Frutas de estación 2 Jacob y Wilhelm Grimm • Gustavo Roldán • Don Juan Manuel Claudia Czerlowski • Silvia Schujer • Fernando Sorrentino • Saki Ana María Shua • Olga Drennen • Albana Morosi
ÍNDICE El sastrecito valiente (Jacob y Wilhelm Grimm)........................ 5 El zorro y las nubes (Gustavo Roldán) ................................... 18 Ejemplos del Conde Lucanor (Don Juan Manuel) ................. 22 Querida vecina (Claudia Czerlowski) ........................................ 26 Preciosaurio (Silvia Schujer) .................................................... 32 Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (Fernando Sorrentino)............ 38 El narrador de cuentos (Saki) .............................................. 44 Monstruos (Ana María Shua) .................................................... 54 El viaje (Olga Drennen) ..............................................................64 Un mosquito del futuro (Albana Morosi)................................. 72
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EL SASTRECITO VALIENTE
JACOB Y WILHELM GRIMM Jacob Ludwig Karl Grimm (1785-1863) y Wilhelm Karl Grimm (1786-1859) eran dos hermanos nacidos en Alemania, que tenían como profesión el estudio de la literatura y el folclore. Recorrieron su país y fueron hablando con los campesinos, con las vendedoras de los mercados, con los leñadores, para aprender de ellos. Interrogaban a la gente, les pedían que bucearan en su memoria en busca de los cuentos que les contaban de pequeños, y tomaban notas. Así recogieron muchas historias y las recopilaron en Cuentos para la infancia y el hogar, dos volúmenes aparecidos entre 1812 y 1815. La colección fue aumentada en 1857, y a partir de entonces se la conoce como Cuentos de hadas de los hermanos Grimm.
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n una mañana de verano, estaba un joven sastrecito sentado frente a la mesa, junto a la ventana. Risueño y de buen humor, trabajaba entusiasmado en su costura. Por la calle una campesina gritaba: —¡Rica mermelada, vendo! ¡Rica mermelada, vendo! Esta frase sonó como música en los oídos del joven, y asomando su pequeña cabeza por la ventana, la llamó: —¡Eh, amiga! ¡Sube, que aquí te aliviaremos de tu mercancía! Cargando su pesada cesta, subió la muchacha la escalera que llevaba hasta la casa del sastrecito y tuvo que abrir y mostrarle todos los frascos que traía. El muchacho los inspeccionó uno por uno acercándoles la nariz y, por fin, dijo: —Esta mermelada parece buena; así que pésame un cuarto kilo, muchacha, y si te pasas un poco, no vamos a pelearnos por eso. La mujer, que esperaba una mejor venta, le dio lo que pedía y se marchó malhumorada y refunfuñando. —¡Vaya! —exclamó el sastrecito, frotándose las manos— ¡Que Dios bendiga esta mermelada y me dé salud y fuerza! Y sacando el pan del armario, cortó una gran rebanada y la untó a su gusto. —Parece que no sabrá mal —se dijo—, pero antes de probarla quiero terminar este saco. Dejó el pan a su lado y continuó la costura, tan contento que las puntadas le salían cada vez más grandes. Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía
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del pan subía por las paredes, donde las moscas se amontonaban atraídas por el olor, hasta que acabaron bajando en multitudes. —¡Eh! ¿A ustedes quién las invitó? —gritó el sastrecito, tratando de espantar a tan indeseables huéspedes. Pero las moscas, que no entendían su idioma, no solo no le hacían caso sino que volvían a la carga en grupos cada vez más numerosos. El sastrecito acabó perdiendo la paciencia. Enojado, tomó un pedazo de paño y exclamando: —¡Esperen, yo mismo voy a aplastarlas! —golpeó sin misericordia. Al retirar el paño y contarlas, vio que había aniquilado a siete. —¡Qué grande soy! —se dijo, admirado de su propio valor—. La ciudad entera tendrá que enterarse de esto. Rápidamente, el sastrecito cortó un cinto a su medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras: “Siete de un solo golpe”. —¡La ciudad es poco! —añadió—. ¡El mundo entero sabrá de esto! Y estaba tan contento que el corazón le latía como loco. Se ajustó el cinto y se dispuso a salir por el mundo, convencido de que su taller era demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse, estuvo buscando por toda la casa a ver si encontraba algo que le sirviera para el viaje; pero solo encontró un pedazo de queso que se guardó en el bolsillo. Justo frente a la puerta, vio un pájaro que se había enredado en un arbusto, y también se lo guardó en el bolsillo para que
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acompañara al queso. Luego se puso valientemente en camino, y como era ágil y delgado no se cansaba nunca. El camino lo llevó por una montaña y, cuando llegó a lo mas alto, se encontró con un gigante que estaba allí sentado pacíficamente. El sastrecito se le acercó y le dijo: —¡Buenos días, camarada! ¿Estás contemplando el ancho mundo? Por él me voy yo, precisamente ahora, a probar suerte. ¿Quieres venir conmigo? El gigante lo miró con desprecio y dijo: —¿Contigo, mequetrefe miserable? —Muy bien —contestó el sastrecito y, desabrochándose la chaqueta, le enseñó el cinturón—. ¡Aquí puedes leer qué tan mequetrefe soy! El gigante leyó: “Siete de un solo golpe” y, pensando que se trataba de hombres vencidos por el sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos, decidió ponerlo a prueba. Agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas de agua. —¡A ver si puedes hacerlo —dijo—, ya que eres tan fuerte! —¿Eso es todo? —contestó el sastrecito— ¡Es un juego de niños! Y metiendo la mano en el bolsillo, sacó el blando queso y lo apretó hasta sacarle jugo. —¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece? El gigante no supo qué contestar, apenas podía creer lo que veía. Entonces tomó otra piedra y la arrojó tan alto que se perdió de vista.
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—A ver, hombrecito, si puedes hacer algo parecido. —Un buen tiro —dijo el sastrecito—, pero la piedra volvió a caer a tierra. Yo voy a arrojar una que jamás regresará. Y metió la mano en su bolsillo, tomó el pájaro y lo lanzó al aire. El pájaro, feliz de verse libre, alzó el vuelo y ya no volvió. —¿Qué te pareció este tiro, camarada? —preguntó el sastrecito. —Reconozco que sabes tirar piedras —admitió el gigante—. Pero ahora vamos a ver si puedes soportar una carga digna de este nombre. Llevó al sastrecito hasta un inmenso árbol que estaba derribado en el suelo y le dijo: —Si de verdad eres tan fuerte, ayúdame a sacar este árbol del bosque. —Con gusto —respondió el sastrecito—. Tú carga el tronco al hombro y yo cargaré la copa, que es lo más pesado. El gigante cargó el tronco en su hombro y el sastrecito se acomodó sobre una rama; como el gigante no podía darse vuelta, tuvo que cargar con el árbol y también con el sastrecito. Este iba de lo más contento allí detrás, silbando una canción, como si cargar árboles fuese un juego de niños para él. El gigante, después de arrastrar un buen rato la pesada carga, no pudo más y gritó: —¡Escucha, tengo que soltar el árbol! El sastre saltó rápidamente al suelo, sujetó las ra-
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mas con los dos brazos, como si lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo: —¡Tan grandote y ni siquiera eres capaz de cargar un árbol! Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante tomó las ramas donde colgaban las frutas maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso al alcance del sastrecito, invitándolo a comer las frutas. Pero el joven era demasiado débil para sujetar todo el árbol y, en cuanto el gigante lo soltó, volvió la copa a su primera posición, arrastrando consigo al sastrecito por los aires. Cayó al suelo sin lastimarse y el gigante le dijo: —¿Cómo puede ser? ¿No tienes fuerza para sujetar este arbolito enclenque? —No es que me falte fuerza —respondió el sastrecito—. ¿Crees que esto sería difícil para un hombre que mató a siete de un solo golpe? Salté por encima del árbol porque hay unos cazadores allá abajo disparando contra los arbustos. ¡Haz tú lo mismo, si es que puedes! El gigante lo intentó pero no pudo pasar por encima del árbol y se quedó colgado entre las ramas; de modo que, también esta vez, el sastrecito se llevó la victoria. Entonces dijo el gigante: —Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra casa y pasa la noche con los demás gigantes. El sastrecito aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna, encontraron a varios gigantes sentados junto al fuego: cada uno tenía en la mano un cordero asado que estaba comiendo. El sastreci-
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to miró a su alrededor y pensó: “Esto es mucho más grande que mi taller”. El gigante le mostró una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama era demasiado grande para el sastrecito; así que, en vez de acomodarse estirado en ella, se acurrucó en un rincón. A medianoche, el gigante pensó que su invitado estaría profundamente dormido, así que se levantó y, empuñando un barrote de hierro, descargó un terrible golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse con la seguridad de que se había deshecho para siempre del jovencito. A la mañana siguiente, los gigantes, sin acordarse ya del sastrecito, se marcharon al bosque, cuando de pronto lo vieron muy alegre y tranquilo corriendo tras ellos. Los gigantes se asustaron y, pensando que iba a matarlos a todos, huyeron, cada uno por su lado. El sastrecito continuó su camino. Tras mucho andar, llegó al patio de un palacio real, y como se sentía muy cansado, se echó a dormir sobre la hierba. Mientras estaba durmiendo, se le acercaron varios hombres, lo observaron por todas partes y leyeron la inscripción en el cinto: “Siete de un solo golpe”. —¡Oh! —exclamaron— ¿Qué hace aquí, en tiempos de paz, tan terrible hombre de guerra? Sin duda, será algún señor muy poderoso. Corrieron a dar la noticia al rey y le dijeron que en su opinión sería un hombre extremadamente valioso en caso de guerra y que no debían perder la oportunidad de ponerlo a su servicio. Al rey le gustó la idea