El misterio de la agenda - ¡Recorré el libro!

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o i r e t s El mi enda g a a l de

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HÊlène Mo


Ă?ndice Descubrimiento ............................................................... 5 Encuentro ............................................................................ 52 Para los que quieren enterarse de todo ..................... 76


Hélene Montardre En el colegio, nosotras no usábamos agenda, sino un cuaderno de ejercicios: una libreta donde escribíamos los deberes y las lecciones a estudiar. ¡Nada de andar anotando ahí otras cosas ni de dejar que cualquiera escribiese algo! En ese entonces yo tenía una agenda, una libretita con tapas negras, dividida en semanas y días. Cada noche escribía en ella un renglón o varios; contaba mis secretos: una inicial para un nombre, un código para los lugares. Era una experiencia íntima, solitaria, indispensable. ¿Hacían lo mismo mis amigas? No lo sé. ¡Pero nos escribíamos! Cartas enviadas por correo o deslizadas entre las cosas de la vecina, notitas intercambiadas durante el recreo, un montón de mensajes que tejían entre nosotras una red sólida. Después dejé de escribir en las libretitas negras. Las reemplacé por grandes anotadores, sin división en semanas ni en días, apenas páginas en blanco para llenar: y las lleno… con las historias que escribo para los demás.


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A Élodie, y a Mathilde. A Elsa, y a Paulina, Ema, Carolina, Leti, Flo, Clara, Constanza, y Lorenzo, Bruno… A todas aquellas y a todos aquellos que dejaron su huella en una agenda.

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Descubrimiento

odo empezó el jueves 24 de febrero. Bruchet había faltado y, como después teníamos clase de historia, no podíamos irnos del colegio. Algunos aprovecharon para terminar tareas pendientes en el aula. Yo no tenía muchas ganas. Dije que tenía que preparar una exposición oral para la clase de Geografía ya que, en ese caso, uno tiene derecho a ir a la biblioteca. Y funcionó. Bruchet es el profe de Matemática. Aquel día debía tener un problema grave, porque no suele faltar. Por eso estábamos un poco descolocados y, la verdad, es que nadie tenía ganas de pasar una hora trabajando; ni con Matemática ni con ninguna otra cosa. Ese momento de libertad imprevista que nos caía encima tenía un perfume a vacaciones que había que aprovechar antes de que se evaporara. Un lugar que me gusta mucho en la biblioteca es la sala dedicada a las revistas. Está al final de la sala principal. Hay que tomar un pasillo muy corto para llegar hasta ahí, y eso ya alcanza para aislarla del resto. Tiene grandes ventanas que dan al patio, algunos sillones alrededor de


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una mesa baja, dos escritorios con sus sillas y revistas, por supuesto, clasificadas por temas y dispuestas sobre exhibidores y adentro de casilleros. Aquí uno no tiene la impresión de estar en el colegio, sino más bien en un living; quizás a causa de la mesa baja sobre la cual suele haber dos o tres revistas desparramadas. Había dejado mis cosas en la sala principal, había agarrado un libro de Geografía al azar y había empezado a hojearlo sin prestarle atención. Me aburría de lo lindo y tenía la impresión de que esa hora no se iba a terminar jamás. Casi empezaba a extrañar a Bruchet. Para ocupar el tiempo, me levanté, agarré una carpeta y una birome, y me fui con indolencia hacia la sala de las revistas, con la excusa de que tenía que investigar sobre un tema. Crucé el pasillo y de inmediato tuve la impresión de estar en otra parte. El sol iluminaba el suelo y la sala estaba vacía. Yo era el único ocupante del lugar y tuve la impresión de que ese sitio había sido creado únicamente para mí. Avancé algunos pasos. Es curioso cómo hoy me acuerdo de ese instante, un poco como si se tratara de una película cuyas imágenes se hubieran grabado en mi cerebro. Pero no era una película, solo era yo, Jeremías, doce años casi trece, alumno de quinto B del colegio Albert Camus 1 y, cuando vuelvo a pensar en ese momento, sin duda es a mí a quien veo; es el ruido de mis pasos sobre el suelo el que escucho, y vuelvo a sentir el delicioso sentimiento de soledad que experimenté entonces. Es tan raro estar solo en el colegio; estar solo y estar bien.


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Estaba apoyada sobre la mesa. Al principio, creí que se trataba de un libro y pensé: “Uy, un libro en la sala de revistas, qué raro, qué…”. Pero enseguida entendí que no se trataba de un libro. Era una agenda. Una agenda como las que tenemos todos. Uno las compra a principio de año diciéndose que es para marcar las lecciones y los deberes. En la práctica, se llenan con otra cosa: las fotos que uno le pega, los mensajes o los dibujos que unos y otros le garabatean, nuestros humores y nuestros enojos, nuestras ganas de reír… La agenda era gruesa. Muy gruesa. Su propietario o propietaria debía de haberle agregado un montón de cosas. Estaba forrada con un papel verde oscuro resaltado por un ribete dorado muy fino que rodeaba la tapa a un centímetro del borde, más o menos. Elegante. Era lo único que había sobre la mesa, un poco en diagonal, como si ese fuera su lugar. ¡Lo cual era imposible, por supuesto! Nadie deja su agenda por ahí. Me acerqué, extendí la mano. Di una mirada rápida a mi alrededor: estaba solo. ¡Mejor así! ¡Me habría sentido muy incómodo si me sorprendían haciendo lo que hacía! La abrí en cualquier parte. ¡Ufffffff! ¡Qué bárbaro! ¡Estaba llena, pero llena de verdad, eh! Había de todo y en todos los sentidos. Mensajes con tinta azul, roja, verde… corazones, flores, una guirnalda dibujada para rodear el conjunto, etiquetas que le habían agregado adornadas con mil motivos de colores… ¡Un auténtico revoltijo! “¡Esto tiene que ser de una chica!”. Fue lo primero que me vino a la mente.


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Y lo segundo fue: “¿De quién será?”. En ese instante escuché un ruido. ¡Venía alguien! Con un gesto rápido cerré la agenda y, sin saber demasiado por qué, en el mismo movimiento le apoyé mi carpeta encima. Creo que me daba vergüenza. No sabía qué me pasaba, pero no quería que me sorprendieran mirando las cosas de otro. Es verdad, habría podido hacer un chiste, decirle al que llegaba: “Mira, ¿te diste cuenta?, alguien se olvidó la agenda. ¿Quién será? ¿Qué crees? ¡Es gracioso, está tan llena que explota! Espera, quizás haya algo sobre ti aquí dentro…”. Nos habríamos inclinado juntos sobre las páginas, nos habríamos divertido, la hora habría pasado a toda velocidad y no habría ocurrido nada… En vez de eso, me pegué a la mesa para tapar lo que había encima y ver quién iba a entrar. Era una chica, una de cuarto a la que conocía de vista. Cuando se dio cuenta de que la sala estaba ocupada, hizo una pausa. Seguramente ella también tenía ganas de estar sola. Yo dije, un poco tontamente: —Ya terminé… Atraje la agenda y la carpeta hacia mí, de manera que la agenda quedase pegada a mi cadera y bien disimulada atrás de mi carpeta. Ella dijo: —Hay lugar para los dos. Yo repetí: —Ya terminé. Me dirigí rápido hacia la puerta. Tenía la sensación de


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haber cometido un robo y me decía que esa chica iba a darse cuenta, que me iba a detener, algo así como: “¡Eh, un momento! ¿Qué es eso que tratas de esconder atrás de tu carpeta? ¿Piensas que no vi el truquito?”. Pero no. Logré franquear los pocos pasos que me separaban de la salida con un aspecto de lo más desenvuelto y sin que se me cayera la agenda de tapas verdes con dorado, ¡lo cual fue todo un logro! Sentía la mirada de la chica clavada en mi nuca. Yo debía parecerle un poco raro, pero qué me importaba lo que ella pensara. Cuando entré en la sala principal de la biblioteca, me zumbaban los oídos y me ardía la nuca. Volví a mi mesa junto a los libros de Geografía, hice como quien guarda la carpeta en su mochila y, al mismo tiempo, dejé que la agenda se deslizara hasta el fondo. ¡Uf! Nadie me había visto. De golpe, me sentí mejor.

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speré la tarde, el momento en que estoy solo en mi cuarto y bien tranquilo, para sacar la agenda de mi mochila. Lo sé, fue algo idiota. En mi casa no tienen la costumbre de andar espiando todos mis movimientos y habría podido hojearla directamente al volver del colegio. Pero no tenía ganas. No tenía ganas de responder una eventual pregunta, hecha incluso con discreción: “¿A ver, qué es eso?”. No tenía ganas de arriesgarme a una advertencia: “¿No tienes nada más útil que hacer?”. Como si conocieran mi horario mejor que yo…



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