Colecci贸n La llave de plata
©Copyright 2012 Gabriel Jiménez Emán por la selección de los trabajos. ©Copyright 2012 Ediciones Imaginaria, San Felipe, estado Yaracuy, Venezuela.
1ª Edición en la Colección La llave de plata Ilustración y diseño de portada Aníbal Ortizpozo Impreso en Venezuela por Diseño gráfico: Emi Ramírez
ISBN 980 - 6757 Depósito legal N° lf06820128002786
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Celebrar y escribir, en esta frase podrían condensarse sus itinerarios. En el momento de preparar estas líneas, lo sé, otros libros suyos se están tramando. Asunto de tiempo y oscilación para que la página se asiente en la barra de un bar, en su estudio, o colgado de una hamaca. Así ha escrito él, entre muchos júbilos: la copa y la página, el rasgueo de una guitarra y un viaje. El destino puede ser cualquiera: Barcelona, Lisboa, Róterdam, La Habana, Atenas. No importa llegar a Ítaca sino el camino con sus azares y derivas, sus múltiples atajos y trampas. Esto me hace pensar en un escritor seducido por lo múltiple y lo cambiante, nunca instalado en un solo escenario. Esos rasgos, intuyo, marcan el tono y el tempo de sus libros (y no digo obra porque esta palabra, seguro, le causaría cierta incomodidad). Pero voy por partes. Cuando toca dar testimonio de una admiración, los rituales de la crítica más ortodoxa tambalean. Resulta, al menos aquí, un ejercicio un tanto necio aquello de poner “distancia” frente al “objeto de estudio”. Tengo un amigo que me sitúa en el benévolo trance de escribirle unas palabras para uno de sus libros. Esa es la situación. Primero, la sorpresa. Segundo,
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asentada la impresión, toca empezar. Bueno, digo sorpresa y no es tan así. Gabriel, alejado de las poses doctas, sin ningún aire de maestro, para nada solemne o pontificador, nunca ha interpuesto distancia en la amistad por su edad o experiencia. Intentaré, entonces, una crónica más o menos literaria. Un abreboca para curiosos y apetentes lectores. Es todo. De una vez lo digo: Gabriel es un escritor en el que la clásica y a veces problemática oposición entre vida y literatura no se cumple, digamos, tormentosamente. Nunca he escuchado un comentario suyo por no tener tiempo para escribir, sí sobre las dificultades y los traspiés que el oficio entraña. Es una cosa que llama la atención, Gabriel pareciera no tener tiempo para la queja (quizá está muy inmerso en la vida para eso). Y si damos un vistazo a sus pasaportes, podría comprobarse, estoy seguro, un itinerario alucinante de viajes, por no hablar de toda clase de mudanzas y traslados (parte de su eje vital gira sobre cuatro ciudades venezolanas: Caracas-MéridaSan Felipe-Coro). Tiene Gabriel una inclinación para encontrar la risa del absurdo en las situaciones más banales o cotidianas, tal cosa lo hace escribir sin estar escribiendo y propiciar climas risueños, descolocantes. Este rasgo puede corroborarse en ciertas atmósferas de sus cuentos y poemas, llenos de sugerencias oníricas, guiños literarios y de pronto patafísicos, como si Gabriel todo lo confiara en esa ciencia de las soluciones imaginarias y en las maniobras del azar (unas veces sutiles, otras brutales). Visto así, la escritura es producto de una inclinación, sí, pero sobre todo una expansión de lo vivido. Gabriel ha desempeñado un trabajo ensayístico al margen de los aparatos académicos y sus tediosos rituales, lo que no le ha impedido –o mejor: le ha permitido– desarrollar textos agudos, lúcidos, siempre con un estilo ameno, casi bordeando la crónica personal; una autobiografía
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en clave onírica, quizá, podría encontrarse en el subsuelo de su escritura. También ha escrito numerosos artículos de prensa, aún no recopilados. Los he visto, en carpetas inmensas, a la espera de investigadores y editores con el entusiasmo necesario para reunirlos (un par de gruesos volúmenes saldrían, quizá más). Pero si hablaba de Gabriel como ensayista, también es necesario recordar que es traductor y bajo su cargo han estado varias antologías. Editor independiente, muchas revistas literarias y libros han pasado por sus manos, Gabriel ha desarrollado una labor en la gerencia cultural, sobre todo en Coro y San Felipe. En esta última ciudad ha creado, junto con sus hermanos, un proyecto digno de admirarse: una Fundación que lleva el nombre de su padre, Elisio Jiménez Sierra, escritor larense que aún permanece en el underground de esa jauría –o campo minado– llamado literatura venezolana, solo conocido por algunos escritores venezolanos, como es el caso de Rafael Cadenas, Rafael Garrido y Guillermo Morón, entre otros que ya no están vivos pero también fueron sus amigos: Gilberto Antolínez, Pálmenes Yarza, Rafael Zárraga, Salvador y Hermann Garmendia, Vicente Gerbasi, José Ramón Medina, Aquiles Nazoa y muchos más que ahora se me escapan. Precisamente, como su padre, Gabriel heredó una vocación que se expresa en las siguientes direcciones: música, literatura, bohemia y amistad. Antes de optar por la escritura, Gabriel se paseó por otras opciones. Entre ellas, las de médico, biólogo, ornitólogo, cantante y actor (dato que él mismo corrobora en más de una). Es interesante ver, entonces, y aquí lanzo este dato para algún crítico en busca de alguna carnada, cómo la herencia, en este caso literaria y familiar, se va transformando de una generación a otra, pues bien es cierto que los rasgos de la personalidad literaria de Gabriel se diferencian muy bien de los de Jiménez Sierra. En el ensayo, cuando el padre quiere hacer filología, el hijo opta por los caminos de la ironía y la anécdota personal; en poesía, cuando el padre cae en la desesperación romántica,
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el hijo busca adentrarse en la melancolía de un paisaje surrealista. Y así, diferencias y semejanzas van y vienen, pican y se extienden.
ejercicio que ponga en juego al intelecto: si entra en esa red en la que los sentidos, la memoria y la imaginación hacen de las suyas.
Es posible acordarlo: los libros de Gabriel están regidos por lo múltiple. Si esto es así, él está bajo el signo de Mercurio, ese dios siempre oscilante, tan presto a los intercambios y al desparpajo, con sus trampas y sus jugarretas muchas veces odiosas. Y cuando decía que no veía separación entre vida y literatura en Gabriel, me estaba refiriendo también a su apuesta personal, precisamente, por la oscilación y los encantos de lo múltiple y lo calidoscópico. No se confina en un solo género: apenas lo ve como la forma capaz de armonizarse con la necesidad del momento. Solo eso, me digo, puede dar cuenta su pluma versátil, lúdica.
Quiero ir cerrando esta presentación con una anécdota: recuerdo que un amigo, Jesús Rodríguez, soñó con José Lezama Lima, escritor al que Gabriel tuvo el privilegio de conocer, entrevistar y sostener un diálogo epistolar. En ese sueño, me contaba Jesús evidentemente exaltado cuando me lo encontré, Lezama Lima decía que la vida es polisémica y puede resumirse en tres palabras: azar y destino. Cuando mi amigo interrumpió el coloquio de Lezama para preguntarle por la tercera palabra, tras un silencio y una sonrisa, le replicó el poeta: todas o ninguna, esa palabra debe buscarla el hombre. En el caso de Gabriel, azar y destino literario confluyen en su persona, esa ha sido y será su dirección vital. Y esa tercera palabra, en su caso, me atrevo a conjeturar, puede ser celebración. Él se encargará de corroborar si acierto o no. Mientras tanto, alzo mi trago, brindo por las derivas de Gabriel y sus libros por venir.
Vida y literatura, para él, están en una trama secreta, una va escribiendo a la otra, nutriéndola. En esos saltos sobre la soga, para decirlo con uno de sus títulos, van surgiendo las imágenes que nutren los paisajes de sus libros. Por eso no puedo hablar en estas páginas desde otro lugar sino desde la amistad y la admiración. Sí, un gusto por el desparpajo, por hacer confluir los placeres del fogón con los de la bohemia, en alguien que privilegia, además, el diálogo al monólogo, la escucha atenta y suspicaz a las tediosas cancioncitas del ego interpretadas por aquellos que confunden literatura con narcisismo. Estoy seguro, él acordará conmigo en esto que diré: la literatura nunca está sola: ella –sí, ella, tiene rostro, cuerpo de mujer– siempre está en conexión con otra cosa: una película de David Lynch, una pintura de Wilfredo Lam o Johannes Vermeer, un golpe tocuyano, una pieza de Alirio Díaz, Bob Dylan o Chet Baker. El conocimiento, para Gabriel, no es asunto de erudición sino de disfrute. Los libros no son para tragárselos ni para hacer alardes sino para ponerlos en relación con el paisaje que nos rodea. Solo así puede cobrar sentido la lectura, el aprendizaje de una lengua, o cualquier
Posdata: el libro que el lector tiene en sus manos recopila un conjunto de reflexiones sobre los libros que Gabriel ha escrito. Se advertirá que participan aquí un conjunto de lectores en ocasiones distantes y distintos en cuanto a sus preferencias estéticas y políticas. Sobre la narrativa de Gabriel, escriben Luis Britto García, Laura Antillano, Ludovico Silva, Carlos Danez, Juan Carlos Santaella, Salvador Garmendia, Gabriel Mantilla Chaparro, Ida Gramcko, Víctor Bravo, Eloi Yagüe, Rafael Garrido, Julián Márquez, Alberto Jiménez Ure, Guillermo Morón, Andrea Bell, David Lagmanovich, Lidia Morales Benito, Norland Espinoza Aguilar, Lázaro Álvarez, Luis Barrera Linares y Ricardo Gil Otaiza. En cuanto a su poesía, hacen lo propio Ludovico Silva nuevamente, Lubio Cardozo, Ramón Palomares, Gabriel Mantilla Chaparro, Alberto Hernández, Gustavo Pereira, Salvador Garmendia, César Seco y Oscar Rodríguez Ortiz. En una sección dedicada especialmente al comentario de sus ensayos y
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antologías, hacen su aporte reflexivo Carlos Yusti, Simón Alberto Consalvi, Alí E. Rondón, María Antonieta Flores y Pascual Venegas Filardo. Este libro también cuenta con una sección de misceláneas y entrevistas. Allí Julio Romero Parra, Baica Dávalos, José Esteban Mantilla, William Osuna, Víctor Valera Mora –y quien escribe estas líneas– hacen evocaciones personales en torno a Gabriel. Cierra el libro una cronología que recorre y detalla su vida hasta el presente. Todo este esfuerzo interpretativo servirá al lector interesado en sus libros: podrá servirse de esa multiplicidad de perspectivas para ir interpretando y encontrando los guiños que los habitan. Adelante, pues.
Alejandro Sebastiani Verlezza Julio 2012
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Luis Britto García
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n mi condición de simple lector, todavía recuerdo el placer de la primera lectura de aquel librito de tapas negras y agresiva portada masticatoria llamado Los dientes de Raquel, de Gabriel Jiménez Emán, (Ediciones La Draga y el Dragón, Mérida, 1973). Si pasadas dos décadas este goce es todavía confesable, debo a lo mejor argumentarlo. Juan Liscano sentenció una vez, con razón para su época, que la literatura venezolana había sido preponderantemente testimonial y realista, y casi nunca onírica o fantástica. Desde su primer libro y ya para siempre, Jiménez Emán se apunta con la transgresión: elegirá narrar sobre un mundo maravilloso, donde las reglas de la naturaleza o de la lógica son sustituidas por incesantes trampas, paradojas, reflejos. Este universo es distinto del esquematizado por los viejos positivistas, pero afín al insensato cosmos que nos describe la ciencia contemporánea. Pues el universo, dijo un físico –y podría suscribirlo un escritor– no solo es más extraño de lo que nos imaginamos: es también más extraño de lo que podemos imaginarnos.
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La elección de tema impone en este caso la de método. Si se quiere narrar la infracción del orden de las cosas, el lenguaje ha de definir y en cierta forma ser el terso espejo de ese mismo orden, para que resulte todavía más visible el alarido de la fractura. Por ello no es contradictorio que relatos sobre la sinrazón sean precisamente redactados con la prosa nítida del volteriano o la seca concisión del aforismo. Asombra que esta prosa lúcida, de una fanática economía de medios que bien podría atraerle al calificativo de minimalista, sea la de un muchacho que para la época apenas tenía veinte años. El ensayo y el error son los únicos métodos legítimos para la formación de un narrador: por ello tantas operas primas son un compendio de torpezas que luego el culpable oculta o disimula. Los dientes de Raquel es una obra de la madurez en plena adolescencia: la demostración de un estilo que parece armado, definido y completo desde su primer paso, y que durante un largo camino no hará otra cosa que ser más él mismo. Siempre quise añadir al juicio de Liscano que nuestra literatura también había sido preponderantemente solemne y latosa, y casi nunca leve o divertida. Excesivas páginas parecen haber sido escritas con los ojos en blanco, el dedo meñique levantado y un pujido casi físico de pedantería. Complemento obligado de esta almidonada seriedad, es el que llamo el humor de la aldea, pleno de chocarrerías, retruécanos, sobrenombres y miserias, encasillado en un ghetto de género chico. Muy pocas veces ha habido una sonrisa nacida de la inteligencia, o sea, un humor propiamente dicho. Gabriel Jiménez Emán, junto con otros muchos de su generación, elige este último cauce. Condenados a muerte, o lo que es lo mismo, al enfrentamiento con un universo contradictorio, no nos queda otro recurso que el ejercicio de lo que Hemingway definió como coraje: la gracia bajo presión. Las tragedias metafísicas de Jiménez Emán, al estilo de las de los antiguos griegos, liberan.
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El pueblo más reflexivo de la tierra también supo danzar, porque lo uno lleva a lo otro. Ello pone al descubierto la raíz última de donde brotan temática, estilo y género, que es la lucidez. La literatura es inteligencia. El creador es crítico, ante todo de si mismo, pero también de todos los misterios y complicaciones del mundo, incluidos los de su arte. Sólo así puede ejercer ese implacable trabajo de selección de lo válido y desecho de lo imperfecto que el público desprevenido toma por acierto casual. A algunos ingenuos complace pensar que el artista es un estulto favorecido por la lotería de la inspiración; críticos hay quienes escuecen textos donde sospechan demasiada intelección. Pero la inteligencia nunca puede ser excesiva; la falta de ella, sí. Junto a su narrativa, Jiménez Emán ha desarrollado una vasta obra de crítico, de antologista, de sopesador de ideas. A diferencia de Rodolfo Corbaia, el patético plumífero inventado por Sael Ibáñez, Jiménez Emán no necesita ir cotidianamente ante un exégeta para que le explique el sentido de la literatura, esa pasión de su vida. Puede vivirla a plenitud, en emoción y sobre todo en comprensión. Entre las circunstancias vitales y la obra hay una trabazón más densa de lo que se cree. Gabriel Jiménez Emán forma parte de una de las primeras generaciones del país que se ha empeñado en pensar como posible el oficio de escritor. Con excesiva frecuencia la creación en Venezuela fue tenida apenas como peldaño para el favor político, paréntesis entre urgencias económicas, excusa para el parasitismo, o diletantismo de señoritas y de señoritos, cuando no como baldón que desencadena todas las persecuciones. Muchos jóvenes contemporáneos de Jiménez Emán comparten con él la empecinada vocación de jugarse el todo por el todo por la literatura: estudiarla, vivirla, crearla. Sólo se nos entrega a lo que nos entregamos.
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capacidad de síntesis similar del poema, contenedor de un mundo, una circunstancia, una anécdota en su totalidad. El suspenso es esencial en este tipo de relato, y generalmente la frase final es el botón de cierre maestro de la circunstancia.
Laura Antillano
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abriel Jiménez Emán forma parte de la generación de escritores venezolanos nacida en la década del cincuenta, cuya obra se inicia tempranamente teniendo como postores tutoriales a los rebeldes de la generación anterior, quienes se habían agrupado en línea de fuego con El techo de la ballena, En Haa, Tabla Redonda y su entorno en los años sesenta.
El mismo autor ha definido esta forma narrativa como un texto de corte minimalista “que intenta condensar en el menor número de palabras experiencias y situaciones de los personajes, sin perder el tiempo en situaciones prolijas” y atribuye su éxito al hecho de que: “ al uso de una imaginación de raíz romántica, que suele apostar por el asombro, la emoción o la sorpresa, el absurdo y el carácter lúdico de las imágenes, antes que por la pretensión naturalista de querer “fijar” el mundo y describir ambientes históricos”(Jiménez Emán; 1996,p.7). Esta concepción revela una tendencia indiscutible al reconocimiento de la llamada literatura fantástica, del mismo modo en que lo hiciera el maestro Julio Garmendia al escribir su relato “El cuento ficticio”. Y es que toda la obra del escritor nada en estas aguas. Jiménez Emán establece una convergencia entre el cuento breve y el género de lo fantástico. “El ideal fantástico se presenta entonces como una posibilidad de recrear los universos complejos en el decurso del instante, que congela el tiempo para someterlo a un deslinde filosófico y hacerlo partícipe de la anticipación o la fábula, de la metafísica o de los paisajes tecnológicos. Así, la fantasía suele estar involucrada en el texto breve de un modo casi consustancial” (Jiménez Emán 1996,10).
A este escritor se le conoce por su maestría en un género en particular, el del cuento corto, breve, o minicuento. Pero Jiménez Emán es además ensayista, antólogo, poeta y ha incursionado en la novela (Paisaje con ángel caído, 2004). Su obra cuentística, sin embargo, es la que mayor repercusión ha tenido, convirtiéndole en una verdadera referencia del cuento breve a nivel internacional; género de grandes maestros y cultores entre los que deben citarse a Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Julio Garmendia, Eduardo Galeano o Luis Britto García.
El escritor considera como un importante antecedente de este tipo de relato en la literatura venezolana a los poemas en prosa de José Antonio Ramos Sucre, y a Alfredo Armas Alfonso como al “narrador moderno que más se adecua a esta forma de manera consciente”.
El minicuento o cuento breve ha sido caracterizado de muy distintos modos. En lo que todos los especialistas coinciden es en el hecho de ser un texto de pocas palabras, con una
Se hace evidente el considerar en este modo de narrar la importancia de la intensidad en alto grado, ya anotada por Julio Cortázar y otros escritores, como característica
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imprescindible del cuento en general. Y es esa una cualidad básica de toda la obra cuentística de Jiménez Emán. Desde su primer libro publicado: “Los dientes de Raquel”, ha dado muestras de una particular intuición y una peculiar manera de ejecutar el oficio particular. Acerca de ello señala Luis Britto García:
El humor negro, la ironía como procedimiento para insistir en un significado generalmente crítico, trasgresor, es elemento natural del lenguaje de Gabriel Jiménez Emán. Con delicadeza y misterio su prosa pone en evidencia circunstancias de alto calibre utilizando el absurdo en términos de humor para sorprendernos.
“Desde su primer libro y ya para siempre Jiménez Emán se apunta con la trasgresión: elegirá narrar sobre un mundo maravilloso, donde las reglas de la naturaleza o de la lógica son sustituidas por incesantes trampas, paradojas, reflejos.(…)Asombra que esta prosa lúcida, de una fanática economía de medios que bien podría atraerle el calificativo de minimalista, sea la de un muchacho que para la época apenas tenía veinte años.(…)Los dientes de Raquel es una obra de madurez en plena adolescencia: la demostración de un estilo que parece armado, definido y completo desde su primer paso, y que durante un largo camino no hará otra cosa que ser cada vez más él mismo”(Britto García, 1993,201,202).
“Aquel señor pensaba tanto en el infinito, que una tarde se quedó dormido y desapareció” (Hasta el infinito)
Los dientes de Raquel es un paradigma del género del cuento breve en Latinoamérica y, como señala Britto García, en su escritura están ya establecidas las líneas de acción de toda la obra posterior de Gabriel Jiménez Emán. La atmósfera dentro de la esfera de lo fantástico y su dimensión en el absurdo son el paisaje de fondo en el cual se desarrollan las tramas. Los titulados: Los dientes de Raquel y Los brazos de Kalym, son dos relatos en los que dimensionamos elementos estructurales y significativos, como la circularidad y el uso de un objeto como motivo de la acción (la manzana, los dientes, los brazos), como pretexto argumental en la construcción de la ficción. En esta dirección podríamos ubicar textos como El Sr. Scott mira un pájaro en el espejo, El hombre de los pies perdidos, Mis pantalones sin mí, En Línea, El método deductivo, Fetiches, Unos zapatos y Un pez arrepentido, entre otros.
“Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello“ (El hombre invisible). “Te deseo con todas las fuerzas de mi alma” le dijo Adán a su costilla, y pasó a devorarla después de asarla bien a la parrilla. (Adán y Eva). Estos relatos mínimos descansan el juego del absurdo en la posible ambigüedad de la circunstancia descrita. Es un recurso frecuente del autor. El uso de la intertextualidad o, más concretamente, de la referencialidad, es también un recurso frecuente en estos cuentos de Jiménez Emán. En una dimensión grandilocuente el autor sitúa su relato, dejándonos pequeñas pistas en términos de ironía, con el título, por ejemplo, como en el cuento “Adiós a las armas” (alude al título de la novela de Hemingway), o en Homenaje a Monterroso:
“Cuando el tiranosaurio rex despertó, el dinosaurio ya no estaba ahí”, con el c cual se remite al famoso dinosaurio del guatemalteco Monterroso, referencia insalvable del cuento breve como género. La “Crónica de Gregorio Estévez” un irónico homenaje a La Metamorfosis de Frank Kafka, tan evidente como su alusión clásica en “Diálogo postrero entre Sancho Panza y Alonso Quijano, oído por el autor del Quijote”. En La verdadera historia de María Lionza, las referencias son muchas, no sólo a la deidad, sino al nombre de Guiomar, y hasta al padre del escritor, Elisio Jiménez Sierra y su vasto conocimiento de las culturas míticas.
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Un elemento recurrente en muchos de sus minicuentos es la metamorfosis y las mutilaciones, o la noción de la parte por el todo. Con un suspicaz sentido del humor, el autor revela observaciones precisas a la posibilidad de dar vida independiente a distintos fragmentos del cuerpo humano, de modo que estos tomen distancia de quien posee el cuerpo total como entidad pensante, y hasta le confronten. En “Los dientes de Raquel”, la dentadura adquiere vida propia y hasta se traga a Raquel y a su mamá, lo mismo ocurre con los pies del personaje en “El hombre de los pies perdidos”, los pies llegan a comprarse un par de zapatos con los cuales el dueño, el cuerpo sin pies, ya no los reconoce; en “Los labios de Diana”, quien tiene el poder de embrujar a través de sus besos, pero el embrujo no desaparecía, el asunto se vuelve drama cuando Diana se enamora y no quiere embrujar a Tomás, pero él está dispuesto a todo y se somete a su circunstancia:
“(…) Tomás comenzó a palidecer y se sentó en el viejo tronco de un árbol caído. Sus ojos se tornaron vidriosos y su mandíbula se abrió. Luego se tendió sobre la grama del jardín. Diana vio cuando el semblante de su prometido empezó a ponerse lívido y sus facciones a adquirir rasgos desencajados, extraños para ella. Tomás no logró hablar más ni reconocerla a ella en adelante” En “La oreja de H”, el personaje se descubre sin oreja al levantarse en la mañana frente al espejo, vive una serie de peripecias en consecuencia y finalmente, al volver a su oficina a trabajar, se encuentra con la oreja en una gaveta; en el relato El idiota, el personaje concentra su mirada en el dedo del Sabio y lo describe de manera insaciable. En “Señora de manos muy hermosas” ojos y manos se intercambian, “Los peligrosos ojos de una señora” es una variación del anterior. En “Eroantropos” la relación del personaje con el cuerpo adquiere características patológicas, con un final totalmente inesperado. “Los brazos de Kalym” juega con la idea de
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brazos que se desprenden y vuelven a aparecer siguiendo la estructura circular llevada a términos de absurdo. Una interesante perspectiva de estos relatos de Gabriel Jiménez Emán elige el tiempo, el descubrimiento de la repetición al establecer la relación entre generaciones, el espacio de la circularidad, la recurrencia, la historia que se repite, el reinicio de las relaciones humanas. Esta mirada filosófica dota de un carácter mítico al contenido de los relatos, manteniendo los elementos de suspenso que hacen permanecer en vilo al lector. Los relojes que rigen el cuerpo humano y las presencias de descendientes y ascendientes, son las claves sorpresivas que llaman a esta reflexión nacida de las tramas que construye Jiménez Emán. Los cambios de conducta con la vejez entran en las consideraciones de esta temática, motivo de sugestión para el autor.
“Al otro lado del muelle”, es un bello cuento de profundo contenido poético, en el cual tres generaciones están en juego, y el espacio físico de muelle, la corriente marina y una isla, nos van dibujando a los lectores las circunstancias de los cambios de abuelo a padre, y de éste a hijo. El cuento titulado “Ruta 6” describe la incómoda circunstancia de un anciano con impedimentos físicos que intenta tomar un autobús. En “El anciano”, se relata, como un motivo insistente de la literatura fantástica, la relación entre los espejos, la imagen reflejada y el rechazo a la vejez, hasta remitirse al tema clásico del retorno a la infancia. En “Antes de tiempo”, a través de un diálogo entre dos personajes, uno de los cuales ya ha fallecido, el autor construye una situación que resulta en el absurdo, al retomar el pasado y el futuro en uno solo.
“La pelota en el blanco” tiene una relación de imágenes casi cinematográfica. El abuelo y la nieta juegan a lanzarse una pelota, pero ese objeto, la pelota, es el hilo conductor
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para pasar de padre a hija, pero vamos descubriendo relaciones misteriosas, secretas. Una hija violada quien odia a su padre y una nieta, hija de la hija, que venga a la madre. Tiempos y personajes se van intercambiando al ritmo del lanzamiento de la pelota. El cuento titulado “Todo está como es” trata también el tiempo en relación, –esta vez– con la muerte y el nacimiento. “Cada vez que muere alguien en algún sitio, nace un ser humano en otra parte. Eso explica el hecho de que el mundo nunca esté totalmente equilibrado”. En:“La naturaleza del tiempo”, un reloj determina el envejecer o rejuvenecerse según se le de cuerda hacia delante o hacia atrás. La fina ironía de estos relatos se convierte en una sustancia calcinante particular en un libro titulado Biografías grotescas (1997). En el mismo Jiménez Emán construye personajes, cada relato es un personaje, en conjunto, su suma es la descripción de la sociedad desde una perspectiva profundamente crítica. Humor negro es el ingrediente a flor de piel en los textos “El Superstar”, “La Masmujer”, “El Magistraturas”, “La Perfectamadre”, “El Cátedras”, “El Irresistible”, “La Excitadísima”, “La Criticrítica” y los demás personajes-relatos que integran este volumen.
“Sentado ante su escritorio mira sus folios y carpetas, chequea en la agenda, mira la hora en el reloj de péndulo y enseguida se dispone a tomar decisiones. Unas las dicta por teléfono, otras por escrito; llama a sus secretarias y las líneas telefónicas comienzan a sonar, la correspondencia a llegar, los mensajes oficiales a penetrar en la piel de la oficina, hasta llenarla de un sopor eléctrico. Entonces la computadora central se va alimentando con toda la información, mientras el Ejecútese va pensando en ciertos detalles de su vida personal” (“El Ejecútese”). Incisivo en su visión crítica de la sociedad contemporánea, Gabriel Jiménez Emán dedica relatos a temas tan pertinentes
como el del uso excesivo del teléfono celular, la obsesión por la televisión, las cirugías plásticas o el uso del ordenador. Dentro del ámbito de la reflexión filosófica y la ironía Jiménez Emán trata un tema que no podría ignorar: el del escritor que teme perder el impulso hacia la escritura, el terror inconfesado a la página en blanco. Jiménez Emán sin concesiones de ningún tipo y de manera literal toma el tema y lo expresa en buen número de sus relatos.
El drama del escritor Aparentemente, el drama de un escritor se revela cuando ya no tiene nada qué decir y continúa escribiendo, o cuando tiene mucho qué decir y no encuentra las palabras apropiadas para expresarse. Desde otro punto de vista, podría ser que el escritor escriba para ganarse la vida o tener éxito, y no ocurra ninguna de las dos cosas. Pero no. El verdadero drama del escritor se produce cuando pone punto final a su obra y se cerciora en ese mismo momento de que ésta no existe. Otro ejemplo es “Manías del pensamiento”. Este tema lo podríamos emparentar con el de los sueños y el del recuerdo y el olvido, o la existencia de la memoria. Todos motivos recurrentes en la literatura fantástica, y cuyas bifurcaciones y posibilidades de invención son caminos de líneas inesperadas en toda su obra. La relación del autor con las fuentes de lo fantástico proporciona al texto una riqueza traducible en la posibilidad de multiplicación de lecturas, dotando a este de un sentido reflexivo de largo alcance. Gabriel Jiménez Emán es, en síntesis, un escritor con un conocimiento del lenguaje y de las posibilidades de la ficción, cuyo testimonio escrito pone al descubierto la gracia y la inteligencia de una prosa fuera de serie.
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Bibliografía consultada de Gabriel Jiménez Emán (1973) Los dientes de Raquel. Mérida. Editorial La draga y el dragón. (1991) Tramas imaginarias. Caracas. Monte Ávila Editores. (1993) Los dientes de Raquel y otros textos breves. Caracas. Monte Ávila Editores. Con Epílogo de Britto García, Luis (1993), “Las tragedias metafísicas de Gabriel Jiménez Emán” (1996) Ficción mínima. Muestra del cuento breve en América. Caracas. Fondo Editorial Fundarte. (1997) Biografías Grotescas. Caracas. Editorial Memorias de Altagracia, Grupo editorial Clepsidra. (2002) La gran jaqueca. San Felipe, estado Yaracuy. Ediciones Imaginaria. (2003) Relatos de otro mundo. Caracas. Monte Ávila Editores. (2004) Los mil y un cuentos de 1 línea. Caracas. Playco Editores. (2004) Paisaje con ángel caído. San Felipe, estado Yaracuy. Ediciones Imaginaria. (2005) El hombre de los pies perdidos. Barcelona, España. Thule Ediciones.
Ludovico Silva
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l más reciente libro de nuestro poeta y narrador Gabriel Jiménez Emán, titulado Saltos sobre la soga (Caracas, Monte Ávila, 1975) comienza con estas palabras, pertenecientes a la pieza “Qué aburrimiento”: “Yo no sabría explicar muy bien qué tengo ahora dentro del campo de los sentidos: tampoco estoy seguro si mi alcance visual tiene correspondencia natural con los objetos y personas que tengo al frente por los momentos.” Y más adelante añade: “Me digo, no es eso lo que ves, en el fondo hay algo que se desploma para mostrarse más limpio y desnudo de lo que realmente es”. Para quien se haya leído el libro entero, esas palabras se convierten en claves, o en lo que Hugo Friedrich llamaría el kernpunkt o punto nuclear del objeto literario. Son una clave que nos abre hacia la comprensión no sólo de la temática interna del volumen, sino también, sorpresivamente, de su estructura formal, de su armazón estilística. En efecto, conceptualmente hablando, el tema de fondo del hermoso libro de Jiménez Emán es doble. Por una parte, se trata de la relación dramática y contradictoria entre la
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conciencia poética y el mundo circundante, y por la otra el enfrentamiento casi agónico con el doble sentido de lucha y de muerte de esa conciencia consigo misma. Debo advertir que cuando hablo de “conciencia poética” no me refiero a la mera conciencia individual, el yo personal del autor, sino a una supraconciencia que supera lo personal y engendra un Yo semejante a aquel de Heráclito en su famosa sentencia: “Yo no soy quien habla, sino el Logos quien habla a través de mi.” Se trata, por lo demás, de una característica difundida en toda la poesía de la modernidad, y muy especialmente en Francia e Italia. El enfrentamiento de la conciencia poética con el mundo circundante. La pugna con el mundo de los objetos no llega a producirse jamás en un universo completamente separado de la conciencia: esta interfiere la vida propia de los objetos y los sumerge en una especie de subversión ontológica dentro de la cual se ve envuelta la conciencia misma, en cuanto ella se considera partícipe del mundo de los objetos, como puede apreciarse muy claramente en poemas y cuentos tales como “El señor pluma escruta el fondo de la noche”, en el cual el señor Pluma simboliza alternativamente a un objeto, a la conciencia del poeta, al poeta mismo, e incluso a sus palabras. Por otra parte, la relación contradictoria de la conciencia con ella misma asume un carácter dialéctico fácilmente emparentable con Hegel, para quien La conciencia, en sus enfrentamientos con el mundo, podía experimentar desgarraduras internas, que Hegel llama “alienaciones” en el doble sentido de desposesión y de objetivación. La conciencia, al objetivarse en el mundo, produce, en el Tiempo, la Historia, y en el Espacio, la Naturaleza; pero todo ello lo realiza a costa de una desgarradura de ella misma, que no podrá “superarse” sino en el momento de una definitiva “reconciliación” (dice Hegel) de la Idea con el Mundo. En el libro de Jiménez está lejos de presentarse esa reconciliación o síntesis. Todo él es una desgarradura de la conciencia, y,
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por tanto, un constante desdoblamiento de la misma. Pero como el mundo circundante y aparentemente “objetivo” está preñado de conciencia, este mundo se encuentra también desgarrado, enajenado, como puede verse a las claras en piezas tales como “Últimas consecuencias del sufrimiento de los ciudadanos”. ¿Quién enajena a quién?: el mundo a la conciencia, o a la inversa? No hay respuesta directa posible. Ambos elementos están confundidos en una lava volcánica. ¿Cómo expresa Jiménez Emán esta problemática? De nuevo las citadas palabras iniciales nos dan la clave: “Tampoco estoy seguro si mi alcance visual tiene correspondencia natural con los objetos…” esa inseguridad se expresa a través de la forma literaria adoptada, lo cual no quiere decir que esta forma sea en si misma insegura. Por el contrario, Jiménez Emán, a pesar de su juventud, posee un dominio impresionante de su propia forma literaria, y no es difícil adivinar en él a un escritor culto. Antes hablé de poema-cuento, pero esta no es sino una fórmula ecléctica para designar una realidad literaria característica de nuestro siglo y presentida en él siglo pasado. Se trata de la invención de un nuevo género literario, tan importante históricamente como pudo serlo en su hora la invención (genial) del soneto o el perfeccionamiento de la métrica. Jiménez Emán participa de ese invento, que practican escritores como el Cortázar de Historias de cronopios y de famas, Borges en ciertas páginas, Lezama Lima o, en Venezuela, Luis Britto García en Rajatabla, o Francisco Pérez Perdomo en algunos de su poemas. Se trata, descriptivamente hablando, de narraciones breves (a veces brevísimas, como Los dientes de Raquel, que publicó Jiménez Emán en 1973) pero construidas en forma poemática. No puede hablarse estrictamente de cuentos breves, ni tampoco de poemas líricos. Se inventa una escritura en la que ambos géneros se combinan químicamente y producen un ser nuevo, cualitativamente distinto y revolucionario. En Jiménez Emán el problema
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se plantea explícitamente como la inseguridad en una “correspondencia natural” entre el lenguaje (“alcance visual”) y los objetos. Es la vieja disputa de Hermógenes Cratilo en el “Cratilo” platónico por un lado, la tesis de la correspondencia natural entre las palabras y los objetos designados, y por el ogro la tesis de que no existe tal correspondencia natural, sino una convención social adoptada por los hombres para comunicarse. Esta disputa aparece secretamente en la poesía moderna, quizás a partir del famoso soneto de Rimbaud a las vocales. En Jiménez Emán se trata de algo dramático, tal vez el problema central del poeta en cuanto escritor: ¿Cómo expresar un mundo de objetos que no poseen un ser fijo y dado, sino que cambian y dejan de ser constantemente? De nuevo surge la gigantesca sombra de Heráclito: no hay más remedio que acudir al lenguaje oracular, délfico, y dejar testimonio acerca de misterios. La célebre oscuridad de Heráclito (a quien llamaban el skoteinós u oscuro de los doxógrafos antiguos) no era un simple recurso formal, sino una exigencia interna y fatal de su propia concepción del mundo. En Jiménez Emán ocurre lo mismo. El poeta pasea su mirada angustiada por el mundo, y no sabe a qué atenerse. Busca una seguridad en el lenguaje, pero aún en este terreno que le es propio se reproduce el drama. De ahí el lenguaje evasivo, lleno de sorpresas y de zigzags, en coexistencia con pasajes de lenguaje directo y brutal. De ahí, también, el entusiasmo y la admiración que suscita este poeta, por la sagacidad y el poder de penetración que emplea para la expresión de ese abismático universo en el cual se juegan la vida la piel humana y la piel de las palabras.
Carlos Danez
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o nos encontramos al Gabriel de los cuentos cortos del absurdo limpio y elemental, sino al escritor que pierde el onirio, las formas y los sentidos minuciosamente en el laberinto del pensamiento, donde el lenguaje teje la exacerbación de los sentidos, y éstos viajan en la respiración horizontal y la memoria del hastío, situando los hechos en una isla, por primario rechazo de la sensibilidad a la civilización. Isla del otro, somática morada de la psiquis, en furor de todos los cardinales del pensamiento. Ítaca que sólo se reconoce en los extremos del placer y del dolor. Los personajes, abordados de manera abstracta, están narrados desde la primera persona, como si después de una segunda por un tal Verdiul, mago onanista en peregrinación a través del caleidoscopio del tiempo, fraccionado por fantasmas de sentimientos no asumidos. Mas, el aquí y el ahora irrumpen para deleitarse en las sensaciones, estremece las alas pulmonares del estupor y entra en la unidad, donde el signo encuentra lo intangible, y es el símbolo. Lo intangible, metonimia del ocaso, del deambular tras la búsqueda del constante desconocimiento de si mismo, es el abismo que, como símbolo, vive más allá o acá de las sensaciones.
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La imaginación torrencial, sicodélica (elefantes de colores cambiantes; un bosque de lechugas; un tomate gigantesco que atrapa al sujeto del sueño; sueños de blanco de coco para despertarse sufriendo el peso de una barba blanca) captura, en hastío, la atención racional del lector, estimulando los sentidos para el paso por asfixia al instante virgen, territorio del silencio que el autor, al espiarse, lo reconoce invadido por fantasmas. Esta constante dualidad desconcierta la imagen del héroe ideal, pues el Ulises de Jiménez Emán no parte nunca de la isla de Calipso por miedo al mar (la emocionalidad), está en la otredad pero la otra otredad, como si después de una segunda instancia desconocida, existiera una tercera, a la que conduce el silencio. En esta Isla del Otro, Calipso no es una diosa sino un Egregor (entidad construida de Dante), del Cristo y entre ellas las seis ya nombradas del Cántico del Águila, que esperan al peregrino buscador de Penélope, al artista que explora a Beatriz para que sea su guía por los laberintos de la existencia. Espera la fuerza del amor esencial, para levantar el Águila de sus obras químicamente vivas. Y Verdiul, que pasaba por ahí, se reconcilió en la vida ferozmente con la muerte, y desde esa atalaya medita acerca de qué se medita. Deslumbrado, el mago alza el canto de Lucrecia del Águila rodeado de intermitencias celestes, en su rito de consagración. Inicialmente, se dibuja la imagen del águila en la aureola iluminada de las nubes, y luego en el manto de protección de Lucrecia del Águila, que se vuelve incorpórea para la cópula brillante de los ciclos con las imágenes literarias: “…no pudo evitar el vértigo que le producían las axilas de Lucrecia, por ella entró y nadó en un rumor del algas, vegetación de magia apartada de los ojos del hombre, continuó tragando el verde y el azul del agua, intercambiando sus ojos con los de los peces amables, que de repente confundieron el viaje, pues de repente Verdiul le salió por los poros y volvió a doblarse sobre ellas, para penetrar por
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los senos mordiendo los pezones de aquellos promontorios de locura, oliendo a última conquista de guerrero. Senos, senos, senos de gelatina vesperal trepando por las tardes cortadas, subiendo por los horizontes congelados en cópula con los cielos vírgenes, caídos del propio resplandor marino atribuido a la luz solar en su fase más estremecida, senos que podrían superar aquel fulgor y resplandecer mucho más allá del espíritu; senos colgados como relojes de masa sobre las orillas del tiempo, senos que servían de puente a las regiones de la espalda,, por donde la lengua de Verdiul se apretaba contra las concavidades de la columna, la más profunda, la última, sobre la región del cóccix, a su vez conducía a los dos músculos más perfectos realizados por la creación: las nalgas…(…) En las nalgas de Lucrecia ase concentraba todo el innumerable anhelo en cada nueva caricia se renovaba la clave de la erección, pues desde esas curvatura fueron erigidas las mas profundas obras; no hay ninguna semilla ni fertilidad ni renacer ni posibilidad ni sobrevivencia son unas nalgas erizadas con ese vello que las hace, digamos, el espejo eterno de plantas de terciopelo sólo perceptible con la yema de los dedos, nalgas erigidas en las arenas de la media noche…” erotismo éste que se encuentra representado en las cuatro mujeres del cautivo: Ruth, Teresa, Casandra y Lesbia son entes ensordecedores o ensoñadores, que se entregan a Verdiul para que éste dormido observe la vida, pues como señala Heráclito, despierto sólo se observa la muerte. El nombre de Verdiul se conectó con lo vegetal, el mundo de las formas, para perseguir la esencia como alma en el laberinto del Hades: “Aquel armario estaba siempre respirando el no-tiempo. Para probarlo metí una cebolla durante lo que pudo ser un año (?) y nunca murió. Siempre la voy a tocar para llenarme de palpitaciones vegetales.” El autor describe el cromatismo del nombre como Verd(e)i(az)ul, sintetizando el espectro luminoso que baña el fluir de un atardecer trágico. Nos hace símil de olor verde
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como el olor de un automóvil cuando se va en medio de la noche por un precipicio. O cuenta del brillo de una luz azul y circunfleja que hace arder la hierba sin quemarla. Puedo anotar que hay una constante referencia al infierno que pintó Jheronimus Bosch, El Bosco, inspirado por el Dante. El sordo paraíso artificial es proyectado por Verdiul desde el Limbo, medanal de delirios, que en la Divina Comedia está descrito en el tercero y cuarto cantos, correspondientes al primer círculo del infierno, donde sufren los que sólo vivieron para sí, sin merecer la gracia ni la ira de Dios. Fortalecido por las siete paredes de la Virtud (Justicia, Fortaleza, Templanza, Prudencia, Inteligencia, Sabiduría y Ciencia) se halla en el Limbo la Mansión de los Sabios Antiguos, en la que Dante es aceptado entre las sombras, como el sexto de los grandes genios que se llaman poetas: su maestro Virgilio, Homero, poeta soberano; Ovidio el tercero y el último Lucano. Ahí están observando la vida desde las sombras. Es por eso que el héroe de La isla del otro exhala, desde la Tierra, las profundidades anímicas de los condenados, y se postra en el relámpago rojizo que hizo al Dante perder el sentido; ahí en la sombra del trueno –que irrumpiendo en el sueño despierta la conciencia— borra el pecado original del conocimiento a la resaca de la vida. Trágicamente, el mago Verdiul mira la muerte desde el relámpago eterno perdiendo el asombro, condenándose a las sombras que se diluyen en eternas conversaciones eruditas, las sombras en pecado original, sin recibir las aguas del bautismo. Si es cierto que el onanismo no permitió al mago salir de la isla, ciertas exhalaciones de una herida clásica lo hicieron descender a su propia conciencia; aun así, decapitado por la expiación, logra la paz después de su auto-flagelamiento, poniendo una semilla en la literatura venezolana (y en el mismo Gabriel Jiménez Emán), quien, a través de crueles obstáculos, busca una auténtica trascendencia.
Juan Carlos Santaella
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entro de los múltiples caminos y diferentes posibilidades temáticas, estéticas y conceptuales que ofrece la prosa de ficción venezolana contemporánea, la obra de Gabriel Jiménez Emán ocupa, sin duda, un lugar significativo. Esta no es una simple declaración retórica o meramente historiográfica, hecha al margen de las verdaderas consideraciones críticas que todo buen proyecto literario debe exigir, sino una legítima constatación calibrada a partir de una obra densa, singular, fiel a sus originarias motivaciones escriturales e imaginarias, diversa y reflexiva según los particulares rumbos que la misma ha logrado inventar a medida que ella se fue escribiendo y expandiendo. El universo narrativo de Jiménez Emán adquirió entonces ciertas texturas y materialidades que la definen muy bien, y esta marca específica se debe, en primer lugar, a sus secretas filiaciones con una tradición literaria de muy concreta procedencia y, en segundo término, a sus propias obsesiones, miedos, misterios y revelaciones íntimas. Todo ello le ha permitido urdir un amplísimo tapiz narrativo afianzado en un modo de contar austero, sin dejar de ser imaginario puesto que lo que le ha importado como
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escritor es ampliar una territorialidad propicia al flujo de las correspondencias y amiga libérrima de lo extraordinario, de lo inusual. Habría que decir, por supuesto, que entre un libro como Los dientes de Raquel, obra de iniciales descubrimientos narrativos y, en muchos sentidos, un clásico dentro de ese heterogéneo conjunto de cuentos, relatos y novelas publicados en la década del setenta, y Tramas imaginarias, su último libro de relatos recién editado, se abre, reitero, una brecha literaria bastante amplia en donde ocurrieron fundamentales cambios y transformaciones inherentes a su propia obra. Desplazamientos estilísticos, otros puntos de vista, ensanchamientos de horizontes formales, inéditos paisajes, torcimientos de rumbos, ciertos deslumbramientos personales y la misma experiencia literaria que otorga el diario convivir entre palabras, antologías y traducciones diversas. Si de algún escritor venezolano pudiéramos decir que ha articulado, de manera fehaciente, una considerable “experiencia de lo literario” es, a mi juicio, Gabriel Jiménez Emán. Cuando subrayo la expresión “experiencia de lo literario” trato de insistir precisamente en un tipo de experiencia muy vinculado con los mecanismos internos, contradictorios y difíciles de la literatura y no, como quizá pudiera entenderse, con la aseveración poco feliz de experiencia literaria. Esta última alude, de hecho, a otra cosa muy distinta, ya que su denotación remite mejor a ciertos haceres prácticos, técnicos y hasta comerciales de la literatura. La experiencia de lo literario, en el caso de Jiménez Emán, se corresponde con una geografía interna de búsqueda de corrientes verbales, de padecimientos y sugerencias alucinadas, a medio camino entre la palabra, el rumor, la desazón y el silencio. En cierta forma, ha sido esa curiosa experiencia de lo literario lo que hace de toda su obra una diáspora inquisitiva, indagadora, siempre tratando de franquear los límites; lo cual quiere decir que la escritura
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de sus cuentos y relatos, va siempre acompañada de un ejercicio meticuloso de la poesía y el ensayo, la traducción y la crítica. Esta simultaneidad de escrituras es posible gracias a una concepción integral de la literatura, integración que supone para él un diálogo permanente entre los géneros, una coexistencia enriquecedora entre todos ellos. Jiménez Emán no puede ser un narrador, un poeta, o un ensayista a secas. Es, creo, un escritor que suele tal vez sentirse mejor en una escritura más que en otra, pero sin embargo las abarca a todas, las reconoce a todas en una especie de adulterio permanente con la literatura. A pesar de todo esto, considero necesario hacer algunos deslindes y consideraciones breves a propósito de su obra. Con seguridad –y en esto la crítica más honesta e inteligente lo ha sabido reconocer— la obra de Jiménez Emán ha creado un consenso mayoritario en trono a su producción narrativa y ha considerado menos sus filiaciones poéticas y ensayísticas. Esto se debe, por supuesto, al papel relevante que él le ha otorgado a la prosa de ficción, imprimiéndole una ventaja literaria mayor que a los demás géneros. Sus críticos han sido desiguales, algunos recriminatorios, otros comprensivos, y algunos, en menos medida, insustanciales e injustos. Al fin y al cabo, la crítica literaria en Venezuela ha sido un extraño ejercicio de conjura, denostación y exaltación desmedidas. Pocas veces se alcanza una escritura crítica que logre establecer con la obra una cercanía interpretativa que permite, en cualquier sentido, ayudarnos a leer con pasión, el deleite o el miedo requeridos para ello. Al respecto, la obra de Jiménez Emán, así como en una buena parte de los escritores venezolanos, los discursos críticos que se generan sobre ellos son incompletos o mal intencionados. Esto ha traído como consecuencia, entre otras cosas, obviar, en su caso, que al lado de un libro de ensayos literarios como Diálogos con la página, existan sus demás textos narrativos. La reflexión se cruza con la creación, y el
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ensayo literario convive con el relato. Sus artículos y crónicas respiran al lado de otro libro de poemas titulado Materias de sombra. En fin, y como señalaba al comienzo, su caso refleja, en el mejor sentido, al hombre de letras, es decir, una especie muy sui generis que sobrevive en una época donde las compartimentalizaciones y las especialidades literarias señalan el modo cómo se debe operar en literatura.
Tramas imaginarias le sigue casi inmediatamente los pasos a un libro suyo anterior; me refiero a Una fiesta memorable, libro escrito con un tono y un registro distinto a este último, elaborado a partir de una estrategia imaginativa más apesadumbrada y más interior. Salvador Garmendia lo definió como “un viaje a la profundidad de la conciencia, a la búsqueda del ángel extraño que al final no es más que un resplandor cotidiano.” De estos seis relatos que componen el volumen, uno en particular logró mi mayor atención, “El Barco”, denso relato en donde se asiste a un proceso de transfiguración humana, de iniciación vital dentro de un complicado mar de símbolos y metáforas subterráneas. Como ya es característico en la obra de ficción de Jiménez Emán, una serie de elementos cotidianos se mezclan con figuraciones fantásticas para producir ciertos efectos contrastantes. Con Tramas imaginarias la narración adquiere otros visos ciertamente menos metafóricos, memos simbólicos, para ir al encuentro con lo cotidiano pero en función de lo insólito, de lo inexplicable, del doble fondo que a veces posee la realidad. En este libro Jiménez Emán expresa una maestría sustentada en la simplicidad: sencillez ésta que me recuerda –y la semejanza no es caprichosa— a la escritura temática de algunos relatos de Carver, de Shepard, de Clive Sinclair o del mismo Richard Ford en un libro como Rock springs. En muchos aspectos, Jiménez Emán la debe algo al relato moderno norteamericano, tanto a la forma como al contenido, y con ello quiero decir que si existe una narrativa que ha sabido hurgar con asombroso desparpajo humano en las relaciones afectivas, mentales,
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psicológicas de su contemporaneidad, esa ha sido, en verdad, la prosa de ficción norteamericana de este siglo.
Tramas imaginarias posee, a mi juicio, dos grandes virtudes. La primera radica en una importante economía verbal, cuyo rigor permita que la anécdota discurra con gran fuerza expresiva y sugiera lo que deba de hecho sugerir. Hay una escritura verbal limpia, capaz de sostener al relato en su propósito central, como son los casos de los relatos “Coartada celosa” o “Misterio carnal”, en donde la pesquisa policial se enreda adrede con la filigrana erótica, y los sueños buscan su exacto equivalente real, o el suicida no es menos suicida en su final meditación desde un fondo de oscuridad suprarreal. La poca metaforización de esos relatos, su escaso lirismo en el enunciado, le imprime una fuerza narrativa que hace inevitable una lectura atenta y cómplice. Otro equivalente literario encuentro en los relatos de Tramas imaginarias con el escritor brasileño Rubem Fonseca, específicamente en sus libros Feliz año nuevo y El gran arte. ¿Será que comparten acaso, una misma tradición, no sólo literaria, sino también urbana y afectiva? La segunda cualidad es indisoluble de la primera y tiene que ver con los argumentos elegidos para sus temas. A pesar de la variedad temática del volumen, en cada un de ellos se asume a una tragedia casi común cuyos leit motivs oscilan, por lo general, en el amor y sus derivaciones, a la fatalidad a que están sujetos nuestros actos, las ironías eróticas, las grandes paradojas existenciales, la soledad esencial y definitiva. Sobre todo el amor y sus funestas consecuencias (celos, traición, abandono, eros reprimido, crímenes pasionales) tienen una presencia contundente y diría casi absoluta. Es el amor y sus múltiples misterios o es la soledad y sus veladas prefiguraciones.
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Una excursión al subterráneo, un viaja a la profundidad de la conciencia, a la búsqueda del ángel extraño que al final no es más que un resplandor cotidiano, constituyen el propósito de Una fiesta memorable, cuyo anfitrión es también su propio huésped. Los personajes que desfilan vertiginosamente son apenas gestos, trazos agresivos, aullidos, alguna mueca desdeñosa o amarga.
Salvador Garmendia
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o más auténtico o quizás lo más sorprendente en una literatura joven, es su antigüedad. Prueba de ello, es que cada vez que arrojamos una sonda en Joyce, encontraremos profundidades más remotas. Un lecho visceralmente antiguo se mueve sin cesar en el Ulises, libro imperturbablemente joven. En el caso de Una fiesta memorable, el relato fantástico y reflexivo de Gabriel Jiménez Emán, la memoria nos devuelve velozmente a Quevedo, cuyos Sueños son todavía hendiduras en el mundo real, un vistazo bajo la costra. Esa grotesca pirueta del tiempo, tras de la cual el autor de La hora de todos desata sobre el mundo cotidiano una invasión de homúnculos, injertos disparejos, criaturas gesticulantes y deformes que escapan por las grietas de las alcobas y los confesionarios, se convierte para Gabriel en un episodio cotidiano que, partiendo de un punto de reposo (la imagen apenas susurrante de la carta que se desliza por debajo de la puerta) inesperadamente se desquicia para conducirnos, con nuestras mismas ropas de diario, a cierta dimensión ilusoria, opresiva y aturdidora, cuyos habitantes no alcanzan a perder de un todo la compostura y los buenos modales.
El humor estalla en medio de formas humanas, volviéndolas añicos; el instinto se cuela por todas partes; el aturdimiento, la soledad, el latido de la conciencia, el miedo y finalmente ciertos rasgos, también, de ternura y nostalgia, que hacen aparecer las imágenes de la infancia. Al final de cada instancia acude la fatiga, la enfermedad, el asco y la necesidad de reposo, que ha de concluir cuando otra embestida del tiempo nos arroje una vez más al antro de la fiesta, donde nos recibirá la pesadilla y el aturdimiento. Como en todo descenso a los infiernos, el autor hace funcionar la trampa; no es posible permanecer afuera; bajaremos con el invitado, seremos contaminados con él, el tormento nos alcanzará por igual en cada uno de los anillos y finalmente conseguiremos escapar a la superficie fatigados y aleccionados, aunque definitivamente contagiados también por la fascinación de la aventura. Pero no acompañaremos al solitario invitado hasta el final; nos quedaremos, al amanecer, en una esquina, mientras él se adelanta, camino a su casa. Nosotros, entre tanto, hemos dado la vuelta y nos alejamos del lugar, olvidándonos ya de aquel fatigado personaje, que ahora sueña verdaderamente en su recinto cotidiano donde no tenemos cabida. Ese extremo de su soledad es incomunicable.
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Gabriel Mantilla Chaparro
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n algunos escritores contemporáneos, la obsesión de escribir se refleja en el mismo carácter de su desborde imaginativo. En el caso de Gabriel Jiménez Emán esto queda plenamente demostrado a lo largo de su obra en prosa, e incluso en alguna parte de su poesía. El escritor insufla en sus personajes un comportamiento orgiástico, hedonista, que revela una fiesta de los sentidos donde participan el azar, la imaginación, la bohemia, lo lúdico, lo sensual y algunas pretensiones de índole intelectual, de compromiso con la vida como afluente permanente de la aventura de escribir. El autor se ubica ante un mundo caótico, fragmentario, licencioso, y decide aceptarlo en función de los más inmediatos apetitos, herramientas para vencer el tedio y asumir la poética de la cotidianidad, con lo cual nos ubica en nuestra propia realidad: así somos; vivimos la vida como un laberinto azaroso, nos fundimos en lo oscuro, a la noche, donde somos unos héroes cotidianos, anónimos transeúntes de grandes ciudades, esos lugares geométricos en los cuales se concentran la satisfacción y la desgracia humanas; con cierta dosis de irreverencia, evitando sucumbir en forma pasiva, nos aferramos a situaciones donde tenemos que jugarnos el todo por el
todo, conscientes o alucinados, pero siempre en un estado de máxima fulguración existencial. La realidad no es más que un espejismo alucinante, que nos lleva de una a otra dimensión, y ésta nos exige la persecución del sueño y de “otra realidad” para que en ella hagamos uso pleno de una libertad que nos niega la sociedad racional. En esa “realidad otra” (Cortázar) se desdibujan las implicaciones políticas, sociales, colectivas; sólo pervive lo estricta e individualmente humano. Estos personajes se sumergen en esa ilusión, algunas veces cercados por situaciones aberrantes, que son reflejo fiel de los diversos lastres de nuestro mundo real. Personajes que tienen el placer, la desgracia y la libertad de pasar inadvertidos para una sociedad individualista (límbica), por lo que se llega a la conclusión de que vivir a contracorriente debe tener algún sentido, por lo menos en el aspecto filosófico, existencial. De allí al outsider, el personaje en franca libertad de movimiento, aislado de cualquier otro compromiso que no sea el estrictamente literario, con él mismo.
Una fiesta memorable (Editorial Planeta, Caracas, 1993) nos lleva a recordar a autores como Franz Kafka, Keith Gilbert Chesterton o Giovanni Papini por lo que tienen en ese vínculo con lo absurdo, lo alucinante, lo libre de prejuicios críticos o sociales, y ese marcado culto a la individualidad (soledad) como único reducto para evitar el zarpazo enajenante. Ironweed, la novela de William Kennedy en la cual se basa el film donde actúa magistralmente Jack Nicholson, sería un punto magnífico de comparación con esta obra. Asombra la predisposición de individualizar al extremo al personaje, mediante una holgada narración, cónsona con las virtudes del género a que pertenece (hay algunas novelas tan farragosas y amodorrantes que frustran un poco al lector, como si se nadara en un río lleno de escombros); se narra sin decorados, directamente, en forma simple, un hecho que no soporta otras complicaciones que las necesarias y suficientes. Lo que hace un Juan Carlos Onetti con sus personajes
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íntimos esencialmente, no vinculados férreamente a terceros elementos, en una estructura fragmentaria de varios planos, se desplazan hasta alcanzar una muy aceptable unidad. El personaje es irónico, autocrítico, se burla de si mismo, y tal es su concentrada presencia que los demás personajes resultan etéreos, incluso cuando actúan en calidad de “testigos”. Se podría uno atrever a decir que esta es una novela de un único personaje, ya que el soñario viene a ser un reflejo de si mismo, un döppelganger, un “paredro” en términos cortazianos. Ese innominado existidor, al igual que la estructura narrativa, busca el sentido momentáneo de una vida que es también fragmentaria y absurda. Va por el mundo libre en pensamiento y acción, alucinadamente, pero consciente, al punto de que las más vulgares situaciones cobran un tratamiento interesante, como puede alcanzar otras más relevantes, por ejemplo en la “Entrevista con el soñario”, otro relato de este libro que recoge algunos fragmentos y textos ya publicados por el autor, algunos de los cuales son partes de entrevistas o reflexiones sobre el hecho creador. Esperamos –es cierto— un mayor despegue del personaje hacia otras dimensiones e intensidades narrativas. El personaje existidor de esta fiesta memorable no regatea la vida, la acepta como viene, se deja llevar por ella, la busca, está asido a ella y la navega con su juego de ilusiones, ocupando su lugar sin mayores pretensiones intelectuales, sin falsas imposturas de poder ni moralizantes. Es, ya se dijo, un existidor, nada le perturba, es libre en esencia, no lo carcome el ansia de racionalidad; vive la realidad a través de la imaginación y la cumple, en las variadas situaciones, con dar respuesta válida sólo para si mismo; se sumerge en lo grotesco, lo exagerado, lo banal, lo intelectual, lo hedónico, lo alucinante, lo incierto, sin experimentar transformaciones traumáticas, como cualquier jugador de ajedrez cambia de fichas. No es tormentoso, ni presa de dudas existenciales mayores que las que le ocupan para alcanzar su rango de personaje literario en el marco novelesco.
Ida Gramcko
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n Una fiesta memorable (Planeta) Gabriel Jiménez Emán inventa una palabra, a la que corresponde un menester: el soñario. Interesa especialmente del libro, libro de relatos, el juego o dinamismo de la introversión y extroversión que se desarrollan en el autor, quien vislumbra lo indefinible cuando dice: “vi algo dentro del algo invisible que veía sin ver o mejor intuir”, palabras que parecen comprometerle a una ascensión interior. Un pensador decía que para creer tenía que ver. Partía de las cosas sensoriales. Grave error, pues lo profundo es lo que no se ve, huele o palpa. El soñario, curioso personaje, expresa a su visitante que. “perdone este acto tan grotesco, pero la contratapa dice más que el contenido, quiero decir que las hojas—sino, dejando caer del pulgar casi todas las páginas del libro—y que conste: no tengo biografía.” De ahí lo introvertido que el escritor señala con auténtica gracia. Porque a veces las personas viven tan hacia adentro que no desean la expresión, pues lo que importa es la sensible cerrazón, una reserva hermosa y digna; son las personas como preciosas contratapas.
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Lo que se vierte o vuelca, las páginas en este caso, son menos importantes que la interioridad. Estas criaturas incluso resultan esquemáticas o cuando la emoción las traspasa quieran o no, son un bello esquema vibrante. Son los personajes del pino y del vitral. Y también, dentro de su vigilia, casi góticos, padecen por lo que sucede en el mundo, pues lo ven muy objetivamente, y se llenan de desconsuelo pero no lo derrochan. Sería, en los dos casos, introvertido y extrovertido, lo mismo que cotejar la poesía de Whitman, donde todo interviene, hasta la yerba, y la prosa de su maestro Emerson que, aún dentro de su protesta, tiene el temple del acero toledano. La extroversión, propia de Whitman, de Neruda, de Huidobro, se manifiesta en Jiménez Emán: “¿Hasta cuándo iba a estar buscando puertas para salir? ¡Estaba harto de las puertas!... y abrir, al fin, la maldita puerta…Legar otra vez a ella y a su puerta me recordaba la fiesta en la que había hecho todo lo posible por alejar de mí la soledad”. Es el anhelo lírico, que necesita ir hacia afuera, desplegarse, rodearse con las cosas, pues distinto al que calla o al recóndito, no tiene a menudo la llave de plata. ¿Qué le sucede al personaje? Embebido en lo circundante, ama la flor, los animales, y cuando teme “ante el miedo a lo desconocido la mente obliga a buscar cosas inmediatas.” Habría que analizar despaciosamente, en estos raros relatos, cómo la introversión y la extroversión trazan un difícil camino. Un conocido pensador ha escrito unos fragmentos: “Frente al objeto, quiere imponerse (el introvertido) y “contra su voluntad le impresiona, insistente, el objeto, “la relación con él se vuelve primitiva” y “objetos nuevos y extraños provocan temor y recelo, como si encerrasen peligros ocultos” y todo ello referido a la introversión. Entonces ¿cómo las frases de este escritor, volcado hacia las cosas, cobran características mágicas? ¿Se trata de lo interno o de lo que se vierte? ¿Se deben estas cosas con vinculaciones mágicas a su interioridad?
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Leemos de Jiménez Emán: “Las escaleras iban haciéndose más pequeñas, como construidas por gnomos o duendecillos, y eran de tal modo circulares que muy bien hubieran podido representar un arquetipo de la pesadilla de un loco”….y “a punto ya de ser vencido de ser vencido por el miedo, llegué al lugar central de aquel mundo…” ¿Qué es lo que resalta en estas páginas: ¿un caos que deviene de fuera o un remolino desde dentro? Sea de un modo u otro, el laberinto es intenso y sólo puede ser suavizado cuando se visita al soñario. Este dice que “el poeta pareciera…tener la certeza…de no tener nada, y ese es su alimento más precioso. No poseer nada, para decirlo todo…las afirmaciones rotundas son improcedentes en un soñario.” Estas frases manifiestan que el soñario posee una fluidez, una fluidez con cierto escepticismo, pues habla “como si hubiese rezumado el desarraigo humano.” Llega un momento en que esta fluidez no impetuosa se asemeja a una fina despreocupación. “El don de hablar” – dice el soñario de Jiménez Emán—sin nada qué perder o ganar.” Entiendo que un impulso desinteresado mueva a expresarse, pero hay ciertos encuentros, con personas o cosas, ciertos afortunados desenlaces, ciertas superaciones, que significan hallar, conocerse y acaso ser criaturas plenas. El autor, diferente al soñario, cambia un momento y casi fluye también: “se abandonaba al halo, al aliento, al viento, al espacio…” Ello puede darse; se trata del dejar ser, pero si hay en nosotros un profundo anhelo redentor, un deseo de corregir lo social, un íntimo desasosiego ante la frustración y el dolor humanos ¿no lo conduce esto a decir: “ser veraz y auténtico: denunciar.” Según el soñario, el denunciante auténtico “se deja conocer por su propia curiosidad, y se va llenando hasta provocarse la sed.” Difíciles y atrayentes problemas se plantean en el libro de Jiménez Emán, donde se combinan mundo y alma.
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subjetividad. Si, como señalara Von Villers, en “extraños que moran en las profundidades del océano”, la “pantalla” de la subjetividad es el horizonte para las más imprevisibles representaciones.
Víctor Bravo
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n la “Nota preliminar” a los Cuentos breves y extraordinarios compilados por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, se afirma que “lo esencial de lo narrativo está en estas piezas; lo demás es episodio ilustrativo, análisis psicológico, feliz o inoportuno adorno verbal.” La obra de Borges ha puesto en evidencia cómo el limitado espectro de lo fantástico, al igual que el relato policíaco inventado por Edgar Allan Poe, puede convertirse en uno de los grandes andamiajes de la estructura del relato, a partir de la cual, por las más insólitas combinatorias, es posible gestar el espesor de la escritura. En Los dientes de Raquel (1973) y Narración del doble (1978) el autor explora y configura un peculiar ámbito narrativo que tendrá, a mi juicio, una realización plena en los 16 cuentos que integran Relatos de otro mundo (1987). Estos nos aterran, nos extravían o nos seducen, irrumpiendo en zonas débiles o poco resguardadas por nuestras coordenadas y certezas de lo real, y que habitan en el interior de nosotros mismos: el sueño, la locura o simplemente las representaciones engañosas o sorprendentes de la
El libro se abre con un breve texto, “El idiota”, que pone en cuestión, a través de la textura narrativa (haciendo posible una causalidad sostenida en datos externos), la limitada visión del idiota la descubre en la misma textura de la piel del sabio. Quizás aquí se están señalando dos posibilidades, distintas y distantes, de alcanzar una visión: la una exterior y objetiva, la otra interna y subjetiva; la una a través del patrón científico, la otra fundada en la supervivencia de la sensibilidad. Para el lector, a su vez, la luna es señalada, simultáneamente, como una realidad externa a la “textura” y como una realidad tramada en la textura misma. ¿No puede esto transponerse como una metáfora de la compleja referencialidad (a la vez interna y externa) propia del relato? En “La oreja de H”, en una clara remisión a “La nariz” de Gogol, la pérdida de la oreja genera una causalidad de lo absurdo (presente también en otros textos) que se abre, por un lado, hacia la paradoja (la ausencia origina una supracapacidad de oír) y, por otro, hacia esa gran desembocadura que encontramos casi siempre al final del absurdo: la insinuación de un sentido alegórico. La carencia de la oreja, encontrada finalmente entre los papeles de la oficina, insinúa su correspondencia con Kafka, con la vida de carencia del empleado. En “La película”, la transposición de la 1ª a la 3ª persona narrativa permite la irrupción de un ámbito en otro, fundiendo en uno y de manera vertiginosa los destinos de la pantalla y del espectador; cifrando el crimen, la tragedia. Muchos cuentos de Jiménez Emán, como los “cuentos— plantas” de Felisberto Hernández, crecen como múltiples hojas entregadas al lector para que él mismo trame el sentido; así, en “Moisés lee la Biblia con su padre”, junto con la intertextualidad con el texto bíblico, evidente en el título, se producen irrupciones de lo desconocido que
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pueden tener explicación racional (los ruidos de la casa) y/o fantástica (la presencia del padre puede ser la figura del fantasma o la visita del padre no muerto sino, como indica el cuento, “desaparecido”. Por otro lado todo ocurre en la “pantalla” de la subjetividad del personaje, “alucinado por la lectura”. Siempre un ámbito imaginario otro (la pantalla de cine, el libro…) alimenta la subjetividad y proyecta, como en los mejores cuentos de Uslar Pietri, la posibilidad de lo fantástico. En “Hojas de mis días de pintor” las metamorfosis entre el cuerpo del pintor y el cuadro generan causalidades absurdas, y superpone situaciones en la mejor tradición felisbertiana, regresando por vías indirectas, y con las posibilidades de la estructura misma del relato, al problema de la creación o la pura forma, y hasta la ausencia de la obra misma, convierten este cuento, a primera vista incongruente como la misma travesía creadora del pintor, en un texto con sus “leyes internas” que articulan la metáfora de la búsqueda de la expresión artística; y también de la real imposibilidad de alcanzar esa expresión. En “Un viajero cansado” estamos una vez más ante la proyección fantástica en la “pantalla” de la subjetividad. Desde el sofá del hotel el viajero vivirá, en su subjetividad cansada, la proyección de su deseo (estar realmente descansando en una habitación); en el bar, “con una leve ebriedad”, la subjetividad proyectará hechos insólitos (un lagarto atravesando la habitación) para, finalmente, afianzarse en un dato objetivo, la voz del recepcionista, la cual articulará esas proyecciones fantásticas a situaciones absurdas, y así gestar el último sentido: los signos cambiantes e imprevisibles del hotel son para el viajero cansado los signos del acecho y del peligro. Tanto “Muñeca de azul” como “El otoño de la amante” retoman, mutatis mutandis, el tratamiento narrativo abierto por Hoffman en “El hombre de la arena” y continuado por
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Felisberto Hernández en “Las hortensias”: la trasposición de lo inanimado (la muñeca) a lo animado. En “Muñeca de azul” la muñeca es, como en los antecedentes mencionados, el objeto del deseo, disfrazado por una razón externa (se desea la muñeca para la “hijita”); en el otro cuento estamos ya en presencia de la “muñeca amante” quien, desde su inmovilidad, es capaz de tomar la más extrema de las venganzas. “La puerta sellada” retoma el sentido de la puerta como límite y separación entre un ámbito “otro” lleno de peligros y lo real, tal como ha sido planteado en “La puerta en el muro” de H.G. Wells y “La puerta cerrada” de José Donoso. En el cuento de Jiménez Emán esa alteridad tramada por el sentido de límite de la puerta, plantea analogías con los ámbitos de la vigilia y el sueño, y con la presencia de objetos agresores. El final del cuento, cuando el personaje se encuentra simultáneamente en los dos ámbitos, lleva lo fantástico a posibilidades extremas. En “La paz de los campos” el lugar “otro” para lo imprevisible es el campo ante la “persona urbana”. En “Los infieles”, una historia de amor, infidelidad y venganza se alimentan de un continuo desplazamiento entre la vigilia y el sueño. Y en “El señor diciembre” a través de un sentido alegórico, se insinúa la analogía entre la “felicidad” absurda y contradictoria del mes de diciembre con la “felicidad íntima” que se reconstruye en medio de miserias y limitaciones, y que finalmente se revela como ámbito de la locura. En “La otra cara del vampiro” se invierten las pautas narrativas que sobre este personaje establecieron John Polidori y Bram Stoker: un vampiro que decide salir a plena luz del sol, contraviniendo todas las previsiones sobre la estirpe de los vampiros que en el mundo de la imaginación han sido (será reflejado en el agua; en vez de sed de sangre sentirá hambre) es purificado por la luz solar y será aniquilado no por el sol sino por la noche. Es evidente el sentido irónico de esta nueva combinatoria.
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En “1985” se ensaya un relato “futurista” y en “La planta” ese ser de afuera se apodera del espacio de la casa en una continua metamorfosis de seducción y acecho. Finalmente en “El objeto memorioso” la puerta es, una vez más, límite para la trasposición temporal y de destino del personaje. En ese cuento, como en muchos otros del autor, se privilegia lo que hemos llamado la pantalla de la subjetividad, como escenario o proyección de lo alterno y de las posibilidades de lo fantástico. Un personaje lo afirma explícitamente. “Llamamos fantasmas a la encarnación de nuestras decepciones o ilusiones. Si en la noche algo extraño se mueve entre las sombras, son nuestros nervios, aguzados por las ráfagas de una mirada febril. Todo está en nuestra mente.” Muchos de los instantes prodigiosos del libro de Jiménez Emán, se producen cuando la proyección subjetiva se corrobora o se continúa en los elementos objetivos.
Eloy Yagüe Jarque
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e Gabriel Jiménez Emán se pueden decir muchas cosas: la primera, que su aventura literaria comenzó hace muchos años de la mano de su padre, el poeta Elisio Jiménez Sierra, destacado escritor larense que un día decidió asentarse con toda su familia en San Felipe, tal vez para estar más cerca de las montañas de Sorte, hogar de la diosa María Lionza, la Venus venezolana. Así pues, Gabriel creció en un hogar propicio al arte en general y a la creación literaria en particular, por lo que no debe extrañar que en los años setenta lo podamos ver en la neblinosa Mérida estudiando letras junto a una pandilla de escritores encabezada por Salvador Garmendia, a la sazón director de cultura en la ULA. Gabriel tenía 23 años cuando en la ciudad de los Caballeros salió publicado su primer libro Los dientes de Raquel, en el cual se revela como un adelantado de la narración breve, minicuento o microrrelato –como prefieran llamarlo— en nuestro país. Hoy en día ese y otros cuentos iniciales de Gabriel tienen éxito en España, donde fueron publicados por la Editorial Thule de Barcelona bajo el sugerente título de El hombre de los pies perdidos.
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Pero Gabriel no es sólo cuentista, sino también poeta, novelista, ensayista y antólogo. Después vinieron libros como Saltos sobre la soga, Narración del doble, La isla del otro, Los 1001 cuentos de 1 línea, Materias de sombra, Relatos de otro mundo, Una fiesta memorable, Tramas imaginarias, Baladas profanas, Mercurial, Sueños y guerras del Mariscal, Provincias de la palabra, La gran jaqueca y Paisaje con ángel caído, entre otros. Pero en todos esos libros ya está presente lo que habría de caracterizar su narrativa: ese juego mortal de caminar sobre el delgado filo de la navaja que separa la realidad de la fantasía. Ahora nos entrega La taberna de Vermeer (Alfaguara, 2005), un libro de cuentos en los que el narrador funámbulo ejercita su culto al equilibrio suspendido sobre la cuerda floja de la ambigüedad. En el prólogo el propio autor se dispensa por haber dividido los relatos en dos grandes bloques: la primera parte se llama ficciones reales; la segunda parte ficciones inventadas. En mi caso, como lector de estos cuentos, no sé si perdonarle a Gabriel esa división, que sólo contribuye a la confusión de los estudiantes de la literatura y por supuesto, de los acartonados profesores de letras. Entiendo que toda ficción es invención, un proceso de escritura que consiste en utilizar la imaginación para crear mundos en lo que, como en este, todo es posible, ya que es el reino de las palabras. Tal vez a lo que se refiera Gabriel es que los cuentos de la primera parte se parecen un poco más a la “realidad real”, con toda su carga de exterioridad –uno de ellos, “Matar a un ángel”, recrea una historia desde el punto de vista policial— mientras que los de la segunda parte son como más subjetivos. En todo caso, lo que recorre a todos estos relatos es una portentosa imaginación que sin embargo no llega a
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desembocar en una fantasía desasida de la realidad. Fiel a su herencia surrealista y patafísica, Jiménez Emán da rienda suelta a su exacerbado sentido lúdico en cuentos como Las piernas, donde un hombre lleva a sus últimas consecuencias su obsesión por tan destacada parte de la anatomía femenina. Debo señalar que él es uno de los autores que más gozosamente describe la sexualidad de sus personajes, en un país como Venezuela, donde el erotismo ha estado lamentablemente ausente de la literatura durante muchos años. A pesar de vivir en San Felipe, Gabriel es un autor netamente caraqueño que ha recorrido esta ciudad lo suficiente como para conocerla perfectamente. Así pues, la mayoría de sus narraciones están ambientadas en la urbe donde tantos años habitó. Por ellos sus personajes tienen esos tics neuróticos y manías persecutorias tan propias de los citadinos. En “El hombre de la esquina sombría”, un habitante de la calle se arriesga a ser acribillado a balazos por robar de un supermercado unas latas de sardinas; en otro cuento del volumen, llamado “Novela” se desenvuelve una historia de celos y traición que terminan con la ruptura de una pareja. Podrían decirme, y con razón, que estas son historias comunes, harto conocidas en Caracas. Sí, es verdad, pero para Gabriel son apenas excusas anecdóticas para lograr adentrarnos en el mundo interior de sus personajes. Ahí experimentamos el vértigo como cuando asistimos al traspié del equilibrista en la cuerda floja. Pero justamente allí, en la subjetividad de los personajes, es donde está servida la mesa para el gran banquete imaginativo que nos ofrece este autor. Sus personajes son seres que viven, simultáneamente, al borde del hastío y en el umbral del esplendor. Transmiten algo que se podría denominar tedio vital, sino fuera porque la expresión me parece ya trillada. En todo caso, un aburrimiento que tal vez
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sea la mejor enfermedad de nuestra época, ya que roza la náusea existencial. Lo que observo en los relatos que componen el libro La taberna de Vermeer y otras ficciones es que Gabriel se revela en ellos como un maestro en el arte de describir estados de ánimo, emociones, manifestaciones de la subjetividad, algunas de una sutileza tal como las nubes evanescentes que cambian de forma y de color en el cielo. Como en las bizarras películas de David Lynch –director que a mí me consta que Gabriel admira— los personajes se adentran en ámbitos impredecibles. Un hombre solo en una casa, fastidiado, decide tomar su automóvil y manejar con rumbo desconocido. Quiere irse, no sabe a dónde, pero necesita salir antes de asfixiarse de incertidumbre. Entonces comienza un periplo vital que lo puede llevar a los lugares más insospechados, a un bar, a un burdel, a una gasolinera, al pasado, o a un cuadro de Vermeer. Pero estos sitios no son tales, son paisajes del alma, comarcas metafísicas donde proliferan los ángeles caídos. Los personajes buscan, buscan, hacen su vida en la procura, pero ¿de qué? Tal vez ni ellos mismos lo saben. Lo cierto es que el surrealismo inicial de Gabriel, muchas veces efectista –ya que esto es inherente al surrealismo— ha cedido el paso a un escritor mucho más atento a la descripción de las sutilezas interiores que al despliegue de anécdotas impactantes. Lo grotesco sigue presente, sí, pero atenuado por el arabesco. El continuo monólogo interior de muchos de los personajes de las ficciones de La taberna de Vermeer, basta al autor para hacernos atravesar por insospechadas texturas narrativas que recorremos a ciegas, sin saber qué viene a continuación. Acostumbrados como estamos a un orden lineal, previsible, creemos que después de 1 viene 2, después de a, b y así sucesivamente.
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Pero nada de esto ocurre, los cuentos de Gabriel siempre nos sorprenden, siempre nos desconciertan. Aquí nada es lo que parece, todo puede suceder; las relaciones de causa y efecto quedan abolidas, mientras nos adentramos en los misteriosos recovecos del espíritu aprisionado en su celda de carne y hueso, en un mundo y un momento histórico que se destruye a si mismo a pasos agigantados. A esta suerte de cartografía psicológica se suma ahora, enriqueciendo la escritura, la vivencia del terruño, la casa familiar llena de presencias entrañables, y que aún mantiene en sus paredes los enigmas de la vida y de la muerte, que se manifiestan en el lento andar del gato blanco, o en el de las muecas risueñas de los familiares difuntos cuyos retratos cuelgan en las paredes. Mientras, de afuera llegan los cantos cacofónicos de la mal llamada civilización, Gabriel nos convida al ritual del silencio en las moradas interiores; tiende el mantel sobre la mesa de madera en la cocina, vuelta taberna de Vermeer, enfría los vinos y cuida el fuego que alimenta la marmita alquímica donde bullen las palabras a punto de transmutación, y con su arte literario nos permite reencontrarnos con olvidadas regiones de nosotros mismos.
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“Nada de lo que decía Nicolás era ficción.” Como podrá consignar un lector futuro de esta novela, el infierno aquí es real; se puede decir que ciudades como New York y Caracas, el tráfico de vehículos, el problema de la basura, la polución, la contaminación atmosférica, etcétera, son otras tantas metáforas contemporáneas del infierno. Reconocemos aquí barrios de Caracas: Los Frailes, los Magallanes de Catia, Gato Negro, esos “paraísos del mal”, esos “infiernos bellos”, como los llama Julián Martínez.
Rafael Garrido
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e aquí una novela de anticipación o de “ciencia ficción”, cuyo asunto –el infierno y sus metáforas— nos atrapa desde la primera línea. Averno, publicada por la editorial El perro y La rana, del escritor y poeta Gabriel Jiménez Emán. En efecto, signado por una explosión –en ese momento estaban dinamitando el retén de Catia—nace en la maternidad Concepción Palacios de Caracas uno de los principales personajes de esta novela: Juan Pablo Risco. Dos espacios, pues, considerados tradicionalmente como metáforas del infierno: las cárceles y los hospitales; y, como telón de fondo, esa otra metáfora del infierno que es la droga, sobre todo en las grandes ciudades como New York y Caracas: la droga y sus abismos de perversión, prostitución, sicariato. Barrios oscuros, bares de mala muerte, tráfico de drogas, etc., metáforas que reproducen otras metáforas hasta el infinito, como la miserable que llevan muchos de sus habitantes abandonados en las calles, o como el abismo sin fondo en que cae el drogadicto, víctima de una red de narcotraficantes más infernal todavía. Realidad o ficción, no sé, pero muchas veces se ha dicho que la realidad supera a la ficción. En este sentido la voz del narrador nos advierte:
Juan Pablo Risco y Nicolás Kai interactúan en esta novela como compañeros de viaje o de aventura, hacen planes, conversan, recorren la ciudad, oyen música, se meten su tabaquito de marihuana, etcétera, aunque esto último no genera en Nicolás ningún sentimiento de culpa, ninguna contradicción, ninguna conmoción. Nicolás es un antiparabólico, un calaverea. En cambio, Juan Pablo es un muchacho díscolo, expresa una culpa, sufre de pesadillas y alucinaciones y parece como marcado por una explosión. Sin embargo, algo los redime: el hecho titánico de querer salvar el mundo no sólo de una red de narcotraficantes, sino también de una corporación diabólica internacional que se dedica al tráfico de órganos (brazos, ojos, piernas) para fabricar coles humanos. Para lograr estos objetivos forman lo que ellos llaman una “vanguardia ética”. En este sentido, la novela se puede considerar como una novela de aprendizaje, de formación de un lector x. los “clones” son especies de momias teledirigidas no se sabe por quién, acaso por una computadora gigante como la Hall 9000 de la novela 2001 Odisea del Espacio, de Arthur Clarke. Esta corporación promueve, pues, la clonación en sus laboratorios de muerte. Anticiparse a la Creación, dice Borges, es perder el tiempo, es creer que una sola célula puede representar a todas las células del Universo, que es plural. Borges tiene razón, pues al tratar de fijar en el microscopio una sola célula y separarla de las demás, estamos estableciendo una división
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que en la realidad no existe, porque todo es Uno, termina diciendo Borges. Toda anticipación, dice un viejo pergamino medieval, así sea de un milímetro de segundo, es abismal, y todo lo abismal admite y participa del Mal. El horror de la clonación es la mayor metáfora del infierno que registra Averno: la absurda idea del la genética de querer hacer una mala copia de los seres humanos. Pienso ahora, por ejemplo, en Rebeca Henríquez, clon de Sara Amarilis, hija de Nicolás Kai; muchacha ella también víctima de esta red de narcotraficantes de la cual Juan Pablo deberá rescatar, ya por su varonil encanto hacia ella, ya por la amistad con Nicolás. En la página 124 de Averno se lee: “—Sí –dijo Nicolás–. Esa muchacha que acabas de ver es un clon de mi hija Sara, pero sin el alma de ella. Tiene otra mente, otra conciencia. —Eso es terrorífico—dijo Juan Pablo.” En esto consiste, tal vez, la eficacia de esta novela: en hacernos ver todo el mal que puede haber en el mundo sin hacerle sin hacerle mucha resistencia. Tratándose del infierno habrá que considerar su duración. Unos piensan que los tormentos y castigos del infierno son eternos, que no hay posibilidad alguna de salvación, mucho más ahora que ha sido derogado el Purgatorio por el Papa Benedicto XVI. Otros, como Borges, piensan que no, que la eternidad no es atributo de la naturaleza humana caída, es don de Dios en Jesús; quien la recibe, la recibe con gracia. El Purgatorio era conocido como lugar “donde el alma humana se purifica y se hace digna de subir al cielo”, era el segundo reino de Dante. Aquel viejo pergamino decía también que “las almas del Purgatorio preferían presentarse ante Dios con una sola mancha.” Otra de las metáforas del infierno que podríamos rastrear en Averno es el erotismo, es decir, el eros que en lugar de liberarnos, nos hace prisioneros de nuestras propias
pasiones. La voluptuosidad, el placer, las supuestas delicias de la vida todos queremos disfrutar, gozar sin límite: el embarque para Citeres es general. En este sentido, como decía Herbert Marcase en sus ensayos críticos de la sociedad contemporánea, el erotismo actual es de un vacío existencial que pide ser llenado por la sociedad de consumo: a diario somos bombardeados por imágenes eróticas en la televisión y el cine. Soñamos con Naomi Campbell, por ejemplo, acostada sobre un carro, pero Naomi es eso, una pantalla, no una realidad en las piernas del que la sueña. No recuerdo en qué círculo del Infierno coloca Dante a los voluptuosos; no recuerdo si Ovidio estaba en ese círculo, pero tengo la impresión, no sé, desde que leí esta novela, que vivimos en un infierno erótico terrible. Proveedores de erotismo nos bombardean por todas partes. El tormento de los voluptuosos, según Dante, es insoportable. Se les muestran placeres inalcanzables, delicias que son puro espejismo, pompas de jabón, y, libertinos al fin, los encierran en jaulas de hierro al rojo vivo rodeados de una legión de diablas con el cuerpo y el rostro de Sharon Stone, la cual podrán ver en todo su esplendor de mujer madura, pero no tocar, en pocas palabras poseer, como es su costumbre de macho cabrío, en tiempo de guerra, dice el hombre de la calle, cualquier huequito es trinchera. La voluptuosidad está presente en Averno como un elemento más del mal –situado éste en un contexto social—pero Averno es menos una especulación teológica sobre el bien y el mal que una realidad. La novela nos atrapa por sus escarceos voluptuosos a nivel de lenguaje, se nota cierto gusto o gozo por la descripción realista pero sin caer en la chatura realista en la concepción general. Valga la paradoja: a veces roza lo pornográfico, lo directo, como en las mejores páginas de Henry Miller. Con cierto estilo periodístico poco a poco nos vamos enterando de la situación política, social y económica de Juan Pablo Risco como también de sus tormentos eróticos con Ruth y Josefina. Relaciones tormentosas en las
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cuales las parejas terminan destruyéndose, extraviándose en el odio, o, como decía José Bianco: “el odio, ese amor extraviado”, aunque no parece haber odio en Juan Pablo en sus relaciones con Ruth y Josefina Montero; él las piensa mas bien con cierta nostalgia. Sabemos que con eros comienzan nuestras primeras necesidades vitales. Pero ojo: una cosa es el amor y otra el sexo, la “llama doble” de que habla Octavio Paz. De lo contrario podríamos caer en lo que pudiéramos llamar, con esta novela, el “infierno erótico”. Ejemplos de este infierno sobran en Averno, pero bástenos éste, donde creemos entrever que detrás de la voluptuosidad viene aparejada la incertidumbre, la angustia del voluptuoso: “Sexo con brazos, brazos con nalgas y nalgas con boca, lengua con pezones y pezones con nariz y con labios buscando cavidad húmeda de sexo abierto, sexo erecto con boca, boca que rítmicamente relame lo pulido del varón y el varón internándose por la selva abrasadora y suave, goce con dolor y quejidos con risas de alegrías, celos y venganza y disfraces en posiciones frontales, laterales en el mueble o la cama, cualquier ligar es bueno para traspasar y ser traspasado, algo así sentía Juan Pablo en los primeros encuentros carnales con Ruth, hasta el punto de querer tenerla toda el día cerca, o llamándola por teléfono, para planear el próximo encuentro.” Luego de este encuentro, desde luego, vendría otro, luego otro: al voluptuoso nada lo sacia, siempre quiere más, tal es su tormento. Y eso es así desde el siglo XVIII, el siglo de las luces, la época más voluptuosa del mundo, con Fragonard a la cabeza, haciendo la salvedad, claro está, de que Fragonard era un artista, igual que el autor de esta novela, el escritor y poeta Jiménez Emán. ¿No decía Reyes que el animal siempre está en celo y que sólo el hombre se enamora? “Con Beatriz –leemos en el Paraíso de Dante—me estaba yo encielado y por gloriosa recepción envuelto.”
Luis Mora Ballesteros
“Le plagiat, dissait encore Giraudoux, est la base de toutes les litteératures, excepté la premiere, qui d´allieurs nous ests inconnue”.1 Gerard Genette. Palimpsestes (Tomado de Vilanova, 2006:17)
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a presente propuesta plantea presentar algunas claves de anticipo en el “Viaje al Averno” en la novela Averno (2006), del escritor venezolano Gabriel Jiménez Emán. El estudio de las relaciones intertextuales presentes en el hipertexto –a partir de algunos de los aportes teóricos generados por la teoría y la crítica literaria en materia de intertextualidad–, permitirá el abordaje teórico metodológico de su genética textual. Este planteamiento la sitúa en un marco de estudios comparatísticos y de contraste, es decir, de naturaleza hermenéutica, pues, tal como refiere Ricouer (1999) “el mundo del texto” es una interpretación, y la hermenéutica se define como una ciencia que estudia la reglas de interpretar textos”. (p.54). Gadamer (1992), en su lugar, señala que: Cuando se trata de hermenéutica literaria, se trata primariamente de la esencia de la lectura. Por
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mucho que reconozca la primacía de la palabra viva, la originalidad del lenguaje que está vivo en la conversación, lo cierto es que la lectura remite a un ámbito más vasto. Así se justifica el concepto amplio de literatura. […] Se trata de una “lectura” en el sentido “eminente” del término. […] En realidad la lectura es la forma efectiva de todo encuentro con el arte. (p.24). Por consiguiente, una vez expuesta la línea del trazado metodológico para el análisis, resulta necesario anunciar su desarrollo, a fin de exponer con mayor precisión una idea de doble constatación: 1) La evidencia efectiva que la novela Averno de Jiménez Emán, se circunscribe en un marco general de relaciones intertextuales con algunos clásicos de la tradición canónica grecolatina (hipotexto); 2) Y el análisis e identificación de los dispositivos narrativos que emplea el autor en el diseño e invención del tejido textual, y la función de éstos en el hipertexto. Tal aseveración es adelantada. Sin embargo, es oportuno señalar que en ocasiones la referencia o referencias de la lectura de un texto en particular hacen que el mismo se aborde desde fuera, desde los pliegues que éste propone. Ricouer (1999), advierte que: La tarea de la lectura en cuanto a la interpretación, consiste precisamente en realizar su referencia. Al menos, esta suspensión en la que se difiere la referencia, el texto, en cierto modo, se encuentra “en el aire”, fuera del mundo o sin mundo. Gracias a esta anulación de relación con el mundo, cada texto es libre de relacionarse con todos aquellos textos que constituyen a la realidad circunstancial mostrada por el habla viva. Esta relación intertextual, junto con la disolución del mundo sobre el que se habla, da lugar al cuasimundo de los textos o la literatura. (p.63).
Siguiendo a Paul Ricouer, quien propone un “cuasimundo de los textos o de la literatura”, estas relaciones de orden transtextual, según Genette (1982), convierten a Averno en una novela que amalgama un tejido narrativo en el que se idean invenciones y mundos posibles, pudiendo estos ser tratados en un marco general de análisis intertextual como parte de una red de significación, característica ésta muy propia de las literaturas nuestroamericanas, para las que la literatura grecolatina es eje y referente fundacional. No obstante, no es sólo la intencionalidad expresa o implícita, que pueda mover a un autor determinado, la que dicta el trazado metodológico, en el estudio de un texto en el que se aborden las categorías propuestas en el análisis intertextual por la teoría literaria (tales como la alusión, cita, plagio, referencia, etcétera); es también, el producto y resultado de la observación atenta del lector/observador/espectador, la que posibilita el determinar la co¬-presencia de otras obras, autores o textos en un texto en particular, dado que, según Zavala (2007): La intertextualidad no es algo que dependa exclusivamente del texto o de su autor, sino también, y principalmente, de quien observa el texto ydescubre en él una red de relaciones que lo hacen posible como materia significativa desde una determinada perspectiva: precisamente la perspectiva del observador. (p.2). En atención a lo expuesto por Zavala (2007), a fin de presentar algunas muestras que evidencien esa red de significación, entre el Averno de Emán y algunos textos canónicos de la tradición literaria grecolatina, desde la óptica o perspectiva del lector, como generador de significación del imaginario del palimpsesto, y, en virtud de lo propuesto en la teoría literaria en materia de intertextualidad, apreciemos a continuación algunos ejemplos que dan lugar a afirmar que la novela de Jiménez Emán está inmersa en un marco referencial de relaciones intertextuales, entendiendo que, “debido a la naturaleza misma de la intertextualidad, no existe una
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forma única y definitiva de hacer un análisis intertextual, pues puede haber tantas lecturas intertextuales como textos y lectores que establecen sus propias asociaciones inter(con) textuales”. (Zavala, 2007: 05). Hechas estas sintéticas aclaraciones, es conveniente subrayar que para el apoyo teórico metodológico, en el análisis de las relaciones intertextuales, nos basaremos en lo expuesto por Genette (1962) en Palimpsestes, al tiempo de contrastar sus principales postulados con otros autores expresos en la más recientes investigaciones del campo de la Teoría literaria, que atiende a los estudios de la intertextualidad, realizadas por Lauro Zavala en Elementos del análisis intertextual en “Manual de análisis narrativo” (2007). Los ejemplos mencionados se estructuran a continuación, elaborados a manera de claves de anticipación, a fin de mostrar los elementos constituyentes de los dispositivos narrativos empleados por J.E. Preliminares a las claves de anticipación. El epígrafe coronado del Paraíso de Dante ¡Oh insensato interés de los mortales, cuán defectivos son los silogismos que abaten a tus alas mundanales! Quién tras derechos, quién tras aforismos andaba, y quién siguiendo sacerdocio; quién reinó con sofisma y despotismos; quién el robo, o en civil negocio, quién de la carne en el placer disuelto se fatigaba, y quién se daba al ocio, cuando de todas estas cosas suelto, con Beatriz me estaba yo encielado y por gloriosa recepción envuelto. (Sic)Canto IX “El Paraíso”, En Divina Comedia, Dante Alighieri (Jiménez, 2006:07)
Notoria, quizá evidente, explícita, adelantada; etc., es la antesala que en Averno nos presenta Jiménez Emán (2006),
en las primeras páginas de su novela; en la cual esta clave de anticipación, que es el epígrafe, como elemento de orden paratextual2, suscita al lector a navegar en un texto que en principio remite a uno de los grandes clásicos de la tradición canónica literaria de la cultura grecolatina: Divina Comedia del poeta florentino Dante Alighieri. Cualquiera de estas sentencias pudiera ser válida –por decirlo de algún modo– para suponer la existencia de una compleja red de sentidos y significados compartidos por las literaturas herederas de la Cultura occidental, los cuales podrán resinigficarse a través de la mirada atenta de un lector modélico que ponga en funcionamiento su enciclopedia y lecturas previas, para que éstas le conduzcan a desentramar las intencionalidades y dispositivos narrativos de los que se vale el escritor para relacionar y vindicar aspectos y temáticas claves, en la invención y construcción de universos de significación textual que hacen de la literatura un universo orgánico. Partiendo de lo afirmado por Zavala (2007), el lector activo –por el que se reclama al momento de decodificar el texto– al evidenciar la existencia de un hipotexto en el epígrafe, que alude a la Divina Comedia, en las páginas iniciales en el Averno de J.E.-, bien pudiera comenzar a experimentar una sensación de Déja lu, es decir, “una sensación de lo “ya leído” producida en el lector al percibir la naturaleza intertextual de un determinado texto. Esta expresión surge como alusión a la expresión francesa déja vu (ya visto)” (Zavala, 2007, p.12). Esta afirmación podría resultar aventurada; dado que suele confundirse con lo que Genette (1982) denominaba “exergos”, que se encuentran fuera de la obra; sin embargo vale el preguntarnos ¿Es inocente? ¿Es ingenua esta incorporación en la genética textual del Averno de J.E.?; ¿Será excesiva esta afirmación temprana sin ahondar siquiera sintéticamente en los hitos que componen el relato? En procura de dar respuestas a estas nuevas interrogantes
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finitas; revisemos, entonces, las cuatro claves de anticipación del motivo clásico narrativo el “Viaje al Averno”, en el Averno de J.E. que permiten un estudio específico de las relaciones intertextuales. Cuatro claves de anticipación del “Viaje al Averno” en el Averno de Jiménez Emán “Quizá en la muerte para siempre seremos, cuando el polvo sea polvo, esa indescifrable raíz, de la cual para siempre crecerá ecuánime o atroz, nuestro solitario cielo o inferno”. “Alguien”, en El otro, el mismo (1964), Jorge Luis Borges
a) El título polisémico en la genética textual de J.E.
En primer lugar, es necesario reiterar, que, J.E. ha diseñado una novela que presenta de entrada en su título una alusión directa al vocablo “Averno” (Del Gr. A-sin, oρνoς –aves), expresión de lengua o habla común (del Gr. Koiné); lo cual supone la existencia de una red de significaciones en torno no sólo a la simple definición del término y sus distintas acepciones y representaciones en la tradición históricocultural, sino que además le sitúa en un marco referencial de relaciones que van desde la presencia, la evidencia y la significación, hasta la reconstrucción y resignificación (transformación en palabras de Genette), de este motivo literario, “El Viaje al Averno”, en la novísima narrativa contemporánea venezolana. Esta primera clave de anticipación, de relación transtextual, en la que el título anticipa al lector del posible desarrollo del tejido narrativo, es lo que Genette (1982) ha definido como intertextualidad, primer tipo de relación expuesto en su clasificación. Según Genette, el anuncio del título se refiere a la alusión, como categoría menos explícita, ya que será el lector el generador de esos significados que constituyen el Averno en Jiménez Emán.
También, ese elemento discursivo específico del texto, que es el título, de la novela antedicha, funciona según Zavala (2007), como uno de los “Anclajes sintácticos y semánticos internos y externos al texto” (nombre, título o referencia contextual; fragmentos, capítulos o secuencias). (p.6). Genette (1982), lo señala en estos términos: Por mi parte, defino la intertextualidad, de manera restrictiva, como una relación de copresencia entre dos o más textos, es decir, eidéticamente y frecuentemente como la presencia de un texto en otro. Su forma más explícita y literal es la práctica tradicional de la cita’ (con comillas, con o sin referencia precisa); en una forma menos explícita y canónica, el plagio (en Lautrémont, por ejemplo), que es una copia no declarada pero literal; en forma todavía menos explícita y menos literal, la alusión, es decir, un enunciado cuya plena comprensión supone la percepción de su relación con otro enunciado al que remite necesariamente tal o cual de sus inflexiones. (p.9) Para Zavala (2007), esta característica presente en el Averno de Jiménez Emán, expuesta por Genette (1982); es parte de la arqueología textual que compone al texto en su relación con otros textos o con otros códigos, como parte de una Arqueología pretextual (moderna) en la que la “Alegoría, alusión, atribución, citación, copia, ecfrasis, facsímil, falsificación, glosa, huella, interrupción, mención, montaje, parodia, pastiche, plagio, precuela, préstamo, remake, retake, pseudocita, secuela, silepsis, simulacro” (p.7) son rasgos distintivos que permiten evidenciar esos elementos constitutivos del análisis intertextual. Genette (1982), lo expresa de esta forma: “Le second type [de relation transtextuelle] est constitué par la relation, généralement moins explicite et plus distante, que, dans l’ensemble formé par une œuvre littéraire, le texte proprement dit entretient avec ce que l’on ne peut guère nommer que son paratexte:
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titre, sous - titre, intertitres; préfaces, postfaces, avertissements, avant-propos, etc.; notes marginales, infrapaginales, terminales; épigraphes; illustrations; prière d’insérer, bande, jaquette, et bien d’autres types de signaux accessoires, autographes ou allographes, qui procurent au texte un entourage (variable) et parfois un commentaire […]” (p.9)3 Según Dupuy (2008) “Para Genette, el paratexto es, pues, un conjunto de textos, segmentos de textos, objetos y prácticas, [que]4 participan en más o menos distancia con el texto de destino, lo que los une, es su dimensión pragmática” (p.28)5 b) El autor y el homenaje a algunos clásicos de la literatura grecolatina “Amar la escritura de otro autor es una manera de la crítica (especialmente hacia nosotros mismos).” José Balza
También en el Averno de Jiménez Emán, es posible exista una Arqueología architextual (posmoderna) (Zavala, 2007:7), precisamente en la linealidad novelística presentada, en específico con el elemento homenaje al estar agrupada en veinticuatro (24) acápites o capítulos, coincidiendo esta estructura con la presentada por dos de los grandes clásicos de la literatura griega, caso de Ilíada y Odisea, ambos poemas épicos atribuidos al poeta Homero, estructurados en veinticuatro (24) cantos o rapsodias. Es justo traer a colación, y recordar, que en el primero de los dos clásicos prima el interés en cantar las razones de la cólera de Aquiles, como una de las causales que desencadenó la hecatombe troyana, y, en el segundo, los infortunios del extravío del divino Odiseo en el afán de volver al hogar de sus padres; riesgosa contrastación ésta, en presentar (a modo de imitación), en el Averno de Jiménez Emán, la narración de los infortunios, padecimientos, peripecias, aventuras y
quimeras del personaje Juan Pablo Risco en procura del establecimiento de un orden perdido, en veinticuatro (24) capítulos. Esta segunda clave de anticipo del “Viaje al Averno”, que podría establecer similitudes entre la novela y los poemas épicos Ilíada y Odisea, por presentar las tres veinticuatro (24) acápites o divisiones, es definida por Genette (1982), en su tipología de la transtextualidad, como el paratexto, dado que existe una alusión al ordenamiento de la novela con dos textos precedentes (pre-textos). No obstante, también es oportuno, el entender que, para este caso de intento en imitar la estructura de los textos canónicos antedichos, “por el contrario, las formas hipertextuales que resultan de la imitación operan en el nivel de estilo, de género y no de textos singulares” (Vilanova, 2006:93), las diferencias que se exponen entre imitación y paratexto, es decir, en el análisis del diseño de estas claves de anticipación de J.E., resultan de suma importancia para el desarrollo del marco propósito de evidenciar en la novela Averno un sistema general de relaciones de intertextualidad. Genette (1982), en función de legitimar estas evidencias de filiación con los dos clásicos canónicos, que no son mencionadas de manera explícita en el caso de la novela de J.E., declara: Cuando no hay ninguna mención, puede deberse al rechazo de subrayar una evidencia o, al contrario, para recusar o eludir cualquier clasificación. En todos los casos, el texto en sí mismo no está obligado a conocer, y mucho menos a declarar su cualidad genérica. La novela no designa explícitamente como novela, ni el poema como poema. Todavía menos quizá (pues el género es sólo un aspecto del architexto), el verso como verso, la prosa como prosa, la narración como narración, etc. (p.13). Lo anterior, no desmerita, en lo absoluto, esa intención del autor en rendir homenaje a los textos Ilíada y Odisea,
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mediante el uso de algunos rasgos constitutivos de su analogía episódica, (secuencialidad, estructura, división, etcétera), que dan evidencia de sus pre-textos, y, por ende, de sus marcas de filiación homéricas.
c) La novela de formación6: Juan Pablo Risco, el personaje protagonista
El autor ha diseñado unos niveles de semantización compleja en los que existen dispositivos y mecanismos narrativos para los cuales elabora matrices discursivas que demuestran la incursión de autores y textos mediante una escritura de orden experimental, que tiene como propósito inicial el diseñar una novela, la cual la crítica alemana ha definido como novela de construcción, aprendizaje o formación (Bildungsroman). Sin embargo, la novela de Jiménez Emán, irá transgrediendo su leitmotiv inicial, del diseñar y componer un personaje protagonista característico de las novelas de formación del carácter y la personalidad, al incorporar distintas matrices discursivas que requerirán de la subjetividad del lector, con la intención de transmitir: los marcos generales de la pobreza venezolana, lo trágico y paradójico del destino de los hombres, la evocación y alusión de una sociedad, un tiempo y un país que no termina de germinar, la vindicación de la mujer humilde y luchadora, las relaciones de poder y sus tipologías y la figura de un narrador que habla desde el exterior (omnisciencia) para no tomar partida en el diseño de la trama, etcétera. El escritor, ha diseñado todo esto a fin de convocar la exigencia de un lector activo, que cumpla su rol en la desactivación y decodificación del tejido textual que constituye a Averno, entendiendo que “el texto no es únicamente el vehículo de una significación codificada de antemano, sino parte de una red de asociaciones que el lector produce en el momento de reconocer el texto” (Zavala, 2007:03).
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Por ello, la tercera clave de anticipación del “Viaje al Averno” está referenciada en el nacer trágico del personaje, dado que el autor, alude a una primera construcción/enunciación del infierno, en el instante en que el personaje protagonista nace: Un poco más allá el hospital general de Catia reventaba de ancianos moribundos, y todo ello contribuía a consolidar la verdad de que Catia era el grande, el verdadero infierno7 de la ciudad, en el que las gentes más avispadas se pasaban la vida haciendo trácalas para sobrevivir, canjeando todo por todo a lo largo de las calles, o en el bulevar por donde circulan hedores de orín y cagarrutas de perro, de basura vieja y comida podrida. (Jiménez, 2006:19). Consideraremos, para soportar teóricamente esta tercera clave de anticipación, lo señalado por Bloome y EganRobertson (1993), en Marinkovich (2004), quienes revisan el concepto de intertextualidad desde tres perspectivas. El procedimiento en el que se enmarca la construcción realizada por Jiménez Emán, para este caso en específico, se realiza desde “Una perspectiva semiótico-social, (pues)8 supone a la intertextualidad como un potencial para construir significado que, a su vez, tiene funciones interpersonales, ideacionales y textuales” (p.120). También es pertinente, reiterar que Jiménez Emán elige una linealidad novelística en el tejido narrativo para su novela de formación que no da lugar a mayores juegos de evasión temporal, esto con el propósito de contar una microrealidad a través de la cual le sea posible proyectar la totalidad del acontecer de los personajes que intervienen en el diseño del tejido narrativo. Esta microrealidad no es otra que el conjunto de unidades narrativas agrupadas en tres partes, elaboradas con la finalidad de construir significados de orden ideacional, motivacional y textual. Jiménez Emán, ha diseñado su novela en tres partes: la primera parte, es la que esboza el nacimiento prodigioso
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y particularmente trágico del personaje protagonista, quien nace en “Gato Negro”, uno de los barrios más deprimidos de la parroquia capitalina de Catia, en la Gran Caracas. La segunda parte, va desde el proceso constitutivo del carácter y la personalidad de Juan Pablo —momento en el cual comienza a experimentar alucinaciones severas— hasta la estrecha relación de amistad y camaradería con su mentor, compañero y camarada Nikolás Kai. Y, la tercera parte, trata sobre las peripecias, aventuras y quimeras que experimentan, fabulan y anhelan los personajes, quienes operan como agentes de la ley y el orden ante gobiernos y empresas multinacionales dedicadas a la clonación humana, el tráfico de drogas y la prostitución; entre otros dilemas tecnológicos y humanos de finales del siglo XX y de principios de este siglo, presentados en la novela. d) Las matrices discursivas en la construcción narrativa del texto: los marcos sociales del discurso inicial
Una vez aclarada la tercera clave de anticipación, que ubica al Averno de Jiménez Emán en el plano o perspectiva de la semiótica-social, según lo expuesto por Bloome y EganRobertson (1993)identifiquemos entonces, la cuarta clave de anticipación del “Viaje al Averno”, en el análisis de las relaciones intertextuales en un marco referencial de matrices discursivas presentadas por el autor a través de un ejemplo, extraído de la novela:9 Juan Pablo se imaginó los cadáveres de los muchachos, en medio de sus guitarras; dentro de su cabeza escuchó el ruido de un gigantesco crash, un golpe horrendo donde la sangre bañaba los trozos de chatarra y los vidrios rotos en mil pedazos, aquellos rostros jóvenes bañados por la impiedad de un azar siniestro que vivía latente en las carreteras, escondido al borde de las autopistas como un fantasma que deseara llevar hacia la nada las almas buenas, para
convertirlas en gases y depositarlas en algún lugar del cielo; otras las llevaría tal vez a un Averno innombrable, en donde estarían recordando eternamente a quienes querían o deseaban desde el fondo de un amor purificado por la sensación de la muerte repentina, por la muerte que nos arrebata un pedazo para llevarlo más allá, al territorio incognoscible donde la madre fantasía vaga solitaria, como una viuda con el corazón destrozado. (Jiménez, 2006:19) Del fragmento anterior de la novela, se desprende la reconstrucción que hará el autor al vocablo de origen latino “Averno” (Avernus). Nótese que el autor realiza una alusión directa a la noción que presenta la tradición histórica, cultural y literaria, elaborando así un intermimotexto que expresa un elemento constitutivo del análisis intertextual como lo es el pastiche. Para Genette (1982), el pastiche se concibe como la imitación de un estilo con una finalidad lúdica; en este caso el autor lo utiliza para hilvanar un juego narrativo que irá constituyendo y mostrando al lector en la medida que avanzan las alucinaciones del personaje, cuya función es el “propósito común, que es a la vez de informar y persuadir, argumentar y defender” (Lane, 1992: 17). Finalmente, es oportuno señalar que a fin de realizar un análisis más detallado, es conveniente estudiar una muestra de la semantización compleja presente en la construcción del tejido narrativo en Averno, para así notar el cómo, en principio, J.E. mostrará al personaje protagonista Juan Pablo Risco como un joven que padece de alucinaciones severas —que experimenta el miedo real y una agónica sensación de vacío— dando lugar a un “Viaje al Averno”, como una marca simbólica al descenso al mundo de los muertos.
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Referencias – Genette, Gérard (1989). Palimpsestos. Madrid: Taurus. – Jiménez Emán, Gabriel (2006). Averno. Caracas: El Perro y La Rana. – Vilanova, Ángel (2006). El Infierno Tan Temido, Motivo Clásico y Novela latinoamericana y otros estudios. Mérida: El otro el mismo. – Zavala, Lauro (2007). “Elementos de análisis intertextual” en Manual de análisis narrativo. México: Trillas.
Julián Márquez Citas 1) [“El plagio, incluso decía Giraudoux, es el fundamento de toda la literatura, excepto la primera, que por cierto es desconocida para nosotros.”] 2) Genette (1982), define en su categorización, a la relación paratextual como una de las menos explícitas, en la que se evidencian elementos accesorios, a manera de señales, que dan fe de la existencia de un marco de referencias que componen al texto y le sitúan en una suerte de circularidad. 3) [El segundo tipo [de la relación transtextual] consiste en la relación, generalmente menos explícita y más remota, que el conjunto formado por una obra literaria, el texto actual tiene con lo que difícilmente se puede nombrar a su paratexto: título, subtítulo, títulos, prólogos, posdatas, advertencias, prólogo, etc. , Notas marginales, notas al pie, finales, epígrafes, ilustraciones, chaqueta de propaganda, la correa, y muchos otros tipos de accesorios de las señales, los autógrafos o injertos en que dan el texto de un círculo (variable) y, a veces un comentario.]. 4) La inserción es del autor 5) Traducción del francés “Pour Genette, le paratexte apparaît ainsi comme un ensemble de textes, segments de textes, objets et pratiques entretenant un rapport plus ou moins distant avec le texte cible; ce qui les réunit, c’est surtout leur dimension pragmatique” en Dupuy (2008:28). 6) El término alemán Bildungsroman, significa literalmente novela de aprendizaje o formación; en la cual se narran las etapas de la vida del personaje principal, niñez, juventud y madurez; por lo general el personaje cumple el rol de protagonista, teniendo además, en ocasiones, marcas arquetipales de naturaleza heroica. 7) La negrita es del autor 8) El par’entesis es del autor. 9) La situación descrita la experimenta el personaje una vez que se entera del destino trágico de un par de sus compañeros de adolescencia, quienes se trasladan en coche hasta el litoral central venezolano a festejar la graduación del bachillerato.
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ucho se ha escrito acerca de la escasa proyección de la narrativa venezolana, a nivel mundial, como fatum ineludible, con una breve Arcadia de las letras donde apenas reside un reducido grupo de escritores nacionales, privilegiados por los dioses. Sin embargo, el trasfondo de esta realidad obedece a otras circunstancias; algunas, incluso, ajenas al hecho propiamente literario, no a la carencia de calidad en los libros de muchos de nuestros autores consagrados al cuento y la novela, como lamentablemente ha intentado hacer creer cierta crítica de la escasa que se escribe en Venezuela.
Al hurgar más allá de las mezquinas opiniones encontramos la invalidez de las mismas. A pesar de la poca inclinación personal a establecer comparaciones literarias, de ninguna manera resulta una contradicción afirmar que la novela Paisaje con ángel caído (Ediciones Imaginaria, Yaracuy, 2004), de Gabriel Jiménez Emán, no tiene nada que la distancie significativamente de las novelas ¿En qué piensas cuando haces el amor ? del escritor mexicano Homero Aridjis, o de Diario de un killer asesino, del chileno Luis Sepúlveda, por ejemplo.
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En Paisaje con ángel caído emerge un yo atacado por la confusión, en una lucha consigo mismo y contra el círculo alienante donde transcurre su existencia. Ante esa circunstancia avasalladora, signada por breves instantes de felicidad, porque “ésta es una ilusión pasajera”, el personaje principal, José Armando Burgos, se perfila como el axil central de una especie de búsqueda ética y psicológica, próxima al estilo de la novela de aprendizaje, del Bildungsroman. Realizando una desplazamiento dilemático, este personaje busca descubrir su verdadera naturaleza y descifrar al mismo tiempo el microcosmos atenazante que han construido los demás alrededor de él, como una muralla de obstáculos, encrucijadas antagónicas donde se calibran los anhelos de revestirse con un ropaje nuevo, manifestarse en una metamorfosis espiritual para volver a ser en sí. Sometidos por una azarosa atmósfera de intriga, de encuentros y desencuentros —algunos amorosos— envueltos en una bruma de misterio policíaco, el protagonista, sin desviarse de su objetivo, interactúa con el resto de los personajes deslizándose por caminos ambiguos, intuyendo que muchos de ellos están destinados a sucumbir entre al imposibilidad de vencer las tragedias cotidianas, uno de los rasgos más vesánicos de la condición humana. Algunos son desplazados por lo inevitable de cualquier signo de oportunidad, situándonos al margen de la dicha consumada. La anulación es completa, contraria a las verdades que aspira la vida. Se percibe con acierto en Jiménez Emán que la novela de formación no debe conducir necesariamente hacia la conquista del mundo feliz. Sin embargo, sí debe producir la transformación conductual de uno o varios de los personajes para contribuir con la intención, en cierta manera, pedagógica de la obra. A través del vieja novelesco se arriba a decisiones trascendentales por la vía del rompimiento, del quiebre del pasado, semejante a un pesado fardo para columbrarse hacia la liberación, aunque los caminos escabrosos de la travesía trastocan los sueños
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y los anhelos. Así, el ansia de un amor sublime con esa especie de Circe moderna, representada por Magnolia, conduce a su trastrocamiento final en tragedia, convirtiendo la pasión en un estado del alma en permanente agonía. Desde ese centro laberíntico las revelaciones estallan en una diáspora: la realidad se fragmenta, y ciertas circunstancias aleatorias devienen en sufrimiento, configurando un cuadro de montaje de la crueldad, una puesta en escena del absurdo, cercana a las visiones dislocadas de un Antonin Artaud, situado en un punto opuesto a las aspiraciones de la libertad total, buscadas por la esperanza de vindicación y salvación de José Armando Burgos, para quien no todo está perdido a pesar del desconcierto tramado en torno suyo. Su yo, confundido al principio, comienza a atisbar la luz a través de los caminos que lo acercan al arte, a una cinta de Möbius, todo sobre un único borde, emparentado con el afán de acercamiento al hallazgo iniciático, a la intención propia de ser en lo que desea ser. Entonces se produce el milagro. La imagen propiciadora se la proporciona el autor a su personaje mediante el cuadro que encierra la caída y la resurrección. Cuando José Armando Burgos arriba a Holanda, en el Rijsmuseum, en Amsterdam, estimulado por el deslumbramiento de las imágenes del cuadro Paisaje con la caída de Ícaro, de Peter Brueghel El Viejo, ajustada alegoría de la caída, no sólo del mítico hijo de Dédalo, sino también del ángel que se revela contra Dios, comprende definitivamente su futuro. Con ese hallazgo, el personaje termina de romper el nudo edípico impuesto por su avasalladora madre, una Medea castradora y dominante, siempre al acecho de su indeciso hijo, opuesta a los deseos de liberación de José Armando Burgos, dispuesto cada vez más a no sucumbir entre los angustiantes avasallamientos del mundo. Se discurre por los meandros narrativos de la más reciente novela de Gabriel Jiménez Emán, Paisaje con ángel caído, mediante un lenguaje transparente, no exento de las imprescindibles texturas poéticas, y un estilo preciso,
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directo, ajustado a la economía verbal, tan necesaria —diría Maurice Blanchot— cuando se busca hacer interesante lo que se lee. Esta novela es una obra escrita con sagacidad, por quien posee la destreza para urdir una trama interesante, hábilmente estructurada parta envolver al lector, desde el inicio hasta el fin, casi sin dejarlo respirar, atrapado por la intensa urdimbre novelesca. Estamos en presencia de una narración de búsqueda del yo, con acertada intriga y reincidentes pasiones contrariadas, dentro de un tramado de pesquisas policíacas, compuesta además con los aprehensivos recursos de los libros de aventuras, desde cuyas páginas Conan Doyle, Stevenson y Raymond Chandler parecen hacerle guiños al lector para animar la fidelidad a la lectura de novelas.
Alberto Jiménez Ure
E
n esta nueva novela, Gabriel Jiménez Emán nos presenta la historia personal de un joven millonario cuya existencia transcurre presa del hedonismo y los riesgos. Le gustan el peligro, la práctica irrefrenable del sexo, el licor y las drogas ilícitas. Es inteligente, culto, sentimental y dispendioso.
José Armando Burgos creció sin la presencia de su padre, pero su madre lo crió e impulsó a cursar la carrera de Administración de Empresas. Ella, separada de su esposo [quien acumuló una gran fortuna que perdió casi en su totalidad] logra invertir el dinero que le había quedado del matrimonio y funda una fábrica de zapatos, bolsos, carteras y otros utensilios de cuero. Negocio en el cual trabajaría su hijo, luego de terminar sus estudios universitarios. Administrador, pero intelectual: José Armando se debate entre reconocerse –definitivamente- como un hombre con profunda vocación artística o proseguir en el duro ambiente de los quehaceres empresariales. Por ello, cuando sale a caminar, pronto busca visitar bares y conocer mujeres. La bohemia, que tanto le atrajo durante sus días de
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estudiante, todavía lo seduce poderosamente. Deambula, elucubra, recuerda juergas con amigos y amigas, lecturas literarias, pintores y grupos de música que lo impactaron y estigmatizaron durante su adolescencia. En Caracas, el personaje se aparta de la sólida empresa familiar y recorre las calles: se introduce en el Metro, en los suburbios y reflexiona sobre esa otra vida [de penurias, delincuencia, crímenes y querellas políticas] que no se atrevería a experimentar. Es, culturalmente, un sujeto propenso a sentir regusto por la vida fácil: el dinero y los placeres que se derivan de su posesión. Pero, está intranquilo: ello aun cuando es un privilegiado. Un día, José Armando llegaba a su apartamento y tuvo un encuentro fortuito con una mujer: Magnolia. Ocupaba un departamento en el mismo edificio donde él rentó, en la planta de arriba. Su belleza lo perturbó. Realiza viajes de negocio a la provincia, sin dejar de anhelar reencontrarse con aquella maravillosa chica. Regresa a Caracas. Sale una noche y se dirige a un bar, donde conversa con un hombre que afirma conocerlo. Bebe con él, pero, de repente, se aleja hacia otro ángulo de la barra desde donde visualiza a Magnolia. Intenta aproximársele, pero ella se le escabulle entre la gente que baila. Se desespera, sale del sitio y la busca vanamente. Con agudas meditaciones respecto a la existencia, Jiménez Emán mantiene un gran suspenso sobre la dama. Se entrega a disquisiciones con carga poética y filosófica alrededor de los acaecimientos que ha experimentado. En el relato aparece Fernando Álamo, de quien confiesa que es su mejor amigo y que le expresa el desasosiego que le inspira Magnolia. Él se muestra receloso a causa de la obsesión de José Armando por la fémina. Lo persuade de ir a un prostíbulo: El Jardín, lugar donde contratan a dos mujeres y la parranda culmina en un hotel de la ciudad.
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No tardará en ver, otra vez, a Magnolia: con la cual iniciará una tormentosa relación. Amorío por temporadas interrumpido a consecuencia de sus desapariciones. El desarrollo de esa relación lo vinculará con una temible mafia de narcotraficantes, en Europa. A partir de ello, se precipita la trama novelesca: donde los asesinatos, allanamientos, reyertas, pesquisas y detenciones le dan cuerpo. No procede que yo continúe desentrañando esta fascinante historia: exigente con el lector, empero redactada con fluidez y maestría. En algunos aspectos, José Armando Burgos es su hacedor: el escritor pontífice, el narrador de sus vicisitudes. Es Gabriel Jiménez Emán, con su portentosa imaginación y sus angustias. Quien lo conoce lo advierte, lo ve profundamente reflejado en la invención de ese otro, uno de sus personajes mejor logrados en el curso de su obra literaria. Un ser emparentado con otros que ya asomó en novelas como Una fiesta memorable y en sus libros de cuentos.
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Guillermo Morón
S
obre Antonio José de Sucre (Cumaná, Venezuela, 3 de febrero de 1795 - Berruecos, Colombia, 4 de junio de 1830) se han publicado tantos libros, estudios, artículos, comentarios y discursos como lo amerita su figura histórica, una biblioteca con su hemeroteca y su pinacoteca debería estar ya organizada, si es que no lo está, en alguna parte. La bibliografía, hemerografía e iconografía señaladas en la entrada escrita por el serio historiador José Luis Salcedo-Bastardo para el Diccionario de Historia de Venezuela publicado por la Fundación Polar (Segunda edición, Caracas, 1997, Tomo 3, págs. 1192-1197) serviría de guía para esa Biblioteca Sucre. La bibliografía empieza con el Archivo, editado por la Fundación Vicente Lecuna (Banco Central de Venezuela, 1973 - 1987) en trece volúmenes, y termina con la Vida de Antonio José de Sucre: Gran Mariscal de Ayacucho, la biografía clásica de Laureano Villanueva (1840-1912) reeditada en Caracas (Ediciones de la Presidencia de la República - Banco Industrial de Venezuela, 1995). El gran escritor Antonio Arráiz (1903-1962), poeta en Áspero, fabulador de excepción en los Cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, novelista en El mar es como un potro,
ensayista, historiador y primer director de “El Nacional,” publicó una Vida ejemplar del gran Mariscal de Ayacucho (Caracas, Librería y Editorial Las Novedades, 1948). El volumen 8 de la famosa Biblioteca Popular Venezolana, creada por el más grande escritor venezolano de todos los tiempos, estos quinientos años que van del 3 de agosto de 1498 (las carabelas de Cristóbal Colón se mecen frente a Macuro, al sur de Paria) hasta el 3 de agosto de 1998 (la nave del Estado se hunde en la pobreza del Pueblo) Don Mariano Picón Salas, se titula sencillamente Sucre, y su autor es el caroreño Juan Oropesa (1907 - 1971). Se trata de una biografía que el escritor había comenzado en 1935, en su destierro de Madrid, pero no terminará sino en Santiago de Chile donde la publica en 1938 bajo el título de Ensayo sobre Antonio José de Sucre. La edición de Caracas es de 1946, soplaban los vientos recios del golpe de estado del 18 de octubre de 1945. Juan Oropesa formaba parte del ventarrón. El prólogo está firmado en “Caracas, octubre de 1945”, circunstancia que da especial relieve a este párrafo: “La lección de Sucre, arquetipo de varón sereno ante la adversidad, de militar civil que no confió jamás en la virtud de las armas en tanto que medio encaminado a normar la vida institucional de las naciones, manejando aquéllas, no obstante, como nadie lo hiciera con pareja eficiencia en las guerras de independencia; la lección de Sucre que en materia internacional inició una doctrina --la de que la justicia de las naciones debería ser la misma antes que después de la Victoria-- , se me antojaba en aquellos momentos de renovados dolores patrios y de preñada incertidumbre internacional, de una vigencia ejemplar”. Curiosamente el escritor Gabriel Jiménez Emán pone en mis manos los originales de su obra Sueños y guerras del Mariscal en estos días de incertidumbre para el porvenir de Venezuela, que no está en guerra, pero sí en vilo porque ha terminado una etapa política y se vislumbra otra en medio de la oscuridad, los militares fracasaron con los golpes de
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estado que quisieron dar con las armas en la mano y buscan el camino al poder con boinas rojas. El nombre de Sucre no ha sido invocado. Pero su voz serena de militar civilista, la escucho ahora, en este cuento, en esta historia, que un escritor de ahora recoge con atención y tino. De tal palo tal astilla y también lo que se hereda no se hurta y si usted prefiere hijo de gato caza ratón. Este caballero escritor Gabriel Jiménez Emán es hijo, orgulloso de serlo, del poeta Elisio Jiménez Sierra (1919 - 1995). Aprendió, pues, en casa su arte y oficio, pero labró y labra su huerto aparte, a tal punto que, convertido en hortelano de las letras, las riega, poda y limpia con esmero, y así su campo luce con árboles de vida y muerte en la poesía, en el cuento, en la novela, en el ensayo y en la difícil facultad del antólogo, siendo como es él mismo ya de antología. El nombre de Gabriel Jiménez Emán está en la crítica literaria y lo llevan y lo traen en la historia contemporánea de la literatura venezolana, parte solidaria de las letras hispanoamericanas, esto es, de la lengua castellana que llamamos española. En el Diccionario de Literatura Española e Hispanoamericana dirigido por Ricardo Gullón y prologado por Fernando Lázaro Carreter (Madrid, Alianza Editorial, 1993) se registra a nuestro autor: “(Caracas, 1950). Poeta, cuentista y ensayista venezolano. Fundador de las revistas Talud (Mérida) y Rendija (Yaracuy), colaborador de Imagen (Caracas) y de revistas extranjeras. Sus relatos de Saltos sobre la soga (1975) aluden a un mundo insólito, fascinante y desconcertante, pero apoyándose en la realidad cotidiana. En La isla del otro (1978) el personaje, solo en una isla, sueña con un orden utópico que va insinuando a lo largo del texto, mientras la inquietante presencia del “otro” lo hace contraponer su soledad a una compañía conflictiva. Entre sus libros poéticos se encuentran Narración del doble (1978) y Materias de sombra (1973). A su obra narrativa pertenecen Los dientes de Raquel (1973), Los 1001 cuentos de 1 línea (1982) y Relatos de otro mundo (1987) y es autor del ensayo
Diálogos con la página (1984)”. Se trata, como es fácil colegir de esta información, de un activista, de un oficiante, de un labrador de las letras permanentemente ocupado en su quehacer, convertido en maestro de su arte antes de los cincuenta años de edad. Aunque para los griegos antiguos, los del tiempo de Homero y Hesíodo, los del tiempo de Platón y Herodoto, la madurez, el acmé, la plenitud está a la altura de los cuarenta años, esa por donde Gabriel Jiménez Emán cumple a paso firme su destino. También creían los griegos que vivir más de ochenta años es una inmoralidad y en todo caso una desgracia si el sobreviviente se considera un notable o un papá - Dios, como dicen en mi pueblo. Así, pues, este escritor Gabriel Jiménez Emán es autor de los libros que aquí pongo en fila para conocimiento y memoria de lectoras y lectores, heredad ellos de la cultura viva de nuestra República, la del pueblo venezolano y la de las Letras en nuestra lengua inmortal: 1973 Los dientes de Raquel 1975 Saltos sobre la soga 1978 Narración del doble 1979 La isla del otro 1981 Los 1001 cuentos de 1 línea 1982 Materias de sombra 1985 El silencioso 1987 Relatos de otro mundo 1990 Una fiesta memorable 1992 Tramas imaginarias 1993 Los dientes de Raquel y otros textos 1993 Baladas profanas 1995 Mercurial 1997 Biografías grotescas 2002 La Gran Jaqueca
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Además de esa su obra de creación, Jiménez Emán ha trabajado en la ajena, en una extensa labor de investigación e interpretación, así en Diálogos con la página. Ensayos literarios (Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1984), Provincias de la palabra. Ensayos literarios y
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estéticos (Caracas Planeta, 1996), Relatos venezolanos del siglo XX. Selección, prólogo y notas bibliográficas (Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1989) y doce más sobre poetas, novelistas, ensayistas, actividad permanente incluida su Sinopsis histórica de la literatura venezolana (Madrid, 1998). Crecerá este escritor en el cultivo de su huerto, poesía, cuento, novela, ensayo, crítica, antología, pasión de toda la vida es la literatura. La figura de Sucre conmovió a Simón Bolívar en la vida intachable del honor, la lealtad y el servicio. Fue El Libertador quien escribió su primera biografía Resumen sucinto de la vida del General Sucre. (Reeditado en Caracas: Concejo Municipal del Distrito Sucre, 1983) ¿Pero forma parte de la tradición cultural, de la cultura histórica, el nombre --la vida y la obra-- del Gran Mariscal de Ayacucho? La Historia de Venezuela ha sido expulsada de las aulas y se refugia en los libros y en las efemérides, porque el pueblo no ha sido todavía plenamente educado, de una parte el Estado con sus gobiernos montados en el poder desde José Antonio Páez, 1830, hasta Rafael Caldera, 1998, hoy cuando escribo esta línea, y el pueblo a la intemperie, en la dictadura, en la guerra, en la anarquía, en la democracia de los demagogos. Sucre fue olvidado. Pero su hazaña está documentada, descrita y ensalzada, como una bandera de libertad y de justicia. Dos autores contemporáneos de Jiménez Emán han centrado en el héroe creaciones literarias: Asdrúbal González con Yo Antonio José de Sucre, una narración autobiográfica, publicada en 1994, y Ramón González Paredes con la novela Abel cayó en el cieno, de 1995. Quienquiera saber con puntualidad los hechos y los días del Héroe cumanés tendrá que tener a la mano la excelente, acuciosa y bien documentada Agenda -un libro de historia claro y directo- del historiador Vinicio Romero Martínez y su mujer la investigadora Carmen Mercedes Romero Todos los días de Sucre (Bicentenario de Antonio José
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de Sucre, Comisión Bicentenaria del Estado Sucre, Caracas, Italgráfica 1995).
Sueños y guerras del Mariscal no es ficción, es realidad; no quiere ser la biografía, sino el alma; no es un estudio histórico, sino una fe de vida. Ni novela, ni biografía, ni historia. Pero todo ello, por el género seleccionado que está en la tradición escritural del autor, se convierte para el lector, en todo caso para este lector que aquí deja testimonio de autenticidad, en historia, en biografía, en novela. La novela histórica es un género muy antiguo, tal vez nació con la poesía en la palabra de Homero. Don Alfonso X El Sabio, allá en la Edad Media Ilustrada de Castilla y de León, reinos de España la vieja, escribió una Historia novelada de Alejandro (Edición moderna de la Editorial de la Universidad Complutense, Madrid, 1982). Nuestros novelistas han tomado a los héroes y antihéroes para crear Yo, El Supremo de Augusto Roa Bastos y El otoño del Patriarca de Gabriel García Márquez. Cuando el gran escritor colombiano, ese Cervantes tropical, publicó El General en su laberinto ( a Bolívar lo metió en un laberinto de intrigas el General Francisco de Paula Santander, cuya novela está por escribirse), el historiador Germán Arciniegas dizque comentó: “Esa es una historia llena de errores.” Magnífica definición de novela, acotó J. J. Armas Marcelo, autor de novelas con telón de fondo en sucesos reales. Aquí, en la provincia histórica y literaria -¡ahora mismo la historia parece una novela de película, con actores que hacen de policías y bandidos!- llamada República de Venezuela, la novela histórica queda bien parada en autores como Francisco Herrera Luque (1929) y Denzil Romero. Pero eso es otro asunto. Este libro de Gabriel Jiménez Emán habrá de ser leído con gusto y asombro. Gusto por el alivio de la prosa y asombro por el logro del personaje único y múltiple, ya no en una isla, sino en la soledad de la muerte, desde donde su aliento sopla sobre el tiempo pasado, el tiempo presente y el tiempo por venir del pueblo venezolano y de los pueblos que llaman latinoamericanos.
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redacta una columna semanal, “Las lecturas del azar”, para la edición dominical de uno de los diarios venezolanos de mayor difusión: Ultimas Noticias.
Andrea Bell
Hamline University. St. Paul, Minnesota, U.S.A.
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abriel Jiménez Emán, hombre profundo con una seria pasión por la literatura, nació en Caracas en 1950 y pasó su adolescencia en San Felipe en el estado de Yaracuy, desde donde visitó a la ciudad de Mérida para estudiar literatura. Al terminar sus estudios universitarios Jiménez Emán salió para Barcelona, España, donde vivió cuatro años y comenzó lo que luego sería una sostenida producción literaria. Muchos de sus primeros ensayos sobre literatura fueron publicados en revistas españolas, especialmente en Quimera, para ser más tarde recopilados y publicados en su libro Diálogos con la página. De regreso a Mérida continuó con su actividad en la escena cultural colaborando en periódicos y revistas, y dirigiendo un taller literario en la Universidad de los Andes por un par de años, luego de cuyo período regresó a Caracas a trabajar en la Cancillería. Actualmente, sin embargo, se dedica exclusivamente a las artes literarias, contribuye regularmente a la mayoría de los diarios y revistas literarias publicadas en la capital y
Jiménez Emán ha publicado un gran número de libros, desde Narración del doble (poemas en prosa) en 1968 a Relatos de otro mundo en 1987. Una lista completa de sus obras publicadas incluiría Los dientes de Raquel (cuentos, 1973), Saltos sobre la soga (cuentos, 1975), La isla del otro (novela, 1978), Los 1001 cuentos de 1 línea (cuentos, 1980), Materias de sombra (poesía, 1982, ganador del Premio Monte Ávila en ese género) y Diálogos con la página (ensayos, 1984). Además es traductor ávido de la poesía británica y norteamericana moderna y ha trabajado en los poemas de Brian Patten, Bob Dylan y John Lennon. Como se puede observar por las fechas de publicación de los dos libros que vamos a examinar, Los dientes de Raquel y Los 1001 cuentos de 1 línea, Gabriel Jiménez Emán ha tenido un continuo interés en el estilo del cuento breve y su potencial literario. Su colección de cuentos Relatos de otro mundo es una combinación de cuentos breves y cuentos largos. El subtítulo dado a esta colección apunta a reflejar el tema que predomina en estos dos libros: la confusión que reina cuando se echan abajo las distinciones entre mundos aparentemente contrarios. Sin duda, los tres epígrafes que Jiménez Emán utiliza como prólogo al comienzo del primero de los nombrados, son indicios muy ciertos de lo que el lector tanto en Los Dientes como en Los 1001 cuentos puede esperar encontrar más adelante. El primer epígrafe es de Séneca (“Epístolas a Lucilio”, 13) y sugiere la idea que la fantasía tiene un impacto más perturbador en nuestra sensibilidad que la propia realidad. De este modo avisa al lector que los siguientes textos son obras de fantasía que van resonar profundamente en nuestro interior. Debajo de ese epígrafe, aparece el poema de John Keats “Fancy” y lo que posiblemente sea más
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significativo es el verso “At a touch sweet pleasure melteth”, que parece avisarnos que el placer y la imaginación no van a coexistir aquí. Los cuentos de fantasía pueden ser muchas cosas, pero más inquietantes que dulcemente placenteros. El último epígrafe es una traducción de Robert Escarpit, el filósofo francés. El pasaje es fascinante por las muchas cosas que revela. Prefigura el tema predilecto de Jiménez Emán, las fronteras indeterminadas entre lo real y lo imaginado. Nos anuncia los cambios venideros, los incansables cambios de viento que van a derribar el tranquilizador pero frágil status quo. Habla también de la noción de participación del lector. “Cada uno descubrirá su soledad y todos descubrirán su extrañeza”. En otras palabras, dice a los lectores que será nuestro trabajo el descubrirnos a nosotros mismos en los próximos textos. Aunque Jiménez Emán explora una variedad de temas en Los dientes de Raquel y Los 1001 cuentos, el que más le intriga es discernible en los cuentos donde los sueños se mezclan con el desvelo, la vida con la muerte, es decir, los cuentos donde nuestras expectativas sobre estos estados (¿diferentes?) se cuestionan y donde los lectores nos debemos esforzar por determinar en qué creemos. Un ejemplo de esta preocupación temática se ve en el cuento breve “El juicio” de Los dientes de Raquel. El personaje principal está esperando el fallo de un grupo de jueces que lo miran con “miradas clavadas… negramente en él. El veredicto se pronuncia: “Lo condeno a vivir para siempre –dijo uno de los esqueletos. (15) El giro imprevisto de esta última oración destrona en el sistema de valores del lector la primacía de la vida sobre la muerte. La nueva perspectiva en la que estos valores se sitúan nos hace ver que quizá una razón porque estimamos tanto la vida es simplemente ésa es la condición en la que actualmente nos encontramos. En el mundo de los esqueletos, sin embargo, es la muerte lo que se conoce
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y por eso es lo que más se desea. Lo que no se desafía en “El juicio” es la noción que ninguna de las dos, la vida o la muerte, sea exactamente un duro castigo porque nos roba uno del otro; en cambio, simplemente se cambian las perspectivas para que el lector experimente confusión sobre la verdadera naturaleza de cada una. Esta inseguridad temática entre el estar vivo o muerto, dormido o despierto, es común aproximadamente a un tercio de los cuentos breves de Los dientes de Raquel y Los 1001 cuentos. Para Jiménez Emán, el reino de lo sueños es el nexo que vincula numerosa posibles realidades. Es la zona gris donde las fronteras se disuelven y las puertas se abren a nuevos mundos. El narrador en “Un simple chapuzón en el mar” de Los 1001 cuentos (74) describe el ser despedazado por tiburones y observa las partículas minúsculas de su carne flotando en las aguas profundas del mar, uniéndose a la vida marina, sin embargo, un poco después él explica cómo lo sacaron entero del mar, su intento de suicidio frustrado. Tanto en “Calor” como en “Documento de muerte” (Dientes, 19-49), los narradores cuentan cómo experimentaron sus propias muertes, y las preocupaciones triviales que los atormentaban después, cómo estar mejor preparados para cuando vuelva a aparecer la muerte. Los protagonistas masculinos en “Potens” y “El nuevo miembro de la familia” en Los 1001 cuentos (53 y 47) son capaces de tener experiencias sexuales durante el sueño, la inconsciencia y aún la muerte que de otra manera le serían inalcanzables. Y la mujer en “El cuadro en el estanque” (Los 1001 cuentos, 41) se desliza de manera imperceptible de una realidad a otra; cae exhausta en su cama mientras mira una pintura de una mujer sentada en el césped al borde de un arroyo. El narrador describe con gran fluidez la cama blanda y atrayente, los sonidos de la brisa fresca, las flores delicadas, las aguas cristalinas los dos mundos están entremezclados en la bruma, separados, pero uno solo. Y tal como ocurre en todos los textos de Jiménez Emán que comparten esta cualidad indeterminada, cada instancia de
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pasar de un lado a otro crea una puerta abierta, un abismo por el cual el lector puede entrar en el texto y forjar su propia interpretación, contestándose a si misma la pregunta ¿cuál es el final? Muchos de los cuentos breves en estos dos libros comparten otra característica espiritual semejante a la ambigüedad de la vida y la muerte, es decir, concretamente la imagen del espejo eternamente reflejado que se ve en los temas y estructuras de un número de textos como éste:
Los dientes de Raquel Raquel mordió una manzana y todos sus dientes quedaron en ella. Fue a su casa con la boca sangrando a avisarle a su mamá. La mamá vino corriendo asustada a buscar los dientes de Raquel y, cuando llegó los dientes se habían comido la manzana. La mamá quiso recogerlos, pero los dientes se levantaron y se comieron a Raquel y a su mamá. Después, los dientes volvieron a la boca de Raquel, quien muy hambrienta corrió a pedirle a su mamá que le comprara una manzana. (Los dientes de Raquel, 61) En este cuento breve el potencial infinito de la trama vuelve sobre sus pasos indicando la inexplicable mezcla de la realidad con la irrealidad, y el hecho de que el texto no da ninguna indicación clara sobre cuál de las situaciones de Raquel es la “verdadera” inicia en el lector un proceso de cuestionamiento de su propio criterio por la interpretación y comprensión de los hechos que lo rodean. En el cuento “El soñante” (Los 1001 cuentos, 43) se describe una situación de pasadilla, un cuento que nos hace recordar “Continuidad de los parques” de Cortázar. El personaje principal identificado sólo como “señor” experimenta la siguiente serie de hechos reflejados. 1) Pasa una noche terrible, intranquila pensando en que tiene que levantarse temprano a la mañana siguiente para tomar un avión.
2) Sube al avión a las 6:00 de la mañana e inmediatamente se duerme en su asiento y sueña que se está despertando para tomar el avión después de una noche muy intranquila. Lo pierde, sin embargo, llega justamente para saludarle mientras despega. 3) Vuelve a su cuarto, se duerme y no recuerda ningún sueño, se despierta muy descansado y sale a comprarse un café y el periódico. 4) En el periódico lee sobre un accidente de avión, y con gran horror se da cuenta que ese era el vuelo en el que él supuestamente debiera haber estado. 5) Con el periódico en la mano, va al aeropuerto sólo para que le digan que está equivocado, que no hubo ningún accidente. El empleado le dice que debe haber estado soñando. 6) Entonces se da cuenta de que sí estaba soñando, y justo se despierta en el momento empieza a caer para estrellarse. ¿Cuál fue el sueño? ¿Será que el hombre termina siendo otra fatalidad aérea o es que todavía está en la cama soñando pesadillas? ¿Dónde termina un mundo y dónde comienza el otro? El estilo de la trama se desdobla infinitas veces y cada evento abre la puerta a una consecuencia, que produce otra y así sucesivamente, tal como en el jardín de los senderos que se bifurcan de Borges. El narrador se niega a retomar la autoridad para llenar los vacíos de comprensión o decirnos donde se dibujan las líneas divisorias. Eso será tarea del lector. Tomando en cuenta que los cuentos breves de Jiménez Emán son densos e indeterminados, muchas veces una condición fuertemente agravada por su condición escueta, ese “espejo infinito” puede verse como si nos brindara la posibilidad de extensión. La repetición interminable continúa el cuento en la mente del lector, y al volver a pasar por cada ciclo también se vuelve a revivir y experimentar todos los demás elementos de la trama, estructura y estilo magnificando de ese modo su impacto original y aún destacando o solidificando su significado.
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La alienación del ser es otro tema frecuente en los cuentos breves de Los dientes de Raquel y Los 1001 cuentos de 1 línea. En muchos cuentos hay ejemplos en la relación distante que tiene un personaje con un objeto o parte corporal que existe parcial o completamente independiente del mismo. “El hombre de los pies perdidos”, “Mis pantalones sin mí”, “El televisor y las noches”, “Señora de manos muy hermosas” y “El sombrero del turista” son todos cuentos dentro de esa tipología. En otros textos, presenta la alienación como una separación esquizofrénica en más de una faceta o componente de la psique del individuo. Este tema aparece en dos cuentos excelentes, “El triángulo” y “Perseguidor invisible”. En ambos casos, el narrador observa y describe las acciones de otro, sin embargo, ya para el final, todos los indicios indican que tanto uno como el otro son el mismo ser. Este tema de la divisibilidad, en cierto sentido, e reproduce en el acto de lectura, si se acepta la idea de que el lector participe de un texto tanto emocional como intelectualmente, en especial, cuando proporciona él mismo el material para llenar los vacíos. Toda la experiencia lectural resulta de las contribuciones de distintas partes. Otra forma en que los cuentos breves de Jiménez Emán motivan la participación del lector es a través de los giros inesperados de la trama, que son una característica distintiva de su estilo narrativo. Utiliza cuatro recursos para sorprender y desafiar al lector –la desfamiliarización, la inversión, la sorpresa, y lo fantástico—que se examinarán brevemente en los siguientes párrafos. Muchos actos cotidianos, como cobrar (“Juan y su salario”), el ir de compras (“El coletazo”) y el golpearse el dedo en una puerta (“La señal en la uña”) están desfamiliarizados en las páginas de los libros de Jiménez Emán, aislados y examinados por ojos totalmente diferentes. Por supuesto, los lectores proporcionan su propia comprensión de estos
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fenómenos del texto y la combinación de estas perspectivas disímiles dan lugar a una nueva y única experiencia de lectura. Las jerarquías tradicionales de autoridad se invierten en “Última hora”, donde un periodista analiza y juzga a un científico. También figura la inversión en el cuento ya mencionado, “El juicio”, uno de los tantos en que la vida es la pena y la muerte es la recompensa. Otra trama invertida se revela, en una forma muy interesante, en el “Jorobado”, donde el amigable jorobado sufre soledad y desesperanza inaguantables una vez que los moradores del pueblo dejan de burlarse de manera cruel e insensible. La aparición súbita de una parte de una información totalmente sorprendente y no anticipada, ocurre comúnmente en estos cuentos breves. Ya se han hecho todos los preparativos para los funerales del personaje principal en el cuento “Julieta”, pero “en el momento en que iban a enterrarla, Julieta salió de la urna y dijo: “Yo no he muerto” y todo el mundo se murió,” (Dientes, 13). Sorpresas de esta índole son frecuentes en las obras de Jiménez Emán. El lector aprende rápidamente a no relajarse, a no tomar nada por sentado a primera vista, y especialmente, a no llegar a conclusiones sobre el cuento hasta alcanzar su final. Intencionalmente o no, esta es una forma de asegurarse que el lector preste especial atención a través de todo el relato hasta llegar a su conclusión. La cuarta forma en que los cuentos de Jiménez Emán toman un giro inesperado, son los elementos ilimitados con los que forma mundos subreales y fantásticos. Desde luego, lo fantástico es su sello en la ficción breve: un hombre que se convierte en lagarto, un personaje que camina con la cabeza recién cortada en una canasta, alguien que sin pensarlo dos veces se arranca ambos brazos y luego a braza a su mujer, zapatos que por si solos salen a dar paseos nocturnos, éstos son los elementos que pueblan las páginas de Los dientes de Raquel y de Los 1001 cuentos
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de 1 línea. Estos elementos fantásticos pueden ser usados de manera diferente en uno u otro cuento, produciendo una gran variedad de efectos; sin embargo, siempre exigen la participación del lector en la lucha por completar los vacíos de incredulidad que provocan las divergencias de un mundo cómodo y conocido.
porque realza el tono extraño, intangible y misterioso de los textos. De hecho en los cuentos donde se entrecruzan los caminos de más de un personaje, el sentido de destinos combinados y de fronteras disueltas es acentuado por la confusión que provoca la ausencia de elementos identificadores como los nombres.
Estos cuatro recursos: desfamiliarización, inversión, sorpresa y lo fantástico crean un gran número de vacíos que el lector encuentra mientras está inmerso en el acto de leer. Como estos giros funcionan en el contexto de la creatividad artística, es posible evitar que se tornen previsibles o comunes o pierdan en consecuencia su potencial para mantener al lector en un estado de desequilibrio. Además, en la literatura de Jiménez Emán algo es sorpresivo o inesperado en parte porque está yuxtapuesto a lo cómodo y familiar, como aún esperado. El lector prefiere continuar por este camino conocido y la apariencia repentina de un elemento perturbador interrumpe el flujo de la historia, creando un vacío, y por lo tanto necesita algún tipo de reconciliación, que sólo el lector puede ofrecer.
Especialmente en textos tan cortos como en los cuentos breves no se puede prescindir de los títulos por las claves interpretativas que contienen. Los títulos juegan un papel marcadamente significativos en los relatos de Gabriel Jiménez Emán, a veces dándonos la información suficiente para hacer más accesible el texto. Tal es el caso de “Sorpresas de un decapitado”: debido al título estamos más preparados para una revelación que el personaje principal cargue felizmente en una canasta su propia cabeza. En otras instancias los títulos nos dan, tácitamente, información sobre qué elemento de la historia es el más importante. Son los dientes que reciben primera mención en el cuento “Los dientes de Raquel”. El título borgesiano “Archivo de olvidos” (¿no es que el propósito de un archivo es ayudarnos a recordar, y no a olvidar?) prefigura un texto paródico e intrincado. Si nos pica la curiosidad y estudiamos por un momento el extraño título “Nietseknarf”, descubriremos que al leerlo al revés es un palíndromo casi perfecto de “Frankenstein” y al saberlo contribuye a otro nivel de significado que cubre en particular ese texto. Por último, los títulos “Los 1001 cuentos de 1 línea” y “La brevedad” tienen correspondencia directa tanto en la estructura como en el contenido de los respectivos textos, porque mientras ambos tratan el tema mencionado en sus títulos también, en términos físicos, son obras de extrema brevedad.
Es evidente en los dos cuentos ya mencionados que existe la predilección por los personajes anónimos. Sólo una minoría de los protagonistas de Jiménez Emán tiene nombre, y usualmente ése es todo su despliegue. Se establece un precedente por el cual el lector no espera que los personajes tengan señales definitivas establecidas por el narrador. Se podría decir que al nombrar a un personaje, se aumenta la distancia con el lector, porque un nombre brinda un mayor grado de individualidad tanto a una persona como a una cosa. Con apenas una indicación de género para distinguir a un personaje, el lector tiene más libertad y habilidad para sumir su identidad dentro del texto y de esa forma experimentar más íntimamente los hechos, pensamientos y sentimientos. Además, dado que el elemento de lo fantástico es mucho más marcado en los cuentos de Jiménez Emán, la vaguedad de los personajes tiene un efecto más pronunciado
Muchas veces el narrador, en estos textos breves, reconoce la presencia de un lector implícito. La forma epistolaria de la “Última carta de Ambrose Bierce” naturalmente presupone la existencia de un lector ficticio. El sinfín de preguntas en “Preguntas para seguir viviendo” también implican
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un interlocutor. En algunos casos, el narrador va más allá que del sólo hecho de reconocer un público lector para comunicarle instrucciones sobre cómo se debe percibir total o parcialmente el texto. Las instrucciones dadas al lector, pueden ser más o menos obvias y pueden incluir recursos como estilo directo, preguntas retóricas, observaciones parentéticas, voz narrativa en segunda persona singular y referencias intertextuales, para nombrar sólo unas pocas. Los siguientes fragmentos ilustran lo indicado:
Esta no es una historia de ciencia-ficción. Es sencillamente la historia de un astronauta que después de haber viajado por el espacio en un cohete, --entiéndaseme, por un espacio real en un cohete real—llega a la luna. (“El astronauta distraído”, Los 1001 cuentos, 29) Una gallina rara, de esas que se alejan de las demás después de comer se pegan a los alambres del gallinero a hacer la digestión y a reflexionar sobre su triste destino, no es conocida por todos. Cualquiera que la vea ahí, con el pico entre los alambres, susurrando una inaudible canción de amor, debe, por reglas del alma, conmoverse. Busquémosle un nombre para identificarnos con ella. Finia, por ejemplo” (“La triste historia de Finia, una gallina enamorada”, Dientes, 53) La primera línea de “El astronauta” se dirige a un lector implícito. Establece parámetros sobre cómo leer y cómo no leer el texto y muestra conscientemente su propia condición al crear realidades ficticias propias. Al decir que no es un cuento de ciencia-ficción, deja de contestar sobre qué tipo de cuento se trata y logra despertar el interés del lector en resolver el misterio. Los comentarios sobre cuán reales son el espacio y el cohete, se dirigen directamente al lector implícito e intentan sofocar toda tendencia a comprender las palabras que no sean de una cierta forma recomendada.
La cita de Finia parece mucho más útil. La oración inicial demanda que el lector distinga a Finia del resto. Nos dice que es única para luego explicar la clase de diferencia que tiene a través de la frase inicial “de esas que”. Nos hace recordar ese tipo de gallina en particular y luego ubicar a Finia entre las demás. El narrador tiene confianza en nuestra habilidad de hacerlo porque aunque su tipo “no es conocida por todos” (somos un grupo élite), la frase “de esas que” implica que tenemos alguna experiencia previa, que podemos y debemos poder recordarlo. Más adelante le hace al lector implícito una sugerencia algo más directa: debido a las “reglas” del comportamiento humano estamos obligados a conmovernos al ver a Finia (y verla tal como ya se ha establecido). Obviamente, el reconocimiento de las instrucciones, para el lector implícito, logra alcanzar su forma más explícita en el pedido del segundo párrafo de que nombremos a la gallina y que luego nos identifiquemos con ella. El lector, atraído por cada uno de estos detalles, se involucra con el texto en una relación más íntima y participativa. Aunque abunden instancias discusivas y manipulación del lector implícito, estos ejemplos serán suficientes para establecer su presencia y los efectos intencionales en la literatura de Jiménez Emán. La naturaleza de los escritos, con una fuerte dosis de lo fantástico, ambiguo y desconocido, puede a veces crear vacíos imposibles de llenar. Estrategias como las que acabamos de examinar, aunque no eliminan los vacíos, sirven para guiar al lector por caminos preconcebidos en los cuentos, limitando, hasta cierto punto, las posibilidades interpretativas que contienen, ya la vez intentando prevenir que un texto sea demasiado inaccesible. El texto a partir del título de una de las colecciones, sirve como ejemplo apropiado de su gran potencial interpretativo: “Quiso escribir los 1001 cuentos de 1 línea, pero sólo le salió uno” (56). ¿Qué información concreta se da aquí al lector
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que pueda utilizarse para armar el marco de referencia? Muy poca por cierto: no hay identidad, ni del narrador, ni del tema, tampoco hay información temporal o espacial en la cual se puedan situar los hechos, tampoco hay pautas psicológicas y hay muy poca materia prima o sea palabras para trabajar. ¿Es que todos los cuentos están conectados a un nivel profundo y místico, como si formaran parte de una sola familia con un número infinito de miembros? ¿O es que alguno de los cuentos contiene las semillas y la esencia de otros mil cuentos? Cualquier interpretación (vaya uno a saber cuantas más) es justificable y se puede hacer lo mismo con muchos de los otros cuentos breves de Jiménez Emán. Mientras menos delimitado sea un texto, más tiene que trabajar el lector para contribuir a una comprensión satisfactoria del mismo. Los cuentos breves de Los dientes de Raquel y Los 1001 cuentos de 1 línea son en su mayoría extremadamente indeterminados, plagados de lagunas creadas a través de todas las estrategias y estilos literarios aquí presentados. A menudo, los cuentos son desconcertantes y no es posible una comprensión fácil de los mismos. En las piezas menos logradas, el riesgo que el lector no se sienta motivado a invertir más tiempo para comprender, es mayor. Pero cuando los cuentos están bien escritos, son intrigantes y plenos de materia prima como para prometer un ejercicio interpretativo fructífero y el lector aceptará el reto a pensar, contribuir y completar los huecos semánticos y estructurales, gozando así de un mayor sentido de placer y de participación en el acto de leer.
DAVID LAGMANOVICH
Universidad de Tucumán, Argentina
1. Introducción
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l escritor venezolano Gabriel Jiménez Emán (nacido en 1950 en Caracas) tiene una obra que lo destaca entre quienes se dedican a este género nuevo y pujante de la literatura hispanoamericana, el microrrelato o minificción. Hay en su cultivo del género una gran continuidad, que se refleja en varios libros de narrativa breve o brevísima.1 No es el único género que frecuenta, pues también es autor de ensayos literarios, narraciones más extensas y novelas. Corresponde definirlo ante todo como narrador, pues es evidente que los relatos, de cualquier extensión que sean, son su manera de relacionarse con la realidad y con la literatura. Pero desde Los dientes de Raquel, de 1973, hasta La gran jaqueca, de 2002, hay tres décadas de trabajo constante en este producto narrativo (que él llama “cuento breve”, una denominación que convendría sustituir por otras más específicas: microrrelato, microcuento, minicuento, minificción...). Así se ha perfilado una obra de conocimiento indispensable para quienes se interesan por
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las características y evolución de este tipo de textos en las letras hispanoamericanas. Conviene aclarar que Jiménez Emán concibe el tipo de relatos que aquí interesan como un género emparentado con la literatura fantástica. En su antología Ficción mínima: muestra del cuento breve en América, comienza sus palabras prologales con la siguiente afirmación: “Los efectos literarios cuentan con una larga historia. La mayoría de éstos han tenido lugar al margen de la literatura realista” (FM 5). Y poco después ofrece (FM 6) el siguiente comentario:
Si el cuento breve está disfrutando hoy de cierta salud, ello se debe quizá no tanto a la similitud con el lenguaje de los medios visuales, sino a su propia naturaleza minimalista, que intenta condensar en el menor número de palabras experiencias y situaciones de los personajes, sin perder el tiempo en descripciones prolijas. También debido al uso de una imaginación de raíz romántica, que suele apostar por el asombro, la emoción o la sorpresa, el absurdo y el carácter lúdico de las imágenes, antes que por la pretensión naturalista de querer “fijar” el mundo y describir ambientes históricos. El uso del menor número posible de palabras, la contención de toda actitud descriptivista y los privilegios de la imaginación, que pueden conducir al absurdo y al juego, van constituyendo una colección de marcas que nos servirán para penetrar en el mundo del microrrelato hispanoamericano y, en particular, en el universo narrativo de Gabriel Jiménez Emán.
ocupar orgullosamente el mínimo territorio de una línea? La respuesta es que todo lo que ha constituido materia literaria se puede tratar en ellas, porque la extensión de una obra no es un elemento sustancial y definitorio, sino una variable determinada por factores históricos y culturales. Así, a las larguísimas composiciones poéticas –casi siempre de poesía narrativa– del siglo XIX siguieron textos que valorizaban un marco de silencio, reflejado en el blanco contorno de la página, y que nos hicieron reflexionar sobre las virtudes de la concisión. De la misma manera, después de ciclos novelísticos como Les Thibault, de Roger Martin du Gard, y aun de novelas tan caudalosas como La regenta, de “Clarín”, comienzan a aparecer los bosquejos narrativos de Azorín y de Eugenio D’Ors, las novelas breves como las de Unamuno, las “nouvelles” propiamente dichas que a veces cultivan Carlos Fuentes o Gabriel García Márquez (Aura del primero, y el famoso coronel del segundo), los libros constituidos íntegramente por cuentos no demasiado extensos –Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges, Virgilio Piñera –y finalmente estas breves, refulgentes, enigmáticas, sorpresivas construcciones narrativas que llamamos minificciones o microrrelatos. Y no es de extrañar que estos nuevos productos del viejo arte de contar se hayan propagado rápidamente por América Latina, pues nuestro continente es la tierra natal del riesgo y la imaginación.
2. Los modos de la escritura
Volviendo a Jiménez Emán, deseamos hacer algunas consideraciones sobre lo que llamamos los modos de la escritura. Hablaremos de dos, pero sabiendo que existen tres: el que aquí falta es el modo realista, o discurso mimético, basado en el principio de verosimilitud. Los otros dos son los del absurdo y la fantasía.
Un lector ingenuo podría preguntarse: pero ¿qué se puede tratar en estas brevísimas construcciones narrativas, que a veces tienen alrededor de una página de extensión, a veces se resuelven en un solo párrafo, y hasta llegan a
El primero de estos modos es el de aquellos relatos signados por el absurdo, que producen en el lector el sacudimiento de lo que no sólo es imprevisto, sino además inaceptable para la lógica. Al surgir en medio de un mundo que con
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frecuencia parece desafiar toda explicación racional en sus vaivenes políticos, económicos e históricos, el relato declina toda obligación de redimir los valores de la explicación basada en el uso de la razón. Veamos uno de estos relatos en Los dientes de Raquel, el titulado “Los brazos de Kalym” (DR 21):
Kalym se arrancó los brazos y los lanzó a un abismo. Al llegar a su casa, su mujer le preguntó sorprendida: “¿Qué has hecho con tus brazos?” – Me cansé de ellos y me los arranqué– respondió Kalym. – Tendrás que ir a buscarlos; vas a necesitarlos para el almuerzo. ¿Dónde están? – En un abismo, muy lejos de aquí. – ¿Y cómo has hecho para arrancártelos? – Me despegué el derecho con el izquierdo, y el izquierdo con el derecho. –No puede ser –respondió su mujer– pues necesitabas el izquierdo para arrancarte el derecho, pero ya te lo habías arrancado. – Ya lo sé mujer, mis brazos son algo muy extraño. Olvidemos eso por ahora y vayamos a dormir –dijo Kalym abrazando a su mujer. Parecidos recursos al absurdo se pueden encontrar, en este libro, en “Saúl y los ratones” (25), en donde los ratones que habitan la vivienda de Saúl devoran tantas cosas, que al fin son devorados por el dueño de casa; en “Documento de muerte” (49), que comienza con las palabras “Recuerdo muy bien el día de mi muerte”, y en algunos otros minicuentos de éste y de otros volúmenes. Es difícil hablar del absurdo en literatura; por lo general, las referencias que encontramos están vinculadas con el teatro del absurdo. Por analogía, podría decirse que hay también
una narrativa del absurdo. En ella hay personajes que tratan de encontrar un orden en situaciones irracionales (como la mujer de Kalym ante la falta de brazos de su marido); esos personajes, a la vez, actúan aparentemente sin motivación discernible (como Kalym mismo); y, por su parte, el diálogo puede no guardar similitud formal con el que caracteriza las formas “realistas” de expresión. El lenguaje puede ser críptico, en especial en las obras teatrales de esta tendencia. Sin embargo, en el campo del microrrelato parece procurarse la obtención de una impresión de neutralidad y transparencia (como si la perturbación de las condiciones externas no tuviera que reflejarse en una similar dislocación de las formas lingüísticas): ello destaca más, si cabe, lo sorprendente de las situaciones presentadas. La reacción del lector ante un microrrelato marcado por el absurdo puede describirse como “Esto no puede ser”: es decir, como una seria infracción a la ley de la verosimilitud, aunque esta marginalidad no nos impida admirar la nitidez o eficacia de la construcción. Pero hay otro tipo de minificciones que tampoco son verosímiles y que no caben en forma clara dentro de la corriente del absurdo, y son aquellas en las que impera la fantasía. Es lo que ocurre –siempre en este primer libro– en el texto “Unos zapatos” (DR 27):
Es la historia de un par de zapatos de cuero marrón oscuro y lustroso número 40. Mario se va a dormir frecuentemente a las 11:30 y los deja bajo la cama. El zapato derecho espera que Mario se duerma y luego trata de despertar al zapato izquierdo, que siempre permanece inmóvil. Después camina solo por toda la habitación, y si la puerta está abierta sale a caminar entre los árboles, a tomar el aire o a ver las estrellas. Muy pronto se aburre de andar solo y piensa en el zapato izquierdo, el perfecto compañero para sus andanzas nocturnas. Pasan los días y el zapato derecho sigue insistiendo
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en despertar al zapato izquierdo, y un día, por fin, lo logra. Se explica por eso que Mario se despertara una mañana y no encontrara sus zapatos nunca más. Como he dicho, creo que en construcciones de este tipo el modo fundamental no es el del absurdo, sino el de la fantasía. (Otros ejemplos de la misma modalidad, siempre en DR: “Julieta”, 13; “Vacaciones en Zontla”, 41; “Lucía, las amapolas y el sol”, 43.) En la primera impresión, inmediatamente después de la lectura inicial, no nos decimos “Esto no puede ser”, sino en todo caso “Esto podría ser” o “¿Por qué no podría ser así?” La fantasía es la apertura al mundo del “como si” (el als ob de la filosofía alemana, postulado en 1876 por Hans Vaihinger dentro de un marco de pensamiento idealista, o sea, antirrealista). Por eso, el “como si” resulta ser el motor principal de los relatos que llamamos de ciencia ficción. Claro que esta visión del mundo –la visión de un mundo alternativo– choca también con las habituales, o si se quiere convencionales. Por eso, el impacto de lo fantástico (o de la fantasía, términos aquí usados como equivalentes) se da muchas veces –no siempre– en la forma de un final altamente imprevisto, que restituye el sentido que estaba comenzando a faltar. Como ocurre, por ejemplo, en “El juicio” (DR 15), un ejemplo de los prodigios de brevedad que suscita el microrrelato:
Se encontraba en medio del tribunal, todas las miradas de los jueces clavadas negramente en él. Esperaba la sentencia. – Lo condeno a vivir para siempre –dijo uno de los esqueletos. Leamos uno más que identifico con esta tendencia; me refiero a “Señora de manos muy hermosas” (DR 37):
Una vez un joven le dijo a una mujer: “Señora, tiene usted las manos muy hermosas”. – Siempre lo han sido, para jóvenes de ojos tan
hermosos como los suyos –respondió ella. – Sin sus manos mis ojos no serían hermosos. – Y sin sus ojos mis manos no serían hermosas. ¿Ha visto alguna vez sus manos? – Antes de tener los ojos ausentes, advertía en ellas cierta hermosura –dijo él–. Y usted, ¿se ha mirado a los ojos? – Nunca los tuve –dijo ella–. Pero jamás han existido manos tan hermosas como las mías. Y así finalizó aquel diálogo de ciegos. El absurdo y la fantasía –repito– no son temas, sino modalidades de la escritura. En el absurdo se presencia una transformación o inversión de aspectos habituales de la realidad; en la fantasía presenciamos la invención de nuevos procesos que se suman a la realidad que conocemos. En ambos casos, van apareciendo diversos temas, que nos ocuparán a continuación.
3. Los textos: algunos temas Ahora quisiera hablar en forma específica de ciertos temas: no de todos, sino de aquellos que, a mi parecer, trazan líneas útiles para distinguir una personalidad narrativa, una fisonomía de narrador. La oposición entre lo uno y lo doble, o entre lo múltiple y lo uno, es un tema posible; otro es el intercambio de funciones entre diversos actantes. Para el primer caso, recordemos “Última hora” (DR 29): en este relato, unos hombres de ciencia se han dedicado a estudiar con el máximo rigor la conducta de los locos, pero un periodista científico descubre que esos “sabios” están locos de remate. Para el segundo caso –las funciones trastrocadas, invertidas o sustituidas–, podemos acudir a “Cena” (DR 11), el primer relato del volumen:
La mesa estaba preparada. Dentro de unos instantes comenzaría la cena. Sólo debían sentarse los
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invitados, que en cualquier momento llegarían. Efectivamente poco después llegaron los invitados, y aquel par de enormes leones, agazapados debajo de la mesa, esperaron a que los invitados se sentaran para comenzar la gran cena. Como ya hemos dicho, todos los temas pueden aparecer en el microrrelato, ya sea en las modalidades antes descritas o en otras. Vale la pena explorar el segundo libro que hemos seleccionado: Narración del doble; poemas en prosa 19731978, publicado en 1978 (aquí abreviado ND). El prólogo, del propio autor, formula consideraciones interesantes, como las que se refieren a lo que Jiménez Emán llama “ambigüedad genérica”, en referencia a un tipo de escritura en la que “casi no percibimos diferencias en el momento de captar la idea, la emoción o la esencia poética que transmiten” (ND 7). Las diferencias en cuestión serían las que tienen que ver con la distinción tradicional entre prosa y verso, y ellas se acentúan en el tipo de escrito que el autor llama “metatexto”, aquel que “ignora a la poesía como género y la sitúa en la sustancia madre de las cosas”. Algunos de los 30 relatos incluidos en el volumen son bastante extensos y, como se indica, experimentales en su carácter: los “metatextos” parecen no tener principio ni fin, carecen de marcas formales –salvo el espacio intensificado entre algunos segmentos del período– y, en fin, parecen mantenerse en una zona cercana a la escritura automática. Entre los diez textos que identificamos directamente como microrrelatos, algunos ofrecen el tema de la identidad personal o, como también puede decirse, el tema del Otro. Tal es el caso de “Llueve, siempre llueve a esta hora” (ND 10), de “Narración del doble” (ND 17) y de “Los silencios del cuarto” (ND 42). El primero dice así, ya al borde del final: “Llegó mi amigo abriéndome los brazos. Me pareció que andaba muy extraño, pero viéndolo bien era yo mismo” (10). El texto cuyo título lleva el libro muestra un fuerte influjo
surrealista: “yo caminando en otros sitios [...] en la calle más inesperada del lugar una bestia invisible camina lentamente esa bestia soy yo”, “en el lugar más inesperado de la calle tropiezo y robo gestos a mí mismo y río conmigo por no decir con nadie” (17)... Finalmente, en “Los silencios del cuarto” (ND 42): “Al apagar nuevamente la luz ya no soy el mismo, pues la madera cruje de manera distinta, y tengo que salir”, y el párrafo final, “Adentro quedan mis pertenencias, mi cama y los movimientos que no he ejecutado. Me asomo por una hendidura a observar mi silencio. Veo que hay otro que se mueve y me llama” (42). Por otra parte, en otros textos llamados “Página en blanco” (ND 47), “Hojas sin sentido” (ND 43) y el metatexto “Piedras” (ND 14), aparece con fuerza otro tema: el de la escritura. Veamos primero “Piedras”, que transcribimos en su integridad:
constantemente tropiezo con piedras que yo mismo forjo y coloco cuidadosamente al frente de mis pasos intento en vano expresarme como la luz envidio al hombre que respira madera en las carpinterías, y al pescador que mira diariamente el mar en sus manos mis padres no debieron mostrarme el alfabeto siempre, siempre forjo esas piedras, las mismas que a veces intento apartar de mi camino y al hacerlo, golpeo en mi costado. he ahí la historia De los otros dos textos escogemos “Página en blanco”, simplemente porque tematiza una situación que es bien conocida por todos los que tenemos por oficio la escritura: la perplejidad ante la página, la posible frustración (“discurso invalidado por una herida”, dice este texto), la relación con frecuencia conflictiva entre autor y lector, la interacción de vida y obra en la existencia de todo creador literario. He aquí el texto:
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Cuando veo la página en blanco me arremete un impulso de clavarle un puñal y que la punta hiera y saque sangre del papel; garabatear mis líneas resulta un impulso secundario frente a éste, y aunque mi pluma en cierto modo hiere mi desigual compartimiento, no me admiro ante los resultados: las patas de araña escritas acechan la vista de un lector inocente al cual debe parecer absurdo encontrarse ante un texto tan poblado de irregularidades y bruscas flechas que producen en boca del observador una exclamación desconcertante, o más bien desagradable que termina por preservar la intención del que escribe: sangre que se vierte sin necesidad de producirla, discurso invalidado por una herida, o tal vez aquello que había estado buscando desde mis días más plenos: una página borrada por el peso de una vida borrada, hasta el punto de desaparecer en la blancura de esa página con mis impulsos, mi puñal y mis noches en vilo. Por último, transcribiré “Hojas sin sentido”, para completar la nómina de los textos cuya sustancia temática tiene que ver con la escritura misma, un tema antiguo en la historia de la literatura pero que en la modernidad alcanza muy alto protagonismo, como puede rastrearse en las obras de Edgar Allan Poe, de Charles Baudelaire o de Julio Cortázar. Se trata de la dificultad de la escritura, de las fuentes de la misma, y –al menos como esperanza– de la posibilidad de una trascendencia futura, que sólo podrá encontrarse en la respuesta de un lector. He aquí ese texto:
A veces lleno tantas hojas sin sentido, que ante la obligación de romperlas prefiero irlas colocando en el rincón donde duermen las arañas y los escarabajos. Las hojas se ven tan desvalidas, se pueblan de un polvo finísimo, de mis estornudos y de las imprecaciones que se lanzan los vecinos desde el apartamento de al lado, también del sonido que despiden mis zapatos
cuando llego en las madrugadas; del chirrido de las bisagras desgrasadas, del sonido de mis sábanas cuando me arropo, del recuerdo de la mujer a la cual no pude dirigir palabra cuando me clavó su definitiva mirada en el parque; cuando se llenan de todo el vapor que despiden mis miembros tensos cuando se llenan del vacío de mis manos. Ellas recobran entonces un sentido que no puedo comprender, sin embargo adivino que algún día alguien las leerá y sacará de su tumulto de ideas entrecortadas alguna frase que me nombre. Los temas relacionados con la escritura reaparecen en Los 1.001 cuentos de 1 línea (MC), el libro de 1981 que, sin embargo, sólo contiene dos microtextos capaces de responder a esa especificación, como veremos más adelante. Advertimos en primer lugar, en lo que hace a los temas, que sigue apareciendo el de la escritura, como con frecuencia ocurre en la experiencia de muchos escritores. Citaré los dos microcuentos que me parecen más significativos en este sentido. Uno de ellos, “El insensibilizador” (MC 70), relata el proceso que lleva a escribir, y las dificultades (tanto de percepción como de retención y utilización literaria de lo percibido) que se encuentran en el camino hacia el texto. El texto termina de la siguiente manera: “Y pensé –sólo entonces pensé– que todo eso no debía perderse, pero sí ser ganado para que más tarde pudiese ser leído por mí, o por una persona más llena de palabras que yo, aunque menos apta para pronunciarlas” (70). El proceso puede ser frustrante y hasta penoso, pero, como en el caso de “Hojas sin sentido” antes citado, es preciso preservarlo para que el mensaje, o aun una pequeña parte de él, pueda encontrar su camino hacia un lector implícito, aun un hipotético lector futuro. El otro texto que quiero citar entra directamente en la poética del microrrelato, como que se titula “La brevedad” (MC, 78) y está colocado, como un broche final, en la última página
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del libro. Dice lo siguiente: “Me convenzo ahora de que la brevedad es una entelequia, cuando leo una línea y me parece más larga que mi propia vida, y cuando después leo una novela y me parece más breve que la muerte”. Es de suponer que, antes que la definición filosófica de “entelequia”, opera aquí el sentido irónico de la palabra: algo irreal, una voz vacía de significado. Y bien, eso es precisamente lo que la teorización moderna ha concebido respecto del tan traído y llevado problema de la brevedad; y Jiménez Emán, autor y antólogo de textos brevísimos, lo sabe bien. Hay otro tema que aparece en este libro: el de la alternancia (o deslizamiento) entre realidad y fantasía. A este respecto voy a citar sólo un texto, de impecable realización: se trata de “El cuadro en el estanque” (MC 41). En alguna medida se lo puede relacionar con el poema “El espejo de agua”, de Vicente Huidobro, en el libro del mismo título, de 1916 (“Mi espejo, corriente por las noches, / Se hace arroyo y se aleja de mi cuarto”). Aunque no está entre los más breves, lo transcribo en su integridad:
Entró dormida al cuarto. Se sentó en la cama y comenzó a quitarse los zapatos, mientras miraba el cuadro que representaba a una mujer acostada a orillas de un estanque. La mujer tenía los ojos cerrados, y no se sabía si solamente tenía los ojos cerrados. A su lado había grama, florecillas e insectos grandes. Detrás del estanque se dibujaba un bosque no muy frondoso, que dejaba ver a través de su delgado ramaje unas colinas azuladas. Después de quitarse los zapatos dio un giro hacia la izquierda. La cama no emitió ningún sonido; apenas parecía que hubiese recibido un cuerpo. Como estaba muy cansada, no se quitó el vestido inmediatamente, sino que esperó a relajarse más; después, lentamente, empezó a desabotonarlo. En cierto momento llegó el aire y movió los pliegues del vestido. Las sábanas también
se movieron, y las florecillas rozaron sus pies cuando justamente había comenzado a cerrar los ojos. Pero el cielo estaba claro y el viento insistía en refrescar las aguas, incitándola a despertarse. Los insectos se movieron, las florecillas dejaron caer pequeñas gotas en sus pies descalzos, y entonces sí se abrieron sus ojos. Pero la cama estaba muy blanda y esto, unido a la monotonía del techo del cuarto, casi la obligó a cerrar los ojos de nuevo. Sin embargo no los cerró, sin antes terminar de desabotonarse el vestido. Esto la relajó más, por lo que pensó en incorporarse para desvestirse; pero antes suspiró levemente, se estiró, abrió los ojos, mientras una de sus manos se movía cerca del estanque. Después esa misma mano bajó hasta que sus dedos rozaron la superficie del agua, hecho por el cual se percató del pequeño descuido de haberse quedado dormida en una zona tan transitada. Se sentó, y antes de incorporarse recogió los zapatos que había dejado sobre la hierba antes de descansar. Mientras se los colocaba y miraba el estanque, vio que el cuadro se desprendía de la pared. La sustitución de la personalidad es uno de los mecanismos que con mayor claridad muestran lo que hemos llamado un deslizamiento –también podríamos decir un “pasaje”, palabra más cortazariana– entre los planos de la realidad y la fantasía. En este caso, la realización de Jiménez Emán alcanza la altura de “Continuidad de los parques” del gran escritor argentino, y muestra la excelencia de su capacidad como narrador. No comentaré en este momento el libro siguiente, Biografías grotescas, de 1997 (BG), pues constituye un proyecto levemente distinto; me referiré a él en una sección posterior de este trabajo. En cambio, me interesa revisar La gran jaqueca, el libro de 2002 (GJ). Considero que con este libro llega a su excelencia la capacidad de Jiménez Emán como
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creador de microrrelatos. En cuanto a los modos y temas de la narración, en este volumen aparecen construcciones que completan las corrientes ya mencionadas, así como otras que amplifican el registro; y ello se da, por lo general, en formas muy breves, que producen una impresión de gran nitidez. Por ejemplo, el modo de la fantasía al que ya me he referido aparece en “El método deductivo” (GJ 21) a través de esta tersa construcción:
Al abrir el periódico, vio que el asesino le apuntaba desde la foto. Lo cerró rápido, antes de que la bala pudiera alcanzarle en la frente. Dejó el periódico a su lado, todavía humeante. Y esta formulación del tema de la identidad (el equívoco sobre el actante que se resuelve en el final sorpresivo), con resonancias de otro tipo de consideraciones, en “El momento más importante” (GJ 63):
–La fecha más importante de la historia es el nacimiento de Cristo– le dijo un borracho a un hombre en una taberna pobre, pero muy concurrida y alegre. –Sí, tienes razón– le respondió el hombre, tomándose un trago antes de levantarse del banco de la barra. Primero lo bendijo. Después, se fue a hacer sus milagros. Uno más en este orden de cosas, es decir, en la reformulación de modos y temas que ya han aparecido en libros anteriores. Me refiero a “Byblos” (GJ 84), un texto que tiene especiales resonancias para muchos de nosotros, puesto que se refiere a la manía de coleccionar libros, compartida por muchos escritores:
Érase un profesor que no podía vivir sin libros. Cuidaba, atesoraba, adoraba literalmente sus
volúmenes. No tenía esposa ahora, los hijos estaban lejos, sus padres fallecidos. Su biblioteca lo era todo para él. Una noche en que dormía sintió un olor extraño: era de humo, que salía de su biblioteca ardiendo, y el fuego amenazaba extenderse por el resto de la casa. Salió de ella huyendo, viendo cómo la biblioteca ardía y sintiendo gran goce, infinito placer pensando en cómo iría a rehacer su biblioteca. Por otra parte, el libro presenta también composiciones que se abren en otras direcciones temáticas. El texto apoyado en directas referencias intertextuales, que suele aparecer con regularidad en otros cultores del microrrelato (desde Juan José Arreola a Ana María Shua) no es frecuente en la narrativa brevísima de Jiménez Emán. En éste y otros libros, sin embargo, hay algunos: “Nietseknarf” (DR 35-36), sobre el tema del gólem; “Homenaje a Monterroso” (GJ 64), vuelta de tuerca sobre el famoso dinosaurio, y “Crónica de Gregorio Estévez” (GJ 25). Vale la pena mostrar el uso del intertexto kafkiano en esta última composición:
“Al despertar, Gregorio Asmas se vio convertido en un monstruoso insecto.” Gregorio Estévez terminaba de leer el libro de Akfak. Al cerrarlo tuvo la sensación de que aquél no era el libro. Lo abrió y se cercioró de algo más grave: éste no era su autor. Gregorio Estévez se dirigió entonces a su cuarto, limpió sus patas y siguió devorando poco a poco las sobras de comida, cerciorándose luego de que hojeaba las páginas del libro equivocado. Otro tema que aquí aparece es el de la tecnología (para denominar así, en forma simplificada, cierto tipo de relatos que pueden tener afinidad con la ciencia ficción, aunque con un sesgo irónico o crítico de que por lo general carecen los cultores de ese género). Señalamos en especial dos textos, siempre de La gran jaqueca: “La nueva droga”
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(GJ 54), que se refiere en forma devastadora a la televisión, y “Encuentros lejanos” (GJ 53), irónico desde el título mismo, que encara el problema de la tecnología contemporánea desde el punto de vista de su inagotable complejidad. A continuación puede leerse este último texto:
Apenas enciende el ordenador, Bill se pone en contacto con el mundo global que se pone en contacto con los otros contactos del mundo en permanente contacto con otros ordenadores que emplean una red complicada en contactarse entre ellos mismos para obtener la información requerida para poder hacer funcionar la primera tecla del ordenador de Bill. Naturalmente, hay otros temas en el mundo narrativo de Jiménez Emán. Esa multiplicidad de incitaciones es característica de todos los buenos escritores, ya que no hay narrador que, en última instancia, no aspire a relatar el mundo. En lo que vamos tratando, hemos pretendido identificar dos modos fundamentales de escritura, que son la modalidad del absurdo y la de la fantasía, que deben aceptarse para comprender el universo narrativo de este autor. A continuación, hemos explorado varios libros en la tentativa de identificar temas dominantes, o por lo menos significativos. De esa manera, aparecen los temas de lo uno y lo múltiple; la identidad personal; la escritura como problema, y en particular la poética del microrrelato; la alternancia de realidad y fantasía en la cotidianeidad; la reformulación intertextual (aspecto que en otro trabajo hemos llamado “reescritura y parodia”) y el acoso de la tecnología en la vida moderna. Se trata de un abanico de temas que, en su conjunto, producen libros matizados, en los que el juego de las expectativas desemboca con frecuencia en la sorpresa, y ésta a su vez en el reconocimiento de la artesanía del escritor.
4. Los textos: rasgos estructurales Si atendemos ahora a los rasgos estructurales en la narrativa breve de Gabriel Jiménez Emán, una de las primeras cuestiones es la que se refiere a la extensión de esas construcciones. Se trata, desde luego, de uno de los problemas más tratados en el estudio de los microrrelatos, para el cual en realidad no existe una respuesta unívoca: ¿cuál es la extensión mínima, cuál la máxima, para considerar que una construcción narrativa pertenece a esta categoría? Por un lado, tenemos la brevedad extrema, la de la narración contenida íntegramente en el espacio de una línea. En la obra de Jiménez Emán hay un microrrelato de estas características, que ha alcanzado justa celebridad (cercana a la de “El dinosaurio” de Augusto Monterroso, el prototipo indiscutido): está en Los 1.001 cuentos de 1 línea, libro de 1981, y se titula “El hombre invisible”. Dice así: “Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello” (MC 55). En el mismo libro hay otro de similares características, que lleva el mismo nombre del volumen, y su texto es: “Quiso escribir los 1001 cuentos de 1 línea, pero sólo le salió uno” (MC 56). Estos relatos hiperbreves tienen 10 y 13 palabras respectivamente, sin contar sus títulos. En el otro extremo del espectro, parecería injusto no reconocer un lugar a los relatos que constituyen un libro mencionado antes: Biografías grotescas, de 1997. Es una obra notablemente coherente, donde cada pieza constituye un retrato narrativo de un tipo de personalidad que el ojo agudo del satírico recoge de la vida cotidiana y potencia mediante un ácido humor. Estas estampas tienen por lo general una extensión que oscila entre una página y media y algo más de dos páginas; por lo general se mantienen por debajo de las mil palabras, a menudo en una gama que no baja de las 500 ni sobrepasa las 700 o las 800 palabras de extensión. De los 17 relatos incluidos, sólo tres superan en algo la extensión indicada de dos páginas, uno de ellos
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con sólo unas diez líneas por encima de ese límite. Por otra parte, es evidente que esta extensión es deliberada; quiero decir, que responde a una decisión estructural del autor. Si por un lado las composiciones del libro tienen una extensión superior a la que generalmente se acepta para la minificción –aunque no haya acuerdo, se han mencionado las 200, 300 o 500 palabras–, tampoco su apartamiento es excesivo; por ello, y por existir un enfoque común con algunas de las composiciones brevísimas, me inclino a votar en el sentido de que estos textos queden incorporados al universo general del microrrelato. Transcribiré uno de los 14 textos que se mantienen rigurosamente dentro de la extensión indicada; se trata de “El Culterano” (BG 17-18), que tiene menos de dos páginas y unas 470 palabras de extensión:
Desde su perspectiva, el culterano ve el mundo como un trozo de cultura. La realidad no es para sentirla, sino para abrirla como un libro. Toma citas de los volúmenes y las inserta en la realidad; mira a las personas como portadoras de anécdotas, al movimiento humano como a un juego de referencias importantes. Cuando hay reuniones en su casa, selecciona muy bien a sus amigos. Deben ser leídos y dirigirse la palabra aderezándola con citas de autores célebres. La pintura, el teatro, la danza sirven para transmitir sabiduría, esencialmente. Llegan momentos álgidos en que los culteranos, cultosos, cultivados y cultísimos quedan como suspensos en un gesto elocuente que revela el cúmulo de referencias que han venido acumulando. A veces este momento es interrumpido por algún molesto signo de la realidad externa: el ring del teléfono, un frenazo en la calle, o cuando la sirvienta llega repartiendo bocaditos para los señores. Entonces el culterano anfitrión lanza a la
pobre mujer una mirada redonda, cuya fuerza se va depositando en las mejillas de todos en la sala, hasta alcanzar finalmente las mejillas de la sirvienta, quien se sonroja de tal modo que el color de su piel se vuelve tan pálido como el de una muerta. Entonces un cultísimo rompe la interrupción con una cita sobre la estupidez humana, y otro cultoso se levanta de un mullido sofá y se dirige a los estantes de la biblioteca donde están los libros más viejos, inclinándose ante ellos en una especie de ritual. Desde la cocina sale un olor muy agradable que le permite a un cultivado de nariz aguileña referir el valor artístico de los platos de la gastronomía. Nuestro culterano sale de paseo por el campo y ve poemas bucólicos en los árboles; va por el centro de la ciudad y siente la profunda crisis que sacude a la sociedad. Sus relaciones interpersonales, bien anotadas en su agenda, van tomando el lugar de tramas escabrosas o simplemente intensas, ahítas todas de la más pura pasión. Hoy tiene una cita importante con un posible editor de sus obras. Ha examinado las posibilidades de que sus libros no se vendan tanto como pudiera esperarse; y si al principio esto lo ha entristecido, al final ha terminado por ser un alivio, un consuelo gracias al cual se reunirá con un grupo de amigos a conversar sobre la naturaleza aristocrática del arte, del papel que las élites han cumplido en el tiempo. Sabe que la cultura no debe permitirse arrogancias mundanas. Pero ahí está, en la sala de espera de la editorial, coqueteándole a una señora mientras le lee una selecta de sus versos, del original que con los años se convertirá en un incunable, el cual ahora es ligeramente rozado por los dedos de la dama cuando él se le acerca y ella se deja llevar por la apasionada marea de las palabras.
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Entre estos extremos se mueve la narrativa breve de Gabriel Jiménez Emán: las diez palabras de “El hombre invisible” y las casi 500 de “El Culterano” pueden representar perfectamente dos polos que tensionan la escritura, llevándola en dirección de la brevedad o en la de una no desmedida abundancia verbal. En el libro que nos ocupa, esta uniformidad material ayuda a componer un libro que no está integrado, estrictamente hablando, por las “biografías” que anuncia el título, sino más bien por estampas o estudios tipológicos trazados desde una actitud entre irónica y sarcástica, con seguro efecto de comicidad en el ánimo del lector. Volviendo al cuerpo general de los relatos brevísimos de este autor, podemos fijarnos ahora en la forma en que terminan estas minificciones. En alguna medida, la estructura interna de los textos puede estar determinada por el tipo de final que tendrá el relato. Por ejemplo, para que el final sea categórico o efectivo, puede requerirse la omisión de algún rasgo o elemento en el desarrollo previo, por breve que éste sea. O bien el último momento del cuento, fuera ya de la retórica de la narrativa tradicional, puede ser un final abierto, reflejando así la inminencia de una acción que no está explícita, pero que el lector puede imaginar. Ambos tipos de finales se dan en los libros de Jiménez Emán, y ya hemos presentado algunos ejemplos, aunque sin detenernos a comentar estos aspectos estructurales (recuérdese “El juicio”, por ejemplo, para el primero de los tipos citados). Ahora ofreceremos un par de ejemplos más. Para el primer caso citado, el del final claramente sorpresivo, copiamos “El hombre que inventó el ajedrez” (GJ 79):
Se hallaba conforme con su invención, luego de haber estado perfeccionándola durante veinte años. Sin embargo, pensó que algo le faltaba. Dudó por un momento, dio algunas vueltas, se rascó la cabeza y finalmente se decidió, avanzando en el tablero hacia
la posición P4R, para plantarse un rato frente a su oponente: un peón negro y de su mismo tamaño. Por otra parte, el final que se mantiene en el umbral de la acción, es decir en la inminencia, puede estar representado en “El gato Octavio” (MC 16):
Al gato Octavio siempre le decían que no cruzara delante de la gente, pues era un gato negro y esto causaba mala suerte a los habitantes del barrio donde vivía. Octavio entonces intentaba caminar en la misma dirección de la gente. Pero alguien siempre se le atravesaba, por lo que sufría mucho pensando en la mala suerte que podía traerle a esa persona. Y aunque no llegaba a suceder nada grave, el gato Octavio seguía preocupándose, hasta el punto de que casi llegó a odiar su pulcra y brillante pelambre negra. Si alguna persona importante llegaba al barrio, el gato Octavio debía abandonar el sitio. Incluso había tenido que abandonar desde hacía tiempo la casa de familia donde vivía, e instalarse en un desván bastante sucio. Su fama había crecido rápido fuera del barrio, aunque jamás se comprobó que por su culpa alguien hubiese sufrido un accidente o pasado un mal rato. Un día Octavio se cansó de vivir cohibido y domesticado en aquel barrio de supersticiosos, que fue cuando decidió abandonar el vecindario, cruzando la autopista más cercana a su desván sin ver el tropel de carros que se le venía encima a toda velocidad. Conviene advertir que las precisiones hechas sobre la estructura interna de los microrrelatos no se aplican a los textos muy marcados por el influjo surrealista, ni tampoco a aquellos que el propio autor denomina “metatextos”, y que
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se encuentran sobre todo en Narración del doble. Un buen ejemplo sería “En la vía pública” (ND 18), que es totalmente un “poema en prosa”, como lo anuncia el subtítulo del libro. En tales casos, la narración podría quizá analizarse mejor con los criterios que convienen a un poema: tarea compleja que excede los límites de esta presentación. Hay un caso más de microrrelato reacio a la aplicación del bisturí crítico en sus entrañas, y es aquel que se basa exclusivamente en un desplazamiento del eje del lenguaje: en algo, en definitiva, muy cercano a lo que se ha llamado el “discurso sustituido”. “Los brazos de Kalym” (DR 21) y “Unos zapatos” (DR 27) –ya citados y que pertenecen al primer libro aquí estudiado– podrían entenderse antes como ejercicios lingüísticos que como ejemplos de fabulación; y no es muy distinto lo que pasa con el celebérrimo “El hombre invisible” (MC 55), donde la lectura que se haga del verbo “percatar” determina la marcha y el efecto de la construcción.
5. Conclusiones Hemos considerado así, para estudiar las construcciones minificcionales de Gabriel Jiménez Emán, las modalidades de escritura que pueden denominarse el absurdo y la fantasía, identificando paso a paso una porción de los microrrelatos que a ellas responden. Luego hemos tratado de describir los que surgen como los temas centrales de estos textos: 1) la oposición entre lo uno y lo múltiple (así como la conversión del uno en el otro, o la relación entre el ser propio y lo otro, lo ajeno); 2) la escritura, y también –en otros textos– la poética específica del microrrelato; 3) los vasos comunicantes entre lo que llamamos “realidad” y lo que podemos llamar “fantasía”, incluyendo aquí el subtema de la sustitución de la personalidad; 4) la imposibilidad de definir la identidad en
términos absolutos; 5) el enigma de la personalidad; 6) la apelación a la intertextualidad, o sea, la reformulación (como reescritura y parodia) de temas y motivos de abolengo literario, y 7) la tecnología y su incidencia en la vida moderna. Finalmente, hemos intentado reseñar los más evidentes rasgos estructurales de estos textos. El primer aspecto tratado, con respecto al cual se intentó establecer un marco de referencia futura, es el de la brevedad. A continuación nos centramos en la observación del tipo de final que muestran estos textos, distinguiendo entre el final abrupto o inesperado –muy frecuente en este autor así como en otros escritores contemporáneos– y el final abierto que transmite una sensación de inminencia. Se advierte que estas cuestiones estructurales están en cierta forma determinadas por la modalidad escrituraria adoptada, y se agrega un tipo más: aquel en el cual el texto propuesto se organiza alrededor de un desplazamiento en el eje del lenguaje, que los aproxima a los ejemplos de “discurso sustituido”, tal como éste ha sido descrito por el presente crítico en otro de sus trabajos. De esta manera, creemos haber proporcionado una suerte de carta náutica –“carta de marear” es la denominación clásica– para navegar sin zozobrar por el océano de la minificción. Ojalá que este instrumento les resulte útil a algunos navegantes: ya sea para profundizar en el estudio del importante narrador venezolano Gabriel Jiménez Emán, ya para abordar la exploración de otros creadores dedicados a este vital –y vivaz– género de las letras hispánicas actuales. [10.04.2004]
Citas 1) Consigno los títulos y años de publicación de los libros a que se hará referencia en este trabajo, así como las siglas que servirán para identificar las citas: 1) Los dientes de Raquel, 1973 (DR); 2) Narración del doble; poemas en prosa 1973-1978, 1978 (ND); 3) Los 1.001 cuentos de 1 línea, 1981 (MC); 4) Biografías grotescas, 1997 (BG); 5) La gran jaqueca, 2002 (GJ). También es autor de la antología Ficción mínima; muestra del cuento breve en América, 1996 (FM), con textos de 12 países americanos de lengua española y también de Estados Unidos y Brasil.
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Lidia Morales Benito Universidad de Salamanca
Este estilo está fundado en una concepción singular del universo en que los límites entre lo real e irreal, la vigilia y el sueño, lo absoluto y lo cotidiano se borran, creando una nueva realidad que no podemos llamar fantástica, como lo ha hecho la crítica, sino que debemos aceptar como una distinta dimensión de lo real. Rodríguez Fernández (1970: 62)
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iménez Emán, dentro del recopilatorio La Gran Jaqueca, nos presenta un relato —titulado como la obra—, de corte puramente fantástico. En él, la protagonista sufre tales dolores de cabeza que decide suicidarse para dejar de padecerlos. El día del entierro, el diablo aparece en el funeral y comenta a uno de los amigos de la difunta que han cometido un gran error: “antes de ser sepultada, tenía que haber sido decapitada” (2002: 16). La imagen del diablo, el hecho insólito que produce terror —en este caso, las palabras del demonio—, el misterio que se desprende del final abierto, la incursión de todo ello en un mundo posible, verosímil y reconocible por el lector, hacen de este cuento un relato fantástico. Todo texto plantea un orden literario, la trasgresión de este orden mediante la introducción de un
elemento insólito que lo trastoque, lo convierte en un cuento fantástico. Véase la opinión de varios críticos de literatura al respecto: Castex: [Le fantastique…] se caractérise par une irruption brutale du mystère dans le cadre de la vie réelle (apúd Maurice Lévy, 1973 : 22) Caillois : [Le fantastique...] manifeste un scandale, une déchirure, une irruption insolite presque insupportable dans le monde réel. (apúd Maurice Lévy, 1973 : Vax : [Le récit fantastique...] aime à nous présenter, habitant le monde réel où nous sommes, des hommes comme nous, placés soudainement en présence de l’inexplicable. (apúd Maurice Lévy, 1973: 22) Barrenechea: [Literatura fantástica es...] la que presenta en forma de problema hechos a-normales, a-naturales o irreales. Pertenecen a ella las obras que ponen el centro de interés en la violación del orden terreno, natural o lógico, y por lo tanto en la confrontación de uno y otro orden dentro del texto, en forma explícita o implícita. (Barrenechea, 1972: 393) De este modo, puede decirse que los cuentos de Jiménez Emán establecen un parentesco con el ámbito de lo fantástico: en el cuento “El viejo Félix”1, el hecho “a-normal, a-natural o irreal” que menciona Barrenechea, irrumpe en el relato “de la vida real” del personaje. El autor describe a un anciano de una manera totalmente verosímil, hasta que, a través de la frase mágica “Un día…” sumerge el relato en una realidad distinta: el personaje se atraganta y escupe un hilo de colores que recorre la ciudad, trepa por un árbol y lo pinta de color turquesa, hasta que el propio protagonista se deshincha y desaparece. A su vez, el elemento insólito del relato “Bulimia” que rompe con el orden terreno es, probablemente, el hecho de que el personaje, se deje absorber por su propio vómito y nade a través de él contra corriente hasta su estómago. Por otra parte, el misterio macabro que desprenden los cuentos “Cirugía del otro” y “La mano” pertenece, igualmente, a la ruptura del orden lógico. En el primero, el protagonista, Abraham, se somete a una cirugía estética que modifica tanto su imagen, que ya no se reconoce a sí mismo. El relato da detalles de
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cómo cambia poco a poco la vida de Abraham y cómo, paulatinamente, va desprendiéndose de la persona que era antes de realizarse la operación. El cuento produce misterio y tensión hasta que el personaje se cruza por la calle con otro personaje cuyo rostro es el del propio Abraham antes de la intervención quirúrgica: ése es el momento en el que se produce la ruptura del orden establecido. Del mismo modo, en “La mano”, un padre pone a su hijo el nombre del protagonista de una película con la única excusa de que “si no le ponía ese nombre, estaba condenado a tener para siempre una mano asesina, que en cualquier momento podía estrangularle” (2002: 22). Este hecho insólito, que viola el orden natural, infunde al relato un misterio morboso. Por si no fuera suficiente, el final abierto del relato aumenta el misterio y el maleficio que del misterio se desprende: el hijo se corta la mano para romper con el hechizo y rehacer su vida, pero quien toma la iniciativa de la amputación no es Orlak, sino la mano izquierda. EL joven comenta a su padre que dicha mano ha cortado a la derecha, según dice, “el bien” ganó la lucha contra “el mal”, pero el lector se pregunta si realmente es así o, si una mano ha sido capaz de cortar a la otra, ¿hasta dónde puede llegar su soberanía? Por consiguiente, y después de analizar algunos de los cuentos de Jiménez Emán, no caben grandes dudas sobre la abundancia de los rasgos fantásticos en sus relatos. Sin embargo, sí caben dudas en cuanto a la naturaleza de ese ámbito irreal en el que nos introduce Jiménez Emán. Consideremos a dos autores, Maupassant y Kafka, dos grandes maestros a la hora de producir efectos fantásticos. Ahora bien, dentro del ámbito de la irrealidad, ¿qué diferencias se establecen entre los efectos fantásticos producidos por un Maupassant o por un Kafka? Según Julia Cruz, el elemento insólito de Maupassant se basa en el terror mientras que Kafka hace del lector el cómplice de lo imposible: Maupassant cultivaría el género fantástico, frente a un Kafka, que se adentraría en el terreno neofantástico. Alazraki, en sus estudios, profundiza en las diferencias entre lo
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fantástico y lo neofantástico: la primera postulación necesita del horror, del miedo feroz, para asegurarse el camino, el pasaje hacia lo otro, y el texto se organiza, por lo tanto, con respecto a este parámetro. En cambio, lo neofantástico cuenta con una realidad diferente en la que el hecho insólito no emerge del pánico, sino, “de una nueva postulación de la realidad, de una nueva percepción del mundo, que modifica la organización del relato, su funcionamiento, y cuyos propósitos difieren considerablemente de los perseguidos por lo fantástico” (Alazraki, 1983: 28). Para Julia Cruz, lo fantástico puro —apelativo para designar lo que, en este trabajo, se ha denominado lo fantástico por oposición a lo neofantástico— engendra una duda irresuelta, que el lector del relato neofantástico acepta como algo que no es necesario resolver, que no tiene la necesidad de ser explicado. Según la autora, esta corriente partiría de la tradición fantástica desprendiéndose de ella, como “un florecimiento ulterior de nuestros países y de nuestra época, el siglo XX.” (Cruz, 1988: 90) Así, puede decirse que el relato neofantástico no busca zarandear al lector con sus miedos, no pretende impresionarlo al transgredir un orden inviolable sino, por el contrario, compartir con él el hecho insólito, hacerlo partícipe y cómplice. Como bien dice Sartre en Situations I, “Kafka o Blanchot han dejado de depender de seres extraordinarios; para ellos no hay más que un solo objeto fantástico: el hombre.” (Sartre, 1947:127) El hombre situado en su propio mundo, sin seres sobrenaturales, alienígenas o autómatas; el hombre como centro del mundo capaz de hablar sobre sí mismo, sobre su condición en la tierra. Si el ser humano escribe sobre el propio ser humano, ¿por qué necesita del elemento insólito, del rasgo fantástico, para explicar y explicarse? Ciertamente, Jiménez Emán también convierte al hombre en objeto fantástico, en “El viejo Félix” es otro anciano el que, con un chiste, provoca la risa y que el personaje se atragante y comience el desenlace fantástico; en “El método
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deductivo”, el protagonista cierra con terror el periódico porque ha visto la imagen de un asesino que le apunta con su rifle, el diario queda humeante sobre la mesa. En este caso, el detonante del hecho insólito vuelve a ser un hombre. En “La mano”, es una parte del cuerpo del personaje la que se rebela contra él2; y en “Cirugía del otro”, es el propio invento del hombre, la intervención quirúrgica, el que produce la ruptura con el orden lógico. Tanto en “El hombre que inventó el ajedrez” como en “Bulimia”, es la voluntad de metamorfosis del personaje la que crea el hecho insólito. En ambos cuentos, el protagonista mengua hasta tal punto que es capaz de compararse con un peón de ajedrez o de nadar en su propio vómito, respectivamente. Así, en ninguno de los cuentos estudiados puede asociarse el hecho fantástico a un elemento externo al hombre, a algo no perteneciente al ámbito corporal o mental del ser humano. Un rasgo propio de los relatos de Jiménez Emán es el impulso repentino que irrumpe en su narración. Por poner algunos ejemplos, el viaje de la joven protagonista en “Bulimia”, es un desplazamiento hacia su interior, hacia la raíz del obstáculo, ahí donde la comida aún es alimento y no vómito, para encontrar la clave del problema y superarlo. En este caso, el ritmo del discurso se acelera súbitamente y lanza a la protagonista hacia el interior de su cuerpo. En “El hombre que inventó el ajedrez”, el personaje mengua tomando el tamaño de un peón, se inserta en el juego frente al rey, al que considera “un peón negro y de su mismo tamaño”, enfrentándose por fin a su mayor enemigo, a sus miedos, a su complejo de inferioridad. Aquí también se observa un impulso en el relato: por fin el gran enemigo tiene su mismo tamaño, el protagonista es capaz de hacerle frente y de vencerlo —vista la posición que toma en el tablero—. Por lo tanto, puede decirse que cada uno de los cuentos de Jiménez Emán participa del hecho fantástico a través de un impulso hacia adelante, con un feed forward carente de
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feed back, prospectivo y sin retrospectiva. Ese impulso que podría calificarse de teleológico, es el que lleva el discurso hacia su final. El diablo, el vampiro, el terror gótico son menos recurrentes en la literatura de rasgos neofantásticos que en la de ámbito fantástico, aunque ambas comparten un gran número de figuras como el fantasma, la transmutación de planos temporales y espaciales, la metamorfosis, el doble, la muerte, la enajenación del hombre, la soledad, la imposibilidad de comunicación y de contacto corporal, el absurdo, la desesperación… quizá, si se tienen en cuenta los temas más repetidos, resulta sencillo pensar que todo se relaciona con aquello que concierne intrínsecamente al hombre, lo más hondo y problemático del ser humano. Ya en 1956 Julio Cortázar, en su cuento “ No se culpe a nadie “ perteneciente al recopilatorio Final del juego, desarrollaba la idea de la mano que cobra vida propia, como un ser autónomo que se desprende del cuerpo del personaje para volverse contra él. Ernesto Sábato, en su estudio El escritor y sus fantasmas, pone en relación los temas neofantásticos con la época contemporánea: “El hombre de hoy vive a alta presión ante el peligro de la aniquilación y de la muerte, de la tortura y de la soledad. Es un hombre de situaciones extremas, ha llegado o está frente a los límites últimos de su existencia. La literatura que lo describe e indaga no puede ser, pues, sino una literatura de situaciones excepcionales.” (Sábato, 1967: 127) Por lo tanto, puede afirmarse que la temática neofantástica es puramente ontológica: la búsqueda del hombre, su identidad, su realidad, o la realidad que él crea bajo la presión que le supone el peligro contemporáneo del que habla Ernesto Sábato. Por ejemplo, el cuento “Cirugía del otro” narra la historia de un hombre que decide cambiar su aspecto físico, se somete a una cirugía estética y vive con
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su nueva imagen hasta que se cruza con otro individuo que lleva su antiguo rostro. La idea del doble está claramente expresada en este relato, la incapacidad de deshacerse del otro, de aquel que no nos deja ser nosotros mismos del todo y que, por el contrario, emana de nuestra personalidad. En “Bulimia” y “El hombre que inventó el ajedrez”, la metamorfosis es evidente, los cuerpos pueden menguar para ahondar en sus males, en lo más profundo de sus seres; en “El hambre”, el relato expresa y grita desesperación para luego poder ahogarla: la furia de la pareja al comerse entre ellos, al devorar a la criada, culmina en un gran momento de paz: un amasijo de huesos sobre el suelo. Otra de las características evidentes de la literatura neofantástica es la ambigüedad de cada uno de sus símbolos. Sobre este tema y, más concretamente acerca de La metamorfosis de Kafka, Umberto Eco comenta lo siguiente: Las muchas interpretaciones, existencialistas, teológicas, clínicas, psicoanalíticas de los símbolos kafkianos, no agotan las posibilidades de la obra: en efecto, la obra permanece inagotable y abierta en cuanto “ambigua”, puesto que un mundo ordenado de acuerdo con leyes universalmente reconocidas ha sido sustituido por un mundo fundado en la ambigüedad, tanto en el sentido negativo de una falta de centros de orientación, como en el sentido positivo de una continua revisión de los valores y de las certezas. (Eco, 1965: 35-36) Si no sabemos por qué el protagonista del libro de Kafka se despierta convertido en cucaracha, tampoco sabemos por qué el viejo Félix se desintegra hasta desaparecer, ni por qué, en “El método deductivo”, un asesino apunta al personaje desde la página del periódico; o cuál es la razón por la cual, en “La mano”, un padre debe poner a su hijo el nombre de Orlak para que una de sus extremidades no lo estrangule; y aún menos por qué la criada de “El hambre” sigue pintándose las uñas mientras la señora de la casa se da un banquete con sus muslos. Simplemente,
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el lector penetra en ese universo dándolo por verosímil e innecesariamente explicable. A una situación que se podría denominar “real”, sigue un hecho insólito que trastoca el orden establecido, creando un desequilibrio y estableciendo un orden nuevo en el que no se necesitan explicaciones ni desenredos. Por tomar un ejemplo, en el cuento “El hambre”, la situación llamada “real” engloba la explicación de la dificultad económica en la que se encuentra la pareja y la salida del marido en busca de comida. A partir de la frase introductoria “Laura no resistió y le mordió un muslo”, el hecho insólito irrumpe en el ambiente real: “La muchacha se quedó quieta, disfrutando de las nuevas mordidas de la señora a sus jugosas piernas”. Así, el relato penetra en un mundo regido por nuevos parámetros, donde la antropofagia resulta coherente: la mujer de la casa se da un banquete con la pierna de la muchacha, el marido se une a la comida y los tres personajes son capaces de entrecomerse, no dejando más que “un montón de huesos y sobras”. Acerca de la idea de verosimilitud, de complicidad con el lector, Julia Cruz, tras comentar la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo, en Lo neofantástico en Julio Cortázar, hace la siguiente apreciación: El punto clave de tal técnica es el de crear la ilusión de la verosimilitud y consiste en establecer la identificación entre el lector y un narrador fidedigno representado. Decimos fidedigno, pero que se entienda que esta calidad es provisional. Una vez que el lector está comprometido en su identificación con el narrador, se puede develar el engaño, o sea, el artificio del juego literario: el narrador es un ser sobrenatural, por ejemplo, un muerto […] El lector no sólo es cómplice del narrador-protagonista en la construcción de la realidad literaria y tradicional, sino también lo es el sistema opresor establecido puesto que “el que calla, otorga” (Cruz, 1988: 107-108). Según la terminología acuñada por Julio Cortázar, el receptor del cuento neofantástico no es “lector-hembra”, sino “lectormacho”: ya no se deja atrapar por el texto pasivamente;
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abandona la empatía y el lector empieza a considerarse como un personaje más que puede cambiar el rumbo del efecto de la narración. La realidad del texto literario y la realidad externa a este, se entremezclan y se diluyen la una en la otra. Es el lector el que, ante lo insólito, puede tomar la decisión de optar por una explicación natural o sobrenatural de los elementos narrados. Es decir, frente al relato “El hambre”, el lector puede plantearse una razón natural al hecho de que Laura se coma a su sirvienta — “tenía hambre”— o sobrenatural —”fue poseída por el diablo”—; en “El método deductivo”, una explicación natural podría ser que ‘el asesino apuntó al protagonista desde el periódico porque lo quería matar, pero al cerrar la página rápidamente, la bala no lo alcanzó’, aunque un razonamiento con argumentos sobrenaturales podría llegar a la conclusión de que ‘por algún maleficio las imágenes del diario cobraron vida para matar al personaje del cuento’. Aunque el lector sea el responsable de la aceptación o comprensión del hecho insólito, lo cierto es que se espera que el propio relato solicite del lector un voto de confianza, que este acepte la otra lógica y que reciba naturalmente el hecho insólito sin más interrogantes. Y, para ello, ¿qué mejor que el relato neofantástico? La literatura contemporánea parece no aceptar la delimitación estanca de los géneros: se rompen las barreras, se fragmentan los textos desde el interior, se crean caracteres fluctuantes, capítulos, cuentos, fascículos, misceláneas. Por eso lo neofantástico no se limita únicamente a los relatos de ficción, sino que también llega al drama y a la poesía. El cuento es solo una pequeña incursión en la realidad, una muestra de vida acotada. Por eso, el lector acepta de antemano el compromiso con la realidad ofrecida por el texto, porque no le implica de por vida, solo por un lapso limitado de tiempo. No se le pide que se coma el plato, sino que pruebe una cucharadita de él. El lector se siente implicado por poco tiempo y, de este modo, acepta más fácilmente el compromiso. “El cuento, por su breve extensión, a diferencia de la novela, se limita
a una posibilidad intersticial en lugar de tratar de elaborar todo un sistema de situaciones. Al respetar ese límite característico del género, el cuento tiende hacia el arquetipo más que cualquier otra forma narrativa en prosa y ficción” (Cruz, 1988: 52). Para terminar, es posible afirmar que lo neofantástico –y concretamente lo neofantástico en el autor venezolano Gabriel Jiménez Emán— establece un nuevo compromiso con el lector. Sus cuentos reflejan aspectos de la vida del hombre, de esa realidad oculta que solo puede ser percibida por y para el ser humano. La preferencia por temas más íntimos y problemáticos, permiten al lector una mayor implicación en el texto, dejándose maravillar por el hecho insólito. Arrastrado por la ambigüedad del elemento narrado, el lector acepta que los personajes mengüen y se metamorfoseen; que el tiempo corra a cargo de la voluntad del relato, devolviendo el rostro al personaje operado; que una pareja disfrute de la carne del otro; que un asesino dispare al protagonista desde el interior del periódico o que un anciano expire rodeado de colores y dulce. Notas 1. Es fácil que el lector aprecie el parentesco existente entre este cuento y la escena de la novela de Gabriel García Márquez Cien años de soledad en la que, tras el asesinato de José Arcadio, el hilo de sangre que emana de la hemorragia cerebral recorre la ciudad, se desliza por las calles hasta llegar a los pies de la madre del difunto. Podría pensarse que el cuento de Jiménez Emán no es más que un grito optimista al respecto: la muerte del protagonista de “El viejo Félix” se expresa a través del hilo expulsado por la boca —lugar por el que se transmiten las palabras, los anhelos, los deseos—, en vez de, como en el caso de Cien años de soledad, por el oído: un hilo de colores, que pinta los árboles de turquesa —un color alegre e inocente— y acaba en un riquísimo caramelo, en vez de culminar en el dolor de la madre por la muerte de su hijo. Este impulso optimista se ve reflejado en la mayoría de sus cuentos.
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Norland Espinoza Aguilar
—TYMM, MARSHALL, KENNETH, ZAHORSKY y BOYER (1979): Fantasy Literature: A Core Collection and Reference Guide, Nueva York, RR Bowker.
Universidad Católica Cecilio Acosta
“...para los poetas y los místicos no es imposible que toda la vigilia sea un sueño...tenemos dos imaginaciones: la de considerar que los sueños son parte de la vigilia, y la otra, la espléndida, la de los poetas, la de considerar que toda la vigilia es un sueño”. Jorge Luis Borges
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osamel Del Valle escribió una novela llamada Eva y la fuga, la cual trata de una mujer convertida, o que la convierten, en la metáfora de salvación, en el sueño posible del personaje principal de la novela. De este libro recordemos su último párrafo: “Y tengo que admitir que la oscuridad arrastra imágenes, seres y cosas, y aunque esto no sea el olvido o el miedo, el pequeño espacio en que creo existir de un modo o de otro, es en verdad la desesperación con su juego de semejanza y que, como en el caso del cuerpo flotante, parece penetrar en un bosque poblado de todo, menos de vida” (Del Valle, 1970:82). Sin duda, Rosamel Del Valle estaba pensando en la agonía del personaje ante lo asfixiante que puede ser el acto de soñar. Más adelante culmina el autor diciendo: “...nada sino en sueños” (Ob.Cit: 82). Esta reiteración, dando a conocer
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lo apremiante que puede ser el sueño, también es tocada por Gabriel Jiménez Emán en su libro La isla del otro. De igual manera, los precipicios del sueño, sus vacíos, se hacen notar en las últimas palabras de este libro: “Toda esta sucesión de fragmentos (casi con seguridad se me reprochará la ambigüedad estilística de este libro), apuntan hacia un espacio que va más allá de los conceptos” (Jiménez, 1979:115). Jiménez Emán también nos conduce a un bosque oscuro lleno de símbolos e imágenes desesperadas por acosar la existencia de sus personajes. Más adelante en la Isla del otro el autor culmina diciendo: “Y del cual no he logrado despertar” (Ob.Cit: 115). Se sabe que está viviendo, ¿el autor o el personaje?, un agobiante sueño de lucha por sobrevivir al martirio de la duermevela y, que aún sabiéndolo, le pide al que vigila que reinvente el sueño (la otra realidad), que reinvente los sentidos de una misma realidad; la conversación hermenéutica entre el hombre y el discurso realista, como aclara Alberto Martínez Santamarta. Digo autor o personaje para unificar, de alguna forma, la ficción y la realidad con el fin de vislumbrar un juego por saber, quién le escribe a quién. De descubrir el intérprete, es decir, Jiménez Emán moldea al personaje Verdiul (protagonista de La isla del otro) pero se debe tomar en cuenta que este personaje, de igual manera, está escribiendo un libro, entonces por qué no decir que está escribiendo la “realidad” de Jiménez Emán. Calderón de la Barca decía que La vida es sueño y Borges reitera la idea argumentando que esta realidad es un sueño: “¿No seremos nosotros también un libro que Alguien lee? ¿Y no será nuestra vida el tiempo de la Lectura?” (Borges citado por Sábato, 1974:55). Es como decía Sábato, determinar la realidad infinita del sueño dentro de las dimensiones finitas de la realidad. Volviendo a Jiménez Emán, existe ese juego entre personaje y autor: “...si el que me vigila...” es una sentencia que denota que Verdiul está siendo leído por Jiménez Emán y por qué
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no, Jiménez Emán está siendo leído a su vez por Verdiul o, complicando la situación, Verdiul está siendo leído por Jiménez Emán y éste a su vez está siendo leído, mientras vive, por un ente poderoso, un intérprete poderoso, pero, ¿quién lee a este ente poderoso para seguir con la lectura hasta el infinito?. Una respuesta posible podría ser que: “Hay un sólo soñador; ese soñador sueña todo el proceso cósmico, sueña toda la historia universal anterior... Cada uno de ustedes está soñando conmigo y con los otros” (Borges, 1980:40).
La isla del otro refleja que la vigilia del personaje es un sueño (argumento éste de los místicos), lo abruma la realidad y el sueño se apodera de él: “Casi todos mis sueños concurren en las mismas situaciones de la vigilia...” (Jiménez, 1979:11). Así que, no se descarta que Eva y la fuga guarda cierta relación con La isla del otro de Jiménez Emán. Los personajes Verdiul y R (personaje de Eva y la fuga) toman como elemento de salvación de ellos mismos la imagen de una mujer, el símbolo femenino. En una se llama Lucrecia y en el otro Eva. Las dos corresponden a los sueños de los personajes. Son las imágenes profundas de los sueños de los personajes que luchan por convertirse en realidad, en un sentido dentro de la narración, de un mythos angustioso o ¿son realidades al fin y al cabo?: “Siento mucho temor de que este relato –si así puede llamársele- pueda parecer fantástico... La fantasía pierde aquí casi todo su valor” (Ob. Cit: 113). Tanto Rosamel Del Valle como Jiménez Emán confunden sus ensoñaciones con la vigilia. La desesperante ilusión apremia hasta querer convertirse en realidad: “Oponer la ficción a la realidad resulta tan tonto como afirmar la realidad a través de meros hechos reales” (Ob.Cit: 113). No pretendo decir con esto que Jiménez Emán vive constantemente en los sueños, en sus sueños, que no hay vigilia para él. Que el Yo social no existe, aunque cuando él aclara: “Tampoco existe una finalidad”, ésta, indudablemente está relacionada con
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lo infinito, con los reflejos de los espejos que se transforman en laberinto, con la poética convertida en el propio Hermes. Un laberinto que agoniza e inquieta al autor y a sus personajes como también, al lector dueño de una conversación hermenéutica con el texto y su realidad. Pero, paradójica y extrañamente, al mismo tiempo se convertirá en liberación, será el mediador entre la paz del personaje y Jiménez Emán. Por otra parte, el Otro que es Verdiul o el propio Jiménez Emán, es lo infinito. Lo Otro como infinito y que pretende salvarse de la vigilia ya que es ella quien lo acorrala y lo apremia. Cuando despertamos ¿qué pasa entonces? La vida es sucesiva, decía Borges, así que le damos narrativa a nuestro sueño. Queremos que sea parte de nuestra vigilia, por eso es que llega un momento en que Verdiul se confunde con el autor y quiere apoderarse de él. Tomando en cuenta la relevancia de la ficción y la realidad dentro de los sueños de los cuentos de Jiménez Emán, se nombrará el cuento los Sueños cruzados donde se confunden definitivamente estos aspectos. Recordemos a Julio Garmendia quien era rebelde ante la realidad. No deseaba adaptarse en lo absoluto a ella. Digo que era rebelde porque ya él pertenecía, tal como lo insinuó César Zumeta, por la intensidad de los cuentos y la narración en primera persona, a su Tienda de muñecos. Historias como El cuento ficticio no nos habla de otra realidad, de otra vigilia que no sea la ficticia. Los Sueños cruzados de Jiménez Emán viene a ser el reflejo de realidad/ sueño-sueño/realidad. Roberto Juarroz exclamaría también estar soñando dentro de un sueño, está soñando que está despierto. Sus sueños se van superponiendo, igual que Sueños cruzados. Uno sobre otro hasta erigirse en esa Torre de Babel que se desplomará cuando la vigilia, el vacío verdadero para algunos escritores, el despertar se presente: “Estoy despierto/ Me duermo/ Sueño que estoy despierto/ Sueño que me duermo/ Sueño que sueño/ Sueño que sueño/ que estoy despierto/ Sueño que sueño/ que me duermo/ Sueño que sueño/ que sueño/ Estoy
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despierto (Juarroz en Rivera, 1993:181). Borges, en cierto poema decía: “De sueños en el sueño de otro espejo” (Borges, 1980:22). Conduce Borges al reflejo infinito que no culminará simplemente con el despertar a un laberinto lleno de espejos y con ello a sus reflejos que se van multiplicando, superponiendo. Jiménez Emán superpone esos sueños, los multiplica, los simboliza con otras significaciones. Los entremezcla hasta dejarlos caer por el peso de la vigilia: “Aura tenía la mirada desorbitada, un vértigo se apoderó de ella y despertó” (Jiménez, 1991:33). El peso de la Torre hace que se precipite a un vacío no interpretado (todo esto provocado por la vigilia). Ese despertar es el elemento agobiante casi triunfador en la obra de Jiménez Emán. Hay una frase, dicha por Francisco Massiani a propósito de ese elemento apremiante donde está inmersa siempre esa duda extraña de vigilia: “Hay una telita que separa al sueño del estar despierto (¿se dice vigilia?). ...Imagínate ahora que cerraras los ojos y por más que quieras dormirte no lo logras... Y te oyes a ti mismo decirte: -y morirás. Morirás como un perfecto imbécil” (Massiani, 1993:160). Jiménez Emán despierta, si no muere (literalmente hablando) con ese despertar del cual habla Massiani puede que muera por no conseguir la paz intimista deseada. Con las palabras: (¿se dice vigilia?), Massiani contempla que sólo existe una realidad y que desconoce la otra que es la vigilia. El sueño (el vacío irónico no interpretado, no imaginado, no contemplado en un discurso sumamente realista, esnobista por demás. Massiani se rehúsa a pensar en otra realidad que no sea la del sueño. Ahora nos encontramos con el sagrado doblaje. Jiménez Emán, el doble, lo alterno caleidoscópico, en cierta manera, muere también con el despertar. Debido a esto es que Verdiul pide, implora que el vigilante lo vuelva a lanzar al sueño de donde viene, que reinvente “ese espacio que va más allá de los conceptos”, porque tanto para Jiménez como para Verdiul ese es su refugio, de pronto no el último, pero de ahí parten para evocar o ser evocados.
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Gabriel Jiménez Emán representa el precepto dicho por Julio Garmendia: “Nada más que revivir cosas pretéritas he venido hasta aquí; a evocar aquellos fantasmas, a aquellos vislumbres, a aquellas apariencias que entonces tuvieron en mi espíritu la fuerza de grandes realidades.” (Garmendia, 1981:51). A partir de aquí existe la duda en que si Jiménez Emán está soñando o está enfrentándose a una pesadilla, con su pesadilla, con el miedo terrible de estar despierto y no saber interpretar, re-interpretarse: “Y del cual no he logrado despertar” no será acaso la pesadilla del autor. La poética de Jiménez Emán ha confundido la vigilia con el sueño, como él mismo aclara, que ahora traspasa esa ensoñación y se enfrenta, según Borges, a la ensoñación del horror. De ser Otro y el mismo. En el cuento El hombre invisible el personaje, evidentemente, era invisible y de hecho, nadie se percata de su existencia, pero, ¿a qué se debe esta reiteración?: “Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello” (Jiménez, 1993:141). Ahora, dentro de este nadie se debe incluir el propio Jiménez Emán ya que su reiterada realidad para seguir siendo él, parte de la historia de un personaje que él lee y que Otro (Ente simbólico) lee la historia hecha Jiménez Emán y con ello traducir un corpus narrativo, sentimiento subjetivo de un conjunto, es decir, Jiménez Emán como un Libro que necesita ser leído, verse, como un texto, como un Ulises que es nadie para salvarse de un destino fatal, de una tragedia inalterada por lo invisible. Vemos que en otro cuento llamado Dios se reafirma que Dios existe, que esa ficción, ese sueño hecho hombre, realmente existe. Esa creencia, ese creer en el sueño es lo que hace que Jiménez Emán no desaparezca en la vigilia, en el vacío. Jiménez Emán evoca la fantasía dentro de un mythos cotidiano., debe hacerlo, saber hacerlo, saber ser, para que la ensoñación persista, como lenguaje ciertamente de o para una realidad. El autor pone de manifiesto la importancia de la imaginación, de lo imaginado para después tocar el tema de la realidad. Tramas imaginarias constituye ese manifiesto donde el “privilegio” de la ensoñación es el punto de partida
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del autor que irremediablemente sabe que debe volver en agobiantes pasos, a la realidad real. Tramas imaginarias guarda una secreta relación con el libro de cuentos de Jesús Enrique Lossada llamado La máquina de la felicidad. En este libro se presentan una serie de relatos que se dividen en Cuentos de la vigilia y cuentos de la duermevela. ¿Acaso Cuentos de la vigilia no corresponden a la segunda parte de Tramas imaginarias llamado Realidades veladas? Lossada atribuye la vigilia como el componente introductorio para después desembocar en la duermevela. No así ocurre con Jiménez Emán quien contempla la imaginación, el otro mundo que, según Bachelard es un viaje: “El auténtico viaje de la imaginación es el viaje al país de lo imaginario, al dominio mismo de éste” (Bachelard, 1994:13)
Tramas imaginarias constituye ese Otro mundo: el trayecto de la imaginación desembocado en Realidades veladas. Para Lossada, la duermevela es el sueño fatigoso que quiere apoderarse de él. En cambio Jiménez es él quien, por medio de la trama, el conjunto de hilos, el discurso hecho con la artesanía verbal sobre una superficie complicada, va formando su propia historia, es decir, la urgencia no sólo de pertenecer a la duermevela sino, adueñarse de ella. Cruzarse entre ella, internarse en lo Otro para ser sujeto; es el enredo con lo Otro. Cuando Jiménez nos dice: la vida es una trama real, la trama es una superposición de la ensoñación, el enredo implícito (cada símbolo es implícito) de la duermevela. De ahí proceden sus sueños cruzados, sueños tramados por él mismo para así escapar de lo real o del sueño como ente dominador que llega a nombrar una “incoherencia” en las narraciones; por ejemplo en Sueños cruzados la narración comienza de la siguiente manera: “Campos no podía conciliar el sueño antes de las doce”. Y termina de esta otra: “...Aquel sueño que había tenido antes de la medianoche.” (Ob.Cit: 27-36). Si seguimos una linealidad en la narración se preguntará cómo es que Campos no podía conciliar el
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sueño y después se nota que sí tuvo el sueño en el momento de su no-conciliación, al mismo tiempo. Ahora, sí dejamos que haya un intermedio entre estos enunciados podemos concluir: “antes de las doce” pertenece a un día o a una noche y que: “...aquel sueño que había tenido antes de la medianoche” pertenece a otro día o a otra noche (sin tomar en cuenta la connotación de la palabra medianoche). Si permitimos esta hipótesis (la ficción literaria no es real sino hipotética según Frye) entonces lo desesperante del cuento, que probablemente es un sueño, y sería un sueño dentro de otro, no sería tan desesperante o agobiante para los personajes. No sería tan enredado como el sueño y su trama hecha por el autor, caería en la duermevela y no en un profundo sueño. Jiménez Emán no buscaba el intermedio entre los días o en el momento de los sueños. Buscaba precisamente que estos sueños se cruzaran de tal manera que el lector por un momento, se vea envuelto en una laberíntica trama, oculta, en la ironía como la certeza inconclusa. En todo caso el cuento se convertiría, en lo que llama Ítalo Calvino, en un desdoblamiento de la realidad. Hay varias realidades de varios personajes que llegan a unirse en determinado momento en la ensoñación, dentro de la ensoñación en un paisaje cuya materia es la sombra a interpretar. Siguen los personajes una continuidad hasta que logran despertar y la brecha que los unía se cierra dejando ser lo último, un sólo mundo o los diferentes mundos de donde pertenecían: la suspensión infinita de la pensatividad de los personajes. La brecha como el vacío lleno de sentidos neohermenéuticos. Hombre-realidad como entes infinitos en mundos a comprender. Los personajes de Jiménez, se encuentran llenos de vida pero ya Rosamel Del Valle advertía: “...que el delirio, trae tras de sí algo semejante a un gran despertar” (Del Valle, 1970:79). Así que los hilos de la ensoñación en Jiménez Emán vienen a ser las tramas de los sueños. Al hablar de tramas inmediatamente remitimos al
tejido de la narración. El mythos o historias sobre historias y a sueños sobre sueños superponiendo cada uno de ellos con el fin de que los personajes no encuentren la salida de un caos bíblico y la paz se esfume y, lo tormentoso del sueño se convierta en pesadilla: única realidad para ellos.
Referencias 1. BACHELARD, Gastón (1994) El aire y los sueños. Fondo de Cultura Económica. México. 2. BARTHES, Roland (1992). S/Z. Editorial Siglo XXI. España. 3. BORGES, Jorge Luis (1980). Siete noches. Fondo de Cultura Económica. México. 4. DEL VALLE, Rosamel (1970). Eva y la fuga. Editorial Monte Ávila. Caracas. 5. FRYE, Northrop (1991). Anatomía de la crítica. Editorial Monte Ávila. Caracas. 6. GARMENDIA, Julio (1980). La tienda de muñecos. Editorial Monte Ávila. Caracas. 7. JIMÉNEZ EMÁN, Gabriel (1979). La isla del otro. Editorial Monte Ávila. Caracas. 8. JIMÉNEZ EMÁN, Gabriel (1991). Tramas imaginarias. Editorial Monte Ávila. Caracas 9. MASSIANI, Francisco (1990). Piedra de mar. Editorial Monte Ávila. Caracas. 10.PAZ, Octavio (1993). La llama doble. Editorial Seix Barral. España. 11.SÁBATO, Ernesto (1974). Tres aproximaciones a la literatura de nuestro tiempo. Editorial Alfa Argentina. Buenos Aires.
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Lázaro Álvarez
como la materia misma de los sueños, más allá de lo cual todo es improbable, hipotético y acaso inexistente. De esta misma materia shakesperiana se ha cocido la materia verbal de estos relatos y todos estos “sueños diurnos del poeta”, como los llamaba Freud, y que el mismo Freud conecta con necesidades básicamente humanas, por tanto irrenunciables, -la necesidad de fantasear en todos nosotros, e incluso y más que nada en los no-poetas, en el hombre común-, sueños o fantaseos que constituyen configuraciones reveladoras --respiraderos, más bien- del interior del hombre de nuestros días.
i bien aceptamos, como se ha dicho muchas veces en distintas formas, que los tres grandes temas que centran y preocupan al pensamiento filosófico contemporáneo son, en una síntesis extrema: el Cuerpo, el Tiempo y el Otro, es decir, el cuerpo o la corporalidad y sus pulsiones, como la única “evidencia humana”, tal decía Albert Camus, el dato fenomenológico irreductible, la gran prueba de la condición fronteriza de nuestras existencias; luego, el tiempo o la finitud humana junto con las diversas posibilidades y limitaciones que de allí se derivan y se multiplican horrorosamente; y el Otro, es decir, la Otredad, lo distinto, la diferencia, la fuente de todas las extrañezas, terrores y perplejidades humanas. Si bien lo aceptamos, digo, no es casual, entonces, encontrar estas tres obsesiones como los tres tópicos esenciales en este libro de Gabriel Jiménez Emán, como queda patente en los trece relatos que lo componen.
Así, obsesiones, desquiciamientos, delirios, pasiones sórdidas o fabulaciones mágicas o maravillosas, nos remiten a claves fundamentales -y no sólo como dijimos a lo maravilloso sino, además, a la aparición súbita de lo oscuro y lo siniestro- que iluminan los rasgos más hondos y auténticos definitorios de la condición humana. Rasgos de identidad incómodamente presentes, sobre todo después de las grandes y muy reveladoras aberraciones históricas, todavía difíciles de tragar, como los “Auschwitz”, los “Gulags”, los “Hiroshimas”, los “Vietnams”, los “Medio Orientes”, los “11 de septiembre” de nuestra propia época, sólo para nombrar algunos de los ejemplos más selectos de las más imponentes Carnicerías de nuestra propia época, cuyos victimarios se parecen todos esencialmente, sería siempre una aberración moral tomar partido a su favor, por lo cual espero que en los siglos venideros puedan verse con tristeza y dolor, sin consideraciones para lo que siempre serán crímenes espantosos, al margen de cualquier motivación que tengan. Y, en general, rasgos todos que constituyeron de un modo vertiginoso, a partir del siglo veinte, el regreso de lo inquietante, la aparición pesadillesca de lo ilógico, lo absurdo o lo caótico.
Había dicho Jorge Luis Borges, cuya cita era aquí ineludible, (y lo postula en su obra) que el mundo en que vivimos no es más que un mundo de lenguaje y de símbolos tan incierto
Pero también podemos decir, más previsiblemente, que los relatos de Gabriel pertenecen al género fantástico, que cultiva desde la adolescencia, en lo cual hay que considerarlo un
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maestro. Son relatos que parten de la premisa fundamental de que no hay nada más insólito, fantástico e inverosímil que nuestra propia cotidianeidad rigurosamente mirada y contemplada, como lo puede comprobar cualquiera de ustedes en sus propias casas, si miran bien desde que se levantan en sus cuartos o se si se colocan frente al espejo de sus baños. Estos trece relatos, en concreto, recorren una serie de variaciones temáticas alrededor de esa premisa que van desde: 1. Relatos con sórdidas historias de desquiciamientos progresivos como “Las piernas” donde la presencia de la belleza de las piernas femeninas, o más bien el carácter sublime que contienen conduce al extremo de la locura, al asalto violento y a la prisión al personaje principal. Es decir, a la trasgresión violenta de una “normalidad” productora de insatisfacciones incesantes.
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cual cae en un abismo, desde donde empieza apenas otra versión de la misma historia. 4. Relatos de canibalismo, cercanos al género policial de mejor factura, como “Matar a un ángel”, donde el detective, el asesino y la víctima se confunden, pues el primero se revela a sí mismo en el proceso de su investigación que ha sido él quien se ha devorado a la víctima. El proceso de investigación del detective ocurre como la reconstrucción de una realidad inesperada semejante al modo en que, a su vez, el detective-escritor construye su relato.
2. Relatos de un lirismo mágico excepcional donde lo maravilloso se confunde con lo cotidiano más familiar, tal como el “Gato blanco”, hermoso homenaje a la memoria del poeta Elisio Jiménez Sierra, donde los límites de distintas realidades espaciales y temporales se atenúan y confunden.
5. Otros, de transposición de las realidades como “Melodía de las esferas” donde el personaje, transfigurado en música, desaparece ingresando definitivamente al orbe celeste, entendido como la delirante armonía de un gran Réquiem. Semejante al discurso del alienado del relato “Memoria subterránea” (que parodia Las memorias del subsuelo de Dostoievski) también el personaje de “El espectador ausente” es un personaje obcecado que desciende a un Inferos personal, elaborando su propia ficción y ante el afán de “detener el horror del tiempo”, baja “al vértigo sin fondo de la locura”.
3. Otros como “El hombre de la esquina sombría”, uno de los mejores, en cuyo lenguaje opaco se opera inadvertidamente la producción de un umbral significativo, un espacio verbal neutral que propicia magistralmente la aparición súbita de planos de realidad distintos y que se superponen. Es un cuidador de autos que padece una súbita persecución por el robo de comida en un supermercado, pero a quien “... de repente, el terreno se presentó en declive”, produciendo, desde entonces, una ruptura simultánea del discurso. Y más adelante: “…se sintió por un momento a merced de la noche urbana que con dientes más afilados que los de las noches en la selva, lo penetraba por el vientre hasta envolver sus órganos y anegarlos con el denso líquido del miedo”. Y casi al final, “corrió rápido hacia lo profundo” después de lo
6. O relatos, en esta misma factura, como “El cuento más bello del mundo” que junto con la “Novela imposible” se construye como un metarrelato, es decir el relato de un relato, como una ficción sobre una ficción, operando lo que se llamó en las teorías modernas una “puesta en abismo”, tal como ocurre cuando ponemos frente a frente a dos espejos y vemos cómo las imágenes se multiplican hasta el infinito, quebrantando, de nuevo, todos los límites y las normas de la realidad convencional. “El cuento más bello del mundo” es un relato que se narra a sí mismo como tal, con el resultado de que termina deshaciéndose, borrándose a sí mismo, por cuanto se revela progresivamente que es, en realidad, el relato de una ausencia tan radical que va corroyendo su propia posibilidad de existir, hasta desaparecer.
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7. Luego está también “La taberna de Vermeer”, que le da título al libro. Narra las tribulaciones del personaje sometido al impulso de buscar algo como si se tratara de una rara enfermedad. Es el imperativo de una búsqueda incesante, vivido como una perturbadora sensación corporal. El relato pareciera estructurarse en tres partes, dominada la primera por la sensorialidad de lo táctil, la segunda por el sentido de la mirada, y la tercera por la oralidad y el diálogo. Así, primero se vive este prurito de buscar experimentado como una sensación cuya percepción misma pareciera conturbarse y conmoverse de modos inéditos, hasta volverse una compulsión irreprimible por conocer. Toda experiencia sensorial de la realidad le lleva a revelaciones que conducen finalmente a concebir su propia identidad como una realidad fragmentaria, y a vivirla como revelación de lo otro. En un segundo momento, y a partir de allí, surge el objeto supremo de la búsqueda del sentido de la vida. Y como una especie de Lord Chandos postmoderno (aquel personaje de Hoffmannstal que se aisló y dejó de escribir ante la revelación de la inefabilidad de la realidad, por lo que las palabras, en su impotencia, se disolvían como hongos podridos en su boca), las apariencias se deshacen para desnudar así, también, una especie de banalidad universal. Este estado de Inopia en que se abisma desemboca en la experiencia onírica que tiene lugar en el tercer estadio del relato, iniciado con el simple acto de quedarse dormido. El viaje iniciático que tiene lugar desde entonces, lo lleva, primero, al centro de su casa materna, y de allí a un laberinto que lo conduce por parajes extraños y diversos, mezclados a otros familiares. Todo lo cual constituye un viaje inverso, un viaje a la semilla, el clásico regreso ad originen, que no deja de ser vivido como desconcertante cambio de paisajes, cambios sucesivos activados por los vientos repentinos del sueño, hasta dar finalmente con un último paisaje que corresponde a una taberna de Ámsterdam: la taberna del padre del pintor holandés Jan Vermeer, donde tras otro golpe en la cabeza que de nuevo trastrueca las nociones
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témporo-espaciales: ocurre la gran revelación, con un final muy lezamiano. La búsqueda incesante culmina con la revelación que hace su abuelo, mostrándole el reflejo de sí mismo en el centro de una yema de huevo. Hay pues, en resumen, a través de todas las variaciones temáticas de estos relatos, tres ejes constantes representados, como dijimos, por el Tiempo, el Cuerpo y lo Otro. Es una postura estética completamente cuestionadora del sentido de la belleza tradicional y que continúa las posturas iniciadas por el gran Baudelaire. Las realidades históricas que conforman nuestro modo de concebir las cosas nos han obligado a una nueva forma de experimentar la realidad, y nos han hecho darle, en el arte, un estatuto nuevo a todo lo inquietante, lo absurdo, lo feo, lo siniestro. Sigmund Freud entendía lo siniestro no sólo como lo terrorífico, sino como lo inquietante, lo que ya no es familiar, en el sentido más cercano al término alemán lo Unheimliche -lo infamiliar- . Lo definía como algo que “…no sería realmente nada nuevo, sino más bien algo que siempre fue familiar [heimlich] a la vida psíquica y que sólo se tornó extraño mediante el proceso de su represión”. Por otra parte, Theodor Adorno pensaba que los valores estéticos tendrían que sufrir de nuevas relaciones significativas: “Lo nuevo, vacío lugar de la conciencia, aguardando con los ojos cerrados, por así decirlo, parece la fórmula para lo cual se extrae de la crueldad y la desesperanza un valor de estímulo. Ella hace del mal una flor”. No es gratuita la referencia a Las flores del mal baudelerianas, pues, el mismo Baudelaire ya decía que “todo lo que la gran ciudad arrojó, todo lo que perdió, todo lo que ha despreciado, todo lo que ha pisoteado, él [el poeta] lo registra y lo recoge. Trapero o poeta a ambos les concierne la escoria (…) en todo momento se detiene en su camino para rebuscar en la basura con que tropieza”. Y en el fondo de su subconsciente, podríamos agregar nosotros.
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El arte contemporáneo forja flores de toda esta otra materia oscura, compuesta de desvaríos, fantasía y desviación que se oculta en la normalidad de nuestros días, para pasar a ser también la expresión de lo meduseo: espejo que refleja lo horrible del mundo al tiempo mismo que así puede conjurarlo. Forjar también, en su transfiguración, algo que se eleve como el espiritual Pegaso. Esta es, ante todo, como ya se ha dicho, una de las mayores tareas del arte nuestro, si es que ha de tenerlas: la de revelar, captar, reflejar, expresar, dejar ver, permitirnos mirar de frente lo que es, con todo lo que se pudiera llamar sus artificios: dejarnos acceder a lo que ya no es evidente en la práctica cotidiana de nuestras rutinas. O más exactamente, lo que nos permite la experiencia de leer este libro: escuchar lo inaudible, ver lo que no vemos, con nuestros radares ciegos, con nuestros sordos instrumentos de rara y sublime ejecución, por medio de los cuales resuena la música más oculta: la de nuestras murmuraciones y elaboraciones interiores.
Luis Barrera Linares
Intromisión “La mesa estaba preparada. Dentro de unos instantes comenzaría la cena. Sólo debían sentarse los invitados, que en cualquier momento llegarían. Efectivamente poco después llegaron los invitados, y aquel par de enormes leones, agazapados debajo de la mesa, esperaron a que los invitados se sentaran para comenzar la gran cena” (GJE, Los dientes de Raquel, 1973)
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oy debo confesarle al autor de ese pequeño volumen que por un azar Los dientes de Raquel llegó a mis manos en el mismo año en que fue publicado (1973) y desde ese momento me interesó aquella manera de narrar desde la brevedad pero con contundencia. Unos seis años después, en 1979, durante la presentación de un libro de poesía en la antigua Casa de Bello (ahora Casa Nacional de las Letras Andrés Bello) confronté por primera vez al autor, mientras él deleitaba a los pocos que quedábamos con el rasgueo de un cuatro y bajo el amparo de unos cuantos lamparazos. Había yo leído también en esos días un artículo que Gabriel publicó en el diario Últimas Noticias, algo sobre la poesía de Pedro Parayma. Y, aunque estoy seguro de que él no lo recuerda, con la excusa de haber leído yo
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recientemente el artículo, intenté presentarme y acercarme para hablarle sobre la brillantez de Los dientes de Raquel, sin que pudiera yo lograr mi propósito porque por alguna razón me evadió. Los lamparazos habían hecho su efecto y debió confundirme con algún integrante del grupo de los SIPEM (Sindicato de Invitados (a los Bautizos de Libros) Por Ellos Mismos), alguno de esos señores que a veces hasta logran salvar con su presencia las presentaciones de libros a las que acude poca gente.
Conclusión previa:
No insistí porque ya para ese momento yo estaba seguro de que lo que no sabía Gabriel es que veinte años después tendría yo la oportunidad no sólo de echar este cuento sino también de fraguar mi venganza, al darme la oportunidad de coordinar la edición de un libro suyo y también de presentarlo en sociedad. La dulce venganza, Gabriel, prepárate. Te voy a dejar con las ganas de conocer lo que pensé al leerle los dientes luminosos a tu Raquel.
Hasta el punto de que buena parte de la crítica de otros países se ha detenido en su obra.
Desen-“rollo” Quiero ser “originalísimo” al decir que Jiménez Emán es autor de una amplia obra que toca prácticamente todos los subgéneros de la narrativa, con incursiones en la poesía, el ensayo, el artículo periodístico, la crónica, etc. Costará a los investigadores literarios del futuro catalogarlo en algún renglón particular porque es un escritor diversificado en múltiples caminos: Narrador, poeta, ensayista, antólogo, traductor, casi un Juan Charrasqueado de la literatura venezolana: sin llegar a los extremos de “borracho, parrandero y jugador”, pero sí muy disciplinado en su trabajo literario y cultural. Premiado en varios patios y en distintos géneros. Caraqueño de nacimiento, merideño de adopción, barquisimetano de corazón y nacionalizado yaracuyano, pertenece una estirpe vinculada a la cultura nacional, de la mano de su padre Elisio Jiménez Sierra y de su hermano, el también notable ensayista Ennio Jiménez Emán.
Cuarto bate, novio de la madrina y árbitro del juego en el que participa desde sus comienzos literarios, a principios de los años 70 del siglo pasado. Respeto su dedicación y disciplina porque ha mantenido una actividad literaria y una constancia con las que se ha ganado su muy merecido lugar en la literatura venezolana y, más allá, en la hispanoamericana.
No podía esperarse menos de quien lleva ya 36 años publicando. No descarto sus aciertos en la vastedad de la narrativa extensa, pero esta vez obviamente debo detenerme en su narrativa breve. Y también por eso estoy obligado a ser breve, como los textos del libro que hoy nos ocupa. Debo recordar entonces algunos de los títulos que dentro de la difícil y contundente brevedad han colocado a Gabriel Jiménez en el merecido lugar que ocupa. No tengo ningún inconveniente en ubicarlo al lado de otros autores hispanoamericanos reconocidos por la vastedad y, repito, contundencia, de su obra breve. Pienso, por ejemplo, en autores como Augusto Monterroso, Juan José Arreola, Enrique Ánderson Imbert y Julio Torri, si se quiere maestros del género, sin contar a los más reconocidos fabulistas universales ni tampoco que con estas fábulas que hoy reciben presentación en sociedad rinde homenaje a todos ellos. Y para ello, me basta recordar los principales títulos centrados en la brevedad:
Los dientes de Raquel (1973) Saltos sobre la soga (1975) Los 1001 cuentos de una línea (1981)
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Biografías grotescas (1997) Proso estos versos (1998) [que contiene alguna “poesía breve narrativizada”] El hombre de los pies perdidos (2005) Y ahora: Había una vez… 101 fábulas posmodernas (Caracas: Alfaguara, 2009), Puedo decir que en este nuevo libro de fábulas repletas de animales, en las que no faltan curiosos animales humanos (médicos, sacerdotes, prostitutas que venden ideas, escritores suicidas, campesinos, obesos,…) Gabriel Jiménez Emán se convierte en el principal fabulista venezolano. Habrá de compartir la fama con los españoles Félix Samaniego y Tomás de Iriarte, el griego Esopo, el latino Fedro y el francés Jean de la Fontaine, pero con un acento exclusivamente hispanoamericano y, mejor aún, con indudable acierto de fabulista venezolano universal. Hormigas, chivos, sacerdotes, culebras, rinocerontes, iguanas, sapos, pintores, gallinas, camaleones, osos, murciélagos, morrocoyes, cerdos, niños, ovejas, perros, dragones, deportistas, loros, parejas, tuqueques, etc. Y hasta un personaje llamado Gabriel a quien le corresponderá construir un arca, como a Noé, para salvar a todo su zoológico fabulado, desfilan por las páginas de este libro con el que ya pasa a hacerse rutinario su nombre en el catálogo de Alfaguara, editorial que antes publicó su libro de relatos La taberna de Vermeer y otras ficciones (2005). Sólo a manera de muestra, podría yo intentar la síntesis en una fábula en la que se crucen varios de los argumentos utilizados por Gabriel para desarrollar las 101 que contiene el libro: Una mujer de inmensos senos es capaz de alimentar y sanar a todos los niños y ancianos de un pueblo que se niega a cambiar y termina desapareciendo, y en el que un monje sinvergüenzón anhela ser besado por una linda doncella y un cuentista que aspira a ser novelista decide suicidarse con el mismo bolígrafo que escribe, todos asistentes virtuales a un fabuloso congreso de fabulistas, donde un sapo que
no quería ser príncipe muere de amor y un cerdo criado en una aséptica cochinera lamenta que su carne no sea tan gustosa como las de los marranos domésticos y exclama ¡Qué cochino es el mundo!. Hay que decir, además, que más allá del mero interés pedagógico o “moraléjico” de la fábula tradicional, las de Gabriel Jiménez Emán son también parodia, crítica corrosiva y reflexión que a su vez incita al lector a reflexionar y mucho más que eso, preocupación lingüística. Literatura en pocas líneas que se acoge a los preceptos inexcusables de la brevedad lograda: precisión, contundencia y afirmación de una estética. Este libro recoge entonces 101 fábulas, cada una superior a las demás. Fábulas que se dejan llevar por la serenidad de un narrador que parece no tener prisa pero que nos obliga a leerlas a toda velocidad porque una vez que abordamos la primera, se abre el apetito por indagar en las siguientes. El libro tiene además la ventaja cortazariana de que parece comenzar en cada fábula y no cerrarse con ninguna de ellas.
Una infidencia editorial como señal de la buena estrella del libro: Mientras se editaba el libro, atravesamos el autor y yo por una extraña situación en la que él aseguraba que el libro contenía 101 fábulas y no 100, en lo que yo insistía. Hasta que, le manifesté que estaba dispuesto a que la Gerente de Ediciones Generales (Mariana Marczuk) le transfiriera la coordinación del libro a alguien que no fuera yo, debido a mi falla en la percepción de lo que “estaba a la vista”. Ante la circunstancia, ambos descubrimos que realmente el original contenía sólo 100 fábulas y que se trataba de un sencillo salto en la numeración de las mismas (detectado felizmente por la editora, Lourdes Morales). Obviamente, el autor requería que fueran 101 y no 100. Fue así como surgió la necesidad de que a última hora escribiera la fábula 101, que justificara tanto el título como el deseo de que el libro mantuviera su relación estética y familiar con Las mil y una noches y con sus 1001 cuentos de una línea (1981). De ese modo, casi “fabuloso”, nació la fábula de cierre:
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101. La Fábula Sin Fin
Sugerencia de cierre
Un escritor escribió un cuento donde narraba una fábula que hacía referencia a la única novela escrita por un poeta, donde había un personaje que deseaba a toda costa escribir el cuento de un hombre que se hallaba perdido entre las páginas de un libro, pues no encontraba a un escritor que asumiera la responsabilidad de hacerlo encarnar como personaje de una fábula. De modo que un día el personaje dio un gran grito desde la página perdida de una novela que desde hacía muchos años permanecía olvidada en su biblioteca, y el escritor lo escuchó, localizó y abrió el libro y percibió un poco mejor su voz, aunque no pudo verle, y entonces se fue tan rápido como pudo a escribir la fábula que narraba su aventura sin fin por el mundo de la literatura.
(Común a las escasas presentaciones de libros que hago):
Enlace El día 21 de junio del año 2050 Gabriel Jiménez Emán será un escritor centenario y llevará a cuestas 77 años escribiendo libros. Al ritmo que ha venido publicando desde 1973, calculamos que para ese tiempo habrá superado también el centenar de volúmenes. A esta fecha, sólo en narrativa llega a la veintena de títulos. Se convertirá entonces en un centenario autor de ciento un libros. Con eso no digo públicamente su edad y sólo doy indicios para reconocer y elogiar su actividad literaria incansable. Una vez consolidada mi revancha por aquel desencuentro de 1979, doy por satisfecha mi sed de vengarme del autor de Los dientes de Raquel. El libro de las 101 fábulas que hoy presento no me ha permitido más que agradecerle su constancia de escritor incansable. Como en el caso de los leones hambrientos de aquel primer texto brevísimo que he leído al comienzo, la mesa está servida para ustedes, a la espera de que a partir de ahora se conviertan en desaforados leones y comensales de estas fabulosas fábulas a la venezolana.
Ayudar a consolidar la literatura venezolana es adquirir dos ejemplares de los libros publicados por nuestros autores y obsequiar uno de ellos a alguien, a quien a la vez le recomendamos que compre otros para obsequiar. Total, están de moda las cadenas. Si el libro nos gusta y deleita, quedaremos complacidos todos. Pero en el supuesto negado de que eso no ocurra, pues no seremos los únicos en haber caído en la trampa del presentador.
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y el nicaragüense Sergio Ramírez con su estupendo libro El reino animal (2006).
Ricardo Gil Otaiza
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a fábula es un género muy antiguo, en prosa o en verso, que echa mano de seres humanos o de animales como sus personajes. De más está decir que es exquisito y denso, porque ahonda precisamente en los más profundos resquicios del alma humana, dejándonos una enseñanza, es decir, una moraleja. Lamentablemente, han sido relativamente pocos sus cultores en la historia literaria, y en la actualidad se adentra en ella un puñado de “extrañas” criaturas que ven el mundo con ojos muy especiales. No se puede pretender escribir fábula sin asomarse siquiera a los grandes maestros del género, como lo fueron el griego Esopo, el latino Fedro, el francés Jean de La Fontaine, el español Luis de Góngora; sin olvidarnos de los también españoles Tomás de Iriarte y Juan Benet. Más cercanos a nosotros en Hispanoamérica están Jorge Luis Borges (y su bestiario), el guatemalteco Augusto Monterroso con su ya clásico libro La oveja negra y otras fábulas, quien influido quizás por las lecturas de Góngora (a quien admiraba entrañablemente), así como de Borges, le imprimió al género visos de modernidad y de excelencia,
En nuestro país algunos autores la han cultivado de manera un tanto marginal, resaltando las plumas aún jóvenes de un Wilfredo Machado y ahora la de un Gabriel Jiménez Emán, quien nos sorprende con su libro Había una vez…101 fábulas posmodernas (Alfaguara, Colección de Autores Venezolanos, 2009), al que intentaré acercarme en breve espacio. Resulta muy grata la lectura de estas “101 fábulas posmodernas” de Jiménez Emán. Grata, porque recrea sin artificios y sin sobresaltos, disímiles situaciones de la vida cotidiana, en las que el ingenio del autor y la gracia del relato, hacen que nos sintamos transportados a un mundo de ensueño, en el que personas y animales son el referente perfecto para desentrañar la riqueza y el arte del vivir. Leyendo estas fábulas constatamos, que sobre la base de sus propias lecturas de los clásicos, logra Jiménez Emán extraordinarias piezas, que permiten desdibujar los linderos entre lo humanamente posible y lo ficcional. Recrea el fabulista temas ya trajinados por otros autores. Hallamos redivivos entre sus páginas “al dinosaurio que todavía estaba allí” “y al rayo que se deprimía” de Monterroso, a la zorra de Esopo, al burro flautista de Iriarte, entre otras influencias. Eso sin obviar a la ironía como aditivo literario que sazona muchas de sus páginas, presente como elemento clave en las fábulas de Monterroso, de quien Jiménez Emán se declara admirador. Si bien la mayor parte de los relatos incluidos en “101 fábulas posmodernas” se desarrollan en escenarios universales, en varios de los textos se hacen referencia a localidades, ciudades y pueblos de Venezuela, imprimiéndoles de manera deliberada un sabor local. Como dato curioso es importante señalar, que las fábulas de Jiménez Emán están construidas desde la visión de un lector genérico (sin edad ni sexo), lo que permite que se acerquen a sus relatos diversidad de personas sin desmedro
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de su fuerza argumental. En todo caso, el lector adulto se hace niño a la hora del disfrute de unos textos deliciosos, precisos, contundentes, que desmienten toda consideración maliciosa en torno a la muerte de la fábula como género y como posibilidad estética.
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Ludovico Silva
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l título de este artículo es sintomático de un estado de espíritu. Estoy bajo el impacto del libro de Gabriel Jiménez Emán Narración del doble. No sé por qué me ha parecido que ese doble de que habla el poeta soy yo mismo. Tal vez ese sea el destino de los poetas: llegar parecerse a sus lectores., como quería Baudelaire. “Mi semejante, mi hermano”. Yo no puedo escribir una crítica literaria sobre este libro de Gabriel. Entre otras cosas, porque abandoné hace años la crítica literaria., que ejercí con frecuencia. Tan sólo puedo testimoniar mi aluvión de tristezas y alegrías que me produjeron la lectura de Narración del doble. Uno puede comenzar por preguntarse ¿quién habla en este libro? ¿Es el poeta o es un personaje, una máscara que él se ha puesto para hablar? Yo no sabría decirlo. Siento que ha dos personajes que afloran por todos lados como una especie de binomio, pero que representan una unidad dialéctica. Dialéctica digo porque hay un diálogo constante entre los dos personajes que integran este libro. Por cierto, en su prólogo, Jiménez Emán evita hablar de “coherencia” en su “libro”. Pero yo encuentro que hay una perfecta coherencia. En uno de los primeros poemas
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dice, por ejemplo: “Llegó mi amigo abriéndome os brazos. Me pareció que andaba muy extraño, pero viéndolo bien era yo mismo.” Este desdoblamiento es característico de la poesía moderna, la que se inicia con Baudelaire. El famoso “Yo es otro” de Rimbaud es el paradigma. El poeta se siente desligado de algo que podría ser su “esencia” y que está desligado de su “existencia”, para decirlo en términos caros a los filósofos. Pero la cuestión va más allá de la filosofía, o al menos de cierta filosofía. La cuestión está planteada en el simple término de la existencia humana del poeta. ¿Qué es un poeta hoy en día? ¿Qué es Gabriel Jiménez Emán? Se trata de un ser distorsionado por la realidad. Un hombre que puede decir como Keats: “The World is too brutal to me”, el mundo es demasiado brutal para mí. Las sociedades en general, salvo muy pocas excepciones, nunca han sabido lo que tienen cuando tienen a los poetas. Los poetas son, como decía Baudelaire, “la tajada del Estado”, eso de que se valen los estadistas para decir que han hecho una gran obra después de que el poeta se ha muerto. Igual nos irá a pasar a todos los que hacemos poesía en la hora presente. Con el agravante de que vivimos en una sociedad capitalista subdesarrollada que tiene un profundo desprecio por los intelectuales y los poetas. Por eso un libro como Narración del doble de Gabriel Jiménez Emán está expuesto al desprecio del público. En una sociedad de mercaderes ¿qué interesa saber que un poeta tiene su doble y que se manifiesta en prosas poéticas? Yo comprendo un poco la falta de crítica literaria en nuestro país. ¿Para qué hablar de libros, si nadie los lee? Se leen los libros sobre acontecimientos políticos, sobre tal o cual personaje, sobre tal o cual intriga, sobre tal o cual proceso judicial, pero ¿los libros de literatura pura? Esos no se leen. Aparte, por supuesto, de que están mal promocionados y distribuidos. Los escritores del subdesarrollo tenemos que habituarnos también a una distribución subdesarrollada de nuestros libros. Sé de libros de autores venezolanos –entre los cuales me cuento yo mismo—que si hubieran sido
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escritos y publicados en Francia tendrían un gran nivel de aceptación. Las tesis de Althusser, en Francia, no tienen más originalidad que las que se hacen en América Latina, y eso lo ha dicho un belga como Ernest Mandel, quien es a mi juicio el economista marxista más lúcido que existe, el único que ha comprobado con ejemplos históricos la ley del valor, que ha sido tan cuestionada. Decía que este no es un artículo de crítica, sino de evocación. Es curioso como yo conocí a Gabriel. Estaba yo en la barra del “Viejo Molino”, en el peligroso Triángulo de las Bermudas, hace ya unos cuantos años, y de repente vi entrar a un tipo que me pareció raro. Inmediatamente me dije: “Ese es Gabriel”. Yo acababa de escribir un artículo sobre su libro Los dientes de Raquel, de 1973. El individuo, como un sonámbulo, se me aproximó y me dijo: “Tú eres Ludovico, ¿no es verdad? Yo le respondí: “Y tú eres Gabriel”. Desde ese momento se constituyó una amistad entrañable. Por eso digo que yo soy el otro yo de Gabriel, porque nos conocimos en esa circunstancia, sin previo conocimiento el uno del otro. Después de eso, hemos coincidido en diversos puntos de vista. En el libro de Gabriel me hace el honor de citarme después de Jorge Luis Borges, quien decía: “La prosa convive con el verso, acaso para la imaginación son ambas iguales”. La cita mía dice algo que me permitiré transcribir porque dice mucho del arte poética de Jiménez Emán: “La prosa fue en sus comienzos una poesía de vanguardia, una especie de adelantada con respecto al verso, al cual liberó de los escasos esquemas tradicionales. Es lo que se suele olvidar cuando se invoca tan a menudo las manualescas distinciones entre poesía y prosa. La verdadera diferencia, a mi juicio, debe hacerse entre pensamiento poético y pensamiento discursivo.” Esto último es decisivo para los prosopoemas de Gabriel. En ellos no hay pensamiento discursivo, sino tan sólo pensamiento poético. Por eso se puede hablar de poemas, de poesía. En alguna parte de sus poemas en prosa he
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encontrado ecos de Heráclito. Por ejemplo, en el poema “La caída”, donde al final dice: “Esperé mi retorno al círculo, pero está derrumbado; me aferro a ese derrumbamiento, soy él, soy mi propia caída”. Esto es puramente heracliteano. El filósofo de Éfeso no concebía la circularidad del fuego como un universo finito y acabado en si mismo; por el contrario, preveía zonas de “tormentas”. Y Heráclito era un hombre de los nuevos tiempos, de los que le daban importancia a la aparición de la moneda en Lidia, Asia Menor, hacia el 650 antes de Cristo. En los poetas se transmiten los mensajes a través de las edades, y yo quiero oír a Heráclito en Jiménez Emán. En lo que respecta al poema en prosa, ya he escrito en otras partes mi parecer: no hay tal distinción entre poesía y prosa. Si a ver vamos, en sus orígenes medievales, la prosa fue revolucionaria respecto del verso. Este es un problema que he estudiado en alguno de mis libros. Es un problema de mucha importancia para los poetas venezolanos, “dada su inclinación al poema en prosa”, como ha dicho Rafael Cadenas. Yo, personalmente, como poeta, prefiero el verso, y a veces el verso rimado, pero esa es una cuestión puramente personal. Lo cierto es que los poemas de Jiménez Emán me resultan conmovedores, por su profundidad filosófica – aunque ésta no haya sido su intención— y también por su profanidad lírica. Es difícil encontrar entre nuestros poetas “en prosa” una intensidad lírica tan perdurable. Jiménez Emán habla en un lenguaje tan descarnadamente poético que se hace difícil calificarlo. Más bien habría que adoptar otra actitud: admirable. O mirarlo simplemente, como decían los latinos, porque para ellos mirar era admirar. Era admirar en el miraculum. Yo soy el otro de Jiménez Emán. Yo miro la vida a través de él y él la vida a través mío. Eso es lo que deben hacer los poetas.
Lubio Cardozo
No puedo imaginarme qué otra cosa cabría en al mar Como no fuese el océano De un hombre en sufrimiento G.J.E.
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onocí a Gabriel Jiménez Emán allá por los años setentas, cuando arribó a Mérida a seguir estudios en la Escuela de Letras de la Universidad de los Andes. Venía de San Felipe, con hermosas credenciales familiares, hijo del poeta Elisio Jiménez Sierra, bardo significativo de la Generación del 40. Traía, además de su decencia en el trato, una excelente formación cultural para sus pocos años, y una inquietante sed de vida y de saber. Se hizo al poco tiempo, tal vez por recomendaciones de su padre, un asiduo visitante del Instituto de Investigaciones Literarias de la ULA, luego se incorporó en su condición de estudiante a las labores propias de la dependencia, departía en sus ratos libres con los profesores y sentaba las bases de una sincera amistad. Entendíamos todas sus virtudes personales: noble condición humana, pedestal de su futura formación humanística; su inteligencia, su fino sentido del
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humor, su varonilidad en el trato. Después de varios años, cuando consideró concluida su experiencia en la Escuela de Letras, enderezó sus pasos a Caracas, aunque compartía su residencia entre la Capital y San Felipe. Me preguntaré siempre hasta dónde yo, también en aquel entonces joven profesor de la Universidad de los Andes, pude contribuir acertadamente en la fundación de la personalidad de escritor de Gabriel Jiménez Emán, y algo más preocupante, en su constitución espiritual. Comparto, por supuesto, tal responsabilidad con otros colegas. Comenzamos, después de su ida al eje Caracas-San Felipe, a recibir sus novedades, textos literarios, artículos, entrevistas, su primer libro de cuentos, sus ensayos, sus poemas. Arribaban cual mensajes para susurrarnos en la conciencia “aquel quien estuvo un tiempo entre ustedes, profesores de literatura, soy ahora este”… es, a partir de aquellos años hasta el presente, su obra literaria verdaderamente copiosa. Para no confiarme en la memoria busco en el Diccionario general de la Literatura Venezolana (Mérida, ULA, 1987) y destacan allí, entre otros títulos, en narrativa: Los dientes de Raquel (1973), Saltos sobre la soga (1975), Narración del doble (1878), La isla del otro (1979), Los 1001 cuentos de una línea (1981), Una fiesta memorable (1991). En poesía: Materias de sombra (1983) y Baladas profanas (1993); en estudios e indagaciones posee la autoría no sólo de la mayor sino de la mas honesta recopilación antológica del ensayo en el país: El ensayo literario en Venezuela (1987-1991) en seis gruesos volúmenes. Ha sido también traductor, al respecto editó Poemas de Brian Patten y Dos trovadores del siglo XX: John Lennon y Bob Dylan (1979). Afloró toda esa preocupación por Gabriel Jiménez Emán cuando empecé no ya a leer sino a estudiar su poesía, y descubrí en Materias de sombra, colección de su producción lítica desde 1972 a 1982 una gran soledad –no social, sí íntima— y un gran escepticismo ante todo cuanto podríamos llamar el mito de la vida, ocultas estas dos katábasis no
por la sombra del sentido, mas bien por lo contrario, por el resplandor estético de la fuerza imaginativa de sus versos. ¿En el fondo de cual estamento espiritual estas dos caídas enraizarán? ¿En la latitud poética familiar de San Felipe? ¿En la etapa de sus estudios universitarios de Mérida? ¿En su reencuentro con Caracas en la década del setenta?
“Varias veces he intentado Cruzar hacia la orilla Del gran río de la vida He intentado zambullirme hasta el fondo de su transparencia Y en ella me he perdido. (Hasta el fondo) Late de este modo constante en los versos de este primer poemario un hondo sufrimiento asordinado ante los inhóspitos escenarios de l temporalidad, la profunda herida de la descreencia, de la intangible verdad, sólo pareciera detentar un margen e conciencia el soliloquio con las palabras para reconstruir la belleza, la kalós cual la esperanza del algún puerto firme, por lo menos entre la imaginación y la rítmica, en fin, en el arte. “Donde lo escrito se vuelve secreto / y da origen al canto” (Círculo) Ve uno en sus alumnos a sus hijos. Cuando se van de las aulas y toman los derroteros del azar, tratamos de seguirlos en las esporádicas noticias y nos preguntamos hasta dónde los vocablos portadores de la enseñanza sobre la frágil literatura –lábil ante la berroqueña ley del deambular por la intemperie de la existencia— los cubre y los ampara en la medida de lo posible ante los avatares. Ya no debe sorprendernos, lamentablemente, la aporía del triunfo levantado sobre las caídas, las culpas, las derrotas, las injusticias recibidas; del éxito literario cuando éste se ha obtenido con autenticidad, si de veras se ha volcado al alma, íntegra, en el exigido
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esfuerzo estético del trabajo escritural, pero –y entonces la paradoja— nutrido éste del desgarramiento, fragmentación del espíritu ante el dolor, la pena, para recomponerlo de nuevo, hecho ahora a las exigencias de la descarnada vida, amalgamado de aflicción e infortunio, materia, ergo, del texto literario:
Las fotografías viejas Siempre me dejan la impresión De estar rodando escaleras abajo De beberme un trago de vino En un patíbulo olvidado Es algo así como almorzar Viendo los ojos de un muerto Como buscar la hora en los bolsillos Como frenar Cuando ya todo está Perdido (Fotografías) Recoge en Baladas profanas composiciones líricas escritas entre 1982 y 1992. Lleva ya el vate cuarenta y tres años encima (Nació en Caracas en 1950 y el opúsculo salió en 1993) ha llegado a su plenitud de escritor; se patentiza una madurez escritural, esa sazón de las voces, en un cierto sosiego, de la psikhé presente en sus estrofas, y además en la acentuación de la melancolía sin excluir su moderado nivel de sutil humor, mas sobre todo en la calidad artística de su elocución ódica donde alcanza, en algunos poemas, el grado de tesitura clásica, valgan por caso “Visita del silencio”, “Mangos de mayo”, “Eros naturae”, “Los huesos”, “Casas”, “La canción esperada” y “Sólo la música”. Nuclea, cohesiona a ambos libros en esa llamada por
Heidegger la temporalidad. En el tiempo de la existencia el único paraíso conocido donde caben lo bello y lo feo, el bien y el mal, el goce y el dolor, lo justo y lo injusto, la libertad y la miseria, en fin. No significa espacio su naturaleza aunque se ubique sólo en la realidad sino forjado de instantes, de horas, de momentos, de días, tal vez de años, siempre fugitivos, etéreos, inaprehensibles, infijables, inatrapables más allá del rito de la plúmea ventura, de la flébil vividura. Encarna la sustancia de este tiempo la vivencia, la Eriebnis. Habitamos por mucho tiempo un apartamento, una casa, una ciudad, una aldea, bañados por la opaca luz de lo cotidiano, de lo rutinario. Y un día de pronto ábrese la anaranjada flor del paraíso. Raros espacios solares por cuanto su luminosidad semejara diferente o mezclada con la imaginación y el sueño. Aparece, casi sin darnos cuenta, la reconciliación con el mundo. A veces no nos percatamos sino cuando se quiere detener, perpetuar el éxtasis, mas por lo general ello sucede en el inicio del decline de esa pequeña lámpara encendida con la luz del dulce ámbito, copado con el asombro de la vivencia. Sólo el poeta puede fijar algo de la temporalidad al troquelar sobre esta materia insólita, colmada por la maravilla o la nostalgia, sus estrofas. Al fin y al cabo, los recintos del paraíso posible y el arte, en sus esencias, no difieren mucho.
Una canción que comparto en un cuarto Un cuarto que comparto con una amiga Una amiga y una canción libre Como una guitarra y una naranja Una naranja que corto en la mesa Con un cuchillo de piedad La canción de m i otro yo que llega Y se sienta a la mesa Como si estuviera invitado
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Una canción sola en un cuarto Nace para ser escuchada Por los demás solitarios Que esperan perderse en una música Como en un atardecer (La canción esperada) Finalmente, y para retomar el asunto de la temporalidad, detrás del universo sígnico de los estilemas escriturales de Gabriel Jiménez Emán, de sus metáforas, de las voces hilvanantes de su kalós lírica, yace silenciosa su biografía. Con una gran soltura, con gracia elocutiva, —salpicada con frecuencia de fino humor— este bardo trasmuta sus vivencias en poesía; apoyándose en la mántica de los vocablos hipostasia las acciones mediante las cuales ha tejido su existencia en lenguaje ódico, en trova. O en otros términos, la faz artística de una compleja espiritualidad, de un sentir solitario, de un rasgado subsistir. De esta suerte, pues, Gabriel Jiménez Emán, por lo menos en sus poemarios, a una velada nos invita en cualquier ámbito del tiempo, para celebrar en la perenne alegría del arte la aventura de su temporalidad consagrada al sacerdocio de la palabra, en medio del insoslayable huracán de lo inhóspito del mundo.
Ramón Palomares
“La muerte de vivir” G.J.E.
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e variadas, ricas, intensas experiencias se alimenta esta poesía expresada en lenguaje desbordante y alegre: El escritor apasionado por el placer de su escritura y su espíritu joven se reflejan y embriagan asumiendo la sabiduría del gran maestro del simbolismo y nos regala ese telar inmenso que es el grabado de su acontecer resuelto en hermosos poemas. Tantos años atrás, sonriendo, con ojos chispeantes y voz recia, Gabriel, entre los muchos jóvenes de entonces aquí en Mérida, recorría los pasillos de la vieja casona de la Facultad de Humanidades (en la Universidad de Los Andes pregonando con la prestancia de su inteligencia su decisiva inclinación por las Humanidades y las Letras), y celebrando a todo dar haber dejado atrás su pretendida vocación de médico. Se dedicó por entonces junto a sus compañeros y amigos, entre los cuales destacaban maestros como Salvador Garmendia y Carlos Contramaestre, al trabajo editorial, creando así revistas y publicaciones que dan extraordinaria muestra del quehacer de aquellos poetas
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—sus compañeros— como de su propio entusiasmo y esfuerzo creador; entonces su escritura se manifestaba con segura y fuerte inclinación por la narración breve que cultivara exitosamente en una amplia extensión de su obra, sin embargo tras esa condición avasallante de sus narraciones dejaba entrever que los versos mantenían con su sensibilidad una familiaridad consanguínea . Y es por eso que me veo escribiendo ahora estas parcas líneas al amigo que aparece ante el umbral después de tantos años hecho un gran árbol recio y opulento, enredado en el destello de una sensibilidad rica y múltiple, sacudiéndose entre imágenes que atienden a las vivencias más diversas, de invención y lenguaje nada frecuentes. Insurgía así cantando “a mi locura que me azota a diario desde el nacimiento del sol”, como lo dice a las puertas mismas de sus primeros encuentros con el fantasma del poeta, puertas del año 1973, que son las mismas puertas del conjunto que forman estos libros (libros en un Libro de Vida, en la propiedad que surge del continuo de su conciencia). Textos que de ninguna manera reflejan una actitud confesional, sino muy de otro modo resaltan su vocación estética —creativa— vecina por demás a los espacios de la alegría, el humor y la condición lúdica. Por aquellos años no tardaría Jiménez Emán en convencerse de que sus estudios académicos no lo atraían como esperaba y que su dedicación al trabajo intelectual en una más directa experiencia con la Literatura y el Arte —viajes, entrevistas con autores , y su trabajo mismo en revistas y diarios, charlas y conferencias— así como la intensa bohemia que se vivía en Caracas entre sus camaradas y amigos— le resultarían más generoso y fructífero; así que se hizo al firme propósito de emprender por sí mismo el cultivo de un excelente bagaje cultural, de una manera plena y conveniente. Esta poesía que ahora nos ofrece tiene sus preámbulos que aportan una base bien definida para su mejor aproximación; por ejemplo, su primer libro —Narración del Doble—
Poemas en prosa— 1973-1978 —se afirma en los maestros franceses e insurge en el campo de Baudelaire, Lautreámont, Mallarmé y los surrealistas —con algunos rasgos nerudianos, agregaría yo— , y por otra parte, amparado igualmente en Borges y nuestro Ludovico Silva, afirma su posición en los textos de comienzos, manifestando en ellos que ignora la Poesía como género y la sitúa en un espacio mayor, como vida, como “sustancia madre de las cosas” y con esta expresión nos manifiesta su inconformidad con la idea del poema tradicional y el verso en su sentido mas habitual; así en ese primer poemario se muestra todavía muy cercano a sus narraciones breves, en la búsqueda de una Poesía mas desnuda y vital, formas e ideas del poema en prosa extensamente difundidas durante el siglo veinte.
Baladas y rapsodias “Estas Baladas Profanas están congregadas bajo esa voluntad donde la música busca engendrar en el Yo indivisible una voz compartida, una voz compuesta por los interminables ecos del mundo.” G.J.E.
Tal vez sean las baladas y las rapsodias (Baladas Profanas 1982—1992 y Rapsodias Urbanas 1980—2004) los hitos mayores del conjunto, pues en relación a los demás poemarios aquí presentados, y sin que ello demerite en absoluto el resto del conjunto, se advierte en ellos una condición extraordinaria: la severidad y el juego, la fuerza de las expresiones y el propio ritmo que ganan las imágenes, sus combinaciones; todo confiere a dichos textos una creatividad máxima, a tono con la secuencia vital que refleja con energía para comunicarnos el sentido de sus vivencias en ese continuo de que nos hace partícipes; el sesgo que atribuye a cada poemario es diferente porque la edad y su acontecer se reflejan de manera determinante en los textos y su captación se diversifica en la medida en que
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esa metamorfosis incontenible va rehaciéndose. El poeta del comienzo se renueva; se renueva y desaparece en los poemas del hombre que se reafirma en su aspiración a un perfil mejor definido y en una acción más permanente. Podría estimarse en este espejismo la figuración de una historia que discurre en secuencia con sus propias vivencias, y que asume su vitalidad en la constante de ampliar e intensificar su ser interior para resolverse en saber, un saber crearse y recrearse como sentimiento y sensualidad a punto de exceso, clima que fortalece su intensidad, y es propio destacar esa manera sinuosa en que su discurso nos conduce y que igualmente caracteriza su imaginación turbulenta, que agita las frases dándoles ritmo y movimiento impresionantes: “Licores de todos los nombres vosotros me habéis dado de puntapiés en la conciencia / Me habéis castigado duro con vuestro terrible alcohol / Me habéis hundido en gloriosas pesadillas y hecho delirar al borde del viaje” Viaje que asumen, que implican estos libros de auténtica poesía y que recorren la vida del autor, su concepción de la existencia y el ámbito sobresaliente de sus experiencias; su sentido vivencial expresado con autenticidad y revisión profunda del ser, con elevada imaginación y el sentido de exceso y humor, como si muchas veces su actitud apuntara en una perspectiva rabelesiana, con su desbordante sensualidad a punto de estallido y su deseo de abarcarlo todo para asir la vida, ser ella, aferrarse a ella en cada experiencia y cada sueño y magnificar así ese apetito, esa ansiedad por exprimir en todo lo posible el breve tiempo de existir, como si al final fuese a decir tras contemplarse en vida plena que ha madurado su conciencia en pequeñas— grandes catástrofes, tempestades y victorias, y desde ya nos formula una invitación a visitarlo aquí en sus versos, donde se dan la mano todos los poetas que su delirio ha recreado, desde aquel que otros días cantaba su locura con el nacimiento del sol, hasta el que la recoge entre dudas y sombras en la noche de las visiones.
Gabriel Mantilla Chaparro
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a poesía de Gabriel Jiménez Emán nos remite a conocer su obra anterior. Ello es obligante en un autor que pasó de la narrativa a la poesía, aunque no en brusca transición. La intención poética se gestaba en él desde sus inicios, en sus textos, en su manera de ser, de vivir. Así llegamos a esos poemas del desplazamiento, del recuerdo, del sueño, de las formas, del éxtasis, de la embriaguez y la fuga. Poesía sensual de la nocturnidad, que gira sobre el eje de lo urbano; donde todo se transforma por vía de la alucinación y la imaginación, como una especie de astralidad interna. Aparece un caballo de Troya coexistiendo con los rascacielos, donde la imaginación del poeta une dos tiempos equidistantes. Hay una humanización extrema de lo urbano, de la ciudad, de su estructura con todo su poder sobre los “hombrecitos”. La poesía de un yo biográfico y bibliográfico, donde el personaje poético atraviesa laberintos dignificando la condición de ser, huésped del azar y del antro; se reivindica la inclinación del hombre moderno a la nocturnidad, al personaje atmósfera, desplazándose entre sombras, ingresando en la noche sin desviarse, la ciudad con sus tabernas, sus trompetas, sus mujeres, sus sombras
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insospechadas, su movimiento mundano de una botella lanzada al mar, o en el oasis donde “odaliscas emergen de la tierra y suben por el tiempo y desaparecen ante nuestros ojos…” Reflejo que ocupa todos los sitios, todo el contorno donde se halla el sujeto interrogando su imagen, auscultándose: “Si nos fijamos bien, el techo, el piso y las paredes son espejos. / Hay muchos rostros en los cuatro rincones…” Queda abierta la ruta de una poesía que cata a las neveras donde se depositan “néctares que se inclinan en las tardes hacia la gula difamada”. Donde el hábito de comer y de beber con placer –hábitos de enorme antigüedad— despiertan en el hombre esa comunión con las neveras, como cómplices queridas. “Las neveras me perseguían y yo les lanzaba besos largos besos semejantes” (Neveras). Poema de la conformación, el ministerio del sí, de la valoración espiritual y física en toda su plenitud, sería éste donde la imagen verdadera se busca en el territorio del espejo, quien devuelve la imagen, o el reflejo tan sólo, porque: “la retiene y deja la mitad de su cuerpo al otro lado del mundo”, ese reflejo nunca imagen totalmente, que el espejo devuelve: “En ese instante justamente sale de su rostro una máscara / que cae lentamente en el silencio del cuarto”. Un misterio, y al final un desahogo, un llegar al núcleo de la confusión, una mujer que al final se ama como amar a un extraño:“ Y ella que todavía no ha llorado ve caer sus lágrimas sobre los ojos de la máscara / sus lágrimas pasan por sus labios y ella se besa en el espejo / no hay salida posible / esa mujer se ama…”. A un lado queda la máscara permanente que convive con ella, esa máscara que ahora “la mira desde el piso” y ella se transforma en una mujer reconciliada consigo misma. (Una mujer acaricia el cabello de Narciso). Un poema, “Miseria del tiempo”, se abre en una comparación de carácter visual y erótico: “La tarde tenía un color de tomates en cópula”, de plenitud dinámica.
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Rige un desmembramiento físico y espiritual, el dolor se adhiere a la corporeidad del poeta. Dentro de esa metamorfosis reflexiona en el “porvenir” y la dimensión del tiempo, luego el recuerdo de la existencia de una mujer pasajera pero definitiva de su vida, lo saca de una meditación filosófica de sí, para llevarlo al terreno amoroso: el poeta ante dos únicas opciones: vida—muerte, “apareado entre dos crepúsculos” y una mujer de la cual sólo conoce el color de su piel, y es a través de ella que logra salir de la oscuridad: “De no haber sido así aún estaría en aquel lugar / y mis huesos enclavados en el aire / estarían templando cuerdas para entonar melodías agónicas.” Otro recuerdo, esa visión de muerte, de lo desconocido, de lo hondo total y lo infinito: “Entre otro de mis recuerdos / había una mujer inquebrantable que soplaba nubes de sal / hacia lejanos destinos por los cuales decidí desplazarme / o mejor dicho / cuando al fin mis pies sin consultármelo iniciaron un recorrido parecido al del mar / y mi cabeza por sí sola pensó que lo mejor sería / entregarme a la resurrección.” Sí, Gabriel Jiménez Emán va en Materias de sombra (Monte Ávila Editores, Caracas, 1982) camino a la resurrección, hacia el corazón de la noche, a celebrar el recorrido de los sentidos y del misterio. En la noche, buscando el origen, protegido y retado por fuerzas extrañas, en un reino que lleva un nombre: la sombra. Y él penetrándolo con toda su materia espiritual y corpórea.
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Alberto Hernández
C
omo un reptil la ciudad se diseca bajo la sombra, entre inabarcables cementerios de automóviles, palabras y cuerpos desmembrados: “hay ojos, brazos, piernas, parachoques de venas negras/ y dentaduras de metal amargo”. Ciudad donde el crepúsculo huele y duele con la felicidad de quien sabe que un poco más allá de la mirada está el olvido. Gabriel Jiménez Emán trabaja la sombra en medio del caos que significa tener un yo consagrado a establecer una ciudad donde se niegan el tiempo y el espacio. Yo urbano, ego sumergido en el magma verbal, como el trago más seguro y riesgoso. Una ciudad tiende a hacerse por muchos caminos. Todas las miradas revisan las fronteras borradas para iniciar la materia de que está construida y sostenida. Una ciudad podría ser una sola palabra, y muchas más si ésta se toma como extravío, corrientes encontradas en calles y avenidas, bares y nombre difícilmente dibujados en la boca. Papeles viejos, testamentos, fotografías vencidas, epitafios, instantes y ebriedades para hacer de la inmortalidad el único momento, la inexplicable virtud de las metamorfosis.
Ese yo deambula sujeto al yo multiplicado en los otros, de un otro que se reconoce en una sola voz, la del poeta, en cada espacio deshabitado. Materias de Sombra (Monte Ávila Editores, Caracas, 1983) es la invención de ese espacio donde habla un silencio, ese espacio vacío, raya de sombras, raigal, poseído por todos los lenguajes que una ciudad puede proveer: la soledad, el miedo, el amor, la violencia, el abandono, la década como bálsamo de salvación o perdición, el cuerpo de adentro y las líneas exteriores re-creadas por una lectura imaginaria, ilusoria, velada, “real”. La poesía -la metiche, la desfavorable intrusa- se sumerge en las vísceras de la polis. Un lenguaje que libera la corriente alterna de la sombra, discurso de la luz, que admite formar parte de los escondrijos. El valor sonoro del silencio se hace exaltación de la apariencia. Virtualidad, desmemoria, sólo un pañuelo indicativo de la despedida. Jiménez Emán sabe que su discurso tiene una multitud de signos provistos por la narratividad de su oficio. La poesía es una degeneración, no tiene la culpa de que ella lo sea todo: ciudad, metamorfosis, polisemia. Por eso siempre regresa a la madre huidiza, “escapada del no llegar nunca a poseerla”. Limo erótico, discurso en el que dos dimensiones provocan su existencia. La ciudad vegeta a la luz del día. De noche traiciona, apuñala, viaja por calles y cielos desprevenidos, mientras el cuerpo del habitante -la misma ciudad- se cierra a la sombra del cansancio, la muerte. -El cuerpo, el cantoLe llevo casi a todas partes, voy con él en el autobús, leo el periódico, bajo escaleras y me pongo la camisa, me marcho, regreso, con mi cuerpo. El cuerpo del poema es el alma de quien habita el texto. La poesía es la deshabitación, el abandono. Antes de la muerte, el cuerpo es capaz de vaciarse. El poeta tiene
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la capacidad de extrañarse de ese espacio, del cuerpo estorboso, de ese obstáculo miserable que al final se descompondrá en silencio. Antes de la muerte ya el cuerpo es la muerte. El espíritu/alma/imagen poética abandona el territorio corporal, mortal y advenedizo para conocer los secretos y superficies de la ciudad, la ciudad es el cuerpo. “Salí a pasear aquella tarde, traté de distraerme mirando las flores de octubre,/ me caía de los bancos en los parques,/ me quedaba mirando mi cuerpo sobre la hierba/ y volvía a insistir pisando con fuerzas en las aceras/ pero las calles ya no podían conmigo/ y tramaban situaciones para que las abandonara”. Cuerpo/alma-poema/poesía. El cuerpo divertido, cómodo sin el aliento de quien desde afuera lo mira y lo teoriza. El alma, analista, la voz que construye el cuerpo animado. El poema, el cuerpo, el esqueleto productor de sonidos, saltos, sobresaltos, vacíos y polvaredas. La poesía: la voz que la da (quita) al poema el aliento. Desde ese reflejo, en el que lo místico y la teoría de Octavio Paz se encuentran, Gabriel Jiménez Emán elabora la mirada del texto (lo mira, lo tacta), porque la voz -la que siempre mantiene el discurso- volverá al cuerpo para “llevarlo de un costado a otro”. El dolor del cuerpo lo siente la ciudad, la poesía. La palabra conduce, asoma la posibilidad de cuerpo que se desdobla. La orilla de la sombra, esa raya imposible de levantar la piel para descubrir los rostros y sonidos, deja de ser frontera en el instante en que la muerte, o ese invento de la conciencia, aparece como signo del comienzo. La muerte es el inicio de todo, hasta de la misma muerte: de allí la sombra, territorio marcable, mensurable, habitable. El placer de degustar el bar -el botiquín lo contiene todo, como la poesía-, sus inquietudes, lamer y sorber la espuma de la cerveza, donde se sintetizan lo apolíneo (nadar en una piscina de cebada, en una alberca olímpica) y la “muerte más bella” (el suicidio como culminación para el comienzo) también forman parte de ese aliento que abandona el cuerpo para hacerse la
imagen que confronta el cuerpo de la ciudad, el cuerpo que se deja a un lado. La bohemia, el hábito, la servilleta, la bebida helada, los ojos cuestionados por el azar, la ajenidad de la ciudad habitan en la búsqueda, en la angustia, esa dama promiscua que mantiene al poeta en la sombra. Como materia cierta, la sombra intuye el cuerpo, se instala en la fugacidad de la luz, de una palabra.
poemas poemas poemas poemas algo que inventar en este día caluroso una frase bien hecha para calmar mi aburrimiento una pregunta para aumentar la confusión un dedo en el gatillo y crecerán los muertos Ars poética que canta porque es “lanzarse hacia el abismo”. La ciudad está descompuesta. Cantar significa golpear, amar, herir, deslizar el humor por el disparo que construye la niebla, ese “reino colgado en la soledad”. El oficio del poeta, verbigracia Césare Pavese, es cantar. Pero también oler los libros, tocar puertas, inventar el amor en el cuerpo de una mujer. La canción se hace con el tiempo a la espalda. Instrumentos, voces, armonías, el patio lejano de una casa, el poema cuyo discurso viaja lentamente en la memoria hacen posible el “trobar”. El imaginario de este libro se instala en la figura del hermano, del padre, de alguna mujer perdida en una calle, en el “nervio óptico… acústico… sistemático” del jazz, para de nuevo tomar por la perchera el ars poética y hacer un llamado a la palabra, a ese diagnóstico o “señal que lo niega/ y lo hacer renacer tejiendo la coartada incomprensible”. La vocación surreal en aquella manera de cantar y decir. Romper con la estructura. Desordenar el corazón del
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poema: sin signos vitales de puntuación, sin arabescos y movimientos de esgrima. Entonces la voz lideriza y se revela contra el “artefacto lingüístico” (Poor and sad Paz!), ese que para los pelos y esconde la inocencia. El poeta -al menos el discurso navega a la deriva-, es un reptil una ciudad que cambia y canta, que se quita la piel, “propia metamorfosis” de ese habitante solitario. La ciudad/animal continúa en el afecto del que deja dicho sus afectos, desencantos, alaridos (Ginsberg muerto, muertos Kerouac y Burroughs). Una ciudad cuya generación nació y sigue naciendo en la década de los sesenta, entra amasijos de hierro, niples florales, bombas, traiciones, fusiles de anime, “maquetas del mundo”; la noche de esa década es una bestia vestida de sombras. Con la urbe el poeta se desdobla, sigue siendo sombra. Su voz narrativa, libre de ataduras, de la medida funeraria, semeja “a un gran saurio bendito/ Reptil de entrañas fosforescentes/ Sin voz y sin familia/ pero con una piedra/ Más arbitraria que la locura…”. Invisible, visible, roto contra una ventana, asomado a un espejo, se descubre que la poesía ha sido traicionada, mal cantada. Se hizo culpa de los hombres. La palabra como ilusión: el cuerpo sigue allí, ambulando, estático, el alma extraviada, sin dios, “respira por un hueco profundo”. La fugacidad nos cierra el paso. La inmortalidad también es parte de la miseria, la agonía de “la más luminosa mentira”.
Baladas Profanas, vértigo del lenguaje. Una distancia de diez años alargó el silencio de Gabriel Jiménez Emán. De nuevo, acosado, asordinado por ese vértigo, llega a nuestra puerta y nos entrega Baladas Profanas (Ediciones La Oruga Luminosa/Colección El Paso de la Danta, San Felipe, Yaracuy, 1993). El territorio del yo de este libro está más cerca, más próximo
a la intimidad de quien se aferra a otro tono, al verdadero vértigo. Regresa, vuelve --poseído por la misma/ otra ciudad y las obsesiones que el tiempo ha sembrado-- y lo anuncia, como enlazando el anterior viaje con éste donde la lectura es menos enjundiosa.
Aquí estoy de nuevo, fundando
un minúsculo territorio.
Un departamento cambiado
por una casa
cambiada por un departamento
cambiado.
¿Nueva respiración para reconocer el vértigo de la palabra? ¿Qué altura seleccionó Jiménez Emán para girovagar? ¿Un viaje que ha tenido como espacio el lugar del origen, la aventura de auscultar la ciudad para reencontrarse con el follaje y la textura de otros humanos? Desde esa altura la ciudad significa una pesadilla, el aturdimiento, el hastía hasta arribar redondo al texto, la vida. La “parcela anodina” de la polis traduce la mirada uniforme de quinientas vidas al borde de las ventanas. Es la fundación del ojo, de un parpadeo matemático que transita el pasado. Sin embargo, el poeta tiene los ojos bien asentados en la tierra, en el pavimento donde están sembrados el lugar de la agonía y la rutina incesantes. La duda, desde las páginas el canto se multiplica, la pregunta, baladizada por el reojo de otros paisajes en los que están los olores del mar y el vacío del silencio. “De dónde este silencio/ que entra a mi madrugada/ y me arropa”. La voz está entre la confusión de la ciudad y la paz de la comarca. La canción se aferra a un patio llovido, como aquel de Antonio Machado, ido, lejano, convertido en la Sevilla evocada. “Mientras tanto/ mi cuerpo cumple su destino
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de cuerpo/ por estos arrabales, va por antiguas callejas/ reconociendo fachadas en su paso nocturno./ Entra al cine, al bar./ Y bebe su ron solitario./ Tantas veces vine, tantas veces fui/ buscando esa Nada, sin saberlo”. Pese a esa sensación, la infancia, aquel paseo entre la ciudad y el polvo de la geografía lejana, se acomoda bajo la sombra de un mango. “Los mangos duermen en los jardines”, confiesa Gabriel Jiménez, y de inmediato se desdobla: “Desear otra vida, fervientemente desearla/ es el mismo acto de dividir/ el espíritu en dos piezas idénticas”, el otro yo repetido, el que olvida, el que no deja trazo para obviar sin pasión la “diaria fuente”. Para el autor de este libro hay una distancia entre el yo que habla y el que silencia el tiempo. Un deseo de escapar, de regresar -como el mismo retorno al poema- y darle forma al pasado. Los huesos son más ellos en la tierra de origen,
parecen comprender su espacio por sí solos,
buscan la paz en el lugar de su ascensión:
quieren lubricarse en la carne
como si fuesen ellos los únicos depositarios
de todo lo vivido.
La sacralidad, la ascensión, la transmigración desde los huesos mismos. Vertiente del poeta regresar al origen, devengar el silencio con el sudor de la muerte, o de las piedras blanqueándose en el inicio de la “razón”. La carnadura del tiempo es el vestido que vigila desde adentro, desde la palabra, desde el silencio próximo a ser canjeado por puertas viejas, esa nada perfecta, las casas habladoras y cuyos zaguanes guardan los olores, el tejido de arañas y hojas secas. Siempre el patio, el poema salta la cuerda a la vista de alguna soga bajo el árbol benigno. El patio es una escritura repetida, un “lenguaje secreto” creado por sus más pequeños habitantes. Allí, en ese morar de la distancia,
comienza el canto a construirse, a profanar la otredad, el amor, la noche, esa lectura que fragua el polvo, la ciudad detenida en una fijación permanente. La fuente del canto se remonta al Cantar de los Cantares, a Francois Villon, a Keyyam, al mester de juglaría y las tentaciones de una generación que vivió y resucitó sus huesos en la década luminosa y maldita. Fuentes de una danza detenida; poema que se desliza por una muy libre pronunciación, informal y tradicional inflexión en la que una voz presente evoluciona hacia el afuera del lector. Texto articulado desde la sacralidad de intimismos y desgarramientos reflejos. Esa tendencia se afinca en la vigorosa instancia del surrealismo en nuestra literatura de mediados de siglo (¿Quién aparte el Cáliz de Sánchez Peláez y Lira Sosa?). Muestra de esta insistencia es “Persecución de las neveras” (Materias de Sombra): “Las neveras me perseguían y yo les lanzaba besos/ de tirabuzón/ Neveras blancas que torturan con el color triunfal/ Que se desprende del témpano diminuto…”. En Baladas Profanas la fuente surreal se hace más legible en los ritmos interiores de las imágenes, la sangre del texto nos lleva a tocar la piel de Breton, los destellos de Duchamp y la rabia irónica de Víctor Valera Mora, entre el salto mortal en las calles y la metaforización sorpresiva.
los enamorados besándose como tapas de botella arrancadas al rincón del primer bar la imaginación detenida en el ciclaje de un montón de miserias las ensaladas tumefactas por el sonido de los trenes ultramarinos… Una canción, un referente dislocado -muchas canciones donde los íconos musicales del siglo despiertan con el polvo del poema- vibrante, alocado, silbando, pronunciado con la pasión de la modernidad más nutritiva.
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Toda escritura lleva una marca, la de Gabriel Jiménez Emán es tan carnal que salta entre los espíritus de una cultura a punto de evaporarse en los designios de este final de siglo frío y taciturno. “La idea de proponerme cierta escritura que no abogue por lo bello para ser/ y que la evaluación de su forma tampoco valga/ para el simple gozo de estar/ Una palabra sin decoro/ sin savia obligada/ una expresión más bien hueca de contenido/ nos hechiza a veces como quimera/ algo tan puro como el dolor/ o como esa extraña alegría/ de mirar otra vez a tu infancia/ único paraíso intransferible”. Teoría y confesión, valga el epílogo y las devociones de una poesía rubricada con la mano de tejer el cosmos, el salto a la sombra, con la canción profana en los ojos.
Gustavo Pereira
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U
n antiguo sabio maya soñaba con parecerse a nadie.
En su angustia, cierto día soñó que era un niño que miraba las nubes. Por no cansarse de mirarlas olvidóse de las cosas del mundo y de sí mismo hasta que se sintió nube pequeña y solitaria, forma impalpable y etérea que erraba en el cielo sin orden ni concierto al amparo de los vientos del atardecer.
Era tal vez lo más parecido a nadie que hubiera podido concebir, sólo una visión, un fuero vaporoso. O un simple sueño de niño. Pero su angustia no cesaba (ni cesó, ni cesará). Porque únicamente los sabios, ciertos seres sensibles (y los niños) padecen la angustia de la alteridad.
2 Un poema de Baladas profanas (Ediciones La Oruga Luminosa, San Felipe 1993) el magnífico libro con el que Gabriel Jiménez Emán sorprendió cierto día mi lectura
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acostumbrada a sus narraciones breves y certeras, me hizo evocar el cuentecillo yucateco. El poema, titulado Me obsesiona una imagen, es según creo, en la más pura visión del orden cíclico de la vida al que los sabios mayas habían accedido, reflexión paralela del escindirse:
su viaje postrero). En esa música interior se encuentran los otros Gabriel y los otros otros; congregados bajo la carpa del gran circo de ilusiones pasa o se juntan los desconocidos que también somos amparados por música celestial o infernal. Así, la realidad nos reinventa en una realidad que tampoco nos pertenece. O la realidad nos funda en una irrealidad que nos pertenece por completo.
Me obsesiona una imagen que es muchas
Es la imagen de un patio llovido
Y de unas flores tímidas.
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La imagen de un niño mirando las nubes
Mientras un gato duerme sobre las hojas secas.
Es una vieja imagen que me sigue
cuando abro los ojos:
veo la cara húmeda del tiempo
y sueño, dentro de la hamaca,
con los inviernos rotos.
Mientras tanto
mi cuerpo cumple su destino de cuerpo
En este nuevo libro Gabriel Jiménez Emán restaura las punzadas de las angustias compartidas de aquellos poemas y no en vano lo titula Proso estos versos. ¿Qué sino el intento de reencontrar el misterio de la inconformidad y el mismo misterio del misterio de lo humano subyace en estos relatos en donde los poemas de la segunda parte aluden a los huéspedes que pueblan la primera y desde donde acuden aquellos que se sientan con El Cónsul en un café ginebrino a orillas de un lago brumoso cercano a la Torre de Timón, o se duelen de la pobre Inspiración, o balbucean lo melancólico de lo perdido, o parten a la gran aventura del Corazón con una lágrima intangible?
por estos arrabales, va por antiguas callejas
reconociendo fachadas en su paseo nocturno.
Entra al cine, al bar. Y bebe su ron solitario.
Tantas veces vine, tantas veces fui
buscando esa Nada, sin saberlo.
En aquel libro la realidad puede ser palpada o sentida como territorio familiar y lejano, cotidiano o fantasmal, épico y lírico. Las cosas del mundo se dicen a flor del alma, la poesía se vuelve balda envolvente que celebra la vida, se interroga sobre sí o se duele del amargo partir (“Viejo, estoy dándole/ al diapasón por ti”, le dice a nuestro amigo Baica Dávalos en
Dibujos en el espejo, el poema que abre la segunda parte del libro, nos devuelve a la soñada transmutación del cuentecillo maya, sólo que esta vez quien sueña vive en su semejante cotidiano: padre, mujer, libro, espejo mismo. “Si un padre/ o una madre / nos piensan de madrugada / allá atrás / en el lejano pueblo / y nosotros aquí / despiertos de este lado / entonces podría pensarse / en que algo / alguna vez / iba a nacer”, escribe en Madrugada. Proso estos versos es el libro de un querido amigo y gran narrador para quien la poesía es el misterio del ser compartido, o para decirlo en sus palabras “una voz compuesta por los interminables ecos del mundo”. Saludo en él la palabra que nos permite reconciliar los tañidos de lo radiante con la incierta penumbra de aquel que quiso ser nadie.
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Forma parte del paisaje urbano, pero sólo como elemento decorativo. Los visitantes la miran con curiosidad. “Esta es nuestra loquita, ¿verdad que es bella? Dicen los vecinos. Pero el caso es que debo escribir sin más tardanza mi Ojo de Buey y admito que no estoy en mi mejor momento. En medio de este vendaval, a ese ojo le ha caído una basura y no hace sino pestañear, aturdido. En esas condiciones, no veo otro recurso que llamar a la inspiración.
Salvador Garmendia
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e siento a escribir, hoy seis de diciembre, la columna que ustedes deberán leer el domingo 19. Y es que en estos días, un viento de tormenta, no por anunciado menos alevoso, estuvo sacudiendo al país de extremo a extremo, y como sucede en el comienzo de El mago de Oz, las casas fueron arrancadas de sus cimientos y volaron junto con los árboles, que tenían las raíces afuera y las copas todavía llenas de pájaros; sólo que no despertamos en el país de Oz, sino en las cuatro paredes de nuestro cuarto, preguntándonos, ¿y ahora qué? Sólo que “ahora” es demasiado tarde para reflexionar. No es posible devolver la ruleta después que ha echado a andar. La bolita se detuvo en un punto y ahora sólo queda levantarse de la cama, ir arrastrando las pantuflas hasta el baño y asomar al espejo la cara lagañosa y adormilada. Porque el caso es que se es un escritor y uno se pregunta ¿tiene algo que ver la literatura con todo esto? Noto un ademán de escepticismo, que acrecienta la melancolía impresa en esa cara de recién levantado. La literatura jamás ha tenido nada qué buscar en estas sacudidas que los políticos llaman procesos. La literatura es la loca del pueblo.
Sólo que esa facultad no es atributo de columnistas, sino de poetas. Así que debo sentarme delante del papel, cerrar la boca y empujar hacia abajo. ¿Saldrá de mí esa vena milagrosa, conductora del prodigio de la creación? Como por milagro, la respuesta ha llegado a mis manos en un pequeño libro cuyo sólo título es un canto a la libre inspiración y un manifiesto sobre la inutilidad de los géneros literarios. Hablo de Gabriel Jiménez Emán y su más reciente colección de textos, Proso estos versos. Pero debo advertir que Gabriel, más que mi amigo, es parte de mi familia, con quien he compartido durante largo tiempo techo, mesa y copas llenas; lo que me otorga el privilegio de pasearme por entre los libros que él escribe como si fueran las habitaciones de un apartamento, repartidas entre ruido de hijos, sones de ayer repitiéndose en un tocadiscos y letras impresas que entran por las ventanas y nos hablan como si tal cosa. En la página 29 de Proso estos versos se encuentra justamente el impulso que en este momento requiero para continuar: “Inspiración”: se trata de uno de esos relatos mínimos, de los que Jiménez Emán es un maestro. Son historias que la poesía transmuta en hechos mágicos, a causa de su extremada sencillez. El autor mismo lo define, un poco más allá, en clave de poema: “Algo se quiebra / en el interior / de las palabras / algo sube por el territorio de la página / para instalarse en lo no dicho / Un algo / un trozo de visión negada / que ya ahíto de llamarse silencio / se devuelve / hacia la raíz.”
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Pero detengámonos en el relato, en el momento en que la intrusa inspiración acosa a su esquivo anfitrión, resuelta a no dejarse morir en un rincón mientras él bebe vino: “Me intercepta el paso cuando me dirijo a otro lugar de la casa. No podré deshacerme de ella muy pronto. Para distraerla le propongo un diálogo.
--Tu inoportunidad me alarma. Te creía más elegante.
--Estoy cansada de buscarte –me responde. –Y ahora ni siquiera me dejas estar aquí. --Quieres hacerme hablar, pero te aseguro que estoy en verdaderas condiciones.
César Seco
--Ah, ya sé. Quieres hallarme cuando tú lo deseas. ¿No te das cuenta? ¡Soy la propia inspiración!
--Sí, me doy cuenta, pero ahora estoy muy cansado.
--Está bien, no te atormentaré, pero déjame estar aquí –me responde.
--De acuerdo.
Y bosteza entre los cojines. Me da pena ver a la madre inspiración tan llena de hastío y con su aureola tan opaca. Y yo estoy tan mareado que me duermo. Al despertarme ya no está ahí. ¡Se ha ido la inspiración, se ha marchado! Salgo a la calle y miro a todos lados. Nada. Ni un signo de inspiración.” También mi columna, por fin, ha acabado.
E
l bohemio baja de su casa a la esquina del bar. En el trayecto se encuentra con una nube que lo abofetea, pero él se ríe. Es la realidad se dice, pero también lo más parecido al amor, ese vértigo, esa completud. La ciudad suda sus incidencias o alguien se la ha fumado varias veces mientras piensa qué hacer con su vida: si tomar el por puesto de la verdad o la mentira. El bus de la ponderación ya pasó, eligió entre ser médico o letrado, eso sabe y también, que la mujer aguarda siempre más allá del fondo de un vaso o del cristalino enganche de una botella. El bohemio arrima un bolívar a una vieja rockola que deja salir la voz de la canción eterna. Los Beatles o Julio Jaramillo. Pero la cuestión es que un jazz lento sube por sus pantalones y se deposita en lado izquierdo de su camisa sin entorpecer para nada su reloj natural. El bohemio va cifrando las palabras que mutan y transmutan sus emociones, su liarse diario con la vida, con esa otra realidad que delante de sus pasos se deforma, se truca, pero él insiste en el milagro, así ello amenace a su cordura. El doble del bohemio es el poeta, el doble del poeta es el
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místico, y sabe éste que no todos los santos tienen cita con el cielo. El poeta va de esa página suya a la narración de su doble. Escucha la balada de John Donne y silba la tonada de John Lennon. El bohemio se ha curtido en esos amaneceres en que la sombra se alarga y el sueño pone la casa boca arriba. El bohemio es un pájaro que planea despierto sobre la ciudad y puede leerla en la palma de su mano, llámese Caracas, Mérida, Madrid, Barcelona, Coro o San Felipe. El bohemio conoce la bohemia municipal y la saluda porque sabe que tras cada esquina del mundo el bar es un libro abierto y porque se lo dijo su papá recién regresado de los puertos de la última bohemia. El bohemio se da a escribir su propio libro, tejido de ecos y canciones, de amores presentes y ausentes, de súbitos y aprehensiones. El poeta se despide de toda facilidad discursiva o tonito rítmico que no atienda a sus propias señales. El poeta no se fía del todo al versolibrismo, conoce el sagrado jugo de la palabra, lo tantea, lo prueba con su gusto de sibarita. Urde el poema en prosa como quien levanta su casa con los pertrechos de su memoria. La ciudad, el pueblo, los rostros indivisos del uno y del varios, la mujer, la mujer siempre, “con toda su hondura y sus volcanes” como dice el viejo Rojas; la mujer que te atiende y te entiende y te da la llave de su corazón. Pero ahí, también y por sobre todo, el juego que trastoca ese todo, el lenguaje, la trama secreta de las palabras, ese zurcido sobre el que el místico no tiene ninguna pretensión y se calla. El bohemio, el poeta y el místico hablan un mismo lenguaje, aunque afinen su espíritu de manera distinta. El poeta siempre se atreve a más y los une en un solo ser, aunque en ello se le vaya la vida. El instrumento es el mismo tensar de esa cuerda, su resonancia y su sentido: el poeta juega con el sinsentido porque, como él, éste también existe y le pide que hable por él para mejor decir a la realidad con su imaginante metáfora.
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Estas palabras han sido suscitadas por la lectura placentera del libro Balada del bohemio místico, el cual reúne la obra poética de Gabriel Jiménez Emán. Están presentes todos sus libros escritos en este género entre los años 1973 y 2006. Digo género a sabiendas que su escritura es precisamente transgenérica y va desde la misma poesía, a la narrativa, al ensayo literario, la crítica cinematográfica y musical, hasta el comentario y el artículo de opinión. Esa misma multiplicidad de géneros que frecuenta Gabriel no se suscribe a un solo modelo, más bien las fronteras entre los mismos desaparece en el continuo de una escritura que va atando sus hilos invisibles libro a libro. La poesía se ve infiltrada por la prosa y ésta se ve potenciada por la poesía o la poiesis, como seguro decían los griegos en un bar del ágora, reunidos como aquí lo estamos nosotros, sus amigos. Confieso que el libro lo leí yendo de Coro a Maracaibo mientras el paisaje pasaba raudo por la ventanilla del carro de línea que me trasladaba. Hubo un momento en que el conductor me vio reír por el espejo y me conminó a decirle por qué reía y súbitamente me sacó de las páginas a su rostro seriamente dañado por un acné adolescente que casi lo convierte en garabato. Cosas del absurdo, es así como la realidad se comporta y nunca sabemos. Así transcurre la vida en este libro de Gabriel. La realidad se ve trastocada por la imaginación y ésta a su vez se ve trastocada por la realidad. Todo en una suerte de juego escritural que no desestima los ecos del surrealismo y no teme el desvarío de lo absurdo. El chofer se contentó con saber qué reía de cosas que se decían adentro del libro y no afuera como él sospechaba. Menos mal, seguí leyendo hasta llegar a Maracaibo y aún estando en la sala de espera del terminal reía con mi rostro engullido por el libro. Cuando me pasaron a recoger, quienes lo hicieron me preguntaron que si estaba turbado, entonces reí con más fuerza, el libro ya se había metido conmigo,
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estaba algo espelucado y descompuesto, y me dije y me digo ahora para decírselos a ustedes también, cosas así suceden en este libro. Hay desdoblamientos inimaginables, pero que sabemos ciertos. Es por lo que afirmo, sin que me quede nada por dentro, que este es un libro vivo, y que como todo libro bien escrito, es peligroso para los reducidos de espíritu, para los extremadamente religiosos, y también para los fanáticos, no solamente los políticos. Ironía y burla. Asombro y lucidez. Estupor y perplejidad son su materia nutricia. Como el poeta Ramón Palomares afirma en el pórtico, está presente aquí una poesía ganada a la experiencia, dice él: “De variadas, ricas, intensas experiencias se alimenta esta poesía expresada en un lenguaje desbordante y alegre: el escritor apasionado por el placer de su escritura y su espíritu joven se refleja y embriagan asumiendo la sabiduría del gran maestro del simbolismo, y nos regala ese telar inmenso que es el grabado de su acontecer resuelto en hermosos poemas”. Es cierto, no se escapa la vida en este ejercicio consciente del acto poético, asumido con esa verdad que la belleza proporciona. Es saber de esta manera que la voz del poeta es una voz compartida y que como siempre nos recordará Lautreámont, la poesía debiera ser hecha por todos. El pálpito de esta certeza lo encontramos desde el primer libro incluido Narración del doble, pasando por Materias de sombra, Baladas Profanas, Rapsodias urbanas, Proso estos versos, Amoroso, Historias de Nairamá hasta llegar a Balada del bohemio místico, que sirve de título. En Historias de Nairamá el poeta llega a una sencillez luminosa que anuncia ya esa suerte de epifanía urbana con el que Gabriel cierra la balada del bohemio, balada que estamos seguros no será la última, porque allí ha logrado conjuntar todas sus visiones, las tempranas, las mayores y las más presentes, resumidas en imágenes turbias y resplandecientes unas y otras precisas, y por precisas,
aterradoras, donde toda señal anecdótica se borra para dar paso a un furtivo juego de sombras, de ausencias y presencias, donde la frontera entre lo real verdadero y lo maravilloso imaginado no existe y todo se hace posible en el azogue de la poesía, de esta poesía de nuestro bohemio amigo por el que brindamos.
El Garúa, Coro, 6 de Agosto de 2010
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de los discursos. Vigente en sus pleitos, para la literatura de los setenta es la gravitación de una “estética de la composición”, es decir, la aclaración de una forma. En el país viene de lejos: lo que Uslar Pietri observaba respecto al relato venezolano de los cincuenta. También, por otra vía, la inflación de adjetivos que aclaró la crítica de Julio E. Miranda. Posteriormente el “informalismo” estudiado por Ángel Rama, etc. Sin ser la misma materia es una disyuntiva análoga: Pasar las posibles fronteras entre verso y prosa, interferirlas mutuamente. Oscar Rodríguez Ortiz
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a crítica de los géneros es siempre un buen ambiente para fundar una literatura. Jamás es necia o inútil. Tampoco puede darse por sobreentendida. En el caso de Jiménez Emán no hay manera de apartarla de sus mismos textos y más todavía, del tiempo literario en que se han venido desplazando: es uno de sus temas y de los debates de una época. La deliberación que inventa fundir poesía y prosa, no distinguir entre órdenes herméticos, o centrar el objeto de sus propuestas en una que tiene por eje la indistinción, se postula por lo que desea imponer. Habrá motivaciones psicológicas, causas históricas o intenciones de autor. No importa que el asunto sea viejo, es más, su antigüedad contemporánea no está resuelta y la pugna es una salida. Ante todo se trata de uno de los dilemas de las inmediaciones estéticas: poesía vivida o reflejo de la vida; pensamiento poético e imaginación. Tópico de los análisis, también es un asunto neurálgico de la llamada nueva literatura venezolana. Lo es, entre otras cosas, por el predominio de los textos cortos abundantes sobre un tiempo de creación más largo. Lo mismo, en razón de espantos retóricos y conformación
La alternativa está asociada a uno de los escritores de esa frontera. Jiménez Emán se resiste a la separación y ha querido teorizarla. En un libro del 78 razonaba la “ambigüedad genérica” proponiendo en sustitución el concepto de “escritura” (asimilar ambas experiencias, de manera que casi no percibamos “diferencias en el momento de captar la idea, la emoción o la esencia poética que transmiten”) asimismo postulaba el reemplazo de la división por un metatexto (situado en la “sustancia madre de las cosas”). La premisa invoca autoridades: Baudelaire, Rimbaud, Lautreámont, Mallarmé, los surrealistas. Su alegato es justo pero no es suficiente: elige porque desea; busca calcular la suerte de una forma; la que encuentra lo seduce. Sólo cabría leerla en la perspectiva de su propia “coherencia” y bajo el ángulo de una estética de la palabra. Ninguno de estos últimos lugares escapa tampoco al debate del principio. Pero hay dos efectos que separan el final. Dicho de la peor manera: mientras en sus cuentos pretende la elaboración de un “misterio”, sus poemas quieren la cotidianidad vivencial: dos suertes de mímesis. Es algo más que oponer normas canónicamente encontradas y pedagógicamente disueltas. Que sus distancias sean referidas inmediatamente por las primeras líneas de sus poemas, coloca las cosas en el sitio de siempre: en la enunciación, la situación del discurso, el acto individual del uso de la lengua. De ahí la presencia continua y protagónica de las figuras personalizadas que
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debaten el acto de las palabras y de los textos que procuran autorreferirse. Como apólogos o fábulas, brevísimos, condensaciones absolutas, los relatos de Los dientes de Raquel (1973), apostaban a una saturación por eliminatoria: la economía de medios, mucho más que un recurso para exponer anécdotas elusivas. Tiempo mínimo y recortado para la “exposición” y el “nudo”; después unos finales imprevistos. Gracias a tales desenlaces, la duración con límites era un colapso o un infarto. Semejantes términos clínicos proclaman una estética: una retórica de lo subjetivo que es cruel, a-lógico, “poético”.
Saltos sobre la soga (1975) tiene otros suspensos complementarios, igualmente basados en lo paradójico: la duplicidad. No basta decir que las fábulas quieren ocurrir en lo simultáneo o que poseen varios pisos; tampoco, que algún juego de la disposición de las líneas urde la multiplicación de los planos. Como en el primer volumen, los referentes tratan de ser un enigma: acaso la “realidad” es menos sencilla de lo que parece; sin duda alguna, el suelo seguro que confirma las persuasiones es tan inestable como para suponer una sospecha razonable. La exploración de lo onírico (equivalente de lo imaginable) sigue sus leyes, esto es, su meta. Más largos, (en extensión física, longitud de palabras y páginas) los textos son acróbatas: viran en el aire. Algunos se precipitan y desnucan; otros se sostienen por milagro y, si caen, rebotan. Su fin es perseguir “sombras trashumantes”. El anhelo de esta elección es ingresar a lo nocturno. En el libro queda esbozada la probabilidad de descifrar una trama surreal: la opción de res-realizar. Este efecto de tensión diversa se desliza en Narración del doble (1978) y en La isla del otro (1979) ¿Poema en prosa o sus discusiones anexas, en el primer caso? ¿Novela en el segundo? Suspenso; la identidad, el dilema entre uno
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y muchos, el espanto de las hendiduras: lo fantástico, sus medios, lo quimérico y lo ensoñado. No es la mente sino el delirio que hace la mímesis de la imaginación. Nunca está de más asociar estos libros, así como parte de cierta narrativa venezolana desde los sesenta, al encuadre de Elémire Zolla: la disolución por imaginar como un vicio.
Narración del doble, de hecho, parece más “poético”, es decir, tiene algo de esas galas que se atribuyen normalmente al adjetivo: canto, desarticulación, revelaciones de un “conocimiento” (de lo subjetivo): “Fui guiado por dos ángeles negros de la gran gaveta de las aguas vi el fondo y caminé desnudo por un temblor de claridades que antes creía enterradas”. La isla del otro, si cabe, es una novela “lírica” acerca de la movilidad del sujeto. Nuevamente el protagonista es una especie de descabezado o náufrago (personajes recurrentes del autor) que sale a la calle de la fantasía para ver su cara en los rostros ajenos. Pretende también densificar: “(…) a veces el universo tomaba la forma de un ángel que volaba dentro de esa gema con alas irreconocibles, pues su constitución era de incrustaciones de diamantes y rubíes amalgamados en esmeraldas atravesadas por rayos de topacio, asediados de amatistas refulgentes, traídas de las profundidades del océano.” Se trata de un comentario de la trama, de su reelaboración en procura de la diversificación de los sentidos y significados. Los 1001 cuentos de 1 línea (1981) son sketchs de posibles relatos, mímesis de cuentos. Reducidos a pura incidencia, son un guión. Desentonan con el grabado de La isla del otro, pero participan de la apuesta central: disyuntiva de los géneros. De regreso al punto de partida, los relatos, cuentos o textos narrativos, verifican un postulado. Su contexto no es un desperdicio. La narrativa inicial de los setenta, la escrita por quienes en esa raya publican por primera vez, tiene a su favor una ventilación: está afectada por los temas
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“fantásticos” y por sus respectivos motivos (dobleces, truculencias, mecanismos inciertos). Giran en tormo a lo feérico y afantasmado que, por ejemplo, la poesía de los sesenta consiguió con mejor sustentación que la narrativa. La solidaridad permite hablar de un ciclo no cerrado: intercambios, correspondencias, orden. En este sentido, hay la línea de una especie de clasicidad: cada autor “compone”. Algunas veces esa conformidad se ha visto como asfixia y sacrificio ante los dioses tutelares de la generación anterior. Podrían entenderse además como una estética: registro y sistema literario, visión de mundo compartida. En sus distintos registros y elecciones Ednodio Quintero, Humberto Mata y Jiménez Emán particularizan esas propiedades: el acopio de lecturas y elecciones dentro de una tradición inmediata de aperturas a lo fantástico equivalente. Es poco llamar así a lo que en Venezuela ha sido una postura sin consecuencias sobre los lectores mayoritarios. Sin embargo, también es indicio de una distinta motivación de los gustos: las ofertas narrativas de los jóvenes de entonces no deseaba abordar el complejo simbólico y el aparato forzado (consagratorio) de un género como la novela. En la elección se dan otros conflictos. Los sujetos víctimas de los dobleces y tránsitos por esferas simultáneas de la realidad, no protagonizan una “épica” (a la que la novela se vería obligada pese a si misma). Es de ponerse a imaginar cómo habría resuelto Ramos Sucre el acierto de su yo elocutivo si el modelo hubiera sido lo romanceado. Por el autor cumanés pasa, además, toda la discusión venezolana sobre los géneros opuestos y fundidos. La instancia es más probable en el cuento. Por naturaleza lo es en poesía. Otra vez en el comienzo para repetir el esquema de la distinción entre poesía y prosa, la elección de lo cotidiano en Jiménez Emán refiere un contexto: la poesía como hablada,
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instante que no quiere adornarse. Primero que todo, para congratularse con la vida: “Qué locura ponerse a escribir sobre esas pretenciosas / damas blancas (las neveras) de donde sacamos los vinos bien fríos, sonrosados tomates y aquellas carnes / que nos matan la vida.” Elige así la ruptura de las cualidades lexicales que el discurso poético oscuro carga como una lógica. Algunas veces se le va la mano en el intento de conciliar lo distinto: “La ciudad se descuelga como un trozo de cielo rebanado.” Porque el día es oscuro como impiedad mal alimentada” (ejemplos de “El encantado terrestre” en el volumen Materias de sombra, 1983). Después se aloja en una estética de la palabra (su meditación). No menos, en la traza de una concepción de la poesía y lo maldito, y en los dos grandes motivos del tema. Los de la “bohemia”, los tragos, la retórica de la deambulacion nocturna y el desespero, son simplemente eso: macroestrcturas de las varias opciones literarias: “Periplo imprevisto del bebedor / que perdió su zapato en el desfiladero”. Fuera de las implicaciones sociológicas y doctrinales, de la crítica oral, el rumor, el odio de capillas, su incidencia es institucional; es decir, un repertorio y una cantera, el dictado de esa forma que aspira a conseguir su clasicidad. Equivale a otras poesías (hermética, telúrica, térrica, social). La cadena de rubros no es nunca una clasificación ni un catálogo exhaustivo. Que la “bohemia” tenga mejor fama o más adecuada publicidad y una propaganda coherente (escandalosa) es otro problema. Su entorno apuntala una de las factibilidades de desenvolvimiento del yo lírico. Aquí, como de costumbre, el yo biográfico se cruza con el yo bibliográfico: el bebedor desesperado que atraviesa la calle de la puñalada; sale de su casa para el infierno; reconstruye el itinerario del asunto. El aprieto es más bien existencial: su función es gritar en la caverna de los imaginarios.
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Por eso rechaza la posteridad, antologías, discípulos y erudición: “(…) parado en la tierra en espera del mendrugo / me niego no quiero por favor déjenme aquí en mi propia metamorfosis.” El carácter fatal de la apuesta es procurar una mirada sobre la existencia y sus probabilidades de la forma. El “maldito” canta esta ontología; su dasein es otro: no hacer épico el recorrido del laberinto, extremar la pulsión del estado de deyecto.
Materias de sombra (piezas de lo nocturno) exhibe en buena parte una mitología personal y colectiva: “Me ha sido concedida la guerra. Una guerra tan profunda / que no podría ser ganada ni con el último suspiro, / ni con el último pedazo de alma arrojado a ese abismo, / ni con el último arrebato”. “No debo perder la angustia, / no debo perder mi cara, / debo mantenerme en la sombra”. Ni qué decir: lo escrito entre 1972 y 1982 es diverso porque está anotado en diferentes registros. Unas veces se va hacia lo térrico; otras permanece rígidamente alucinado. También aquí es sintomático: la aventura con las parajes del verbo: “Mientras sea esto que soy y me fatigue / estaré por detrás de la tiniebla / intentando la canción más antigua.”
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Carlos Yusti
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i uno va de cerebrito autodidacta y desplanchado, producto de anárquicas y desabrochadas lecturas, termina por convertir en ídolos a uno que otro escritor (o poeta) gracias a la lectura de sus libros. En ocasiones el escabroso azar permite conocer en persona a determinado poeta o a un puntual novelista y descubrir (con horror peliculero) que su ídolo tiene los pies de barro y no de barro universal, sino de barro corriente y chapucero. El dichoso autor no pasa de ser un patán engreído, una almezuela sin densidad alguna y con una fuerte predisposición hacia el narcisismo de nariz respingada que ni te cuento. Por supuesto que la decepción entremezclada con estupor y frustración arropa a ese lector ingenuo que uno en el fondo sigue siendo. No obstante este choque le permite a cualquiera pisar tierra y entender que algunos narradores, poetas y demás grey del mundillo de las letras no están amasados con esa materia de los sueños shakesperianos, sino con mucha realidad mundana y silvestre en la que se concentran esas bajas pasiones que a los simples mortales (iba escribir hijos de vecina) dominan.
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La casualidad me ha permitido conocer a una serie de escritores, quienes dejan mucho que desear como personas y como artistas de la palabra escrita. Como es lógico de igual manera he conocido esplendidos seres humanos que hacen honor a la literatura como creadores literarios y como fieles exponentes de lo espiritual por encima de cualquier actitud rastrera o sobre esas trapacerías barriobajeras. A Gabriel Jiménez Emán ya le conocía por algunos de sus libros de ensayos, algunos poemas, una que otra novela y muchos cuentos en la cual la brevedad y lo humorístico se combinaban en una efectividad narrativa sin igual en el país. Amén de su trabajo como investigador, traductor e incluso editor lo que proporcionaba pistas más que suficientes de la seriedad y el compromiso para con la literatura. Lo conocí en persona en uno de esos encuentros de escritores, en los cuales se entremezclan los pesos pesados de las letras (como Juan Calzadilla, Gustavo Pereira, Luis Alberto Crespo) con aquellos escritores de una trayectoria ascendente publicando y escribiendo con regularidad y los aprendices bisoños y bultos de siempre que logran colarse (entre los que me cuento claro) para enterarse de que va el pugilato de las letras nacionales. En el dichoso encuentro la sobriedad permitió que cada cual asumiera las poses y el vedetismo de rigor. En la noche, en alguna bar cercano, los escritores se liberaron de las tensiones y la figuración narcisista para dar paso al diálogo abierto con su ilustración, ironía y esa fe insagrada por la literatura. Gabriel Jiménez Emán me resultó un tipo transparente, locuaz que exudaba mucha literatura, leída y escrita, por todos los poros. A la postre lo tengo fichado como un entusiasta optimista del quehacer literario; un hombre que no sólo disfruta escribir, sino narrar y vivir a plenitud lo literario como un eterno e enmarañado cuento desovillado con claridad y elegancia en grupo con los amigos. La literatura como joda profunda, como crítica mordaz y ciencia estética de gran belleza y mucha carga humanística.
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Como escritor Jiménez Emán no rehúye de los géneros literarios y así en la poesía, el ensayo, la novela y el cuento va desarrollado su particular visión del mundo y la literatura. Para él son medios expresivos en los que busca dar lo mejor de si como creador. Su libro El espejo de tinta (Fondo Editorial Ambrosía, 2007) apunta en grado sumo a brindar su perspectiva desde la piel de un avizorado lector. En una oportunidad Vladimir Nabokov escribió: “Hay tres puntos de vista desde los que podemos considerar a un escritor: como narrador, como maestro, y como encantador. Un buen escritor combina las tres facetas; pero es la de encantador la que predomina y la que le hace ser un gran escritor”. Como buen encantador Jiménez Emán asume el ensayo, un género un tanto árido. El libro dividido en tres partes: América y Europa: tintas mezcladas, Literatura y Nación: motivos de una escritura y Autores Venezolanos. Ensayos de variado contenido, pero cuyo eje común podría ser la equilibrada visión del tema tratado. En la primera parte del libro el escritor realiza un vuelo rasante por autores que tiene pocas conexiones en común, pero que sin duda conforman paradigmas en las letras universales. Así escribe de los poetas y novelistas fulgurantes de la generación Beat, de Paul Bowles, Jorge Luis Borges, Bram Stoker, Gabriel García Márquez, Augusto Monterroso, John Lennon y Fernando Vallejo. En la segunda parte revisa en algunos ensayos los nuevos dogmas de la crítica. También hace lo propio sobre esas superfluas teorías en torno a lo ficticio. En otro texto confronta los parámetros de la creación y la crítica. La última parte dedica a los escritores de nuestro patio está ese excelente ensayo que redescubre a Víctor Valera Mora. Además otro buen texto es el que se adentra en el trabajo poético de Eugenio Montejo. El libro cumple con su cometido: encantar y ampliar los linderos de la literatura. El ensayo sirve al escritor como medio para explorar la mecánica creativa de otros escritores, sirve como espejo para ver y verse desde la palabra escrita delineando ese
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oficio que busca desde la alquimia del lenguaje construir un discurso en condición especial donde la belleza y la inteligencia se den la mano o como lo ha escrito Gilberto Petit en un fragmento que sirve de prólogo al libro: “Quien oficia de escritor mas no de escribiente, reitera la manía de Narciso y mira, conscientemente o no, lo escrito por quienes se han adentrado antes en el bosque intertextual y se reconoce en esos reflejos”.
Simón Alberto Consalvi
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a presentación de un libro es, por lo general, una fiesta, una celebración, un acto de regocijo. Todo lo contrario del proceso de creación: trabajo silencioso, solitario, persistente, arduo, incierto, no pocas veces angustioso. Entre esos dos extremos navega el escritor; cuando se desvela piensa en el final, en la meta, en la realización. El escritor cree en la palabra: es su único instrumento, su gran don. La palabra le permite crear, reflexionar, condenar, despejar incógnitas, traer al mundo inteligible los acosos de la imaginación. No se trata de una tarea de alquimista: se trata de todo lo contrario. Esta tarde –como si estuviéramos viendo llover en Macondo, tal es la furia de la lluvia— presentamos Provincias de la palabra (1996) del escritor Gabriel Jiménez Emán, editado por Planeta, en su colección Ensayos Desde que abrí sus páginas una tarde, el libro me interesó de veras, y ahora me siento muy complacido de poder expresarlo, en una ocasión en la cual me atrevo a participar porque se trata de decir palabras simples, espontáneas y celebratorias. Porque al fin y al cabo los lectores tenemos
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algunos derechos. El libro me interesó por varias razones: la primera, porque se trata de un conjunto de más de cuarenta ensayos sobre escritores en su gran mayoría contemporáneos, venezolanos o extranjeros, escritores (novelistas o ensayistas o poetas) cuya obra siempre atrae y sobre quienes uno agradece todas las claves que se le puedan dar, los fantasmas cuyas mascarillas uno solo no termina de descifrar, y leer sobre ellos es como volverlos a leer en mejores condiciones, con lo que ocurre cuando uno lee a determinados autores, es lo que a uno le sucede con algunos personajes o con sus novelas, o con muchos poetas y sus poemas. Uno no termina de buscar la mano amiga, como los ciegos de José Saramago, todos repentinamente ciegos, todos buscando inútilmente una mano que no ven, la parábola del fin del siglo, el Ensayo sobre la ceguera, del gran escritor portugués. Novela que comienza por llamarse ensayo, para confusión quizás de los teólogos de los géneros. Esa mano amiga es la que nos tiende Gabriel Jiménez Emán en Provincias de la palabra. Meditaciones y reflexiones, congojas o entusiasmos del joven escritor sobre muy diversos escritores del siglo. Los poetas, y entre ellos mencionaré, primero, a los venezolanos: Juan Antonio Pérez Bonalde, un poeta del siglo XIX que trajo a nuestro mundo la poesía de Heinrich Heine; a José Antonio Ramos Sucre; a Juan Sánchez Peláez; a Víctor Valera Mora; a Rafael Cadenas; a Luis Alberto Crespo; a Vicente Gerbasi. A más de los venezolanos, John Donne el inglés, y André Breton el francés, el mexicano Octavio Paz, figuran entre los poetas de otros países que reclamaron la atención del ensayista. Entre los narradores que marcaron estos territorios de la palabra están: Ernest Hemingway, Gabriel García Márquez, Ítalo Calvino, Jorge Luis Borges, D.H. Lawrence, Robert Louis Stevenson, Teresa de la Parra, Alfredo Armas Alfonzo, Rómulo Gallegos, R.H. Moreno-Durán, Salvador Garmendia, Eduardo Galeano, Baica Dávalos (amigo admirado y
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recordado), Malcolm Lowry, Charles Bukowski, Gustave Flaubert, Enrique Bernardo Núñez, Aureliano González, Julio Garmendia, y termina la serie con un ensayo sobre periodistas y novelistas, George Orwell y Truman Capote, y otros periodistas de aquí y de afuera que cruzaron o borraron las fronteras. La tercera y última parte de Provincias de la palabra está dedicada los laberintos conceptuales de “Adiós al realismo mágico”, “El mito del criollismo” y “Un arte narrativo de la imagen”. Con la mención de escritores y de temas no he querido sino poner de resalto la vastedad de esta geografía de Provincias de la palabra. Vastedad que le da la vuelta al globo, pero no precisamente o solamente en globo, porque no se trata de abarcar extensiones con la vista, sino de profundizar con la reflexión, con la meditación, con el análisis, sobre escritores de tanta complejidad y significación como Ítalo Calvino, el singular autor de Palomar, de novelas y cuentos memorables como Bajo el sol jaguar. Vasta es la geografía intelectual de Gabriel Jiménez Emán, vastos sus conocimientos, y vasta su afinidad con los grandes escritores del siglo, cuyas obras conoce como pocos en nuestro país, y de ahí estos ensayos que se leen con placer y con provecho, porque además de todo lo que ya se ha dicho o de lo que faltare por decir, Gabriel Jiménez Emán es un escritor, de prosa imaginativa y clara, novelista y ensayista de excelente estilo. No en vano es hijo de un escritor y en su casa aprendió lo que él dice en uno de sus ensayos que no se puede enseñar. Un poco de autobiografía hay en este texto “De cómo es imposible enseñar literatura”: “…si al niño no se estimula en el amiente familiar el hábito de la lectura, es muy difícil que éste se arraigue en él a otra edad. Es, además, un habito que requiere de ciertas condiciones: tranquilidad para la concentración y un interlocutor dispuesto a comentar con el niño o adolescente sus impresiones de lectura; este interlocutor será el puente para un futuro afecto hacia la lectura; la concentración en ésta no podrá ser sustituida
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por otro entretenimiento…” dice el escritor, y vale la pena añadir, ni siquiera por esos entretenimientos dedicados a la santificación electrónica: los milagros incesantes enviados a un buzón. ¡Si un día regresa la Santa Inquisición sus razones tendrá! Lo que en el fondo quiere decir Jiménez Emán es que con estos divertimentos no llegaremos a ninguna parte.
Alí E. Rondón
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través de su historia, el cine nos ha mostrado muchos modelos de porvenir. Pueblos diferentes, leyes extrañas, distintas clases sociales, paisajes devastados por un próximo holocausto nuclear o prósperas ciudades que no conocen el crimen, pero tampoco la pasión. ¿Qué futuro nos espera? ¿La desolada tierra de Mad Max en la que un pueblo de aborígenes taciturnos venera los restos de un viejo Boeing 747, o aquella sombría sociedad de Blade Runner, infiltrada por humanoides robotizados que lo único que desean es un trato más humanitario…?’ Eso es parte del recorrido que Gabriel Jiménez Emán nos propone en su más reciente ensayo sobre el séptimo arte: Espectros del cine (Fundación Cinemateca Nacional, 1998). El libro es en realidad una colección de 28 ensayos críticos sobre películas, escritos originalmente entre 1983 y 1998. De los textos mismos podría decirse que son ejemplos perfectos de lo que debería ser la crítica periodística. En ellos el narrador se nos muestra tan apasionado por el cine como para enjuiciar sistemáticamente aspectos claves de la realización –siempre tiene algo que decir de la fotografía, la música, la iluminación, el diálogo y los actores. Orientado
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a relacionar las características formales con los contenidos y a concluir cada nota con parámetros estéticos, Jiménez Emán ataca las causas y contingencias que a menudo hacen deslucir algún film en relación a su referente literario, en el caso de las adaptaciones llevadas a la gran pantalla, para que escudados en la fama de un autor de renombre, los productores y el estudio hagan sus millones. Y pese a que el lenguaje en esta era de la globalización se despoetiza o convencionaliza cada día más, pese a que las viejas imágenes mueran al tiempo que la palabra se vuelve tópico o lugar común, fría cárcel, Jiménez Emán se arma de palabras para enfrentar a los torbellinos de la fantasía en la sala de proyección. Excepcionales resultan sus páginas a propósito de James Bond, “Borges y al cine”; “Manuel Puig en sus crónicas de Babilonia”; “Ray Bradbury: quema y resurrección de los libros”; “El Frankenstein de Branagh”; “Fritz Lang épico y expresionista” y “Cine erótico”. Con ellas su autor desencadena llamaradas de pensamiento, para que más allá del espejismo engañoso, del fuego fatuo de la producción cinematográfica, el lector vea hasta dónde llega el arte a la hora de restablecer la fuerza vital de la palabra. Su amplia mirada rebasa el espacio limitado de la pantalla; ciertamente se explaya en busca de un horizonte más vasto. La entrevista a Costa-Gavras resume una oportunidad para la nostalgia, y el balance del cine latinoamericano en el que el realizador de Z, La confesión, Estado de sitio y Desaparecidos advierte que cuando falla el ingrediente emotivo en la elaboración de la cinta, todo puede venirse abajo — quizás haya sido eso aunado a cierta impericia en cuanto a guiones, sonorización, distribución y mercadeo lo que ha hecho poco valederas a algunas películas venezolanas. Cuenta una hermosa leyenda de la antigüedad, que la creación súbita de un centenar de lenguas distintas fue un castigo para el orgullo satánico del hombre. Hoy, con la
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conciencia de la historia y del destino común —pensamos en las cinematografías cubana, mexicana, argentina, colombiana y venezolana— reconforta un poco saber que en la Torre de Babel de la cultura venezolana contamos con voces como la del cinéfilo Gabriel Jiménez Emán. Aplaudimos su esfuerzo solidario para recordarnos que si el invento centenario de los hermanos Lumière aún insiste en conjugar la excepcionalidad de la palabra, innovar en cuanto a argumentos e historias y jugar cada vez más con el tratamiento de las imágenes según las nuevas tecnologías, lo hace para que acudamos a las salas de cine no sólo a devorar cotufas y engullir refrescos. ¿Verdad?
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desnuda a Jiménez Emán como escritor y deja aflorar su fascinación y afinidad por lo fantástico. Un texto así, una antología, no deja muchas posibilidades para ser reseñado brevemente. Pero como el asunto es la brevedad y se desea escapar de la simple descripción, queda la opción de anotar la impresión y la sensación.
María Antonieta Flores
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ue es una buena selección, con nombres consagrados ya y muy pocos desconocidos, que las notas de presentación de cada autor están logradas en su condición y escapan del lugar común al que obliga este tipo de texto; que el prólogo se apuntala en ideas significativas y bien sustentadas sobre el tema, y con las cuales se puede dialogar y disentir, sí. Escribirlo es inevitable. Son los más obvios y resaltantes elementos de Ficción Mínima. Muestra del cuento breve en América (Caracas, Fundarte, 1996) cuyo responsable artesano es Gabriel Jiménez Emán, quien selecciona, prologa y presenta los autores. Acostumbrados a la concepción de lo latinoamericano, aquí se abre el espectro y es América, algo poco usual en antologías y estudios, pero que apunta a una cercanía que muchas veces es obviada. La influencia e interrelación entre los discursos literarios norte y latinoamericano son mayores de lo que se presupone. No hay posibilidad aquí de reclamar ausencias, porque es muestra y personal. Así, la selección no sólo conjunta a autores de voces, espacios y tiempos distintos, sino que
El cuento breve reduce la extensión, condensa tensión. Cuando es bueno, posee una alta capacidad de sugerencia e impacto, capaz de resonar y dejar su huella por largo tiempo. Por eso, lo siento cercano al poema. La selección de Jiménez Emán deja entrever esto. Es seductor encontrar autores como Paul Bowles y Ambrose Bierce y a poetas como Vallejo, Benedetti, Rubén Darío y Elkin Restrepo. Después de leer el índice y el prólogo, inevitablemente acaricié una página: fue encontrar Cortázar con su Continuidad de los parques, uno de los textos con los que me inicié en el anális literario guiada por Argenis Pérez Huggins, texto que luego utilicé con los primeros cursos que hice allá en 1986 y que aún hoy sigo leyendo con absoluto placer y reverencia. Volver a textos ya conocidos, descubrir otros –como los del dominicano Marcio Veloz Maggiolo con su exquisita crueldad irónica—es parte del placer que proporciona esta edición. Igualmente grato es comprobar que es un trabajo abordado con sencillez y honestidad. Finalmente, no se puede dejar de pensar en las posibilidades que este libro ofrece para vincular en el aula un acercamiento a la lectura desde el principio del placer y proporcionar en cualquier lector el encuentro o reencuentro con los autores allí apresados.
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Pascual Venegas Filardo
LOS RELATOS
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uando nos hallamos ante una antología, siempre se nos ha planteado una interrogante: procedió con acierto el antologador? Es algo difícil de contestar en la mayoría de los casos, sobre todo cuando se difiere del criterio que privó en el selector del volumen respectivo. En Venezuela hasta el presente se han hecho diversas antologías sobre diversos géneros: narrativa, poesía, ensayo. Y aquí citamos tres de los principales géneros netamente literarios. Cuando nos hallamos ante una antología como la de la poesía moderna realizada por Arturo Uslar Pietri y Julián Padrón, nos satisfizo la selección hecha, aún cuando a raíz de su aparición (1940), en el comentario que hicimos a la obra, citamos dos o tres nombres que podrían haber aparecido allí; y lo mismo en lo que respecta a la antología de la poesía planificada por Otto de Sola, cuando sugerimos concretamente a dos poetas que deberían haber tenido cabida allí. Pero eran ideas personales. Pese a nuestras consideraciones de entonces, estimamos inobjetables ambas antologías.
Hoy nos hallamos ante una excelente antología, la cual aparece bajo el título de Relatos venezolanos del siglo XX, obra que estuvo a cargo de Gabriel Jiménez Emán, narrador, poeta y además escritor bien enterado del proceso de la literatura venezolana contemporánea. El primer antecedente que conocemos de una antología de nuestra narrativa, lleva por fecha de edición el año de 1923, siendo su autor Valentín de Pedro. La obra fue publicada por la Editorial Cervantes de Barcelona, España, y suma 344 páginas, con el título de Los mejores cuentos venezolanos. Figuran allí Manuel Díaz Rodríguez, Pedro Emilio Coll, Rufino Blanco Fombona, Alejandro Fernández García, Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, José Rafael Pocaterra, Enrique Soublette, Julio Planchart, Carlos Paz García, Carlos Elías Villanueva, Ramón González Paredes, entre otros. Ya habían irrumpido otros cultivadores de la narración corta pero seguramente desconocidos por el autor de esta selección venezolana, ya que poco se divulgaba la creación literaria de nuestro país en Europa. Así, tres años después aparecería en Madrid El hombre de otra parte y otras narraciones de Ángel Miguel Queremel, y se imponían nombres de la narrativa como Rómulo Gallegos y Leoncio Martínez, entre otros. Hoy realizar en Venezuela una antología de la narrativa corta es tarea difícil. No pueden estar todos, y eso ocurre con estos Relatos venezolanos del siglo XX, que aparecen bajo el signo de la Biblioteca Ayacucho y la responsabilidad de Jiménez Emán. Hay en este libro una novedad, y es la inclusión de Tulio Febres Cordero, injustamente olvidado muchas veces, pese a ser uno de los patriarcas de las letras venezolanas, y cuya obra en varios campos es de singular significación. Sin embargo, hay algunos nombres que creemos podrían haber tenido cabida en esta antología sin que por ello abultara demasiado el tomo respectivo. Y al respecto se nos vienen de momento a la memoria tres: Joaquín González Eiris, Arturo Briceño y Leoncio Martínez. Otro narrador que dio al panorama de la narrativa corta un conjunto de cuentos donde sobresale lo que podríamos
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denominar preciosismo del lenguaje es José Salazar Domínguez, con su libro Santelmo (Editorial Elite, Caracas, 1931) es por antonomasia el narrador venezolano del tema marinero. A su lado estarían otros como Valmore Rodríguez, Rafael Oliveira, Ángel Mancera Galleti. Estas son simples opiniones. Ello, claro está, no resta ningún mérito a la antología realizada por Gabriel Jiménez Emán, que en adelante será obra de indispensable consulta para los estudiosos del género narrativo en Venezuela. A pesar de que nos preciamos de ser buenos lectores, en esta antología nos hallamos con nombres que no conocíamos como cultores de la narración corta, no por falta de buena voluntad, sino quizás por la poca difusión que en nuestro propio país experimenta la obra de creación que se realiza entre nosotros. En no pocas librerías caraqueñas no se ven los libros producidos por nuestras editoriales. Tal ocurre con algunos nombres que aparecen en el libro a partir de Rafael Zárraga, haciendo excepción de aquellos otros nombres que como los de González León, Gustavo Luis Carrera, José Balza o Eduardo Liendo, alcanzan una alta calificación entre los nuevos narradores de nuestro país, algunos de ellos ya editados en el exterior.
LOS ENSAYOS En estas últimas semanas ha comenzado a circular en Caracas una obra que consideramos fundamental para el mejor conocimiento de un aspecto importante de la cultura nacional: el ensayo. Esta obra, en seis tomos, se titula El ensayo literario en Venezuela. Siglo XX, en compilación de Gabriel Jiménez Emán, de quien es, asimismo, el prólogo. La edición pertenece a la calificada colección Zona Tórrida que auspicia La Casa de Bello. A pesar de la significación que atribuimos a esta obra, el mayor silencio ha rodeado la aparición de los seis tomos que encierran el pensamiento de ilustres venezolanos y, en general, de quienes han cultivado
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el género desde finales del siglo pasado hasta el discurrir de los años recientes. Al lado de la narrativa y la poesía, es el ensayo uno de los géneros científicos y literarios que mayor significación ha alcanzado en Venezuela. Ello, por espacio de casi dos siglos. Y es que si remontamos la mirada al siglo XIX, allí hallaremos figuras ejemplares, comenzando por parte de la obra escrita por Simón Bolívar y, a su lado, nombres como los de Simón Rodríguez, Juan Vicente González, Fermín Toro y Cecilio Acosta, para citar sólo a un grupo mínimo de autores. En el siglo que corre, el ensayo sociológico, el ensayo económico, el ensayo científico, ha dado figuras de amplia proyección. Para citar sólo un nombre, recordemos el de Augusto Mijares. Debemos advertir que en diversos casos, el ensayista literario ha estado al lado del nombre científico. Citemos, escogidos al azar, los nombres de Lisandro Alvarado y de Arturo Uslar Pietri. En lo que respecta a esta antología seleccionada y recopilada por Gabriel Jiménez Emán, constituye un exponente valioso de la ensayística nacional que revive nombres para muchos olvidados o semiolvidados. En esta antología cabe señalar la calidad de las notas informativas con respecto a cada autor, las cuales, sin duda, son valiosas y permiten el conocimiento de los nombres que, para muchos, o los han olvidado o no conocen. Sin embargo, para el buen lector, para la persona que ha seguido con interés la trayectoria literaria del país, ninguno de los autores antologados sobra en las páginas de esta completa antología. Tal vez podría faltar cualquier nombre cuya obra, lamentablemente, se quedó en las páginas del periódico o de la revista de provincia. Citemos al respecto el de Oscar Linares, denso ensayista, valioso conceptualmente, cuyos textos discurren ignorados u olvidados entre otras publicaciones, en las páginas de “El Universal”. Asimismo, algún nombre provinciano, que como ocurre al igual con poetas y cronistas, no salieron al gran público, quedándose en las páginas del periódico,
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de las revistas o del pequeño libro originados en su región nativa. Esta antología del ensayo literario venezolano tiene que ser desde ahora texto imprescindible en las cátedras de literatura, tanto para los cursos de educación media como en las cátedras de letras que se leen en nuestras universidades. La lectura de estos tomos, en los cuales no se sigue estrictamente un orden cronológico, aparecen seleccionados uno o más temas de quienes forman parte del haber intelectual de eminentes venezolanos, como de autores que, sin ser en general de excepción, sí dejaron huella perdurable en el campo de nuestra historia cultural. Se incluyen nombres de escritores que, nacidos en otras tierras, han sido analistas importantes de nuestras letras. Pero ellos se consustancian con sinceridad al quehacer cultural de Venezuela. Citemos a esos nombres: Ulrich Leo, Edoardo Crema, Ángel Rosenblat y Pedro Grases. Grases que fue nuestro compañero en el Grupo Viernes y hoy en la Academia, es en el presente una de las más eminentes figuras en la investigación de la cultura nacional. Citemos, para información del lector, los nombres incluidos en el primer tomo, a más de los ya nombrados: Julio Calcaño, Gonzalo Picón Febres, Manuel Díaz Rodríguez, Pedro Emilio Coll, Pedro César Dominici, Rufino Blanco Fombona, Santiago Key-Ayala, Luis Correa, Jesús Semprum, Julio Planchart, Fernando Paz Castillo, Rafael Angarita Arvelo, Mariano PicónSalas, Isaac Pardo, Pedro Pablo Barnola, Fernando Cabrices e Ignacio Iribarren Borges.
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Julio Romero Parra
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l joven aspirante a médico, Gabriel Jiménez Emán, entró aquella tarde a los laboratorios de la Universidad metido en su bata de color blanco impecable. Fue recibido con francas chanzas por sus condiscípulos. Podría, le dijeron, hacer un comercial de detergente. Comenzaba a crecer en sus carriles una barba xerófila y sus ojos brillantes parecían soles gemelos prometedores de vida. Méndez le dijo que aquel septiembre revisaría su primer cadáver. Jiménez Emán sonrió. En su expresión se notaba cierto nerviosismo. De verdad deseaba arropar la carrera de medicina. Sin embargo, lo poseía la incertidumbre. En teoría había dado excelentes resultados. Pero ni siquiera en un pájaro, a lo largo de su vida, había practicado corte alguno y ni siquiera una disección. Menos de una docena de estudiantes esperaban al doctor Enrique Fuenmayor, profesor que impartía medicina académica. Ya les resultaba extraño. El doctor solía ser fiel a las manecillas del reloj. Jamás llegaba tarde. Eran las 2 p.m. Fuenmayor los había citado para media hora antes. Pero no se hacía presente. Algo debía suceder. Así que
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otro de los estudiantes, José Liendo, invitó a Sarita Pérez y a Marta Longáñez hasta el cafetín. — Sólo invito a hermosas damas -dijo en forma de chanza- Los hombres que se inviten solos. Pero todos se fueron al cafetín. Pidieron refrescos, café, panecillos. Conversaron amigablemente. Sobre nosología y sintomatología. Aquella clase sería sobre anatomía quirúrgica y podría extenderse, era probable, hasta los campos de la medicina forense. Luego de agotar los temas, ya se sentían dispuestos a marcharse a sus casas. Entonces ocurrió lo que cambiaría las aspiraciones del joven Gabriel Jiménez Emán: todos vieron cómo a las adyacencias del laboratorio llegaba el Caprice azul del doctor Enrique Fuenmayor, precedido por una furgoneta de color negro. De la furgoneta bajaron tres hombres. Se dirigieron a la parte posterior del vehículo y abrieron la compuerta. Extrajeron de allí un envoltorio entre sábanas blancas. El profesor Fuenmayor, aferrando un maletín de cuero, indicó a los hombres el lugar hasta donde deberían llevar el cargamento. Ellos lo hicieron. Se dirigieron hacia los laboratorios de cirugía en forma apresurada. Con la misma prisa salieron de allí, abordaron el automóvil negro y se marcharon. El profesor se asomó a las puertas del laboratorio y les indicó que ya podían pasar a la clase de medicina académica. II El doctor Enrique Fuenmayor abrió el maletín y extrajo un bisturí. Caminó hacia la camilla donde estaba envuelto el cadáver. Era un cuerpo de dimensiones medianas, aún no descubierto, y el grupo de estudiantes cambió de actitud en forma radical. Cada uno de ellos tuvo una actitud distinta: Méndez sonreía, Sarita Pérez se volvió un tanto acuciosa; Martha Longáñez se notaba nerviosa, José Liendo sarcástico, Jesús María López asombrado, Inés Carilucci
desvaída. El rostro de Jiménez Emán se tornó pálido y unas terribles náuseas le anunciaron tempestades viscerales. Las miradas del grupo de estudiantes oscilaban entre el paquete misterioso que reposaba sobre la camilla y los ademanes del doctor Enrique Fuenmayor. Ya lo hemos tratado de forma diversa en la teoría. Ahora llegó el momento de la Praxis, así dijo el profesor y dejó correr la mirada sobre todos para detenerse en uno de ellos: Jiménez Emán, usted es el elegido por la providencia. Ha de dirigir la orquesta. Acérquese. Tome el bisturí. Es necesario que ejecute a Mozart, insistió en tono de broma: un corte transversal. Debemos pensar que se trata de una operación de vesícula. Jiménez Emán tomó el bisturí. Acto seguido, el profesor corrió la sábana y dejó el bulto al descubierto. Un estremecimiento recorrió las vértebras de los estudiantes. Se hallaban frente al cadáver de un infante de aproximadamente once años de edad. Era probable que se tratara de un niño de la calle que había sido atropellado. Estaba desnudo por completo y con una data de muerte de algunas semanas. Se veían en él rastros del congelamiento. Debió permanecer en la morgue del hospital durante mucho tiempo, a la espera inútil de dolientes. Debió ser moreno, pero ahora parecía haber perdido la pigmentación de la piel. Una costra oscura --quizás sangre disecada-- cubría su labio superior. Sus ojos entreabiertos parecían de vidrio y su abdomen parecía estar más hecho de polietileno que de piel. —Comience de una vez, bachiller. Impulsado por estas palabras, Gabriel hundió la hoja afilada en el vientre de aquella criatura. Del interior del cuerpo brotó un olor repugnante y un líquido verdoso se derramó sobre la sábana. El asombro fue general. La náusea de Gabriel se hizo insoportable. Soltó el bisturí y corrió hacia los sanitarios. Vomitó en forma tortuosa. Al salir de allí, sabía que jamás volvería a pisar una clase de medicina.
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A la medianoche de una fecha cercana a la Navidad, Gabriel Jiménez Emán atravesaba las incógnitas sobre los misterios de la vida que quedan sin respuesta en páginas del Fausto de Johann Wolfang Goethe. Mefistófeles se quejaba de haber tenido que convertirse en hombre para poder ser el diablo. Jiménez Emán había retomado su vocación original, la literatura, y remotamente llegaba a su memoria la tarde cuando debió abrir el vientre del cadáver de un niño mutilado.
Tuvo la intuición de estar metido en un sueño o en una pesadilla. El niño le sonreía. No trató de ocultarse en ningún momento. A Gabriel se le espantaron los temores.
El viento parecía estremecer el sueño de los árboles cercanos. Se sentía fatigado al término de la lectura. Bostezó. Ya se disponía levantarse para ir a su habitación en el momento en que escuchó que removían una silla cerca de él. Sentía el corrientazo que recorría todo su cuerpo. ¿Quien es? ¿Quién anda ahí? Nadie contestó. Tuvo la sensación de que la carne se le ablandaba en el agua hirviente de sus nervios. Pensó en el libro que lo ocupaba desde hacía días atrás, Fausto, y en el supuesto poder infernal que negociaba las almas como si fueran costales de tomates. Miró a su alrededor. Todo estaba tranquilo. Solamente se sentía la audacia de un viento inusual que recogía los murmullos de la noche. ¡Raaaasss! ¡Raaasss! Gabriel escuchó el ruido de la cónsola que estaba al lado de la biblioteca. Su hermana, antes de marcharse aquella tarde, se había ocupado de colocar sobre ella algunas flores de Navidad. Se movió con celeridad hacia el lugar donde el mueble se encontraba y, efectivamente, allí permanecía en el mismo lugar, y el adorno no había sido removido. “Seguramente es el cansancio”, pensó. “Es una locura leer trescientas páginas en una sola tarde.” Decidió ir a su cuarto. Pero al virar hacia aquella dirección, lo vio.
No necesitó de muchas reflexiones para saber que se trataba de un fantasma, el mismo que alguna vez ocupó el cuerpo del niño que aquella tarde llevaron a la Universidad. Tampoco se trataba de una aparición que infundiera terrores. Era la imagen de alguien que sonreía y una sonrisa era la mejor garantía en ese mundo. Gabriel quiso hablar, pero comprendió que aquel espíritu risueño no era más que el resultado de una constante que había intentado ignorar en su vida: su obsesión por lo fantástico que lo llevaba en forma inobjetable hacia la elaboración de tramas imaginarias. Además ocurrió otro hecho extraordinario: al intentar hablar, comprendió que de su boca no brotaban palabras sino burbujas y que cada una de ellas poseía un variado significado. Ocurrió lo mismo al niño que ya pertenecía a otro mundo. Las burbujas de Gabriel y de ese fantasma que frustró sus aspiraciones para médico, han explotado entre las páginas de los libros rebosantes de fantasía y, en ocasiones, de fieras realidades.
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I
Criaturas ficccionales, sumidas en atmósferas que pueden recordar a David Lynch, a Paul Delvaux. Hombres invisibles que gravitan por ciudades perdidas, acosados por angustiantes dolores de cabeza; desarraigados, habitados por la nostalgia de poseer mujeres imposibles, suelen diluirse en cuentos de una línea, ahogan sus pesares en tabernas etéreas donde suelen perder partes de sus ebrios cuerpos; se empeñan por concebir la escritura de un cuento absolutamente perfecto o bien optan por convertirse en tiranosaurios que rinden tributo al guatemalteco Augusto Monterroso, inspirador de mil y un cuentos de una línea. Un inquietante y surreal universo. Una parte de él puede apreciarse en La gran jaqueca. Sobre estas piezas breves Steven Spielberg le escribió en una carta al autor caraqueño: “…tienen un poderoso lenguaje. En algunas de ellas noto un toque de atmósferas extrañas, de imaginación macabra y melancólica”.
na solitaria y hermosa dama llega a un café. Tras sus pasos queda el aroma de un exquisito perfume asentado en la piel acanelada. Se sienta. Acomoda los pliegues de la falda. Impaciente, comienza a revisar su cartera. “¿Qué estará buscando?”, se pregunta Gabriel Jiménez Emán, “ese podría ser el punto de partida para uno de mis cuentos”. Quizá ella busque un trozo de papel con alguna dirección, brillo para que sus labios no dejen de llamar la atención, su teléfono. Realmente no se sabe, pero no importa. Una imagen, un sugerente fragmento de lo cotidiano, una estampa extraída del bullicio es suficiente para internarse en los inquietantes laberintos que ofrecen las ficciones donde habitan muchos de sus personajes. Duales, exploradores de las zonas más delirantes, metafísicas y herméticas del ser, así los define. Muchos de ellos sufren transformaciones interiores en pocos días y sin percatarse de ello: “Somos imprevisibles: somos seres que a veces nos desconocemos, no sabemos quienes somos, a veces uno cree que sabe quién es, pero resulta que no, no lo sabe. Nos componemos de fragmentos, imperfecciones, yerros”.
Eso sí, antes de inclinarse por la literatura estuvo cerca de elegir otros oficios. Cursó algún tiempo estudios de medicina en la Universidad de los Andes y pensó también en dedicarse a la biología marina y la ornitología. Tampoco descartó ser actor o cantante. De hecho, por allá en Mérida, guitarra en mano, se recuerda más de una parranda que Jiménez Emán animó con El Chino Valera Mora, cosa que también ahora hace con sus hermanos, Israel y Ennio. Pero entonces ¿en qué momento asumió el oficio de escribir? Sus reflexiones dan a entender que fue un proceso gradual, iniciado aproximadamente desde 1973 con la publicación de Los dientes de Raquel. “Primero había una gran admiración por los escritores. Yo los veía como a unos dioses, unos genios, unos héroes. Podían dar forma a obras extraordinarias, y yo quería imitarles, traducir mis asombros. Mi padre, Elisio, me enseñó ese respeto hacia ellos. Y también le admiraba mucho a él, a mi padre, que era un escritor sobresaliente, muy culto, muy estudioso, muy poeta, un hombre sencillo del pueblo, un hombre bueno, un hombre realmente fuera
Alejandro Sebastiani Verlezza
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de serie. Yo le respetaba y le admiraba, le amaba tanto. Nunca habrá nadie como él”.
II Se guinda en la hamaca con un libro de Italo Calvino y una cerveza para aligerar el calor de San Felipe. En el patio de la casona colonial de la Quinta Avenida pareciera que el sol se sale de su sitio para ensañarse más de lo debido. Sin una cerveza helada cualquiera corre el riesgo de terminar derretido. Después se encamina para su estudio y comienza a desenhebrar proyectos literarios, ordenados por carpetas, uno al lado del otro. Así busca el sosiego necesario para escribir, entre los trajines del oficio editorial, la gerencia cultural y la gradual publicación –en conjunto con sus hermanosde la obra que su padre dejó al morir en 1995. El jazz, los Beatles, la gastronomía y la bohemia, se entrecruzan en su verbo; los caminos de su conversación, luego de transitar por los paisajes de las emociones humanas, suele encauzarse nuevamente dentro de lo literario, desde una experiencia compartida con Baica Dávalos, Ludovico Silva, Adriano González León, Salvador Garmendia o Vicente Gerbasi. Un ritmo del tiempo y del habla, si se quiere, pendular, oscilante. Una anécdota conduce a otra, un libro conduce a un escritor y así sucesivamente uno de los hilos que se desprende de la madeja oral podría recogerse en los años setenta, cuando conoció junto con Rafael Garrido a Julio Cortázar. El autor de Rayuela estaba de visita en Venezuela y ambos permanecieron un buen tiempo encandilados con su lúdico y lúcido verbo. Aún en el año 2005 Jiménez Emán lo pudo recordar con fervor: “Cortázar era fascinante, completo: escribía novelas, cuentos, poemas, hablaba varios idiomas; era argentino, parisino, belga: una figura descollante. Fue uno de los que reivindicó a Lezama con el ensayo ‘Para llegar a Lezama Lima’, publicado en La vuelta al día en ochenta Mundos; era un fan de los bolígrafos, Cortázar se los regalaba, se los llevaba por puños”.
Y justamente en un viaje que hizo a La Habana conoció la casa del poeta de la noche insular, quien entonces ya tenía noticia de Julio Garmendia. La calle Trocadero 162 fue el escenario de una larga conversación –té y galletas de Eloísa mediante– que Lezama Lima y Jiménez Emán sostuvieron. Para los lectores animados a rastrear este documento, fue publicado en 1976 por la revista merideña Talud y reeditada al año siguiente en Imagen. Jiménez Emán, en el memorable encuentro con el Señor Barroco, no dejó de consultarle por la relación entre sus ataques asmáticos y su palabra escrita, ¿es certera la analogía? Lezama Lima responde: “Bueno, algunos comentaristas han dicho que eso ha creado un sentido de las pausas, una especie de ortografía, de puntuación especial; que las frases mías están hechas así como con respiraciones verbales, más que por un ritmo de relación sintáctico. Creo que hay algo de eso, creo que innegablemente la respiración es el movimiento racional y que uno prolonga la oración, en la forma como lo entiendo, con su respiración. Creo que de alguna manera o de otra respirar es también una forma de escribir, una manera en que se comunica el espacio visible con el invisible, porque el hombre aspira lo visible y lo devuelve las ubres de sus entrañas. La poesía tiene que tener mucho de eso”. Luego mantuvieron un breve diálogo epistolar en el que Lezama Lima le hizo llegar un poema entonces inédito, “La escalera y la hormiga”.
III Los libros de Jiménez Emán se reparten entre el cuento, la novela, el ensayo, la poesía, el periodismo cultural y la preparación de antologías literarias. Era entonces tema pendiente conversar sobre su ritmo de trabajo. No hay que pensar en el rigor espartano, la disciplina monástica o el ascetismo. Nada de eso, más bien se trata de alternar el júbilo de la copa y el de la página, el ritmo vertiginoso que posee el devenir con la búsqueda del silencio necesario
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para adentrarse en la creación. ¿Cómo arreglárselas?: “Yo no tengo ningún método para escribir, escribo por arranques, por tirones, por raptos; me obsesiono con temas, con imágenes, con ideas, las anoto en cualquier parte, en un papel, en una servilleta, luego se van macerando; también en la hamaca logro escribir y en mi cama, nunca directamente en la computadora, siempre a mano; tengo manuscritos, libretas, cuadernos, de allí voy montando cosas; no escribo todos los días, en horas de la noche es cuando puedo hacerlo más, cuando está todo callado, en el sosiego, y sé que no me van a llamar por teléfono, el televisor está apagado y nadie me va a interrumpir; cada día se hace más arduo e incómodo escribir, hay mucha hostilidad”. Aún así, se han materializado varias de sus ficciones en los últimos años. Dos novelas, Averno y Sueños y guerras del Mariscal; y La taberna de Vermeer y otras ficciones, un libro de relatos que ofrece más de un guiño al posible lector. Si bien la realidad y la ficción no suelen estar separadas de manera radical, Jiménez Emán lúdicamente decidió dividir estas ficciones en inventadas y reales. ¿Hay límites entre uno y lo otro? Quizá –hay que insistir- lo más favorable sería buscar vasos comunicantes, espejeos, asombros que esperan ser descubiertos por la mirada inquieta. En todo caso, quedará en el lector la decisión. Una ficción real podría ser la del gato blanco que se pasea por una casa, adueñándose de los espacios que en algún momento transitó el padre del autor, por no hablar de la historia de una madre omnipresente y la panadería-taberna de Carlos Emán, lugar donde uno de sus sobrinos asiste a su encuentro y en una especie de viaje mítico a sus orígenes atraviesa un haz de luz. Y dentro de las ficciones inventadas –aunque potencialmente realizables- estaría la del escritor que se encuentra casualmente con la protagonista de su obra:
“Las ficciones se pueden convertir en presencias palpables, es una suerte de déjà vu: el escritor experimenta, percibe, lo que en potencia pudiera ser uno de sus personajes, al igual que un director de cine; cuando produce una película, piensa en el actor que la va a protagonizar, lo ve, y lo escoge”. Otra ficción real también podría ser la de un escritor sumido en una angustia que le impide concebir un personaje ideal y menos aún su anhelado cuento perfecto, tortura de su atacada consciencia: “eso se puede convertir en una obsesión, en una patología; de hecho, nosotros estamos llenos de pequeñas e invisibles patologías y eso es lo que yo intento introducir en mis libros”.
IV En las paredes de una cantina sanfelipeña alguien se dedicó a escribir uno de sus poemas, “Mi querida cerveza”. Allí suelen volar tardes y madrugadas en lo que Severo Sarduy llamó la prosa del cerveceo, esa que fluye con desenfado cuando pasan más de tres rondas. Los tragos se cuelan en cascadas y recorren las áridas y ansiosas gargantas. Hay un momento imperceptible de trastocamiento. Comienzan los bebientes a entablar diálogo con la memoria del poema, fijada en el muro, mirada incesantemente, cada vez con una nueva textura, con un diferente matiz, según la materia de luz o sombra existente; todo cae bajo la imantación dionisíaca y las euforias son vaciadas y vueltas a llenar a través de esa prosa, anárquica, desbordada, noctámbula. Nostalgia y desarraigo, alegría y fruición poética, se congregan en la remota ceremonia del brindis. Luego se dispara la imagen, se anuncian las extrañezas. Travesía sin aparente fin, onírica, recordada y recobrada en el tiempo del poema…
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De noche inmensos chorros de cerveza salen sin piedad de la tierra arrastrándome a rincones donde se pierde toda la vergüenza del mundo mujeres funerarias salen de los confines a besarnos, a morder nuestros labios en camas apagadas
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con todo el silencio que destila el amor en la gentil pornografía riendo con ganas de la vida, como si regresando a nuestra casa hubiésemos dejado herido el horizonte varias gaviotas muertas y un lejano sabor a cerveza que nunca nos humilla
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l mismísimo día en que Los dientes de Raquel se clavaron con sensualidad en el cuerpo pulposo de la manzana de Gabriel Jiménez Emán, estudiante de 23 años de la Escuela de Letras de la Universidad de los Andes, el adolescente que perpetraba prosas poéticas junto a poemas prosaicos, se le cayó repentinamente de la cara una piel cribada de acné juvenil. Accidente de la evolución natural que le arrancó un sollozo desgarrado por la pérdida de la inocencia. En seguida se enroló en la Banda de los Corazones Solitarios del Sargento Pimienta, se dejó una barba de usurero para engañar a los suspicaces, requirió y templó las cuerdas del cuatro y la guitarra, calzó las maracas y se convirtió –armándose contra la estulticia— en el primer hombre orquesta de la joven poesía venezolana. Animal literario que hace hierba de letras y transpira decilitros de tinta, mientras lame hojas de block, su alimento principal está constituido por exquisitos despojos de mujeres trituradas por su glotona succión, de cabezas poetas imberbes armados de currículos y onanismo, embadurnados con una salsa cuya base de sostén es el aceite 3 en 1 para Remington y Olimpia.
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En virtud de los poderes ultraístas de esta dieta que Jiménez Emán comparte en un campo de fresas con John Lennon y Bob Dylan, el poeta caraqueño, cultivado en Yaracuy en ese jardín de Las Delicias que es la casa de sus padres, consigue sacarte acordes de mapanare en celo a la pianola de su corazón, desbaratando el lugar común de los géneros y las generaciones literarias, la lírica de bufete (aquella que irritaba a Manuel Bandeira), la sintaxis que viaja en primera clase. Inconclusa en su sinfonía universitaria, por esa cualidad tan propia de los poetas, que consiste en entregarse al ocio creador, a las cervezas frías y el amor loco, poblada su visión alucinada, de piernas de tersa piel, cabelleras que vuelan sobre cabezas que gestan la destrucción de las almas y los cuerpos de los incautos que osen acariciarlas, se dio a la ilusa tarea de crear una revista literaria en provincias, apoyado por un grupo de inocentes, encabezados por su hermano Ennio, dibujante asimismo más despistado que Livingstone en África central. La Rendija se abrió después del Nº 1 de abril de 1969, en un boquete siniestro por donde salieron procesiones atropelladas de bichos del Bosco. El poeta quedó dando Saltos sobre la soga (Monte Ávila, 1975) a ver si uno de ellos lo zumbaba en algún lugar equilibrado. Efectivamente (como suelen decir los cronistas policiales) el cadáver exquisito de Jiménez Emán, de Rendija, cayó colgado de un paraguas sobre la mesa de disección de la revista Imagen, dirigida por su paternal amigo valenciano, el poeta Pedro Francisco Lizardo. Enseguida vinieron desde el cielo la Narración del doble (Fundarte, 1978), una reciente traducción de poemas de Lennon y Dylan en Fundarte y este libro que hoy estamos leyendo en el Parque del Este, junto a ese lago donde está anclada una carabela de Colón, lectura que al llegar a la página 88, donde dice: “… y la cara se le inyectaba como un coágulo, se le hinchaban los ojos de una materia gelatinosa
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que confundía sus facciones y le imprimía a todo el cuerpo una suerte de mutación de especie, ya no era Verdiul quien gritaba, era la metamorfosis de la inocencia al miedo, del miedo al estertor de la angustia”, acabó de descalabrarme. Con esta capacidad mimética que me caracteriza, comencé a padecer con Verdiul sus condenas. La carabela zarpó lanzándose sobre los árboles hacia el próximo aeropuerto de La Carlota, el lago fue sorbido de un solo chupón por un indescriptible monstruo subacuático que acechaba palpitante en el fondo de sus aguas, los árboles, el canto de los pájaros, desaparecieron y yo quedé solo, perdido en La isla del otro, escuchando la remota guitarra de Gabriel Jiménez Emán y su voz que cantaba: “When I found myself in time of troubles / Mother Mary comes to me / speaking words of wisdom / Let i be, let it be (*), con el libro en las manos y un enorme letrero delante mío, único asidero con la realidad y estas palabras: Papel Literario.
(*) Cuando me hallo en dificultades, María, la madre, vio a mi diciéndome palabras de esperanza: déjalo ser, déjalo ser. Versión libre del autor.
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aquello de la reiteración de apellidos, por igual en la literatura y en “La Gaveta”, grupo teatral fundado por Juan Calzadilla.
José Esteban Mantilla
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a forman parte de mis costumbres las constantes visitas qua hago a la Oficina de Prensa de la Universidad de los Andes. Lugar en el que trabaja Alberto Jiménez Ure, escritor a quien siempre he considerado un amigo. Con su palabra fui de la mano a la escritura y me regodeé en el pensamiento, la conversación amena, tradición olvidada del cafetín bohemio que la noche en vigilia permite a la voz, y donde la disputa por el ideal literario da rienda suelta a los más acalorados enfrentamientos. Por extraño que sea, en un mundo parecido conocí a Gabriel Jiménez Emán; y, por maravillosa coincidencia, Jiménez Ure dedica un número de la revista Aleph a otro Jiménez. El teatro, la narrativa, los cuentos, los poemas de Naudy Enrique Lucena, Sinesio Márquez Sosa, Paiva Avilés, Eddy Rafael Pérez, Oscar Pérez, Ednodio Quintero, Jaime Mora, Rafael Rossell, Orlando Flores Mennessini y los Jiménez Emán, sin olvidar a Blas Perozo Naveda y Juan Calzadilla, fueron la constante al testimonio de la palabra. De esta manera doy rienda suelta a la imaginación y recuerdo, en La insoportable levedad del ser (de Milan Kundera) a Jiménez Emán en Jiménez Ure, no sin antes pedir disculpas, por
En “La Gaveta” no sólo se guardan papeles y recuerdos: también ella es parte de la historia, pues un cajón parecido –con más proporciones, estructura preconstruida de cemento y asbesto-- una máquina de escribir, papel y multígrafo, fue el sitio para guardar un papel literario que se formó en la década de los años 70, en la Escuela de Letras de la Facultad de Humanidades de la Universidad de los Andes, donde Juan Calzadilla, su director protestado pero estimado en el entorno universitario por propios y extraños, dio respuesta al tiempo literario de la época, siempre frente al enguerrillamiento ideológico en las armas y la palabra, dando cobijo al visitante y discusión amena en la actividad del pensamiento creativo. Allí conocí a Gabriel Jiménez Emán y su hermano Ennio, ambos inquietos, soñadores, románticos, buenos conversadores y otras veces taciturnos de aquellas tertulias en el cafetín de Humanidades –lecho obligado de trasnochados poetas en las frías tardes o madrugadas universitarias con Hernando Track, otras veces con Héctor Vera--- sin pensarlo fui conociendo a mis amigos: Freud, Rimbaud, Sartre, Brecht, Poe, Sade, Garmendia, Contramaestre; Palomares, Cabrujas y los poetas malditos. Todo un universo mágico de escritores, artistas de la plástica, el cine, la novela, y la escuela de por estos lares, corrían de prisa a nuestro encuentro. El mundo era la noche y nosotros, actores del momento, caminábamos a saltos dándole serenatas a Sophia, la Phitia de Novalis. Mérida era la ciudad de las revueltas literarias. Aquello era de nunca acabar. Las disputas por el pensamiento y las fiestas dionisíacas se trasladaban como nuestras almas al Ritz, a la casa de Cornejo y Bethina, al apartamento de Garmendia en el edificio Hermes, a los hospedajes estudiantiles, a las calles y barrios de la ciudad, especialmente al barrio Belén y al barrio la Hoyada de
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Milla, a la casa de Contramaestre o del catire Hernández en La Pedregosa. Así el norte y el sur merideños, o el estadounidense, o la Guerra Federal o la Guerra Fría se hermanaban en el ideario nacional, asumiendo por igual y como nuestra la muerte del marido de Angela Davis, el dolor de Mandela, la cárcel de Malcolm X, la guerra de Vietnam. Las aspas del viento político giraron de prisa, muy de prisa en los molinos del pensamiento, y en mi, como en los otros del taller donde brilló la “locura irreverente”, el cambio violento, el futuro de lo inmediato sin el tamiz del presente, el supuesto odio a lo establecido, la castración temprana, el suicidio imitativo, el ideal y la conciencia que acuñó “La Gaveta” o aletargó el tiempo, se fue en compañía de la modernidad para luego reposar en el recuerdo que se acuna ahora en la postmodernidad. La Universidad de aquel entonces no daba respuestas. La docencia no decía nada a ese “algo de sentido” que perseguían los jóvenes. Sola en sus escondrijos conventuales, escondía el disimulo al hecho repetido del enclaustramiento de su enseñanza, frente al clamor exigido por la renovación. Gabriel Jiménez Emán transitó ese camino, escuchó varias veces --como estudiante— el mismo verbo, mas no repitió el mismo estribillo. Un buen día, sin más, se fue del aula de clases. Saltó de la Escuela de Medicina a la Escuela de Letras en Humanidades, luego a Caracas; después supe de su viaje a España. No dijo nada. No le daba la gana hablar, decir a dónde iba con su equipaje. El verbo conjugado ya estaba en la escritura y en su palabra, y los adjetivos personales le calificaban la personalidad al joven escritor. ¡Quería aprender! Olvidar la sistemática enseñanza de los poseedores de la verdad profesoral academicista, los verdugos que castraban o hacían disecciones prácticas en anfiteatros de status a los noveles escritores, para luego atormentarlos con pesadillas del nunca acabar en la
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“editorialesca tribu”. Así de igual manera, viene a la memoria Don Hernando Track, cada vez que se tornaba irreverente y con ganas de hacer desplantes en el patio de la Escuela. Muy temprano Gabriel Jiménez Emán comenzó con los cuentos. ¡Creo que desde el vientre de la madre! Escribió poemas, hizo crítica y pensó en la novela. ¡Pensó! De ese tiempo al ahora, cuánto no ha pasado, amigo. Y Jiménez Emán, al igual que Jiménez Ure, siguen el mismo camino: el de los sin prisa, los que se formaron en la amistad y todavía sueñan. No forman parte de las tribus literarias que les comprometen su escritura, que les cierran el camino de la crítica. Ellos todavía se enfrentan a las carcajadas y la estridencia de los grupos, de los trusts, de los conucos literarios; a esas gargantas secas que gritan consignas del pasado, pero que no quieren vivir el presente de aquellos disidentes compañeros. Vuelvo a recordar el montaje teatral titulado América es violenta y Escóndete Cadáver (el primero de Rafael Rossell y el segundo de Cobo Borda) y escucho el eco de Gabriel Jiménez Emán en la casa de Amanda, la mujer de Juan Calzadilla, o la otra Amanda de Salvador Garmendia, o en la casa del Chino Valera o en la casa de Pedro Parayma, y llegan a mí las canciones de Víctor Jara, los boleros de Toña La Negra, el Trío Los Panchos, las rancheras de Javier Solís y las de aquel momento, también rancheras, de Gabriel Jiménez Emán.
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Víctor Valera Mora
CARTA UNO
Roma, 26 de noviembre de 1972
Querido Gabriel: Es un decir que el que se viene, en este caso, se va, es el que escribe; pero resulta como a usted también le gusta girar en el disparate, se dejó de tonterías y lo hizo primero:; cosa que le agradezco doblemente: son las primeras noticias que recibo de allá, y segundo, son noticias tuyas: todo un desastre. Como deben ser las cosas de un poeta que se estime, y no ande por allí buscándole patas a una agonía que no las tiene. Porque hemos quedado en que la literatura no tiene ni muletas con que dar un paso, ni culo en que sentarse, tampoco. Entonces dejamos la cuaderna vía, el camino iluminado, la mala leche; porque si concretamente nada sucedía, nada concretamente podía contarle a nadie. Dios me libre decir: vénganse, no se vengan, suelten las amarras, saquen el freno de mano, arranquen ese árbol de
raíz y cárguenlo sobre sus hombros. Antes de escribir para que la gente se identifique dentro de dos mil años, mejor es empatarse con este viento de otoño, que sopla con tal desfachatez, sin dejar hoja ni nostalgia en su sitio. El tiempo, las estaciones, hablo del otoño, me gustan no para llorar y mucho menos sacudir el sombrero de la vida contra el suelo, sino para vacilarlo hasta el hueso. Por eso, por no estimar tal grado de hervor, he escrito desde hace tiempo a los amigos de allá. Con cero noticias de ellos, y he pasado por alto al antiparabólico estudiante de letras, l-e-t-r-i-ca-s, a su guitarra, a sus canciones y a su hermosa novia. Pero resulta, como Cristo aún da agua, hace días escribí a Socorro y envié abrazos y besos a él y a su novia. Entonces el asunto no es desestimar, sino el de no ser más riguroso en la estima. Tú comprendes y eso me llena de una gran alegría. De salchichones y marcas de vino hablaré mucho menos, porque aquí, poeta, la gente bebe muy poco y come mucho de nada. Es decir, si encuentro un borracho que me iguale, le contaré ampliamente de tales delicias. Las Bacanales puestas en las páginas de Suetonio se fueron a la tumba junto con los Césares y Mesalinas; de ese bonche negro sólo quedan el fútbol, la pasión enfermiza por las modas y la desviación sexual por los automóviles. Mas pienso deben existir en la ciudad inmaculada, unos tres o cuatro buenos borrachos con quien poner de nuevo en escena el berrinche de los vomitorios; porque no concibo sólo existan, en Mérida, los Dionisios y los Bacos.
Chino
P.D. El espacio en blanco, lo llenaremos algún día de éstos, con muchas rancheras y harto ron. Donde usted vaya, llévese la guitarra. Saludos a la poetería.
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CARTA DOS
Roma 3/6/73
Las noticias mías, señaladas y no dichas arriba, son tres poemas que me tienen emocionado: EL VENGADOR, por extraño; y dos TARANTELAS NAPOLITANAS por desenfadadas. De estas últimas te diré, como se lo he dicho a Luis Camilo, que he encontrado una nueva rima castellana, la cual llamo “rima trinca”; y se logra de la manera siguiente: I
Hay personas tan imbéciles que confunden
Poeta Ahora después de unos 15 días en París, lugar que vale la pena pasarse un rato largo, es una fiesta del carajo, recibí tu carta junto a la hermosa terquedad de RENDIJA y la sorpresa de mi QUEBEC al inglés: cosas que te agradezco a millón; paso a darte algunas noticias no de canciones y borracheras, porque están incluidas por sobre entendidas, sino de algunas cosas que últimamente me preocupan de urgencia. Tú sabes que soy un hombre que siempre ha vivido enredado en líos de faldas y líos políticos, y sucede que lo de las faldas está réquete resuelto, pero lo que no consigo por ningún lado son las exaltaciones alegres o arrechas de lo que me complementa: la política; es decir, la continuación de la política por otros medios, la guerra revolucionaria. Le he escrito a Contramaestre, a Cornejo, a Parayma, a Iván Real y de ellos ¿o no han recibido mis cartas?, pero lo cierto es que no han dicho ni por asomo “esta boca es mía”, asunto que me tiene bastante preocupado y muy del todo enojado. Entonces como tú, a dios gracias, no olvidas ni desamparas a los compinches, por algo tocas la guitarra; quisiera que en respuesta a ésta, busques por cualquier medio todos los datos e informaciones sobre lo que me pone a valer y me lucida (palabrita, esta) y me las haga llegar en el término de la distancia, bastante larga por cierto, para sentirme un poco menos desamparado de cómo me encuentro. Verdad poeta que no sé lo que se dice un coño de la carnicería venezolana. Si haces esto te lo agradecería en el alma.
Andar en dos patas en pleno siglo veinte Y II
La necedad de la gente me saca la piedra En los bares de las colinas de la noche. Entonces el primer verso, será el primero del poema, y el segundo, el último. Luego llenas el espacio entre ambos con seis versos, donde las palabras se cortan arbitrariamente, con toda la arbitrariedad que dé el contenido del asunto a tratar, para dar una sensación pareja del verso. El asunto es lograr una caja cuadrada abrasada por varillas de hierro al rojo vivo. Si te fijas bien, el último verso, de la segunda tarantela, al final falta un espacio, que felizmente se resuelve con un tremendo punto final. Además, ese punto significa que nunca más escribiré tarantelas. Paso a copiarte EL VENGADOR.
EL VENGADOR
Enemigo de muerte n todo Te busco para que Arreglemos el viejo asunto Sin pistola ni piedra ni palo
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Ni daga de hoja curva te busco Cuando te encuentre las palabras Serán como lluvia en el océano Un sinruido rebasará las cumbres Te cercaré y te mataré Con el soplo de todas las cosas De ti no quedará ni el humito. William Osuna
TARANTELAS NAPOLITANAS Hay personas tan imbéciles que confunden a Jac. Borges con Jorge Luis Borges solo por la anzuelada (J) décima letra siendo Jacobo uno de los más tapara de Suramérica y parte de las islas Malvinas que los fisiólogos aún no se explican cómo (¡) pudo ser posible que semejante cosa lograra andar en dos patas en pleno siglo veinte. II
La necedad de la gente me saca la piedra al creer que un gato pardo es idéntico a una liebre con problemas de conducta porque ambos se escaparon del menú de los restoranes y fueron sorprendidos dando tumbos borrachos y armándole vainas a cuanto jeque de cocina tropezaron con rabia en los bares de las colinas d la noche. Poeta, si lo crees conveniente puedes publicarlos en RENDIJA o TALUD, cosa que me gustaría bastantote. Recibe un fuerte abrazo junto a Ennio y de todos nuestros amigos.
Tu hermano
Chino
C
on Gabriel Jiménez Emán me he cantado a los Beatles, Tom Jones, Louis Armstrong; él, en perfecto inglés, yo, como aquel gitanillo aserejé que de puro invento arrojaba sonidos coincidentes a su perfecta dicción sajona. Este pana me dejaba continuar por aquel cielo de diamantes de baladas y percusiones estridentes. Me hacía cómplice de sus andanzas en el trompo universal del bolero. No le bastaban las flores sembradas sin interés, las muchachas de la plaza España, Margot, Lucia, Teresa, todas eran muy formales: el repertorio musical era amplio. Con el chino Valera Mora, Gabriel se hacía amarrar a las rocolas mexicanas; se marchaba en locomotora a Torreón. Baica Dávalos, el toro de Salta, saltaba de contento y tango por el carbón encendido. A veces Eduardo Liendo aparecía con el paquete resuelto, soplaba el clarín de Pedro Infante. Gabriel y yo, días de vino y pólvora, la noche de los debutantes nos pertenecía, ambos éramos más jóvenes que hoy, las greñas se enredaban a los vasos de cerveza y Raquel para ese entonces había cogido autopista, se había mordido su manzana para deleite de la joven poesía.
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Gabriel nos pasaba por los ojos su pequeño clásico, aquello era un chispazo en el bosque apacible de las letras venezolanas, tan nombrado el texto, lo celebro y lo canto junto con los amores de Corcho en Piedra de Mar de Pancho Massiani y aquellas noches universitarias que corrían en Historias de la Calle Lincoln de Carlos Noguera. El asunto comienza de esta manera, así se decía antes. Lo sé, son pocas las líneas. Raquel mordió una manzana, y todos sus dientes quedaron en ella, Fue a su casa con la boca sangrando a avisarle a su mamá. La mamá vino corriendo asustada a buscar los dientes de Raquel, y cuando llegó, los dientes se habían comido la manzana. La mamá quiso recogerlos, pero los dientes se levantaron y se comieron a Raquel y a la mamá. Después, los dientes volvieron a la boca de Raquel, quien, muy hambrienta, corrió a pedirle a su mamá que le comprara una manzana. A mí me gustan y me emparejan los huesos, me ensanchan la amistad y los afectos. No digo que suenan como aquel laúd constelado de estrella muerta y torre abolida. No, es como una guitarra eléctrica empapada de alcohol, guindada en un balcón de Caracas. En aquel fin de semana interminable, Gabriel decía: William Osuna habla muy poco, pero si se toma 3 cervezas, te deja un calé de palco hasta el próximo encuentro. Esto sucedió en casa de la escritora y poeta Yolanda Osuna. Diciembre de aquel 76, así le pusimos estaca de corazón, copas de amigos, bajo el techo de Caracas. Testigos: los poetas Eleazar León, Virgilio Reyes, el novelista Ibsen Martínez y José Luis Osuna Méndez, mi joven padre. Después cada quien ocupó su sitio. Tu testimonio es una estampa de amistad por la que me siento ufano, voces de la calle que oigo, cuando no tengo razón para el deleite y le pido razones de ti a las palabras. Si mi maestro Ramón Palomares ha dicho de tu libro Balada del bohemio místico, obra poética 1973- 2006 que estos textos resaltan su vocación estética, creativa, vecina por de más a los espacios de la alegría, el humor y la condición
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lúdica, yo como buen alumno me uno a sus sabios juicios acerca de tu obra. No obstante, le agrego un tantico para el levantamiento de los ficheros y de mi reciente vocación de profesor. Digo: aquí la poesía urbana alcanza sus claves magistrales, nos arrincona a quienes cultivamos esos signos, ofrece el verbo solidario y lirismo propicio para el brindis. Amigo, por esta noche el pacto queda aquí, te dejo esta presentación, este madrigal de feria. Leo un poema y luego te cantas una canción.
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Alberto José Pérez
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a literatura venezolana contemporánea tiene en Gabriel Jiménez Emán uno de sus más claros representantes. Hacedor de revistas literarias que son referencia obligada como Talud, en Mérida, Rendija e Imaginaria, en San Felipe, por igual trabaja el ensayo, la novela, el cuento y la poesía, siendo pues un escritor de cuatro esquinas, es decir, todos los puntos cardinales de la literatura no le son ajenos, son de su propiedad y yo lo celebro y digo que es un amigo insustituible, lectura obligada cada vez que hay que recordar con quiénes he crecido como poeta y, por supuesto, cuando me pregunto a quién le pertenece este trozo de historia de la literatura venezolana, siempre concluyo que es a él; con su trompeta y su guitarra, como un ángel barroco, en el Zócalo de la Ciudad de México, o en Mérida o en El Samán de Apure. Ese poderoso señor de la palabra responde a las preguntas que un día decidí para mis amigos y hermanos de generación y otros poetas más recientes pero igualmente queridos.
— ¿De dónde vienes? — ¿De dónde vengo? Pues no lo sé. Como Ser de la
especie humana o como Ser planetario, es difícil decirlo o saberlo. Quiero pensar que venimos de las estrellas, de una explosión que tuvo lugar en algún lugar del cosmos y que nosotros somos parte de ese polvo de estrellas originado allá, en el remoto universo, que luego dio origen a las primeras células aquí en nuestro planeta, la Tierra, y que retornaremos allá otra vez, algún día. Nuestros huesos estarían hechos de ese polvo cósmico, del mismo que puede haber en los soles que habitaron el remoto universo. La tierra es un planeta que ha sido elegido por el agua, por el oxígeno para que habitemos en él, y para que después nuestro cuerpo duerma en su interior y siga dando vueltas allí, en un interminable rotar sobre sí mismo y en torno a su estrella el sol, que nos proporciona la luz y la energía. Somos espectadores pasajeros de esta maravilla que significa estar vivos. Después dormimos el sueño eterno, que es una especie de tragedia compartida. Ahora claro, si tú me preguntas de qué lugar preciso vengo como persona, debo aterrizar y decirte que vengo de un país llamado Venezuela, de una ciudad llamada Caracas, donde nací para luego vivir en otras como San Felipe o Mérida, donde he hecho mi vida. También en Barcelona de España viví, y llegué a querer mucho a esa ciudad catalana. Vengo de una familia de poetas, músicos y artistas, de un padre escritor y poeta, de una madre narradora oral, de gente trabajadora y esforzada que hicieron de mí lo que soy, un fabulador y un artesano de las palabras.
— La poesía ¿cuándo entró en tu casa? — La poesía siempre estuvo en mi casa porque mi padre era poeta y en la casa había libros por todas partes, que después se fueron reproduciendo en otras casas a través de las bibliotecas de cada uno de nosotros, como una costumbre. Esos libros siguen llegando y yo los sigo recibiendo como la primera vez. Los libros de poesía han sido siempre parte sustantiva de mi vida.
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— La vida, ¿mañana u hoy? — La vida es un ayer que miramos en un hoy para proyectarlo en un mañana. Y se conjuga en los tres tiempos simultáneamente. Recordamos, hacemos, soñamos, estamos hechos de tiempo, de un tiempo que se nos fuga milagrosamente, como un asombro entristecido y feliz a la vez.
— ¿Cuáles son tus gustos literarios? — ¿Gustos? No sé… Muchos. Me gusta la palabra concisa, certera, punzante, pero a veces también me gusta la palabra elaborada, barroca. Me gusta Kafka, me gusta Monterroso y me gusta Borges. Pero también me gusta Lezama Lima y me gusta Quevedo y Cervantes. Me gusta Víctor Hugo y me gusta Dostoievski. Me gusta Ramos Sucre y me gusta Julio Garmendia. Es una experiencia única vivir esos contrastes. Me gusta la literatura de sutilezas, de humor, de inteligencia. Me gusta la literatura que juega, que se interroga a sí misma, que se erige desde dudas válidas. No me gusta lo simple ni lo directo, no me gusta el mensaje, ni el programa ni la tesis, me gusta la sugerencia, la ambigüedad, el juego, la sonrisa secreta.
— ¿Cuáles o cuáles autores consideras que hayan influido en tu poesía? — ¿En mi poesía? La verdad no lo sé. He leído a tantos poetas que no puedo contestarte esa pregunta. He leído poetas volcánicos y poetas serenos, poetas discretos y poetas que hablan en voz alta. Poetas místicos y poetas satánicos, poetas sensuales y poetas herméticos. Poetas espaciales como Huidobro y poetas angustiados como Vallejo. He leído de todo, poetas culteranos como Darío y poetas cínicos como Nicanor Parra. Todos me gustan. Disfruto el lenguaje de la poesía cuando éste me revela una segunda realidad, un mundo que está más allá del que vemos. El gran ensayista estadounidense Harold Bloom
escribió un libro brillante sobre este tema, que tituló La angustia de las influencias.
— El paisaje exterior o interior, ¿cuál es tu preferencia? — No existe el paisaje exterior en literatura, creo. El paisaje siempre es interior cuando escribimos. Uno trasforma todo lo que ve al escribirlo, lo cifra en un lenguaje para volverlo a descifrar. En ello radica el goce de la infinita belleza. El paisaje puede ser todo: el mundo, la realidad que se vuelve imaginación, imagen tocada por el espíritu de la palabra, que es el espíritu más elevado porque contiene el espíritu de la música y de todas las demás artes. Entonces el paisaje siempre está dentro de nosotros, conversando con la luz, con las sombras, con el cielo, las cosas y los seres. El paisaje exterior está allí y nosotros no le importamos, existiría sin nosotros. Pero si nos le acercamos, este paisaje comienza a dialogar con nosotros. Un árbol, una flor, pueden hablarnos. Podemos convertir un espeso bosque en un camino hechizado, podemos incluso hablar con una nube, si lo deseamos. Y la nube puede respondernos.
— Cuéntame un poco de tu región de origen. — ¿Mi región? Tampoco sé muy bien qué región es esa, sucede casi lo mismo que con el paisaje. Yo nací en Caracas y tengo imágenes interiorizadas de esa ciudad; vivo en San Felipe y ese paisaje feraz y verde dialoga conmigo. El Yaracuy es una tierra prodigiosa, fecunda y fecundante, con tantas montañas, fincas, planicies y valles asombrosos. Pero también me veo por las avenidas turbulentas de Caracas, me siento en los cafés, en los bares, cavilo en medio de sus atardeceres anaranjados, me detengo en los precipicios de la noche caraqueña a preguntarme quién soy.
— ¿Nos puedes contar una anécdota? — Son tantas anécdotas, Alberto, amigo, son muchas. Mi vida está tejida con ellas, mi vida se mece en la vida de
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otros escritores que han sido para mí un inmenso regalo de espíritu. Salvador Garmendia, Víctor Valera Mora, Baica Dávalos, Vicente Gerbasi, Elí Galindo, Hernando Track, Ludovico Silva, Orlando Araujo, Caupolicán Ovalles, Efraín Hurtado, Gustavo Pereira, Ramón Palomares, Elisio Jiménez Sierra: ellos han sido mis padres y mis héroes, mis trozos de eternidad poética, ellos me enseñaron a leer la vida. Después con Emmanuel Azócar, Román Picón, Douglas Parra, Lázaro Álvarez, Rafael Garrido, Ennio Jiménez Emán, Gabriel Mantilla, he conocido que existe la amistad, ese reino maravilloso de las anécdotas cotidianas que son infinitas. Recuerdo que una vez Adriano González León y Pancho Massiani le montaron una trampa a Luis Camilo Guevara en un bar y le hicieron creer, lo convencieron totalmente que los marcianos habían tomado la Tierra y que ahora debíamos refugiarnos en bunkers, le mostraron la información armada por ellos y lo sugestionaron, lo intimidaron. Luis Camilo se quedó pensando un buen rato en la barra y después dijo: “Bueno, está bien, acepto que vengan los marcianos a vivir aquí. ¡Pero que no vengan con echonerías!”
— ¿Algo que recuerdes y que te haya marcado? — A mí siempre me ha marcado una imagen: estoy en mi hamaca de San Felipe, que es como el centro del mundo, que es como mi aleph personal, y miro hacia el patio y veo allí entre las matas todo mi pasado, que es como si la vida se arrodillara frente a mí a darme las gracias por haberla vivido. Y luego también pienso qué será de mí en adelante, hacia dónde se dirigirán mis pasos en la búsqueda infinita de ser y de vivir. Me marcó haber conocido a cinco grandes escritores cuando yo estaba muy joven: Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, José Lezama Lima, Juan Rulfo y Augusto Monterroso. Con Lezama Lima, Augusto Monterroso y Eduardo Galeano mantuve correspondencia. Fueron mis amigos. Está por salir la obra de Monterroso en Ayacucho prologada por mí. También he tenido la suerte de conocer
personalmente y dialogar con Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti, Augusto Roa Bastos, Carlos Fuentes. Aquí en Venezuela presenté públicamente a Carlos Fuentes y me he sentado largas horas con Augusto Monterroso. Con Juan Rulfo dialogué una tarde durante siete horas en Barcelona de España y me hizo que le mandara un libro del padre Joseph Gumilla, El Orinoco defendido e ilustrado, y se lo envié y él me lo agradeció mucho, me dedicó El gallo de oro, un gran relato suyo. Con Eduardo Galeano compartí durante cuatro años en Calella de los alemanes, un pueblito de la costa catalana, donde él preparaba unas tiritas de costillas deliciosas. Aquí en Venezuela fui amigo de Vicente Gerbasi, Juan Sánchez Peláez, de pasar horas y horas en sus casas y de hablar largo y tendido de literatura y de cosas menos profundas pero igualmente divertidas. Y de todos los poetas que iban a la República del Este en Sabana Grande, que son los poetas más importantes de este país: Ludovico Silva, Víctor Valera Mora, Efraín Hurtado, Jorge Nunes, Luis Sutherland, Eleazar León, William Osuna. He conocido y sido amigo de grandes escritores y grandes pintores que han marcado mi vida para siempre. Uno ya no puede ser el mismo una vez que los ha conocido y compartido con ellos. Dejan una marca indeleble en tu vida.
— ¿Qué es Dios para ti? — ¿Dios? Pues... algo así como una conciencia suprema, una concentración de energía cósmica que nos ha creado y que nos habla en secreto. Toma todas las formas posibles: de animal, de hombre, se metamorfosea en pájaro, en caballo, en gato, en hombre sabio como Buda o Jesús, como Brahma o como Alá o como Jehová, pero siempre es esa conciencia suprema que nos permite tener fe, tener esperanza incluso más allá de la vida. Lo más curioso de Dios es que es sobre todo una Gran Idea, una idea por una parte irracional, el hecho de que un solo Ente haya creado todo el universo, es algo impensable, casi imposible. Pero vivir sin Dios también es algo imposible, pensar que no hay
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nada superior a nosotros y que estamos aquí como meros accidentes físicos u orgánicos, sin ninguna otra cosa que preceda nuestra presencia en el mundo, ni nos trascienda después de nuestra muerte. Eso también es descabellado. Así que no tenemos más escapatoria que tener una idea de Dios, y de ser posible, tener a un Dios y creer en él.
— ¿Y el diablo? — Ah, el diablo también es interesante. Sin él no podría existir su contraparte, el Buen Dios. Prefiero ver al diablo fundamentalmente como Luzbel, Lucifer, el ángel caído, y no necesariamente la encarnación del mal. Puede ser un pícaro o un sujeto transgresor que nos permite ser lujuriosos, cometer excesos y entregarnos a un placer sin fin, a las drogas, a las trampas, a las maquinaciones viles de la política, o a las maquinaciones personales. También puede ser un diablillo juguetón, que nos hace cometer travesuras terribles, sin las cuales la vida sería demasiado aburrida, y que forma parte de la naturaleza humana. El diablo no es sólo ese símbolo de un animal con cuernos, de cara horrible y que echa fuego por los ojos, sino más bien un señor elegante que nos hace caer, sin que nos demos cuenta, en los peores excesos, desviaciones o perversiones.
— ¿Desarrollas tu escritura alejado de los círculos intelectuales o interactúas con ellos? —“Círculos intelectuales” es para mí una construcción exagerada. Sobre todo se trata de grupos de amigos que nos hemos reunido para hablar sobre cosas comunes en el terreno de la literatura, la sociedad, la ética, la filosofía. Siempre está la relación de los escritores con la sociedad o con el poder, que es cuando se habla de intelectuales, cuando se comienza a hablar de la responsabilidad de los intelectuales en el proceso de formación de una sociedad. Puede ser que el escritor se repliegue, y con toda razón. Puede ser que se identifique con un gobierno determinado, con una ideología. Si esta ideología va por el camino de
los más necesitados y tiene un sentido de responsabilidad social y moral, mejor. Un escritor nunca se aleja, en verdad, de estas necesidades o realidades, ni siquiera cuando se lo propone, cuando quiere aislarse. Cuando por fuerza debe exiliarse de su país puede ser que vea las cosas más claras. En verdad, la soledad nos permite reflexionar de modo diferente, o mejor, es necesario aislarse un poco para meditar, para verse más objetivamente. Pero después queremos mezclarnos a la tempestad humana, ir hacia el mundanal ruido, a la multitud desquiciante. El hombre se mueve entre estos dos orbes: la comunión y el solipsismo, lo individual y lo colectivo. Lo que ocurre es que a veces te toca vivir situaciones trágicas, sufrir exilios, persecuciones políticas, atravesar crisis. Porque el escritor se mueve en un mundo de intereses creados, de perversiones políticas y de grandes empresas que quieren apoderarse de todo, quedarse con todo y darle algunas migajas a la gente, al pueblo.
— ¿Qué opinión te merecen los talleres literarios. — Los talleres literarios han sido muy útiles para discutir los textos en colectivo. Son muy positivos porque en ellos se exponen problemas de forma o escritura y se ventilan con otros lectores, que pueden ser escritores o no. Deben sostenerse ante todo con un ejercicio de sinceridad, donde podamos exponer nuestros aciertos pero también nuestras fallas, tener la honestidad de reconocer los errores. Es mejor hacerlo así que en una clase cerrada donde el que habla es uno solo, el profesor, y los demás escuchan. Los talleres han funcionado en universidades, institutos, fundaciones, y se ofrecen como opciones experimentales de enseñar y trasmitir saberes estéticos, sin acudir necesariamente al lenguaje académico, a la clase convencional. Yo creo que las clases de literatura pueden volverse muy cansonas o aburridas, si no estamos atentos. La literatura debería verse o apreciarse como goce, como placer, no como obligación.
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La literatura ha estado muy impregnada de tonos graves y edificantes; pero ahora puede ser abordada con más goce, más humor, más rebeldía, creo yo.
— ¿La muerte es tema en tu poesía? — ¿La muerte? Sí, claro, la muerte debería estar presente en todo porque es un elemento fundamental de la vida, algo sin lo cual la vida no podría explicarse. Si no hay una reflexión sobre la muerte, entonces, ¿sobre qué hay que reflexionar? Entonces la muerte no es un sólo tema, un motivo, sino que es un sentimiento que recorre de manera transversal toda la existencia humana, y la poesía, como ideal expresivo de la existencia, de por sí se sumerge, como ninguna otra, en las profundidades de la muerte. Por ejemplo, en el romanticismo la muerte fue el motivo fundamental, era aun más importante que la vida.
— ¿Piensas el poema o es aluvional su llegada? — Yo creo en el fondo que el poema me piensa. Cuando uno piensa escribir un poema, en verdad es como si él lo estuviera escribiendo a uno. Uno hace una reflexión interior, la plasma en la escritura y luego esa escritura se hace pública al estar impresa, al estar divulgada en un número considerable de lectores. Es como un llamado, una necesidad situada más allá de lo verbal, pero que tiene un resultado verbal después de todo. Es como una paradoja mágica. El poema parece cerrarse en la escritura, pero no: se abre en posibilidades interpretativas. Siempre renueva sus posibilidades en la relectura. Siempre se crea un nuevo espacio de reflexión en el verdadero poema, que en mi caso es más aluvional que pensado. Tiene algo de irracional, de celebración sensitiva, más que intelectual. Se hacen versiones verbales de ese aluvión, de esa primera remesa de palabras que luego son corregidas, tachadas, suprimidas. Y a uno también puede dolerle suprimir, quitar esas palabras innecesarias que también formaron parte del poema alguna vez.
— ¿Religioso? — No, en todo caso espiritual. Lo religioso implica un culto, un rito eclesiástico, congregarse en un templo y compartir con otros la palabra de Dios. Al aislarme individualmente pierdo esa religiosidad, aunque la espiritualidad no. Las religiones existen si hay un sentido de congregación y de comunicación entre varios. A mí me ha faltado eso; practico una suerte de espiritualidad laica donde el arte, la poesía, las formas de la belleza me embriagan y me seducen, pero eso no puede considerarse una religión. Soy demasiado mundano, tal vez, demasiado hedonista para ser religioso. Sin embargo, conservo un ápice de espiritualidad que consigo, por ejemplo, en la literatura sapiencial, en los textos del sufismo, que es el pensamiento tradicional del Islam, y en tantos párrafos de la Biblia, en las lecturas secretas que hago de la Biblia por las noches, y en mis plegarias solitarias en el estacionamiento antes de encender mi carro para salir, me encomiendo con humildad a nuestro señor Jesucristo, y creo que él me oye desde algún lugar. En situaciones críticas o difíciles me encomiendo a veces a él, y él siempre me indica algo positivo, una salida justa, que me asombra y me rebasa. Es quizá la voz secreta que habita en uno, y que Dios Cristo sabe sacar a flote, le descubre a uno algo mejor del mundo. Uno está demasiado imbuido en la cotidianidad material, en las tareas ordinarias. Aspiro algún día ser más espiritual o más religioso, tener más paciencia con la vida.
— ¿Qué es para ti la oración? — La oración es una frase secular, canónica, es como un mantra que se profiere para que Dios se acuerde de nosotros y nos oiga. La oración no es una retahíla memorística, mecánica, sino unas palabras cargadas de fe y esperanza. La oración implica el religarse a la divinidad, es la frase sagrada para alcanzar algo de esa ligazón superior que es el espíritu trascendente, cósmico, de comunión con el universo, es la palabra sagrada, ¿no crees tú?
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— ¿Lector de cuento, novela o poesía? — La novela es un cuento largo; el cuento una novela corta y la poesía una canción que puede ser cantada o narrada, puede ser proferida en verso con respiraciones medidas y rotundas, que se pronuncian con esos sonidos armoniosos que hemos llamo música, pero eso es una convención. Uno, al leer el poema, está leyendo una novela y un relato y una crónica interna del espíritu, está invocando una voz profunda del espíritu. De modo que la lectura preferencial de los géneros no existe para mí. Existe la necesidad de la lectura, a secas.
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Con Alí Lameda, Alirio Díaz y Elisio Jiménez Sierra, Atenas, Grecia, 1985.
Con Baica Dávalos, Caracas, 1978.
Con Camilo José Cela, Guillermo Morón y José Antonio Abreu Caracas 1995.
Con Carlos Castillo, casa de Pablo Neruda, Isla Negra, Chile, 2009.
Con Eduardo Galeano, Calella, Cataluña, 1979.
Con Francois y Denise Delprat, Caracas, 1998.
Con Eleazar León, Hesnor Rivera y Carlos Contramaestre, Mérida, 1977.
Con Elisio en un restorán de Heraklion, Creta, 1985.
Con Esteban Moore y Santiago Mutis Durán en Medellín 2001.
Con Hernando Track, Mérida, 1978.
Con Gabriel Jaime Caro, Harold Alvarado Tenorio y un grupo de amigos en Nueva York, 1982.
Con José Barroeta y Gustavo Pereira, en París 1981.
Con Salvador Garmendia, Caracas, 1979.
Con Gabriel García Márquez, Elisa Maggi, Salvador Garmendia y Domingo Miliani.
Con Ludovico Silva, Caracas, 1978.
Víctor Valera Mora fotografiado por Gabriel Jiménez Emán. Con su padre Elisio y Alirio Díaz en Esparta, Grecia,1985.
Con Vladimir Herrera y Eleazar León, Barcelona, España, 1980.
Luis Alfonso Puerta, Gabriel Jiménez Emán,Ennio Jiménez Emán, Rafael Garrido, Vladimir Puche y Orlando Barreto, San Felipe, Yaracuy, 1972.
Con sus hijas Claudia y Ariadna.
Narcisa y Elisio en la hamaca de San Felipe.
La infancia. Elisio, Ennio, Israel, Inmaculada, en el río de Los Caracas, litoral central, 1960.
Con su hija Ariadna.
Con su padre Elisio y su hermano Ennio,Caracas, 1954.
Con Douglas Parra y Edgar Giménez Peraza.
Con su madre Narcisa y hermanos Inmaculada, María Auxiliadora, Ennio e Israel. En Atarigua, aldea natal de su padre Elisio Jiménez Sierra.
Ennio, Gabriel e Israel.
Narcisa Elena, su madre.
Con Celsa Costa en Bocon贸.
Con su hija Claudia. Con su nieto Emiliano.
Con su nieta Mar铆a Auxiliadora.
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1950 Nace en Caracas el 21 de junio, en el Instituto “Simón Rodríguez” de San Agustín. Hijo primogénito de Narcisa Elena Emán y Elisio Jiménez Sierra. 1955 Primeros estudios en el Kínder “Gabriela Mistral” de la urbanización El Silencio, Caracas. 1956-58 Estudios de Primaria en la Escuela 19 de abril, situada en Plaza Capuchinos, Avenida San Martín, Caracas. 1959-62 Su padre es designado Juez de Caraballeda y su familia se muda a Caraballeda, Dpto. Vargas. Estudios de Primaria en la Escuela Nacional Caraballeda de esa localidad. 1962-64 Inicia estudios de Bachillerato en el Liceo “José María Vargas” de Maiquetía, y en el Colegio “Miramar” de Macuto, ambos en el Dpto. Vargas. 1965-68 Su padre es nombrado Secretario Privado del Gobernador en la ciudad de San Felipe, estado Yaracuy. Continúa el Bachillerato en el Liceo “Arístides Rojas” de esa ciudad, donde obtiene el grado de Bachiller en Ciencias. 1970 Marcha a Mérida a estudiar Medicina en la Universidad de los Andes. 1971 Solicita transferencia para la Escuela de Letras de la misma Universidad, donde enseñan entre otros, Domingo Miliani, Hernando Track, Ramón Palomares, Jesús Serra, Lubio Cardozo, Juan Calzadilla, Miguel Marciales y Guillermo Thiele. Entra en contacto con intelectuales y escritores de la Dirección de Cultura y Departamento de Cine de la ULA como Salvador Garmendia, Bayardo Vera, Carlos Rebolledo, Tarik Souki, Enrique Hernández D’Jesús, Carlos Contramaestre, Pedro Parayma. 1972 Funda en Mérida con Pedro Parayma, Carlos Contramaestre y Enrique Hernández D’Jesús la editorial “La Draga y el Dragón”. Edita en Mérida la revista literaria “Talud” junto a Ismeldo Paiva Avilés, Orlando Flores Menessini, Naudy Lucena y Ednodio Quintero. 1973 Aparece su primer libro editado por “La Draga y el Dragón”: Los dientes de Raquel. Funda en San Felipe la revista Literaria “Rendija”, junto a Lázaro Álvarez, Rafael Garrido, Rafael Zárraga y Ennio Jiménez Emán.
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1974 Abandona los estudios de Letras en la Universidad de los Andes, para viajar y dedicarse a escribir. Se muda a Caracas. En compañía de los escritores larenses Orlando Pichardo y Álvaro Montero viaja a La Habana, Cuba, donde entrevista al gran escritor cubano José Lezama Lima, cuya conversación edita luego en las revistas Talud (Mérida) e Imagen (Caracas). Visita la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y la Casa de las Américas.
1983 Regresa a Venezuela a trabajar en el Consejo Nacional de la Cultura. Participa de la bohemia literaria de la “República del Este” en Sabana Grande, Caracas.
1975 Gana una Beca de Creación en el Centro de Estudios Latinoamericanos “Rómulo Gallegos”. Recibe un Curso de Teoría de la Narrativa Latinoamericana, impartido por el eminente escritor uruguayo Emir Rodríguez Monegal. Asiste a los talleres dictados en el CELARG por Alfredo Armas Alfonzo en Narrativa, y Guillermo Sucre en poesía. Aparece su segundo libro de cuentos, Saltos sobre la soga, en Monte Ávila Editores.
1985 Se muda a la ciudad de Mérida, donde le ofrecen dictar un Taller de Poesía en la Facultad de Humanidades de la Universidad de los Andes. Aparece en Caracas su relato El silencioso, editado por “La Draga y el Dragón”, coordinado por el poeta Hernández D’Jesús desde Caracas.
1976 Comienza a trabajar como Jefe de Redacción de la Revista “Imagen”, del Consejo Nacional de la Cultura. Conoce a los escritores Caupolicán Ovalles, Baica Dávalos, Vicente Gerbasi, Francisco Pérez Perdomo, Eleazar León, Luis Sutherland, Elí Galindo, William Osuna, con los que trabaja cercanamente. Nace en Caracas su hija Claudia Elena. 1978- 82 Fundarte de Caracas publica su libro de poemas en prosa Narración del doble. Marcha a Barcelona, España, como corresponsal de la revista “Imagen”. Traba relación con los escritores Rafael Humberto Moreno-Durán, Eduardo Galeano, Vladimir Herrera, Miguel Riera. Colabora con las revistas catalanas “El viejo Topo” y “Quimera”. Viaja por España, Francia, Inglaterra, Grecia e Italia. 1979 Aparece en Caracas su primera novela La isla del otro, publicada por Monte Ávila Editores. Fundarte publica Los 1001 cuentos de 1 línea. En Calabozo, estado Guárico, su libro de poemas El encantado Terrestre resulta ganador del primer premio en el certamen “Francisco Lazo Martí”, con un jurado compuesto por Francisco Pérez Perdomo, Juan Sánchez Peláez y Luis Alberto Crespo. 1982
Viaja a Nueva York desde Barcelona, España, a leer sus textos en el Marymount Manhattan Collage de esa ciudad, invitado por el profesor colombiano Harold Alvarado Tenorio. Monte Ávila Editores publica su primer libro de poemas, Materias de sombra, ganador del Primer Premio de Poesía auspiciado por ese sello editorial.
1984 Es invitado por el poeta Eleazar León a dictar el Taller de Poesía de la Escuela de Letras en la Universidad Central de Venezuela. La Academia Nacional de la Historia edita su libro de ensayos literarios Provincias de la palabra.
1986 Labora en la Dirección de Relaciones Culturales de la Cancillería, al lado del poeta Pedro Francisco Lizardo. Escribe para la revista “Venezuela 86” de la Cancillería. Viaja a Grecia e Italia con su padre y el guitarrista Alirio Díaz, en misión cultural. Se presentan en el Centro de Escritores de Atenas. Nace en Caracas su hija Ariadna Gabriela. 1987 Aparece en publicaciones Seleven su libro de cuentos Relatos de otro mundo. Fundarte en Caracas edita una Antología preparada por Jiménez Emán de Víctor Valera Mora, que obtiene repercusión sin precedentes entre lectores jóvenes. La Casa de Bello publica el Primer Tomo de su antología El ensayo literario en Venezuela. 1988 Se muda a la población de Carmen de Uria, en el litoral central. Obtiene el Premio Romero García del Consejo Nacional de la Cultura con su libro Relatos de otro mundo. 1989 La Biblioteca Ayacucho de Caracas edita su antología de cuentos de autores nacionales Relatos venezolanos del siglo XX. Viaja a Grecia e Italia junto a su padre Elisio Jiménez Sierra y el guitarrista Alirio Díaz, en una gira musical y literaria. Se encuentran en Atenas con los escritores Oscar Sambrano Urdaneta y José Ramón Medina, éste último Embajador de Venezuela en la nación helénica. Lee cuentos y su padre poemas en la Asociación de Escritores de Atenas. 1990-92 Trabaja en la Dirección de Programación Cultural de Venezolana de Televisión, canal televisivo del Estado. Funda la revista “Imaginaria” dedicada a temas fantásticos. En 1990 aparece su novela breve y relatos Una fiesta memorable, publicada por editorial Planeta Venezolana.
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1992 Trabaja en la Casa de Bello organizando la antología El ensayo literario en Venezuela. Siglo XX, invitado por Oscar Sambrano Urdaneta. En 1993 1993 Monte Ávila Editores reedita una antología de sus cuentos breves de varios libros bajo el título de Los dientes de Raquel, con prólogo de Juan Carlos Santaella y epílogo de Luis Britto García. Monte Ávila publica su libro de relatos Tramas imaginarias, que obtiene el Premio Municipal de Narrativa del Distrito Federal. Aparece su libro de poemas Baladas profanas, en San Felipe, estado Yaracuy, bajo el sello editorial La Oruga Luminosa. 1994 Monte Ávila Editores publica la edición y el Estudio Preliminar de Altazor, el célebre poema del gran poeta chileno Vicente Huidobro, bajo su cuidado. Por tal motivo Alfredo Silva Estrada, a la sazón director del Taller de Poesía del Centro de Estudios Latinoamericanos “Rómulo Gallegos”, le invita a disertar sobre la poesía de Huidobro. 1995 Muere su padre, el escritor Elisio Jiménez Sierra, en la ciudad de San Felipe. Aparece su novela Mercurial, finalista en el concurso de novela “Miguel Otero Silva” auspiciado por Editorial Planeta Venezolana. 1996 Labora en la Dirección General Sectorial de Literatura del Consejo Nacional de la Cultura. Aparece su libro de ensayos literarios Provincias de la palabra en editorial Planeta venezolana, presentado ese año en el Centro Cultural de la Embajada de España por Simón Alberto Consalvi. Viaja a Zacatecas, México, al Primer Congreso Internacional de la Lengua Española a representar a Venezuela. A este Congreso asiste en calidad de invitado especial el escritor colombiano Gabriel García Márquez. 1997 Aparece su libro de cuentos Biografías grotescas en la Editorial Memorias de Altagracia en Caracas. 1998 El Círculo de Escritores del estado Cojedes edita su libro de poemas Proso estos versos y la Cinemateca Nacional de Caracas su libro Espectros del cine, sobre géneros cinematográficos. 1999 Regresa a San Felipe a dirigir la Fundación “Elisio Jiménez Sierra” y a proseguir con la labor editorial de las Ediciones Imaginaria. Imparte cursos y talleres en diversas instituciones del estado: Instituto Universitario Tecnológico de Yaracuy, Instituto Autónomo de Cultura, Museo “Carmelo Fernández” de San Felipe, Instituto Antonio José de Sucre.
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2000 En la Universidad Yacambú de Barquisimeto dirige la Casa de la Poesía “Hugo Fernández Oviol”, e invita a escritores larenses a foros, recitales y conferencias. Se realiza allí el último gran homenaje a Salvador Garmendia, de quien Jiménez Emán prepara un folleto con fragmentos de la obra Memorias de Altagracia. Es designado Orador de Orden en el Consejo Legislativo de San Felipe en el Día de Yaracuy. 2001 Aparece su novela Sueños y guerras del Mariscal, sobre la vida de Antonio José de Sucre. Es invitado por la Universidad de los Llanos “Ezequiel Zamora” a dirigir la Cátedra Nacional de Literatura Salvador Garmendia, en la ciudad de Barinas. 2002 Aparece su libro de cuentos La gran jaqueca y otros textos breves, en Ediciones Imaginaria. Viaja a Salamanca, España, para asistir al II Congreso Internacional de Minificción. 2004 Se edita su novela breve Paisaje con ángel caído en el mismo sello Ediciones Imaginaria. En la Asamblea Nacional de Venezuela es Orador de Orden en Sesión Especial dedicada al escritor y filósofo Ludovico Silva, por iniciativa del Bloque Parlamentario del Estado Aragua, dirigido por el médico, escritor y diputado Eddy Gómez Abreu. 2005 Editorial Alfaguara de Caracas publica su libro de cuentos La taberna de Vermeer y otras ficciones. Viaja a la Feria del Libro de Santo Domingo a presentar su libro La taberna de Vermeer. Playco Editores de Caracas publica una reedición de Los 1001 cuentos de 1 línea. Es nombrado Jefe de Patrimonio Cultural del Estado Yaracuy, en el Instituto Autónomo de Cultura de ese Estado. Viaja a Colombia, a asistir al Festival Internacional de Poesía de Medellín, representando a Venezuela al lado de Juan Calzadilla, William Osuna, Enrique Hernández D’Jesús y Carlos Osorio. 2006 Es designado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura Coordinador de la Plataforma del Libro y la Lectura en el estado Yaracuy. Aparece su novela de anticipación Averno en la editorial El perro y la Rana, del Ministerio de Cultura. Ediciones Imaginaria y la Fundación Elisio Jiménez Sierra obtienen el Premio Nacional de Libro de Venezuela en la categoría Libro de Creación Literaria Ensayo por la publicación del libro Estudios grecolatinos y otros ensayos literarios, de Elisio Jiménez Sierra. 2007 Aparece la segunda edición de su novela Sueños y guerras del Mariscal en Ediciones B (Bruguera Venezolana). En marzo le es
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concedida la “Orden José Joaquín Veroes” en su Primera Clase, por el Consejo Legislativo del Estado y el Gobernador del Estado Yaracuy. Viaja a Ginebra, Suiza, a representar a Venezuela en un evento organizado por el Club del Libro de las Naciones Unidas, y a presentar su novela Averno en la Casa de las Asociaciones de Ginebra. Gana el Premio Nacional de Ensayo Solar del Instituto de Cultura del Estado Mérida, con su libro El espejo lúcido. Fallece en noviembre su señora madre, Narcisa Emán de Jiménez, en la ciudad de San Felipe. Se publica en el Fondo Editorial del Caribe del Estado Anzoátegui su libro de poemas Historias de Nairamá, presentado en diciembre de ese año en la Librería del Sur de San Felipe. Edita en la misma ciudad y prologa el libro de su padre La aldea sumergida, publicado por la Fundación Elisio Jiménez Sierra, en honor a su memoria. Aparece su libro de aforismos El contraescritor y otros fragmentos de vida en la editorial El perro y La rana. 2008
Asiste a la Fiesta Internacional de la Cultura en Quito, Ecuador, El Libro 2008, evento organizado por el Ministerio de Cultura de ese país. Allí lee poemas suyos en el Centro de Convenciones “Eugenio Espejo”, sede principal del evento. Comparte en un Foro sobre Narrativa Hispanoamericana con escritores de Ecuador, Colombia, México y España en la Universidad Nacional de Ecuador en Quito. Obtiene sendos diplomas de participación en los cursos “Cultura e identidad latinoamericana” dictado por José Manuel Briceño Guerrero en la Universidad Nacional Experimental de Yaracuy, y otro de un Diplomado Internacional en Participación Ciudadana y Democracia Participativa, en la Asociación de las Naciones Unidas en Venezuela y la Cátedra Libre Dag Hammarskjold de Ginebra. Nace su nieta María Auxiliadora, hija de su hija Ariadna.
2009 Aparece la edición ecuatoriana de su novela sobre Antonio José de Sucre bajo el título Sueños y guerras en la editorial del Plan Nacional de Lectura “Eugenio Espejo” en Quito, dirigida por el escritor Iván Egüez. Viaja a Santiago de Chile, donde en el mes de noviembre lee textos narrativos y dicta una charla en la Sociedad de Escritores de Chile, donde es presentado por los escritores chilenos Virginia Vidal y Reynaldo Lacámara. 2010 Fija su residencia en la ciudad de Coro, capital del estado Falcón, donde funda e imprime Fábula, revista de cultura de la región occidental de Venezuela. Se edita el primer número de la revista junto a un número especial, dedicado al poeta cubano José Lezama Lima en los cien años de su nacimiento. Dicta talleres de
narrativa y periodismo cultural en la Casa de la Poesía “Rafael José Álvarez” de Coro. Aparecen sus antologías En Micro. Antología del microrrelato venezolano editada por Alfaguara en Caracas, y Noticias del futuro. Clásicos literarios de la ciencia ficción editada en dos tomos por la Fundación Editorial El perro y la rana en el Ministerio de Cultura. La Universidad Nacional Experimental de Yaracuy publica su libro sobre cine Impreso en la retina. Crónicas de un adicto fílmico. Organiza con su compañera, la escritora Celsa Acosta Seco, el evento Festival Internacional de Poesía Palabra en el Mundo en la ciudad de Coro. Mantiene todo el año una columna de opinión en el diario Correo del Orinoco de Caracas. Nace su nieto Emiliano, primogénito de su hija Claudia. 2011 Aparece su libro de microrrelatos Divertimentos mínimos. 100 textos escogidos con pinza en la editorial La Parada Literaria de Barquisimeto, estado Lara. Es designado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, Director-Editor de Imagen, revista latinoamericana de cultura, cuya primera entrega tiene lugar. Asiste como ponente al VI Congreso Internacional de Filosofía en la ciudad de Maracaibo, y a la Bienal de Literatura “Ramón Palomares” en calidad de lector y jurado en la ciudad de Boconó, estado Trujillo. 2012 Concluye la redacción de su novela Limbo. Crónica del futuro reciente, segunda entrega de la saga iniciada por Averno en el año 2006. Inicia una columna de opinión en el semanario La Vanguardia en San Felipe, Estado Yaracuy. Forma parte de la Red de Escritores del estado Falcón. Viaja al Festival Internacional de Poesía de La Habana, Cuba, junto a su compañera, la poeta Celsa Acosta.
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— Los dientes de Raquel y otros textos. Cuentos. Ediciones La draga y el dragón, Mérida, 1973
— Tramas imaginarias. Cuentos. Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 1991.
— Saltos sobre la soga. Cuentos. Monte Ávila Editores, Caracas, 1975
— Los dientes de Raquel y otros textos breves. Cuentos. Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 1993.
— Narración del doble. Poemas en prosa. Fundarte, Alcaldía de Caracas, 1978.
— Mercurial. Novela. Editorial Planeta, Biblioteca Andina, Caracas, 1994.
— La isla del otro. Novela. Monte Ávila Editores, Caracas, 1979.
— Provincias de la palabra. Ensayos. Editorial Planeta Venezolana, Caracas, 1995.
— Los 1001 cuentos de 1 línea. Cuentos. Fundarte, Cuadernos de difusión, Caracas, 1981.
— Ficción Mínima. Muestra del cuento breve en América. Antología. Fundarte, Colección Delta, Alcaldía de Caracas, 1996.
— En búsqueda afanosa del mundo por la palabra. Entrevista y selección de poemas por Eddy Rafael Pérez. Separata de la revista Letra Continua, Barquisimeto, 1982.
— Biografías grotescas. Cuentos. Editorial Memorias de Altagracia, Caracas, 1997.
— Materias de sombra. Verso 1972- 1982. Monte Ávila Editores, Caracas, 1983. — Diálogos con la página. Ensayos. Academia nacional de la Historia, Caracas, 1984. — El silencioso. Relato. Editorial La draga y el dragón, Caracas, 1985. — Relatos de otro mundo. Cuentos. Publicaciones Seleven, Colección autores de hoy, Caracas, 1987. — El ensayo literario en Venezuela. Antología. Cinco tomos, Fundación La Casa de Bello, Caracas, 1987-1988-1991. — Relatos venezolanos del siglo XX. Antología. Selección, prólogo y bibliografía. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1989. — Una fiesta memorable. Noveleta y relatos. Editorial Planeta Venezolana, Caracas, 1990. — Mares. El mar como tema en la poesía venezolana. Antología. Edición del Banco Unión - Ateneo de Caracas, Caracas, 1990.
— Proso estos versos. Poemas. Círculo de Escritores del Estado Cojedes. 1998. — Espectros del cine. Ensayos cinematográficos. Fundación Cinemateca Nacional, Consejo Nacional de la Cultura, Caracas, 1998. — La gran jaqueca y otros textos crueles. Cuentos. Ediciones Imaginaria. San Felipe, Estado Yaracuy, 2002. — Fernando Savater. Semblanza Mínima. Reseña BiogrÁfica. Feria Internacional del Libro. Universidad de Carabobo, Valencia, 2003. — Relatos de otro mundo. Cuentos. Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 2003. — Paisaje con Ángel caído. Novela. Ediciones Imaginaria, San Felipe, Estado Yaracuy, 2004. — El hombre de los pies perdidos. Microrrelatos. Thule Ediciones, Barcelona, España, 2005. — La taberna de Vermeer y otras ficciones. Relatos. Alfaguara. Editorial Santillana, Caracas, 2005. — Averno. Novela. Fundación Editorial El perro y la rana, Caracas, 2006.
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— Historias de Nairamá. Seguidas de Amoroso. Poemas. Fondo Editorial del Caribe, Barcelona, Estado Anzoátegui, Venezuela, 2007. — El espejo de tinta. Ensayos. Fondo Editorial Ambrosía. Caracas, 2007. — Sueños y guerras del Mariscal. Novela. Ediciones B. Caracas, 2007. — El Contraescritor y otros fragmentos de vida. Pensamientos. Fundación Editorial El perro y la rana, Caracas, 2007.
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PRÓLOGO de Alejandro Sebastiani Verlezza
5
SOBRE SU OBRA NARRATIVA Las tragedias metafísicas de Gabriel Jiménez Emán, Luis Britto García
13
La imaginación y el asombro, Laura Antillano
16
Saltos sobre la soga, Ludovico Silva
25
La isla del otro, la isla de Gabriel Jiménez Emán, Carlos Danez
29
— Sueños y guerras. Novela. Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la lectura, Quito, Ecuador, 2009.
Conjuras del corazón, Juan Carlos Santaella
33
Una excursión al subterráneo, Salvador Garmendia
38
— Había una vez…101 fábulas posmodernas. Cuentos. Alfaguara, Editorial Santillana, Caracas, 2009.
La fiesta del outsider, Gabriel Mantilla Chaparro
40
El soñario y la Caja de Loreley, Ida Gramcko
43
— Balada del bohemio místico. Obra poética 1978-2006 Poemas. Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 2010.
El registro de lo fantástico, Víctor Bravo
46
El banquete imaginativo de Gabriel Jiménez Emán, Eloi Yague
51
— Impreso en la retina. Crónicas de un adicto fílmico. Ensayos sobre cine. Universidad Nacional Experimental de Yaracuy, San Felipe, Estado Yaracuy, 2010.
El infierno y sus metáforas, Rafael Garrido
56
El Averno de Jiménez Emán, una lectura desde el intertexto, Luis Mora Ballesteros
61
La resurrección del ángel caído, Julián Márquez
75
Paisaje con ángel caído, Alberto Jiménez Ure
79
Sucre en la obra de Gabriel Jiménez Emán, Guillermo Morón
82
Los cuentos breves de Gabriel Jiménez Emán, ¿Qué extremo está para arriba?, Andrea Bell
88
Fronteras del microrrelato: los textos de Gabriel Jiménez Emán, David Lagmanovich
101
— Divertimentos mínimos. 100 textos escogidos con pinza. Relatos. Ediciones Parada Creativa, Libro Súbito. Barquisimeto, Estado Lara, 2011.
Estudio de lo neofantástico en La Gran jaqueca de Gabriel Jiménez Emán, Lidia Morales Benito
124
La extraña sensatez de lo fantástico, Norland Espinoza Aguilar
135
— Consuelo para moribundos. Microrrelatos. Rótulo Ediciones. San Felipe, Estado Yaracuy, 2012..
El discurso meduseo de Gabriel Jiménez Emán en La taberna de Vermeer, Lázaro Álvarez
144
— Noticias del futuro. Clásicos literarios de la Ciencia Ficción.. Antología. Selección, prólogo y notas. Tomo 01. Fundación Editorial El perro y la rana, Caracas, 2010. — Noticias del futuro. Clásicos literarios de la Ciencia Ficción. Antología. Selección y notas. Tomo 02. Fundación Editorial El perro y la rana, Caracas, 2011. — En Micro. Antología del microrrelato venezolano. Selección, prólogo y notas. Alfaguara Serie Roja, Editorial Santillana, Caracas, 2010.
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Intromisión, desenrrollo y enlace de fábula, Luis Barrera Linares
151
Había una vez…, Ricardo Gil Otaiza
158
SOBRE SU POESÍA El doble de Ludovico, Ludovico Silva
163
Temporalidad y poesía en Gabriel Jiménez Emán, Lubio Cardozo 167
MISCELÁNEA Y ENTREVISTA De cómo Gabriel Jiménez Emán cambió su vocación de médico, Julio Romero Parra
229
Gabriel Jiménez Emán, celebración y literatura, Alejandro Sebastiani Verlezza
234
La isla del otro, Baica Dávalos
241
Existir como un gran deseo, Ramón Palomares
173
Los tiempos en que conocí a Jiménez Emán, José Esteban Mantilla
244
Emán de la sombra, Gabriel Mantilla Chaparro
177
Dos cartas desde Roma, Víctor Valera Mora
248
Materias profanas: el cuerpo poético de Gabriel Jiménez Emán, Alberto Hernández
Con Gabriel me he cantado a Los Beatles, William Osuna
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Los otros Gabriel, Gustavo Pereira
189
Entrevista. Gabriel Jiménez Emán: “Soy un fabulador y un artesano de las palabras”, Alberto José Pérez
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TESTIMONIO FOTOGRÁFICO
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CRONOLOGIA de Gabriel Jiménez Emán
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BIBLIOGRAFIA MÍNIMA
276
Con Proso estos versos, Gabriel me salva en la raya, Salvador Garmendia
193
El bohemio místico baja de su casa, César Seco
195
Materias de sombra, Oscar Rodríguez Ortiz
200
SOBRE SUS ENSAYOS Y ANTOLOGÍAS Gabriel Jiménez Emán en el espejo de la tinta impresa, Carlos Yusti
209
Para explorar Provincias de la palabra, Simón Alberto Consalvi
213
Crónica para cinéfilos, Alí E. Rondón
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La lectura como principio de placer en Ficción mínima, María Antonieta Flores
220
Relatos y ensayos venezolanos del siglo XX en dos antologías, Pascual Venegas Filardo
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Vi単eta de Javier Ferrini