social and Family Violence”, en Violence and the Body. Race, Gender and the State. A. J. Aldama (ed.). Bloomington: Indiana University Press, 2003, 354-56. 1. 300 estudiantes universitarias/os miembros de la comunidad latina participaron en una investigación sobre los efectos psicológicos del contacto con la violencia. En concreto, se examinó cómo la injusticia familiar y social influye en narraciones sobre la formación del yo y la percepción de la propia capacidad para actuar. 2. Para una descripción de la figura y papel de la Malinche en la cultura mexicana, ver p. 303 de este volumen [N. de la Ed.]. 3, 4, 5, 6 y 7. En castellano en el original. *. Referencias bibliográficas en p. 343.
Hildegard Hahn Extraña sensación de irrealidad, 2005. Cortesía de la artista.
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violencia sin cuerpos
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La escritura invisible, el ojo ciego y otras formas (fragmentadas) del poder y la violencia de género en Internet Remedios Zafra
Resulta imprescindible un constante ejercicio de alerta política, pero también la agudeza visibilizadora de las mentes creativas para poner en escena los más sutiles y escondidos efectos de las formas de dominio que se asientan en el orden social, efectos materializados mediante estrategias de invisibilización (normalización de la violencia simbólica) así como mediante estrategias de ceguera (ver con los ojos de otro). Resultan imprescindibles la política y la creatividad porque la violencia no descansa, constantemente revisa sus pilares y recoge las ganancias de su efectividad en la inscripción del poder en los cuerpos sexuados y, ahora también, en la reiteración de sus códigos sobre los nuevos agentes que nos representan (o que somos) en un mundo en red. Estos ejercicios creativos y políticos advierten de que en un contexto poscorpóreo se siguen escondiendo formas de dominación sexual y continúan normalizándose estrategias de ceguera hacia el acto mismo de la violencia simbólica y real contra la mujer. Tan eficaz es esta tendencia a la repetición (y por efecto también a la normalización) que para la labor del artista y del activista político (feminista) en Internet que se enfrenta a las formas de dominación sexual, no valdría solamente con una “mirada”con intención visibilizadora. Sería necesario ir más allá del descubrimiento de escrituras encriptadas (invisibles) en las estructuras y en los hábitos on line. Se precisaría también superar los trances de la ceguera, es decir, los dilemas de toda posición del discurso donde se actúa simultáneamente como objeto y sujeto reflexivo, de manera que al estar incluidos en aquello que queremos delimitar, incorporamos de forma inconsciente estructuras de orden masculino como estructuras de percepción (sería entonces una ceguera provocada por el hecho de mirar a través de los ojos de otro). Si lo que se nos muestra como normal es sólo el resultado de un esfuerzo reiterado de normalización (un cometido político y moral tradicionalmente asumido por las instiCristina Buendía No-pasatiempo, 2004. http://2-red.net/nopasatiempo/. Cortesía de la artista.
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tuciones), toda empresa creativa o política que pretenda movilizarse contra los mecanismos de una normalización androcéntrica y patriarcal, se enfrenta a la resignación que alimenta el propio sistema en su repetición inconsciente, a su visión esencialista de la diferencia de los sexos y, también, a la ceguera de quien no puede mirar con sus propios ojos. Recordar que lo que, en la historia, aparece como eterno sólo es el producto de un trabajo de eternización que incumbe a unas instituciones (interconectadas) tales como la Familia, la Iglesia, el Estado y la Escuela... (siendo estos conceptos abstractos simples designaciones estenográficas de mecanismos complejos que tienen que analizarse en algún caso en su particularidad histórica), es reinsertar en la historia, y devolver, por tanto, a la acción histórica, la relación entre los sexos que la visión naturalista y esencialista les niega (Bourdieu 2000, 8).
Ésta sería por tanto una forma de creatividad política que no puede sino apelar a todos los que realizan lecturas esteganográficas (que no estenográficas) del mundo, no por la evidencia conformista de una tendencia a la perpetuación de la violencia simbólica mediante formas de escritura invisible y de ceguera consentida, sino por un ejercicio de resistencia a la directriz histórica que las mantiene. Esta pauta conservadora no deja a salvo ningún rincón por joven que pueda parecer. Ninguna tecnología, ninguna ciencia, quedan al margen de la hegemonía masculinista y de sus estrategias de normalización. Es más, las ciencias y las tecnologías son objeto de nuestra máxima sospecha. No resulta extraño que el sistema haya habilitado en la misma ciencia mecanismos que garantizan la preeminencia de estas escrituras invisibles, cuya parcialidad nunca es reconocida ya que casi todo avance masculino ha sido condecorado con el privilegio histórico de “ciencia objetiva”, sin que ello suponga otra cosa que una coartada para actuar, como sugiere Donna Haraway, desde el filtro de una “ideología abusiva” (Haraway 1995, 111-12). Desde la producción creativa y política en la red se advierte del mantenimiento (soterrado o explícito) de los ejercicios de poder y vulnerabilidad sexual basados en dicha norma histórica, y de ello se deriva una dificultad añadida: el uso de lo nuevo como bandera de un cambio ficticio. Lo más reciente siempre se intenta mostrar como algo inocente, neutral y sin ideología, por lo que anima a descansar de la desconfianza habitual con que, desde el feminismo, solemos enfrentarnos a otros medios visiblemente lastrados y jerarquizados por una ideología-máquina patriarcal. Si bien es cierto que en sus primeros años Internet fue considerado por la mayoría de las mujeres usuarias como una oportunidad para la acción política efectiva (su estructura desjerarquizada parecía idónea para ello), la red no ha resistido a la escritura invisible y al ojo ciego del poder patriarcal y sigue reiterando modelos de dominación, amparados en muchos casos por el arrojo que da el anonimato, y por los procesos autorregulatorios de aquellos que ven que las identidades históricamente fuertes y las situaciones de dominación y poder reaccionarias que las mantienen se desmoronan. El carácter horizontal del medio, que es constantemente invocado como hábitat apto para la deconstrucción y desjerarquización de lo que somos, no sugiere sólo la materialización de las energías creativas de los individuos en nuevas formas de emancipación, en muchos casos no actúa sino como disfraz de la repetición y la sublimación del derrumbe del poder androcéntrico. Las formas en las que esta repetición favorece un cultivo de situaciones de domina-
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ción hacia las mujeres son diversas, desde las maneras en que se precariza y feminiza el teletrabajo (convirtiendo el hogar telemático en una cárcel digital) y la escasa presencia de la mujer en el liderazgo de las industrias informáticas y tecnológicas, hasta las formas de representación de los cuerpos y las identidades sexuadas en Internet. En todos estos casos una ideología patriarcal subyace y actúa.
Escritura invisible Debe haber alrededor de dos millones de personas, en su mayoría mujeres, pero varones también, que se cortan con navajas. ¿Por qué? No tiene nada que ver con masoquismo o impulsos suicidas. Es simplemente que no sienten ser personas reales, de modo que la idea básica es que sólo a través del dolor y cuando se siente la tibieza de la sangre es posible volver a conectarse (Zizek 2001).
Vivir en un mundo cada vez más virtualizado tiene su contrapartida en una inquietante apología del sentir físico del cuerpo. Paralelamente a la inserción de todos en un universo facticio y digitalizado parece producirse un movimiento en sentido contrario. Slavoj Zizek cita la passion du réel de la que habla su amigo Alain Badiou para referirse a esta tendencia (una “realidad sin realidad” que caracteriza todo el siglo XX), según la cual para tener conciencia de “lo real” ya no basta con tocar los objetos y pellizcar los cuerpos. Las experiencias más reales serían aquéllas especialmente violentas, corporales y extremas, capaces de contrarrestar el exceso de artificialidad de un mundo prefabricado. Un proceso que aparentemente tiene algo de autorregulatorio, de homeostático, mediante el que intentar recuperar la sensación más corporal y física en un mundo donde “lo real” parece estar ausente. Girar el volante bruscamente cuando el coche va a toda velocidad invocando un accidente, como los protagonistas de la película Crash de Cronenberg, llevar hasta la muerte la práctica sexual, como Sada Abe y Tatsuya Fuji en El imperio de los sentidos de Oshima (citada por Zizek), serían algunos ejemplos. Estas derivas aluden a los procesos por los que ante cualquier tipo de sobredosis (de pantalla, de cuerpo...) se genera, automáticamente, una respuesta en sentido contrario que intentan neutralizar un sentimiento de “pérdida”. Son justamente estos mecanismos homeostáticos, mediante los que se autorregula un estado expuesto a la interacción del medio, los que nos interesan para situar nuestra argumentación sobre la escritura invisible como forma fragmentada de violencia de género en Internet. Estos mecanismos que parecen darse varias veces al día y a distintas escalas en lo que hacemos y en lo que vemos, acontecen con especial intensidad en aquellos territorios donde los protagonistas sienten que pueden estar perdiendo algo valioso (el cuerpo o el poder serían buenos ejemplos). Su acción tiende a la conservación y al mantenimiento de un estatu quo que se ve amenazado. Así, en las relaciones entre sexos (relaciones de poder) podríamos pensar que estos procesos de autorregulación están actuando constantemente, y en distintos grados para asegurar la pervivencia de una primacía androcéntrica y patriarcal. Serían procesos de “normalización” del poder. Sin embargo, no nos confundamos, esta tendencia a la autorregulación no estabiliza un sistema equilibrado y simétrico entre los sexos, sino que apuntala un sistema mítico ritual que revela una profunda asimetría entre los sexos y los géneros.
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El principio de la inferioridad y de la exclusión de la mujer, que el sistema mítico-ritual ratifica y amplifica hasta el punto de convertirlo en el principio de división de todo el universo, no es más que la asimetría fundamental, la del sujeto y del objeto, del agente y del instrumento, que se establece entre el hombre y la mujer en el terreno de los intercambios simbólicos, de las relaciones de producción y de reproducción del capital simbólico, cuyo dispositivo central es el mercado matrimonial, y que constituyen el fundamento de todo el orden social. Las mujeres sólo pueden aparecer en él como objeto o, mejor dicho, como símbolos cuyo sentido se constituye al margen de ellas y cuya función es contribuir a la perpetuación o al aumento del capital simbólico poseído por los hombres (Bourdieu 2000, 59).
¿No es para muchos maltratadores la radicalización de un sentimiento de propiedad sobre sus parejas una manera de contrarrestar los posibles intentos de emancipación e independencia (económica, laboral, personal) de sus mujeres? Desde aquellas inolvidables sentencias de algunos de los considerados ilustres pensadores de nuestra cultura, que condenaban a la mujer en sus púlpitos, en sus libros o en “su” historia, proclamándola esclava del hombre por su “debilidad física y mental” (G. Bedoya 2002)1, hasta las más mediáticas y todavía contemporáneas frases de maltratadores (“la maté porque era mía”), siempre subyace en todas estas “sentencias de muerte” (real o simbólica) una advertencia, un mandato desde el poder, como intentando almacenar un excedente de avisos por si a alguien se le ocurre desnivelar o desjerarquizar la situación hegemónica. Esta advertencia (materializada en la sangre, en el golpe, en la palabra) no puede ser entendida como un hecho concreto y aislado. Cada golpe es una cita. En la violencia de género, el abuso mediante la palabra o el cuerpo no es nunca un suceso singular, cuando se produce se rememoran todos los actos de esa índole que le preceden. En su pronunciamiento (verbal o físico) cada una de las muertes, heridas o abusos hacia las mujeres de todas las culturas, de todos los tiempos, están presentes. En la reiteración se arraiga y se fortalece el acto de dominación, de manera que a veces es necesario sólo un gesto para advertir lo que procede (o puede proceder). Una palabra, un tono de voz, se convierten entonces en metafóricamente performativos, su mera enunciación (a veces incluso sólo la intuición de su presencia, su preámbulo, como el comienzo de una cita que todos tenemos memorizada), produce aquello que significa: la violencia como forma de autorregular una situación de poder. ¿Podría una enunciación performativa tener éxito si su formulación no repitiera una enunciación “codificada” o iterativa o, en otras palabras, si la fórmula que pronuncio para iniciar una reunión o para botar un barco o para celebrar un matrimonio no se identificara de alguna manera con una “cita”?... en tal tipología, la categoría de intención no desaparecerá, tendrá su lugar, pero desde ese lugar ya no podrá dominar la totalidad del escenario y el sistema de enunciación (énonciation) (Derrida 1988, 18).
Cada abuso no es sólo un posicionamiento que reafirma la identidad del sujeto que domina, sino que reafirma la identidad del (la) que escucha, renovando los lazos de dependencia y sumisión (reciclando los ojos del otro), estabilizando el sistema y recordando el lugar que en el juego del poder le sigue correspondiendo a cada uno. La repetición de estas situaciones de violencia se convierten para los protagonistas que las viven en algo terriblemente “normal”, en su planteamiento mismo ambos se identifican, de manera que las escrituras que los producen se convierten en invisibles. 316
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En su pronunciamiento, la violencia disimula sus orígenes y las convenciones primeras por las que el hombre demostraba (la que pensaba era) su superioridad física y mental. Sin embargo, la violencia también es un efecto de la materialización del sexo en los sujetos, la materialización de su historicidad que convierte esta violencia en algo estructural. De hecho, esta consideración (estructural) ha supuesto ampararla bajo la denominación de asunto “privado”. Aquello que contribuye al sostenimiento de un régimen de valores y a la conservación de las formas convencionales de relaciones de parejas y familias, escudando muchos comportamientos violentos bajo el calificativo de “normales” y que cuando, por alguna circunstancia, traspasan la puerta que da a la calle, vuelven (en voz baja) a su consideración de “asunto privado” (“cosa de parejas”, “cárcel disfrazada de amor”). Si lo privado no se publica se convierte en una escritura invisible o, lo que es lo mismo de cara al mundo, se anula.
Si lo privado no se publica se convierte en una escritura invisible o, lo que es lo mismo de cara al mundo, se anula. Puede que en este punto, la red tenga algo más que decir. ¿Acaso un medio como Internet, donde lo privado converge con lo público, no ofrece nuevas maneras de entender la invisibilización de conflictos personales recluidos al ostracismo de “lo privado”? No se trataría solamente del “ojo que todo lo ve” y de que las webcams invadan nuestras casas convirtiendo la cocina en lugar de encuentro público, también se trataría de que los filtros para que lo público llegue sin pátina homogeneizadora a lo privado (y viceversa), sean más viables en una red donde el usuario también produce y distribuye información. Además, no podríamos menospreciar el cambio que “lo privado” mismo está sufriendo en las últimas décadas de lucha feminista y de activismo artístico. Si lo importante para una sociedad androcéntrica es mantener unos mecanismos de control para que la situación no se tambalee, desde el arte feminista en Internet se pretende visibilizar y subvertir dichos mecanismos. De hecho, en ese territorio político encontramos comprometidas obras de net.art, como el monumento a las víctimas de la violencia doméstica Parthenia (www.parthenia.com) de Margot Lovejoy que opera justamente en esta confluencia, haciendo públicas historias privadas y reales de violencia doméstica. U obras como Mithic Hybrid (http://www.premamurthy.net/project_mythic.html) de Prema Murthy, donde a través de un buscador se suscita una deconstrucción de las mitologías sobre la histeria femenina y las alucinaciones colectivas asignadas a trabajadoras de empresas de microelectrónica del sur de Asia, subvirtiendo los mecanismos de lectura unidireccional y los “filtros” partidistas que relacionan a la mujer con la tecnología, desde las múltiples perspectivas sugeridas por la misma acción de búsqueda en la red. Sin embargo, esta lectura que se plantea como posibilidad creativa y feminista de acción, tiene ya sus respuestas más escépticas en la hegemonía camuflada en Internet, que sigue repitiendo (sobre todo a nivel de participación y representación de la mujer) las mismas formas unívocas de escribir la historia que siempre hemos visto. Puede que ese espíritu conservador cuya pátina envuelve a la misma estructura de poder tenga su
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mayor aliado en los mitos que sustentan la violencia considerada estructural. De hecho, los mitos sobre los géneros transmitidos históricamente forman parte esencial de las estructuras patriarcales en que se desarrolla y se mantiene la violencia de género, mitos cargados de perversas consignas “azules y rosas”, cuyo destino se impregna de mensajes implícitos sobre lo que “podemos ser” en el mundo. No habría que mirar muy lejos: las imágenes y las narraciones que dan forma al imaginario colectivo esconden formas de resistencia del patriarcado, formas de violencia y sometimiento de la mujer salvaguardadas (sin ironía) tras la aparente ficción del relato y la artificialidad de las imágenes. Esta denuncia de la mitología implícita o, en muchos casos, descarada, en las más importantes narraciones de la historia (sólo habría que dar un vistazo a la Biblia) se plantea también en la obra de net.art The Intruder (http://www.calarts.edu/~bookchin/ intruder/) de Natalie Bookchin en la que realiza una relectura irónica y ciberfeminista de la “propiedad” y la “violencia sobre la mujer” en el cuento homónimo de Borges La intrusa. Estas mitologías no desaparecen en Internet, en muchos casos incluso se amplifican, de manera especial en los videojuegos y en los negocios del sexo que inundan la red. El fortalecimiento de estereotipos y la violencia sobre el “cuerpo” virtual que recrea a la mujer es algo cotidiano en el ciberespacio. Una nueva forma de dar rienda suelta a las respuestas que genera el modelo patriarcal en el que sustentamos nuestros valores socioculturales, un modelo que sigue apoyado en una buena relación del hombre con el sexo y una todavía reprochable relación de la mujer con el mismo, de manera que ésta (la mujer) termina siendo considerada en la mayoría de las situaciones míticas de los videojuegos o en las lucrativas empresas del sexo como mercancía y objeto sexual, mientras que el hombre consume, mantiene y financia como sujeto activo dicho sistema.
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La necesidad de repetición de estas conductas y de identificación de quién manda y quién no, quién actúa como sujeto y quién se convierte en cosa, vendría a sugerirnos algunas otras lecturas. El hecho de que esta situación de dominio y, en muchos casos de violencia (simbólica o real), se repita, nos hace pensar que no viene dada como algo propio de los sujetos, sino que necesita reafirmarse para mantenerse, es decir, no es estática. Si el sexo es una “práctica reguladora que produce los cuerpos que gobierna” (Foucault, citado en Butler 2002, 17-18),2 la violencia es uno de los mecanismos de los que se vale para producir los cuerpos. Si la materialidad es el efecto del poder, es en su proceso cuando la heterosexualidad masculina del consumidor y del programador de videojuegos acentúa los límites que marcan su estereotipo y su posición hegemónica. Los exagera como quien intenta contrarrestar un mundo (más allá de las pantallas) que empieza a denunciar la caducidad de esa posición, es decir, que sitúa a la heterosexualidad masculina hegemónica en crisis. La necesidad de exagerar y reiterar estos comportamientos no sería sino la señal de que la materialización del sexo en el cuerpo mediante prácticas discursivas, no es un proceso inmóvil y cerrado en el individuo, sino que, tal como sugiere Butler, esta materialización nunca sería completa, de forma que los cuerpos nunca terminarían de aceptar esas determinaciones. Visibilizar las inestabilidades de este proceso dinámico que inciden en la posibilidad de rematerialización del sexo, podría tal vez hacer tambalear el propio sistema hegemónico que las produce. Si en el cuerpo físico se marcan las heridas de la violencia, las que se producen literalmente por un maltrato físico, en el cuerpo virtual pueden producirse las heridas de la posible enunciación contradictora del sujeto (es decir las inestabilidades del proceso dinámico) cuando uno se rebela contra la identidad estereotipada (dominante o sumisa) que sólo el perverso juego del poder puede generar. Únicamente en los espacios facticios de la representación y la artificialidad, como el arte y como el medio digital, podríamos visibilizar y hacer convivir estas contradicciones. Recordemos si no la obra de vídeo I am Milica Tomic de Milica Tomic, donde la presentación de la protagonista a partir de sucesivas identidades excluyentes (cuyas pronunciaciones anulan a la anterior) se materializa en la representación de heridas físicas en el rostro. Visibilizar esta incompatibilidad sólo es posible en el territorio de la artificialidad. Los estigmas de la identidad sexual también causan heridas (las que provoca el poder). Yvonne Volkart sugería que sólo la tecnología digital es capaz de crear estas heridas. En el espacio digital, tanto los cortes como el cuerpo son artificiales y por lo tanto compatibles. La situación es metafórica. La pretensión de las identidades reproducidas no está grabada en los cuerpos pero, no obstante, el cuerpo se encuentra ante la paradoja de ser “cuerpo y símbolo simultáneamente” (también es real el sujeto articulado sobre un cuerpo vulnerable).
El ojo ciego (ver con los ojos de otro) ¿Por qué deberían nuestros cuerpos terminar en la piel o incluir, en el mejor de los casos, otros seres encapsulados por la piel? (Haraway 1995). Las netianas nacemos de experiencias vitales pero somos formas radicales de reencarnación (Zafra 2005).
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alude a una de las características del sometido ante cualquier tipo de violencia de género, es decir, el dominio de la mirada que vuelve ciegas a las víctimas. Una mirada según la cual la mujer maltratada proyecta y observa desde el rol que le ha sido impuesto en una situación de violencia reiterada. Una característica descriptiva de este tipo de mirada sería el sentimiento de culpa que la hace sentir la auténtica responsable de la violencia que otros ejercen sobre ella (ve a través de los ojos del maltratador). Sin embargo pensar en la violencia de género en Internet nos sugiere un segundo sentido, una lectura singular de la relación intersubjetiva e interfaceada propia de Internet. “Ver con los ojos de otro” aludiría a la posibilidad de escapar de esos “ojos postizos”, impuestos por la ideología dominante y mantenidos por el espíritu reaccionario de las instituciones, liberarnos de los ojos a través de otros muchos ojos posibles, mediante ejercicios no esencialistas de liberación temporal del cuerpo. No se trataría de una terapia (aunque “ponerse en el lugar del otro” suele generar situaciones de comprensión y tolerancia del Otro que cualquier agente mediador en un conflicto seguramente recomendaría) se trata del propio ejercicio creativo y experimental de “darse forma a sí mismos”. Sin embargo, las dificultades de esta producción del sujeto en red no podrían ser menospreciadas. Si lo visible es lo garante de la definición social, si la definición social del cuerpo es fruto de un trabajo social de construcción y reiteración, es decir, de un ejercicio de visión e identificación, y ésta es además fruto de una jerarquización social de los cuerpos, ¿qué pasa cuando el cuerpo físico “no está”, no convencionalmente? ¿Qué
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En los últimos años se oye hablar mucho de la violencia de género, pero casi siempre tratando de reducirla a la esfera de lo privado, como un hecho singular de personas individuales y circunscrita a contextos específicos y determinados. Sin embargo, muy pocas veces se analizan los mecanismos culturales que generan, mantienen y contribuyen a potenciar un proceso de incultura en la violencia de género como fenómeno social “inevitable”. Nos estamos socializando en unos valores que impregnan de manera subliminal el inconsciente colectivo de nuestra sociedad. Valores ligados a la cultura patriarcal que legitima el dominio masculino, la violencia como estrategia de relación y sumisión, la competitividad y el triunfo sobre los demás como finalidad, el menosprecio hacia los débiles, el sexismo, etc. Esta asunción de la cultura patriarcal ligada a la violencia es un fenómeno estructural al que Johan Galtung denomina “violencia cultural” (Galtung 2003) que se transmite oculta en el proceso de socialización. Por eso hemos analizado los mecanismos que generan la violencia, las estructuras organizativas
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sucede cuando la noción más básica de la identidad sexual queda aplazada (potencialmente travestida) detrás de una pantalla? El cuerpo, o la corporización del sujeto, sugiere Braidotti, “no debe entenderse ni como una categoría biológica ni como una categoría sociológica, sino más bien como un punto de superposición entre lo físico, lo simbólico y lo sociológico”. (Braidotti 2000, 29-30). Atendiendo a esta lectura, la materialidad de la diferencia sexual no estaría limitada al cuerpo físico, de la misma manera que el poder no está concentrado en lugares fijos. La base de la mayoría de redefiniciones feministas de la subjetividad pone énfasis en la estructura sexualmente diferenciada y corporizada del sujeto hablante; éste es el punto de partida de numerosos proyectos epistemológicos de la subjetividad: por ejemplo, para Braidotti replantear las raíces corpóreas de la subjetividad es el origen para iniciar su proyecto epistemológico del nomadismo, lo cual nos lleva a observar que para la cualidad nómade del sujeto en red (cuya identidad sexual y demás características escritas en el cuerpo son en la conexión artificiales y potencialmente cambiantes) este enfoque antiesencialista sería clave en el enlace de la materialidad de la diferencia sexual al cuerpo en Internet. Un carácter nómada de las identidades pudiera ser entonces una manera eficaz para liberarnos del ojo ciego. Sería un ejercicio creativo, sin duda, mediante el que podríamos usar los ojos de otro valiéndonos de cuerpos fluidos, inmateriales, desmontables, nómadas. De hecho, aunque la máquina actúe como nuevo campo de inscripción de códigos sociosimbólicos que converge con el cuerpo físico, la deriva por formas de presencia
que la perpetúan y la profundizan, y los sistemas sociales que la alientan. Parece que hay un acuerdo inconsciente entre los investigadores e investigadoras para reducir o limitar el fenómeno de la violencia de género a la dimensión personal y al caso individual, olvidando las claves sociales, mediáticas e institucionales que han creado un mundo y una sociedad tan violenta como la que vivimos, y en la que las personas jóvenes se convierten en receptoras y consumidoras de ésta, que terminan reproduciendo en sus esquemas de comprensión de la realidad, en sus comportamientos y en sus pautas de relación. Algunos videojuegos podrían ser una de las claves explicativas de esta “violencia cultural”, en la medida en que pueden potenciar contenidos y valores ligados a esa cultura patriarcal. Tras analizar los 250 videojuegos1 más vendidos, no ha habido ninguno que no exalte la violencia, el sexismo o el racismo. Todos ellos reproducen estereotipos sexistas. Están hechos por hombres y para los hombres, reforzando el comportamiento y el papel masculino e incluso, en ocasiones, con claras muestras de incitación al sexismo. Los
juegos están pensados para un imaginario masculino y responden a lo que, desde la representación social, serían los deseos, afinidades y aficiones de los varones. Por eso son los chicos los que más juegan. En ellos se exalta un sexismo explícito, centrado en la imagen y el rol de la mujer, y un sexismo implícito, mucho más soterrado y larvado. El sexismo patriarcal del que están empapados los videojuegos no alude únicamente al rol que desempeña la mujer en estos videojuegos, o al lenguaje sexista que se emplea en los mismos, ni siquiera a la imagen de la mujer que en ellos se presenta, sino que hace referencia, también y muy especialmente, a la construcción de un mundo virtual basado en una idea distorsionada de lo masculino. Esta “cultura macho” es elevada a categoría universal y válida, en la que sólo se dan ‘valores’ como el poder, la fuerza, la valentía, el dominio, el honor, la venganza, el desafío, el desprecio y el orgullo. Por el contrario, lo femenino es asimilado a debilidad, cobardía, conformismo y sumisión. El sexismo explícito es obvio: la representación 321
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inmateriales donde se produce el sujeto on line suscita un descanso del cuerpo (un descanso que parece redimirnos temporalmente del ojo ciego). Esta práctica podría convertirse tanto en la nueva representación de un ideal regulatorio3 (Butler 2002, 17-18) (en el sentido foucaltiano) que también acontece en el mundo físico, como subvertirlo y experimentar nuevos discursos constitutivos del cuerpo virtual. Llegados a este punto, nuestros cuerpos en red no podrían ser entendidos como una categoría biológica, sí tal vez como una performatividad, una nueva variedad de cuerpos/verbo de apariencia múltiple y cambiante que al enunciarse están ya realizándose. En esta línea, tal como sugiere Butler, la práctica reiterativa y referencial mediante la que el discurso produce los efectos que nombra nos lleva a pensar en la performatividad de las normas reguladoras del sexo y, por consiguiente, en cómo éstas propician la materialidad de la diferencia sexual en función de la hegemonía (poder) heterosexual. En este contexto ¿Cuáles serían los límites materiales y discursivos del sujeto en la red? ¿Cuáles las nuevas formas de violencia “sin cuerpos”? En el mundo físico estos límites pueden venir establecidos por el efecto forzado del sexo (Butler 2002, 17-18), y de la misma manera que el sexo regula los términos que materializan los cuerpos se confirma la validez (o no) de éstos atendiendo a modelos hegemónicos. Pero, cuando las diferencias físicas y sus variables se difuminan o se anulan mediante la ocultación de los cuerpos, podemos vacilar sobre el lugar que ocupan los límites discursivos y materiales del sexo en Internet. Podríamos entonces preguntarnos, “los cuerpos ¿qué importan?” en un
femenina en los videojuegos es mucho menor, generalmente minusvalorada, y en actitudes dominadas y pasivas. Sus modelos corporales son tendentes a la exageración, con idealizaciones de personajes sacados del cómic o hasta del cine porno. Sus vestimentas no responden a las necesidades del momento, de la historia, del trabajo o de la acción que se realiza en el videojuego, sino a mostrarse “insinuantes” o “seductoras” hacia los hombres. Esto supone un fuerte impacto sobre la imagen que las niñas y adolescentes se construyen de ellas mismas y que contribuye especialmente a que los niños y jóvenes asuman pautas de comportamiento respecto a la mujer elaboradas a partir de una visión estereotipada y limitada de lo femenino. De esta forma las chicas aprenden la dependencia y los chicos la dominación. Las protestas internacionales ante este “machismo” primario y burdo han llevado a incorporar un nuevo tipo de personaje protagonista femenino que asume un rol activo en el desarrollo del juego. No obstante, este nuevo tipo de personaje, de rasgos andróginos y comportamiento 322
agresivo, no trae, salvo con su propia presencia, nada nuevo. Reproducen los esquemas de comportamiento de los héroes masculinos adornados por la dureza, el afán de venganza, el desprecio, el orgullo, etc. Pero eso sí, vestidas o, más bien, semidesnudas con trajes escasísimos de tela, con pechos y culos exagerados, dejando entrever un cuerpo escultural entre el armamento que portan. Es la masculinización de las mujeres y su incorporación a la defensa de esa cultura “macho”, que reproduce eficazmente. En nuestra civilización jerarquizada, los que están arriba, y no podemos olvidar que los hombres siempre lo han estado, son los que han ido construyendo un modelo en el que lo significante, lo valioso, es aquello que se ajusta más fácilmente al “esquema viril”. Es el denominado “síndrome de John Wayne”, un código de conducta explicito aunque no escrito, un conjunto de rasgos masculinos que hemos aprendido a venerar desde la infancia y al que las nuevas protagonistas femeninas se van asimilando. Esto se puede comprobar haciendo la “prueba de la inversión”: las mujeres pueden
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medio donde el sujeto se produce a través de un interfaz. ¿Sería este proceso desmaterializador el propulsor de una nueva epistemología del sujeto también en lo referente al sexo? En este caso, parecería que el sexo no sería excluido de la esfera del cuerpo, sino más bien al contrario, el cuerpo sería excluido de la esfera del sexo, de su materialización ideológica en el género que, liberado, adopta fórmulas desmaterializadas y no esencialistas. En este contexto, el retorno perturbador parece no ser del sexo al cuerpo sino del cuerpo al sexo. Liberados temporalmente de los lastres que lo corporal nos plantea, la alternancia de procesos de desmaterialización y reencarnación afectaría tal vez a un nuevo horizonte simbólico. De otro lado, aunque la materialidad sexual de los individuos está determinada por patrones hegemónicos heterosexuales, en función de los cuáles se vinculan profundamente con las relaciones de poder, el hecho de que en Internet esta “materialidad” sea “desmaterializada” no nos preservaría de esta acción del poder. El territorio máquina/Internet no está exento de este dominio (de hecho, Internet es otra producción del poder). Y no lo está pese a que se nos ha vendido como una utópica estructura horizontal y desjerarquizada. Si bien en los medios horizontales se establecen nuevas condiciones de relación intersubjetiva, también se da en ellos una relajación tramposa, provocada por considerar que nuestra posición (en una red rizomática) es igualitaria a la del resto de sujetos en red. Sí serían distintas las formas de resistencia y acción, y también las formas de poder. En este tipo de estructuras, las nuevas articulaciones del poder podrían ser representadas por
hacerse pasar por hombres y utilizar los mismos videojuegos, pero lo contrario es imposible. Lo masculino se ha convertido en la norma, en “el neutro” que engloba a los hombres y a las mujeres, mientras que lo femenino se asocia a la excepción, la “anormalidad”. Pero lo más importante no es esta estereotipación explícita de la imagen y el rol de la mujer, sino los valores implícitos que se descubren inmersos en el diseño y desarrollo de estos videojuegos, con estética disney, pero anclados en el “pensamiento único”. La violencia se ha convertido en el elemento básico de la acción en estos juegos. Cualquier máquina de destrucción ha recibido su versión simulada: hay simuladores de barcos de guerra, de aviones de guerra, de carros de combate, etc. Las revistas especializadas establecen una relación proporcional entre la violencia de un juego y su calidad.2 Porque el verdadero problema es que ésta vende. De hecho se ha convertido en uno de los elementos importantes de cualquier videojuego que quiere triunfar y ser número uno en ventas.
Algunas autoras y expertos afirman que la violencia fantástica contenida en los videojuegos puede ser un espacio de catarsis, una válvula de escape para descargar tensiones y agresividad contenida en la vida real. Tiene una función catártica, pues permite “sacar afuera” todas las tensiones de la vida cotidiana, lo que contribuye a reducir la agresividad en la vida real de los jóvenes. Esto parte del supuesto no demostrado y rechazado en psicología de que practicar la violencia simbólicamente es algo bueno o que hacerlo de forma ficticia conlleva que no se haga en la realidad. Lo que sí se ha demostrado es que esa práctica habitúa a la violencia. A corto plazo, aumenta la capacidad de desarrollarla porque pone en primer lugar las reacciones agresivas y en segundo plano las reflexivas, mientras que a largo plazo predispone a la agresividad al ver potenciada esa capacidad con el aprendizaje de técnicas de uso. Un segundo argumento es que los niños y niñas ven más violencia en la televisión y en la realidad, como si esto fuera un eximente. Un tercer argumento es que los niños y las niñas comprenden que la violencia que ven 323
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la acción de pequeñas células móviles y dispersas, menos definidas pero que pueden ser igualmente eficaces en sus intentos de perpetuar los sistemas hegemónicos desde la industria tecnológica. Pero también en estas formas de asentarse el poder y la violencia radican las nuevas maneras de constituir la resistencia al mismo (a sus estrategias de homogeneización y banalización, a la normalización de sus mitos). Pensemos en algunos de los más interesantes proyectos artísticos y políticos de Internet desarrollados por feministas: obn (www.obn.org) o subrosa (www.cyberfeminism.net), por ejemplo. La perspicacia creativa sería necesaria para releer y deconstruir la repetición y normalización de los mitos sobre los géneros en Internet. Pero esta acción no resultaría suficiente si no se produce, simultáneamente, un acercamiento de la mujer a los ámbitos donde históricamente se ha detentado el poder, justamente donde se ha realizado un trabajo remunerado y se ha ideado la tecnología. La infiltración del Otro y la modificación de la esfera misma del poder serían fundamentales para subvertir la violencia de la escritura invisible y el ojo ciego en Internet. El poder tiene género y los mecanismos mediante los que se establece esta determinación son los mismos por los que se mantiene una situación de violencia fuera o dentro de la red. Sin embargo, la introducción del Otro mujer en el poder (y en consecuencia en el trabajo de ideación y liderazgo de la tecnología) no sería viable en la medida en que el poder mismo no se feminiza, no ya en el sentido de promover cuotas mayores de participación, sino en el de cambiar la misma estructura y concepción del poder.
es ficticia: “si ves a alguien al que le han cortado la cabeza, sabes que no es real, es demasiado unidimensional, no huele, no lo tocas; en general, los niños lo encuentran divertido” afirman. El problema es que trivializan la violencia real y que los niños y niñas acaban volviéndose inmunes a su horror. El mayor peligro no es la generación o no de comportamientos violentos, sino la insensibilización ante la violencia. Se presenta sin consecuencias para la persona que la perpetra o para la víctima, enviando el mensaje de que es un modo aceptable de alcanzar objetivos, divertido y sin daño. Como consecuencia, no les extraña si sucede en la vida real. No lo ven mal. Les parece que son prácticas normales que la gente hace a diario y que no son condenables. Si se cometen torturas en un país determinado o las fuerzas de seguridad de un lugar maltratan a los inmigrantes, les parece normal. Como en el juego están acostumbrados a verlo a diario, no se dan cuenta de que está mal hecho. “Las dificultades para probar la relación causa/ 324
efecto entre la violencia virtual y la agresividad real con que chocan las actuales investigaciones recuerdan mucho a las que tuvieron los científicos para vincular directamente al tabaco con el cáncer” (Díaz Prieto, 2003). Este autor señala que seis prestigiosas asociaciones de psicólogos y pediatras de EEUU han afirmado recientemente que existe un lazo incontestable de causalidad entre la violencia mediática y el comportamiento agresivo de ciertos niños. Aquí, la Asociación Española de Pediatría ya había alertado sobre las consecuencias del alto índice de contenidos violentos de las pantallas; lo cual, según su informe, interviene como un factor determinante en las conductas masculinas violentas. Lo curioso es que las personas jóvenes encuestadas y entrevistadas 3 creen que la violencia de los videojuegos no les afecta en su comportamiento. No son conscientes de cómo influye en su concepción de la realidad, en sus creencias y valores, en sus comportamientos, en sus relaciones con los que les rodean. Tanto los niños como las niñas reciben mensajes negativos que influyen sobre la manera en que creen que
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Puede que sólo desde el reconocimiento y respeto del Otro interior dentro de la heterosexualidad masculina que preserva su estatus, sería posible esta feminización (no podemos tolerar a los Otros porque no podemos tolerar la otredad que hay en nosotros mismos (Kristeva 1991). Este cometido no resulta simple. Si las tecnologías que se plantean neutrales no son sino producto y propósito de espectros del poder codificados cultural y socialmente, y están fuertemente reguladas a nivel ideológico y cultural, la lucha es particularmente ardua, pues los espectros forjados y fortalecidos durante siglos de patriarcado forman parte de las tecnologías, pero también de nuestras identidades y de nuestros cuerpos, por lo que pareciera que poco se puede hacer salvo sonreír con un tierno nihilismo que nos reconcilie (como mujeres) con nuestra más “dulce y sumisa” cualidad de obediencia y resignación mítica. La lucha es dura puesto que claudicar también es un efecto de la normalización del poder pero, indudablemente, al sujeto dominado le satisface (perversamente) la tentación de escapar de su libertad y convertirse en cosa. En esa posición uno se aleja del dolor de la toma de conciencia de una existencia asumida. Con cierta distancia y con toda la resistencia a sucumbir a esta posición, vemos que es condición necesaria que los procesos de toma de conciencia y de emancipación de la mujer vayan acompañados de un acercamiento a los ámbitos donde históricamente se ha detentado el poder. En el caso de la tecnología e Internet, este acercamiento se produce a partir de la incorporación laboral de la mujer a ámbitos distintos a los de la mera
deben actuar y sobre el aspecto que deben tener. Este tipo de retrato envía señales muy fuertes acerca de lo que significa ser mujer y ser hombre. Muchos de los chicos y chicas jóvenes pueden concebir que los personajes extremadamente eróticos representan el “símbolo de la mujer ideal”. Estas imágenes pueden afectar a la capacidad de autoestima de las chicas, así como a la idea que ellas tienen de su lugar en el mundo. Además, estas imágenes también influyen en lo que esperan los chicos de las chicas y en como se relacionan con ellas. Y no hay influencia más marcada que aquella que no es consciente, pues no permite una racionalización de la misma, induce a creer que no es necesario generar mecanismos conscientes de defensa frente a ella. De esta forma, la mayoría de nuestros adolescentes y jóvenes se encuentran inermes ante los valores que transmiten estos videojuegos y las actitudes que conlleva su constante utilización. Hemos de ser conscientes de que los juegos de ordenador violentos son aún más peligrosos que las películas de igual signo y que las imágenes de violencia contenidas en televisión. El motivo es
que no se limitan a mostrarla ante un espectador pasivo, sino que exigen a la persona identificarse con el personaje y actuar por él. Además, estos juegos exigen a quien los utiliza ser activo o activa frente a las situaciones de violencia que representan. Si además tenemos en cuenta que las consolas de juego son cada vez más potentes y están incorporando nuevas tecnologías que permiten una calidad de imágenes cada vez mayor, añadiendo realismo a la acción, podremos darnos cuenta de hasta qué punto son peligrosos en el proceso de identificación de la fantasía con la realidad. Estos videojuegos construyen un universo dantesco. Mundos apocalípticos y terminales, donde predominan la fuerza y las armas, donde están claramente delimitados el éxito –matar o ganar– y el fracaso –morir o perder–; el bien –los buenos, nosotros– y el mal –los malos, ellos, los distintos a nosotros–. No hay historia ni contexto, sólo una amenaza y una necesidad de actuar. Todo vale para cumplir la misión emprendida. No hay “grises”, ni matices, ni circunstancias, ni explicaciones. Esto supone una visión maniquea 325
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acción repetitiva mediada por máquinas (maquiladoras, tecleadoras y engranajes en los niveles más bajos de las cadenas de producción) y por el aumento del trabajo inmaterial mediado por redes de comunicación (teletrabajo). Esta emancipación de la mujer a través del uso tecnológico tiene distintas lecturas. De un lado, la determinación de distintos roles de los sujetos en función de su género (partiendo de su consideración como productores propia de un sistema capitalista) facilita la producción y el mantenimiento de los estereotipos de hombres y mujeres, y las asignaciones que los sistemas tradicionales quieren conservar. Por otra parte, la reconfiguración de los espacios donde convencionalmente se han desarrollado y diferenciado las actividades públicas de las privadas, motiva la necesidad de repensar ambas esferas ahora unidas en un espacio donde también confluyen la producción, recepción y distribución de conocimiento. En este contexto, la tecnología digital puede ser tanto un medio que promueva la emancipación de las mujeres, como un nuevo mecanismo de aislamiento en los espacios domésticos (de los que todavía muchas no han conseguido salir), en cuyo caso Internet pudiera convertirse para las mujeres en una nueva cárcel, ahora digital. La escritura invisible y el ojo ciego estarían presentes en estas estrategias del poder en Internet generando un aparente desajuste entre las posibilidades que la red sugiere (las que imaginamos) y la realidad (espectral) que nos es dada. Sin embargo, este desajuste no es más que un nuevo agente de los procesos de autorregulación que aseguran la pervivencia de una primacía androcéntrica y patriarcal. El desajuste no desestabiliza
de la realidad. Un universo en donde la única alternativa es matar o ser matado, comer o ser comido, ganar o perder. El ataque o la defensa se convierten en el único parámetro operacional, en el sustituto de la reflexión y del juicio personal. Incluso se suprime prácticamente el lenguaje oral, predominando la imagen visual y la respuesta mecánica, el instinto y los reflejos. Se configura una visión de la vida y del entorno dominada por la compulsividad, por la inmediatez. El problema es que las estructuras mentales de los seres humanos se van construyendo en función de los instrumentos que utilizan. El tiempo se comprime con los nuevos “juguetes” que manejamos. Todo es acelerado y nuestra espera se convierte en angustia. En esta visión paranoica de la realidad, el otro diferente a mí es siempre un enemigo que debe ser eliminado. Y es un enemigo “marcado”. Es decir, no es cualquier enemigo, sino supuestos enemigos creados en función de unos intereses sociales y culturales delimitados: se ha pasado del enemigo comunista al enemigo terrorista que coincide con el árabe o el sudamericano. Se potencia un racismo implícito y solapado muy 326
potente en la conformación de la visión ante el Otro diferente. Estamos acostumbrándonos progresivamente a una indiferencia, incluso a una cierta mirada morbosa, ante la violencia, el sexismo y el racismo. Escudados en el latiguillo de que deben dar al mercado o a la gente lo que pide, los editores y los distribuidores de videojuegos se desligan de cualquier responsabilidad moral o ética acerca del contenido de los juegos. Y desplazan la responsabilidad hacia el consumidor o consumidora que decide con libertad en el mercado. Al final se convierte a las víctimas en culpables. Porque esto no es solamente un problema de la gente joven, sino que es un problema de la sociedad en general. Los valores comerciales o de lucro se ponen por encima de los derechos humanos, de la paz o de la justicia. El mercado se ha convertido en el gran regulador del consumo en función de la oferta y la demanda. Es el sujeto individual quien ha de decidir qué es bueno y qué es malo. Se ha pasado de una regulación social a la “libertad de mercado”. Se están hurtando a la discusión pública y política muchos problemas
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el proceso de normalización de la violencia sino que contribuye a sostener dicho sistema. Enfrentar esta situación requiere la acción aguda, irónica y visibilizadora de las mentes creativas, también un constante ejercicio de alerta política pero, además, la generación de “tiempos” para el pensamiento, capaces de resistir la velocidad de los medios, “tiempos” que nos ayuden a deconstruir el “fantasma” que envuelve, como pátina endurecida, las estructuras físicas y sociales donde se piensa y produce la tecnología, donde la escritura invisible y el ojo ciego nos dificultan advertir las nuevas y viejas formas de violencia y dominación (con o sin cuerpos).
1. “La mujer está sujeta a las leyes de la naturaleza y es esclava por las leyes de las circunstancias. La mujer está sujeta al hombre por su debilidad física y mental”, escribió Tomás de Aquino, del que beben cada día algunos eclesiásticos para sus catequesis prematrimoniales. Tampoco se quedó corto Jean Jacques Rousseau en pleno siglo de la Ilustración: “La mujer está hecha para obedecer al hombre, la mujer debe aprender a sufrir injusticias y a aguantar tiranías de un esposo cruel sin protestar”. 2. Foucault, M. citado en Butler 2002. 3. La categoría de “sexo” es, desde el comienzo, normativa; es lo que Foucault llamó un “ideal regulatorio”, citado en Butler 2002. *. Referencias bibliográficas en p. 352.
estructurales y sociales. Y éste es uno de ellos. Tratan de remitirlos a la decisión individual, a la libertad de elección del consumidor o consumidora. Como si de ellas y ellos dependiera el apagar el televisor o dejar de jugar a los videojuegos. Mientras que lo que se oculta al debate social es qué contenidos y valores son los que tienen que promover esos videojuegos. Esto significa que la socialización esta siendo dirigida esencialmente por el mercado. Y se tiende a responsabilizar a las familias de las salvajes condiciones que impone el dios contemporáneo: el mercado global. Es el sujeto quien tiene que combatir contra él. Porque el mercado se autorregula. Es la divinidad de la libertad de mercado la que se nos impone y nos culpabiliza. Es la perversión que convierte a las víctimas en culpables, y les hace sentirse como tales. La tecnología tiene que estar al servicio de la comunidad y de la sociedad, no al servicio del rendimiento económico. La responsabilidad está antes de que esos productos lleguen al mercado. ¿Y si hacemos otros productos conforme a los derechos humanos y a los principios y valores
que defendemos, al menos teóricamente? ¿Y si ponemos el mercado al servicio de los seres humanos?
1. Llegar al final de un videojuego lleva una media de 300 horas, equivale a la duración de un curso escolar completo. 2. El análisis del videojuego titulado X-Men: Mutant Academy comienza con los siguientes términos: “Un buen juego de lucha debería ser duro como una roca; tendrá que provocar tu rabia antes de un nuevo asalto. Tendrás que jugar sin parar hasta que alguien te arranque los restos deformados y vapuleados de la Game Boy de tus manos temblorosas llenas de sudor” (revista Game Boy, 64). “Mortal Kombatt II, título genial, es una exaltación de la violencia más absoluta que jamás hayamos podido imaginar (...) Un cartucho único que con el tiempo será vital para entender la esencia de los videojuegos” (Super Juegos, 29). 3. Se han pasado 5.000 cuestionarios, se han analizado los 250 videojuegos comerciales más vendidos, se han realizado 22 estudios de caso con 44 participantes, se han hecho 60 entrevistas en profundidad, 13 grupos de discusión, 20 observaciones de campo, así como el análisis documental de 14 revistas durante los tres últimos años. *. Referencias bibliográficas en p. 343.
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Violencia sin cuerpos VIOLENCIA SIMBÓLICA EN LOS MITOS: EVAS Y PRINCESAS FRENTE A CYBORGS
Sonya Rapoport y Marie-Jose Sat
Brutal Myths. An Herbal Healing of Misogynius, 1996.
“Cuando una mujer piensa por sí misma, piensa en el mal [...] Las mujeres intelectualmente son como niños [...] mentirosas, débiles mentales y necesitan de un control masculino constante. Ellas son las responsables de la impotencia del Hombre, le seducen y destruyen su alma”. El contenido de Brutal Myths está inspirado en el Malleus Maleficarum, del que proceden estas sentencias, un manual para la caza, tortura y ejecución de brujas escrito por los monjes alemanes Heinrich Institoris Kramer y Jakob Sprenger después de que, en 1484, el Papa Inocencio VIII promulgara la bula Summis desiderantis affectibus con la que legitimó la caza de brujas (El Malleus Maleficarum o Martillo de las Brujas fue todo un best-seller entre los miembros de la inquisición europea). En sus páginas se forjaron las semillas de la moral y del pensamiento de su época que han ayudado a arraigar mitos que promueven la misoginia. La violencia sexual y la violación, según el Malleus, son efectos posibles ante la supuesta insaciabilidad sexual de las mujeres. Para destruir estos mitos brutales se pueden plantar hierbas (buenas) alexifármacas y mezclarlas con las hierbas malas que son responsables de propagar la misoginia. La obra se sustenta sobre esta doble alternativa, en una parte se presentan las plantas argumentando cada uno de los mitos sobre la misoginia que generan y, en la otra, se presentan las plantas que los destruyen, prescribiendo al usuario que desee comenzar el proceso curativo una receta donde se indican las hierbas y el ritual que debe seguir para liberarse de la misoginia.
Prema Murthy
Mythic Hybrid, 2002.
El proyecto basa su origen en una serie de informes on line sobre una alucinación colectiva sufrida por mujeres del sur de Asia, que trabajaban como mano de obra barata para la globalización en empresas de microtecnología. La metáfora es doble: de un lado el cyborg como mujer productora de la máquina pero también pieza-engranaje y parte de un ensamblaje de la misma. De otro lado, la red y, en concreto, el motor de búsqueda sobre el que se construye la obra, como analogía de un proceso inconsciente y no objetivo de selección fragmentada de la realidad, es decir, como mecanismo de “alucinación colectiva”. Por ello, la coyuntura del proyecto (y simultáneamente la divergencia conceptual del mismo) no podría tomar forma sino a través de un buscador proyectado sobre el site de la fábrica, un filtro que examina la narración colectiva de estas mujeres como una ficción híbrida. La forma no es irrelevante, la búsqueda sugiere la multiplicidad de visiones que se generan para dar forma a una historia. Una subversión de la narración que advierte que ningún punto de vista es absolutamente veraz para acceder a las memorias, obsesiones, miedos y expectativas de las trabajadoras. Los mitos sobre su histeria e hipersensibilidad se aprecian como “mitos” cuando nos acercamos a sus historias y experiencias personales contadas en primera persona. Mythic Hybrid denuncia una situación hegemónica que usa a la mujer para mantener un sistema capitalista de producción, no desde el enfrentamiento que pudiera repetir las mismas estrategias que critica, sino convirtiendo la denuncia en una superficie híbrida y multiforme donde, mediante vídeos digitales y un motor de búsqueda, se da testimonio de la información suprimida, recuperada, transfigurada y menospreciada en estas fábricas por una visión hegemónica industrial y/o militar. 328
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www.carceldeamor.net/vsc/ Sonya Rapoport
Make Me a Man, 1997.
La imagen del niño preparado para atacar (“premasculinidad”) es definitiva. Cita y sentencia final de una parodia de la masculinidad cuya propuesta resulta imprescindible al hablar de violencia y género. El sexo opera como el agente regulador de los cuerpos pero dicha regularización supone además que hacerse hombre, como hacerse mujer, está fuertemente codificado por la cultura y los significados que la misma va reiterando sobre los sexos. “Hazme un hombre” no supone dotar a alguien de los atributos físicos del hombre (no solamente), “hazme un hombre” es una incitación a ser bautizado con los atributos sociales que caracterizan al hombre. Coloquialmente “hazme un hombre” se dice para introducir en la violencia o en el sexo a un individuo (“te voy a hacer un hombre”). La propuesta Make Me a Man no es una caricatura con tintes antropológicos de esta situación. La mitología de Rapoport está siempre fundamentada y se basa en analogías de los individuos y las colectividades de muy distintas culturas. En este caso, compara las sociedades occidentales con las de montañas de Nueva Guinea, estableciendo entre ellas una relación entre lo primitivo de dicha cultura en la producción de “masculinidad” y la periferia que al respecto y sobre este tema se construye en Occidente. En Make Me a Man se representa y parodia el estereotipo universal de masculinidad, así como las maneras en que su mantenimiento ha contribuido a la subyugación de las mujeres. Make Me a Man pone en escena algunos rituales de la masculinidad: el uso de las mujeres como moneda de cambio para las luchas tribales y los conflictos bélicos, abusos físicos y psíquicos de la mujer en el hogar, legitimación de su asesinato por infidelidad, consignas de muerte para los niños (“conviértete en un soldado, en un hombre fuerte, sepárate de las mujeres, coge el arma...”).
Auriea Harvey y Michael Samyn
Eden.Garden 1.1, 2001.
En Eden.Garden la historia míticareligiosa está subvertida, el jardín del Edén de Entropy8Zuper (Harvey y Samyn) para el MoMA no opera como un lugar donde hombre y mujer pueden habitar, sino como un agente dinámico que interpreta el mundo (on line). Un programa que nos permite convertirnos en productores de paisajes y escenas híbridas que relacionan la información externa (direcciones web que insertamos) con los elementos animados extraídos del Génesis y las propias acciones que sugiere la obra. Eden.Garden trabaja así como un navegador que permite introducir una URL y descifrar visualmente los datos a partir de su integración en un universo simbólico particular. Un nuevo jardín del Edén facticio (más facticio), esta vez hecho por los humanos, donde podemos manipular los elementos y personajes a nuestra voluntad, según la maleabilidad del código y nuestro capricho. No obstante, el carácter de los personajes en cuanto a su identidad sexual sigue mostrándose de manera “representativa”, Adán y Eva continúan siendo “Adán” y “Eva”. De hecho, en este caso la metáfora no estaría en ellos, sino en el proceso que los genera. ¿No es acaso la posibilidad demiúrgica del usuario convertido en Pigmalión de un nuevo Edén virtual una metáfora de la desjerarquización de la red, donde todos pueden ser productores o, tal vez, una parodia de la misma idea de creación y determinación de unas conductas sexuadas que actúan como software inconsciente, y que nos orientan hacia la identificación mítica con..., el hombre sin costilla, con la costilla, con un nuevo mito? 329
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Intima (Igor Stromajer)
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[ i want to share you - what are you doing to me? ], 2001.
Una aproximación al cuerpo sexuado que en este caso, además, es un cuerpo inscrito y definido también por un contexto familiar. Este acercamiento se produce mediante lecturas personales de las combinaciones identitarias posibles en una familia, originadas por las diferentes parejas que pueden darse entre los sujetos sexuados que forman parte de ella (hermano/hermana, padre/hija, etc.) y partiendo de los estereotipos y mitos culturales sobre los que se construyen tradicionalmente estas relaciones. La dificultad de sortear barreras y avanzar en un espacio físico es, en este caso, la dificultad de ir más allá en la búsqueda (morbo) de información, debido a enlaces premeditadamente rotos, imágenes censuradas y mensajes misteriosos de la obra a nuestro ordenador. De otro lado, la estructura cyborg sobre la que se desarrolla esta materialización de las relaciones intersubjetivas sexuadas (en función de su rol/identidad familiar) no está exenta de lecturas para la “violencia” de los cuerpos más allá de las pantallas. El guión (numerado) de la obra nos lleva a distintas visiones de la intimidad del cuerpo sexuado, dependiendo de quien constituye la pareja y esboza dicha intimidad. Se proyectan así los estereotipos que sobre las diversas relaciones familiares entre hombre/hombre, mujer/mujer y hombre/mujer pudieran surgir en el diván de un psicoanalista. Imágenes rotundas y casi inmóviles para referirse a relaciones entre hermanos, padres e hijos. Incesto, sexo y deseo en el caso de relaciones donde está presente alguna mujer. Así aparecen figuras de hermanos voyeur o de hijas que cuentan cómo su padre las violaba.
VIOLENCIA NARRADA (CUANDO EL CUERPO “NO ESTÁ”
Margot Lovejoy
Parthenia “A Global Monument Violence Domestic Victims”, 1995.
Parthenia es una denuncia política, una demostración de la posibilidad subversiva de Internet para publicar lo denostado como invisible, normal y privado en las relaciones domésticas entre hombre y mujer. El trabajo en red Parthenia visibiliza y da voz al maltrato silencioso a las mujeres mediante la conversión de esta propuesta artística en absoluta y radical propuesta política. Si durante siglos se ha defendido la memoria de los que han muerto en conflictos bélicos, dando su vida por la patria, ¿por qué las víctimas de la violencia doméstica no han tenido nunca un monumento?, si el origen de la misma y su clamorosa actualidad la convierten en el más viejo conflicto de la historia de la humanidad. Sin embargo Parthenia no es sólo un lugar para el homenaje que rememora y se lamenta del sufrimiento de las víctimas, sino también un campo de denuncia y visibilización. La violencia por razón de sexo (violación, incesto, asesinato, intimidación, abusos de toda clase) en un sistema de dominación masculina genera crímenes silenciosos tras el romanticismo de las “muertes por amor” y el blindaje de lo privado, abusos que sólo la acción pública puede sacar de los límites del hogar donde suelen acontecer. Parthenia es una forma de testimoniar esta situación mediante el archivo y la desprivatización de las historias de las mujeres maltratadas y de su reivindicación como víctimas de un conflicto mundial que no atiende a culturas, edades ni economías. 330
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The Intruder, 1999.
No es un juego aunque su apariencia incite a pensarlo. Los puntos (de haberlos) no nos ayudarán a salvar al personaje mujer (que no protagonista) de la historia de Borges La intrusa, sobre la que se construye esta obra. La intrusa de Bookchin es una relectura ciber y feminista de uno de los muchos relatos cuyas tramas de machismo y violencia hacia la mujer quedan integradas subliminalmente (como en la vida) en la componenda del cuento. La intrusa narra la historia de dos hermanos que desean a una misma mujer y que buscan la manera de compartirla (haciéndola su criada, su amante, sorteándola, vendiéndola...) sin que el enfrentamiento suponga sino el acrecentamiento del sentimiento de pertenencia que ambos tienen hacia la chica. The Intruder escenifica la historia, entre la representación y la producción, a partir de sencillos y ya históricos (por pioneros) videojuegos, donde el rol que adquirirán los tres personajes no plantea negociación alguna: si los hermanos son vaqueros que se disparan, la mujer será la recompensa, si juegan ella será la pelota, si demarcan un territorio ella será el “campo de batalla”, si ambos apuntan con un arma desde un helicóptero ella será la presa. En The Intruder no se lee una historia, se produce una historia. Y en este proceso el jugador no es inocente, interviene como agente activo en la acción del cuento que ahora está fragmentado, pero sutilmente, sólo en apariencia, puesto que el desencadenante final también es el mismo que en la historia original. Ante la objetualización (camuflada de amor) de la mujer y la imposible negociación entre los hermanos, sólo cabe una opción para ellos: matarla. Así tendrán un nuevo vínculo que les una: la mujer sacrificada y la obligación de olvidarla.
Francesca da Rimini
Dollspace, 1997 y 2001.
Dollspace es un laberinto donde habita un fantasma, el de una niña (muñeca) asesinada, en cuya estética se rememora el inicio oriental de su leyenda y las aguas midori-gaike de la montaña de Kioto que la inspiraron. Dollspace trata de una violencia perversa cargada de erotismo, donde la imagen de la mujer, de la niña, de la muñeca, aparece reiterada, completa o fragmentada, fantasma pero siempre “cuerpo”, siempre tacto. Cuerpo para ser tocado, penetrado, herido, humillado (“toda historia es pornografía”, “las guerras están hechas por hombres que violan a sus hijas”, susurra doll yoko, “no confíes en nadie”, “matar es olvidar”, “una muñeca nunca descansa”, “una muñeca está por siempre”). Violencia y erotismo que dibujan recorridos perturbadores, una visión del asesinato y de la muerte donde confluyen metáforas suaves y desgarradoras imágenes gore. El tono nos recuerda a los ya legendarios manifiestos de las VNS Matrix, en cuya redacción Francesca (como integrante de las VNS) tomó parte. Pero el laberinto en el que habita la muñeca es diverso, colectivo, plagado de rastros de acción política y de imágenes, animaciones y textos de otros (donaciones de artistas para el espacio de la muñeca muerta). El sonido es una contribución de Michael Grimm. Un espacio complementario denominado hauntologies fue creado por Ricardo Domínguez para explorar a los muertos vivientes que son excluidos del capital y del poder (la coalición de indígenas mexicanos conocida como Zapatistas).
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Agricola de Cologne
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Compressed Affair, 2001.
Affaire comprimido es una animación flash del artista Wilfriefd Agricola de Cologne (responsable también del Festival de Violencia On Line http://www.newmediafest.org/violence). Un affaire comprimido pdria estar desencadenado por una aceleración de los acontecimientos propios de la relación amorosa, sin embargo en Affaire comprimido lo que se produce no es una aceleración en el tiempo, sino una abstracción estereotipada de las fases del affaire en los elementos aparentemente más básicos de la misma: beso, gemido y golpe. Imaginen un hombre y una mujer frente a frente, entre ellos multitud de líneas móviles que dan forma a cualquiera de las tres acciones o de las combinaciones que elija. Tres acciones que son tres sonidos descriptivos del affaire: beso (amor), gemido (placer, dolor...) y golpe (puñetazo, palmada...). La simplificación del affaire comprimido habla de las ideas implícitas en los mitos estructurales sobre la fase desencadenante de una historia de amor o de sexo, de la claridad del beso y su significado amoroso a la ambigüedad del gemido y del golpe, gemido de placer o gemido de llanto, golpe como palmada, como cierre de una puerta o como bofetada en el cuerpo.
CUERPOS ¿QUÉ IMPORTAN? CIBERSEXO Y VIDEOJUEGOS
Robert Nideffer
Tomb Raider, 1999.
Un doble giro de rosca, una estrategia que puede ser eficaz para remitificar algo ya mitificado, como quien lleva un ready made museado de Duchamp a otro espacio (o lo devuelve al primero del que salió). Tomb Raider es una propuesta de parches de videojuego “remendados”, tomados de los originales del videojuego Tomb Raider que ofrecía las últimas versiones de Lara Croft. No obstante, aquí la identidad sexual de Lara no es asumida como algo inamovible del personaje, es resbaladiza, múltiple, rebelde e imprevisible: hombre, mujer, drag queen, transexual,... Nideffer describe su Tomb Raider como una referencia duchampiana a la reapropiación de la Mona Lisa, un hackeado que relaciona las maniobras del juego con estrategias subversivas del género. Si la imagen de Lara Croft es una de las más demandadas por la heterosexualidad masculina en Internet, y su cuerpo una proyección representativa del deseo del programador (compartida por la gran mayoría de consumidores de videojuego, hombres y chicos jóvenes heterosexuales), su manipulación justo en aquel estadio donde para el videojugador y para el programador no resulta negociable (la ambigüedad de su identidad sexual) se vislumbra inquietante. Lara puede ser más Barbie, tener aún más curvas, más pecho, más labios, cambiar su color de pelo, pero no puede ser un travesti o una drag, todo el imaginario del videojugador se vendría abajo. Al hacerlo se devuelve la ficción Lara a su origen artificial y como tal se reimagina, se introduce así un “otro” en el poder homogeneizador de los videojuegos.
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Melinda Rackham
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Tunnel, 1996.
Producida cuando todavía Internet era un medio minoritario, explora el territorio y la nueva naturaleza erótica y amorosa en la red. Conformada con el brillo naif de las primeras obras de net.art, Tunnel se articula como un melodrama ciberurbano de sexo y amor en el que el usuario accede a una historia conversacional clasificada, donde los fallos y cortes del servidor (congelados en la representación de la charla) sugieren la fragilidad de la conexión de ese túnel e incitan a la urgencia del contacto (por si un apagón rompiera los enlaces que mantienen a los que conversan juntos). También ese fallo posible del sistema genera un morbo añadido a la prisa, la posibilidad de que alguien pueda entrar en el túnel y descubrirlos. Esa tensión alimenta la excitación, pero también recontextualiza los espacios privados donde se materializa la práctica sexual en un “limbo” de lo privado y lo público. Para el contexto en que se produce la violencia de género ese nuevo territorio explorado en Tunnel está cargado de insinuaciones, en cuanto que el amor/sexo on line (también las relaciones de poder en la red) prescinde del contacto físico del cuerpo del otro y de su ubicación coincidente en un espacio privado concreto.
Prema Murthy
BindiGirl, 1999.
Bindi no es un icono pero de serlo sería más bien un icono/harén, proyecciones diversas del deseo, frases distintas de un kama sutra. Bindi es cuerpos erotizados, desnudos, provocadores, sensuales, cuerpos del deseo, pero también cuerpo pensante que reflexiona ante el usuario sobre los motivos que le llevaron a estar confinada en ese espacio y que interpela al lector para que la ayude o vuelva a verla. Bindi, dice la artista, es un avatar femenino representado por un cuerpo de mujer india atrapado en la máquina, pero el término Bindi también se refiere a la encarnación de una deidad hindú, la encarnación de un modelo que, en este caso, integra a la diosa y a la prostituta, iconos ambos de la mítica visión de la mujer en el patriarcado. Bindi va más allá de lo exótico y de lo erótico, encarna el deseo del otro en un nivel donde encuentra la seguridad de la distancia, pero lo hace orientando su sensualidad, estableciendo una semejanza entre la tecnología y la religión india (y en ella todas las religiones), proponiendo cómo su uso puede liberarnos del mundo físico que no nos gusta y facilitar niveles más complejos y enriquecedores de relación interpersonal e intercultural. Una relación que denuncia a su vez una práctica contraria: el uso de la tecnología y de la religión para conservar formas de dominación adscritas a la identidad sexual.
Young-Hae Chang Heavy Industries (Young-Hae Chang y Marc Voge) Cunnilingus in North Korea, 2003. La dialéctica del sexo y el género está en el corazón de los sistemas políticos y económicos, en esta línea, en Cunnilingus... flashean advertencias sobre el sexismo ligado al capitalismo (Corea del Sur), y la igualdad sexual unida al marxismo y al comunismo (Corea del Norte). La dialéctica es doble, no sólo entre la igualdad sexual y el sistema político, sino entre la posición de la mujer en un sistema comunista o en un sistema capitalista. “Una nación no es progresista sexualmente si no se libera de los prejuicios burgueses propios del capitalismo”, si no se enfrenta a las verdaderas razones de la igualdad sexual. “La libertad sexual es sexy”, es además “un derecho universal”, “¡Hey baby!”, sexo para ambos y orgasmos para todos. De otro lado, como en el resto de propuestas de Young-Hae Chang Heavy Industries, lo importante de la obra no es la interactividad (la rehuyen), tampoco la pirotecnia de pantallas que se superponen, ni imágenes, botones o logotipos (también ausentes). Lo importante es el texto, único superviviente, y el idioma (de hecho la traducción es la única interacción posible con la obra). Su aceleración imposibilita que el texto sea fácilmente leído, sí tarareado o incluso tocado a ritmo de jazz (no hay lectura sin tiempo para leer) por lo que sólo nos queda una apreciación del conjunto, no reposada, una reivindicación simulada, fricción y choque, texto intuido.
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Comisaria: Anne-Marie Schleiner Mutation.fem, 2000. Artistas participantes: Georgina J. Coffey, Josephine Starrs, Ken Hodgman, Leon Cmielowski, Loren Petrich, Lynn Forest, Mark Sachs, Robert Nideffer y ScottM SOS Doom. Mutation.fem es un proyecto artístico en red que reúne parches de videojuegos donde se experimenta el género femenino. El punto de partida del proyecto era una consideración que cinco años más tarde sigue dándose: la industria del videojuego es una industria eminentemente masculina (tanto en la programación como en los perfiles del consumidor) y las temáticas de los videojuegos continúan apoyándose en tramas particularmente violentas y de acción. Sin embargo, a finales de los años noventa esta sobredosis de testosterona, esta imagen estereotipada del guerrero y del piloto que inundaba la industria de los videojuegos fue sometida a una inyección de mujeres heroínas que, lejos de equilibrar una situación de cara a generar modelos de diversidad sexual y atraer a posibles videojugadoras, no hizo sino acentuar el perfil de hombre blanco joven y heterosexual como consumidor y programador mayoritario. No obstante, una corriente de programadores difundieron por Internet parches y modificaciones de estos videojuegos comerciales, fracturando la homogeneidad de sus estereotipados perfiles. Si bien en aquel entonces los programadores (artistas) de parches eran sobre todo hombres, crearon y experimentaron con el género de los avatares. Sus propósitos eran diversos y a veces incluso contradictorios, desde el morbo por crearse una cibernovia que tuviera además las cualidades del mejor de los guerreros, hasta la curiosidad por experimentar y controlar a una autómata hembra. Surgen así heroínas donde se mezcla lo humano y la máquina, masculinidad y feminidad, seres que horrorizan y fascinan. La posibilidad de trabajar con fuente y código abierto permitía una experimentación colectiva cargada de interferencias y apropiaciones para crear personajes mutantes, armas y ambientes imposibles, que contrastaban con las líneas dominantes y la fuente cerrada característica de la industria informática dominante. En esta línea mutation.fem plantea una interesante apuesta teórica y experimental acogiendo algunos de los más peculiares parches de videojuegos del momento en los que se subvierte el estereotipo femenino e, incluso, la acción propia del videojuego.
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NUEVA VISIBILIDAD DE LO PRIVADO (PRÁCTICAS FEMINISTAS ON LINE FRENTE A LA HEGEMONÍA –PODER– CAMUFLADA)
Faith Wilding y Hyla Willis, miembros de subRosa (http://www.cyberfeminism.net ) Smart Mom, 1998-1999. Smart Mom opera como una parodia sobre la industria de la reproducción, una parodia ciberfeminista, política y creativamente efectiva en sus propósitos. Para ello Faith Wilding y Hila Willis (integrantes de la plataforma ciberfeminista Subrosa) lanzan un producto, una marca, una nueva industria y también inventan réplicas posibles a ese lanzamiento. Y lo hacen como respuesta argumentada e irónica a la investigación y el control del embarazo y el alumbramiento por las industrias patriarcales. Si, históricamente, los cuerpos de las mujeres han puesto seriamente a prueba a los métodos de control y gestión científica (ésta sería la premisa), no resulta extraño que la reproducción como función esencial de la mujer haya sido objeto de la más intensa intervención y control social y médico en Occidente, al menos desde el principio del cristianismo. No obstante, en las últimas décadas del siglo XX, el control médico (patriarcal) y el desarrollo de tecnologías de reproducción han sido punto de mira de intensivas investigaciones y de importantes desarrollos científicos, entre otros, la posibilidad de crear genética y científicamente embriones que pueden ser implantados en las mujeres, aunque los procesos del embarazo y del nacimiento siguen siendo todavía difícilmente controlables. Ante esta situación nace Smart Mom, adaptando la investigación médica y militar a la ingeniería de los cyborgs para avanzar en este territorio, y aplicándola a la reingeniería orgánica de los cuerpos femeninos como plataformas para la reproducción de soldados cyborgs; regulación y vigilancia médica y virtual, y métodos reproductivos alejados del control. Para ello se produce, dicen las artistas, un retroajuste de la camiseta militar en el vestido de embarazada de una sensata Smart Mom.
Tina La Porta
voyeur_web, 2001.
¿Cómo Internet (espacio público) está modificando (puede modificar) la vida en la esfera privada? Voyeur_web fue desarrollado durante julio de 2001 como plataforma de acceso (mediante webcams) a la vida en directo en un espacio privado. Durante ese tiempo estuvo accesible en la home del proyecto Artport del Whitney Museum, NY. Tenía como pretensión explorar esta intersección entre lo público y lo privado en su roce de la vida en/a través de Internet. De hecho, la especificidad de la comparación hogar/Internet es habitual en el medio. La red, como nuevo hábitat, puede funcionar como sustituta o ampliación de un espacio delimitado físicamente por muros, o muros/barrotes que, travestidos de hogares, han confinado a numerosas mujeres a lo privado (y lo privado a lo invisible). El plano de una casa es el interfaz elegido por Tina La Porta para facilitar una navegación real y representada entre la web y el hogar. La delimitación es sugerente, no fija, superpuesta y versátil, no sólo por la fragilidad que parece tener una línea como pared dibujada en lugar del ladrillo al que representa, sino por la combinación de la navegación ficticia con la navegación real por los espacios conectados a la red mediante webcams. Actualmente las ventanas de Voyeur_web sólo acceden a la memoria de un ordenador y no a la vida en directo. El cuerpo se mezcla con la habitación, “el mueble viviente”, como sugería Virilio, no se diferencia entonces del inmueble. El voyeur puede acceder a un espacio paralizado, eternizado mediante la máquina, es también el riesgo político de camuflar e invisibilizar lo privado. En la posibilidad de comunicación y enlace vivo de un sistema de webcams siempre acecha la capacidad de engaño de la imagen. Si voyeur_web reconoce su componente biológico, el hecho de apagar la cámara no supone sólo el cierre de la conexión sino el posible comienzo de una simulación, donde la realidad está detrás pero no se ve, sólo se aprecia lo que el ojo de la cámara emite, es decir lo que reproduzca conectándose no con la realidad presente sino con la memoria grabada o simulada. 335
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Cindy Gabriela Flores
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El lugar de las mujeres en el Metro de la Ciudad de México, 2001.
Internet ha suscitado numerosas comparaciones con diversas redes físicas de comunicación. La que se establece en la obra de Cindy Gabriela Flores trasciende la primera lectura que dos redes de comunicación, relativamente económicas, con usuarios diversos y que permiten mantener los niveles de productividad de una ciudad mediante la conexión. La analogía es más precisa y tiene que ver con la coincidencia de modelos patriarcales que inciden en delimitar “el lugar de las mujeres en el Metro de la Ciudad de México” (una “barrera de género obligatoria”) y “el lugar de las mujeres en la red Internet”. La mirada de mujer ciberfeminista de la artista es determinante para los ejercicios de visibilización y extrapolación de uno a otro espacio. El hecho de que los dos primeros vagones del metro de la Ciudad de México estén ocupados sólo por mujeres sería, como sugiere la artista, un fenómeno de demarcación, en este caso preventiva, que presupone ya un riesgo posible de violencia de género. En la red tendría una similitud, si consideramos que es el efecto del poder patriarcal el que lleva a la creación de “espacios de mujeres”, si bien la demarcación de espacios exclusivos para la mujer en Internet no parece estar relacionada con el riesgo de ser víctimas de violencia, al menos no física si el cuerpo no está. No obstante sí existe una marginación implícita basada, primero, en la necesidad de crear dichos espacios y, segundo, en la connotación peyorativa que lo “feminizado” sigue teniendo para la heterosexualidad masculina. Por otra parte, lo que acontece en el metro diferiría en cuanto que la medida de agrupamiento de mujeres no es una decisión compartida y libre sino una imposición, una medida cautelar ante el sobreentendido riesgo de sufrir algún tipo de acoso o muestra de violencia por parte de los hombres.
Guerrilla Girls
Guerrilla Girls (Website)
El proyecto web de las Guerrilla se constituye como uno de los dispositivos de difusión y activismo de este grupo de mujeres artistas y teóricas, declaradas feministas y destacadas luchadoras contra la tradición patriarcal. Su web, en la línea crítica, irónica, paródica a veces, y subversiva de sus numerosas propuestas artísticas-políticas off line se constituye como espacio de divulgación y denuncia de, entre otras, la necesidad de revisar los estereotipos históricos de las mujeres en el arte, así como la responsabilidad de los museos públicos en la presentación del arte de manera no discriminadora. Por otra parte, hablar de las Guerrilla en Internet implica multiplicar su Otro: máscara de gorila e interfaz polivalente con el que actuar. Para su trabajo on line “ser a través de otro” se convierte en pleonasmo, una reiteración de la máscara (no del efecto de la mask-ulinidad que les vino dada por un error ortográfico que convirtió su cualidad guerrilla en careta gorilla). “Ser por otro” opera tanto en el activismo feminista en Internet, como en la máscara y los nombres postizos con que se hacen llamar (Frida Kahlo, Kathe Kollwitz, Alma Thomas, Rosalba Carriera, Lee Krasner, Eva Hesse, Ana Mendieta). páginas siguientes: Terry Berkowitz y Blerti Murataj The Eye of the Needle, 2004. DVD. Cortesía de los artistas.
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Cristina Buendía
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No-pasatiempo, 2004.
No-pasatiempo es una propuesta esteganográfica sobre la violencia doméstica. Requiere de la intervención del que mira no sólo para unir los números y lograr visibilizar una posible imagen escondida, sino que la voluntad de intervención es además una metáfora política. Aquel que se enfrenta al carácter lúdico de la propuesta fácilmente puede producir (descubrir) otras imágenes, rebelándose contra la numeración y el recorrido sugerido. Como en la más realista de las situaciones es necesaria una voluntad interventora que convierte en imagen lo que viene dado como estructura. No es casual que esos puntos numerados recuerden a un plano, a una prefabricación (por tanto a un artificio), a un estadio primero de un proyecto, la violencia doméstica se asienta también en una fase previa a la de su ejecución, subyace como problema estructural (en los bocetos patriarcales de todas las culturas). No obstante requiere de su repetición, de su actualización, para ser mantenida. Huyendo de una representación literal de escenas de violencia doméstica y de la inmunización que dichas imágenes (como casi todas las de violencia) nos producen por su saturación mediática, en no-pasatiempo las imágenes (sin realismo ni sangre) sólo aparecen para señalar al que las dibuja. Hay en ese proceso una responsabilidad compartida de todo aquel/la que participa de su alumbramiento. No es sino en la suma de los ojos que miran (y en las miradas que denuncian) que la normalización de la violencia deja de ser un delito dispensado, consentido. Internet también opera como posible línea visibilizadora en tanto trae al espacio de lo público lo neutralizado como femenino/privado/doméstico y, al hacerlo, es indudable su anudamiento, su irreversibilidad sin cambios, como en toda propuesta artística feminista. 337
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Beatriz García Prieto Nombres Mini-DV, color, sonido, 1’. Cortesía de la artista Proyección al inicio de todos los programas Una continua sucesión de nombres que, uno tras otro, se van tachando. Una larga lista de mujeres que día tras día son víctimas de la violencia. Un gesto repetitivo y cruel... Un grito de denuncia en su nombre,... en el de tantos nombres,... suyas voces se han callado. Una llamada a la reflexión.
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ÍNDICE DE SINOPSIS Programa de cine y vídeo. MNCARS, 31 marzo a 8 mayo 2005
P.1 Cecilia Barriga p. 58 Paul McCarthy y Mike Kelley p. 78 Kevin McCourt y Gabriel Martínez p. 228 Sadie Benning p. 176 Maria Arlamovsky p. 278 1 y 23 abril, duración total: 91’
P. 2 Terry Berkowitz y Blerti Murataj p.112 Valie Export p. 260 Cara DeVito p. 94 Jean Marie Teno p. 46 2 y 24 abril, duración total: 85’
P.3 Lourdes Portillo p. 300 3 y 22 abril, duración: 74’
P.4 Eija-Liisa Ahtila p. 38 Teresa Serrano p.120 Sheila M. Sofian p. 98 Tracey Moffat p. 282 Sabine Massenet p. 224 Beth Moysés p. 54 8 y 30 abril, duración total: 74’
P.5 Karin Jurschick p. 86 9 abril y 8 mayo, duración: 80’
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Acción de Angélica Liddell Confesión nº 3 es la narración de una experiencia personal vivida a los diez años, un abuso menor, ese tipo de abuso rutinario que las niñas padecen por el hecho de ser niñas, y que al ser contado pretende explicar el origen escandalosamente cotidiano de la crueldad. 13 de abril.
Frederick Wiseman p. 148 10 y 29 abril, duración: 196’
P.7 Sigalit Landau p. 82 Beth B. p. 206 Mandy Jacobson y Karmen Jelincic p.102 15 abril y 7 mayo, duración total: 100’
P.8 Frederick Wiseman p.149 16 abril y 5 mayo, duración: 160’
P.9 María Ruido p. 200 Ursula Biemann p. 240 Pratibha Parmar p. 264 17 abril y 6 mayo, duración total: 84’
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS (POR ORDEN ALFABÉTICO)
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COLABORADORES
Juan Vicente Aliaga p. 264
Mary Eaton p. 158
Jenny Kitzinger p. 214
Profesor de la Facultad de Bellas Artes, Universidad Politécnica de Valencia y corresponsal de Artforum. Autor de Arte y cuestiones de género. Una travesía del siglo XX, 2004, y de Bajo vientre. Representaciones de la sexualidad en la cultura y el arte contemporáneos, 1997. Ha comisariado las exposiciones: Pepe Espaliú, MNCARS, Madrid, 2003; Micropolíticas. Arte y cotidianidad. 2001-1968, EACC, Castelló, 2003; Hannah Höch, MNCARS, Madrid, 2004; Valie Export, Camden Arts Centre, Londres, 2004.
Candidata al J. S. D. de Columbia University, Nueva York. Su trabajo se ha centrado en el tema de las lesbianas y la ley, sobre el que ha escrito y dado numerosas conferencias.
Profesora de Estudios de los Medios y Comunicación en la School of Journalism, Media and Cultural Studies de la Cardiff University, Reino Unido. Su investigación se ha centrado principalmente en los medios y la salud (SIDA, cáncer de mama), ciencia y “riesgo” (sobre investigación genética) y sobre los medios y la violencia sexual (especialmente la violencia sexual contra los niños).
Luis Bonino p. 98 Psicoterapeuta especialista en varones, masculinidad y relaciones de género y director del Centro de Estudios de la Condición Masculina. www.cecomas.com
Jesús Carrillo p. 178 Profesor de Historia del Arte en la Universidad Autónoma de Madrid. Su trabajo se divide entre el estudio de la temprana edad moderna y el análisis crítico de la cultura visual contemporánea. Es, también, autor de Naturaleza e Imperio, Madrid: 12 Calles, 2004, y Arte en la red, Madrid: Cátedra, 2004, y editor de “Desacuerdos I y II”.
Enrique J. Díez Gutiérrez p. 320 Profesor en la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la Universidad de León. Ha dirigido la investigación La diferencia sexual en el análisis de los videojuegos, encargada por el Instituto de la Mujer y el CIDE (MEC) en el año 2004. Componentes del equipo: Eloína Terrón Bañuelos, Matilde García Gordón, Javier Rojo Fernández, Rufino Cano González y otras.
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Yvette Flores-Ortiz p. 306 Doctora en Psicología, profesora e investigadora en el UC Davis, Sacramento, CA, EEUU.
Judith L. Herman p. 74 Profesora asociada de Psiquiatría en Harvard Medical School, Boston, MA, EEUU, y directora del programa de víctimas de la violencia en el Cambridge Hospital, EEUU.
bell hooks p. 38 Profesora universitaria, escritora, reconocida intelectual y crítica, lleva años escribiendo y hablando públicamente sobre las mujeres, la sexualidad, la cultura, la raza, las clases sociales y las interrelaciones que existen entre estos temas. Al centrar su argumentación en la experiencia de la mujer de color ha unido los movimientos feminista y antirracista que históricamente estaban reñidos.
Luce Irigaray p. 210 Doctora en Filosofía, psicoanalista y lingüista. Directora de Investigación de Filosofía del Centro Nacional de la Investigación Científica de París. Es una de las grandes pensadoras y filósofas del feminismo de la diferencia. Desde su libro Speculum, publicado en 1974, su crítica a la cultura patriarcal monosexuada ha sido central para un pensamiento y un hacer del mundo que rompa la idea del varón como el neutro universal y contenedor del género femenino.
Carmen Laforet p. 134 (Barcelona, 1921 - Madrid, 2004) con 23 años ganó la primera edición del Premio Nadal con su novela Nada, hoy un clásico ineludible de las letras españolas. Después publicaría varios libros de cuentos y cuatro novelas, la última de las cuales, Al volver la esquina, aunque escrita en los años setenta, se publicó en 2004, casi a título póstumo. En esos mismos años sostuvo una colaboración regular en el periódico ABC.
Jana Leo p. 47 Doctora en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid y Master en Arquitectura por la Universidad de Princeton. Ha sido profesora de Arquitectura en Cooper Union, Nueva York, donde dió clase durante cuatro años. Ha trabajado la performance, la fotografía, el vídeo y el texto durante más de 15 años, y la arquitectura y la instalación en los últimos diez. Ha expuesto en galerías y museos, como Espacio Uno, MNCARS, o el ICP Internacional Center for Photography de Nueva York. Vive entre Madrid y Nueva York.
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Eulàlia Lledó p. 194
Debbie Nathan p. 292
Renata Salecl p. 53
Doctora en Filología Románica y profesora del IES Les Corts de Barcelona. Forma parte del grupo Nombra. Se dedica a la investigación de los sesgos sexistas y androcéntricos en la lengua y en la literatura, lo que la ha llevado a publicar diversos libros y artículos sobre diccionarios, análisis del discurso académico, prensa (especialmente la referida a los malos tratos) y libros de texto.
Redactora del San Antonio Current y colaboradora del Observer. Es autora de Women and Other Aliens: Essays from the U.S.-Mexico Border, Cinco Puntos Press, 1991, y fundadora de LIBRE (Liga para la educación sobre la inmigración y los derechos de frontera), radicada en El Paso/Juárez y precursora de la actual Coalición Derechos de Frontera.
Filósofa y socióloga, investigadora en el Instituto de Criminología de la Universidad de Lubljana, Eslovenia, y profesora en el Departamento de Derecho en The London School of Economics and Political Sciences. En los últimos años ha enseñado en The New School for Social Research, Nueva York; Cardozo School of Law, Nueva York; University of Michigan, Ann Arbor; y Humbolt University, Berlín. En 2004 publicó On Anxiety e In Lacan and Contemporary Film.
Ana Merino p. 152 Poeta y estudiosa de los cómics enseña literatura y estudios culturales en Dartmouth College, Hanover, EEUU. Ha publicado cuatro poemarios y un ensayo titulado El cómic hispánico, Cátedra, 2003. Ha ganado los premios Adonais y el Fray Luis de León de poesía. Es miembro del comité ejecutivo del Internacional Comic Art Festival (ICAF), del patronato del Center for Cartoon Studies en White River Juntion, y del comité editorial del Internacional Journal of Comic Art. Ha comisariado dos exposiciones sobre cómic, publicando el catálogo Fantagraphics creadores del canon para la Semana Negra.
Toril Moi p. 206 Profesora James B. Duke de Literatura y Novela Romántica de Duke University, Durham, EEUU. Es autora de varios estudios sobre teoría literaria feminista, como What is a Woman?, 1999.
Cristina Morano pp. 129 y 141 Escritora y grafista, fundadora de las revistas Thader (1994-1996) y Hache (2004-...), ha publicado en revistas de difusión nacional como Turia y Ultramar. Trabaja actualmente en la agencia Tropa, Murcia.
Ana Navarrete p. 247 Compagina su trabajo docente en la Facultad de Bellas Artes de Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, con producciones teóricas y prácticas desde el feminismo. Entre sus últimas publicaciones destacan: “Segundo escenario: Las informáticas de la dominación, [Las mujeres en el circuito integrado]”, en Zona F. Castelló: EACC, febrero 2000, y “La violencia de género, el patriarcado, el capitalismo y el Estado”, en The Gendered City. Espacio urbano y construcción del género. Cuenca: Universidad de Castilla-La Mancha. Colección Caleidoscopio, septiembre 2004.
Berta Sichel p. 13 Directora del Departamento de Audiovisuales del MNCARS.
Ana Tiscornia p. 288 Artista uruguaya que vive en Nueva York. Profesora en la State University, Nueva York. Editora de arte de Point of Contact, The Journal of Verbal and Visual Arts, Syracuse, Nueva York. Es colaboradora del semanario Brecha, Uruguay; Art Nexus, Colombia; y de Atlántica Internacional y Art.es, España.
Charo Nogueira p. 236
Cristina Torra p. 240
Periodista de El País. Premio de Periodismo contra la Violencia hacia las Mujeres del Instituto de la Mujer, 2004.
Jefa de Publicaciones del MNCARS.
Nawal el Saadawi p. 102 Graduada en Psiquiatría en la Universidad de El Cairo. Sus escritos sobre la mujer en la cultura árabe la llevaron a prisión en dos ocasiones aunque no pudieron detener su activismo. A pesar de las amenazas de muerte por parte de los fundamentalistas, El Saadawi continúa adoptando su postura feminista y viaja alrededor del mundo disertando sobre su vida, sus escritos y la necesidad de luchar por el cambio. Ha sido profesora en la Duke University, Durham; en la Washington State University, Seattle; y en la Florida Atlantic University.
Cristina Vega p. 25 Profesora de la Universidad de Valladolid, miembro del Instituto de Investigaciones Feministas de la Universidad Complutense de Madrid y militante feminista.
Virginia Villaplana p. 267 Investigadora de los mass media y escritora. Profesora titular de Comunicación Audiovisual, UCH, Valencia. Ha comisariado los ciclos de cine y vídeo sobre género y cultura: Le détournement des technologies, Constantvz, Laurence Rassel, Bruselas, 2002; Miradas transversales al género, Ecosofías, Madrid, 2000; Amores y deseos, Diputación de Granada y Asamblea de mujeres de
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Granada, 2003; Just do it y RealTV con el Sueño Colectivo para la Muestra Internacional de Cine Realizado por Mujeres, Barcelona, 2003-2004. Entre 1992-2001 fue coordinadora editorial de Ediciones de la Mirada y la revista Banda Aparte, formas de ver. Ha publicado el libro 24 Contratiempos y diversos textos como Género, narración e hipertextualidad, Trompe la Mémoire, Cultura electrónica, El cine de Marguerite Duras, Chris Marker. Retorno a la inmemoria, Historias sin argumentos, Un minuto para una imagen televisiva. Agnès Varda o El discurso televisivo de la violencia. En el ámbito de la escritura recibió el premio XV Alfons Roig de Ensayo, 1998, y el premio Espais con el Sueño Colectivo, RealTV, Girona, 2004. En el ámbito de la producción audiovisual ha realizado diversos documentales de creación.
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Angela Jane Weisl p. 104 Miembro del Departamento de Inglés de la Seton Hall University, New Jersey, donde enseña Literatura Medieval. B.A. Middlebury College, Vernon, y Ph.D. Columbia University, Nueva York.
Carol L. Winkelmann p. 130 Profesora asociada de Lengua Inglesa y Literatura en la Xavier University, Cincinnati, EEUU.
Remedios Zafra p. 328 Profesora titular de la Universidad de Sevilla. Como escritora ha publicado los ensayos: Netianas. N(h)acer mujer en Internet, colección Desórdenes, L.T., Las cartas rotas. Espacios de igualdad y feminización en Internet, Briseño, 2002, y Habitar
en (punto)net, Cátedra Leonor de Guzmán y Universidad de Córdoba, 2004, así como numerosos artículos y ensayos sobre creación artística, cultura digital y feminismo en libros y revistas especializadas y divulgativas. Ha sido Premio Nacional de Ensayo Caja Madrid 2004, Premio Nacional de Ensayo Carmen de Burgos 2000, Premio de Investigación de la Cátedra Leonor de Guzmán 2001 y Premio Nacional de Poesía Antonia Pérez Alegre 2005. Ha dirigido diversos proyectos artísticos en Internet, entre ellos, la revista on line Mujer y Cultura Visual, el proyecto creativo e-dentidades, web-side 1.0, Mediateca CaixaForum, Barcelona, 2004, y la exposición de net.art Habitar en (punto)net, Espai f, Mataró, Barcelona, 2003.
ARTISTAS Maria Arlamovsky p. 278 Viena, 1965. Vive en Viena. Estudió producción cinematográfica en la Academia de Cine de Viena. Entre sus trabajos más destacados están: Rubber Chicken-Born At Home, un vídeo documental presentado en 1998 donde se muestra a una mujer que decide dar a luz en su casa, autonomía versus dependencia, y Toujour la meme chose, una película experimental de 1994.
Eija-Liisa Ahtila p. 38 Hämeenlinna, Finlandia, 1959. Vive en Helsinki. Estudió en la Universidad de Helsinki, en Londres y en el American Film Institut, Los Angeles. Sus investigaciones se centran en la imagen, el lenguaje, la forma de narrar y el espacio. Su trabajo se ha mostrado en museos como el Fridericianum de Kassel, el
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Kunsthaus de Glarus o la Neue Galerie de Berlín en 2002. Ha recibido varios premios por su trabajo como el Daad de Berlín o el concedido a Consolation Service en la Bienal de Venecia de 1999.
Beth B. p. 206 Vive en Nueva York. Se licenció en Bellas Artes en la School of Visual Arts de Nueva York. Junto a otros artistas funda COLAB (Collaborative Projects Inc). A través de sus trabajos en vídeo, sus películas e instalaciones, crea una narrativa provocadora que extrae la violencia situada bajo la superficie de la vida cotidiana. En sus vídeos combina documentales y ficción, terror y lírica con referencias en la línea entre Artaud o Bataille como Him Thompson y Brett Easton Ellis.
Cecilia Barriga p. 58 Concepción, Chile, 1957. Vive en Madrid. Estudió Ciencias de la Imagen en la Universidad Complutense de Madrid. Más tarde realizó varios seminarios de formación cinematográfica. Comenzó en el videoarte y el cine experimental pasando después al documental y al cortometraje de ficción. En los años noventa trabajó en Nueva York.
Sadie Benning p. 176 Milwaukee, Wisconsin, 1973. Vive en Chicago. Comenzó a hacer vídeos con tan sólo 15 años, con una cámara de juguete que le regaló su padre, el cineasta experimental James Benning. Los temas de sus obras están abordados desde una perspectiva intimista y personal, a veces autobiográfica. En sus vídeos condena la homofobia, el racismo y el sexismo.
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Bene Bergado p. 286 Salamanca, 1963. Vive en Madrid. Licenciada en Bellas Artes por la Universidad del País Vasco y profesora de la misma de 1987 a 1997. Exposiciones colectivas: Distancia Cero, comisario: J. L. Brea, Centro de Arte Santa Mónica, Barcelona; Procesos, comisaria: M. Gras, Festival Internacional de Lima; Como nos vemos. Imágenes y arquetipos femeninos, comisaria: V. Combalía, Tecla Sala, Hospitalet; Trans Sexual Expres, comisario: X. Arakistain, Bilbao Arte; Club-Arts & Lounge, comisario: M. Clot, Museo de Granollers, Barcelona.
Terry Berkowitz pp. 112 y 338 Nació y vive en Nueva York. Artista. Master en Bellas Artes (MFA) en el Art Institute de Chicago. Trabaja con temas políticos y sociales como la violación de mujeres y las expulsiones por razones políticas en el siglo XX. Instalaciones: A Rock and A Hard Place, 1992, Whitney Museum of American Art, Nueva York, sobre la vida de los Palestinos y Velo de Memoria/Prologo: La Última Cena, 1999, Metronom, Barcelona. Fulbright Scholar, 1997. Becas: National Endowment for the Arts, 1974 y dos de la Jerome Foundation.
Ursula Biemann pp. 240, 290 y 294 Zurich, Suiza, 1955. Vive en Zurich. Estudió Arte y Teoría Crítica en México y en Nueva York. Formó parte del Whitney Independent Study Program. Su trabajo artístico y de comisariado se centra en el género y la globalización. Selección de obras: The Black Sea Files, 2004-05; Europlex, 2003; Writing Desire, 2000; Performing the border, 1999. Comisariado: Geography and the Politics of Movility, 2003, Generali Found., Viena.
Ángel Borrego y Nik Swoboda p. 306 Trabajan para Open Source Architecture - OSA, una oficina de
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arte y arquitectura radicada en Madrid interesada en las diferentes manifestaciones del espacio público en la sociedad contemporánea, realizando propuestas de investigación colectiva, exposiciones y publicaciones como Engénero: Arquitectura Ficción, Constitución Americana 2.0, ¡ENSANCHE! o el proyecto www.wordww.net.
Cristina Buendía p. 313 Granada, 1982. Vive en Madrid. Artista y productora cultural. Licenciada en Bellas Artes, Universidad Europea de Madrid, especialidad Arte y Nuevas Tecnologías. Ha participado en numerosas exposiciones y festivales: Liquidación Total, Mad 03, Centro de Arte Joven de Madrid, Galería 29 Enchufes, Festival de videoarte Videometal, entre otros. Ha colaborado en el diseño de la revista Belio Magazine (arte y diseño experimental) y ha realizado varios trabajos publicitarios.
Nuria Carrasco p. 125 Ronda, Málaga, 1962. Vive en Madrid. Licenciada en Bellas Artes, ha cursado estudios de escenografía y grafismo electrónico. Ha expuesto individual y colectivamente en el CAC de Málaga; en la Galería Juana de Aizpuru de Madrid y Sevilla; en Basilea; en Nueva York y en Polonia. Su obra está en numerosas colecciones públicas y privadas como el Museo USC Fisher Gallery de California, el Museo Maruhame Hiray de Japón, la Fundación Coca-Cola, el CAC de Málaga o el CAAC de Sevilla.
Juan delGado p. 162 Cartagena, 1965. Vive en Londres. Desde 1994 investiga la curiosidad y el horror que le produce la violencia y la crueldad. Selección de obras: serie fotográfica The Wounded Image, 2002; instalaciones multimedia: Chronique d’un été, 2004; Flèches Sans Corps, 2003; Don’t look under the bed, 2001;
Sorry, I can’t talk to you now, 1999 y Loving Machine, 1998.
Cara DeVito p. 94 Nació en 1951. Vive en Verona, Nueva Jersey. Licenciada por el Beloit College de Wisconsin. Trabajó en la KTCA Televisión en Minneapolis y desde 1981 ha sido editora en la NBC Network News en Nueva York. Ha recibido dos becas de la National Endowment for the Art. Su trabajo documental, focalizado en aspectos sociales y culturales, ha conseguido numerosos premios incluida su nominación a un Emmy por What could you do with a Nickel.
Valie Export pp. 50, 253 y 260 Linz, Austria, 1940. Vive en Viena. Ha mostrado su obra en museos como el de Arte Moderno Ludwing en Viena; en la Akademie der Künste de Berlín; en la Whitechapel Gallery de Londres; en el Museo de Arte Contemporáneo de Los Angeles; en Japón; en Barcelona, etc., y ha participado en festivales de cine como el de Cannes, Berlín, Londres o Hong-Kong. Ha dado clases en instituciones como la Akademie für Bildende künste de Múnich y el Art Institute de San Francisco. Actualmente es profesora en la Kunsthochschule für Medien de Colonia, Alemania.
Alicia Framis pp. 244 y 246 Mataró, Barcelona, 1967. Vive entre Barcelona y Ámsterdam. Estudió Bellas Artes en la Universidad de Barcelona y siguió sus estudios en París y Amsterdam. Trabaja con fotografía y vídeo, y ha organizado proyectos como Loneliness in the City, 1999-2000, un pabellón itinerante presentado en Dordrecht, Mönchengladlbach, Barcelona, Helsinki y Zurich. Sus trabajos se han mostrado en el Pabellón Holandés de la Bienal de Venecia, 2003; Bienal de Berlín, 2001; Imago 01, Salamanca, 2001; la Trienal de Yokohama, 2001 y Manifesta, Luxemburg, 1998, entre otros.
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Beatriz García Prieto p. 340 Valladolid, 1969. Vive en Madrid. Licenciada en Publicidad por la Universidad Complutense de Madrid, donde recibió el Premio de Ensayo en 1994. Cursó un Master en Artes Digitales. Ha trabajado como diseñadora y directora de arte en publicidad y TV. Paralelamente ha realizado proyectos en los que utiliza el vídeo, la fotografía y elementos generados por ordenador. Fue seleccionada en Generación 2003 de Caja Madrid.
Grace Graupe-Pillard p. 218 Nació y Vive en Nueva York. Obtuvo un B.A. en Historia y Ciencia Política en la Universidad de Nueva York y se graduó en Estudios Rusos. Más tarde estudió pintura y dibujo en The Art Student’s League de Nueva York. Ha expuesto ampliamente en galerías y museos de EEUU, como The Proposition, Hal Bromm Gallery y The Drawing Center en Nueva York y Carl Hammer Gallery en Chicago.
Hildegard Hahn p. 309 Koslau, Bohemia, 1938. Vive en Las Palmas de Gran Canaria. Estudió Bellas Artes y Filosofía en Stuttgart, Alemania. Trabaja con objetos, fotografías y vídeos. Últimas exposiciones: Habitar, Circuito Insular de 2004-2005; Ciudad del Mar, 2004; Calima, 2004, y El Efecto KAIN contra ABEL, un proyecto del Cabildo de Gran Canaria, con la subvención de la UE.
Annika von Hausswolff p. 64 Gothenburg, Suecia, 1967. Vive en Berlín. Educación: Royal Swedish Academy of Fine Arts, 1995-96. Konstfack University College of Arts, Craft & Design, Estocolmo, 1991-94. Selección de exposiciones individuales: The Painful Logic of Colour and Texture, Air de Paris, París, 2004; Room for Increased Consciousness of the
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Parallel Day, Statens Museum for Kunst, Copenhague, 2003; AndréhnSchiptjenko, Estocolmo, 2002; Casey Kaplan, Nueva York, 2002.
Mandy Jacobson p. 102 Nació en Sudáfrica. Vive en Nueva York. Se licenció en Política Social y Planificación de Países en Vías de Desarrollo en la London School of Economics. Su interés por la abogacía la llevó a crear, en colaboración con el Departamento para la Información Pública de la ONU y el Forum ONG para mujeres, una serie de vídeos educativos, como Shifting Boundaries y Shifting Border: Learning from Youth, que se mostró en Beijing durante la IV Conferencia Mundial de la ONU sobre las Mujeres.
Karmen Jelincic p. 102 Nació en Croacia y se educó en EEUU. Se licenció en Derechos Humanos Internacionales en la Universidad de Columbia y en Bellas Artes (Cine y Televisión) en la Escuela de Arte Tisch de la Universidad de Nueva York. Desde 1991 está involucrada en trabajos legales en EEUU y Europa relacionados con la violencia como crimen de guerra y las violaciones de derechos humanos en la antigua Yugoslavia.
Narelle Jubelin p. 195 Australia, 1960. Vive en Madrid. Ha expuesto en: Artists Space, Jerusalem, 2003; Pavilhão Branco, Lisboa, 1998; AGWA, Perth, 1997; CCA, Glasgow, 1992; George Paton Gallery, Melbourne, 1989; y las Universidades de Perth, 2002; Toronto, 1996; Melbourne y Nueva York, 1995; y Chicago, 1994. Participó, en Cocido y Crudo, MNCARS, Madrid, 1994 y en las bienales de Sydney, 1992 y Venecia, 1990. Actualmente colabora con el Centro José Guerrero, Diputación de Granada.
Karin Jurschick p. 86 Essen, Alemania, 1959. Estudió teatro, cine y televisión en la Universidad de Colonia, ciudad donde fue cofundadora del Festival Internacional de Cine Feminale. Durante cinco años trabajó como editora cultural de la revista mensual Stadtrevue, en la misma ciudad. Escribe, además, para radio y televisión.
Robin Kahn p. 91 Vive en Nueva York. Artista visual que organiza intervenciones públicas en lugares inverosímiles. Miembro cofundador de la Agencia de Viajes GRATIS y de Copiacabana: colectivos internacionales organizados con Kirby Gookin, Federico Guzmán y Victoria Gil. Sus focos de trabajo son el género, la raza y la identidad sexual. Su trabajo está tanto en museos públicos como en colecciones privadas.
Mike Kelley p. 78 Detroit, Michigan, 1954. Vive en Los Angeles. Licenciado en la Universidad de Detroit y graduado en Bellas Artes en el Institute of the Arts de California. Su trabajo incluye obras de arte performático, instalaciones y esculturas. Ha colaborado con artistas como Tony Oursler, Bruce and Norman Yonemoto. En 1993 el Withney Museum de Nueva York organizó una de las primeras retrospectivas sobre su trabajo. Su obra se ha mostrado en la Hayward Gallery de Londres, el Centro Georges Pompidou de París, el Museo Guggenheim de Nueva York y en el Museo de Arte Contemporáneo de Los Angeles, entre otros lugares.
Sigalit Landau p. 82 Israel, 1969. Vive en Israel. Se graduó en la Bezalel Academy of Art de Israel. Últimas exposiciones individuales: The Infinite Solution,
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Museo de Arte de Tel-Aviv, 2004; además de su performance Bauchaus 04 realizada para The Armory Show de Nueva York en 2004. En exposiciones colectivas su trabajo se ha mostrado en el Museo de Tel Aviv, 2002; en la Kunsthalle de Viena, 2003; y en el Irish Museum of Art de Dublín, 1996.
Angélica Liddell p. 341 Figueres, Girona, 1966. Vive en Madrid. Licenciada en Psicología y Arte Dramático. Su obra está compuesta de narrativa y poesía, además de performances y textos teatrales de los cuales 13 ya han sido estrenados en España, Colombia, Bolivia, Portugal y Alemania. Dirige la compañía Atra Bilis Teatro desde 1993 con la que ha realizado diez montajes. Ha sido finalista del Premio Mayte de teatro y nominada al Max en la categoría de Espectáculo Revelación por su obra El tríptico de la aflicción.
Eva Lootz p. 232
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Actualmente trabaja en su tesis doctoral “Dificultad en la búsqueda moderna del habitar. El territorio doméstico como confrontación artística”. Su proyecto Arquitecturas Domésticas se ha mostrado en la Galería Senda, Barcelona y en la Galería Almirante, Madrid. Trabaja con la Galería Cànem, Castellón; la Galería Forvm, Tarragona; y la Galería Fúcares, Almagro.
Gabriel Martínez p. 228 Armellada, León, 1967.Vive en Madrid. Proyectos y exposiciones: Font Aid III,Praga; Design & Demokratie, Design2context, Zurich; I-CorridaNet.art from Spain, Basics, Festival 2004, Salzburg; Do you like yen? Workshop/art & river bank, Tokyo; The Anti-War Movement Illustrated, Chisholm Gallery, Nueva York; Festival de Videoarte OffLoop’04, Barcelona; Generación 2003, La Casa Encendida, Madrid; I Jornadas-Forum de artes plásticas sobre la Violencia, Casa de América, Madrid; Imágenes de Mujer, Universidad de León.
Viena, Austria, 1940. Vive en Madrid. Cursó estudios de Filosofía y Artes Plásticas y se licenció en Dirección de Cine y Televisión. Su trabajo se centra en la creación de espacios intersensoriales y envolventes, un arte multimedia o arte continuo. Ha realizado intervenciones permanentes en espacios públicos como No-ma-deja-do en la isla de la Cartuja, Expo 92; La mano de Linneo en Bohuslän, Suecia, 1996; y Endless flow en Silkeborg, Dinamarca, 2002. Fue profesora en la Facultad de Bellas Artes de Cuenca y ha impartido cursos y conferencias en Facultades de Bellas Artes de España, Suecia y EEUU. En 1994, ganó el Premio Nacional de Artes Plásticas.
Salamanca, 1969. Vive en Salamanca. Licenciado en Bellas Artes por la Universidad de Salamanca en 1992. Taller Juan Muñoz en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en 1995. Beca de Artes Plásticas de la Fundación Marcelino Botín entre 1996-1997. Exposiciones 2004: The perfect kiss Bryce Wolkowitz Gallery, Nueva York; Hotel Médula, Galería Enrique Guerrero, México D.F.; Lobos en la puerta, Galería Luis Adelantado, Valencia; Cera, Programación Festival de Cine de Gijón, Galería Altamira.
Manel Margalef p. 187
Sabine Massenet p. 224
Amposta, Tarragona, 1963. Vive en Tarragona. Licenciado en Bellas Artes, artista y profesor en la Escuela de Arte de la Diputación de Tarragona.
París, Francia, 1958. Vive en París. Massenet es cofundadora del colectivo Est-ce une bonne nouvelle?, nacido con la finalidad de defender la accesibilidad de la creación así como
Enrique Marty p. 71
la diversidad y la autonomía del vídeo frente al mercado del arte y al monopolio de los mass media.
Elahe Massumi p. 74 Isfahan, Irán, 1961. Vive en Nueva York. Artista fuertemente sensibilizada con los aspectos sociales y, sobre todo, con aquellos problemas que afectan a las minorías. Su trabajo se desarrolla en el campo del vídeo y la videoinstalación. En 2004, su trabajo se mostró en la exposición Narraciones, Fundación Telefónica, Madrid.
Mateo Maté p. 24 Madrid, 1964. Vive en Madrid. Licenciado en Bellas Artes, Universidad Complutense, Madrid. Últimas exposiciones individuales: Nacionalismo Doméstico, Galería Oliva Arauna, Madrid; Desubicado, Galería Oliva Arauna y Galería Six Friedrich Lis Ungar, Múnich; Galería Ferrán Cano, Barcelona; y Círculo de Bellas Artes, Madrid. Últimas exposiciones colectivas: The Real Royal Trip, P.S.1, MoMA, Nueva York; El Real Viaje Real. El Retorno, Museo Patio Herreriano, Valladolid; Arte dentro del arte, Murcia y Valladolid; Galerie Anne de Villepoix, París; Galería Elba Benítez, Madrid; Institut Supérieur pour l´étude du langage plastique, Bruselas.
Chelo Matesanz p. 145 Reinosa, 1964. Vive en Vigo. Licenciada y doctorada en Bellas Artes (Pintura y Audiovisuales) en la Universidad del País Vasco. Profesora titular de Pintura en la Facultad de Bellas Artes de Pontevedra. Últimas exposiciones individuales: Pegando el culo a la brasa, Centro Torrente Ballester, Ferrol 2003; Nos modelamos y nos amoldamos, Sala Luz Norte, Santander 2002; Lo que Lee Krasner podía haber hecho pero no hizo, Galería Adhoc, Vigo 2002; Leche, cacao, avellanas y azúcar, Galería Espai Lucas, Valencia, 2001.
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Ana de Matos p. 106 Lugo, 1963. Vive en Barcelona. Licenciada y doctorada en la Facultad de Bellas Artes en la Universidad Complutense de Madrid. Últimas exposiciones: Habitación Apropiada, Instalación en la Fundación Eugenio Granell, Santiago 2005; Construcción? destrucción, Galería C5, Santiago, 2004; Sujetos, Instalación para la Edición Madrid II en el Palacio de Minas, Madrid, 2003; Sin Lugar, Museo Provincial de Lugo, 2003. Premios: Iº Premio Lucio Muñoz 2003; 1º Premio en XVII Biennal d’Eivissa; Premio Estampa 99 Madrid.
Paul McCarthy p. 78 Salt Lake City, EEUU, 1945. Vive en Los Angeles. Se graduó en el Art Institute de San Francisco y obtuvo su MFA en la Universidad de Southerm, Califonia. Fue, durante décadas, una de las figuras más influyentes de la escena artística y performática de California del Sur antes de adquirir reconocimiento internacional. Su trabajo de arte en vivo a finales de 1970 exploró campos análogos con rituales iniciáticos, dionisíacos y chamánicos, así como del cuerpo y la sexualidad. La intensidad de estas acciones, en las que a menudo se incluye la descripción gráfica de temas tabú, le conducen finalmente al uso de las vídeo instalaciones como medio de comunicación fundamental.
Kevin McCourt p. 228 Glasgow, Escocia, 1964. Vive en Madrid. Licenciado en Arte y Diseño por la Universidad London Guildhall de Londres y Master en Bellas Artes (MFA) en la Glasgow School of Art. Exposiciones y proyectos: Art Harbour 03: the film experience, Japón; Microespacios, Mad’03, Centro Cultural Conde Duque, Madrid; La Casa Encendida, Madrid; MetroMadrid y MetroBarcelona. Actualmente, trabaja en el Proyecto XYZ010, una investigación
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interdisciplinaria sobre el proceso creativo y continúa realizando vídeos sobre temas sociales.
Tracey Moffat p. 282 Brisbane, Australia, 1960. Vive en Sydney. Graduada en Comunicación Visual en el Queensland College of Art. Moffatt consiguió todo el respaldo de la crítica con su corto Night Cries: A Rural Tragedy, seleccionado para participar en el Festival de Cannes en 1990, donde participará de nuevo en 1993 con su primera película, Bedevil. Moffat ha realizado documentales y vídeos musicales, además de numerosas exposiciones fotográficas dentro y fuera de Australia.
Beth Moysés pp. 52, 54 y 131 São Paulo, Brasil, 1960. Vive en São Paulo. Estudió arte en la Fundación Armando Álvares Penteado (FAAP). Últimos trabajos: Galería Fernando Padilla, Madrid 2004, y las performances Reconstruindo Sonhosen del 2005 y Memoria do Afeto del 2002. Ha expuesto colectivamente en galerías y museos del mundo, en México, Argentina, Venezuela y EEUU (destacando: Don´t Call it Performance, Museo del Barrio, Nueva York, 2004).
Blerti Murataj pp. 112 y 338 Nació en Tirana, Albania. Vive en Nueva York. Estudió en la Academia de las Artes de Tirana. Asistió al programa MFA de la School of Visual Arts de Nueva York. Además de sus trabajos en vídeo realiza instalaciones multimedia y performances.
Carmen Navarrete p. 272 Vive en Valencia, donde trabaja. Profesora en la Facultad de Bellas Artes de Valencia. Exposiciones: Maneras de matar a una mujer, Teatro Romano de Sagunto, 1998; Museo del Hombre, Centro Cultural de La Caixa, Vic, 1996; La bella
(in)diferencia, Sala Montcada/La Caixa, Barcelona, 1996; Le cabinet des estampes, Magasin, Grenoble, 1994. Comisariado: ciclos de vídeo Políticas de género y Tres miradas sobre el imaginario fílmico, 1993. Publicaciones: artículos sobre feminismo y arte contemporáneo.
Annèe Olofsson p. 23 Hässleholm, Suecia, 1966. Vive en Nueva York. Fotógrafa y videoartista, crea retratos que exploran las relaciones familiares y amistosas. Trabajó en la Real Academia del Arte de Oslo, Noruega. Exposiciones individuales 2005: Västeras Konstmuseum, Suecia; Umea Bildmuseum, Ulmea, Suecia; Kristiandad Konsthall, Suecia. Colectivas 2005: You wont feel a thing, comisariada por Aneta Szylak, Kunstlerhaus Bethanien, Berlín; Story tellers: Narratives Created By Contemporany Artists, comisariada por Natsumi Araki, Mori Art Museum, Tokyo.
Pratibha Parmar p. 264 Nació en Nairobi, Kenia. En 1967 se marchó, junto a su familia, a Inglaterra. Se graduó en la Universidad de Bradford y posteriormente realizó estudios de posgrado en el Cultural Studies Center de la Universidad de Birmingham. En 1975 viajó a la India donde trabajó como voluntaria en proyectos de desarrollo rural. A mediados de los ochenta colaboró en la publicación feminista, Sheba Feminist Press y publicó la edición británica de The Cancer Journals de Audre Lorde.
Lourdes Portillo p. 300 Nació en Chihuahua, México.Vive en San Francisco. Conoce de cerca la situación fronteriza y la violencia misógina. Se trasladó a EEUU en 1960 donde estudió. Es directora de documentales, labor que le valió una nominación al Oscar en 1986 por Las madres de la Plaza de Mayo.
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María Ruido p. 200
Mimi Smith p. 116
Orense, 1967. Vive en Barcelona. Artista y escritora. Ha desarrollado durante los últimos años proyectos interdisciplinares sobre los dispositivos sociales de elaboración de nuestros cuerpos, nuestras identidades sexuales y nuestras formas de subjetividad en el ámbito del debate proporcionado por los diversos feminismos.
Brookline, MA, EEUU, 1942. Vive en Nueva York. Obtuvo el BFA en el Massachusetts College of Art y un MFA en la Rutgers University. Destaca su retrospectiva Steel Wool Politics, Instituto de Arte Contemporáneo de Philadelphia, 1994, y diversas exposiciones en museos de EEUU e internacionales como el MoMA de Nueva York; el Parrish Art Museum; el RISD Museum; LA MOCA; el Kunstmuseum de Wolfsburg, Alemania y la Haywood Gallery, Londres. Ha recibido premios como el Joan Mitchell, el NYFA y el NYSCA, y el NEA Artist’s.
Estíbaliz Sádaba p. 357 Bilbao, 1963. Vive en Bilbao. Cofundadora del colectivo Erreakzioa-Reacción, 1995; co-coordinación de los Seminarios Erreakzioa: Mutaciones del feminismo: genealogías y prácticas artísticas, Arteleku, 2005; La Repolitización del espacio sexual en las prácticas artísticas contemporáneas, 2004; y Sólo para tus ojos; el factor feminista en relación a las artes visuales, 1997. Últimas exposiciones: La Costilla Maldita, CAAM, Las Palmas, 2004; Monocanal, MNCARS, Madrid, 2003.
Maura Sheehan p. 17 Nació y vive en Nueva York. Su trabajo se centra en la escultura y la instalación donde innova con materiales poco convencionales para revelar e iluminar el contenido psicológico y político de su trabajo. Fuera de EEUU ha expuesto en lugares como Dublín y Sevilla.
Teresa Serrano pp. 120 y 211 Nació y vive en México, donde vive. Ha participado en La Costilla Maldita comisariada por Margarita Aizpuru en el MEIAC, Badajoz, 2005. Su obra se ha mostrado en: Festival de Cine y Televisión de la Cineteca Nacional de la Ciudad de México, 2004; Mia 1-2-3-4, Gewalt Match Spas, Künstlervideos, Nacht der Museen Frankfurt, 2004; I Bienal de Videoarte Video-Zone, Centro de Arte Contemporáneo de Tel Aviv, Israel, 2002; y en 1997 en las Bienales de Arte de Johannesburgo, Sudáfrica, y La Habana, Cuba.
Sheila M. Sofian p. 98 Nació y vive en California, EEUU. Artista y profesora asociada en el College of the Canyons, CA, donde imparte clases de cine de animación. Con Survivors ha ganado los premios más importantes en festivales especializados de cine de animación como World Animation Celebration, Central Florida Film and Video Festival..., y los premios otorgados por la crítica, como el concedido por los directores de cine en el Black Maria Film Festival.
Jean Marie Teno p. 46 Famleng, Camerún, 1954. Desde 1977 vive y trabaja en Francia donde estudió Comunicación Audiovisual. Además de su trabajo como editor televisivo, desde 1985 es crítico de cine para la revista Buana Magazine. Entre sus obras destaca su cortometraje Hommage de 1987 o su primer largometraje Clando, 1996 que fue nominado en la categoría de Mejor Película en el Festival de Cine en lengua francesa de Namur.
Eulàlia Valldosera p. 42 Vilafranca del Penedès, Barcelona, 1963. Vive en Barcelona. En los años noventa sus instalaciones se exhibieron en diversos certámenes internacionales: Manifesta I,
Rotterdam, 1996; Skulptur Projekte, Münster, 1997; y en las Bienales de Kwang-ju, 1995; Sidney, 1996; Johannesburg, 1997; Estambul, 1997; Venecia, 2001; y São Paulo, 2003. Su retrospectiva en Witte de With de Rotterdam en 2000 y en la Fundació Antoni Tàpies de Barcelona en 2001, supusieron su reconocimiento en nuestro país.
Azucena Vieites p. 169 Hernani, Gipuzkoa 1967. Vive en Madrid. Artista. Ha formado parte de exposiciones como Melodrama; Gaur, Hemen, Orain o Dibujos Germinales. En 1994 funda el colectivo Erreakzioa-Reacción junto a Estíbaliz Sádaba y Yolanda de los Bueis, un espacio de creación artística/cultural/ activista con relación a los factores arte y feminismo.
Wolf Vostell p. 257 Leverkusen 1932 - Berlín 1998. Artista hispanoalemán de prestigio internacional y figura fundamental del arte contemporáneo de posguerra. Descubridor de la técnica del dé-collage, padre del happening en Europa e iniciador del movimiento Fluxus y del videoarte, Wolf Vostell mantuvo siempre en toda su producción artística una marcada originalidad.
Frederick Weisman p. 148 Boston, Ma., EEUU, 1930. Vive en Cambridge, Ma., EEUU. Licenciado por el Williams College, Williamstown, Ma. y por la Yale University, New Haven, Wisconsin. Trabajó como profesor de Derecho hasta 1967 cuando decidió convertirse en director de documentales para televisión. Desde entonces ha recibido prestigiosos premios como el Emmy, 1969 y 1970 o el Peabody Award, Personal Award, 1991 y becas como la John Simon Guggenheim Memorial Foundation Fellowship, 1980-81 y la John D. y Catherine T. MacArthur Fellowship, 1982-87.
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© de esta edición, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 2005. TEXTOS © de los textos y traducciones, sus autores. © texto “The Silence of the Femenine Jouissance”, publicado en (Per) Versions of Love and Hate de Renata Salecl © 1999, Verso, Londres, con el permiso del editor. Todos los derechos reservados. © texto “Quitting Eve: Violence against Women in the Canterbury Tales”, publicado en Violence Against Women in Medieval Texts de Angela Weisl © 1998, University Press of Florida, Gainesville, con el permiso del editor. Todos los derechos reservados. © texto “Captivity”, publicado en Trauma and Recovery de Judith Lewis Herman, M.D. © 1992 y 1997, Basic Books, Perseus Books Group, Cambridge, Masachussets, con el permiso del editor. Todos los derechos reservados. © texto “Re/membering the Body: Latina Testimonies of Social and Family Violence” de Yvette Flores-Ortiz, publicado en Violence and the Body de Arturo J. Aldama (ed.) © 2003, Indiana University Press, Bloomington, IN, con el permiso del editor. Todos los derechos reservados. © texto “La voie de l’amour” de Luce Irigaray © 2002, Luce Irigaray. Todos los derechos reservados. © texto “Abuse by Any Other Name: Feminism, Difference, and Intralesbian Violence” de Mary Eaton, publicado en The Public Nature of Private Violence de Martha Albertson Fineman y Roxanne Myktiuk (eds.) © 1994, Routledge, con el permiso del editor. Todos los derechos reservados. © texto “‘Sometimes I just want to give up’: Women’s Anguish, Women’s Pain”, publicado en The Language of Battered Women, de Carol L. Winkelmann © 2004, State University of New York, con el permiso del editor. Todos los derechos reservados. © texto “Media Coverage of Sexual Violence Against Women and Children” de Jenny Kitzinger, publicado en Women and Media: International Perspectives © 2004, Blackwell Publishing, Oxford, con el permiso del editor. Todos los derechos reservados. © texto “The Sexism in Language”, publicado en Sexual/Textual Politics de Toril Moi © 1985, Routledge, con el permiso del editor. Todos los derechos reservados. © texto “Clarity: Give Love Words”, publicado en All about Love de bell hooks © 2000, The Women’s Press, Londres, con el permiso del editor. Todos los derechos reservados. © texto “The Photography”, publicado en Walking through Fire de Nawal el Saadawi © 2002, Zed Books, Londres, con el permiso del editor. Todos los derechos reservados. © texto “Diario de Carmen Laforet”, publicado en ABC el 12 abril 1972 © herederos de Carmen Laforet. Todos los derechos reservados. TRADUCCIONES Paz Caruana: Luce Irigaray; Antonio García: Jenny Kitzinger y Mary Eaton; Emilia García-Romeu: bell hooks, Renata Salecl, Judith Hermann e Yvette Flores-Ortiz; Ernesto Ortega Blázquez: Nawal el Saadawi, Carol L. Winkelmann, Debbie Nathan, Toril Moi y Angela Jane Weisl
FOTOGRAFÍAS Foto cubierta: © Fernando Maquieira, 2004. Imagen texto Berta Sichel, p.17 © Goran Vranic, 1995. Imágenes texto Cristina Vega, pp.29-31 Creative commons archivo del Centro Social Feminista Eskalera Karakola. Imágenes texto Ana Merino, pp.152-57 © Ricardo Peláez, © Debbie Drechsler, © Phoebe Gloeckner, © Carlos Giménez, © Robert Crumb, © Gabriel Vargas. Imagen texto Ana Navarrete, p.257 © Archivo Vostell. Imágenes sinopsis: © Electronic Arts Intermix, Nueva York; © Women Make Movies, Nueva York; © Video Data Bank, Chicago; © Crystal Eye Ltd., Helsinki; © Nikolaus Geyrhalter Film Produktion, Viena; y los artistas. Imagen acción Angelica Liddell, p. 341 © Terry Berkowitz De las obras reproducidas en pp.17, 23, 24, 42-43, 50, 52, 64-65, 72-73, 74-75, 91, 106-07, 116-117, 131-33, 145, 162-63, 170-71, 186, 211-13, 218-19, 2232-33, 244, 252, 272, 286, 290, 294-97, 309, 313, 338 y 357 © los artistas, y en p. 246 © Eric Michelot
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