Filmin Mag #3 Seijun Suzuki por Beatriz Martínez

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Estimado lector,

En este nuevo Filmin Mag hemos dejado en manos de la crítica cultural Beatriz Martinez la presentación de nuestro ciclo Seijun Suzuki. Y es que con motivo del centenario de su nacimiento, hemos estrenado algunas de sus películas más conocidas, como Branded to Kill y Tokyo Drifter, y también perlas ocultas que no podemos dejar de recomendaros como Ocho horas de terror.

“En mi caso todo empezó con Wong Kar-wai a mediados de los años noventa. Algo se movía en Asia, en todas las cinematografías orientales y yo lo devoraba todo, esas películas me hacían sentirme moderna dentro de mi pequeño mundo provinciano alicantino. Me corté el pelo como Faye Wong en Chunking Express y me compré unas gafas de sol parecidas a las que llevaba en la película.

Casi al mismo tiempo llegó Takeshi Kitano, que en 1997 ganó el León de Oro de Venecia con Hana-bi. Flores de fuego, la historia crepuscular de un gánster marcado por la enfermedad de su esposa cuyo destino no podía ser sino trágico. Gracias a él comencé a ver películas de autor sobre la Yazuka. Todavía no se había estrenado Kill Bill, piedra angular de la prescripción cinematográfica de la Generación X y puerta de entrada a todo el ramillete de surtido asiático que Tarantino expolió a voluntad para hacer su película.

Precisamente, todo eso de los asesinos y de sus nombres de personajes a través de números o apodos, procedía de Seijun Suzuki y su Branded To Kill y fue una de las muchas ideas, que el director norteamericano copió del maestro nipón, así como el juego con los colores y las atmósferas abstractas de muchas secuencias. Pero eso… es otra historia

Branded to Kill fue la primera película que vi de Suzuki, porque en algunos libros especializados de la época lo situaban como precursor de Kitano. En realidad, no tenían nada que ver entre sí, más allá de que los dos iban por libre, estaban más allá de las convenciones de su tiempo y se encargaron de firmar una serie de obras marcada por la radicalidad expresiva y la personalidad creativa.

Lo reconozco, desde que vi Branded to Kill y Tokyo Drifter caí rendida en los brazos ultra cool de Suzuki. Sus historias de yazukas eran estilizadas, experimentales, repletas de ideas visuales y casi no importaba la narración, porque se presentaban a modo de delirio conceptual. Los colores, el vestuario, los recursos plásticos, la actitud de los personajes.

El cine negro y las películas de gánsteres nunca fueron lo mismo después de atravesar el prisma deformador de la cámara de Suzuki. Influido por la modernidad cinematográfica de la década de los sesenta, de la nouvelle vague, que en Japón se llamaría nūveru vagū, el director configuró un estilo visual muy personal capaz de trasgredir los cánones genéricos y ofrecer un cóctel inédito de muerte, sexo y alucinatorios paisajes oníricos que situaban a los personajes y las acciones que emprendían al borde de la abstracción.

Branded to Kill recogía la tradición de la ética del giri ninjo, la mezclaba con la cultura pop, la impregnaba de crepuscular melancolía y de una hiriente ironía y le otorgaba una dimensión conceptual al noir tan misteriosa como poética.

Para colmo, casi al final de su carrera, poco antes de morir, reinterpretaría esta película en versión femenina en Pistol Opera, llamada en nuestro país El baile de los sicarios, convirtiendo al protagonista, el mofletudo Jô Shishido, en una mujer encarnada por Makiko Esumi que se encargó de plasmar el nuevo espíritu de los tiempos a través de este

intercambio de roles en el que la figura masculina quedaba reducida a la mínima esencia.

Se dice que la cinematografía japonesa es profundamente misógina, y tienen razón, pero directores como Seijun Suzuki, a pesar de plegarse a veces a los dictados del cine erótico, siempre configuraron personajes femeninos con fuerza y enorme dosis de magnetismo. Un ejemplo, las mujeres que ejercen la prostitución en Gate of Flesh y que no permiten que ningún hombre las chulee. Y si se quieren aprovechar de ellas, les dan unos buenos bolsazos”.

Por Beatriz Martínez

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