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Anthony Alvarado Introducción al manifiesto de los muertos Nº30 Santa Ana de Coro, Octubre 2008 – Año 3 – Nº 30 – Edición mensual - Depósito Legal PP200603FA452

Anthony Alvarado. Miembro de la Fundación Literaria “León Bienvenido Wefer” y del grupo Tiquiba desde el año 2000, donde ha participado en montajes teatrales, así como en varios recitales de poesía del programa, “Noches de Luna Nueva”. Participó en el Taller de Escritura Creativa dictado por el poeta Juan Calzadilla en la Casa de la Poesía “Rafael José Álvarez” (2003). Coautor de un libro conjunto con Martha Molina: Piedras sobre la Cruz: Azul, como en mis sueños; y “Antología de la Cueva”(2006), libro colectivo del Grupo Musaraña.

Juntando fragmentos en la oscuridad, incinerando páginas y flagelaciones, los cántaros están vacíos. Versiones, fermentaciones de lo escrito, certeza de la azarosa necesidad, deducciones, reducciones.

En su destierro un camino hacia el regreso, con los dedos llenos de esquirlas, iluminados por los rayos del sol negro. Hemos dejado lápidas para los curiosos, un breve epitafio para recordarles que no están en una mejor posición que nosotros, portando la cabeza calva y el húmero liso, en la garganta el llanto de las tempestades de la noche, con sus restos de sueños pudriéndose en la costra de la cama, pernoctando en los desfiladeros de Hades mientras escuchamos el rumor de un río adusto. Es aquí donde encendemos los barcos de papel y donde un niño que solía ser poeta escupe ron sobre su origami. Llevar la espalda en truenos de lágrimas, cargando súplicas de santos, bebiendo con las manos en forma de cuenco, puesto que no saciamos la sed. Entre las llamas calentamos los huesos, puesto que no saciamos el frío, realmente no hay dolor, más bien es una necesidad, ya no tenemos carnes, y la luna está demasiado cerca. Caminamos en la ceguera, juntando acertijos para engañar al pensamiento de lo que afuera llaman destino. Cada tanto tiempo vuelven los cuervos a roer nuestros cráneos, y sólo quedan sus ecos de picotazos dispersos, sus graznidos de furia, el temor de que nos vigilan. Límite entre el egoísmo y la caridad, lánguidos por un breve espacio de reposo, mitigamos el dolor en la soledad, nada puede ahora reconfortarnos, ni una lágrima de ausencia. Imagino el tumulto de huesos pérfidos andando bajo la íngrima luz de lámparas ahogadas, blandiendo palos contra la sombra, entre el humo de las hogueras y la niebla de su invierno. Sacudo el polvo de mis harapos al caer contra las rocas, el suelo está sembrado de geranios y abrojos.

EDICIONES MADRIGUERA Director: Ennio Tucci Editora: Jenifeer Gugliotta Anthony Alvarado, “INTRODUCCIÓN AL MANIFIESTO DE LOS MUERTOS” Ilustración: William Blake

edicionesmadriguera@yahoo.es http://madriguera.ya.st HECHO EL DEPÓSITO DE LEY


(Hay un extraño señor llamado Vladimir, un ángel está sobre sus rodillas, y el ángel dice llamarse muerte y coquetea junto a otro llamado olvido. No se acostumbra al desierto y a la noche, pero sobre todo no se acostumbra a tantos transeúntes desgarbados, que abrigan letanías dentro del corazón, tampoco a los rezos de medianoche. Se dice que estaba aquí desde hace mucho, no tuvo tiempo para morir pues ya se encontraba en esta orilla, junto a los fantasmas de la guerra y los campos de exterminio, sus putas asesinadas, sus ratas de alcantarilla, sus borrachos, sus ancianos. Se dice que cuando llegó llovía, que trajo velas con una luz opaca y gris, que únicamente llevaba un manojo de papeles para testimoniar el bajo averno y sus desechos; fue testigo de dos vidas, arrastró las desdichas de Europa consigo, extrajo un fajo de fotografías y nos mostró la gran cicatriz del mundo, leño que aún arde en la espesura de la memoria. Se dice que sus palabras no portan el consuelo, sus ojos descansan en la distancia. Lleva en sí ordalías de ambos mundos, la realidad sujeta sus espinosos lazos al cuello de la parca. Vladimir, Vladimir, ya en tus ojos no hay lágrimas, sólo el soporte de la pena: una mirada a través del crepúsculo. El tránsito de luces te lleva en falsa memoria, hay guirnaldas de flores colgando en el espesor del bosque, y cada ramaje es un tendón sosteniendo el reflejo de su plateado dedo hacia tu rostro, en cada página del mundo cabe tu llanto). Tome un poco de agua, comenta el viajero, -Tengo un corazón latiendo en mi corazón- le digo. Lo veo inclinarse un poco hacia atrás, me responde: -es el eco del diablo, su respiración encima de tu pecho, no lo dejes lanzar su bocanada de fuego, no dejes respirar ese fuego. Toma, bebe de esta agua, te sacará los temores, unta tus labios con el rubí, deja el rostro de la memoria a la orilla del camino, siembra de una vez sus restos en el desierto, no dejes que te acompañen en esta tierra pues serán tu carga, el saco de huesos que deberás soportar a través del aire espeso de tu ceniza. Pero llevo un latido de corazón en mi corazón, un hueco oscuro que carcome los márgenes del acantilado.

Y sostengo en mis manos un rollo de piel escrito en la lengua del polvo, y la piedra descansa en su abdomen. Pero llega el gato de las estaciones, y nos describe su tumba, y sabemos que nunca fue confinado, que están en medio de una farsa, su cuerpo sigue de pie en los versos transparentes del moho y la sangre, sus lagunas resecas están en medio del fogoso sol que lo alcanza, incluso en la fragmentación perpetua. Porque nunca se quedó con Jeanne Duval, y esto pesó, y se arregló la vida en el hachís, y luego fue quedando sordo. Los talones se agrietan, se inflaman los pies, el largo camino que nos salva también nos arrebata la vida. Entre la noche de esta noche y el día del siguiente día media una respuesta, una diferencia que sostiene el hálito de nuestro peregrinar, de estar dando traspiés en la confusa piedra. Con los tejidos del cuerpo señalando al futuro, enarbolando sal en largas estacas de fuego, imaginando ciudades con menos recuerdos. El resquebrado surtidor se incendia se mantiene en vilo ante los atajos secretos luego de amanecer en su tierra, apagado, bajo el resguardo innecesario de los hechos. Entre puertos ruinosos y prolongados pasillos de hospital, entre cabinas telefónicas y mujeres de salón, entre la posibilidad y la cadena de montaje, descuelga su cuello del farol que se estira hacia el cenit del manto oracular. Y el portero está muerto, busco en sus bolsillos el relato de su finitud, y sólo hay un cajetilla de cigarros, un breve poema referido al trato con los demás, y se encontró un tomo de Trakl, y al final de sus páginas un fragmento de Aragon. En los tambores que resuenan en los callejones en los tambores que estallan en la orilla del mar en los tambores que duermen en algún rincón, un deseo siempre es evanescente, pero el peregrinar sólo es principio hacia la certeza del caminante, en el largo murmullo trajeado de oropeles, comprendimos muy tarde las consecuencias de este juego. Un lugar para nosotros, un preciso resquicio para la caída de los cuerpos, donde permanezca una dureza para la espalda, no pedimos la expiación del pecado, no sentimos haber vivido como desterrados, ni como simples sospechosos de algún crimen, ardemos en la fibra íntima del recuerdo, como extrañas luciérnagas alcanzando el corazón de las promesas.


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