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Encendiendo fuegos

Marta Montero. Responsable Secretaría Técnica Programa Shamar-Escuelas del Cuidado
“La mente no es un vaso por llenar, sino una lámpara por encender”. Esta cita escrita por Plutarco, hace ya casi dos mil años, define de una forma extraordinariamente sencilla la esencia de la educación.

Muchos afirman que la principal misión de un docente es enseñar conocimientos: conseguir que los niños aprendan contenidos y procedimientos. Hasta aquí estamos llenando el vaso. Academias, videotutoriales, cursos on-line y hasta creadores de contenido en redes sociales pueden enseñar conceptos y destrezas. Enseñar, desde esta perspectiva, consiste en transmitir los conocimientos necesarios para un adecuado desempeño académico o profesional. Muchos docentes hacen de esta labor su cometido. Para ello preparan fabulosas clases magistrales donde el alumno suele ser un sujeto pasivo, preparado (o no) para engullir cuanto allí se cuente, con el fin de poder reproducirlo con la máxima exactitud posible en un examen. No cabe duda de que un gran número de docentes lo hacen de forma extraordinaria, pero solo enseñar, no es educar.

Si hablamos de la primera misión de un profesor daremos un paso más. El buen profesor muestra cómo aprender esos conocimientos. Se sigue llenando el vaso, pero ya se ha puesto una mecha susceptible de ser prendida. Aquí ya aparecen la personalización del aprendizaje y las metodologías. No todos nuestros alumnos aprenden del mismo modo, hay algunos más visuales, otros auditivos y otros más kinestésicos. De la misma forma, no todos tienen las mismas necesidades o requieren los mismos tiempos.

El buen profesor utiliza diferentes herramientas para adaptar y ajustar contenidos, materiales, tiempos y tareas, y piensa en cómo llegar a los diferentes alumnos de un grupo. Pone en marcha proyectos, situaciones de aprendizaje, utiliza cada vez más rutinas y destrezas de pensamiento, implica a su alumnado y le hace partícipe de su propio aprendizaje, genera grupos cooperativos, consciente de que el rendimiento de todos (también de los que presentan mayores dificultades) será superior.

El buen profesor es consciente de que la evaluación es más que una mera calificación. Trata de valorar el aprendizaje más allá de un examen, haciendo partícipes a sus chicos del proceso, ofreciéndoles la posibilidad de mejorar. Evita etiquetarles promoviendo un cambio de mentalidad fija en la que las aptitudes y el talento son algo innato y, por tanto, nada se puede hacer, a otra mentalidad de crecimiento en la que siempre es posible mejorar con el trabajo y los procesos adecuados, eliminando de esta forma creencias limitantes. Busca la forma de que el alumno sea crítico con su propio proceso de aprendizaje y reflexione sobre el mismo a través de la metacognición. El buen profesor es consciente de que no hay enseñanza si no hay aprendizaje. Va ajustando por prueba y error sus programaciones, actualiza e innova su metodología, comparte sus éxitos y fracasos con otros profesores, se implica en proyectos de centro y se sigue formando. Acaba extenuado, pero feliz de poder aportar crecimiento a sus alumnos y a su centro.

Pero aún se puede ir más allá. Un maestro es más que un docente, más que un profesor. La misión de un verdadero maestro es inspirar y obtener del alumno su máximo potencial. Ahí se enciende la lámpara. El buen maestro no solo se preocupa, sino que se ocupa de su alumnado. Atiende la parte emocional, busca la forma de empoderarle. Ser maestro va, por tanto, más allá de enseñar saberes; genera experiencias de aprendizaje, educa para la vida.

El educador, el verdadero maestro, valora a sus chicos tal y como son, es más, les ama precisamente por lo que son. Y desde ahí, les acompaña en su camino de crecimiento y madurez, dotándoles de herramientas para que puedan conseguir ser aquello a lo que están llamados a ser, más allá de sus circunstancias y limitaciones. Escucha lo que dicen y lo que callan, observa lo que a simple vista se ve y también lo que se trata de ocultar, tanto dentro como fuera del aula. Sabe leer e interpretar miradas tristes o despistadas, buscando la razón de que estén presentes, antes de enjuiciar sus actitudes. No se cansa de dar oportunidades, consciente de que es un sembrador de semillas de las que no verá siempre el fruto.

El buen maestro genera espacios de cuidado y buen trato, protegiendo a los que más lo necesitan. Sufre con ellos, se traga las lágrimas de impotencia y rabia ante la injusticia que tantos niños se ven obligados a soportar, buscando a veces desesperadamente soluciones y vías de salida. El verdadero educador acoge a cada alumno en su diversidad y hace que se sienta seguro y partícipe, escuchando en primer lugar lo que cada uno necesita, respetando sus derechos y ofreciendo experiencias de acogida, cooperación, compasión y bondad, como fundamentos del bienestar, porque sin bienestar no cabe el aprendizaje.

Y aún va más allá. Su palabra y, sobre todo su ejemplo, le dotan de liderazgo y autoridad moral ante sus alumnos. Solo desde esa posición se puede inculcar el servicio a los demás. Les permite experimentar que hacer felices a los demás, estar al servicio de quienes nos rodean, es el único camino que lleva a la felicidad plena.

El buen maestro inspira, nutre, infunde confianza y amor propio, eleva la autoestima, enciende la llama para que sea el propio alumno el que ilumine con luz propia.

El buen maestro, en definitiva, cuida de aquellos a los que se les ha encomendado, igual que el buen pastor (el Maestro con mayúsculas, Jesús) cuida de su rebaño.

Desde el Programa Shamar-Escuelas del Cuidado, Escuelas Católicas hace una apuesta firme para ayudar a los colegios y equipos de titularidad a impulsar una verdadera cultura del cuidado y buen trato. Una escuela samaritana cuya vocación e identidad impregna cada actuación más allá de los protocolos; se encuentra en la manera de relacionarse, de comunicar, de tratar a quien a ella se acerca. Una escuela que hace sentir a cada alumno, profesor y familia como en casa.

Escribió Eduardo Galeano: “El mundo es eso -reveló-. Un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende”.

Encendamos lámparas, avivemos fuegos, no vaya a quedar alguno apagado por no haber encontrado quien lo prenda.

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