Estosdías 669

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S ignos

a la corrupción pública y a esos privilegios devastadores es, también, de las más lucrativas y utilitarias, de las menos solidarias con sus trabajadores, y de las que menos pagan y más abusan de los derechos laborales; y que su crecimiento inversor, en general -tan desregulado y libertino, como la complicidad política que lo ha prodigado y tanta descomposición urbana, ambiental y social ha estimulado en sus alrededores-, ha procurado más rezagos y males sociales -tantos como la inmigración y la colonización incontinente de la pobreza-, que aportes y dividendos tributarios para el bienestar y el verdadero desarrollo.) De modo que sí: la empresa turística del Caribe mexicano es la más importante del país y es fundamental en la economía de Quintana Roo, sin duda. Lo es, del mismo modo que, así como no hay empresario que no piense primero en sus ganancias -al menor costo y con menos nómina- que en favorecer el empleo (es la lógica del Yo y de la propiedad privada), también en el Caribe mexicano hay excepciones que confirman la regla de los capitales que se benefician más de la corrupción del poder público y de la explotación laboral, que de sus méritos inversores legales y ambientalmente sustentables, y de la justeza de las relaciones obrero-patronales. Pero no son las excepciones que confirman la regla, sino quienes la hacen, los que quieren imponer ahora, como acostumbran, las decisiones del Gobierno que más convienen a sus ganancias particulares y no a sus trabajadores, a los ciudadanos y al interés público (y aun a sí mismos, en tanto se trata de su salud personal y la de sus familias). Esa decisiva mayoría empresarial es tan categóricamente insensible, obsesiva y cínica, que piensa más en su rentabilidad corporativa y su dividendo financiero, que en su preservación física misma y la de los suyos frente al asedio, violento y silencioso, de la primera enfermedad global de todos los tiempos. ¿Se entienden inmunes? No. Lo que queda claro es que ellos mismos se piensan en dinero: si pierden, no valen, no existen, no son. Y, si no son, lo demás o los demás, qué importan. Si, como se ha documentado y es sabido, un sólo establecimiento hotelero -el Princess, de Playa del Carmen- tuvo ganancias del orden de los setenta millones de pesos el año pasado y echó a todos sus empleados a la calle y sin salario, ¿puede creerse en el valor moral y social de ese tipo de negocios, y en la virtud de sus demandas para abrir cuanto antes la economía turística con la finalidad de reactivar el empleo y el beneficio de los ingresos fiscales? ¿Eres capaz de cerrar las puertas de tu lucrati-

vo negocio -y para el que has recibido todo género de beneficios públicos, incluida la promoción internacional, durante décadas, con dinero del erario de todos, sin faltar las contribuciones impositivas de los trabajadores hoteleros- sin deshacerte de la mínima ganancia, durante la contingencia, para socorrer a tus trabajadores, que más viven de sus propinas que de lo que les pagas; y cuando más golpea la peste quieres abrir de nuevo el negocio para no dejar de seguir ganando? ¿Y dices que lo haces para salvar el empleo, y porque si las empresas como la tuya no se reaniman ahora mismo, de más está que la gente sobreviva al virus si al fin y al cabo habrá de sucumbir a la falta de dinero? ¿Hay que atender ese tipo de prioridad empresarial en el entorno y en la hora más letal de la pandemia? ¿Hay que poner esa vacuna económica por encima de la que se necesita contra el virus?

Dos, los tontos irredimibles:

No hay modo de salvarse de ellos. Son manadas. Son refractarios al sentido común y a la menor recomendación que los distraiga de su rutina diaria, e innecesaria. (No los individuos que deben salir a trabajar porque no tienen alternativa, por supuesto, y lo hacen atenidos a la conciencia del riesgo inevitable de tener que hacerlo, no, sino quienes no se soportan en familia o en casa, y necesitan el hábitat de la vagancia, el delito o la frivolidad; los que no son ni tienen destino de valor ni acaso les importe el derecho a la felicidad, y lo mismo les da la vida y el futuro del vecino y del prójimo; los que en la anónima cotidianidad da igual que existan o que no, y ahora, cuando la muerte puede escupirse en cualquier esquina, son bombas de contagio en su indeseable andanza callejera). No hay modo de salvarse de ellos. Y ahora, cuando la pandemia abruma y no la sienten y no existe para ellos -porque no han tosido a muerto ni la muerte ajena los conmueve-, salen cada vez más, y más seguros de que el mundo ya está siendo el mismo de sus mejores tiempos, y uno siente su aleteo y sabe que han de ser como los murciélagos chinos posibles de la mutación originaria. Y sabe que lo único que se puede hacer con ellos, desde el claustro y la impotencia, es maldecirlos.

SM estosdías I

11/05/2020

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