Ciudad Vaga viaje por la ciudad difusa
ISSN 1909 7581
2 { NoviembreNúmero de 2007 { Una publicación de la Escuela de Comunicación Social Facultad de Artes Integradas Universidad del Valle Cali, Colombia *******************************************************
Rector de la Universidad del Valle: Iván Ramos Decano de la Facultad de Artes Integradas: Luis H. Casas Director de la Escuela de Comunicación Social: Carlos Patiño
Directores de la publicación: Patricia Alzate >> palzate@univalle.edu.co Hernán Toro >> herntoro@univalle.edu.co (Miembros del Grupo de Investigación en Periodismo e Información)
Katherine Muñoz >> kato_09@hotmail.com Paula Náñez >> pane16valle@hotmail.com Paola Ochoa >> natauribe24@hotmail.com Juan Diego Ospina >> ospina.juan@gmail.com Gerylee Polanco >> yeye@telesat.com.co Natalia Ríos >> mynati86@hotmail.com Jaime Salazar >> jaimeadri@gmail.com María Juliana Soto >> julianita_521@hotmail.com Alexander Sterling >> 17centimetros@gmail.com Gustavo Adolfo Suárez >> zeraus2c@hotmail.com Miguel Tejada >> tejada004@gmail.com Hernán Toro >> herntoro@univalle.edu.co Luis Miguel Varela >> miguelva@hotmail.com Alejandro Ulloa >> ausa52@hotmail.com
Participaron En La Fotografía De Este Número:
Niños fotógrafos: Jhonatan Jaramillo, Carlos Alberto Posso, Jander Leonardo Ortiz, Diana Marcela Montoya, Yedi Perafán, Patricia Alzate >> palzate@univalle.edu.co Yenny Carolina Valencia, Maicol Andrés Ruiz, Lina Viviana Giovanna Carvajal >> giovanacarv@hotmail.com Gómez, Dora Leydy Ortiz, Lina Viviana Gómez, Luis Fernando Ricardo Cruz>> rikz313@yahoo.com Montoya, Luis Alejandro Sandoval. Kevin García >> kevingar@univalle.edu.co Julián González >> jugonza@univalle.edu.co Hernán Barón >> hernardova@yahoo.es Carlos Patiño >> capami@gmail.com Vinci Andrés Belalcázar >> vinciandres@hotmail.com Hernán Toro >> herntoro@univalle.edu.co Carolina Cifuentes >> carolinacifuentes26@hotmail.com Alejandro Ulloa >> ausa52@hotmail.com Ricardo Cruz >> rikz313@yahoo.com María Alejandra Esguerra >> alejaj_19@hotmail.com Cindy García >> cosohis@hotmail.com Diseño y Diagramación: Giovanny Jordan >> evolgrafico@gmail.com Mateo Guzmán >> mateo_guz@hotmail.com Alex Velasco >> alexvelasco@patasolaestudio.com María Alexandra Marín >> mapechaster@gmail.com Mónica María Mondragón >> syrus_18@hotmail.com Sara Montoya >> smontoyita@gmail.com Participaron en la Redacción de Paula Náñez >> pane16valle@hotmail.com este número: Andrés Felipe Sanclemente >> andresfsanc@hotmail.com Jean-Paul Mari, Alberto Salcedo Ramos, Norman Sims Alex Velasco >> alexvelasco@patasolaestudio.com Patricia Alzate >> palzate@univalle.edu.co Adolfo Vélez Alexander Amézquita >> alexpizo@yahoo.com Vinci Andrés Belalcázar >> vinciandres@hotmail.com Fotografía de carátula: Jander Leonardo Ortiz (niño fotógrafo) Lina Marcela Benavides >> lulus-87@hotmail.com ******************************************************* Alexander Camacho >> erazote2004@yahoo.com.ar Ciudad Vaga Andrés Felipe Castañeda >> felipecasta2000@yahoo.com viaje por la ciudad difusa Cristina Echeverri >> tipshu_366@hotmail.com Luz Karime Figueroa >> luzkarimef@hotmail.com Escuela de Comunicación Social Cindy García >> cosohis@hotmail.com Universidad del Valle Andrés Felipe Gaviria >> threnthor@hotmail.com Apartado Aéreo 25360 Julián González >> jugonza@univalle.edu.co Cali, Colombia Diego Alejandro Guerrero >> alejo.guerrero@hotmail.com Telefax 57 2 3309695 y 3212123 Carlos Andrés Grisales >> grisalescarlos@hotmail.com com-soc@univalle.edu.co Luis Hernández >> lupe.1789@gmail.com Alberto Isaza >> alberti44@hotmail.com Aceptamos canje. Prohibida la reproducción de cualquiera de Stephanie López >> stephanie_lopez4@hotmail.com los textos de esta publicación sin la autorización escrita de sus Mónica María Mondragón >> syrus_18@hotmail.com directores.
Comité Editorial:
SUMARIO 6......
Presentación
8......
Gitanillo, tremendo y vagabundo como él sólo
13.... 13.... 14.... 20.... 24.... 32.... 36.... 40.... 44.... 52....
INFORMES CUANDO EL CUERPO BAILA
55.... 56.... 62.... 66.... 76.... 80.... 84.... 88.... 92....
LOS LABERINTOS DE LAS ESCUELAS PÚBLICAS
97.... 98.... 106... 112... 118...
LA SALUD ENFERMA
por Hernán Toro y Patricia Alzate por Alberto Salcedo Ramos
¿Por qué El Tosco baila tan triste? por Andrés Felipe Castañeda Tango enano por Stephanie López La gramática de empelotarse y otras "lecciones" del lenguaje corporal por Alexander Amézquita Pizo Se necesitan dos para bailar un Son por Luz Karime Figueroa Jenny baila entre colores por Natalia Ríos López "Sudor ventiao, salsa ventiá" por Katherine Muñoz y María Juliana Soto Es la vida la que baila por Alejandro Ulloa ¡Son de máquina, María! por Miguel Varela
Imágenes del miedo por Gustavo Suárez Olga, estudiante y expendedora de droga por Alexander Camacho Tres conversaciones, tres maestros por Miguel Tejada Los profesionales del Divino Niño por Cindy García Llanos Ángeles rosados por Paula Náñez Visiones de La Andrea, escuela indígena del resguardo Canoas, Cauca por Mónica María Mondragón El pueblo Nasa: del génesis al apocalipsis por Alberto Isaza No todas las bibliotecas son de Babel por Hernán Toro
EL olvidado asombro de estar vivo por Jaime Salazar Médicos y pacientes: la relación de un hilo por Juan Diego Ospina La noche en que cambió el mundo por Diego Alejandro Guerrero Lluvia carmesí por Lina Marcela Benavides
121.... 122.... 126.... 130.... 134....
NUEVAS TECNOLOGÍAS, NUEVAS ACTITUDES
139.... 140.... 156....
ZONA LIBRE
160....
Los Periodistas Literarios según Norman Sims
162....
Cuando pasan los emigrantes
166....
Elementos del Reportaje
174....
SILO-VÉ, UN NIÑO (Reseña)
186....
AL BORDE (Reportaje fotográfico)
Vidas cruzadas en el universo virtual por Andrés Felipe Gaviria Aventuras de un ciberanalfabeta por Carlos Grisales Blogs: las voces infiltradas por Paola Ochoa Atrapados en la red por Cristina Echeverry
Suramérica en calzoncillos por Alexander Sterling Tumbas de agua por Jaime Salazar y Vinci Andrés Belalcázar
por Jean-Paul Mari (Traducción: Hernán Toro) (Fragmentos) por Hernán Toro El diario del ojo, por Gerylee Polanco y Luis Hernández Fotos del laberinto, por Julián González Selección de fotos de los niños fotógrafos
por Ricardo Cruz
PRESENTACIÓN
Vivimos tiempos difíciles. En realidad, siempre hemos vivido tiempos difíciles en Colombia, sólo que la juventud actual, a la que pertenecen nuestros estudiantes de Comunicación Social de la Universidad del Valle, está pasando por dificultades de una naturaleza distinta a la que a los de generaciones anteriores nos ha tocado sufrir. El incremento de la violencia cotidiana, el panorama de precariedad laboral que espera en el horizonte, la podredumbre del clima político, la legitimación de las fuerzas más oscuras de la sociedad, el aumento de la pobreza, el deterioro de las relaciones sociales, el crecimiento de la impunidad, el desplazamiento y el hambre, la pérdida de las garantías en los servicios de salud, la emigración desenfrenada, el machismo en todas sus formas infamantes, la falta de tolerancia y de aceptación del otro son, entre muchos otros, aspectos que configuran esa gran realidad nacional que los ciudadanos de esta Colombia debemos vivir día a día, pero cuyos efectos son más desastrosos entre los jóvenes porque mutila los sueños y el deseo, justamente en el momento en que éstos deben funcionar a plenitud. Todo eso sin hablar de un panorama mundial que no es menos esperanzador: un neoliberalismo que avanza rampante desdeñoso de los seres humanos e interesado exclusivamente en el beneficio económico, desaparición generalizada de los valores humanísticos que estuvieron en la base de la construcción de las sociedades democráticas a lo largo de los dos siglos anteriores, guerras arrogantes por el control de los recursos naturales disfrazadas de cruzadas por la democracia, menosprecio por la suerte de las poblaciones de los países del tercer mundo (arrinconadas en desgracias de todo tipo a las que no son ajenos los países que hoy les expulsan de sus territorios, les rechazan en sus fronteras o les niegan el favor piadoso de una visa)… Sí, qué duda cabe, vivimos tiempos difíciles. Sin embargo, no tenemos derecho a quedarnos manicruzados. La peor actitud que podría tomarse, aquella que más complacería a quienes precisamente tienen interés en que las cosas estén como están, la que perdería aún más a los ciudadanos en los laberintos de la pesadilla actual, sería la de guardar silencio y permanecer impasibles. ¿Qué hacer, entonces? A nuestra escala, a nuestra pequeña escala de habitantes de nuestra ciudad y de miembros de una comunidad universitaria, nuestro deber –que sólo podría ser ético— consistiría en contar las cosas que suceden en nuestro entorno con las herramientas que son las nuestras y sin pretender ocultar nada. Es decir, con las ideas y con la franqueza. Adelantamos un proyecto de escritura que privilegia el reportaje (gráfico o escrito) como forma expresiva, y cuya finalidad pragmática es facilitar las condiciones para que nuestros jóvenes pongan en ejercicio su sensibilidad personal en la perspectiva de encontrar su propia escritura, su propio tono, su propio timbre. Si accedemos al ensayo o a la reseña, sólo lo hacemos para mirar desde allí al reportaje. Nuestro interés se centra en el reportaje, género cuyas afinidades con la literatura permite inscribir en su ejercicio las dimensiones de lo estético y el placer de la escritura. Es, pues, con el reportaje como forma privilegiada de los discursos informativos y con
transparencia como narraremos la vida inmediata que nos ha correspondido. De paso, es la forma de insertarnos en la construcción de la sociedad. En esas estamos. Este segundo número de Ciudad Vaga explora espacios y temas negados por los grandes medios: los bailarines de nuestra ciudad, cuya pasión por el cuerpo se encuentra enraizada en profundidad en la historia de la sensibilidad musical; las escuelas públicas, cuyas condiciones revelan tantas cosas infames sobre el Estado y sobre las condiciones de trabajo; los servicios de salud, en cuyo manejo cada vez más precario se sumerge la suerte de nuestra salud personal; las nuevas tecnologías, cuyo impacto avasallador está creando nuevas formas de vernos y de relacionarnos en ruptura con tradiciones en algunos casos centenarias; el viaje, la aventura y la violencia. En fin, tantas cosas en qué vernos; de manera fragmentada, sí, es verdad, como si nuestra mirada se reflejara en los pedazos de un espejo roto tirados en el suelo, pero animados por la idea de un buen día recoger y unir esos fragmentos desperdigados para darle por fin un sentido al rostro que en ellos se mira. Damos agradecimientos especiales a Alberto Salcedo por permitirnos publicar su reportaje Gitanillo, tremendo y vagabundo como él sólo. Queremos dar en la revista una línea de continuidad a la publicación de textos de reporteros colombianos de trayectoria. En el primer número lo hicimos con el reportaje Un fin de semana con Pablo Escobar, de Juan José Hoyos. En éste, con el ya mencionado de Alberto Salcedo. Los lectores encontrarán en él, como seguramente también lo hicieron con el de Juan José Hoyos, una gran calidad de escritura ligada a una sensibilidad cierta por problemas sociales trascendentes. Igualmente damos agradecimientos muy especiales al señor Jean-Paul Mari por autorizarnos la traducción y la publicación del reportaje que aparece en este número con el título Cuando pasan los emigrantes. Con este reportaje también queremos trazar una continuidad traduciendo textos desconocidos en español cuya calidad está fuera de toda duda. Comenzamos en el número 1 con la traducción de fragmentos del gran reportaje de Albert Londres llamado Entre los locos escrito en 1.925. La importancia de Londres en la historia del reportaje es decisiva, tanto que un año después de su muerte, en 1.933, se creó el Premio Albert-Londres, tal vez el más consagratorio en el mundo, concedido al mejor reportaje escrito publicado en el curso de un año en Europa. El señor Mari es, justamente, ganador del Premio Albert-Londres de 1.987. En la actualidad, el señor Mari es reportero de Le Nouvel Observateur, el principal semanario informativo de Francia, revista en la que apareció originalmente (julio de 2.007) Cuando pasan los emigrantes. Hernán Toro y Patricia Alzate Codirectores
Gitanillo,
tremendo y vagabundo como él sólo
1 Por ALBERTO SALCEDO RAMOS
Tiene tres tornillos incrustados en la mano izquierda y uno en la derecha; tres ganchos de metal en un muslo y una costura en la mandíbula. Viendo las muchas marcas que le ha dejado el toreo, uno de sus colegas le dijo hace poco que parecía “un sobrado de tigre”. No le gusta mirar ni palpar el bulto que le quedó en el costado izquierdo del cuello, como consecuencia de los diez tornillos que le clavaron para remendarle el hueso. Ahora, sin embargo, me pide que lo toque. Y siento como si le hubieran cambiado la clavícula por un pedazo de riel de ferrocarril. Después, Gitanillo muestra una huella feroz que tiene en el tobillo. “El cacho me entró por este lado y me salió por el otro”, explica. “Me salvé de quedar cojo porque no me atravesó el tendón”. También ha sido pateado en la frente y perforado en la ingle. Un toro lo babeó como para humillarlo y otro le echó tierra en los ojos. El último percance que padeció en el ruedo no fue una cornada sino un pisotón que le partió la tibia. Un día en que se jactaba de la adultez que testimoniaban sus catorce cicatrices, el matador Roberto Domínguez lo bajó de la nube: sentenció que tantas cornadas demostraban más brutalidad que coraje. Él celebró el apunte a carcajadas – igual que en este momento – pero cuando quedó solo exclamó: “¡coño, lo que me pasa por no haber estudiado!” Desde entonces aprendió que las heridas, que algunos utilizan como certificados de heroísmo y otros para hacerse perdonar los errores, no deben exhibirse como trofeos. En las plazas no siempre se persevera por valentía o por gusto: a menudo es porque no hay más opciones. En este punto recuerda una frase de Hemingway: la distancia entre el toro y el torero es inversamente proporcional al dinero que el torero tiene en el banco. Luego advierte que cuando habla de sus cornadas es porque le preguntan, no porque a él le nazca. En su oficio lo menos temible son los cuernos. Peor es hacer el ridículo. O esperar, en una plaza llena, la salida de un toro que se retarda.
2 Nacido en Bogotá el 18 de septiembre de 1964, fue trasladado a Cúcuta a los siete años. Cuando se convirtió en novillero adoptó el mote de Gitanillo de América, pues intuyó, con muy buen juicio, que a un matador que se llamase como él – Óver Gelaín Fresneda – nadie se lo tomaría en serio. Ni siquiera el toro. Su nombre de
ilustración de Alex Velasco
pila sonaba más apropiado para un trapecista de circo. De hecho, su infancia fue más circense que taurina: su padre, José Fresneda, andaba de pueblo en pueblo con un espectáculo cómico en el cual era más importante brincar por encima del toro que capotearlo. La función del viejo, pese a su temeridad, no estaba pensada para producir tensión sino para hacer reír. Óver Gelaín veía cómo el toro más descomunal, en manos de su padre, se transformaba en un muñeco de carnaval que no inspiraba respeto. En consecuencia, cuando el niño estaba a solas con aquellos animales en los chiqueros, les tiraba bolas de barro, les mostraba la lengua o les truncaba la siesta con un grito cruel en las orejas. Ensayaba su propio sainete mientras esperaba la oportunidad de abandonar la trasescena. Por esa época llegó a Cúcuta el empresario español Manolo Cano, al mando de una cuadrilla de toreros compuesta por ocho enanos y ocho chimpancés. Cuando Óver Gelaín vio aquello, sintió que no tenía cuerpo para contener tanta alegría. Para celebrar el hallazgo como correspondía, no se le ocurrió mejor idea que robarse una caja de whisky y repartirla entre los micos bufones. La borrachera, lejos de resultar cómica, fue dañina: los chimpancés no quisieron torear sino que se dedicaron a abrazarse y a vomitar. Sólo al tercer día se curaron de la fiebre y de la resaca. Viviendo semejante comedia, el muchacho estaba forjando, sin saber, el estilo tremendista que años después, cuando se convirtiera en matador, los críticos le iban a reprochar. Tremendismo es farsa, desplante. Es convertir el capote en cubilete y la espada en luz de bengala. Es tratar al toro como si fuera un conejillo pero hacerle creer al público que es una bestia de espanto. Hace poco, en la plaza de Palmira, Gitanillo dio una voltereta en el aire y cayó de bruces sobre el animal que acababa de matar. Por acciones como esa, no falta el purista que propone indultar al toro y sacrificarlo a él. Gitanillo cuenta que no siempre fue así. Que cuando llegó a España intentó ser clásico. Pero entonces su tutor, Gabriel de la Casa, le pidió que dejara de torear como los demás, que fuera él mismo. La decisión le granjeó el favor del público y la enemistad de los expertos. Gitanillo sufría mucho cuando abría los periódicos y se veía crucificado por los principales comentaristas. Un día descubrió que no se podía ser mariposa y jaguar al mismo tiempo. Que para un hombre serio es inevitable – y hasta necesario – dejar a alguien descontento con lo que hace. Si lo que sentía en el fondo de su alma era la pirotecnia, debía
asumirla con dignidad. No ser artista es una limitación, pero querer serlo a los trancazos, sin conseguirlo, es una verdadera desgracia. Volver a sus fuentes primigenias lo reconcilió incluso con sus detractores: seguían diciendo que era un embaucador, pero ahora le reconocían el hecho de no tener dobleces. “A veces uno, para pasarla bien en una plaza de toros, tiene que comportarse como ignorante”, observa el reportero Víctor Diusabá, conocedor del tema. “En esos casos, Gitanillo se convierte en un bálsamo porque te divierte sin hacerte pensar mucho. Le pides banderillas y te regala cuatro pares. Luego saca unos muletazos que te hacen sentir el toro más cerca de ti que de él”.
3 Gitanillo se ha dedicado en los últimos años a torear en la provincia colombiana. Un día se presenta bajo una llovizna en Sogamoso, a nueve grados centígrados, y al siguiente lo hace bajo el sol despiadado de Cereté, a 44 grados de temperatura. Una vez actuó por la mañana en Venta Quemada, Boyacá, y por la tarde en Granada, Meta. La andadura por la provincia se debe, en parte, a que en las grandes ferias taurinas del país no lo tienen en cuenta. Pero también es un rezago de su niñez errante. A Gitanillo le atraen los pueblos, además, porque allí el toreo tiene una connotación más festiva y el público es más sensible a sus divertimentos. Allí la gente no va a denunciar el truco sino a festejarlo. Hace 20 años compartía apartamento en España con su compatriota César Rincón, cuando ambos eran meras promesas. Y mientras Rincón soñaba con las plazas grandes, Gitanillo se divertía con las pequeñas. Todavía hoy, descoloridos y con los retablos carcomidos, están sobre las paredes los carteles de aquella época. En ellos se anuncian faenas en pueblos como Jerez, Hervas, Piedralves, San Martín de Valdivieso, San Pedro y Gavilanes, entre muchos otros. Como torero de provincia, Gitanillo ha viajado en lancha, en helicóptero, en autobús y en mula; ha surcado ríos crecidos, ha atravesado trochas ásperas, ha dormido sobre catres opresivos, ha sentido sobre su cabeza la amenaza de un ventilador que producía más ruido que fresco, ha aprendido lo que es pasar una noche en vela para evitar que lo desangren los zancudos. Sabrosa era la vida hace 15 años, cuando toreaba en Sevilla, en Lisboa o en París. Pero ahora le toca ir es a Somondoco. Acá, con frecuencia, el carro se le atasca en un lodazal, o se le vuelca el camión que lleva los toros, o el empresario que lo contrata se fuga con el dinero de la taquilla. A Gitanillo le han dado televisores, ollas a presión y licuadoras como parte de pago. En su casa tiene una colección de más de 200 cheques falsos, que le gustaría enmarcar para inaugurar con ellos el Museo Nacional de la Vergüenza. Sería, dice, una manera eficaz de censurar a los tramposos. A menudo, antes de jugarse el pellejo en las plazas, Gitanillo lo expone pasando por zonas plagadas de guerrilleros o paramilitares. En cierta ocasión se topó en uno de esos retenes con una camarilla de muchachos ebrios. El que parecía comandante lo abrazó con amabilidad, pero de repente adoptó un tono agresivo. “Bueno, marica”, le dijo, “espero que no le vaya a quedar grande matar esos toros con la espada. Porque, si quiere, yo se los puedo matar hoy mismo a punta de plomo”. Gitanillo no cree que torear en la provincia sea degradante, como señalan en privado algunos de sus colegas. “Esa es una visión elitista”, afirma él. “Voy a los pueblos por una razón muy sencilla: porque me contratan. Pero además no tengo porqué esconderme, pues voy es a trabajar, y lo hago con gusto y con respeto: me preparo para lucir bien, llevo mis mejores trajes de luces, soy puntual”. Los amigos de Gitanillo consideran que él ha contribuido a preservar y a ennoblecer la fiesta taurina, llevándola a las veredas más apartadas aun a costa de su propia vida, poniéndola al alcance de
campesinos y niños pobres. “Más bien deberían darle las gracias”, dice su mozo de espadas, Pepe Montaña. El propio Gitanillo señala entonces que así como se le pidió mencionar las incomodidades y riesgos que enfrenta en los pueblos, se le permita hablar de las ventajas. Viajando, explica, ha visto el país y no su reflejo deformado. Gracias a esa experiencia sabe por dónde aparece y por dónde se oculta la luna. Ya no hay, como cuando fue famoso, luces artificiales alumbrando sus actos: ahora lo iluminan el sol y la risa de la gente sencilla. Por eso ya no es soberbio. En los pueblos se ha enriquecido viendo a los señores que salen a pasear el baño de la tarde y oyendo al viento rasguñar las ventanas.
4 El pecado mayor de Gitanillo fue haberse desquiciado cuando oyó decir que podía ser un buen matador. Andaba con fajos de dinero en los bolsillos, gastando aquí y allá con una vulgaridad penosa. Hacía y deshacía un hogar como si apenas estuviera cambiándose de camisa. Bebía mucho. Su garbo desenvuelto de acróbata derivó en unos ademanes grotescos de borracho gordo. Perdió brillo en los ruedos. Se volvió previsible, rutinario, como un cómico viejo que pretendiera hacer reír al público de un bar triste con su repertorio gastado. Los toros, según él, se sienten irrespetados por el torero que no se cuida, y en consecuencia se rebelan. En ese trance perdió algunos de los que hubieran podido ser sus años más preciosos. Descontando ese período desatinado, dice Gitanillo, no ha percibido sino privilegios en su vida de torero. “He hecho lo que me gusta y además he ganado lo suficiente para no tener que emborracharme con el vino ajeno”, afirma. El balance final dirá que, gracias a los toros, conoció sitios y gentes que valían la pena, como su colega César Rincón y como el pintor Alejandro Obregón, que fue su amigo. Con Obregón, por cierto, vivió una de las historias más bellas de su vida. Un día se metió con él en un autobús destartalado, para protagonizar una corrida en Chicoral. Al término de la velada, el maestro se le acercó y le regaló un elogio memorable: “¡no joda, tú sí te ganas esa plata bien ganada! Al verte torear hoy sentí que me debería dar pena cobrar por mis cuadros”. Después, en su casa de Cartagena, Obregón le regaló una pintura a Gitanillo. -- No te la dedico, por si acaso necesitas venderla – le dijo. -- Pero, maestro, ¡cómo se le ocurre que yo voy a vender un regalo suyo!
ilustración de Alex Velasco
ilustración de Alex Velasco
Tras mirarlo con malicia por encima de la cerveza que se bebía a pico de botella, Obregón sostuvo que el hombre que guarda pintura cuando lo que necesita es comida, no tiene alma de poeta sino de bobo. Gitanillo necesitó varios años – los que habían de transcurrir mientras su desorden lo dejaba en las tablas -- para entender que el gesto de Obregón aquella tarde era mucho más que un simple golpe de astucia. El cuadro fue, en efecto, lo que le permitió salir de una crisis económica que parecía interminable. “El maestro ya estaba muerto”, dice, “pero me sacó del apuro”. A estas alturas, Gitanillo se atreve a sacar las cuentas en voz alta: ha intervenido en 1.010 corridas, ha cortado 1.399 orejas y 39 rabos, ha salido a hombros 692 veces y ha matado 2.060 toros. Todavía, según él, sueña. Lo que pasa es que no se ve – nunca se ha visto – asediado por una multitud frenética en la Plaza de las Ventas, de Madrid. Se ve en Caparrapí, Cundinamarca, y en Suratá, Santander, aplaudido por los niños y escoltado por una cuadrilla de micos eufóricos.
CUANDO EL
CUERPO BAILA Este informe está dedicado al baile, un lenguaje no verbal presente en la historia de la humanidad desde su nacimiento más remoto hasta hoy, recreado bajo nuevas formas en la sociedad contemporánea. Las narraciones bíblicas, la literatura y la iconografía de la antigüedad testimonian las manifestaciones primordiales de la danza y del baile en su carácter metafórico. Las danzas en corro, en círculos o en rondas que giran en torno a un objeto sagrado (un árbol, un animal, una imagen) imitando sus propiedades mágicas; o las danzas en procesión religiosa con algún atuendo especial, o con ligera indumentaria, para no hablar de los casos memorables de algún héroe legendario bailando en pelota, como el rey David, cuando, según la Biblia se embriagó alegremente al transportar el arca de la alianza, repartió vino y comida, se despojó de su túnica y bailó “desnudándose delante de las criadas de sus siervos. Otras referencias históricas de la antigua Grecia nos hablan de las ginopedias, como danzas de lésbicas desnudas honrando al bello Apolo en el oráculo de Delfos. Hoy, las expresiones son otras: al lado del ballet, la danza contemporánea y las danzas folclóricas, predomina el baile de la pareja enlazada, asociado directamente con la música popular, producto de la modernidad. Hemos seleccionado una diversidad de relatos que abordan los diferentes modos de ser y asumir el baile. Son miradas, a veces antagónicas, a veces complementarias, que enfatizan las hazañas personales o las fantasías delirantes de quienes resisten a la desesperanza o se niegan a morir sin su ilusión a cuestas. Estos textos nos muestran los sueños, las esperanzas y los tiempos idos de unos seres surgidos desde el anonimato, que hicieron del baile su razón de existir. Historias de humildes bailarines triunfantes en escenarios glamorosos. Relatos sobre bailes espléndidos que se imponen por su compleja elaboración escénica; historias de bailadores de –cadencia urbana y rutinas cotidianas; o de bailadores y bailarines que persisten en su deseo por no sucumbir en una ciudad donde los asesinos andan sueltos.
¿Por qué El Tosco baila tan triste?, texto de Andrés Felipe Castañeda donde narra la semblanza de un reconocido bailarín caleño que despide con bronca y sin remedio, el último día de su escuela de baile, la Toscademia. Después de haber vivido momentos sublimes bailando, este obrero de la construcción que siempre fue, celebra, como en un velorio, la despedida de su ser querido. La pobreza, siempre al acecho, lo acorrala ahora a sus 75 años; pero ni la memoria a la que se aferra, ni el eco de los aplausos de otros tiempos, lo pueden salvar de la tragedia. Tango Enano, de Stephanie López, una pequeña tragicomedia de alguien que fantasea con la ilusión de ser la bailarina que nunca fue, pero permanece en una calle del gran Buenos Aires, esperando inútilmente el aplauso que nunca llega, la propina que nadie le da. Antes que el baile mismo es el simulacro de una esperanza, la nostalgia de lo que pudo haber sido, danzando con un parejo invisible, ante la indiferencia de la multitud y la mirada escrutadora de una intrusa que se atraviesa en el camino. La gramática de empelotarse y otras “lecciones” del lenguaje corporal escrito por Alexander Amézquita, relata la sórdida experiencia de stripers y striptiseras que sobreviven a la noche, entre candilejas y lupanares, repitiendo el mismo simulacro en una ciudad incierta. Es la historia del cuerpo-objeto-mercancía que se vende al mejor postor. El cuerpo cultivado ante un espejo, el cuerpo narciso que no deja de mirarse, antes de ser mirado. El baile aquí, es lo de menos. Lo que importa es el billete. Se necesitan dos para bailar un Son, texto de Luz Karime Figueroa, narra la hazaña de Ricardo Murillo y Viviana Vargas, dos ilustres desconocidos que llegan casi por accidente a la ciudad de Las Vegas, para regresar triunfantes en el 2006 con un título de campeones mundiales que ostentan con orgullo. Un año después, la autora describe la trayectoria individual de estos bailarines de salsa antes de llegar a la cima y reconstruye con ellos la memoria de aquel acontecimiento inolvidable que enriqueció el baile y les cambió la vida. Jenny baila entre colores, texto de Nathalia Ríos sobre la vida de Jenny Ortega, una caleña que comenzó a bailar en público antes de tener “uso de razón”. El texto relata la gracia de una niña precoz que igual cantaba, danzaba y declamaba, sin saber que la vida haría de ella una profesional del arte, a la que sus colegas coronarían como la reina de los bailarines de la vieja guardia. Hoy, en medio de otros oficios, Jenny diseña, pinta, cose, baila y enseña a bailar a personas de la tercera edad, con quienes comparte sus horas más felices. “Sudor Ventiao, salsa ventiá…” es el reportaje hecho por Katherine Muñoz y María Juliana Soto a Henry Rodriguez, apodado “Watusi”, nombre que remite al famoso bailarín Walter Cuero, compañero de María en el primer campeonato mundial de salsa realizado en Cali en 1974. Pero este es otro Watusi, bailarín también, aunque sin los créditos del verdadero campeón, a pesar de que él insinúe que lo es. Es la vida la que baila, texto de Alejandro Ulloa en el que Yudi Aguilar y John Genner Vásquez relatan su experiencia en las Vegas donde ganaron el campeonato mundial en coreografía con la escuela Swing Latino y el segundo lugar en parejas, estilo Cabaret. Este texto narra el testimonio de cada uno y rememora su relación como pareja de artistas que, junto a otros, han transformado el baile de la salsa en Cali bajo la dirección de Eduardo Hernández, “el Mulato”. El relato avanza incorporando el ritmo de la canción que bailaron en las Vegas, en un reconocimiento a su sabiduría corporal y en un homenaje a los músicos sin cuya obra los bailarines no serían lo que son. ¡Son de Máquina, María!, texto de Miguel Varela que simboliza en imágenes la historia de María Tovar, la primera campeona mundial del baile de la salsa en Cali, cuando no había las escuelas de baile que hay en Cali actualmente, porque las academias eran las esquinas de los barrios populares, sus bailaderos y las discotecas donde se realizaban los concursos en los que se batían, a paso limpio, los jóvenes de entonces. María, que bailó con Walter Cuero, “el negro Watusi”, representa la tenacidad del que no se entrega fácil, la astucia del dominado, cuya estrategia vence el obstáculo imposible. Alexander Amézquita es recién egresado de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle, de donde son estudiantes los otros autores, salvo Alejandro Ulloa, profesor. Alejandro Ulloa
POR QUÉ EL TOSCO BAILA TAN TRISTE Por Andrés Felipe Castañeda Morales.
Son las 10:30 de la noche y en la calle 13 con carrera 22 del barrio Junín de Cali, los vecinos escuchan a una vieja aguja de tocadiscos consolar las últimas vueltas de un tango agonizante. Al terminar el día de hoy, 5 de agosto de 2007, el baile y la bohemia perderán uno de sus refugios en la ciudad. En el leproso muro de la fachada ya no se expone el show de baile que amenizará la noche. El letrero que marcaba la entrada al bar, discoteca y academia de baile La Toscademia ha bajado de su podio y ahora comparte el piso con unos long play amarrados con cabuyas y varios trofeos empolvados. Mañana, cuando el reloj marque las 9am., un camión de trasteo se llevará las últimas pertenencias de Oscar Victoria, El Tosco, un bailarín de 75 años de edad que la semana pasada recibió de manos del Gobernador del Valle del Cauca una placa que lo reconocía como personaje representativo de la ciudad de Cali. 50 años dedicados a bailar son, guarachas, fox, tango y milonga entre otros ritmos populares, han hecho de él casi una leyenda. Pero el bailarín que a tantas personas alegró con sus pasos y coreografías, hoy se ahoga en una amarga tristeza. Luego de 17 años de rumba, la tradicional Toscademia se derrumbó como un castillo de naipes. Nelson Aristizábal, compadre y dueño de la casa en la que Oscar dormía durante el día y bailaba todas las noches, no aguantó más los arriendos atrasados y las promesas de pago incumplidas, por lo que decidió ponerle fecha a la partida de Oscar. Y ante la inminencia de la desgracia, a El Tosco no le queda más que sentarse junto a unos pocos amigos que lo acompañan en su pena, tomar aguardiente y recordar con nostalgia su historia de vida, que como un amor de tango, después de haberlo llenado de apasionado gozo, hoy lo tira a la calle como a un perro.
EL OLIMPO ********************************************************************************* El apellido Victoria se lo debe a su mamá, ya que el papá (de apellido Valencia) se negó a darle el suyo. Oscar nació un 6 de febrero de 1933 en el barrio obrero de Cali, donde, según él, han nacido grandes pegaladrillos, repelladores, zapateros, futbolistas y bailarines del país. Sus pies (materia prima de su gloria) nunca tuvieron algo especial, salvo que en su infancia sólo se vestían de zapatos los sábados y domingos para ir a misa. El resto de la semana andaba con chanclas hechas de neumáticos, y como el piso de su casa era de tierra, no faltaban las niguas, un parásito que se le comía las uñas. Su mamá vendía frutas en la galería del Calvario (calle 13 con carrera 10), en la llamada “zona negra de Cali”. No conoció el hambre, sin embargo, la situación económica de su familia no era nada fácil. Por eso, a los 10 años Oscar dejó la escuela y decidió hacerle honor al nombre de su barrio, desempeñando un oficio muy común entre sus vecinos: pegar ladrillos. Dieciséis años tenía cuando Aníbal Osorio, esposo de su prima, lo invitó a una fiesta en su casa de la carrera 1° con calle 24. Era un domingo por la tarde y Oscar no tenía que trabajar. Rasgó un pedazo de tela para utilizarlo como pañuelo, se lo metió al bolsillo del pantalón y salió caminando por las calles de herradura, atravesando la angosta carrera 1°, que estaba cercada por un bosque de tulipanes. En la fiesta había muchachas muy bonitas, y pocos hombres. Ante la necesidad de un parejo, y con el apoyo del grupo, una de las jovencitas sacó a bailar a Oscar. Aquel suceso, su primera presentación en público sobre una pista de baile, es recordado por él como uno de los más vergonzosos de su vida, pues como no sabía bailar se convirtió en la burla de todas las jóvenes, que gozaron viéndolo atropellar a su pareja y mover descoordinadamente el cuerpo. A las 6 de la tarde se acabó la fiesta y Oscar regresó muy preocupado a su casa. Al día siguiente, en la reunión cotidiana con la gallada del barrio en la esquina de la carrera 23 con 12, Oscar narró a sus amigos la vergüenza por la que tuvo que pasar la tarde anterior. En el grupo ninguno superaba los 18 años, y, al igual que Oscar, todos eran analfabetos en materia de baile. Había que aprender a mover el cuerpo en las fiestas. Las cosas no podían seguir así. De pronto, a uno de los muchachos se le ocurrió una brillante idea para aprender a bailar: “hay que ir al cine”. A finales de los años 40’s,
los teatros de cine caleños solían presentar películas musicales, donde los actores bailaban y cantaban. En el teatro Riascos la entrada costaba 20 centavos, con derecho a la “ñapa”, que era una película del pato Donald o Mickey Mouse. Oscar y sus amigos empezaron a asistir diariamente a ver las mismas películas donde actuaban y bailaban, al ritmo de mambos y guarachas, personajes del cine mexicano como Tin-Tan. A la salida, se reunía de nuevo toda la gallada en la esquina para ensayar los pasos que cada uno había visto. Con el tiempo, los jóvenes terminaron imitando hasta la forma de vestir de Tin-Tan, que se caracterizaba por usar saco largo, cadena y pantalón bien arriba de bota angosta. Era llamado “el traje de los pachucos”. Así, poco a poco, aprendieron a menear el cuerpo con la sabrosura de los ritmos caribeños. ************************************************************************************************ Pero había que poner a funcionar el nuevo descubrimiento. Uno de sus amigos comentó que “la gente mayor” estaba yendo masivamente a bailar a los bares y cabarets de la llamada zona de tolerancia, un lugar de moda ubicado en la carrera 12, entre las calles 15 y 19 (donde hoy en día queda ubicada “La Olla”). La zona era el terror de las madres, que, como cuenta Oscar, solían decirle a sus hijos: “no vayas a la zona porque allá hay mujeres malas”, a lo que los muchachos contestaban con la frase jocosa del momento: “mamá, es que esas mujeres malas están tan buenas…”. Oscar y sus amigos empezaron a salir todas las noches rumbo a los bares de la zona de tolerancia. En su “pinta” rumbera, Oscar siempre incluía los pantalones de su papá, que le ayudaban a burlar las restricciones que imponían los establecimientos para los menores de edad. Y, aunque a veces la policía lo descubría y se lo llevaba a lavar los baños de la estación, bastaba con que al día siguiente le dieran salida para que continuara pegando ladrillos en el día y saliendo a bailar en la noche.
Fotografía de Alex Velasco
Su pasión por el baile fue creciendo frenéticamente. Bailaba toda la semana, de lunes a lunes. En la zona conoció a varios bailarines profesionales que realizaban su show a media noche. Vio a los grandes bailarines caleños de la época como Frijolito, Resorte, Benigno y el profesor Bernal; aprendió nuevos movimientos y pasos desconocidos, pero también descubrió que el baile se podía presentar ante el público, ganando reconocimiento y una que otra copa. Eso, y la paliza que recibió en una competencia de lucha libre (deporte del cual gustaba) lo llevaron a tomar la decisión de probar suerte con el negocio del baile en los establecimientos de moda. En uno de los show que a diario presentaba Oscar, el periodista y empresario José Pardo Llada, que animaba desde el micrófono la rumba, se le antojó apodar al joven bailarín “El Tosco”, haciendo referencia a su cuerpo rudo y musculoso, forjado en las lides de la construcción y la lucha libre. Un apelativo que con los años se fue convirtiendo en su nombre de pila, y lo llevó a codearse con los bailarines más famosos de Cali en los años sesenta y setenta. A comienzos de los años setenta, el mismo Pardo Llada congregó por primera vez a todos los bailarines de bares y discotecas caleñas a un gran concurso de bailarines de salsa, que contaba con la participación de parejas venidas de Puerto Rico y Estados Unidos. El Tosco participó, más con la intención de aprender que con la ambición de ganar, pues sabía que él era apenas un principiante. El concurso arrojó como ganador indiscutible al Negro Watusi, impulsando su carrera hasta la fama. Pero el certamen también sirvió para que los bailarines caleños acordaran por unanimidad asumir la recomendación hecha por José Pardo Llada de cobrar dinero por su baile, de no regalar su trabajo. Fue así como se empezaron a formar reconocidos grupos de baile como Los Mellizos y el Ballet de la Salsa, en el que participaba la entonces joven Amparo Arrebato. Los bailarines más destacados empezaron a ganar reconocimiento en la ciudad: Jimmy Boogaloo, el Negro Palomino, Evelio Caravalí, Esmeralda y otros comenzaron a formar todo un olimpo de la rumba, e hicieron del baile un espectáculo ligado a la cultura popular caleña. El Tosco se dedicó al baile profesional, aunque no abandonó su trabajo en la construcción. De unas cuantas copas de aguardiente por presentación pasó a ganarse 250 pesos, luego 500, 1000, 3000 y hasta 5000 pesos, que para esos años era una cantidad considerable, por lo que decidió abrir su primera cuenta en el banco. A diario lo contrataban para que se presentara en las discotecas más prestigiosas de la ciudad: Escalinata, Séptimo Cielo, Honka Monka, Estambul, El Aguacate y El chorrito musical. En aquel entonces su especialidad era el baile del mambo, la guaracha, el son montuno y el boogaloo, ritmos que hoy en día han tratado de apretujar en un solo nombre: La salsa. Y aunque el tango era un género que lo atraía, se abstenía de bailarlo por respeto. En aquel tiempo se decía que el tango era sólo para varones, para bailarines “guapos” y muy experimentados. En Cali,
Fotografía de Alex Velasco
eran pocos los que contaban con la legitimidad para bailar tango, entre ellos Benigno, el Negro Palomino y Frijolito. El Tosco, interesado por ganarse ese derecho, acudió a una pequeña choza de bareque del barrio La Isla, donde Frijolito enseñaba a bailar tango. Tres clases había recibido El Tosco cuando la policía tomó la decisión de derrumbar la academia de baile, pues consideraba que aquel era un lugar dedicado a la venta y consumo de droga. En adelante El Tosco se dedicaría a montar su propia rutina de tango, incluyendo algunos pasos de su propia creación como la palmadita en las nalgas de la pareja, caídas de todo tipo y una pose donde la mujer debía limpiar sus zapatos. Un tango arrabalero, arrebatado, del cual se enorgullece hoy en día. Muchos le criticaron su baile por considerarlo extravagante y alocado. Pero El Tosco se defendía haciendo referencia a El Cordobés, un torero que gustaba de montarse en el lomo del animal, darle patadas y acercarse de tal manera a éste que le reventaba los botones del vestido con los cuernos. Para El Tosco, él era El cordobés del tango. Un loco, pero muy varón. Con la fama vinieron las invitaciones a presentar su show en varias ciudades del país. Con Larry Landa, un productor de artistas, realizó varios viajes, pero el que más recuerda es el que hicieron a Medellín a finales de los años 70´s. En aquella ocasión, tuvo el privilegio de presentarse en el intermedio de grandes artistas como Hector Lavoe, Piper Pimienta y el conjunto Miramar. Su baile también llegó a otros países como Venezuela, Ecuador y Estados Unidos. Del viaje a New York recuerda que el avión aterrizó a las 10 de la noche, y a las dos horas ya estaba bailando en varios bares, lo que hizo de la jornada una de las más intensas de su vida. Al día siguiente, se presentó en la discoteca El Padrino, donde se encontró con que los jugadores del Deportivo Cali, que tenían un partido en la gran manzana contra la selección de Ecuador, lo estaban esperando. Se trataba de jugadores reconocidos en Colombia como Pedro Zape y Diego Edison Umaña. El Tosco se sintió como en casa. Y los futbolistas se sintieron tan a gusto con el ambiente y el show de baile que se quedaron hasta la madrugada tomando licor, sin importarles que al otro día debían enfrentar un compromiso deportivo. En la mañana del día siguiente, El Tosco llegó al estadio invitado por los propios jugadores del Cali para presenciar la contienda. El partido terminó 4-0 a favor de Ecuador, fue una verdadera paliza para los caleños, y El Tosco sintió algo de culpa por el guayabo y el trasnocho con que jugaron los colombianos.
CASTILLO DE NAIPES ***************************************************************************** El Tosco nunca ha bailado solo. A través de sus 50 años como bailarín ha tenido una gran cantidad de parejas. Según dice, siempre ha encontrado mujeres que se pelean por bailar a su lado. Pero con ninguna de ellas ha llegado más allá del baile. De todos sus romances, ninguno ha estado relacionada con el baile, por lo menos no a nivel profesional. Fruto de su vocación de don Juan, hoy cuenta con 11 hijos conocidos. Con el humor que lo caracteriza, acostumbra a decir que a todos los quiere mucho, tanto que a cada uno le dejó una mamá diferente. Pero su único y verdadero amor siempre ha sido el baile, y por él ha dejado a un lado incluso a sus hijos. Y no se arrepiente. Aunque le duele. Aún recuerda con tristeza la frase que uno de ellos le dijera a un periodista que intentaba hacerle un homenaje a El Tosco. Casi con rencor, el muchacho reconoció que el baile le había quitado a su padre. En 1990, bailando, como tenía que ser, la suerte llegó a su mesa. Una caneca de aguardiente fue llevada por el mesero hasta donde se hallaba sentado El Tosco, después de una presentación en el kiosco Agapito. Miguel Ángel Casas, un cliente del lugar, le envió el presente para demostrarle lo mucho que apreciaba sus movimientos. El Tosco fue directamente a darle las gracias por el regalo a él y a su esposa, quien también admiraba la cadencia del bailarín. Entre copa y copa, El Tosco le comentó a su nuevo amigo su sueño de arrendar una casa y convertirla en academia de baile. Miguel Ángel Casas, un hombre adinerado en esa época, le ofreció pagarle un año de arriendo por adelantado para que cumpliera su sueño. Y así fue. Tomó por arrendo la casa de su compadre Nelson Aristizábal y allí montó su Toscademia. Con el dinero de sus primeras clases empezó a comprar las mesas, las sillas y el equipo de sonido. Todos los días se abrían las puertas al público. Dos o tres veces en la semana El Tosco organizaba presentaciones de bailarines de “la Vieja Guardia”, después de los cuales siempre mostraba su propio show. Muchos bailarines se presentaron en dichos eventos, entre ellos Amparo Arrebato, quien el 6 de Marzo de 2004, ocho días antes de que su corazón le quitara la vida, bailó en La Toscademia a petición de su gran amigo El Tosco.
Bohemios, bailarines, extranjeros, coleccionistas, alcaldes y gobernadores, concurrían en la pequeña casa de El Tosco a rememorar viejas épocas, escuchar buena música y disfrutar del baile. Hoy, La Toscademia y su fundador reciben de los clientes más allegados los pésames por adelantado. Aún no ha muerto, pero le empieza a faltar el aire. Esta noche será larga.
EL ÚLTIMO BAILE El Tosco está de luto. Hoy 5 de agosto, a pocos horas de perder su Toscademia, no recibe a sus amigos con su acostumbrada “pinta” de bailarín. Como quien preside un velorio, viste de camisa y pantalón negros. Igual color tiene su boína cubana, la misma que por tantos años ha cubierto su escaso cabello. Casi borracho, repite una y otra vez: “estoy acabado ….. De tantos amigos míos, ninguno ha venido a verme…”. Pero no es verdad. Por lo menos no del todo. Alrededor de su mesa, adornada con un envase de cerveza que le sirve de florero a tres rosas rojas, están algunos de sus viejos amigos. A su derecha Miguel Ángel Casas, el adinerado amigo que le pagó el primer año de arriendo para que cumpliera su sueño, y que desde hace un año duerme en la Toscademia porque cayó en la ruina. A su izquierda, con un brazo de El Tosco alrededor de su cuello, Ofelia Realpe, “la diosa de la salsa”, quien perteneció al mítico Ballet de la Salsa. Hoy, con varios años de más, pero con sus piernas firmes (aunque no tan bellas como en su juventud) está preocupada porque no logra conseguir los suficientes alumnos para inaugurar su propia escuela de baile. A su lado, su más reciente parejo, “El Máster”, Noé Laguna, a quien conoció hace tres años en la Toscademia, cuando éste tomaba clases de baile con El Tosco. Por último, y haciendo las veces de mesero, Mario Téllez, un hombre que desde 1973 administró la famosa discoteca Honka Monka, en la esquina de la calle 6° con carrera 24 del barrio San Nicolás. En Aquel lugar fue testigo de los primeros pasos que dio El Tosco en su camino a la fama. Hoy en día, ninguno de estos viejos amigos goza del reconocimiento y el dinero que los acompañó décadas atrás. De la misma manera que a El Tosco, la vida y la rumba les ha dado muchas vueltas. En esta reunión el tango y el bolero no son música de fondo, están en la superficie y lloran de rabia. Con una laguna en los ojos, El Tosco repite luego de terminar cada copa, “me fracasaron, me acabaron. Este es el ocaso de El Tosco …”. Mientras tanto, como en un velorio, sus amigos tratan de darle ánimo, esperanza, ésa que El Tosco dice haber perdido para siempre. Para cambiar de tema, Ofelia comenta que a Jimmy Boogaloo le robaron el carro hace algunos días, y que al parecer padece de una grave enfermedad. También dice haber escuchado que al Negro Watusi le ha ido bastante mal en Estados Unidos, que después de viejo se volvió vicioso y que estuvo un buen tiempo en la cárcel. Estos comentarios no inmutan a El Tosco, quien no retira su mirada del suelo. “La diosa de la salsa” hace un nuevo intento para motivarlo a participar de la conversación, poniendo sobre la mesa un tema del que sabe tiene mucho qué decir. “Qué tal lo que andan diciendo ahora. Dizque Cali se convirtió en la ciudad del Reggaetón…”. De inmediato El Tosco interrumpe con fuerza. “Nooo, olvídese. Cali es salsa. Aquí no tenemos por qué estar bailando reggaetón, ni vallenato, ni ninguna de esas maricadas…”. Mario Tellez intervine para aclarar que los que dicen que Cali ha dejado de ser la capital de la salsa están muy equivocados, y que tal vez nunca han ido a una viejoteca. El Tosco añade que con las viejotecas han resurgido los buenos bailarines. También dice que los jóvenes bailarines han aprendido mucho de “la vieja guardia”, y todavía realizan pasos que fueron inventados en aquella época, como la tijereta y la caída de la hoja. “Así como lo hacíamos nosotros, los muchachos de hoy bailan como lo sienten…”. Roberto Ledesma interviene en la conversación con uno de sus boleros. La canción que sale de los bafles inunda la sala. Ofelia tira su asiento hacia atrás y se para frente a El Tosco. Estira su brazo y lo invita a bailar. La situación es muy comprometedora. El Tosco sabe que negarse pondría en entredicho su caballerosidad, y eso es algo de lo que siempre se cuida. Sin embargo, la pena que lo agobia es más fuerte. Pone su mano sobre la de Ofelia y hace que la baje. Ella voltea a mirar a sus compañeros de mesa con ojos de tragedia, como haciéndoles ver que la situación de El Tosco es más grave de lo que pensaban. Si la vida de El Tosco es el baile, su negativa a bailar casi que significaba su desinterés por continuar viviendo. Visiblemente preocupada, Ofelia estira de nuevo su brazo, pero esta vez atacando directamente al corazón de El Tosco. Le dice: “¿Es que no
vas a despedir a tu Toscademia como se lo merece…?”. Todos se unen a la réplica, que más bien parece un llamado de atención. Entre la algarabía, El Tosco se toma una copa de aguardiente, alza la cabeza y vuelve a posar su mano sobre la de Ofelia, pero esta vez para aceptar la invitación. Pide que repitan la canción y con una mezcla de dolor, rabia y pasión acerca el cuerpo de su pareja al suyo, endereza su espalda, arquea su brazo izquierdo y da el primer paso. Sus amigos se acomodan en sus asientos para apreciar el show. El cuerpo de El Tosco guarda en su memoria los movimientos, y simplemente se dedica a declamarlos con el tono de voz que le inspira el momento. En las ventanas de la casa, por primera vez abiertas a la calle, empiezan a asomarse algunos vecinos que muestran a sus hijos el espectáculo, tal vez sabiendo que aquel sería el último baile que se presentaría en La Toscademia. Es extraño ver cómo mientras la pareja recorre la sala, las baldosas del piso, ya raídas por el tiempo, se hunden cada vez que un pie las toca. Y aunque es claro que el piso está necesitando una reparación, el fenómeno da la apariencia de que el suelo, que tantas parejas vio bailar, ha tomado conciencia de que éste puede ser el último poema que sobre él se escriba, y ha decidido despedir a su dueño moviendo su frío cuerpo al ritmo del bolero. El rostro de El Tosco muestra desilusión y pena. Al terminar la canción empezaría a pedir posada en la casa de alguno de sus amigos. También tendría que buscarle resguardo a las mesas y sillas que no había alcanzado a vender. Su vida está cayendo por un barranco. Sin embargo, el hecho de verlo bailar tranquiliza un poco a sus amigos, pues esto significa que en medio de la tragedia El Tosco sigue aferrado a la rumba. Si alguien con la facultad de traducir en palabras los sentimientos del cuerpo hubiese tenido la oportunidad de apreciar aquel baile triste, nostálgico y trágico, pero a la vez impetuoso, de seguro habría condensado la escena en un fuerte grito dirigido a todos los caleños: ¡La Toscademia ha muerto. Que viva la rumba…!
Fotografía de Alex Velasco
TANGO
Por Stephanie López
ENANO Este es un show a plena luz del día y el día acá en este lugar del planeta es de color gris ratón, cosa buena porque entonces la iluminación es precisa: triste y elegante. El escenario es una calle de San Telmo tan angosta que los carros deben transitar en una fila y en un solo sentido de lunes a sábado, hoy no porque los domingos son de ferias y los coleccionistas de la ciudad salen a vender monedas de todo el mundo, teteras oxidadas, radios viejos y otros objetos inútiles, en unas tienditas improvisadas con cobijas y manteles. El frío empieza a doler en los tobillos y un vendedor está pensando en desarmar su tienda para cobijarse. En este evento el público no quiere serlo; son transeúntes que caminan por ahí, personas seguras de ser grandes, ganadores, campeones que han nacido en el continente equivocado y lo creen en serio, hasta han logrado verse altos, tanto que una persona de estatura normal (1.70m) le llegaría a las rodillas a cualquiera de estos presumidos. En todo caso, caminan con prisa sin querer ver el espectáculo. Los árboles están calvos y flacos. El adoquín que eligieron es de muy buen gusto, parecen piedras de un río de color violeta, pero, la señora que viene caminando las debe estar maldiciendo no sólo porque ya es complicado traer una silla y un radio al hombro sino también porque las puntas de sus tacones se atrancan es cada surco que se hace entre piedra y piedra. Es una señora de 55 ó 60 años pero parece de más; tiene sobrepeso y mal genio, ojos azules, cabello amarillo con crespos necios recogido con una moña alta. La cara está muy maquillada, los labios rojos, rayas negras bordeando los ojos y las pestañas gruesas y tiesas. La ropa es…Terrible: es una vestido negro ajustado con una distinguida aplicación en bisutería brillante que le adorna el escote del pechote; la espalda también va descubierta y se ajusta con una cuerdita cruzada de lado a lado que le aprieta duro y le saca pliegues con la piel que le sobra; las hombreras la hacen ver más musculosa y sin cuello. El vestido es corto, muy corto, más de lo que uno quisiera. Las piernas de los gigantes siguen transitando por los andenes meneando sus gabanes y haciendo pasos pronunciados con sus botas de cuero. En medio de tantas extremidades camina una joven despelucada que no ha sido invitada al espectáculo y se ha sentado al borde del andén a observar la figura de la señora de negro, burda y creída; la señorita para disimular su interés juega a delinear las piedras de la calle con una ramita que tiró un árbol y mira de reojo a la señora que se acaba de sentar en la silla de madera con el radio en las manos. Está buscando emisoras con el radio a todo volumen y al fin deja el dial en el que habla un hombre apuesto o al menos con voz de apuesto. La señora pone el aparato en el suelo, se fuma un cigarrillo, mira a un punto fijo y piensa. “-…un domingo para meditar, para disfrutar de la soledad y para llamar a solicitar una canción. Aló, hola ¿con quién tengo el gusto?-Si bueno, con Fernando Antonio Rosas, sabés, quisiera solicitarte una canción…-Claro que si, un tango leal para un oyente fiel como vos, aquí está tu canción…” Termina de hablar el locutor y la señora tira con prisa el cigarrillo al piso, se pone en pie y acomoda su cabello para darle forma (¿?). La canción empieza a sonar y a la señora le da un ataque de tos seca y escupe pero no cae nada. La joven que espía el show público piensa que el cigarrillo mata a la gente y que en esa ciudad lo más barato de la canasta familiar son los cigarrillos y la cerveza. Con carraspera en la garganta la señora ha recobrado la compostura: El cuerpo rígido, las piernas un poco flexionadas, los brazos estirados y al
final las manos abiertas como estrellas. Sonrisa de artista o de porrista, un saludo a su público, o sea, a las rodillas de quienes pasan por ahí sin mirarla. La canción entra suave y ella espera con quietud, todo indica que vendrá el momento de la explosión… ¡sí señores! El contrabajo estalla y ella da un brinco chiquito. Eleva una mano para fingir un antifaz sobre los ojos, esa misma mano la desliza sobre su cuerpo pasando por el pecho y cuando llega a la altura de la cintura simula tener un parejo y baila con él. Sobre la superficie rocosa van: un, dos, tres, voltea, un, dos tres, gira. Mirada sensual y levanta la pierna derecha hacia atrás para mostrar la suela del zapato. Baila y baila, a veces se olvida del parejo, goza, camina en círculos como un torero saludando en el ruedo, se ríe y se siente atractiva. La jovencita del andén está disfrutando del número pero se distrae al tratar de definir si las rayitas verdes de las piernas son venas várices o bordados verdes en las medias veladas. El tango suena melancólico y el parejo se ha parado detrás de la señora para tomarle por la cintura (o eso parece) ella puso sus manos sobre las del hombre y ha empezado a bailar mirándole de perfil, otra vez, seduciéndole. La señorita despelucada del andén se olvida de las piernas y piensa que es más sexy imaginarse a sus padres copulando y siente pena ajena. La señorona suelta a su parejo invisible e intenta hacer una acrobacia sostenida de la silla; el mueble se mece y ella casi se cae, disimula y mejor vuelve a coger a su parejo, lo ubica a su lado derecho y ella con pie derecho hace puntada adelante, al lado, atrás, al centro con fuerza y vuelta. ¡Huy! Piensa el público (o la joven) y se imagina que del cielo caen celofanes de colores y brillantinas. Pero ha sido mucha exigencia, la respiración se complicó. El radio se puso ronco. La bailadora le baja al ritmo y da vueltas mirando al cielo para terminar. Se aplaude y se abraza como dándose cariño y cae sentada o chorreada sobre la silla. Respira profundo, se mira los pies y se ríe de ver que les cuesta trabajo meterse en el par de tacones, mejor se los quita. La espectadora quiere aplaudir, pero no lo hace, mejor bate la ramita del árbol como si fuera domingo de ramos. La señora apoya los codos sobre las piernas abiertas, sostiene la cabeza en sus manos y sigue mirando al suelo. La joven deja de batir la rama y se preocupa porque cree que la bailarina va a llorar. PaFotografía de María Alexandra Marín
Fotografía de María Alexandra Marín
san un par de minutos. La canción aún no se termina y la señora está desconcertada, turbada o trastornada tal vez pensando en su edad, en sus hijos que la han abandonado, en el esposo muerto, en su madre que nunca la perdonó o en esa canción que aún suena y que no pudo bailar completa, no se sabe. En medio del sonido ronco del radio y del zapateo de las piernas que caminan por ahí se escuchan varios golpes musicales que se acercan al escenario. Es una canción alegre tocada con instrumentos de percusión; la joven se levanta para entender qué ocurre, la señora no se inmuta. Son varias personas vestidas de colores frutales, acompañados de tambores, banderas, panderetas y varias muchachas bien dotadas bailando y meneando sus atributos al son de los redoblantes. La algarabía es como una procesión de alegría y sabor que preparan, todos los domingos, unos jóvenes músicos brasileros que residen en esta ciudad. Los gigantes transeúntes se han inclinado, un poco, solo un poco, para ofrecerles una mirada y un par de monedas a sus hermanos latinos. La señorita tiró la rama, se paró y practicó un par de pasos de samba que alguien un día le enseñó, pero debió haberse quedado sentada. El bullicio se está yendo y entre el tumulto de felicidad está la silla, el radio y la mujer mirando al suelo. Pasan y ella sigue ahí, impávida. Sentada, sin moverse, ha tirado una cartera al suelo esperando que alguien le pague por el show que ella acaba de brindar, pero ninguna de las piernas de los grandulones se ha siquiera percatado de su presencia. El locutor de la radio anuncia una nueva canción. La mujer da muestras de entusiasmo y baila así, descalza y sentada. Tararea la canción y cierra los ojos como dedicándole la letra a algún amor. La señorita que aún sigue disfrutando de la función se ha sentado de nuevo en el andén pero un poco más cerca de la señora. Patea el radio para callarlo, la señora, y se levanta para recoger la cartera sin monedas, saca un segundo cigarrillo, lo enciende y tira la cartera de nuevo. Hay silencio, solo se escuchan las voces de los vendedores de la feria que sin suerte han empezado a recoger sus tiendas; este fin de semana ha sido difícil, se está celebrando el día del niño y tal parece que ninguna de estas criaturitas quiere de regalo una tetera o una linterna a gasolina, entonces hoy se van más temprano haciendo más notoria la ausencia de interesados en el baile de la señora. Por fortuna las piernas no dejan de pasar, la señorita del andén ya se está mareando de verlas con tanta prisa. El cielo se está poniendo mucho más oscuro, como de color gris mugre y parece que va a llover. Pero ni lloviendo deja de venir un domingo esta mujer a hacer su show, ella es la más puntual, ha dicho un vigilante que pasaba por ahí. Nuestra artista sigue sentada en la silla, con una mano descolgada, la otra en el cigarrillo, los zapatos y la cartera tirados en el suelo. La moña alta ya se le bajó y varios crespos se le han escapado. Se rasca el pecho porque le pican los adornos que tiene el vestido y habla sola en voz baja. Empezaron a caer goterones gruesos de lluvia. Las piernas largas corren y atraviesan la calle buscando techo. La señora sube la mirada como esperando a que le caigan gotas en los ojos, entonces alguien la interrumpe -Señora disculpe. Vi lo que hizo- Le dice la jovencita que tímidamente se ha atrevido a acercársele. -Sí, ya sé- Le responde sin dejar de mirar al cielo. -Espero que no le moleste, a mí me gustaría hacerle unas preguntas…-Unas preguntas de qué, para qué…-
-Señora es que yo estoy interesada en… -(Interrumpió con una gran carcajada) ¿Y quién sos vos? -respondió y está vez sí me miró a la cara. Miré alrededor sin decir nada mientras seguía escuchando la risotada de la señora, me dio mal genio y entonces pensé que ella es otra más de esos campeones que perdió y jamás lo dirá. Le saqué la lengua y me fui.
GRAMÁTICA DE EMPELOTARSE Y
LA
OTRAS “LECCIONES” DEL LENGUAJE
CORPORAL
Siguiendo la regla, cerró los ojos y comenzó a acariciar el cuerpo de su compañera. La música retumbaba desde los bafles carcomidos que colgaban del techo. Un bombillo agonizante se movía lentamente, produciendo efectos especiales de película de serie B.
Por Alexander Amézquita Pizo
Bebo un trago largo de cerveza y miro a las chicas manosearse en un simulacro de encuentro lésbico. Bailando en ropa interior, al ritmo de Calle 13 con su canción “Tango del Pecado”. Reggaetón puro y duro, que reemplazó aquella música que llamábamos sensual. Sí. Canciones que oímos, mientras crecíamos, en las películas de porno soft. Música suave que iba subiendo a medida que las prendas caían en un encadenamiento de pasos y movimientos eróticos. Canciones que luego se vendieron en recopilaciones de cd`s baratos con la denominación de música para hacer el amor. Ahora nos queda conformarnos con este nuevo ritmo que viene cargado con sugerentes letras: …tres vueltas de carnero y flap te fuiste por el agujero todos los groseros a bailar encima de lava volcánica súbele el volumen a la música satánica súbele el volumen a la música satánica vamos a quemarnos en el fuego con el diablo Residente el máximo exponente del pecado… Vanessa, una jovencita delgada de cabello corto, abdomen levemente pronunciado y culo escondido, mueve su cuerpo como serpiente encantada, intentando seducir a Wendy, damisela que no debe pasar los 20 años, con unos senos talla 38, brincando al compás de … súbele el volumen a la música satánica… súbele el volumen a la música satánica… la guachafita se fue calentando cuando nuestras bailadoras se metieron mano en el calzón… vamos a empollar veinte criaturas… y Vanessa puso lo poco que tiene de culo, para que Wendy la rastrillara en desafinado amacice … móntate aquí en mi velero y vamo a insultar al mundo entero… la música continúo mientras las striptiseras bailaban poseídas por un histrionismo, que producía más risa que excitación, girando en torno a un imaginario falocéntrico que perpetúa el pene como único órgano productor de placer. Vanessa y Wendy contonean su cintura, encima de una pequeña tarima de dos metros cuadrados, complaciendo la mirada de quince hombres, que apostados a su alrededor bebemos cerveza, fumamos cigarrillo o disfrutamos conversando con alguna de las quince paisitas que regentan el lugar. Pues es más interesante conversar de güevonadas ante este desdichado baile, caracterizado por el básico paso del Perreo entre Wendy y Vanessa, a admirarlas como se hace con un Pasodoble. La actuación de estas niñas no se compara con las exigencias de verdaderas danzas, donde se logran auténticos actos de seducción.
Fotografía de Adolfo Vélez
Para llegar hasta aquí me bastó preguntarle a un viejo conocido, quien me advirtió desde el principio que me asombraría con este descubrimiento. Y fue así. Cuando llegué, a la puerta del establecimiento plantado sobre la Avenida Sexta, me aventuré por un oscuro corredor que terminó en una sala cuadrada y sin mesas. En realidad, no se veía un culo. Escrupulosamente miré por todas partes y ubiqué una silla dónde sentarme. Pequeños trozos de espejos prendían de la pared, acompañados de imitaciones baratas de obras de Omar Rayo.
Me atendió una mujer joven —que rayaba en los 24 años—. Era negra y con extensiones en el pelo que le llegaban hasta la cintura. Pedí una Póker y de una puerta protegida por una cortina apareció una fila de mujeres en ropa interior. Las había gordas, altas, flacas y pequeñas. Vestían tangas brasileras, tops de encajes y no llevaban zapatos. Me vi obligado a olvidar esa imagen, machacada por Demi Moore, de mujeres eróticas que visten sugerentes tops o que llevan orgullosas falditas tableadas aderezadas con tacones altos, capaces de voltear cualquier beligerancia. En un instante, me vi envuelto en una estampida de simples mortales del género femenino, quienes, una por una, se fueron presentando: “hola me llamo Vanesa”… “hola me llamo Marce”… “hola me llamo Wendy”… “hola me llamo Nina”… “hola me llamo Pao”… “hola me llamo Chaqui”… “hola me llamo… me llamo… me llamo… me llamo… me llamo… me llamo…” hasta completar quince hembritas. Todas llamadas con diminutivos, era como leer un estante de supermercado, apilado con inocentes muñecas, listas para satisfacer los sueños de miles de niñas en navidad. ************************************************** A alguien se le ocurre que puede subir, en ese pequeño altar de la desvergüenza, más de dos chicas. Así fue como se fueron encaramando seis bailarinas más para completar el desaguado cuadro de Wendy y Vanessa. Ya llevo dos cervezas y espero, impaciente, la hora de salir. Con la llegada al podio del resto del personal varios de los clientes encarnizan su mirada en las tetas y culos semi-descubiertos que bailan al ritmo del reggaetón. Esta vez las bailarinas comienzan a lanzar su brazos hacía los presentes, una invitación que un par de viejos no desaprovechan.
Fotografía de Adolfo Vélez
Convidados a hacer parte del espectáculo, ellas prometen la mejor satisfacción: hacerles creer que ejercen poder sobre sus cuerpos. Una falsa promesa que se diluye cuando las manos ajadas y escuálidas de los ancianos se aventuran en los recovecos que esconde la ropa interior, pues terminan siendo manipulados por las jovencitas, quienes juegan con ellos como si fueran viejas pelotas de voleibol. La diferencia entre una stripper (“teibolera” o showgirl) que navega por nuestro imaginario alimentado por la mass media, y una de las niñas striptiseras, aquí en plena Avenida Sexta, es que mientras la primera se esfuerza, se dobla, estira sus piernas y gira como un trompo ardiente, las segundas se mueven en una incoherencia de pasos sin sentido, con toque-toque de genitales que produce mala cara de pensar cómo pueden oler esas manos. Mientras la experta se balancea en un tubo de acero, demostrando sus dotes de acrobacia, la amateur criolla se conforma con danzar alrededor de un anciano, en un patético juego del gato y el ratón. Peor aún, cuando la especialista aparece en escena bajo un espléndido juego de luces, vestida de seductora colegiala, enfermera o mucama inglesa —al mejor estilo sex chic—, y nuestra representante no alcanza imaginarse qué puede hacer con tanto encaje barato. Todo aconteció sin descanso: el baile, los ancianos manipulados, las grotescas imágenes de mujeres sobándose por atrás y por delante, el sube y baja desafinado y la tercera cerveza. Que sean mujeres poco atractivas, no es un problema. Que se dediquen a la prostitución, tampoco. Pero que me hayan engañado con un show de striptease de medio pelo, eso… no se los perdono. Porque aquello de quitarse la ropa no es simple ni mucho menos básico, tiene su forma y su quid. Que tenga que salir de una función de desempelote cansado y angustiado por esa bola de carne deforme, que se movía empalagosa, y que no pueda disfrutar del placer sexual proveniente del cuerpo esquivo de una chica, para mantener el ánimo arriba. ¡Bien Arriba! Eso no debería suceder. *************************************************************************** Bryan, Fercho, Jonhatan o Edwin. Cualquiera creería que se trata de una pequeña pandilla de barrio, pero no, es el mismo personaje: hombre de 26 años, piel canela, brazos grandes, abdomen plano, siempre con cachucha y con una preocupación exagerada por el cuidado de su cuerpo: “no comprendo cómo existen hombres que dejan crecer sus barrigas. Eso sí que es feo”, dijo Bryan (o como se haya llamado aquel día). La cosa fue así: un amigo (que no es el de las Paisitas) me contactó con varios strippers caleños. Jóvenes de cuerpo cultivado en gimnasio que no lo piensan dos veces para quitarse la ropa si de por medio hay unos buenos billetes. Al principio mantuve charlas con cuatro de ellos. Conversaciones simples y ambiguas que nunca llegaban a ninguna parte. ¿Por qué? Estaban dispuestos a colaborarme si soltaba, por una entrevista, el mismo valor de un show. No accedí y la cosa se pusó dura, y ojo que no hablo de esa otra cosa. En fin. Maquinalmente di con un tipo querido, amable y que no le importó el dinero, o la falta del mismo (dicha que duró poco). Transamos una cita, en un concurrido centro comercial para salud de ambos. Revisaba qué preguntar para iniciar la conversación y fue cuando lo vi en la pequeña multitud que se arremolinada por un estrecho pasillo. Vestía un jean ajustado, significativamente AJUS-TA-DO —por un momento pensé que ese hombre se iba a infartar los testículos—. Usaba camisilla deportiva de tres tonos azules con blanco, que hacía juego con el bluyín. Si su pantalón estaba A-JUS-TA-DO, su camiseta era como vestirse al estilo salchichón.
Vi que se acercaba a mi mesa y constaté que era él. Sentí vergüenza pero no podía hacer nada. Caminaba directo hacía mí. Balanceaba sus caderas con soltura y ajustaba un maletín de cuero en su espalda. Lo miré de arriba abajo. Tragué saliva y alcé la mano para que me reconociera. —Hola, soy Alex. — Hola— contestó. —Gracias por cumplir —dije— pues los demás querían plata y nunca llegaron. Sabes que no estoy dispuesto a pagar. Casi que no dejo de hablar, el tipo me miraba asombrado y atinó a extender su brazo para apretar mi mano. —No te preocupes— dijo —me llamo Fer. ¿Fer? ¿Cómo así? Pensé por un momento: si cuando lo llamé a su celular me dijo que se llamaba Bryan. Entonces comencé a conocer el negocio y sus intríngulis. Después de los agradecimientos y las frases de cortesía, que iban y venían, nos sentamos de frente a conversar. —No te preocupes que cambie mi nombre, es una estrategia para confundir a la gente—, dijo el personaje frente a mi cara de desconcierto. Tuvimos una fría conversación. Cargada de revelaciones no pensadas. Bryan hablaba con gestos moderados. Desde adolescente se vio atraído por los músculos y abdómenes perfectos. Comenzó a frecuentar el GYM de su barrio, ubicado en la ladera de la ciudad, arriba del batallón Pichincha. Terminó el colegio y trabajó como cajero en un banco. En las noches salía para una universidad donde hizo tres semestres de Administración de Empresas. Luego cuando no pudo pagar sus estudios regresó al gimnasio, reclusión voluntaria que paga sin quejas. Ahora trabaja todo el día como instructor y espera la noche para pegarle fuerte a los fierros, ya que “no se puede descuidar el cuerpo. Eso es amor propio. Si tú no te quieres tendrás un cuerpo desagradable”, repetía Bryan tratando de hacerme entender que mi ligera obesidad era el reflejo de una baja autoestima. Por un momento sentí que conversaba con un fan religioso que en vez de crucifijos o escapularios colgaba en su cuello pastillas de esteroides anabólicos y cuyo altar era una máquina de musculación multiusos. Un discurso edulcorado que llegó al clímax cuando, respondiendo a mi invitación a comer en cualquiera de los restaurantes de la plazoleta de comidas, terminamos caminando, silenciosamente, hasta el supermercado. Una lata de atún Van Camps en agua y un tarro de avena light fue el menú. Lo miré preguntándole con mis ojos si estaba seguro de comer eso. Me respondió “sí” con un ligero movimiento de cabeza: “es que toca cuidarse, las buenas cosas tienen su sacrificio, además el nivel de calorías y grasa de una lata de atún es el indicado para comer en horas de la noche”, dijo con una sonrisa superficial. Es difícil de creer, pero tiene una dieta y, especialmente, una fuerza de voluntad que cualquier reina de belleza envidiaría en sus días en Cartagena. Yo me llené de entusiasmo y sin importarme, me agarré de una bolsa de Doritos y una Coca-Cola de 600 mililitros, que disfruté cuando veía a Bryan comer como un gato hambriento que se alimenta de una lata de comida, abandonada en un basurero. Inició sus andares de stripper porque un amigo del GYM le sugirió que estaba listo para ganar duro. Bryan y varios chicos más conforman una pandilla de muchachos musculosos que se desvisten en despedidas de solteras, discotecas o eventos varios, después de gastar hasta ocho horas diarias en rutinas de ejercicio. Son como una logia, entre ellos cubren sus verda-
Fotografía de Adolfo Vélez
deras identidades, publican clasificados y se distribuyen los clientes. Pocas veces trabajan juntos, salvo cuando son contratados por discotecas. Son una especie de Village People a la caleña. La tarifa está al alcance de cualquier bolsillo: 80.000 pesos por muchacho, que incluye baile de seis piezas (canciones) hasta quedar en una diminuta tanga que cubre sólo la parte de adelante. Las nalgas quedan expuestas para los pellizcos y azotes provenientes de las manos inquietas de mujeres lanzadas, que aprovechan para deslizar sus dedos por donde quepan, sin importar qué tan mallugados queden los culos. Todo este festín en un cuerpo moldeado para provocar deseo y placer, un cuerpo vestido con ropas y accesorios que resaltan la masculinidad de estos bailarines, y así, continuar con un modelo de masculinidad aprendido por repetición. ** ** ** ** ** * * ** La pandilla del desempelote posee un es** ** * ** ** pecial ajuar de compañía de teatro pobre. ** ** ** * * ** Las prendas que conforman el closet, don** ** * * ** de también aprovechan para esconderse, ** ** * * ** está compuesta por camisas a cuadros tipo ** ** * * * ** leñador, jeans rotos y ajustados, trajes— * ** ** * * imitación—de la Policía Nacional, cinturo** ** **** nes anchos de cuero, gorras de beisbolista, ** **** * * ** botas, vestidos de cowboy y cacheteros de ** ** * * ** jean, entre otras barbaridades de la moda. * * * “Para realizar un show de stripper no se necesita saber bailar. Eso es una mezcla de sensualidad y un cuerpo bien trabajado”, esas fueron las palabras de Bryan cuando pregunté de qué manera se podía llegar a ser un buen bailarín del desnudo. “Todo depende de la música y el movimiento de cintura, las mujeres quedan lelas cuando ven un tipo con un buen culo mover la cadera como una licuadora”. Yo observaba con la boca abierta. Perplejo. No creía que esas fuesen las palabras de un experto en el tema. Para los jóvenes estriptiseros hay algo claro: lo único que quieren es plata. Constante y sonante. Es por eso que su trabajo, en
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numerosos casos, está permeado por otras prácticas como la prostitución. Para cuadrar sus finanzas acceden a los deseos sexuales de sus clientas, y a veces clientes. Aunque la mayoría presume de ser muy varones a pesar de que bailen en discotecas para homosexuales, hay que verlos trabajar juntos en las máquinas del gimnasio, levantando pesas —con su ropa deportiva tan sugerente— acompañados de otros cofrades, quienes, embargados por un bello sentimiento de solidaridad se guían las pesas, organizan rutinas de tres en tres, sostienen sus piernas (para obtener mejores resultados) y, lo mejor, miden bíceps, tríceps, culos y piernas, comparando medidas y volúmenes parados frente a largos espejos: “… de lado izquierdo para ver cómo están los glúteos. Eso. De frente, aprieta los músculos de los brazos. Eso. Así. Ahora de lado derecho… ¿Cuánto dio? Buena medida. La superaste, pero…”. Es como ver un grupo de viejas midiéndose las tetas, hablando de estrías o cualquier otra preocupación del mundo femenino, para luego ver si se pueden prestar el bikini. Sin embargo, ellos no pueden ver la rareza en ese culto exacerbado al cuerpo y el encanto de desnudarlo con contoneos y meneos sobre la barra de cualquier bar o en la mesa de centro, del apartamento de una muchachita alborotada. Y ni pensar en los disfraces que utilizan: un día son policías calientes que pueden ser un peligro con ese negro bolillo; otro día se la pasan de bombero con esa manguera que podría causar más estragos que soluciones… esta variedad de vestidos crea una conexión entre los strippers y el travestismo. Performatividad preconstruida y desarrollada para crear fantasías: cuerpos masculinos con culos redondos, pechos fuertes (ojala lampiños) y abdominales en forma de chocolate, al que le yuxtaponen prendas denominadas de macho, fabricando así algo más que masa muscular mezclada con fluidos, órganos y prendas. Lo que se construye es un lugar u objeto cargado de simbolismos, significaciones y representaciones. Un cuerpo que grita a través de los gestos, el baile y la vestimenta, su necesidad de ser observado y deseado.
***************************************************************************************************************** Aterricé en una discoteca larga como una bodega, adecuada con luces de colores, pantallas donde transmitían videos o momentos de la rumba en vivo. Allí actuarían la pandillita del desempelote. Claro que ellos no me informaron, peripecias de la investigación que lo llevan a uno a coincidir. Pensando que eran otros chicos, me llevé una grata sorpresa al ver a Bryan y su grupo de amigos dar inicio al espectáculo programado para esa noche. La música electrónica comenzó a destellar a más volumen. Era la una de la madrugada. Los asistentes estaban ebrios, enmariguanados o empepados. Para bailar era necesario arrejuntarse tanto como era posible, el sudor se trasladaba de cuerpo en cuerpo y uno ya no sabía qué tanto transpiraba. El dijei presentó a los cinco bailarines más esperados. Comenzaron su actuación arriba de la barra. Hombres y mujeres tuvieron todo que ver con ellos. La pantalla de plasma reprodujo los pasos de estos muchachos, que pueden resumirse de la siguiente manera—en posiciones y técnicas especializadas de danza—por si le interesa ponerlos en práctica. Pasos esenciales que se repiten en un baile de chicos Go-Go: Paso 1: asuma una actitud coqueta. Usted es el hombre más atractivo y deseado del mundo (sólo porque se la pasa todo el día en el gimnasio). Paso 2: saque el culo y comience a menearlo, suave pero seguro. Ellas (o ellos si es el caso) morirán al ver una pelvis en movimiento lento. Paso 3: recuerde llevar algo sobre la cabeza, ya sea un sombrero vueltiao (que están tan de moda), una pañoleta o una gorra de beisbolista. En fin, eso depende del traje, pero es fundamental cubrir la cabeza, así podrá justificar tener la mano izquierda sobre ella y la mano derecha acompañando el movimiento pélvico, que tuvo que haber surtido efecto al tercer giro —según las estadísticas. Paso 4: eleve los brazos y mueva el cuerpo de tal manera que cada músculo vibre coordinadamente.
Paso 5: consiste en agarrar la camisa y rasgarla hasta que pueda verse el torso cuajado y brillante —resultado de una pasada de aceite Johnson antes de la función—. Es en este momento cuando usted puede dejarse manosear o usurpar sus carnes. Paso 6: sigua haciéndose el ardiente, sólo que ahora súmele un poco de picante: friegue su pene y culo, como si usted fuese el hombre que Dios —en persona— dotó de tan magnifica herramienta. Ríndale culto, él es su mejor amigo. Paso 7: después de mimar un poco a Pepe, Juli, el Chichi o como quiera llamarlo, pase sus dedos por la boca. Lento. Hale los labios, con untadita de saliva y todo, y si tiene el carácter, saque la lengua con paciencia, de izquierda a derecha, bordeando el labio superior. Nadie se resiste a esta invitación. Paso 8: zafe los pantalones hasta quedar en esa diminuta tanga. Es el momento de gritarle al mundo —o parte de él— que usted tiene algo que ni yo, ni millones de hombres tenemos: la valentía de desnudarnos, subutilizando el lenguaje corporal, en medio del humo del cigarrillo y borrachos hambrientos de sexo. Paso 9 (final): ya con la tanga brasilera expuesta, agite los glúteos empinándose. Déjese manosear, esta vez un poco más. Ahora si se le ocurre proponga que le enganchen unos cuantos billetes, es una buena oportunidad de ganar dinero extra, pues no está incluido en el pago. Es como la propina de los meseros.
************************************************************************************************************** Me acerqué a la barra con la intención de saludar a Bryan. Escuchaba una gran algarabía. No supe de qué se trataba hasta que logré llegar con vida a mi meta. Cada vez gritaban más. Hubo risas, y mucho toque-toque. Los bailarines brincaron acosados por el público que los aclamaba. Divisé a Bryan a la altura de mis ojos y creí que sería fácil llegar hasta él. Entonces, camuflados por el ruido de la música, se escucharon insultos e improperios. Reconocí la voz de Bryan y sus piernas pateando con unas botas negras, que era lo único que vestía. Los clientes de la discoteca no lo dejaron en paz hasta que dos grandulones de seguridad lograron ponerlo a salvo. Me detuve al verlo desnudo, vestido con sus botitas y acurrucado buscando algo. Di media vuelta y ahí lo dejé. Desesperado. Escudriñando en las baldosas sucias su tanga de hilo dental.
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Fotografía de Adolfo Vélez
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SE NECESITAN DOS PARA BAILAR UN SON “Las personas que venimos de barrios populares, carecemos de la educación pero nacemos con el talento. Nuestras necesidades nos hacen más fuertes para llegar a nuestros objetivos” Ricardo Murrillo Bailarín profesional Por Luz Karime Figueroa
La sucursal de cielo es un paraíso olvidado; un infierno enfrascado en 37 grados centígrados; un sueño nunca convertido en realidad, que brinda la oportunidad de seguir soñando. Santiago de Cali posee el elogio a la dificultad, ese encanto de la fruta prohibida que consolida el espejismo de la capital de la salsa. La Fortaleza es un barrio situado en el sur oriente de la ciudad, denominado “popular”. Sus calles, envueltas en la ilusión de lo urbano, producen una armonía de colores chillones entre buses, casas y tiendas. Un arco iris de tonos fluorescentes que convierten este territorio en un lugar ideal para una fábula melodiosa en la voz de Willie Colón: “Por la tarde no hay nada / salgo a buscar mis panas / nos paramos en la esquina / no hay nada por la avenida. / Vamos a dar / una vuelta, / un serrucho para la botella / nos sentamos / en la escalera / y cantamos canciones viejas: Hay mamabuela /tiempo pa’ matar/ Ave María morena /tiempo pa’ matar/ Mataron al negro bembón y sólo por un maní /tiempo pa’ matar/ A Dolores la Pachanguera / tiempo pa’ matar/ El charlatán le dio una pela /tiempo pa’ matar/ No encuentro las llaves de la casa de Marcela”. Un equipo de sonido amplifica a la Orquesta Olivieri y magnifica las voces que tararean desde una fuente de soda “Por eso vivo la vida / tíbiri tabaratiando / esta vida hay que gozarla /antes que me lleve el diablo./ Tíbiri-tabará / yo sigo con mi tíbiri-tabará”. Esas son las fortalezas de un ‘barrio de plástico, de esos que vemos por ahí, de mirada esquiva y falso reír’ que hacen honor a Amparo Arrebato y uno que otro gran varón. En este lugar se sitúa la academia de baile ‘Estilo y Sabor’, fundada por Carlos Andres Realpe y la pareja ganadora del campeonato mundial de salsa en el año 2006 realizado en Las vegas, Ricardo Murillo y Viviana Vargas. Ricardo practicó sus primeros pasos frente a un espejo. Intentaba copiar a “los duros del Acuaparque de la Caña” un lugar que para él fue la inspiración de su pasión. La devoción se inició en el Vergel y en el Poblado, dos barrios del distrito de Aguablanca. Allí él se inclinaba por la música electrónica mientras sus amigos hacian fiestas en las que sacaban grabadoras a las calles y se enfrentaban cuerpo a cuerpo imitando el break dance de New York, ritmo que él nunca pudo aprender a bailar. “Me enteré que existía la familioteca del Acuaparque de la Caña los domingos y comencé a buscar la manera de entrar sin falta. Empecé a practicar, a invitar a las niñas a la pista y paralelamente observaba a tres personajes que eran los que más bailaban, imitaba sus pasos y a cada uno les sacaba la mejor parte. En ese lugar fue la primera vez que me involucré en un concurso y la primera vez que gané. Fue y es uno de mis triunfos más importantes porque vencí a los grandes que continúan siendo punto de inspiración” Ricardo Murillo
SE NECESITAN DOS PARA BAILAR UN SON -“Yo entré a bailar porque no tenía nada que hacer, me gradué a los 15 años y mis papás no tenían para pagarme una carrera. Mi mamá me ofrecía cursos de enfermería y carreras técnicas pero yo no quería nada de eso, lo que yo quería era bailar.”Viviana Vargas Bailarina Profesional Por accidente y por desocupe, como ella lo afirma, se inició en este arte de llevar el ritmo más interno que en la sangre. Cuando tenía 15 años se involucró en la escuela ‘Son de Luz’, donde Ricardo Murillo era su profesor. Sin embargo, aspectos económicos y familiares la llevaron a bailar en otra academia. -“Mi familia quería que yo entrara a estudiar otra cosa que no se relacionara con el baile y yo quería seguir bailando. Por poco me vuelvo la protagonista en la canción de Lupita en todos los sentidos”Con la espontaneidad que caracteriza su sonrisa empieza a corear el estribillo. -“¿Qué le pasa a Viviana? No sé… ¿Qué le pasa a Viviana? No sé… ¿Qué es lo que quiere? Bailar ¿Por qué ella no baila? Su papá ¿Qué dice su papa? Que no ¿Qué dice su mama? Que sí / Que baile Viviana / sí, Sí. / Que baile Viviana / sí, Sí. Qué quiere bailar / mambo / Sí. Sí. Sí. Mambó – mambó - mambó - mambó sí. Sí. Sí.”Después de año y medio, Viviana logró regresar a ‘Son de Luz’ para trabajar con la compañía pero no con Ricardo. Él ya tenía cuatro competencias ganadas con la que en ese momento era su pareja. -“Por medio de la compañía me gané un cupo para viajar a Europa, Ricardo tenía que bailar ‘No le pegue a la negra’ pero su pareja era rubia. Por coherencia con mi piel canela y cabello negro, bailamos juntos”Después de esa gira decidieron inaugurar en Cali una academia de baile, cada uno con sus respectivas parejas, fundaron ‘Estilo y Sabor’. Sin embargo, la compañera de Ricardo decide incursionar en el tango lo que impulsó poco a poco la formación de un nuevo dúo, Ricardo y Viviana. Ellos empezaron a ensayar y a sonar como un buen hit radial. No obstante, las condiciones en las que un artista colombiano logra una buena obra de arte, siempre harán referencia a una historia con muchos sacrificios.
Fotografía de Sara Montoya
Con sus propios recursos decidieron emprender un viaje hacía una competencia en Miami. Al ganar ese certamen resolvieron ir a visitar otro congreso llamado ‘Rueda de las américas’ en donde le solicitaron
Fotografía de Sara Montoya
al organizador, Alberto Torres, que los dejara hacer una exhibición para mostrar el estilo con el que se baila en Cali. “Íbamos a participar, sólo con una exhibición porque nuestro estilo como caleños es muy diferente. Se marca la tendencia de los pasos rápidos, la agilidad que es envidiada por bailarines de otros países.” Ricardo Murillo -“Allí, por ser medio imprudentes, logramos que Alberto Torres nos apadrinara y nos llevara a los Ángeles, San Francisco y Nueva Cork, impulsándonos a participar en las Vegas.”Mientras Viviana habla, el video del campeonato mundial de salsa en Las Vegas se proyecta en el televisor: Fotos de cada contrincante que lo dio todo en el escenario, ensayos en los pasillos y en los ascensores. En un instante todo se torna en silencio, las personas que se encuentran observando el televisor asumen una actitud casi religiosa. Las imágenes proyectadas de los bailarines, recrean cada paso en cámara lenta. El vestuario y la rapidez en la armonía de sus pies, originan líneas de luces en el inmenso escenario al que no han sido acostumbrados. Con su destreza en el baile reconstruyen las sonrisas y la emoción de un pueblo tricolor acostumbrado a la tristeza. -“Esto no es color de rosa, es muy bonito que vayas a otros lados y te aplaudan y que la gente te conozca pero tiene su sacrificio. Hay muchos esfuerzos que se deben hacer; físicamente llega el momento en el que no das más y emocionalmente debes estar dispuesto a alejarte de la familia, del novio y de los paseos de olla a Pance por mucho tiempo”- Afirma Viviana Un sacrificio que compromete la devoción de una ciudad que bailando intenta olvidar sus penas. En el último instante, Viviana se acopla de tal manera a su parejo que desciende por el cuerpo de él convirtiendo cada compás de la música en una partitura visual de movimientos. Sin embargo, un error casi imperceptible expone una falla de la pareja, en el giro final el tiempo se hace más corto y Viviana llega tarde para el cierre de la coreografía. Se escuchan los aplausos amplificados a través de la pantalla, por un momento se les ve caminar hacia el camerino con cierto sabor a derrota, esa hiel amarga que nadie quiere probar.
En el final de las presentaciones los preferidos erguían sus cuerpos listos para ser premiados; en un rincón se observaban abrazados un dúo de ilusiones que no quería un premio de consolación. De repente, tras haber otorgado el galardón al tercer y segundo lugar y esperando el anuncio del primer puesto, se dan cuenta que no ganaron y se abrazan más fuerte para soportar la tristeza de un intento fallido. Pero, todo ha sido una confusión y las emociones se vuelven indefinidas, las personas a su alrededor les piden salir para ser aplaudidos por una multitud que premia el talento y la perseverancia. Improvisadamente surge una bandera de Colombia y los caleños, con su insignia en alto, se dirigen a recibir la ovación de un mundo unido a través del baile que olvida la guerra por un instante y se entrega a la fantasía de convertir las armas en notas musicales de un pentagrama. -“Cuando nos fuimos de aquí no teníamos ni idea de esa competencia, no sabíamos que era transmitida por ESPN, ni que tenía un escenario tan espectacular. Llegamos novatos, nadie creía en nosotros. Fue una sorpresa ganar hasta para nosotros mismos.”Viviana Vargas Ricardo y Viviana no sólo transmiten el sabor invisible de la victoria, muestran con el cuerpo trucos indescifrables y elaboran la alegría de poder vivir un sueño con dificultades. “Como dice Hector Lavoe a veces creen que uno se gana la vida bailando y feliz pero… nadie pregunta si uno sufre, si llora, si tiene una pena que hiere muy hondo… Por lo menos todavía no hemos podido ir a defender el titulo mundial porque de viaje hacía Bogotá para ir a pedir la visa para Japón y México -países a los que nos habían contratado por medio del campeonato- en el bus en el que íbamos se subieron unos ladrones y nos robaron el maletín en el cual estaban los pasaportes y la carpeta de diplomas. Perdimos ese contrato y se nos cerraron las puertas; debido a que se extraviaron nuestros documentos, nos castigaron la visa norteamericana por seis meses por haberlos perdido.” Ricardo se entristece relatando un poco lo paradójico del éxito y Viviana sólo acierta con su rostro las tragedias. A veces sonríen relatando la delincuencia común, se sonrojan de lo ridículos que pudieron verse debajo de una silla mientras los asaltantes disparaban al interior del vehiculo, pero sobre todo, a pesar de recordar cómo el sacrificio los llevó tan lejos y el destino les enfrascó hasta los sueños, han aprendido a levantarse de las caídas para seguir bailando. “Pero hay que aprender que son cosas que pasan y pese a todo tuvimos la oportunidad de quedarnos trabajando con nuestra gente de Cali, con aquellas personas que querían vernos. Me divertí mucho con mi grupo de bailadoras del Club Campestre y este año Viviana y yo hicimos una gira más grande por Inglaterra, Dinamarca, China y la India” Ricardo Murillo En las fachadas de las casas del barrio La Fortaleza empieza a atardecer; en la tienda de la esquina exhiben un periódico de ayer que nadie quiere comprar y venden la lotería para que antes de la muerte a alguien le cambie la suerte. La ley del rebusque impera en los semáforos; niños descalzos elevan su torre de babel sobre la calle que es una selva de cemento y de fieras salvajes. El hombre es un animal que no quiere a nadie. Ricardo y Viviana siguen hablando de esta ciudad, aunque han conocido varias partes del mundo, al ritmo de sus pies. Aseguran que en este lugar es donde se baila la mejor salsa del mundo. “Para la muestra un botón, fuimos campeones mundiales” Ricardo Murillo y Viviana Vargas Estos personajes salidos de la realidad abordan el mundo con sus trajes de luces y la sonrisa impecable lista para el público. Como buenos rumberos se dirigen a entregarlo todo en el escenario, así pasen los años, para recibir el mejor pago: los aplausos.
JENNY BAILA ENTRE COLORES Por Nathalia Ríos López El sonido de los tambores, de las trompetas y de los timbales la llevaban medio volando, como flotando por encima del andén hasta la fuente de soda. Su hermana la bañaba los fines de semana, la arreglaba y la sacaba al antejardín para que los rayos del sol le acariciaran la piel y le arrebataran de las puntas del cabello las últimas goticas de agua que se resistían a morir. Entonces la música le llenaba los oídos y se la llevaba, se la llevaba hasta la fuente de soda, donde se ponía a bailar con pasitos corticos hasta que se quedaba dormida. Su hermana recogía contenta las monedas de los policías jubilados y de los otros vecinos que se habían refrescado la tarde viendo a la niña Jenny Ortega bailar sus primeros pasos. Los hilos que danzan en círculos acostados, se enredan, caen al suelo, se estiran por el espacio. Jenny baila frente al espejo como flotando entre telas vaporosas; se mira detenidamente, mira su piel, se mueve sumergida en colores. Un, dos, hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia delante, hacia atrás; una vuelta y el cabello le baila al aire, ella sonríe y atrás las Doñas y los Señores tratan de imitarle los pies. Todos son felices. A Jenny la música le produce cosquillitas en el cuerpo; le gusta que sus alumnos se sientan como ella, que la música les ponga la mente de colores y por dos horas no exista nada en qué pensar. Jenny da clases de salsa, pachanga, bugaloo, chachachá, pasodoble, fox, tango, milonga, bolero… A Jenny le gusta enseñar, le gusta ver las caras sonrientes de sus abuelitos, de sus viejitos que juegan con el baile como niños inocentes. Jenny es Dibujante Publicitaria, contadora, decoradora de interiores, cosmetóloga y otras cosas más; pero lo que más la hace feliz es trabajar con adultos mayores, porque con ellos se siente segura, porque los puede chocholiar y seguirles los caprichos. Cuando estaba pequeña, con su hermana jugaban a desenredarle el cabello a la Abuela; jugaban a peinarle los recuerdos grises, largos, casi inacabables. Ella miraba las cejas pobladas de la Abuela y se quedaba como extasiada porque ella, la Abuela, parecía saber todos los secretos del mundo. La gelatina le quedaba tan rica que Jenny se la pasaba por cada uno de los dientes, por el paladar y por el corazón, para que el sabor se le quedara para siempre. A la Abuela también la recuerda haciéndole bordados a su hermana. Ella era alcahueta con todos menos con Jenny, pero a ella eso le gustaba porque así sus manitos aprendían a moverse como las de la Abuela. De ella aprendió todo: aprendió a cantar, a recitar, a escribir, a pintar, a sonreír… igual que lo hizo su padre, Armando Ortega, de quién Jenny aprendió sus primeros pasos de bailarina. Un, dos, un, dos, hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia delante, hacia atrás, y en la casa de Jenny, allá en el barrio Calima, de la ciudad de Cali, no paraban de sonar la música y lo sones, otra vez Jenny con los ojos cerrados ve sus pensamientos de colores. Figuras de papel clavadas sobre la tela; Jenny corta sus pensamientos, mueve sus hombros al compás de la tijera. Sus pensamientos caen recortados en pedazos asimétricos que se chocan contra el piso frío. La mirada se le va perdiendo entre los retazos de recuerdos. A Jenny la conocían en el barrio por ganarse todos los concursos de baile, junto con otros amigos vecinos, cuando toda la cuadra se iba de paseo a alguno de los balnearios de Dapa. Cuando era niña se subía a las Tarimas
Fotografía de Sara Montoya
que ponía Café Águila Roja en el barrio; Jenny se paraba en la mitad y bailaba, cantaba, declamaba; abajo su papá, su mamá y la Abuela chamuscaban el viento de la calle con sus manos sonrientes. Cada reunión familiar era una fiesta de obras de teatro, declamación de poemas, cantos, bailes, aplausos, risas, los ojos brillantitos de la Abuela abrazando sus próximos recuerdos. La primera vez que Jenny se presentó ante su familia tenía un vestido rosado bien elegante; declamó un poema escrito por ella, un poema de gatos que le hizo a su papá, para que cuando la viera así de bonita e inteligente se pegara de su pecho y juntos celebraran que por fin estaban juntos, que por fin él había regresado de Estados Unidos. La música de la máquina de coser se tropieza con las paredes, con las pinturas, se extiende por la casa, se mezcla con las notas del radio que canta una salsa entre dulce y amarga. La aguja de la máquina marca tac-tac-tac-tac rapidísimos sobre la tela. Jenny para de vez en cuando para escuchar bien el ritmo de la salsa y se imagina subida en sus tacones mirando de reojo sonrisas fantasmales. Vuelven los tac-tac- tac-tac y se tropiezan con la foto de la Abuela. Jenny la recuerda bordando mariposas azuladas mientras ella trataba de contarle los últimos cabellos negros que sobrevivían entre las canas. Los últimos días de la abuela estuvieron llenos de bananas de leche. Edwin, el hijo menor de Jenny, corría a las manos dulces de su bisabuela y mientras saboreaba su imagen, ella le enseñaba los últimos tonos de su voz…. Tus ojos que contemplo con delicia/ tienen el mismo brillo de la aurora/. Jenny
Fotografía de Sara Montoya
todos los días le leyó la Biblia; cada día le pasó lápiz y papel a la Abuela para que escribiera sus últimos saludos, tal vez sus últimos adioses diarios a quienes estaban en el exterior. En el bus que los llevaría a despedirse para siempre de la mirada ensoñada de la Abuela, Edwin se aprendió la canción “A unos ojos”, la canción de tardes dulces que cantaba su Bisabuela… Recuerdo que tu vida está en tus ojos/, ellos son mi alegría y mi amargura/… Jenny lloró los ojos, los recuerdos grises de la Abuela, la lloró mientras su hijo cantaba. El cuarto gira alrededor de Jenny que ha estado medio envuelta en pedazos de rojo, pedazos de tela que bailan en su cuerpo mientras el cuarto gira. Una mujer parecida a Jenny, dibujada en la pared, la mira teñida de pedazos rojos y canta imaginariamente para ella. Entre giro y giro Jenny se vuelve más de rojo, sus pies bailan frente al espejo saludando a un público soñado. Círculos plateados brillan en la cama. Jenny juega como niña a pegarle estrellitas fugaces a su vestido de noche. El cuarto, mientras tanto, respira la luz que entra por la ventana; respira hondo, respira y Jenny se acomoda feliz entre el reguero de telas, canutillos, lentejuelas que duermen sobre su cama. A Jenny la obsesionaban los gatos. En el patio de la casa había 5 llenos de colores. Quizás le obsesionaba su caminar cadencioso, como bailando al compás de un tiempo perdido entre la humedad de las paredes del patio. Un, dos hacia la derecha, un, dos, hacia delante, hacia delante va Jenny entre caminando y bailando y detrás de ella van los gatos que la siguen por el corredor de la casa moviéndose entre sus piernas; va Jenny baliando, va Jenny cantando con las manos agarrando las pinturas y los pinceles. Una puerta se cierra. Adentro hay un mundo de gatos con ojos azules y verdes, gatos de pincel, leones de pincel, prados de verdes brillantes, árboles, palomas estancadas en la pintura del viento; también está Jenny montada en un caballo blanco. El cuarto de Jenny: su oficina, su pequeño mundo
imaginado. Dicen de Jenny que tiene una cara popular; Jenny dice de ella que es introvertida, que siempre prefirió quedarse en su cuarto haciendo muñequitas de tabla con sus manos. Hace los primeros pasos de la coreografía. El vestido rojo destella brillos de plata sobre sus muslos en movimiento. Se mira sonriente y al otro lado del espejo encuentra la sonrisa de la Abuela. El corazón le palpita rápido, se imagina llevada en hombros por entre las luces y el humo tibio de la pista de baile, mientras los aplausos la aclaman…lluvias de aplausos rebotan aquí y allá en los pensamientos de Jenny. Ella vuelve a encontrar sus ojos en el espejo, ojos que la miran vestida de reina, vestida de bailarina. Jenny: una muchacha de ojos oscuros, cachetes amables, boca de seda, piernas inquietas, muy inquietas, que van de adelante hacia atrás, que van dando vueltas como queriéndosele escapar al suelo. Jenny baila dentro de su vestido de estrellas luminosas que vuelan alrededor de ella como una constelación que la sigue mientras gira. No para de sonreír mientras su cuerpo cae en la descarga… Están tocando como bestias… baila como bestia… lágrimas de sudor se le pegan al cuerpo; un cuerpo que llora el feliz encuentro del alma y la música. Un, dos, hacia un lado, un, dos, un, dos, Jenny da vueltas como una reina vestida de luces. Jenny es la reina de los bailarines de la vieja guardia. El día de la coronación la cargaron en los hombros; pasó de brazo en brazo, de sonrisa en sonrisa, bocas llenas de dientes escarchados le dieron la bienvenida; los bailarines de la vieja guardia le hicieron pasos de honor, le amarraron los pensamientos de colores a su corona de reina… Jenny se sintió como volando, como si una fiesta de sonidos se le apoderara de la cabeza y le bajara por el cuerpo como mariposas resplandecientes. A Jenny le gusta ser la reina de los recuerdos plateados; le gusta dar pasos sonrientes mientras detrás de ella las Doñas y los Señores tratan de dibujar pasos acompasados igualitos a los de sus pies.
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“SUDOR VENTIAO, SALSA VENTIÁ”
Por Katherine Muñoz y María Juliana Soto
Hace mucho calor. Y por la puerta se ve el reflejo directo del sol en las calles de tierra, porque en el barrio casi no hay árboles. “Bueno, ahora sí ¿de qué vamos a hablar?”, viene diciendo él mientras se acomoda en unos de los muebles de la sala. Sus movimientos son rápidos pero bien calculados, sin nervios. Es un negro alto y flaco que se mueve con cierto ritmo alegre. Henry parece dispuesto a hacer algo que aunque extraordinario no le resulta del todo ajeno: contar su historia. A inicios de los 60, cuando tenía sólo 14 años, viajó de Buenaventura a Cali con su hermano para trabajar; era una época en la que sonaba mucho boogaloo en la ciudad y en la que la rumba se concentraba en sitios como El Aguacate, Richie Rey, Monterrey, Agapito, entre otros ubicados en Meléndez y Juanchito. “Usted entraba ahí y era sudor ventiao, salsa ventiada”. Esos sitios no sólo eran iluminados por las lucecitas que los decoraban, sino también por los colores de la ropa que usaban los bailadores, con sus mejores pintas para lucirse en la pista: tacón de plataforma de 10 ó 20 centímetros, pantalones de bota ancha de 40 ó 50 centímetros en la parte inferior y bota tubo en la parte de arriba; colores fuertes y brillantes como el rojo, amarillo y verde; camisas ajustadas, con boleros y algunas con cuello ‘cola e’ pato’ (cuello alto). La noche era carnavalesca y todo estaba dispuesto para que en medio de las sombras de la madrugada Cali siguiera viva, tan viva como la salsa y como la sangre de los bailadores, que caliente, corría por sus venas y los impulsaba a moverse y a gozar. La pista de baile fue su escuela. Cada uno bailaba a su gusto mientras se retaban unos a otros a hacer el mejor paso o el más raro, y fue allí donde surgió el zapateo. Zapatear a alguien era superarlo en la pista, bailar mejor que él. “Uno decía: “yo fui al Popular, que era un sitio también de mucha rumba, y allá zapatié a toda esa gente, o a esos de Juanchito; o acá en la Unión en un sitio que se llamaba Salsómanos o Mi Ranchito…”. De pista en pista aprendió a bailar y cuando volvió a Buenaventura fue reconocido por su particular forma de moverse, por sus habilidades y porque había aprendido a bailar ‘a lo caleño’, puesto que en esta ciudad la salsa sonaba más rápido, a 45 revoluciones por minuto, mientras que en el resto de ciudades se reproducía a 33 revoluciones. Un día se fue a bailar a La Pilota, la zona de tolerancia, donde llegaban todos los marineros y turistas que se quedaban en Buenaventura porque era un barrio muy alegre, muy caliente en cuanto a salsa y a fiesta. En esa época tenía 16 años y ya se presentaba en algunos sitios; y de pronto un gringo lo ve y le dice: “ooh, baila a lo Watusi”. Cuando salió de allí, dejó
de llamarse Henry y aún ahora es Watusi; como el alto y flaco mulato de La Habana, protagonista de la canción de Ray Barretto. “Yo no sabía qué era Watusi, después me puse a estudiar y vi en el mapamundi que Watusi era una tribu africana que se distinguía por bailar muy bien. Eran altos, estirados, negros bien negros…allí comprendí qué significaba Watusi”. Su hijo Brayin, en cuyo honor fue bautizada la academia de baile que hoy dirige, se pasea por la casa con un amigo, sin prestar mucha atención a lo que está respondiendo su padre en este medio día de sol, en donde el polvo de la calle entra a la sala gracias a los vientos de agosto que hoy se alborotaron más temprano y lo cubren todo con una niebla amarilla; amarilla como el color del medio día, como los dientes y la camisa de Watusi, como las fotos viejas que tiene pegadas en el primero de los cuartos de la casa, donde funciona su academia. Una sirena de la policía atraviesa la conversación por unos cuantos segundos y el carro levanta de nuevo el polvo. Watusi vuelve a su relato diciendo que ese sobrenombre había sido como un augurio. Había vuelto a Cali a hacer presentaciones en Juanchito, Meléndez, La Unión de Vivienda Popular, Calima, todos barrios rumberos de la ciudad. Menciona sus viajes a Nueva York, Puerto Rico, Centro América, Panamá, Venezuela y otras partes durante la década de los 70, pero sin poner mucho énfasis en los nombres de los países que está citando. Era una época en la que como dice él mismo, los bailarines en Cali brotaban de la tierra, porque aprendían a moverse en los griles, viendo a los demás bailar. Además aprendían de las películas mexicanas algunos pasos que hacían Resortes, Tin Tan, Clavillazo o Cantinflas. Detrás de la policía pasa otra sirena, la de los helados, y tras ella el pregón del vendedor de frutas que se escucha con esa textura rara y nasal que produce su paso por el megáfono; Watusi le dice a su hijo que salga a la avenida Simón Bolívar a buscar a su mamá porque ya está por llegar. Ahora su mirada ha cambiado un poco, parece más reflexiva que en el resto de su discurso. “Era una época dura”, porque por la ausencia de academias, el baile de salsa no se consideraba un arte y no era muy valorado; “los bailarines muchas veces no le daban estatus puesto que se presentaban en los griles a cambio de una botella de aguardiente, una cerveza, a cambio de ser visto y ganar los aplausos del público”. Sin embargo, en los 80 encontró estabilidad al ingresar como profesor en la policía luego de presentar un show de baile. -“Me dijeron: ‘Watusi ¿quieres trabajar con nosotros?’ se presentó ese papayazo, acepté y comencé a dar clases. Yo acepté pensando en el futuro, porque uno como artista no tiene seguridad social, ni siquiera Sisbén; hay compañeros que han muerto solos por ahí y hemos tenido que hacer recolectas pa’l entierro. Por ejemplo, cuando se murió el negro Manchura fue muy horrible. Estábamos ensayando y al terminar, todos sudados y acalorados salimos a tomarnos unas gaseo-
Archivo privado
Fotografía de Sara Montoya
sas Castalia al kiosco que había al frente. Las gaseosas estaban muy frías y, claro, a Manchura como que ese cambio de temperatura le hizo mucho daño. Él era muy alto y tuvieron que cortarle los pies para poder meterlo al ataúd”. El hombre para el que el baile era casi todo en su vida, como quizás ocurre con los demás bailarines, se fue a la tumba sin pies. Hace aproximadamente 8 años Watusi abrió una academia de baile en su casa, y trabaja con las categorías menor e infantil; no obstante, afirma que el trabajo es difícil debido a la proliferación de otros géneros musicales producto de las migraciones que han llegado a Cali, desmitificando cada vez más la idea de que todo caleño sabía bailar salsa. Por eso es que extraña los años en las que los bailarines no sólo se interesaban por moverse bien sino también por saber de los cantantes y las orquestas de la música que bailaban. Extraña los años en los que escuchaba a Edgar Hernán Arce, Miguel Angel Alvárez, Alfredo Palacios, el diablo Cajiao al hacer críticas y contar anécdotas de las orquestas en la radio. Extraña la Cali salsera, que se vestía de gala en la noche y que recibía el amanecer con bailes y risas, extraña los lugares en donde la noche parecía eterna y la energía que llevaban los bailadores en el cuerpo no los dejaba sentarse. Por eso extraña ser un tumba casas, como le llamaban los de Buenaventura a los caleños al verlos bailar. Recuerda uno a uno a sus compañeros: María, Magnolia, Amparo Arrebato, Manchura, Telembiking, El Diamante, 20 Millas, Pedro Castro, El Chato, Jimmy Boogaloo, Evelio Carabalí, Galleguín. Y seguramente en ellos también siguen vivos el zapateo y los pasos de la culebra, la tumbadora o el ganso, y las enseñanzas que aprendieron los unos de los otros, por ser las influencias inmediatas, por ser competencia, por ser amigos y rivales en la pista de baile. Watusi, el ganador del Primer Concurso Mundial de Bailarines de Salsa, creado por José Pardo Llada, dato que nombra sin ostentación y con la sencillez que se percibe siempre en su voz y en su mirada, tiene ahora 52 años y lamenta que en su época de oro, el baile no haya sido considerado algo artístico, algo que realmente valía la pena sino, como dice él mismo, “una vagancia”. Hoy en día además de dar clases de salsa en su academia, se presenta para castings de películas, ha hecho teatro y ha intentado incursionar como cantante del ritmo que más le gusta, participando en concursos. A finales de los 70 tuvo el grupo de baile Los Latinos de Swing, con dos bailarines llamados James y Milena. Tiene una orquesta de salsa que se llama Mi Tumbao, en la que él es el cantante y en alguna época compartió escenario con su hijo Brayin y grabó un disco. Se presentó a una de las versiones del Factor X, pero desafortunadamente no pasó la prueba en las eliminatorias de la audición. Actuó como extra en la película El Rey, del director Antonio Dorado, en la que muestra todo su talento bailando en las pistas de las discotecas recreadas al estilo de la época. Ahora está dando clases gratis en su academia a los niños del sector con cierto patrocinio de la Secretaría de Cultura y Turismo y de nuevo está presentando casting para una nueva película.
El sol ha llegado a su punto máximo y el calor nos deja suspendidos en medio del aire denso y asfixiante que circula lento en el oriente de la ciudad. La sensación de haberlo dicho todo invade rápidamente el rostro de Watusi, como quien no sabe qué más contar, y varios silencios separan sus respuestas de las nuevas preguntas. Mientras tanto, en las paredes están vivas fotos de colores brillantes, archivadas en la década pasada, y que son el registro del trabajo, de la familia, de la diversión y de su vida. El amarillo es cada vez más intenso, tan intenso como el de la camisa de boleros que lleva y que contrasta con los vestiditos anaranjados que usan las niñas de la academia; las voces están secas y carrasposas. Estamos dentro de una atmósfera amarilla y calurosa, escuchando la historia de Watusi: un artista cuyo arte es bailar, ya que lo ha hecho incluso desde antes de que su abuela Filomena, mientras escuchaban la radio un día en su casa en Buenaventura, dijera: “Este muchacho va a ser bailarín”.
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es la vida
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la que baila
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Bailar es escribir con el cuerpo en el espacio representar el tiempo sin nombrarlo marcar con el gesto un solo instante soñar que uno no es uno sino el ritmo creer que uno es el mundo dando vueltas sentir que es la vida la que baila
Por Alejandro Ulloa S.
Cuando John Genner y Yudi terminaron su presentación en uno de los casinos más importantes de las Vegas, estaban resignados a lo que decidiera el jurado. Ya habían cumplido con su participación como bailarines en la competencia más exigente del mundo, frente a rivales de distintas nacionalidades. Ahora lo que más anhelaban era regresar a casa, dejar atrás tanta ansiedad, vencer el agotamiento de los ensayos y el ajetreo de los viajes que no dejaban tiempo para descansar. Pero el fallo del jurado les dio un nuevo aliento y más motivos para nuevos compromisos y responsabilidades. Ni John Genner ni Yudi sabían lo que les esperaba. Mientras dialogamos en la sede de la escuela de baile Swing Latino, en el barrio San Carlos de Cali, el eco de las Vegas resuena en la memoria de sus pies. Fueron exactamente dos minutos en tarima, desde la entrada hasta la salida en el camino hacia la gloria. El maestro de ceremonia anuncia su presencia en la pista mientras ellos aparecen en escena. Después del saludo ritual ante el público se acomodan para el primer paso. Él, de frente; ella, de medio lado, recogiendo entre sus piernas el pie derecho de su compañero. Con los brazos extendidos, prestos a volar, diseñan una figura premonitoria. Plasticidad y armonía se vislumbran en el escenario. Entra la música, las olas se agitan, un giro a la izquierda y otro a la derecha que termina en media vuelta con las manos entrelazadas… Yudy Aguilar es caleña, 26 años, criada en el barrio el poblado II, en pleno corazón del distrito de Aguablanca. Su padre, de origen chocoano, y la madre, oriunda de Timbiquí Cauca, nunca se imaginaron lo que su hija sería capaz de hacer. Ambos llegaron desde el litoral pacífico colombiano y la vida los juntó en Cali para traer al mundo una bendición y una promesa: Yudy, menudita, delgada, tímida e introvertida, con un fino rostro que no aparenta los años sufridos, ni los años bailados. Nada que ver con el estereotipo de belleza 90 – 60 – 90, ni con el patrón de modelos anoréxicas y mucho menos con el canon de plástica hermosura, tan propio de esta ciudad, llena de mujeres rellenas de silicona, seno abultados y traseros extravagantes que andan por ahí…
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Yudi no puede dejar de bailar Mientras Yudi habla, el eco de Las Vegas continúa resonando… El tumbao ya empezó, liderado por Ray Barreto, “Manos duras”, el mismo de Guararé, el “Watusi man”… rankankán / rankankán/ es la salsa dura, la salsa de golpe, el ritmo avanza incontenible, envuelve a los bailarines en una coraza impenetrable, ellos adentro, aceleran los movimientos.
A Judy siempre le gustó bailar, desde chiquita, que siempre lo ha sido y lo sigue siendo. Ahora ensaya para su gira de dos meses por Europa, antes de atendernos. Interrumpe las prácticas después de haber dado clases a un grupo de niños que revolotean como abejas a su alrededor. Observo nuevamente su figura y me convenzo que puede pasar inadvertida en cualquier parte. Sonríe y se mueve como si quisiera seguir danzando en medio de la pausa.-“ No puedo dejar de bailar”- me dice, mientras se acomoda en medio de otros bailarines que también ensayan en la escuela. El tumbao anuncia la entrada del vocalista Adalberto Santiago… Kuuum Kum/ Kuuum Koom/ canta el bajo de Andy González… Kúmba Kim/ responden las tumbadoras de Barreto, antes de que Adalberto irrumpa como un ruiseñor en la copa de un árbol: “Arrepiéntete”, dice la canción. Aunque hoy vive en el barrio Calipso, donde cuida de su pequeña y organiza su vida para cumplir los compromisos artísticos, Yudi sigue añorando sus amigos de adolescencia en el Poblado donde aprendió a bailar, allí en las rumbas del barrio, en las audiciones callejeras del fin de semana cuando los salseros se juntaban alrededor de un equipo de sonido para escuchar y danzar su música. La felicidad era su piel. Cuando no era en El Poblado era en el parque de la Caña, a donde iban para seguir con la gozadera, ver bailar, asimilar nuevos pasos, sin saber que un día iba a llegar hasta los casinos más famosos de Las Vegas, donde se consagraría como campeona mundial del baile de la salsa, en el año 2006, con la escuela Swing Latino de Cali... “No tenía ni idea, sólo bailaba por divertirme y pasarla bien”, dice ahora que recuerda su pasado inmediato mientras evoca a una de sus amigas a la que admiraba: -“Le decían ‘La manguera’ y se movía como ninguna…a ella le aprendí mucho”- . El fraseo melódico de las trompetas entra como un rayo en la tarima. El ruiseñor sigue cantando, John Genner gira, alza su pareja hasta los hombros, la descarga por su espalda en tres tiempos sincopados al son de los vientos metálicos que acentúan su sonoridad. El vocalista ha iniciado su salsero pregón: “-Arrepiéntete-”.
Fotografía tomada de www.flickr.com
A los 16 años de edad, cuando cursaba noveno grado, Yudi interrumpió sus estudios por un embarazo precoz que cambió el rumbo de su vida. A los19 se incorporó al Super ballet de la salsa dirigido por Leudo, conocido líder popular de la ciudad, bailarín de vieja
guardia y dirigente comunitario. “- Allí me pulieron, perfeccioné lo que sabía y conocí nuevos amigos que también bailaban muy bien”-. “- A esa edad sabía muy poco de la vida”- confiesa ahora. No sabía tampoco que su mayor diversión se convertiría en un oficio profesional cargado de rutinas, disciplina, obligaciones y responsabilidades. Hoy entrena desde las 7 de la noche hasta la una de la mañana, para mantener sus logros. Sigue amando la música de Ricardo Ray y Boby Cruz, continúa bailando “Zafra”, la canción que más le gusta de ellos, y sale a divertirse con los amigos, aunque ya no baila en El Poblado sino en las discotecas más cotizadas de la ciudad: - “Voy a “Changó”, “Citrón”, “Samba Caramba” pero los amigos me piden que no los vaya a “zapatear”, entonces les digo: fresco, si me bailan normal yo les bailo normal, porque no voy a hacer show…les da miedo que los haga quedar mal en la pista…”-. Barreto y su orquesta han comenzado a descargar, la banda es un volcán en erupción, “Manos duras” azota las congas, Adalberto improvisa: “Porque sabes que te quiero/ y que tu andar me provoca/ pero son tantas las cosas/ que te imaginas de mí/ por eso yo estoy aquí/ en un estado insistente/ y diciéndote arrepiéntete/ pa que te pongas en mí…”
El ritmo en la punta de los pies Antes de ganarse el cielo en Las Vegas, Yudi obtuvo sus primeros premios como campeona en el IV concurso interno de la escuela Swing Latino; otro, en el Parque de la Caña, organizado por Energía Estéreo; uno más, de carácter nacional en la licorera del Valle y otro en Medellín (2005), estos últimos en pareja con John Genner su compañero de salseras hazañas. “- Luego estuvimos en Venezuela y el Ecuador en un festival de folclor antes de ir a Estados Unidos. Después triunfamos en las Vegas, ganamos el primer lugar en coreografía con los compañeros de la escuela, y el segundo lugar en parejas, estilo Cabaret, que consiste en bailar salsa al piso alternando con alzadas y acrobacias. Pero antes de salir a concursar entré en shock, no me sentía segura, entonces empecé a llorar y llorar porque no podía realizar una figura que estábamos ensayando. Eran los giros que no me salían en un torbellino que hacemos de abajo hacia arriba. Yo me apoyo en Jhon Genner y voy girando hacia arriba como si fuera un tornado, a veces lo hacíamos muy rápido y perdía el equilibrio, en otras el tornado me salía muy bajito y quedaba casi en el suelo… La otra figura era un vuelo, para terminar, cuando él me toma por la espalda, me lanza hacia fuera y luego quedo enganchada en una de sus manos. Era muy difícil y por más que lo ensayábamos no podía hacerlo. Perdí el apetito, no pude almorzar y entré en una crisis nerviosa. Me comí una manzana, subí al cuarto y luego llegó el momento de la verdad. Fueron tres horas de una crisis terrible, con depresión y todo. Pero tenía que enfrentarme a la pista, al público y cumplirle a mis compañeros. No podía quedarle mal a todos los que me apoyaron y confiaban en mí”-. En la pista, el ritmo es una serpiente erguida, un felino al acecho…-“Arrepiéntete mulata”invoca Adalberto. El ruiseñor sigue cantando sobre naranjos en flor –“Yo vi un niñito nacer/ con un cuernito en la frente/ la culpa de los mayores/ la pagan los inocentes”….John Genner y Yudi avanzan incontenibles…. El ritmo viaja en la punta de sus pies Después del triunfo, los aplausos, las lágrimas que no se pueden contener y cinco mil dólares para alguien que jamás había visto tanta plata junta. La prensa y la televisión, que asedian por doquier, no dan tregua ni descanso, pero Judi y John Genner están ahí, con más fuerza que nunca, mientras los demás competidores los observan con respeto y un poco de envidia. “-Enséñame unos pasos” – le piden –. Yudi accede, con la misma naturalidad con que lo ha hecho siempre, pero ellos no dan la talla. – “Me dicen que es muy rápido, que no pueden y si lo hacen no es lo mismo, no se ve igual… Entonces me dicen, ¨yo me quedo en lo mío´´ y hasta ahí llegan. En cambio nosotros aprendemos el baile de ellos sin problema. Es el baile en línea, un pie atrás y adelante, atrás y adelante, unas vuelticas, algunas figuras y ya…para mí es tan fácil, tan normal”-.
El estilo clásico caleño Yudi y John Genner son exponentes del estilo clásico caleño, ese modo sui géneris de bailar la salsa que se caracteriza por entrar en el primer tiempo del compás y no en el segundo como lo hacen bailarines de otras nacionalidades. Se distinguen también por el énfasis de los movimientos hechos con las piernas; por la velocidad de los desplazamientos; por la habilidad para subdividir con los pies las notas musicales, de donde se derivan adornos, piques y repiques que enriquecen el repertorio de su estilo, cuando bailan siguiendo las descargas de la percusión, o creando figuras y coreografías que acompañan melódicamente otros instrumentos como el piano o la sección de vientos. Estas características no son comunes en los bailarines de otras pates, más expresivos en el uso de la parte superior del cuerpo, de la cintura, del tronco, los brazos, la cabeza, el cabello (en las mujeres) y los hombros, cuando saben bailar. Luego del triunfo en Las Vegas empezaron a sentir que su vida había cambiado aunque ellos seguían siendo los mismos. Cuando la gente comenzó a reconocerlos en los aeropuertos internacionales se convencieron que eran importantes. –“Nos habían visto por Telemundo y ESPN y la gente decía: allá van los campeones de baile, entonces nos dimos cuenta que éramos famosos... Los funcionarios de la aerolínea nos felicitaron, nos dejaron pasar las maletas con algunos kilos de sobrepeso…pero queríamos llegar rápido. Ahora en Cali me siento más segura, más tranquila, porque estoy con mi gente”El ritmo inasible en su misterio es el silbido del viento entre el mar y la montaña. Poseída por él, Yudi se arrebata con el llamado del tambor: Kukutuprá/ Kuprá / Kukutuprá/ canta el bongó en su diálogo ancestral… Con un aura de fuego en sus caderas, Yudi siembra la vida en cada paso. -“Que si he cambiado? Claro, totalmente. Soy otra persona porque antes era muy tímida, no podía ni hablar y todo me daba pena, en cambio ahora tengo confianza en mí misma, cuido a mi hija, le ayudo a mi mamá y sigo pa´lante… A las peladas les digo que crean en ellas, que todo es posible en la vida, yo jamás me imaginé que iba a llegar donde he llegado. Pero hay que luchar, vale la pena…”- Mientras habla y la observo, percibo la gracia de sus movimientos… su cuerpo es gota de lluvia que atraviesa la oscuridad; su baile, la fragancia del jardín esparcida entre las flores. -“Y Ahora? Nos estamos preparando con John Genner para una gira de dos meses por Europa, salimos mañana para Londres, luego iremos a Amsterdam, París, y otras ciudades bailando y dando clases de baile, haciendo talleres para los que quieran aprender el estilo caleño… Kumbakím/ Pakakúm/Pakatakúm Kum, ríen los cueros… Sangre adentro, viajan alados sin que nadie los pueda detener. Barreto y su orquesta vibran intensamente con ellos. Ni Yudi ni John Genner saben donde van a parar cuando termine el trance… -“Claro que me he equivocado bailando. Aunque cometemos errores algunas veces nosotros nos reímos, improvisamos y el público a veces ni se da cuenta, nos aplauden porque nos sale algo diferente. En algunas ocasiones termino mareada cuando bailamos tres discos seguidos a toda máquina, termino agitada, la cabeza me quiere estallar…siento como si me fuera a ahogar…”-
John Genner Vásquez: “Aténganse porque voy a seguir bailando…” Jhon Genner también es caleño, mulato oscuro, de fino rostro y gestos sutiles. Es del barrio Doce de Octubre, el barrio del negro Uzurriaga, aquel gran jugador de fútbol del América, de la selección Colombia y del Independiente de Avellaneda, un negro que murió asesinado en su barrio y en su ley. A sus 18 años John Genner reconoce que el baile le viene por punta y punta. De la madre, caleña, salsera y bailarina de folclor. Del padre, familia de músicos oriundos de Puerto Tejada, entre ellos Javier Vásquez, su tío, excantante del Grupo Niche y ahora vocalista de Son de Cali. “- En el 12 de octubre siempre he escuchado salsa…es un barrio muy alegre, muy animado, en cada esquina se oye la música y se ve la gente bailando. A mí siempre me ha gustado Celia Cruz, la In-
Fotografía tomada de www.flickr.com
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dia Caballero, también Gilberto Santarrosa y el Grupo Niche. Además de la salsa me gusta estudiar la danza y el ballet clásico porque me sirven para mejorar el espectáculo; gracias a ello aprendí cómo entrar en una tarima, cómo moverme en la escena, cómo posar… aprendí la técnica para las cargadas. He tomado unas pocas clases con Nadia Carmona, que estuvo nueve años en Incolballet y era compañera nuestra en Swing Latino. También tomé clases con Carolina Hernández, egresada de Incolballet, es la que nos ayuda ahora. Con ellas hemos aprendido cosas nuevas que han cambiado nuestra manera de bailar en el show. Aprendimos la rotación de los pies para quedar con los muslos hacia fuera; y el uso del empeine para empinarse en la punta de los dedos a la hora de posar en posición estática; y sacar las manos para girarlas en el aire. Ahora logramos un baile más sutil, más elegante, ya no es sólo el que más mueva los pies, porque en las competencias internacionales los jurados exigen mucho…”-
La escena en las Vegas continúa rodando. Un corte en el ritmo para la entrada triunfal de tres trompetas celestiales que soplan desde lo más profundo del instinto: “-Arrepiéntete”-, entona el coro; -“Arrepiéntete”- cantan las trompetasAl igual que Yudi, a John Genner le gustan las baladas pero no el reguetón ni el vallenato. “- Bailamos todos los días” – cuenta – “ vamos a Juanchito, a las Brisas los lunes por la tarde y a otras discotecas de Cali, bailamos normal, no vamos a hacer show ni baile artístico, pero nos divertimos mucho. Cuando tenía ocho años mi tío montó “Micaela” para que danzara con mi prima, nos subió a una tarima y ahí empezó todo. Ese día estaba muy nervioso… Luego, un amigo de mi madre, bailarín del barrio, organizó un grupo de niños que se llamó Estrellas del Swing y empezamos a participar en concursos infantiles, después fuimos campeones juveniles, actuando como una célula de Swing Latino. Posteriormente el grupo se desintegró y me quedé definitivamente en esta escuela. En el 2003 gané el concurso interno de Swing Latino y en el 2004 fuimos campeones nacionales de salsa en la feria de Cali, bailando con Yudi. Después en el Parque de la Caña, en el festival “La salsa de oro” también en pareja; y en Medellín fuimos campeones nacionales en el 2005. Al año siguiente ganamos en Miami y después en Las Vegas donde obtuvimos el segundo lugar a nivel mundial”-. Las trompetas dejan de cantar para que Adalberto Santiago llame al timbalero. -“Vaya Vilató”- dice Adalberto, sin saber que los bailarines han oído su llamado. Entonces, Orestes Vilató ataca con sus baquetas en el corazón del timbal…Pra Pra Pra Pra/ Kutúm batámm/ Kutú paká/ kum kum/, Kutú paká kum kum/ …y ellos, en el mismo trance súbito, reproducen con las partes del cuerpo, el frenesí del ritmo.
“-Con Yudi nos entendemos bien, hay mucha comprensión, si uno de los dos se siente mal, lo dice y aclaramos las cosas….entrenamos ocho horas diarias para mantenernos siempre arriba, por eso no me queda tiempo para tener amigos, los únicos son mis compañeros de la escuela…Sólo voy a mi casa a dormir, descansar y vuelvo a los ensayos… Mi mamá siempre me apoyó pero tuve que dejar de estudiar por falta de tiempo… terminaba los ensayos a las tres de la mañana, luego a las cinco tenía que salir para el colegio y a veces me quedaba dormido. Un día mi madre me dijo que dejara el baile para cumplir con las clases…entonces le respondí: ustedes fueron los que me metieron en ésto, ahora aténganse porque yo voy a seguir bailando…”Vilató, despiadado, arremete una vez más, con pasión y sin compasión, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda y los bailarines en sincronía perfecta, repican con sus cuerpos los orgasmos del timbal. John Genner carga a Yudi en un costado, ella se cuelga de su cuello y con los pies en el aire toca lo mismo que Vilató toca en el timbal. Velocidad felina, habilidad sin par. El baile así es la perfecta metáfora del tiempo. “- Cuando estaba terminando el bachillerato tuve que viajar, falté tres meses a clases. Otro día, en el colegio me dijeron váyase tranquilo que le damos permiso, pero debía muchas materias y cuando regresé había perdido el año…Después tuve que terminar en un instituto de bachillerato acelerado. El día del grado coincidió con la final del concurso en las Vegas. Mientras yo bailaba mamá se graduó por mí. …La competencia allá fue muy dura… para el que la ve por televisión muy chévere, pero para uno que está ante un jurado, frente al público y con esa responsabilidad tan grande, es algo muy difícil. Yo quería terminar rápido, que me dieran el premio e irme pa´ la casa. La presión, los nervios, la ansiedad, todo es muy azaroso y estresante, saber que todo el mundo lo va ver a uno por televisión, y pensar que uno se pueda caer, tropezarse y quedar mal, es aterrador, como si fuera el fin del mundo. Los días previos al concurso estábamos comiendo mucho, nos engordamos y por eso las cosas no nos salían como queríamos. Los ensayos eran un problema porque no podíamos lograr las figuras que habíamos preparado. Ni un tornado, ni una alzada. Un día Yudi se puso a llorar en un restaurante y las cosas se complicaron, pero al final salimos bien…-” Mientras el público aplaude y grita emocionado, John Genner y Yudi realizan una de las figuras más difíciles…imposible describirla…las trompetas viajan desgranando sus notas, una a una … Ran kan/ ká kan/ cascarea el timbalero en el borde de sus pailas… Ran kan/ ká kan/ repiten los bailarines con sus gestos, en el duelo eterno entre el hombre y el tambor…
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John Genner: “Vale la pena ser un bailarín” -“Que si me ha cambiado la vida? Claro, mucho, porque gracias al baile he podido viajar, conocer otros países y otra gente distinta a nosotros. Si no hubiera sido bailarín tal vez sería un químico, un matemático, o algo así, pero me gusta actuar frente al público, sentir los aplausos y el reconocimiento de los demás. Eso me hace feliz-.” Con el triunfo en las Vegas vinieron nuevos contratos, más viajes, presentaciones y algún dinero, pero también nuevos compromisos y obligaciones. Ahora hay mucho menos tiempo para algo que no sea bailar. Atrás quedaron superados los pequeños fracasos y los intentos fallidos como aquel del concurso interno de Swing Latino en el 2005. “- Esa noche en Samba Caramba teníamos que hacer una figura difícil con Nadia, yo la cargaba, la subía al hombro y luego tenía que abrirme de piernas pero me resbalé, me torcí el pie, ella cayó al suelo y hasta ahí llegamos. Yo que creía que iba a ser el ganador y esa noche perdí… fue lo peor que nos pudo pasar, fue como una masacre para nosotros porque terminamos en quinto lugar. El consuelo que nos dimos es que ese no era el único concurso en que participábamos, ya vendrían otros para desquitarnos, y así fue”-. Ahora que lo recuerda con gracia, Jhon Genner se ríe mientras piensa en los próximos desafíos que le esperan. Sus éxitos y los de la escuela con el espectáculo de Delirio en la carpa del circo para todos en Cali, han consolidado una fulgurante carrera artística de alguien que ya no cambiará de rumbo. Al que Dios se la dio, San Pedro se la bendiga… El fantasma feliz de las Vegas reaparece sonriente…-“Arrepiéntete” – sigue entonando el ruiseñor – “Ruégale a los santos/ de tu devoción/ que yo no te agarre/ en un callejón/ Arrepiénteteee…”- concluye Adalberto
“ – Cuando íbamos para Los Ángeles, en el aeropuerto de Cali me mandaron a rayos X para ver si llevaba algo en el estómago, todo porque tenía puesta una camiseta apretada que me resaltaba el abdomen. Pero como el que nada debe nada teme, fui hasta donde me llevaron y verificaron que era una falsa sospecha. Es el único inconveniente que he tenido con las autoridades, que afuera nos han tratado mejor que aquí…Económicamente no me puedo quejar, he podido cambiar la camita y el armario, ayudarle a mi mamá y darme gusto. He cambiado muchas cosas pero no he cambiado de barrio, porque en el 12 de octubre todos nos conocen y nos sentimos bien. Yo lo hago porque me gusta, el baile es una profesión muy bonita, se ganan amigos, la gente lo reconoce a uno y eso es algo que a todo el mundo le gusta. Entonces vale la pena ser un bailarín.”Ray Barreto sigue tocando, Adalberto pregona: “- A mí no me vengas/ con tu paquete/mira, arrepiéntete/arrepiéntete mulata/ y ven a gozar el bembé”-/ . John Genner y Yudi lo siguen gozando, no han parado de bailar desde que se juntaron para hacerlo…bailan al bailar, bailan al descansar , bailan al dormir , bailan al soñar… sueñan bailando y bailan soñando… “- Conozco un poco sobre los grandes bailarines de salsa que hubo antes en Cali. Amparo Arrebato, Watusi, Evelio Carabalí y otros que hicieron historia. Ellos también eran de sectores populares. Hoy es lo mismo, todos provienen de barrios como el Vayado, Desepaz, la Unión, el Poblado…”“- La llevo bien con todos mis compañeros, pero tengo fama de ser el ogro en la escuela, el odioso, sobretodo con las mujeres porque son las que más resaltan. Somos una escuela de competencia, siempre tenemos que ganar y ganar, entonces hay que ser muy exigentes en el casting para seleccionar a los futuros bailarines… a mí me gusta la perfección, me fijo en el porte, la elegancia, y cuando llega gente que no es apta para ser un profesional, tengo que decirles la verdad…”Además de danzar como si se conocieran desde siempre, Yudi y John Genner se entienden sin dificultades dentro y fuera de la pista. Hasta cuando hablan parece que bailaran”- Hay mucha química entre los dos”dice ella. – “Yudi es una chica especial”- replica Genner. “- No tenemos problemas, porque es un gran amigo, comprensivo y excelente bailarín”- Insiste Yudi - “Si tenemos algún inconveniente lo hablamos, si tenemos dificultades tratamos de resolverlas -”, concluye John Genner, antes de despedirse...Yudi por su parte atiende y entrena a su hija de 10 años en la misma escuela donde ella se consagró y donde hoy trabaja también como instructora, forjando los bailarines del mañana… La presentación de Jhon Genner y Yudi va a terminar, pero el show debe seguir. Ray Barreto y su banda hacen lo suyo, Adalberto improvisa, Genner y Yudi Bailan:-“ De qué le sirve a un posero/descubrir un manantial/si él tiene que llegar/a lo profundo del suelo/ Arrepiéntete…”Ahora se preparan para la escena final…Uno frente al otro continúan moviéndose con precisión matemática. Cuatro pasitos en sentido horizontal, pausa y otros tres pasos para cambiar de posición. /Kuuum Kum/ canta el bajo … Kúmba Kim/ responden las
congas, “Arrepiéntete”, dice el coro, /Pra Pra Pra Pra/ ríe el bongó, /Kutúm batámm/llama el timbal…-”Yo vi un niñito nacer…”- repite Adalberto. Los bailarines tampoco paran. De frente al público, ella delante de él, listos para iniciar la figura del tornado que no podían hacer en los ensayos. Jhon Genner la toma por la mano derecha, su cuerpo longilíneo permanece firme, ella casi sentada comienza a girar sobre su propio eje, de abajo hacia arriba, cada vez más rápido. Son 12 vueltas completas hasta quedar completamente en pie. El tornado es impecable, sólo falta la lluvia para que sea un acto de magia. Ahora sigue el vuelo que tampoco podían hacer. La alzada es perfecta, la descargada mejor. Su baile es la semilla que brota silvestre en el camino, huella sonora del tiempo primordial…
Fotografía tomada de www.flickr.com
El eco de Las Vegas no cesa… /rankankán, rankankán/… Como un espejo de agua llevado por la brisa, Genner y Yudi se balancean, saltan aquí, brincan allá /páku kutuprá kuprá/… Abren sus brazos para la despedida…Ellos terminan pero la salsa no acaba /Pra Pra Pra Pra/ Kutúm batámm/ Yudi y John Genner ya no son dos, son aquella nube que vuela en lo más alto.
¡SON DE MÁQUINA, MARÍA! Manitas en el aire armando pajaritos, chiquitos, juntitos, en silencio. Calladitos en sus movimientos, tímidos en sus silbiditos, se recuestan en los labios de María, labios apretados, llenos de pajaritos igualitos a los del espejo; espejo seco y sin cielo. Por un pedazo del espejo la madre se asoma con una mirada tibiecita y unos ojitos que se cierran y se cortan en lágrimas. María la mira y sonríe, sin dejar de moverse. La mira y la deja caer en un suspiro. Nada es de ella, las lágrimas son del espejo. Por Miguel Varela
Zapaticos, quietos, quietos en su color blanco; hundidos en los pies de la niña. Zapaticos al aire, jugando a la alegría, pisando pajaritos: después del blanco, puros pajaritos. Zapaticos, uno, dos, tres. A un lado la patica izquierda. Se mueven. Aquí la luz deja pasar libélulas, de morado color, de torpe alegría. Por el patio se escapa el cielo que no está en el espejo. Por el patio pasan las sombras, dejando el corredor lleno de ruido, de sus hermanas que descansan en las paredes desnudas. Esa soy yo Movimiento al tiempo. Si tú mueves el ojo yo lo muevo. Elegancia, porte, marcación. Esa soy yo, la del espejo. A mi me dan la vuelta, me sacan por aquí, por aquí, me desbaratan. El disco lo dice. Y así vieja como me ve, yo bailo el disco, me pongo mi baúl y allá voy a dar… Y ella, y sus tacones negros, no deja sopa en la botella cuando en la timba suena el guaguancó. Tacones negros que marcan el piso, buscan un beso largo entre los dos. Que no, Que no, Que no se besan. Silencio. Arriba el Sol, al fondo una voz tragándose las nubes y las matas del espejo. Todo en silencio porque está él, porque la madre ya se fue. Sólo queda el padre espantando con una palmada los pajaritos de Maria. Los espantó, se fueron, se llenaron de miedo y se fueron.
Fotografía del archivo privado de la señora María Tovar
¡Son de máquina, María Son de máquina, María! Para salir a bailar tuve mamá. Mamá era, mamá, amiga y eso. Yo tenía que irme a cambiar a una casa vecina. Mi mamá me llevaba el vestidito, -y… bueno mijo, me voy pa’ misa con María. Voy pá misa con María, mijo-. Mi papá- ah bueno mija-. Cual misa, Pa`llá, a bailar, a la cosa y eso. Paticas. Nos veníamos y me cambiaba, donde la amiga, donde la vecina, la ropa que llevaba para bailar, tú sabes y me ponía la ropa de misa y tales… Con su vestidito blanco, de la mano de su madre, se encuentra con él, con un hombre erguido, con una mirada estrecha. Una mirada sin sombra, viento oscuro, que acaricia la soledad de sus manos. Mira sus manos, blancas como de muerto; se mueven rápido, sin temblar, tiesas. Se retira del espejo para estar solo. Camina y niega el silencio de sus dudas. Se acomoda las cejas y se pierde en el patio. La niña pasa por sus ojos, la niña de color blanco pasa por sus ojos quietos, quietos y amargos. Pasa muda, negando el viento de su padre. Callada recoge sus pajaritos caídos se los mete en su bolsillito café y los esconde para que su papá no los vea Mi mamá era la que se las arreglaba con el hombre, porque yo, lo que era yo, estaba debajo de la cama mía, cuando ella le dijo: -Vea mijo lo necesito arreglado porque María ya está lista-. Y me vio vestida, mi papá me vio vestida. -¿Usted si sabe bailar?¿Que va a hacer usted por allá?- Yo le dije: tranquilo, tranquilo, ahora me ve. Y yo debajo de las naguas de mi mamá, y él callado. Todo callado…
Y ella, y sus tacones negros, no deja sopa en la botella cuando en la timba suena el guaguancó. Tacones negros que marcan el piso, buscan un beso largo entre los dos. Él no dice nada, él la mira, buscándole los ojos. Él no dice nada, serio. Arruga las cejas. María Tovar y su parejo Wuatusi Rivas Cuero representan a Cabo Rojeño del bario Salomia. Ella sale bailando ahí, tatatá, con el parejo y la cosa. Dos temas largos para presentar a las parejas en el campeonato. La gente aplaude. Una parada, un saludo. Estado físico y pa`las que sea, a bailar. Se vencen, ante la suplica de la música, las piernas. Las piernas se vencen ante la sangre caliente, sangre en gotas que se inclinan ante la canción.
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De perfil está ella parpadeando, dejando al parejo, la figura del hombre, en momentos, en pasos, estallados, chupados. Acaricia las estrellas dormidas en las manos del hombre, suaves y humildes. El suelo lame sus zapatos. El padre la mira buscando en los ojos un abrazo de sus labios. Él no dice, no dice nada al ver los ojos de María, llenos de pajaritos, aguados, en gotas. No dice nada y llora, su padre llora porque María, la del espejo, es La Campeona Mundial de Salsa del año 1974. María, sí, esa soy yo: ¡Son de máquina, María! ¡Son de máquina, María!
laberintos de las escuelas públicas Los
Resulta una evidencia hablar de la precariedad de las condiciones de las escuelas públicas en nuestro país. Sin embargo, esa evidencia a veces se hace visible sólo en las cifras que hablan del poco número de establecimientos, de los presupuestos infames, de la deserción estudiantil, de la poca cantidad de maestros, etc. Quizás convenga salir de esas cifras para explorar las condiciones en que la cotidianidad de las escuelas se expresa: relaciones de poder internas, comercio de droga, origen social, diversidad cultural, violencia de los entornos, condiciones de formación. En Imágenes del miedo, su autor, Gustavo Suárez, narra la historia de unos niños que comercian con droga y siembran el terror en una escuela, y la vida azarosa de los maestros que, incapaces de controlar fenómenos que escapan a su órbita de competencia, presencian estos lances oscuros y, por añadidura, deben convivir con la amenaza permanente de la muerte. En la misma tónica avanza el texto Olga, estudiante y expendedora de droga, de Alexander Camacho, en el que su autor narra la abrumadora y triste vida de una estudiante que reparte sus actividades entre una escolaridad mal llevada y la venta de droga. Tres conversaciones, tres maestros, de Miguel Tejada, cuenta la vida de tres maestros y los caminos paralelos que sus vidas siguen, diversificadas en actividades disímiles e increíbles, de tal manera que vemos cómo la vocación de los maestros ha asfixiado otras vidas posibles en las que quizás ellos habrían sido felices. En Los profesionales del Divino Niño, Cindy García narra la pequeña historia de la creación de una institución educativa en un barrio marginal de la ciudad de Palmira, con sus peripecias, sus violencias, sus conflictos vecinales. Ángeles rosados, de Paula Náñez, cuenta un día en la vida de una escuela rural: otro tiempo social, otras expectativas, otras cotidianidades, otra manera de ser colombiano; en resumen, la cara de la ruralidad escolar, tan distinta a la que vemos en la ciudad. Visiones de La Andrea, escuela indígena del resguardo Canoas, Cauca, de Mónica María Mondragón, es un relato que nos pone de presente la vida corriente que transcurre en una escuela rural indígena y revela el esfuerzo por mantener la identidad cultural indígena en medio de la voracidad insaciable de la cultura dominante. Alberto Isaza, en El pueblo Nasa: del génesis al apocalipsis, nos cuenta, desde una perspectiva más poética, la vida de una niña estudiante de una escuela indígena y cómo, a través de ella como símbolo, la cultura de los pueblos indígenas –para el caso el pueblo Nasa—está trazando un gran arco dramático que va de su génesis a su apocalipsis. Por último, Hernán Toro, con su texto No todas las bibliotecas son de Babel, muestra la intolerable precariedad de las bibliotecas de las escuelas públicas a través de una de ellas, rural. Todos los autores son estudiantes de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle, salvo Hernán Toro, que es profesor de la misma institución. Hernán Toro
IMÁGENES DEL MIEDO Por Gustavo Suárez A Yair Parra, más conocido como Chombo, le resulta difícil tragar saliva. Como él mismo dice, “decidir ir al baño después del recreo, cuando todos corren a los salones de clase, fue una decisión mortal”. El brillo del sol que se refleja sobre el intimidante filo de la lámina de acero que tiene cerca a su ombligo le corta la respiración. Los Piticos, un par de hermanos que trabajan en equipo --mientras uno detiene al cliente valiéndose de un puñal, el otro lo raquetea, que es la palabra usada para revisarle y vaciarle los bolsillos--. Los Piticos se ríen de Chombo por la forma en que el negro intenso de su piel lo abandona; su palidez refleja el pánico que siente el niño de 9 años frente a un par de hermanos, menores que él, que tienen su propio peaje detrás del teatrino del colegio Carlos Holmes Trujillo. “Vos sabe que aquí hay chuzo pa to’os”, le dicen Los Piticos a Chombo, recordándole de paso que nada pueden hacer las “autoridades” del colegio frente a los robos, amenazas y golpes que sufren sus compañeros, pues el poder del par de hermanos, que ni siquiera tienen 8 años de edad, trasciende las paredes de la institucción. Si a Los Piticos y a su primo de crianza, Setenta, cuyas alturas no superan los 1.30 metros, se les sale algún cliente de las manos - sean profesores, alumnos o rector-, sus hermanos mayores se encargarán del asunto, terminando el trabajo en cualquier calle del barrio República de Israel, sector del sur occidente de la ciudad en el que está ubicado el colegio. La “Escorpión” o “Los hijos de David“ son los nombres con los que se conoce aquel grupo de pandilleros, compuesto por primos y hermanos de Los Piticos, si bien sus puertas están abiertas para todo aquel que vaya en busca de un pase de perica o un plon de marihuana, y esté dispuesto a pagar haciendo uno que otro trabajito. Chombo ha informado sobre el atraco a la profesora de inglés, Lilian, quien en su afán por parar las acciones de Pollo Ronco y Pumbia, los Piticos, va a la cancha de fútbol, detrás de los salones, donde están ellos junto a Setenta fumando marihuana. El error de la profesora Lilian ha sido ir sola creyendo que la autoridad que representa en el colegio significa algo para ellos. Al verla, Setenta y sus primos, en lugar de apagar o esconder su cacho de marihuana, se acercan a ella y le echan el humo en la cara, justo antes de decirle que el problema no es con ella, pero que si quería complicaciones hablara con sus hermanos, “que no fuera igualada”. Setenta, entonces, se levanta a perseguir a un niño para quitarle una cometa que eleva en el parque de la Tercera Edad, zona verde que le dio el nombre a una pandilla que dominaba el barrio. La Tercera era como se conocía al grupo de jóvenes que se reunía en las bancas a fumar marihuana y a ver quién pasaba y les “financiaba” el vicio. El método de La Tercera era muy similar al de Cachama, hermano de los Piticos: o una moneda o la billetera; y si no recibían nada, no tenían problema para apuñalar y ver desangrar sus víctimas frente al resto de los vecinos. “Ellos - los Piticos - le cogen y cuando uno va caminando le meten la mano al bolsillo…si no da la plata, entonces empiezan a buscar problemas y como tienen cuchillo lo amenazan. La policía sabe quiénes son, pero nunca les encuentran nada, es que se guardan el chuzo en los zapatos”, dice Yair, mientras guarda en el bolsillo de su pantalón corto de jean, curtido por el tiempo y el polvo, seis bolas de cristal con las que jugaba junto a su hermano Pigüi, conocido como Rompe huesos. “El rectó llamó al papá frente a… no elante de todos los compañeros y el papá los cogió a pata y le dijeron al papá que ya no los mandara, que ya no los iban a recibí”, comenta Chombo haciendo referencia a las medidas que tomó el rector del colegio frente a las amenazas y los robos de los Piticos. Pero expulsarlos no fue una solución que acabara con el problema, pues en la institución continuaba Setenta, quien no hacía otra cosa que recordarle a la profesora que había cometido un error. “Un día la proesora le pidió la tarea a Setenta…él se arrimó al escritorio… entonces él se metió la mano al bolsillo y tenía una navaja y la amenazó… la proje dejó de ir como una semana y cuando volvió se despidió… entonces como que… la chuzó”. ¿Le dio miedo?”, le
Fotografía de Alex Velasco
pregunta Yair sin despegarle la mirada de encima a Setenta. Lo sigue esperando, aunque no se acerca a él, le pasa las bolas a un muchacho y le dice “mejo guádemelas usted que ellos saben con quién es que se pueden mete”. Su hermano Pigüi sale corriendo y regresa con tres niños más que saludan a Yair llamándole “primo”. Son amigos, provenientes también de pueblos del Chocó, que, frente a la situación del barrio, sus padres les han aconsejado no permanecer solos: “mi amá nos dice: ‘ande con Kevin y con Sebastián, yo los dejo salir pero si están con ellos’, entonce por eso… no pasa nada, además los vecinos nos conocen y no cui’an”. La profesora Lilian no fue la única en abandonar la institución. Chombo y su hermano también lo hicieron al finalizar el año escolar: Setenta, dentro del colegio, y los Piticos, en la puerta, convertían a la institución en un espacio muy peligroso para todos. Por esa razón, la madre de Chombo decidió matricular a sus hijos en un colegio privado del sector: Glimar. Una institución de tres pisos, con clases de danzas, arte y (lo más llamativo para los padres que matrículan a sus hijos en dicho lugar) educación bilingüe. Además, el precio de las matriculas es relativamente cómodo, 40.000 pesos, y una mensualidad de 12.000. Un precio razonable para personas cuyos ingresos mensuales no superan, en la mayoría de los casos, el salario mínimo.
Para olvidar un miedo añejo Con la promesa de que “sus hijos pueden estudiar cerca de su casa, con la disciplina y la calidad de los mejores colegios de Cali”, en el 2004, año en el que se abrieron las puertas del establecimiento educativo Glimar, la fila de padres en busca de un cupo para que sus hijos pudieran ingresar a tan “prestigiosa” institución, sede alterna de un colegio en la vía a Pance, se extendía a dos cuadras más allá de la esquina de la calle 43b con 46, lugar donde supuestamente los niños se olvidarían de aprender en el peligro y los profesores y padres de educar en el miedo. Como los demás colegios privados del sector, las instalaciones del Liceo Bilingüe Glimar no son suficientes para la cantidad de niños que solicitan un cupo. Pero eso no ha sido problema pues la intención del rector y de los profesores es “educar”, sin importar qué tan incómodos tengan que dictar las clases. Espacios construidos inicialmente como casas son arrendados a profesores que deciden formar “empresa” y consolidar establecimientos educativos privados en sectores donde las alternativas de educación están limitadas a escuelas públicas. Cuartos de 3 por 4 metros son transformados en salones de clase para 30 niños, los antejardines en zona de recreación y las terrazas en cafeterías. El ingreso al baño esta restringido sólo para el recreo.
En los tres años que lleva en funcionamiento, la institución privada Glimar ha cambiado de instalaciones y de nombre en cuatro oportunidades; el rector del colegio, exprofesor de un colegio bilingüe ubicado en la vía a Pance, llegó al barrio República de Israel prometiendo, entre otras cosas, que los mejores alumnos obtendrían una beca en la sede principal del colegio en Pance y que los estudiantes de la institución recibirían titulo bachiller como egresado de dicha institución. Pero todo cambió cuando los dueños de la “sede principal” se enteraron del negocio. El rector del Liceo Glimar decidió cambiar el nombre de su institución y llamarla Colegio Bilingüe Glimar, olvidándose del título de “Liceo”. En el 2005, la razón para que recuperara el nombre de “Liceo” pero renunciara al de “Colegio Bilingüe” fue la falta de profesores capacitados para poder brindar una educación al nivel que ofrecía, y por un sueldo no muy atractivo. Si se cobraba poco, se pagaba poco. Pero con el nuevo cambio de nombre también hubo un cambio de instalaciones. Los locales comerciales ubicados en el barrio Unión de Vivienda Popular, a seis cuadras de la sede anterior, era su nuevo espacio de funcionamiento; a falta de paredes que dividieran los salones, habían módulos que “trasformaban” lo que por cerca de dos años había funcionado como gimnasio. No importaba que la cátedra y el ruido de todos los salones se fundiera en una sola sinfonía en la que la melodía se perdía y el ritmo no existía. Un lugar poco propicio para estudiar, evidentemente. En el 2006, el rector del colegio “vendió” el nombre y la matrícula de los estudiantes a María Dolores Zúñiga, una mujer que había sido profesora de ética y filosofía en el colegio público Donald Tafur hasta cuando se pensionó. La señora Dolores compró un portafolio con papeles, un diseño de uniformes y un nombre ilegalmente usado, pues la licencia provisional de funcionamiento había caducado y la Secretaria de Educación se había negado a renovarla. Sólo Glimar fue el nombre con el que reabrió expediente la profesora Zúñiga en la Secretaría de Educación buscando el decreto que le permitiera funcionar legalmente. El portafolio con los datos de los estudiantes matriculados fue desapareciendo poco a poco, “hum, cuando se dieron cuenta que el colegio cambia de dueño y de nombre, los padres de familia fueron allá, pero como todavía era temporada de vacaciones, se averiguaron la dirección de la casa, y hasta aquí vinieron a exigirme que les devolviera la plata… claro, entonces ¿yo qué hice?… Citar a una reunión de padres de familia comentándoles la situación. Ellos entendieron, pero igual me tocó devolverles la plata. Ellos me decían ‘profesora, esa mensualidad es muy cara… lo bueno era que los pelaos podían ir a estudiar en Pance’… Yo los entendí y les devolví su dinero.” Tras la deserción de más del cincuenta por ciento de los estudiantes y del cuerpo docente, la profeFotografía de Alex Velasco sora Zúñiga no tuvo otra salida que trastearse pues no podía pagar el arriendo del espacio que ocupaba con los pocos estudiantes que aún le quedaban matriculados ni adecuar las instalaciones de un viejo colegio privado del sector que dejó de funcionar cuando la Secretaría de Educación le retiro la licencia tras una epidemia de sarampión que obligó a los niños a entrar en cuarentena y al colegio a cerrar sus puertas, tras las quejas de los padres de familia. Elena de Güay era el nombre de la institución, que aun conserva el letrero con el escudo y la frase “Educación y disciplina, las llaves de un mejor mañana” y que la profesora Zúñiga decidió respetar y usar como lema de la institución que ahora ella dirige. Limpió el azul oxidado, retiñó el texto del letrero con letras amarillas, y con rojo escribió Glimar sobre un águila que vuela sobre un valle. Poco a poco las aulas de clase del colegio de la profesora Dolores se han vuelto a llenar a pesar de que las matrículas y las mensualidades no se han modificado desde el momento en que fue abierto con el nombre de Liceo Bilingüe Glimar. Una de las modificaciones ha sido la de los uniformes. “Los dueños y directores de los colegios privados del distrito… o no, de todos lados, sobre todo los de colegios de garaje, se ponen a inventar
uniformes estrafalarios, que ‘para diferenciar a sus alumnos de los demás’, pero no piensan en ellos… entonces qué pasa cuando… por ejemplo por aquí. Ponen un uniforme que no se consigue… pues que al muchachito la mamá lo manda con ropa de la casa, porque las normas del colegio no le permiten ir con el uniforme de la otra institución, que en casi todos los casos es pública… entonces se desdibuja la idea de uniforme, porque todos van con la ropa que quieren… es que no hay plata para pagar uniformes tan caros, por eso los míos son una camisa blanca con el escudo y un jean o una sudadera gris, dependiendo si es diario o educación física. Además lo pueden comprar en la secretaría del colegio”. La corbata roja de rayas negras, el chaleco colorado y la camisa de manga larga desaparecieron en el paisaje del medio día de los vecinos, que veían correr, como gato que persigue ratones, a Setenta y sus primos Piticos detrás de los alumnos “colorados“ para quitarles los lapiceros y cuadernos, o lo que tuvieran en los bolsillos y maletín; el trío de niños no pide plata pues sabe que los estudiantes de Glimar no tienen, ya que, a diferencia de los estudiantes de colegios públicos, a ellos les toca llevar lonchera pues la mayoría de los colegios privados ubicados en casas o garajes no cuentan con la ayuda del Instituto de Bienestar Familiar que da los refrigerios a los colegios estatales. “Mi amá nos da mil pesos pal recreo a Pigüi y a mí, quinientos y quinientos, entonces con eso nos alcanza pa una cítrica y un pastel o una papa y nos quedan hay veces para los caramelitos de la cartillas pero sí nos toca salir con todos y correr hasta la cacharrería, porque si nos coge Setenta o Pumbia, nos toca entregarles la plata o los libros, si no, nos amenazan o nos chuzan”. Cambiar de colegio no aleja totalmente a los niños del sector de la amenaza de pandillas; pero se convierte en una alternativa distinta a la de vivir las drogas, las armas y la violencia las veinticuatro horas del día. Pero la burbuja de cristal se revienta con el calor del medio día, cuando se acaba la jornada escolar y todos salen con apuro buscando que la violencia no los toque: estudiantes corren a su casa solos o junto a sus padres; profesores salen rodeados de estudiantes y padres de familia, una forma de protección frente a los peligros del sector.
Un día más con el sabor del miedo La semana del 12 al 16 de marzo de 2006 cambió la vida para Lilian Larrahondo. Camina con apuro para alcanzar el ascensor. En su mente el Padre Nuestro se repite constantemente mezclándose con otras oraciones y con súplicas para por fin encontrar una solución a su problema. “Salir a coger el bus era un martirio… una sin saber en qué momento aparecían éstos y me dejaban ahí tirada frente a mi casa… a mi familia”, comenta Lilian mientras las lágrimas se cuelan por entre sus pestañas y revelan el miedo que aún siente al recordar las amenazas que hace más de un año recibió de los Piticos y su primo. “Lograr que me cambiaran de colegio fue muy difícil porque estábamos a mitad de año y ya todas las plazas estaban asignadas… además con lo del concurso para ejercer como maestro de colegio oficial el asunto era más complicado.” El miércoles 14 de marzo Lilian recibió de manos de la recepcionista de la oficina de la secretaría de educación la carta en la que se le notificaba el cambio inmediato de sede. Ella no esperó el ascensor, bajó los ocho pisos del Centro Administrativo Municipal, CAM, por las escaleras, salió con afán, entregó el carné de visitante y recibió el que la distinguía como profesora del colegio Carlos Holmes Trujillo, de la comuna 16 de Cali, un documento que le recordaba la razón de su situación. Al llegar a su casa encontró a uno de sus estudiantes que con la cara golpeada, el uniforme sucio y en medio del llanto que dificultaba entender lo que decía. Setenta y los Piticos lo habían cogido a la salida del colegio y le habían golpeado y quitado el maletín por “estar de sapo”. Su tranquilidad desapareció pues comprendió que nada hacía con cambiar de lugar de trabajo si vivía a tan sólo dos cuadras del centro educativo, y tenía que cruzarse con los Piticos o algún miembro de su familia cada que pasara la calle o fuera a la tienda. “Yo me tomé la semana completa… igual ya estábamos a miércoles, y me fui a buscar casa, apartamento, rancho, lo que fuera, lo importante era salir de ese barrio… encontramos por aquí y fue difícil aceptar porque un apartamento por aquí es costoso y con el sueldo de maestro no es suficiente… pero era esto o seguir un día más con el mal sabor de boca, con el miedo y la zozobra”. Al regresar al colegio el lunes siguiente, con la carta de traslado, todos los alumnos se sorprendieron, pues creían que estaba muerta o herida. Solo duró dos horas en la institución y salió escoltada para evitar todo tipo de riesgos. “Me trasladaron al Vicente Borrero que queda en el distrito Agua Blanca, y aunque por allá la situación es todavía más complicada
que en República, tengo la tranquilidad de que mi familia está lejos. Pero una vez llegó una estudiante diciéndome que ella sabía donde vivía yo… entonces yo lo dejé pasar y la llamé a la sala de profesores y le pregunte qué ganaba con saber donde vivía y me contestó ‘es que así sé dónde tengo que ir cuando quiera arreglar mis notas’… entonces reporté eso al Director y la muchacha dijo que era de juego…¡ja! de juego… me tocó irme de ese otro colegio”, comenta Lilian mirando por el espejo junto a una mesita en la que están las fotos de sus hijos, de su esposo y de su madre, las personas con las que vive. Un celular empieza a sonar en el segundo piso de la casa, con una alarma bastante particular “escóndete, escóndete tío, que te escondas… viene la policía”. Ella sube con afán las escaleras y corre hasta el último cuarto de la casa. Llama a uno de sus hermanos, quien baja hasta la sala de la casa y ve a su madre que atiende a un hombre de mal aspecto, con una cicatriz de puñalada en el brazo izquierdo y el tatuaje de una calavera cruzada por dos fusiles. Gorra, camisa manga siza, un pantalón caqui roto y unos zapatos escolares negros en mal estado completan la imagen que tenía frente a sus ojos la señora Senaida, madre de Lilian. Aquel hombre pregunta por la Profesora Lilian con insistencia… se baja de la vieja bicicleta en la que llegó, la tira a los pies de Doña Senaida y la rodea preguntando de nuevo, pero ahora por su “amiga” Lilian. Ella no le quita la mirada de encima y le responde que ella no sabe cómo se llama la dueña de la casa, que sólo fue a remplazar a la señora del aseo que no pudo ir. El hermano de Lilian sale y pregunta qué pasa haciéndose pasar por el dueño de la casa; el hombre levanta la bicicleta, agacha la cabeza y se va mirando repetidamente hacia el interior de la casa. Lilian sale del cuarto, abraza a su madre mientras llora, Senaida solo le dice “deje ese bendito trabajo… vea a lo que se expone por unos pesos”. Dejar de ser el policía para convertirse en el amigo de sus alumnos, aun de aquellos que el resto del cuerpo de profesores excluye y marginan por sus conductas reprobables, le permitió a Lilian olvidarse del miedo y las amenazas. Son sus propios alumnos quienes la protegen y respaldan frente a los jóvenes delincuentes de los alredededores del Colegio Carlos Holguín Mallarino (CA.HO.MA). Pero desde el inicio del cuarto período escolar, a Lilian le ha tocado saborear de nuevo el miedo. Al principio Lilian pensó que los chocolates y las galletas eran sólo muestras de gratitud por parte de Alicia, una alumna de 16 años, estudiante de séptimo grado, única mujer de una familia con tres hijos más varones, todos con expediente delincuencial y varios ingresos a la cárcel de Villahermosa. “Alicia es una niña muy dura con ella y con su entorno… cree que por tener sólo hermanos tiene que actuar como ellos para que la respeten allí en el Distrito… se puede decir que ella es aun más peligrosa que sus hermanos”, afirma Lilian. Una mañana Alicia le regaló a Lilian una chocolatina. Ella la recibió y la repartió entre sus alumnos, lo que molestó a Alicia, quien la esperó en la sala de profesores para reclamarle. Le aclaró que las cosas que ella le regalaba eran sólo para ella, así como la atención y la vida de Lilian debían ser sólo para Alicia. Ella empezó a pararse frente al salón de Lilian a verla trabajar, la esperaba a la salida de la sala de profesores, le continuó regalando cosas y empezó a escribirle cartas en las que le confesaba el amor y la atracción que por ella sentía. Senaida, su madre, una maestra de pueblo, se sorprende por lo peligrosa que es la labor de un maestro en la actualidad. “La docencia es una profesión muy bella, pero… mi hija esta poniendo en riesgo su vida y la de nosotros por enseñarles a vivir a otros…” dice. El celular de Lilian se ha convertido en la herramienta con la cual su madre le indica cuando hay personas sospechosas cerca a su casa, sobre todo después de la acosadora e intimidante forma en la que su alumna de 1.75 de estatura, piel negra y dientes chuecos le prometió que la visitaría en su casa. Todo eso produjo su regreso al República de Israel a trabajar, lo cual significó también el regreso del añejo sabor del miedo. Tras hacer un reemplazo en el colegio Glimar, propiedad de una profesora que fue maestra suya, se quedó en la institución laborando medio tiempo para mejorar sus ingresos y poder mantener a sus hijos lejos del barrio en el que ella creció y que con el tiempo la expulsó. Decidió firmar contrato después de enterarse que le había sido negada la petición de traslado por motivo del acoso que estaba sufriendo por parte de su alumna. Entre sus planes no
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estaba regresar a República de Israel y mucho menos continuar en el colegio CA.HO.MA, pero no logró encontrar empleo en otras instituciones que le permitieran repartir su jornada de tal forma que pudiera trabajar en varios colegios al tiempo, para poder seguir recibiendo los ingresos mensuales a los que está acostumbrada y con los que ha podido, junto a su esposo, brindarle otro estilo de vida a su familia. “En todas partes me pedían disponibilidad completa de tiempo y en los que eran medio flexibles me decían que podía salir a las doce y media o que consiguiera un reemplazo. Ninguna me funcionaba, si conseguía reemplazo me tocaba pagarle… no hacía nada!! Y si salía a esa hora no alcanzaba a llegar al otro colegio. Además no pagan bien como para trabajarle a uno solo, no sirve… entonces ¿qué me tocó?…firmar con Dolores”, comenta Lilian. Para Lilian así como para Chombo los colegios privados de garaje son una alternativa viable; para ella es una forma de recibir ingresos adicionales a cambio de su tranquilidad. Pero sin el compromiso que se adquiere en otro colegio oficial o privado consolidado de enseñar con responsabilidad y disciplina. Así, pues, Lilian regresó a República de Israel, uniéndose a las docenas de personas que ven en los colegios de garaje una ventana en un cuarto oscuro y sin futuro.
OLGA, ESTUDIANTE Y EXPENDEDORA DE DROGA
Por Alexander Camacho
El sonido del timbre indica que es la hora del descanso. Los estudiantes salen e invaden el patio, los baños y los alrededores del colegio. Entre muchos estudiantes sale Olga, una adolescente de 16 años que cursa el grado noveno de esta Institución Educativa, Monseñor Ramón Arcila. Su hermoso rostro de mejillas rosadas y ojos grises, que está adornado por una hermosa cabellera rubia, sumado a la escasa tela de su falda colegial, atrae fácilmente las miradas. Pero en esa institución, Olga llama la atención sobre todo por su fama de expendedora de drogas dentro del colegio y por pertenecer a una de las pandillas del barrio. Había sido expulsada del colegio pero su familia interpuso una tutela que ganó pues no había pruebas contundentes en las acusaciones. Como Olga, hay otros estudiantes que, aunque no son expendedores de droga, sí la consumen y también pertenecen a grupos de pandillas. Así como ella, muchos llaman la atención, aunque de otra forma, pues la mayoría genera temor. El corte de cabello, la forma de caminar, la manera de mirar, las pulseras y collares, la forma de vestir y hasta las uñas de las manos atraen también con facilidad las miradas. Olga nunca se deja entrevistar, a pesar del consentimiento de los profesores para que salga del aula. Está aburrida del asedio de psicólogos, trabajadoras sociales y demás aparecidos que llegan al colegio a entrometerse en su vida.
Una pequeña Colombia La sede principal de la Institución Educativa Monseñor Ramón Arcila está ubicada en el barrio Marroquín II, que pertenece al Distrito de Aguablanca. Este sector cubre 77 barrios y 11 asentamientos subnormales. Su origen se remonta a finales de 1970 y a principio de los 80, cuando las extensas plantaciones de arroz fueron reemplazadas por las precarias viviendas que construían los nuevos pobladores. La mayoría de los primeros habitantes eran inmigrantes que huían de las dificultades económicas, pero a medida que se fue agudizando el conflicto armado en el país, empezaron a llegar en mayor número aquellos que eran expulsados de sus tierras y huían de la violencia. Provenían especialmente del Cauca, Nariño, Huila y la Costa Pacífica. Hoy, el 80% de la población corresponde al estrato uno y dos, y el resto a las invasiones es de estrato cero. El Distrito de Aguablanca se destaca por la pobreza, por la falta de empleo, por la mala cobertura en educación y el inadecuado cubrimiento de salud. Sin embargo, en contravía de la negligencia del gobierno, la solidaridad de su gente ha logrado sacar adelante proyectos que los benefician a ellos mismos, tal como sucedió con el colegio Monseñor Ramón Arcila. El colegio comenzó a funcionar desde el año de 1993. Eran clases en salones de esterilla y techos construidos con latas. No existía reja, mucho menos cancha y aún menos segundo piso. La misma comunidad se encargó de realizar adecuaciones a la estructura material del colegio, tal como lo recuerda una de las docentes fundadoras del colegio: “Las madres de familia venían
Fotografía de Alejandra Esguerra
con pala en mano y ayudaban a arreglar los salones. La gente de la calle pasaba por aquí, por el patio... este piso era en tierra, no había ese muro...”. Hoy en día el colegio tiene una infraestructura que garantiza por lo menos la disposición de equipos educativos para sus estudiantes: computadores, biblioteca, sala de videos, canchas internas y amplios salones. Las condiciones de higiene no son malas. Sus docentes son un grupo de profesionales que, de acuerdo a la secretaría de educación municipal, son aptos para trabajar en su campo. Es un colegio casi excepcional con respecto al ambiente que lo rodea. Con este panorama, se podría pensar que existen condiciones para educar a los niños y adolescentes del sector que asisten a la institución. Pero la realidad va mucho más allá de lo que puede parecer como el espacio “ideal” para la formación.
La calle llega al colegio El timbre nuevamente resuena. Esta vez los estudiantes demoran el ingreso a sus salones. Con gran lentitud se va despejando el patio de la institución, pero los estudiantes de noveno retardan aún más su ingreso pues el salón está invadido por un olor a marihuana. Olga mira desprevenida hacia los lados y observa con atención la pared que da a la calle y que colinda con la cancha de fútbol. Este es uno de los lugares donde acostumbran a consumir alucinógenos algunos jóvenes del sector y donde han hecho un orificio entre los ladrillos de la pared por donde soplan el humo de la marihuana. No es la primera vez que sucede, y a pesar del llamado constante a las autoridades, el problema aún persiste: “De alguna manera uno se acostumbra al olor, espera a que pase y ya. La policía viene mucho, pero es un problema que parece no tiene fin”, dice Claudia, una de las profesoras.
Fotografía de Alejandra Esguerra
Anteriormente y debido a que el colegio no tenía un muro que lo separara de la calle, la violencia y la drogadicción eran más intensas, y los problemas eran traídos directamente a la institución. “Uuna vez iban a matar a un estudiante y hubo la necesidad de llamar a la policía, pues había un grupo de jóvenes con revólver, afuera de un salón, esperando a que saliera el muchacho para dispararle”, comenta Gloria, una de las profesoras fundadoras de la institución, encargada de coordinar proyectos sociales como el restaurante escolar, la escuela de padres, asistencia psicológica, entre otros. La situación no sólo era difícil para los estudiantes sino también para algunos docentes, que además de vivir con el miedo a ser víctimas, también tuvieron que “adaptarse” a un trabajo que los afectaba sicológicamente, tal como lo narra Claudia, la docente: “Los primeros meses, incluso años, yo vivía atormentada. Cada uno de esos casos horribles me afectaba mucho, incluso llegaba a la casa y lloraba por esas situaciones ante las cuales uno se siente impotente. Mi hijo me decía que no siguiera allá, pero yo quería seguir e intentar hacer algo. Hoy día he aprendido a tener una especie de coraza frente a todo esto. No se trata de hacer a un lado o de obviar los problemas de los estudiantes, sino que más bien todo esto ya no le parece a uno tan aterrador como antes. Ya uno cono-
ce todo estos tipos de problemas: violencia, drogadicción, prostitución a temprana edad... todo esto”. A pesar del mejoramiento de la infraestructura física del colegio y de la existencia de una estación de policía a cuatro cuadras, los problemas subsisten y la repercusión de ellos impacta de alguna forma el ambiente de la institución. Un caso “ejemplar” es el de un exalumno a quien le cortaron una mano por intentar robar una tienda del barrio: “Como estaban robando mucho por el sector de al lado, que es muy comercial, los dueños de los negocios se unieron para ayudarse. Uno de los estudiantes de aquí se metió a robar y lo cogieron y le cortaron la mano… eso fue muy duro para nosotros”, comenta uno de los docentes. El estudiante no volvió al colegio, pero su imagen vivió por algún tiempo en él: se comentaba de ello en los salones, los pasillos, el patio y todo el colegio, el imaginario de los estudiantes trae la violencia de fuerala calle a las aulas de clase. Los temas de conversación se dilatan en aquello que sucede en las calles y sus discusiones se centran muchas veces en armas o acontecimientos violentos de su barrio. Como Jorge, un estudiante de octavo, que conoce y habla ante un grupo de amigos acerca de una de las tantas armas caseras: “La Pacha es una cápsula de escopeta, se le meten dos tiros y se monta. Tiene dos gatillos y si querés los disparás a la vez, o si no, uno por uno. También está el changón, que si quieren se le meten hasta tres tiros, pero también de cápsula de escopeta. De estas hay de dieciséis o de doce, sino que la de dieciséis es más peligrosa, son unos balines... y eso por ejemplo yo disparo desde aquí y eso acapara toda esa puerta y eso coge y lo vuelve todo feo, lo mata de una”. Ni preguntar cómo se consigue un arma: “Por ahí por la casa las hacen, uno ya puede hacer un arma. Eso cogen un tubo bien resistente con una cajita que venden en Charco Azul, donde uno monta las balas... eso lo compra uno allá. La cacha, la hace uno de madera, la hace bien hormadita, como uno quiera, y eso las venden también... un amigo me estaba vendiendo una Tola en 200. Esa es una arma que parece una zeta”. Las necesidades económicas de sus familias, los niveles de hacinamiento y la falta de afecto son otro tipo de violencia que repercute en el desarrollo “normal” del proceso de educación. Un ejemplo de ello es el Antonio, un adolescente de 14 años que parece estar en un letargo de lo que fue o es su mundo afuera, como lo cuenta una de sus profesoras: “A él y al hermano los dejaron en un orfanato. O sea era como en una casa en el campo, y según me cuenta él y la mamá, allí vivían unos niños internos y lo dejó hace como cuatro años con el hermanito. Entonces cuando Antonio llegó aquí, llegó sin principios de convivencia, como que él no quería saber qué quería decir: quedémonos en el salón en la hora de la clase, pidamos permiso para ir al baño; sino que él iba saliendo, iba entrando, eso volteaba... iba buscando la calle… Cuando se le decía, ¡Éntrese!, ¡Haga esto!, ¡Por qué habla en clase!... él… ¡no!. No prestaba atención, estaba en otro mundo, como en otra lógica.” Los profesores de la institución se ven enfrentados a una lucha aguerrida en contra del mundo en que viven sus estudiantes por fuera y que traen a la institución. Algunos ya se rindieron, se fueron o simplemente se quedan resignados y se sienten impotentes. Otros siguen arañando la posibilidad de ayudar a encontrar una vía de escape ante la maraña de dificultades sociales que abundan en las calles. Algunos de los chicos logran salir, pero gran parte de ellos se quedan dentro de ese mundo. El gobierno se fija y lanza unas cuantas promesas solo cuando se aproximan las fechas electorales. Por fin el grado noveno puede entrar a su salón. Los estudiantes se sientan, sacan su cuaderno y miran al profesor con atención. Olga hace lo mismo, pero poco entiende de lo que habla el profe. Su cabeza se eleva, sale del aula y flotando como una nube, empieza a deshacerse lentamente en el cielo.
TRES CONVERSACIONES, TRES MAESTROS Por Miguel Tejada
1. Un hombre bosteza y toma apuntes Agosto de 2007. Institución Educativa Juana de Caicedo y Cuero, comuna 20 de Cali. Voy en un taxi hacia el occidente de la ciudad por toda la Avenida Guadalupe, casi llegando al punto de intersección con la Avenida Circunvalar. Pronto estaré de nuevo en el infierno de las 3 de la tarde a 32 grados centígrados. Disfruto los escasos segundos que el taxi se demora en atravesar el último tramo de la Avenida Guadalupe antes de encontrarse con la Circunvalar. Hace un calor del diablo, pero no lo siento en este momento. No existe. El tramo por el que nos movemos está protegido de la canícula por cientos de enormes árboles seculares. Pienso en mis cosas; en la entrevista que voy a realizarle a Sonia Bernal, una profesora de español compañera de trabajo de mi madre. Pienso que toda la ciudad debería ser como este bosque improbable, pero el taxi finalmente llega a la avenida circunvalar y los árboles desaparecen. En cuestión segundos tomamos la calle primera hacia el norte y llegamos finalmente a la glorieta de la carrera 52. Hacia el occidente se levantan miles de casas en miniatura sobre una montaña de arena. En torno a la glorieta están la estación de bomberos de la comuna 20 y la plaza de mercado de Siloé. Justo atrás de ésta, como en una suerte de lote anexo a la plaza, están la Institución Educativa Juana de Caicedo Y Cuero y el centro de salud de Siloé. Le digo al taxista que se detenga. Mi madre trabaja en esta institución como profesora de inglés desde hace varios años, y está esperándome en la entrada. Tengo treinta minutos de retraso. Cómo explicarlo.
Fotografía de Ricardo Cruz
Sonia, profesora de español y literatura Tengo al frente a Sonia Bernal, pero aún no cruzamos palabras. Días atrás, mi madre, haciendo de intermediaria, me ayudó a conseguir algunas de las entrevistas mientras yo esperaba en casa, engordando de una manera vergonzosa: SONIA BERNAL (a mi madre): Bien, bien… ¿Y cuánto es que necesita tu hijo? MI MADRE: No, él sólo quiere entrevistarte. Él… Yo lo sabía todo. Todo. Lo que viene siendo la versión de mi madre de su experiencia en el mundo docente. Quejas cansinas por la falta de colaboración, por la mediocridad de
algunos profesores y la mezquindad de otros. Siempre hablando de los problemas con los estudiantes, la violencia viva, elástica y plasmática, que parece ser el propio oxígeno; los embarazos precoces, varios casos por semana…, las desgracias, las tragedias, las historias increíbles. Pero también hablaba de las amistades, de los gestos bondadosos y de las cosas agradables que saltan los muros enormes y esperpénticos que rodean la escuela. Sonia es una mujer seria que aún conserva el acento nariñense. Tiene la piel blanca, y un corte de cabello muy particular, como el que solían hacerse los nazis. Mi madre me ha hablado de ella en muchas ocasiones en los últimos meses. ¿La razón? Bueno, podrían ser dos: una, es que Sonia hizo estudios de literatura hispanoamericana en el Instituto Caro y Cuervo. Suena raro, pensando en el contexto de los maestros de educación básica en el sector oficial. Uno se imagina que alguien egresado del Caro y Cuervo termina trabajando para una editorial o dando clases en una facultad de literatura. Uno se imagina muchas cosas, y por eso al final no sabe nada de nada. La otra razón es que Sonia se dedica, además de la docencia, a prestar dinero. Ya sabrán entonces por qué le peguntó a mi madre cuánto necesitaba yo. Así que como ya sabía todo, sólo atiné a reírme cuando mi madre me contó que Sonia, la profesora de español y literatura, creyó en un comienzo que yo le iba a pedir dinero prestado. MIGUEL TEJADA: Jorge Isaacs. Gran tipo, inquieto y apasionado. ¿Qué le dice ese nombre? SONIA BERNAL: Orgullo. Fue un gran hombre de letras, alguien que abrió un camino glorioso para la literatura colombiana. MIGUEL: Sí, sí. ¿Sabe qué tiene que ver Isaacs con la educación pública en Colombia? Hace poco estuve leyendo algo sobre la historia de la educación… SONIA: No, no, la verdad no. Nos sentamos sobre un borde de concreto que sobresale horizontalmente de un gran muro de unos cuatro metros de altura. Estamos en el parqueadero de la escuela. Parece que nos estuviésemos escondiendo entre los carros de algunos profesores. Hay bastantes carros, interesante. Los estudiantes regresan a sus aulas, el descanso ha finalizado. Sonia luce incómoda, pero ante mi comentario sobre Isaacs, responde con moderado—pero perceptible— entusiasmo. Isaacs nunca se dedicó a la docencia. Tal vez era demasiado inquieto como para estar en un solo lugar. Tenía que moverse por todo el país. Y su espíritu alocado y salvaje, motivado por el creciente fervor del radicalismo, sirvió para que lograra que la educación en Colombia fuera, por algún tiempo, de carácter obligatorio y con una orientación laica. Isaacs también luchó para que los sectores miserables tuvieran escuelas, para que las minorías se alfabetizaran, porque estaba absolutamente convencido de que un pueblo ignorante estaba condenado al fracaso. Isaacs era tildado por la iglesia católica y por los conservadores de hereje y lunático. Tenía pesadillas con eso. Tal vez es mejor dejar a Isaacs tranquilo, perdido en la noche y en la muerte, ignorante de lo que hoy somos, ignorante de lo que pasó después, muchos años después. SONIA: No tenía idea… MIGUEL : ¿Por qué se hizo maestra?
SONIA: Herencia familiar. Herencia de mi madre. En la familia somos tres maestras. Crecimos con eso…esta labor es muy linda, porque… ¿sabe? … le da uno la oportunidad de conocer a mucha gente. Yo trato con más de 600 personas en la semana, entre padres de familia y alumnos ¿Se imagina? Y luego está la cuestión del afecto, a uno lo reconocen en la calle, uno se encuentra a los alumnos en todas partes. Tiene razón: en repetidas ocasiones mi madre ha sido reconocida por niños que venden golosinas en los semáforos. A veces tocan la ventanilla del taxi o del carro en el que vamos, y mi madre, después de sobresaltarse, los saluda. Un día, cuando salía de la casa, mi madre vio que alguien — o algo— se escondía entre unos tarros de basura. Era una niña de unos doce años. Tenía la cara sucia pero mi madre la reconoció. Trabajaba junto con su madre escarbando en la basura, en el negocio del reciclaje. La niña había sido su alumna meses atrás. Mi madre se acercó y la regañó: le dijo que le parecía muy mal que se avergonzara de su trabajo, luego le dio un pequeño sermón sobre la dignidad y la belleza de esas cosas. La niña tenía puestos unos guantes de látex, me contó después mi madre. «Lo admirable es que uno la ve en la escuela y luce impecable, más limpia y mejor presentada que muchos de los otros alumnos» MIGUEL : ¿Qué cree que hubiera sido si no se hubiera dedicado a esto? SONIA: Abogada, sin duda. No soporto la injusticia. Siempre estoy pensando en la defensa del más débil. Si el lector ha seguido con algo de interés este relato, pensará que justo en este momento un comentario ligeramente malicioso sobre su labor de prestamista hubiera caído bien. Pero no. Lo pensé, pero mi proceder fue lento. Un alumno se acercó a preguntarle algo a Sonia. Yo aproveché para dar una mirada a las instalaciones de la escuela. Había estado allí varias veces en mi niñez y siempre me pareció un lugar hostil y olvidado por la divinidad, como las ruinas de una aldea africana tras una explosión nuclear. Pero ahora, el lugar no lucía como cuando era niño. Seguía sintiéndome en un paisaje agreste; ahora representado en un enorme parqueadero al aire libre, lleno de carros y con capas y capas de asfalto negro que hierve al mediodía. Una meseta de alquitrán y arena cubría lo que antes eran pequeñas dunas de polvo amarillento. Los bloques de aulas habían sido pintados hace poco de un color amarillento pálido. Todo parecía nuevo pero construido a la carrera, como si diera lo mismo que el lugar se destinara para chatarrizar carros, matar ganado o educar a niños y jóvenes. MIGUEL : Por mera curiosidad, y no con el ánimo de hacer un juicio sobre sus decisiones… ¿Por qué enseña en una escuela pública, habiendo hecho una especialización en el Instituto Caro y Cuervo? SONIA: Bueno, lo que le decía ahora. Esta experiencia, a pesar de los problemas, es gratificante. He trabajado en universidades privadas, pero me siento mejor aquí, en este medio. MIGUEL : Es casi inevitable que le pregunte por los problemas… SONIA: Uno siente que trabaja con las peores condiciones. Y me refiero a algo que va más allá de lo físico, de los salones que se inundan y de la absoluta escasez de materiales, del abandono… hablo de lo que uno siente a sus espaldas, los pasos grandes, las jugadas políticas que buscan acabar con la educación pública, todo disfrazado y disimulado, para que la gente no se dé cuenta…Mire el asunto de la cobertura educativa, lo de la “revolución educativa”, para ser más precisos; el Gobierno traslada poco apoco a los estudiantes hacia colegios privados, entonces, empiezan a sobrar maestros… MIGUEL : Como otras cosas: se le encarga al sector privado lo que no puede hacerse bajo el fuero estatal… Y hablando de lo mismo, Sonia, ¿Ha oído hablar usted sobre la Alianza para la educación? SONIA: No tengo la menor idea. MIGUEL : Es un convenio que tiene el Gobierno nacional con Microsoft, para dotar de computadores a las escuelas públicas. SONIA: ¿Y para qué? Hace más o menos cuatro años construyeron aquí la sala de sistemas y eso fue todo, los computadores están cubiertos de polvo y telarañas. Todo parece estancado. Es que es eso, precisamen-
te: yo la verdad no me quejo por mi salario, gracias a Dios, tengo un esposo y una familia y me siento apoyada; nuestra situación económica es buena, pero esto aquí es una locura de pobreza. Es decepcionante. MIGUEL : Entiendo. Entonces, ¿Qué más hace usted además de trabajar aquí? ¿Hay otra cosa que le interese aparte de esto? SONIA: La verdad, cuando pienso en eso siento mucha tristeza. Yo solía leer mucho, pero un día mis ojos ya no dieron más. Fue como si de un momento a otro me empezara a quedar ciega. Yo no soy una muchacha, pero tampoco tengo ochenta años, así que para mí esto ha sido terrible. Hoy en día no puedo leer gran cosa. Mis ojos no resisten, están acabados… MIGUEL : ¿Cuál fue el último libro que pudo leer completo? SONIA: Uno sobre dianética… Mi gesto de desconcierto (o de burla torpemente disimulada) no pasa desapercibido. Sonia no sonríe. No puedo imaginarla en medio de la agitada vida docente en esta escuela, en medio de la efervescencia infantil y adolescente, enriquecida por la actitud desafiante y escéptica de los estudiantes que han caído en este mundo para enfrentarse a gente mentirosa, cruel y arribista. No puedo imaginarla, con su frialdad y su discurso lacónico, haciéndose entender en medio de gritos y escenas dramáticas de desesperanza y desencanto. SONIA: La dianética es básicamente la misma cienciología. A mí me llama poderosamente la atención el hecho de que no hayamos explotado el poder de la mente. Pero mire, si le voy a hablar de esto a un estudiante o a un padre de familia, dirán que estoy loca… Yo creo que hay que estar loco para creer que un par de sesiones de aeróbicos psicológicos y espirituales (un coctel de fe y astronomía) pueden reparar los defectos de la mente y curar las heridas que la vida produce en la conciencia. Yo creo que hay que estar loco para creer en el fanfarrón de Tom Cruise y en su disparatado discurso sobre esta metarreligión. Qué diablos. Sonia me dice que tiene que marcharse. Yo le agradezco el hecho de haber aceptado la entrevista. Ella me asegura que lo hace con gusto, se levanta con un montón de papeles que durante toda la charla sostuvo contra su pecho, como si temiera que alguien fuese a arrebatárselos, y se marcha. Camina hacia el fondo del parqueadero y la veo perderse entre un grupo de gente. Me quedo pensando en cosas sin importancia mientras la observo: Sonia parece estar en otra parte; habla con excesiva calma y es como si caminara entres sombras, entre seres mudos e inofensivos. Esto que veo no se parece a lo uno se imagina tantas veces cuando piensa en el escenario de la escuela pública. Es probable que Tom Cruise esté en lo cierto.
2. Gladys, profesora de ciencias sociales A la siguiente semana volví a la escuela pero no había pactado ninguna entrevista. Nadie me esperaba. Sólo le dije a mi madre que probablemente pasaría por allí. Tenía pensado estar un rato en el lugar simplemente para observar, tomar algunas fotos y tal vez hablar con alguien. Llegué justo a la hora del descanso. Cuando por fin me dejaron entrar, encontré una imagen distinta. (El vigilante llamó a mandar a mi madre de muy mala gana; era un tipo rubio malencarado con rasgos antioqueños, que a juzgar por su apariencia parecía un reinsertado, un ex paramilitar amargado por sus recuerdos. «Es mi hijo, él viene a hacer unas entrevistas…» El portero gruñó y me dejó seguir). El parqueadero estaba lleno de estudiantes. Algunos gritaban y corrían por todas partes. Niñas jugando rayuela en el asfalto recalentado, muchachos pateando una pelota quién sabe a dónde, otros comían y reían. Me pareció que todos lucían infinitamente felices. Tuve que hacerme paso entre tanta gente y esquivar unos cuantos pelotazos para poder ubicarme en un sitio más tranquilo. Si uno camina hasta el final parqueadero encuentra la tienda, una caseta de hojalata pintada con los colores de una famosa empresa nacional de refrescos. Al lado pude ver lo que parecía ser un improvisado comedor en medio del parqueadero: una carpa de plástico con una mesa y dos sillas debajo. Sentada en una de las sillas Rimax, estaba Gladys, la profesora de sociales. Saboreaba una enorme ensalada de frutas. Me saludó y me invitó a sentarme. Estaba sola, sobre la mesa tenía una enorme bolsa llena de carteras y agendas hechas con fibras naturales (calceta de plátano, iraca…) y papel reciclado. Gladys es amiga de mi mamá desde hace varios años, pero yo sólo tuve la oportunidad de hablar con ella por primera vez algunos meses atrás. Gladys me había pedido el favor de que le ayudara a poner en una página de internet fotos y textos sobre su proyecto de artesanías y trabajo ecológico con algunos estudiantes y padres de familia del sector. Yo acepté ayudarle. Así empezó un proceso de varias semanas en el que tuve que escuchar su experiencia con el trabajo ecológico y artesanal, su preocupación por el medio ambiente y la ecología. Tomé no sé cuántas fotos a todos los productos que han elaborado los estudiantes y los padres de familia participantes en el proyecto: carteras para mujer, pulseras, separadores para los libros, agendas y libretas hechas con papel reciclado; me mostró las dos notas de prensa en las que se registró su trabajo, dos recortes que ya lucen amarillentos….Acepté ayudarle, pero reconozco que sólo fue por el dinero que había prometido darme si le colaboraba con el diseño de la página de internet. Durante casi media hora Gladys me estuvo contando sobre los avances del proyecto: hay nue-
vos productos y parece que algunas ONG’s están muy interesadas en apoyar el trabajo. Gladys está contenta, a pesar de que hay noticias lamentables por otro lado: parece que va a tener que trasladarse a otra escuela en el sector de la Buitrera porque no pudo resistir más la falta de colaboración y el desinterés de las directivas y algunos profesores de la escuela por su iniciativa de trabajo ambiental y liderazgo en las comunidades estudiantiles. GLADYS REYES: A mí no me importa que algunas personas desestimen mi interés por el trabajo con la comunidad…esto no es una cuestión de orgullo. Lo que me parece increíble es que parezca incomodarles el hecho de que los estudiantes tomen conciencia, que piensen y actúen sobre su en torno, que hablen y opinen en las clases, porque sienten la confianza y el entusiasmo para hacerlo. Mucha gente ve como algo negativo que estas iniciativas sirvan para que los estudiantes cuestionen y piensen la sociedad. Es terrible… MIGUEL TEJADA: Sin duda. Eso y el hecho de que todo se administre con técnicas empresariales. El arte, la educación, la salud… Que me disculpe el lector. No sé qué diablos estoy diciendo. GLADYS: Es que mira: de la década del ochenta para acá vivimos en un gran retroceso. Todos los días perdemos cosas que habíamos ganado en los sesenta y en los setenta con el fortalecimiento de los movimientos sindicales…hubo en esos días una respuesta, una manifestación intelectual de los maestros, pero ahora las cosas son difíciles, porque hay mucha apatía dentro del mismo gremio… MIGUEL: Sí, eso lo nota uno, pero también, si uno mira con cuidado y lee con calma, puede percibirse también un esfuerzo sutil en los grandes medios por desprestigiar el movimiento sindical. Por supuesto, siguiendo las directrices de personas poderosas que encuentran incómodas estas manifestaciones. Es cierto que existen inconsistencias (¿dónde no existen?), claro, pero el problema es que cuando un asunto es atrapado por la agenda mediática, pasa a ser una percepción generalizada, una nueva y engañosa realidad… Gladys me escuchaba con atención, hasta que llegaron dos niñas de unos diez años a pedirle una pastilla para el dolor de cabeza. Gladys, que parece una joven exploradora, saca de un morral de alpinista un pequeño botiquín y le da un dolex a una de las niñas. GLADYS: Disculpa, Miguel…respecto a lo que decías, es cierto, pero la gente no es estúpida… es decir, los medios dicen las cosas porque están siempre del lado oficial, del lado de los Gobiernos y de las empresas, pero lo que pasa es que la gente no tiene cabeza para pensar en luchas por una razón muy simple: la situación económica. MIGUEL: De acuerdo, la gente no traga entero, lo que pasa es que está muy cansada y muy desencantada como para manifestarse. GLADYS: Recuerdo que cuando estaba haciendo una especialización en la Universidad Santiago de Cali nos reunieron para una especie de asesoría psicológica. Éramos más o menos 30 maestros. Cuando nos preguntaron por qué estábamos haciendo la especialización, 28 respondieron que lo hacían para mejorar el sueldo. No les interesaba nada más. MIGUEL: Pero entonces ¿Puede uno criticar su actitud, viendo que las condiciones laborales y las prestaciones sociales son desfavorables? GLADYS: Es duro, pero si nadie hace nada estaremos peor…Los gobiernos han hecho cosas terribles en los últimos años, como nombrar a un zootecnista como ministro de educación (¡¿?!)…pero a mí me cuesta aceptar que a muchos maestros no les interese luchar por mejorar las cosas… MIGUEL: De todas formas, como siempre, miramos de entrada una radiografía en su conjunto ¿No hay cosas rescatables? GLADYS: Las hay, lo que pasa es que, como te digo, se trata de tener un espíritu que no sea mediocre y derrotado. A uno las adversidades no lo pueden condenar a vivir en la mediocridad. Hay muchas cosas rescatables. Por ejemplo, mi primer trabajo en una escuela de la ciudad fue en el barrio 7 de agosto. El impacto inicial fue muy difícil. La escuela estaba gobernada por una especie de clan familiar. La directora había puesto a casi toda la familia a trabajar en el colegio. Abandono estatal absoluto. Recuerdo que en una reunión de profesores un profesor sacó un cuchillo para amenazar a otro. Simplemente le caía mal porque era negro. Y era como si no ocurriese nada. Había otro profesor que estaba loco, totalmente deschavetado. Un día se quitó la ropa y empezó a correr por todo el colegio con un hacha en la mano. Era el cuñado de la directora, así que nadie hizo nada, nadie protestaba. Después el tipo se subió a un árbol y empezó a gritar como un simio. El tipo se creía un simio. Pero a pesar de todo, Miguel, yo hice el esfuerzo por no dejarme afectar por todas estas cosas. Venía de tener una experiencia preciosa en una escuela rural, en la zona
montañosa de Pradera (Valle). Tenía que subir a caballo a la escuela, que estaba trepada en la montaña, a 2500 metros sobre el nivel del mar. Estuve trabajando un año en ese lugar y hoy te digo que fue una de las experiencias más hermosas que he tenido. El paisaje, los niños y su amor por la agricultura y por su tierra, todas esas cosas le dan a uno fuerzas para aguantar lo problemas: el viaje tan pesado, los combates entre la guerrilla y el ejército…estábamos en medio de un constante cruce de balas, pero hacíamos nuestro trabajo, los niños aprendían y nosotros también aprendíamos como maestros, conocíamos nuestra zona rural y la labor de nuestros agricultores. Es un hermoso recuerdo… El sol pierde fuerza. La brisa de la montaña desciende sobre la escuela. Allí estamos sentados Gladys y yo, en pleno parqueadero. Miro una vez más de forma panorámica toda la planta física de la institución. La brisa refresca mis pensamientos. Hay demasiado asfalto y los bloques de aulas parecen los bloques de una penitenciaría. Gladys se excusa y se retira para hacer una llamada. Me quedo sentado. La entrevista ha terminado, pero siento que aún no es hora de irme. Sonia, la profesora de español que había entrevistado una semana atrás, acaba de salir de clase. Tiene otra vez los libros apretados contra su pecho, los abraza con fuerza. Se sienta enfrente, al otro extremo de la mesa. Me saluda, me pregunta cómo va el trabajo. Yo sonrío. Luego Gladys regresa y saluda a Sonia. «Siempre tan juiciosa». Sonia sonríe. Nunca la había visto sonreír. «Sí, tengo que hacer mis cuentas…». Gladys sonríe y me mira. Yo creo saber qué me está queriendo decir. Sonia saca un enorme cuaderno cuadriculado. Tiene consignados nombres y cifras. Hace cuentas con una calculadora. Apunta, piensa por unos segundos, vuelve y escribe, hace otra operación en la calculadora… Gladys sonríe otra vez.
3. Ella enseñaba español, lo recuerdo (Jesús, profesor de educación física) A Jesús lo conocía de vista. Hace dos años lo vi por primera vez cuando fui a la escuela a llevarle unos documentos a mi madre. Ambos estaban parados al lado de la entrada, un portón de hojalata pintado por los trabajadores de la empresa de aseo de la ciudad. Parecía que estuvieran haciendo vigilancia. Mi madre llevaba media hora esperándome y charlaba con Jesús. «Este es mi hijo, a él también le gusta la fotografía». Jesús me miró y sonrió. Tenía una cara inmensa, llena de cicatrices producidas por un acné malvado. Era alto y fuerte, como un inmenso pielroja. «Imposible negarlo», le dijo a mi madre.«Son idénticos». Cuando regresé al colegio para hablar con algunos profesores vi a Jesús por accidente. Estaba en una panadería ubicada a cuadra y media de la escuela, sobre toda la avenida Circunvalar. Yo acaba de hablar con dos profesoras y sólo quería irme a casa a dormir. Me paré a esperar un taxi, cuando Jesús me reconoció. «El hijo de Cristina». Llevaba el pelo más corto y me pareció que había engordado bastante. Lo saludé con desgano, pero igual se me acercó. Me estrechó la mano, un apretón exagerado. Odio que la gente haga eso. Él, como muchos compañeros de mi madre, ya sabía en qué andaba yo. Todos sentían curiosidad y eso me irritaba un poco. Me ofreció un pandebono pero lo rechacé. Los pandebonos yacían como pequeños cadáveres alineados sobre un mostrador metálico, al aire libre, arropados con una fina capa de polvo y polución. Jesús pidió uno y se lo devoró en tres bocados. Tenía puestos unos lentes de sol oscuros. Puso sobre una mesa un enorme casco de motociclista. Yo no sabía si era profesor de educación física o de español. Mi madre hablaba de él pero yo casi nunca le prestaba atención. Sólo recuerdo que decía que a él también le gustaba la fotografía, y que muchas de las fotos de los eventos y los paseos de la escuela las hacía él. MIGUEL TEJADA: Sí… estoy escribiendo un texto para una revista de la Universidad del Valle. Miré el reloj y eran apenas las cuatro de la tarde. Podría ir a casa y dormir, pero eran apenas las cuatro de la tarde y nadie podía dormir con un calor semejante. JESÚS PIAMBA: Tengo una cita con el dentista a las cinco. ¿Usted estudia periodismo? MIGUEL: Ummmm.
Así me ocurren muchas cosas. Juro que no lo voy a hacer y al cabo de un buen rato estoy en problemas. Saco mi cuaderno y me meto el lapicero en la boca. Sabe a monedas. Me voy a morir de septicemia. JESÚS: Yo me crié con dos hermanos y con mi padre. Mi madre murió cuando tenía seis años y mi padre nunca más volvió a casarse. El vendía cosas, ya sabe… cosas baratas, trampas para ratones, cremas dentales ecuatorianas, pilas coreanas, cortaúñas, peinetas y en alguna ocasión también vendió revistas viejas. Es curioso: fue gracias a esas revistas que él llevaba a veces a casa, y que por lo general se quedaban ahí (porque nunca las vendía), que me enamoré de la fotografía. Recuerdo mucho que había una revista francesa sobre aviación. Era como de mediados de los sesenta. Tenía unas fotos espectaculares de cazas de la fuerza aérea francesa, todo tipo de reactores supersónicos y cosas por el estilo. Siempre me causaba mucha admiración y curiosidad pensar cómo lograban tomar esas fotos en el cielo. ¿Verdad?...cómo podrían congelar en una imagen un aparato que viajaba casi a la velocidad del sonido .Muchas fotos eran de un famoso avión francés, el Caravelle. Días después busqué en Internet fotos del Caravelle. Un avión muy francés. Aburrido y simplón. Ni un estallido sónico logra conmoverlos. Luego busqué fotos de aviones jets de la década del sesenta. Casi todas las imágenes que aparecieron eran ilustraciones similares a las tiras cómicas del Hombre Araña. MIGUEL: Creo que los primeros que desarrollaron un avión a propulsión fueron los alemanes, justo antes de la segunda guerra mundial… JESÚS: Los nazis tenían buena ingeniería, pero siempre hicieron aviones feos. Pero bueno, más allá de esas fotos, yo sentía una pasión muy particular por la fotografía de las revistas en general; fueron muchas más cosas para inspirarme: las portadas de las revistas de moda, la revista Life y esas fotos espectaculares de la llegada del hombre a la luna. Aún las conservo. No sé de dónde salían esas revistas. Casi todas estaban en inglés. «Pura basura. Nadie compra eso», decía mi padre. Yo sólo pensaba en tener una cámara y tomar fotos como las de las revistas. Ese fue un sueño constante de juventud. Mi padre decía que a los fotógrafos no les iba muy bien, que terminaban en fiestas de ricos, como un primo de él, decía, y casi nunca les pagaban. El primo Israel se había suicidado y a mi padre eso le parecía inaceptable. Siempre nos contaba la historia del primo Israel para impresionarnos. Un contraejemplo. Cierto día al tío lo habían contratado para que tomara fotos en un bautizo. El padre de la criatura había llegado borracho y la mujer le hizo un escándalo. La fiesta se arruinó, hubo insultos por todo lado y las familias de ambos padres terminaron arrojándose botellas de cerveza y pedazos de pastel. Cuando el tío Israel fue a cobrar su plata, el padrino lo amenazó con un pico de botella. A mí me parecía que los fotógrafos que trabajaban en esas revistas debían ganar mucho dinero. Pedí una cerveza y un cigarrillo. Jesús recibió una llamada al teléfono celular. Habló en voz baja. Colgó en menos de un minuto. JESÚS: Es mi hermano, me dice que la esposa ha tenido que ser llevada de urgencias al hospital. Yo creo que va a decirme que paremos la entrevista, así que apuro mi cerveza y empiezo a recoger mis apuntes. Ya estaba emocionado. Siempre me pasa. MIGUEL: ¿Es algo grave? JESÚS: Apendicitis. Supongo que la operan y ya está. El problema es que mi hermano tiene una ferretería y me dice que no puede dejar a nadie encargado. Después de que uno de los trabajadores de mayor confianza lo robó, se ha hecho cargo del negocio él solo. Se está acabando la vida. Me dice que ya no puede dormir bien. Yo le digo que tiene encontrar a alguien de confianza, pero él dice que ya no cree en nadie. En vacaciones paso algunas semanas en el negocio, colaborándole. Él me da algo de plata, como para la gasolina de la moto, me dice. Yo no suelo salir en la temporada vaca- Fotografía de Ricardo Cruz cional. Lo hacía hace años, me iba para el Cauca y tomaba muchas fotos, pero ahora como están las cosas, a uno no le dan ganas de moverse a ninguna parte… Hice una breve pausa. Un silencio de diez segundos, tal vez quince. Por alguna razón no asocié eso de « como están las cosas» con la conversación de siempre: los problemas de inseguridad y el terrorismo, los paseos millonarios… Pensé en su evidente soledad, pero dada la falta de confianza era más que necesario que le preguntara por otras cosas. El problema era que ya había escuchado historias de maestros y todas me aburrían. Todas decían lo mismo, con sus matices apenas rescatables, todas ter-
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minaban hablando mal del Estado y de las políticas educativas. ¿Es útil seguir hablando? Para eso están los estudiantes de sociología. Después se cansarán o se volverán profesores. MIGUEL: (termino la cerveza en dos segundos, como un camionero) Podemos dejar aquí, para que usted vaya y reemplace a su hermano, yo entiendo. JESÚS (se levanta hacia el mostrador y pide otro pandebono): No, no, yo le dije que iría más tarde. Siento un terrible dolor en el pecho. La cerveza se ha quedado atorada, ante la prisa con la que bebí. A duras penas sé como poner en marcha un Twingo y pretendo beber como un tractomulero. Saco otra vez mi libreta de apuntes. Jesús me mira a través de sus lentes oscuros. JESÚS: ¿Por qué no hacés las entrevistas con grabadora? ¿No es mejor así? MIGUEL: Prefiero tomar apuntes. Jesús insiste: ¿Pero no es más fiel la grabación? MIGUEL: (escribo unas cosas en la libreta y me demoro en responder) Sin duda, pero en este caso no pienso escribir sobre todo lo que hablamos; quiero recoger algunas impresiones solamente, conversar con la gente. En muchos casos las grabadoras producen intimidación. JESÚS: Eso es cierto. A mí, por ejemplo, me pasa eso con las cámaras de televisión. En varias ocasiones me han intentado entrevistar en la calle y yo he huido. MIGUEL: Y sin embargo, le gusta tomar fotos… JESÚS: No, no, la fotografía es un arte. Lo que usted hace con una cámara de video es algo totalmente distinto. A mí me parece una falta de respeto, cuando quieren sacarlo a uno en televisión, me parece… MIGUEL: Aberrante… JESÚS: Peligroso. A usted lo pueden grabar en la calle y créame que no sabrá qué pueden hacer con eso. Y lo mismo pasa con la fotografía digital; uno nunca sabe qué es lo que está viendo. MIGUEL( bostezando): ¿Qué piensa de las relaciones por Internet, de los amores cibernéticos? JESÚS: Bueno, cuando decía lo de las fotos digitales, hacía referencia a las alteraciones, a los fraudes que se pueden hacer. Usted sólo necesita un programa y listo, cambia lo que se le antoje. Lo de los encuentros por Internet es algo que ha surgido por necesidad…, creo, porque el hombre de ahora no tiene tiempo para vivir periodos extensos de conquista y mucho menos para ir de un lugar a otro. Recuerdo que cuando estudiaba en la universidad tuve una novia que era de Palmira. Usted dice que Palmira está cerca, pero haga ese viaje dos veces por semana y luego haga la cuenta de todo el tiempo de su vida que pierde sentado en un bus. Al final ni supe por qué me pegaba ese viaje. Una vez llegué, como a las doce del día al terminal de buses de Palmira y cuando me bajé del bus sentí que estaba malgastando mi tiempo y mi plata pendejamente. Me compré un tinto y me devolví para Cali. Yo intenté una vez tener una cita con una muchacha que conocí por Internet y la cosa iba bien hasta que empezamos a hablar de encontrarnos. Uno no se aguanta esa frialdad. El problema era que ella vivía en Australia. MT: Australia o Perú: ésa es precisamente la gracia, no importa si vive en Hawai o en Palmira, uno sabe que todo se puede acabar en medio segundo, pulsando una tecla. (Jesús bosteza. Justo cuando siento que estoy logrando algo con la conversación, cuando por fin veo una imagen interesante sobre su extraña vida de fotógrafo profesor de algo, Jesús arruga mi felicidad como si fuera una servilleta usada. Nada parece afectarle. La vida es una serie de monótonas diapositivas en sepia pero nadie llora por eso. Hay cosas peores, como las malformaciones genéticas o los androides japoneses apoderándose de los gobiernos y secuestrando a todas nuestras mascotas. Jesús me mira a través de sus lentes de motociclista solitario. Parece un caza recompensas de Hollywood en los años ochenta. Golpea la mesa con una gruesa argolla de plata que tiene en el dedo medio de su mano izquierda. Nada. Tal vez yo me quejo por todo. «Mire», me dice, señalando hacia la avenida. «Esos bellacos se volaron de clase». Yo miro hacia la calle. No veo nada. Hay tanta gente que no sé hacia dónde mirar. «Allá, esos dos. Son una parejita que está en noveno. El muchacho fue alumno mío hace dos años. Tiene otros cuatro hermanos…tenía cinco, pero uno murió aplastado por un camión de Coca-Cola, era un bebé. Cuando hablé con la madre me contó toda la historia: la señora estaba en el andén, justo afuera de la casa, el niño de dos años estaba con ella, pero en un segundo se perdió. Lo único que ella recuerda es un sonido espantoso de llantas quemándose contra el asfalto, y luego, gente gritando y corriendo hacia ella. Ella nunca vio nada. El conductor del camión
tampoco. Seis toneladas encima de una cosita que a duras penas caminaba. Lo mejor es que la mamá del niño después me dice que a pesar de todo fue una bendición, porque imagínese, era una boca más». Jesús vuelve y me señala a la pareja de adolescentes. Por fin los veo, están cruzando un puente peatonal por encima del canal de aguas negras que divide la avenida.«Lo que son las cosas de la vida: la novia del muchacho abortó hace cuatro meses y a pesar de todo siguen juntos… ¿No le parece increíble?» Un momento de debilidad para ambos, sin duda. La muerte y el amor, la desgracia, la Santísima y única Trinidad. El caza recompensas y el entrevistador idiota que se cree Humpter Thompson suspiran. MIGUEL: Me habló de otros dos hermanos. ¿A qué se dedica el otro? JESÚS: Sí, mi hermano menor, vive ahora en España y se dedica prácticamente a todo. En estos momentos creo que trabaja en construcción. La verdad es que el hombre nunca fue muy juicioso. Con mi papá tuvo muchos problemas, sobre todo en la adolescencia. Recuerdo que una vez yo estaba dormido y él llegó a eso de las 4 de la mañana. Mi padre lo estaba esperando despierto y terminaron agarrándose a golpes. Mi otro hermano y yo tuvimos que intervenir. Al otro día me di cuenta de que había llegado drogado, apestando a marihuana. En el colegio le decían ‘fosforito’ porque era bastante temperamental. Todo el tiempo se la pasaba peleando con los profesores y con otros muchachos. Finalmente, en octavo de bachillerato abandonó los estudios. Tenía más o menos 16 años. Tengo un alumno que es igual. Cada vez que lo veo me acuerdo de mi hermano. Es una verdadera lástima. MIGUEL: Bueno, cuénteme más sobre este interés suyo por la fotografía. JESÚS: Cuando yo estaba en el bachillerato, en el colegio Santa Librada, tuve mi primera cámara. Mi padre la consiguió a manera de pago por una deuda que tenía con un compadre. «Me estafó, me dio en la cabeza», decía el viejo cuando me dio la cámara. Siempre decepcionado de sus familiares, mi padre se quejaba siempre, pero nunca me pareció que fuera un hombre amargado. Dijo que me regalaba la cámara de cumpleaños, pero que pensara en estudiar medicina o negocios. «Hoy en día, los negocios y la medicina son lo único que da plata. Y el inglés, claro, hay que saber inglés.» Yo no me interesé nunca por el inglés, a pesar de que lo tuve siempre a la mano…por las revistas… MIGUEL: Pero supongo que tuvo la oportunidad de hacer algunas fotografías… JESÚS: Muy pocas. Un día salí del colegio y me robaron la cámara, llegando al Club Noel. A mi padre lo decepcionó la noticia, pero como siempre reaccionó con calma. Las fotos que tomé, de todas formas, no eran muy buenas; la cámara era una de esas baratas y no estaba en muy buenas condiciones. En ese entonces se pegaban de cualquier cosa, no como hoy, que cuando te van a robar primero ven la calidad de tu teléfono celular. Hace poco un ladrón me escupió en la cara: «¿qué putas voy a hacer yo con esto?» Y me devolvió mis cosas. Uno no sabe qué es peor. (Risas. Ambos reímos) MIGUEL: ¿Y después del bachillerato qué pasó? Mis puntajes no fueron los suficientemente buenos como para estudiar medicina, y los negocios nunca me llamaron la atención. Después de que me gradué estuve desocupado un par de años. Solía ayudarle a mi padre con las ventas. En ese entonces había conseguido hacerse distribuidor de aparatos para medicina. Las cosas lo persiguen a uno. Vendía estetoscopios, tensiómetros y repuestos para esas vainas. El trabajo daba más dinero, pero era muy agotador. Tenía que ir a hospitales y consultorios médicos todo el día. Recorría la ciudad de arriba abajo. Siempre se veía muy cansado, pero al hombre le gustaba ese ambiente, siempre hablaba con entusiasmo de sus amistades con los médicos y en varias ocasiones, cuando yo estaba con él, me presentaba a los clientes. Nunca sentí que me presionara directamente, pero sí lo hacía con la intención de que yo me sintiera atraído por ese mundo. También insistía en transmitirme su gusto por los negocios, decía que podía tener mi propia empresa. « Es mejor trabajar para uno mismo, responder por sus propias cosas». Mi padre murió en 1985 de cáncer en el estómago. Ya no vivía con él. Trabajaba con un primo en un almacén de ropa en el centro. Después entré a estudiar licenciatura en educación física.
Siento cierta pesadez en la conversación y decido guardar silencio por un rato. Jesús se ha comido el otro pandebono y está bostezando. Se quita los lentes de sol y me mira. Tiene unos ojos claros, ajenos a su color de piel, oscuro y tostado por el sol. No me dice nada. Intento volver a su relato: ¿Educación física? JESÚS: Sí, siempre me ha gustado. Era la clase que más disfrutaba cuando era estudiante. No porque tuviera un interés especial en un deporte en particular, sino porque siempre me sentía libre cuando hacíamos educación física. El pupitre siempre me picaba. Hay que ver la emoción de los muchachos cuando tienen clase de deporte. A mí me hacía falta estar en un espacio abierto, eso siempre fue un problema a la hora de rendir en otras materias. La verdad, sólo me gustaba correr por correr. Jugaba cualquier deporte, todos me parecían iguales… MIGUEL: ¿No toma fotos en sus ratos libres? JESÚS: Por ahora no, pero tal vez lo haga cuando ya no trabaje en esto. Lo hice hasta algún tiempo, ya estaba nombrado en un colegio en el oriente de la ciudad, pero tuve una experiencia un poquito amarga y decidí dejar a un lado la fotografía por un tiempo. Es como una cuestión de agüero. Había en ese colegio una profesora que me gustaba mucho. Ella enseñaba español, lo recuerdo. Tenía una voz preciosa. Yo siempre le decía que debería dedicarse al canto. Se llamaba Rosa. En las izadas de bandera ella era la que cantaba los himnos. Una noche me llamó para contarme que había perdido todos sus documentos en la calle. Cosas que pasan. Pero entonces, la muchacha pensó que sería buena idea llevar copias de los papeles en vez de los originales, en caso de que los volviera a extraviar. Yo tenía una cámara Zenit con la que de vez en cuando hacía fotos de paisajes y fotos de la ciudad. Enamorado como estaba, me ofrecí a hacer una foto de su cédula y luego se la hice laminar. Usted no hubiera podido notar la diferencia entre la cédula original y la foto que le saqué. Era una copia perfecta. Gané buenos puntos con eso. El problema llegó después cuando decidí hacer lo mismo con mis documentos. Mala idea. Una vez, cuando salía de una fiesta como a las 5 de la mañana, la policía me detuvo. El desgraciado que me revisó los papeles tenía un ojo de águila, porque sin pensarlo me dijo que le cédula era falsa y que por eso me iba a llevar preso. Estuve unos cuatro días en Villahermosa, hasta que se resolvió el asunto. Las audacias del hombre enamorado. MIGUEL. Hay mucha gente sindicada en esa cárcel. Duermen uno encima del otro. JESÚS: Bah... la cosa no fue tan mala. Es más lo que uno se imagina. No dormí ninguna de las noches, porque el calor y los zancudos son insoportables, pero la gente es amable, a pesar de que uno siente todo el mundo lo está vigilando a cada momento, no sólo los guardas, sino los mismos presos, lo miran a uno y uno sabe cuando es ‘sí’ y cuando es ‘no’, y todo el mundo tranquilo. Como estaba en espera de que se resolviera mi caso, me tuvieron en una celda grande con varios tipos. Terminé detestando esos programas de fútbol en la radio. Es lo único que se escucha allá. MIGUEL: ¿No le gusta el fútbol o no le gustan los locutores? JESÚS: Ninguno de los dos… ( se ríe, se le va el aire) Me gusta el fútbol europeo. MIGUEL: ¿Y qué pasó con la profesora de español? JESÚS: Las cosas se pusieron raras cuando salí. A ella como que poco le importó lo que me había pasado, y yo empecé a perder el interés. Mire muchacho: yo nunca he sido un hombre obsesivo con las cosas. Cuando uno ve que el asunto no promete, lo mejor es olvidarse. Después supe que se había casado con un negociante, un tipo adinerado. Dejó el puesto y nunca más volví a saber de ella… Respiro aliviado. Ya no me duele el pecho y el sol ha dejado de castigarnos con toda su furia. Cuatro y cincuenta. Los ojos de Jesús son verdes. JESÚS: Aquí entre nos, yo creo que el tipo era un mafioso, de esos…, porque la verdad, a la muchacha le iba bien. Mire, hay mucha gente que enseña en esta escuela y tienen más plata que el diablo, pero igual siguen enseñando, siguen trabajando aquí, porque tienen sus negocios o sus herencias y eso les da un alivio. Miro el reloj de la panadería: Coca Cola dice que son las cinco. Coca-Cola aplasta bebés en barriadas miserables. Jesús mira su reloj, imitación Timex. Me cae bien este hombre, hasta que me llama señor periodista… JESÚS: Bueno señor periodista, se me van a caer todas las muelas. MIGUEL: Espero que no. Mucha suerte con eso… JESÚS: Igualmente.
LOS
PROFESIONALES DEL DIVINO NIÑO Por Cindy García Llanos
Antes de construir la Fundación, en el 2002, este retazo de Palmira era un extenso lote baldío entre la vía Versalles –que al salir de la ciudad es la Recta Cali-Palmira – y los barrios Santa Teresita y Juan Pablo II. Ahí, los habitantes del sector solían tirar la basura que no sacaban a tiempo para ser recogida y los escombros de las pausadas construcciones de sus casas, que deberían depositar en la escombrera municipal, no muy lejos. El camino más corto desde la Versalles hasta estos barrios es atravesar el lote y muchos lo hacen a diario porque allí los dejan los buses que vienen de Cali y de municipios del norte del Valle. Hombres y mujeres (sobretodo las mujeres) aceleraban el paso ignorando la basura y mirando desconfiados el matorral, escondite seguro de ladrones y drogadictos provenientes de barrios cercanos, nunca de aquí. Abundantes eran las víctimas de robos y los rumores no confirmados de violaciones en ese lote donde la hierba crecía alta. ¡Qué buen sitio para albergar el futuro de un país! Los políticos dicen que los niños son el futuro, los medios de comunicación hacen eco y la gente común lo repite a grandes voces. La construcción del Hogar Divino Niño trajo consigo una carretera que conecta la Vía Versalles con los barrios nombrados. Ya no hay basuras ni ladrones haciendo guarida. Desde fuera, la Fundación parece una finca en medio del terreno, en especial cuando Jefferson Morales saca a pastar las 41 vacas de su patrón. Es inevitable que el ganado quiera comer la hierba que rodea la fundación e incluso la que está del otro lado de la alambrada. La labor es más difícil cuando el ganado se dispersa mucho, y Tony, el labrador dorado salpicado de barro, se echa a descansar de haber dormido toda la noche. Uno se siente en el campo y hasta respira un poco mejor con los olores del pasto, el ganado y su boñiga, pero la ciudad impone su ley. Con el transcurrir del día los niños deben ignorar el rechinar de los motores, la bocina de la mazamorra y los pregones de los vendedores ambulantes. Temprano en la mañana una leve neblina cubre esta parte de Palmira. A las seis y cuarto los primeros estudiantes llegan al Divino Niño saltando obstáculos imaginarios o charquitos de agua de alguna lluvia nocturna, de esas que por ser inesperadas son el tema de conversación de las madres. Un olor a boñiga fresca perfuma el aire circundante, mientras los niños más pequeños caminan rumbo a la escuela de la mano de su madre. Los estudiantes más grandes, entre 13 y 17 años, llegan contoneando sus cuerpos al compás de un reggetón que suena en sus cabezas. Se exhiben unos a otros, y los insinuantes movimientos del reggetón son un buen baile de cortejo.
Fotografía de Cindy García
Impávidas en medio de la algarabía, dos señoras de largas faldas floreadas esperan en la entrada. Una instruye a la otra sobre cómo hablar para que su hijo o hija ingrese a la institución. Diga la verdad, que ha sido muy difícil, que el papá no está, dígale… Si, yo sé, replica la otra revisando unos documentos que tiene entre manos. Aunque el año lectivo inició hace unas semanas, las matrículas continúan ya entrado septiembre, como manifestando que la educación es un derecho que prima sobre calendarios escolares. La Fundación, que en principio se había pensado como un orfanato, cuenta con doscientos veinte metros cuadrados. Estuvo financiada por la Diócesis de Palmira y por algún otro personaje que prefiere el anonimato, pero la cabeza del proyecto ha sido sólo una. Esa cabeza lleva el nombre de Teresa Aviles, pertenece a la orden religiosa de las hermanas San Vicente de Paúl y veía el edificio en funcionamiento cuando apenas era un diseño del arquitecto Carlos Cuasialpud. Nadie puede negar la seriedad de Sor Teresa ni su desvelo constante por hacer obras en beneficio de la comunidad, pero ninguna razón fue suficiente para los habitantes de Santa Teresita y Juan Pablo II, que se opusieron a ser vecinos de unos niños sin hogar y quién sabe con cuántas mañas. Con la gente en su contra, Sor Teresa cambió de planes e hizo de su orfanato una escuela. La llamó Fundación Hogar Divino Niño, en honor al tierno infante de túnica color rosa y corona de oro. Al principio los niños eran más incontrolables que ahora. Raúl Montoya, profesor de matemáticas, vive enfrente del Hogar Divino Niño y fue uno de los opositores a la existencia del orfanato. Luego, regaló clases los martes y jueves en la mañana durante los primeros años de actividades de la escuela, y dice orgulloso que contaba con el respeto de mis alumnos y colegas. Ya pasaron los tiempos de tensiones entre docentes, y los problemas con los estudiantes han disminuido en estos cinco años. Raúl Montoya comenta que en el Hogar laboraban varios familiares de Sor Teresa Aviles. Algunos especulan que era un método para mantener su dictadura, pues en la fundación sólo se hacía su voluntad, pero no se descarta que el presupuesto no dé para mucho y como los familiares no cobran tanto, su presencia era una manera de disminuir gastos. Los comentarios se hacen en voz baja para no interferir con la reciente armonía. La Fundación sigue creciendo a paso lento: unos ladrillos por aquí, un par de trabajadores por allá y sin preverlo, un par de salones más, un patiecito y nuevos baños de enchapado verde. Pero los cambios no han sido sólo físicos. Sor Teresa fue transferida a Ecuador dejando atrás una escuelita que se las arregla sin su dirección. Por su parte, la Diócesis de Palmira insiste en ponerle un “dirigente espiritual”, por lo que asignaron al Padre Luis Carlos Gonzáles la dirección del plantel, a sor Edilma Vélez como representante legal. A la hermana Berenice Gaviria la están persuadiendo para que asuma la Fundación como hasta hace poco lo había hecho Sor Teresa: de tiempo completo. Sor Berenice es una paisita joven, pequeña y de gran carisma que de mil amores me encargaría de la fundación, pero debe velar por el jardín infantil Sixta Julia y por la casa que habitan las Hermanitas de la Anunciación. Por eso, en lugar de aceptar otra responsabilidad, se dedica a ayudar en el Divino Niño como mejor le queda. En las tardes se le ve por los pasillos de la escuela acariciando las cabezas de los niños o bajo las carpas que hacen de salón de clases realizando Escuela de Padres, así no haya quórum.
Fotografía de Cindy García
El Hogar Divino Niño funciona con cuatro salones relativamente amplios e iluminados, una pequeña oficina con un computador y un sillón, una cocina, cuatro baños con el enchapado nuevecito y dos pequeños patios interiores, cada uno iluminado por la luz de una claraboya. En el exterior hay dos carpas haciendo las veces de salón de clases y un garaje de guadua, que también ha de servir como despensa. A pesar de los políticos, los niños antes de ser el futuro son el presente. Son lo que viven, lo que comen o dejan de comer. Por eso a las nueve de la mañana una de las cocineras sirve Bienestarina con pan para los niños desde preescolar hasta noveno. Las mañanas del Divino Niño no se caracterizan por su disciplina, pero son tranquilas comparadas con las tardes. La escuela es la misma, lo que cambian son los niños, los profes. En las tardes funciona el programa de educación desescolarizada con niños de todos los tamaños y colores corriendo por cada espacio. Un par de éstos se disputa una patineta en el mismo salón donde otros le cogen el ritmo a unos tambores improvisando sones del pacífico. La clase de música ya terminó, pero Janio Plaza, el profesor, los deja practicar un poco más porque en lo mío les va bien, a ellos les fascina. Hace tres años que enseño aquí y le digo que son niños muy especiales. Uno llena el espacio de ellos y aunque son difíciles, en el fondo lo que necesitan es el cariño de la gente. En el resto del Hogar los niños estudian (intentan hacerlo) bajo la mirada de un Jesús Crucificado que corona el tablero donde el profesor escribe algunas fórmulas. Una negra de gruesa contextura bambolea su cuerpo en medio del relajo ofreciendo los trozos de papaya que lleva en su bandeja. Tambores y lápices descansan, es hora de comer. Los desescolarizados esperan nivelarse para “ascender” a la jornada de la mañana, ese cambio de horario que significa estar en un grado normal y adaptarse al otro Divino Niño, uno poco más regulado y menos ruidoso.
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¿Qué más querría un niño que está aquí porque no se lo aguantaban en su antiguo colegio, uno que no come con regularidad en su casa o aquél que entre semana está en la fundación y los fines de semana se la pasa haciendo piruetas en un semáforo? Ellos quieren ser alguien. ¿Pero qué es ser alguien? No obstante, ser alguien no es una invención infantil. Para el 2005 el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) calcula que de cada diez niños colombianos sólo uno tiene posibilidades de ser alguien.
Jaime Larrahondo no era nadie. Sólo en 1980 surgió de su anonimato al convertirse en profesor de educación física. El detalle en la vida es comenzar, después de eso Jaime fue todo lo que quiso: entrenador de un equipo de fútbol y profesor de educación física en la caja de compensación familiar Comfaunión, cuyo aporte a la fundación son profesores. Comfaunión envió a Jaime al Hogar a los pocos meses de su apertura, cuando los niños no disimulaban su agresividad ni mostraban respeto por nadie. Él recuerda una clase en la que un niño lo recibió a punta de madrazos y otra en la que lo iban a apedrear. Usted me pega esa piedra y yo no me voy a caer, yo le pego este ladrillazo y usted no se va a parar de allí. Le tocó ser duro para merecer el respeto o el temor de los niños. Las clases de educación física tienen lugar en un polideportivo, a dos cuadras del Hogar. En una cancha polvorienta la pasión del fútbol se vive sin zapatos ni camisa. Hay risas, celebraciones, peleas, gritos de gol y menciones descomedidas a la madre. La esencia del deporte sigue intacta.
Los adultos suelen preguntar a los niños lo que desean ser cuando grandes. Hay unos ambiciosos que aspiran ser astronautas, pintores, científicos o escritores. Hay quienes no saben qué será de ellos y guardan silencio ante la complejidad de esa pregunta. Los pequeños de la Fundación Hogar Divino Niño quieren ser militares, taxistas y guerrilleros. Otros un tanto más soñadores juegan a ser modelos y futbolistas. No es seguro que sus deseos se cumplan ni que la vida les aguante hasta ser grandes. Lo que es seguro es que de ellos también se necesitará en el futuro.
ÁNGELES ROSADOS Los caminos de Felidia están sin pavimentar; cuando pasa un carro grande se levantan polvaredas rojas que caen sobre los transeúntes, las casas y los animales. Aquí la gente lo sabe y por eso la mayoría camina con zapatos cerrados y cuidan sus ojos cuando ven pasar un carro. La gente sabe de la llegada del bus o de la chiva por el sonido de la corneta, cuando éstos están en la plaza o en lo alto de El Diamante. Las casas al lado de la carretera, otras en lo alto de una pendiente, todas separadas por medianas o grandes extensiones de tierra. Casas de madera, guadua, adobe, cemento, o de la combinación de diferentes materiales. Con amplios patios de fresco y grueso pasto, árboles de naranja, matas de plátano, Por Paula Náñez gallinas, perros y gatos. Un corregimiento a una hora de Cali, lleno de montañas y frondosos árboles que concentran el frío y casi no dejan entrar el sol. Felidia es una bella población de 1.450 habitantes, dos puestos de salud, dos centros educativos de básica primaria y un colegio de bachillerato. Formada por las veredas Las Nieves, La Esperanza, Santa Helena, La Soledad, El Cedral, La Ascensión y El Diamante. Un corregimiento de gente amable y cariñosa. Con amabilidad saludan a las personas sin importar de dónde vienen o a qué vengan. Tienen la calidez de la gente humilde y campesina. Los niños, inclusive los muy pequeños, dicen “buenas” y “con permiso”. Tienen esa condición heredada de sus abuelos. Pantaloncitos verdes baja presuroso por las calles empolvadas. Llega a la plaza y corre a un lado de la chiva que viene de la ciudad. La esquiva y toma el camino que lleva a la Escuela. No va tan tarde como pensaba. Los profesores apenas llegan de Cali, hace nada los acaba de esquivar. Camina por la calle destapada, sortea los huecos de una tubería en reparación. Con un pantalón verde y una camisa blanca va directo a la Escuela. Pantaloncitos verdes –como le llaman otros niños- corre por la pendiente sin prestar mayor atención. Por esa misma calle bajan todos los niños. Camina despistado uno que lleva tres cuadernos bajo el brazo, dos lapiceros en los bolsillos, un saco a medio teñir y unos zapatos blancos espolvoreados de esa tierra roja que tiene Felidia. Todos los zapatos de todos los niños están llenos de esa tierra roja que se pega a la suela y que a veces llega a las medias. Desfilan grupos grandes de jóvenes casi graduandos, de niñas ya señoritas, de otras que quieren parecer señoritas, pero que, lástima para ellas, aún no tienen edad. Niños muy pequeños caminan solos y lo hacen con la tranquilidad de vivir en una tierra de paz, de silencios y aire frío. Aquí no hay rutas escolares, aquí a las mamás no les da miedo mandar a sus hijos solos, ellas los despiden con una bendición en la frente y con eso les basta. Por una pequeña puerta de hierro –parecida a una reja-, sin vigilante y sin ninguna restricción entran los niños a la Escuela. Los que han llegado temprano están sentados sobre asientos improvisados de roca o troncos viejos. Hablan entre ellos, se acercan a los padres que han preferido acompañar a sus hijos. La Institución Educativa Felidia está dividida en tres partes. Primaria está al lado derecho, bachillerato al frente y kínder en el fondo. Primaria es una fila de salones, un pasillo al lado, un salón informático (para primaria, kinder y bachillerato) y una sala de profesores. Bachillerato es como una casa grande con puertas y ventanas. Kínder es un gran salón y el más cercano al río. Hay también una cancha de fútbol con arcos, y cestas de básquetbol; alrededor el pequeño y muy organizado restaurante escolar, pintado de blanco con mesas largas y manteles oscuros. A un lado, una tienda encerrada con una malla que hace las veces de vitrina. Detrás de ésta, los baños, y un lavamanos tras el restaurante. Al final se ve el río que pasa nuevamente y una gran montaña verde que separa la Escuela de la ciudad. Llegan los profesores con sus vasos plásticos de café. Se acercan a ellos los niños, que les hablan con confianza. Las maestras en tacones bajan con problemas el pequeño montón de tierra que separa la entrada y los salones de primaria. Otros llegan en zapatillas y pantalones de jeans. Algunos no se han
Fotografía de Paula Náñez
acostumbrado al frío y por eso usan chaquetas grandes, bufandas y pantalones largos. Son pocos profesores pero tienen la vitalidad de muchos, caminan de un lado a otro, están pendientes de sus estudiantes y de los estudiantes de los demás. Se conocen bien y bromean entre ellos. Maestros apasionados por la docencia que saben el nombre de todos sus estudiantes, que toman café en la panadería de la plaza, que caminan con tenis rojos, porque así se los dejan las calles despavimentadas de Felidia. Minutos antes del inicio de clases, se mueven presurosos, unos al final del pasillo a la oficina de la Directora, otros a la pobre y despintada sala de maestros. “¡Danilo, tocá la campana! Acordáte, es un solo toque”, le dice una maestra rubia al profesor que está cerca del pasillo. La hace sonar fuertemente y los niños corren gradas abajo hacia la cancha, la única que hay. Se acomodan uno tras otro, haciendo distancia con los brazos. “Una hilera de niñas y otra de niños”, les dice el profesor de Educación Física, “primero los más pequeños y atrás los grandes”. Los niños pequeños adelante, todos organizados con las manos sobre los hombros del compañero de enfrente. Atrás los más grandes, con los sacos en el cuello, formando no filas sino círculos discontinuos. Se reúnen en la cancha los estudiantes. 200 estudiantes y 13 profesores (hay solo un grupo por grado). Son las siete de la mañana y la jornada escolar acaba de comenzar. Frente a la cesta de básquet, donde justo debajo se hacen los maestros y la Directora, comienza la formación. Entre el bullicio de los niños se levanta la voz del Coordinador. Algunos hacen silencio y prestan atención, otros no. Los saluda y con gesto de autoridad les pide a todos escuchar. La formación de hoy estará dedicada a cuatro temas importantes. En un principio, el Coordinador les habla de la basura, los felicita por mantener limpia la Institución, por tener una conciencia ambiental y entender los daños de la contaminación. Pide un aplauso para todos. Se acerca la Directora y pide la vocería. Vocería a pulmón porque aquí no hay micrófono y tampoco lo requieren. Detrás de ellos, árboles grandes, verdes y oscuros. Como un tejido natural que hace las veces de marco para la Escuela. Y un río que pasa cerca hablando y moviendo las piedras pequeñas. Eso, más
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Fotografía de Paula Náñez
el aire frío que se mete por los talones y llega al estómago, cubren a la Escuela de una sensación pura y acogedora. Es la tranquilidad y la alucinación del campo. “Silencio, silencio”, les dice la Directora. Con voz parca anuncia que el Kinder está cerrado porque están en la construcción del aula tecnológica prometida hace mucho por el Gobierno. Luego pasa al tercer tema, las llegadas tarde. Dice que la impuntualidad está a la orden del día y que hay niños que llegan hasta 30 ó 40 minutos tarde, pero ella ya tomó cartas en el asunto; todo lo reduce a un seguimiento de horarios y un futuro llamado a los padres para los casos extremos. Continúa diciendo que ya está listo el restaurante escolar pero que comienzan labores mañana. “Ahora sí tenemos vasos y platos para todos. La Gobernación los trajo el viernes”, les dice, “Así que, por favor, no se lleven ahora las cucharas como hacían antes con los platos”. La Directora hace una seña a otra profesora para que ésta comience la oración. Los niños más pequeños ponen las manos como angelitos y se las llevan hasta el pecho. “Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros…” y tras un ataque de risa ocasionado por uno de los estudiantes grandes, la profesora da un paso atrás mientras otro profesor retoma la oración. Mientras se persignan, el profesor de Educación física se hace frente a ellos y los dirige para cantar el Himno Nacional. Les hace un recuento de la supuesta posición que se debe tener para entonar el Himno. “¡A discreción, atención, firmes! Y saquen pecho”. Les dice que a discreción es manos atrás y los pies separados. Atención es abrir los brazos y firmes, acercar nuevamente los brazos al cuerpo. Antes de cantar hace un ensayo. “¡A discreción, atención, firmes! Y saquen pecho”. No, no se puede, no hay sentido de coordinación, ni siquiera los profesores se ponen de acuerdo entre atención y discreción. A los mayores les da vergüenza y se ríen cuando miran a los demás intentar hacerlo. Desde arriba se ven los niños pequeños que se mueven al escuchar las palabras, se divierten al hacerlo, aunque ninguno lo hace como un soldado. Ellos no son militares y tal vez ni siquiera les interesa serlo. Sólo están cantando.
Dan media vuelta y salen en fila. “Salgan en hilera, ¡en hi-le-ra!”, les dice el profesor, “Ni que fuéramos hormigas”, responde una estudiante. El salón de primero es amplio y lleno de luz. Está pintado de verde y blanco con pequeños dibujos de fábulas sobre la mitad de las paredes. Tiene algunas vitrinas de vidrio que funcionan como biblioteca y otro número considerable de cajas que hacen las veces de archivador. Los estudiantes le dan la espalda a la puerta quedando frente a ellos el tablero mixto. La mitad está para escribir con tiza y la otra para hacerlo con marcador. Todo depende de lo que se tenga. Porque como en muchas escuelas, aquí la ayuda del Gobierno no llega. Por eso las tizas, las fotocopias, los marcadores y los adornos del salón corren por cuenta de los maestros. De sus bolsillos y sus muy delgados sueldos. “Aquí nos cansamos de pedirle cosas al Gobierno, lo poco que tenemos es por ayudas de la comunidad y de nosotros mismos”, dice el profesor de primero mientras corta con un bisturí unas fotocopias por la mitad. Sentados en puestos compartidos, de madera y con espacios para los cuadernos, se organizan los niños de primero. Están aprendiendo a leer y por eso repiten sílaba por sílaba lo que el profesor escribe en el tablero. Buscan animados entre el maletín los lápices y los cuadernos, intentan escribir lo que acaban de leer, pero todavía les cuesta trabajo. Hay algunos que hasta ahora han aprendido a escribir sólo su nombre y aún les falta el apellido. Las niñas están todas peinadas, con colas o con trenzas, con moñas grandes y ganchos de colores. Los niños con sus camisas blancas y planchadas, de pelo negro y caminar brusco. Son niños con caras de ángeles y mejillas rosadas. Algunos traen sacos y hasta bufandas, en cambio otros no llevan más que el uniforme. Se han acostumbrado al frío. No sienten frío a pesar de que esta mañana tiene nubes negras. Todos tienen los zapatos llenos de ese polvo rojo. Todos han venido caminando a la escuela. “Vamos a leer El Campesino Ingenuo”, les dice el carismático profesor. Lee desfilando por todo el salón mientras los niños se levantan para ver los dibujos del libro de cuentos. Ellos se ríen mientras el profesor cuenta que le robaron las gallinas al campesino o que perdió de vista al burro y a los costales de maíz. Al final el maestro hace preguntas sobre la narración. Se levanta pantaloncitos verdes y responde animado, “…primero le robaron el burro”, dice mientras otro compañero lo contradice. “Shhhh”, le responde malhumorado llevando su dedo a la boca. El profesor intenta mostrar el orden de la historia y hace una comparación con la vida de los niños. “¿Qué sigue de levantarse?”, les pregunta el profesor. Y un niño responde: “El dechayuno”. “No, le dice una niña, lo que sigue es desperezarse”. Entre ellos mismos se llaman la atención, piden silencio para no desconcentrarse. En una esquina del salón se levanta una pequeña con unos lápices en la mano y le hace mala cara a otra niña que está sentada atrás; ésta le levanta los hombres y mueve la cabeza. Entones la niña de la esquina, con indignación le contesta mostrándole el dedo índice con rabia y con fuerza. El profesor reparte las fotocopias que antes había cortado y les pide que realicen el ejercicio, que marquen la hoja y que saquen los colores de ese tarro blanco que baja de una de las cajas. Los pone frente al tablero y cada niño se va acercando. Son colores comunales. El profesor mira su reloj y calcula la hora del recreo. “Faltan quince. Que pasen al frente los de las quejas”, les dice. En este salón tienen destinados quince minutos para quejarse. Quince minutos divididos en dos sesiones: antes del recreo y a la hora de salida. Se paran al frente y comienzan a acusar al que le quitó el borrador a María Isabel, el que le gritó a José o el que hizo caer a Camila. Pasa al tablero una niña con trenzas torcidas y medias en los tobillos. Acusa a Julián, el niño del final de la fila, de rayarle el cuaderno nuevo. “Yo ya le pedí perdón. Y además, sólo fue una hoja”, le responde el acusado. En el recreo los niños salen a la cancha. Ahí juegan fútbol, montan un patín –no tienen el patín compañero-, se suben en el arco de la cancha y corren a alcanzarse. Un grupo de cuatro niños tiene acomodada una mesa de madera a un lado de la cancha con un surtido de frunas, chocolates y bananas. Otros se sientan a comer, alejados de todos en la tranquilidad de la privacidad. Una pequeña de ojos claros destapa la vasija plástica llena de pedazos de huevo duro, de mortadela y un poco de arroz. Algunos, a los que sus padres les dieron dinero, prefieren comprar cualquier cosa en la pequeña tienda que está junto al comedor escolar. La campana suena una sola vez y regresan a los salones. El profesor frente a la clase les dice que ya pueden ir a sus casas. Hoy la jornada termina a las once aunque normalmente salen una hora después. La mayoría de los maestros regresan a Cali para una capacitación, así que las clases se acaban por el día de hoy. Los niños toman sus maletines, aunque algunos se sientan sin descargarlos y salen corriendo por el pasillo. Se encuentran en la salida los hermanos, los amigos o simplemente los conocidos para acompañarse en el camino. Con la vitalidad y la energía con que llegan en la mañana atraviesan la puerta de hierro -parecida a una reja- y caminan por la pequeña pendiente en reparación. “Hasta luego”, dice Pantaloncitos verdes mientras sonríe.
VISIONES DE “LA ANDREA”,
ESCUELA INDÍGENA DEL RESGUARDO CANOAS, CAUCA Por Mónica María Mondragón
Kwe’sx Thegnxisa: Nuestra mirada Kiwe termina de comer. Desayuna con caldo, porque el desayuno sin caldo no es desayuno. Agarra su sombrero que está colgado junto a los de sus hermanitos, coge su vara de chonta, delgada, colorida, y camina hacia la escuela. Su sombrero tiene una cinta tejida de color verde; lleva inscrito: Kiwe Ulcué – resguardo de Canoas - Cauca. El camino es largo. Kiwe vive en la vereda de Páez pero la escuelita en la que estudia queda a dos veredas de camino. Después de terminar Páez se llega a Canoas, luego a la California. En una de las pequeñas montañas de la California se encuentra la escuela bilingüe La Andrea; desde allí, proveniente de una casa cercana, se escucha la radio todo el tiempo: “Soy aquel apasionado por el juego y las mujeres… Vivo jugándole a la suerte. He perdido y he ganadoooooo…”. Uno de los tres profesores de la escuela vive en esa casa. Kiwe es el gobernador del cabildo de la escuela. En aquel día, a las 7:41 de la mañana, la mesa de los cabildantes ya está lista. Los demás niños y los tres profesores se ubican en círculo esperando a que la mesa dé la orden para empezar la repartición de los deberes de la semana. Todos esperan que la secretaria, una niña de piel canela y ojos rasgados, termine de embetunarse los zapatos con la yema del dedo índice. Cada comisión tiene la palabra. A la comisión de salud le toca la limpieza de la cochera –tienen dos marranos bebés que hace tres días no comen-. A la comisión de cocina le toca el aseo de los baños –se quejan, pero es su deber-. El día jueves, revisión de piojos y viernes educación física. Dayana se agarra el pelo largo y liso, arruga la cara porque todavía tiene los güevos de los piojos en la cabeza. Muchas cosas se discuten, nadie toma decisiones sin consultar. Uno de los niños está enfermo y deciden regalarle una bolsa de leche y otra de Bienestarina del centro de acopio de la escuela. Sólo una porque se nos lo come todo.
Ojos negros no llorés… Lunes de canto y de clase de nasa yuwe en las primeras dos horas del día. Jesús Antonio Ulcué es el encargado de impedir que la lengua materna muera, por eso se dice que es una escuela bilingüe. Yo le he pusío toda la gana pero muchos de los niños no le meten la ficha. Se les tiene el bingo en nasa –en realidad, es una lotería bellísima-, el parqués. Se hizo para el resguardo, no para vender, pero los niños no repasan el idioma.
Fotografía de Mónica María Mondragrón
Su nombre es Jesús, pero no cree en el dios católico. Nosotros tenemos varios dioses. La cruz es un arma de dominación. Cuando se la echa uno en la frente está diciendo no pienses, no hables, no sientas como indígena y así, dice mientras con la mano se dibuja sucesivamente una cruz en la frente, en la boca y en el pecho. Los niños son niños en la California o en Cali. Cantan y bailan. Cantan cantos de amor, cantan sol solecito o los pollitos. En La Andrea los niños entonan el himno Páez y las pieles se les eriza. Polifonía de voces y emociones, caras de alegría, de sueño, de resentimiento. Voces de indígenas, niños indígenas que tal vez no alcanzan a comprender la carga emocional e ideológica que están expresando en esa canción: El indio vivió en el valle y el blanco lo fue sacando ahora el indio está en la tierra y el blanco sigue acosando. El indio lo pierde todo como lo ha perdido siempre, su corazón y sus costumbres. Pero seguimos luchando así la sangre se derrame, para liberar la tierra, y ocupar lo que nos une. Algunos ríen y muchos sólo cantan el final de las palabras. En el coro los gritos parecen quejas. El repertorio es extenso. Otra canción habla de la lucha de Manuel Quintín Lame y la Gaitana. Cantan y cantan Ojos azules en una nueva versión: Ojos negros no llorés, no llorés, ni te enamorés… Siguen con yo quiero tener un millón de amigos y así más fuerte poder cantar –y sí que cantan fuerte-. Contra su voluntad terminan con dos canciones en nasa yuwe, una de ellas, la versión nasa, sonora y contagiosa, de Vasija de barro. E’skuwé, la más chiquita, de vestido a rayas y sombrero de cinta rosa, continúa marcando el ritmo con las palmas. Todos la siguen. Si de ellos dependiera, seguirían cantando sin parar, todo el día, días enteros. E’skuwé quiere decir colibrí. Es la hija de Jesús Antonio, no es una
Fotografía de Mónica María Mondragrón
estudiante oficial pero va todos los días, tiene cuatro años y acompaña a su papá a dar las clases. Dice estar aprendiendo mucho.
Yuwe es boca Empieza la clase de nasa yuwe pero muchos dicen que les da pereza. Repitan, pero repitan. Si no quieren, no pierdo mí tiempo más aquí. Hay gente que no es indígena y al escuchar hablar en nasa, prenden su grabadora porque quieren aprender. Kwet, sek, yuwe, siska, yat. La vocecita chillona de Antonio no obtiene respuesta. Se agarra la pequeña cola de caballo y agacha la cabeza. Les propone el juego del us (una especie de tingo tango) para que, jugando, recuerden el idioma. Us, us, us, us… el que pierde sale al frente y recita una pequeña copla, narra un pequeño cuento de la tradición oral nasa o mueve su cuerpito al son de las palmas y voces de sus compañeros que entonan de nuevo otra canción. Jesús Antonio recuerda que, según la Constitución, el castellano es el idioma oficial de Colombia pero que las lenguas y dialectos de los grupos étnicos son también oficiales en sus territorios. Más aún, insiste, la enseñanza que se imparta en las comunidades lingüísticas propias debe ser bilingüe. La labor de Jesús Antonio Ulcué es dura, pero le reconforta oír los susurros de los más pequeños hablando del mal de ojo en un nasa distorsionado, o al escuchar cómo gritan los más grandes coplas de desamor indígena. Porque eso sí, lo que tiene claro más de uno, es que eso de las rancheras que se oyen por acá, es guacala, eso sí no nos gusta. Jesús Antonio sigue hablando: “Los españoles establecieron las escuelas doctrineras para cristianizar y enseñar la lengua, utilizando la educación como instrumento de conquista. Pero la Constitución de 1991 reconoció la diversidad étnica y cultural de la nación y el derecho al respeto de todas las culturas.”
Antonio coge una a una las fichas de la lotería. Es grande, nasa y colorida. Mientras tapa una a una las casillas con el dibujo y la palabra correspondiente, comenta: “El saber es útil en la medida en que éste sea un instrumento que contribuya al desarrollo. El interés por promover una educación diferente es generar conciencia en los niños para conservar las tradiciones, las costumbres, ya que éstas son las que los identifican y los hacen diferentes. Esa riqueza de la cual nos sentimos orgullosos no puede ni debe desaparecer, debe quedar un legado histórico que permita abrir la puerta del futuro. La globalización ha forzado a las comunidades a mantenerse unidas y no desaparecer. Ha generado la necesidad de volver a las raíces para reencontrarnos. Falta mucho terreno por recorrer, pero, como está escrito en el escudo de Canoas, lo que importa es la unidad, la cultura y la tierra. Sin duda, la unidad ha hecho el proceso menos difícil.” Jesús Antonio se acaricia el bigote, pequeño, como él. Su cara es un solo gesto; de vez en cuando se dibuja una peculiar sonrisa. Sus ojos no brillan pero miran fijamente y habla con cansancio, como si hubiese repetido muchas veces lo que comenta: “El proceso de mentalizar a la comunidad ha sido lento y difícil; pero lo importante es lo que nosotros hagamos por nosotros mismos, no que el Ministerio lo haga, porque las soluciones están en nuestras manos, nosotros somos los responsables del presente y, pues claro, del futuro”.
La Andrea
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La escuela bilingüe La Andrea empezó con un profesor y en este momento ya hay tres. Los niños van desde preescolar hasta quinto. Son cincuenta y ocho, aunque ese lunes asistieron treinta y siete. Son seis cursos y hay tres salones. Salones y profesores compartidos, sillitas de madera, hojas pegadas a las paredes con cuentos que hablan de duendes, kubx o mohanos y curanderos. La bandera de Colombia resalta grande y colorida en el salón en el cual estudian los de preescolar y tercero. Sobre la bandera, una hoja con las vocales escritas para que los más chiquitos las recuerden. Lápices amarillos, cuadernos con forros multicolores, hojas blancas, mesas y ventanas cuadriculadas. Los salones están rodeados por la huerta que tanto cuidan, la cochera, una naciente biblioteca, el comedor con largas butacas y tablas rectangulares con patas anchas –ellos las llaman mesas-, y un cuarto con una gran olla tiznada y solitaria que tiembla en el fuego mientras doña Lola les cocina el almuerzo. Ese día almorzarán sancocho. No les agrada la idea porque eso iba a quedar pura agua. ¡No ve que no trajimos el revuelto! En el descanso los bigotes blancos delatan el contenido de los vasos. Es la Bienestarina que Lola les sirve mientras ellos se le van encima. Ya pueden volver a clase esos niños que ríen sin cansancio. Niños, al fin y al cabo.
Fotografía de Alberto Isaza
EL PUEBLO NASA: DEL GÉNESIS AL APOCALIPSIS Por Alberto Isaza
Al principio de los tiempos no había nada: ni tierra ni gente, sólo existía KS´A´W WALA, el gran espíritu. Como era simultáneamente masculino y femenino, de él nacieron otros espíritus como lo son EKTHE, sabio del espacio; KL´UM, duende que controla el ambiente; DAAT´I o espíritu del control social, TAY, que es el sol, entre muchos otros. De estos hijos mayores nacen a su vez las plantas, los animales, los minerales y un ser especial denominado Nasa, que es el hombre. De allí brotó todo el pueblo Páez. Pero eso Alejandra todavía no lo sabe. Este es, a grandes rasgos, el génesis del pueblo Páez de acuerdo a la tradición oral que ha trascendido entre ellos. El apocalipsis está aún por escribirse. Sin embargo, los últimos lustros han aportado las primeras puntadas que lamentablemente pueden hacer pensar, si no en un inminente, por lo menos en un triste desenlace a mediano plazo. Pero Alejandra eso tampoco lo presiente.
Alejandra en las mañanas Cuando son las seis y quince de la mañana, los gallos (no las motos ni las cornetas de los vendedores de mazamorra) despiertan a Alejandra y entonces la niña se levanta y se baña con pereza. La neblina matutina hace que sus dientes y sus carnes tiriten según el frío que marcan los casi 2.000 metros sobre el nivel del mar. Ése que Alejandra aún no conoce porque toda su vida la ha pasado en lo alto de una ladera de la cordillera central, en El Cóndor, una minúscula vereda de un resguardo indígena Páez, a varios kilómetros del casco urbano de Santander de Quilichao. A las seis y cincuenta y cinco la niña ya se ha vestido y desayunado. Cinco minutos después, a las siete, la escuela la ve llegar, junto a una treintena más de niños que se desgranan de a poquitos desde todos los puntos cardinales. Algunos de ellos se han despertado y bañado mucho antes que la niña: aquellos para quienes la caminata es larga, aquellos para los que no existen ni el bus colectivo ni el pavimento… sólo el frío mañanero, el pantano y el sube y baja de las trochas. La escuela de Alejandra se debate entre las precariedades normales de cualquier otra institución educativa rural. Bueno, no tan normales… sólo para ella que ya está acostumbrada. Tiene solamente dos salones que se comparten entre los alumnos de los cinco grados básicos y los de preescolar. Son igualmente sólo dos profesores; una suerte de magos que se las arreglan para explicarles matemáticas de segundo, tercero y cuarto a diferentes auditorios en un mismo espacio. Pero ésta no es una escuela rural de campesinos cualquiera. Es una escuela rural indígena con una esencia propia, unas necesidades y propósitos particulares. Una institución que, en el caso de los Nasa, ha ido tomando conciencia acerca del rol social que cumple, como resultado de un proceso de reflexión encauzado dentro del pueblo Páez y de la propia apertura que la constitución de 1.991 hizo en favor de las “minorías”. La escuela indígena se ha puesto en la tarea de planear estrategias que fortalezcan su cultura étnica y cultural, que los redima del olvido y que reivindique su identidad y su sentido de comunidad. Sin duda un aporte fundamental, aunque seguramente no definitivo por sí solo, frente a la amenaza de la cultura occidental moderna, tecnológica, castellana, “blanca”, a la moda… que se presenta a sí misma como la normal, la correcta, la mayoritaria. Estas iniciativas contemplan el diseño de planes curriculares autónomos y funcionales a las necesidades particulares de la sociedad indígena, poniendo énfasis en aspectos importantes para los Nasa como lo son la tierra y la agricultura y, por supuesto, su cosmogonía y sus tramas políticas y culturales. Ha comenzado a preparar maestros profesionales en etnoeducación, como Humberto Calderón, un hombre de piel clara pero de entrañas indias, que actualmente es profesor de una cátedra denominada cosmovisión, con la cual se ha buscado reforzar todos estos valores culturales y de pertenencia de los jóvenes a su grupo. Estas estrategias igualmente han pretendido, en la medida en que ha sido posible, dejar de importar profesores de la ciudad, acudiendo a personas de adentro y que además sean bilingües: Castellano – Nasaywe, la lengua Páez. Alejandra recibe una clase de Nasaywe a la semana. Ella sabe que aiku significa perro en esta lengua; todos los días lo lee de un cartelito pegado al tablero de su salón. Pero también sabe que los gringos no tienen perros, ni mucho menos aikus; los de ellos se llaman dogs. Lo lee del mismo cartelito. Los profesores de la comunidad como Humberto creen en la importancia de esta estrategia pedagógica. Según él, en el mundo de hoy por más que se desee proteger la cultura autóctona, las comunidades no deben cerrarse sobre sí mismas. Con ello sin duda se plantea una discusión bastante compleja, a la que con seguridad, no le sobrarán enemigos.
Alejandra en el intermedio A las nueve y treinta, Alejandra sale con sus compañeritos a recreo. Come algo de mecato y corretea risueña por la hierba. A esa edad pocas cosas preocupan realmente; las nociones de pasado y futuro están un tanto ignoradas por la mente infantil. Juguetea con sus compañeritos: con Diana, Wilmer, Paola, Franco, Leidy y Duverney; Duverney Ulcué, el mismo que levanta la mano cuando el profe llama a lista en las mañanas. Su apellido en la lengua nativa deviene de la combinación de Ul, que significa culebra, con el diminutivo Cué, es decir, Duverney culebrita, o algo así. ¿Lo sabrá el niño? Bueno, en últimas es sólo un niño; lo simbólico para ellos tampoco es tan valioso como lo material. Pero sea como sea, aparentemente a las nuevas generaciones les ha dado pereza aprender Nasayuwe, en tanto que además, según parece, los mayores tampoco han hecho mucho empeño por inculcarlo. En últimas es más simple aprender el castellano, y para ser francos, más útil, pues es el idioma oficial de los hospitales, la notaría, la alcaldía y, por supuesto, las iglesias. Alejandra tiene 10 años y está en quinto grado. Quizás demasiado chiquilla para hacerse realmente consciente de estas reflexiones tan aburridas. Ella es flaca y su pelo largo se desliza temerario hasta su cintura; se ríe escandalosamente y enseña sus incisivos generosos; se encoge de hombros y mira cariacontecida cuando le preguntan si conoce quién fue Juan Tama. Juan Gabriel, su hermano de 15 años, que cursa noveno grado en un colegio agropecuario del resguardo indígena, tampoco lo sabe. Igual William y Duvier, dos niños indígenas de doce años que estudian en otro colegio agropecuario que paradójicamente tiene este mismo nombre: “Juan Tama”. La leyenda cuenta que Juan Tama nació del K’pish, el Trueno, y llegó a los nasas arrastrado por las corrientes de una quebrada de la cual fue rescatado por chamanes. Amamantado con la sangre de mujeres vírgenes que murieron para darle la vida, creció y se convirtió en el legendario líder de los Nasa, el más importante héroe cultural de la historia Páez que, de acuerdo a la tradición, se enfrentó valientemente contra los Pijaos, los Guambianos, y posteriormente a los invasores españoles para defender la territorialidad de su raza. A él le deben que, después de intensas luchas, consiguiera la cédula real, que devolvió a su gente el derecho sobre sus tierras. La efigie de Juan Tama en la escuela termina confundiéndose entre la gallardía de Colón y el heroísmo de Sebastián de Belalcázar, el mariscal cordobés que condujo la masacre de sus antepasados. La escuela durante la colonia sirvió como canal de abolición del idioma y de las costumbres con el objeto de hacer a los grupos más débiles y de esta manera acentuar la dominación. En el marco de la consolidación de la nación moderna, la escuela ha sido fundamental para llevar a cabo su papel de unificación cultural alrededor de una bandera, un himno nacional y, por supuesto, una lengua, desconociendo así aquellas manifestaciones particulares de los subnacionalismos. En las escuelas el trabajo se está haciendo, afirma Humberto. Pero el problema seguramente es en la familia. Él lo sabe. Hasta hace pocos años las familias paeces tenían la costumbre de reunirse alrededor de fogón compuesto por tres piedras que representan los miembros del hogar. Allí, en las noches y al calor de las brazas, los jóvenes escuchaban de sus mayores la tradición oral y la sabiduría de su comunidad. Una tradición bellísima sobre la que, sin embargo, tiende a quedar sólo la reminiscencia.
Alejandra y el pueblo Nasa cuando cae la tarde Al medio día Alejandra y los demás niños de la escuela hacen un receso en sus clases para almorzar. Antes de salir en la mañana su mamá le había empacado una bolsita con papas para preparar ese almuerzo. En un gesto de solidaridad y camaradería, sus compañeritos también llevaron algún artículo de sus cocinas particulares para la comida de todos, el cual acompañarán con la tradicional Bienestarina, la fécula de maíz. Todos hacen fila alborozados con su plato, mientras que en sus caras se puede reconocer el pasado y se alcanza a intuir el futuro de un pueblo.
Fotografía de Alberto Isaza
Hoy en día, los indígenas paeces se distinguen por sus rasgos fenotípicos inequívocos. La piel oscura y el pelo grueso y en punta. De las otras herencias, aquellas que se pueden quitar y poner a su libre albedrío, queda muy poco. Sólo las viejas generaciones usan los anacos de colores vivos, el chumbe, el sombrero de paja y la mochila que heredaron de Juan Tama. Pero más allá de de conservar la postal idílica del cliché o la figura de museo, detrás de todo ello, se acentúa la lucha por sobrevivir de todo un grupo con una historia; involucra una reivindicación política que les ha permitido reclamar derechos como la propiedad sobre la tierra y la pervivencia de un sistema jurídico autónomo. ¿Será éste acaso, un paso inviolable de una especie de evolución de la “naturaleza social”, una suerte de maldición darwinista en la que la cultura dominante se traga a la más pequeña? A las 2:00 p.m. Alejandra sale de la escuela para su casa. En la tarde hará sus tareas; verá novelas en la tele que retratan los conflictos normales de la familia promedio mexicana; luego pasará el canal y verá muñequitos gringos y japoneses, de esos de colores sicodélicos que hacen avivar su imaginación. No faltará mucho para que llegue la noche. Para entonces, la niña se dormirá sin saber que ahí, en las inmediaciones de Munchique, la montaña sagrada en la que vive, la acecharán los duendes que cabalgan en la oscuridad y el mojano, aquel perro negro que aprovecha la penumbra para robar la ropa interior a las mujeres bonitas como ella. Pero la noche pasará y amanecerá otra vez y Alejandra nuevamente se bañará, tiritará de frío y volverá a la escuela. Bajo este lente, ¿cómo se escribe el apocalipsis del pueblo Páez? Sin duda en aquel punto en el que sus gentes perdidas entre la bruma no alcanzan a advertir su reflejo en el agua reconociendo así su piel color indio y su pelo grueso y en punta. Aquel paraje en el que las huellas se han confundido entre otras y es imposible volver atrás y desandar lo andado para encontrarse consigo mismo y con su raza. Que pases buena noche, Alejandra de mi corazón.
NO TODAS LAS
BIBLIOTECAS
SON DE BABEL La escuela pública rural Francisco de Paula Santander se encuentra en “la vereda El Vergel, corregimiento Borrero Ayerbe, municipio de Dagua”, como lo dice con una cierta aplicación infantil uno de sus maestros, en medio de un ambiente campesino, por Hernán Toro frondosas matas de plátano, Impacientes florecidos, altos árboles nativos, casas modestas de los lugareños y ostentosas fincas rurales de propietarios que viven en Cali, la mayoría de ellas dejadas de visitar por sus dueños desde mediados de los años 90 cuando la guerrilla extendió sus operaciones a estos lados y, sobre todo, después de que el Bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia vino a esta zona, a comienzos del 2000, a disputarle a la guerrilla el control político y, de paso, el tenebroso privilegio del monopolio de los secuestros. A treinta kilómetros de la Portada al Mar, como se conoce la salida de Cali de la carretera que conduce hasta el puerto marítimo de Buenaventura, llamada por eso “Carretera al mar”, la escuela es, en realidad, después de que el gobierno decidió modificar las estructuras administrativas de las escuelas públicas, sólo una sede, la “Sede Villa del Mar”. “En Pueblo Nuevo está la otra sede, y entre ésa y ésta se forma la Institución Educativa Santander”, explica uno de los maestros. Pueblo Nuevo es un poblado improvisado y rústico, a menos de un kilómetro de allí, que se inició como una invasión de campesinos a las tierras de una extensa finca propiedad de un narcotraficante preso en los Estados Unidos y condenado a más de cincuenta años de prisión. Años atrás, a finales de los ochenta, tan pronto se volvió pública la condena, decenas de familias vieron allí la oportunidad de oro que habían estado esperando durante toda una vida de falsas promesas oficiales de entrega de tierras pues suponían, con razón, que su dueño no tendría vida suficiente para volver de su cárcel a reclamar lo que había sido suyo. Entonces la invadieron. Hoy, la administración de Dagua lo ha dotado de servicios básicos, y sus habitantes tienen ya títulos de propiedad catastral debidamente registrados, pero el poblado mantiene la irregularidad de los trazados hechos a las volandas y en secreto nocturno y su cara desordenada de invasión. Los treinta kilómetros que separan la Portada al Mar de El Vergel siguen, al comienzo, hasta el punto conocido como San Miguel, en medio de un paisaje árido y rocoso, un trazado peligroso, estrecho, en ascenso empinado y vertiginoso por la cordillera Occidental, con profundos abismos al lado derecho de la ruta, amenazada adicionalmente por conductores que tienen un sentido bastante relativo del respeto a la vida, sobre todo cuando esa vida es la de los otros; después, la carretera se vuelve más amena hasta el punto más alto de la cordillera en este trayecto, el sitio denominado El Dieciocho; finalmente, en bajada rauda hacia el cañón del río Dagua, la carretera se amansa, las curvas se vuelven menos cerradas y los paisa-
Fotografía de Ricardo Cruz
jes secos y pétreos ceden su lugar a la vegetación espesa y húmeda propia de los bosques tropicales. A menudo, en los grandes precipicios, se ven los gallinazos proyectados violentamente hacia arriba como si fuesen impulsados por una gran fuerza natural, que no es otra cosa, es cierto, que las corrientes de aire cálidas del cañón que buscan desenfrenadamente las alturas. Allí, un poco más allá del mojón que señala el kilómetro veintinueve, está la escuela, justo después de una curva muy cerrada tras una recta larga, sobre un montículo al que se accede por un caminito vecinal. Es una edificación que no se diferencia en mucho de una casa grande campesina, con sus techos bajos de dos aguas en tejas de zinc y paredes recubiertas de cal. En realidad, son como tres construcciones de un piso que albergan salones de clase humildes y precarias oficinas administrativas. Frente a ella hay una pequeña explanada habilitada como cancha de basketball en la que unos niños juegan a ese deporte sin respetar, es evidente, sus reglas básicas; sus cestas no tienen red y el balón alguna vez remota debió haber sido nuevo. Algunas yerbas tenaces se obstinan incomprensiblemente en crecer por entre las fisuras del piso encementado. Curiosamente, el rebote del balón contra el cemento no produce ningún sonido, como si el golpe fuese amortiguado por un inconcebible material invisible. Muchos de los estudiantes, que parecen estar en hora de recreo, miran con cara impasible y distante el desarrollo de los partidos –porque, en realidad, hay tres balones simultáneamente en la única cancha y, es de suponer, igual número de enfrentamientos--. Pero quizás lo que más golpea los sentidos al visitar esta escuela es un intenso olor a fritanga que invade la totalidad del ambiente, penetra hasta bien al fondo la nariz de las personas y marca la ropa y la piel con un aroma acre indeleble, y cuya procedencia es imposible de determinar. El silencio y el olor, permanentes, sólo son comparables en su persistencia a un color melcocha de greda fijado como una pátina contra los muros, y cuyo origen sin duda está en las tierras rojas ácidas de la región. La lluvia, al caer, sin duda salpica los muros con la tierra diluida, lo que explica que la pátina ofrezca a los ojos una intensidad degradada de abajo hacia arriba.
Lo primero que dicen los maestros cuando son preguntados por la biblioteca escolar es que se encuentra “obsoleta” y que la obra de construcción, que evidentemente se está adelantando, la ha “desordenado”. Suena a advertencia, suena a excusa pagada por adelantado, suena a argumento que busca minimizar lo que sin duda debe ser grave. Y, en efecto, lo es. En la sala de computadores, donde tiene lugar el encuentro, –una sala que nadie esperaría encontrar en una escuela rural olvidada del mundo--, algunos docentes trabajan concentrados en sus pantallas. Diana Lucía Rojas, una maestra muy amable que desempeña al mismo tiempo las funciones de bibliotecaria ad hoc, palía la futura evidencia anunciando que en las obras que se están adelantando se prevee un lugar especial para la biblioteca. Detrás de ella hay un letrero artesanal hecho con letras infantiles recortadas con tijeras: “Computación. El Vergel. Bienvenidos al mundo de la tecnología”. A la palabra “Vergel” la falta la letra g. “Los libros que hay aquí son de texto, de literatura y de investigación”. ¿De investigación? “Sí, enciclopedias”. Al lado de la Señora Rojas se encuentra un maestro que con dificultad oculta su interés por intervenir en la conversación. De hecho, lo hace. Y es bienvenido. Se llama Ronald Payán, y viste una camiseta del Real Madrid. Su lenguaje es elaborado. “Nosotros no determinamos los títulos de los libros que se consiguen para la biblioteca. La administración municipal envía un paquete cada cierto número de años. El Secretario de Educación Departamental destina un rubro en educación para los libros y la oficina de Desarrollo Comunitario del municipio le dice a una empresa (¿Privada? Sí, privada) que haga un paquete escolar; la empresa lo hace y lo envía”. --Y quién elige los títulos. --Pues la empresa. Hace unos cinco años enviaron ochenta o cien libros, la mayoría de cuentos. Pero aquí hacen falta más libros de literatura. Y también de actividades lúdicas, artísticas, informáticas. --Y enciclopedias digitales— agrega de su lado la bibliotecaria. Internet es una alternativa a las bibliotecas, precisa. Para llegar al espacio donde se encuentran los libros hay que avanzar por un corredor estrecho. Delante de todos va el señor Palacios, con su camiseta del Madrid. Por detrás lleva el número 11 y el nombre de Ronaldo; debe ser chiviada porque Ronaldo siempre ha sido 10. A un lado del corredor están los maestros con sus alumnos, pero pese a que se encuentran en plena actividad –ya pasó la hora del recreo--, el silencio sigue sólidamente instalado en el ambiente, lo mismo que el olor a fritanga. Las paredes de cal están en algunas partes desconchadas y el color rojizo de la greda se extiende por todos los pisos de los salones y del corredor. En un tablero de una de las salas están escritas las palabras en inglés who, what, where y whose con su respectiva traducción al castellano, salvo la última. Y pegado a la pared un letrero hecho en una imprenta comercial: “Yo rechazo el terrorismo”.
El salón de la biblioteca se encuentra en un rincón sombrío de un salón de clases. La biblioteca es en realidad una vitrina metálica de 1.20 metros de altura y 1 metro de ancho cerrada por una puerta corrediza de vidrio, que está quebrado y al que le falta un pedazo grande, lo que hace inútil un candado cuya llave guarda celosamente la bibliotecaria como símbolo de su función. Dentro del mueble están arrumazados los libros de cualquier manera; encima hay muchos papeles apilados sin obedecer, en apariencia, a ningún criterio. Se ve que los libros no han sido limpiados desde hace un buen tiempo y que la humedad debe estar cumpliendo su labor destructiva. Algunos títulos son legibles desde afuera: La quimera del oro, de Jack London; Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga; la Colección Jaibaná, del Ministerio de Educación Nacional; Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, Un yanqui en la corte del Rey Arturo, de Mark Twain. A muchos ejemplares no se les distingue el título en sus lomos. También hay unas enciclopedias. “Las mandaron a regalar unas señoras de Cali que tienen una casa por aquí”, explica la señora Rojas. No hay un sitio donde leer o donde consultar un libro. Pero la biblioteca tiene asignado un segundo espacio, esta vez en un rincón de una cocineta. Es un lugar más oscuro, más desordenado y más húmedo que el anterior, y todos los libros que hay allí están amontonados en el suelo. Es evidente que nadie los usa, ni éstos ni los Fotografía de Ricardo Cruz del otro espacio, aunque es posible que las obras de remodelación hayan trastornado todo de tal forma que lo poco que había de biblioteca sea ahora el desastre que cualquiera puede comprobar. Por añadidura, a través de una tronera que perfora el cielorraso se ve el trazado vertical de una viga de madera y las tejas de zinc. Nadie se atreve a preguntar qué pasa cuando llueve. Al salir, unos estudiantes ríen al preguntárseles si usan la biblioteca; la risa no es de burla sino de alguien tímido a quien se le inquiere por algo del otro mundo. En la cara de los maestros que nos han mostrado la escuela hay casi el deseo, no hecho manifiesto por decencia y acaso por pudor, de que los hechos sean contados públicamente, quizás como un mensaje un poco irracional en una botella lanzada al mar, una secreta esperanza que no tiene otra imagen que la de una biblioteca mínimamente funcional, mínimamente útil. Siendo tan dramática la situación de la biblioteca de la escuela Francisco de Paula Santander, lejos se está de que sea excepcional. La profesora Patricia Calonje Daly, una docente del Instituto de Educación y Pedagogía de la Universidad del Valle que ha venido adelantando una investigación sobre bibliotecas escolares durante varios años, asegura que hay muchas escuelas que ni siquiera tienen lo que por acuerdo cultural pueda llamarse una biblioteca. En muchos otros casos, la biblioteca es el lugar donde reposan embodegadas cajas con libros, presas del polvo y de la degradación, por fuera de toda circulación y de todo uso. En otros más, la bibliotecaria es la persona encargada del aseo de la escuela; y hay otras
escuelas en las que el trabajo predominante de la bibliotecaria es hacer fotocopias administrativas. “Hay que imaginar lo que eso significa en la formación lectora de los estudiantes”, precisa elípticamente la profesora Calonje no sin un cierto matiz de ironía. Jorge Luis Borges escribió un cuento memorable titulado La Biblioteca de Babel. Es la historia vertiginosa de una biblioteca que se extiende infinitamente hacia todos los lados y cuyo corolario es la infinitud del universo. “Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden…”, dice Borges. La biblioteca de la escuela Francisco de Paula Santander es lo contrario a la de Babel: finita hasta las lágrimas. Borges, que amaba las contraposiciones, quizás hubiera amado conocerla: es exactamente la biblioteca que él jamás habría soñado, ni en sus noches devastadas por el insomnio, ni en sus vastos delirios de ciego. Pero para los maestros y los estudiantes de esta escuela es la plana vigilia de todos los días.
Fotografía de Ricardo Cruz
LA
SALUD ENFERMA Nombres ficticios, fuentes, cargos y lugares no mencionados. ¿Por qué enfermeras, médicos, abogados, conductores, deben esconder sus identidades con tanto afán? ¿Quién da la cara para abordar los problemas internos que en la prestación de los servicios de salud se presentan en las EPS’s, en las clínicas privadas, en los consultorios médicos, en las oficinas jurídicas? Esas son, probablemente, las preguntas que dejan la mayoría de los textos que componen este informe. Si se quiere llegar a las entrañas del funcionamiento del sistema general de salud es necesario hacerlo casi a escondidas, con la promesa de que nombres, fechas, cargos y lugares serán omitidos o modificados; de no ser así, o no se tiene acceso a la información que se busca o ésta se queda en el terreno de las defensas y de las respuestas institucionales.
Los textos recopilados en este informe dan cuenta (muy parcialmente) de la compleja y precaria situación del sistema de salud colombiano. Más que estadísticas y cifras, buscamos historias sobre la situación de pacientes y del personal que trabaja en el campo de la salud. El olvidado asombro de estar vivos, de Jaime Salazar Corrales, nos narra desde el punto de vista de una enfermera el trajín que se vive en noche de urgencias en una clínica privada de la ciudad. Lluvia carmesí, de Lina Marcela Benavides, es una crónica sobre el cinismo con que un paramédico hace su turno nocturno en una ambulancia privada. Médicos y pacientes: relación de un hilo, de Juan Diego Ospina, es un artículo analítico que aborda las relaciones médico- pacientes desde lo que jurídicamente se denomina “responsabilidad médica”. Por último, La noche en que cambió el mundo, de Diego Alejandro Guerrero, nos cuenta el proceso de rehabilitación de un hombre víctima del terrorismo que perdió sus dos piernas. Queda mucho por decir, y muchos nombres que mencionar. Todos los autores son estudiantes de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle. Patricia Alzate Jaramillo
“El Olvidado Asombro de Estar 1 Vivo” “Tranquilo, esto te pasa en un ya y dentro de poco estás bien…”
Por Jaime Salazar Corrales Parecía otra noche tranquila en el turno de observación. A eso de las nueve, en la Clínica de la Sagrada Misericordia* de Cali, todo estaba tranquilo, un par de pacientes iban y venían llevando su suero mientras los médicos charlaban amenamente. Urgencias tenía, más que las otras salas, un enfermizo olor a desinfectante (o podía ser formol). La enfermera de turno caminaba entre las filas de camillas tratando de olvidar su fama de atraer las peores emergencias, aunque sus compañeros se empeñaran en recordarlo: “noche de sábado con Paula, y en quincena… ¡Ahora sí, a rezar!” Estaba tan extendida la ‘mala espalda’ de Paula*, que incluso le habían cambiado varias veces ese fatídico turno, lleno de borrachos accidentados, motociclistas con trauma cráneo-encefálico y parrilleras con la cara destrozada. Tras esas paredes asépticas, iluminadas con el tono verdoso del neón, aguardaba una multitud de parientes impasibles, apiñados en sala de espera con cara de tragedia y a la caza de alguna pista de sus parientes. De repente alguien grita: ¡Código azul, código azul! otra forma para decir que alguien se está muriendo. Exaltada, Paula corre por el pasillo topándose con un médico: ¿Qué pasó doctor? «Es un paciente ‘cero’» es decir, sin signos vitales. Ella repara su tez azulosa pensando “éste no pasa de aquí”, pero igual lo meten al quirófano. Los parientes corren tras la camilla y Paula debe cerrarles las batientes en la cara: “esto no es para ellos”. Era casi segura muerte cerebral pero la familia merecía su mejor esfuerzo, de lo contrario, vendrían las recriminaciones, las demandas y era mejor hacer la pantomima. Pulso cero, presión cero, todo cero, era extraño ver al médico tratando de revivirlo, Paula tratando de ponerle suero en la roca que era su brazo. Trató de situarle el pulsoxímetro pero todos sus dedos estaban rígidos, doblados como si hubiera muerto con gran dolor ¿qué hacer? ¿Será que le quiebro el dedo?, se preguntaba, hasta que vio el pulgar derecho y le instaló el aparato. El doctor trataba de intubarlo pero el cuello estaba tieso, tampoco le podían abrir la boca. Bueno doctor, declárelo muerto, protestó alguien para acabar el show. “Tiene rigidezmortis —sentenció— ha muerto”. Le solicitó a Paula canalizarlo antes de llamar a los parientes; ella no entendía, si ya estaba muerto para qué seguirlo chuzando. Lo hizo a regañadientes… 1
Frase de Octavio Paz
Sangre sobre el piso blanco Hace unos años, Paula y su familia llegaron a Cali desplazados por la violencia paramilitar que azotó su pueblo en Antioquia. Sus padres y hermanos empezaron de cero organizándose en tiendas y galerías de la ciudad, y con gran esfuerzo le pagaron el curso de enfermería, buscando un mejor futuro para ella. Así es como desde hace un año, Paula hace parte del fructífero negocio de la salud privada; su función consiste en sacarlos a todos de aquí —si se puede— vivos; no siempre lo logra, porque en este lugar la tragedia se da cita y es imposible ser totalmente optimista. Ella debe decidir las prioridades: “Llega un paciente abaleado y otro con migraña ¿a quién atiendo primero? Pues al balazo, la migraña se puede aguantar…” En una ciudad que registró la increíble cifra de 8.516 accidentes de tránsito en los primeros 5 meses del 2007, no es extraño tener las salas de urgencias atiborradas de heridos, mucho más en ocasiones especiales como el día del padre, que patentó la increíble cifra de 261 accidentes. Antes de llegar aquí, Paula pagó su cuota de prácticas en los centros de salud “San Juan de Dios” y “Carlos Holmes Trujillo”, dos verdaderos ‘Hospitales de Guerra’ del Distrito de Aguablanca, la versión caleña de las favelas de Río. Ahí atendía entre otros, pandilleros apuñalados, como inequívocas radiografías de los problemas de esta ciudad: desplazamiento, violencia, desempleo. Sus turnos eran un ‘corre-corre’ contra la muerte. Por eso, cuando Paula consiguió este trabajo en la ‘hija pródiga’ de las clínicas privadas creyó descansar. Jamás se imaginó encontrar una situación similar a los hospitales públicos: aquí todo es más limpio, los pacientes tienen dinero, pero en el fondo, es el mismo sistema de salud haciendo agua por todos lados. Las desigualdades de la sociedad se reflejaban en su sala de urgencias, y esa noche, aún no lo sabía, se le presentarían todas juntas. El primero en llegar fue un indigente conocido como ‘la rata’, quien suele llegar los sábados con pinta de pocos amigos y alguna herida supurante.
Doctora, llegó el de siempre —dice Paula— Trae una cortada en un brazo. “Noo… que espere”, le contesta la interna. Entonces el hombre se enfurece: “¡Cómo así, aquí lo tienen que ver a uno es muriéndose!” Le iba levantar la mano a la doctora, “es que era un tipo guachísimo” y ésta le dijo: “Qué pena, pero a usted no lo atiendo”. “¡Pues que me atienda otra doctora!”, la otra estaba en cirugía. “¡Qué pena! Soy la única disponible”. El indigente empezó a forcejear con el vigilante hasta que su herida se abrió más y comenzó a sangrar sobre el piso blanco de la clínica, como un buque cisterna derramando petróleo en los arrecifes.
Bombardeo de pacientes Después de un respiro, Paula va hasta donde esperan los deudos del diabético, el hombre que llegó muerto. Los lleva hasta donde reposa el cadáver. Cuando la esposa entra y ve a su esposo acostado, conectado a cientos de elementos médicos (incluyendo la intubación de Paula) exclama: ¡lo salvaron! Así que ella debe aclararle: “señora, lamento informarle que su esposo falleció. Era diabético, cuando lo encontraron llevaba 4 horas de muerto.” La mujer empieza a llorar desconsolada. A veces lo más difícil es manejar a la familia —explica ella— eso no lo enseñan en las escuelas de enfermería. Hay que dejar que sufran su duelo, que entren y lloren con su ser querido.
Eran las once y ya tenían un muerto encima. El ambiente de la sala era de tensa calma. Para darle una sensación de orden a su turno, las enfermeras hicieron un trato: Paula manejaría las camas impares, y Sofía*, la otra enfermera, las pares. De eso dependía el turno. Pero esa noche, extrañamente, llegaron todas las emergencias juntas, las camas impares de Paula empezaron a llenarse. Tras unos ensangrentados paramédicos llega una hilera de camillas rechinantes con dos maltrechos jóvenes. Llega una segunda ambulancia con otras dos urgencias, la gente de la sala de espera está aterrada: en qué momento este tranquilo edificio blanco se volvió un hospital de guerra lleno de moribundos, todo el mundo abre paso como una calle de honor, a la espera de la tragedia final. Esta no se hace esperar. Se trata de un niño atropellado, un motociclista accidentado, un joven con sobredosis remitido desde Yumbo. Como una aplicación de la ley de Murphy para el mundo médico, cuando hay demasiados pacientes, llegarán más emergencias. Si les hubieran anunciado habrían preparado una sonda naso-gástrica para realizar un lavado interno, pero como les cortaron el teléfono, todas las remisiones llegan ‘por sorpresa’. Primero deben llamar a la EPS para autorizar el lavado intestinal, luego, llamar a la otra EPS para autorizar la intervención del niño, luego, llamar al SOAT para autorizar procedimientos del motociclista, todo es con permiso, todo debe ser constatado y autorizado. Ojalá estos pacientes hayan sido puntuales con sus cuotas —dice Paula— sino, tendrán que esperar por horas, a veces, por días. Cuando la secretaria termina de llamar, Paula es
Fotografía de Hernán Barón
atacada por los médicos como un bombardeo aliado: «Cuatro médicos con historias en la mano: el niño atropellado saturando 84, o sea, póngale oxígeno; el motociclista una posible bradicardia, o sea, tómele un electro. Y lo peor es que a todos hay que colocarles todo rápido, nebulizaciones al vuelo, oxígeno para ya ¿y entonces, qué hago con el intoxicado? No soy un pulpo. De repeso, una señora con fractura de cadera tenía varias radiografías amontonadas desde hace horas, debía llamar al ortopedista. El médico me dice: “vaya ubique a ese man”. Nooo…, dejar todos mis pacientes tirados, descompensados, con el azúcar en las nubes, para buscar el bobo de rayos equis, es injusto. Tanto desorden da a veces ganas de llorar. En La Clínica, cuando estamos llenos, siempre estamos protestando, ¿por qué no contratan más personal? Para ahorrar dinero, obviamente…»
En la página Web del SENADO se puede leer esta cita el 6 de diciembre: “Sobre la integración vertical, el Senado en pleno votó su limitación a sólo el 30%, es decir, las EPS no podrán contratar más de ese porcentaje con sus propias entidades de salud. Esto permitirá que los afiliados acudan al prestador de su preferencia y no al que le imponga la EPS.” 1
2 Fernando Galindo en la columna de opinión: “Reforma Endeble a la Ley 100” aparecida en El Tiempo, critica este cambio de última hora: “Respecto a la integración vertical de las EPS, se elevó arbitrariamente a 50 por ciento, cuando el proyecto original 052, la limitaba al 30 por ciento. Este es uno de los aspectos más débiles de esta reforma, porque significa que tanto el Ejecutivo como el Legislativo, cedieron ante las presiones de los intermediarios…”
Cifras de la Súper-Salud, Direccion General para Entidades Promotoras de Salud y Entidades de Prepago, balance 2000 a 2005.
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Instituciones Prestadoras de Servicios
Indirectamente, Paula descubrió la razón por la cual las EPS realizaron un intenso lobby en el congreso: lograr legislación favorable que les permitiera captar más pacientes y aumentar sus ganancias. La trilogía de la degradación de la salud puede resumirse así: Más pacientes, en las mismas clínicas y con el mismo personal; esto implica hacinamiento, filas, tutelas y tarde o temprano, problemas. A este fenómeno se le conoce como la ‘integración vertical’, es decir, el porcentaje de servicios que una EPS puede atender en sus propias instalaciones. En la pasada reforma a la Ley 100, este porcentaje se había mantenido en un sano 30% durante el trámite legislativo de más de un año1. Pero a última hora este porcentaje fue incrementado sospechosamente hasta el 50%,2 el lobby había surtido efecto. Con este brochazo casi imperceptible, las EPS’s podrán ahora captar más afiliados, construir más clínicas y si lo quisieran, contratar más personal. Pero no lo harán porque su prioridad no es la salud del paciente cliente, ni la atención de calidad, sino la sistemática reducción de costos, para incrementar las ganancias. Para la muestra un par de ejemplos: Saludcoop incrementó sus activos de 217 mil millones a 519 mil millones en sólo 4 años; Sanitas por su parte, pasó de 26.648 millones en el año 2000, a 107.676 millones en 20053, nada mal para un negocio cuyo objetivo era (antiguamente) la salud. Pero es que desde que el otrora senador Álvaro Uribe Vélez concibió y propuso la polémica Ley 100, la Salud en Colombia se convirtió en el ‘gran negocio’ de unos pocos accionistas; no deja de ser paradójico que sea precisamente en sus dos mandatos cuando más hospitales públicos se han cerrado. Y los perjudicados somos todos los colombianos cuyo dinero de salud va a parar a las arcas de las EPS’s. Y también se perjudican los médicos independientes, las pequeñas IPS4, los hospitales oficiales, y por supuesto, los trabajadores de las clínicas privadas que como Paula, están saturados de trabajo. Para la muestra, esta noche la clínica dispone de sólo 2 enfermeras para 20 camas. Si una asiste en urgencias, la otra se las debe arreglar para atender los 20 pacientes críticos. «A veces da angustia, da impotencia, da mal genio… porque a pesar de que uno quisiera atenderlos, siempre tiene otros 20 pacientes por atender. Cuando esto pasa, la situación es tan tensa que todo el personal médico se pone de mal genio…» Señales captadas al interior de urgencias David, el motociclista con trauma craneoencefálico, está solo en una camilla dejada en un rincón, sufre en silencio desde la profundidad de su trauma. A su lado han colocado el casco hecho trizas. Paula se le acerca para canalizarlo y él la confunde con Nubia, su novia ¿será ella? Quizá está delirando por la pérdida de sangre y sólo entiende que debe luchar para seguir con vida. “Dale David, muerto no me servís para nada”, imagina que Nubia le dice. Se aferra al mundo de los vivos como alguien que resiste el embate de las olas, se cree en buenas manos, pero de pronto Paula se aleja, David no entiende nada, ¿por qué lo abandonan ahí, en medio de esa sala verdosa, si él tiene su carné? Ella ha decidido colaborar en el quirófano, donde luchan con una paciente ‘cero’. “Esto parece muerte cerebral”, oye David desde lejos, “llamen un neurocirujano, necesitamos un TAC”... Paula le aplica atropina, luego ensaya con adrenalina, nunca se sabe qué preferirá un corazón, le inyecta droga como si se tratara de las naranjas de práctica de la academia de enfermeras. Por fin lo atiende la otra enfermera, ella ve que se está desangrando, presiona su arteria como un bombero atajando los borbotones que brotan de una manguera descosida. « ¡Paula! - Le grita a su compañera- ¿qué pasó con este joven de camilla 6?». Ella también se va. Comienza a sonar un pito del monitor cardiaco, sus sentidos se afinan, David escucha lo que pasa en el quirófano, a unos pasos de su camilla: “¡Esta señora está haciendo paro, está en shock… tráiganme el desfribilador!”. Preparan la descarga eléctrica y si no se levanta con esto —piensa David—, ya no se levantará con nada. La primera descarga estremece el cuerpo de la mujer y las luces de la Clínica parpadean. David ve el altibajo e imagina estar en un hospital ruso bombardeado por los nazis, es un bolchevique desangrándose en el centro de Stalingrado, morirá como un héroe de la madre patria,
piensa. Imagina hablarle al oído de la mujer: «Vamos señora, luche un poco más…» Viene la segunda descarga, luego la tercera, esto parece suficiente para freír un condenado en la silla eléctrica. Pero ella no reacciona, quizá hace rato se fue; al otro lado de la puerta David cierra los ojos, él también lucha. Abre los ojos, se aferra como puede a la vida, pende del borde de su aliento, como sujetado por su yemas al filo de un rascacielos. Los segundos se le esfuman, segundos que para él, uno tras otro son la vida… «Tenemos otro joven desangrándose en emergencia», le dice Paula al doctor, quien le indica que lo traiga “a ver si al menos salvamos a uno”. Este pobre tipo está en las últimas - piensa ella mientras corre con la camilla-. Debo esforzarme porque si se muere no podré dormir en varios días. Alguien ha buscado su nombre en la billetera. « ¿David, cómo estas?» pregunta ella. Él oye el eco de su nombre y abre los ojos, desde el fondo de su pozo, contempla a Paula pinchándole el brazo, ahora lo atienden pero él ya no está ahí, está más abajo, en las aguas frías del pozo, sonríe, se suelta y se deja hundir en esas aguas misteriosas de la muerte, suelta las yemas y se deja ir… ¡Un médico! grita ¡Vamos David! Necesitamos que te ‘quedés’ despierto, QUÉDATE. Reabre los ojos, el último aliento de su vida está ahora en manos de esta niña preciosa, piensa que quizá pueda lograrlo, ella lo acaricia en la frente, a su lado ve los dos cuerpos tapados con sábanas ensangrentadas. La revelación de verse en una tercera camilla lo asusta, no está entre sus planes morir ahora, —llora—, siente que le abren la piel, el pecho, lo conectan a través de tubos a la vida, como Neo conectado a la Matrix, no lo logrará, se desespera, suda frío, siente frío “no me quiero morir” pero aunque no quiere, empieza a cerrar los ojos irremediablemente. ¡Vamos David, necesitamos que te quedes despierto! Es Paula quien ahora grita, la ve llorando, para él es la voz de Nubia, quédate conmigo, delira. ¡Vamos, quédate con nosotros, aquí te queremos! Las voces se van perdiendo, oscurece la vida, amanece la muerte… “Vidas al límite” «A veces uno se cuestiona si de verdad quiere esto para toda la vida, cuando le tocan casos tan duros y uno no sabe si pueda seguir. Por eso hay enfermeras que se vuelven ‘duras’ como piedras. Eso lo veo en las mayores de 50 años, de los cuales 20 o 30 años son dedicados al oficio. Las han pasado a secciones ‘frías’, porque ya no aguantan urgencias, aquí todas somos jóvenes (risas). Los pacientes lo notan, una vez uno me dijo: “Esa señora tan mal geniana, uno le dice cualquier cosa y es con cara de metralleta”. Eso me da pánico, cuando sienta que me estoy volviendo una enfermera así, mejor me salgo. No quiero convertirme en una mujer amargada, que nunca sonríe. Me imagino cuántos pacientes se les habrán muerto a ellas para volverse así, quién sabe, este es un oficio que endurece…» Y quizá también por esto, las noches de fin de semana nadie las quiere. Aunque son bien pagadas, los médicos y las enfermeras tratan de cambiarlos. A veces se forma un verdadero ‘mercado’ de turnos. Las transacciones son en dinero o especies (por otros turnos), uno suele escuchar “te cambio el domingo por el jueves, dale, te encimo un martes”. Todo para evitar este momento: cuando el cansancio llega al igual que las sirenas anunciando más urgencias. Esta vez se trata de una jovencita gritando “¡Rápido, mi amiga está afuera convulsionando!” la entran y la primera impresión de los médicos es: ‘mamacita’. Es una hermosa joven de 21 años, parece una reina pasada de tragos, su pinta fiestera no disimula su origen humilde, lo que contrasta con los hombres adinerados que la acompañan: «Parecían de esos tipos que andan con peladitas pobres para aprovecharse. Ella fingía un estado de convulsión pero sus movimientos eran concientes. El médico le dijo: “no sigas haciendo eso, nosotros sabemos que es fingido”. «Se calma y empieza a llorar. Fue cuando le vimos los morados y los ‘chupados’ en el cuello. Al desvestirla vimos su cuerpo vuelto nada: golpes, arañazos, en medio de una piel ‘re-blanca’. Parecía atacada por perros, el médico dijo: “pobrecita, la violaron, hay que llamar a medicina legal”. Así que llamamos a la policía y mi compañera se queda con ella.» De afuera llaman a Paula, la noche sigue y las urgencias no dan tregua. Ahora traen un niño quemado. “Estaba jugando en la cocina” argumenta la mamá, no sabe cómo le cayó agua hirviendo. Era una quemadura que comprometía labios, cuello, tórax y piernas. Lo aislaron en una sala para quemados y Paula empezó la curación. Tenía el cuerpo 35% quemado y tocaba despegarle la piel y lavarle las heridas. El niño estremecía la clí-
nica de los gritos: «Un niño así te vuelve nada. Se le veía tanto dolor que cuando alguien entraba a verlo salía con la cara descompuesta. Cómo sería el dolor que le prescribieron Meperidina, un analgésico controlado de la familia de la morfina, tan fuerte que es adictivo. Incluso la semana pasada se perdió una caja de ese analgésico y suspendieron a mis dos compañeras que estaban de turno.» Entre tanto, el niño gritaba: “nunca más, nunca más”. A ellos les entró la duda, sería un castigo o lo habrán quemado a propósito. Paula le preguntaba “mi amor, ¿nunca más qué?” Y el niño mira a su mamá y contesta: “nunca más… nada”.
El enfermero suicida y la enfermera de la muerte Ahora Paula llega a la camilla del suicida. Inconciente, ojos cerrados, pupilas dilatadas. Él intentó intoxicarse por desamor, lo encontraron con cajas vacías de Diasepan, Lorasepan y otras drogas controladas. Estos producen somnolencia, hilaridad y en exceso, intoxicación y paro cardiaco. Paula lo mira impávida, total, es un colega. El médico le gira las tetillas en el sentido de las manecillas del reloj para causarle intenso dolor, así descartan que sea ‘convulsivo’, pero es obvio, este joven quería matarse y no está fingiendo. «Cuando hay sobredosis se llama a la línea de toxicología, ahí le indican a los médicos qué protocolo seguir, según la sustancia ingerida. Les recomendaron un lavado gástrico y seguimiento de los signos vitales mientras el paciente despierta.» En un pequeño rato de calma nos sentamos a hablar. Le pregunto si ha leído “La señorita Cora” de Cortazar, pero no sabe quién es. “Hay gente que le tiene miedo a los hospitales”, me dice ¿usted es de esos?” No, por qué habría de tenerles miedo. “Porque aquí asustan” asegura con toda seriedad. Descubro que todo hospital tiene su espanto, aquí en la clínica el más famoso resulta ser ‘La Enfermera de la Muerte’. «Hay personas que dicen que la han visto, sobretodo los de servicios generales, de noche, en maternidad es muy solo. Una vez escuché a alguien gimiendo “quiero agua”, era una voz angustiante; pasé por cada cama preguntando quién tenía sed, pero nadie. Todos en la sala, incluso los pacientes estábamos muertos del miedo. Hace dos meses la Enfermera de la Muerte volvió a atacar, la vieron en sala de hospitalización. Mis compañeras vieron una enfermera desconocida que entró a una habitación. Esperaron a que saliera para preguntarle quién era, si era nueva o qué, pero nunca salió. Después de un rato entraron a ver qué pasaba pero ya no estaba, sólo encontraron el paciente muerto en su cama. La enfermera nunca la vieron salir, de ahí creció el mito. Eso pasó dos veces la misma semana, entraba a otra habitación, trataron de montarle la perseguidora y sólo decían que su uniforme era muy blanco. Esto no se hizo público, se imagina: “en esa clínica hay una enfermera asesina”, nadie vuelve. »Finalmente atacó en UCI, donde encontraron un paciente con la camisa levantada hasta el cuello. Era un viejito muy delicado. Como el frío le hacía daño, mi compañero le preguntó por qué estaba descobijado: “No, es que la enfermera me iba aplicar una inyección y por eso me quitó todo”. Todos casi se mueren del susto porque esa noche sólo habían hombres de turno, no había ninguna mujer, y como la puerta de la UCI tiene sistema de seguridad, no podía entrar sin timbrar y ser visto.» Pero en urgencias, la calma es un destello que dura poco. La charla termina abruptamente cuando escuchamos al guarda gritar: “¡Hay una mujer herida en un taxi!”. Paula sale corriendo y el médico le grita: “Traé una camilla, rápido.” «Cuando regresé ya los médicos estaban atendiéndola en el taxi, sin guantes, eso es peligroso por las infecciones. Pero no estaba herida sino parturienta, rompió fuente y la sangre indicaba que el bebé estaba por nacer.» Paula le pregunta al doctor si alcanzan a llevarla a maternidad “Sí claro ‘Paulis’, alcanzamos.” Comienzan a bajarla pero en esas el bebé empieza a asomar la cabeza. “No, el bebé se vino”.
«El taxi estaba vuelto mierda pero el taxista más buena gente “ayúdenla, tranquilos”. Y entonces puje que ya está naciendo. A mí me tocó ir por los equipos, guantes porque nadie reaccionaba de la impresión. Que las tijeras, que puje, y nació ahí en la puerta, pobrecito ese bebé, por la demora tuvo sufrimiento fetal». Sin tiempo para realizar una adecuada limpieza, el bebé ingirió materia fecal al momento del parto. Paula tuvo que aspirarle los pulmoncitos para evitar las infecciones. «Cuando hice mi práctica en el Hospital de Aguablanca también asistía partos, la mayoría de niñas de apenas 13 o 14 años, casadas con hombres ya adultos, muy tenaz. A mi me mandaban a probar dilatación. Imagínese 20 viejas acostadas en fila, a las que tenía que meterles los dos dedos en “V” para saber si ya podían parir, y sin siquiera hacerles un lavado…» Paula siempre quiso estudiar medicina, pero reconoce que en este momento sería muy difícil por razones económicas, no puede dejar su trabajo para estudiar, ni hacer las dos cosas al tiempo porque la clínica no le da facilidades. La vida de enfermera es malagradecida -dice-, sin mencionar el salario. El fin de la Noche Nos dirigimos a la parte de atrás de urgencias, a observación, atraídos por la bulla de ‘la rata’. “¡Yo tengo Sanitas, a mi me atienden!” Ha llegado la policía y al ver que se desangra, tratan de razonar: “Señor, lo vamos a llevar al San Juan de Dios”. Él contesta: “noo… allá no me voy, eso es un hueco”. Los médicos se preguntan cómo un tipo de su ‘calaña’ puede tener una EPS de Sanitas: “es la más cara, pagan como cien mil mensuales, rarísimo.” Paula comenta: “Es que es un ratero muy finito” (risas). Cuando los pacientes se ponen así, les dicen los ‘in-pacientes’. La emprenden contra el personal médico, amenazan con demandar a todos, o insultan a las enfermeras. ¿Qué hacer entonces? A Paula le enseñaron a no contestar: “como en toda empresa, el cliente siempre tiene la razón”, entonces Paula llama a su jefe que razona con el paciente: “Vea señor, tiene que calmarse, esperar, porque hay otras urgencias”. Podrían explicarle que esto es culpa de la “integración vertical” pero no entendería, lo único que ella puede hacer es adelantarle la historia. Pero en ocasiones, cuando el in-paciente se quiere ir toca recurrir al último recurso: sacar “El Acta”, un papel donde el firmante exonera a la clínica de cualquier responsabilidad al irse. Le dicen a ‘la rata’: “Señor, claro que puede irse, pero firme primero esta acta voluntaria.” En vez de eso, él la rompe y les tira el picadillo en la cara, la policía amenaza con llevárselo y entonces se escabulle de la clínica. El niño quemado resulta ser del SISBEN, un afortunado si se tiene en cuenta los 7 millones de colombianos sin seguridad social, según fuentes de gobierno; una vez despierte será despachado para el H.U.V. «Si después de estabilizado el paciente debe ser hospitalizado, pero no tiene EPS o medicina prepagada, no puede quedarse aquí —lo sentimos—, y lo remitimos inmediatamente a Red-Pública. Hay personas que llegan muy mal pero no tienen un carné que les cubra la atención, les toca irse para un hospital a esperar horas a que les den admisión, a veces uno puede escuchar, entre dientes, la frase mordaz: “qué vaya a morirse al HUV”.
*Nombres cambiados.
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«Yo veo esto y pienso que el sistema médico está muy mal, hay muchas cosas para mejorar. Por ejemplo a urgencias llegan personas con cosas que deben ser tratadas de inmediato. Tienen un dolor y quieren que se los calme ya. Pero no se puede porque no hay suficiente personal, o carecemos de los mecanismos para tratar esa persona. »Hay pacientes que pueden demorarse 2 y hasta 3 horas esperando una admisión. Algunos se desmayan esperando atención. En Colombia debería dársele más importancia a la salud, hay muchas cosas que se pueden mejorar porque falta de todo, inversión, personal, a veces uno no encuentra ni una jeringa. El gobierno debería invertir más en hospitales y clínicas, en vez de cerrar las que ya hay. A veces me pregunto cómo mejorar todo esto, pero es muy difícil. De nada sirve que inviertan en salud si la plata se la roban quienes manejan la salud, las clínicas, las EPS’s, los verdaderos dueños de la salud. » Rayando el alba, la chica violada hace un último escándalo frente a los cansados médicos: “¡Él manda, él manda!” grita en medio de su desvarío. La policía empieza a interrogar a los acompañantes. “yo soy el novio - dice uno de ellos - y exijo hablar con ella”. Su amiga le contesta “¡Cuál tu novia, si vos la dejaste!”. La enfermera-jefe se inmiscuye: “¡Ustedes son unos violadores!” pero él replica: “Voy a llamar a mis abogados, soy una persona con mucho poder”. Después de un rato de alegatos, la policía lo deja hablar con su novia. Cuando reabren la cortina todo ha cambiado, están hechos un amor: “claro, el tipo le lavó el cerebro a la pobre peladita” alega Paula, el novio se defiende: “Mi amor, diles si yo te maltraté” y la pelada “noo… nnqq-nnqq, no pasó nada.” «Resultó que el tipo saliendo de un motel la había dejado y ella, despechada y ebria, armó todo este show. ¿Y entonces esos morados qué? Le preguntan. “No, es que tuvimos sexo salvaje, pero es normal”, explica ella. La policía estaba furiosa pero igual, ellos se fueron felices». Paula se siente exhausta pero aún debe entregarle turno a su compañera que llega recién bañada. Le entrega pacientes, empezando por el niño quemado. Él las mira desde lejos, desde el limbo de su dolor. Tranquilo mi amor —le dice ella— esto pasa en un ya, y dentro de poco estás bien”. Sigue la ronda hasta el bebé del Taxi. Un médico se acerca y les pregunta: “¿cuál nombre escogerían para este bebé, Taxibaldo o Taximiliano?”. Sin un poco de humor no se podrían aguantar la jornada, además, la vida de este niño ha equilibrado la noche. En un país lleno de guerra y muerte, enfermeras como Paula balancean el contrapeso hacia la vida, con la esperanza de ganar esa guerra silenciosa. Al final de la ronda llegan donde el intoxicado que parece estar despertando, “este es un colega suicida” le dice Paula a su compañera. Ella sabe que este incidente dañará su hoja de vida, quizá nunca más pueda ejercer como enfermero. Por fin el joven abre los ojos cual recién nacido, y entonces ella puede preguntarle ¿cómo te sientes? — ¡Jueputa, todavía estoy vivo!
Médicos y pacientes: la relación de un hilo
Fotografía de Mateo Guzmán
Por Juan Diego Ospina
El tema de la responsabilidad médica es relativamente nuevo. En épocas pasadas, los médicos tomaban las decisiones sobre el paciente con el argumento de que éste no estaba preparado ni tenía el conocimiento adecuado para hacerlo. Este enfoque cambió en 1914, cuando un juez norteamericano falló a favor del paciente en un caso contra la gerencia del Hospital de Nueva York. En dicho fallo se indicó por primera vez que todo ser humano en edad adulta y en su sano juicio tiene derecho a determinar lo que se debe hacer con su cuerpo.
A medida que los pacientes empezaron a conocer más sobre el tema, aparecieron los cuestionamientos a los procedimientos y las posibilidades de interponer demandas; además, la “industrialización” de la medicina y su grado de impersonalización hizo que la gente empezara a ver de una manera diferente al médico. A esto se suma la labor de los abogados, que han descubierto en este tema un nuevo campo de acción. El fenómeno de los reclamos por responsabilidad médica ha incidido en la práctica asistencial y en el funcionamiento y estructura organizativa de clínicas y hospitales: medicina defensiva, pólizas de seguros, conciliaciones, indemnizaciones, etc. No obstante, de acuerdo al asesor jurídico de una institución de salud en Cali, aantes de emprender cualquier tipo de acción legal, el paciente debe asesorarse bien de otro médico y de un abogado, porque no siempre los hechos constituyen casos ante los ojos de la ley. Se debe tener en cuenta que en una institución la oficina jurídica es únicamente para su defensa; si el usuario tiene algún inconveniente debe dirigirse a otras dependencias (si las hay) como la oficina de trabajo social, donde le brindarán asesoría; o a la oficina de control interno disciplinario, donde se pueden formular quejas contra médicos y funcionarios del hospital o clínica en cuestión. Muchas veces estos recursos son más efectivos, pues el reglamento interno de la institución puede considerar sanciones para sus empleados que correspondan a políticas propias y que no necesariamente concuerden con la ley. Y es que este tema se ha manejado como una evolución jurisprudencial, más que legal; quiere decir que los fallos han sido interpretaciones que el juez (en cada caso) ha hecho de la ley. Según la Federación Médica Colombiana, el desarrollo histórico– jurídico de las normas sobre ética médica en nuestro país comenzó en 1954 con el “Código de Moral Médica”, aprobado por la Asociación Nacional de Médicos Católicos Colombianos AMEDIC; posteriormente, la ley 14 de 1962, sobre el ejercicio de la medicina, introdujo modificaciones a propósito de las sanciones a los médicos. Pero la reglamentación vigente - La ley 23 de 1981- “constituye uno de los más importantes logros alcanzados en los últimos años para la defensa del ejercicio ético de la medicina en Colombia. Esta ley es un conjunto de normas destinadas a proteger el responsable, correcto y honesto ejercicio de la medicina, a la vez que garantiza a la sociedad en general el cumplimiento de los principios sobre los cuales descansa una adecuada relación médicopaciente”. Una de las causas en la aparición de litigios contra hospitales y clínicas es el desconocimiento de los pacientes: La medicina es una ciencia que no es común para la persona promedio y es usual responsabilizar al médico por el desenlace de un procedimiento, sin saber que, científicamente, ese desenlace era una de las posibilidades que podía ocurrir. Debe tenerse en cuenta que en derecho hay dos tipos de obligaciones: de medios y de resultados. La obligación de un médico es de medio; el médico no está obligado a sanar al paciente o a salvarle la vida. A lo que está obligado es a actuar con diligencia, con cuidado, con oportunidad, y con dedicación para que al paciente se le restablezca la salud. LEY 23 DE 1981, Art. 13. “Teniendo en cuenta que el tratamiento o procedimiento médico puede comportar efectos adversos o de carácter imprevisible, el médico no será responsable por riesgos o resultados desfavorables, inmediatos o tardíos de imposible o difícil previsión dentro del campo de la práctica médica al prescribir o efectuar un tratamiento o procedimiento médico”.
Habría responsabilidad por culpa si el médico no fuese diligente, cuidadoso, oportuno, o con la pericia necesaria en sus acciones. El concepto de culpa, por su parte, es de impericia, negligencia, o que no hubo oportunidad en el procedimiento porque fue tardío o mal ejecutado. Anteriormente, era el demandante el que debía probar los hechos que comprometían la responsabilidad del demandado. Con la responsabilidad médica empieza a evolucionar este concepto. Se entendió que el paciente era ignorante en el tema de la medicina y por eso estaba en una situación mucho más difícil para probar los daños que le habían causado. Entonces se trasladó esa carga probatoria médico, porque es él quien está en una mejor posición para decir cómo se llevaron a cabo los procedimientos en cuestión. Esta teoría se llama carga dinámica de la prueba: corresponde probar las cosas a quien esté en mejor posición de hacerlo; por lo general es el médico, aunque podría ser el paciente - si está bien asesorado, o si es médico-. Ahora bien, la gran mayoría de las reclamaciones se vincula a un inadecuado manejo de unos pocos aspectos del acto médico. Los más críticos son la relación médico-paciente, la ley del arte (lex artis), la historia clínica y el consentimiento informado.
Relación médico-paciente La principal causa por la que un paciente emprende acciones legales es el fracaso en la relación con su médico, antes que un daño o un error de tipo profesional. La mayoría de las veces el paciente no tiene conocimientos de medicina, y como se trata de su salud e integridad, es el médico el que debe estar pendiente y ser muy claro con él y sus familiares (o acompañantes); para establecer una confianza y una conciencia de la labor que va a realizar; debe informarle sobre su estado y sobre las posibles complicaciones. En otras palabras: debe decirle qué se le va a hacer y por qué. El buen trato, la buena comunicación, la información oportuna, y el respeto siguen siendo los elementos principales en la correcta prestación del servicio y en la prevención de futuros reclamos por responsabilidad médica. Hace parte de la relación médico – paciente, el tiempo de las consultas. El sistema de salud ha ido imponiendo una sobrecarga de pacientes para los médicos en un equivocado enfoque de eficiencia/rentabilidad. Sin embargo, la Ley (resolución 5261 de 1994, artículo No. 97) establece que la consulta no debe durar menos de veinte (20) minutos. Esto significa que si un médico tiene programados más de tres (3) pacientes por hora, puede ser reportado. Igual ocurriría si es la institución la que está obligando a su personal a incumplir con esto.
Fotografía de Mateo Guzmán
Lex artis Lex artis (ley del arte) es el criterio clave para determinar si existió responsabilidad médica y en él cada vez cobran más valor los aspectos éticos del acto médico. Esta categoría se refiere a la ejecución del acto médico en una situación históricamente concreta (en un determinado tiempo y lugar). No se trata de valorar cómo hubiera actuado el mejor médico en las condiciones ideales, ni siquiera si el procedimiento corresponde con lo avalado por la academia; se trata de incorporar cada vez más
componentes éticos en los que no es suficiente el cumplimiento de los aspectos técnicos de la medicina, sino que éstos son inseparables de una buena relación médico-paciente. Por ejemplo, un procedimiento quirúrgico correctamente indicado, oportuna y técnicamente bien ejecutado, no se ajustará a lex artis si no se cumplió con el deber de la información (riesgos, alternativas terapéuticas, etc.), es decir, si el médico no contó con un consentimiento válido. Tampoco se podrá afirmar que se actuó de acuerdo a lex artis si no se registró adecuadamente el procedimiento en la historia clínica o si se infringió el principio ético y jurídico de la confidencialidad. En consecuencia: a medida que la autonomía de los pacientes gana terreno, en la valoración de la lex artis sus derechos pesan cada vez más. Ya no se valora únicamente el buen desempeño del médico en sus procedimientos científicos, sino que, además, se tienen en cuenta valores éticos y morales.
La historia clínica Este documento es vital en la valoración de la responsabilidad médica, ya que es el registro de todas las actuaciones médico-sanitarias con el paciente, y de todos los conocimientos, medios y actuaciones médicas que se ponen a su disposición. Es la biografía patológica de la persona; la transcripción de la relación médico-paciente, por eso es tan importante a la hora de juzgar la actuación del médico. Anteriormente, la historia clínica cumplía una función de ayuda-memoria para el médico. En la actualidad, incorpora un valor como medio de comunicación entre las distintas personas que intervienen en la asistencia de un paciente en un momento determinado. Su adecuado registro pasa a formar parte del acto médico. En este sentido, la cantidad y calidad de lo registrado refleja la calidad del acto médico. Aunque el paciente es el legítimo dueño de la información en la historia clínica, el soporte material del documento es suministrado por la institución asistencial, quien tiene el deber de su custodia y es responsable de su presentación en caso de reclamo judicial. LEY 23 DE 1981, ARTICULO 34. La historia clínica es el registro obligatorio de las condiciones de salud del paciente. Es un documento privado sometido a reserva, que únicamente puede ser conocido por terceros previa autorización del paciente en los casos previstos por la Ley. En la mayoría de los casos, una historia clínica bien hecha, servirá para descartar la mala práctica (mal praxis). Lo contrario sería que de ella surja la prueba de culpa médica (impericia, imprudencia, negligencia).
El consentimiento informado Cuando el paciente firma la autorización del procedimiento que le van a realizar, NO está exonerando al médico ni al hospital de responsabilidades. Eso está
Fotografía de Mateo Guzmán
relacionado con la autonomía del propio paciente. El consentimiento informado se considera algo fundamental y es además un requisito que no puede faltar a la hora de hacer una intervención. El no hacerlo, equivaldría a una persona que corta a otra arbitrariamente. Lo que se busca con él es no desconocer la autonomía que tiene la persona sobre su propio cuerpo, sobre su propia humanidad. Si el paciente es menor de edad, está inconsciente, o padece problemas mentales, un apoderado o familiar puede firmar en su lugar. El consentimiento informado es muy importante porque, primero, con ese documento el paciente esta autorizando que se le haga una intervención. Segundo, el paciente está enterado del procedimiento que le van a hacer, cuáles son los riesgos y las complicaciones que se le pueden venir mas adelante. No es un eximente, pero sí es un documento necesario para evitar cualquier litigio. En caso de pacientes con perdida de conciencia, el médico firma por él dejando constancia de que la persona no está conciente y es un caso extremo, una urgencia vital. Hay religiones (los testigos de Jehová, por ejemplo), que no permiten transfusiones sanguíneas. Estas personas portan un documento que los identifica y donde se exonera por completo de responsabilidad a la institución o al médico que los atienda. Se puede decir que ellos portan consentimiento informado, pero al revés, para que no
los toquen. Es deber del hospital y de su personal respetar esa elección, no importa si es una urgencia vital. De hecho ellos podrían demandar si alguien pasa por encima de sus creencias y les salva la vida. Aunque los niños y adolescentes no tienen capacidad civil, el consentimiento médico tiene un fuerte componente ético que trasciende los requisitos jurídicos. Cuando los padres de un menor se opongan a un tratamiento, poniendo en peligro su vida o salud, el médico deberá poner en conocimiento del caso a un juez competente o a Bienestar Familiar. Por último, existe otra instancia donde un paciente puede acudir y es el Tribunal de Ética Médica, ya que él tiene autonomía para imponer sanciones que van desde llamadas de atención y suspensiones temporales, hasta el retiro definitivo de la tarjeta profesional. LEY 23 DE 1981, ARTICULO 63. Créase el tribunal Nacional de Ética Médica con sede en la capital de la República, con autoridad para reconocer de los procesos disciplinarios ético – profesionales que se presenten por razón de ejercicio de la medicina en Colombia.
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Aunque los aspectos legales de la medicina puedan generar inconvenientes, lo cierto es que su práctica sería imposible sin ellos. Como dice un refrán muy conocido por los abogados, “es mejor un mal arreglo que un buen pleito”.
LA
NOCHE EN QUE CAMBIÓ EL
Por Diego Alejandro Guerrero
MUNDO
Son alrededor de las 3 de la tarde, el sol se cuela por los ventanales de aquel lugar. Un hombre en una silla de ruedas espera a que llegue la fisioterapeuta, la misma que todas las tardes le indica qué ejercicios van a hacer. Lleva varios meses en terapia y espera que pronto termine su espera. Es trigueño, robusto, su cabello está casi cubierto por las canas, le faltan sus piernas: le fueron amputadas el año pasado. No es el único en la sala, lo acompañan otras personas: un niño inquieto, un anciano que hace ejercicios en una rampa, un joven que alza unas pesas, los familiares de los pacientes y las enfermeras. Todos tienen problemas diferentes; tan sólo Rigo, el de las pesas, puede entenderlo. Arsenio Jaramillo nació en el Tambo, Nariño, y desde joven se dedicó a la agricultura. Con su esposa, se fueron a vivir Pasto en busca de un mejor futuro. Manejó un taxi por un período de cinco o seis años. Luego dejó la conducción para montar un estanco. Cinco años después, en la misma ciudad, el negocio iba muy bien.
La tarde del jueves 21 de julio de 2006 Arsenio, de 51 años, recibió una llamada de Carlos Vallejo, su compadre. La mamá de uno de los empleados de Carlos había muerto y era velada a escasas diez cuadras de donde vivía, por eso quería que él lo acompañara. Al llegar al velorio, Carlos no quiso siquiera entrar, sino que desde afuera habló con su empleado, le dio el sentido pésame y le ofreció algo de ayuda económica; luego le dijo a su acompañante que se fueran. Sin embargo, Arsenio, -un hombre católico- entró a rezar al menos durante un momento el rosario. Al terminar las oraciones, llegaron unos mariachis a darle una serenata a la difunta y prefirió quedarse un rato más, así que desde adentro le hizo señas al compadre para que esperaran otro rato. Al finalizar la serenata salió para irse por fin con Carlos, que todavía estaba esperándolo afuera. Se fueron caminando. Iban a ser las diez. Cerca de las oficinas de la DIAN ambos sintieron un estruendo, una explosión. Salieron volando por los aires, cayeron al suelo; Arsenio no sabía qué había pasado, no sabía qué estaba sucediendo. Oía los gritos de auxilio del compadre pero no podía ponerse de pie. Por más que intentaba no lograba hacerlo. Segundos antes, en la otra cuadra, un conductor de ambulancia esperaba que el semáforo cambiara a verde para seguir con su recorrido por la ciudad. Vió la explosión, vió los dos cuerpos caer al suelo. Llegó rápido hasta allá y con la ayuda de su acompañante bajaron rápidamente para ayudar a uno de los heridos. Como pudieron lo subieron a una camilla para trasladarlo al centro de atención más cercano. Unos decían que lo llevaran al Hospital Departamental de Pasto, pero quedaba más cerca el Hospital San Pedro: en una emergencia las decisiones deben tomarse en cuestión de segundos. Arsenio estaba aún consciente: dio el teléfono y la dirección de su casa. Ese día Deyanira Arenas, la esposa de Arsenio, había trabajado muy duro. Desde temprano se dedicó a hacer el aseo a toda la casa. Por eso, a las diez de la noche sólo tenía deseos de dormir. Sus hijas, Cristina y Daniela, de 23 y 19 años respectivamente, también. No hacía mucho se habían acostado,
Fotografía de Hernán Barón
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cuando a las 10:15 oyeron un fuerte estruendo que sacudió por completo la casa. Las ventanas vibraron tanto que parecía que los vidrios fueran a salirse. Inmediatamente se levantaron asustadas por lo que habían escuchado. Llamaron a Arsenio al celular una, dos, tres, varias veces, pero no contestaba. “Llamen entonces a Carlos al celular”, dijo Deyanira. Pero éste tampoco contestaba. Al ver que ni el uno ni el otro respondían comenzaron a asustarse, a sospechar algo. Salieron un momento a la calle para ver qué estaba pasando. Afuera todo era caos. Los vecinos también habían salido a averiguar qué había sucedido; quizás alguna pipa de gas habría estallado, tal vez había sido la llanta de un camión o cualquier otra cosa. Estaban conversando con la gente y vieron pasar una ambulancia a toda velocidad. Minutos después timbró el teléfono. La voz al otro lado le explicó lo que estaba sucediendo: Arsenio había sido victima de un atentado terrorista, era atendido en el Hospital San Pedro, y necesitaban elementos de aseo personal. Mientras sus hijas alistaban la maleta para el papá, Deyanira salió corriendo al patio trasero de la casa, se arrodilló y en una oración, tal vez la más devota de toda su vida, humildemente le pidió a Dios que se hiciera Su Santa Voluntad. Esperaron alrededor de cinco horas en el hospital. Los minutos y las horas pasaban sin saber con certeza cuál era el estado de Arsenio. La policía entraba y salía del centro de atención, mientras ellas, inmóviles, aguardaban algún parte médico. A las de la mañana una enfermera las llamó y las condujo a cuidados intensivos. Allí, un médico llamó a la
Fotografía de Hernán Barón
hija mayor de Arsenio, Cristina, y le hizo señas a Deyanira para que esperara. Al regresar, ella abrazó a su mamá y le dijo: “mami, mi papá está bien... lo único es que las piernas no le sirven”. Deyanira, sin entender muy bien lo que quería decir, le dio gracias al cielo. Pensaba que su esposo podía tener las piernas fracturadas y que pronto se recuperaría, que el trance por el que estaban pasando no dejaría mayores secuelas. Minutos después volvió a salir el médico. Le mostró unas radiografías a Cristina. Ella, con toda la tristeza del mundo por dentro, sin saber cómo hacerlo, le explicó a su mamá que a Arsenio le habían amputado ambas piernas: era eso o era su vida. Después de la cirugía de amputación, Arsenio duró cinco días inconsciente. Durante ese tiempo fue sometido a una segunda cirugía; se estaba hinchando, ya que por dentro estaba derramando líquidos. Al salir de cuidados intensivos, mientras estaba en recuperación, despertó. Y en un cuadro amargo, que ninguna familia quisiera vivir, se enteró de su nueva condición; además el compadre había fallecido. Arsenio lloraba, se desesperó. Las palabras se quedan cortas para describir todo lo que sintió la familia Jaramillo Arenas: angustia, la desazón, desesperanza. Les había cambiado la vida a todos. Olga Marina, la fisioterapeuta que atendía a Arsenio, la doctora como la llama él, llegó con la sonrisa que siempre la caracterizaba. “¿Cómo está hoy don Arsenio?”, le pregunta. Arsenio pasa de su silla de ruedas a una de las colchonetas que tienen en esa unidad. Allí se dispone a comenzar con la terapia de ese día. “¿Qué vamos a trabajar hoy? ¿Le traigo el calorcito?”. Olga va hasta otro cuarto y trae una toalla que envuelve algo caliente, se lo coloca en el moñón de Arsenio. Se queda un rato más conversando con Deyanira y luego se va a seguir con la atención de los demás pacientes. Llega donde Rigo, ese joven tímido que casi no habla y que se encuentra a punto de salir rehabilitado: él había perdido sus piernas mientras arreaba unas vacas en donde vivía, en el Cauca. El niño inquieto está jugando, y en un movimiento casi se cae. La mamá lo toma de sus bracitos, lo pone de pie y le acomoda sus pequeñas prótesis: al pequeño también le faltan sus piernas. A Arsenio le practicaron una amputación bilateral, le remodelaron lo que quedaba de piernas –en este caso más arriba de las rodillas- y cerraron la herida. Pero al parecer le quedó una esquirla dentro que le ocasionó una osteomielitis, una infección en el hueso. La complicación en estos casos es que queda la herida abierta y contaminada. Por más que se lave y se limpie la lesión, y aunque se trate de hacer la amputación lo más larga posible –por lo menos, para que luego quede bien adaptada la prótesis- se puede infectar muy fácil. A raíz de eso tuvieron que amputar más arriba. Esto entorpeció su recuperación.
Después de que lo dieron de alta comenzó de inmediato en Pasto su proceso de rehabilitación. Aunque puede decirse que, en términos amplios, ésta inicia desde el mismo momento en que el paciente es atendido por primera vez, es decir, desde el mismo instante en que un paramédico le da los primeros auxilios, tan rápido como sea posible, para que, cuando se recupere, sus condiciones sean lo más cercanas a su primer condición. El objetivo inicial en un paciente como Arsenio, un hombre de 52 años, comerciante, padre y cabeza de familia, es una adaptación de prótesis: garantizar que, a pesar de su condición, pueda regresar a su trabajo, que vuelva a tener inclusión social, que vuelva a ser independiente desde lo más básico: si no puede vestirse y movilizarse por sí mismo se debe buscar que con el tiempo aprenda a hacerlo. Durante los meses siguientes en el Hospital San Pedro comenzaron las terapias para que no perdiera la sensibilidad ni el movimiento de los músculos. También le enseñaron a moverse en una silla de ruedas. Fueron unos días difíciles. En el mes de noviembre, en el transcurso de una de esas terapias, la Cruz Roja, a través de la Campaña Colombiana contra las Minas, se contactó con Deyanira: había la posibilidad de trasladar a Arsenio a Cali, donde recibiría un mejor tratamiento y, además, las prótesis. Podían ir el día que quisieran. Allí, en la capital del Valle, les darían alimentación y hospedaje en un hogar
donde se encontraban otras personas en el estado de su cónyuge y comenzarían el tratamiento en la Unidad de Medicina Física del Hospital Universitario del Valle. Aceptaron. Sin embargo, por complicaciones de salud sólo viajaron en el mes de abril del siguiente año. La Unidad de Medicina Física y Rehabilitación del Hospital Universitario del Valle fue creada en el año de 1966 como parte del servicio de ortopedia de este centro de atención. Desde su fundación, ha desarrollado programas de promoción, prevención, habilitación, rehabilitación y equiparación de oportunidades para las personas en situación de discapacidad del suroccidente colombiano. Ante las bajas condiciones en que se encontraba –planta física en mal estado, obsolescencia de equipos y materiales terapéuticos, y la gran cantidad de usuarios- se decidió presentar en octubre de 2004 el proyecto de remodelación de un Centro de Rehabilitación en Cali para víctimas de minas y violencia. Dicha iniciativa fue gestionada por medio de la Vicepresidencia de la República, el Observatorio Nacional de Minas, la Campaña Nacional contra Minas antipersona y la Dirección General del HUV. El proyecto fue posicionado ante entes financiadores. Así, el gobierno japonés por medio de su embajada en Colombia, decidió apoyarlo en Febrero de 2005 y entregó los recursos necesarios para su adecuación en marzo del mismo año. El 13 de mayo comenzó su construcción, la cual fue inaugurada el 16 de junio de 2006. La inversión total fue de casi 2400 millones de pesos. El Gobierno del Japón dio más de 1500 millones que fueron invertidos en la infraestructura y dotación del espacio; el Hospital dio más de 524 millones, destinados a la obra física, dotación, diseño de obra y la interventoría; y por último, la Gobernación del Valle donó 300 millones para el mobiliario. Los beneficiarios del Centro de Rehabilitación son las comunidades urbanas y rurales del Suroccidente colombiano que se encuentren en situación de discapacidad por ser víctimas de minas antipersona y munición sin explotar, y por causas violentas y no violentas. En otras palabras, quienes hayan perdido uno de sus miembros en un atentado terrorista; quienes hayan sido atropellados, quienes tengan algún tipo de trauma o herida por arma de fuego. Por otro lado, también presta servicios a pacientes con enfermedades como cáncer, sida, infartos, accidentes cerebro y cardiovasculares, y otras generadas por complicaciones en el parto –tales como la hipoxia-, meningitis, entre otras. Los costos de atención, citas médicas, terapias y prótesis de una víctima de minas antipersona y atentado terrorista los asume el Fondo de Solidaridad y Garantía (Fosiga), así como el tratamiento de alguien que ha sido atropellado por un carro fantasma. Si el conductor no se escapó, el Seguro Obligatorio del automóvil los asume. Los costos de los otros tipos de pacientes (herida de arma de fuego, traumas, enfermedades en general) los asume la Secretaría de Salud Departamental cuando la persona no tiene seguridad social. Si la tiene los cobros se pasan a su EPS o a su ARS. Antes de iniciar el tratamiento en Cali, Deyanira viajó con uno de sus cuñados para saber dónde estaba ubicado el alojamiento. En un hogar en el distrito de Aguablanca compartirían el espacio con otros, dormirían en un salón grande, en camarotes, al lado de otras personas con sus miembros mutilados. A Arsenio no le gustaba eso, no quería ver su dolor reflejado en otros seres, le dolía ver que la misma tragedia le había sucedido a otros como él. Al comienzo no quería que nadie lo viera, por esa razón ni siquiera salía en Pasto, porque decía que la gente se quedaba mirándolo como si fuera algo raro. Deyanira decidió entonces buscar otro lugar. Funcionarios de la Campaña contra Minas le advirtieron que de preferir irse no podrían pagarles ni el alojamiento ni la alimentación. “Yo no sé cómo voy a hacer, pero como sea voy a conseguir para el arriendo”, dijo ella. El matrimonio Jaramillo Arenas viajó a Cali en los primeros días del mes de abril de 2007, dejando a sus hijas en Nariño. En el encuentro con el equipo de especialistas de la Unidad de Medicina Física del HUV, éstos coincidieron en que había un trabajo previo de rehabilitación post-quirúrgica: Arse-
nio era ágil en el manejo de su silla de ruedas y por eso adaptó su carro para poder manejarlo. De hecho, fue él quien condujo desde Pasto hasta Cali. Deyanira consiguió una habitación en arriendo en el barrio San Fernando. Allí viviría con su esposo durante su tratamiento. Días después de su llegada a la capital del Valle, el 9 de abril, estalló un carro bomba en inmediaciones del Comando Central de la Policía Metropolitana en Cali, lo que dejó como consecuencia un taxista muerto, millonarias pérdidas y muchos locales comerciales destruidos. Con esta situación, Deyanira se volvió muy nerviosa. Le daba miedo salir porque creía que en cualquier momento les podía pasar algo. Arsenio llegó con muchas expectativas y una sola meta: tener lo antes posible sus prótesis, adaptarse rápidamente a ellas e irse. Quería estar en un cubículo solo, donde nadie lo observara. Pero no todo era tan fácil. Para tener las prótesis se requería un promedio de seis meses, tiempo durante el cual serían diseñadas. Desde el inicio del tratamiento, Arsenio tuvo cita con el médico fisiatra y con el protesista, quienes hicieron el diseño de sus prótesis. Estas se demoraron porque algunas partes las traían desde Alemania; además les tendrían que hacer algunos ajustes. Durante esos meses, Arsenio tendría que ir diariamente a terapias para preparar y fortalecer sus músculos -tanto en miembros inferiores como superiores: abdomen, tronco, brazos-, con el propósito de lograr la mayor autonomía posible cuando empezara a utilizar las prótesis. En eso trabajaron de abril a julio. Cuando Olga Marina regresa le retira “el calorcito”. Luego, trae del otro cuarto unos paquetes que envuelven un material pesado. Con esto Arsenio trabajará su resistencia para fortalecer sus músculos. Ella los envuelve en sus muñones y le dice que comience a hacer los ejercicios. Le dice que pare porque lo está haciendo mal, él sabe que puede hacerlo mejor, solo requiere esfuerzo. Si quiere verse de pie de nuevo, con sus prótesis, tiene que poner todo su empeño. Olga va hasta donde el niño inquieto, lo mima y le pide un besito; él se niega a dárselo porque quiere jugar con una pelota. La intervención de cada terapia depende de una evaluación inicial que se hace con cada paciente según sus condiciones. Si llega ese día con dolor se hacen unos ejercicios y rutinas diferentes a las habituales. Las actividades y estrategias terapéuticas pueden variar. Como todo el tiempo Arsenio estaba sentado, los músculos de la parte anterior de las caderas se le estaban atrofiando. Para ir preparándolo le colocaban unos paquetes –hechos de un material que almacena el calor- envueltos en toallas, “el calorcito” como lo llaman coloquialmente. En otros casos usaban termoterapia por contraste: combinaban el calor con el frío. También le ponían resistencias (pesas) en los moñones; como éstos eran cortos, no tenía un brazo de palanca fuerte, así debían ponerle muchas pesas para ganar fuerza muscular. En algún momento del tratamiento, tuvo un neuroma; en otras palabras, la terminación del nervio queda expuesta, ocasiona dolor y sensación de fastidio. Cuando se hace la amputación no solamente se corta el hueso, sino también sus músculos y nervios. Sin embargo, algunas partes del nervio pueden quedar generando sensaciones molestas. En fisiatría le hicieron unas infiltraciones, que combinaron con hidromasajes, para ayudar a insensibilizar el muñón; así cuando pueda pararse, no generará sensaciones molestas con el uso de las prótesis. Había días en los que Arsenio decía que no podía. Tratar de mover los moñones, de hacer los ejercicios correctamente no era tarea sencilla. Además, su ánimo decaía continuamente. Al comparar su rendimiento con el de otros pacientes, veía que los demás podían realizar ejercicios con mucha más facilidad. Sin embargo, conocer el caso de Paola lo hizo reflexionar. Ella había sufrido una lesión medular que le había ocasionado una paraplejia, es decir, una inmovilidad en las partes bajas, podía controlar brazos y la parte de arriba del tronco, pero no sentía las piernas ni podía controlar sus deposiciones. En una conversación ella le dijo: “¿Qué es mejor? ¿Tener las piernas –como las tengo yo- pero no sentirlas ni poder moverlas? ¿O usted, que le van a poder adaptar unas prótesis para que vuelva a caminar?”. Cierta noche el señor con el que compartían en el segundo piso de la casa donde Arsenio y su esposa vivían, los invitó a que subieran a conocer su casa. “Camine, yo lo cargo en mi espalda para que venga a visitarme” le dijo. Se negó a que lo cargaran. Él mismo, usando la fuerza de sus brazos, se las ingenió para subir la escalera. Cuando hablaba con sus hijas, éstas le daban aliento para que continuara. Le decían que no desfalleciera, que siguiera adelante, que esa era una prueba más, pronto estarían de nuevo juntos. Desde el principio su esposa se convirtió en lo que el llama “su ángel de la guarda”; lo ha acompañado en todo momento, contra viento y marea. Se conocieron en
Fotografía de Hernán Barón
el Peñol, municipio de Nariño. Ambos no recuerdan cómo fue el encuentro. No obstante, saben que el destino los tenía fijados el uno para el otro. En el mes de julio estuvieron listas las prótesis. Arsenio, al ver que no podía adaptarse a ellas, las rechazó. Se le dificultó manejarlas por que tenía los moñones muy cortos, por encima de donde estaban las rodillas. Pensó también que su edad lo limitaba bastante, no se sentía capaz, lo veía muy difícil. Además no era fácil ponérselas, y él estaba acostumbrado a hacer sus cosas por sí mismo. El hecho de no poder colocárselas le molestaba, le daba rabia. Prefería seguir andando en su silla de ruedas, al fin y al cabo la manejaba más fácil: se podía transportar y depender por sí mismo; sólo que la silla no estaba en buen estado. En el Hospital podían darle una, pero si ya le iban a dar las prótesis ¿para qué iba a necesitarla? Esos días estuvo muy decaído. Con el paso de los días su estado de ánimo mejoró. Con los ejercicios y la compañía de su esposa, Arsenio aceptó las prótesis. El primer día que pudo pararse en ellas, sostenido en unas barras paralelas, Deyanira lloró de la emoción de volver a ver de pie a su esposo. Ahora el trabajo se centraría en aprender a moverse en ellas, pararse y sentarse en su silla de ruedas, volver a sentir lo que es estar de pie. Mientras tanto, se evaluará su desempeño con las prótesis y se les harán ajustes acordes a su condición para que no se salgan cuando esté andando. Rigo todavía sigue en la Unidad de Medicina Física: días antes de terminar con su proceso sintió algunas molestias con las prótesis, se arreglaron y ahora debía hacer ejercicios para comprobar que estaban bien. Hoy Arsenio se encuentra mejor. Verse de pie, frente a un espejo, caminando sostenido por las barras, le causa orgullo. Viste una sudadera; cualquiera que lo vea y no sepa de su condición podría pensar que se está recuperando de alguna lesión poco grave, no parece haber perdido las piernas. No sabe aún, a ciencia cierta, qué fue lo que sucedió esa noche, no sabe explicar qué estalló. El equipo de profesionales del Hospital Departamental le asegura que en uno o dos meses, dependiendo de los avances, podría regresar a Nariño. Arsenio y su esposa esperan superar esta etapa para ver de nuevo a sus hijas, para recomenzar sus vidas. Allí empezaría la verdadera prueba: volver a las labores de antes, como si nada hubiera pasado.
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CARMESÍ
La noche del viernes 24 de agosto la ciudad se bañó de tenues gotitas, unas de agua, otras de sangre. Por Lina Marcela Benavides
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LLUVIA
Víctor es un hombre de ojos amarillos llenos de supersticiones, al que le cuelgan del pellejo algunos años más de los que reza su cédula. El trasnocho le ha dejado huellas en la mirada, unos kilos de más y, según él, un karma por pagar. Mira el reloj, camina de lado a lado mientras estira la mano boca arriba como para tantear el ambiente. Estamos en la autopista con treinta y tres frente a la clínica Nuestra Señora del Rosario. Son las 11p.m., acaba de comenzar el turno, la calle se ve vacía... Sin embargo, Víctor está mentalizado en que esta será una buena noche. Besa su escapulario y como si lanzara un juramento dice: - ¡Esta noche nos sale un accidente en el 18 con rescate! La piel no se me crispa. No tengo contradicciones morales y muy tranquila respondo. - Dios quiera... Un silencio a ritmo de lluvia se mantiene por unos momentos y mientras sostiene la mirada en las gotitas que titilan, entre la luz del farol, el radio-teléfono ronca y Víctor de un brinco me monta a la ambulancia. - Listo, listo, tenemos un accidente en la carrera 5N con 55 hágale, hágale… La noche comenzó buena, es que usted como que tiene la suerte. ¡Ahora sí, agárrese duro porque esto es ya! Uuuuuiiiiiiuuuu uuuuuiiiiiuuu uuuuiiiiiiuuuu. El frenético ballet comienza escandaloso al son de las luces de colores. Autopista. Semáforos en verde. El aire me sacude las pestañas. Las manecillas del velocímetro parecen saltar del tablero. Me agarro fuerte al asiento, aprieto los dientes y cierro los ojos… Entre la lluviecita floja y el pito histérico de la ambulancia arribamos al sitio del accidente, donde ya antes han llegado los del tránsito, los del Seguro Social encargados de estabilizar al paciente mientras llega la ambulancia más veloz, y los curiosos que especulan acerca del hombre blanco y robusto que está revolcándose en el suelo. Me coloco los guantes mientras Víctor le toma la cabeza para revisarle la herida. Introduce su gordo dedo entre el huequito y lo saca ensangrentado hasta la última de sus falanges. - Tranquilo amigo, ahora lo llevamos a la clínica, lo que tiene no es tan grave. - ¡¡Ahh!! Me duele mucho la barriga... - ¿Que te pasó? ¿Recuerdas algo?... amigo… ¡AMIGO!... ¡¿Cómo te llamas?! No, efectivamente no recuerda nada. Está con la cabeza tan blanca como su panza, los labios amoratados y la lluvia, insensible, le sigue manoseando las heridas, la de la cabeza y la del vientre. - ¡Toca montarlo a la ambulancia! Lina, ayúdeme.
Fotografía de Mateo Guzmán
Como puedo amarro a la camilla al hombre, que pesa unos 40 kilos más que yo, y junto a Víctor lo subo a la ambulancia. - Cámbiese los guantes, tiene que canalizarlo ¡rápido! - ¿No se supone que esto lo haces vos? yo no sé mucho… de pronto le cojo la vena que no es… Estoy asustada… -Tranquila esto es fácil, venga le enseño en un momentico. La ambulancia no tiene mayor equipamiento médico: una camilla, un par de gabinetes donde guardan los frascos de Gatorade que contienen el alcohol, el yodo y otros merjurges sanadores, una banquita para el acompañante y pare de contar. Víctor lo sabe y con una miradita maliciosa y burlona me señala una cajita café. -Ahí están el suero y las agujas. Frunzo el seño y lo miro con extrañeza. Él toma la aguja y la conecta a la manguerita que lleva al suero, agarra la mano del, ya inconciente, gigante (lo cual facilita las cosas, por lo menos para mí) y le clava la aguja de un solo pinchazo. - Listo, sí ve que no era tan difícil. Ahora sostenga esto arriba y hágale la limpieza. Con un arrancón fuerte, la ambulancia empieza el recorrido por la ciudad hasta una clínica de la ciudad. De nuevo los semáforos no nos importaron y las calles resbalosas por la lluvia no impiden que las manecitas del acelerador salten a 90 en menos de un segundo. Una vez en la entrada de la clínica, Victor lleva al paciente hasta la sala de traumatología y con agilidad de culebra le requisa los bolsillos y le saca el celular. Shhhhhhh…. Me dicen sus ojos amarillos. La enfermera no nota nada y el pobre grandulón ni siquiera siente que la piel se le descuelga por entre la camilla, así que la ausencia de su celular supongo que tampoco habrá de notarla. Prefiero salir de la sala, no porque esté asqueada de ver cómo roban a un tipo inconciente y moribundo, sino por el temor a ser acusada de algo. Vuelvo a la ambulancia, enciendo la radio y coloco algo de música para que el guarda note que estoy fuera de la sala. Víctor vuelve, clava sus ojos en los míos y me dice. - No piense que yo soy así siempre… a veces soy peor… jajajajaja
Aumento el volumen de la radio y pregunto: -¿Porqué lo trajiste hasta esta clínica? Estábamos más cerca del Seguro. -Ahhh… es que acá a uno le dan alguito por traerlos. De nuevo frunzo el seño en señal de extrañeza, así que continúa como obligado por mi gesto. - Si, a nosotros nos dan una comisión por traer pacientes a esta clínica…además dan Coca Cola… Coca Cola, más 10.000 mil pesos, sumados a las propinitas que ellos mismos se dan (como el celular) son el pago adelantado por un trabajo incierto, ya que en esta ciudad las ambulancias que trabajan cobrando el dinero del seguro S.O.A.T.1 son casi tantas como la cantidad de accidentados. Desde el Centro Automático de Despacho C.A.D. implementado recientemente por la alcaldía municipal, empiezan los desajustes; según dice Victor, las llamadas son compradas con anticipación por los paramédicos y las empresas, lo que deja a la ciudad y a las víctimas en medio de una feroz batalla por dinero, batalla que se libra en la calle y en la clínica que más plata y Coca Cola ofrezca. Por otro lado, estas empresas no atienden a las víctimas de la violencia. Esto, claro, es sólo una forma de agilizar el trabajo, ganarle a la burocracia, dice Víctor con el menor de los escrúpulos, él, que tanto sabe de “vivir del que está medio muerto”. - Además como nosotros nos encargamos del SOAT, lo que atendemos principalmente son accidentes de tránsito, así que a la clínica le conviene porque le cobran la plata al Seguro directamente. - ¿Y si llaman por un herido de bala o algo así ustedes también van? - No, en ese momento las móviles están ocupadas… Vea, es que cuando uno lleva ese tipo de heridos, la vida de uno también corre peligro, porque al paciente lo pueden ir siguiendo y si no es así y uno lo alcanza a llevar al hospital -porque a esos no los reciben en clínicas privadas- a uno lo empapelan y eso significa que ese turno se perdió y la situación no está como para eso. De nuevo la lluvia, que no había cesado en toda la noche, acompaña los bits de la música y el silencio entre él y yo. Entiendo que las cosas no están muy cómodas para ninguno, así que con una sonrisa, tan llena como la luna que nos acompaña, lo felicito por su nueva adquisición. - ¡Uy! que agilidad la tuya, yo casi no lo noto y la enfermera quedó sana. - Sí, es que esto es la práctica jajajaja… noooooo mentira, yo casi nunca hago eso, sino que ese paciente ya estaba muy mal y pues ya para qué quiere un celular. - Si, pobre tipo, llegó muy mal. ¿Que sería lo que le pasó? - Seguro iba borracho porque el golpe que tiene es como del filo del camión que estaba enfrente ¿si vio el camión? - Si claro, era grandísimo. - Por eso le digo que venía borracho, porque imposible no ver semejante carro y menos si está parqueado. - Si… estaba borracho. Me invita a un cigarrillo. Saca el celular, un V3 BLACK intacto, lo manosea hasta el cansancio con sus enormes dedos, y empieza a pestañear más largo y seguido que el resto de la noche. Víctor empieza a caer ante el silencio de su radio-teléfono y el clín clín de las gotitas sobre el parabrisas… -¿Víctor, por qué los del Seguro Social no lo llevaron si ellos estaban antes de que nosotros llegáramos? - Mmmm…porque que ellos sólo se encargan de estabilizar al paciente mientras llega la ambulancia que los traslada… - Ah… ¿Y la policía? - … Pues está pa’…pa’ adelantar papeles y cosas de esas. - ¿Adelantar papeles? - Si, imagínese si ellos hubieran visto el telefonito del paciente…se me adelantan en los papeles jajá jajá -… El resto de la noche sólo fueron falsas alarmas, un accidente menor en el que el paciente apenas y se raspó la frente, y un choque sin heridos... nada del otro mundo. Son las seis de la mañana. El turno terminó y la calle de nuevo se viste de carros y afanes. Víctor mira el reloj. Toma su escapulario. Reza una corta oración agradeciéndole al santísimo por los favores recibidos. Con excepción del celular, la noche dejó un saldo poco alentador para Víctor. Me lleva hasta mi casa en ambulancia, ya sin la sirena y a menos de treinta kilómetros por hora en la autopista a plenas diez de la mañana. El recorrido acabó. Estoy frente a mi casa, sus ojazos amarillos me miran mientras me dice en un tonito cómplice: -Bueno, espero que le sirva…y acuérdese, esto no lo hago por plata sino por prestarle un bien a la comunidad… - Si, fresco yo sé que con tus habilidades vos te cuadrás pal’ diario… Hablamos hombre, gracias por todo.
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Seguro obligatorio para accidentes de transito
NUEVAS TECNOLOGÍAS, NUEVAS ACTITUDES Este informe dedicado a las nuevas tecnologías de información y comunicación reúne cuatro reportajes cuyo principal interés es mostrar algunas de las transformaciones que ha traído consigo el internet en la sociedad actual, particularmente en el contexto local. Atrapados en la red, de Cristina Echeverry Rivera, se sumerge en la vida cotidiana de una joven para quien la red se ha convertido, más que en una costumbre, en una enfermedad, a tal punto que le resulta imposible pensar su vida sin ella. Lo que esta mujer hace -y lo que deja de hacer- gira en torno a la posibilidad de conectarse. Dormir, conversar, comer, trabajar, todas son actividades que aplazan su presencia en la comunidad virtual de la que nunca quiere desligarse. Vidas cruzadas en el universo virtual, de Andrés Felipe Gaviria, ingresa en el mundo de un joven para quien se ha convertido prácticamente en una obsesión desempeñar los roles promovidos por los juegos virtuales. Guerrero, caballero, amigo incondicional, este personaje de nuestro entorno local no escatima en gastos (de tiempo, de energía y de dinero...) para seguir en la vanguardia de un juego que le permite desempeñar roles imaginarios, pero a su vez construir y reconfigurar vínculos de sociabilidad que forman parte de su realidad. Paola Ochoa, en su reportaje Blogs: las voces infiltradas, realiza una aproximación a las transformaciones y los retos que el desarrollo de internet ha traído al periodismo escrito. Su indagación gira en torno los cambios en las rutinas periodísticas, en las formas de acceso a la información, en la inmediatez de su difusión y en la apertura de nuevas alternativas para la expresión ciudadana a través de los blogs. Aventuras de un ciberanalfabeta, de Carlos Grisales, relata algunos episodios de su ingreso al universo virtual: sus expectativas, los tropiezos que debe superar, las reflexiones que se plantea a partir de experiencias que se conectan con las de muchos otros usuarios de internet. Su caso constituye una muestra de lo que en la actualidad significa para la sociedad el advenimiento de las nuevas tecnologías: nuevos sueños, nuevas angustias, nuevos caminos que plantean a su vez nuevas preguntas. Todos los autores son estudiantes de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle. Giovanna Carvajal y Kevin García
Vidas cruzadas en el universo virtual *******************************************************
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Por Andrés Felipe Gaviria Un cuarto oscuro. El piso está alfombrado por CDs, cables y paquetes de choco krispies vacíos. La única luz en el cuarto viene del monitor del computador de José Luis. “El está en medio de un Raid –dice el hermano, que tampoco despega la mirada de su computador portátil-. Yo creo que se demora bastante ahí, ese jefe es difícil de vencer”. El hermano también está jugando y mientras lo hace, habla por celular y le da instrucciones a alguien: “El dirigible ya va despegar y yo no te voy a esperar toda la tarde”. Silencio. Sólo se escucha el ruido del teclado, los click del mouse y los ventiladores de la torre del computador de José Luis. “Le estoy ayudando a un amigo a conseguir la armadura épica, que es de lo mejor a lo que uno se puede hacer en este juego”, dice. Todos los días desde hace un año y un par de meses, la vida de José ha seguido la misma rutina: Se despierta, prende el computador, ve algunos capítulos de alguna serie de animación japonesa mientras desayuna y luego se conecta al juego al que le ha dedicado casi todo su tiempo y su dinero: World of Warcraft. World of Warcraft (WoW) es un MMORPG (massive on-line role playing game o juego de rol masivo en línea); es decir, es un juego en el que muchas personas juegan a la misma vez y todas pueden interactuar. “Lo que hace adictivo a este juego es que nunca se repiten las mismas experiencias. Siempre es diferente porque no se interactúa con inteligencia artificial, se interactúa con otros usuarios y eso lo hace impredecible”. La mecánica del juego es sencilla: Cada usuario crea una cuenta, con un nombre de usuario y una contraseña; en cada cuenta se pueden crear hasta 10 personajes o “héroes” y cada uno de estos héroes debe afiliarse a uno de los dos bandos: La alianza o la horda. Luego se debe escoger qué tipo de héroe será (mago, sacerdote, druida, cazador…) y por último las especialidades y profesiones (pescador, herrero, alquimista, ingeniero…). Después de esto se está listo para salir y enfrentar todos los retos que puedan presentarse en este mundo lleno de personajes fantásticos. José Luis es un Warrior (guerrero) de nivel 70 (el máximo que se puede alcanzar en el juego). Para llegar al último nivel ha tenido que trasnocharse muchas veces y leer muchas guías. Su dedicación lo ha convertido en un personaje conocido entre los grandes guerreros y un miembro indispensable de su guild (los guild son la forma de organizar ejércitos entre los usuarios. Cada uno tiene nombre y rangos entre sus miembros).
Fotografía de Andrés Sanclemente
José Luis en World of Warcraft
Hay mucha actividad en la ciudad, miles de usuarios están en línea. Algunos chatean, otros intercambian objetos y otros se organizan para salir a realizar alguna misión. José Luis llega a buscar algún conocido que le cuente lo que sucedió cuando él no estaba; mientras lo hace recibe un llamado de uno de sus amigos que necesita ayuda para derrotar a un jefe. “Yo casi siempre ayudo a mis amigos que están empezando porque a mí me ayudaron mucho cuando estaba en las mismas y no tenía nivel”. José busca su transporte (un lagarto con apariencia de dinosaurio) y sale al encuentro de su amigo. “Yo he aprendido muchas cosas en este juego. Una de ellas es la solidaridad. Si algún compañero está en peligro o necesita ayuda, siempre estoy dispuesto a sacarlo del problema. Si todas las personas fueran así, el mundo sería diferente. Aunque por acá hay mucho egoísta, la mayoría tratamos de ser solidarios”. Después de ayudar a su amigo, José va al mercado a vender suministros para armaduras, y armaduras hechas por él. “Aquí es indispensable rebuscarse el oro y el que no se pone las pilas no progresa. Mi personaje es herrero y eso me sirve mucho porque yo utilizo armaduras y armas de metal y casi todos los personajes también, excepto los magos que utilizan bastones y cosas así”. En WoW hay una economía que está en permanente actividad. El oro es necesario para comprar habilidades, armaduras, armas, curas y suministros para muchas cosas. Desde que José está en el máximo nivel se ha dedi-
Fotografía de Andrés Sanclemente
cado a acumularlo. “El oro puede convertirse en dinero de verdad. Uno puede venderlo a otros usuarios por pesos o dólares”.
José Luis en el universo “real” Cuando no está jugando, José se dedica a ver series de animación japonesa, a intercambiarlas y a conocer gente que esté interesada en lo mismo; también estudia tecnología electrónica, tiene dos novias (una aquí y otra en su ciudad natal, Santa Marta), y asiste por lo menos una vez a la semana a su iglesia. “La gente cree que yo no tengo vida o, mejor dicho, que no tengo vida social porque me la paso jugando, pero la verdad es que gran parte de mi vida social es eso: Conocer gente y hacer vida social por internet. Algunos de mis amigos en WoW se han convertido en mis amigos fuera del juego”. No todos los amigos de José juegan lo mismo que él. Algunos ni siquiera están interesados en esos juegos. José explica que todos tienen su forma de pasar el tiempo, sus aficiones o sus vicios. Ellos se la pasan de parranda y jugando futbol; él prefiere ver Ánime y jugar en su universo virtual. “Los que no conocen los MMORPG
no entienden la relación que uno mantiene con esos universos; la satisfacción de crecer como personaje en el juego y de tener amigos y un parche que lo apoye a uno. Mi novia sabe que yo le dedico mi tiempo y mi dinero al juego, porque es lo que me llena y lo que me gusta. Eso no quiere decir que el resto de cosas estén en segundo plano; de hecho voy a animarla a que cree un personaje para que nos veamos por el WoW también”. Antes de dedicarle su tiempo al World of Warcraft, José Luis se pasaba días enteros jugando RPGs (juegos de rol) en su computador. La diferencia es que en los RPGs no hay otros jugadores. Es sólo el usuario frente a la computadora. “Yo me pasaba cuanto juego se me atravesaba; a mí me llaman la atención los juegos en los que uno toma el papel de algún héroe que tiene conflictos y esas cosas. Que tienen una trama detallada”. Este tipo de juegos van de la mano con su otra afición: el Ánime. Conoce a muchos de sus amigos porque intercambia series y películas con ellos: “Somos como una comunidad; si alguien consigue algo nuevo, se lo pasa a los demás. Es como mi guild de la vida real”. La mayoría de series de Ánime que ve José tratan temas parecidos a los de sus juegos: princesas, guerreros, bestias, espadas, castillos, magia, batallas, honor…” “Una de las cosas que más me gusta del juego es que incentiva esos valores que parecían perdidos: el honor, el compañerismo, la lealtad y todas esas cosas que le enseñaban a los caballeros de la edad media. Si la gente aún creyera en esos valores, todo sería diferente; pero estas cosas se quedarán en los mundos de fantasía y en los que jugamos en ellos” Los juegos en línea y los universos virtuales ofrecen a sus usuarios la oportunidad de ser otra persona, de ser héroes o villanos. Muchas veces las relaciones que tienen las personas en los mundos virtuales trascienden al mundo real. Las relaciones en un entorno virtual pueden ser tan reales como los usuarios estén dispuestos llevarlas. Muchos de los que utilizan las posibilidades que ofrece la tecnología para vivir una vida paralela en la red sienten que su vida en la red es igual de importante que su vida “real”. ¿Y cómo no sentirlo cuando se pasa tanto tiempo conviviendo con personas reales que transmiten sus sentimientos y sus fantasías a través de la red? Es probable que con el paso del tiempo este tipo de prácticas dejen de ser vistas como “juegos para pasar el rato” y adquieran una importancia considerable en la vida de las personas. El cambio ya se vislumbra cuando existen universos como Second Life, en el que convergen millones de personas que comparten experiencias, gustos, sentimientos, bienes y dinero. La actividad de lindens (la moneda oficial de second life) y dólares en este universo ha llamado la atención de investigadores y empresarios que se han establecido allí para vender sus productos u ofrecer asesoría monetaria a los usuarios. Las barreras entre los universos virtuales y la realidad no son tan claras como muchos afirman. Ya es posible vivir de las actividades que se realizan en un universo virtual. Es posible tener amigos, amores o realizar negocios sin salir de casa. Lo que le pasa a los usuarios en estos universos no sólo los afecta virtualmente sino que los afecta realmente. Como en algún momento la muerte de los Tamagotchi afectaba de forma real a los dueños que los lloraban y les guardaban luto. Hace unos años era noticia que alguien se casara con la pareja que conoció a través de internet; hoy es algo muy común. Una barrera que aún priva a muchos de acceder a estos universos es el dinero. La mayoría de MMORPGs exigen compromiso monetario del usuario, que debe pagar una mensualidad o una cuota inicial para tener acceso a todos los beneficios. Quizás sea por esto que este tipo de juegos no sean tan populares en Latinoamérica, donde la cantidad de usuarios es muy pequeña comparada con la cantidad de usuarios norteamericanos, asiáticos y europeos. “No ha sido fácil gastar tanto dinero en este juego, pero para mí ha valido la pena cada centavo. Es necesario pagar para que los servidores mantengan al día y todo funcione bien; la mensualidad es como pagar impuestos”. Suena el teléfono, José sonríe. “Ok amor, entonces nos vemos allá”. Abre de nuevo el WoW y se encuentra con una cazadora nivel 1. Le regala unas monedas de plata y la acompaña a hacer su primera misión. Ahora va a ayudarle a su novia, que apenas está empezando, y llevarla a un nivel respetable le va a llevar bastantes horas. José se da media vuelta y centra de nuevo su atención en el monitor. Silencio, el ruido del teclado, los click del mouse, los ventiladores de las torres del computador, el hermano dando instrucciones por celular, el cuarto oscuro, el piso lleno de CDs, cables y paquetes de Choco Krispies. La luz del monitor lo absorbe de nuevo. No se moverá de ahí hasta dentro de unas 6 horas más, cuando quizás haga una pausa para ir al baño o para comer algo. Luego seguirá sumergido en el World of Warcraft.
Aventuras de un
ciberanalfabeta
************************************************************************************** “El capitalismo de producción trataba de exprimir nuestras fuerzas físicas sin importarle el dolor, el capitalismo de consumo trataba de exprimir nuestros sueños con ocuparse de nuestros desvelos, pero el capitalismo de ficción hace su negocio procurando mimarnos.” 1
Vicente Verdú
Revisar el correo varias veces al día y pasar horas chateando por msn con desconocidas (¿os?); meterse a páginas porno en las que se contagian cibervenéreas (virus que cada cinco minutos preguntan si quieres sexo y relentizan el funcionamiento del sistema operativo); acceder a imágenes satelitales de todo el planeta en Google Earth, como en el film Enemigo público; jugar en línea Counter Strike, donde se puede elegir ser terrorista o antiterrorista. Estas, y otras actividades son el pan de cada día de millones de usuarios del Internet. Yo, que de vez en cuando uso la vieja maquina de escribir, me di a la tarea de probar e indagar sobre algunas de las actividades más frecuentes en la red y esta fue mi experiencia. Una amiga me mostró las tetas por el msn. Me empeloté ante una supuesta vieja que no prendió la cámara nunca pero me calentó mucho; al final creo que resultó siendo un homosexual morboseándome y que la foto que tenía en el msn era bajada de Internet. Es que uno a veces es muy inocente. Jugué The World of War Craft y no construí ningún imperio ni nada que se le asemeje, como si fuese un ciberanalfabeta. Me cansé de intentar aprender a usar el montón de comandos para jugar y me metí a algo que no fuera un juego: Second Life, un mundo virtual en el que se puede vivir dizque una “segunda vida”. Se debe crear un muñeco (Avatar) a imagen y semejanza de lo que uno quiera; puede hacerse parecido a uno, o todo lo contrario. Es algo así como una plataforma social para crear contenido virtual interactivo. Discovery Chanel sacó un documental hace poco llamado “La era del video game”. Entre algunos de los datos curiosos están estas perlas: el 80% de los Avatares femeninos son jugados por hombres. En Second Life hay que comprarles ropa a los muñecos (Avatar), hay que comprar la casa para vivir y salir a rumbear, hacer vida social, pagar impuestos. Anualmente se mueven más de 2.7 millones de dólares (reales) en el “juego”. Hay centros comerciales y firmas como American Apparel, Coca Cola, Mc Donald´s, Adidas, Levis, entre otras, que tienen locales allí para que tengas tu Avatar (álter ego) a la moda. También algunos políticos tienen sede, la gente se puede casar dentro del juego, han ocurrido movilizaciones sociales como protestas y conciertos de artistas (U2 entre otros). Hay otro sitio llamado “Entropia”, similar a Second Life, pero futurista y que tiene más de 4 millones de usuarios. Estamos hablando de más de 6 millones de personas que tienen su Avatar en este lugar y pagan una cuota mensual por la existencia del mismo. El sistema genera los catalizadores para el aburrimiento de los explotados, nos entretiene, nos permite jugar con nuestros 1
Verdú, Vicente, El estilo del mundo, Anagrama. Barcelona, 2003, p.. 130.
Imagen tomada de Second Life
Por Carlos Grisales
yoes, ser otros. Pero ni siquiera en estos mundos virtuales se deja el dinero a un lado: todo cuesta, hasta para escaparse de esta realidad a través de la red (sistema capitalista) se necesita dinero. Todos estos cibermundos permiten poseer los derechos de propiedad intelectual sobre los objetos que uno crea, por ejemplo, armas y naves en Star Wars, diseño de modas en Second Life, etc. Hubo un tipo que hipotecó su casa en Miami para comprar un club nocturno virtual en “Entropía” y recuperó su dinero en menos de un año cobrando la entrada (con plata real) a la discoteca virtual; ganó 100.000 dólares en 6 meses, ahora tiene un centro comercial (virtual) y por cada local cobra 750 dólares mensuales de alquiler (en el jueguito). Dinero real a través de un mundo virtual. Julian Dibell, autor de “Play Money”, estuvo un año estudiando las economías virtuales, mirando cómo hacer plata dentro de estos mundos simulados. En su libro explica estrategias para ganar dinero en estos sitios; lo vende en Second Life y también en el mundo real; se puede obtener una copia autografiada por Diebell gastando sólo unos cuantos dólares. Las relaciones sociales que se están gestando en estos mundos virtuales generan tal expectativa que hay reporteros enviados a registrar lo que está ocurriendo, como el caso de Wagner James AU que lleva más de un año transmitiendo el acontecer social de Second Life (http://nwn.blogs.com/). Tiene su Avatar allí y en el gremio ostenta el título de “periodista de nuevas tecnologías y medios virtuales”.
Luego de mucho intentarlo me aburrí de navegar en Second Life porque mi conexión es muy lenta, y en Colombia no es que tengamos muy buen ancho de banda. En Norteamérica la conexión mínima es de 2 megas y las mejores tienen hasta 7 Gigas por segundo. Yo me conecto a 100 K; hagan la cuenta; imagínense cómo se movía mi pobre muñeco, era como un discapacitado, así que me salí y además no les iba a dar mi plata. La pregunta es ¿por qué tanta gente acude a estos mundos virtuales? ¿Es más fácil entretenernos y dejar que todo pase simplemente volteando la cara hacia el ordenador? El sistema aprieta pero no ahorca. Bueno, si ahorca, pero no a todos. Que viva el cibersexo, la fantasía, y la diversidad de yoes, mestizaje absoluto del capitalismo de ficción, pero no olvidemos el compromiso con lo “real”. A fin de cuentas, y por muy vivenciales que puedan ser otros mundos a través de las nuevas tecnologías, siempre tendremos algo que ver con el aquí y el ahora, siempre habrá una responsabilidad política mientras portemos el título de ciudadanos.
Capitalismo de ficción ¿Cuál es el rol del Capitalismo de ficción en todo este asunto? Vicente Verdú, autor del libro “El estilo del mundo, la vida en el capitalismo de ficción”, afirma que el capitalismo de ficción (comienzos de los años noventa del siglo XX) es una transformación del sistema que busca producir una nueva realidad. Según él, estaríamos presenciando la más exitosa fase del sistema, tan definitiva que él mismo desaparece como organización social y económica concreta para transformarse en civilización y se esfuma como artefacto de explotación para convertirse en mundo a secas. Todo es engullido en esta mutación del sistema; hasta la revolución y el terrorismo se convierten en parte de su espectáculo. Las nuevas tecnologías están al servicio del capitalismo de ficción, ya que fueron engendradas en su seno. Y mientras todos creen jugar, divertirse, entretenerse y estar a la moda, los gobiernos de turno y las multinacionales se enriquecen insaciablemente a costa de la calidad de vida de millones de personas, naciones y generaciones. Las corporaciones gastan millones de dólares anuales intentando vendernos sus productos por cualquier medio, siendo la publicidad comercial el discurso más expandido y persuasivo que se haya articulado en la historia de la humanidad. Debemos (intentar) llamar a las cosas por su nombre. La forma de vida de la actual sociedad de consumo no obedece a patrones biológicos, es sólo una manera de vivir entre muchas. Las nuevas tecnologías, lastimosamente, están siendo explotadas con el propósito de vender Imagen tomada de Second Life y entretener, o entretener y vender; aquí el orden de los sumandos no altera el resultado: disminución de la calidad de vida por una tergiversación de satisfactores básicos. No necesitamos ropa para vestirnos, necesitamos Levis, Diesel, Lacoste. No necesitamos calzarnos, necesitamos Nike y Adidas. No necesitamos transportarnos de un lado a otro, necesitamos un Mazda 6, una Explorer, un Mercedes. No necesitamos comunicarnos, necesitamos el celular de última tecnología, así no lo sepamos manejar, ni aprovechemos todo lo que tiene el aparatejo. La moda es una fecha de caducidad ficcional que el mismo sistema le coloca a las mercancías para dinamizar la producción y las ventas. Mejor dicho, lo que necesitamos es plata, porque hasta para habitar un mundo virtual hay que pagar y no es nada barato. Así que a trabajar, trabajar y trabajar.
Cibersexo Uno de los temas más elaborados y potenciados en el Internet es la sexualidad. Desde las páginas porno “normalitas” hasta las más aberrantes, desde las salas de chat porno con video en la pizarra principal, hasta el msn que nos permite tener mil contactos, flirtear y masturbarnos con ellos si la energía vibra, si la libido corre a través del cuadro de texto, pero sin que en el fondo nos puedan tocar, y cuando nos aburramos simplemente cerramos la sesión.
Hay un fenómeno en Internet llamado síndrome de la “falsa lesbiana”. Son los tipos que se hacen pasar por mujeres para conversar con mujeres. Yo lo intenté pero me pillaban. El otro día chatié disfrazado de mujer, creo que con otra falsa mujer; imagínense, dos falsas lesbianas morboseandose. Después de 15 minutos ambas(os) teníamos sospechas y nos despedimos con una extraña sensación homosexual. Igual, es un ejercicio interesante para estimular el lado femenino en aras de comprender más a las damas. En cierta ocasión estuve saliendo con una “niña de casa”, muy bien puesta, muy juiciosita. Luego de un tiempo me di cuenta de que era una ciberdiabla, que le encantaba estar en chats porno y que los hombres le dijeran guarradas por msn mientras se masturbaban viéndola. Si me hubiese contado que le gustaba eso yo le habría dicho las guarradas. Pero bueno, la cuestión es que en aquel entonces yo no había experimentado aquellas cualidades del Internet. En otra oportunidad estaba con una amiga y había quedado de conectarme para chatear con una mexicana de 20 años que era corrompidita. A la mexicana le gustó mi amiga y se la empeloté por la cámara: un cibertrio. Lo curioso es que hace poco hablé con mi amiga y me contó que estaba trabajando en un sitio porno por Internet y que ganaba bien, todo gracias a que yo la inicié en esa actividad. Las nuevas tecnologías democratizan el mercado laboral. El cibersexo es una maravilla: presencia y ausencia, presencia (virtual) del coito, ausencia de algunas de las retrógradas reglamentaciones sociales. La pregunta es si aquella “niña de casa” (la ciberdiabla de la que les hablé hace un momento), fingió sobre su identidad (¿Identidades falsas?). Los cibernautas aseguran que es un error llamar esa conducta así, pues muchas veces la identidad que uno se ve obligado a adoptar en el mundo real es mucho más falsa y condicionada.
Ciberconclusiones Tal vez ustedes ya sabían de todo esto y mucho más que yo. Probablemente son unos duros jugando The World of War Craft y tienen hasta 500 k de conexión a Internet, Avatar con casa y pinta dominguera en Second Life, están curtidos de chatear y masturbarse por la red, tienen mil y pico de amigos en hi5 (se me olvidó contarles de éste; igual me imagino que ya saben). La cuestión es que lo que encontré en la mayoría de estos lugares, aparte de maneras de hacer “vida social”, fueron escapes a esta aburrida y enajenante realidad, que para algunos de nosotros (acomodados y entretenidos) no lo es tanto. El capitalismo de ficción se ha hecho omnipresente y sus reglas han dejado de existir, se han naturalizado. La meta, en todos los casos, es ser felices sin preguntar nada más. De esta manera limpia y sin tanto problema, el sistema resuelve el antagonismo entre la dicha y la desgracia. No estamos mal, sólo un poco aburridos. Y las nuevas tecnologías están allí para brindarnos placer y entretenimiento, pero también educación y fácil acceso al acontecer global… y… más placer y más entretenimiento. Fuentes de Consulta: - Verdú, Vicente, El estilo del mundo, Anagrama, Barcelona, 2003. - Ibáñez, Jesús, Por una Sociología de la Vida Cotidiana, Siglo XXI, Madrid, 2002. España Editores. - Discovery Chanel, La Era del Video Game. - Fotografías tomadas de Second Life
Blogs: las voces infiltradas Por Paola Ochoa B.
Nuevas rutinas, nuevos retos, nuevas posibilidades Muy temprano en la mañana Olga Lucía Criollo enciende su radio en busca de noticias. Parte de su rutina diaria es escuchar y revisar durante todo el día los distintos medios pues, además de ser periodista, es la editora de la sección Opinión del periódico El País. Desde su oficina escucha la radio, ve el televisor que está en el pasillo y revisa las noticias en Internet. Ha estado el tiempo suficiente en el periódico para vivir los cambios que las nuevas tecnologías han traído para el periodismo. La inmediatez, la simultaneidad y la interacción han adquirido preponderancia gracias a las nuevas tecnologías, especialmente a la Internet. Dando click en su pantalla, Olga puede conectarse en pocos segundos a las distintas fuentes de información, conocer las diversas opiniones y versiones que existen hasta el momento sobre un hecho; sabe, además, que en cualquier instante puede aparecer nueva información. “Puedo tener acceso a la información que nos manda la gobernación, el municipio y todas las oficinas de prensa del sector público y privado, y sobre todo a todos los medios digitales. En un instante ya estoy viendo la página de El Tiempo, Caracol, la W, RCN, Semana, El Espectador, las mayores publicaciones… Puedo acceder a toda esa información muy rápido y sin moverme de mi escritorio”. Internet se convierte entonces en una herramienta de trabajo muy útil para el periodista y lo convierte también en un usuario de la información. Olga cuenta que anteriormente la inmediatez era un privilegio de la radio. Si ocurría un evento a última hora era ésta la que lo informaba. Había que esperar hasta el otro día para que el periódico contara lo que había pasado, y muchas veces no decía nada nuevo ni diferente de lo que ya se había oído el día anterior. “El reto ahora es entender que el periódico es otro espacio donde no sólo se informa lo que está pasando, sino que se da el análisis de los hechos, los antecedentes, la visión proyectiva del acontecimiento”. La Internet le ha permitido entonces al periódico, en su versión on line, equiparar en inmediatez a medios como la radio y la televisión, pues disponen de posibilidades como la de actualizar la página o colgar nueva información en cualquier momento del día. Estas nuevas condiciones permiten que el periódico tenga ahora un lugar importante en la competencia por la “chiva” o primicia informativa. La Internet ha abierto posibilidades de interacción entre el periodista y el lector. Según Olga, el lector tiene cada vez más espacios para expresarse. Anteriormente quien quisiera opinar debía llevar su carta hasta el periódico o recurrir al correo urbano, lo que limitaba mucho la libertad de expresión. Pero hoy en día quien tenga el deseo de opinar puede hacerlo desde la comodidad de su casa sin ningún problema. También se ha permitido que el lector colabore en espacios como la “Foto Denuncia” y que participe sugiriendo temas que le gustaría ver publicados. “La gente siente que puede reclamar más, puede decir qué le gusta, qué no, y participar en el desarrollo del periódico”. Se da entonces un feedback comunicacional, pues ahora el periodismo permite que el usuario del mensaje pueda comentarlo, refutarlo, incluso modificarlo y aportar datos nuevos. El uso del correo electrónico y la lectura digital de diarios on line permite una auténtica e inmediata interactividad entre el periodista y el lector, lo cual antes resultaba casi imposible. El periodista se enfrenta al reto de comunicar no sólo a un público hipersegmentado, sino también replicante. “En un mundo donde prolifera la información, la gente ya no quiere sólo saber lo que pasa sino opinar sobre eso,
Fotografía de Vinci Andrés Belalcázar
la gente quiere ser escuchada y que lo que dice sea conocido por muchas personas. Ahora esto es posible gracias a la globalización y a las nuevas tecnologías”. Pese a lo anterior, Olga no ha podido cambiar del todo sus rutinas como periodista y lectora. Aún prefiere acostarse en su cama, tomar el periódico entre sus manos y ensuciarse con la tinta mientras lee, mirar las fotos y conservar el periódico. Jamás remplazaría su rutina por estar en un computador leyendo las noticias en una posición rígida. Pero por su trabajo se ve obligada a adaptarse a este nuevo medio, pues “un periodista que no conozca Internet está desperdiciando una herramienta valiosa, que está allí pero que nunca será el sustituto del hombre”.
Experimentando con el blog El 9 de Agosto de 2007 El País on line tuvo una realineación. Además de mejorar los contenidos y lograr una visualización más atractiva, surgieron los primeros blogs para esta publicación. Luis Alejandro Amaya, redactor de elpais.com, fue uno de los promotores de la publicación de blogs. Él mismo tiene uno llamado Recuerdos pendejos de los ochenta donde busca “revivir nostalgias de la década perdida”, con artículos como “la gaseosa en la olla” y “la tele que nos tocó”. ¿Qué es un blog? También llamado en español bitácora, es una especie de diario que funciona exclusivamente en Internet. Su autor o autores tienen la libertad de publicar periódicamente lo que crean pertinente. Quien lo desee puede acceder a la información publicada acerca de los artículos; a su vez los lectores pueden escribir sus comentarios y el autor darles respuesta, de forma que es posible establecer un diálogo. No obstante es necesario decir que las herramientas permiten diseñar blogs en los cuales no todos los internautas -o incluso ninguno- puedan participar, si así lo quiere el blogger o autor. El tema de cada blog es particular. Los hay de tipo personal, periodístico, empresarial o corporativo, tecnológico, educativo (edublogs), político, etc. Amaya diferencia la columna de un periódico on line del blog, pues la primera se encuentra enmarcada en políticas editoriales y por lo tanto sus columnistas son afines a la filosofía del medio. Las columnas requieren de la aprobación del editor de Opinión y brindan espacios muy reducidos para la libre expresión. En cambio el blog hace una ruptura con el medio,
Fotografía de Carolina Cifuentes
pues sigue lineamientos personales más que los de una empresa. Ya no es necesario ser un columnista avalado por el medio para poder opinar y las temáticas son más amplias pues un blogger puede hablar “de lo que le de la gana”. Sin embargo los bloggers adscritos a un medio no tienen la libertad absoluta, pues ciertas opiniones pueden no ser convenientes para el medio. El País on line se encuentra apenas en una etapa de evaluación y experimentación en el desarrollo de blogs. Existen diecisiete blogs actualmente. Entre los bloggers hay de todo un poquito: están Umberto Valverde, Juan Manuel Ruíz, Esteban Jaramillo, Guillero Díaz Salamanca, Jaime Saldarriaga, Jota Mario Arbeláez, Mheo, Pericles, Andrés Otálora, Meryt Montiel, etc. En el mundo existen publicaciones de blogs que funcionan como periódicos ciudadanos, y se han convertido en una alternativa frente a las publicaciones tradicionales, pues ofrecen más libertad de opinión. Pero también tienen el gran reto de competir con estas otras publicaciones que ya están legitimadas y que gozan del prestigio que de antemano tiene su nombre (o su marca). Los blogs se convierten en diarios ciudadanos que sirven para la denuncia y que en algunas partes del mundo como Estados Unidos e Inglaterra han logrado ganarse su puesto como medios alternos. “Sin embargo, en Colombia todavía no son competencia para los medios tradicionales. El día en que Colombia sean realmente competencia, los medios tendrán que replantearse su papel, pues esto significaría el empowerment (empoderamiento) del ciudadano común y corriente sobre la información”. Amaya resalta que los blogs traen características nuevas; por ejemplo, pueden ser más interactivos con el usuario, pues se pueden integrar recursos como audio, imágenes, videos y links con páginas relacionadas con el contenido. “El blogger puede ilustrar al lector con muchas otras cosas más que lo que podría hacer un columnista”. Cada vez los medios digitales están ganando más usuarios. El País mantiene entre 40.000 y 45.000 usuarios diarios sólo en la versión on line. Esta versión tiene la ventaja frente a la impresa de que su alcance es global. Una publica-
ción en Internet es todo un reto, pues se da en una plataforma que todavía está por explorarse y que implica muchos cambios. Uno de ellos se relaciona con la lecturabilidad, que es distinta a la del impreso, pues implica un cambio de soporte. En Internet existe la posibilidad de hipertextualidad, lo que representa un gran vuelco a los hábitos de lectura, pues lo que consumimos como usuarios es cada vez más fragmentado, en contraposición al periódico tradicional que todavía conserva una lectura muy lineal.
Hacia una democratización de la opinión pública De alguna manera los blogs rompen con el monopolio informativo de los medios tradicionales. Mientras anteriormente sólo unos pocos tenían el privilegio de hacer pública su opinión, el resto de ciudadanos se limitaban a un rol de espectadores. Pero poco a poco se está haciendo posible, mediante un acercamiento al periodismo público o ciudadano, la democratización de la opinión pública. Según Rosalía Winocur, Doctora en Ciencias Antropológicas y autora de Ciudadanos mediáticos, existen cuatro mecanismos de inclusión en las sociedades mediáticas: las encuestas de opinión o sondeos; la aparición de representantes de grupos en algún noticiero o programa de opinión; la participación de los ciudadanos en radios y canales de televisión comunitarios; y por medio de comunicaciones mediatizadas-virtuales, como las cartas de los lectores, faxes, correos electrónicos, chats, etc. Estos mecanismos se suponen como espacios públicos de traducción y amplificación de las demandas ciudadanas. Sin embargo, no son efectivos, o suficientes, o todavía no tienen la fuerza como para superar los espacios que los medios tradicionales ocupan en la opinión pública. Siguen siendo éstos los que tienen mayor influencia en la agenda pública, traduciendo en mayor parte las necesidades, opiniones y conveniencias de quienes tienen el poder. El ciudadano común exige la democracia y la libertad de opinión. Pero son pocos los espacios para que éstas ocurran. El Blog es ese nuevo espacio en el cual podemos emitir opiniones, ideas, participar y promover el debate público o simplemente comunicarnos con otros, amparados por el derecho fundamental a la libertad de expresión y sin restricciones o coacción alguna. Gracias a los blogs nuestra sociedad tiene la posibilidad de ser hoy en día más activa, dialógica y participativa que nunca, sin que esto quiera decir que los blogs son la panacea. Todavía hay muchos problemas por superar para que esta nueva herramienta sea efectiva. Uno de ellos es el analfabetismo digital, que se refiere a la escasa habilidad o competencia para manejar herramientas tecnológicas, al desconocimiento de los elementos en común y sus procesos que permiten la comunicación dentro de un sistema. Un ejemplo de esto es que una persona no pueda comunicarse electrónicamente con sus posibles contactos a causa del desconocimiento del uso del sistema de correos. Otro problema sería el cubrimiento. Según el informe semestral “Internet”, de la Comisión de Regulación de Telecomunicaciones, Colombia 2007, mientras en Estados Unidos el 21.2% de la población son usuarios de Internet y en Europa el 28.5%, en Latinoamérica y el Caribe sólo un 8.1% de la población tiene acceso a este medio. A estos problemas se agrega que si el uso de los blogs aporta a la libertad de opinión, no necesariamente aporta a un periodismo público. En Colombia no existen aún grandes comunidades de bloggers que sean propias del país y que formen esa competencia alternativa que tanto se necesita. Sin embargo, ya muchos se han adscrito a comunidades mundiales como blogger.com o alianzo.com. Según los creadores de la primera de ellas, su propósito es “ayudar de manera gratuita a la gente para que tenga voz propia en Internet y organice la información del mundo desde su perspectiva personal”. Sería un gran avance para nuestra sociedad que todos los ciudadanos empezáramos a hacer parte del gran movimiento de los blogs, pues es una posibilidad para acercarnos sino a una democracia de la opinión pública, a una mayor libertad de opinión, que refleje esa polifonía de voces que tal vez aporte a una búsqueda colectiva de consensos.
Atrapados en la
red
Fotografía de Vinci Andrés Belalcázar
“A mí me daba una ansiedad tenaz tener que acostarme y dejar de ver televisión, porque me preguntaba qué estarían pasando mientras yo dormía. Eso mismo me pasa con el Internet.”
Sus ojeras parecían dos huellas en la arena húmeda de una playa, profundas y oscuras. Por día sólo estaba durmiendo aproximadamente tres o cuatro horas en la madrugada, y el exceso de trabajo y el poco dormir estaban afectando su memoria. Lucía ya no recuerda las cosas con facilidad, su mente se cansa pronto y ha perdido vitalidad física. Los cabellos del sol no se asomaban aún por el cielo de la ciudad, cuando muy temprano en la mañana Lucía abrió la puerta. La piel de su cuerpo escuálido estaba morada por el frío que entraba de la calle, en donde la neblina húmeda se sostenía en el espacio a poco distancia del pavimento. A Lucía le gustan estas mañanas y aprovecha el entusiasmo que le genera el clima, para desordenarse un poco. Entonces, “nada de maquillaje por hoy”, anuncia como si fuera la gran novedad, mientras recoge a su perro del suelo y lo sujeta contra su regazo. Por Cristina Echeverry Rivera
“Este es mi perro, Lanitas. Está descaderado, porque una vez lo saqué al pedazo de tierra que está afuera de mi casa para que hiciera sus necesidades y mientras él estaba en lo suyo, aproveché para seguir chateando con alguien que acababa de conocer por la red. Él no debía pasarse la calle, pero cuando me asomé por la ventana ya era demasiado tarde y antes de que pudiera entrarlo, pasó una buseta de transporte urbano y lo atropelló. No fue culpa del conductor y tampoco fue la gran tragedia. Quedó muy golpeado, pero no lo suficiente como para morir. A mi mamá le dio duro, ella adora a mi perro; por eso le hace todo lo que yo debería: lo baña, le da de comer y cuando yo no puedo, lo saca a que haga lo suyo.”
Ruidos en la madrugada Veinticuatro años es el tiempo que lleva viviendo con sus padres, en la casa de la esquina del barrio viejo del sector. Doña Soraya y don Chepe concibieron sólo a Lucía un mes de marzo de años atrás y desde entonces son los tres, en una enorme casa que guarda pocos recuerdos en el polvo de las ventanas. Ella no recuerda mucho de su infancia y lo escaso que cuenta lo recuerda sin intención. Nada de compañeros de escuela, de anécdotas y paseos, ni de los golpes que tuvo que haber sufrido para tener en su codo y en su nariz, cicatrices de las que ni sospecha la razón. Tal vez es por eso que tiene pocos amigos... No recuerda cómo hacerlos. “¿Los amigos se hacen?”, pregunta como si no supiera del tema, y antes de que obtenga respuesta corta el asunto. Movimientos apresurados la llevan de su cuarto a la biblioteca que su madre inició apenas nació. Enciclopedias, cuentos infantiles, libros de cocina, novelas rosa, literatura nacional, textos sobre sexualidad, química, física y matemática. Es un lugar ameno y muy iluminado en el que Lucía ha pasado la mayoría de su tiempo entre lecturas y largas escrituras, porque para las fórmulas, las sumas y las restas nunca fue buena. Recoge y lleva de un lugar a otro hojas, libros, zapatos, ropa, a un ritmo que sólo está en su cabeza -como dice su papá-, y por el que nadie la puede alcanzar. Lucía siempre está escapando entre una actividad y otra de algo que la persigue, que no ve, pero que siente... la soledad. Entre tanto movimiento, decide detenerse y tomar su café negro, cargado y dulce, como acostumbra hacerlo todas las mañanas, repetirlo en las tardes y saborearlo nuevamente en las noches. Baja el volumen de la música que reproduce su PC, dando paso al graznido del pájaro que cuelga de las cuerdas de los postes. Estando de pie junto a la ventana, sorbe su café y su mirada se pierde en el reflejo del vidrio, hasta cuando escucha a lo lejos y desde cualquier profundidad de su desorden, la fuente de sonido que suma su volumen si se tarda en responder y que la altera cada vez que suena más fuerte. Entonces, deja el pocillo sobre el mueble del computador y raudamente corre hacia su cuarto en busca de su teléfono celular. Desesperada, levanta y tira distintas cosas de su cama y su tocador en busca del segundo aparato (en orden de importancia) que la conecta a su comunidad. Así se refiere ella a lo que ha creado a través de la red y la telefonía celular. Desde que se le puso Internet a ese computador ella está peor- menciona su madre un poco decepcionada-, porque si antes no pasaba tiempo con nosotros, ahora sí que menos; pues el único tiempo que le queda para estar en la casa lo pasa pegada
a ese computador. Aunque tengo que reconocer que antes la cosa era más difícil, porque teníamos servicio a Internet pero por línea telefónica; entonces, el problema no era sólo que ella mantuviera la mayoría del tiempo conectada, sino que el recibo del teléfono llegaba muy caro. Todos los días se discutía con la niña, pero todo quedaba ahí. Hasta que una vez, muy tarde en la noche, creo que era de madrugada, escuché ruidos en la biblioteca y me paré de una de la cama para revisar lo que pasaba... Claro, la señorita se encontraba a las dos de la mañana chateando por Internet. Ese día sí se la armé. ¡Qué tal! Yo preocupada por lo caro que estaban llegando los recibos y ella, como una ladrona, escondiéndose en las noches para conectarse.” “Yo no voy a negar que mantengo mucho tiempo sentada frente al monitor, pero es que es algo importante para mí. Siento que si no estoy conectada me estoy perdiendo de algo que está sucediendo en la virtualidad, como cuando a uno lo acostaban temprano porque tenía que madrugar para ir al colegio. A mí me daba una ansiedad tenaz tener que acostarme y dejar de ver televisión, porque me preguntaba qué estarían pasando mientras yo dormía. Eso mismo me pasa con el Internet.” Aún Lucía debe conectarse a escondidas de sus padres para evitar sermones que la fastidian, cuando de discusiones sobre si se conecta o no se trata. Don Chepe dice que el Internet es lo que le tiene el genio fregado a su hija, porque éste varía según lo que le suceda ahí adentro. De ese modo entiende Don Chepe a la red, como un lugar, “un hueco por donde yo me voy y me pierdo”, agrega Lucía. Ahora, la preocupación de los señores no es el costo del recibo del teléfono, sino sentir que están perdiendo a su hija; pues ella prefiere sumergirse en el inconcreto mundo y la abstracta realidad virtual, a pasar tiempo con ellos. Ella prefiere quedarse en la casa todo un fin de semana, ahí sentada, que salir de paseo con nosotros. Si no es en el computador es en el teléfono, pero en alguno de los dos.
El momento previo... cuestión de seducción Cuelga su llamada intempestivamente al darse cuenta de que la conexión se ha caído. Lucía cierra y reintenta reanudarla, pero nada pasa. Verifica los cables, desconecta y conecta nuevamente perdiendo la paciencia. Reinicia el computador, deja que descanse un poco, que procese lo que tenga que procesar e intenta de nueFotografía de Vinci Andrés Belalcázar
vo... Algo ha pasado con el servicio y realiza una llamada para reportar la falla, pero el operador no le da solución y le sugiere que espere, que tal vez es la señal, el módem, el cable. Sulfurada, discute con el sujeto del otro lado del teléfono y después de un insulto (idiota) cuelga la bocina. Resuelve apagar el equipo y no dar más lata. Recoge todo lo que había junto a la pantalla y cierra la puerta de la biblioteca para apartarse un poco de la tentación de probar si ya se ha reanudado la conexión. “Eso es como un dulce. Como la coca cola o el cigarrillo.... adictivo, totalmente adictivo. Yo como que siempre he sufrido de esas cosas, porque hace algún tiempo tomaba esa gaseosa negra a cada rato: que pan con gaseosa, que para el almuerzo y la comida, y en las madrugadas cuando me despertaba por sed. En mi casa siempre había gaseosa, hasta que me enfermé. Me dio algo así como una acidez estomacal y el médico me dijo que no tomara tanto de eso, que me volviera amiga de los jugos naturales y que tratara de incluir en mi dieta bebidas sin preservativos. El consejo médico lo ignoré, sólo hasta el momento en que supe que la gaseosa aumenta la celulitis. Claro, ahí sí la dejé de una. Cero gaseosas negras. El cigarro sí me cogió desprevenida. Empecé a fumar sólo en ocasiones en las que estaba reunida con otras personas que fumaban. Era una manía que se daba, pero por estar en un entorno social, con otra gente, entre trago y música. Pero luego, empecé a fumar sola, cuando estaba angustiada o sin hacer nada. Ahora, al igual que esto del Internet, al cigarro no lo puedo dejar y si puedo combinar red con filtro, mucho mejor.” “¿Sabe qué es lo que sí me da un vértigo inmanejable? Pensar en el momento de conectarme... Eso de conectarme suena a que me enchufo”- se burla de sí misma como para distorsionar la atención-. “Yo puedo estar en mi casa haciendo otras cosas: hablando por teléfono, viendo televisión o leyendo; pero después de que se me meta a la cabeza que pudo haberme llegado mensajes al correo mientras estaba fuera de conexión o que alguno de mis amigos está conectado, no puedo hacer nada más que dejar a un lado lo que estaba haciendo para sentarme y empezar a teclear. Me dan nervios, hormiguitas en el estómago. Como cuando uno está enamorado ¿se acuerda cómo es eso?-(no)- así mismo. Hasta se me ponen las manos frías. Claro que me pongo peor, casi hasta el límite de sentirme desfallecer de la emoción, cuando me conecto para conversar con el hombre que conocí en una de esas tantas salas de chat. Es de Armenia, veintiocho años y soltero. Desde el primer saludo, hubo empatía y conversamos hasta las cinco de la mañana. Fue fantástico, me daban ganas de comerme el teclado”. Lucía habla apasionada acerca de su apego por la red. Se emociona y justifica todo reproche que sus padres le hacen cuando escuchan las historias que ella cuenta. Otro café. Han pasado dos horas y viene el otro sorbo de la cargada tinta que la mantiene despierta en sus cumplidas vigilias. Todas las noches y a las primeras horas del día “lo primero que hago es prender el computador, revisar quiénes están conectados, ‘chequear’ mi correo, leer un poco de noticias si el ánimo me lo permite y poner a rodar música. Es como mi ritual, si no hago eso no puedo hacer el resto de cosas”. Es domingo y por suerte no debe trabajar. Anoche tuvo una de sus sesiones con el hombre que literalmente la trasnocha y habría sido fatal si hubiera tenido que madrugar. “Aunque yo lo he hecho varias veces. Me acuesto retarde y madrugo a las seis como si nada. La satisfacción vale más. Uno puede dormir, comer, salir y hacer otras cosas luego, pero la red uno no la puede dejar por mucho tiempo. Ahí todo cambia muy rápido y vos tenés que estar al día, porque si no perdés amigos, buenos contactos, te desinformás... Eso debe ser terrible. Mi mamá no comprende que el Internet es lo que marca la parada hoy: los negocios, el empleo, las relaciones sociales, todo depende del Internet. Quien no tenga Internet, está en la olla”. Lo que le preocupa a Lucía de estar fuera de la red, no es que estará desinformaba, o que no podrá hacer negocios online, ni mucho menos que no estará al tanto de las ofertas laborales que ella asiduamente persigue para mejorar su situación económica y así poder independizarse. No, lo que realmente le perturba es que la comunidad de amigos que ha conseguido por estar horas y horas en conexión, se desvanezca; y entonces, se quede sola en las noches frente a su pantalla sin tener con quién hablar, pasando de una sala de chat a otra buscando quién se interese en su nickname1 o en los comentarios abiertos que escribe para atraer público y así nueva gente para “conocer”. Aunque no parece ser una mujer solitaria por lo carismática, extrovertida e intrépida, Lucía no tiene muchos amigos. Conversa y sale algunas veces con sus compañeros de trabajo, con la muchacha que se encarga de los aseos de la casa y con su primo Román, con quien discute con “cariñito”-así dice ella- sobre quién es más adicto a ciertas cosas. 1
Nombre con el que se identifica una persona en una sala de conversación por internet.
Entre Román y Lucía hay siete años de diferencia, pero esa es su única divergencia; porque de igual manera, los dos hacen uso abusivo de la tecnología en general. Es decir, aunque ella sólo mencione el internet como objeto (abstracto) de fijación, no se escapa de ser atraída por el uso compulsivo del celular, que tantas veces ha desbordado sus facturas. Del mismo modo, Román desconoce o le cuesta aceptar que aparte de la televisión, las compras y el dinero son su otra obsesión.
Entre los usos, los abusos y las adicciones Aunque no son tan contemporáneos, este par de primos han tenido problemas similares: endeudamiento, fuertes peleas con sus familias, así como patologías físicas y psicológicas. A Lucía la avergüenza la masa que tiene en la parte izquierda de la espalda. Ni con la prenda más holgada puede disimular esa diferencia, esa imperfección. La cantidad de horas que ha estado frente a la pantalla en una inadecuada posición le ha ocasionado lo que al principio pensaba que era un lumbago y que terminó por ser un aglutinamiento de masa no maligno. A ella no le gusta hablar mucho de eso y prefiere no dar detalles de sus complejos; por eso, salta súbitamente al tema de su primo, quien con una sonrisa picaresca empieza a contarnos la historia que lo llevó a una estación de policía y a donde su psicólogo de cabecera. Él era empacador en un supermercado del sur de la ciudad. Desertó del colegio a los 15 años cuando puso en la balanza de sus intereses el estudio o el dinero... Eligió lo segundo. Una vez, en época decembrina lo descubrieron robando en el supermercado en el que trabajaba. No fue un robo casual. Todas las noches, a alguno de los empacadores le tocaba dejar en orden el supermercado y cuando era el turno de Román, él aprovechaba para esconder en su maletín algún producto tomado de los estantes de la bodega. Tres días antes del veinticuatro de diciembre la administradora lo vio empacando una lata de atún y un paquete de galletas saladas en su maletín, bocado navideño que lo mandó para la estación de policía por primera vez. Lo que hacía Román con las cosas que se robaba del supermercado, era completar una ancheta para una rifa que vendía hace un mes. La ancheta volvió al supermercado, pero desmembrada (cada producto para su estante) y el reproductor mp3 de un millón de pesos no pudo ser una de las tantas adquisiciones del muchacho que compra por antojo, desecha por una ansiedad no satisfecha, vende y vuelve a comprar. Zapatillas, reproductores de música, ropa, celulares y accesorios de última tecnología, han sido la causa del rebusque cleptómano del muchacho, quien hasta ahora se ve sumergido en el mundo de las deudas por compras efectuadas a través del internet, deudas que en muchas ocasiones han sido saldadas por sus padres. Lucía siente una especie de lástima burlesca por el hecho de que Román deba ir donde un psicólogo. Ella sabe muy bien cómo son esas terapias “en las que lo hacen sentir a uno como un enfermo, como una persona con un gran problema asquerosamente difícil de resolver”
¿Adictos o usuarios en riesgo? Lucía y Román conocen la historia del otro, y una anécdota como la anterior sólo les saca una risa particularmente extraña. Quieren contar más, quieren decirlo todo: robos o préstamos sin autorización, como los denomina Román; sexo virtual u observación detallada de la anatomía masculina, como llama Lucía a desnudarse y masturbarse frente a la pantalla, mientras observa a otro cibernauta en la misma actitud. Para ellos, está confirmado que son cómplices, amigos y primos, pero no que sean adictos; por eso, para salir de la duda deciden hacerse un examen sobre la adicción a internet, que también podría aplicarse para evaluar qué tan adicto se es a la tecnología en general u a otras fijaciones (www.adictosainternet.com). Después de responder las tres sesiones del examen -test de adicción a internet, cuestionario de conductas relacionadas y cuestionario de personalidad- se arrojaron los siguientes diagnósticos: Lucía y Román son personas con problemas de adicción y yo, quien me rehusaba a realizarlo... una persona en riesgo.
ZONA LIBRE Los dos textos que se presentan en este informe conforman lo que hemos llamado Informe Zona Libre, abierto para aquellos estudiantes que quieren escribir sus propios reportajes sin sujetarse a las condiciones derivadas de los informes temáticamente circunscritos.
Suramérica en calzoncillos, de Alexander Sterling, narra la historia de un viaje, que no por relámpago es menos fundacional, de su autor y su compañera a través de los países asentados en la espina dorsal de la cordillera de los Andes. Inscrito, quizás sin tener consciencia de ello, en la gran tradición de los reportajes de viaje, el texto nos narra las experiencias de sus personajes con una distancia bien sostenida que se expresa en el humor y en una cierta dosis de cinismo positivo. Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina y Chile pasan por estas líneas a grandes pinceladas, veloces, eficientes, a veces descarnadas. La preminencia del punto de vista personal de la narración no oculta, sin embargo (y por fortuna) la fuerza desbordante de la realidad amarga en que se manifiesta la vida de estos países.
Tumbas de agua, de Jaime Salazar y Vinci Belalcázar, cuenta la historia de la búsqueda del cadáver de un traqueto por los miembros de su familia en las aguas y en las orillas del río Cauca. Con la presunción cada vez más segura de que el hombre ha sido asesinado –los índices proliferan cada vez más evidentes–, los familiares, en compañía de lugareños y baquianos jugosamente recompensados, se desplazan por el río y por sus márgenes a lo largo de varias poblaciones y caseríos ribereños, acumulando decepciones y ansiedades hasta que, paso a paso (o mejor, miembro a miembro) van encontrando los pedazos de ese hombre que en vida había sido hermano, hijo, novio y…traqueto. Un pequeño fresco maestro en el que los autores nos dejan ver al trasluz la cultura que ha prosperado en nuestro país alrededor del hoy más que nunca floreciente negocio de la droga. Floreciente y sangriento… Los dos autores son estudiantes de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle. Hernán Toro
Suramérica en calzoncillos
Por Alexander Sterling
Ecuador: El turista perplejo Salir de Colombia es un milagro. Contando a Togo y las Islas Fidji, ahora son 23 los países que no les exigen visa a los colombianos para pisar sus tierras. Esa cifra incluye todos los territorios sudamericanos, exceptuando Venezuela. Para ir al Ecuador, un colombiano sólo tiene que presentar su pasaporte al día y el pasado judicial. Así que parece que, por el momento, el continente del sur es el único destino abierto que tenemos. Stephanie y yo hacemos fila en las oficinas del DAS en la frontera con Ecuador, el primer paso de un viaje que debería terminar en Santiago de Chile. Las filas en la parte colombiana son extensas, pero se mueven rápidamente. Mientras nos formamos esperando nuestro turno, un par de muchachos, ataviados excesivamente con maletines y bolsas, nos piden que les guardemos el puesto. En Colombia es normal que las personas se salgan de la fila por corto tiempo, confiando su posición a algún desconocido, que por lo general acepta con la condición de que al volver se forme atrás de él, lo que genera rechiflas y reclamos manifiestos de los que están aún más atrás. Esta vez somos los últimos, así que no habrá problemas. De entre las decenas de tramitadores era de esperar que por lo menos uno nos abordara. El tipo nos ofrece llevarnos hasta Quito, en un carro particular, perteneciente a un amigo suyo. Se niega a fijar un precio y dice que debemos esperar a que él llegue para que lo hablemos directamente. Después de sellar el pasaporte y llenar la tarjeta andina acompañamos al tramitador hasta el parqueadero, donde nos espera su amigo, montado en una camioneta blanca de doble cabina. La cosa me da mala espina desde el comienzo, por el sospechoso interés que muestra el hombre en que seamos nosotros los que viajemos y no otros de los cientos de turistas que había por ahí. No me equivocaba. Cuando estamos negociando el precio con el hombre del carro le sentimos un fuerte acento paisa. Esto quiere decir que proviene de Antioquia o la zona cafetera. Aunque había otros factores que me hubieran podido hacer dudar, como que no le quitaba los ojos de encima a las de sentarse de Stephanie o la obsesión de su ayudante por llevarnos sólo a nosotros, lo que más me alertó sobre la posibilidad de un terrible peligro fue su acento. El precio que negoció con nosotros era demasiado bajo, ridículo. Me hizo pensar, inmediatamente, que su interés era otro. Así que le respondemos con un rotundo no y nos alejamos sin mirar atrás, rumbo a territorio ecuatoriano. Los trámites de entrada esta vez son mucho más burocratizados, ineficientes hasta las últimas consecuencias. Ahí nos encontramos de nuevo con la pareja de amigos que nos había pedido que les guardáramos el lugar. Esta vez ellos están más adelante en la fila y nos dejan meter. La gente que está tras nosotros, en su mayoría ecuatorianos, no hacen reclamo alguno, a pesar de que perder sólo un puesto podría significar un retraso de hasta media hora. Al borde del desespero, terminamos los trámites y emprendemos camino hacia Tulcán, desde donde salen los buses a Quito. Allí tomamos uno que por 4 dólares nos demora unas 6 horas hasta la capital. Viaje poco interesante. El paisaje aún es igual al que se puede ver en Nariño, Colombia; retazos de cultivos en varios tonos de verde, bordeando precipicios que alumbran un río en sus profundidades. Sin contratiempos.
En submarino por Quito Se entra a Quito por una circunvalar desde la que se puede apreciar toda la ciudad. A las diez de la noche, desde un punto elevado, exceptuando quizá a Las Vegas, Tokio y New York, todas las ciudades del mundo son iguales. Millones de luces esparcidas en un manto negro. La circunvalar atraviesa una serie inusual de túneles, por su número y ubicación. El espectáculo de los túneles se debe a su proximidad y a lo bien iluminados que están. A pesar de la hora, el tráfico es muy pesado. Uno tiene la fortuna de quedarse varios minutos en cada uno de ellos, soñando que está en un submarino. El gobierno de Quito ha realizado una serie de inversiones, permitidas por un manejo muy organizado de las finanzas municipales. Han implementado un sistema de transporte masivo similar al de Bogotá. Los buses articulados, sin embargo, carecen de un carril propio y se mueven enloquecidos por lo ancho de las vías a 80 kilómetros por hora, dejando atrás un pegote de personas y carros pequeños, que a su paso se tiran sobre los andenes, como si fuera una cosa normal. De alguna forma, este desorden no se ve mal. Incluso la extraviada arquitectura de la terminal de buses tiene su gracia. Pensábamos pasar una noche en Quito, pero decidimos seguir derecho hasta la frontera con el Perú, porque presentimos, quizá bastante equivocados, que no había nada más que verle a esta ciudad. Cajas de fósforos flotando en el espacio El paso de Quito a la frontera con Perú lo hacemos de noche. No más subirme al bus me duermo profundamente. Al despertar me demoro unos cuantos segundos en darme cuenta de que efectivamente ya he abierto los ojos. Miro por la ventana y no veo absolutamente nada. Nada. La chatarra en la que viajamos carece de cualquier cosa que emita luz. A nadie se le ocurre prender el celular y el cielo es negro, la noche más oscura de las que recuerde. Intento escuchar algo en la radio que llevo conmigo, pero el espectro radial está totalmente muerto. No tengo ni la más puta idea de nuestro paradero. Me quedo mirando por la ventana hasta que duermo nuevamente. Al despertar, encuentro resueltas señales de vida. Ranchos que levitan el aire, levantados con guaduas sobre un lago que parece haberse secado hace mucho, ya que los nuevos pobladores han construido sus casas al nivel del suelo, sobre la superficie anegada, donde se han acumulado años de porquería, que la gente arrojaba cuando vivía sobre el agua, creyendo que desaparecería para siempre. Estos cadáveres de esterilla se multiplican por kilómetros, unidos con la carretera por puentes quebradizos, donde en las tardes niños con el ombligo para afuera se sientan a contar los trenes cañeros que pasan atortugados. Justo a la orilla del río Babahoyo nos dejan descender del bus por 15 minutos para usar los servicios sanitarios. A unos metros, junto a las aguas, los pobladores han enterrado a sus muertos. Un provinciano con bigotes que me provee de bebidas asegura que en temporada de lluvias la corriente desentierra los cadáveres y los deja regados por la carretera. Las señoras creen que el alma del río, conmovida, los regresa a la superficie para que puedan ver, una última vez, cómo van sus cosas. Sin duda, la explicación menos macabra que se le pude dar a un cráneo aplastado en el lodo junto a envases plásticos y mierda de pájaro. El dueño de una tienda, al averiguar que era colombiano, me dice que a Correa le falta carácter, que si Uribe lo estuviera fumigando él iría a la guerra. Más o menos una hora después, leo horrorizado un letrero en una pared, ¡Álvaro, sálvanos! Espero que se refieran a otro Álvaro, algún político local o al obispo de una desvergonzada secta amazónica. Los ecuatorianos de esta zona levantan muros sin ninguna función además de pintar sobre ellos la carota de un político en campaña, lo demás está hecho de adobe y ramas secas. Estos muros están sobre la miseria, el lodo y la cochinada que prometen acabar apenas sean elegidos. Le pregunto al campesino que va en el asiento de atrás por qué pasa esto, - En las otras superficies la pintura no coge bien.
Cuando las casas no dejan ver el pueblo De lejos veo una colosal refinería, clavada en la superficie por un taladro de kilómetros que no se pueden ver, ayudando a la tierra a vomitar su bilis fósil y que brilla, alumbrada por las luces de la navidad pasada, estallando como un pesebre de varillas gruesísimas y figuritas de obreros con salarios de hambre. Enciendo de nuevo mi radio y al fin encuentro unas tres emisoras que emiten música, pasando de un género a otro aleatoriamente. Ni el más mínimo indicio de emisiones especializadas. Me levanto al baño y de regreso veo al par de muchachos que nos encontramos en la frontera, dormidos uno sobre el otro. Afuera el paisaje ha cambiado un poco, los palafitos se han terminado y ahora sólo se ven superestructuras de ventas ambulantes en la carretera. Impenetrables armazones de puestos vacíos no dejan ver la cara del pueblo por el que pasamos, sea cuál sea éste. Cuando se termina el pueblo volvemos a la carretera abierta. De repente la gran refinería que vi a los lejos se convierte en un parque de diversiones de proporciones modestas, que está siendo ensamblado para celebrarle las ferias a algún santo ecuatorial. De nuevo perdido, pasan unas cuantas horas hasta que veo una señal informativa que da la bienvenida a la ciudad de Babahoyo. La sede de gobierno de la provincia de Los Ríos parece una estación aeroespacial, alambrada por antenas de televisión y cables para colgar la ropa. La ciudad es tan pequeña que inesperadamente la dejamos atrás. El viaje se ha hecho tan tedioso que hago un gran esfuerzo para dormir. Cuando despierto ya estamos en Guayaquil. En los barrios de clase media, la arquitectura comparte rasgos comunes a las que se encuentran en sectores similares en Cali. Moldes de yeso que forman marcos sobre las ventanas y las puertas exteriores, aunque estos se ven un poco más elaborados que los colombianos. Todo en Guayaquil está cerrado, lo que es entendible a las cuatro de la madrugada. Uno se encuentra con varios locales especializados en la perforación de pozos de agua. Cosa rarísima, dada la cantidad de ríos que irrigan la ciudad. Dejamos Guayaquil y nos enfilamos a Huaquillas, la ciudad fronteriza, a la que nos acercamos al amanecer, después de pasar un par de ríos con nombres obscenos, el poderoso Bulu-blublublu y el río Chimbo. A unos 5 kilómetros de la frontera nos detiene un paro de camioneros, justo frente a un barrio miserable, que irónicamente se llama Ciudad Correa. El chofer del bus nos ordena bajar y, sin más, da media vuelta y se desentiende del asunto. Ahora debemos salvar la distancia caminando. El par de muchachos que nos hemos encontrado una y otra vez nos piden que vayamos todos juntos, lo que me parece muy buena idea, en esa tierra hostil y rodeados por una turba furibunda que grita al unísono que esta vez no va a negociar. Los tipos son de Chiclayo, se llaman Tom y Toño. Ellos fueron, de lejos, las personas más amables con que nos topamos en todo el viaje. El nombre real de Toño es San Antonio. Tom debe tener un nombre absolutamente ridículo porque se niega a revelarlo. Nos pide que simplemente le llamemos Tom, sin preguntas. Huaquillas está plagado de compraventas. En la esquina, a mitad de la calle, otra al frente, una en la siguiente esquina. Donde hay tal cantidad de prósperas casas de empeño el robo menor está al acecho. Tenemos un ataque de pánico y nos apresuramos a abordar la primera moto-taxi que vemos. Así llegamos al puente internacional, donde Tom y Toño se encargan de guiarnos por todo el papeleo fronterizo. Ya del lado peruano, los cuatro tomamos un carro-moto que debía dejarnos en Tumbes. Donde nos despedimos de Tom y Toño, que toman una ruta diferente.
Perú: Carretera al fin del mundo Algunos viajeros con los que hablé se refirieron con suma prevención a esta ciudad. Las advertencias se resumían en no dejar que nadie cargara el equipaje por mí. Y esto sería difícil de evitar, debido a que, según sus relatos, no más bajarme sería devorado por cientos de rufianes, que literalmente me arrancarían la maleta de la espalda. Pues nada de eso. El carro-moto nos dejó muy cerca de la empresa de transporte Flores, y aún de habernos bajado con cien maletas, nadie se hubiera acercado a ayudar. El hedor a pescado descompuesto y materia fecal, nos obligó a comprar el tiquete más pronto rumbo a Lima. Eso sería 6 horas más tarde, así que a esperar. Para pasar el tiempo vamos a buscar un lugar donde almorzar. En Tumbes la gente come de píe, fenómeno similar al que se ve en los países más industrializados, donde inhumanas jornadas laborales y la necesidad de salvar distancias enormes hacen que uno pueda ver a miles de personas comiendo hamburguesas mientras corren angustiados al trabajo. Por otra parte, aquí estas personas no parecen tener algo qué hacer después, sólo apoyan la espalda en la pared y comen despacio, masticando con la boca demasiado cerrada. Bueno, cualquiera mantendría ese grado de discreción viviendo en la ciudad más fea del mundo. Espantados, precisamente por la grotesca combinación de hedores y peligros, regresamos a la terminal de la empresa Flores. Ahí pasamos 4 largas horas, aburridos tremendamente, hasta que partió nuestro bus. El tramo hasta Lima dura más de 20 horas. Tomamos la sabia precaución de drogarnos con una sobredosis de Dramamine, capaz de matar a un elefante. La posología del medicamento advertía que serían suficientes dos pastas para dormir a placer durante varias horas, así como para evitar el mareo. Nosotros ingerimos 8 cada uno. El medicamento surtía efecto a gran velo-
cidad, pero justo antes de caer en coma, la violencia del paisaje retrasó la somnolencia. Las costas de Tumbes son, seguramente, unas de las más escarpadas del mundo. A la izquierda, un desierto con gigantescas dunas saharianas, no dejando ver nada más que arena. A la derecha, un precipicio de unos 40 metros, en un ángulo de casi 90 grados. Al frente, un conductor suicida que nos llevaba a 100 kph por curvas cerradísimas. Mirando con atención, se veía cómo el océano enfurecido destrozaba con cada arremetida secciones enteras de roca. No cabe ninguna duda que de existir el fin del mundo, uno llegaría a él a través de esta carretera. Para mi horror pude constatar que las profundidades del abismo sostenían un sinnúmero de ranchos de hojalata. Donde es imposible echar raíces, y en contra de toda ley física e instinto de supervivencia, esta gente ha decidido vivir, criar a sus hijos, sacar el perro a cagar, organizar memorables fiestas de 15 en el antejardín. Por más que descarté todas las posibilidades que permite la anatomía humana y la ley de la gravedad, no llegué a ninguna explicación razonable de cómo llegó esa gente ahí. ¿Cómo hacían para salir a aprovisionarse alimentos y elementos básicos de aseo? La única forma que se me ocurrió era la de ser rescatado en helicóptero o saltar al vacío, con la escasa esperanza de que el cadáver, desfigurado y mordido por los peces, llegara a una playa cercana, donde piadosos misioneros pudieran darle sepultura en tierra firme. De ninguna forma se podía escalar ese barranco, plagado de situaciones que conducían todas a una muerte horrible. Llegué a la conclusión de que estas personas habían naufragado, años atrás, y ante la imposibilidad de salir, sobrevivían alimentándose de los cadáveres que sacaban de los buses que rodaban por el acantilado. Idea que dejó de parecerme irrazonable cuando de nuevo presté atención a la forma en que conducía este desquiciado. Sólo por estas costas asesinas, puedo decir que Perú tiene el paisaje más bonito que he visto en mi vida. Lima es un escándalo A las 10 de la mañana estamos en Lima. La ciudad se mueve muy rápido y es difícil detallar cada cosa. Así que dejo de mirar por la ventana y espero a que el bus nos deje en la terminal. Ahí tenemos que salir a buscar hotel. Es la primera parada de nuestro viaje y aún no dimensionamos bien la proporción del dinero. Encontramos uno de dos estrellas llamado Garcilaso de la Vega, haciendo referencia al Inca, no al español, por supuesto. La recepción nos lleva a sobrevalorar la habitación, que es realmente modesta. Reciben dólares, pero deberemos hacer el cambió a Soles para poder movernos en la ciudad. Al bajar a la recepción del hotel conocemos a Manuel, un venezolano que hace unos tres años inició un viaje similar al de nosotros con su novia. Antes de salir de Caracas el padre de ella le había hecho jurar que la se la regresaría sin un rasguño. Una semana después tuvieron un accidente en la carretera; él sufrió algunas heridas leves, ella no sobrevivió. Desde entonces vive en Lima, trae turistas desde el aeropuerto en su taxi, jamás volvió a Caracas. Le preguntamos cómo llegar a Miraflores, un lugar del que alguien me habló. Él mismo, siendo un taxista necesitado, nos recomienda tomar un bus, que nos llevará por la Avenida Arequipa, sin pierde. Tomamos su recomendación y estamos allá en poco tiempo. El cambió de la zona céntrica a Miraflores es fuerte. El lugar no dista mucho de esas imágenes que uno recibe en postales de ciudades modernas junto al mar. Organizado y limpio, recibe turistas por toneladas. Hay callejuelas empedradas y glorietas floridas con estatuas en bronce, cagadas por lo pájaros, para variar. Los restaurantes de la zona son los más costosos del Perú y un turista, por lo regular, no puede pagarlos. En Miraflores, la impresión general que da el resto de Lima se desvanece. No ve uno aquí a ese pueblo atolondrado, estrellándose los unos con los otros, como en el resto de la ciudad. Mantienen la respiración ante los extranjeros, sonrientes y sumidos. Un aparato de limpieza pública recorre las calles sin descanso y hay cientos de letreros que parecen transcripciones literales de la urbanidad de Carreño. La gente acata toda orden con una sensata disposición. Viven de esto, y los saben. Nadie quiere acabar con el negocio. El lugar es refugio natural para los turistas que viajan al Perú buscando ver pintorescos pueblitos en el páramo y ruinas incas, y que de repente no soportan más folklor latinoamericano y quieren comerse una Big-mac en un centro comercial, con baños limpios y aromatizados. Uno jamás creería que Lima tenga mar. Y muchos menos que su temperatura promedio sea de 10º grados centígrados, cuando es una ciudad costera a poco de la línea ecuatorial. Eso hace de Lima una ciudad bastante extraña, en la que nunca llueve pero jamás se ve el sol. Una capa impenetrable de nubes grises la cubren sin descanso, cosa que no termina en precipitaciones, como sería normal. Miraflores está pensado respecto a esto. Muchos negocios están construidos al aire libre, es decir, no es que los restaurantes saquen mesas a la calle durante el día, sino que están fijadas por pernos al suelo. Ver una escalera eléctrica a la intemperie es extrañísimo, pero estar en una ciudad que se ha levantado bajo la seguridad de que nunca va a llover, es otra cosa. En-
tonces nos vamos a la playa, a la que se llega bajando un acantilado al que le han ganando terreno para alargar el ancho de la costa habitable. El mar está helado y no vemos a nadie con intenciones de meterse al agua. Uno sólo se puede sentar y tratar de encontrarle el borde al océano. En la noche, vamos a la calle donde están los bares. Es una de las calles más hermosas de América latina. De entre tantas opciones escogemos un karaoke llamado Cocos. Nos acomodan en el tercer nivel, donde hay un grupo de turistas rubios y tres parejas peruanas. Los europeos están cantando vallenatos, balbuceando las estrofas en español con suma torpeza. Para ellos parece divertido burlarse de su propio ridículo, pero los peruanos se lo toman en serio. Es cuestión de valientes arrebatarles el micrófono, al que se aferran mientras le cantan baladas románticas a la mujer que los acompaña. Ella, por su parte, responde sonrojándose y aplaudiendo en medio del silencio general, cuando acaba la canción. Los hombres están sentados siempre de espaldas a la pared, para poder mirar a las turistas, sin tener que delatarse con sus parejas. Yo hago lo mismo, no me quiero perder a algún viajero cantando hasta que te conocí con su incompatible dejo alemán. Pasamos unas horas ahí hasta decidir regresar al hotel. A esa hora lo recomendable es tomar un taxi, pero para economizar decidimos usar el mismo bus que nos trajo. Mande a construir su propia estatua Perú es un país de héroes. Moviéndose por la calles de Lima se ven un gran número de negocios que están nombrados en honor a algún personaje. Herrería Don Juan Lizcano, Instituto Carrión, Pastelería y repostería Pablo Palacios Wilches, Seguros Darío Guzmán. Uno nota que no se trata del propietario porque el nombre incluye el apellido y, muchas veces, una partícula del tipo Don, Señor, General. Esa tendencia de los peruanos a levantar efigies y monumentos de forma enfermiza se debe, seguramente, a un exacerbado nacionalismo. Se enarbolan banderas en cada esquina, así no se aproxime una fiesta nacional. Sí uno pregunta en las calles qué hizo cierto personaje para que se levantara un edificio entero en su nombre, se expone a que le reciten solemnemente su biografía, relato que incluye fechas y pasajes poéticos. La cosa sería más o menos así, - ¿Y qué fue lo que hizo Pedro Chiurliza? - Don Pedro Chiurliza, dirá. - Claro, un hombre, al fin y al cabo, como usted y como yo. - De ninguna forma, un hombre no, un Don. - Entiendo, disculpe mi confusión, pero aún quisiera saber qué fue lo que hizo. - Con todo gusto: pasaban hambre su mujer y sus rozagantes hijas, el cielo arrebolaba azules y violetas, como el entristecido mar cuando bla, bla, bla. Pensando en los enanos En los buses hay asientos reservados para los incapacitados y las mujeres. El icono es una señora bajita y gorda, una peruana típica. Stephanie me dice que la imagen no representa a una enana con sobrepeso, sino a una mujer embarazada. Después de mirar detenidamente la figura por unos minutos, sigo creyendo que tiene más sentido mi interpretación. Es común que el turista desprevenido se confunda en los cruces peatonales. Algunas calles tienen los semáforos del otro lado. Uno los busca un rato para saber cuándo puede pasar y no los encuentra hasta que mira al otro lado de la calle, por lo que no es recomendable llegar a Lima en carro, ya que el despiste puede terminar en una multa astronómica o un paseo gratis en el chasis de un taxi. Si logra pasar la calle, vivo y completo, lo más probable es que uno se tope con un centro de educación intermedia. Institutos que ofrecen cosas imposibles dado el mercado laboral peruano. Aseguran capacitar a sus estudiantes en los oficios más estrambóticos, mesero de crucero, programador aeronáutico o alta cocina eslovaca. Esta última me hace recordar lo que sentí cuando descubrí que Colombia tenía un programa aeroespacial, financiado por el gobierno de Uribe, que estaba decidido a explorar nuevos mundos y a predecir eventos siderales atípicos. Con este feliz recuerdo bajé del colectivo y recorrí las calles limeñas saludando con la mano a los nativos y a sus mascotas. La más rápida inspección de las casas de clase media de Lima arroja felices descubrimientos. Los antejardines son espacios valorados en la sociedad limeña. Tener uno es muestra de amplitud y elegancia. Debido a los caprichos del te-
rreno, donde no crecían más que matorrales espinosos, hace unos años decidieron probar con un pasto modificado que ha mutado en una hierba brava, ocre e indestructible, imposible de erradicar. Se ha apoderado de los parques y los jardines. Es difícil encontrar otro tipo de hierba. Sillas de plástico y carros de juguete abandonados parecen vestigios de una civilización anterior, poderosa y feliz. De tanto en tanto, uno puede verse envuelto en un interrogatorio sobre los jardines colombianos, realizada por una anciana que no pasó por alto el interés de uno por su jardín. Sí usted no logra escapar en las dos horas siguientes al ataque, es posible que sufra un coma diabético a causa de la sobredosis de galletas azucaradas con que la vieja animará la reunión. Clases de actuación Salgo del hotel en la madrugada a comprar cigarrillos. El señor que me atiende me pregunta si me estoy haciendo el colombiano. Bastante sorprendido le aseguro ser colombiano y saco mi cédula para demostrarlo, sin mirarla me dice que hay unos peruanos de mierda que deliran con ser colombianos e imitan el acento. Regreso al hotel consternado, hombre, uno pensaría cualquier cosa menos que haya un país en el mundo donde la gente efectivamente crea que lo más apropiado es adoptar una de las nacionalidades que más prevención generan en estos días. A partir de ese momento, mientras estuve en el Perú, me sorprendí a mí mismo hablándole a la gente con ese tono misericordioso de los europeos cuando visitan Sudamérica o África. Paquete sorpresa En las grises tardes de Lima, a plena luz, muchas veces es imposible distinguir una mujer de un hombre vestido de mujer. Acercándose un poco uno se puede aventurar a descubrir su género, pero hay que tener cuidado de que dicha aproximación no se confunda con un tímido galanteo. Las consecuencias serían funestas. Si uno cuenta con suerte, el personaje dirá algo y uno podrá saber de qué se trata. Ese día en particular salí a la calle con la única intención de intercambiar palabras con cuanta persona se me cruzara. Nada. Salvo algunas escaramuzas, no pude entender lo que me decían. La conversación no avanzaba y alguno de los dos, casi siempre yo, se retiraba derrotado. Lo más que logré fue a causa de un tipo que cuidaba los carros parqueados fuera de un restaurante. El hombre se me acercó amablemente y me dijo algo. Creí escuchar que me hacía comentarios sobre el tipo de personas que frecuentaban el lugar. Pero eso no era lo que me quería decir. Repetía una y otra vez lo que había dicho al principio, hasta que perdió la cabeza. Nunca llegué a saber qué maldito idioma hablaba ese tipo; gruñía, graznaba, ululaba y echaba baba. Yo le respondía igual, él hacía gestos extravagantes, halándose los cabellos y dándole palmadas al asfalto. El portero del lugar pensó que me estaba molestando y lo alejó azotándole las nalgas con un trapo. Me invitó a entrar y le respondí que no tenía dinero para un restaurante como ese. El hombre me respondió que él tampoco, que si lo tuviera no estaría cuidando la puerta. Hablé más o menos una hora con el tipo, hasta que un cliente le pidió que le acompañara dentro. Esa conversación, lenta y tranquila, me permitió conocer de mejor forma la calidez de los peruanos, la delicadeza con que hablan, lo mucho que se cuidan de no herir al otro con sus opiniones. En adelante mantendría otras conversaciones con peruanos que me dejarían la misma impresión. La despedida En nuestro último día en Lima buscamos en el mapa la mejor ruta para llegar a Bolivia. Decidimos hacer nuestros torpes cálculos cartográficos mientras almorzamos. Una vez más, descubrimos nuestra absoluta incapacidad para comunicarnos de una forma eficaz con los peruanos. Tras muchas gesticulaciones vergonzosas, y con la mediación de voluntarios de mesas vecinas, ordenamos un principio de espagueti con albóndigas. Como era de esperarse, la muchacha nos trajo un caldo de papas con arroz chaufa. Auxiliados por un palillo de dientes descubrimos que la manera más rápida de llegar a Bolivia es haciendo escala en Puno, ciudad fronteriza. Después de almorzar le preguntamos a un tipo que estaba parado afuera del restaurante adónde quedaba la empresa de transportes más cercana. Nos pregunta adónde vamos. Al revelar nuestro destino el hombre sonríe y tiene una escaramuza de extraña nostalgia. Nos dice que él es de Puno y se dedica a darnos largas descripciones de su tierra, citando fechas exactas de carnavales y direcciones incomprensibles de ruinas incas. Nos indica
cómo llegar a las oficinas centrales de Cruz del Sur, una empresa que hace viajes al lugar, no sin antes hacernos prometer que nos hospedaremos al menos una noche en Puno, para darnos el gusto de conocer todas sus bondades. Caminamos unas quince cuadras hasta el lugar indicado. Nos dicen que sólo cubren la ruta en el bus económico, un viaje de 23 horas sin baño. Salimos de ahí, despavoridos porque nuestras elocuentes vejigas no encontrarían descanso durante casi un día. Abordamos un bus que nos llevaría hasta transportes Flores, la empresa en la que viajamos antes. Aún recordando exactamente cómo llegar al lugar, cometo la imperdonable estupidez de preguntarle al ayudante del bus. El tipo me da todas las señales pertinentes para llegar a un desconocido lugar llamado Fiore. Las señoras que van sentadas le aclaran que pregunto por Flores, pero el tipo está empeñado en que yo vaya a Fiore, dondequiera que eso quede. El chofer del bus lo reprende fuertemente “no le pega a una éste” Una señora, con cara de gerente de banco, me mira y se ríe, revelando toda la espectacularidad de mi ridículo. Las demás señoras se enfrascan en una dolorosa discusión fonética con el ayudante. Stephanie mira por la ventana, como si no viniera conmigo. Yo estoy ahí, encorvado y en silencio. El ayudante me toca el hombro y continúa con su elaborada reconstrucción del camino a Fiore, exaltado, feliz de ayudarme a llegar a esa tierra prometida. La gerente de banco, a la que hace rato le dejó de parecer gracioso, detiene la enloquecida discusión y me dice que me baje ahí, camine 5 cuadras y encontraré Flores. El bus para y la muchedumbre me empuja fuera, deseándome buenas venturas, repitiendo una y otra vez las indicaciones. Al bus arrancar de nuevo se despiden por la ventana, entre risas e imitaciones sobreactuadas de mi desconcierto. Compramos un pasaje en Flores, hasta Arequipa, en donde haríamos escala, ya que ninguna ruta iba directamente hasta Puno. Suerte, forastero La partida de un bus intermunicipal en las terminales es todo un evento. Viene toda la familia a despedir al viajero. Lo llenan de presentes y abrazos, incluso abrazan y despiden dramáticamente a los viajeros que no conocen. Decenas de personas persiguen el bus algunas cuadras, mandando saludes a conocidos que no ven hace mucho, hasta que el bus dobla una esquina y desaparece. En Perú, a diferencia de los demás países, no hay una terminal que agrupe a todas las empresas. Cada una tiene una propia, lo que dificulta la comparación de precios y servicios y causa de que, por lo general, uno realice todo el recorrido por el país con una misma empresa. Para nosotros ese fue el caso. Camino a Arequipa, en las montañas desérticas, la gente escribe con piedras, como en Hollywood. Sin embargo, los mensajes son más personales, declaraciones de amor eterno o comentarios desfavorables acerca de la conducta sexual de alguna jovencita. Los pueblos parecen exhibiciones montadas en las montañas, lo más estereotipadas posibles. Esta vez, nuestra dosis de Dramamine suerte efecto rápidamente. Arequipa Ciudad aburrida y fea. Nada que decir. Hostal Tarantino El peor contratiempo con el que se puede encontrar un viajero es llegar a un pueblo pequeño las tres de la madrugada. Cuando bajamos del bus en Puno no había una sola luz prendida. El chofer nos dejó tirados en la plaza de mercado y desapareció. Sólo nos acompañaba una pintoresca pareja interracial. La reacción inmediata fue agruparnos. Los vagabundos que dormían en los puestos de comida vacíos, se incorporaron y nos observaban. Convenimos salir de ahí cuanto antes y meternos en el primer hotel que se nos cruzara. Eso sería tres cuadras más adelante. El único cuarto disponible era un galpón con cuatro camas. Era eso o dormir en la plaza, con los amigables mendigos. Seguimos por una serie de escaleras estrechísimas, donde había que agacharse para no darse un porrazo en la cabeza. Jamás vimos una recepción. No había baño. Volteé a mirar a la pareja que nos acompañaba, estaban igual de asustados que nosotros. Pero no había más remedio, nos tuvimos que acomodar ahí. Nos acostamos de inmediato, pero el temor común a que, de repente, se abriera la puerta y una catajarria de caníbales entraran a divertirse con nuestros traseros, nos tenía a los cuatro con los ojos abiertos. No hubo más remedio que presentarnos. La mujer era francesa, el tipo de Arequipa. Se dirigían al salar de Uyuni, el lugar más parecido a la luna sobre la faz de la tierra. Nos compartieron galletas y leche achocolatada. Hablamos un rato. No dejábamos de mirar la puerta. Cuando no hubo más que decir apagamos la luz. Tardé un rato en dormirme. Un ruido extraño me despertó, pensé de inmediato que El Coco había hecho su esperada presencia. Mi intuición se quedó corta. Era algo mucho más espeluznante. La francesa estaba encima del flacucho arequipeño. Lo cabalgaba con furia, gemía como una burra y él le daba nalgadas. El espectáculo se extendió por quince minutos. Esa noche, mi última noche en el Perú, lo hicieron tres veces más.
Bolivia: Un país sin fotocopiadoras Uno de los requisitos para entrar a Bolivia es presentar una fotocopia del pasaporte. Sin embargo, en todo Desaguadero no hay una sola fotocopiadora. El pueblo limítrofe cuenta con más de 10.000 habitantes, ninguno de los cuales ha tenido la grandiosa idea de comprar una. A pesar de que cualquier persona que quiera entrar a Bolivia debe utilizar este servicio. Unas 12.000 personas por día transitan por la frontera, todas deben regresar al Perú, unos 10 minutos a píe, y hacer uso de la única fotocopiadora que hay en el lado peruano. Algún día, en el futuro lejano, un visionario pondrá una de lado boliviano y se hará tremendamente rico y poderoso. Después de ir al país del lado para cumplir con el requisito de la copia, llenamos nuestra tarjeta andina por tercera ocasión. Esta vez el formulario tiene una particularidad. En la pregunta de dos opciones, en la que uno debe marcar el género al que pertenece, está primero la opción de ser mujer que de ser hombre. No habré visitado más de 5 países a lo largo de mi vida, pero puedo apostar mi aparato reproductor a que éste es el único en el que las mujeres están delante de los hombres. Al menos en los formularios de inmigración. La paloma de la Paz muere ahogada En un perfecto inglés, el chofer que nos lleva a La Paz canta canciones de Abba. Este grupo sueco, que cantaba en inglés, logró hacerse un espacio en los corazones de las amas de casa latinoamericanas en la década del 70. Por lo visto, la popularidad les alcanzó para llegar a los 4.000 msnm de Bolivia. El lago Titicaca acompaña, inconmovible, nuestra marcha. Es el alma de los bolivianos, y el hogar de unos nativos, que muchos años atrás, decidieron vivir sobre sus aguas, en islas artificiales. Además, el lago alberga la flota naval del país, doce lanchas rápidas y un destructor sobreviviente de la primera guerra mundial. Paraguay y Bolivia son los únicos países de Sudamérica que no cuentan con costas en los océanos. A esto se debe el grotesco acto de soberanía. Como no tenían mares para librar batallas en ellos, lo único que les quedó fue poner sus barcos de guerra en un lago. Lugar donde su infantería de marina pasa los días arrojando atarrayas a las aguas, para llevarles algo de pescado a sus familias, cuando terminen los ejercicios tácticos. La constitución de las casas típicas bolivianas logra confundirlas con el paisaje. A decir verdad, son construcciones bastantes bonitas. Las paredes están hechas de ladrillo y repelladas con barro. Por lo general, las ubican junto a una saliente o una pared natural, para apoyar el resto de la edificación. Cuentan con un vestíbulo al aire libre, rodeado por un muro de la misma altura de la casa. Con el paso del tiempo las paredes de la casa toman el mismo color ocre del paisaje, y parecen montículos de barro, residuos de construcción o nidos de cóndor. La vista es invariable hasta llegar a La Paz, donde se experimenta un brusco descenso para llegar al centro de la ciudad. Gran parte de la población vive en las laderas, tan empinadas que los carros bajan con el freno de emergencia puesto. La terminal queda en la planicie, de más baja altitud. Seguramente fue una estación de trenes. Es un colosal galpón con vidrieras y sillas de madera. Por sus pasillos corre la más grande multitud de extranjeros que vimos en todo el viaje. Hay casi dos por cada habitante local. La terminal de La Paz reparte turistas a todos los rincones del imperio Inca. Los hay de todas los tipos y estaturas. Casi todos son pesados bodoques de nata o larguiruchos despistados que no entienden nuestros mapas. A algunos es fácil adivinarles el recorrido. Están rojos como un camarón y una negra gorda les ha hecho rastas. Un tipo de estos con el pelo a lo Bob Marley se ve igual de inapropiado que una chola con iluminaciones. Ambas cosas se ven en la terminal por doquier; blancos disfrazados de indio y viceversa. Muy pintoresco. La ciudad dormida Nos han recomendado llevar gran cantidad de líquido para el recorrido. Para nuestra fortuna el lugar está abarrotado de kioscos de donde poder escoger. Pero ir de compras no es tan fácil aquí, casi todos los vendedores están profundamente dormidos, al igual que algunos funcionarios de la terminal. Uno se les acerca y se queda mirándolos, esperando que la presencia extraña los despierte. Uno puede quedarse horas llamándolos sin conseguir resultado alguno. Al final el único remedio es chasquearle los dedos en la cara, cosa que los hace despertarse de muy mal humor. Algunos hasta se negaron a vendernos, argumentando que se habían agotado las existencias, cuando podíamos verlas en el mostrador. El único almuerzo disponible, entonces, estaba en el restaurante, donde los precios casi se triplicaban, pero donde nos atendió una muchacha razonablemente despierta. ¿Cómo se llega a Colombia? Un boliviano nos pregunta si en Colombia hay oportunidades de trabajo. La ironía se asoma por cada orificio. Le respondo que eso depende de qué tan afinada esté su puntería, él lo toma como una incontestable recomendación, y se le alegra el semblante. Deja a un lado sus oficios y mira el mapa que tengo sobre la mesa. Me pregunta de qué ciudad provengo, le respondo y se queda pensando unos segundos. Yo pienso en cómo sacármelo de encima, ya que dentro de un minuto debemos
estar haciendo fila para subir al bus que nos llevará a Villazón. Señalando con un dedo un recorrido imaginario me pide que le recomiende una ruta, “y dígame ¿cómo se llega a Colombia?” La verdad, nunca había pensado en eso, ¿de haber nacido en otro país querría ir a Colombia? El tipo me mira impaciente y me veo obligado a trazar una ruta totalmente imposible desde La Paz hasta Cali, casi en línea recta, rompiendo la impenetrable Amazonía con el dedo. Recojo el mapa y me apuro a llegar al sitio de partida, el tipo me sigue unos metros y dispara “¿Así de fácil se llega a Colombia?” Le respondo que no le va a parecer tan fácil cuando quiera salir. Corremos hacia el bus, que ya calienta los motores, haciendo un gran esfuerzo para oxigenar la gasolina a esa altura, tan lejos del lugar que lo vio nacer, una superpoblada ciudad secundaria china o la mismísima casa matriz en Detroit. Sólo ahí, al sentir retorcerse los amortiguadores del bus, comprendo lo lejos que estamos de casa. El viaje hasta Villazón se hace a través de una carretera sin pavimentar. El frío alcanza algunos grados bajo cero y el bus no tiene calefacción. Trato de dormir pero el dolor en los huesos me lo hace imposible. Tengo dos pantalones, dos sacos, una cobija y estoy embutido en un sleeping y aún así siento como si estuviera enterrado en la nieve, desnudo. Nos han tocado en desgracia los dos puestos de atrás. La lata del bus se ha roto. El frío y el polvo que se cuelan nos debilitan el alma y el aparato respiratorio. Lo que se ve por la ventana tampoco ayuda. Siempre creí que el cactus era una planta solitaria, que crecía sin amigos ni familia, abandonada a su suerte en medio de infernales desiertos. No podía estar más equivocado. A esa altura y con ese frío, la tierra sólo estaba poblada por miles y miles de estos. El bosque de cactus desaparecía no más cuando un colono se radicaba en el lugar. Entonces se podaba un radio de más o menos un kilómetro en el que intentaban sembrar otras cosas, pero éstas, por lo visto, nunca pelechaban. Momificados por el polvo llegamos a Villazón. Toda nuestra ropa se ha echado a perder y Stephanie entra en colapso respiratorio. Una hora más en ese bus y hubiera llegado derecho a una clínica, si se podía encontrara una en el lugar. Debemos hacer transbordo a un segundo bus, en el que cruzaremos la frontera. La señora de la empresa que contratamos lamenta informarnos que por motivo de las fiestas el bus no podrá partir. Nos procura un hotel para pasar la noche. De nuevo no hay seguro en la puerta, no hay baño y el cuarto fue hecho para enanos. Declinamos la amable oferta de la señora y salimos a buscar hospedaje. La totalidad de la población se encuentra absolutamente ebria. Vomitan en las calles e intentan abrazarnos. Bailan una extraña cumbia, hombres con hombres, obligándonos a hacerlo también. A pesar de la cantidad de licor ingerida y el desorden evidente, no vimos una sola pelea. En otros países un evento así siempre termina con disparos al aire y ojos morados. Aquí la gente vive sus celebraciones públicas en total armonía, propia de pueblos civilizados. El pueblo de los Niños Koala En Villazón los niños no lloran cuando se caen. Las bolivianas los llevan atados a sus espaldas con una especie de manta de lana. Se podría pensar otra cosa, pero los niños cuentan con una increíble libertad de movimiento. Pueden agarrar objetos extraños del suelo cuando su madre se agacha y dar acrobáticos giros sobre su propio eje. Se han adaptado a este medio de transporte de una forma asombrosa. Al verse sobre sus dos piernitas se desploman inmediatamente. Sin importar la violencia del impacto, se levantan impasibles, preparados a caer una y otra vez, hasta que su madre se conduela y los regrese al marsupio. Por eso mismo, los pequeños viven como una extensión física de la madre, quien también se ha entrenado para que el bulto en la espalda no le impida desarrollar sus actividades diarias. Al margen de todo esto, lo verdaderamente asombroso es ver cómo estos niños habitan en alturas reservadas por la naturaleza a los adultos de la especie. Por lo regular, el mundo de los niños de esa edad es similar al de los insectos. Se arrastran por la tierra, reptando entre mesas gigantes y piernas que los podrían aplastar. Estos niños, en cambio, viven el horizonte visual de un adulto. Pueden mirar a los ojos y hacer sus demandas en igualdad de condiciones. Me atrevo a decir que esa es la causa de que hayan perdido el hábito de llorar. Preguntas incómodas Desde La Quiaca, el pueblo fronterizo argentino, toneladas de mercancía entran a Bolivia, a lomo de indio, por un corredor especial en el que no pasa por la aduana lo que uno pueda llevar sobre el cuerpo. La medida ha facilitado la evasión de impuestos en la frontera, debido que un solo indígena puede hacer más de 30 viajes en un día. Nos dicen que las empresas manufactureras de la región cuentan con ejércitos de hasta 40 indios, que pasan de un lado al otro el tonelaje total de un camión en menos de medio día, sin gastar un solo peso en impuestos. Preocupadísimo por la impresión que nos llevábamos de su país, un funcionario nos aborda, encuesta en mano. Se muestra muy amable y sonríe tímidamente, como un niño atrapado en paseo de integración laboral, al que su madre lo ha obligado a ir, vestido de marinerito. Nos pide que llenemos la encuesta. Parece una buena forma de pasar el tiempo, así que aceptamos. Error. Totalmente ignorante acerca de la situación de su país, desata un minucioso cuestionario, ¿Cómo los atendieron? ¿Qué diferencias notaron con Perú? ¿Qué tal los hoteles? ¿Cómo vieron nuestra red vial? Salvo la pregunta del hotel, las demás respuestas no le iban a gustar. El tipo luce ansioso, esperando un derroche de aplausos y hurras. Siento lo mismo que si descubriera a mi madre en los brazos del vecino. ¿Debo denunciarla o evitarle a
mi padre ese profundo dolor? Stephanie resuelve esta cuestión moral con una brutal sinceridad. Una tras una, va enumerando las desgracias que vivimos en ese país de cavernícolas, la travesía de 16 horas por una trocha sólo apta para mulas, la poca camaradería de sus gentes, el atraso esencial en el que se encuentra el país. El tipo se queda de una sola pieza. Pide disculpas en nombre del pueblo boliviano y da media vuelta. Es ahí cuando veo que su chaqueta lleva un membrete del ejército. La respuesta de Stephanie lo afectó de tal manera que guardó las encuestas en un maletín. Aunque la declaración de Stephanie no faltó en una palabra a la verdad, todas las fotografías que tomamos en Bolivia podrían haber sido mal interpretadas. Eso que uno ve como pobreza y retardo, no es más que un modo de vida milenario y natural. Estos son los únicos sudamericanos que aún derraman sangre para mantener su nación, la nación indígena. Original, fuerte y poderosa, a su modo. Y no es en una guerra donde la sangre corre. Es en los días, en los dolores de espalda. Negarse a los lujos de occidente. Esa es una lucha sangrienta. Señor agente, ya sabe por dónde puede meterse el megáfono La policía fronteriza nos grita, con un megáfono, que nos quitemos de su jardín. Al mirar el suelo, vemos que estamos parados sobre un yermo sólo florecido con piedras. Agradecemos la ironía del agente saludándolo con el dedo del medio, hartos ya de las buenas maneras del pueblo boliviano. Apresuramos el paso al lado argentino, evitando incómodas repercusiones. Un argentino, que presenció todo el incidente, se ríe entre dientes y nos invita a hacernos a su lado. - Son terribles estos, eh… - Sí, lo son. - ¿De dónde son? - Colombia. - Colombianos, eh… - Sí. - Siempre he querido conocer Colombia. - Yo también. - No sos de Colombia luego… - Sí, claro, de allá soy. - García Márquez, Shakira… - Pacheco, Edgar Perea, Gustavo Petro, Pilar Smith… - ¿Y esos son escritores también? - Sí. Claro. Grandes escritores. Sobre todo Petro. - Y… ¿Qué ha escrito ése? - Tantas cosas… - No lo he escuchado, a ése. - Ya lo vas escuchar, ya casi. - ¿Van para Buenos Aires? - Eso creo. - Te digo pibe, gran ciudad, colosal… - No lo dudo. - Y bueno, hemos tenido algunos problemas. - Eso he escuchado. - Y… la gente está muy mal, te digo, no se acostumbran. - Espero acostumbrarme yo. - La gente creía que vivía en Suiza, y no… - No me lo puedo imaginar. - Se iban de vacaciones a Europa, gastaban no sé cuánto… - Yo tampoco sé. - Como el peso estaba igual que el dólar. - No sólo el peso. - Se engañaron, ¿vite? Cuando hubo problemas, debían la vida. - Ah, qué cagada tan grande hombre. - Sí. Qué cagada.
Argentina: El país de los argentinos En la Argentina ya no se ven tantos turistas. Entendible si uno piensa en lo que viene a buscar un europeo. ¿Qué se busca en un viaje? Cambiar de idioma, de arquitectura, de clima. Cambiar de vista. A un visitante no le interesa venir a una
Europa de segunda, un pueblo que extinguió a sus indígenas originarios, junto con sus costumbres y sus creencias. Es innegable que Argentina alberga una cultura bastante peculiar, pero mantiene esa empobrecida semejanza con el viejo continente. Son cosas prestadas, distorsionadas luego para darles un aire propio que siempre se va a ver falso. A pesar de que el recorrido dura casi un día, el bus que tomamos es tan cómodo que en un abrir y cerrar de ojos estamos entrando a Buenos Aires. Sin darnos cuanta dejamos atrás Jujuy y Tucumán, ciudades secundarias. De los paisajes de este largo recorrido que el Dramamine me dejó recordar sólo conservo las imágenes semidesérticas y cultivos de trigo o soya. Nada más. Junto a nosotros viaja un tipo de Santa Cruz de la Sierra. Se llama Juan Francisco. Antes de hablar con él estaba convencido de que era argentino. Él mismo nos aclararía después que los habitantes de Santa Cruz son de otra raza, que ya casi no quedan indígenas puros por allá. Nos cuenta cosas de su ciudad y de su vida, no para de hablar, se ahoga entre una palabra y otra. Deja ver la inmensa felicidad que lo colma por conocer Buenos Aires. El tipo está en un éxtasis tal, que podría jurar que siguió hablando durante todo el recorrido, aún cuando yo me quedé dormido quince minutos después de empezar la conversación. La estrella de los bolivianos Lo primero que hacemos al bajar del bus es buscar el famoso obelisco. Cometemos el fatal error de preguntarle a un taxista. El tipo nos dice que está lejísimos e inmediatamente nos ofrece sus servicios. Preferimos buscar primero un lugar donde cambiar nuestros dólares por pesos argentinos. Según varias fuentes el lugar más cercano es el hotel Sheraton, a dos cuadras del terminal. Ahí nos dicen que el obelisco se encuentra tres cuadras más arriba, doblando la esquina. Decidimos regresar al terminal a almorzar y luego ir al obelisco, donde se concentran la mayoría de los hoteles. Nos encontramos a Juan Francisco al volver al terminal. Su amigo no le contesta el teléfono. Pienso que probablemente esté dormido o muerto, pero Juan Francisco va más allá en la escala del terror, él teme que no lo quiera recibir en su casa y se le esté escondiendo. Tiene el dinero apenas suficiente para sobrevivir un día y no conoce a nadie más. Visiblemente nervioso nos pide que lo dejemos almorzar con nosotros. Aceptamos sin dudarlo, pero mientras caminamos hacia el puesto de comidas me pregunto si estaba pidiendo compañía o almuerzo gratis. Encontramos un lugar que prometía darnos un milanesa de cerdo con gaseosa por solo 5 pesos. Esperamos largo tiempo al mesero, que atiende otros clientes. Juan Francisco no dice palabra alguna y clava los ojos en el mantel, parece que un escalofrío le sube por la espalda. Nosotros no encontramos qué decirle. De improviso se levanta y dice que va a ir al baño. Es la última vez que lo vemos. Hace unos años, una turba de ciudadanos, comunes y corrientes, arrojó de un tren en movimiento a una mujer boliviana. La señora murió a causa de múltiples hemorragias internas. Su único delito, ser gorda, pobre y, claro, boliviana. La policía argentina dejó pasar el hecho sin mover un dedo. Los asesinos se bajaron del tren y siguieron con sus vidas. La cosa quedó así. Este macabro crimen, sin embargo, demuestra lo poco bienvenidos que son los bolivianos en el país de los argentinos. Para nada fue un hecho aislado. Los bolivianos han sido obligados a vivir en las peores condiciones. Se les paga menos en los trabajos y hay una prohibición sucinta a establecer relaciones con ellos. Uno los ve andando solos, pan y gaseosa en mano, moviéndose por el borde de la calle, sin atreverse a pisar el andén. No se sientan en las bancas de los parques. No van a cine y cuando pisan un centro comercial no pueden poner sus narices en las vidrieras. Las adolescentes blancas los llaman grasa, vocablo usado antes para referirse a las costumbres faltas de clase, vulgares. Ellos se han agrupado en los guetos, y esperan. La comunidad se fortalece por su volumen. En los barrios que habitan ya hay negocios solo para bolivianos, tiendas, bares. Aún así no se atreven a hacer bulla. Para las autoridades de Buenos Aires, un grupo de bolivianos ebrios y eufóricos es un delito latente. En sus fiestas la música suena a un volumen inferior al de la voz humana, su voz misma se escucha a un volumen inferior a la voz humana. Escondido en los arbustos Vamos en busca del obelisco. Esa maravillosa estructura citada en cientos de novelas y enciclopedias. Damos vueltas por el sector donde nos han dicho que estaba, sin encontrarlo. Comemos nuevamente. El centro de Buenos Aires es impropio de América del Sur. La arquitectura es europea y muy cuidada. Se nota la mano delicada y constante, que construyó ladrillo a ladrillo edificios lujosos, derrochando cúpulas, gárgolas y columnas griegas dispuestas con muy buen gusto. El invierno hace ver todo aún más claro, no hay hojas que impidan contemplar la ciudad. Pero la tierra es la tierra, por más que la decoren. La basura se acumula en las calles y niños mendigos esperan la compasión de los transeúntes, arropados por mantas rotas. Posponemos nuestra búsqueda al encontrar accidentalmente el hotel que nos habían recomendado. No es un lujo, pero estará bien para dormir. Descansamos unas horas y en la noche salimos nuevamente, a echarle un vistazo más prolongado a la ciudad. Entonces lo encontramos. Por décima ocasión, le preguntamos a alguien por el obelisco. Una pareja de ancianos que paseaban, tomados de la mano. Se sorprenden con la pregunta y se echan a reír, mirándonos con ternura. La vieja señala con la mano y dice ahí está. Volteó a mirar y no lo veo, entonces me paro al lado de la señora, para poder ver lo que ella ve. Y sí, ahí está. Antes no lo pude ver porque me lo estaba tapando un árbol. Un árbol sólo un poco más alto que yo, que no soy muy alto. Eso explica por qué no lo encontrábamos. El obelisco es más grande en los libros, o los escritores argentinos imaginan árboles muy pequeños.
El vejete roba-galletas Esa tarde decidimos ir a Palermo, un lujoso sector en el que se concentran las tiendas de ropa exclusiva y los mejores bares de la ciudad. Para llegar allá optamos por tomar el metro, conocido acá como Subte. La estación más cercana queda justo frente a nuestro hotel, lo que consideramos una gran bendición, ya que en lo siguiente podremos ir adonde queramos caminando unos cuantos metros. La estación Congreso se encuentra sobre la línea uno, la primera que se construyó. Han hecho un gran esfuerzo por conservarla exactamente como estaba el día de su inauguración. El interior de los vagones es de madera, con sillas de parque y armarios en los que deben guardar maravillas reservadas sólo para los funcionarios ferroviarios. A pesar de que las piezas de madera han sucumbido a la polilla y al uso, el conjunto ofrece un exultante aire europeo, favorecido por la acostumbrada falta de luz de los trenes subterráneos. Días más tarde, me daría cuenta que las demás líneas son mucho más modernas y que, sumadas todas las combinaciones posibles de trasbordo, cubren una franja muy reducida de la ciudad, limitándose casi por completo a zona céntrica. Esto lo comprobé un día en el que tomé la línea uno (la más larga) desde su comienzo hasta al final. Al devolverme decidí caminar. Una a una, fui salvando las estaciones que recorrí en el metro. Cuando llegué al punto de partida no habían pasado más de 20 minutos. Las personas que se salen del radio de acción del metro, la mayor parte de la población, deben abordar el bus urbano, como cualquier parroquiano de Armenia, Cuzco o Asunción. Sin embargo, el estatus que da contar con un complejo subterráneo de trenes (opción negada para la mayoría de las grandes y medianas urbes latinoamericanas) hace posible que en Buenos Aires algún aturdido turista se confunda de hemisferio. Vamos a mitad de camino hacia Palermo. Una encantadora niña mugrosa nos pone una galleta en el regazo y luego recita de memoria una apesadumbrada enumeración de sus desgracias, una por una, aclarándonos finalmente que la galleta cuesta exactamente lo que nuestros conmovidos corazones puedan dar. Un anciano circunspecto, después de haber sido visto por todos metiéndose la galleta en la boca, se niega a aceptar que la niña le dio cosa alguna cuando ésta le pide el producto o el dinero. La niña lloriquea y el viejo simplemente la ignora, cerrando los ojos. En el asiento del frente viaja un señor de unos 50 años, grandote, al que parece molestarle bastante la actitud del despiadado vejete. Todos los pasajeros concentramos nuestra atención en él. Esperamos a que, de un momento a otro, el tipo se pare y le ponga la mano en la jeta al ladrón. Nada pasa. Cuando el vil hombre llega a su estación, se baja tranquilamente, pasando descaradamente frente a todos. La gente que va aún en el vagón mira al fortachón, decepcionada. Él sólo atina a decir: - No fui un héroe en la guerra, no lo seré aquí. We keep the Falkland’s with some few pennies Hay un perro muerto en la historia bélica argentina. En abril de 1982 sus envalentonadas tropas desembarcaron en las Islas Falkland, avocadas a solucionar por la vía armada un viejo litigio territorial, contraído con una superpotencia nuclear. La reina de Inglaterra, que peinaba sus chiguaguas en ese momento, fue informada de semejante despropósito. Se dice que la emperifollada majestad cambió el tema aconsejando a su ama de llaves que dejara reposar el té un poco más la próxima vez. Unas pocas semanas después, los soldados sobrevivientes regresaban derrotados a las costas argentinas. No hay mejor forma de conocer la forma en que los argentinos se ven a sí mismos que rememorándoles este descalabro en medio de una conversación. Si no son demasiado jóvenes como para ignorar el asunto, van a tomar un aire serio, levantando la frente hacia la fuente de luz (el sol, un foco en la pared, una claraboya). Luego te van a mirar a los ojos y van a contar con los dedos el número de buques ingleses que mandaron a dormir con los peces, para finalizar diciendo que todo se vino abajo por los problemas internos que el presidente Galtieri no pudo manejar. Pequeños errores de planificación. Un tiro en el palo. Que si no, bueno, otra historia se contaría. Un argentino jamás va a reconocer la superioridad de su contrincante en una derrota. Cualquier contratiempo se debe, sin ninguna duda, a factores climáticos, maleficios, árbitros comprados, confabulaciones transnacionales o a que, simplemente, no se puede ganar siempre. En el caso específico de las Islas Falkland, el asunto se resuelve con un inesperado giro onomástico, las islas se llaman Malvinas, fin de la discusión. No se quedaron con las tierras, pero conservan el nombre, que ya es algo. La Coca-cola la inventaron los argentinos Una de las más notorias características de un pueblo de vista corta es que creen que sólo ellos tienen lo que tienen. Cuando un argentino va al volante de una moto japonesa ensamblada en Ciudad de México, se ve como se vería un alemán bajándose de un Volks Wagen o un japonés programando un robot. Pareciera
que prefieren pensar que las motocicletas las inventaron en La Plata y que el fútbol llegó a las costas inglesas proveniente del puerto de Buenos Aires. Hablar con un argentino es comprobar cómo las palabras pueden comerse vivo a un hombre. Si se les pregunta por la ubicación de algún monumento histórico responden antecediendo a la simple indicación de doble aquí, siga derecho allá, una grandilocuente y absurda comparación de dicho lugar con los vanos intentos que ha hecho Europa o Japón por imitarlo. Tienen programada una ruta estándar, plagada de maravillas arquitectónicas y plazas en donde se escribieron las mejores novelas, a la luz del tango. Sin preocupaciones, si te quedaras dormido en la acera con el celular en la mano, al despertar lo tendrías todavía para poder tranquilizar a tu madre. La comprobación de la verdad, a través de las palabras, funciona aquí mejor que en cualquier parte del mundo. Sí fue dicho, se debe suponer que fue hecho. Pas question. Sin embargo, al ver cómo en los programas de opinión de las televisoras argentinas se denuncia y discute públicamente el lastimoso estado económico y social de país, uno se puede sospechar que realmente son conscientes de lo mal que andan las cosas. Si, mientras almuerza, uno presta atención a las conversaciones de las mesas contiguas, podrá notar que entre ellos no hacen más que quejarse. Para el resto del mundo, todo va fenómeno. Aquí todo se queda en casa. Jamás morir en Colombia Tres días antes de dejar Buenos Aires decidimos ir a visitar a un par de amigos, que hace poco habían llegado a la ciudad. Alejandro y Natalia estaban inscritos en la Universidad de Buenos Aires, como otros tantos colombianos, que llegaron seducidos por el irrisorio precio de la vida en la Argentina. Tras contactarlos telefónicamente, nos citamos en Gabo, el único restaurante colombiano de Buenos Aires. Sólo al llegar descubrimos que la decisión de reunirnos ahí respondía a que Natalia era mesera de lugar. Alejandro se excusó, por cuestiones de trabajo. Sin embargo, Diana, una antigua compañera que había llegado un año antes, acudió sorpresivamente. Mientras esperábamos la salida de Natalia fuimos vencidos por el hambre, así que ordenamos chocolate en leche y medialunas. El mesero, colombiano como todos, nos dice que se vino de Colombia apenas tuvo oportunidad. A diferencia de los otros que se vinieron, éste no tenía la más mínima intención de estudiar. Gran parte de los colombianos que vienen a acá lo hacen previa matrícula en alguna universidad y, casi todos, expresan su deseo de ejercer en Colombia cuando terminen. Por lo que respecta a este hombre, no piensa regresar ni de visita. El mundo es una cosa muy grande. Cuando Natalia está lista nos invita a su departamento, en el que vive con Alejandro, que ya ha llegado. Ordenamos pizza y cerveza y pasamos la noche hablando. Alejandro, que se especializa en periodismo científico, nos cuenta que consiguió trabajo en la sección de quejas y reclamos de una empresa alemana. La cosa funciona así: un alemán insatisfecho arde de ira y decide llamar al número 1-8000 que está escrito tras el producto que compró. Convencido de estar hablando con alguien que se encuentra en Berlín o Munich refunfuña y exige que le regresen su dinero. A cientos de miles de kilómetros de ahí, Alejandro contesta el teléfono en su cubículo y lo atiende en un perfecto alemán. Nadie sospecha que está hablando con un tipo que se encuentra en otro continente. Responden por sueldos menores a los que tendrían que pagar en Alemania y ya está, el negocio perfecto. A eso de las tres de la mañana, cuando todos están moderadamente ebrios, Alejandro nos pide que desalojemos porque debe madrugar al día siguiente. Entendible. Así que regresamos en un taxi al hotel. Antes de dejar Buenos Aires decidimos ir en busca de comida colombiana a Gabo. Natalia nos dice que el mesero colombiano que nos atendió la vez pasada murió hace dos noches. Se acostó a dormir en su estrecha madriguera y dejó la válvula del gas abierta. Los vecinos finalmente se decidieron a derribar la puerta después de no ver movimiento en dos días. Lo encontraron plácidamente muerto, probablemente satisfecho de ver realizado su sueño de no morir en Colombia. Sintaxis y profilaxis Los argentinos hablan con voz chillona y a gritos, como si respiraran helio. Conservan esa costumbre de los años noventa de acercar excesivamente el celular a la boca cuando deben decir algo, dando alaridos, como si estuvieran utilizando un radioteléfono de baja frecuencia. Me pasaba a menudo, que mientras caminaba desprevenido por alguna calle me veía repentinamente asaltado por un escalofriante chillido, que no era más que un inofensivo parroquiano que acababa de toparse con su compadre. Además del tono hay problemas más graves que impiden que se pueda afirmar que compartimos un dialecto común. En un proceso de aculturación lo usual es reemplazar el léxico nativo por palabras importadas, conservando la sintaxis. Sin embargo, en Argentina ésta ha sido ligeramente trastornada. Usan términos franceses para referirse a cosas tan cotidianas como un armario y el sacrosanto lenguaje articulado del castellano termina en una retahíla de redundancias y taras que horrorizarían a los castizos. No tienen un fonema para la doble L y la pronuncian como Ch. Se comen las eses. Stephanie parece haber encontrado la razón. Hablando con un grupo de colegiales con los que compartíamos la barra de un bar, notó que los argentinos tienen las encías muy grandes y los dientes muy cortos, usualmente agusanados por la caries y el sarro. Ese descubrimiento de antropología física hizo que en lo siguiente no pudiera volver a mirar la boca de mis interlocutores mientras conversaba con ellos. Los silencios incómodos estuvieron a la orden del día. La casa de la Barbie Nos han hablado de un lugar, junto al río de La Plata, en el que uno puede disfrutar de una cena sobre un replica del crucero General Belgrano. El original fue hundido
por los británicos en la guerra y han acondicionado éste como atracción turística. Así, partimos del hotel en metro y nos bajamos al final de la línea. Esa última estación aún distaba unas cuantas cuadras de nuestro destino. Utilizando la guía urbana que compramos, nos acercamos al sitio. Pero antes la vimos, a ella, la gran casa de muñecas. Ahí estaba. No tan grande, no tan grandiosa, pero si muy rosada, rosada como un vestido de quince. ¿Cómo diablos puede uno retar al imperio británico refugiando a su presidente en una casa de muñecas? Fácil, si tiene a sus puertas una crisis humanitaria que distraer. ¿Dónde diablos dejé mi cilindro de gas pimienta? Quizá una de las cosas más molestas de caminar por las calles de Buenos Aires es tener que soportar centenares de vendedores ambulantes. Uno puede llegar a tener hasta a 6 de estos tipos tras de uno, mientras intenta abrirse paso, a codazos, entre los que recién lo abordan. Por lo menos a cuatro de estos se les ha dicho que de ninguna forma uno está interesado en comprar algo de lo que lo ofrecen. Si tuviera que recomendar un objeto para un viaje como estos, sin duda sería un matamoscas. Este certero ataque del subempleo fue sólo el abrebocas de lo que se venía. Caída la noche, luego de visitar una librería, donde Stephanie prefirió quedarse otro rato, salí a dar un paseo. No esperaba mucho, pero pude tener la bella oportunidad de perderme, de navegar, como dicen los poetas. Los malditos poetas. Bueno. Tras doblar esquinas sin sentido por algún rato, creí estar convenientemente perdido. Ahí fue que sucedió. Un tipo me abordó, pero no como los otros. Éste me tomó directamente del brazo y me dirigió sin vacilaciones a un oscuro segundo piso, un antro llamado El Habano. Primero me rehusé a seguirlo, pero el tipo me dijo que allá adonde me llevaba podría tomarme unas cervezas. ¿Por qué no? Era un tipo simpático. Así que subí de su mano hasta la trampa. Uno siempre tan astuto, como colombiano criado entre diablos, no cree que un argentino caído del zarzo se la vaya a hacer. A uno, un colombiano curtido en cuanto torcido pueda urdir la mente humana. Ja. Por Dios. Pues no fue tanta mi agudeza, al parecer. Una puta semidesnuda me agarró de la camisa. Ya iba comprendiendo. Me sentó en una silla, decorada con infinito mal gusto, y al batir de sus palmas llegó otra alimaña, ésta de piel oscura, con un fuerte olor a látex. Ambas eran feas, pero una sobresalía por dos dientes de oro, que no dejó de mostrarme cada vez que me hablaba, dejando la boca abierta siempre un segundo de más, después de hablar. Les expliqué a ambas, con paciencia y caballerosidad, que no estaba interesado en contratar sus servicios. Inventé que pertenecía a una excursión y que mi impaciente guía me esperaba a unas cuantas calles. A ellas no les importó, se negaban a aceptar que un muchacho joven y sin compañía dejara pasar esa oportunidad de oro. De oro, precisamente, como los dientes de la puta. Así que me puse de píe y me intenté alejar. Una de las putas aplaudió y al instante apareció una tercera con tres copas, llenas hasta el borde de algo que parecía frutiño de maracuyá. Las puso, agachándose con conmovedora sensualidad, en una mesita de centro. Le expliqué a la puta recién llegada que no estaba interesado en contratar los artes amatorios de tan bellas mujeres, y me disculpé, cómo no, porque la cosa tuviera que postergarse a otra oportunidad. Ésta sí entendió mis razones, y me dijo que no había problema. Me deseó un buen día. Cuando quise avanzar hacia la puerta se me interpuso de nuevo. Me informó que tenía que pagar el consumo. Yo no había tocado el bebedizo anaranjado, y se lo hice saber. Entonces dio dos palmaditas al aire y apareció un autentico truhán de las pampas. Me dijo que arreglara con él y se fue. Acorralado ya, pregunté cuánto les debía por el coctel. 30 pesos. No estaba en condiciones de enfrentarme a ese tipo así que se los di. No era una gran suma, de todas formas. Traté de irme por tercera vez y, por tercera vez, me interceptaron. Ya fuera de sí el tipo me recordó que debía pagar por el consumo de las rameras también. Argumenté que no tenía dinero, así que el bribón le ordenó al ejército de prostitutas que me requisaran. No fue sino hasta cuando una metió su mano en un lugar que ninguna mujer, sea cual sea la ocasión, puede tocarle a un hombre, acepté que de repente había recordado que tenía dinero. Saqué 60 pesos y se los pasé al tipo. De nuevo impidió que me moviera. Decía que le debía el consumo de la segunda dama. Dama. Así le dijo. Repasé sus matemáticas elementales, recordándole que 30 más 30 da sesenta. En Colombia y en Argentina. Él no estuvo en desacuerdo con mi suma. El asunto era que la copa de las muchachas no costaba 30 sino 60. Políticas del establecimiento, dijo el hombre. En ese momento sentí mi integridad lo suficientemente amenazada como para darle los otros 60 sin rechistar. 150 pesos argentinos, unos 50 dólares. Pude salir, pero mientras bajaba las escaleras les recordé lo peligroso que era meterse con un colombiano. Ya vendrán mis amigos a visitarlos, les grité, y ahí sí verán. Soy sobrino de Miguel Rodríguez Orejuela. Cuiden a sus familias. Llegué a la calle, de cierta forma tranquilizado, por haber salvado el pellejo. Sin saber que lo bueno apenas empezaba. Resulta que en mi alocado recorrido, lo único que logré fue dar vueltas en círculo. El mentado prostíbulo estaba exactamente al frente de la librería en donde estaba Stephanie. Quien, por cierto, podía ver desde donde estaba, tomándose un malteada en la cafetería de la librería, ubicada, cómo no, en la parte de adelante, justo tras las vidrieras. Como era de esperarse, las putas malhechoras no pasaron por alto mis vio-
lentas amenazas y me siguieron hasta la calle. Me aclararon a empellones que nadie vendría a amenazarlas de esa forma. Stephanie escuchó el escándalo y salió a ver qué pasaba. De inmediato crucé a la otra acera y la tomé por el brazo, regresándola de vuelta a la librería. Allí fui sometido a un insidioso interrogatorio, del que salí limpio negando toda relación con el bochornoso incidente. Esa fue nuestra última noche en Buenos Aires, de la que salí con 50 dólares menos y una venganza por cobrar. Muñecos de nieve sin bufanda Mendoza ofrece una impresionante gama de cosas aburridas para ver. Las conocimos todas, por supuesto. Argentina, más que cualquier otro país del continente, está férreamente centralizado. El resplandor de Buenos Aires fue tan absoluto, que cegó cualquier iniciativa en las provincias. Así que, de nuevo, gastamos nuestras horas de espera en el terminal, lugar que siempre permite la posibilidad de dormir con algo de seguridad. Si conocí algo de Sudamérica, a lo largo de éste viaje, de lo que puedo hablar con infinita propiedad, esas son las terminales. Me las conozco todas. Sé cuántos baños tienen y en qué condición están. Podría reconstruirlas si me dan un pincel, un lienzo y algo de talento para la pintura. No notarían la diferencia con una foto. En esta ocasión, Mendoza nos brinda una que parece una capilla de colegio. Acogedora, hermosa, magnífica, madura, discreta, fenomenal, no me alcanzan las palabras. No me alcanzan. 15 dólares nos cuesta el chiste hasta Santiago. Por primera vez viajamos en microbús. Transporte que en un recorrido de 23 horas sería nefasto, pero pensando en las 6 horas que nos separaban de Santiago no habría de qué preocuparse. Más adelante, y sólo para nosotros, los cielos precipitarían toneladas de nieve. Al comienzo, sólo se podía ver un polvo grisáceo que se posaba sobre los matorrales. Pensamos que se trataba de residuos industriales, arrojados a la atmósfera por la vigorosa industria chilena. Luego sería innegable su presencia. Lo cubría todo, incluso la carretera. Atravesamos varios campos de esquí, en donde nos hubiera gustado bajarnos. Se veía tan fácil desde la ventana. Se trataba de bajar la montaña. Deslizándose o rodando, eso no importaba. Si uno se cae, toma un asiento tirado por cables que lo regresa a la cumbre. Fácil. Pero habíamos comprado pasaje directo y no podíamos dejar al microbús. Las ventanas estaban selladas y nos vimos obligados ver cómo estas felices personas bailaban en la nieve a través del vidrio empañado. Pero la nieve nos sería dada. El paso fronterizo entre Chile y Argentina está en medio de todo el espectáculo blanquecino. Nos tiramos en la nevada, aun sin estar debidamente protegidos, y en contra de las recomendaciones de los que venían con nosotros en el bus. No importaba morir por congelamiento si podía sentir que caminaba por las nubes. Organizamos la obligada guerra de bolas con tal entusiasmo que ni el chofer dejó de comprobar mi puntería. Desgraciadamente, había papeleo por delante y debimos entrar a las oficinas, donde nos demoraron un largo rato. Al terminar le preguntamos al chofer si podemos ir al baño, que está a unos 100 metros. Refunfuña algo parecido a sí. Cuando salimos del baño no encontramos el bus por ninguna parte. Una funcionaria de aduanas nos dijo que se había ido hace un minuto. Creo que todo se debió al ataque de bolas de nieve contra el conductor. Fuimos abandonados en medio de la nieve, a 18 grados bajo cero. Habríamos de esperar dos horas para que alguien accediera a llevarnos. Chile nos abre las puertas de su nevera estacional, de par en par y llena de luz blanca.
Chile: Grandes granjas rojas La entrada a Santiago recuerda esas ilustraciones naturalistas de la Albania proletaria de Henber Hoxha. Granjas de madera pintadas de rojo, rodeadas de campesinos con sombrero, que miran impasibles el devenir sideral, esperando la germinación de las cosechas o la inoportuna visita de algún vecino, cosa que parece que nunca ocurriera. Todo esto contrasta con las modernas autopistas con que se presenta Santiago. El país que mejor la está pasando en la región. Un nivel de vida alto, el más alto que un pueblo latinoamericano ha visto jamás. Se ve a primera vista en cosas como los carros. Los taxistas andan en modelos costosos, último modelo, rines de lujo y cojinería en cuero. Me impresionó de gran forma que los taxis fueran tan lujosos. Viendo esto, ya empieza uno a creerle al primo que vino de Europa cuando asegura que en Alemania los taxis son Mercedez-Benz. Si aquí alguien puede destinar 45.000 dólares a un automóvil que transporta pasajeros, no me imagino lo que pueda estar ocurriendo en otros países más ricos. La maldición del otoño Pienso en lo divertida que sería esta gente si no vivirán siempre en otoño. Ramas secas, atardeceres poéticos, parques con muchas sillas, montañas alrededor, coronadas por nieve. Demasiada belleza para un ser humano. Lo primero que noto, casi instantáneamente, es lo aburridos que lucen todos. Y no hablo del aburrimien-
to de los domingos, ni el de las filas de bancos. No es circunstancial, no se debe al momento y no lo antecede. Es algo que llevan dentro, una pena contenida que se acumula en forma de gas en el estómago, que no pueden sacar por la boca y que, a ratos, sólo pueden evacuar a través de una tremenda flatulencia, que apesta las colinas, los mercados, las piscinas y las guarderías. Los ángeles han bajado a decorar la ciudad pero se han ido antes de empezar la fiesta. Los desdichados mortales que no pudieron llegar al cielo están tan conmovidos por el juego de luces, que no se atreven a llenar la pista de baile. Los chilenos se comportan como ancianos sin familia, que no encuentran en qué gastarse su voluminosa pensión. El ambiente del lugar no tiene nada que ver con la estereotipada imagen del latino alegrón que va por la vida embrutecido por la felicidad. Por otro lado, todo el tiempo que no han gastado en bailes y placeres, lo han invertido levantando una economía salvaje, que ya empieza a fijar maquilas en los países vecinos. Una cosa por la otra. Maniquís de ojos azules Los maniquís expresan los complejos de los pueblos. Los maniquís femeninos chilenos tienen un enorme trasero, por otro lado las mujeres de Santiago son famosas por carecer de un volumen a escala humana de la región glútea. Los cinturones de cuero son objetos muy preciados entre la población chilena. Casi el 26% de las consultas por problemas gástricos se deben a la excesiva presión a la que someten su estómago, artimaña que busca evitar que los pantalones se chorreen por su esmirriada humanidad. El idioma de los payasos Todos los sudamericanos tienen entendibles problemas para comunicarse unos con otros. La particularidad de los chilenos es que parecen no entenderse entre ellos mismos. En medio de una conversación, es común pedirle al interlocutor que repita lo que acaba de decir, éste a menudo responde a gritos, cosa que de tanto en tanto termina en riñas y profundos desacuerdos. Ni hablar de lo que sucede en una conversación con un foráneo. La cosa termina en que el confundido visitante asiente con la cabeza ante cada párrafo del chileno, quien termina pensando que el otro es un idiota crédulo. Un problema de esos tuvimos al preguntar por el precio del pasaje hasta Arica. La dependiente de la empresa de buses nos dio un largo discurso sobre las maravillas de las que podríamos disfrutar si viajábamos con ellos. O eso creímos. Precisamente porque no le entendimos nada compramos los tiquetes ahí. Preferimos pagar de más que seguirla escuchando. Ése resultó siendo el silencio más caro que he comprado. La inmensidad Una imagen que vimos llegando a Arica: Un anciano, contemplando el desierto fracturado por profundas grietas, arroja maíz a lo hondo del abismo. Cuando echa una manotada, se sienta en una butaca. Parece que esperara que algo creciera desde la profundidad del cañón y se lo llevara al cielo. Lo perdemos de vista antes de averiguar si lo logra. Game over
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La radio dice que un terrible terremoto ha sacudido la costa norte del Perú. Maldigo mi costumbre de alejarme de los lugares cuando ocurren eventos de esta clase. Ahora sólo veré ruinas y tiendas de campaña, helicópteros de la ONU dejando caer cajas con leche pulverizada y hojuelas de maíz. Siento una gran atracción por lo temblores, cuando estoy a la mitad de uno no quiero que termine. Arica está a unos pocos kilómetros de Tacna, así que en un abrir y cerrar de ojos estaremos de nuevo en el Perú. Inmediatamente aprovecho la última oportunidad que tengo de meterme al mar. La playa está desolada, el invierno está en su etapa más cruda. Por demás, la arena está cubierta de cangrejos podridos y todo indica que ni siquiera en verano éste es un lugar turístico. Pero si no me mojo ahora no lo haré nunca. Las famosas playas del Perú están infestadas de rescatistas y marines estadounidenses. Esto es lo único que me queda. Las olas me arrancan el traje de baño, que se va flotando hacia alta mar. Los curiosos que pasan en carro aminoran la marcha para verme. Soy el único tipo en la playa y estoy desnudo. La verdad, no me importa mucho. Al cruzar la frontera con el Perú todo habrá terminado, no habrá más países que visitar por primera vez, ni sentiré curiosidad por las costumbres exóticas de las gentes. Impregnado de un nauseabundo olor a pescado, a punto de caer vencido por la hipotermia y la vergüenza, me doy cuenta de que, a tres países de mi casa, el viaje ha terminado. No puedo estar más agradecido de que haya sido en estas condiciones.
Tumbas de Agua Por Jaime Salazar Corrales y Vinci Andrés Belalcázar
La noche siguiente a la desaparición de Kike, su tío Guillermo Santacruz* fue a reconocer un carro encontrado cerca de un cañaduzal. Cuando llegó constató que se trataba del Chevrolet Cavalier de su sobrino.ElcarroestabaclavadoenellechodelríoCaucaconlasventanas abiertas sin hundirse del todo. Desde la orilla la caída era de unos tres metros, y quien hubiese volcado el auto sin duda se había engañando con el nivel del Cauca en ese lugar, pues el baúl y el vidrio trasero quedan a la vista. Sin rastros de su sobrino, Guillermo regresó a Cali donde su familia esperaba noticias. A esa misma hora llamaron a Paola* a su casa para decirle que su primo había desaparecido sin dejar rastro. Al principio ella trató de no preocuparse. Su primo era un joven impulsivo que armaba viajes hilarantes y se perdía durante varios días. El dinero a manos llenas que recibía en negocios con el narcotráfico le permitía tener un ritmo de vida vertiginoso, por eso, esta alegre muchacha de 24 años prefirió reunirse con su familia a esperar que Kike apareciera. A media noche, cuando el tío Guillermo regresó, traía un indicio preocupante, a unos metros del carro de Kike, en medio de la nada, habían encontrado un gran charco de sangre. Nadie habló, pero en una familia acostumbrada a las retaliaciones violentas del narcotráfico, una señal de estas sólo podría significar una cosa: la fatalidad.
La historia de Kike Si estas historias tuvieran un comienzo, sería el día que Kike hizo su primer negocio millonario con mafiosos del Valle, o incluso antes, cuando tenía 8 años y su papá lo mandó a comprar bazuco. Corría el año 2005 y muchos caleños pensaban que el estigma del narcotráfico había desaparecido con la captura del Cartel de Cali, a mediados de los años noventa. Sin embargo, lejos de acabarse, el negocio se había atomizado en pequeños grupos que trabajaban por su cuenta o adscritos al Cartel del Norte del Valle. Kike era un traqueto menor o ‘Lava-perros’ de uno de esos pequeños grupos. Desde los 16 años había llevado una vida ‘mafiosa’, cargada de lujos, dinero y mujeres, y por momentos parecía que trataba de gastar el dinero con la lógica de quien sabe que muy pronto se lo pueden quitar. «Mi tía le regaló una plata para comprar un carro. Se compró una camioneta ‘macho’ 4.5. Era la típica Toyota ‘rebomba’, polarizada y con llanta balón. Invitó a un parche de gente y se fue, pero se volcó en una curva llegando a Ibagué y la camioneta fue a dar a la mierda. Mi primo quedó con un cuello ortopédico un tiempo pero una nena que iba con ellos fue la que peor le fue, se rebanó una nalga y quedó en silla de ruedas. Al otro día mi tía lo recogió en una clínica de Ibagué y le trajo la camioneta toda hecha una acordeón.» Kike era el primo preferido de la familia; cuando hacía algún embarque o coronaba algún negocio, llegaba con dinero que repartía a manos llenas, ofrecía regalos para todos en la familia y les hacía favores a sus tíos. Paola era su confidente, sólo a ella se atrevía a contarle sus disparatadas andanzas en medio de borracheras garrafales. Ella escuchó de primera mano muchas de sus macabras historias: «A kike le gustaban las putas. El siempre andaba con perras, bandidas, putas o lesbianas. Yo le conocí un resto de viejas así. Tuvo una novia que se llamaba Ursula y era ‘re-perra’. Una noche mi primo andaba con un amigo y ella no le salió. Él gritaba que saliera y ella contestaba que no. Había un desechable tirado en la puerta; él le gritó que abriera o mataría al man acostado en la puerta. Pero la vieja nunca salió. El amigo me lo contó todo asustado “No, qué horror, yo no creí que lo fuera a matar, Kike está loco.” ¡Pum, pum, pum! Lo mató de una y lo dejó ahí echado en la puerta de la nena».
Durante poco más de trece años las cosas fueron bien para Kike; pero en el último año habían empezado las persecuciones, las rencillas internas y los asesinatos de gente cercana. El panorama empezó a oscurecerse para él. Su tío Arturo, que era el más amable de la familia, fue secuestrado. Pedían $900 millones y todos pensaron que era una cifra descabellada. Pero cuando empezaron a buscar reunieron 400 millones que prontamente pagaron a los secuestradores. Pero su tío nunca apareció. Por eso, cuando Paola escuchó que su primo había desaparecido presintió un destino trágico. Corrió para la casa de su tía ‘Mai’, la mamá de Kike, para escuchar todas las noticias de primera mano, total, Kike había sido incondicional y ella lo quería como a nadie en la familia.
El lugar de los hechos Al otro día, exactamente el lunes 28 de febrero, la familia en pleno estaba rumbo a Robles, un pequeño caserío de pescadores y corteros de caña a unos 40 Kms al sur de Cali, cercano al majestuoso río Cauca, y al que se llegaba por una carretera destapada. «Dimos una vuelta por ahí a ver qué encontrábamos, pero nada, puros cañadulzales, encuentras una entrada a las orillas del río y luego puras casitas ‘saltoncitas’. Un señor que vivía por ahí fue quien encontró el carro, así que mi tío lo interrogó: “¿Usted qué vio, oyó algo? ¿Hubo una pelea, oyó disparos? El señor le respondió que había escuchado un disparo y que unas luces de un carro”» La fiscalía se había llevado el auto para hacer los estudios de rigor, así que sólo les quedaba recorrer el caserío para buscar nuevas pistas. Pero según cuenta Paola, para deambular con libertad por esa zona se precisaba el permiso de un grupo paramilitar: «Como mi tío había trabajado en Jamundí, conocía la gente pesada del pueblo. Ellos le dijeron con quién debía hablar y subimos a buscarlos; fuimos a dar a unas chozas (esa gente vive todo raro), nos atendió un señor, le echamos el cuento completo y finalmente dio el permiso para que entraran las camionetas. Era una caravana inmensa: una Ranger 4x4, una Bronco grandísima, mi tía Amparo tenía una Toyota Burbuja blanca, mi tío Guillermo otra plateada, puros carros grandes ¿no? automóviles ninguno. Eran por ahí seis, siete carros, más los amigos ‘traquetoides’ de mi primo y finalmente otros amigos de Siloé.» Salvado este punto, la familia en pleno se dirigió al sitio donde había aparecido el carro. Cuando la caravana llegó al puente parquearon los carros al lado del camino y caminaron al lugar que sólo el tío Guillermo conocía. Con él iba la mamá de Kike y retrasados Paola y otros primos. Pasaron sobre una cerca tumbada y se internaron en el cañadulzal siguiendo el camino descrito por la caña pisada. Paola pensó que el acceso era muy estrecho para el Cavalier de Kike. El pasaje se le hizo eterno, a veces, cuando se abría un pequeño claro en el cañaduzal pensaba que ya estaba llegando y se le helaba la sangre. «Yo iba atrás a unos pasos de mis tíos, seguí hasta que los vi detenerse y el sonido del río se fue perdiendo entre sus sollozos. Cuando los alcancé pase de largo, la tía Mai gritaba y movía caóticamente las manos». Habían llegado a un sombrío lugar. En la hierba se veía un amplio charco de sangre y a los lados, otros indicios como huellas de neumáticos intactas, una botella de Whisky y dos vasos desechables. Fue entonces cuando la tía Mai se dejo caer sobre la hierba y empezó a arañar la tierra. “¡Esta es la sangre de mi hijo!” se lamentaba. La tía Deifa trató de levantarla “venga no llore ahí”. Pero ella seguía sumergida en ese pasto rojizo tratando de recoger la sangre de Kike. «No aguanté más, “Ay, parce”, no aguanté. Me puse a mirar el río y mi prima Viviana se tapó la cara, sólo se escuchaba el llanto y el río. Después las mujeres nos fuimos arrimando y la levantamos: “tía… mejor vámonos”».
El río no acepta lágrimas En este Valle de lágrimas el río se traga los muertos, por eso, para la familia de Paola la cruda realidad les exigía buscarlo ahí. Cada mañana la romería de parientes daba inicio a las largas jornadas de búsqueda. Se iban para las estaciones y pedían 500 o 600 mil de gasolina para tranquear las lanchas de los lugareños. En media hora estaban barriendo el río desde el puente que lleva a Santander río abajo. Paola y sus primas
imprimieron carteles de “se busca” y recorrieron la zona indagando por el paradero de su primo, y hablando con los lugareños: «Teníamos el volco lleno de negritos que nos llevaban de casa en casa, y en esas aprendimos más de agüeros que de muertos. Donde llegábamos nos decían: No lloren en el río que el muerto no les flota; pero quién le pedía mi tía no llorar a su hijo. Fuimos a dar a una ubicada detrás de un matorral, el señor que nos atendió había encontrado el carro de Kike, era un señor blanco pero curtido. De nuevo nos contó todo, es decir que no había visto nada la noche del disparo». Mientras tanto, el tío negociaba con los areneros la búsqueda de Kike. Fue en medio de estas charlas que descubrieron la forma como funcionaba el siniestro negocio de la muerte en ese lugar. Por el Cauca todos los días bajan muertos, los pescadores y los niños de la zona se cruzan con ellos y los dejan derivar río abajo con una incómoda indiferencia. Sólo en ocasiones especiales, cuando los familiares aparecen o los periódicos hacen escándalo, los sacan de la corriente y los amarran a la maleza en una playa segura, donde flotan tranquilos hasta que vengan a reconocerlos. Con indolencia y apurados por sus necesidades y la extrema pobreza de la zona, los lugareños llegan a vender estos cuerpos, muchas veces en avanzado estado de descomposición a los apurados dolientes que deben soportar este trágico negocio con los restos de sus seres queridos. La posibilidad que Kike pudiera estar flotando amarrado a la maleza al pie de algún rancho, desconcertó a todos en la familia. Por eso, Guillermo trató de ir por las buenas con los areneros pagándoles la producción de arena de los días que demorara la búsqueda y ofreciendo una recompensa por el cuerpo. Fue entonces cuando empezaron a aparecer otros muertos en la zona. El primero flotaba en la corriente amarrado a la maleza, el segundo estaba amarrado de un palo y rápidamente descartaron que se tratase de Kike. Pero el tercero estaba abandonado en un cañadulzal y a la tía Melba le tocó ir a reconocerlo. Tomaron una carretera destapada en medio del calor abrasador de la tarde y se internaron entre los cañaduzales: «Nos dejaron cerquita. Eso era puro gallinazo por todo lado y un olor a muerto. Mi tía y mi hermana se fueron metiendo con un señor, los demás nos quedamos en la carretera esperando. Al rato aparece mi tía diciendo “¡no… ese no es Kike, pero qué cosa tan horrible”, dizque estaba reventado y llevaba un mundo de días ahí “no, mamá, vámonos de aquí”. Estaba tirado ahí no más, abaleado y en descomposición, dizque re-feo.» No son pocos los muertos que arrojan en esta zona, y en todo caso, los lugareños creen que están prestando un servicio, pues afirman que de no amarrar los muertos, estos seguirían derivando por los cientos de kilómetros del río, y quizá nunca serían encontrados.
La esperanza partida en pedazos La aparición de los tres cadáveres había alterado aún más a las mujeres que lloraban desconsoladas; esta situación exacerbó aún más las creencias de los pescadores: “vea, llévense a las mujeres que así Kike no va flotar”. «Mis tíos empezaron a creerse el cuento y comenzaron a molestarse: “no… estas viejas están muy lloronas”. Y los negritos detrás diciendo “vea mi señor, llévese a las mujeres”. Hasta que mi tío Guillermo dijo: “con estas viejas tan lloronas este man no nos va a salir”. Nos empacaron a todas en una camioneta por lloronas, para que Kike se animara a salir. Ese día fui a dar a La Morada1 con mi tía y mi abuela. La única que se quedó allá fue mi hermana que tenía toda la base de datos en su celular y se encargó de las comunicaciones.» El martes 1 de marzo, ya sin la compañía de las mujeres, volvieron al campamento a iniciar una búsqueda nocturna. Prendieron linternas, destaparon algunas cervezas y continuaron arrojando ganchos hechizos del tamaño de un ancla en los remolinos del río, sondeando la basura del lecho del río hasta a las 12:30am, cuando Kike ‘comenzó’ a aparecer: «Esa noche se quedaron mi tío Guillermo, Diego, Paquita, Koku, Michael, y por ahí otros tres patos ayudando, pero conocidos todos, y entre ellos fue que lo buscaron. No me acuerdo quién encontró el primer pedazo. Sacaron el tronco, fue muy duro.»
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Parcelación campestre de estrato alto en Jamundí.
El tronco de Kike apareció con malezas enredadas al dorso, faltaban las piernas, los brazos y la cabeza. Lo habían abierto desde el cuello para que se hundiera y los pescados le habían mordisqueado las entrañas. Lo montaron como pudieron a la chalupa y hubo reunión en la playa. Se prendieron las luces de los carros, lo miraron por todos lados. La piel se había blanqueado hasta ser casi transparente, por debajo brillaba el azul verdoso de la muerte. Aunque todos sabían que ese era el torso de Kike, nadie dijo nada. Lo metieron en una heladera y siguieron buscando. La tía Nora no se atrevió a verlo, agarró el celular y nos dijo: “no le digan a la mamá”. «A todos se nos acabó la esperanza…»
Un porro para los muertos La pregunta que todos se hacían en ese momento era: ¿Quién podría haberle hecho algo tan atroz a Kike y por qué? Pregunta que luego sería tristemente respondida por su mamá, quien en ese momento de la búsqueda supo quién lo había entregado a los asesinos. Estaba destruida y saber la verdad prácticamente la llevó a la locura, por eso quizá, en ese momento, no quiso contarle a nadie. Al día siguiente los hombres retomaron la búsqueda; muchos se negaban a aceptar que el hallazgo del día anterior fuera definitivo. Las investigaciones del tío Guillermo señalaban los primeros sospechosos mantenidos aún en secreto. En el arenal se había reducido el número de amigos y sólo quedaban los más cercanos que sin atreverse a hablar de ‘lo de anoche’ se evadían recordando al desaparecido. En medio de este crudo escenario, algunos de los involucrados en la búsqueda recurrieron a las drogas tratando disfrazar la dureza de la situación. «Al otro día mi tío, Jorge y Arvey (un amigo de Kike), se habían ido en lanchas cada uno con dos negritos, se fueron bordeando el río, metiéndose a los rincones, lanzando los garfios y las redes donde el río guarda sus cosas. Ahí empezaban a remover toda esa basura. Cuando estaban en esas, Arvey prendió un ‘bareto’ y en medio de la cinta se puso hablarle a Kike. “Parcero, esto es pa’usted” y tiró la patica del porro al río. Preciso en ese momento vio entre la maleza algo raro. Se acercaron a ver y era el brazo de Kike, lo encontró justo cuando tiró la ‘pata’2. Llamó a mi tío Guillermo y metieron el brazo en una bolsa. Al campamento llegaron con él en la mano. Yo estaba avisando a mi mamá y ella “¡Pao’, no vea eso!” y le colgué. Eso parecía una fiesta, nos mostraban el brazo y mi tío: “Mire, véale el tatuaje…” y el otro contando lo del bareto, ¡Noo!» Después del hallazgo del brazo todo pareció más sencillo, a pesar de la forma tropical y desfachatada con que asumieron la búsqueda. Al día siguiente, apareció una pierna. El viernes 4, nuevamente quedó en evidencia el negocio de algunos habitantes, cuando apareció la cabeza: «Esa la encontró un pescador que nos cobró 300 mil pesos por devolverla. Parecía haber rodado y chocado con muchas cosas. La llevaron en una nevera de icopor con hielo que tenían lista. En Jamundi estaban recibiendo las partes de mi primo y de ahí hasta la morgue en Cali. El fin de semana pasaron dos días en que no apareció nada y entonces mis tíos dijeron “no más, ya se ha gastado mucha plata”. Quizá la corriente había bajado el resto hasta Juanchaco. Habían alcanzado a recuperar casi todo el cuerpo, sólo faltó un brazo y una pantorrilla, sólo eso.» Vino entonces el proceso burocrático para que medicina legal devolviera el cuerpo. Debido a la gran cantidad de cadáveres encontrados en el río Cauca, debían tenerlo en la morgue mientras se determinaba la correspondencia entre las partes y el tronco. Dos semanas estuvo ahí y para entregarlo pidieron una carta dental. Kike nunca había visitado la odontología, así que la última opción resultó ser el tatuaje en el brazo. «Para que lo entregaran se necesitaba buscar al tatuador que mi hermana y yo buscamos por toda la Loma de La Cruz; fuimos a dar a un chuzo de un metalero todo mechudo donde encontré el tatuaje. El man me acompañó a la morgue y así nos lo entregaron.» La mamá de Kike recibió el cuerpo sabiendo quién lo sacó de la casa y lo entregó a los asesinos. Se trataba de una persona cercana a la familia, pero sólo podían quedarse callados y conformarse con la verdad, porque era un hombre intocable, con dinero y poder. «El día del entierro llevaron unos mariachis, ¡el de la guitarra grandísima! Ese mariachi tocaba una chimba, a lo bien, mariachis, Whisky, y la tía llore y llore. Leímos una carta que era de todos para Kike. Nos fuimos del cementerio cuando ya estaba oscuro. Y de ahí nos fuimos todos en caravana. Nadie lo vio dentro del ataúd, absolutamente nadie, sólo vimos las partes que iban sacando del río. Como a la semana mi tía hizo una misa simbólica en el río. Llevo a un cura, puso mesas, flores y un altar. »Yo me senté frente a la corriente sin tocar el agua, dejé de comer pescado como un año, le pedí a dios “ojala haya muerto súper drogo, bien bazuquiado”, eso es lo único que pensaba, ojala no haya sentido. Pobrecito ¿no? Mirando la corriente pensaba “un resto de gente va a caer al Cauca, mucha de gente flota ahí.” 2
Cigarro pequeño de marihuana, o último fragmento de un cigarro de marihuana.
LOS PERIODISTAS LITERARIOS según Norman Sims (Los siguientes fragmentos, tomados del prólogo de Norman Sims a su libro “Los periodistas literarios o el arte del reportaje personal” (El Áncora editores, Bogotá, 1996), hacen un aporte a las discusiones sobre la caracterización del reportaje y los límites que éste comparte entre reglas provenientes del periodismo ortodoxo e industrial y otras más propias de la literatura. El compilador destaca algunos elementos que cualquier novel periodista debe tener en cuenta en la investigación y escritura de un reportaje, independientemente de la etiqueta que a éste se le endilgue - reportaje normal, literario, de nuevo periodismo, de no- ficción, etc.-.).
Al contrario de los novelistas, los periodistas literarios deben ser exactos. A los personajes del periodismo literario se les debe dar vida en el papel, exactamente como en las novelas, pero sus sensaciones y momentos dramáticos tienen un poder especial porque sabemos que sus historias son verdaderas. La calidad literaria de estas obras proviene del choque de mundos, de una confrontación con los símbolos de otra cultura real. Las fuerzas esenciales del periodismo literario residen en la inmersión, la voz, la exactitud y el simbolismo. (…) Como lector, reacciono en forma diferente ante el periodismo literario que ante los cuentos o ante el reportaje normal. Saber que esto sucedió realmente cambia mi actitud mientras leo. Si descubriera que una obra de periodismo literario ha sido hecha como un cuento, mi decepción arruinaría cualquier efecto que hubiera creado en cuanto literatura. Al mismo tiempo, me siento a leer esperando que el periodismo literario cause emociones que no producen los reportajes normales. Me ayude o no a vivir el periodismo literario diferentemente de otras formas literarias, lo leo como así fuera. (…) Como los antropólogos o los sociólogos, los reporteros literarios consideran que comprender las culturas es un fin. Pero al contrario de esos académicos, dejan libremente que la acción dramática hable por sí misma. (…). En contraste, el reportaje normal presupone causas y efectos menos sutiles, basados en los hechos referidos más que en una comprensión de la vida diaria. Cualquiera que sea el nombre que le demos, esta forma es ciertamente tanto literaria como periodística, y es más que la suma de sus partes. (…) (…) El periodismo literario no fue definido por los críticos; los escritores mismos han reconocido que su oficio requiere inmersión, estructura, voz y exactitud. Conjuntamente con estos términos, caracterizan al periodismo literario contemporáneo un sentido de responsabilidad hacia los temas y una búsqueda del significado fundamental del acto de escribir. (…)
La inmersión
Para McPhee, y para la mayor parte de los periodistas literarios, la comprensión empieza con un contacto emocional, que sin embargo pronto lleva a la inmersión. En su forma más simple, la inmersión significa el tiempo dedicado al trabajo. (…). (…)
La estructura
La estructura, en un escrito largo de no- ficción, implica más trabajo que simplemente organizar, según McPhee. “La estructura es la yuxtaposición de las partes, la manera en que dos partes de un escrito, por el simple hecho de ponerlas una junto
a la otra, pueden comentarse mutuamente sin que se diga una sola palabra. Es mucho lo que se puede decir por la forma como está ensamblado el escrito, es algo que puede estar en su estructura sin que el autor tenga que explicarlo”. (…)
La exactitud
Hay una ley de exactitud que, según sus practicantes, rige en el periodismo literario. McPhee, que se siente incómodo en el papel del tío dando consejos, tiene sin embargo el derecho de hacerles unas pocas sugerencias a los que tienen su obra por modelo. “Nadie está dictando reglas para cubrir a todo el mundo”, dijo. “El escritor de noficción se comunica con el lector sobre gente real en lugares reales. De modo que si esta gente habla, uno dice lo que dijeron. Yo me irrito si alguien sugiere que hay diálogos en mis escritos que no obtuve de las fuentes. Uno no inventa diálogos. Uno no hace personajes mixtos. Para mí los personajes mixtos siempre han sido ficción. Así que cuando alguien hace un personaje de no- ficción con tres personas reales, se trata en mi opinión de un personaje de ficción. Y uno no se mete en sus cabezas y piensa en su lugar. Uno no puede entrevistar a los muertos. Se podría hacer una lista de las cosas que uno no hace. Cuando los escritores omiten alguna, viajan a dedo sobre la credibilidad de los escritores que no omiten ninguna”. (…)
La voz
Gran parte de la controversia sobre la primera persona en el periodismo ha sido explicada por el profesor David Eason, cuyos estudios sobre el nuevo periodismo definieron dos grupos. En el primero, los nuevos periodistas eran como etnógrafos que relataban “lo que estaba sucediendo ahí”. Tom Wolfe, Gay Talese y Truman Capote, entre otros, no se incluían en sus escritos y se concentraban en las realidades de sus personajes. El segundo grupo incluye a escritores como Joan Didion, Norman Mailer, Hunter S. Thompson y John Gregory Dunne, que veían la vida a través de su propio filtro, describiendo cómo se sentía vivir en un mundo donde se había debilitado la comprensión pública compartida del “mundo real” y de la cultura y la moral. Sin un marco externo de referencia, se concentraban más en su propia realidad. Los autores en este segundo grupo a menudo eran una presencia dominante en sus obras. (…) Los periodistas literarios más jóvenes se han calmado. Al hablar con ellos, parecían preocupados por encontrar la voz correcta para expresar su material. “Cada historia tiene dentro de sí una, o tal vez dos formas de contarla”, dijo Tracy Kider. “El trabajo de uno como periodista es descubrir eso”. Richard Rhodes dijo que luchaba por encontrar la voz correcta, pero que cuando lo lograba, la historia prácticamente se contaba a sí misma. Los periodistas literarios ya no se preocupan por el “yo”, pero sí les concierne las tácticas de una narración eficaz, que puede requerir la variable presencia de un “yo” de un escrito a otro. (…)
La máscara de los hombres
Después de pasar varios meses entrevistando a escritores, cargando con mi lista de características y preocupaciones del periodismo literario, las entradas parecían mecánicas. Sólo sumérjase en un tema, encuentre una buena estructura, use tal vez algunas de las técnicas de Tom Wolfe para documentar “la vida de status” y escribir escenas,¿y entonces qué? ¿Será eso el periodismo literario? Llegué a dudar de que cualquier cosa fuera tan segura. En última instancia, todo el mundo con el que hablé daba vueltas en torno a un asunto difícil. Los escritores hablan con facilidad sobre las técnicas, pero como a todos nosotros, les parece difícil explicar sus motivaciones. A veces nos acercábamos tanto que yo podía sentir al artista detrás de la página. Sara Davidson estaba hablando sobre la creación de las narraciones fuertes, en las que el lector compra un tiquete en el primer párrafo y tiene que hacer el viaje. Se detuvo para meditar un momento y dijo: “Yo ni siquiera estoy segura de cómo se hace esto. Hay ciertos trucos, pero yo no creo que sea cosa de trucos. Creo que tiene mucho que ver con la sensibilidad. Una vez le pregunté a Philip Roth si él pensaba que podía crear un mayor sentido de intimidad usando la primera persona. El dijo que creía que era la urgencia y la intensidad con la que se apropiaba y asía el material, pudiendo así arrastrar al lector a su mundo. Creo que tiene algo que ver con la sensibilidad del autor”.
PASAN 1 LOS EMIGRANTES
CUANDO
Por Jean-Paul Mari
ilustración de Alex Velasco
(Traducción: Hernán Toro)
Boca Chica, kilómetro cero Todo comienza aquí, en el borde de esta playa que las olas atacan en filas apretadas, blancas de espuma bajo el viento del nordeste. Buscamos el “muro” que el gobierno norteamericano quiere construir para separar los Estados Unidos de México e impedir la inmigración clandestina…Nada. No se ven huellas de obra en construcción. Ni siquiera de border patrol, la policía de las fronteras, a la vista. Solamente pescadores, recostados en sus carros, una cerveza en la mano, la capucha levantada para protegerse de las salpicaduras de las olas, su caña de pescar clavada en la arena. Hay viento, el sol del invierno, la luz blanca y el olor fuerte del mar, grandes dunas, conchas secas, nubes de gaviotas y todavía un gusto del Atlántico en el golfo de México. Domingo tranquilo en Boca Chica. ¿Dónde está México? Ahí no más, cerca, del otro lado de la desembocadura del Río Grande. Uno imagina un río inmenso, como en las películas de nuestra infancia, pero su anchura no es sino de un centenar de metros y su corriente se ve empujada contra su lecho por la corriente venida del mar. A sólo 300 metros hay un faro, grande, todo blanco…México. Para venir de Houston hasta aquí fue necesario un día completo de carretera, enfilar de lleno hacia el sur hasta Brownsville, la ciudad fronteriza, su puente internacional, el lastimoso centro de la ciudad “histórica”, patchwork americano-mexicano preservado como un museo del Nuevo Mundo. Callejuelas vacías, una ciudad sin alma que no existe sino para ser atravesada. Se supone que América termina aquí. En realidad, termina mucho antes. Todavía es fuerte en Houston, inmensa capital de Texas, con sus autopistas, sus distritos de negocios, sus centros comerciales con espacios suficientemente grandes como para instalar allí un pueblo francés entero. Houston la texana, capital de los gringos…¡cómo no! Pero ya sea que se trate de vendedores de McDonalds, de choferes de taxi, de empleadas del servicio o de cow boys, la mayoría de los texanos tienen el cabello negro y la piel oscura: mexicanos inmigrados, con o sin papeles, instalados desde hace una, dos, tres generaciones. Y sus hijos vueltos tan macizos como Publicado originalmente en Le Nouvel Observateur 2.228 de la semana del 19 al 25 de julio de 2007. Esta traducción y su publicación han sido amablemente autorizadas por su autor, el señor Jean-Paul Mari. 1
los jóvenes de Texas. Hacia el sur, la ruta bordea el océano y los nombres de consonancia latina o anglosajona se entrechocan: Chapman Ranch, Vanderbauer Loop, El Campo. América del norte y América latina forman ya una vieja pareja, sin esfuerzo, sin siquiera racismo. Al final del camino, en la punta extrema del continente americano, sólo queda esta playa de Boca Chica donde la arena vuela en la luz de un sol que se acuesta. Algunas decenas de metros de agua dulce y salada mezcladas nos separan de México. Del otro lado se ven los mismos carros, los mismos pescadores con sus cañas que ocupan el mismo domingo. Y, visto del otro lado, el sueño americano, como una tentación diaria. ¿Esta desembocadura de Boca Chica es una verdadera línea de demarcación? No. Máximo una “boca chica”, con sus dos labios que se cierran, se tocan, como un beso del río.
Reynosa: el gusto salvaje de la frontera Impresiona mucho un hombre valiente que tiene miedo. “Raúl” pide hasta la súplica no dar su verdadero nombre. “Raúl” vive vigilante, y tiene razón. A la mafia no le gustan los curiosos en Reynosa. El año pasado fueron muertos nueve periodistas. Hay que tener hígados para trabajar en un centro de estudios, censar los emigrantes, considerarlos como humanos, contar los robos, las ahogadas, los asesinatos. Estamos en México. Detrás de nosotros se encuentra la última ciudad norteamericana, Hidalgo. ¿Una ciudad? En verdad, no. Un pedazo de avenida, una estación de gasolina, un motel perdido y miserable cuyas ventanas se zafan. Y una “oficina de turismo” con el letrero desconchado que ha debido cerrar mucho antes de la elección de George Bush padre. Huimos. Igual franquear la línea, el puente internacional que conduce a Reynosa, en México. El puente no separa dos países sino dos mundos, tan distintos como Berlín-Oeste y Bombay. No hay espacio, las avenidas son estrechas, el pavimento destruído, habitaciones amontonadas, densas, polvo, polución, embotellamientos, pitos de los carros, el color y el olor de los fritos…México te agarra por la garganta, violento y sensual. Oficialmente Reynosa cuenta con 500.000 habitantes; en realidad son al menos 1 millón. Hay candados en las puertas, rejas en las ventanas, la gente vive a la defensiva, habla poco, desconfía. Por la noche, el centro de la ciudad está desierto, las calles oscuras y vacías, sin protección, abandonadas a las bandas que roban, violan, asesinan. Pero que a nadie se le ocurra llamar a la policía: son compadres de la mafia. Bueno…es para controlar el paso de la droga y la masa de los 200.000 obreros que trabajan en las maquiladoras. De paso, tombos y truhanes despojan a los emigrantes que, sin plata, vienen a chocar contra la frontera. Llegan ya exsangües de Monterrey, del sur de México y a veces de América central, de El Salvador, de Guatemala, de Honduras. Al bajar del bus, los ganchos de la mafia los identifican inmediatamente: “¿Quieres pasar?” Cuando uno tiene de 4.000 a 5.000 dólares, todo es simple. La organización provee papeles falsos para franquear el puente y el puesto de control. O, mejor, un tiquete de avión comprado por internet en Houston, Texas, plataforma aérea que abre la vía real hacia California, Chicago o Nueva York. Para los campesinos, la tarifa es 85 dólares y el fracaso seguro. El coyote, el que los pasa, empuja al emigrante hacia la ribera del Río Grande –“Ahí está, del otro lado, ésa es América”—y el campesino en andrajos que atraviesa el Río Grande, con el agua a la cintura, cae en brazos de la border patrol americana que lo expulsa de inmediato. Con 2.000 dólares el método es arriesgado pero ha pasado la prueba. Primero, los coyotes reagrupan a los campesinos, hombres, mujeres, niños, en una “casa de seguridad”, un escondite. Después de algunos días, cuando el grupo alcanza 20 ó 30 personas, se cruza el río de noche hacia otro escondite del lado norteamericano. Luego se parte en camioneta hasta el puesto de control a 120 kilómetros tierra adentro. Todo el mundo se baja, camina dos
o tres días en el desierto dando un amplio rodeo para evitar las barreras de policía y reencontrar el vehículo de los coyotes que les conduce hacia Houston. En cuanto a los audaces que no tienen un peso y tratan de pasar solos (alrededor de un tercio de los emigrantes), la mafia los ataca en el borde del río, los roba, los golpea o los mata: se trata de mostrar que eso no se hace sin ella. Queda la corriente del Río Grande, baja pero traidora. Los que conocen el lugar la franquean a ojo, los otros se pierden, arrastrados por los remolinos. Entre 80 y 100 ahogados por año desde el 2.000. El domingo pasado, en Matamoros, enterraron el cuerpo de un desconocido, encontrado en la ribera. La mitad de los ahogados no son identificados jamás. Son estos hombres sin nombre, estos crímenes, esta miseria invisible que “Raúl” trata de censar, como un clandestino de la información que vive en la sombra para no dejarse ver de la mafia. Aquí no hay turistas, no hay extranjeros, no hay testigos en esta ciudad dura, pesada, sucia, siempre vigilante e inclinada hacia la supervivencia, posada sobre este pedazo de frontera donde el hombre no vale gran cosa.
México de espaldas al muro En Reynosa, ciudad de la frontera mexicana, nadie quiere creer en el “muro”. Ni los clandestinos que dan vueltas esperando la noche en el borde del Río Grande, ni los hombres de negocios que se nutren de la frontera. “Mire, América está allí. Basta con tender el brazo…, dice un comerciante cuyos tres hijos viven del otro lado. Entonces, ¿cómo hablar de un muro que todavía no existe?” ¿Es una construcción del espíritu, una utopía americana, una mentira, el delirio de un país paranoico, o bien una certeza, una gran obra pública votada y planificada, un proyecto político, inclusive ideológico? Sin duda los dos a la vez. Cuando se habla del muro que debe separar México de los Estados Unidos, se entiende una doble barrera metálica, reforzada con placas de metal, sensores electrónicos, radares, torres de control y un camino de ronda patrullado por policías de la border patrol, a pie, su perro retenido con un lazo, en 4X4 o en helicóptero, una barrera como la versión ya existente de 23 kilómetros entre San Diego y Tijuana. Algo como el muro de Berlín, que se sostuvo por treinta años antes de derrumbarse. O el de Israel, que aprisiona toda una población en Palestina. Sólo que el uno y el otro se parecen a un amable juego de Lego comparado con el que se prepara aquí. Del golfo de México hasta las costas californianas del Pacífico, la frontera que remontamos corre a lo largo de 3.139 kilómetros. Sobre la mitad del trayecto fluye la corriente del Río Grande, barrera natural. El muro previsto estará compuesto de varios tramos que, de punta a punta, se extenderán sobre…!1.132 kilómetros¡ Con lo cual se podría cortar a Francia en dos, de un hachazo, de Lila a Marsella. En el papel, el proyecto ya parece una locura. Sin embargo, fue votado por la Cámara de Representantes, aprobado por el Congreso, en enero pasado, y por el gobierno, que asignó 1.2 billones de dólares para financiarlo. En nombre de la seguridad del Estado, de la “guerra contra el terror”, del control de las fronteras y de la inmigración salvaje.
ilustración de Alex Velasco
Aquí, dos mundo se entrechocan, apenas separados por un puente, un campo, un rancho: América, poderosa y próspera, 26% de la riqueza mundial, frente a México, país del Tercer Mundo, 1.2% del PNB y de los salarios de miseria. El resultado es espectacular: desde la punta de Chiapas hasta los bajos fondos de Ciudad de México, toda la América latina se avalanza hacia su vecino del Norte. Con papeles en regla si puede, clandestinamente si debe. Cada año, de 400.000 a 500.000 inmigrantes pasan la frontera ilegalmente, en camión, a pie, a nado. El número de clandestinos (¡7 millones!) ha más que doblado estos últimos años. Sólo los mexicanos instalados aquí enviaron 20 billones de dólares en el 2.006 a sus familias, con lo cual se podría alimentar un pueblo, una región, un país. El ejército de los 12.000 policías de la border patrol (se tienen previstos 18.000 para finales del 2.007), por más que intercepte y devuelva a sus países 1 millón de latinos, no detiene la marea humana de los hambrientos venidos del sur. Con una situación así, ¡qué importan los 3.600 cadáveres de los emigrantes descubiertos desde 1.995 en el desierto o en las aguas sucias del Río Grande que fluye al pie de Reynosa! ¡Y qué tal esta gran muralla que América del Norte quiere erigir para cortar un continente en dos! ¿Por un costo de 2 billones de dólares, como lo promete la administración Bush? En realidad, entre 8 y 30 billones de dólares, responden los expertos, el equivalente de siete meses de ocupación en Irak. Sí, es caro. Pero se requiere mucho, mucho dinero para hacer la guerra a los pobres de aquí.
ELEMENTOS * DEL REPORTAJE 1. Aunque el peso tradicional de ciertos términos hace inevitable su uso a pesar de que el autor sospeche su insuficiencia, su perversión o su anomalía, en ocasiones, como es el caso en este trabajo con las tipologías de los discursos informativos, vale la pena interrogarse sobre las razones de esa aprensión. Clasificar estos géneros, como, por ejemplo, lo hace Mariano Cebrián1, en “dialógicos/apelativos, expresivo/testimoniales y expositivo/referenciales [¿apoyándose quizás en las funciones del lenguaje tal como han sido definidas por Roman Jakobson? 2], proyectando una cierta idea no confesada de que cada una de estas categorías constituye una matriz hipostática de la cual son expresiones particulares los géneros concretos (entrevista, reportaje, noticia, etc), significa ignorar que semejante taxonomía da a suponer que sus bases (diálogo, testimonio, constatación, respectivamente) se Por Hernán Toro presentan al consumo como si fueran algo así como químicamente puras. ¿Significa ello entonces que cuando hay testimonio no hay constatación? ¿En una entrevista sólo hay diálogo? ¿Una entrevista se construye sólo con interrogaciones? ¿Un reportaje no contiene elementos testimoniales? ¿No contiene diálogos? Todas las respuestas a los anteriores interrogantes hacen converger la idea según la cual lo que se encuentra en la realidad de los discursos concretos es una fecunda mixtura y traslapamiento de elementos surgidos de distintos horizontes, que, clasificados por Cebrián, parecería que fueran distintos e independientes. Recuérdese que una reserva semejante a la que se manifiesta en este trabajo ya la había expresado el mismo R. Jakobson en el conocido artículo ya mencionado al advertir que las funciones, de una parte, no siempre se encuentran todas en discursos particulares, de otra, no tienen una existencia pura, y que, finalmente, en los discursos predominan unas sobre otras. Advertencia semejante no parece encontrarse en la clasificación de Cebrián. Más allá de estos intentos taxonómicos, lo que realmente parece suceder es que habría una disolución de los géneros que borra las diferencias por integración, por refundición, por mutación y da lugar a la aparición, de cierta manera, de un nuevo lenguaje que, en virtud de su especificidad, demanda una consideración singular. Ahora bien, si a pesar de reservas tan fuertes se usan en este trabajo los términos descalificados, habría dos razones poderosas para hacerlo. La primera: las eventuales mutaciones no han encontrado aún una teoría que les confiera una identidad conceptual. Por el momento flotan vagas, como nebulosas indefinidas. La segunda: dada la situación anterior, el espacio conceptual pasa a ser ocupado por el peso de términos tan utilizados e ideológicamente acreditados, y el criterio que finalmente decide es la respuesta a la pregunta ¿a qué es lo que socialmente llamamos reportaje, noticia, entrevista, etc.? 2. Al querer hacer “un periodismo que se leyera igual que una novela” 3, los reporteros que habrían de ser considerados los representantes y mentores de lo que terminó llamándose “Nuevo Periodismo” (décadas de los años sesenta y setenta en los Estados Unidos) daban ya algunas pistas sobre la relación que veían entre sus reportajes y la literatura. La archiconocida introducción escrita por T. Wolfe sobre el “Nuevo Periodismo” reconoce en la literatura y en los grandes escritores de las corrientes realistas a los maestros paradigmáticos en los cuales esta nueva forma de periodismo se habría alimentado. Al calificar sus textos como “no-ficción” estaban también, a su manera, indicando qué tipo de filiación sostenían los reportajes con la literatura: la ficción, aún por la vía de su negación, era el referente obligado, como si se dijera que estos reportajes eran una “no-literatura”. “¿Qué demonios pasa?, se pregunta Wolfe, en efecto, a propósito de la lectura que acababa de hacer del artículo titulado “Joe Louis: el Rey hecho Hombre de Edad Madura”. Con unos cuantos retoques, todo el artículo podía leerse como un relato breve. (...) El artículo se podía transformar en un cuento con muy poco trabajo” 4. En la concepción de Wolfe, la relación no se limitaba a los aspectos formales, los que permitirían establecer nexos entre reportaje y literatura; o al hecho de que en el periodismo se pudieran utilizar “técnicas propias de la novela y el cuento” o que se pudiera “recurrir a cualquier artificio literario” 5. Incluso, Truman Capote, a propósito de “A sangre fría”, habló de una nueva forma de literatura, y no –detalle importantísimo-- de una nueva forma de periodismo. Este texto es la transcripción de un capítulo del libro El reportaje: un género estallado. Editorial de la Facultad de Humanidades de la Universidad del Valle, Cali, 2003.
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Un poco antes en la introducción sobre el Nuevo Periodismo 6, Wolfe parece dar los elementos para entender lo específico de esta relación: “La resolución elegante de un reportaje era algo que nadie sabía cómo tomar, ya que nadie estaba habituado a considerar que el reportaje tuviera una dimensión estética”. Tal vez la cosanguinidad entre el reportaje y la literatura, más que en sus aspectos formales, resida en que ambos comparten una dimensión estética, ausente, por diferencia, cuando se está, por ejemplo, frente a una noticia o frente a un artículo analítico. Lo de T. Wolfe es probablemente el esfuerzo más meritorio por desarrollar una concepción en torno al reportaje que no nazca de esquemas abrumadoramente rígidos sino de consideraciones globales de cultura. 3. A contrario, el prólogo de Norman Sims al libro Los periodistas literarios o el arte del reportaje personal es un intento por crear artificialmente una categoría de reportaje nueva con base en criterios deleznables. No hay nada novedoso en decir que la supuesta categoría de “periodistas literarios” requiere, para que sus gestores sean considerados como tales, que sus textos estén caracterizados por “inmersión, estructura, voz y exactitud” 7. Y, detalle supremo, agrega que “conjuntamente con estos términos, caracterizan al periodismo literario contemporáneo un sentido de responsabilidad hacia los temas y una búsqueda del significado fundamental del acto de escribir” 8. Uno siente piedad con N. Sims al ser testigo de los esfuerzos denodados por establecer una categoría que haya de asegurarle una especie de renombre perdurable...comercialmente hablando. Un tufillo de envidia recorre el texto de N. Sims, lo que sería poco si, por añadidura, no librara una batalla con rivales en su mayoría...ya fallecidos. 4. El que es considerado el más grande de los reporteros del siglo veinte en Europa, Albert Londres, moría en el año de 1932 en el incendio desatado a bordo del barco Georges-Philippar cuando regresaba de China a Francia, su tierra natal, después de haber permanecido en aquel país por casi un año adelantando una investigación que habría de concluir, todo el mundo lo esperaba, en un nuevo reportaje. Las circunstancias de esa muerte resumen en mucho la situación del reportaje en ese momento particular, quizás el período de mayor consideración y prestigio de ese género clásico del periodismo, y muestra, por contraste, la evolución histórica que ha vivido desde entonces. ¿Podría, en efecto, imaginarse características y condiciones de trabajo más diferentes a las que tienen hoy en día los periodistas? En primer lugar, A. Londres venía. Sí, venía. Después de haber estado en China, A. Londres venía, lo que significa que había efectuado un desplazamiento espacial para adelantar su investigación, cumpliendo de esa manera con lo que quizás sea la condición mínima constitutiva de la definición primaria del reportaje: reportar, traer. Obviamente, la operación de reportar es impensable sin que medie una distancia porque sólo se reporta aquello que está en otra parte. Ahora bien, con la introducción de las nuevas tecnologías, el concepto de distancia aplicado a las informaciones ha desaparecido: cualquier acontecimiento, ocurrido en cualquier lugar del mundo, puede ser abordado sin que sea necesario desplazarse físicamente hasta el lugar donde ocurra. Los reporteros enviados a cubrir la Guerra del Golfo Pérsico en 1991fueron los primeros en la historia del periodismo en experimentar este hasta ese momento desconocido escamoteo de la distancia; confinados en un hotel de El Cairo (es decir, de ninguna manera en el Golfo Pérsico, lugar donde se desarrollaban los acontecimientos), “reportaban” lo que la televisión en directo les traía, a ellos y a todos los telespectadores y reporteros del mundo entero, que de esa manera no habían tenido la necesidad, estos últimos, de efectuar un desplazamiento innecesario: ¿para qué viajar hasta El Cairo, Egipto, si lo mismo podía ser visto desde Cali, Colombia, lugar de mi residencia y de mi trabajo? 9. En segundo término, Londres venía en barco. Semejante forma de movilizarse, exótica en nuestros días, ofrecía en aquel entonces la posibilidad al reportero de trabajar su material con lapsos de tiempo considerables. Es cierto que buena parte de los reportajes de aquel entonces se remitían a través del telégrafo (A. Londres también lo había hecho con reportajes anteriores) 10; (no olvidemos que el sentido literal de esta palabra es “escritura desde lejos”), pero, aparte de que A. Londres pensaba no
fragmentar el reportaje en artículos, como antes lo había hecho con los otros reportajes antes de convertirlos en libro, y más bien sólo escribir un libro unitario, la naturaleza de la información que había recopilado en China la había guardado celosamente, inclusive frente a su hija, Florise Londres, depositaria de sus confidencias más íntimas. El hecho es que un viaje en barco –Shanghai-Marsella aún en nuestra época no dura pocas semanas; ni qué pensar en 1932—después de haber acopiado la información fundamental permitía al reportero un tiempo para la maduración de sus análisis diametralmente opuesto a la consecuencia obvia de la desaparición de la distancia anotada en líneas anteriores: la desaparición del tiempo. Porque si la distancia no existe, tampoco existe el tiempo, que es su contraparte lógica 11. La duración del recorrido de toda distancia se mide en unidades de tiempo, que no pueden ser aplicadas si no hay distancia que recorrer. La simultaneidad entre los acontecimientos y su narración en forma de reportaje (o en cualquiera otra) trae como consecuencia no sólo la desaparición de la distancia sino también la del tiempo. Los efectos de esa doble desaparición (del espacio, en provecho de la inmediatez, y del tiempo, en provecho de la simultaneidad) en la forma de percibir la realidad son graves pues cambian de manera radical los parámetros con los cuales hemos entablado tradicionalmente las relaciones con la realidad en las sociedades occidentales 12. En tercer lugar hay que resaltar el hecho de que A. Londres había permanecido varios meses en China recogiendo la información que requería. Esta disposición de tiempo, que de alguna manera confluye en el mismo problema señalado renglones arriba, antagoniza con la precaria disposición de tiempo que dispensa el ritmo acelerado de producción de las informaciones en esta época neoliberal en la que prima la maximización de los rendimientos sobre cualquier otro aspecto 13. Un Albert Londres quedándose durante varios meses en un lugar remoto mientras recoge información para un reportaje es totalmente impensable hoy en día cuando los procesos de fabricación de las informaciones se producen bajo la tiranía de los plazos vertiginosos. 5. Es pertinente para este trabajo reseñar que el término “reportar” fue aceptado por la Academia Francesa (fue la primera entidad oficial en hacerlo) en el año de 1879 14 y que Victor Hugo (1802-1885), el considerado más grande escritor de la historia francesa, se vio rechazar por su editor el título “Reportages” al libro de crónicas que en adelante y póstumamente pasó a llamarse “Choses Vues” (“Cosas Vistas”). Los dos hechos son significativos para señalar cómo sólo hacia finales del siglo diecinueve el reportaje estaba intentando adquirir una especie de carta de ciudadanía, negada hasta entonces quizás porque las condiciones históricas en las que este género habría de nacer y prosperar no estaban suficientemente maduras. Fue necesaria la confluencia estructural de muchos factores para que el reportaje como género apareciera hacia finales del siglo diecinueve y comienzos del veinte, y le fuera reconocida en consecuencia una identidad, entre los cuales podrían ser citados escuetamente los siguientes: a. Un fuerte expansionismo económico y político de las grandes potencias de la época (Inglaterra, Francia, Estados Unidos), que trajo consigo la necesidad funcional a sus fines de una fuerte implantación ideológica –reflejo históricamente constante de toda potencia política--. Si los dos primeros países basaban su expansión creciente en el perfeccionamiento perverso de los mecanismos de colonización ante todo en los países africanos y en el control político y militar de los países árabes, del subcontinente indio y de China, el último, en cambio, se apoyaba principalmente en la puesta en práctica de las doctrinas del libre comercio. Como sea, tal cual ocurre con los imperios que tratan de consolidar su poder, era necesaria una justificación ideológica que hiciera aceptables, inclusive para los dominados, las condiciones de sujeción que esa dominación creaba. En ese contexto, la prensa jugó un papel clave. b. Desarrollo intenso de las tecnologías de la información, con la implantación extensiva del telégrafo (el primer mensaje de Morse se produjo en enero de 1838) y del teléfono. Como toda innovación tecnológica, la invención del telégrafo y del teléfono apuntaló la distribución de las fuerzas del poder político y económico que se escenificaban en el campo de lo social. Estas dos innovaciones sólo podían beneficiar la consolidación de las jerarquías de poder que regían efectivamente. Tanto el teléfono como el telégrafo se insertaron de manera rápida en las prácticas productivas de la información en general (política, económica, financiera, etc.) y también, por supuesto, en la periodística. c. Un acelerado desarrollo del transporte terrestre con el tren. Este desarrollo, que va aparejado con el del telégrafo, se inscribía dentro de las políticas de expansionismo territorial y sus consecuencias obvias más inmediatas: el crecimiento del poder político, militar y económico. El transporte de mercancías por tren lubricaba
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los mecanismos de circulación de materias primas y de productos acabados, con lo cual la maquinaria de la doctrina económica que le daba sustento se fortalecía. Como lo dice contemporáneamente Paul Virilio: “Quien controla la velocidad, controla el poder” 15. d. El establecimiento de un sistema horario universal (Greenwich Meridiam Time) que corrigió las contradicciones en la apreciación de la duración de los transportes y del tiempo de la llegada de las informaciones según regiones ubicadas en meridianos diferentes, y un salto cualitativo importante en lo tecnológico que dio lugar, entre otras cosas, a la proliferación masiva y personalizada de los relojes 16. “El tiempo es oro”, fundamento de la doctrina lincolniana para las relaciones entre los hombres, puso, si puede decirse así, a todos los relojes sociales a la misma hora. e. Vulgarización relativamente amplia del uso de las técnicas fotográficas concebidas por Jacques Daguerre (1787-1851) a partir de los trabajos de Nicéphore Niepce (1765-1833) (con el Daguerrotipo –1839--, una imagen única podía ser reproducida sobre una placa) y por el físico inglés William Henry Fox Talbot (1800-1877) (el Calotipo –1841— permitía por primera vez una multiplicación masiva al apoyarse en el positivo y el negativo 17. f. Con base en el anterior nacimiento y desarrollo de las técnicas de la fotografía, aunado al también gradual pero rapidísimo perfeccionamiento mecánico de la imprenta, se genera un proceso de mejoramiento e industrialización de la fotomecánica y de las técnicas de impresión. g. Desarrollo de los medios de información con el aumento de los tirajes de los diarios hasta cantidades que en muchísimos casos rebasaban el millón de ejemplares. Aunque todavía bajo el influjo del “periodismo ideológico”, los diarios iniciaron su giro de trasatlántico hacia el “periodismo informativo” 17, operación que casaba bien con la idea de “objetividad” informativa que entonces comenzaba a prosperar. Sin embargo, las fronteras de uno y de otro periodismo han sido siempre flexibles, lo que explica, por ejemplo, que el primer gran reportaje de A. Londres, Au Bagne (“En el calabozo”), escrito dentro de los cánones del periodismo “informativo”, haya suscitado en Francia un intenso debate político e ideológico en torno a las condiciones de reclusión en las cárceles de la Guyane francesa –que era el tema central del reportaje--. h. Desarrollo de los grandes carteles de la información con el fortalecimiento de Reuter, Havas y AP, agencias informativas ligadas directamente a los poderes de las potencias dominantes en ese período (respectivamente, Inglaterra, Francia y Estados Unidos) 19. Como ha sido constante en la historia, todo poder en ejercicio trata siempre de homogenizar la información con el objeto de imponer al conjunto de la sociedad su percepción de los hechos que constituyen la realidad. Las agencias de noticias, al producir un mismo texto para diversos periódicos publicados en distintos países, ampliaban el radio de su percepción acorde con los intereses de la expansión de las sociedades en las cuales habían nacido. i. Una percepción romántica de parte de los ciudadanos pertenecientes a las grandes potencias europeas hacia las regiones del mundo apartadas de su entorno inmediato y de su experiencia cercana, que ************ favorecía la simpatía hacia el reporte de lo que allá ocurría. Por primera vez, los habitantes de los países más poderosos tenían tan al alcance de su mano lo que ocurría en lugares tan remotos y tan exóticos. Flaubert es, por ejemplo, un gran viajero, y esa condición lo hace más notable en su sociedad. j. Desarrollo de corrientes estéticas de carácter naturalista en la literatura y el arte, entre las cuales quizás la que más fuerza tenía en ese momento era la representada en las novelas de Emile Zola (1840-1902). Digamos de paso, a propósito de E. Zola, que esa traslapamiento de las etapas del periodismo –político, ideológico, informativo— se manifiesta también en la superposición de los roles de los individuos. Zola, por ejemplo, es, como se sabe, el gestor de uno de los hechos políticos más trascendentes de la historia de Francia con el célebre artículo J´accuse, escrito en el marco de lo que se llamó L´Affaire Dreyfus. k. Un fuerte desarrollo de la concepción individualista de la sociedad , de acuerdo a la cual priman los éxitos de cada cual como prueba de las bondades del sistema político-económico imperante. Ninguno de los elementos arriba reseñados brevemente podría ser considerado de manera aislada como determinante de la aparición y de la legitimidad social del reportaje. Todos ellos conforman una estructura en la que hay una codeterminación permanente y la que produce solidariamente un mismo efecto. Cuando A. Londres escribe su primer gran libro de reportajes (Au Bagne: “En el calabozo”, una serie de artículos que publica primero en diarios y luego reformula en forma de libro, todo escrito tras haber visitado las espantosas prisiones francesas de la Guyane), todas las condiciones enlistadas arriba se encuentran ya suficientemente evolucionadas para que el reportaje, personificado en este autor, tenga total aceptación social. No es el único, por supuesto, en hacer figura de héroe nacional 20, pero su caso tipifica bien la evolución del reportaje y la visión social que sobre esa actividad se
fue cristalizando. A. Londres es el reportero por antonomasia, y los años diez y veinte del siglo veinte constituyen la edad de oro del reportaje. 6. No puede olvidarse que Tintín, la tira cómica del creador belga Hergé que sentó los fundamentos sobre las cuales habría de levantarse luego todo el fenómeno cultural del comic, está basada principalmente en el personaje epónimo, un reportero que al mismo tiempo que cubre acontecimientos históricos particularmente significativos resuelve los conflictos policiales implicados. El gran desarrollo del reportaje como género, manifiesto en todos los grandes diarios en la primera mitad del Siglo XX, está sin duda en la base del éxito de los reportajes de Tintín. Por supuesto, no es el único factor determinante para el auge de la tira cómica de Hergé, pero su grado de incidencia es de tenerse en cuenta. 7. ¿Buenos viejos tiempos ya caducos? Albert Londres, el reportero por antonomasia, replicaba al director de un periódico, que le reprochaba no seguir la línea del periódico, que “la única línea que debe seguir un reportero es la línea del ferrocarril”. Y Paul Bowles, el escritor norteamericano que se erigió en el prototipo del escritor viajero, decía que “sólo los hombres de negocios debían tomar el avión; las personas que verdaderamente aman viajar se arreglan siempre para utilizar otro medio de transporte” 21. El viaje es duración. 8. El reportaje integra a sus dinámicas métodos propios de géneros adyacentes (el retrato, el perfil, la entrevista), de técnicas vecinas (investigación de campo propia de la Sociología), de géneros cosanguíneos (literatura, teatro, cine, documental). El reportaje es una máquina devoradora y asimiladora insaciable que hace suyos los procedimientos, las técnicas, los métodos originalmente pensados y elaborados para otros géneros, para otros campos, para otros contextos. El reportaje no se mueve dentro de linderos claramente trazados; sus límites son flexibles, sus horizontes móviles, sus fronteras elásticas, su piel pororsa. El reportaje funciona con una gramática abierta, es un Cubo de Ruby, construible en cada caso singular de su realización. Sus dispositivos actúan como en estallido, se reconfiguran, se adaptan. 9. Inspirándonos de cerca en lo planteado por Roman Jakobson acerca de las funciones del lenguaje 22, cuatro podrían ser las que caracterizarían al discurso informativo cuando adquiere la forma del reportaje. Hay, en primer término, una función referencial, en la medida en que habla de una realidad objetiva que le es exterior. En segundo lugar, se caracteriza por tener una función emotiva, ya que esas referencias a la realidad se encuentran teñidas por perspectivas ideológicas y por rasgos de la sensibilidad propios del periodista (o del equipo de personas) que produce el reportaje. Tercero, se encuentra una función metalingüística dado que hay un trabajo sobre el lenguaje. Hay, por último, una función que podría ser llamada analítica puesto que, en el intento por comprender la realidad a la cual hace referencia, el reportero introduce una dimensión argumental y lógica que quiere presentarse como un análisis del fenómeno reportado. No es la función analítica similar a la emotiva ya que ésta es la manifestación de una subjetividad (y como tal caracterizada por ser arbitraria, nacida del albedrío soberano de cada cual), mientras que la primera debe explicar racionalmente el hecho reportado. Ambas nacen de la actitud del reportero, pero mientras la emotiva sigue el curso que la emoción dicta, la analítica obedece esclavizada a la razón. El análisis no es sinónimo de subjetividad. 10. En los orígenes del reportaje se encuentra la necesidad industrial y política de cualificar el trabajo que tradicionalmente venía siendo realizado bajo el formato de la noticia (siempre escueta, telegráfica, seca) a través de textos de mayor envergadura y alcance que no solamente se contentaran con reportar acontecimientos ocurridos lejos del lugar de donde habrían de ser publicados sino que también utilizaran una escritura depurada, fina, efectista. En otras palabras, una escritura que tomara sus recursos de la escritura literaria, no sólo aquellos más evidentes (narrador, personajes, espacio, tiempo, acciones) sino también el cuidado estilístico, el conocimiento de las herramientas retóricas, un buen repertorio lexical, imaginación, etc. Ahora bien, la pérdida de credibilidad que sufren las agencias internacionales de información ante el público como consecuencia de su evidente toma de partido por las políticas adelantadas por los países en los que ellas habían nacido, conduce a algunos medios a desarrollar una política de información autónoma. Si las agencias,
que hasta entonces habían sido las encargadas de reportar la información de origen lejano, ya no eran confiables, había que, entonces, enviar periodistas propios a informar desde aquellos territorios distantes para que esa confianza retornara por la vía directa del medio mismo. Ahora bien, estos periodistas no se limitaban a esperar su llegada al sitio de destino sino que iban informando de las vicisitudes de su propio andar –que era forzosamente lento pues los medios de transporte no lo permitían de otra manera--. Con lo cual era inevitable que los acontecimientos, grandes y pequeños, se personalizaran. Los lectores ven los acontecimientos marcados por la visión personal y por el estilo propios de ciertos reporteros, los que comienzan a gozar ante el público de un prestigio y de un renombre notables. Ahora bien, si los grandes diarios se liberaban de esta manera de la dependencia de las grandes agencias informativas, al mismo tiempo se liberaban de la dependencia de las fuentes oficiales, principalmente de funcionarios de los ministerios de relaciones exteriores, únicas instituciones (agencias y fuentes oficiales) que hasta entonces se encontraban en capacidad de dar versiones sobre los acontecimientos ocurridos más allá de las fronteras donde tenían su sede –versiones que, por vocación inherente de las agencias y de las fuentes, no estaban interesadas en difundir puntos de vista que desafinaran frente al interés oficial--. 11. El reportaje va asociado, sin duda, con la evolución del periodismo. Los diarios, en un primer momento estrechamente relacionados con los grandes debates políticos y expresivos de una situación social conflictiva, pero de todas maneras muy cerrados en contexto inmediato, dan un paso cualitativamente distinto cuando asumen el reportaje como una nueva modalidad informativa. “En la profesión [de periodista], dice Pierre Assouline, se asiste [en 1923] a una ruptura. Los criterios de calidad se deslizaron de un género a otro. Al comienzo del siglo, los grandes periodistas eran talentosos polemistas, muy comprometidos [con las causas sociales](...). Brillantes, pero casi no se movían de sus escritorios. Después de la finalización de la guerra [1914-1918], la conmoción moral, la apertura del imperio y la confrontación internacional desplazaron un poco las prioridades. Los grandes periodistas son ante todo grandes viajeros, hombres de pluma y de terreno” 23. La internacionalización de los conflictos y de las sociedades y el intercambio que entre ellas se produjo fueron razones para que se produjera esta ruptura que, en cierto grado, fue también una mutación. 12. La mutación a la cual se hace referencia en el literal anterior exige de los reporteros una actitud particular, tan nueva como la forma de periodismo que entonces aparecía. El reportero debía ser alguien sensible a las realidades más ordinarias, pero al mismo tiempo más reveladoras de la condición humana; debía ser alguien también ajeno a los juegos de poder, crítico, externo a los intereses de poder. Para Albert Londres, hacer reportaje significaba: “mire el envés de la sociedad, mézclese con los hombres, devele los móviles de los poderosos, toque las heridas de los humildes; observe desde bastidores las tragedias del mundo y sus comedias, erre en las ciudades de cristal donde se ven los negociantes en sus oficinas, los obreros en sus suburbios, los curas en sus presbiterios, los politiqueros en sus corredores, los asesinos frente a la guillotina, los diplomáticos
presas del vértigo de la nada, y los grandes hombres en la miseria de su gloria.” 24 13. Las posibilidades de sobrevivencia del reportaje se reducen aún más si se piensa que el campo de las informaciones está supeditado al criterio de la actualidad inmediata, mientras que el reportaje requiere una cierta inscripción en un orden temporal relativamente largo. Este concepto de actualidad se ha pervertido hasta hacer de la chiva (anticiparse a los otros medios en la revelación del acontecimiento más recientemente ocurrido y supuestamente más importante) el modelo por excelencia de la información y, de esa manera, hacer “inclinar a los periodistas hacia la producción de una representación instantaneista y discontinua del mundo” 25. La actualidad como criterio informativo no es, sin embargo, forzosamente equivocado. Se trata de criticar un concepto de actualidad sin contexto, fast information, (con un sentido semejante al de fast food), relación de hechos desligados de toda explicación, mágicos, fragmentados, sin historia, arrancados de la situación que les da sentido, producidos todos para que sobrevivan escasamente en el breve lapso de vida que cada medio concede a sus informaciones. Los asuntos tratados como información por los medios pueden ser de actualidad, desde luego, pero en la mayor parte de las oportunidades esa actualidad es inferible de hechos ocurridos mucho tiempo atrás y no forzosamente de lo que ocurrió en las últimas veinticuatro horas o en la semana que acaba de terminar. El reportaje habla de acontecimientos de actualidad, es verdad, pero, de una parte, ésta no se encuentra determinada por lo que acaba de ocurrir; de otra, exige un tiempo de elaboración porque su estructura es una trama construida y no un hecho espontáneamente transvasado de la realidad. 14. Paul Virilio confirma nuestra hipótesis, según la cual la desaparición del espacio como derivación de las nuevas tecnologías conlleva la desaparición del reportaje: “la ‘literatura a largo término’26 se agotó al mismo tiempo que las distancias geográficas, con el efecto de encogimiento provocado por la aceleración de las técnicas de transmisión y de transporte” 27. 15. La suerte del reportaje parece ya echada en su contra por causa de la primacía de lo inmediato. Para P. Virilio, esa suerte está echada para toda la información: “...si simplemente se volviera a ese maelström de la información en el que todo cambia, se intercambia, se abre, se hunde, se desfonda, se raja, se levanta, se expande y finalmente se pierde al cabo de veinticuatro horas, y a partir de ahora mucho menos, en el instante mismo, se podría decir, cuando esa información surge en tiempo real, las veinticuatro horas del día, que aparece claramente que la duración es tan naturalmente enemiga de los medios como el agua del incendio...” 28. 16. Para los griegos, la presencia era esa condición natural, privilegio de algunos elegidos de los dioses, que, como si estuvieran iluminados por potentes faros de luz, se destacan en los grupos de personas. Los grandes personajes del teatro debían tener presencia, una especie de imponencia
física y moral que les destacaba mucho más en escena al duplicar la fuerza de su carácter de actores con la intensidad de su aspecto o de su condición ética. Hoy en día, en el reportaje son activados todos los dispositivos discursivos para provocar un efecto de presencia (que, de alguna manera, se prolonga en un efecto de recordación). Pero, a diferencia de los griegos, esta presencia contemporánea en el reportaje es artificial, resultado de una doble incidencia: por una parte discursiva (todos los recursos de la Retórica están a su servicio para magnificar lo minúsculo), por otra tecnológica (el manejo de la iluminación y de la cámara aisla y resalta detalles, asignando de esa manera significaciones deseadas). Cebrián, Mariano. Géneros informativos audiovisuales. Ciencia 3, Madrid, 1992. Jakobson, Roman. Ensayos de lingüística general. Ariel, Barcelona, 1984. 3 Wolfe, Tom. El nuevo periodismo. Anagrama, Barcelona, 1976. p. 18 4 Wolfe, Tom. Ibid, p. 20. 5 Wolfe, Tom. Ibid, p. 26. 6 Wolfe, Tom. Ibid, p. 21. 7 Sims, Norman. Los periodistas literarios. El Áncora editores, Bogotá, 1996, p. 17. 8 Sims, Norman. Ibid, p. 17. 9 Virilio, Paul. L’écran du desert. Galilée, Paris, 1991. 10 Buena parte de esta información sobre Londres ha sido tomada de Assouline, Pierre. Albert Londres. Vie et mort d’un grand reporter. Balland, Paris, 1989. También de la entrevista concedida amablemente por el señor Henri Amouroux, presidente de la Fondation Albert-Londres. 11 Hablo del tiempo transcurrido entre los hechos y su referencia discursiva. 12 Se desarrollará más adelante. Ver también Paul Virilio. La mchine de vision. Galilée, Paris, 1988. 13 A igual tensión temporal son sometidas las (desafortunadamente arcaicas) formas productivas de la artesanía, cuya duración de fabricación no entra como factor de determinación de valor. 14 Assouline, Pierre. Op. Cit. p. 70. 15 Concepto disperso en la obra de Paul Virilio. Ver “La perte du monde ou comment retrouver le corps propre”, in Cybermonde, la politique du pire. Textuel, Paris, 1996. 16 Attali, Jacques. Historias del tiempo. Fondo de cultura económica, México, 1985. 17 Le Monde Hebdomadaire (referencia perdida). 18 González, Julián. Entropía informativa y entornos biográficos. Universidad del Valle, Cali, 2001. 19 Boyd-Barret y Michael Palmer. Le traffic des nouvelles. Alain Moreau, Paris, 1981. 20 Algunos de los grandes reporteros eran también escritores reconocidos: Joseph Kessel, Eduard Helsy, Béradud, Louis Roubaud, Pierre MacOrlan. 21 Bowles, Paul. Mémoires d’un nomade. Seuil, Paris, 1999. 22 Jakobson, Roman. Op. Cit. 23 Assouline, Pierre. Op. Cit. p. 286. 24 Assouline, Pierre. Op. Cit. p. 354. 25 Bourdieu, Pierre. La télévision, le journalisme et la politique in Contre-feux 2. Raisons d’agir, Paris, 2001. 26 La expresión la toma Paul Virilio de Pierre Assouline en su biografía de Albert Londres ya citada y es equivalente a “reportaje”. 27 Virilio, Paul. “L’effet de rapetissement” in L’art du moteur. Galilée, Paris, 1993. 28 Virilio, Paul. Ibid. p. 75. 1
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SILO-VÉ, UN NIÑO ****************************************************
Por Gerylee Polanco y Luis Hernández
El
Diario del OjO
Durante tres meses, treinta y cuatro niños del sector de Ladera conocido como Siloé recibieron un taller de fotografía dirigido por el Club de Fotografía Ojo Rojo1. El taller que recibió el nombre de “Silo-vé, un niño” fue el proyecto ganador de la Beca Nacional de Artes Visuales del Ministerio de Cultura de Colombia en el año 2004. Este texto recoge algunos de los puntos de partida para su realización, su proceso y algunos puntos de llegada.
Subiendo la loma… Cali es una ciudad asentada sobre un valle y a la vez abrazada por una cordillera. Para los que se mueven por abajo y hacia el sur, la ciudad que sube por la montaña tiene un solo nombre: Siloé, un sector popular que en las noches resplandece como un pesebre, un intrincado panorama de casas en el aire, de callejuelas sinuosas e interminables escalinatas. Desde El Plan2, esta ladera se mira como un todo, sin embargo, arriba, todo se fragmenta y cada parte toma el nombre de un barrio: El Cortijo, La Estrella, Brisas de Mayo, Pueblo Joven, La Sultana, entre otros 15 más. Fue en este paisaje, donde convive lo rural con lo urbano, en este territorio desconocido y temido para muchos citadinos, donde se empezaron a escuchar los clicks de una cámara fotográfica. Lo usual sería recorrer las colinas empinadas, subir escalón por escalón y llegar a lo más alto de la ladera para hacer fotos de Siloé; lo usual sería arribar con la mirada forastera, con aire de fotógrafos y con pretensiones de reportería. Pero Ojo Rojo esta vez no pretendía tomar fotos, quería dar la oportunidad a otros… Aún más, quería indagar con la mirada de un grupo de niños. Así fue como nació Silo-vé, un niño, así fue como el barrio, sus casas y sus gentes se dejaron mirar por los ojos de sus niños.
Más que un juego de palabras El proyecto parte de la idea de animar a un grupo de niños a ser curiosos con sus ojos y sus palabras a través de la imagen fotográfica para que ellos dejen de ser consumidores y se conviertan en productores de textos e imágenes de su propia cotidianidad. En un mundo donde las espectaculares y vacías imágenes de los medios masivos de comunicación cubren con infinitas capas nuestra memoria, el relieve de las sensaciones de nuestro entorno inmediato agradece cualquier superficie donde pueda dejar la huella el detalle: en una fotografía. ¿Por qué niños? Quizás, porque en la temprana infancia nada tiene precedentes; se asiste al mundo por primera vez y ese ojo inquieto y fisgón todavía guarda la emoción de asomarse a la vida como a una ventana. Es entonces el momento preciso, preciado, para no dejar pasar esas visiones en lo cotidiano, para alentar a los niños no sólo a ver sino a explorar el hacer de la imagen. Tal vez Silo-vé, un niño sea un juego de palabras, pero tal vez sea algo más: la búsqueda de una mirada, de la mirada de unos niños, y en esa búsqueda nos preguntamos ¿qué hay en sus ojos? ¿Cómo serían unos días con cáConformado desde el año 2001 por profesores, egresados y estudiantes de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle. Hicieron parte del proyecto, José Kattan, Ángela María Osorio, Holanda Caballero, Juan David Velásquez, Rodrigo Ramos, Oscar Ruiz, Marcela Gómez, Ingrid Pérez, Julián Laguna, Claudia Losada, Santiago Lozano, Sofía Oggini, Camilo Santamaría, Luís Hernández, Gerylee Polanco, Éricka Flores y Carolina Barrera (estas dos últimas estudiantes de Psicología y Sociología respectivamente). 1
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Los habitantes de este sector llaman así a la parte baja de la ladera y por extensión a la misma ciudad.
Foto 1. Amigos de Barrio. Estas son Sandra, Luis y Pebecas...a ellos les gusta jugar a la fiesta, por eso tienen el gorrito de papel periódico en la mano, ¿si lo ve? Por Luis Alejandro Sandoval (10 años).
mara? Los niños tomaron aproximadamente 4000 fotos de las cuales hicimos una preselección: 350 fotografías sobre una gran mesa, frente a nosotros, nos dejaron sin aire y colmados de preguntas... Ahí estaba pasando algo. ¿Qué? La punta de iceberg, una revelación, algo oculto apareció de pronto: un niño, una cámara, unas palabras, unas imágenes. ¡Qué regalo! En el libro pudimos publicar sólo 68 fotos y una más: “Amigos de Barrio” (ver foto 1). Para que esta imagen ocupara la portada pasaron algunos días pues no lográbamos decidirnos en medio de material tan expresivo y emotivo. Descubríamos relaciones inesperadas entre las imágenes y las palabras, y tal vez por eso la escogencia de la portada, de manera sorpresiva y fascinante, vino del texto que acompaña la imagen: “Ellos son Sandra, Luis y Pebecas... a ellos les gusta jugar a la fiesta, por eso tienen el gorrito de papel periódico en la mano, ¿si lo ve?” Para cuando Alejandro, el autor de la foto, escribió estas palabras, el taller ya había finalizado y nos encontramos con la coincidencia entre el nombre que habíamos dado al proyecto y su expresión. La pregunta ¿si lo ve? refleja la preocupación de Alejandro por fijarnos en ese detalle, la cual conecta, a su vez, con nuestra inquietud inicial por saber qué pasaría si lo ve un niño. La respuesta no se hace esperar...
Mil uno. Mil Dos. Mil Tres. Mil cuatro. Mil cin………… Al Taller de formación en imagen fotográfica asistieron 34 niños sin falta. La madrugada del sábado no fue un obstáculo para ellos. Llegaban antes que nosotros… Los llamábamos a lista y uno a uno se enfilaban para entrar al sótano de la ACCR3, a ese espacio que hacía las veces de un misterioso y atractivo cuarto oscuro. Cada sesión estaba pensada para hacer aprehensible la fotografía sin caer en las complejidades técnicas. Nos enfrentábamos a un reto enorme: cómo enseñar lo que bien sabemos hacer. En un primer momento, “sus padres no podían creer que de un tarro salieran fotos. Eso era cosa de magia. Los procesos fotográficos contemporáneos están tan maquinizados que resulta cosa de magia descubrir los secretos artesanos de la primera etapa de la fotografía”4. ¡Sí, con un tarro de leche se pueden hacer fotos! La formación de la imagen al interior de un tarro fue comprensible cuando oscurecimos el salón de clases dejando un agujero en la ventana, así, la luz que entra proyecta en el interior de éste la imagen invertida del exterior: los niños veían lo que estaba pasando en la calle al revés, “patas arriba” decían y ellos pensaban que era 3 Asociación Centro Cultural La Red, una organización de base autogestionada por jóvenes del sector que fue nuestra aliada y cómplice para la realización del proyecto así como la Alianza Francesa de Cali. 4 Extracto del prólogo de Julián González en el libro “Silo-ve, un niño” (2005).
un video…“¿nos están engañando?” No, era cosa de magia…Y aún faltaba otros misterios por resolver: por qué esa imagen formada en el interior de la caja oscura se puede fijar en un papel fotográfico y cómo esa imagen latente se revela en un líquido químico. A partir de la comprensión del viaje de la luz comenzaron a hacer las primeras fotos y salieron retratos de cada uno: “este soy yo” decían señalándose en el papel fotográfico. Para lograr verse debían quedarse quietos como estatuas mientras el compañero destapaba el agujero del tarro y contaba mil uno, mil dos, mil tres, mil cuatro, mil cin........un conteo que parecía no tener fin pero necesario para dejar entrar la luz y fijar su imagen. Un segundo momento empieza con la entrega de una cámara, tal vez su primera y última: una Vivitar EZ Big View de color dorado, elemental, económica para nosotros, bella e inquietante para un niño en ese escarpado barrio plagado de encuentros inadvertidos. Dentro de un estuche de colores, en una chuspita plástica... Una cajita de pasta, una lente y un flash. Una luz, un destello, una broma, una chanza. La cámara era una pistola de luz, un destello para dejar ciegos y suscitar risas pasajeras. Un nuevo juego había nacido, unas nuevas “lámparas en mi barrio”: una lámpara para romper con la oscuridad.
¿Verdad que esta cámara me la va a regalar? Una vez más, en fila india, cada uno recibió su cámara y aquel estuche de colores fue abierto con vivacidad palpitante, “¿verdad que esta cámara me la van a regalar?”, preguntaron. “No, Foto 2. Mi sobrina Gissella Elinda caminando. te la tienes que ganar”. Dicha respuesta sólo podía provenir de Por Luis Fernando Montoya (9 años). nuestros prejuicios acerca del cuidado que lo niños tendrían al usarla. Para sorpresa nuestra ninguna cámara se extravió ni sufrió daño alguno. Este objeto de cuento de hadas en un sector como Siloé estaba dotado de magia: una lámpara de Aladino... El genio cada uno de los niños. Los impulsos fueron sus deseos y sus ojos; la riqueza de su talento sobrepasó el objeto y sus deseos concedidos. Al final del Taller nadie volvió a hacerse aquella pregunta. Una cámara había entrado a la casa....pronóstico reservado...una actividad sin precedentes –tomar fotos- empezaba a ser parte de las rutinas de sus hogares. Van a ser mirados y la privacidad publicada; hay algo ahí, una mirada que se va a salir. Los niños siempre han mirado, pero esta vez su mirada iba a ser valorada. La fotografía no es cosa de niños, cuidado... Que no es lo mismo un niño que un niño más una cámara. Los niños tienen el poder de fijar una sensación y ahora son autores de imágenes. La cámara parece ideal instrumento de su pulso, de su nivel. Algo misterioso hay en esta unión de un niño con una cámara fotográfica, pensamos en este encuentro y Silo-ve, un niño es una experiencia fértil. Meses después de haber finalizado el Proyecto, volvimos a la ladera y nos encontramos con que los niños todavía cargan su cámara, así no tenga rollo fotográfico.
Muy íntimo, muy personal Nosotros, los integrantes de Ojo Rojo, en tanto comunicadores sociales y fotógrafos, estamos formados y habituados a ver lo ajeno, a los otros. Tal vez resulta paradójico estimular a estos niños a fotografiar su vida cotidiana: hacer lo que nunca hemos hecho con la nuestra, esto es, crear un diario del ojo. Y ahí, ejercitando el ojo, escribiendo el diario ¿qué es lo fotografiado? Imágenes fuentes de lo íntimo, de lo personal... Tan intensas como anodinas. Los niños fotografiaron lo amado, lo cercano e inmedia-
to, en suma lo propio en contra de lo ajeno. No retrataron nada desconocido: tareas domésticas, animales, trabajos, objetos, las arquitecturas, los umbrales, las esquinas, los gestos de quienes hacen parte de su vida. ¿Se trata de un yo fotografiado? La fotografía titulada “Mi sobrina Gissella Elinda caminando” (ver foto 2), muestra en primerísimo primer plano los primeros pasos de la vida de esta pequeña y el temor de su padre al dejarla avanzar hacia el fotógrafo. El ojo de Luis Fernando en centésimas de segundos se debatió entre vivir ese momento tan suyo y fotografiarlo; pero él no tuvo dudas...hizo click y nos regaló para siempre a Gissella Elinda caminando. Es así como esta foto y todas las demás de Silo-vé, un niño revelan el vínculo emocional entre el fotógrafo y lo fotografiado, “importan y narran una historia tan personal como perecedera, a merced de la memoria que desata sus imágenes”5. El Proyecto terminó, había un libro, un documental y una exposición como productos finales de la beca; cada uno de ellos se empezó a promover independientemente -a veces en conjunto- y desde diferentes espacios llegaban voces alentadoras. La memoria de las imágenes de los niños excitaba aquella tranquilidad de haber concluido el Proyecto. Resultaron más preguntas que satisfacciones. Nuestro oficio como amantes de la fotografía fue superado por la fuerza y calidad de la expresión de treinta y cuatro niños. Algo inusitado tomaba forma: un niño más una cámara qué fertilidad puede empezar a engendrar... En una sociedad donde la imagen está planeada y concebida con altos intereses de mercado, el vacío empieza a ser la norma; sin embargo los niños realizan imágenes que comunican el alma de sus mundos. Silo-ve, un niño es apenas la entrada a un campo de problemas relacionados con la educación visual. En nuestro entorno docente aún tenemos el lastre de considerar las artes en la escuela como “manualidades” o “actividades extracurriculares; por eso nuestra idea a largo –larguísimo- plazo sería incluir en la agenda política educativa una estrategia que permita hacer de la educación visual un componente estructural del sistema educativo formal: hay el deber de instituir la pintura, el diseño, la escultura, el video y la fotografía en los currículos de la educación básica primaria y secundaría para desarrollar en los educandos competencias expresivas que les permitan adquirir habilidades para producir imágenes y para percibir la civilización de la imagen críticamente6. No obstante, la justificación de las artes visuales en la educación atraviesa razones pedagógicas, epistemológicas y filosóficas que aquí mismo no podemos ilustrar; lo que aquí nos convoca –por lo pronto- es una conspiración... ¿Acaso queremos cambiar nuestro sistema educativo centrado en los saberes académicos que privilegian la palabra y las ciencias? Tal vez sí... Sabemos de las pretensiones de esta idea pero no por eso dejamos de imaginar escuelas donde aprender a hacer y a ver imágenes sea tan importante como saber que uno más uno son dos.
Fotos
del
Por Julián González
laberinto
Fueron treinta y cinco niños. Nacieron entre 1989 y 1995. Viven en Siloé (Cali), el barrio de laderas que creció primero alrededor de la pequeña minería del carbón y luego se hizo más denso con una vigorosa oleada migratoria que empezó a finales de la década de 1930. Los niños se pasearon durante tres meses, cámara fotográfica en mano, por las calles empinadas de su barrio: avistaron los cuartos de sus casas, se hicieron a imágenes de sus familias, atraparon la risa burlona de sus amigos, registraron la mirada imperturbable de los perros y el jugueteo tierno de hermanos y primos; alguno se permitió el lujo de fotografiar hasta el cansancio a la niña que ama o al altarcito repleto de imágenes del Divino Niño justo al lado del televisor. Y cuando hicieron las pruebas con la cámara estenopeica (un tarro con un agujerito y papel fotográfico dentro), sus
5
ANSON, Antonio. Novelas como álbumes. Editorial Mestizo. España, 2000. Pág. 18.
6 Para profundizar en estos asuntos consúltese autores como Elliot W. Eisner, Arthur Efland, Jhon Dewey y Víctor Lowenfeld; también véase los enlaces LEA de la UNESCO.
padres no podían creer que de un tarro salieran fotos. Eso era cosa de magia. Los procesos fotográficos contemporáneos están tan maquinizados que resulta cosa de magia descubrir los secretos artesanos de la primera etapa de la fotografía. Quizás ningún arte como la fotografía consigue escenificar de una manera tan firme la mirada del que registra y el halo fantasmal de lo registrado. El dedo oportunista que hace click y el ojo que tantea luces y sombras inventan, dedo y ojo, la poética del instante. Y en él, en el instante, el fotógrafo despliega tanto de sí como del objeto que registra. Entonces la fotografía deviene huella doble: la de la presa y el cazador, la del verdugo y la víctima, la del papel y el escriba, la del mapa y el viaje. Las fotografías del proyecto SILO-VÉ, UN NIÑO sorprenden y desconciertan al principio, luego nos revelan señas de la mirada que las hizo y de la mirada que las mira. De esta manera, consiguen finalmente fascinarnos, porque desnudan y denuncian cuánto hay de mirada habituada y heredada en nuestra práctica de mirar fotografías. Las fotografías de SILO-VE, UN NIÑO nos revelan lo que tiene de impostura e imposición la mirada apresurada del que ojea fotografías. Tanto ver fotos de prensa y publicidad, tanto ver postales urbanas y cursilerías de almanaque, tanto ver carátulas fotográficas de libros y revistas, terminan moldeando la mirada y alambrándola. Estas fotografías hechas por niños, por niños de Siloé, obligan a una disposición completamente distinta: la pausada contemplación del que escucha una historia detallada y se adentra en un laberinto. El laberinto de los niños de Brisas de Mayo, la Sultana y Pueblo Joven, el lado occidental de la ladera, esa ladera que los del plan, los que vivimos abajo y afuera del barrio, llamamos Siloé. Para los afuerinos pasa inadvertido algo que estos niños fotógrafos revelan con lucidez: su barrio, el barrio, no es una totalidad a la que se pueda acceder desde afuera, esto es, no puede ser registrada como una única pieza. La vista externa del barrio desde la ciudad asfaltada y central, percibida como una unidad variopinta y diversa, es ilusoria. El barrio es más bien fragmento, lleno de bordes imprecisos cuyo sentido sólo puede advertirse desde adentro. Como los laberintos, cuya totalidad sólo se nos revela recorriendo sus tramas siempre fragmentarias y extrañas. Sólo el recorrido descifra el enigma. Y sólo en virtud de la vida pequeña de todos los días y sus recorridos, se revela la totalidad del barrio. Todas la fotografías, como fragmentos, ensamblan una gran foto-laberinto que es Siloé visto por estos niños, viajeros de nacimiento y fotógrafos precoces. Tres tipos de lugares aparecen en esta gran foto-laberinto de setenta fotografías. El primer tipo de lugar es el adentro o corazón del laberinto, que es la casa. La casa de los niños, de los vecinos, de los amigos. La casa es el centro vital y existencial de los pequeños fotógrafos. De la casa aparecen registros referidos a los espacios íntimos como el cuarto de los padres, sus propios cuartos, el baño; pero también aparecen los espacios sociales de la casa, como la sala, la cocina y los patios. El segundo tipo de lugar son las fronteras, esos espacios que separan el adentro y los diversos afuera. Es decir, entre la casa y los lugares externos hay una zona gris en que escenifica la frontera interna –la casa vista desde la puerta, desde la ventana, desde el andén- y la frontera externa, el borde exterior de la casa o el afuera visto desde adentro. Las fachadas, los andenes, los cercos y callejones que demarcan lotes, los pasadizos, los alrededor de la casa, hacen parte de las fronteras. Son el espacio del merodeador. Y el tercer tipo de lugar es el afuera, el territorio más lejano a la casa: los lugares de trabajo, los parquecitos de juego, las calles del barrio, el cementerio. Más allá está la ciudad otra, esa que suele representar a Siloé en dos registros que igual fascinan a los medios y a las clases medias: el registro monstruoso, el Siloé criminal; y el registro pastoril, el Siloé festivo, el pesebre florecido de luces decembrinas. Ambos registros confluyen en un único registro imaginario: Siloé es para ver de lejos, no para vivir de cerca. La que nos ofrecen estos niños es otra representación capaz de desafiar el registro convencional: a la versión roja-monstruosa y a la visión plateada-bucólica de Siloé, los pequeños fotógrafos responden con su Siloé biográfica.
Todas las fotografías de esta gran foto-laberinto consideran algún tipo de vínculo biográfico o personal del fotógrafo con el objeto, animal o persona registrada. Incluso aquellas pocas fotografías de objetos, entrañan señas biográficas fuertes, como la espléndida fotografía titulada Los niños Jesús de mi papá. En esta experiencia, la fotografía es un modo de atesorar recuerdos e instantes de vida, de fijar en papel presencias biográficas, hacerse a la luz y a las imágenes de los asuntos familiares. Por eso cuando les consultaron a los niños cuáles fotografías seleccionarían para su publicación y cuáles desecharían, se rehusaron a eliminar alguna porque todas consideran razones de vida que las justifican y valorizan: la de allá es la fotografía de una amiguita que quiero mucho, la de acá es la de mis hermanitos jugando en el sofá, esa es la de mi familia frente a la casa, aquella la de mis papás con sus perros. Para este viajero-fotógrafo nada se desecha, todo es souvenir y recuerdo de un destino. Y la cámara fotográfica es máquina de viaje, es el mecanismo que al mismo tiempo registra el instante y genera el mapa.
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Una manera particular de hacer fotografía, un modo de mirar que enlaza con el recorrido; más paseo y errancia que objeto y estancia, más trayecto que postal, más índice e indicio que documento. Las fotografías del laberinto son el arte y trucaje de estos niños que saben convertir en medallón la vida de todos los días. Ni la foto documento de los antropólogos, ni la foto denuncia de los periodistas, ni la foto docu-publicitaria de Bennetton, ni la foto social del fotógrafo de eventos, ni la foto-arte del artista, ni la foto postal del turista: foto biográfica del viajero, del bionauta, del que anda entre la vida de sus pares, de sus vecinos, de sus padres; del que camina las calles haciéndolas su casa. Habrá que aprender de estos niños esa manera de mirar, ese modo inadvertido de hacer arte y fotografía exquisita, esa forma de inventar imágenes que emergen como milagros y revelaciones, esa habilidad para descubrir platino mientras se revuelca la tierra, esa honestidad que desconcierta. Tenían intenciones prosaicas y pedestres: atesorar las cosas de la vida, registrar la vida de la casa y afirmar la casa entre las calles. Y fotografiando la vida común consiguieron hacerse al laberinto, sin alzar el vuelo, caminándolo bien adentro.
SILO-VÉ , UN NIÑO
SELECCIÓN DE FOTOGRAFÍAS
Jhonatan Jaramillo (9 años) Las primas mentirosas
Carlos Alberto Posso (12 años) Mi vecino miedoso Mi hermano y un vecino sentados en el tablón del frente de mi casa. Mi vecino estaba aferrado a mi hermano y tenía miedo de caerse del tablón. Mi hermano tiene 2 años de nacido y se llama Jhonatan, y mi vecino tiene 1 año y medio de nacido y se llama Daniel. Yo tomé la foto porque me gustó como quedó todo el paisaje y porque mi hermano me llamó y me dijo “Carlos una ‘oto’, una ‘oto’ ”, así me dice él.
Jander Leonardo Ortiz (10 años) Samuel cargando la cruz Me gustó porque es muy chévere aprender a trabajar desde pequeño y mi mamá dice que hay que aprender a defenderse de sí mismo y porque en las sombras había la imagen de alguien crucificado.
Diana Marcela Montoya (11 años) Los niños divinos de mi papá
Yedi Perafán (14 años) Peinando mí cabello Todos los sábados en el día salen las niñas a peinar su cabello en la piedra. Una de ellas espera a que su hermanita termine de peinar a su prima para que la peinen a ella. Nunca antes había visto como se peinaban las negritas.
Maicol AndrĂŠs Ruiz (10 aĂąos) Dos muchachas bailando reggeton
Yenny Carolina Valencia (10 aĂąos) Karen y Dana tienden la cama para acostarse para ver televisor
Lina Viviana Gómez (9 años) Mi hermano en sus gradas Mi hermano dice que la casa y todo lo que hay en la casa es de él. El televisor, el play y pues claro, con las gradas. Mi tío en cambio, dice que si él se llega a morir me deja la casa a mí, pero mi abuela dice que se la tengo que dar es a mi hermano porque es hombre. Mi abuela quiere más a los hombres que a las mujeres, porque dice que las mujeres se dejan preñar.
Dora Leydy Ortiz (11 años) Oscar en la tumba del papá La tomé porque me gustaba tener un retrato de Osquitar al lado de la tumba del papá.
Lina Viviana G贸mez (9 a帽os) Agua que corre por el cuerpo
al borde (Reportaje fotográfico) Por Ricardo Cruz
Las siguientes imágenes hacen parte de un recorrido que realicé en algunos barrios del sur occidente de Cali.
Su objetivo es dar una mirada a construcciones que están al borde del colapso, aquello que está a punto de derrumbarse y que hace parte de una ciudad que se expande caóticamente.
Aparte de éstas, encontré muchas otras imágenes interesantes.
En varios casos ni siquiera saqué la cámara: en primer lugar me parecía falta de respeto hacer registros sin autorización y, aparte de eso, sentía que desde alguna ventana podía ser observado por personas a quienes no les gusta que un extraño tome fotos al lugar donde habitan.
En este caso vemos un paisaje a través de la ventana de una pequeña casa. Debajo de la ventana, un barranco de unos 20 metros al cual la construcción y sus habitantes están a punto de caer…
La vivienda al borde del abismo y la destrucción es una buena metáfora de la vida en nuestra sociedad… Desde un punto de vista optimista se puede decir que muchas personas se esfuerzan para construir un presente y un futuro mejor…
La placa es un principio de orden. Sin embargo, desde otro punto de vista no tan positivo, se puede afirmar que a medida que pasa el tiempo las montañas del sur occidente de Cali empiezan a ser insuficientes para las invasiones, y en ellas serán cada vez más comunes las viviendas y los seres humanos al borde del colapso…