Frutas de estación 1
Hans Christian Andersen • Horacio Quiroga • Raúl González Carla Dulfano • Cecilia Larese Roja • Ema Wolf • Franco Vaccarin i María Martín • Elsa I. Bornemann • Edgar A. Poe
ÍNDICE El traje nuevo del emperador ..........................................4 Las medias de los flamencos..................................... ... 12 La unión hace la fuerza............................. .....................22 La máquina del tiempo ...................................................27 Naranja y celeste .............................................................32 Nabuco ...............................................................................37 Ven Jarrón, el mago más peligroso del mundo .........48 Noticias del río .................................................................58 El titiritero .........................................................................64 El retrato ovalado .............................................................73
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EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR
HANS CHRISTIAN ANDERSEN Hans Christian Andersen nació en Dinamarca, en 1805. Su padre era zapatero y su madre lavandera. Desde muy pequeño mostró gran imaginación, la que fue estimulada por sus padres. Era un gran lector y admiraba la obra de Shakespeare. En su juventud fue cantante de ópera y trabó amistad con varios músicos. Era un viajero empedernido y colaboró en algunos periódicos con impresiones de sus viajes. Escribió numerosos cuentos infantiles, poemas, y algunas novelas y obras de teatro. Sus cuentos más famosos son “El patito feo”, “El traje nuevo del emperador”, “El soldadito de plomo”, “El ruiseñor” y “La sirenita”.
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ace muchos años había un emperador tan preocupado por su vestimenta y elegancia, que gastaba toda su fortuna en trajes. No le importaban sus ejércitos, ni le gustaba el teatro o salir de paseo por el campo, a menos que esto le permitiera lucir sus nuevos vestidos. Tenía un traje distinto para cada momento del día, y así como suele decirse de un gobernante: “Está en su despacho”, de este emperador siempre se decía: “Está en el vestidor”. La ciudad en la que vivía era muy alegre y animada. Solían llegar hasta ella numerosos viajeros, y en una oportunidad se presentaron dos extraños que se hacían pasar por tejedores, y aseguraban que podían crear telas increíbles y únicas. No solamente los colores y los diseños eran bellísimos, sino que todas las prendas hechas con esas telas tenían la virtud de ser invisibles para aquellos que no eran buenos en lo suyo o que sencillamente eran tontos. —¡Deben de ser trajes magníficos! —pensó el emperador—. Si los tuviera, podría saber de inmediato qué funcionarios de mi reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir a los inteligentes de los tontos. Ya mismo empezarán a tejer esa tela.— Y ordenó pagar a los dos hombres un buen adelanto en monedas de oro, para que pusieran manos a la obra al instante. Ellos armaron un telar y simularon trabajar; pero en realidad no había nada en la máquina. Pidieron que les suministraran las sedas más delicadas y el oro de mayor calidad, que se guardaron, mientras hacían como
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El traje nuevo del emperador
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si trabajaran en los telares vacíos hasta muy tarde por las noches y desde muy temprano por las mañanas. “Quisiera saber si la confección de la tela avanza”, pensó el Emperador. Pero había un tema en todo este asunto que lo preocupaba: un hombre tonto o inepto para su cargo no podría ver la tela. No es que dudara de sí mismo, en eso estaba tranquilo; pero por las dudas, prefería mandar primero a algún otro, para asegurarse de cómo andaban las cosas. Todos los ciudadanos estaban al tanto de la particularidad de aquella tela, y se sentían ansiosos por saber si sus vecinos eran tontos o ineptos. “Enviaré a mi ministro más antiguo a que visite a los tejedores”, pensó el emperador. “Es el hombre más indicado para juzgar las cualidades del paño, ya que tiene capacidad y nadie desempeña mejor que él su tarea”. El anciano ministro se presentó entonces en la sala ocupada por los dos estafadores, que continuaban su labor en los telares vacíos. “¡Que Dios me proteja!”, pensó en su interior, y abrió los ojos todo lo que pudo. “¡No logro ver nada!”. Sin embargo, no pronunció ni una palabra. Los dos tramposos lo invitaron a acercarse y le preguntaron si los colores y diseños no le parecían magníficos. Señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, sin poder ver nada, porque nada había. “¡Dios mío!, pensó. ¿Soy un tonto acaso? Nunca lo hubiera creído, nadie lo debe saber. ¿Es posible que no sea capaz de desempeñar mi cargo? No, por supuesto que no puedo decir que no he visto la tela”.
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—¿Entonces? ¿Su Excelencia no dice nada del paño? —preguntó uno de los tejedores. —¡Es maravilloso, bellísimo en verdad! —respondió el anciano mirando a través de sus lentes. ¡Qué diseño tan colorido! Desde ya, le diré al emperador que me ha gustado muchísimo. —Eso nos da una gran alegría —respondieron ambos, y comenzaron a mencionar los colores y describir el original diseño. El ministro tuvo mucho cuidado de recordar de memoria las explicaciones para poder repetirlas al emperador. Y así lo hizo. Los estafadores le pidieron más dinero, seda y oro, necesarios para continuar el trabajo. Todo fue a parar a sus bolsas, ya que ni un hilo se empleó en el telar, y continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías. Poco tiempo después, el emperador mandó a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela y averiguar si estaría pronto terminada. Pero a este le pasó lo mismo que al primero; miró y miró, pero no vio nada, pues nada había en el telar. —¿No es cierto que es una hermosa tela? —preguntaron los dos estafadores, señalando el paño y explicando el delicado diseño que no existía. “Yo no soy tonto, pensó el hombre, pero mi puesto no lo arriesgo, sería un terrible problema. Nadie debe darse cuenta”. Y elogió de mil maneras la tela que no veía, y exageró su entusiasmo por los bellísimos colores y el complicado diseño. —¡Es algo admirable! —le dijo al emperador.
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Todos los habitantes de la ciudad hablaban de la maravillosa tela, a tal punto que el emperador quiso verla por sí mismo antes de que la sacaran de la máquina. Acompañado de una cantidad de ilustres personajes, entre los que se encontraban los dos funcionarios mentirosos, fue hasta la casa donde estaban los farsantes, que continuaban tejiendo con todo su entusiasmo, aunque sin trama ni urdimbre. —¿No es algo admirable? —preguntaron los dos dignatarios—. Fíjese Su Majestad en estos colores y estos diseños —y señalaban el telar vacío, seguros de que todos los demás veían la tela. “¡Caramba!”, pensó el emperador. “¡No veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Es que soy tan tonto? ¿Será que no sirvo como emperador? ¡Qué horror!”. —¡Sí, es muy hermosa! —dijo—. Me gusta, está aprobada.— Y fingiendo agrado miraba hacia el telar vacío, sin querer admitir que en realidad no veía nada. Todos los miembros de su séquito miraban y volvían a mirar, pero ninguno veía nada; sin embargo, todos exclamaban como el emperador: —¡Pero qué hermoso! —y le sugerían que estrenara el traje confeccionado con aquella tela en la procesión que debía celebrarse muy pronto. —¡Es preciosa, y tan elegante…! —la frase corría de boca en boca, y todo el mundo parecía encantado con la tela. El emperador entregó una condecoración a cada uno de los farsantes, y los nombró tejedores de la corte. Durante toda la noche anterior al día de la procesión,
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los dos mentirosos permanecieron en pie, con numerosas lámparas encendidas, para que la gente creyese que trabajaban en la confección del traje nuevo del emperador. Simularon quitar la tela de la máquina, cortarla con unas tijeras enormes y coserla con agujas sin hilo. Cuando acabaron, dijeron: —¡Finalmente, el traje está terminado!