La escucha del ojo

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Textos inevitables #04

LA ESCUCHA DEL OJO Un recorrido por el sonido y el cine

Marina Hervás


Marina Hervás es Doctora en Filosofía por la Universidad Autónoma de Barcelona (gracias a una beca FPU), licenciada en Filosofía (Universidad de La Laguna), licenciada en Historia y Ciencias de la Música (Universidad de La Rioja) y Máster en Teoría del Arte y Gestión Cultural. En 2012 obtuvo el primer premio nacional de investigación en ciencias sociales y humanidades Arquímedes del MECD. Ha realizado estancias pre- y posdoctorales en el Instituto de Investigación Social de Frankfurt y en la Akademie der Künste de Berlín. Actualmente es profesora ayudante doctora del Departamento de Historia y Ciencias de la Música de la Universidad de Granada.


Textos inevitables #04


La escucha del ojo Un recorrido por el sonido y el cine ©Marina Hervás Editado por Producciones de Arte y Pensamiento / PROAP con la colaboración de Museology. Juan de Iziar, 5 28017 Madrid – España Telf. +34 91 404 97 40 www.exitmedia.net Editora: Clara López Directora de la colección: Rosa Olivares Editora adjunta: Marta Sesé Corrección: Clara López, Marta Sesé y Jorge Van den Eynde Diseño de la colección: Jaime Narváez Impreso en España por Escritorio Digital, Madrid Depósito Legal: M-37451-2021 ISBN: 978-84-120832-6-2


Textos inevitables #04



La escucha del ojo

Un recorrido por el sonido y el cine

Marina Hervás



Introducción

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Primera parte: párpado

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El saber a través de la mirilla

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El becerro de oro

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El punzón

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Lo mudo no implica lo sordo

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La política de los talkies

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El tiempo

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Segunda parte: tímpano

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Lo que no debe ser oído

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Lo cotidiano y lo normal

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Lo imposible y lo monstruoso

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INTRODUCCIÓN Quien ya no tiene ninguna patria, halla en el escribir su lugar de residencia. —Theodor. W. Adorno Me hago cargo: es poco elegante comenzar cualquier texto negando lo que es. La fuerza afirmativa de frases tipo “este libro trata de” alivian cualquier atisbo de duda sobre el propio contenido, tanto para los ojos lectores como los dedos escritores. El abandono de esa elegancia puede ser osado y valiente, depende de cómo se mire. En mi caso, quizá simplemente no tenga otro remedio. Lo intentaré: este libro se propone explorar ciertos usos del sonido en el cine y preguntarse, críticamente, qué escuchamos. A partir de esta descripción, es más sencillo decir lo que no es: no es una historia de la música en el cine —pues se considera que algo así es, en realidad, imposible—, tampoco es un estudio sistemático sobre distintas funciones de la música y el sonido en el cine, ni tampoco una propuesta de recursos técnicos o pedagógicos. Este libro no busca establecer un modelo nuevo para clasificar tipos y formas de música en el cine. Sería aún menos elegante que claudicar ante el empeño afirmativo el tratar de acreditarme como analista cinematográfica, en general, y en este libro, en particular. Por eso, renuncio a una disposición sistemática o escolástica de teorías y modelos de manera ordenada según los estándares académicos. La renuncia a que tampoco sea una historia de la música en el cine o del sonido en el cine, aparte de por extensión, capacidad

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y sentido, es porque me interesa más la pregunta que se hace Georges Didi-Huberman para repensar la historia del arte. Dice: “¿Qué concepción del arte admite que se haga historia de él? ¿Y qué concepción de la historia admite ser aplicada a las obras de arte?”1. Si sustituimos el “arte” por el cine, la pregunta queda así: “¿Qué concepción del cine admite que se haga historia de él?”: se pone en el centro, por tanto, más que la búsqueda de categorías estables y aplicables universalmente, qué se tiene por cine para que se haga “una” historia del cine. Lo que planteo, a modo contrahistórico, por así decir, es que pensar estas concepciones subyacentes del cine implica hacer una revisión de la jerarquía de los sentidos, es decir, trazar algunas reflexiones —que se resisten a ser historiadas— del cuerpo desde el cine. En pocas palabras, la historia del cine se ha construido desde la primacía de lo visual. Por tanto, si la historia del cine se basa en lo visual, repensar el sonido en el cine rearticularía la propia noción de cine y el contradictorio silenciamiento social del sonido. El nada casual “olvido” del cine del sonido, tantas veces ausente en los libros sobre cine, tiene que ver con cierta separación de la música del resto de las artes. La supuesta necesidad técnica para entender verdaderamente “la” música —así como su distinción con respecto al entramado sonoro— redunda en su exclusión. Confluyen, como marco teórico, mis dos ámbitos de trabajo e investigación: la música y la filosofía. La filosofía de la música (¡del sonido!), que es una disciplina aún bastante desconocida y casi embrionaria (aunque encontramos sus vestiDidi-Huberman, Georges, La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg, Madrid, Abada, 2009, p. 13. 1.

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gios, en realidad, en el propio origen de la filosofía), pone en relación la historia de las ideas con la del sonido. Es decir, la música y el sonido son tratados como aparatos y dispositivos culturales que convergen con la práctica cinematográfica, que pasó buena parte de sus primeras décadas tratando de acreditarse como arte y no solo como invento. En ese proceso, el componente sonoro juega un rol fundamental. Lo que se defiende, por tanto, es que el cine nunca fue concebido exclusivamente desde lo visual, sino que se postula como audiovisual desde su origen. La inter(in)disciplina no es solo una metodología, sino que también afecta a la idea de “objeto de estudio”. Por eso, dialogan en este libro propuestas artísticas y modelos teóricos que, aparentemente, no tienen mucho que ver entre sí. La renuncia al orden cronológico o a la recopilación de interpretaciones y postulados surge de mi afinidad (electiva) con lo que Walter Benjamin propone para la historia: “El curso de la historia, representado bajo el concepto de catástrofe, no puede reclamar del pensador más que el caleidoscopio en las manos de un niño, que a cada giro destruye lo ordenado para crear así un orden nuevo”2. En pocas palabras, no solo el enfoque o la metodología influye sobre cómo nos posicionamos con respecto a ese “objeto de estudio”, sino que, el modelo múltiple y heterogéneo que propongo —al menos tentativamente— también asume un objeto que se hace y rehace cada vez, que no es estático y eterno. Igual que no podemos hablar propiamente de “la” música, tampoco se acepta el singular para cine ni para “su” sonido. Pensar significa desordenar. Benjamin, Walter, “5”, Parque Central, Obras completas, I-2, Madrid, Abada, 2008 p. 266. 2.

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Constantemente me atraviesa, en la escritura, la pregunta sobre el límite de los ejemplos y la propia noción de cine. Sea lo que sea, el cine sirve como aparato cultural desde el que pensar, de otro modo, el sonido; y, dentro de él, la música. Esta es, quizá, de las pocas certezas del texto que tienen entre sus manos: la negativa a separar el sonido de la música. ¿De qué otra cosa está hecha, sino de sonidos, la música? En este sentido, este libro une, a propósito, ambos. La separación entre ellos —a las que se añaden el ruido y el silencio— son más ideológicas, provisionales, frágiles y emborronadas de lo que nos gustaría. Se ha intentado definir muchísimas veces la música, y en muchas ocasiones se ha tratado de distanciarla del “mero sonido” —¡mucho más del mundanal ruido!—. El sonido en el cine es una tarea pendiente desde el propio origen del cine. Toda película es una nueva proposición al respecto. Aunque, en muchas ocasiones, se hace muy difícil no caer en el dogmatismo al establecer la frontera de lo musical y lo sonoro, celebro que se hayan derrumbado, al menos parcialmente, los bordes. Así que no seré exhaustiva pero sí heterogénea. Desde donde parto en mis intereses con estos asuntos es de lo que se destila de un clásico moderno de los temas sonoros, a saber, Ruidos. Una economía política de la música, escrito por Jacques Attali en 19773. Ahí se defiende algo parecido a que la música es una organización política del ruido. Independientemente de los derroteros y actualidad de la obra de Attali, esta propuesta sirve para acentuar que, pese a los esfuerzos por hacer de Attali, Jacques, Ruidos. Una economía política de la música, Madrid, Siglo xxi, 1995. 3.

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los sonidos en el cine algo complementario a la imagen o por definir el cine estrictamente desde ella, el sonido es, al mismo tiempo, una forma de resistencia a las propuestas de representación que otorga la imagen y un posicionamiento sobre la política que ordena el ruido. Siempre es enigmática nuestra relación con el pasado. Solo algunos saberes lo dan por cancelado, como si pudiese tomarse como un registro de una etapa anterior al punto en el que nos encontramos. Estos saberes creerían, por tanto, en el progreso del saber. Sin embargo, en muchos otros, como por ejemplo los saberes sobre las artes, hay una derrota preestablecida con respecto a cualquier anhelo de cancelación del pasado: el pasado está volviendo constantemente y adopta, cada vez, una forma distinta, incluso a veces se presenta de muchas maneras de forma simultánea. No hay un único pasado ni una única forma de conjurarlo. Esta es una de las explicaciones de por qué este libro no ofrece un acercamiento cronológico —tampoco se respetan demasiado las distancias espaciales— sino que trata de registrar los diálogos subterráneos, las apariciones fantasmales, que se dan en el cine entre sus propias creaciones y las que se encasillan en otras artes. Por eso, es probable que los historiadores ortodoxos se sientan decepcionados. No obstante, aquellos que piensan la historia —como nos enseñó, de nuevo, Benjamin— como ruinas que son indicios de pasados posibles, encontrarán en estas páginas el cine tratado como trocitos de piedra y cerámicas. Esto se refiere, básicamente, a que no se puede decir que Francisco de Goya sea peor o mejor que Pablo Picasso

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por haber pintado antes o después y porque las propias categorías (heredadas de la moral) sobre “bueno” o “malo” aplicadas al arte tienen su recorrido, sentido y justificación históricas; y es algo que podemos (¡debemos!) rastrear. El diálogo entre Goya y Picasso está abierto y vivo. La cultura, de hecho, se fragua gracias a estos diálogos imaginarios entre seres que habitaron la tierra en momentos muy diversos. Creo que, si algo tenemos que hacer los que nos dedicamos a estas cosas, es encontrar rutas nuevas y sorprendentes para esos diálogos. Al final, me temo, nos preocupan cosas similares desde hace miles de años. La crítica al progreso en las artes tiene otra consecuencia crucial en estas líneas: los ejemplos no se corresponden a una construcción hegemónica sobre “el” cine. Más bien todo lo contrario: pretenden desmantelar las categorías de “cine de autor”, “experimental” o “comercial” (etc.), es decir, indirectamente mostrar la provisionalidad de las categorías. La reflexión de fondo es pensar quién y para qué se construyen estas categorías. Se constituye, así, un recorrido por el cine desde la vista y los oídos, con el objetivo de poner en cuestión el rol subsidiario de la escucha y mostrar cómo justamente, en la construcción sonora del audiovisual, se cuelan algunas preinterpretaciones o construcciones ideológicas, se dirige nuestra reacción emocional o se acota la lectura del sustrato narrativo. No hay nada meramente cosmético en la construcción subalterna del sonido frente a la imagen, sino más bien todo lo contrario: la imagen se construye como aparato normativo y significativo a partir de su relación con el

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sonido en el cine. Toda decisión sobre los productos culturales es una decisión sobre la propia definición de cultura y, por eso, no hay nada neutral. De eso, diría, va este libro.



PRIMERA PARTE PÁRPADO

El saber a través de la mirilla Lo que se ve es lo verdadero. Al menos eso prometía la corriente dominante del pensamiento griego antiguo1. La jerarquía de los sentidos, en la que la vista tuvo un puesto primordial, aparece plenamente desarrollada en la Metafísica de Aristóteles. Su defensa de la vista se debe a que, a su juicio, “esta es, de las sensaciones, la que más nos hace conocer y muestra múltiples diferencias” (985a). Nos ayude a conocer “más” o no, lo cierto es que la vista ha tenido un rol privilegiado que ha derivado en lo que se ha llamado “visuocentrismo” u “ocularcentrismo”. No solo persiste la centralidad de la visión como sentido, sino todas las metáforas derivadas de lo visual (y, especialmente, con la luz): “arrojar luz”, “iluminar alguna cuestión”, “idea” (que deriva de eido, “yo vi”), etc. Tenemos poderosos argumentos, desde los estudios fisiológicos y de la evolución, para afirmar que, efectivamente, la vista es más precisa, capaz de captar a más distancia y más información que el resto de sentidos2. La importancia Jay, Martin, “El más noble de los sentidos”, Ojos abatidos. La denigración de la visión en el pensamiento francés del siglo xx, Madrid, Akal, 2007, pp. 25-34. 1.

Véase Jay, Martin, Ojos abatidos. La denigración de la visión en el pensamiento francés del siglo xx, Madrid, Akal, 2007. 2.

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de la vista para el conocimiento —y su reconocimiento como la más eficaz para dominar lo que se nos muestra— ha llevado a la paulatina separación y jerarquización de los sentidos. Don Ihde considera que, en nuestra forma de conocer, experimentamos dos procesos3: la reducción a la visión, que implicaría la convergencia del saber con lo ofrecido a la vida, en la línea de lo que veníamos comentando; y una reducción de la visión, que se agotaría en las cosas. Las ideas, por mucho que su nombre etimología se relacione con la vista, no se refieren a nada que pueda verse directamente. Por tanto, la vista se vuelve alegórica, en “el ojo de la mente”. El interés protagonista por la visión y la asunción, en general, de la percepción como un mero primer paso en el ascenso del conocimiento, cuyo destino son las ideas, ha adquirido diferentes formas a lo largo de la historia del pensamiento. Esto ha ido en detrimento de otras formas de percepción y la configuración de una noción específica del pensamiento mismo y de la filosofía en particular. Es lo lleva a Jean-Luc Nancy, por ejemplo, a preguntarse si “¿es la escucha un asunto para el cual la filosofía sea capaz? […] ¿Acaso el filósofo no sería aquel que siempre entiende (y que lo entiende todo) pero que no puede escuchar, o más precisamente, aquel que en sí mismo neutraliza la escucha, y que lo hace para poder filosofar?”4. Con esto, Nancy no quiere menospreciar, de nuevo, la escucha, sino poner en cuestión si la filosofía no se ha consIhde, Don, Listening and Voice. Phenomenologies of Sound, Nueva York, State University of New York Press, 2007, p. 8. 3.

Nancy, Jean-Luc, A la escucha, Buenos Aires/Madrid, Amorrortu, 2007, p. 11.

4.

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tituido en torno a las discusiones que emergen en relación a la visión y, por tanto, reivindicar el rol de la escucha exigiría, radicalmente, otra forma de pensar. Frente a la vista, que es capaz de dirigirse directamente a sus objetos, el oído parece ofrecer más dudas que certezas. Se podría rastrear aquí una cierta economía de los sentidos. Mientras que la tarea del ojo está marcada por el “esfuerzo permanente” de captar el mundo y darle forma a los objetos, parece que el oído hace que se “promueva la locura de que el mundo mismo no está del todo racionalizado y de que éste ofrece un espacio para lo no controlado”5. El descontrol va, así, desde la creencia primigenia de que los dioses se expresaban en los truenos o en los temblores de la tierra (que se expresaban de manera “no visible”) hasta el desasosiego de escuchar nuestra propia voz en una grabación, como si no perteneciera a la “imagen” que tenemos de nosotros mismos. Encontramos varias excepciones que complejizan estas cuestiones, como la “fiesta de los sentidos” que representan algunos rituales. La misa, en el entorno cristiano, mantiene con sus más y sus menos esta fiesta: la comunión aviva el gusto, el canto o la salmodia a los oídos, la disposición del altar y la decoración —o su ausencia— reclama la vista, los aceites y los botafumeiros al olfato, las manos del resto de los fieles en la dación de paz activan el tacto entre cuerpos. No obstante, esta “fiesta de los sentidos” no invita a que se entremezclen entre sí, sino a que convivan separadamente, pues mantener su distancia permite detectar sus virtudes y defectos. Adorno, T. W., Disonancias. Introducción a la sociología de la música, Madrid, Akal, 2009, p. 232. 5.

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Da cuenta, a su vez, del deseo de que no haya separación programática entre las formas de percibir. Esta propuesta choca con las líneas dominantes en las teorías del arte que jerarquizaban no solo nuestros sentidos, sino también los saberes que surgen a partir de ellos. Los eternos debates sobre el orden de las artes (si era modelo para las demás la pintura, la poesía o la música, por ejemplo), que tuvieron calado hasta el siglo xx, tenían ciertos ecos críticos cuyo despliegue más significativo comenzó con el desarrollo de las vanguardias. Uno de los puntos de partida de esta larga discusión sobre los sentidos aparece en Laocoonte o los límites de la pintura y la poesía de Gotthold Ephraim Lessing, publicado en Berlín en 1776 (119 años antes del surgimiento del cine). Lessing se centra en darle vueltas a la sentencia de Horacio (el mismo que dijo lo de “Carpe diem”, para más señas) “Ut pictura poiesis”, es decir, “como la pintura, así es la poesía”. Allí, como otros teóricos de su época, lo que plantea, dicho muy rápidamente, es que las artes no pueden disolverse unas en otras porque trabajan desde ámbitos y materiales que tienen exigencias divergentes. La pintura y la escultura, por ejemplo, se dedican a explorar el espacio, mientras que la poesía, como la música, se encargan del tiempo. A partir de esta separación no solo perceptual, sino también temática, muchos pensadores tomaron el relevo y comenzaron a reflexionar a si verdaderamente el tiempo no puede espacializarse y viceversa, o si no podríamos pensar en la convergencia entre el espacio-tiempo… Aparte de la teoría, están también las prácticas artísticas. El arte, que por lo general es más díscolo que complaciente, se ha encargado de romper

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con la lógica de estos posicionamientos que tan bien encajan en la teoría (quizá, precisamente por eso, sigue en movimiento la teoría del arte). El éxtasis de Santa Teresa (1645-1652), de Gian Lorenzo Bernini, es uno de entre tantos ejemplos. El grupo escultórico está situado en la capilla Comaro de Santa Maria della Vittoria, en Roma. En el centro de la capilla se sitúa Santa Teresa a punto de ser atravesada por el fuego místico, rodeada de rayos luminosos. Pero, en realidad, lo que vemos es su celda en un escenario que observan, desde dos palcos, un selecto público. El lugar que ocupamos nosotros, frente al momento de máxima intensidad e intimidad de Santa Teresa, es el del público de platea de esa capilla convertida en teatro. Más allá de la unión entre artes —escultura, arquitectura y teatro, al menos— que nos ocupa, ¿no nos propone Bernini una ficción dentro de una ficción? ¿No nos habla, desde la supuesta detención de la escultura convertida en objeto teatral, del anhelo del ojo por captar el tiempo que se esconde en los objetos? El deseo de convergencia solo era pospuesto, aparentemente, por limitaciones técnicas y estéticas, pero tiene múltiples expresiones desde finales del siglo xix —cuando surge el cine— y se convierte en elemento clave —que casi hiere de muerte al arte, si no ha estado supurando, en realidad, desde siempre— a partir de la década de los sesenta. Buena parte de las definiciones del cine que lo siguen reduciendo a la imagen y a lo visual —más o menos intencionadamente— dejan de lado, por tanto, nuestro deseo de que sea posible el encuentro entre percepciones y experiencias distintas y a veces contrapuestas. No solo sonoras, sino

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también de otra índole. La necesaria filiación del cine con la cronofotografía —cuya batalla ¿ganó? Eadweard Muybridge frente a Étienne Jules Marey o Georges Demenÿ, que no fueron capaces de separar el movimiento fotograma a fotograma, sino en un despliegue corrido donde vemos al mismo cuerpo expandido— da cuenta de esto. Captar el secreto del movimiento, es decir, llevar lo temporal a lo espacial, casi como una fascinación, estaba ya en la cronofotografía, en gran parte de la vanguardia pictórica (solo hace falta recordar el Desnudo bajando una escalera, de Marcel Duchamp) y en el primer cine, como ejemplifica la hipnótica Serpentine Dance (Thomas Edison, 1894) o, más cerca del impresionismo, Effets de mer (Alice de Guy, 1906) —que bien podría sugerir una relación más o menos implícita con obras como La Mer L. 109 de Achille Claude Debussy—. (No sé, ahora que lo escribo, dónde acaba el “primer cine” de todo lo demás, pues parece que siempre el cine se reescribe a sí mismo). El mismo entusiasmo por la posibilidad de la convergencia vuelve a aparecer en Entr’acte (René Clair, 1934) con su atención coreográfica al contar con Francis Picabia y en lo musical al confiar en Erik Satie, pero también la cercanía a la pintura como la de Léopold Survage –véase Ville (1924).

El becerro de oro Lo que se ve es solo un sucedáneo de lo verdadero, pues lo verdadero es lo que no podrá verse nunca. Es lo que se esconde tras la noción judeocristiana de Dios, en la que lo ver-

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dadero es el habla divina, que tiene la capacidad de nombrar directamente lo que comienza a existir. De este modo, la unión entre habla y creación constituye el núcleo de su relato fundante: “Y Dios dijo: ‘Sea luz’, y fue la luz” (Gs: 3)6. Este habla capaz de crear da cuenta del origen sonoro de muchas religiones. La voz supranatural venía de un sitio indeterminado fuera del mundo. A veces esta voz era comprensible por los humanos completamente, muchas solo parcialmente (debía ser interpretada), otras se mantenía como un misterio. Viajemos miles de años atrás. No tenemos una explicación para las tormentas. Y, de pronto, escuchamos un trueno rugir. El cielo se ilumina con un rayo. La mente primitiva, aterrorizada, asumió que algún tipo de Dios debía enviar, mediante ambos signos, algún mensaje. Los tambores trataban de imitar esos sonidos naturales e invocar a sus causantes. La música, de este modo, mimetiza de alguna forma el poder que se esconde en el ruido con el que se expresan los dioses en la naturaleza. En muchas ocasiones, “aliento”, “voz” y “decir” se confunden. De hecho, la creación desde el habla como una forma de creación es una relectura de la idea del aliento, del espíritu, que exhala vida al mundo, presente en la antigua Grecia o en el antiguo Israel7, y que termina en su identificación. Eso lleva a una decisión fundamental y originaria de nuestra cultura: la primacía del contenido (lo que se dice) sobre el propio decir, el sonido, la voz. De este modo, se retira la aparición 6.

La edición de la Biblia que se utiliza es la Reina Valera de 1995.

Cavarero, Adriana, For more than one voice. Toward a philosophy of vocal expression, California, Stanford University Press, 2005, p. 20. 7.

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por el habla, por el sonido, a partir de lo que la voz dice, de su contenido. Adonde nos lleva esto es a la constatación de que el Dios invisible cristiano, que se revelaba a través de la palabra, comienza a representarse como contenido y va perdiendo, poco a poco, la primacía de la aparición en sí misma. Adriana Cavarero explica, así, que “en la tradición hebrea, la Palabra sagrada es, antes que nada, un evento sonoro, un hecho que se confirma en el mismo nombre de la Biblia, miqra o ‘lectura, proclamación’. En la tradición cristiana, por otro lado, ‘la Palabra se cristaliza en la escritura […] o Biblia, el plural del griego biblion [libro]’”8. Si Dios es el que se proclama, el que se nombra a sí mismo en su aparición como sonido, no habría forma de traducción de su habla en palabra humana, según el pensamiento judío. Todo sería un sucedáneo. El desdibujamiento de las fronteras, en el marco cristiano, entre proferir y el contenido, donde termina imponiéndose el “mensaje”, hace posible la transmisión de Dios por otros medios. De aquí deriva uno de los debates abiertos en la teología: el que confronta la posibilidad y pertinencia de la representación de la divinidad. El punto de partida se encuentra en el episodio del becerro de oro (Ex: 32, 1-5) Viendo el pueblo que Moisés tardaba en descender del monte, se acercaron entonces a Aarón, y le dijeron: Levántate, haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque a este Moisés, el varón que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido. Y Aarón les dijo: Apartad los zarcillos de oro que están en las orejas de

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Ibidem, p. 22.

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vuestras mujeres, de vuestros hijos y de vuestras hijas, y traédmelos. Entonces todo el pueblo apartó los zarcillos de oro que tenían en sus orejas, y los trajeron a Aarón; y él los tomó de las manos de ellos, y le dio forma con buril, e hizo de ello un becerro de fundición. Entonces dijeron: Israel, estos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto. Y viendo esto Aarón, edificó un altar delante del becerro; y pregonó Aarón, y dijo: Mañana será fiesta para Jehová.

Que el pueblo de Israel adorase a un becerro —a una figura que sustituye, de forma más o menos metafórica, a Dios— no le hizo ni pizca de gracia a Dios (Jehová) y amenazó con “encender su ira contra ellos” (Ex: 32, 10). Tal y como se nos cuenta, fue gracias a la súplica de Moisés como se contuvo el enfado del todopoderoso —que siempre está vigilante. El discurso de Atenas de San Pablo (Hechos 17:29) sienta la base del problema de fondo, esto es, la duda de si es posible que meros objetos mundanos den cuenta de la inefabilidad e infinitud divina: “Si somos estirpe de Dios, no podemos pensar que la divinidad se parezca a imágenes de oro o de plata o de piedra, esculpidas por la destreza y la fantasía de un hombre”. Con esto, San Pablo se pregunta hasta qué punto puede una representación reflejar aquello que promete representar. Sobre estas cuestiones se han escrito y se siguen escribiendo numerosos textos, en los que se trata de dilucidar —más allá de la cuestión teológica— qué puede una representación. La derrota de la representación es algo que experimentamos constantemente en la vida cotidiana: ¿a quién no le ha pasado que ciertas palabras no son capaces de expresar lo que sentimos, lo que somos o lo vivido? Es como ese

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bolero que comienza lamentándose de que “nadie comprende lo que sufro yo…”. (“Perfidia”, Alberto Domínguez, 1939). Si no es posible “atrapar” en una representación aquello que se quiere representar, se extrae una consecuencia fundamental: “la imposibilidad de la cultura occidental de poseer plenamente el objeto de conocimiento”9. Esta inatrapabilidad se encuentra de fondo en la noción de Heráclito que anuncia que no nos bañaremos dos veces en el mismo río. Ernst Bloch sugiere, de hecho, que la música surge como “deseo sonoro de lo no presente”. Para explicar esto, sigue la fábula de Siringa y Pan de Ovidio. Siringa, aterrada por la persecución de Pan, que probablemente acabaría en violación, le pide a la naturaleza que la conviertan en junco. Pan al darse cuenta de la transformación, construye con los juncos en los que ha devenido Siringa una flauta con la que invocar a la ninfa. Es su forma de tocar lo nopresente. Lo que aparece en el sonido no es Siringa, ni siquiera una copia de ella, sino la negación y constatación de su aparición. Por eso, dice Bloch, la música tiene su origen en lo anhelante. Para él, la flauta de pan era el instrumento que —todavía hoy— se utilizaba para calmar penas, para llorarlas a través de la música al mundo. La música llama a eso que anhela, lo que la convierte en “expresión humana de un sueño-deseo sonoro”10. Pero, al mismo tiempo, tal “expresión humana” no obedece

Agamben, Giorgio, Estancias, Valencia, Pre-Textos, p. 12. Agamben piensa sobre esta cuestión desde otro prisma específico, a saber, la escisión entre la poesía y la filosofía, aunque el núcleo del problema es el mismo: «la poesía posee su objeto sin conocerlo y la filosofía lo conoce sin poseerlo» (Ibidem). 9.

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Bloch, Ernst, El principio esperanza 3, Madrid, Trotta, 2007, p. 154.

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específicamente a ninguna forma de lenguaje codificado, unívoco. Lo anhelante tiene algo de lo inexpresado, pero no porque algo falte, porque haya que refinar el modo de expresión, sino porque en sí no permite ser atrapado del todo. En este caso: menos mal. Parece que los avances (sic) tecnológicos y científicos han sustituido la promesa de la relación entre “ver y saber” a favor de saber lo que no se ve (todavía) y que, por tanto, no podemos saber: por eso hablamos de “visionarios”. De este modo, la centralidad de la vista para el saber se distancia del presente y se dispone hacia el futuro o, incluso, hacia aquello más allá del tiempo. El estar fuera del tiempo sustenta la teoría que explica, fisiológicamente, el “engaño” perceptivo en el que se basa el cine: “la persistencia de la visión” o la “persistencia retiniana”. Tomemos una cuerda. En su mitad, pegamos un círculo de papel donde hay dibujado un pájaro y le oponemos, dejando la cuerda en medio, otro círculo donde hay una jaula: ¡Felicidades! ya han construido su primer traumatropo, diseñado por John Ayton Paris en 1824. Giramos la cuerda: el disco girará, a su vez, “dejándonos ver” al pájaro dentro de la jaula. Este efecto óptico, que genera movimiento (el pájaro que “entra” en la jaula donde hay dos imágenes separadas), es en lo que consiste la “persistencia retiniana”. Básicamente, lo que explica esta persistencia es que nuestro ojo sigue viendo lo que sea que esté viendo un poco más de tiempo, la imagen “persiste” y eso lo que nos permite unir imagen a imagen y no entenderlas de forma separada. Lo que muestra el traumatropo es que nuestra percepción se basa en un “falso” tiempo que genera un “falso” espacio, pues no hay en realidad ningún momento, más que en nuestra percepción,

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en el que el pájaro esté efectivamente dentro de la jaula. Nuestro “error” perceptivo, el de creer que hay movimiento donde no lo hay, desmiente nuestra experiencia cronológica habitual del tiempo, que parece que meramente avanza. Sea por tradición judeocristiana o sea por la física decimonónica, que se dedicó a estudiar estas peculiaridades de la vida, el caso es que el cine surge, en cierto modo, de la constatación de que lo que se ve no es lo verdadero. En su origen aparece una dicotomía clave, la que se da entre mostrar lo aparentemente verdadero, lo “real”; o, por el contrario, ir más allá de lo real —sea esto lo que sea. Parece que esta dicotomía es la que se presenta entre los hermanos Lumière (Auguste Marie Louis Nicolas Lumière y Louis Jean Lumière) y Georges Méliès, si los podemos entender como pioneros del cine y de dos formas de comprender sus virtudes. De este modo, el cine se proponía, en la línea de los Lumière, captar —desde el oportuno engaño de nuestra visión— la realidad tal y como es. Méliès, por su parte, trató de aprovechar —a veces con descubrimientos casuales— el nuevo medio para desplegar todo un entramado de trampantojos. Es decir, regodearse en ese engaño inaugural. Toda forma de creación, en realidad, es una forma de confrontación con respecto a la realidad. Por lo tanto, es el alcance de lo cotidiano lo que se pone en juego. Ambas posturas se condensan en dos opciones: Ver para creer y creer para ver. La primera es la que radicaliza lo que propone la filiación entre ver y conocimiento cuando la vista parece que no es suficiente. Hay que creer en lo que se ve para que se haga objeto de conocimiento. Es así, al menos,

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como se nos presenta la resurrección de Cristo, como mito fundante de la posibilidad de lo extraordinario: Mientras ellos aún hablaban de estas cosas, Jesús se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros. Entonces, espantados y atemorizados, pensaban que veían espíritu. Pero él les dijo: ¿Por qué estáis turbados, y vienen a vuestro corazón estos pensamientos? Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Y diciendo esto, les mostró las manos y los pies (Lucas 24: 36-39).

La otra opción es creer para ver. Como, por ejemplo, creer que el tren de L’arrivée d’un train à La Ciotat (Lumière, 1895), mostrado como tan verdadero, iba de hecho a traspasar la pantalla. Este es el mito fundante11 del cine: se cuenta que los espectadores del Grand Café donde se proyectaba la película huyeron despavoridos ante la posibilidad de ser arrollados. Esto nos abre una narrativa épica del cine como capaz de provocar cambios en la percepción. El mito fundante no es tanto el de los burgueses aterrorizados, sino el de que el cine era capaz de hacer posible lo imposible: dar por “real” un tren filmado o dar por presente algo que sucedió en otro espacio-tiempo, por ejemplo. La confianza en las virtudes de la vista deriva en la confusión entre poder y querer ver. La erótica del ojo consiste en querer verlo todo, incluso aquello que no puede Martin Loiperdinger, “Lumiere’s Arrival of the Train: Cinema’s Founding Myth”, en The Moving Image 4(1), 2004, pp. 89-118. 11.

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o no debe ser visto. De esto da cuenta Siegfried Kracauer a colación de Jazz Dance (Roger Tilton, 1954): Las filmaciones de bailes a veces constituyen una intrusión en la intimidad del bailarín. Su olvido de sí mismo y su arrobamiento pueden manifestarse en extraños gestos o en distorsionadas expresiones faciales que, en principio, no deberían ser vistas por nadie, salvo por quienes no pueden observarlas por estar, precisamente, participando en el baile. Contemplar estas secretas exhibiciones es como un acto de espionaje; uno siente rubor al entrar de ese modo en un reino prohibido, donde lo que sucede debe ser experimentado y no observado. No obstante, la virtud suprema de la cámara consiste, precisamente, en sacar a relucir al voyeur que todos llevamos dentro12.

El cine nos promete, precariamente, ponernos en un lugar imposible —aunque profundamente anhelado— para el teatro o la pintura: en medio del meollo. Nos baja al centro de la pista, vemos el sudor de los que bailan, sus caras deformadas por el movimiento, la luz que cambia los cuerpos; y de pronto los pies y las manos y el cachete inflado del trompetista. Si no somos parte de los que bailan: ¿somos ese tipo raro que solo mira? Este aspecto resulta definitivo para establecer una diferencia con respecto a otros bailes previos, como el de ¡Qué bello es vivir! (Frank Capra, 1946), en el que estamos lo suficientemente cerca —y lejos— de los protagonistas como para poder entender el amor que ya Kracauer, Siegfried, Teoría del cine. La redención de la realidad física, Barcelona, Paidós, 1996, p. 69. 12.

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intuimos que va a surgir entre ellos, tener una perspectiva objetiva del juez (pues estamos en un concurso de baile) y como para que crezca nuestra atención ante lo que puede acabar en desastre con la apertura del suelo bajo los pies de los bailarines (escuchamos la estratagema bastante bien porque el volumen de la música se baja oportunamente). En la estela de Tilton —en una época en la que la música no “académica” buscaba acreditarse como música digna— se encuentra la escena del baile de Bajo el signo de Leo (Eric Rohmer, 1962). Se intercala la cámara objetiva y subjetiva que nos coloca en el centro de la fiesta, donde se coloca también el centro de la acción. Nos estamos colando, como mirones y escuchantes, en ese intento (frustrado) de ligue del protagonista. Ya no solo somos los que miramos sin bailar dentro de una masa fragmentada, como en Tilton, sino que aquí nos situamos tan cerca —y, de nuevo, la música de la banda baja su volumen tan oportunamente— que podemos escucharlo todo, escuchar demasiado de la conversación entre los dos bailarines.

El punzón El asombro es fundante para el conocimiento filosófico, según nos cuenta Aristóteles en su Metafísica (982b). Hasta que un día dejamos de asombrarnos, pues parece que todo se entiende de suyo o que ya tenemos herramientas para darle una explicación. Nos da pereza el asombro constante. “Ya no descubrís nada ni os admiráis como si fuerais niños

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delante de la linterna mágica […]. Habéis modulado de mil maneras su relación con lo real y con la ilusión, con la historia, con el sueño y la leyenda, sus técnicas en relación a la imagen, al rodaje o al montaje”13, nos reprocha Nancy. Nos advierte, sin embargo, de que esta desconfianza en el asombro podría anunciar otras formas de percepción: “[…] de esa manera habéis extraído, poco a poco, una posibilidad de mirada que no es ya exactamente una mirada sobre la representación, ni una mirada representativa”14. El agotamiento se expresa, muchas veces, en el aparente “exceso” de imágenes que parece que, por un lado, facilitan, potencialmente, poder verlo todo; y, por otro, agotan la expectativa. Vivimos en un mundo de imágenes, sí, ya lo sabemos. La sobreexplotación del ojo es algo que parece que invierte su poder. La hiperpotencia de la vista que, como hemos visto, reside en el núcleo de nuestra cultura, parece que podría tornarse ante ciertos contenidos en una negación de la mirada, en no querer saber nada de lo que se ve. Se trata, normalmente, de imágenes del horror. La aparente impotencia de las imágenes para mostrar las experiencias extremas, que nos llegan “distanciadas” y “sin exigir esfuerzo”, es lo que lleva a la constatación de Susan Sontag de que “las mismas cualidades que llevaron a los antiguos filósofos griegos a tener a la vista por el más excelente, el más noble de los sentidos, en la actualidad se relacionan con una deficiencia”15: Nancy, Jean-Luc, “Mirada”, La evidencia del filme. El cine de Abbas Kiarostami, Madrid, Errta Naturae, 2008, p. 66. 13.

14.

Ibidem.

15. Sontag, Susan, Ante el dolor de los demás, Madrid, Alfaguara, 2003, p. 137.

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mirar sin ver. No hay mirada neutral, sino que siempre hay una decisión sobre lo que es dado a ver y un posicionamiento del que ve. La promesa del testigo fiel que ofrecía la vista en la epistemología griega, que ha persistido, por ejemplo, en la construcción de la ciencia y la ampliación de las herramientas para ver (el microscopio, el telescopio), comienza a volverse problemática cuando la captación y reproducción de imágenes (la pintura, la fotografía, el cine) evidencia que la fidelidad del testigo no depende, exclusivamente, de su voluntad y libertad. Las propias imágenes, en su cantidad, parecen un exceso por sí mismas que o bien “nos ahogan” o “nos engañan” o nos “anestesian”, en palabras de Jacques Rancière16. Para él la frialdad ante la imagen emerge cuando hemos podido optar por no mirar. Ese es el tema de Fuego inextinguible (Nicht löschbares Feuer, Harun Farocki, 1969), un corto en el que se recita un texto de un superviviente de Vietnam: ¿Cómo podemos mostrarles el napalm en acción? Si les mostramos imágenes del napalm en acción, cerrarán los ojos. Primero cerrarán los ojos ante las imágenes. Luego, cerrarán los ojos ante la memoria. Luego, cerrarán los ojos ante los hechos. Luego, cerrarán los ojos ante todo el contexto.

Inmediatamente después, el narrador se apaga en su mano un cigarrillo, de tal modo que podamos entender cómo ese dolor se multiplica terroríficamente ante las quemaduras por Rancière, Jacques, “El teatro de las imágenes”, La política de las imágenes, Santiago de Chile, Metales pesados, 2008, p. 69. 16.

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napalm. La película no trata sobre el napalm —o no solo—, sino sobre la indiferencia ante lo que nos es dado a ver. A juicio de Rancière, la clave sería “saber precisamente qué está de más en tal o cual forma de exceso y lo que opera, por consiguiente, en una u otra forma de reducción”17. Su pregunta se dirige a pensar quién decide ese “demasiado” que se encuentra en el lamento de que hay “demasiadas” y la constatación de la desigualdad de aparición de unas imágenes frente a otras. La cuestión, por tanto, no queda limitada a lo que puede llegar a verse, sino en la ordenación de lo visible. Para él, el arte crearía la posibilidad de que a ciertos órdenes de las imágenes se contrapongan otros y que, además, se reivindique el ocupar ese exceso. En esta línea, Sontag sugiere aprovechar del tiempo que se gana y construye al mirar. Relacionarnos con las imágenes puede ser una forma de detener el tiempo para buscar algo que está y no está en la imagen, algo que la imagen presenta solo como índice: Las imágenes no pueden ser más que una invitación a prestar atención, a reflexionar, a aprender, a examinar las racionalizaciones que sobre el sufrimiento de las masas nos ofrecen los poderes establecidos. ¿Quién causó lo que muestra la foto? ¿Quién es responsable? ¿Se puede excusar? ¿Fue inevitable? ¿Hay un estado de cosas que hemos aceptado hasta ahora y que debemos poner en entredicho? Todo ello en el entendido de que la indignación moral, como la compasión, no puede dictar el curso de las acciones18.

17.

Ibidem, p. 72.

18.

Sontag, Susan, Ante el dolor de los demás, Madrid, Alfaguara, 2003, p 136.

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La cuestión, creo, iría aún más allá: para resituar lo visual con respecto al resto de formas de aparición, habría que cifrar los límites de la representación. Habría muchos límites, pero seguro uno de distancia moral. Esta la resume bien Roland Barthes cuando afirma que “lo que puedo nombrar no puede realmente punzarme”19. Aquello para lo que no tenemos nombre o, ni siquiera, capacidad de nombrar, aquello que se resiste al concepto, parece que se dirige ante la impotencia de que todo, potencialmente, podría llegar a ser representado. La resistencia de la representación no es una derrota, pero sí un tirón de orejas (¡nunca mejor dicho!) ante el saber humano que se hiperafirma. Quizá no podemos saberlo todo, ni entenderlo todo, y la alternativa no es necesariamente ni el misticismo ni el nihilismo, sino un saber que no siempre es traducible a palabra. Habría otras formas —que son punzantes, también, a su manera. En concreto, el sonido, que es intraducible a concepto y a palabra, resiste a la posibilidad de ser nombrado: quizá, por eso, su capacidad de punzar es lo que la hace peligrosa (como ya decía Ángel González con su “Estoy Bartók de todo…”). La imposibilidad de mostrar aparece tematizada desde la voz en Hiroshima, mon amour (Alain Resnais, 1959). A Resnais le interesaba la noción de “continuidad inconsciente”, es decir, el establecimiento de significados emergentes, no prefigurados, en la interrelación de elementos en principio ajenos. Una pareja, aparentemente tiene un encuentro erótico. Cae sobre ellos purpurina, a modo de nieve. Suena

19.

Barthes, Roland, La cámara lúcida, Barcelona, Paidós, 1990, p. 100.

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un piano íntimo y un diálogo entre el cello y el clarinete. En las melodías de ambos se condensa buena parte del material que se irá desplegando en los primeros minutos. Comienzan a hablar: el hombre (Eiji Okada) niega lo que la mujer (Emmanuele Riva) dice que ha visto de Hiroshima. La música construye, primero, un tema sobre la negación de haber podido ver nada realmente de Hiroshima. Después, crece sobre el tema del paseo a través del museo, que va reaccionando a los diferentes objetos que allí se exponen: así, el tema del paseo, desenfadado, se convierte en uno a la vez obsesivo y fúnebre con la flauta y el piccolo. “Hiroshima se cubrió de flores”, dice la mujer: las “flores” son para los muertos y dañados. Un pequeño paréntesis del piano hace que vuelva la oscuridad musical. La música, escrita por Georges Delerue y Giovanni Fusco, hace de la narración, en relación a las imágenes, una especie de trabajo simbólico que engrosa la duda sobre lo que se ha visto que plantea, desde el inicio del discurso, el hombre. El clarinete y la flauta vuelven una y otra vez con el material inicial para mostrar que la duda, en realidad, es sobre la duda de la memoria. Por eso los materiales musicales también vuelven como emborronados: como el recuerdo, que siempre es frágil y dudoso. Pese a la crudeza de la narración y de las imágenes, no hemos visto nada realmente. La mirada y el recuerdo están dañados por haber llegado demasiado tarde a evitar el horror. La música crea el marco para que no se confunda el recuerdo con la experiencia. Cuando Franz Kafka dijo aquello de que sus historias “son una forma de cerrar los ojos”, trataba de negar la afirmación de Gustav Janouch, su interlocutor, de que

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“la condición previa de la imagen es la vista”20. Parecería que Kafka trataba de constatar que, pese a los esfuerzos de la vista por querer verlo todo, querer saberlo todo (y dominarlo, a partir de ahí) hay algo que se resiste en la imagen, algo que no puede aparecer nunca, pues no participa del mismo régimen de representación. Así que sus historias operaban como párpados sobre las promesas de la imagen.

Lo mudo no implica lo sordo El sonido expresa, a la vez, lo que es mudo en el hombre mismo. —Ernst Bloch La revisión del problema del becerro de oro que tematiza, como hemos visto, si una imagen puede realmente atrapar aquello que promete como idea, se retoma significativamente a partir del surgimiento del protestantismo y, específicamente, desde mitad del siglo xvi y plenamente en el siglo xvii . Los debates sobre la representación dieron cuenta de la importancia de lo que no es representable: “la pared vacía de las iglesias protestantes no es simplemente una pared vacía, es una pared muda. Es pintura encalada, borrada, ‘des-hecha’, pintura ausente. Y, precisamente, es a partir de ese ‘grado cero’ cuando la

20. Janouch, Gustav, Conversaciones con Kafka, Barcelona, Paidós, 1997, p. 74.

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pintura recobra toda su fuerza” 21. La “pared blanca” de las iglesias protestantes es una pregunta abierta sobre lo que puede ese “vacío”, que deja de ser entendido como carencia. Esta concepción invierte el núcleo de la discusión. Paulatinamente, lo que cobra fuerza es que “la idolatría es un problema de recepción y no de creación”22. Es decir, que no se trata de suprimir las imágenes por su incapacidad de representar las ideas o lo “espiritual”, sino más bien de analizar cómo se construye una relación de idolatría con determinadas imágenes, así como explorar por qué y bajo qué premisas se toman por verdaderas. De este modo, lo que pueda aparecer no se encuentra tanto en lo que efectivamente ya está en la imagen, sino en lo que le exijamos. Por eso, una imagen enmudecida no implica nuestra sordera, sino la búsqueda de otras formas de “habla”. La adjetivación de “mudo” para el cine, que se usa tanto en alemán [Stumm], italiano [muto], portugués [mudo], francés [muet] como en español, resulta equívoca. También lo es la propuesta que hacen los angloparlantes al hablar de “silent film” [cine silenciado, cine en silencio]. Podríamos hacer digresiones a distintas lenguas, pero el problema es siempre el mismo: cómo se nombra la supuesta ausencia de sonido. Cabe remarcar la tendencia, en el primer grupo, a centrarse en la ausencia de habla sonora Stoichita, Victor I, “El dilema de la imagen”, La invención del cuadro. Arte, artífices y artificios en los orígenes de la pintura europea, Barcelona, Serbal, 2000, p. 95. 21.

22.

Ibidem, p. 96.

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frente a la subyacente noción de silencio como ausencia de sonido en general. Sería una prueba más del ya anunciado “vococentrismo” y “verbocentrismo” en el cine. Según cómo se tome en cuenta la relevancia del sonido sincronizado se tematiza el cine “mudo”. Una opción, no exenta de polémica, es la que sugiere que el cine sin sonido sincronizado pertenece a algo así como “la prehistoria del cine”, en la medida en que se asume que había una “inmadurez tecnológica y económica”23 que habría retrasado la llegada del “verdadero cine”, marcado por lo “audiovisual”. En este sentido, y en cualquier caso, la cuestión que nos abre la terminología es, directamente, la que se pregunta por la propia definición de cine. Y es, de hecho, a lo que se han dedicado buena parte de los teóricos: intentar dar con lo específico del cine. El cine tenía que acreditarse como arte y, para ello, tenía que dar cuenta de sus similitudes y diferencias con otras artes. En una película “muda”, no se asume que los personajes no pueden hablar o que no tienen voz. Imaginamos cómo serán sus voces y atribuimos, además, una serie de características a sus posibles formas de habla —si parecen enfadados, alegres o tristes, por ejemplo—; es decir, también consideramos que hablan cargando su discurso emocionalmente. Y eso sucede también con los objetos. El tren de los hermanos Lumière en L’arrivée d’un train à La Ciotat (1895-6) era sonoro y se percibió como tal. Gunning, Tom, Now You See It, “Now You Don’t: The Temporality of the Cinema of Attractions”, en Abel, Richard (ed.), Silent Film, Londres, Athlone Press, 1996, p. 72. 23.

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Es decir: nadie pensó que realmente ese tren no sonaba 24. Detengámonos un momento en los trenes. Los trenes han sido una de las obsesiones de la vida moderna. No es para menos: los trenes llevaron a la homogeneización de los relojes, a un desarrollo como nunca antes de las redes comerciales, a la irrupción de la velocidad. El futurismo, en lo artístico, constata esto: Atravesemos una gran capital moderna, con las orejas más atentas que los ojos, y disfrutaremos distinguiendo los reflujos de agua, de aire o de gas en los tubos metálicos, el rugido de los motores que bufan y pulsan con una animalidad indiscutible, el palpitar de las válvulas, el vaivén de los postones, las estridencias de las sierras mecánicas, los saltos del tranvía sobre los raíles, el restallar de fustas, el tremolar de los toldos y las banderas25.

Es “El arte de los ruidos”, de Luigi Russolo (1913), del que diremos por ahora que se abrió como un manifiesto en el que defendía que el sonido de las ciudades modernas desbordaba las capacidades sonoras de los recursos musicales existentes hasta entonces. Llevaba así, a la música, algunos de los preceptos del Manifiesto futurista26, firmado por

En este sentido, me opongo a la consideración por parte de Michel Chion de que el cine no fue “mudo”, sino “sordo”: “no es que el cine fuera mudo sino que cine era sordo con respecto a él; de ahí la expresión de cine sordo que se puede emplear para el cine, hacía que el espectador tuviera, con respecto a las acciones que veía, una ‘mirada de sordo’”. Chion, Michel, La voz en el cine, Madrid, Cátedra, 2004, p. 21. 24.

25.

Russolo, Luigi, “El arte de los ruidos”, Revista Sin título, n. 3, 1996, p. 11.

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Filippo Marinetti en su publicación en Le Figaro en 1909, verbigracia, el punto cuatro, que reza: “Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad”; o el once: “Cantaremos a […] las resacas multicolores y polífonas de las revoluciones en las capitales modernas: la vibración nocturna de los arsenales y de los almacenes bajo sus violentas lunas eléctricas, las estaciones ahítas, pobladas de serpientes atezadas y humosas, las fábricas suspendidas de las nubes por el bramante de sus chimeneas; los puentes parecidos al salto de un gigante sobre la cuchillería diabólica y mortal de los ríos, los barcos aventureros olfateando siempre el horizonte, las locomotoras en su gran chiquero, que piafan sobre los raíles, bridadas por largos tubos fatalizados, y el vuelo alto de los aeroplanos, en los que la hélice tiene chasquidos de banderolas […]”. No entraremos aquí en las derivas fascistas del futurismo (no por falta de ganas, sino por respetar la paciencia de los ojos lectores). Baste, de momento, el futurismo como reflejo del ansia de novedad, que ponía en entredicho la búsqueda de eternidad y estabilidad reivindicadas por los saberes previos, así como el distanciamiento con los objetos calificados como arte anteriormente. Este deseo de novedad se encuentra ya tematizado en Charles Baudelaire, al menos, cuando escribe su Pintor de la vida moderna (1859), donde define la modernidad como “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente”27. El tren

26.

www.wdl.org/es/item/20024

27.

Baudelaire, Charles, El pintor de la vida moderna, Murcia, Colegio ›

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encarnaba todas esas exigencias: tanto por posibilitar el tránsito —en este caso, literal—, como también por reconfigurar las comunicaciones y los diseños urbanos a partir de su implantación. El viaje ya no era solo un esnobismo, sino una promesa de unión entre lugares remotos, la creación de una comunidad perenne de viajeros que comparten, desde su anonimato, la experiencia efímera, una exploración de nuevas fuentes de riqueza y la aceleración de las formas de comunicación. Se redistribuyó, así, la fascinación que ya habían sentido los escritores y filósofos románticos por los viajes. El Viaje a Italia de Johann Wolfgang von Goethe o los relatos de Alexander von Humboldt, que se justificaban por su valor divulgativo e interés científico, ya no mostraban un mundo inaccesible, o solo inaccesible desde la imaginación que suscitaban los relatos. Gracias a los avances tecnológicos, el mundo se presentaba absolutamente disponible: se podía ver. Uno de los primeros ejemplos de tal concreción de la imaginación viene de la mano de Mijaíl Glinka queen Poputnaya pesnya o “Canción del viaje” (1840) busca, con el acompañamiento de piano, reproducir de manera idealiza el sonido de los trenes y el nerviosismo y entusiasmo del viajero. Charles-Valentin Alkan, en sus Le chemin de fer Op. 27 (1844), trataba de captar por los medios de la música, no tanto la experiencia subjetiva del viaje sino el movimiento mismo del tren como material sonoro de gran interés por su gran carácter rítmico. En esta pieza, Alkan anticipa › Oficial de Aparejadores y arquitectos técnicos/Librería Yerba/ Cajamurcia, 1995. p. 92.

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el “estudio” [Étude aux chemins de fer, 1948] de grabación de campo de seis maquinistas que seguían sus órdenes en Gare des Batignolles, en París, y manipulación sonora, que llevaría a cabo Pierre Schaeffer haciéndonos escuchar en los trenes los loops tan queridos, unos años después, por los ávidos DJs. De este traqueteo se sirve Robert Roderick en su diseño sonoro para El muerto desaparecido (Murder is my beat, Edgar G. Ulmer, 1955), en la conversación en el tren entre el policía Ray Patrick (Paul Langton) y Eden Lane (Barbara Payton) en el primer tercio de la película. El sonido del tren, que se toma —al igual que la imagen— desde distintos planos, se presenta amenazante: al llegar al destino, Eden Lane será presumiblemente juzgada por el asesinato de su pareja, Fred Deane. Por eso, el tren opera como una marca temporal con su sonido insistente pero también se “psicologiza” en la medida en que el engranaje de lo sucedido comienza a encajar en la mente de Patrick, que decide saltar junto a Eden Lane para probar su presunta inocencia. El tren presenta, como fondo de la conversación entre ambos, la duda del policía sobre el veredicto de la acusada. Es como si, de alguna forma, escuchásemos el mecanismo de su mente. En Le Chant des chemins de fer (1846), de Héctor Berlioz, encontramos la celebración de la modernidad. Esta cantata fue compuesta para la inauguración de la línea que une Lille con París. El texto en el que se apoya, de Jules Janin, dice: ¡Trabajo humano, sudor fértil!/ ¡Qué prodigios y qué trabajo!/Los ancianos, frente a este espectáculo,/ Con una sonrisa, bajarán a la tumba,/Para sus hijos este

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milagro/Hace el futuro más grande, más hermoso./Las maravillas de la industria/Nosotros, los testigos, tenemos que cantar/¡Paz! ¡El Rey! ¡El trabajador! ¡La Patria!/ ¡Y el comercio y sus beneficios!”28. Hay cierta contradicción entre el texto, exaltado y alegre, y el nerviosismo y oscuridad inicial de la música. Puede ser una estrategia para destacar el momento triunfal, casi marcial, con que concluye el estribillo que se constituye desde el comienzo. Berlioz prescinde de la imitación del sonido del tren y se centra en la promesa de progreso social que traía el desarrollo tecnológico. Berlioz, como otros compositores de la época, sentía simpatía por las ideas saint-simonianas, que fundamentan la Revolución industrial francesa29 y que, entre otras cosas, consideraban que las tecnologías mejorarían la vida de las personas y les permitirían disponer de sus vidas, es decir, ser más libres, ante el “ Dios escondido en el cielo”30. La influencia saintsimoniana, así como el ambiente de revueltas del siglo xix, que permitía confiar en un mundo completamente distinto, se atisba también en que el “canto” de Berlioz une al solista C’est le grand jour, le jour de fête,/Jour du triomphe et des lauriers [...]. Travail humain, fécondante sueur !/Quels prodiges et quel labeur !/ Les vieillards, devant ce spectacle,/En souriant descendront au tombeau,/ Car à leurs enfants ce miracle/Fait l’avenir plus grand, plus beau./Les merveilles de l’industrie/Nous, les témoins, il faut chanter/La paix ! Le 28.

Roi ! L’ouvrier ! La patrie !/Et le commerce et ses bienfaits!». Locke, Ralph P., “Autour de la lettre à Duveyrier: Berlioz et les SaintSimoniens”, Revue de Musicologie T. 63, No. 1/2, 1977, pp. 55-77. 29.

Así es como concluye la cantata “que […] pueblos más felices/eleven sus voces solemnes/ ¡A dios escondido en el cielo». [Que […] les peuples plus heureux/Élèvent leurs voix solennelles/Jusqu’à Dieu caché dans les cieux !”. 30.

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con un rotundo coro. El canto común, donde se disuelve la jerarquía, y las melodías sencillas, eran una práctica habitual en el contexto proletario europeo y de manera muy significativa en Francia: de hecho, himnos como L’Internationale, compuesto sobre un texto de Eugène Pottier por Pierre Degeyter –que era miembro de un importante coro obrero, la “La lira de los trabajadores”, encargados del estreno de la obra– surgen bajo el amparo del Partido Obrero Francés (¡de Lille, de donde surge el encargo unos años antes que nos ocupa!). No parece descabellado, por tanto, entender la obra de Berlioz como una celebración política del tren. El entusiasmo definitivo, que además tiene su reflejo directo en el cine, se puede rastrearen Pacific 231 (1923), de Arthur Honegger. Mientras muchos encuentran en esta pieza una descripción minuciosa del movimiento del tren, Honegger insistió, a lo largo de su vida, que buscaba pensar el tren como un complejo rítmico. Jean Mitry llevó a cabo su “ensayo” cinematográfico en 1949 en la que la imagen nos muestra un tren, ciertamente, pero el sonido tomado sin la determinación de la imagen, se vuelve imposible de identificar como proveniente de una máquina. Se celebra, en la música de Honneger y en la propuesta de Mitry, la orquesta convertida en un “aparato de fuerzas”, en el decir de Russolo. No hay una traducción del sonido del tren, sino de la velocidad y el movimiento. Las imágenes de Mitry espacializan esta propuesta: “no se trata”, afirma el propio Mitry al respecto, “de acompañar a la música, y todavía menos de ilustrarla, sino de asociar dos formas expresivas partiendo de una misma estructura rítmica

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fundamental”31. La música, para él, extraería lo rítmico oculto de la imagen. El control rítmico, en realidad, da cuenta de un deseo tan antiguo como la propia humanidad: la manipulación del tiempo, algo solo prometido a los dioses. El —aparentemente— inocente tren esconde una intrahistoria que, al menos, amplía el marco para entender la conmoción de los espectadores. La referencia a los trenes se justifica por una doble relación con la modernidad: porque vincula, de manera subterránea, la elección temática de los Lumière con la creciente fascinación musical por los ruidos industriales; y porque hace patente el fetichismo que potencia esa modernidad. Es un asunto que T. W. Adorno y Hans Eisler consideran de pasada en su libro sobre la composición para el cine, pero que es fundamental: la música en el cine “responde a la creencia fetichista por la cual todo recurso técnico existente debe ser explotado”32. Es un modelo que se arrastra hasta hoy. Mucho de lo que se hace o produce es más porque se puede que porque se tenga que hacer o producir. Esto explica la fascinación por los efectos especiales o las grandes producciones. Es el poder de poder. El reverso de la modernidad aparece, también, con otros trenes. Da cuenta del cambio de significado de los trenes para el mundo Different trains (1988), de Steve Reich. Modifica el entusiasmo del avance tecnológico por Mitry, Jean, Historia del cine experiemental, Valencia, Fernando Torres, p. 235. 31.

Adorno, Theodor W. y Eisler, Hans, Composición para el cine. El fiel correpetidor, Madrid, Akal, 2007, p. 19. 32.

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lo que llevarán asociados, ya para siempre, los trenes desde mitad del siglo xx: el haber sido el medio de transporte principal hacia los campos de concentración. La pieza combina la construcción rítmica melódica, que tratan de emular “poéticamente” el traqueteo de los ferrocarriles, más como efecto que como material estricto, con sonidos de ferrocarriles o sirenas y grabaciones de distintas entrevistas a personas que vivieron en Estados Unidos antes de la II Guerra Mundial, en Europa durante el conflicto bélico y, después, simplemente “después” de la guerra. El shock de la modernidad surge, así, al constatar el lado tenebroso de las promesas de la tecnología. En fin, volvamos a los Lumière mediante un último rodeo. Hay un cuadro de Édouard Manet que se llama El ferrocarril (1872-1873), en el que no aparece como tal, sin embargo, ninguno. Una chica, aparentemente distraída de su lectura, tiene su vista posada en un punto indeterminado, quizá a nosotros. El contraste de su ropa oscura y su posición nos dirige la mirada a la persona vestida de blanco a su lado. Es una niña que, a su derecha, mira hacia un lugar que nosotros solamente intuimos. Esperamos, por el título del cuadro, que la niña esté mirando a un tren que no termina de llegar: “lo que el título del cuadro anuncia no se muestra. No es que el ferrocarril no esté allí, sino que su imagen queda vedada, escondida, inaccesible”33. El cuadro, desde su título, propone un objeto que no está ahí-para-nosotros.

Stoichita, Victor I., Ver y no ver. La tematización de la mirada en la pintura impresionista, Madrid, Siruela, 2005, p. 15. 33.

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Este ferrocarril ausente-presente nos sirve como herramienta para entender el sonido en el origen del cine: que no podamos reconstruirlo completamente, no quiere decir que no esté, incluso como fantasía sonora de cada oyente. De hecho, como en el cuadro, el sonido aparece como indicio en cada película “muda”. Sabemos que las proyecciones de cine contaban con acompañamiento de los instrumentos disponibles. Aunque no podemos reconstruir exactamente qué música sonaba ni quién la interpretaba, sí que sabemos que había la intención, si no el deseo, de que sonara. Los motivos que justifican que el cine, desde su origen, no pueda considerarse exactamente como “mudo” o “silente” son múltiples. Claudia Gorbman aporta, al menos, siete. A su juicio, la música: 1.

Ha acompañado otras formas de espectáculo anteriores y es una convención que persiste.

2.

Tapa el ruido distractivo del proyector.

3.

Tuvo importantes funciones semióticas en la narrativa: codificada según las convenciones del siglo xix tardío, proporcionaba una disposición histórica, geográfica y atmosférica, ayudaba a describir e identificar personajes y a matizar acciones. Junto a los intertítulos, sus funciones semióticas compensaban la falta de habla de los personajes.

4.

Proporcionaba un pulso rítmico para complementar o impeler los ritmos de la edición y del movimiento en la pantalla

5.

En tanto sonido el sonido estaba en el espacio escénico, su dimensión espacial compensaba la “lisura” de la pantalla.

48


6.

Como la magia, era un antídoto de lo fantasmagórico, tecnológicamente derivado, de las imágenes.

7.

Como música, unía a los espectadores34.

Esta división, claro, es meramente analítica o expositiva. En los siguientes tres apartados, trataré de unirlas.

Acallar la máquina Una de las creencias más discutidas es la que sugiere Kurt London en uno de los primeros textos que se encargan, explícitamente, de la música del cine. Según él, la música servía para tapar el ruido del cinematógrafo, que funcionaba accionado por una manivela. Esto crea una filiación secreta entre el origen del sonido cinematográfico y el muzak. En la década de 1920 y, más significativamente, en la de 1930, se comenzó a desarrollar lo que ha venido llamándose “muzak” o música de fondo. Es esa música que está pensada para no ser escuchada directamente, sino para que opere como “ambiente” o que genere determinadas emociones en los oyentes pasivos. Es esa música, por ejemplo, que ponen en un avión antes de despegar. Suele ser chill out, música “clásica” o pop amable. Para algunos, es una música deleznable porque llevaría a la “banalidad sónica”, es decir, a comprender la música como mero relleno, pasando por alto su potencial crítico o estético. Al mismo tiempo, otros Gorbman, Claudia, Unheard melodies, Indianapolis-Bloomington, Indiana University press, 1987, p. 53. 34.

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consideran que el peligro de esa música de fondo es la direccionalización de las emociones y la burocratización de la experiencia, algo evidente cuando tenemos que ir de compras en épocas navideñas, con los centros comerciales saturados de villancicos. Simon C. Jones y Thomas G. Schumacher analizan el calado del muzak siguiendo las aportaciones de Michel Foucault sobre el poder35. Foucault, en breve, considera que el poder no debe entenderse solamente como represivo, sino también como “productivo”. Esto significa que no se articula en prácticas que limitan o coartan la acción —el poder represivo—, sino que condicionan y dirigen la acción de forma simbólica o metafórica. Por eso, en los años cuarenta, tras los primeros avances científicos que demostraban que determinada música podía potenciar la productividad laboral, se comenzó a pensar de qué manera se podía integrar la música en el lugar de trabajo. Money rules. Desde junio de 1940 hasta septiembre de 1967 la radio británica BBC emitía dos veces al día “Music While You Work” [“Música mientras trabajas”], que comenzaba y acababa — no con poca ironía— con “Calling All Workers” [“Llamando a todos los trabajadores”], compuesta por Eric Coates. Se trata de una marcha a medias entre lo circense y lo militar, que se inicia con una fanfarria que deriva en una simpática melodía con aire danzarín. De este modo, se transmite la idea del trabajo como una actividad de disciplina y entretenida a la vez. Arbeit macht frei o “Te ganarás el pan con el Jones, Simon C. y Schumacher, Thomas G., “Muzak: On Functional Music and Power”, en Critical Studies in Media Communication, junio, 1992, pp. 157-158. 35.

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sudor de tu frente...” (Gs:3) como redención del pecado capital. La música elegida, al principio en directo y luego pregrabada, tenía que ser ni muy rápida ni muy lenta (lo lento bajaba la producción, lo muy rápido podía poner nerviosos a los trabajadores), mantener un volumen estable (para compensar el ruido de las máquinas) y se celebraba cuando la melodía se podía silbar. “Deep in the Heart of Texas” fue una canción prohibida porque los aplausos intercalados, que muchos trabajadores querían imitar, lo que implicaba que o bien perdiesen la concentración o bien estuviesen en peligro por desatender, aunque solo fuera unos segundos, las máquinas. Al igual que la BBC, la empresa Muzak desarrolló toda una serie de selecciones musicales acorde a las necesidades de la empresa en cuestión. En los años sesenta, incluso, refinaron los criterios de selección, incorporando la “progresión de estímulos”, es decir, aumentando poco a poco la intensidad de la secuencia de pistas sonoras, que se clasificaban del uno al cinco. Además, se intercalaron silencios, pues el continuo sonoro también llevaba al aburrimiento. Poco a poco, el foco se puso a la vez en la efectividad de los trabajadores, pero también en la de los consumidores. A veces vamos a una tienda de ropa joven y parece, en realidad, un after hours. En 1982, Ronald E. Milliman dirigió el enfoque de la investigación de los “efectos en la actitud” de la música hacia el comportamiento en los supermercados36. Allí desarrolla lo que hoy en día nos parece evidente ya que Milliman, Ronald E., “Using Background Music to Affect the Behavior of Supermarket Shoppers”, The Journal of Marketing, Vol. 46, No. 3, 1982, pp. 86-91. 36.

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pertenece a nuestra cotidianidad: que, por ejemplo, una música lenta hace que nos movamos también más lentamente. Eso puede beneficiar a un supermercado pues, probablemente, al divagar con calma entre los pasillos hará que, finalmente, compremos más; pero puede perjudicar a un restaurante que quiere sacar muchos menús del día37. Poco a poco, por tanto, el interés se puso en el estado de ánimo, el mood, algo que sirve hoy en día de criterio para buena parte de las sugerencias de Spotify, que prometen animarnos o acompañarnos en nuestra pena con música. Los algoritmos de Spotify saben bien lo que necesitamos. Probablemente mejor que nosotros. Por eso, Jones y Schumacher hablan del muzak, con Foucault, como una “tecnología disciplinatoria”. Mood Media Corporation, una empresa que propone marketing multisensorial, es la dueña desde 2013 de Muzak. Su lema es “Mood: By Design”, que se podría traducir por “Estado de ánimo: de diseño”. Así que prácticamente todo lo que se escucha en un espacio donde no elijas tú la música está bastante pensado. Tanto, que muchas de las estructuras detrás de los mecanismos de selección de la música las hemos interiorizado paulatinamente. Nunca escucharemos en un restaurante de lujo reguetón, pero sí jazz. Probablemente, pondríamos una queja si el restaurante de lujo pusiera reguetón, pero no nos importa demasiado en un bar de barrio. Es lo que corresponde, ¿no? Así que, en el cine, había que acallar la máquina porque desvelaba el mecanismo, el secreto del artilugio detrás de la “magia” de las imágenes. Y ya que había que tapar el 37.

Ibidem, p. 91.

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“ruido” de la máquina, era un buen momento para que la música cooperase en que no se esfumase esa magia prometida. El cine es un pre-muzak y sigue, posteriormente, buena parte de los preceptos que se sistematizaron con su desarrollo. El sonido que “acalla” la máquina promete despertar, así, nuestro entramado emocional mediante la escucha “no reflexiva, no intencional y producir unas respuestas cognitivas de bajo nivel”38. De este modo, la escucha suspende la máquina. Y se cuelan, como veremos, estereotipos, reacciones emocionales y la negación, como se había defendido en el modelo de concierto al menos desde el siglo xvii, de la escucha atenta y ávida de estructuras y complejidades musicales. Quizá había que acallar la máquina del cinematógrafo para poder oír otras. Los relatos de las primeras proyecciones dan cuenta de ello. Por ejemplo, la primera proyección londinense de las películas de los hermanos Lumière, el 20 de febrero de 1896, contó con el sonido de un harmonium, un instrumento que por fuera parece un piano pero que es, en realidad, un instrumento de viento: las teclas sirven para regular el aire que pasa por las lengüetas metálicas que lo componen. Se parece mucho a un órgano a nivel sonoro, aunque mucho más pequeño y sin tubos. Eso le permitió al organista anónimo que acompañó ese día la proyección poder imitar mejor el sonido del tren de Arrivée d’un train (1895). Que sonasen “otras máquinas” y otros efectos era el Jones, Simon C. y Schumacher, Thomas G., “Muzak: On Functional Music and Power”, en Critical Studies in Media Communication, junio, 1992, p. 166. 38.

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objetivo principal del órgano de teatro, que tuvo su auge de construcción a partir de 1910. Destacan, especialmente, los llamados Wurlitzer Hope-Jones Unit Orchestra. Lo de “Unit Orchestra” o “unidad orquestal” da buena cuenta del deseo que se escondía detrás del órgano, ser una orquesta en miniatura: más barato y sencillo. Y es que el órgano de teatro tenía una serie de mecanismos (tubos de distinto grosor y materiales, lengüetas o cañas que variaban su sonoridad, pequeña percusión…) que le permitían imitar el sonido de los pájaros, trote de caballos, silbidos, etc., aparte de varios sonidos de teclados diferentes. Cinematógrafo 0 – tren 1. Se acalla la máquina y, entonces, surge la fantasía, que permanecía detenida por la excesiva claridad del artificio: Gorbman, que lee el cine como una forma de creación de comunidad (por más que sea inestable y provisional), sugiere que el sonido —y más concretamente la música— del cine sirve, entre otras cosas, para envolver al espectador en la ficción, para hacer de eso que aparece en la película algo “suyo” también: “escucho (no muy conscientemente) esa música que los personajes no escuchan, existo en este baño o gel de afectos; esta es mi historia, mi fantasía, desplegándose frente a mí y para mí en la pantalla (y en los altavoces)”39. Entrar en la música, para ella, implica “rebajar al censor” que somos sobre lo verdadero y lo falso: invita a suspender el juicio y a querer aceptar lo que sea que ofrezca la película. Cinematógrafo 0 – ¿Censura 0? (tendríamos que pensar si esa “rebaja del censor” no implica la emergencia Gorbman, Claudia, Unheard melodies, Indianapolis-Bloomington, Indiana University press, 1987, p. 5. 39.

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de la censura de la propia tecnología, como parece que explica Foucault). Rick Altman reivindica ampliar la preocupación por el sonido en el cine atendiendo al sonido “producido por, para y con el cine” [by, for and with the film]40. Normalmente, los estudios se centran en las dos primeras coordenadas (por y para), pero no el con. Eso desdibuja la complejidad de las condiciones de escucha de una sala de cine, por un lado; y, por otro, los “precedentes carnavalescos del cine”, en la medida en que al ruido del proyector habría que añadir el interés por los sonidos del aire acondicionado y otros del entorno, los sonidos de los espectadores (el crash crash de las palomitas, el zrrrp de las últimas gotas del refresco en la pajita, los besuqueos de las últimas filas, el móvil de algún despistado…) y el entramado sonoro que componía la propaganda cinematográfica. Las películas se anunciaban con la práctica del ballyhoo, que básicamente consistía en emitir música pregrabada o poner a músicos tocando en la entrada de los espacios de proyección, los teatros. No solo se prohibió, arguyendo la molestia para los viandantes, sino que también poco a poco hubo una ‘campaña de silenciamiento’: “los proyectores se escondieron en cabinas a prueba de fuego, se revisaron los ventiladores, se pusieron alfombras en el suelo, se reatornillaron y se puso aceite en los asientos”41. La estética de este paulatino silenciamiento de las salas de proyección, que implica acallar todo lo que no pertenezca al film en sentido estricto 40. Altman, Rick, “Film Sound–All of It”, en Iris n. 27, primavera 1999, p. 31. 41.

Ibidem, p. 33. 55


—es decir, el “silenciamiento sistemático de la audiencia”42—, es un modelo que obedece a una idea de espectador no-participante, para el cual el visionado comunitario (que es la principal característica que permite fijar la fecha oficial del nacimiento del cine frente a otras propuestas, como la de Edison, que invitaban al visionado individual) es un mal necesario. El cine se concibió, para algunos de sus precursores, como un teatro filmado. La cámara fija reproduce la atención renacentista al punto de vista privilegiado que otorga sentido al decorado construido en perspectiva. De hecho, ese ojo que determinaba la perspectiva idónea era, sin duda, el del rey43. Los teatros de ópera no ocultaban la clase. Ante el escándalo de los conciertos y representaciones públicas del siglo xvii —donde público significa que puede acceder todo aquel que tenga medios para pagar la entrada—, solo quedaba el remedio de separar, mediante el precio, a los más pudientes frente a los más ajustados presupuestariamente hablando. En los palcos se conserva la privacidad, tanto en lo que respecta al espacio y al poder, de la clase más elevada. En el palco se sitúan ciertos espectadores para los que estaba destinada la cultura que merece ese nombre según el discurso oficial. “En los palcos viven los fantasmas: […] no han comprado entradas, sino que poseen abonos prehistóricos, amarillentas cartas de nobleza que Dios sabe quién les legó”44. 42.

Ibidem.

Véase Altman, Rick, “Film Sound – All of It”, en Iris n. 27, primavera 1999, pp. 33-34. 43.

Adorno, Theodor W., “Historia natural del teatro”, Escritos Musicales I-III, Madrid, Akal, 2004 44.

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La desaparición de los palcos honoríficos o familiares, solo reservados a algunos, y la correspondiente traducción del asiento en un precio, hizo que, junto a los asiduos, se sentasen desconocidos. Para Altman, esto llevó al paulatino silenciamiento de los teatros. Si anteriormente habían sido lugares donde lo que sucedía entre las butacas era al menos tan importante como lo que pasaba sobre la escena —lo que exigía el cuchicheo y comentario pertinente—, convirtiendo así al teatro en un espacio de reunión y legitimación social, el paulatino anonimato de sus ocupantes impedía el murmullo de socialización. Asimismo, el silencio se impuso también ante el advenimiento del virtuosismo: configuraciones previas [del teatro] permitían actividades conversacionales continuas entre los espectadores socialmente privilegiados y claramente diferenciados: con las estrellas y los virtuosos la única reacción audible posible era el aplauso, un reconocimiento uniforme del poder del intérprete y la homogeneidad del espectador frente al genio y el estrellato, las nuevas fuentes de diferenciación significativa45.

Se trataba, entonces de “una nueva reverencia, un nuevo deseo de cuidadosa escucha y, por lo tanto, de un nuevo silencio”46. El cine es el sueño del demócrata. La oscuridad y las filas rectilíneas nos igualan a todos. Se dobla la pantalla para Altman, Rick, «Film Sound – All of It», en Iris n. 27, primavera 1999, p. 37. Mi traducción. 45.

46.

Ibidem.

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que incluso aquellos que han quedado en los laterales no se pierdan detalle del centro. Todos los ojos convergen sobre la pantalla. Los oídos divergen hacia las fuentes de sonido, con suerte rodeando la sala de proyección. Todos han pagado la misma entrada. De hecho, los primeros espacios de proyección colectiva reciben su nombre del precio común, el nickel: de ahí Nickelodeon. Es la experiencia colectiva que solo recientemente se ha puesto en duda con el aislamiento y el visionado individual que proponen las plataformas de streaming. El sueño del demócrata se ha convertido en pesadilla: con el streaming parece que se pierda el ansiado espacio falsamente común, constituido durante la proyección, que cohabitamos con extraños.

Dar calidez: contra los fantasmas Arthur Kleiner, que se dedicó a investigar, componer e interpretar música de películas “mudas” durante veintiocho años para el departamento de cine del MoMA de Nueva York47 pone en duda la afirmación de Kurt London: el ruido del cinematógrafo de los Lumière no era para tanto. Pero la oscuridad… ¡Eso sí que era problemático! La exigencia de plena oscuridad de la sala producía una situación inédita: la incomodidad de estar sentado al lado de un extraño que ¡vete tú a saber quién es! La extrañeza de la oscuridad (hoy tan aprovechada por parejas ávidas de amoríos), junto El propio MoMA publicó una reseña sobre su labor a modo de homenaje con motivo de su jubilación en abril de 1967: https://bit.ly/39ARzVP. 47.

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a las imágenes que aparecían como por arte de magia en la pantalla, no eran demasiado halagüeñas. La música, según Kleiner, venía a dulcificar la experiencia. Theodor W. Adorno y Hans Eisler le dan la razón: “en cierto modo, la música se introdujo como antídoto contra la imagen”48. La oscuridad conjura a los fantasmas. La cámara oscura, quizá prehistoria del cine, tuvo su máxima expresión en el siglo xix, donde sobre paisajes costumbristas se proyectaban pequeños diablitos, esqueletos y figuras antropomórficas pero grotescas que estremecían a la audiencia. Era una forma de desbaratar la “realidad”, mostrando —mediante un truco— sus posibles monstruos. No solo los primeros experimentos con la luz que anticipan al cine (cuyo rastro podríamos trazar, al menos, hasta el siglo xiii, donde se estudian los cambios de luz para predecir y estudiar eclipses) tienen que ver con fantasmas, sino también un número significativo de piezas musicales. Una de ellas, de hecho, causó furor entre la burguesía emergente: El cazador furtivo [Der freieschütz] de Carl Maria von Weber (1821). Básicamente, la historia trata de cómo Max intenta ganar un concurso de tiro en el que el premio —como tantas veces— es una mujer, Agathe, que ni pincha ni corta en la decisión. Para ello, el diablo, Samiel, por mediación de Caspar, le seduce para darle unas balas trucadas. Agathe, aparte de representar el objeto ansiado (no podemos considerarla sujeto realmente), representa también el contrapunto de piedad y fe que hacía falta ante Adorno, Theodor W. y Eisler, Hans, Composición para el cine. El fiel correpetidor, Madrid, Akal, 2007, p. 75. 48.

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tantos seres endemoniados, para así concluir en cómo el bien gana siempre al mal, según el anhelo moral de nuestro contexto cultural. Pues bien: parece que Weber se inspiró significativamente en las fantasmagorías al escribir la escena en la que se preparan las balas. El final del acto dos comienza, en la escena cuatro, con un canto de “espíritus invisibles” de presagios e imágenes tenebrosas (“¡La leche de la luna cae sobre la hierba!... ¡La tela de araña está rociada de sangre!...”49). Se oye un extraño “Uhui” (como una llamada de lo desconocido), que, de pronto en fortissimo y con el acompañamiento en tremolo, irrumpe creando un contraste radical al canto oscuro de los espíritus. A partir de ahí, con la campana que marca la medianoche, comienza el ritual. Max llega al punto de encuentro con las peores sensaciones: “¡Los ojos creen mirar! el abismo de los infiernos!/¡Cómo se amontonan allí las nubes de tormenta!... ¡La luna se oculta! /Espectrales imágenes de niebla flotan en el fondo./¡Las rocas tienen vida! […]”. Esta descripción del lugar, mediante el personaje de Max, nos anticipa lo que vendrá a continuación. Asistimos a un conjuro, a un hechizo. Gaspar va poniendo todos los elementos en un crisol y pide la bendición de Samiel. Vierte el líquido (verde) a un molde y va nombrando cada una de las balas según las saca. La enumeración se detiene por una reacción de la naturaleza50: al gritar “¡Una!” (que

https://open.spotify.com/track/5YfzW5AnIGaD2YkeEtGXnP?si=11m MOSDaT3K7jjAXo7Ly9g (comienzo). La traducción del texto, realizada por Trinidad Nájera, está tomada de Kareol: http://www.kareol.es/obras/ cazador/acto2.htm 49.

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viene precedida por la misma melodía del “Uhui”, ) leemos en el libreto “(Los pájaros del bosque descienden, se posan en torno al círculo, saltan y aletean.)”. La música imita ese aleteo en pianissimo con una figura que sobresale en el viento. La segunda bala provoca que “Un jabalí negro atraviesa la maleza y huye salvajemente”. La orquesta responde con una melodía con sforzandi y tremolos, con un peso protagonista de los graves. La tercera bala provoca una tormenta, cuyos rayos rompen los árboles (una figura muy visitada anteriormente en la música, si echamos el oído atrás con las tormentas de Las cuatro estaciones de Antonio Vivaldi). El galopar de caballos estalla con la cuarta: se acentúa así el carácter rítmico. La quinta hace que aparezcan cazadores espectrales con perros. Una fanfarria los anuncia y entra el coro (los “espíritus invisibles”). La sexta implica el estallido definitivo de la tormenta, que viene acompañada de fuego fatuo, que se representa con esa fanfarria con cierto aire maestoso. La séptima, que Gaspar a duras penas puede anunciar, llega con toda la intensidad de la escena: la tormenta se calma de pronto. Suena en la campana la una. El deseo decimonónico de que el mundo no se agotase en lo meramente presente es una constante. Se deseaba lo extraordinario, de invertir la vida para acercarla a su supuesto límite, la muerte y de reformular el espacio tiempo. De ahí el entusiasmo por las ruinas, como registros de otra época que se volvían transitables, o las historias que https://open.spotify.com/track/5YfzW5AnIGaD2YkeEtGXnP?si=hc5SS pf8R4OiZm-A5nbGOg (13). 50.

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hablan de espectros que cambian el curso de las cosas. O, incluso, que los espectros pasen al mundo de los vivos en algún momento. Este anhelo persiste en exitazos posteriores como Casper (Brad Silberling, 1995), como en Ghost (Jerry Zucker, 1990). Esta fascinación por los fantasmas como punto intermedio entre los vivos y los muertos, como una forma de comunicación con el más allá (y el más acá) también es tematizada por numerosos escritores de esos años en torno a los primeros balbuceos del cine. Ejemplo de ello sería “Una historia de fantasmas” (1875) de Mark Twain, que es fundamentalmente un relato aural. El protagonista, aparentemente solo en su habitación “lejos de Broadway”, describe los sonidos que percibe de los habitantes invisibles del viejo edificio en el que se encuentra: Me recosté un largo rato, mirando fijamente en la oscuridad, y escuchando. Percibí un rechinido más arriba, como si alguien estuviera arrastrando un cuerpo pesado por el piso; entonces escuché que lanzaban el cuerpo, y el chasquido de mis ventanas fue la respuesta del golpe. En otras partes del edificio escuché portazos. A intervalos, también oí sigilosos pasos, por aquí y por allá, a través de los corredores, y subiendo y bajando las escaleras. Algunas veces esos ruidos se acercaban a mi puerta, dubitaban y luego retrocedían. Escuché, desde pasillos lejanos, el débil sonido de cadenas, los que se iban acercando paulatinamente a la par que ascendían las escaleras, marcando cada movimiento con un matraqueo metálico. Escuché palabras murmurantes; gritos a medias que parecían ser violentamente sofocados; y el crujido de prendas invisibles.

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Todo el horror y desasosiego que producen los sonidos que el protagonista no consigue identificar se mitigan cuando, ante él, aparece el Gigante de Cardiff, un alma en pena, pues ha estado buscando resolver su vagabundeo rondando al cuerpo equivocado. De forma secularizada, los ruidos desconocidos y aterradores de Twain son los mismos que explican por qué muchas civilizaciones antiguas creían que algunos dioses se expresaban en el rugido de un trueno. El sonido sin referente visual evidente remite a lo siniestro, a lo desconocido, a lo incontrolable. Que no nos extrañe que esa falta de referente fuese, entre otras cosas, lo que causó tanto malestar con el “fantasma que recorre Europa” que abría el Manifiesto Comunista. Que no hubiese un referente en una propuesta política es su núcleo revolucionario: lo radicalmente nuevo lo inesperado, lo inaudito. Es decir: la figura del fantasma es una forma de dar cuenta de que todo lo que muestra lo oculta a la vez. La figura del fantasma, en sentido literal y metafórico, y en muchas de sus vertientes terminológicas (espectro, fantasmagoría, etc.), es una manera alternativa de constatar algo que, de alguna forma, tintinea a lo largo de este libro: que no todo puede llegar a ser visible y que lo visual no es el modelo único para la aparición. Ya en el siglo xx, la referencia exacta a lo fantasmal se sustituye poco a poco por lo espectral y se comienza a utilizar como un concepto para pensar lo que se resiste a aparecer51. El cine estaba lleno de fantasmas: la linterna mágica, las ilusiones ópticas, los personajes como espectros en las Sugiero ampliar estas cuestiones con la lectura, entre otros, de Castle, Terry, El termómentro femenino, Sevilla, El paseo, 2021. 51.

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primeras proyecciones. Los primeros teóricos entendían el cine como “reino de sombras”, pintura o fotografía en movimiento –poner el mundo en marcha a partir de tomarse en serio la inestabilidad de la luz era también el deseo de los pintores impresionistas– o “fábrica de sueños”, algo que retrata bien El moderno Sherlock Holmes, Sherlock Jr. (Buster Keaton, 1924), o La rosa púrpura del Cairo (Woody Allen, 1985), que sueñan el sueño del cine. Muchas décadas después, se sigue planteando esta figura para intentar descifrar el cine. Jacques Derrida, por ejemplo, es uno de los pensadores que más insistentemente trata de revivir al fantasma cinematográfico: “el cine”, dice, “[…] inscribe rastros de fantasmas […]. Memoria espectral, el cine es un duelo magnífico”52. Uncle Josh and the Moving Picture Show (Erwin Porter, 1902) es un ejemplo temprano del pavor y la fascinación de las imágenes fantasmagóricas de la pantalla. El tío John cree que puede interactuar con las figuras que aparecen en pantalla. Creer que son ficticias podría resultar más pavoroso que darlas por verdaderas. De alguna forma, hay una cercanía en esa confianza en las imágenes del origen del cine con una recuperación del mundo infantil del juego, en el que cualquier objeto se podía volver antropomórfico o adquirir rasgos humanoides. Esta película, además, expresa un problema: que las imágenes, sobre la pantalla, no tenían realmente tres dimensiones. Lo que se consideraba que le daba (o devolvía) esa tridimensionalidad (y, de nuevo, favorecía su realismo) a Derrida, J. “El cine y sus fantasmas”, Desobra, n. 1, primavera-verano 2002, p. 98. 52.

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las imágenes era justamente la música. Aunque no queda aún claro cómo, de manera unívoca, la música coopera en las dos dimensiones de la imagen aportando una tercera, esta búsqueda está a la base de los desarrollos de sonido envolvente que llevaron al desarrollo del Dolby Surround (estrenado, entre grandes vítores, con Star Wars (George Lucas, 1977) y, posteriormente, el sistema 5.1. y el Atmos. La sincronización del sonido con la imagen dividió la recepción entre las suspicacias y el entusiasmo. Para algunos, el sonido daba, por fin, el realismo tan anhelado por la imagen cinematográfica. Para otros, lejos de inmediatamente hacer verosímiles a las figuras fantasmagóricas, creó en sus primeros años un nuevo recelo: “las películas sonoras tempranas requerían un ejercicio considerable de imaginación para realmente sentir la presencia del acto en la pantalla ante ti”, señalaba H. G. Knox en un artículo para el Motion Pucture Herald de 193253. Oír a esos “fantasmas” hablar, de pronto, permitía detectar la extrañeza de que seres no presentes se aproximasen a la experiencia cotidiana, pero sin llegar a ella. Esa doble perspectiva, que hacía “real” y “verosímil” lo que antes había sido tomado por tenebroso y fantasmal, así como la rareza ante el sonido desde ese no-lugar que propicia la imagen cinematográfica, podría ser una de las explicaciones de la reivindica-

Cit. Knox, G. H., “Wide Range Sound: What It Is and What It Means to the Theatre”, Motion Pucture Herald, 27 de agosto de 1932, p. 15, cit. por Spadoni, Robert, Uncanny Bodies. The coming of sound fill and the origins of the horror genre, Berkeley-Los Ángeles-Londres, University of California Press, 2007, p. 12. 53.

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ción, en el año 1931, de dos de las figuras clave del terror: Frankenstein (James Whale) y Drácula (Tod Browning). Como señala Robert Spadoni, ambos están en un punto intermedio entre la vida y la muerte54. Estas figuras intermedias quedaban atrapadas, para él, en el relato que asociaba cierto carácter siniestro al cine “mudo”. El sonido sincronizado hacía, así, una relectura sobre su propio pasado, desdeñándolo de inmaduro, inverosímil y, ahora libre de toda idealización heredada del xix, fantasmal —al menos en lo estético. Con la sincronización, por tanto, se confiaba en clausurar una etapa, de despedirse del siglo xix y sus supercherías. Todo vuelve, sin embargo: los pantalones de campana y los fantasmas, como veremos más adelante.

No Music, No Fun Las proyecciones cinematográficas se incluían en el teatro de variedades como uno más de los espectáculos. Todos ellos llevaban su música correspondiente, así que el cine no iba a ser menor. Desde el siglo xix, parece que la música era imprescindible para las emergentes formas de entretenimiento. Lo que no queda claro es si la música en directo que sonaba a la vez que se proyectaban películas, en esta fase embrionaria del cine, tenía o no una relación directa con la película, o más bien servía de “relleno” y Spadoni, Robert, Uncanny Bodies. The coming of sound fill and the origins of the horror genre, Berkeley-Los Ángeles-Londres, University of California Press, 2007, p. 7. 54.

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“complemento”. No obstante, es algo que a principios del siglo xx ya se resuelve a favor de utilizar la música para dirigir la interpretación y emociones del público. El hecho de que hubiera músicos “en directo” convertía la película en un acto performativo en sí mismo. Es decir, había una proyección y un concierto, algo que se desvanece, aparentemente, con el desarrollo del sonido sincronizado. Así, los primeros cineastas contaban con que hubiera algún tipo de acompañamiento musical. Lo podemos comprobar en películas como L’homme orchestra (1900) o Le melomane (1903) de George Méliès. En la primera, como resultado del truco de la multiplicación del actor, cada uno toca un instrumento musical: es una invitación a la exploración de los registros del conjunto o instrumento acompañante. En la segunda, la cabeza del protagonista se despega de su cuerpo para convertirse en notas musicales de un pentagrama que está suspendido en la parte alta de la escena. Una fila de mujeres le sigue con carteles entre las manos con el nombre de las notas musicales que se corresponden con el lugar ocupado por las cabezas colgantes del protagonista. Sería extraño que los músicos en la sala no diesen cuenta de ese material musical. En España tenemos un ejemplo excelente de esta asunción de la música en directo. Se trata de Frivolinas (Arturo Carvallo, 1927). Es un musical “mudo” —definido como “cine-teatro” y como “comedia risueña”—, una aparente contradicción de términos. La música, en la película, podía servir para reforzar los gags —que hoy, por suerte, resultan lamentables. En una escena, al comienzo, se ve a los protagonistas de

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la historia: Don Casto Tordesillas y a su hija comiendo. Aparece en escena una sirvienta, que se dedica a disponer cosas en la mesa. Un intertítulo reza: “Y tú, papá, ¿no has pensado en volver a casarte con una de esas coristas con las que sales?”. A lo que, otro intertítulo, responde: “Mira, hija, si frecuento el teatro es tan solo por mi gran afición a la música. Ya sabes que siempre he querido aprender a tocar…”. Vuelve a aparecer la escena: la sirvienta se desplaza ahora al lado de Don Casto, que le toca el culo. Ella intenta repetidas veces quitarle la mano de encima. Ya la polisemia de “tocar” emerge, pero hay una nueva confirmación. Siguiente intertítulo: “…y por lo ‘bajines’ toca un sordo ‘pizzicato’”. Plano detalle de la mano juguetona de Don Casto tocándole, ahora, la rodilla a la sirvienta, que no quiere “jugar” al juego de la mano tocona. La referencia al “pizzicato”, por más que pudiéramos entenderla como una referencia general a los pellizquitos de la mano de Don Casto, más bien parece que —como en Méliès— sugieren una comunicación y refuerzo de los músicos en la sala. A la vez que se posicionaba como “espectáculo”, comienzan a surgir intentos que buscaban hacer del cine un arte independiente. Es relevante la distinción que, al respecto, hace Claudia Bullerjahn entre Kinomusik y Filmmusik55: es decir, entre “música para el cine” —como espectáculo en sí— y “música para películas”, es decir, pensadas específicamente para el medio audiovisual. Lo difuso Cit. por Finocchiaro, Franceso, “The Vindobona Collection of the Universal Edition”, en Music and the Moving Image, vol. 9, num. 3, otoño 2016, p. 38. 55.

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de esta separación al inicio del cine resulta clave para que no terminasen de funcionar estas primeras propuestas de sincronización: no eran “música para el cine”, pues o se limitaban a un espacio concreto o a una experiencia individual, ni la sincronización eran tan precisa como para que realmente se pudiese hacer “música para las películas”. El gran debate que surgió en la propia práctica —de hecho, el sustrato teórico es muy posterior— se centraba en cuál era la música más apropiada para las películas y cómo debían escribirse. Había un despiporre de posibilidades, algo que fue celebrado durante mucho tiempo como una de las virtudes del periodo “mudo” frente al “sonoro: que se podía escuchar cada película de muchas formas, según qué criterio escogieran los músicos en cada ocasión. La división entre música “clásica” y “popular” es una de las más complejas de todas las que tienen que ver con la música, como hemos apuntado al inicio de este libro. Llevamos décadas discutiendo la pertinencia y definición de la frontera y, casi siempre, constatamos que está construida sobre una argamasa de privilegio y elitismo: los que ostentan aquellos que deciden poner líneas divisorias aquí y allá. Ante esta pregunta de cuál era la música idónea para el nuevo arte del cine, muchos se posicionaron a favor de la “clásica” demonizando la “popular”. Hugo Reisenfeld, en un texto embrionario de las reflexiones sobre música y cine escrito en 1926, expresaba, contra el jazz, lo siguiente: “creo que es solo una cuestión de tiempo que la rueda del gusto del público gire de nuevo, poniendo

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un mejor tipo de música en primer plano”56. Se cuelan asociaciones perversas sobre el jazz en su uso en algunos ejemplos tempranos, como Red Hot Mamma (Dave Fleischer, 1934), un episodio de Betty Boop —que fue, por cierto, prohibido en Reino Unido por frivolizar el infierno. Vemos la casa de Betty Boop rodeada de nieve. Hay una gran tormenta invernal. A Betty Boop solo se le ocurre paliar el frío acostándose a dormir al lado de la chimenea, que se abre de pronto. Hasta aquí, nos acompaña de fondo música pastoral, con un material melódico muy sencillo que se repite con apenas variación. Cuando empieza a subir la temperatura por la chimenea, suena una melodía tipo folk en el violín que se convierte en una música de efectos (como, por ejemplo, el descenso que marca el derretirse de las velas y el iglú, la alarma en su reloj, interpretada por la trompeta o el glissandi que acompaña el mercurio ascendiendo en el termómetro). Betty Boop penetra el agujero de la chimenea, que se ha convertido en un pasadizo: está entrando al infierno. Vuelve la melodía inicial, que la acompañan hasta que toca unas campanas. Se abre, con el repicar, el núcleo del infierno. Suena, ahora, swing: el apacible violín cede el protagonismo al viento metal y, muy significativamente, a la trompeta (la adscripción terrorífica de la trompeta es antiquísima: “Y vi a los siete ángeles que estaban en pie ante Dios; y se les dieron siete trompetas. […] Y los siete ángeles que Riesenfeld, Hugo, “Music and Motion Pictures”, en Hubbert, Julie, Celluloid Symphonies. Texts and Contexts in Film Music History, Berkley/ Los Ángeles/Londres, University of California Press, 2011, p. 101. 56.

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tenían las siete trompetas se dispusieron a tocarlas (Ap 8:2, 6). Momentamente, la música va perdiendo su carácter siniestro. Tanto, que Boop parece muy cómoda: se anima a cantar. El fuego aumenta y aparecen cada vez más seres infernales (que sean negros no debe entenderse como una casualidad, aunque tendremos que dejar para otra ocasión el sustrato racista del capítulo) que rodean a la protagonista. Sin embargo, ha conseguido dominar las artes del fuego y del hielo y deja a los diablillos petrificados en hielo: el tema inicial “vence” sobre el swing infernal. Ese carácter oscuro del jazz se cuela cuando se extiende como lenguaje de propio derecho para la música cinematográfica a partir de Un tranvía llamado deseo (A streetcar called desire, Eliza Kazan, 1951). Anteriormente usado, sobre todo, como música de ambiente, en el largo de Kazan Alex North opone dos mundos: el sensual y desbordado de Stanley (Marlon Brando), mediante las trompetas y trombones iniciales, que articulan su leitmotiv; y el ensoñador y delicado de Blanche (Vivien Leigh), con la cuerda. Estos dos mundos representan, a la vez, lo rudo y terrenal frente a las buenas maneras, casi arcaicas. No es baladí que Blanche esté algo inestable mentalmente, no solo para el argumento: su fantasía está musicalmente hermanada con la del propio cine, que desea cada vez más representar también seres como Stanley, que podría parecerse a alguien que conocemos en el mundo real, y menos personajes, esas estrellas (que viven en un mundo de ensoñación, como Blanche) que solo mostraban su distancia con respecto a nosotros, los normales.

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El jazz sigue teniendo, aún hoy en día, cierta consideración ambigua. Es el caso de “Oogie Boogie Song”, de Pesadilla antes de Navidad (Nightmare before Christmas, Tim Burton, 1993). Según el propio Danny Elfman, el compositor, el objetivo de la música de esta película era posicionarse “contra-Broadway” y, por eso, revisita fórmulas que pueden resultar un tanto “arcaicas”. El referente reconocido para esta canción es “Minnie The Moocher” (1930) de Cab Calloway57. Janet F. Halfyard considera, además, que “la localización del reino de Oogie, bajo el Pueblo de Halloween y en la oscuridad, evoca las tabernas clandestinas escondidas de la época de la Ley Seca, con las que se asocia a menudo esta música”58. ¿Se atribuye así, todavía en 1993, al jazz el componente subversivo que ostenta Mr. Oogie Boogie contra la moral burguesa que pretende educar a los niños en la rectitud desde el miedo —pues este villano no es más que una reformulación del “Coco” o del hombre del saco—; o bien se utiliza para todo lo contrario, para situar del lado del mal al jazz y, por lo tanto, invitar a su rechazo? El Film d’art, una sociedad fundada en 1908 por los hermanos Lafitte, defendía situar al cine cerca de las artes “elevadas” —y, en concreto, del “gran” teatro—, lejos del mero entretenimiento. De este contexto tenemos la que podemos considerar como una de las primeras composiciones

57.

https://youtu.be/B_jqqJ-77xs

Halfyard, Janet K., “’Everybody Scream!’ Tim Burton’s Animated Gothic-Horror Musical Comedies”, en Coyle, Rebecca (ed.), Drawn To Sound. Animation Film Music and Sonicity, Londres-Oakville, Equinox, 2010, p. 32. 58.

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expresamente escrita para una película: El asesinato del duque de Guisa (L’Assasinat du duc de Guisse, André Calmettes, Charles Le Bargy, 1908) —que es una revisión de un tema ya visitado en 1897 por Alecandre Promio y Gorges Hatot para los hermanos Lumière— para el que contaron, en el apartado musical, con composición de Camille Saint-Saëns, la pieza que hoy se numera como su Op. 128. Ya la introducción nos sirve para intuir la construcción de esta música como alegoría emocional: la película, al igual que buena parte de la música, se construye en base al contraste de fuerzas opuestas, a saber, la del amor y la de la muerte. El piano mantiene un ostinato que genera nerviosismo e inestabilidad. Es un recurso ya utilizado por Franz Schubert en su lied Gretchen am Spinnrade [Margarita en la rueca]: el acompañamiento del piano representa tanto al movimiento de la rueda como al estado de agitación de Margarita. Dos melodías, en las violas y el clarinete, dulces, presentan un tema lírico que tratan de oponerse a la oscuridad del piano. La flauta, con un tema infantil —acompañado por el pizzicato de las cuerdas— nos presenta a la protagonista, aparentemente distraída. Su pareja (el Duque de Guisa), irrumpe junto al piano y la cuerda. La caracterización de cada uno se construye a partir del uso diferenciado de la instrumentación. Para ella: flautas, violines, oboes solistas. Para él: ensemble completo, enérgico, rítmico, y más piano. Esta división es bastante habitual hasta bien entrado el siglo xx: se consideraban “temas femeninos” a los líricos y expresivos, marcados por lo melódico, frente a los “masculinos”, que se caracterizan por su rotundidad, centralidad en lo rítmico y complejidad cromática. Gracias

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a la aportación de la musicología feminista, que aún tiene mucho que bregar, esta terminología no solo es incorrecta, sino profundamente ofensiva59. Pero volvamos a lo nuestro: la música va preparando y reaccionando emocionalmente a lo que sucede en la escena (a veces de una manera mucho más enfática que lo que vemos). Escuchamos la recuperación de fragmentos del material de la introducción para marcar la acción en este “Primer tableau”. En el segundo, que no arranca inmediatamente, la música trata de “traducir” no solo el componente emocional de los personajes y de la trama, sino también convertirse en discurso. La preparación del asesinato por parte del Rey Enrique III nos presenta un diálogo entre trompa (que mantiene una figura rítmica) con el piano, que va creciendo en intensidad. El “Cuarto tableau”, donde se produce el apuñalamiento del Duque por parte de los cuarentaicinco guardianes del rey (eso de cuarentaicinco es una pequeña licencia, no veremos tanta gente en la pantalla…), comienza con una división visual que no tiene desperdicio. El premontaje proponía, para unir dos momentos dramáticos, una concesión al espectador de ver una especie de teatro dentro del teatro. Por eso, el rey observa escondido tras unas cortinas (que hacen de una especie de telón) al Duque. Ya el título nos ha anunciado lo que va a pasar —lo del spoiler es algo habitual del siglo xx en adelante, antes la gente quería saber de qué iba un poema sinfónico o una ópera para poder entender mejor la pieza. Al Duque Entre otros, fue definitivo ante estas cuestiones McClary, Susan, Femenine Endings. Music, Gender and Sexuality, Mineapolis/London, University of Minnesota Press, 1991. 59.

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se le recibe con una melodía ceremoniosa sobre un bajo del todo sospechoso. El piano y los violines refuerzan el carácter intrigante, pero a la vez juguetón del ambiente. Un silencio dramático corta esa música e irrumpe un tutti frenético. Es especialmente interesante el apuñalamiento, enmarcado por una melodía que desciende cromáticamente, muy marcada rítmicamente —que también sostiene el viento—, en la cuerda y el piano, en la que podríamos ver una anticipación, al menos estética, del uso de la música del famoso asesinato en la ducha de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchkock, 1960). Por eso, tan importante es el teatro de variedades para entender el cine como (nunca) mudo como la ópera, al menos por dos motivos —aparte de la música en “directo”. A nivel estructural, es aún patente de forma explícita en las primeras películas, como es el caso de Intolerancia, de David Wark Griffith (1916), que se presenta “en un prólogo y dos actos”. Es el caso, por ejemplo, de Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, Viktor Fleming, 1939), que cuenta con su obertura, intermedio y música final. La obertura, además, no coincide con los títulos de crédito —que normalmente sirven para dar comienzo “oficial” a la ficción cinematográfica—, sino que se buscaba redondear la experiencia cinematográfica. El productor, David O. Selznick, adjuntaba un manual de instrucciones para las salas de proyección, para que se presentase de la manera adecuada. Se nos explica que las luces de la sala tenían que irse apagando poco a poco a lo largo de la obertura. El sonido de tambor que se escucha durante siete segundos entre la obertura y los títulos de crédito estaban pensados para que diese

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tiempo a abrir el telón (y así disimular su sonido). El mismo procedimiento debía seguirse para la obertura tras la pausa. Las luces se habrían encendido y las cortinas estarían corridas con el intermezzo. El texto concluye diciendo que las oberturas de los dos actos de la película han sido diseñados para establecer el estado anímico para el disfrute de la película y se solicita encarecidamente, para tal fin, la cooperación de la dirección de la institución60.

Mientras que las oberturas, en la mayoría de óperas, sirven como una especie de resumen (muchas veces con spoilers del argumento), aquí encontramos un cambio significativo a favor de la disposición “emocional”. De alguna forma, es la música de la cabecera la que asume el rol de las oberturas operísticas, pues es ahí donde muy frecuentemente se presentan los temas musicales nucleares de la película, lo que puede servir también como presentación de los personajes y sus complejidades. A veces, tal presentación es una sucesión de elementos que no dejan clara su relación entre sí. Es el caso, por ejemplo, de los tres temas de La Strada (Federico Fellini, 1954). El primer tema que escuchamos, intenso y lírico, melódicamente dominado por los violines, es “Il Matto”, el tema del loco, que suena dos veces completamente. Le sigue, sin solución de continuidad, la “Marcha circense”, muy contrastante con el primer tema y que se inicia con dos llamadas. Por último, suena el tema de “La Strada”,

60.

http://www.widescreenmuseum.com/widescreen/road-gwtw4.html

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que se une con el del circo. Hay otro tema importante que no ha aparecido en la obertura, pero que aparece en los primeros minutos de la película: es el de Gelsomina, que aparece por primera vez cuando Gelsomina se acerca sola frente al mar, y que consiste en una melodía cromática descendente. En Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958), la música de cabecera, compuesta por Bernard Hermann, arranca con un tema circular que nos introduce en el mundo obsesivo de ambos protagonistas. El ascenso melódico de los violines se interrumpe por la revisión del acorde Tristán wagneriano que nos anticipa el amor dentro de esa obsesión, pues en seguida vuelve a aparecer el tema circular. No aparecen todos los temas (falta, claramente, el de Madelein, que escuchamos nítidamente cuando aparece por primera vez), pero sí el núcleo de la historia y también del material musical. Por ejemplo, la circularidad musical que llevamos escuchando en la música de cabecera vuelve a aparecer como recurso en la escena de la persecución por los tejados, que termina con el trauma de Scottie (James Stewart) que le genera su vértigo (que va a jugar un rol fundamental en la película). De hecho, la circularidad solo se detiene para puntuar, con un cluster, la altura a la que se encuentran. La ópera, por así decir, ordenaba la “necesidad” narrativa de la mera proyección de imágenes “en movimiento”, según habían propuesto inicialmente los Lumière. La obertura ha cristalizado posteriormente en los títulos de crédito y la música de cabecera. En ellos, la música no solo nos propone una preambientación o anticipa lo que va a suceder en la historia, sino que también nos advierte de que

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ese es el marco donde va a suceder lo irreal. Ese gesto lo han heredado plataformas de streaming como el Tu-tún de Netflix o las propias productoras, como el rugido del león la Metro Goldwyn Mayer, o Microsoft y el sonido de inicio de su Windows 95, compuesto por Brian Eno. El sonido identitario es una puerta a la ficción. A nivel musical, la ópera servía de modelo para buscar lo que hoy leeríamos como premusical, es decir, actores-cantantes que, con sus intervenciones musicales, justificaban la necesidad de música. El intento de sincronizar el sonido, como hemos visto, se consideró definitivo a partir de la sincronización de los labios con el sonido, pero lo que se estaba buscando en gran medida era dar una solución para “salvar” lo musical. Sabemos que había músicos en directo, pero resultaba irregular su número e instrumentación (o sea, a veces había un pianista, a veces un ensemble, a veces toda una orquesta o big band, pero fallaba el trompeta porque estaba enfermo…) cuando las películas se movían de teatro a teatro, así como sus contenidos. Algunos improvisaban, otros tocaban música preexistente según su criterio —que podía distar mucho del criterio de otro músico que acompañase la misma película y, por tanto ¿cambiar su sentido?. Una propuesta muy extendida de organizar todas las posibilidades abiertas ante la música para películas era mediante las llamadas cue sheets, que podríamos traducir por “hoja de entradas”. Eran una serie de compilaciones que se publicaban periódicamente en las que, a modo de sugerencia, se proponían posibilidades de “acompañamiento” a la imagen con música preexistente, fuese del repertorio

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“clásico” o música ad hoc para estas cue sheets. Había dos tipos de cue sheets: las que indicaban el fragmento exacto, que debía interpretarse, o al menos su comienzo; y, las más frecuentes, las que indicaban simplemente el título de la pieza en el metraje de la película. En ambos casos, se determinaba siempre la duración de cada uno de los fragmentos, que se establecían siguiendo los minutos de la cinta. El gran problema que venían a solucionar las cue sheets, aparte del emocional y contextual, era el que concernía a posibles vagancias o irresponsabilidades de los músicos. F. H. Richardson, ya en 1909, advertía que la música es un asunto de más importancia de la que la mayoría de gestores de teatros de cine parecen imaginarse. Ten un buen pianista, que pueda leer música a primera vista y hazle que se encargue estrictamente de lo suyo. Paga un salario que justifique que le pides su mejor desempeño […] Siempre y de manera invariable el o la pianista puede ayudar a una película maravillosamente si quiere y sabe cómo. Una y otra vez he entrado en un teatro mientras se proyectaba la película y he visto al pianista entretenido, a propósito, hablando con un amigo, dividiendo su atención imparcialmente entre el amigo y el chicle que comía61.

En este sentido, tener a un buen intérprete no solo garantizaba un dinero bien gastado, sino la verdadera integración entre

61. Riesenfeld, Hugo, “Music and Motion Pictures”, en Hubbert, Julie, Celluloid

Symphonies. Texts and Contexts in Film Music History, Berkley-Los ÁngelesLondres, University of California Press, 2011, p. 37.

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imagen y sonido. Autores del momento, como Louis Reeves Harrison, señalaban que la música no debía ser pensada como si el público fuese tonto, sino que, muy al contrario, había que componer e interpretar atendiendo a la inteligencia de la audiencia. La música, a su juicio, tiene que funcionar “como un reloj”62. Justamente, la atención a esa inteligencia era lo que llevaba a cierto boicot de los intérpretes ante lo exigido: ironizaban o complejizaban la imagen a partir de su intervención musical. La prensa se dedicaba, desde más o menos la década de 1910, a decir qué tipo de música era adecuada para un cine u otro, una especie de columnas de opinión de cue sheets. Los momentos de insurrección de los intérpretes generaban olas y olas de artículos sobre lo inapropiado. Era, verdaderamente, cuando la crítica se hacía cargo de que había música en las proyecciones de cine y no tanto de crear normas y establecer lo que se debe o no hacer. Y ya se sabe: más vale que hablen de una, aunque sea mal, a que no se hable en absoluto. Dicen que eso lo dijo Salvador Dalí, ¿no? A las cue sheets les daban bastante igual las divisiones académicas y mezclaban repertorio “clásico” con “popular”. Así, muchas de las composiciones ad hoc para las cue sheets se sitúan en un punto intermedio en estilo, lo que hace difícil su clasificación. Es el caso, por ejemplo, de la música de John Stepan Zamecnick, que encontramos en una de las tantas recopilaciones de partituras para el cine —llamada photoplay music—, la Sam Fox Moving Picture Music, publicada en varios volúmenes desde 1913. Asimismo, el uso repetido de alguna

62.

Reeves Harrison, Louis, “Jackass Music”, en Ibidem, p. 44.

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música preexistente con un sentido similar, como la marcha nupcial de Sueño de una noche verano de Felix Mendelssohn en bodas o enlaces, convertía en “pop” la otrora elitista y selecta música “clásica”. Y justamente, este uso de “hits” del repertorio “clásico” es lo que lleva a autores como Hansjörg Pauli a considerar un uso evidente de la música en el cine y otro subterráneo, de carácter socia. Es el caso de la propuesta, por parte del recopilatorio de cue sheets de Edison, el Edison Kinetogram, de la utilización de un fragmento de la ópera El cazador furtivo (Carl Maria von Weber, 1821) como “música dramática” para Frankenstein (1910). Fin cinematográfico: check. El fin social, sin embargo, consiste en que el uso de esta música era un “bombón” —según palabras de Pauli63— para esa burguesía que ya disfrutaba y se identificaba profundamente con los valores de la ópera (que, como ya apuntamos, fue un fenómeno de masas en términos de la época) y la oportunidad de escuchar otra vez esa música ya hacía que ir al cine “valiese la pena”. Las cue sheets proponían una preordenación emocional mediante la selección de música cuyo efecto estaba ya preconcebido. Es decir, se articulaban las diferentes piezas según lo que transmitían o la escena que representaban, estereotipando así la relación entre ciertos sonidos con ciertas emociones. En realidad, esto es una cuestión con bastante solera. El propio origen de la música está marcado por la lucha contra la ambigüedad de su significado o, más bien, que pueda “significar cualquier cosa”. Desde la Antigüedad, muchos pen-

63. Pauli, Hansjörg, Filmmusik: Stummfilm, Stuttgart, Klett-Cotta, 1981, p. 196.

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sadores le han achacado a la música que no sea “exactamente” lenguaje. De hecho, a algunos pensadores como Platón no les hacía mucha gracia que la música fuera ambigua, que no equivaliera directamente a nada, y que su capacidad figurativa, es decir, su capacidad de imitar el mundo exterior, fuese limitada. Para él, ese es el poder más peligroso de la música: que su ambigüedad le permite penetrar directamente al alma y alterar las formas de acción. Es un tema nada baladí en La República (424c): “los modos musicales no cambian nunca sin que se muevan las más importantes leyes que rigen el estado”64. La retórica fue la gran aliada de la música a partir del Renacimiento, cuando se comenzaron a visitar con entusiasmo las fuentes de la Antigüedad. Ya que la música parecía ser incapaz de articular contenidos por sí misma de forma unívoca, emular las estructuras del discurso de la retórica podría ser de lo más útil. Para Aristóteles, por ejemplo, articular bien un discurso implicaba conseguir traducir directamente el contenido del alma, es decir, comunicar bien aquello que queríamos decir. En la Antigua Roma y la Edad Media, con aportaciones como las de Cicerón o Quintiliano, se puso el énfasis en eso de “comunicar bien”, independientemente de la veracidad y valor de lo que estábamos diciendo. Vaya, que lo del “medio es el mensaje” de Marshall McLuhann es algo que deriva, en realidad, de estos años. No se trataba solo de pensar qué decir, sino cómo decirlo. A veces no había que ser muy fiel y riguroso con respecto a la verdad, sino convencer a la audiencia: expresar se convierte en algo político. La retórica aplicada al discurso, a partir de la Edad Media, se constituyó como la 64.

Platón, La república. Madrid, Gredos, 1996, 424c.

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herramienta para “docere, movere, delectare” a la audiencia, esto es, enseñar, suscitar y deleitar, aparte de “comunicar”. Las discusiones sobre la validez de esta adscripción retórica a la música son, como se imaginarán, infinitas65: ya sea mediante la creación de recursos expresivos que eliminasen la ambigüedad significativa de la música o a través de la consideración de la música (especialmente la sinfonía) como un ensayo (según algunos, como E.T.A. Hoffmann, cuyo “anhelo es lo indecible”) el problema se centra en qué dice –y cómo lo dice– la música y, sobre todo, la carga ideológica adscrita a ese decir. Al menos desde el Renacimiento, y más significativamente en el Barroco, ya se trabajaba atendiendo a los “afectos” de la música: lo que la música era capaz de transmitir era controlable y susceptible de tener una organización estricta. Por eso, se comenzaron a desarrollar estructuras más o menos fijas que servían para dotar de significado a lo que podía resultar ambiguo o equívoco. Es lo que se llama la teoría de los afectos. De alguna forma, esta preestructuración emocional en la música se rescata para el cine. Por ejemplo, encontramos recogidas en Berg’s Incidental Series of music (1916) “Dramatic Andante”, de Irenée Bergé, “Hunting Scene” [Escena de caza] de Gaston Borch, que es una especie de danza o “Battle Agitato” [Pelea Agitato], de Adolf Minot, donde se intercala el juego melódico de la mano derecha del piano con un trémolo enfático en la mano izquierda (que marca el agitato). Lo que se nos Dahlhaus, Carl, “Der rhetorische Formbegriff H. Chr. Kochs und die Theorie der Sonatenform”, Archiv für Musikwissenschaft, 1978, 35. Jahrg., H. 3. (1978), pp. 155-177. 65.

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propone, entonces, es una asociación preestablecida entre determinadas estructuras melódico-rítmicas o tonalidades con su afecto correspondiente. En Sam Fox Moving Picture Music (1913-14) se recogen obras en la misma línea, como Hurry Music [Música apresurada], donde se indica que es “para duelos” o Fairy Music [Música de hadas —nada que ver con el famoso friegaplatos], pero también estereotipos étnicos, como Oriental Music, Indian Music o la ambigua Mexican or Spanish Music, todas del ya citado J. S. Zamecnik. Edith Land y George West escribieron una de las recomendaciones más estudiadas con respecto a lo que se debe tener en cuenta para la creación de estas cue sheets: Tomemos como ejemplo The Roe of the world [1918], con Elsie Ferguson. Las escenas del comienzo se sitúan en la India, en un puesto de la armada británica. Esto sugerirá inmediatamente la necesidad de preparar algún tipo de música característica de Oriente, así como música marcial en escenas que describan la vida de los soldados […] Por la noche, se desata una tormenta terrible (22. Música de tormenta de la Obertura de Guillermo Tell [de Rossini]) […] Al ver muerto al hombre que amaba, Rose pierde la conciencia. Al despertar al día siguiente, encuentra a su amado a su lado. Están unidos de nuevo para ser felices para siempre (25. Apoteosis del tema de amor principal)66.

Lang, Edith y West, George, “Selections from Musical Accompaniments of Moving Pictures”, en Hubbert, Julie, Celluloid Symphonies. Texts and Contexts in Film Music History, Berkley-Los Ángeles-Londres, University of California Press, 2011, p. 62. Mi énfasis. 66.

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Este fragmento nos permite ver cómo intercalan en los distintos momentos de la película posibilidades de sonorización. Sería una suerte de cue sheet desplegada, cuyos detalles podrían servir de inspiración a otros. Para ambos, lo relevante es marcar la necesidad de variación: hay que evitar la monotonía y articular con naturalidad los cambios. La elegancia es fundamental: no puede parecer un pastiche. Asimismo, estructuran determinadas formas de imitar sonidos de la naturaleza o del ambiente de manera “legítima”, como la lluvia (“con una melodía ligera en la cuesta en rápidos arpegios o trémolos”) o un trueno (“cualquier acorde grueso, tocado en sforzando en el registro grave […] con diminuendo inmediato”)67. Esto de imitar sonidos “no musicales” por medios musicales se intenta hacer en la música desde hace siglos. Baste recordar, por ejemplo, “La tempestad”, el cuarto acto de la ópera Alcyone (1706), de Marin Marais. En estas cue sheets se asientan los elementos clave que luego perviven, en realidad, en buena parte de la música para cine más comercial. Su vinculación con ciertos afectos redundó en su caracterización como “manipuladora” y “utilitarista” y esto, justamente, fue lo que hizo que, hasta hace muy poco tiempo, se le prestase poca atención a la música en el cine. Podríamos pensar que hay una vara de medir ideológica que hace “manipuladora” y “utilitarista”68 a una música y “expresiva de contenidos textuales” y 67.

Ibidem, p. 71.

Mathiesen, Thomas J., ”Silent Film Music and the Theatre Organ”, Indiana Theory Review, vol, 11, 1991, p. 81. 68.

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“funcional” en otros repertorios. En cualquier caso, lo que cabría remarcar es cómo se fijan, en este momento, no solo que determinadas emociones emerjan a partir de determinadas estructuras musicales, sino también que la música no tiene un rol solo de relleno. Los efectos y potencial de la música no eran desconocidos en el inicio del cine.

La política de los talkies Había que reaprender a hablar para el cine. Para muchos, la voz acabaría con la actuación basada en la pantomima, significativamente gestual. Además, había que prescindir de la voz teatral, pensada para la correcta dicción y proyección escénica que permitiese al espectador intuir lo que se decía sin que apareciesen muchos intertítulos, a favor de la “voz natural”. La voz, inicialmente, recordaba a las audiencias de los años treinta a la radio y al teléfono: voces espectrales que surgían de máquinas. Herbert Brenon, afamado director del periodo “mudo” (sobre todo por su Peter Pan, primera adaptación cinematográfica del libro), por ejemplo, se lamentaba de que, al escuchar la voz, era imposible no “ser conscientes de la máquina en cualquier reproducción de la voz humana”, de la maquinaria detrás de la ficción69. Pero, a la vez, como el cine tiene un clarísimo ánimo de lucro, escuchar a los y las afamadas actores y actrices era un motivo más para persuadir al púbico: ¡Pasen y oigan! Crafton, Donald, Talkies. American Cinema’s Transition to Sound. 19261931, Nueva York, Charles Scribner’s Sons/Macmillan Library, 1997, p. 167. 69.

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No se habla simplemente. Se habla y se performa un género, una clase, un lugar de origen, etc. Aunque en filosofía estas cuestiones se han teorizado especialmente desde los años ochenta, en el cine lo saben desde que el habla adquirió un rol central. En Cantando bajo la lluvia (Signin’ in the rain, Gene Kelly-Stanley Donen, 1952) se muestra el gran drama que supuso, para muchos actores y actrices, que su voz pudiese oírse. Lina Lamont es condenada por tener una voz poco agraciada. De hecho, gran parte del argumento de la película es, justamente, la estrategia de la dualidad entre su cuerpo —que actúa— y su voz —que es silenciada y ridiculizada. La “voz bonita” que encaja o no con la expectativa del cuerpo que aparece es central en lo que supone el sonido sincronizado en el cine para la relación voz/cuerpo de las mujeres. En su caso, además, se procede a un ejercicio habitual: el paulatino silenciamiento de la voz femenina, como viene pasando desde el origen de la ¿civilización?: Siringa y Mirra son convertidas en árbol, a Eco se le elimina la posibilidad del habla, solo es capaz de repetir lo dicho, a Filomena (o Filomela), entre muchas otras70, le cortaron la lengua, a Casandra la tomaron por loca (es decir, incapaz de generar un discurso racional…). La diferenciación según los roles de género atribuidos a cada voz permite el ejercicio del poder y la ocupación de espacios de expresión. Lo muestra bien His master’s voice (1985)71, de Hildergard Westerkamp, donde expone diversas “voces de amos” de forma descontextualizada pero claramente King-Slutzky, J., “After Philomela: A History of Women Whose Tongues Have Been Ripped Out”, en The Hairpin, Marzo 2015. (King-Slutzky, 2015) 70.

71.

https://www.hildegardwesterkamp.ca/sound/comp/3/mastersvoice/

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distinguible. Adolf Hitler o Piotr Ilich Tchaikovsky, de pronto, pertenecen al mismo discurso de dominio y represión. Ginger Rogers, en Vampiresas 1933 (Gold Diggers of 1933, Mervyn LeRoy, 1933) canta, en el número de apertura “We’re in the money”, en “Pig Latin”, una variante lúdica del inglés que altera el orden estandarizado de la construcción de las palabras: la primera letra pasa a ser la última y se añade “ay”, de tal modo que “pig latin” sería “ig-pay atin-lay”. De esta forma, el fragmento que resulta ininteligible a simple oída: “Er’way ot-gay a-lay ot-lay of-way/Ut-way it-way akestay o-tay et-gay a-lay-ong-lay/Er’way in-hay the oney-may”, no es otra cosa que los versos de la canción piglatinizados. Podemos entender este fragmento como un mero juego que enriquece la ya de por sí fastuosa puesta en escena de Busby Berkley. Pero también podríamos encontrar dos derivas: por un lado, el carácter expresivo de lo coloquial, siempre ávido por la búsqueda de lenguajes privados y la “deformación” — según las reales academias— de la corrección lingüística. Es una de las primeras fórmulas, un tanto ingenuas seguramente, en la que se combina la permanencia del cine como pomposo vaudeville y, a la vez, la inclusión de fragmentos de la vida cotidiana, la que corre ajena y en contraposición a la que prometen algunas películas. Por otro lado, el fragmento en “pig latin”, acentuado por el primerísimo plano de Ginger Rogers, se acerca a algunas propuestas de la música y la poesía experimental (como los poemas zaum) en la que la voz renuncia a la comunicación a favor de la emoción, en los casos menos agresivos contra la comunicación, o hacia la exploración fonética. Ya que hay que hablar, juguemos con el lenguaje.

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Es significativo el cambio en la voz de Rogers en solo un año: la voz nasal y afilada de Gold Diggers for 1933 se convierte, en La alegre divorciada (The Gay Divorcée, Mark Sandrich, 1934) —es decir, solo un año después—, en redonda y suave en números como “The Continental” o inexistente, como en “Night a Day” o “Heaven”, donde su personaje, Mimi Glossop, responde a la declaración de Guy Holden (Fred Astaire) sin intervenir en la canción, solo bailando. Otra forma de retirar la voz femenina es invirtiendo los valores fundamentales asociados a ella. Ejemplo de ello es “Poor Unfortunate Souls”, la canción central de Úrsula, la villana de La Sirenita (The Little Mermaid, Ron Clements y John Musker, 1989). Se le ha dado una voz grave que, en realidad casi ni canta, salvo cuando imita a los “pobres” que se acercan a ella en busca de ayuda (cuando dice “in pain, in need” o “so sad, so true”), lo que contrasta con el gusto habitual de Disney de voces brillantes y luminosas de las heroínas. No solo se denota así la maldad de Úrsula (mediante el contraste melódico de su propio discurso frente al de los que acuden a ella), sino también la —supuesta— escasa feminidad que trata de imponer la ideología hegemónica. El cine toma distancia con respecto a la ópera con la tendente renuncia a la voz impostada. Se trata de criterios más o menos explícitos: por un lado, el creciente interés y consumo de la música —así llamada— popular urbana a partir de los años cuarenta, que se asienta definitivamente en los cincuenta con el surgimiento del rock ‘n’ roll y el desarrollo de la categoría de “juventud” como destinataria de ciertos productos de consumo, lleva o al rechazo del canto

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lírico a favor de la voz natural o a un punto intermedio entre ambas, como podríamos considerar la forma de cantar de Julie Andrews, por ejemplo, al principio de Sonrisas y lágrimas (The sound of music, Robert Wise, 1965). En este sentido, sería pertinente desarrollar algo que solo apuntaré aquí: cómo se construye el canto supuestamente espontáneo de mujeres y hombres. Mientras se dispone el canto de mujeres como una forma de destacar su dulzura, en muchos casos, el canto masculino se presenta o bien como una forma de mostrar su sensibilidad —que no muestran de otra forma “porque los hombres no lloran”— o su fragilidad. El canto espontáneo de muchas mujeres es susurrante (crooning), en ese punto extraño entre lo ingenuo y lo sexy, cuyo modelo es Holly Golightly (Audrey Hepburn) con “Moon River” en Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s Blake Edwards, 1961). Su canción está dirigida al oído masculino: cuando el vecino se asoma, comienza el acompañamiento de la cuerda que rompe con el pacto de espontaneidad y constata que se ha conseguido que surja una relación entre ambos. Hay muchos casos menos exagerados pero que, de la misma manera, no optan por una voz que no resulte “agradable”. Es el caso de Jules et Jim (François Truffaut, 1962) cuando Catherine (Jeanne Moreau) canta “Le Tourbillon”. Podríamos oponer a estos cantos a dos protagonizados por hombres. Por ejemplo: Cuando Lucky (Harry Dean Stanton) en la película homónima (John Carroll Lynch, 2017), inmediatamente después de que el cumpleañero haya soplado las velas que, en la fiesta de cumpleaños de mexicanos al que le invitan, comienza a cantar la ranchera “Volver, volver” en español (cuando él es

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estadounidense y no habla español). Es una forma de regalo, en el contexto de la película —además de uno de los mejores momentos de la película: se muestra a Lucky, ese cuerpo flaquísimo y envejecido, concentrado, cantando, entre sus vecinos–. No deja de ser un robo del protagonismo, una petición del foco de un canto ajado. Charlie (Adam Driver) cantando “Being Alive” en Historia de un matrimonio (Marriage Sotry, Noah Baumbach, 2019), sería otro ejemplo. Charlie, que es director de escena, canta una canción de la comedia Company, de 1970, es decir, toma una canción de “su” mundo para expresar su dolor por el divorcio al que se está enfrentando. No busca cantar bien, sino mantener la irregularidad de la voz de alguien que no pensaba que iba a cantar en público y que no está acostumbrado a cantar. Ellas cantan para otros, ellos cantan para sí mismos. Cabría ampliar estas cuestiones atendiendo a los roles y usos de la voz en off: puede ser narrativa, esto es, una voz que nos cuenta la historia; puede ser subjetiva, cuando lo que se busca es que exprese lo que piensan los personajes —lo cual sirve, en muchas ocasiones, para conocerles mejor y que resulten más complejos—; puede ser informativa, cuando se nos explica —con más o menos neutralidad— el espacio, el contexto y las circunstancias de lo que vemos; o puede ser reflexiva, cuando sirve para dejar claro el significado o trasfondo de lo que se ve. Esta división solo espera ser analítica, es decir: podrían darse varios tipos a la vez o matices significativos que amplíen el rol de cada una de ellas. La voz en off narrativa tiene la capacidad de hacer aparecer —o desaparecer, según el caso— lo que surge en

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la imagen. Encontramos uno de los ejemplos más celebrados al final de La vida por delante (Fernando Fernán Gómez, 1958), cuando vemos tres versiones distintas de un accidente, atendiendo no solamente a los recuerdos de los testigos, sino también a su forma de hablar. Comienza la versión de los hechos con dos camioneros gallegos. Según explican lo que recuerdan, van apareciendo en la escena aquellos personajes de los que dan cuenta. Los cambios que suceden en la imagen tienen que ver con las intervenciones de Josefina (Analia Gadé) que niega lo que afirman. La versión de Josefina, contada a toda velocidad, se observa también a cámara rápida. La última versión es la de un transeúnte (Pepe Isbert), tartamudo, cuya forma de hablar interrumpida hace que la propia imagen “tartamudee”. Es una forma radical de llevar hasta el límite la idea de que pensamos acorde al marco que nos da nuestro lenguaje: ¿La voz tartamuda es la que construye la experiencia tartamuda? Lo relevante aquí es la fuerza de la voz para la creación de la imagen y no meramente su interpretación o acotamiento. La palabra hace. Otro ejemplo de Fernán Gómez de la voz como creadora lo encontramos en La vida alrededor (1959) cuando Antonio Redondo (el mismo Fernán Gómez), el abogado que protagoniza la película, se dirige de pronto a los espectadores. Por si nos fuese a resultar muy extraño, de pronto, esa interpelación, uno de sus compañeros de trabajo, que se compadece de él porque va a tener otro hijo, dice “se comprende que hable solo” . Tras mirar varias veces a la cámara directamente de manera intrigante, Antonio se acerca diciendo: “Ah, ¿Están ustedes ahí? Metiendo sus narices en mis

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asuntos, ¿eh? Es muy cómodo, ¡Claro! Se ahorra un poco de la carne, otro poco de la educación de los niños y un día a la semana, ¡hala, al cine, a fisgar vidas ajenas!”. En ese momento, desaparece el fondo, la oficina en la que se encontraba y, en un tono más amable, comienza la historia: “Un día Josefina se sintió mal…”. El fondo negro desde el que se dirige al público separa la narración de la historia en sí. A veces, le roba el espacio de enunciación Josefina (Analia Gadé), lo cual hace que Antonio Redondo —que nunca se autoidentifica como actor, sino que mantiene al personaje incluso cuando lo narra— no tiene un acceso privilegiado a la narración separada de la historia, sino que es un espacio de paréntesis compartido y habitable por otros personajes. En esta película, además, se cuelan otras voces en off que tienen un rol clave para el concepto de trasfondo: una vez nos han contado cómo va su nueva casa (en un “pequeño documental” de su vida), siguen con el ritmo de la historia habitual. Los vemos irse a la cama y hablar de banalidades, cuando irrumpe en el mismo plano sonoro una voz radiofónica que dice “Saldos El Cocodrilo” y diferentes ofertas, así como la canción “La vida alrededor” (una especie de canción proclama de la propia película, interpretada originalmente por Los tres de Castilla) cuya letra reza: “La vida es dura, pero frágil, la vida es corta, pero ancha…”, entonada por Clotilde (Rafaela Aparicio), la limpiadora, a quien no vemos cantar. Es una suerte de “pausa para la publicidad” del “documental” que acaban de ofrecernos, que nos remite tanto al tema del ahorro, clave en la película, como a una nueva capa en la ficción (la que propone que, quizá, el relato pertenece al mundo de la televi-

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sión o la radio, donde se cuelan anuncios que interrumpen el desarrollo de la narración). El canturreo de Clotilde, resume la cuestión de fondo de la película. La confrontación entre la voz de Aparicio y Mayra, la solista de Los 3 de Castilla, opone el casi divertido chachachá original, que opaca la crudeza del texto, al sentido de la canción: desnudo el canto que acompaña al trabajo, revive la definición de la vida de Machado (a través de Juan de Mairena) como “una turbia evidencia”, que —y sigue la canción— “el día de mañana, en todos los relojes, tendrá el mismo tic-tac”. Es decir, es un canto que, a la vez, pide resignación y justicia. Una voz que crea de facto la ficción, pero la desmiente, que expulsa, por así decir, la posible realidad de la mentira cinematográfica, es la de la narradora —de los pocos ejemplos que encontramos en los que la voz en off narradora sea la de una mujer— de A letter to Three Wives (Joseph L. Mankiewicz, 1949). Desde el principio, se nos dice: “para empezar, todos los hechos y personajes de esta historia pueden ser ficticios. Cualquier similitud con ustedes o conmigo, puede ser pura coincidencia” Puede ser. O no. La voz de mujer ha sido arrebatada, desde el origen de nuestro saber, la capacidad de transmitir el saber. Sucede algo similar en Uno de los nuestros (Godfellas, Martin Scorsese, 1990), donde la película está narrada en off, en general, por el protagonista, Henry Hill (Ray Liotta), salvo momentos específicos en los que habla su mujer, Karen (Lorraine Bracco). Sería muy significativo este cruce de voces si no fuese porque siempre que se le escucha a ella es casi exclusivamente para hablar en torno a él o a su relación con él. Ella se subjetiviza, a partir de su, por y desde él.

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Podemos constatar, así, que las voces de mujeres no solo dicen, sino que prefiguran “dulzura” o “sensualidad”, por ejemplo, cuando enuncian: es, por tanto, una imposición del phonos, lo que suena, por encima del conocimiento, el logos72. La duda inicial de A letter to Three Wives se opone, así, a la seguridad y construcción de relato en Double indemnity (Perdición, Billy Wilder, 1944) y El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950). Los hombres se narran a sí mismos, las historias se construyen gracias a su voz. Normalmente, esperamos que la persona que vemos, aunque no la veamos hablar, sea la propietaria de la voz. No obstante, a veces el sonido que se impone a la imagen disloca la expectativa. Es el caso, por ejemplo, del momento en el que vemos a Marion (Janet Leigh) en Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) prepararse para huir con el dinero y, más tarde, ya en el coche. Mientras Marion está en su cuarto, ordenando sus pertenencias en su maleta, la música de Bernard Hermann se construye sobre un ostinato que va variando de voz en la cuerda, con pequeñas alteraciones rítmicas que marcan la duda. Es una subjetivación del pensamiento de Marion, en bucle. La música no resuelve (quizá como la propia determinación de Marion, que actúa por impulso). A continuación, cuando la vemos en el coche, escuchamos una voz en off que no le pertenece y que potencia su duda moral. En el mismo sentido, habría que hacer una distinción de la capacidad de aparición del Cavarero, Adriana, For more than one voice. Toward a philosophy of vocal expression, California, Stanford University Press, 2005. 72.

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cuerpo al que pertenece la voz. Michel Chion distingue entre voces que temporalmente no tienen cuerpo y aquellas que no lo tendrán nunca y quedan como voces sin fuente reconocida, la voz acusmática. A partir de esta división, tilda al segundo tipo de voz como un personaje acusmaser73. Para él, los modelos de estos acusmaser se encuentran en la madre de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), en la que se encarna Norman Bates por momentos, El testamento del Dr. Mabuse (Das Testament des Dr. Mabuse, Fritz Lang, 1933), que representaría “la voz del genio maligno” y, En el cuarto mandamiento (The Mangnificent Ambersons, Orson Welles, 1942), donde aparece la voz del director74. Tendríamos ejemplos acaso más radicales, como el de La escafandra y la mariposa (Le scaphandre et le papillon, Julian Schnabel, 2007). Escuchamos en este caso, como privilegio que nos otorga el cine, la voz que pertenecería al “interior” del protagonista, Jean-Dominique (Mathiew Amalric). Es una reconstrucción de cómo pensamos que nos comunicamos con nosotros mismos: a través de una voz que solo escuchamos nosotros, que nos habla, confusa, inconexa y que, a veces, se parece bastante a la nuestra. Es una voz inaudible, que solo se convierte parcialmente en expresiva a partir de la traducción de Claude Mendibil (Anne Consigny), que letra a letra, con la confirmación a través del guiño, construye pequeñas frases que permiten algún tipo de interacción lingüística con el mundo. Lo que

73.

Chion, Michel, La voz en el cine, Madrid, Cátedra, 2004.

74.

Ibidem, p. 32.

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escuchamos es una serie de letras que, recitadas por otros, se eligen para formar una frase. El ojo de Jean-Dominique es un ojo-tecla (traducido por mujeres: las que cuidamos, las que debemos tener paciencia: frente a la traducción de la voz de las sirenas por Homero, que le daba “forma” porque las sirenas solo podían emitir algo amorfo y dañino, aquí se da forma desde la asunción de que hay algo verdaderamente interesante de ser pasado a palabra)). El cuerpo que no puede aparecer por definición es el de Her (Spike Jonze, 2013), una película que tipifica en lo que algunos desean que se convierta Cortana o Siri (todas con voces de mujer, porque están pensadas para servir75), en una relación de amor con una voz que se adapta a todo lo que Theodore Twombly (Joaquin Phoenix) ha querido oír. “Samantha” (Scarlett Johansson) es una inteligencia artificial que aprende y se desarrolla psicológicamente hasta conseguir emular estados de ánimo, conversaciones con ideas propias o emociones —como el amor. El cuerpo —por ejemplo, para el sexo— se trata de sustituir con otra chica , que no quiere hablar, Isabella (Portia Doubleday). Se pone una cámara a modo de lunar encima del labio y un auricular desde donde Samantha le dicta lo que Isabella tiene que hacer. Pero el cuerpo es incontrolable: hay un momento, mientras están teniendo sexo, que el orgasmo de la inteligencia artificial, de Samantha, y de Isabella, se mezclan. Isabella no puede evitar gemir. Así se rompe el Alcalde, Pedro y Hervás, Marina (eds.), Terremotos Musicales. Denarraciones de la música en el siglo xxi, Barcelona, Antoni Bosch, 2020, p. 91. 75.

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hechizo de que una voz, realmente, pueda entrar en cualquier cuerpo, como deseaban también en Cantando bajo la lluvia. La voz en off, a veces, no aparece como voz en sentido estricto, sino que se destinan, para ella, recursos de lo visual. Es el caso de la escena del balcón en Annie Hall (Woody Allen, 1978), en la que se utilizan subtítulos para expresar lo que, presumiblemente, piensan de verdad los protagonistas. La escritura del pensamiento, tal y como la habitamos, es en realidad una detención de un proceso tan dinámico que sería, en realidad, incapturable. Se nos pasan a la vez múltiples cuestiones por la cabeza que no pueden registrarse —o no del todo. Se trata de la creación de dos capas, en la cual la escritura es la verdad sobre el texto. Hay otras sobreescrituras dentro de la imagen que son menos amables. Cuando Joe es violada por el mecánico en los primeros minutos de Nymphomaniac Vol. 1 (Lars von Trier, 2007), lo que se conserva en la imagen que aparece en la pantalla es el “3+5” (que dan cuenta de que fue tres veces penetrada por la vagina y cinco por el ano). Joe nos dice a continuación que nunca olvidaría esa cifra. La persistencia de su experiencia de violación, que la atravesará para siempre, somete así a la imagen ficcional.

El tiempo El anhelo impresionista de captar el movimiento (y los cambios de la luz en los cuerpos), frente a la fotografía, se

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convirtió en realidad con el cine. El ojo dejó de ser estático y comenzó a ser dinámico. Dos elementos que generan —aún hoy— preocupaciones en la misma existencia humana son el espacio y el tiempo. El cine daba por resuelto, al menos como futurible, la posibilidad de captar el espacio. No obstante, no quedaba tan claro qué relación abría el cine con el tiempo. El colectivo alemán formado por Walther Ruttmann, Viking Eggeling, Hans Richter y Ludwig Hirschfeld Mack, junto a algunos artistas franceses (Fernand Léger, Picabia y René Clair) puso en duda la tendencia a considerar a la representación y a la narración como elementos característicos del cine. No buscaban —solo— poner en movimiento sus pinturas, sino más bien rastrear el tiempo y tratar de captarlo. Ruttmann, por ejemplo, consideraba su cine como “Pintura con tiempo”. Su primera propuesta en esta línea fue Lichtspiel-Opus I, que contó, para su estreno en 1921, con música de Max Buttig. Desde el reto de convertir al cine en una suerte de reflexión sobre el tiempo o, incluso, en la creación de un continuo temporal ficticio, encontramos numerosas referencias a elementos musicales: Ballet Mécanique (Léger, 1924), Symphonie Diagonale (Eggeling, 1917-1925) o Prelude et Fugue (Richter, 1920). El cine mismo se definía, esencialmente, como “ritmo”, según defendía Richter. La recepción les dio la razón. El crítico Theo van Doesburg, por ejemplo, consideró, en un artículo para la revista De Stijl de junio de 1921, que efectivamente se trataba de “música visible”. Es curioso cómo algunos autores, que desconocían estos trabajos, llegaban a conclusiones

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similares —en el plano teórico— cuando reflexionaban sobre otras posibilidades en la relación entre la música y el cine. Bela Balázs, por ejemplo, sugería en 1924 la “filmación de piezas musicales” para “dejar fluir en la película la corriente de visiones completamente irracionales que uno tiene al oír una pieza musical”76. Creía, añade, que “aún no se ha intentado”: llegaba tarde con su petición. Las propuestas no se agotan en la década de los veinte. En 1938 contamos aún con el “Poema óptico” de Oskar Fischinger que pone en música la Rapsodia húngara n. 2 de Franz Liszt e, incluso, su aportación a Fantasía (Walt Elias Disney, 1940), donde creó pinturas sonoras sobre la Toccata y Fuga en re menor BWV 565 de Bach. Tales propuestas comenzaron a considerarse como “Absolute Film” (cine absoluto) a partir de una exhibición colectiva que tuvo lugar el 3 de mayo de 1925 en Berlín. La resonancia del nombre es clara. Hace referencia a un debate fundamental en el siglo xix: la defensa por parte del crítico y teórico musical Eduard Hanslick de la “música absoluta”. De lo bello en la música, publicado por Hanslick en 1854, es quizá uno de los textos más discutidos en las últimas décadas en el territorio estético. Ahí, Hanslick plantea algo que no es tan fácil de resolver: que a la música no se le pueden adscribir fácilmente significados ni emociones. Esto genera que, además, estos sentimientos se consideren el contenido de la música77. Hanslick no niega que la música pueda provocar emociones,

Balász, Bela, “Escritos para una dramaturgia del cine”, El hombre visible o la cultura del cine, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2003, p. 119. 76.

77.

Hanslick, Eduard, De lo bello en la música, Ricordi, p. 16.

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pero las considera externas a “lo bello” de la música, que es la forma. Es decir, la emoción no está “dentro” de la música, sino que implica “cobrar conciencia de un fomento o de una traba en nuestro estado de ánimo, o sea, de un bienestar o de un malestar”78. Para Hanslick, confundir el sentimiento que la música puede producir con lo que define la música es valorar un vino al emborracharnos o no79. Encontramos ejemplos del “cine como ritmo”, como soñaba Richter, que, sin embargo, sí son figurativos y narrativos. Uno de ellos sería El fin de San Petersburgo (Konyets Sankt-Peterburga, Vsévolod Pudovkin, 1927). La claustrofobia de sus motivos, como el de la algarabía de una plaza en la que el tema es la escasez de comida, se consigue mediante la repetición y el cambio trepidante de planos. Lo que consigue el montaje paralelo es, en realidad, mostrar continuidad entre escenas aparentemente separadas y disociadas. La repetición y el ritmo en la intercalación potencian la creación de la relación entre lo diferente. Por eso, podemos decir que un componente rítmico, de ordenación del tiempo, convoca lo separado, lo distante espacialmente. Serguéi Eisenstein elaboró una de las teorías más logradas sobre el desanclaje entre sincronización y consonancia, que permitió ser una bisagra entre las exigencias del “cine absoluto” y el cine figurativo. La sincronización del sonido parece que se agotaba en la obediencia del sonido a la imagen. Sin embargo, lo que propone Eisenstein es trasgredir esa mera obediencia para poder desvelar una “‘oculta’ sincronización 78. 79.

Ibidem, p. 17. Ibidem, p. 20.

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interna”. El “lenguaje común” es el movimiento80, que pone en relación elementos aparentemente dispares, cuya sincronización puede no “tratar de ocultar la disonancia resultante entre los [elementos] auditivos y visuales”81. Para él, la puesta en movimiento conjunta de esos elementos dispares, entendidos como unidades separadas, establece una relación emergente entre ellos. Con esto, Eisenstein quiere relativizar la función de que la música “represente” lo que aparece en la imagen. Cuando se refiere al movimiento, Eisenstein “no se refiere al hecho del movimiento en la obra de arte sino a los medios por los cuales ese movimiento se encarna”82, lo cual puede ser a

Es cierto que esta noción resulta ambigua, tal y como denuncia Theodor W. Adorno y Hans Eisler. Ellos, además, echan en falta la atención al “movimiento” como “parte” de una totalidad que, para ellos implica “la continuación y la detención de la totalidad o, por decirlo de algún modo, la inspiración y expiración de toda la forma” (Adorno, Theodor W. y Eisler, Hans, Composición para el cine. El fiel correpetidor, Madrid, Akal, 2007, p. 70). No debe confundirse, necesariamente, como “movimiento” de una sinfonía o de un cuarteto de cuerda (en alemán, ellos no hablan de “Satz”, que es como se nombra a estos “movimientos musicales”, sino que mantienen la palabra “Bewegung”. Cfr. Adorno, T. W., Gesammelte Schriften, Vol. 15, Frankfurt a. 80.

M., Suhrkamp, 2003, p. 69). Lo que sugieren es que Eisenstein reduce la idea de movimiento a ciertas unidades emergentes, como podría ser la melodía que ‘emerge’ de la unión de varios sonidos, pero no entiende la música como ‘obra’, como totalidad que permite pensar fragmentaciones mayores que la melodía. En cualquier caso, llegarán a conclusiones similares cuando indican que “la música […] restituye la fuerza de gravedad, la energía muscular y la sensación de corporeidad. Como efecto estético es un estimulante del movimiento, pero no su duplicación, del mismo modo que la buena música de ballet […] ni expresa los sentimientos de los bailarines ni se identifica con los personajes de la obra, sino que los vincula al movimiento”. 81.

Eisenstein, S., El sentido del cine, Buenos Aires, Siglo xxi, 1974, pp. 66-67.

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través de la representación en una línea de un conjunto de sonidos llamada “melodía” o en las líneas ondulantes de una escultura. Si la “composición”, en sentido plástico, está pensada como la guía del ojo a través del espacio plástico, la unión con otros recursos de otras artes, —en este caso, los del sonido— pueden llevar a la percepción a un lugar que no aparece en el espacio plástico ante la vista, pero que potencialmente sí podría pertenecer a él. De este modo, pueden desvelarse, cada vez, sincronías internas posibles que la imagen y el sonido producen en su confluencia, a veces contrapuntística, a veces polifónica, a veces en fuga… Theodor W. Adorno y Hans Eisler siguen la misma línea de reflexión que Eisenstein al respecto: el montaje “transforma la superficialidad de [la] relación [entre imagen y sonido] en expresión”83. Es decir: la relación entre ambas podía generar algo radicalmente nuevo, que solo la imagen o solo el sonido no podían generar por sí mismos. En este sentido, la verdadera tentativa, definitoria del cine, contra el tiempo, es el montaje. El montaje supone la promesa de poder ordenar y reordenar, dilatar, elegir, repetir, manipular el tiempo cronológico, el que marca todo reloj. Como nos enseña Benjamin, el control del tiempo es el deseo de todo proceso revolucionario. Por eso, durante 1792 y 1806 en Francia operó el calendario republicano francés. Los cambios en el calendario implican una apropiación en el relato, pero el tiempo hay que dinamitarlo: “cuando cayó la noche del primer día del combate ocurrió que, en muchos 82.

Ibidem, p. 125.

Adorno, Theodor W. y Eisler, Hans, Composición para el cine. El fiel correpetidor, Madrid, Akal, 2007, p. 72. 83.

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lugares de París, independientemente y al mismo tiempo, hubo disparos contra los relojes de las torres”84. Quizá eso se esconde, también, en el manifiesto a favor del cine, redactado en 1928 por Eisenstein, Pudovkin y Grigori Alexandrov. Para ellos, la fuerza del cine se encuentra en el montaje, que es un disparo al reloj. El sonido, sugieren, debe ser “tratado como un nuevo elemento del montaje” y, en concreto, establecer un contrapunto entre imagen y sonido85. Al comienzo de Pasqualino: Siete Bellezas (Pasqualino Settebellezze, Lina Wertmuller, 1975), suena “Quelli Che”, de Enzo Jannaci, que aprovecha el uso lírico del saxofón en baladas, es decir, en contextos eróticos y románticos, para llevarlo al idilio bélico. Puede que esto nos recuerde al inicio de ¿Teléfono rojo? volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove, Or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, Stanley Kubrick, 1964), en el que parece que un avión penetra a otro (en concreto, un KC-135 a un B52), aunque en realidad lo está repostando. El cambio del primer plano, en el que vemos la manguera llenando el tanque, al plano general de los dos aviones unidos por ella —como si fuesen de la mano— nos enternece como si viésemos a una pareja de adolescentes que acaba de empezar. En gran parte se debe a la música, “Try a Litlle Tenderness” (1932), de Harry W. Woods, Reginald Connley y Jimmy Campbell, arreglada por

Benjamin, Walter, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, México D. F., Itaca/UACM, 2008, pp. 52-53. 84.

85. Eisensetin, Sergui, Pudovkin, Vsévolod y Alexandriv, Grigori, “A statement”,

en Weis, Elisabeth y Belton, John, Film Sound. Theory and Practice, Nueva York, Columbia University Press, 1985, pp. 84 y 85.

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Laurie Johnson, encargado de la música de todo el largometraje. ¡Qué simpático, cómo humanizamos dos objetos con el trasfondo sonoro adecuado! Sin embargo, en la propuesta de Wertmuller no podemos humanizar nada más allá del apretón de manos entre los sonrientes Hitler y Benito Mussolini que, en 1939, momento de la foto, dio lugar al pacto de acero. La aparente banalización del estallido de las bombas, perfectamente sincronizados con la música, que se intercala con Hitler y Mussolini, abre la cuestión de hasta qué punto las imágenes de desastres se han vuelto meramente cosméticas para los ojos hiperexpuestos. La imitación de un reloj —a veces de forma explícita, a veces de forma implícita, a veces de manera literal, a veces de manera metafórica— con distintos recursos sirve como elemento estructurador, de tal manera que se nos hace evidente la autoconciencia cinematográfica de la presión del tiempo como problema y de su difícil medición. El sonido juega un rol clave en esta “relojización” del tiempo oculto en el cine. En Un ladrón en la alcoba (Trouble in Paradise, Ernst Lubitsch) escuchamos la conversación entre Gaston y su pareja e, inmediatamente después, entre Gaston y madame Collet. con la única imagen de un reloj en el que se marca el tiempo que va pasando. Las voces son las que, en realidad, hacen que el tiempo avance. Una alarma, a las nueve de la mañana, da paso al tema de amor que nos hace confirmar que algo ha pasado —que cada cual le eche imaginación— entre Gaston y Madame Collet. Es una contraposición, por más que sea algo ingenua, entre el tiempo de los amantes —dilatado y elíptico— y el tiempo de la vida “real” (por eso

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uno de los relojes es el reloj de la campana de la iglesia). Varios sonidos de relojes se intercalan. Hay otros “relojes” bien conocidos, como el plano secuencia del comienzo de Sed de mal (Touch of evil, Orson Welles, 1958), donde el tictac de la bomba lo escuchamos de manera subterránea oculto tras la unión de ritmos de la mano de Henry Mancini (y balidos de cabra) que acompañan a los protagonistas —es decir, el cronómetro se convierte en ritmo musical. Otro ejemplo es la delicadísima propuesta de Gerald Fried con su uso del timbal esquelético y el conato de tambor militar de la primera salida de los soldados que encontramos en Senderos de gloria (Paths of Glory, Kubrick, 1957). Se construye, mediante la regularidad de la aparición de la guerra, una suerte de “tiempo de la guerra”, que es a la vez marca del poco-tiempo que siempre hay en la batalla ante la posibilidad de la muerte. El tambor como amago y motivo repetitivo del timbal, a modo de reducción de marcha fúnebre, da cuenta de que el tiempo en el campo de batalla es inmedible: ya aplica una pre-suspensión de la vida. Las dilataciones o reducciones del tiempo mediante la música permiten la creación de una “intratemporalidad” de los personajes. A veces, el leitmotiv o tema asociado a un personaje no sirve meramente para complejizarlo o darnos a escuchar elementos de su personalidad o destino, sino que también es una forma de “reloj”. Es el caso de la construcción de los paseos diarios al puesto de fideos en la calle que hacen los protagonistas, Chow (Tony Leung) y Su (Maggie Cheung), mediante la música compuesta por Shigeru Umebayashi para Deseando amar (Fa yeung nin wa, Wong Kar-

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wai, 2000). La melodía acompañada por los pizzicati es un recurso muy común, pero en este caso se convierte en una especie de reloj personal. Esta “relojización” puede no ser solo un “tiempo subjetivo”, un “reloj interno” de los personajes, sino también una construcción del intratiempo, dentro de los muchos posibles, del largometraje. En Andréi Tarkovski, es el sonido del agua el elemento que adquiere este rol en algunas de sus películas. No olvidemos que él busca, explícitamente, “esculpir el tiempo”: así que el agua, igual que sucede con las gotas que caen sobre la roca, sería no solo lo que “marca” el tiempo de la película, sino el que lo crea. La gota —comentada, por así decir, por los pasos del protagonista— en el final de Nostalgia (Nostalghia, Tarkovski, 1983) da cuenta de ello. Raymond Bellour reflexiona sobre uno de los usos rítmicos más aparentemente contracinematográficos, si seguimos la definición deleuziana de cine como “imagen-movimiento”. Se trata de la interrupción, que se une a otros efectos temporales del cine como la cámara lenta o la cámara rápida. Se esconde en la interrupción no solo un principio estético, sino también el “deseo de ‘otras velocidades’”86. Es decir, la posibilidad de organizar el tiempo de una manera cualitativamente diferente. Quizá no sea otro sino ese el deseo de todo arte, el de poder organizar el tiempo —y el espacio— de otras formas, para imaginar así alternativas para el curso de la vida. Hay varios ejemplos en los que la narración dispone, explícitamente, distintas estructuras para Bellour, Raymond, “La interrupción, el instante”, Entre imágenes: foto, cine, vídeo, Buenos Aires, Colihue, 2009, p. 114. 86.

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el intratiempo de la película. Lo particular de tales propuestas es que la narración, situada en la voz en off (en una voz de alguien que no vemos en el momento de su relato o que, incluso, es totalmente ajeno a los personajes, que solo los toma como sujetos de su propio relato), queda afectada por el propio curso de la narración. Es decir, la forma afecta al contenido. Es el caso, por ejemplo, de ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life, Frank Capra, 1946), en la que la historia se construye, desde el principio, desde la perspectiva de la corte celestial que propone el envío del ángel de la guarda, Clarence (Henry Travers) del protagonista, George Bailey (James Stewart). El tránsito de algunos momentos importantes de la infancia de Bailey a su juventud se muestra con la detención de la imagen. Uno de los personajes en off pone en palabras lo que muchos de los espectadores nos podríamos preguntar: “¿Por qué lo han detenido?”, a lo que se le responde: “Quiero que te fijes bien en esa cara”. La primera voz hace preguntas sobre Bailey, que hasta ese momento solo conocemos como niño. Se le responde con un “Espera y verás” y la cinta continúa. El sonido dialoga, quizá a su pesar, con la historia de la música, con su propio “intratiempo”. Es decir, con lo que ha llegado a ser el sonido dentro de la música y lo que se puede hacer con la música en tanto que sonido. Habría, en este sentido, dos líneas fundamentales que considerar. Por un lado, el recurso a obras preexistentes y, por otro, la atención a estructuras preestablecidas —y sus significados. La primera línea se dirige, en realidad, a un debate abierto sobre qué tipo de música debía acompañar a la ima-

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gen cinematográfica, que ya hemos nombrado anteriormente. Es una cuestión que recorre, en realidad, todo el cine hasta la actualidad pues, para algunos, la música para el cine debía seguir la estela de la música “clásica”, es decir, el lenguaje sinfónico-tonal o derivado de él. No obstante, para muchos compositores “seguir la estela” implicaba solo usar su lenguaje, pero no utilizar —como en las cue sheets del cine “mudo”— música preexistente. En un texto de 1937, Max Steiner señala que el problema de una sinfonía de Beethoven (él habla, por ejemplo, de la Eroica, la tercera) es que habría que hacer que se adaptase a las exigencias temporales de las secuencias y escenas, lo que implicaría “recomponer a los viejos maestros”87. Asimismo, cree que la música que pueda resultar familiar implicaría que el público estaría intentando recordar (o incluso silbar) la música y perdería el hilo de la narración. Tenemos ejemplos que ponen en duda estas ideas de Steiner. En Perdición (Double indemnity, Billy Wilder, 1944) escuchamos la Sinfonía n. 8 “Inacabada” de Schubert cuando Lola (Jean Heather) y Neff (Fred MacMurray) tienen una conversación en lo alto de una colina. Se distingue a lo lejos un escenario, que justificaría que la música pudiese venir de un concierto al aire libre, pero la música está absolutamente presente y, según avanza la escena, gana en intensidad. Es un Schubert ya no inacabado, sino mutilado. Por tanto, dentro del recurso del uso de músicas preexistentes, vemos dos líneas: Por un lado, aquellas películas Steiner, Max, “Scoring the film”, Hubbert, Julie, Celluloid Symphonies. Texts and Contexts in Film Music History, Berkley-Los Ángeles-Londres, University of California Press, 2011, p. 226. 87.

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que remiten explícitamente a ellas, sin modificarlas. Hay muchos ejemplos posibles, aunque quizá los más relevantes son los que no solo tienen un rol incidental, sino que también alteran o se integran en la narración de alguna forma, como es el caso de Ingmar Bergman: “Mi amor por la música apenas es correspondido”. Ese amor frustrado por la música, reconocido en su La linterna mágica88, trató Bergman de redimirlo en La hora del lobo (Vargtimmen, 1968). Selecciona un momento de la Escena 3 del I Acto de La flauta mágica, cuando Tamino ha llegado al palacio de Sarastro para, por fin, intentar liberar a la princesa Pamina. Tamino teme lo peor: que Sarastro haya matado a Pamina. Un misterioso orador del palacio no le responde con claridad. Solo un coro invisible le calma al decirle que Pamina sigue viva. Según Bergman, en este fragmento se cuela el propio Mozart con “dos cuestiones en el límite extremo de la vida”. Pone en la voz de Pamino, a juicio de Bergamn, su propia duda: “Oh, ¡noche eterna!/¿cuándo desaparecerás?/¿Cuándo encontrarán mis ojos/la luz?”89. Por toda respuesta, el coro invisible dice: “¡pronto, joven, o nunca!”90. A continuación, Tamino pregunta: “¿Vive Pamina todavía?”91. La división del nombre de Pamina que hace el coro (“Pa-mi-na sigue viva”92) es, para Bergman, Ingmar, The magic Lantern. An Autobiography, Nueva York, Penguin Books, 1989, pp. 216-218. 88.

“O ew’ge Nacht!/Wann wirst du schwinden?/Wann wird das Licht/mein Auge finden?”. 89.

90.

“Bald, Jüngling, oder nie!”.

91.

“Lebt denn Pamina noch?”.

92.

“Pamina lebet noch!”.

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Bergman, una “contraseña del amor”, que confirma que el amor es “real y está vivo”, encarnado en Pamina. El coro, a su juicio, no se refiere a ella ya, sino al yo que ella conjura. En un momento, se han tematizado dos cuestiones clave: la muerte y el amor, quizá las dos grandes preocupaciones de la existencia. En La hora del lobo, tras una cena histriónica, comienza un teatro de marionetas con este fragmento. Se confrontan, con la falsa marioneta de Pamino, los primeros planos de los comensales hipnotizados. El maestro de ceremonias se apropia, entonces, de los propios pensamientos de Bergman, que explica el fragmento en los mismos términos que vemos en La linterna mágica y, además, califica esta música como “la más hermosa, la más demoledora que jamás se haya escrito”. Uno de los invitados, sin embargo, rebaja la intensidad de la explicación y del amor por Mozart, como si Bergman enfrentase sus propias ideas. El personaje dice: “me recuerdo la poca importancia del arte en el mundo para así relajarme de nuevo”. La segunda línea no es tan común —o no es tan fácil de detectar inmediatamente— pero no la podemos pasar por alto: se trata de la que no hace una reverencia al pasado, sino que se apropia de él. Se rompe con el rechazo de Steiner de “recomponer a los viejos maestros”. Especialmente en los últimos años del siglo xx, se desacraliza la tradición: se dejan de encumbrar las “grandes” figuras para ser tomadas como objetos irónicos o material para recontar el pasado. Es el caso, por ejemplo, de Inszinierte Nacht (2013), de Simon Steen Andersen, relecturas #1 – F. Schubert, Phantasie in F moll (2014), de Alberto Bernal o De negen symfonieën

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van Beethoven voor promenade-orkest en ijscobel (1970) de Louis Andriessen, que nos abre un tema muy visitado en el cine: Beethoven —como padre espiritual, genio de la música, según la ideología dominante en la historiografía musicológica de la última década y media. Subyace la crítica a la hipocresía burguesa en el uso que hizo de su música la compositora Wendy Carlos para La naranja mecánica (The clockwork Orange, Kubrick, 1971). Podríamos considerar, dentro de esta línea, música que nos puede resultar familiar pero que es una “inspiración”, es decir, que no tiene mucho problema en “recomponer a los viejos maestros”, en el decir de Steiner. Son bien conocidos los préstamos estilísticos de John Williams para su música: el tema principal de Superman (Richard Donner, 1978) tiene una construcción similar al comienzo de Also Sprach Zarathustra, de Strauss, el tema principal de Star Wars (George Lucas, 1977) recuerda bastante a la música de Korngold para Abismo de pasión (King Row, Sam Wood, 1942) y al II movimiento del Concierto para piano y orquesta n. 2, Op. 22 de Saint-Saëns, entre otros. La experimentación con las propuestas visuales no redundaba, necesariamente, en la experimentación musical. Un caso temprano es Límite (Mário Peixoto, 1929/31). La poética de las imágenes, que consiste en su —casi— conversión en fotografías, la búsqueda de planos extraños, la yuxtaposición, la repetición (como con el chorro de agua) y la inversión de la perspectiva pierden radicalidad justamente por su visita a música compuesta previamente (con música de Satie, Debussy, Ígor Stravinsky, Aleksandr Borodín, Serguéi Prokofiev y César Franck). La selección la llevó a cabo Brutus Pedreira, que es

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el pianista de Límite y tenía formación musical profesional. Él mismo, junto a Peixoto, se encargaban de ponerla en las proyecciones. La idea original para la cinta consistía en no disponer de ninguna música, solo de sonido directo, pero resultó imposible técnicamente. Algunos se preguntarán, con razón, si la música o la imagen tienen que ser formal o lingüísticamente experimentales para que, efectivamente, no resulten un mero ejercicio de estetización que, normalmente, incide en la música como un acompañamiento embellecedor de la imagen. La fórmula secreta (Rubén Gámez, 1965) resulta un ejemplo significativo. En gran medida, las imágenes adquieren su sentido rítmico por la ordenación musical. Es decir, la música no complementa el recorrido de las imágenes, sino que hay un diálogo —y una relación entre acción y reacción— entre ambos elementos. La música viene a sustituir la continuidad que se les ha robado a las imágenes, que se recrea artificialmente con la ristra de salchichas que atraviesa el discurrir de las imágenes. De hecho, es la música la que crea grandes bloques temporales, que quedan suspendidos a favor de la voz —el texto de Juan Rulfo que sirve de anclaje conceptual de la cinta. El vals nos sirve como bisagra entre el uso de música preexistente y la utilización de estructuras preestablecidas. El vals es símbolo de la aristocracia periclitada —quizá— por excelencia. La decadencia que rezuma el vals ya lo detectaron algunos ávidos creadores como Fedrico García Lorca con su “Pequeño Vals vienés”: “de sí, de muerte, y de coñac”. Uno de los puntos culminantes está, posiblemente, en el pseudo vals de la batalla inicial de Gladiator

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(Ridley Scott, 2000), en la que la máxima violencia se vuelve “coreografía” a partir de la música de Hans Zimmer. El vals, además, es de las pocas formas musicales incluidas en el repertorio académico que mantuvieron su relación explícita con su función, el baile. Incluso aunque no se bailara explícitamente, conserva algo de su carácter coreográfico. Contamos con un ejemplo anterior, entre otros, de la desubicación del vals: 2001: Odisea en el espacio (Kubrick, 1968). Una vez rechazada la banda sonora escrita por Alex North para el largometraje, fue el propio Kubrick el que eligió piezas preexistentes del repertorio de música “académica” para la película. Y, entre todas las opciones, eligió para la aparición de la Estación Espacial en el espacio, así como objetos gravitando en su interior, el vals del Danubio Azul (“An der schönen, blauen Donau, op. 314, de Johann Strauss, 1866). El mismo deseo de ligereza del vals en el contexto de su auge es el que se cuela en la propuesta de Kubrick. De hecho, es explícito al respecto: “Es muy difícil encontrar algo mejor que el Danubio azul para representar la elegancia y la belleza del giro. Además, se aleja al máximo de los tópicos de la música espacial”93, sobre los que volveremos más adelante. Allen Nelson sugiere que esta escena es un ballet mécanique sui generis94. Otros usos de la misma pieza

Phillips, Gene D., “Johann Strauss. Jr.”, Encyclopedia of Stanley Kubrick, Nueva York, Checkmark, 2002. p. 360. 93.

94. Nelson interpreta, además, la aparición del bolígrafo como una revisión del

hueso/falo que hemos visto antes. Aunque no lo desarrolla, esta propuesta (re) erotizaría el baile implícito en la escena. Allen Nelson, Thomas, Kubrick, inside a film artist’s maze, Bloomington: Indianapolis University Press, 1982, p. 116.

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desmienten esta supuesta elegancia asociada al vals, como es el caso de Food lunch (Jan Švankmajer, 1992), en la que dos extraños comensales intentan, a duras penas, ser atendidos por un camarero. Sin éxito y hambrientos, comienzan a comer todo lo que pillan a mano. El comedimiento exigido socialmente en el ámbito público, subrayado por la música que otorga cierta distinción al local, entra en contrapunto con el sonido y las acciones de los dos personajes.

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SEUNDA PARTE TÍMPANO

Lo que no debe ser oído Es habitual considerar que la música en el cine “no debe oírse”. Eso caracterizaría una buena banda sonora. Pervive, en esta afirmación, la separación de definición y performativa entre “oír y escuchar”, que toma en cuenta la atención depositada en cada caso. “Oír” implica algún nivel de distracción frente a “escuchar”, donde el objeto de escucha requiere atención plena. Hay cierta normatividad en esta definición: parece que escuchar es mejor que oír, pues lo importante requiere atención. En este sentido, habría que escuchar música como actividad única pues, si no, parecería que cualquier otra podría eclipsar la concentración que la música exige. Podríamos, sin embargo, considerar muchas formas de escuchar y de oír, pues hay muchas formas de atender y de no atender y múltiples explicaciones sobre estas variaciones. Su filiación con el teatro de variedades hacía que el cine se distanciase de la noción burguesa del arte, centrada fundamentalmente en la contemplación, serena y concentrada, de la obra de arte. El modelo para esta aproximación al arte es el museo, donde la cercanía a la obra es sin tiempo, en un espacio convertido en un templo desacralizado que alberga las huellas de los logros artísticos de la humanidad. Frente a esta noción, las variedades son volátiles y cambiantes.

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La constante estimulación de las variedades, que hoy podríamos encontrar en muchos programas televisivos, forma parte para algunos teóricos de la propia construcción de la modernidad. “Este tipo de recepción”, afirma Miriam Hansen “se percibió muy temprano, específicamente, como la forma moderna de subjetividad, que reflejaba el impacto de la urbanización e industrialización en la percepción humana”1. Mientras que la teoría cinematográfica ha ido adaptando la recepción académica a las nociones burguesas de arte, desacelerando su percepción, el sonido y, en concreto, la música sigue siendo celebrados, en gran medida, por su variedad y discreción con respecto a la imagen. “Oír” (audire) se vincula etimológicamente con “obedecer” (ob-audire): por el oído entra la norma que el cuerpo ejecuta. O al menos así se creía en el pensar latino. Hay algo de esa creencia que aún persiste en esta subsunción del sonido en la imagen. Según Gorbam, la música “interpreta la imagen” y, por tanto, “canaliza el sentido ‘correcto’ de la narrativa”2. Así se eliminan ambigüedades interpretativas. De alguna manera, entonces, esta relación entre escucha y obediencia estaría marcada por una no-escucha o una escucha no consciente: la música no debe “molestar” a la imagen, pero sí ser lo suficientemente seductora como para dirigir la emoción del espectador. Habría que pensar, aunque sea entre paréntesis, en lo que supuestamente no puede ser oído: el silencio, si algo así Hansen, Miriam, Babel and Babylon. Spectatorship in American Silent Film, Massachussets, Harvard University Press, 1991, p. 29. 1.

Gorbman, Claudia, Unheard melodies, Indianapolis,-Bloomington, Indiana University press, 1987, p. 57. 2.

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es posible. John Cage construyó buena parte de sus piezas, a partir de los años sesenta, desde la constatación de la imposibilidad del silencio. Se dio cuenta cuando tuvo la oportunidad de entrar en una cámara anecoica en la Universidad de Harvard, es decir, óptimamente insonorizada, y se dio cuenta de que se oía algo: el sonido de su sangre circulando por sus venas y el funcionamiento de su sistema nervioso3. ¡Así que tenía razón Russolo, en su Arte de los ruidos, con aquello que de solo la vida tiene sonido, que solo la muerte es silencio! La constatación de Cage, en cualquier caso, va más allá de su proyecto artístico. La reflexión sobre la necesidad del sonido y sobre su supuesto envés, el silencio, ocupó al cine desde el principio: primero, como vimos, por la tendencia a ocultar la máquina a favor de la fantasía; y, más adelante, porque el sonido sincronizado exigía, también, pensar sobre el hueco para el silencio en la sincronización. Es por ello que Robert Bresson afirmaba que “El cine sonoro ha inventado el silencio”4. No oír nada es más un deseo que algo posible. Otra cosa distinta se da cuando damos por silencioso nuestro entorno si no pasa una ambulancia o si nuestros vecinos no tienen puesta música a tope. Pero siempre hay algún sonido acechando. El supuesto silencio es una forma de calificar el sonido. De hecho, cuando deliberadamente se retira ese fluir sonoro constante, inmediatamente activamos las alarmas: algo va a pasar, seguro, no es normal que no se oiga nada. Hay ejemplos donde se Cage, John, Silence. Lectures and writings by John Cage, Hanover, Wesleyan University Press, 1961, p. 8. 3.

4.

Bresson, Notas sobre el cinematógrafo, México D. F., Era, 1979, p. 43.

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asume que no hay silencio posible, pero que no por ello hay que forzar al sonido. En la Trilogía de Yusuf (Semih Kaplanoglu), conformada por Huevo (Yumurta, 2007), Leche (Süt, 2008) y Miel (Bal, 2010), el sonido opera como interrupción del silencio posible. Las escenas en el bosque donde trabaja Yakup, el padre de Yusuk (Boras Atlas), en Miel, por ejemplo, marcan mediante los cambios en el sonido la aparición de lo humano y su dominación de los recursos naturales. Hay más asociaciones así, algunas de corte metafórico: Yusuf, por fin, se bebe la leche que aborrece un día de lluvia. El sonido de la leche bajando por su garganta se fusiona con la de la lluvia: alimento para el niño y alimento para la tierra.. En la casa, los sonidos marcan la actividad. Es el sonido inevitable, el mínimo, el de la existencia. Hay un ejemplo precedesor: cuando en Tiempos modernos (Modern Times, Charles Chaplin, 1936) suenan las tripas del Charlot y el perro de la señora sentada a su lado ladra enérgicamente. Las tripas, enmarcadas por el silencio que nos aporta el descanso del Mickey mousing, dan cuenta del tema de la película: el hambre estructural. Es uno de los ejemplos más significativos —y a la vez extraños— del protagonismo del sonido del cuerpo en estas primeras décadas del cine sonoro.

Ser “todo oídos” La microfonía del cine comparte el mismo destino que la microfonía y el resto de elementos de amplificación y modi-

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ficación del sonido: se han convertido en segunda naturaleza. Es decir, se han vuelto tan habituales en nuestra forma de relacionarnos con el sonido (no solo musical: manejamos muy habitualmente el micrófono del teléfono móvil, por ejemplo) que no solo se dan por hecho, sino que además se considera que lo que amplifican y recogen es una suerte de duplicación fidedigna de lo que está al otro lado. En gran medida, se asume, gracias a la “estética de la alta fidelidad”, que son solo “tecnologías reproductivas”5. Muy al contrario, podríamos afirmar que toda tecnología, en términos generales, afecta y cambia el objeto en el que incide. Gracias al desarrollo de la microfonía, se dejó de cantar bajo el principio de la potencia (con su máximo esplendor en las sopranos wagnerianas) a favor de técnicas como el crooning, que consiste en cantar de manera íntima, en la fina barrera del susurro. Una de las celebraciones del micrófono más significativa llegó con College Humor (Wesley Ruggles, 1933), donde Bing Crosby, convertido en el Profesor Danvers, justamente, explica las virtudes (“if you want to win your heart’s desire…You’ll eliminate each rival son…”) de esta técnica con la canción “Learn to croon”. Se escucha el canto murmurante de la clase, los finales en decrecendo de Crosby, el silbido… todo es nítido —salvo cuando cantan todos a la vez, que se satura un poco el sonido. Este es explícito, sí, pero encontramos casos anteriores. Uno de ellos aparece al final de Ámame esta noche (Love me tonight, Théberge, Paul, “Plugged in: technology and popular music”, en Frith, Simon, Straw, Will y Street, John, Companion to Pop and Rock Music, Cambridge, Cambridge University Press, 2007. p. 4. 5.

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Rouben Mamoulian, 1932). Cuando se descubre que Maurice Courtelin (Maurice Chevalier) no es un barón, sino “solo” un sastre, comienza la canción “The Son of a Gun Is Nothing but a Tailor”, con la que se pasan la noticia de unos a otros en el palacio, termina en susurros: que es como se tienen que contar los secretos (en este caso, a voces) y como nos hablamos, en ocasiones, a nosotros mismos, como es el caso de las dudas que le asaltan a la princesa Jeanette (Jeanette MacDonald), que se intercalan con las declaraciones de amor, en murmullos, del sastre hacia ella. Este fragmento muestra una versión cómica del panacústico diseñado en su Musurgia universalis por Athanasius Kircher, un texto publicado en 1650 que imagina una “arquitectura de ecos”6, en la cual una serie de túneles (en forma de caracolas marinas gigantes) amplifican y distribuyen el sonido de unas habitaciones a otras. Se convertiría en real lo que expresamos, de pasada, al decir que “las paredes oyen” (o, más bien, oímos nosotros a través de ellas). Hay algo que el micrófono cinematográfico trata de “limpiar” con ansia: es el sonido de la baba, de la materia de la boca que emite sonido. Lo escuchamos, a veces, en la radio o en conferencias, en las que un micrófono capta esa cavidad húmeda que es nuestra boca y le da a nuestra voz un sonido, más que con o como “grano”, como defendía Roland Barthes (que sería la especificidad de cada voz), como piedra siendo pulida por el agua de nuestra saliva. Hay excepciones, claro, como Gritos y susurros (Viskningar och Szendy, Peter, All ears. An Aesthetic of spionage, Nueva York, Fordham University Press, 2017, p. 17. 6.

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rop, Ingmar Bergman, 1972) —de otra manera, no sería fiel a su nombre. Hay algunos interludios babosos que conviven con susurros y sonido de campana: todo es ininteligible. Ahí se hace evidente tanto el micrófono como la forma de escucha del oyente. Todo en la película, desde el principio, es un exceso sonoro: se oye la respiración, las telas, los suspiros de Agnes (Harriet Anderson). Los micrófonos, colocados estratégicamente, sirven para escuchar lo prohibido o lo velado. Con un aparentemente inocente homenaje a Bajo los techos de París (Sour les toits de Paris, René Clair, 1930), comienza La Conversación (The Conversation, Francis Ford Coppola, 1974). Se trata de un travelling visual y sonoro, en el que poco a poco nos acercamos a la fuente sonora. La diferencia radica en que, en La Conversación, esta fuente es confusa, no se resuelve rápidamente el problema del origen sonoro como en Renoir. Así que, según avanza la cámara y el sonido, más extraña se vuelve nuestra posición como espectadores y oyentes: es una visión y escucha que no tendríamos normalmente, casi como de divinidad en las alturas, así que nos hacemos cargo del poder ver y escuchar esa plaza desde una perspectiva privilegiada. Hasta que se descubre que no hay dioses: se nos ha dado la perspectiva de un agente de vigilancia que espía a sus víctimas. Escuchamos, así, tanto las conversaciones nítidas de la pareja bajo espionaje (que, en el barullo de Union Square, donde se encuentran, parece imposible), así como la distorsión de la grabación. Los micrófonos pueden, por principio, captarlo todo, especialmente aquello que permanecía oculto. En este

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sentido, a veces se nos proponen privilegios de escucha doble, en la que escuchamos lo que es dado escuchar por narrativa y el secreto que tendría que permanecer oculto. Nuestros oídos se convierten en receptores del doble micrófono: Al final de Sed de mal (Touch of evil, Orson Welles, 1958) Mike Vargas (Charlston Heston), en un desesperado intento por arrancar una confesión de su corrupción al jefe de policía Hank Quinlan (Orson Welles), pide al sargento de la policía Pete Menzies que le sonsaque información. Menzies llevará un micrófono oculto y Vargas podrá grabar la conversación, que servirá como prueba de sus crímenes. El caso más radical del deseo de captarlo todo, a mi juicio, se encuentra en Wochenende (1930), de Walter Ruttmann. Se trata de una película que prescinde de lo visual y que construye, mediante el montaje, el entorno sonoro de Berlín. Se nos sugiere ser “todo oídos”; es decir, cumplir ese deseo de hiperescucha que ofrece por primera vez la tecnología. Escuchamos a pesar de los objetos sonoros que forman el material sonoro de Wochenende: se nos da a oír el sonido cotidiano, inesperado, no preparado. La centralidad de la escucha (que exige plena atención frente al oír, como señalamos) no nos devuelve nada preciso, sino más bien una desfiguración de los sonidos. Podemos oírlo todo, pero no sabemos lo que es. Quizá Wochenende sea el radical acusmaser: cuerpos que no fueron ya otra cosa que sonidos. El micrófono, así, nos permite “poner oído” a lo privado. Taha El Hili, en Paraíso (Mateo Cabeza, 2020) tiene el micrófono puesto en el bolsillo de la camisa del Hospital Infantil Virgen del Rocío. Lo sabemos cuando comienza a

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llorar mientras canta “Ba Lhnin”, siguiendo a la cantante, Fatima Zahra Laaroussi. Se quita las lágrimas con su mano izquierda, que “ensucia” la toma de sonido. Su padre, Ahmed el Hili, llevaba un tiempo llorando en silencio y es justamente ese llanto el que ha provocado el del hijo. El padre le consuela sobre el micrófono. Cuando Taha se incorpora de la cama de hospital, a la que se reduce su espacio vital, le pide perdón por hacerle pasar por ese trance. En estos minutos se esconden temas latentes en el cortometraje. También se nos hace evidente nuestra posición como intrusos en una escena de absoluta intimidad. Taha, ya sentado sobre la cama, delata sin querer a la cámara. Pero la intrusión se desmantela desde antes, con ese micrófono emborronado: lo que le da realidad a la escena, esto es, el hecho de que se desvele el recurso técnico, expone a la vez la violencia de todo micrófono, la que atenta conta (¿el derecho a?) el silencio de los otros.

El trauma, el horror Durante mucho tiempo, y especialmente a colación del Holocausto, la cuestión de cómo representar el trauma y el dolor fue fundamental. A veces, la hiperparticipación de la música resulta en otra forma de banalización y, además, la demostración de la falta de confianza en la autonomía emocional del espectador. Es el caso del uso de la música en una de las secuencias de La condición humana I: No hay amor más grande ((人間の條件

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Ningen no joken, Masabi Kobayashi, 1959), compuesta por Kinoshita Chujien. Los prisioneros chinos que Kaji (Tatsuya Nakadai), el protagonista, tiene que supervisar, son expulsados del tren que les lleva a la mina de Manchuria. Salen despavoridos y se abalanzan sobre la comida. El tren llega con un diálogo melódico entre los chelos y contrabajos y los violínes. Un tutti acentúa el plano detalle del candado que cierra los vagones: es la clave de la libertad. Cuando se abre, vuelve a sonar la misma melodía que acompañaba la llegada del tren. De nuevo, el tutti del candado, pero esta vez con los prisioneros que caen del tren. Unos platillos, junto al sonido de bajo —con carácter fúnebre—, muestra el primer plano de unos prisioneros que no han resistido el viaje. La música desarrolla el material presentado en la avalancha de prisioneros y los frustrados intentos de Kaji por contenerla. Su desenlace nos cuenta su perversión: era un ascenso épico (como en Beethoven, “per aspera ad Astra”) del éxito en su labor de Kaji. Así que lo que parecía un acompañamiento emocional de baja estofa termina siendo una expresión de la vileza de los puestos de mando. La música había estado ignorando, en realidad, el terror de los prisioneros. Se ha celebrado el uso de la música en películas como Reservoir Dogs (Quentin Tarantino, 1992) en sus escenas más crueles, pues parece que el aparente desapego de la música al dolor nos permite darnos cuenta de la frialdad con la que miramos, casi cómplices, lo que aparece ante nosotros. Es el caso de la escena de la tortura de Mr. Blonde (Michael Masden) a Marvin Nash (Kirk Baltz). El torturador baila, como si nada, “Stuck in the Middle with You”, de Stealers

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Wheel (1973) que parece que procede de una radio (cuando sale a su coche a coger la gasolina con la que pretende quemar a Nash, nos damos cuenta de que era una falsa diégesis, pero no importa: lo que se busca es el contraste entre el silencio de la calle y la escenificación de dentro del garaje, construida por la música). Su baile retrasa lo que nos esperamos: que le corte con la navaja que lleva en la mano. Mientras la cámara oculta —oportunamente— los detalles escabrosos de la tortura, la música refuerza lo tenebroso de lo que está pasando: indiferente al dolor, sigue sonando impasible. Mr Blonde es como cualquier trabajador que se pone música para acompañar su tarea cotidiana. Cuando le retira el celo de la cara a Nash, grita “stop, stop”, la música también para: así se nos permite escuchar el diálogo. Parecería que Garage Olimpo (Marco Bechis, 1999) sigue en la estela de Reservoir Dogs en la escena previa a las que vemos la protagonista, María Fabiani (Antonella Costa), encerrada en Garage Olimpo, uno de los centros de tortura de la dictadura de Rafael Videla. Se escucha, constantemente, música que no sabemos de dónde viene. “Un sombrero de paja”, de Chico Novarro, sirve para mostrar a María en su celda, con los ojos vendados, y también el proceso de una tortura: la música, seguramente, oculte los gritos. Todo se vuelve confuso cuando nos tapan la vista a nuestro pesar. Esa es la sensación de otro de los presos que observamos escuchando a María fregando. El sonido que emite con la fregona, sin saber de donde procede, puede resultar aterrorizador para el que no sabe lo que le espera. La “banda sonora” de la cárcel se construye así con música que se cuela entre celda y celda

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y que oculta los sonidos del horror. Escuchamos también, por ejemplo, “La niña”, de Lalo Fransen. La salvedad es que estas canciones no buscan la estética del contrapunto entre la imagen y sonido, sino que corresponde a los recuerdos del director, Bechis, cuando pasó por el Garage Olimpo. Una de las constataciones de que no sabemos muy bien cómo dar sonido al horror sin que sea inaudible es el grito “mudo”. Una de las escenas que se nos podría venir a la cabeza inmediatamente al pensar en un grito mudo es cuando Lydia Brenner (Jessica Tandy) encuentra al cuerpo de su vecino completamente picoteado por los pájaros en Los pájaros (The Birds, Alfred Hitchcock, 1963). Es el bloqueo de toda palabra, pero no de toda expresión. Hay otros gritos que se retrasan para exponer nuestra impotencia como espectadores. Un ejemplo significativo es el final de Bad Girls Go To Hell (Doris Wishman, 1965), que se concentra en la violación de Meg (Gigi Darlene) por parte de su casero. Vemos todo el momento previo: cómo es forzada, como las escaleras suponen un riesgo amenazador que invita a no oponerse. La música —facilitada por una empresa de cues sheets renovados al gusto jazz, el “Music Sound Track Service”— actúa de herramienta de continuidad, que banaliza y a la vez normaliza, aparentemente, la violación. Para algunos, justamente este uso de la música podría suponer el problema principal de la película: parece que la música no se implica, sino que sigue su curso sin intervenir. Pero es que, además, parece que impide oír los gritos que profiere Meg. Solo al final se oye un grito: pero está puesto en postproducción. No sabemos qué

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es de ella, pues inmediatamente aparece “The End”. En realidad, lo perverso de esta escena es que estamos asistiendo al cumplimiento del sueño de la protagonista con el que arranca la película. En otras circunstancias, sueña con ser violada por el casero. Philip Brophy, en su análisis de esta escena, el grito silenciado por el falso grito en posproducción deja en suspenso la posible doble significación del mismo. A su juicio, “el grito en el cine opera cono un fonema para lo que no puede o no quiere ser mostrado”7. En este caso, es una forma de activar el deseo (él entiende el grito como “erosónico” [erosonic]) evitando lo explícito pero acudiendo a la imaginería pornográfica desde el sonido: “la invisibilidad del sonido es el medio por el cual lo invisible se hace inteligible y lo que no se puede mirar se convierte en imaginado”8.

Brophy, Philip, “I scream in Silence: Cinema, Sex and the Sound of Women Dying”, en Brophy, Philip (ed.), Cinesonic. The World of Sound in Film, Sidnet, AFTRS, 1999, p. 53. 7.

Esta frase es difícil de traducir para alguien que, como yo, solo traduce como aficionada y por necesidad. La frase dice: “By the invisibility of sound –the realm wherein the unseeable becomes known and the unwatchable becomes imagined” (Ibidem, p. 54) . El inglés tiene, como el español, la diferencia entre “ver” y “mirar”, que he decidido mantener aquí (aunque no he usado el neologismo de “inmirable” porque me resultaba demasiado forzado). La salvedad es que para “ver” la televisión, por ejemplo, o cualquier otra pantalla, el verbo correcto es “watch”. Por eso, “lo que no se puede mirar” se refiere a “lo que no aparece en la pantalla”. 8.

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El sexo La represión del sexo ha hecho que muchos compositores se hayan buscado la vida para poder expresar lo erótico en la música, justamente utilizando elementos de la retórica musical vinculados a otro tipo de contenidos. En el siglo xx, el erotismo comenzó a volverse explícito, aunque ya veremos que los niveles de lo explícito pueden ser muy variables. Mucho antes de que la voz pre-ASMR de Jane Birkin junto a Serge Gainsbourg en “Jai t’aime, … Moi Non Plus” (versión original con Brigitte Bardott, 1968, con Brikin de 1969), que se va convirtiendo de susurro a gemido sexual, nos causase cierto apuro al escucharla en público, ya contábamos con una obra más sonrojante. En 1919, Erwin Schulhoff escribió su Sonata Erótica. Desconocemos si se llegó a interpretar en vida del compositor, aunque se puso de nuevo en (discreta) circulación en los años noventa del siglo pasado. Fascinado por el dadaísmo —y su petición de unir el arte con la vida— y, en concreto, por los dibujos eróticos de George Grosz, Schulhof compuso una obra en la que una cantante tiene que fingir un orgasmo “cuidadosamente notado”. Comienza con una negación poco convincente a tener sexo (“por favor, no, por favor, sé cariñoso”). Termina preguntando —y nos hace imaginar a alguien practicándole sexo oral— “¿Qué has hecho ahí abajo?” y, algo más adelante, “Tú, ¿también me has amado de verdad? ¡Dime!”. Y luego: “vamos, seamos de nuevo razonables”. La intérprete se lava y orina delante del público mientras tiene su último orgasmo, para más inri. La propuesta, de 1919, incluso 111

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años después —cuando escribo este libro— resulta difícil de escuchar sin que nos produzca reparos. En las interpretaciones que encontramos grabadas, el público se ríe —reacción que quizá no sería la que nos provocaría ver un orgasmo real fuera de la ficción del concierto. Si van a escuchar esta obra en algún espacio donde pueden ser juzgados, les recomiendo que lo hagan con auriculares o tendrán que dar muchas explicaciones: tan “cuidadosamente notado” está el orgasmo que muchos creerán que está usted viendo porno. Lo que me interesa de estas obras no es (necesariamente) su carácter trasgresor o rompedor, sino que, aunque desde hace varias décadas se habla con bastante intensidad y ningún pudor del sexo, en el espacio de la ficción aún tenemos algunos tabúes. Hemos visto ya mucho sexo en la pantalla. Ahora bien: el sonido sigue siendo, posiblemente, lo que realmente incomoda. De ello da cuenta la propuesta Seedbed (1972) de Vito Acconci9, que se llevó a cabo en la galería neoyorkina Sonnabend entre el 15 y el 29 de enero de 1971. Consiste en la disposición de un falso suelo inclinado bajo el que se oculta el performer, que se masturba y construye sus fantasías con respecto a los visitantes. Tal erotización de los visitantes es pueden oír en altavoces dispuestos en la sala. De este modo, lo que se pone en juego es la incomodidad que implica que alguien se masturbe, aparentemente, por nuestra presencia y, además, que se nos revele —auditivamente— su onanismo. Encontramos ejemplos que tratan de convertir en música el sonido del erotismo —traspasando los límites del

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https://www.moma.org/collection/works/109933

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pudor de las canciones de amor— y ordenar, así, su potencial seductor. De alguna forma, eso es lo que podemos extraer del ya de por sí erótico comienzo de Vestida para matar (Dressed to kill, Brian de Palma, 1980). La música de Pino Donaggio, que elabora cada vez con más intensidad el tema propuesto al comienzo de los títulos de crédito, hace de la ducha de la protagonista en coreografía e integra el gemido de placer en la armonía: convierte en celestial ese momento de intimidad (antes del presunto asesinato “psicosiniano” en la ducha). Esta conversión del desnudo en danza, en coreografía, tiene dos fundamentos: por un lado, el musical y, en general, la aparición del baile en la trama cinematográfica; y, por otro, en el estriptis, arrancado de los bares y clubs clandestinos y nocturnos a los ojos atentos al otro lado de las pantallas. Un baño erótico bien diferente, pero que vuelve a poner al baño como un lugar de intimidad, es el de Sancharram (Ligy J. Pullappally, 2004). El encuentro, que va gradualmente erotizándose, entre las dos amantes es ralentizado por la música de Isaac Thomas Kottukapally. La música genera tensión por lo que nuestro ojo (y vouyerismo) anticipa. Pero la cámara nos lo oculta. El agua que chapotea el pie de Kiran (Suhasini V. Nair) coincide y sustituye, de manera elíptica, con el dedo de la otra que se introduce en la vagina. El agua del estanque, un aparentemente inocente espacio para el baño, se convierte en metáfora sonora de la humedad del sexo. La música disimula o minimiza lo que no deberíamos estar viendo, el gran tabú de la sexualidad. Por eso, en muchas ocasiones se utiliza la música para silenciar la posible

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incomodidad del sonido del sexo y, además, sugerirlo como unión de amor. Es el caso del uso de “Take my breath away” (Berlin, 1986), de Top Gun (Tony Scott, 1986) para el beso y el encuentro sexual entre Maverick (Tom Cuirse) y Charlotte “Charlie” Blackwood (Kelly McGillis). El lado perverso de esta musicalización del sexo la encontramos en la exageración de los sonidos que no deben oírse en The Last Picture Show (Peter Bogdanovich, 1971). Se escuchan los sonidos de la cama, los muelles delatores cuando Sonny (Timothy Bottoms) y Ruth Popper (Cloris Leachman) se acuestan —lo que remarca la así tildada extraña relación entre el joven y la mujer mayor casada) o el contrapunto entre el uso “Wish You Were Here” (Eddie Fisher), que prometía la pérdida de virginidad romantizada de Jacy (Cybill Shepherd) con Duane (Jeff Bridges), y el gatillazo de Duane. En Call me by your name (Luca Guadagnino, 2017) se oponen dos momentos: el sexo “normal” o aceptable, como la relación adolescente entre Elio (Timothée Chalamet) y Marzia, que sigue el estereotipo de la unión de sexo con música romántica y tiene su primer encuentro sexual (que se omite) con la canción de “Words” (F. R. David, 1983) o cuando Elio se masturba con una manzana mientras suena “Radio Varsavia” (Franco Battiato, 1992). El núcleo de la película, sin embargo, que es el descubrimiento de la atracción homosexual de Elio, sucede sin música. Del sexo entre Elio y Oliver (Armie Hammer) se escuchan la respiración y los gemidos, pero no se ve: la cámara gira hasta un árbol, que nos invita a imaginar a partir de los sonidos. Se sabe

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lo que no se ve. Elio pregunta: “¿hicimos ruido?”, a lo que Oliver responde: “No te preocupes por eso”: si no se oye no se sabrá. Más adelante, escuchamos la baba de Oliver intentando hacerle una felación a Elio. Solo se oyen los grillos y su boca. Y pasa así cada vez cuando se besan. “Hacer ruido” significa, aquí, romper el tabú de lo prohibido.

Lo cotidiano y lo normal Desde sus orígenes, el cine ha optado por una de las dos opciones que ya están en los Lumière y en Méliès: o bien representar lo “real” o bien buscar lo insólito, algo que también se le ha impuesto al sonido. En el núcleo de esta división se encuentra la separación entre la música diegética y la no diegética. Aunque, aparentemente, es muy sencilla la separación, si nos detenemos en ella por un momento veremos que nada es tan fácil. La separación escolar entre ambas consiste en determinar que la música diegética es aquella que suena por una causa justificada en la imagen y que pertenece al presente de los personajes. Es decir, vemos, por ejemplo, un equipo de música o una orquesta y asumimos que el sonido surge real y originalmente de ahí. A veces puede ser que la fuente sonora esté fuera de visión, fuera de campo, pero igual que asumimos que tenemos espalda, aunque no la veamos todo el rato, también damos por hecho que la música surge de un lugar que veríamos, pero que queda omitido por el plano. La música no diegética o extra diegética es todo lo demás:

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aquella que escuchamos, pero de la que no vemos la fuente. Prácticamente toda noción de banda sonora es no diegética o incidental. Remarco lo referido a la visión para remarcar que es la imagen la que, de manera preconcebida, establece el marco del pacto sobre lo real de la ficción. No obstante, la música diegética suena justificadamente según la fuente, pero suele suceder que lo que está articulando la narración mediante el sonido no consiga hacerse visible pese a que conocemos la fuente. Un ejemplo de ello son los tres hombres comiendo sopa encima de la neverita del desconchado barracón donde vive “M” (Markku Peltola) en El hombre sin pasado (Mies vailla mennesisyyttä, Aki Kaurismäki, 2002) mientras escuchan “That Crawlin’ Baby Blues”, de Blind Lemon Jefferson, que suena en el recién arreglado jukebox. Erkki Pekkilä interpreta este momento como una forma de unión entre la pobreza de esos tres desposeídos y la de los Estados Unidos en la depresión de los treinta, momento de creación de la canción. Asimismo, el jukebox representaría el sueño americano representado en ese aparato como objeto de modernidad y juventud10. Mi lectura es menos contextual. Algo está pasando entre esos tres hombres que escuchan en silencio mientras comen, serios. La justificación de que la música surja precisamente de ese jukebox lo hace presente como objeto de semilujo entre la pobreza más

Pekkilä, Erkki, “Stardom, genre and myth: music in Aki Kaurismäki’s film The Man Without a Past”, en Richardson, John y Hawkins, Stan (eds), Essays on Sound and Vision, Helsinki, Helsinki University Press, 2007, pp. 161-162. 10.

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radical. La música pasa de ser diegética a extradiegética enseguida, pues escuchamos al mismo volumen la música cuando “M” se dispone a quitar unos escombros con un carretillo en la escena siguiente. El blues suena en ese momento de intimidad entre esos tres parias desde el jukebox como un atisbo de dignidad.

El mundo de los objetos En los primeros años del cine sonoro, encontramos una celebración del sonido, sea cual sea. O, más bien, el sonido de la máquina se vuelve doble signo de modernidad: por un lado, del desarrollo de tecnología y, por otro, del sonido que es capaz de captarse y reproducirse. Encontramos, así, varios ejemplos de películas de los primeros años del sonido sincronizado, como El misterio de la puerta del Sol (1929), que tiene momentos en los que su entramado sonoro se convierte en una suerte de sinfonías urbanas, como es el caso del cruce de cláxones, voces y gemido de los tranvías que abre, prácticamente, el largometraje, y concluye abrupta y curiosamente con un intertítulo que sugiere un cambio de localización “fuera del ruido de la ciudad”. Unos años más tarde encontramos, al comienzo de Ámame esta noche (Love me tonight, Rouben Mamoulian, 1932), uno de los ejemplos más elaborados de la celebración del sonido y la mecanización de la ciudad. Sonidos “naturales” (un pico, un ronquido, una escoba, unos zapateros, etc.) forman un entramado rítmico que convierte a la ciudad en una suer-

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te de engranaje. Apenas tres años del surgimiento oficial del cine no se trata solamente, como sugieren David Bordwell y Kristin Thompson11, de acentuar la “comicidad” de la escena, sino que la propuesta de Mamoulian entra en diálogo más o menos implícito con lo que Walter Ruttmann había denominado, en su propia propuesta, la “sinfonía de la ciudad”. Hay una ordenación rítmica, no meramente aleatoria, de los sonidos urbanos que, poco a poco, entran en diálogo con la música aparentemente incidental. Y digo aparentemente incidental porque, a través de un travelling que nos introduce en una vivienda privada, escuchamos a un personaje exclamando: “Entrañable mañana de París, suenas, para mí, a mucho volumen”. Cierra la ventana y esa música incidental se mitiga junto al sonido “natural” que veníamos escuchando. De este modo, la ciudad queda configurada como un todo sonoro, en el que confluye lo que veníamos llamando, hasta ahora, “música” y aquello que entendíamos como “sonido”, incluidos en el mismo discurso significativo. De hecho, más adelante, la música imitará el sonido de la calle hasta la total indeterminación de su diferencia. La cuestión de que el personaje (Maurice Chevalier) cierre la ventana como gesto de decisión sobre el “ruido” (en el que, para él, se ha convertido esa amalgama entre “sonido” y “música” de la ciudad) responde al paulatino control sobre el sonido en nuestra experiencia cotidiana que se ha desarrollado, de manera velada, mediante el desarrollo de una noción de privacidad vinculada a la casa burguesa moderBordwell, David y Thompson, Kristin, Film art: An Introduction, Nueva York, McGraw-Hill, 1997. 11.

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na; y a través de la tecnología de silenciamiento o modificación sonora de nuestro entorno. El primer asunto, el de la privacidad vinculada a la casa, tiene que ver con el crecimiento de las grandes ciudades, que ha ido individualizando, paulatinamente, la experiencia privada frente a la pública. La casa se ha entendido, así, como un espacio de protección (visual) frente a la calle (el mundanal ruido). La hiperocupación y los materiales baratos pero poco nobles han hecho que compartamos, así, un espacio intermedio entre lo público y lo privado: nos llega el sonido de la televisión del vecino, gritos de la terraza del bar, ruido de electrodomésticos de cocinas ajenas, etc. Por su parte, la tecnología de silenciamiento y (auto)ordenación de la experiencia sonora ha estado marcada, sobre todo, por el desarrollo de auriculares y la compresión de audio. En el caso de la película, una vez cerrada la ventana, los sonidos que se mantienen le sirven al protagonista para entonar una canción que sigue dialogando con “La canción de París” —según la denomina— que, dice, “no es una sonata de Mozart”… ¿No sucede algo parecido, en términos actuales, cuando al sonido del metro le añadimos una canción desde Spotify en nuestros auriculares? Son formas de actuar sobre el paisaje sonoro. Este uso rítmico de los sonidos del espacio donde sucede la película, que nos inciden con más o menos ingenuidad en la arbitrariedad de la permanente división entre “sonido musical” y “sonido ambiente” tiene una de sus expresiones más conocidas en el comienzo de Un violinista en el tejado (Fiddler on the roof, Norman Jewison, 1971). La presentación de Anatevka, con la canción “Tradition” (John

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Williams) se lleva a cabo haciendo hincapié en tres elementos clave para la cultura judía: tradición, trabajo y comunidad. Los componentes rítmicos vienen remarcados por los del trabajo: cortar pescado o carne, golpear un yunque, amasar pan o lijar madera. La nivelación en el mismo plano de los “sonidos ambiente”, como complemento rítmico, y los “musicales”, aunque intuimos que tiene una intención más lúdica que crítica con el entramado musical habitual de las películas, acentúa la cercanía y afinidad de unos sonidos con otros si se ponen en relación. Lo artificial es su radical diferenciación. Una versión frenética y reducida de esta escena está en otro comienzo, el de Ciudad de Dios (Ciudade de Deus, Fernando Meirelle, 2002). En él, el sonido de la música —que viene de un grupo de chicos— se intercala con el sonido de afilar un cuchillo, pelar unas zanahorias y el cloquear de una gallina. El rapidísimo montaje nos hace temer lo peor con respecto al destino del animal, que a duras penas trata de escapar de él —como los protagonistas de la película. A veces, la vida “normal” percibida desde el cine se vuelve extraña a sí misma, como cuando reconocemos en nuestro gesto el de nuestra madre o nos surge una nueva cana, pues nos sobreviene la herencia familiar interiorizada o el paso de los años. Es decir, a veces la excepcionalidad de lo cotidiano no parte por la puesta entre paréntesis de momentos pregnantes de nuestra existencia (como el amor o la muerte), sino más bien justamente la detención, casi protocolaria, en nuestras acciones diarias. En La mirada del sordo (Deafman Glance, Robert Wilson, 1981) encontramos, quizá, uno de los ejemplos más

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radicales de la sonoridad como extrañeza. Se escucha cómo se friegan los platos, cómo se llena una botella (con sonido superpuesto), se acentúa el sonido del cierre de la puerta de la nevera. Todos los objetos suenan, y suenan mucho, más de lo que nos gustaría que sonasen. Se vuelven ajenos a la vida. Independientemente de la narración subyacente, el protagonismo del sonido de los objetos, que incluso podemos reconocer sin ningún problema si no tuviésemos el apoyo de la imagen, nos lleva a un estadio de cuestionamiento sobre el sentido de esos sonidos aislados que corresponden, a nivel visual, con las cuitas iniciales de la imagen cinematográfica: ¿Cuál podría ser el interés de gente andando saliendo de una fábrica, de un bebé comiendo o de unos trabajadores derrumbando un muro, que son algunos de los temas? La cotidianidad de esas imágenes, que llevó a otros creadores a probar otras posibilidades, es lo que hoy, de manera invertida, se adquiere poco a poco con el cuestionamiento de la necesidad y urgencia de la música como telón sonoro de fondo de nuestras experiencias frente al sonido. Lucrecia Martel basa buena parte de su trabajo en la centralidad del sonido. Su presentación oficial con La ciénaga (2001), nos abre un espacio claustrofóbico marcado por una casa que se enmarca con una tormenta, que mantiene una especie de drone como hilo conductor en las primeras secuencias de la película. La tormenta va a aparecer varias veces, y la confusión del trueno con los disparos en la ciénaga, dentro del monte, va a ser constante: una especie de confusión entre el sonido “natural” y el humano. Oímos desde el comienzo a los extraños amigos de Mecha (Gra-

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ciela Borges), somnolientos, aparentemente borrachos, que marcan su presencia con el sonido de las sillas desplazándose y el tintineo de las copas. Mecha se cae, se corta con una copa e irrumpe el sonido de una copa con agua: el que producimos cuando deslizamos el dedo por su borde. La familia de Tali, la prima de Mecha, sirve como contraste. En el entorno de Mecha todo es discreto: solo se oye agua, cristal, sonidos reprimidos —las hijas de Mecha, por ejemplo, susurran al principio de la película. Frente a ese marco sonoro, en casa de Tali los niños que deforman su voz con el ventilador, un perro no deja de ladrar, el teléfono aúlla, etc. No hay nada de excepcional en los sonidos, salvo que, a diferencia de gran parte de las películas, se dejan sonar. Como, por ejemplo, los insectos: no solo oímos en el entorno todo tipo de ruidos proveniente de esos microseres, sino también el zumbido de moscas y mosquitos, una forma sonora de mostrar la humedad y el verano. El comienzo de Roma (Alfonso Cuarón, 2018) construye el espacio de la casa desde sus sonidos ordenados y la voz de la obediencia frente al espacio de Adela (Nancy García) y Cleo (Yalitza Aparicio), que representa la clase baja, la que carece de ordenación sonora. La presentación de Cleo es desde el sonido de su trabajo, limpiando un suelo: el agua que viene y que va crea una especie de playa que tendrá un valor simbólico fundamental en la película. El trabajo como generador de trabajo es una forma de mostrar la diferencia entre el trabajo espiritual (silencioso, interior) y el manual (sonoro, exterior). La terraza en la que Cleo limpia y tiende la ropa reformula en el propio

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espacio esta división: aparece como un crisol que permite distinguir entre lo privado (dentro de la casa) y lo público (como mezcla de clases y formas de vida). La diferencia de música que escuchan la familia para la que trabaja Cleo y la que escucha ella también es significativa: a ella se le oye escuchar boleros y rancheras (“No tengo dinero”, de Juan Gabriel), frente a la música con la que se presenta, por ejemplo, el padre (“Un bal”, de la Sinfonía Fantástica Op. 4 de Berlioz —que magnifica su entrada testosterónica a la casa) o la que escuchan en la fiesta navideña (“Corazón de melón”, de Carlos Rigual, interpretada por Pérez Prado). Los aparatos y los objetos no solo sirven para justificar, por tanto, la fuente. En muchas ocasiones tienen un significado que trasciende lo meramente dado por la imagen y resitúa nuestra posición como oyentes. En la nouvelle vague encontramos varias ocasiones en las que escuchamos, desde dentro de los vehículos, el sonido de la radio. Es decir, el reconocimiento de la fuente, la constatación de que es música diegética, implica una disposición determinada de escucha. En Cleo de 5 a 7 (Agnès Varda, 1961). Escuchamos todo lo que sucede en el taxi en el que se monta la protagonista, Clèo (Corine Marchand) y Angèle (Dominique Davray),su ayudante: se oye “La Belle Putain” de Corine Marchand —que dice: “soy yo la que canta”, lo cual es cierto tanto para el personaje como para la actriz, lo que rompe, por un momento, la ficción—, anuncios para el pelo que provocan que se lo atusen —es una escucha performativa, la que lleva a la acción, la que se muestra ahí— y las noticias que, indirectamente, posicionan el contexto geográfico y socipolítico la ciudad de

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París. Es como la propia voz de París a través de la radio. A veces la separación entre la música diegética y extradiegética no es evidente. En Abschied (Robert Siodmak, 1930), toda la acción sucede dentro de una pequeña pensión. Es uno de los últimos rastros de la tendencia teatral desarrollada por Max Reinhardt, del Kammerspielfilm: del teatro de cámara al cine de cámara. Resulta claustrofóbico, pero muy útil para el tratamiento de la música. Salvo excepciones, toda la música que escuchamos proviene de un piano. Desde el principio sabemos que uno de los huéspedes es un pianista pobre que toca muy a menudo el piano de la pensión. Es por eso que, aunque no lo veamos en todo momento, queda en el aire la posibilidad de que el pianista haga de acompañante de las historias paralelas de la pensión incluso sin saberlo. Es el caso, por ejemplo, del piano que suena tímidamente mientras vemos solamente el humo de un cigarro. Las voces de un hombre y una mujer irrumpen. Él le pregunta, entre otras cosas, “¿Qué te gusta de mí?”. Ella responde: “No lo sé” y, casualmente —o no— escuchamos un cromatismo ascendente que genera un momento de microtensión. Él sigue preguntándole cosas que le responde con vaguedad. El piano se detiene. Solo escuchamos un gemido. Y una canción alegre arranca, lo que nos da a entender que el piano hizo de fondo musical, de música incidental a la escena sexual, sin querer. Siodmak ironiza, así, sobre la práctica habitual de acompañamiento del piano que estaba ya en plena decadencia por el auge del cine con sonido sincronizado. Las vacaciones de Mr. Hulot (Les Vacances de M. Hulot, Jacques Tati, 1953), en la que los ávidos veraneantes se or-

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ganizan en la estación de tren siguiendo las indicaciones de la incomprensible megafonía. Es un dibujo del rol del sonido en nuestra experiencia cotidiana. La megafonía chirría al comienzo y va dictando, tras el necesario “¡Atención, atención!”, los destinos y los andenes. Vemos cómo los viajeros se mueven por la estación según lo anunciado por el megáfono, una voz sin cuerpo que dirige la acción y constata, a la vez, el poder de la relación entre acción y reacción que posee la megafonía —pese a su dudosa calidad de comunicación. Uno de los usos más celebrados de la megafonía es el de La vida es bella (La vita è bella, Roberto Benigni, 1997), cuando Guido (Benigni) y Giosuè (Giorgio Cantarini) consiguen entrar en uno de los puestos nazis de emisión (Funkraum) y mandan un sencillo pero elocuente mensaje a Dora (Nicoletta Braschi): “¡Buenos días, princesa!” — la musicalización, con la banda sonora escrita por Nicola Piovani, no es baladí: el tema juguetón, infantil, acompaña a Guido y Giosuè (en la carretilla, escondido) hasta que a Guido se le ocurre la idea de locutar el mensaje para Dora. La música se detiene: hay que preparar el silencio. La música se retoma cuando ya se emiten las primeras palabras. Ya no es el tema anterior el que sigue, sino el tema de amor. El poder de la escena no tiene que ver con la ocupación de un espacio prohibido, sino con la ocupación de la jerarquía de la voz. Ya dice Pascal Quignard que “el fascismo está ligado al altavoz”12. La ordenación del espacio, aparentemente anodina de Las vacaciones del señor Hulot, Quignard, Pascal, El odio a la música, Santiago de Chile, Andrés Bello, 1998, p. 137. 12.

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se convierte en la ordenación del poder en el contexto de los campos de concentración.

Los espacios, los lugares La atención por el sonido tal y como nos llega tuvo su auge cuando el sonido, por falta de medios técnicos, no podía trucarse ni se rodaba dentro de estudios. El neorrealismo italiano y la nouvelle vague no solo hicieron lo que pudieron, por así decir, con las circunstancias sociopolíticas y económicas que marcaban cierta forma de hacer cine, sino que, además, repensaron a partir de ellas los elementos que habían fundamentado el cine estéticamente hasta entonces. Una de las características de la nouvelle vague, si es que pueden hacerse generalizaciones que no resulten superfluas, es la aparición de los exteriores, en general, y de la calle, en particular, como un sujeto más de la acción. De hecho, en gran medida, la calle se “impone”: la claridad de los diálogos no es una prioridad, pese a la búsqueda de textos que no sean superficiales. No hay concesiones para el espectador, al que se le hace patente que escucha más de lo que podría en un contexto no ficcional. Es algo claro en Banda aparte (Bande à part, Jean-Luc Godard, 1964), en la escena del metro, en la que se superpone la voz de los personajes a la del tren subterráneo. Se crea un doble espacio: el poético del canturreo de Odile (Anna Karina) —que resignifica el sentido de las imágenes que se cuelan a su viaje en metro— y la vida cotidiana de los demás, que parecen

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no percatarse del canto (una acción extraña en el mundo subterráneo). Sucede lo mismo en Vivir su vida (Vivre Sa vie, Jean-Luc Godard, 1962) donde el jaleo cotidiano del bar se une, como paisaje sonoro, a la conversación entre Nana (Anna Karina) y el “filósofo” (Brice Parain) sobre el amor. Hay un doble juego: normalizar las conversaciones de temas trascendentales, introducirlos, por así decir, en la vida cotidiana —como gesto frente a la banalización— y, a la vez, una poetización de lo corriente: la vida sigue pese a que no sabemos casi nada sobre ella. También la música puede “dignificar” o complejizar el espacio, no necesariamente urbano, donde sucede una película. En los westerns las llanuras adquieren un componente poético por sí mismas. En Centauros del desierto (The searchers, 1956) —la música es de Max Steiner—, por ejemplo, escuchamos un cierto carácter entre nostálgico y costumbrista en la aparición del espacio. Otro ejemplo muy significativo es el “tema del desierto” —que un espacio tenga su propio tema musical ya es clave de lo que representa— de Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, David Lean, 1962). Una melodía ascendente —como el sol— se construye lentamente sobre un cluster orquestal que da lugar, desde esa sonoridad “extraña”, al momento épico e idílico del desierto: el arpa y los violines aportan un carácter de inmensidad. Es un leitmotiv que no se aplica, así, a un personaje, sino a un espacio como un lugar que alberga, en sí mismo, el enigma y el misterio de la épica. Independientemente de lo que la imagen construya en torno a él, el significado atribuido a esas imágenes de los grandes espacios del

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desierto serán los de la aventura. Incluso con ligeras variaciones, el tema del desierto no pierde su identidad.

Excesos Habría, entonces, un lugar intermedio entre lo “real” de los Lumière y lo inaudito de Méliès: el mundo extraño, deforme, los “paletos”, los raros, los feos, las drogas, los sueños y ese largo etcétera de perversiones para la moral “pulida” de la burguesía —público abstracto objetivo del cine— se salta el tabú de la corrección hipócrita cotidiana. La oscuridad del cine es permisiva. La música marca la separación del mundo, por así decir, que producen las sustancias estupefacientes del tipo que sea o el alcohol. Un ejemplo temprano —¿acaso el primero?— es el Concierto para violín en Fa Mayor RV 293 de Vivaldi o, para la mayor parte de los mortales, el Otoño de sus Cuatro estaciones, se abre con una música de corte popular que representa a unos campesinos brindando y celebrando con vino. Poco a poco, la música se va “deformando” hasta que los campesinos “languidecen” en el sueño. Está basada en un texto que reza: “La feliz vendimia y el alegre placer/Y del licor de Baco encendidos tantos,/Acaban con sueño su gozo”. La música como expresión del alcohol la encontramos como herramienta para mostrar dos momentos: el efecto del alcohol en la realidad y en nosotros. Un ejemplo de lo primero lo encontramos en Moontide (Archie Mayo, 1942), en la escena en la que Jean Gabin se emborracha y la música del

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local se convierte en una amalgama de flashes sonoros, si se me permite la expresión: suena una alarma, el glockenspiel con un reloj que da vueltas, golpes, gritos, etc. La música como marca, no tanto de los efectos en el mundo como de en lo que nos convertimos cuando bebemos alcohol, lo encontramos en la caracterización de Cleve Marshall (Wendell Corey) como borracho en El caso de Thelma Jordon (The file on Thelma Jordon, 1950). Tras su primer encuentro con Thelma Jordon (Barbara Stanwyck), a la que ya recibió con unas copas de más en su despacho, Marshall regresa a casa. La música, hasta entonces fundamentalmente ambiental, se convierte en caracterizadora. Desde que Marshall coge el coche, el clarinete bajo anticipa el rol protagonista que va a tener en la siguiente escena, en el porche de casa, que intenta penetrar torpemente. El diálogo entre el solo de clarinete bajo —que ha abandonado su color oscuro a favor de un sonido que nos lleva al mundo de los dibujos animados—, apenas acompañado por unos pizzicati, y el descenso melódico primero de la flauta y de la cuerda nos lleva de los tropiezos de un borracho cualquiera (pues aún no conocemos demasiado al personaje) a un patán. El clarinete bajo se une al oboe que, frente a la melodía apacible en la orquesta que comenzamos a intuir en el intento de abrir la puerta de casa (es decir, una melodía que podríamos considerar “del hogar”), sirve de contrapunto para seguir colorando al personaje patoso. La melodía “del hogar” se va trasmutando en una cita al Wiegenlied Op. 49 N. 4 de Brahms (la nana más famosa, quizá, que haya dado la música clásica), que infantiliza a ese patán. Es un momento excepcional en el discurso

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musical de la película y no tan habitual en la música del momento. Marshall queda caricaturizado como una suerte de dibujo animado —de hecho, encontramos un cierto mickey mousing13, por ejemplo, cuando su esposa Pamela (Joan Tetzel), apaga la lámpara de su mesilla de noche—, algo que sirve a la audiencia de herramienta para el juicio. Como en otros personajes de Siodmak, su tema, aparte del argumento de la película, será su propia autodestrucción. Su presentación como dibujo animado nos lleva primero a cierta compasión amable que queda horrorizada al final de la película. Musicalmente no se anticipa, eso sí, su terrible desventura como personaje. El consumo de heroína ha sido muy visitado, especialmente entre la década de los cincuenta y los ochenta. Quizá tengamos, entre los ejemplos más conocidos, a “Heroin”, de The Velvet Underground (1967). La canción no solamente describe, mediante la letra, la experiencia de pincharse heroína, sino que la música se va acelerando y retardando con el objetivo de mostrar desde el sonido el subidón. En el cine tenemos algunos ejemplos previos del uso de la música en sustitución del poder experimentar, en las propias carnes, la droga, como por ejemplo en The man with the Golden Arm (Otto Preminger, 1955). La música, escrita por Elmer Einstein, expresa lo que Frankie (Frank Sinatra) experimenta con el primer pinchazo que le vemos recibir), como una explosión sonora que contrasta con el momento musical previo (que puntúa con acordes tutti toda la preparación y Se trata de una recurso, típico de las películas de Disney (de ahí su nombre), en la que la música acompaña y puntúa la acción de los personajes. 13.

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anuncia tímidamente el motivo que escucharemos cuando le inyectan la droga) y posterior (protagonizado por la flauta). Hacia el final de la película, Frankie se encuentra solo en la habitación sufriendo un profundo mono. La música acompaña sus movimientos desesperados mediante un motivo en el registro agudo que anuncia la cuerda grave. Un solo de batería irrumpe de pronto y marca todo el proceso hasta que consigue pincharse. Frankie es batería profesional, así que habría, además de un componente expresivo en el solo, también un componente identitario. El estilo cambia de nuevo: la batería había sido un paréntesis entre la música de la vida normal y la vida suspendida por el ansia de la droga. En España contamos con Arrebato (Iván Zulueta, 1979). José (Eusebio Poncela) es un director de cine en una crisis creativa. La preparación de su chute de heroína es meticuloso: solo escuchamos el sonido de fondo ininteligible, como una radio a medio sintonizar. Y así comienza a formarse un cluster, un recurso útil para abrir desde el oído la experiencia de la droga. Poco a poco se vuelve a la realidad con la disolución del cluster en la radio que emite ¡La Obertura de El holandés Errante de Wagner! Aparece también en La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, Sergio Leone, 1964). Buena parte gira en torno al remordimiento —quizá su último atisbo de bondad— de “El Indio” (Gian Maria Volonté). En un flashback central en la película entendemos por qué está obsesionado con un reloj de bolsillo, cuya melodía es, al mismo tiempo, el tema de El Indio: nos colamos en el flashback con el mismo material que, antes, hemos escuchado cuando El Indio se fumaba un canuto en la iglesia en la que

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se reúne con sus compadres. El sonido del reloj se “deforma” hasta convertirse en un marco sonoro para la unión entre la alucinación causada por la droga y el trauma que emerge del sonido del reloj. El marco sonoro nos permite entender cómo el reloj es una representación de la culpa persistente de El indio que, ejerciendo de voyeur mientras una pajera se encontraba en la intimidad, mata al hombre y viola, aparentemente, a la mujer.

Hacer de lo cotidiano lo excepcional Podríamos afirmar que la música y el sonido existen en el cine, entre otras cosas, para convertir lo cotidiano en extraordinario y nos remarca, justamente, la diferencia que propone la ficción frente a la vida. La primera excepción de lo real comienza con el propio momento en el que se apagan las luces y, tras todos los anuncios, comienza la película. Y lo anuncia un sonido: el logo sonoro de cada una de las productoras. Todas ellas, desde que comenzaron a normalizarse en los años treinta, tienen un carácter épico. Ir al cine, así, se anuncia como una aventura, una salida potencial de la vida cotidiana. De este modo, el logo sonoro “evoca asociaciones y crea expectativas sobre el propio hecho de ir al cine”14. La épica, según rastrea Frank Lehman, es doble: por un lado, en la medida en que estos logos sonoros tienen algo de nostálgico, de la fanfarria que anuncia algo inesperado, Lehman, Frank, Hollywood Harmony. Musical Wonder and the Sound of Cinema, Oxford, Oxford University Press, 2018, p. 1. 14.

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único, inédito, y, por otro, puesto que nos invitan a invocar nuestra propia relación con el cine, una invitación a la épica biográfica, a nuestro cinema paradiso. En cualquier caso, la existencia de estos “logos”, de la música como marca de inicio de la ficción, toma distancia con las aspiraciones que, en el trascurso de la película, se depositan sobre lo que la música tiene que hacer: si obedecer al pacto de hacer sonar lo cotidiano o bien ofrecer a la imagen herramientas extraordinarias para que se pueda ver lo que la imagen no deja ver. La música, por tanto, sirve para crear un paréntesis mágico. A este recurso acude, por ejemplo, Leonard Bernstein en West Side Story (Robert Wise, Jerome Robbins, 1961) cuando, en el baile del gimnasio, el mambo que todos bailan tiene un fade out y comienza el Pas A Deux, el primer encuentro entre Tony (Richard Beymer) y María (Natalie Wood). Se crea un espacio mágico que, además, se remarca con una melodía ascendente que se repite varias veces como representación de la suspensión del tiempo “real”, de la fiesta, que vuelve a acelerarse, como una pseudopolka, cuando casi se llega al beso. Un espantón del hermano de María deshace el paréntesis: y la música cambia, de nuevo, radicalmente, como la carroza y el vestido de Cenicienta al sonar las doce. También se busca crear un espacio mágico en la danza bajo el agua de L’Atalante (Jean Vigo, 1934), escuchamos la constancia de la música: no hay ningún cambio en la escucha al estar fuera o dentro del agua. En ambos casos, nos topamos con una extra-diégesis extraña. Aunque

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en L’Atalante se nos justifica el origen de la música que escuchamos al ver el gramófono. La “coreografización” —que en L’Atalante es explícita con la aparición de la bailarina espectral— de los personajes en o bajo el agua nos plantea que no son totalmente indiferentes a lo que suena, al menos conceptualmente. La música traspasa, por así decir, la materia del agua y estiliza los movimientos acuáticos, creando un baile extraordinario que se aprovecha de la artificialidad de la persistencia de la música. El final de La forma del agua (The form of water, Guillermo del Toro, 2017), en el que el hombre anfibio (Doug Jones) lleva el cuerpo inconsciente de Elisa (Sally Hawkins) y se lanzan, juntos, al agua del canal de Baltimore, es una reformulación de L’Atalante: el espectro en el que se ha convertido, aparentemente Elisa, deja de serlo, justamente, porque sus marcas del cuello se convierten en branquias que le permiten, a la vez, vivir y pertenecer al mundo del hombre-anfibio. La voz de su vecino y amigo, Giles (Richard Jenkins), cierra la narración, lo que nos hace pensar que todo fue, en realidad, un cuento. La música, compuesta por Alexander Desplat, remarca la diferencia sonora de un mundo y otro —aunque no el estar debajo del agua—: la trágica música de la tierra se convierte en el tema de amor, que ya hemos escuchado cuando el hombre-anfibio y Elisa tienen relaciones sexuales por primera vez. De entre todos los temas del cine, quizá no hay como el amor para la elaboración de lo excepcional. Aunque no podemos hacer una cartografía detallada al respecto, sí que podríamos resumir las tendencias amorosas en el cine des-

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de la perspectiva del así llamado amor romántico, que básicamente se fundamenta por la pasión absoluta, la irracionalidad y la creencia de que por el amor todo se puede y todo vale. El amor como una forma de destrucción, por ejemplo, lo escuchamos en el tema de amor de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1960). Este tiene su máxima expresión cuando Judy (Kim Novak) accede a vestirse como Madelein para Scottie (James Stewart). Es decir, cuando Scottie da pie a su obsesión trayendo a la vida, al menos precariamente, a su amor perdido. La música, compuesta por Bernard Hermann, es una reformulación del acorde de Tristán, que se oye desde el principio de Tristán e Isolda de Wagner, que es un acorde armónicamente insólito, inestable. Escuchamos la cuerda en trémolo mientras él espera que Judy salga del baño: son frases de carácter anhelante. Pero ¡ah! ¡Cuando la ve! Hay un gran crescendo que nos lleva al tema de amor en toda su extensión. Es una melodía que, en realidad, no termina de concluir, sino que parece que solo aumenta, repitiéndose una y otra vez (como todo el concepto musical de Vértigo, que se construye en torno a la circularidad). Tristán e Isolda, donde se espiritualiza el amor mediante la muerte, sirve como modelo para este amor que se expresa a través de Judy como puro deseo de lo imposible. El amor como paréntesis de la realidad lo encontramos, por ejemplo, en Un tranvía llamado deseo (A Streetcar named Desire, Elia Kazan). Durante una partida de cartas en casa de su cuñado Stanley (Marlon Brando) y su hermana Stella (Kim Hunter), Blanche DuBois (Jessica Tandy) pone en la radio música, un mambo. Stanley, de muy malas

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maneras, le grita que lo quite hasta que tiene que ir él mismo a apagarla. Uno de los jugadores, Mitch (Karl Malden), decide irse y se encuentra con Blanche. Charlan y ella le pide que cuelgue una lámpara. Mientras, coqueta, le dice su edad y él le dice que es muy joven (“You’re certainly not an old maid”). Y, en ese momento, un violín emerge con gran lirismo junto al arpa. La música nos construye ese espacio como único entre ambos. Blanche vuelve a encender la radio y, entonces, suena un vals (dice: “hemos lanzado un hechizo”). Stanley rompe tal hechizo de golpe cuando tira la radio por la ventana. Stanley, consciente al rato de lo que ha hecho, busca a su pareja, Stella: la música cambia totalmente. Escuchamos un piano y un saxofón con un aire jazzístico, a los que se le añaden otros instrumentos, como la flauta — cuando aparece Stella. Se forma así un diálogo entre ambos instrumentos que sustituyen a los de Stella y Stanley. Ambas melodías convergen. Se contraponen, así, dos formas de entender el amor: el idílico y el violento, pasional. Ambos son irracionales a su forma. En sentido invertido, podríamos considerar el amor como comienzo de la realidad deseada. Es el caso de la declaración de amor del final de Mujercitas (Little Women, Gillian Armstrong, 1994), donde Jo (Winona Ryder) y el Profesor Bhaer (Gabriel Byrne) se declaran su amor. Cuando él le toca su cara —que es cuando queda claro el amor mutuo— comienza la música tímidamente. Un timbal anuncia el beso, que lanza, por así decir, el crescendo musical que da lugar a la fanfarria. La creación de un espacio mágico a veces no solo se consigue con la música en sentido general, sino con la trans-

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formación de un tipo de música en otro. El final de Rocky (John G. Avildsen, 1976) está construido, desde el sonido, con una música muy invasiva que potencia la sensación de barullo y el agobio del protagonista (Sylvester Stallone) en su combate contra Apollo Creed (Carl Weathers). Para ello, se utiliza el color sinfónico con la batería, anecdótica en el repertorio orquestal. Se intenta, por tanto, popeizar la música pegada, en su gesto, al repertorio clásico. La música se detiene ante la pausa del combate. Creed y Rocky pelean hasta que se abrazan como final del último asalto. El público, enloquecido, comienza a subir al ring y, ahí, comienza de nuevo la música. Vemos a gente aplaudir, aunque no se les oye: toda palmada se subsume por la palmada. Con la declaración de amor entre Rocky y Adrian (Talia Shire) desaparece la batería: la música concluye con su abrazo en un tutti enfático. Pasamos así de lo terrenal a lo espiritual, del “pop” a lo “clásico”. Dentro de “la” música, en realidad, encontramos una disparidad de posibilidades que, en ningún caso, aceptan el artículo en singular15. “La” música, desde occidente, ha luchado durante mucho tiempo por separarse de su contexto sociopolítico. Eso permitía ser comprendida estrictamente como un producto cultural “puramente” espiritual, sin la mácula —por así decir— de lo que sucede aquí abajo, cerca del barro. Según Pierre Bourdieu, poco a poco, se fue construyendo el concepto de música burgués entendido como “la más espiritualista de las artes del espíritu”, lo que hace En contra de ese uso del singular escribe, entre otros, Julio Mendívil en su En contra de la música. Herramientas para pensar, comprender y vivir las músicas, Buenos Aires, Gourmet Musical, 2016/2020. 15.

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que “el amor a la música [sea] una garantía de ‘espiritualidad’”. Esto se traduce, a su juicio, en que “la música representa la forma más radical, más absoluta, de negación del mundo, y en especial del mundo social, que el ethos burgués induce a esperar en todas las formas del arte”16. La noción de la música como “espiritual” busca y legitima, así, su distancia con lo concreto e impide, no sin peso ideológico, la reflexión sociológica o política sobre ella. Si la música es el epítome de la espiritualidad, su forma y contenido no pueden rastrearse verdaderamente. Habría algo de ellos que se resistiría a ser tematizado, a ser traducido sin perder algo esencial. Esta noción de la música pegada a lo espiritual ha sido también ampliamente rebatida, tanto por aquellas corrientes que sospechan que eso de la espiritualidad es más bien fruto del privilegio y elitismo sobre ciertos productos culturales, como por aquellas que creen que todo lo espiritual tiene su punto de partida (e incluso de llegada) en lo concreto. El uso de un lenguaje llamado “clásico” de manera general, que muchas veces obedece, más bien, al tardorromántico, entonces, apoya la “espiritualización” de una escena. En el caso del amor, a elevarlo más allá de lo corporal y, por tanto, más allá del mero sexo. Rick Altman explica con claridad la diferencia musical que existe en la división tajante que se hace de un repertorio y otro para su uso y comprensión en el cine. Para él, el repertorio “clásico” normalmente no precondiciona, con su título, cierta asociación conceptual. Una sinfonía, en este

16.

Bourdieu, Pierre, La distinción, Madrid, Taurus, 1998, p. 16.

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sentido, es ambigua frente a una canción que, por ejemplo, se llame “Me dejaste solo y te echo de menos”. La centralidad de la palabra en la música popular urbana, además, implica una relación cualitativamente distinta con el lenguaje entre el repertorio “clásico” y el “popular urbano”. En el primero lo entendemos como implícito mientras que, en el segundo, sería explícito o explicitable. Vemos un ejemplo claro en el uso de His master’s voice, de Monsters of Folk, en Tres anuncios en las afueras de Ebbing, Misuri (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, Martin McDonagh, 2017) cuando Jason Dixon (Sam Rockwell) lanza a Welby (Caleb Landry Jones) por la ventana después de golpearle. El texto de la canción habla sobre un nuevo mandato divino: “reescribir la Biblia para toda una nueva generación de no creyentes”. Es una canción que suena a canción de iglesia que parece que exige la inversión de las creencias, pues el “maestro” pide que se deje de creer en él. ¿Eso explica que la policía puede hacer uso indiscriminado de la violencia? ¿No sucede, más bien, que se obedecen órdenes de los distintos maestros, para cada cual —en Dixon, la ira y el alcohol—, sin replantearse su fin? ¿No hay una inversión del poder en la medida en que quien debe proteger hace uso indiscriminado de la violencia? La música sirve como contrapunto a la escena, de absoluta agresividad. La letra guía explícitamente el significado, mediante el texto, de la radicalidad de lo que se pone en juego en el significado. No solo es, por tanto, una decisión estética —como en Reservoir Dogs— para oponer lo cotidiano y lo excepcional, así como explorar la banalidad del mal; sino que también se expone la complejidad de que las

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fuerzas del estado puedan exceder, en cualquier momento (como una amenaza abstracta), sus cometidos. Frente a la “expansibilidad” del lenguaje “clásico”, que implica la ampliación en principio infinita del material musical, el repertorio “popular urbano” prima que sea reconocible, fácilmente recordable y el sing along, es decir, que se pueda cantar a la vez o, al menos, tararear interiormente lo que suena. Si, además, se nos “pega” una melodía, mejor que mejor. Esta “tarareabilidad” o “cantabilidad” supone la siguiente separación entre una música y otra: la música “clásica” exige una “implicación mental” y silenciosa frente a la cierta participación, aunque no sea activa como en un karaoke o un concierto, de la música popular urbana17. Por otro lado, es significativo el uso de la música popular urbana como un gesto simbólico: ya sea por su modernidad o por la caracterización de los personajes desde cierto relato derivado de las canciones. Uno de los primeros ejemplos canónicos de este uso simbólico es Easy Rider (Dennis Hopper, 1969). Su comienzo ya resume este gesto. Los personajes se presentan, identificándose con sus motos (que adquieren entidad propia, como un personaje más, en realidad), mientras suena The Pusher, de Steppenwolf. El fin de la canción se une con el rugido de las motos: el rock y las motos forman parte de lo mismo. Constata esa unión que, tras, apenas unos segundos de silencio, arranca Born

Altman, Rick, “Cinema and Popular Song: The Lost Tradition”, Knight, Arthur y Robertson Wojcik, Pamela (eds.), Soundtrack available. Essays on Film and Popular Music, Durham-Londres, Duke University Press, 2001, pp. 24-25. 17.

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to be wild, de Steppenwolf, como música para los créditos: rock más motos igual a libertad. La asociación lingüística que detectaba Altman se hace aquí patente. De nuevo el fade out de la música se sustituye por el sonido de las motos. Está hilvanado el sonido y la música como parte del rito que supone el viaje de los personajes. Por último, es clave la deriva económica tan suculenta que supuso el auge del uso de la música popular urbana en el cine. Las “bandas sonoras originales” —convertidas ya en una suma de tracks de música o de canciones y no, como esperaríamos, en el “hilo sonoro” completo de la película— se comenzaron a vender como objetos de consumo separados (¡y, a veces, con más éxito que la propia película de la que derivaban!) que generaban pingües beneficios. Es el caso de El guardaespaldas (The bodyguard, Mick Jackson, 1992). Muchos conocen la canción central, I will always love you, sin haber visto nunca la película e incluso sin conocer su origen: la canción fue escrita y grabada por Dolly Parton en 1974. Las diferencias son significativas entre la versión de Whitney Houston y la original. Dolly Parton propone una canción mucho más intimista y sencilla, lejos del despliegue vocal de la de Houston.

Exceso 3: dejar de oir Observar la muerte genera fascinación desde hace siglos. Contamos con El buey desollado, de Rembrandt (1655), entre otras piezas, como reflejo de ello. Resulta hipnótico: la carne (como destaca Francis Bacon en su revisión

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del cuadro en Figura con carne, de 1954), la sangre (que destaca Chaim Soutine en su Buey desollado de 1925) o la muerte, en general, distanciada, expuesta, como la pintura El mercado de las aves (atribuida a Frans Snyders, ca. 1618-1621), Bodegón con gato y pescado o La raya (Jean Simeon Chardin, 1728). En el cine, la matanza de animales ha sido también un espacio de seducción. Durante varios momentos de La fórmula secreta (Rubén Gámez, 1965), aparece una vaca que, en la primera mitad de la cinta, nos acerca al mundo de los dibujos animados. Justamente, la mitad de la película la representa la matanza del animal. Vemos cómo es atada, cómo cae su sangre, cómo es desollada (a là Rembrandt). Suena, con toda la dignidad, en Et in terra pax hominibus, uno de los coros del Gloria, RV 589 de Vivaldi. El no-funeral de la vaca, cortada para fines comerciales y alimenticios, se ritualiza mediante la música y se ironiza mediante su texto (“Gloria en las alturas a Dios y sobre la Tierra paz entre los hombres de buena voluntad”). Los animales, ya muertos, abren La buena estrella (Ricardo Franco, 1997), que no se recrea en el gemido animal pero sí en el proceso de degüello y corte (el sonido directo es de Miguel Rejas). Sirve como marco para presentar al protagonista, cuya aparición une el sonido industrial con la música de Eva Gancedo, cuya delicadeza contrasta radicalmente con la crudeza anterior. Menos concesiones se ofrecen en Touki bouki (Djibril Diop Mambety, 1973), donde la matanza de los animales se nos presenta en toda su crueldad después de una idílica imagen de dos vaqueros, acompañados por un solo de flau-

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ta. Se nos expone su sangre, los gritos de los trabajadores, el dolor, la sencilla mecanización. Vuelve, de pronto, la luz y la flauta. Un niño sobre un cebú no nos deja ver, aunque se oye, la moto del protagonista, decorada con dos cuernos: ser vaquero es su profesión y condena. El sonido del barco en el que Mory se propone irse se intercala con imágenes de la matanza y gemidos de un cebú. Ambos sonidos se funden con la guitarra distorsionada que acompaña la huida de Mory, que corre en busca de su propio cebú, su moto. No transitamos con la misma crudeza fácilmente ante la muerte humana. Dos ejemplos paralelos nos proponen una guía emocional para poder aguantarla. Es el caso de El hombre elefante (Elephant man, David Lynch, 1980) y Platoon (Oliver Stone, 1986). Ambos muestran la muerte mediante el Adagio para cuerdas (1938) de Samuel Barber, un arreglo derivado de su Cuarteto de cuerda Op. 11. En el caso de Platoon, la música emerge del traqueteo del helicóptero , que va poco a poco quedando en un segundo plano, absorbido por la música. Se muestra a Elias (William Dafoe) corriendo a duras penas: la cámara se ralentiza hasta hacer coincidir el clímax musical con el último aliento de Elías. Según Luke Howard, esta pieza, por un lado, ha adquirido la interpretación de “memorial”, vinculada a las muertes injustas de la guerra; y, por otro, encarna la idea de la tristeza en música. Podríamos preguntarnos qué es lo triste, exactamente, de esta música o, incluso, la necesidad de simplificar la emoción que puede destilarse (o no) de una pieza (o sonido). En este caos, no

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se respetó la siempre tan alabada opinión del autor sobre su obra. Para Barber, el adagio lo compuso pensando en la intensidad del amor juvenil, no en la muerte. Como receptores, nos quedamos con lo que nos da la gana. Hay otras muertes vinculadas a esta música, como la que Amélie ve en televisión para sí misma en la película homónima (Jean-Pierre Jeunet, 2001). ¿Es una forma de homenaje, de visita, de cita a otros momentos en los que se muere cinematográficamente con Barber? Sigue siendo actual esta cuestión: imitando a sus colegas estadounidenses que utilizaron esta música para homenajear a las víctimas del 11-S, Isabel Díaz Ayuso decidió programar un homenaje aural a las víctimas del coronavirus emitiendo esta música en la Puerta del Sol desde el 30 de marzo de 2020 a las 12 del mediodía hasta el 7 de junio, cuando acabó el luto oficial de la Comunidad de Madrid por la Covid-1918. La música sirve para prejuzgar la muerte: la muerte como justa o injusta, la muerte necesaria, comprensible, oportuna, etc. En Una vida marcada (Cry of the city, 1948), el momento de la muerte de Marty (Richard Conte) sucede, a diferencia de lo que venía siendo habitual, sin intervención musical. Oímos un grito, silbatos, pasos. Vemos un travelling en dirección contraria al movimiento que nos sugieren las sirenas. La música comienza después, cuando vemos de nuevo a Candella (Victor Mature), el malherido policía que ha matado a Marty, según sus propias palabras, “en nombre de la ley”, al https://www.comunidad.madrid/notas-prensa/2020/06/07/ diaz-ayuso-guarda-puerta-sol-minuto-silencio-ultimo-dia-luto-oficialcomunidad-madrid-covid-19 18.

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que Toni, el hermano de Marty, le confirma que el disparo ha sido mortal. La música, así, ¿pertenece a los que la narración nos invita a entender como justos? Esta línea que asocia música considerada “triste” con la muerte tiene uno de sus momentos más curiosos en las tres muertes de Corre, Lola, Corre (Lola rennt, Tom Tykwer, 1998). La música es lo que permite establecer un paralelismo entre las tres escenas, que muestran un resultado trágico pese a que se cambia el trascurso de los hechos cada vez. Se utiliza un fragmento de The unanswered question, de Charles Ives. Es una pieza que se construye en tres capas: La primera capa, la de las cuerdas, es una suerte de huella, de rastro de la música del lenguaje tonal. La posible agonía de las cuerdas es inexorable: es lo único que permanece en la pieza sin cambio, como de alguna forma persiste el lenguaje tonal pese a todas las propuestas que han surgido en los últimos cien años para atentar contra él. De hecho, de alguna forma, las cuerdas suenan in media res, como si llevasen sonando desde hace mucho y solo en ese instante nos invitasen a escucharlas. La segunda capa, la de la trompeta, probablemente pregunta, tanto a la primera como a la tercera capa, a la que iremos ahora, algo tan sencillo y difícil a la vez como “¿Para qué todo esto?” o, casi mejor dicho, “¿Esto era todo?”. La música no es indiferente a esta cuestión, también con respecto a sí misma. Quizá esa sea la labor de la trompeta, finalmente. La tercera capa es, de alguna forma, la de la música contemporánea, que atenta contra las otras dos: contra la primera porque prescinde de la tonalidad y se superpone a ella y contra la tercera porque

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ironiza sobre la propia pregunta, como si al mismo tiempo la única respuesta posible a la pregunta fuese la pregunta misma. Los vientos se ríen lacónicamente de la pregunta, como una mueca desdentada. La que se usa en Corre, Lola, corre es la primera. Las otras dos, posiblemente, serían demasiado problemáticas, pues desmantelarían la muerte sonora como adagio, como melodía de violines. ¡Hay tantos ejemplos de muertes en el cine en los que se explora ese elemento “triste” de la música! ¿Es la tristeza “compasión”? ¿Qué nos pone, exactamente, tristes? Normalmente son melodías lentas, en tono menor, con piano, violines, o chelo. En Her (Spike Jonze, 2013), cuando Samantha (Scarlett Johannson), la inteligencia artificial, se desconecta de la vida de Theodore Twombly (Joaquin Phoenix) —y de todas, en realidad— escuchamos “We’re All Leaving”, de William Butler y Owen Pallett. Un piano íntimo introduce la despedida. Pero aumenta la instrumentación según nos aproximamos al fatídico final que estábamos esperando pero no queríamos que llegase (de eso van las películas de amor…). Es una estilización de una muerte que se percibe como elíptica: Samantha nunca tuvo “vida”, realmente, así que ni siquiera se puede hablar, en su caso, de muerte. La música, sin embargo, nos lleva a un ritual personal, a un duelo emocional, pero no a ningún tipo de cercanía con quien ha “muerto”, Samantha. La emocionalización de la escena es condescendiente para con nosotros y Twombly, pero no con la muerte (electrónica) en sí. No obstante, no siempre se apela al espectador, sino a —de nuevo— la capacidad de la música para crear un

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espacio mágico. Es el caso del uso de “Mamma Morta”, perteneciente a la ópera Andrea Chenier (Umberto Giordano, 1896) cantada por María Callas, en Philadelphia (1993). Philadelphia trata, fundamentalmente, del deterioro de Andrew Beckett (Tom Hanks) por el sida y el estigma social que sufre, que incluye un despido improcedente. En este fragmento sí se apela a la emocionalización del público, pero es sobre todo un túnel hacia la subjetividad de Beckett, una suerte de testamento sonoro. Se anuncia su muerte en ese momento, a Joe (Denzel Washington) y a sí mismo: “¡Sonríe y espera! ¡Yo soy el amor!/¿Es todo lo demás sangre y fango?/¡Yo soy divino! ¡Yo soy el olvido!/Yo soy el Dios que baja al mundo/del empíreo, y hace de la tierra/¡un paraíso! ¡Ah!/Yo soy el amor, el amor, el amor”, nos dice el texto, que casi se podría resumir en aquello que decía Walter Benjamin, de que “la esperanza solo nos ha sido dada para los desesperanzados”19. Es una forma de morirse a través de la música, de la voz de otra persona. Lo que se nos muestra en esta escena es la inconmensurabilidad de la experiencia de la muerte, que no se puede compartir. La guía emocional de la muerte se enfrenta a la mecanización a la que, poco a poco, se nos somete para la muerte, que ya denunciaba Günther Anders: Uno es muerto [muere pasivamente], Los contemporáneos no somos mortales; más bien, antes que nada, somos asesinables. […][N]uestro morir es aplazado mediante una manipulación asombrosa […]

Benjamin, Walter, Las afinidades electivas de Goethe, Obras vol. I, Libro 1, Madrid, Abada, 2006, p. 216. 19.

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pero durante ese aplazamiento quedamos insertos tan estrechamente en el aparato que nos convertimos en parte suya, nuestro morir se convierte en parte de las funciones del aparato y nuestra muerte en un momentáneo suceso dentro del aparato20.

Quizá algo de esto intuía Prokofiev al escribir su Romeo y Julieta. Ante la muerte de Mercucio, los bajos simulan ser el corazón de Mercucio, que renuncia a irse. De hecho, vuelve su Leitmotiv picarón, hasta que se detiene el corazón y suena un acorde disonante, que no deja lugar a dudas de que se ha marchado. Morirse, entonces, ya no consiste en mirar al cielo, sino a la pantalla de las constantes en el hospital. Aunque estemos en pleno Romeo y Julieta —aunque también en 1940, momento en el que se estrenó la obra. La primera “Elegía a Duino” de Raine Maria Rilke, establece una relación de la muerte con la música, como una suerte de vibración que conecta el más allá con el más acá: “¿Es inútil el mito de que, en la antigüedad, durante/las lamentaciones fúnebres por Linos,/una atrevida música primitiva se abrió paso en la árida materia/inerte; y entonces, por primera vez, en el espacio/sobresaltado, en el que un muchacho casi divino de pronto/ se perdió para siempre, el vacío produjo esa vibración/que ahora nos entusiasma y nos consuela y ayuda?”. Es quizá por esa creencia, esperanzada, de que los muertos sigan percibiendo desde la vibración, en el sonido, por lo que se canta ante la muerte. Un ejemplo de ello, centrado en el canto en griko, un dialecto de Salento, Anders, Günther, La Obsolescencia del ser humano, vol. II, Valencia, Pre-Textos, 2011, p. 247. 20.

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aparece como tema central en Stendalì (Cecilia Mangini, 1959, —quien ha muerto en los días en que terminaba este texto), donde escuchamos a un grupo de ancianas cantar, construyendo el ritual de despedida, que incluye baile de manos y agitar unos pañuelos. Es un ritual que aumenta en su entonación, en el que la percusión se cruza con los saltitos de las ancianas: concluye con gritos al muerto, como una forma de expresión sin cadenas. Contrasta significativamente con las exigencias de moderación que, en ocasiones, se pide a los que se quedan: un llanto discreto, comedido, como si la muerte lo fuese. En contraste, tenemos otra película italiana, Tano da Morire (Roberta Torre, 1997) todos los familiares del muerto, Tano, se abalanzan sobre la cámara, dispuesta del suelo hacia arriba y, además, intentan acaparar la atención: como si aún el muerto pudiese tomar nota de quién grita y llora más ante su pérdida. Es decir, como si el muerto (en el que nos han convertido a los espectadores) pudiese aún escuchar. Esta oposición entre vida y muerte no poética, aparece también en la escena del parto de Cleo (Yalitza Aparicio) en Roma (Alfonso Cuarón, 2018). El hospital en el que Cleo da a luz se muestra como un cruce entre sufrimiento físico y trabajo protocolario. El bebé nace evidentemente muerto: no se oye el llanto primordial. Los médicos siguen trabajando, yendo por orden en lo que tienen que hacer. Muere y experimentamos la muerte del bebé a partir de las lágrimas de la madre mientras la vida sigue su curso. Se une al llanto la información de las puntadas en la vagina, el educado lamento por la muerte, la tela que cubre a la criatura. Atisbamos la pena de Cleo (que se ha vuelto silenciosa), que

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sigue viviendo y trabajando en la casa, con la imposición de la rutina que oímos con el silbato del afilador y el perro: La rutina frente a la excepción, que es incomunicable. Uno de los hits de la música para el cine es, justamente, una de las piezas de las que se iba a prescindir: el asesinato de Marion Crane en la ducha de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960). El sonido de la cortina y del agua corriendo es todo el entorno sonoro que tenemos antes de que comience a sonar la música: hasta ahí llega la decisión de Hitchcock, que abogaba por una escena sin música. El juego melódico que desciende por la suma de capas cada vez más graves hasta la aparición de los chelos y contrabajos representa, al mismo tiempo, la asociación de lo “afilado” con lo agudo y el carácter incisivo con el descenso melódico. Con ello, la música suple que la imagen tenga que mostrar explícitamente cómo el cuchillo penetra la carne, que no llega a verse en ningún momento. Menos poético resulta un trabajo sonoro similar al de “The truncated Life Of a Modern Industrialised Chicken”, incluido en el disco Plat de Jour (Accidental Records, 2005) de Matthew Herbert, en el que buena parte de lo que oímos son los huesos crujiendo de los pollitos que son preparados para su consumo. En concreto, tal y como él mismo especifica, la grabación de campo consiste en 30.000 pollos de engorde en un granero, 24.000 pollitos de un minuto de edad en una habitación de una incubadora comercial, 40 pollos de corral en un gallinero, la matanza de uno de esos pollos para un mercado local de granjeros, el desplume y el lavado de las plumas […] toda la percusión en vivo, interpretada por Leo Taylor

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con palillos, se conforma por una docena de huevos orgánicos de granja, cajas de huevos […]21.

La ocultación del horror del cuerpo mutilado en Psicosis se lleva a cabo mediante la metaforización musical de la penetración del cuchillo, es decir, se musicaliza el acto de matanza y se obvia, así, todo lo que nos pueda recordar a lo orgánico —la piel, los huesos— muriendo. Irónicamente, Herbert, para su crítica de la matanza industrial, que nos oculta programáticamente el trato animal en las industrias, utiliza la propia mutilación como material de una pieza que imita, finalmente, el sonido de las cajitas de música. En ellas, como sucede con los payasos, confluye la cercanía al mundo de la infancia y lo siniestro. El sonido mecánico —hecho con cuerpos sentenciados a muerte— idealiza el engranaje de la industria cárnica e imita, como si fuera una cuenta atrás (Herbert nos dice, en su descripción de la pieza, que la vida de la mayoría de los pollos destinados a la comida industrial en UK es de 36 a 41 horas22), al tic tac de un reloj.

Lo imposible y lo monstruoso Hay un capítulo de Tom y Jerry (“Heavenly Puss”, del 9 de julio de 1949) en el que la música juega un papel clave para

Herbert, Matthew, “Plat de Jour: The Making Of”, 20 de mayo de 2005. Recuperado de: http://matthewherbert.com/plat-du-jour-the-making-of/ [Consultado el 10 de julio de 2020]. 21.

22.

Ibidem.

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marcar lo que es la “realidad” (todo lo real que puede ser realidad en unos dibujos animados) y lo que se sale de ella. La persecución inicial habitual entre el gato y el ratón está marcada por ritmos jazzísticos y mickey mousing, una técnica que consiste en describir el movimiento o los “ruidos” (como golpes) mediante música (por ejemplo, el asombro de los dos animales es interpretado por un acorde del viento metal o un salto de Jerry con un golpe de timbal). Tom tira de una alfombra en la escalera que arrastra un piano. Este cae y aplasta a Jerry, que aparentemente muere. Una escalera hacia el cielo se abre y, justo en ese momento, cambia por completo la estética sonora. Una mezcla entre Claude Debussy y la música del incipiente cine de marcianos enmarca la escena (no se prescinde del mickey mousing, aunque ahora es mucho más abstracto). No importan tanto, ahora, las posibles inspiraciones o referencias, sino la necesidad de cambiar de música y la relación entre un determinado lenguaje musical y otro, el supuestamente terrenal y el no terrenal. Lo que sucede en este ejemplo es lo que se asume de forma generalizada: que el lenguaje musical tonal representaba bastante bien el mundo “real” mientras que los experimentos sonoros podían hacerse sin mucho problema al referirse a contextos extraños a los habituales. A los seres fantásticos y lo extraterrenal, así, se les adscribió su propio relato sonoro. Es decir, no solo se le adscribieron sonidos tomados del lenguaje más experimental de la música bajo el binomio ideológico que separa la música “normal” de la música “rara”, sino que, además, se establece un discurso

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propio que interrelaciona algunas soluciones sonoras, como intentaré mostrar. El lenguaje tonal es el tipo de ordenación jerárquica del sonido que se ha dado desde más o menos el siglo xvii hasta principios del siglo xx de manera generalizada. A partir de las vanguardias musicales, sin embargo, se comenzó a plantear por qué la tonalidad tenía que ser la única y mejor forma de ordenar el sonido y se propusieron formas alternativas: el dodecafonismo, el serialismo, el espectralismo, entre otros “ismos” y no “ismos”. Podríamos establecer un paralelismo rápido (muy matizable, lo sé) con la pintura: las vanguardias se preguntaron por qué la pintura tenía que ser figurativa y captar “la realidad” —con muchos de los peros que ya hemos dibujado en las páginas anteriores sobre la posibilidad de captar la realidad. Hasta ahí las similitudes. La gran diferencia es que los cuadros de Vasili Kandinsky, por ejemplo, convertidos en láminas reproducibles, podían pegar con las cortinas y el sofá y dar un aire moderno a las casas. Así que, con la distribución en masa de láminas de los “ismos” pictóricos, los consumidores aceptamos, con vítores y regocijo, esas nuevas aportaciones de la pintura. Las de la música, que trataban de responder problemas similares pensados desde el sonido, quedaron en gran medida desplazadas de los auditorios y salas de concierto. Es curioso: mientras la práctica habitual de épocas pasadas (es decir, hasta más o menos la Segunda Guerra Mundial) era asistir a conciertos de música creada en el momento, a partir de la segunda mitad del siglo xx comenzó a fraguarse la dimensión práctica de los discursos sobre el canon y el

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repertorio, que buscaba destacar las “grandes” figuras, los “maestros” que han configurado el pasado y modificaron su futuro. El sonido del cine, como hemos visto, constituye su propio canon musical en gran medida atendiendo a las selecciones, basadas en el afecto y el efecto, de música preexistente o que imitaba a la preexistente. Es otra manera de acotar lo que debe sonar junto a la imagen cinematográfica y lo que no. El cine, entonces, ha hecho su propia historiografía musical. La cercanía al gusto mayoritario y el ánimo realista del cine ha hecho que el lenguaje tonal se destine, por tanto, a lo que tiene que ver con la vida “real”, mientras que lo atonal o, si queremos, extratonal, queda en el plano de otros mundos. Esto esconde una doble ideologema: por un lado, la asociación de un tipo de lenguaje con un tipo de noción de “realidad”, por la cual la música no tonal vendría a asimilarse con lo “extraño”, y, por otro, la justificación de que esa música solo es audible con el contexto de la imagen. Encontramos un reflejo de este doble tránsito en 2001: Odisea en el espacio (2001: An Space Odissey, Stanley Kubrick, 1968). La celebración, aún hoy, del uso que hizo Kubrick (no autorizado inicialmente, por cierto) del “Requiem, Lux Aeterna” y “Atmosphères” de György Ligeti contrasta con lo escasamente programado que es Ligeti, en particular, y la música “contemporánea”, en general, en nuestros auditorios. Asimismo, lo que subyace es que lo “real” es lo antropomórfico y cercano a las experiencias humanas, mientras que lo “no real” es aquello que toma distancia de lo humano.

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Avancemos un poco más: con esta división, el sonido del cine es capaz de hacer pasar por real lo irreal, lo inexistente e incluso lo imposible: por ejemplo, ponerle sonido a un Tyrannosaurus rex (del cual podemos reconstruir muchas cosas, pero no su rugido) o a un alien. No obstante, parece que se trata más bien de un pacto tácito que expande el deseo de poder escucharlo todo que analizábamos unas páginas atrás. Béla Balázs se pregunta algo clave al respecto: ¿Son los sonidos improbables, los ruidos fantásticos y grotescos realmente posibles? Podemos imaginar hadas o brujas u ogros o dragones y otros personajes de cuento de hadas e incluso dibujarlos, pero ¿cómo son los sonidos, las voces y los ruidos de los cuentos de hadas? Podemos inventar todo tipo de cosas no-existentes e imposibles, pero no podemos inventar sonidos imposibles, esto es, sonidos que no se pueden escuchar en la realidad […] El sonido en el cine no es… la imagen de un sonido real, sino la repetición, la re-expresión [re-voicing] de un sonido real en sí mismo23.

Balázs concluye que, por tanto, lo “imposible” no se aplica a los sonidos. Vayamos un poco más atrás. Justamente captar lo “imposible” es uno de los retos principales del cine. Desde el Cine de Méliès hasta el despliegue de efectos especiales de las películas de superhéroes lo que se plantea es que todo puede llegar a ser, en principio, filmable24.

Balázs, Béla, Theory of the film. Character and Growth of a New Art, London, Dennis Dobson LTD, 1931, p. 232. 23.

Doane, Mary Ann, Emergence of Cinematic Time, Cambridge, Harvard University Press, 2003, p. 25 24.

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Suspensión de la realidad Ciertas distorsiones o excesos de la realidad se apoyan en la construcción sonora. Uno de los casos más comunes es el sueño, como una suspensión temporal de la “realidad”. Un caso relevante es el del sueño de Scottie (James Stewart) en Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958): como la mujer que vigila está obsesionada con otra con ascendencia española (Carlota Valdés), escuchamos una deformada visita al sonido español, mediante el ritmo de habanera y el uso de castañuelas. La armonía es marcadamente disonante. Es la conversión en monstruoso del color sonoro asociado a España. No es la primera vez que aparece en Hitchcock un sueño similar. Antes hemos visto la de Recuerda (Spellbound, 1945) —diseñada visualmente por Dalí, por cierto. Cada vez que entramos en el sueño o salimos de él suena el arpa (que marca el mundo mágico en muchos casos), la flauta y el theremín, un instrumento asociado, especialmente a partir de los cincuenta, con los extraterrestres y lo extraño. La música marca el adentro y el afuera lingüísticamente: cuando John Ballantyne (Gregory Peck) habla directamente con Constance Petersen (Ingrid Bergman) y Alexander Brulov (Michael Chekhov) suena un tema sencillo, en el clarinete, con un acompañamiento ligero, algo que contrasta significativamente con las sonoridades del sueño. Estas propuestas, de Bernard Herrmann y Miklos Rózsa respectivamente, chocan significativamente con la escena del sueño (o ensoñación, hay múltiples interpretaciones) de Sacrificio (Andrei Tarkovsky, 1986), que parece que se inicia cuando la mo-

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neda cae al suelo (como el trompo en Origen —Inception, Christopher Nolan, 2010—, cuyo sonido, por cierto, se glosa con el registro agudo de los violines): igual que las imágenes resultan confusas, también lo es el sonido. Escuchamos una voz que se une al de la flauta china. Las gotas de agua contrastan con otras sonoridades líquidas, como la de los pies o las manos sobre el barro lleno de hojas. En los sueños, muchas veces, recibimos más bien impresiones, elementos dispersos. Aquí el sonido tiene ese mismo rol: mostrar la difusión de lo onírico. Por ejemplo, observamos y escuchamos monedas en el agua, que suenan en un lugar distinto al que se encuentran (suenan como si se chocasen contra otro metal y, sin embargo, las vemos en el agua. Salimos del sueño sin arpa, sino por un fuerte viento y sonido de nieve que cae). El despertar no difumina la confusión. Seguimos escuchando las monedas, que cruzan la vigilia con el sueño. El sonido apela de nuevo a su filiación con lo indeterminable para trascender lo que la imagen propone a duras penas. Es el caso del cambio de lenguaje musical radical que acompaña la escena en la que Iván, en La infancia de Iván (Иваново детство, Andrei Tarkovsky, 1962), se pone a jugar a la guerra en plena guerra. Debajo de la mesa, que hace las veces de escondite, Iván habla con un compañero invisible, al que le dice que “lo más importante es la contención”: el silencio. Desde el silencio, puede escuchar las voces ocultas de su juego: mensajes radiofónicos de líderes políticos, gemidos, alaridos de multitudes. Iván alumbra en la pared un mensaje que había permanecido oculto “somos ocho jóvenes menos de diecinueve años.

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Dentro de una hora nos llevan a matar”. Son anónimos, solo queda su rastro a modo de inscripción en la superficie. Quizá ya han muerto. Iván, y nosotros con él, llegamos tarde. Abren una posibilidad para el futuro. El mensaje acaba diciendo: “Vengadnos”. Una voz aguda llora. No es Iván, es otro niño cualquiera. Se intercalan clusters y se mezclan con nuevas voces. Comienza a aplacarse el delirio, abierto por el espacio del juego que permite cambiar las reglas del juego, cuando Iván se acerca a la campana del centro de la estancia y comienza a tocarla. Disuelve a los sufrientes que solo hemos llegado a oír. Se acerca a un enemigo abstracto, apenas un abrigo en lo real —ya deformado que es imposible distinguir del espacio que habitamos— y le espeta, a punto del llanto: “Yo seré tu juez”. Finaliza la escena con la guerra real: un estallido derrumba la entrada de la estancia, el —hasta ese momento— paréntesis para la excepción con respecto a lo real. El filósofo Immanuel Kant, en sus Observaciones sobre lo bello y lo sublime, resume muy bien y desde el mismo comienzo las diferencias entre lo bello y lo sublime de la siguiente manera: La vista de una montaña cuyas cimas nevadas se alzan sobre las nubes, la descripción de una furiosa tempestad o la pintura de los infiernos […] producen agrado, pero unido a terror; en cambio, la contemplación de prados floridos, valles con arroyos ondulantes, cubiertos de rebaños pastando; la descripción del Elíseo […] provocan igualmente una sensación agradable, pero alegre y sonriente […] Lo sublime debe ser siempre grande, lo bello también

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puede ser pequeño. Lo sublime debe ser sencillo, lo bello puede estar adornado y ornamentado. Una gran altura es tan sublime como una gran profundidad, pero mientras que a ésta le acompaña una sensación de estremecimiento a aquélla le acompaña una sensación de admiración; esta primera sensación puede ser sublime terrorífica y aquella segunda puede ser noble. Un largo espacio de tiempo es sublime. Si pertenece al pasado entonces es noble. Si se le considera en un futuro incalculable contiene algo de terrorífico. Una edificación de la más remota antigüedad es venerable25.

Esta división, que Kant aplica a muchos ámbitos, no solo a lo artístico o a la representación, nos sirve para entender cómo se aplica la separación de la realidad entre sublime y bello en la construcción del sonido en el cine. Los ejemplos que hemos comentado suspenden la realidad tácita del cine, pero no lo hacen rompiendo los códigos de manera radical, sino oponiendo cierto uso de los elementos sonoros en tanto bellos (los que se aplicarían a lo que pertenece a “lo real”) y otros en tanto sublimes (los que traspasan “lo real”). La trasgresión, por tanto, es acotada. Y es que lo extraño nos fascina, pero, a la vez, solo si es controlable y no está nuestra vida en peligro. Solo podemos contemplar una gran altura con distancia y considerarla, por tanto, sublime si no estamos colgando del precipicio. La implicación de la propia vida es el límite. El sonido, en ocasiones, sirve como herramienta de sublimación de un aspecto de la realidad: lo convierte en Kant, Inmanuel, Observaciones sobre lo bello y lo sublime, México DF, FCE, 2011, pp. 4-6. 25.

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enorme, en grotesco y, además, invita a la imaginación a que lo constituya de una manera u otra. Al inicio de la película La llorona (1933) un hombre que pasea en la noche oye un sonido entre un gemido y un lamento muy agudo. No vemos la fuente de donde proviene, solo que produce la muerte del viandante. Esta película anticipa el efecto psicológico de tantas películas de miedo, en las que la música anticipa el horror que, o bien no llega a verse o bien, cuando se le da presencia, parece menos horrible que lo imaginado. El sonido tiene la capacidad de convocar aquello que excede los límites —marcados por lo visual— de la imaginación. No tenemos forma de hablar de lo conjurado por lo sonoro en términos sonoros, sino que casi siempre utilizamos metáforas o préstamos de otros sentidos. Por eso, decimos que la voz de nuestra madre es “dulce” o que el motor del avión “rugía”. La falta de lenguaje para lo sonoro amplía la realidad imaginable. La resistencia del sonido a la traducción en otros lenguajes —también el cinematográfico— es lo que impide escribir sobre sonido sin hacerse cargo de que siempre se traiciona esa intraducibilidad constitutiva. El sonido no entra en el juego de la representación marcada por lo visual. La idea de lo sublime aplicada a lo sonoro es un indicio para dar cuenta de que lo que aparece, en realidad, oculta: “No hay ninguna expresión que (correspondiente al acústico “mudo”) describa el ‘no poder hacer visible’. El término opaco no basta”26. Anders, Günther, La obsolescencia del hombre, vol. II, Valencia, PreTextos, 2011, p. 39. 26.

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Hay una película excepcional con respecto a la esperanza heroica americana o, al menos, esa es la interpretación que desarrolla Gwendolyn Audrey Foster de El increíble hombre menguante (The incredible shrinking man, Jack Arnold, 1957). La confianza del American Dream estaba significativamente depositada en el espacio doméstico —la propiedad de la casa, en particular, pero de la propiedad, en general— y en el núcleo familiar. Según Audrey Foster, la película da cuenta de “la falta de compasión de la cultura blanca con respecto al héroe caído blanco”. La casa se convierte, lejos de ser un espacio de protección, en un lugar lleno de “trampas mortales”27. La amenaza en la que la casa se ha convertido para el protagonista tiene uno de sus momentos álgidos con la aparición del gato. El viento, que normalmente es omitido en buena parte de las películas hollywoodienses, es acentuado para hacer patente que el descuido de dejar la puerta entreabierta, al ser empujada por el viento, es lo que permite al gato entrar —con un ascenso cromático. Primer paso de la excepcionalidad. Queda un acorde disonante en tenuto que nos devuelve a la interioridad del ya disminuido Scott Carey (Grant Williams) que, dentro de la casita de muñecas donde vive, reflexiona sobre para qué seguir viviendo. El tema mínimo —cuyo núcleo es una especie de “llamada”— que presenta el clarinete, va pasando por distintos instrumentos de viento, y queda enmarcado por la cuerda. La música anticipa el peligro que supone el gato cuando su Foster, Gwendylun Audrey, Performing Whiteness. Postmodern re-constructions in the cinema, Nueva York, State University of New York, 2003, p. 88. 27.

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aparición suena, primero, mediante una sucesión de acordes y, después, en el contrabajo y el viento metal. El motivo de la llamada varía posteriormente, convertido en grotesco en el viento metal, mientras una melodía obsesiva avanza hacia un cluster. La persecución posterior es, como el resto de la escena, altamente disonante. Un animal otrora leído como adorable e inofensivo se convierte ahora en terrorífico: se ha convertido en un monstruo y, por eso, le corresponde una música “no terrenal”.

El horror, lo monstruoso “Aburrimiento”, en español —frente a otras lenguas—, se construye como negación del horror (“ab”-“horrore”). Lo monstruoso y lo desconocido se muestra como una alternativa a una realidad apaciguada, donde no sucede nada (y mejor que así sea). El cine sustituye el tedio cotidiano por distintos niveles de horrores que previenen de la partícula sustractiva, del “ab”. Hay otra interpretación posible para la justificación de mostrar lo abyecto, la “proyección colectiva” de lo monstruoso: “la colectividad se prepara para afrontar sus horrores habituándose a figuras gigantescas”. Es decir, el cine no responde solamente a la sed de espectáculo con el recurso de bestias y seres extraordinarios. Podríamos rastrear un componente educativo y anticipatorio para los peores presagios posibles contenidos en la idea actual de humanidad. Si los monstruos son seres imposibles, quizá se puede dar por hecho que incluso en las condiciones en que

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vivimos aún no estamos en el peor de los mundos posibles. El aburrimiento, paliado con productos culturales, se convierte en antídoto para el envés terrible de lo humano. Algo de esto se puede rastrear ya en King Kong (Merian C. Cooper/Ernest B. Schoedsack, 1933), donde se utilizó por primera vez la música cinematográfica tal y como se concibe mayoritariamente hoy en día, es decir, como un continuo que acompaña todo el desarrollo de la película. La música, compuesta por el vienés Max Steiner, ha sido celebrada por la incorporación de elementos ya acreditados en la tradición académica de música al lenguaje cinematográfico, como por ejemplo los leitmotiv. No obstante, lo significativo del uso de la música en King Kong y que, de alguna forma, resulta el verdadero pistoletazo de salida para el rol de la música en el cine, es la necesidad de la música como traductora de lo indecible o lo inefable. King Kong, que surge del imaginario decimonónico de los monstruos, tiene todas las papeletas para ser considerado lo antihumano, pese a la cercanía de los primates a lo humano. Pero es que King Kong no es ese primate modosito de los zoológicos, sino que es una bestia, un monstruo. Es una anomalía. Pero no pasa nada: la música viene a su rescate, ya que podemos aceptar que exista un mono gigante, pero no que ese mono gigante hable. El antropomorfismo sería intolerable. Hay un punto intermedio: King Kong, que solo emite bramidos, es un ser convertido en emocional y portador de cierto contenido lingüístico a partir de lo que la música nos cuenta de su supuesto mundo interior, que lo de-monstruiza —perdonen el neologismo. Escuchamos su de-monstruización en

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la secuencia en su cueva. Se nos presenta un paisaje rocoso, digno de los cuadros de Arnold Böcklin. Cuando deja a Ann en uno de los huecos de la cueva, surge un tema lírico, asociado a ella. Un elasmosaurus, una especie de serpiente enorme, se le acerca. King Kong se da cuenta y va a por la serpiente. La música está del lado de King Kong: expresa la agonía, mediante varios acordes en el viento metal, ante la inminente asfixia del mono y, después, puntúa los golpes que le atesta King Kong. Ann se desmaya y King Kong la recoge suavemente. El arpa, con la cuerda, abre de nuevo el tema lírico mediante una fórmula ascendente. La música desmiente el miedo que tiene Ann: King Kong no tiene la intención de hacerle daño. Más bien todo lo contrario. Hay cierto amor en su acercamiento. Cuando Ann es nuevamente atacada y King Kong se enfrenta al Pteranodon para salvarla, es cuando Jack (Bruce Cabot) aprovecha para rescatarla, la música nos presenta un doble plano, tal y como vemos en la pantalla momentáneamente: el descenso de los dos humanos, mediante melodías descendentes en la cuerda y el viento metal, y la pelea en los graves y el metal. Cuando King Kong se da cuenta del engaño y tira la cuerda hacia arriba, se opone el agudo de la cuerda con el viento metal. Cuando caen al agua, parece que la música resuelve con un acorde, por fin mayor, sin embargo, la secuencia termina a nivel musical, realmente, con los acordes que expresan, o proponen expresar, la frustración de King Kong y la huida poco exitosa (según nos explica la música, con el ascenso del viento madera y el trino en los violines) de los dos protagonistas. Los monstruos son una reconfiguración de lo

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próximo y lo lejano y nos permiten colocarnos a este lado de lo normal frente a lo extraño. Le pasa lo mismo a Chewbacca: la intraducibilidad de su lenguaje, el shyriiwook, que solo entienden Han Solo y C3PO entre los protagonistas, sirve para reforzar la relación de amistad entre ambos. La incomprensión habitual para los demás, solo paliada por los gestos de wookie, abre un mundo secreto entre Solo y Chewbacca que solo intuimos emocionalmente. Lo monstruoso se ha utilizado, en numerosas ocasiones, para reafirmar o potenciar discursos celebratorios de los —supuestos— logros humanos. Ejemplo de ello es la construcción sonora de Godzilla (ゴジラ, Ishiro Honda, 1954). Una de sus escenas refleja esto: Un grupo de soldados, apostados en lo alto de un edificio, han detectado a Godzilla. Anuncian, a gritos, su posición y encienden unos focos apuntándole. Godzilla emerge del agua. La música, que explora el registro grave, comienza a sonar, simulando el andar pesante del monstruo, que avanza hacia la ciudad. La música se detiene súbitamente, interrumpida por el pitido de una alarma que avisa a los técnicos para que activen la electricidad del tendido eléctrico con el que pretenden acabar con el monstruo. El sonido de la tecnología (el pitido, la manivela que activa la electricidad) se impone sobre lo musical, que es lo que construye sonoramente al monstruo además de su rugido impostado. Cuando Godzilla consigue entrar en la ciudad, la música vuelve a aparecer, aunque esta vez nos sitúa del lado de los habitantes que vemos, a duras penas, intentando huir. Los rugidos de Godzilla se disuelven, finalmente, en el motor de los tanques, que avan-

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zan para intentar tumbarlo. El fuego de sus fauces los hace retroceder: solo se oye ruido indistinguible: no sabemos si viene del monstruo, de los efectos de su destrucción o de las máquinas. La música, que antes permitía separar lo monstruoso de lo humano, está silenciada. El ruido remanente da cuenta de la impotencia de la promesa tecnológica frente a la amenaza de lo desconocido.

Oír otro mundo Hubo un tiempo en el que pensar otra realidad posible era una forma de resistencia. Lo que no se podía decir de personajes públicos, se ponía en boca de caballeros nocturnos, duendes, elfos o hadas. A través de esos personajes, que tanto anhelamos que existieran para llenar de magia un mundo desencantado, se constituyó buena parte de la moral en la que nos movemos. La música, claro, no fue indiferente a ello. Pero, además, de una forma específica y, curiosamente, de una forma cercana a lo que luego lo haría el cine. La fascinación con la posibilidad de explorar otras galaxias y formas de vida, auspiciada por el desarrollo tecnológico, se tradujo, aparte de en la carrera espacial o la paranoia colectiva de La Guerra de los Mundos, en películas como Star Wars (George Lucas, 1977) o E.T. (Steven Spielberg, 1982), en todo un imaginario que venía fraguándose desde la década de 1940. Musicalmente, situarse en espacios no terrenales —como Tom y Jerry en su ascenso al cielo— permitía la exploración de sonoridades inusitadas. Es el caso

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de uno de los ejemplos más tempranos, la “Procesión de los cometas” o las “Czardas y lluvia de estrellas” incluidas en la Escena 6 del Tercer Acto en La noche de Navidad de Nikolái Rimsky-Korsakov (1894-1896). Aunque recuerdan a la música de ballet, por ejemplo, de Tchaikovsky, pues se utilizan melodías repetitivas, sencillas, e interpretadas sobre todo por instrumentos de viento, la percusión, por ejemplo, de “Juegos y danzas de las estrellas”, en el mismo acto, ya anticipa parte del imaginario sonoro que será desarrollado algunas décadas después. En la “Procesión de los cometas” es fundamental la melodía construida en pequeños planos en tutti, con una armonía algo extraña, que derivan en una melodía que no concluye: se abre hasta el infinito. Aunque muchos asociarán con el espacio el Also Sprach Zaratusthra, de Richard Strauss, debido al inicio de 2001: Odisea en el espacio, en realidad deberíamos fijarnos más bien en La mujer sin sombra (1919). En ella, sus protagonistas viven en un lugar fuera de la tierra. La emperatriz no genera sombra por no haberse quedado embarazada y su aya le propone buscar una en el mundo de los humanos. Es decir, Strauss propone un cambio en la perspectiva habitual, en la que nos imaginamos cómo suena el mundo exterior. Para ello, inician, al final del Primer acto, un “Viaje a la tierra” [Erdenflug]. Una enérgica fanfarria anuncia el viaje, que poco a poco va oscureciendo el optimismo inicial. Strauss hace una suerte de recreación de sonidos de la tierra en una espiral sonora, representada por una máquina de viento. Suenan gongs y xilófonos, que representan a Asia; escobillas (también llamadas rute), que nos llevan al mundo otomano, pues es un

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instrumento que fue introducido en el canon europeo por Mozart en su ópera Rapto en el serrallo (claramente influida por la música militar turca que conoció en Viena); castañuelas, que muestran el sonido mediterráneo que fascinaba a compositores germanos y franceses; o el tam-tam, de origen brasileño, que representa la percusión africana y latinoamericana. Strauss trata, así, de “pintar” musicalmente la tierra a través de su variedad sonora. En este sentido, Strauss se adelantó unos cuantos años a lo que luego hicieron Carl Sagan y su equipo, en 1977: enviar una selección de los sonidos de la tierra al espacio, la cual consistía en grabaciones de fenómenos naturales, saludos en múltiples idiomas, sonidos emitidos por el cuerpo humano y música, del Kepler’s Harmony of the Worlds de Laurie Spiegel al Concierto de Brandenburgo n. 2 de Johann Sebastian Bach. Hacia la década de 1950, el theremín, un instrumento que consiste en dos antenas metálicas que crean un campo magnético que es modificado por la interacción del intérprete, se estableció como el instrumento por excelencia del género de ciencia ficción y cine B, gracias a películas como Ultimátum a la tierra (The Day The Earth Stood Still, Robert Wise, 1951) lo cual fijaba su sonoridad a un tipo de personajes y temáticas. Anteriormente se había utilizado muy puntualmente, como en Recuerda (Spellbound, Alfred Hitchcock, 1945), como hemos visto, o en Días sin huella (The Lost Weekend, Billy Wilder, 1945) —con partitura también de Miklos Rózsa. La ansiedad alcohólica del protagonista, Don Birman (Ray Milland), se representa con el theremín, por ejemplo, cuando registra toda su casa buscando algún

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resto de alcohol o cuando ve la proyección de una botella de alcohol escondida en la lámpara del techo. En ambos casos, se representan estados de enajenación (de des-humanización). El salto al uso para los alienígenas es una forma de incidir en lo no-humano, lo no-antropomórfico. En Ultimátum a la tierra es especialmente expresivo el uso del theremín. La salida de Klaatu (Michael Rennie) de la nave espacial que ha llegado a Washington D. C., con la que se abre la película es escenificada mediante un tenuto en la cuerda que genera curiosidad. Las puertas se abren. Se construye el acorde muy contrastado entre los graves y los violines, que imitan el sonido del theremín. La música —compuesta por Bernard Hermann— no presenta ningún tipo de animadversión. Un soldado dispara a Klaatu. Entonces sale de la nave un robot, Gort (Lock Martin): la gente, sin motivo aparente, huye despavorida. La música, con un bajo muy presente y el theremín, ya no es tan amable a la hora de presentar el personaje, sino que muestra cierta hostilidad. La diferencia entre los violines y el theremín implica la separación entre la música humana (o “humanoide” aplicada al alienígena, Klaatu) y tecnológica (o artificial, no humana) aplicada a Gort. La renuncia a ciertos recursos musicales era también una estrategia comercial: así lo explican Bebe y Louis Barron, encargados de las “tonalidades electrónicas” —según se indica en la cabecera— de Planeta prohibido (Forbidden planet, Fred M. Wilcox, 1956). La MGM había pedido que, para esta película, “no hubiese música”. Y, en estos años de emergencia de la electrónica, aún no

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quedaba clara su adscripción en tanto música. De hecho, ellos mismos renunciaban a considerarse como “música” pues, a su juicio, su labor consistía en “coreografiar para el oído”28. No obstante, si leemos con atención su distancia con respecto a la música, constatamos que consideraban tal noción demasiado estrecha para su proyecto sonoro. Pese a la resistencia inicial de participar en películas de distribución a gran escala de ciencia ficción “por el peligro obvio de ser estereotipados”29, finalmente aceptaron probar en Planeta prohibido la composición desde el modelo de la emoción “no simbólica”: “Nos esforzamos”, señalan “por hacer que el público sienta un flujo puro de sensaciones sonoras no relacionadas con el mundo en el que vivimos, ni con las experiencias y tradiciones literarioteatrales con las que hemos crecido”30. Podrían extraerse muchas conclusiones de lo que proponen, algunas muy discutidas: por ejemplo, la limitación de los instrumentos tradicionales para seguir expresando no solo nuestro mundo, sino también las propuestas que lo exceden; así como la reflexión sobre la capacidad expresiva de la música. En la escena del beso entre Farman y Altaira no hay compromiso emocional, sino una suerte de paisaje sonoro tan ajeno a nuestros sonidos habituales como lo puede ser el planeta Altair IV en el que nos encontramos. No Barron, Louis y Bebe, “Forbidden Planet”, Hubbert, Julie, Celluloid Symphonies. Texts and Contexts in Film Music History, Berkley/Los Ángeles/Londres, University of California Press, 2011, p. 274. 28.

29.

Ibidem.

30.

Ibidem, p. 276.

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podemos realmente distinguir si es solo música incidental —como entenderíamos a primer oído— o música del entorno. El sonido es enigmático. Lo interesante, quizá, es que nos permite pensar en por qué, frente a la electrónica, el resto de sonidos “musicales” los asumimos directamente como terrenales, humanos, como “nuestros”. La música de Danny Elfman para Mars Attacks! (Tim Burton, 1996) asume el cliché y lo elabora en relación al sinfonismo, textura típica del rol incidental. Jerry Goldsmith es uno de los compositores más significativos en su uso de sonoridades “extrañas” en la ciencia ficción, especialmente con su trabajo en El planeta de los simios (Planet of Apes, Franklin Schaffner, 1968). Ya la música de cabecera es una declaración de intenciones, con un inicio puntillista, que explora sonoridades extrañas en los instrumentos (al estilo de La consagración de la primavera de Stravinsky, 1913), así como la inclusión de percusión con boles de cocinar o cuicas, instrumento brasileño que le permitía imitar el sonido de los simios. La música, escrita con un lenguaje absolutamente ecléctico, muy marcada por la percusión, sí quiere ser oída: es una forma de destacar el contexto deshumanizado del planeta en el que se encuentran los protagonistas que se mezcla con sonidos más comunes en la música cinematográfica. La extrañeza del lugar, así, se nos anuncia musicalmente, que huye de explicitar un contenido emocional en la aparición paisajística. No obstante, la cercanía estilística al Stravinski de “La consagración de la primavera”, a la luz de otras composiciones de Goldsmith, nos puede hacer sospechar so-

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bre la vinculación de los simios con el “primitivismo” (esa corriente que idealizaba el origen de la humanidad que fascinó a las primeras vanguardias, desde Gauguin hasta Picasso… Y también a Stravinski). Lo cual nos puede poner en la pista de una prelectura de los simios como “primitivos”. La narrativa desmiente esa adscripción. Buena parte de lo que abre la ciencia ficción tendrá su reflejo posterior en las películas de terror, especialmente aquellas centradas en lo religioso —o en la religión desecularizada. No están tan lejos, temáticamente: al final, el miedo a lo desconocido primero se proyecta en lo más distante y aparentemente extraño y, después, en lo más cercano, en aquello que, potencialmente, nos podría pasar. Frente al anhelo agotado de la parusía, la segunda venida del Mesías, se abre la posibilidad de que no solo no vaya a venir nunca, sino que suceda lo contrario: que haya un núcleo de mal radical que constituya nuestra sociedad. El caso más significativo, probablemente, sea El resplandor (The shining, 1980), que utiliza el III movimiento de Música para cuerda, percusión y celesta Sz. 106, BB 114 de Bela Bartók. Frente a los monstruos y el horror se escribe la esperanza que otorgan los héroes y las heroínas. En algunos casos, encontramos una divinización de los héroes. Es el caso del final de la escena de la detención del tren en Spider-man 2 (2004) la música no resuelve por sí misma, sino que es el coche del tren el que la corta de manera abrupta. El enorme esfuerzo del héroe hace que se desmaye y sea recogido por los pasajeros: suena el segundo tema del material principal, solemne en la trompa, acompañado por los violines en el registro

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agudo, que convierte la escena (en perspectiva cenital) en una suerte de procesión. Frente a la sacralización de estos personajes como luchadores contra el mal, encontramos usos irónicos con respecto a la divinización de personajes, especialmente poderosos. Es el caso de la llegada de la familia de Don Fabrizio a Donnafugata en Il Gatopardo (Luchino Visconti, 1963). La banda del pueblo interpreta “No siamo Zingarelle”, perteneciente a La traviata de Verdi, pero, cuando entran en la iglesia —y la cámara se posiciona en lo alto— escuchamos el Preludio de La traviata desde la solemnidad del órgano. El carácter amateur de la banda desluce la aparente opulencia del recibimiento. El uso de la ópera dentro de la iglesia (que se superpone a la de la banda, que no ha dejado de tocar, construyendo así el adentro civil y el adentro sagrado) constituye una falsa divinización de estos personajes: les queda poco para que se acaben los tratos de favor. En cualquier caso, la música en el cine de ciencia ficción o que exceda, de alguna forma, lo verosímil con respecto a esta realidad, juega siempre al límite. Nunca se encuentra, al menos en el cine más mainstream, con los límites de lo escuchable. Aquí no hablo de límites físicos, sino de límites estéticos. Normalmente, la música tiene ciertos toques que entroncan con el género (ya sea por sus clichés, estereotipos o modas) pero, a la vez, permite la comprensión del público y su implicación emocional. Es el caso, por ejemplo, de Matrix (1999) que musicalmente se convierte en una épica. El juego que abre el sonido en la ciencia ficción, así, es el de lo casi-humano. Según defiende

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Cara Marisa Deleon, se trata de “un mundo que es diferente, pero familiar”31.

Oír al otro: Lo exótico Es más difícil honrar la memoria de los sin-nombre que la de los famosos. —Walter Benjamin Hasta ahora, nos hemos centrado en nombrar los “otros mundos” con respecto a una noción general de “este” mundo, la tierra como un todo homogéneo —articulado, en realidad, por los sueños estadounidenses. Sin embargo, también podríamos explorar los sueños de otros mundos dentro de este mundo. Es el tema y el caso de Touki bouki (Djibril Diop Mambety, 1973). Escuchamos, por ejemplo, la versión francesa del chotis “Madrid” en la versión de Agustín Lara y Georges Tabet, “Paris… Paris” (1949) interpretado por Joséphine Baker. La canción acompaña a los dos protagonistas en la moto-vaca. Se reproduce en bucle el estribillo, que promete que París es el “paraíso en la tierra”, que sirve como expresión de deseo, de anhelo —y obsesión— por esa tierra prometida, pero también como contrapunto: ¿hay paraíso en esta tierra para aquellos que no pueden elegir

Deleon, Cara Marisa, “A Familiar Sound in a New Place”, en Bartkowiak, Sounds of the future. Essays on Music in Science Fiction Film. Jefferson-Carolina del Norte-Londres, McFarlad and Co., 2010, p. 19. 31.

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donde vivir? El sonido directo de la película contrasta significativamente con estos momentos de idealización, como el viajecito en barca con una versión del “Plaisir d’amour” de Jean Paul Égide Martini en la voz de Mado Robin. El sonido de la flauta de la versión contrasta significativamente con la flauta que abre la película y sirve para contrastar una Francia colonizadora que se autonarra desde el marco de la libertad, igualdad y fraternidad frente a las condiciones de vida de Senegal. El fragmento de “Plaisir d’amour” retoma la estética del lujo: parece que las imágenes se construyen al ritmo de la música como una suerte de paréntesis donde se impone, en realidad, el ritmo del deseo. El tratamiento del sonido — creador de paréntesis— contrasta con el emborronamiento sonoro del desfile. Joséphine Baker vuelve a sonar con su “Paris… Paris” brevemente algo después, como un recuerdo. La moto queda sustituida por el coche, nuevo ornamento del lujo que esconde la promesa de París y se disuelve en el “Plaisir d’amour”: un discurso de la perspectiva paternalista blanca emerge a continuación. La concatenación sonora disuelve, así, la promesa parisina de la música. Muy al contrario, da cuenta de la mitologización subyacente de París como lugar de libertad, posible solo para unos pocos. La fascinación por las culturas allende las fronteras de lo occidental ha sido motivo de fascinación y romantización por parte de numerosos artistas y músicos. Hay, de hecho, algunos instrumentos que se asocian directamente con esos otros. Es el caso, por ejemplo, del corno inglés, que hasta el siglo xx —e incluso después, por ejemplo en bandas sonoras— se relaciona directamente con lo otomano.

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Supongo que habrán escuchado —incluso sin saber que se llama así— la Sonata n. 11 “Marcha turca” de Mozart, incluida en buena parte de los recopilatorios de highlights de música clásica. Ese elemento turco tiene su explicación en la visión casi legendaria que se tenía en Centroeuropa del Imperio Otomano tras su doble intento de tomar Viena en 1529 y 1683, así como las continuas afrentas militares a otras regiones. Aunque no se consideraban, en el siglo xviii una amenaza real, seguían generando admiración. La influencia musical se coló gracias a que, junto a personalidades, diplomáticos y cuerpos militares, iba la banda militar (“mehterhane”) y, muchas veces, instrumentos típicamente turcos eran enviados a las cortes europeas como obsequio. El uso de mucha percusión y de instrumentos poco conocidos por los compositores occidentales hizo que aumentase la fascinación por sus recursos sonoros. Esa fascinación adquirió su propia interpretación europea. Por ejemplo, la inclusión del triángulo en el cuerpo de percusión de las orquestas de finales del siglo xviii representa una de ellas: aunque los “mehterhane” no contaban con triángulos entre sus instrumentos, sí que llevaban chinesco, cevgen o cresciente turco, cuyo sonido el triángulo podía imitar más o menos. Para la imaginación de la Europa de los siglos xviii y xix “oriente” significaba todo lo que Europa había expulsado o reprimido para sí. Así lo expresa Edward W. Said, oriente representaba “sensualidad, promesa, terror, sublimidad, placer idílico, intensa energía”. Así lo vemos en los cuadros de los hammam o de los baños, como en Mujeres de Argel, de Eugène Delacroix. En Oriente, además, se encontraba ese mundo “pretécnico” del que, poco a poco, se iba

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despidiendo Occidente. Oriente, ese genérico en ningún sitio fijado, permitía a los compositores de Occidente reafirmarse en los valores que asociaban al mundo occidental frente al oriental. Mozart ofrece excelente ejemplo de esto, por ejemplo, en su Rapto del serrallo (1782). En general, el exotismo fue especialmente visitado en el siglo xix desde, al menos, dos perspectivas. Por un lado, el orientalismo que sigue la estela de lo ya abierto, como hemos indicado, en el clasicismo; y, por otro, desde la revisión de la noción de historia y, en concreto, del pasado. Es un debate abierto si el romanticismo toma el orientalismo como “moda” o como “gesto”. Según Carl Dahlhaus, “para el público europeo, la música que no entendía, tan solo era un colorido local sonoro. Incluso en la recepción de lo oriental en Debussy y Ravel lo que se asimiló no fueron principios estructurales sino detalles melódicos que, por el hecho de ser desplazados a otro contexto compositivo, se convertían en estimulantes momentos pintorescos”32. De este modo el recurso de “colores” o de “gestos locales” enriquecían la “ficción estética”: eran más sugerencias o propuestas pintorescas que etnográficas. Se cuelan, eso sí, juicios sobre la música que se toma prestada. Es el caso de la Suite Algérienne (Camille Saint Saëns, 1881), cuyo texto describe de la siguiente manera el ambiente y música de camino a Argelia que constituye el cuarto movimiento: “En los pintorescos bazares y cafés moros, aquí está la marcha redoblada de un regimiento francés, cuyos acentos guerreros contrastan con los ritmos extraños y las melodías lánguidas del Este”. 32.

Dahlhaus, Carl, La música del siglo xix, p. 202.

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Una de las características del romanticismo es la creencia en que el espacio-tiempo es dinámico, es decir, que se podrían establecer formas de relación con otros lugares y otros tiempos a partir de indicios. Es el sentido, dicho muy rápidamente, que adquiere el gusto por las ruinas, incluso aunque sean falsas (como las del castillo de Sansoucci en Berlín). El arte permitía las visitas a otras épocas y contextos. Siempre, eso sí, desde la estética decimonónica. El interés por el historicismo, es decir, conocer las cosas tal y como han sido en la historia, es el contrapunto a este “museo imaginario” que constituye el túnel abierto a otras coordenadas espacio-temporales que anhelaban algunos románticos. Una expresión radical de estas cuestiones es la que encontramos en Giuseppe Verdi, que ni corto ni perezoso, indicaba en una carta a la condesa Maffei del 20 de octubre de 1876, que “copiar la verdad puede estar bien, pero inventar la verdad es mejor, mucho mejor”33. Buena parte de sus óperas están inspiradas en la Antigüedad, como Aida (1872) —ambientada en el Antiguo Egipto— o Nabucco (1842) —cuyo libreto parte del Antiguo Testamento. Muy poco de su música, sin embargo, tiene un interés localista o historicista. Podríamos leer desde este prisma algunas propuestas fundamentales de la historia de la música en el cine, como la banda sonora de Miklos Rózsa para Quo Vadis (1951). Las superproducciones centradas en la Antigüedad tenían un Cit. en Arregui, Juan P., “Ilusión perentoria y realidad imaginaria: apuntes en torno a Verdi y la escenografía (III)”, Boletín de arte, n. 26-27, Universidad de Málaga, 2005-2006, p. 439. 33.

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doble propósito: por un lado, renovar los motivos para visitar el cine ante la incipiente distribución de la televisión —lo que justifica el despliegue de medios— y alejar las sospechas de la posible cercanía al comunismo de algunos cineastas: los temas religiosos calmaban toda suspicacia. Rózsa llevó a cabo una detallada investigación musicológica que publicó en Film Music Notes Vol. 11, n. 2, correspondiente a los meses de noviembre-diciembre de 1951. Allí denuncia, como “negligente”, la falta de exactitud y el anacronismo de la música de algunas películas. Para él, hay una distancia enorme entre lo que se debe exigir al equipo de ambientación y a la música. Mientras que asume que al repertorio clásico (cita, de hecho, Aida, entre otros) no se le puede exigir exactitud histórica, con el cine es distinto: a su juicio, es “realista y factual. No solo trata de capturar el espíritu de épocas pasadas, sino que también intenta hacer creer que lo que proyecta ante los ojos del espectador es lo real”34 (cuánto habría que matizar estas cuestiones… ¡en una película en la que todos hablan inglés y se defiende el amor romántico, etc.!). Pero Rózsa se topó con un problema, que dio al garete con su deseo de exactitud musical: aunque hay numerosos registros sobre el rol de la música en la antigua Roma (y, especialmente, en los años en torno a cuándo está inspirada la película, 1964), no se conservan prácticamente ejemplos musicales desde los que trabajar. Su solución fue la de tomar elementos de la música griega arcaica —asumiendo su continuidad y similitud con la de la antigua Roma— e incluir, en la instrumentación orquestal,

34.

https://www.filmscoremonthly.com/notes/quo_vadis2.html#fmn

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la lira o cítaras (que también aparecen, cuidadosamente reconstruidos, en la cinta). Un ejemplo de este deseo de recuperación es la composición de Nerón, “The Burning of Troy” (con ese inglés tan romano), cuyo acompañamiento está basado en la que es considerada una de las primeras partituras de la historia, el Epitafio de Seikilos. Para el fuego de Roma, cuando Nerón vuelve a cantar, la inspiración es “inversa”. Rózsa no se basa en un canto griego, sino gregoriano (“Omnes sitientes venite ad aquas”), bajo la idea de que el canto gregoriano adoptó música romana. La visita al mundo arcaico, sin embargo, es más inspiracional que musicológicamente rigurosa. Y es que show must go on: “como la música de Quo Vadis estaba destinada a un uso dramático y como entretenimiento para el público no especializado, había que evitar el escollo de producir solo rarezas musicológicas en lugar de música con un atractivo universal y emocional”. Por eso, el resultado no es tan arcaizante como nos defiende Rózsa en su texto. Las visitas al mundo arcaico las combina con muchos de los recursos de las bandas sonoras al uso, como por ejemplo el elemento wagneriano —ya asumidísimos por la música cinematográfica desde Max Steiner— del leitmotiv. Desde el comienzo, en la Obertura, escuchamos los temas de Lygia (Deborah Kerr) y de Marcus (Robert Taylor), que es a la vez la unión de dos fuerzas, la guerra y el amor: la llamada de la trompa se combina con el tema lírico de la cuerda. No solo el mundo clásico se sentía atraído por lo “exótico”. Uno de los primeros ejemplos es el álbum Ritual of the Savage, de Les Baxter, un disco publicado en 1951 considerado como el culmen del género “exótica”, un tipo de música

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que luego daría lugar al “lounge” (esa música que ponen, a veces, en los spas). Básicamente, consiste en música easy listening que fusiona elementos de jazz o swing con sonoridades supuestamente pertenecientes a culturas no europeas. Se comenzó a denominar así debido al disco Exotica de Martin Denny, publicado en 1957. En él, se hace un viaje musical de lo que se consideraban sonoridades típicas de Asia, Oceanía o América en canciones como “Hong Kong Blues” o “Lotus Land”. En realidad, esta música incide en la mirada occidental que adapta a su gusto elementos que identifica —quizá con demasiada rapidez— con lugares considerados como remotos o muy diferentes a lo que sucede en latitudes occidentales. Buena parte de lo que consideramos como música es porque dejamos “otros” fuera de la definición. Al igual que en otras esferas sociales, hay una oposición entre “nosotros” y “ellos”. Situar adecuadamente esta categorización de “los otros” ha sido fundamental para comprender el alcance de las estrategias de elitización y separación a través de la música. Esa música que se prometía solo espiritual reproduce buena parte de las divisiones más perversas entre nosotros y otros. La construcción de un canon cultural hace que algunas propuestas artísticas sean consideradas como “exóticas” e instrumentalizadas para dotar de “color” o “variedad” a las propuestas hegemónicas que marcan las pautas. Buena parte de lo exótico en el cine, a partir del sonido, está construido siguiendo el modelo de lo simple frente a lo complejo. Ellos, “los otros”, producen una música no-música o

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una música muy sencilla, que se contrapone y compara con la música de pleno derecho, la “nuestra”, la de “aquí”. Uno de los ejemplos tempranos al respecto es la mezcla de músicas en Ave del paraíso (Birds of Paradise, King Vidor, 1932). La constante presencia de la música, escrita por Max Steiner, hace que se acentúe significativamente la aparición de los nativos: la música se disuelve en el pulso constante de la percusión —que nos lleva a la separación entre la música “simple” de los nativos y la compleja de los “exploradores”. La música que acompaña a los nativos que se han lanzado al mar para ver de cerca a los exploradores se convierte de amenazadora en divertida: responde a la banalización que los propios exploradores tienen respecto a los nativos. Por ejemplo, escuchamos, a uno de ellos, gritar “Halu”, esgrimiendo que es la “llamada de la selva”; o, a varios de ellos, celebrar que “hay muchas mujeres”. De hecho, la primera que obtiene un plano entero, nadando sobre el agua, es una de ellas, que sirve para mostrar a quién se dirige Johnny cuando pregunta, mirando hacia el agua, “nena, ¿tienes planes esta noche?”. A continuación, se dedican a tirar cosas por la borda: primero vino, diciendo “¡os ofrezco sangre de mi corazón!”. Los nativos se echan al agua para tratar de coger las cosas que les lanzan, pues les resultan del todo novedosas. En un alarde técnico para la época, la cámara se sumerge con algunos de ellos bajo el agua y nos muestra, en una coreografía grotesca, cómo toman con ilusión esos objetos “occidentales”. La música de Steiner se hace cómplice de la diversión de los exploradores. Se mantiene la distancia entre “noso-

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tros” (exploradores) y los “otros” (nativos) incluso cuando se promete mostrar el interés de la diferencia. La comida a la que son invitados los exploradores termina en una danza — que sirve para mostrar el esplendor de la protagonista. Solo en momentos el entramado orquestal se silencia para dejar traspasar la percusión y el canto, que se leen como música diegética, pero siempre queda enmarcada o comentada rápidamente por la orquesta, que toma el tema del canto como tema principal y eleva el clímax hasta que la protagonista cae, ya sola en el espacio del baile (al estilo de la joven que debe ser sacrificada en La consagración de la primavera de Stravinski), Johnny la recoge y es interrumpido por el jefe de la tribu. En ese momento, la música —que se ha detenido brevemente cuando la chica cae al suelo— vuelve de nuevo a la percusión y un sencillo tema en el viento. En apenas quince minutos de película ya se nos ha dispuesto la habitual noción occidental que considera la música tribal más simple y limitada: se opone, así, la percusión y las melodías sencillas y repetitivas a la “dignidad” orquestal. Se vuelve patente, de nuevo, algo después, pues sentimos la amenaza contra Johnny —por haberse liado, finalmente, con Luana, la hija del rey— por el sonido de percusión que acompaña su búsqueda de Luana. Luana y Johnny, presos por la tribu, se declaran amor eterno con una instrumentación asociada, en el contexto romántico, con la ternura y lo ligero, el arpa y el chelo. Los cantos, acompañados por la percusión, se oyen de fondo. La música parece decir: amor o barbarie. En Fitzcarraldo (Werner Herzog, 1982), se lleva a cabo la separación entre lo simple y lo complejo, así como

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la imposición de una música frente a otra a su expresión más radical. Desde el barco de Brian Sweeney Fitzgerald (Klaus Kinski), se escucha una percusión cuya fuente no vemos: es una amenaza abstracta que se expresa, para los europeos, en ese sonido. Ante la —entendida como amenazante— música de los jíbaros, saca su gramófono y pone un aria de Enrico Caruso (“Ahora es el turno de Caruso”, dice Fitzcarraldo, como si fuese una competición simbólica, iniciada por el paraguas que han encontrado en el río) quien, para él, representa la voz de Dios. Se escucha un fragmento en el que la percusión y los cantos conviven con Caruso. No sabemos de dónde viene la música desde dentro de la selva amazónica peruana que atraviesa el barco de Fitzcarraldo: eso nos desubica aún más auditivamente y, por eso, adquiere presencia el dominio técnico del sonido (y del volumen) del gramófono, que causa el silencio de los jíbaros. Es una muestra de poder. La escena dispone cómo la música también sirve para (re)jerarquizar sociedades. La construcción binómica también se encuentra en los westerns. El western es uno de los marcos clave en los que lo exótico se crea por oposición al deseo (blanco) de modernidad y desarrollo. De este modo, el núcleo de la oposición se condensa en “civilización frente al salvajismo”. El hombre blanco conforma al héroe en desarrollo del autorrelato norteamericano frente a “la naturaleza, los forajidos y los indios”35. Asimismo, Gorbman apunta otra subdivisión que ya atisbamos también en Ave del paraíso: el indio como Gorbman, Claudia, “Scoring the Indian: Music in the Liberal Western”, p. 235.

35.

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un “merodeador sediento de sangre” o como un “noble salvaje romantizado”36. Tal y como nos muestra Gorbman, en realidad, la música india comenzó a recopilarse a la vez que surgían estereotipos simplificados sobre los indios en los western incipientes. Ejemplo de ello es American Indian Melodies Op. 11 (1901) de Arthur Farwell, que son armonizaciones de las transcripciones de melodías realizadas por Alice C. Fletcher. Estas piecitas, si bien adaptadas al gusto occidental, dan al garete con la imagen simplista y primacía de la percusión de los indios americanos. No obstante, a la vez que estos trabajos permiten un acceso distinto a un repertorio, no dejan de ofrecer un recurso para ampliar el anhelo de lo diferente del gusto decimonónico. De la misma manera que escuchábamos en la propuesta de Steiner, encontramos en la escena de la persecución de los indios en La diligencia (John Ford, 1939) cómo se opone la música de los “buenos”, que la representa la propia diligencia, a la de los “malos” –—los indios. El cambio de una a otra es abrupto. La primera se presenta casi pastoral, con una melodía ingenua en la cuerda, que se contrapone al viento metal y el tamtam. Los indios, además, no tienen voz: solo uno de ellos apunta hacia la diligencia, pero no dice nada. La aparición abrupta de la música india nos muestra la concreción de la amenaza que lleva anunciándose toda la película: los terroríficos indios, que vienen a eliminar la paz de “los buenos”. El tamtam, además de mostrar el carácter “primitivo” de su música, sirve para anticipar el estruendo

36.

Ibidem.

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de los caballos, que en el caso de la película sirve para oponer los caballos salvajes a los domesticados. La superioridad de los blancos que la imagen muestra con momentos tan inverosímiles como un pequeño número de hombres “blancos” matando a un nutrido grupo de indios o no fallar casi ningún tiro37, busca su complicidad en la música al forzar lo complejo y “desarrollado” frente a lo simple y “barbárico”. Podría servir para invertir este binomio el arranque de La hora de los hornos (Fernando Solanas, 1968), una película prohibida durante la dictadura de Juan Carlos Onganía. Una percusión minimalista —como la atribuida por los europeos y norteamericanos a los nativos—, que va complejizándose gradualmente hacia una estructura polirrítmica —descartada en gran medida por su dificultad en la estética europea—, se intercala con textos de Aime Cesare, Scalabrini Ortiz, Juan Domingo Perón, Frantz Fanon, Juan José Hernández Arregui y el Che Guevara, entre otros, e imágenes de violencia policial. La música (escrita por Roberto Lar), cada vez más compleja en su entramado rítmico, a veces podría volverse expresión de los golpes o los disparos. Parece que nos pregunta, ante ese cruce de significados, dónde está realmente la barbarie. La música no es ningún “lenguaje universal”. O, al menos, parece que podríamos decir que es más universal para unos que para otros, especialmente cuando unos ponen las fronteras a los otros. No obstante, durante muchas

Al respecto, es recomendable la lectura de Hagin, Boaz, Death in Classical Hollywood Cinema, Londres, Palgrave Macmillan, 2010. 37.

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décadas, se ha alimentado una noción de música que parece que traspasa fronteras y diferencias culturales. Frente a la creencia en la universalidad del lenguaje musical, autores como John King sitúan justamente en el sonido la posibilidad de tomar distancia (en su caso, Latinoamérica) con respecto a Estados Unidos: El advenimiento del sonido generó optimismo a lo largo de América Latina entre los cineastas, que estaban enfrascados en una tenaz batalla contra la invasión de Hollywood durante el decenio de 1920. Aunque la imagen podía entenderse en cualquier lugar, ¿No eran el lenguaje y la música algo específico de las diferentes culturas?38.

La no universalidad es una forma de resistencia a la falsa homogeneidad —y a la tendente homogeneización. La imposición de la universalidad —como deseo y como castigo— es programática en la ilustración europea y reclama, así, la exigencia de que los no europeos estén a la altura del deseo. Una de las escenas que parece que atenta explícitamente contra no solo contra Europa, sino también contra lo que Europa ha supuesto sobre Latinoamérica, es la bacanal caníbal de Macunaíma (Joaquim Pedro de Andrade, 1969). Como una versión grotesca de Les hasards heureux de l’escarpolette (Jean-Honore Fragonard, 1767), Macunaíma, que es también el nombre del protagonista, se balancea en un columpio (que no sabemos de dónde surge) sobre la gran piscina llena de cuerpos

King, John, El carrete mágico. Una historia del cine latinoamericano, Bogotá-Caracas-Quito, Tercer Mundo, 1994, p. 53. 38.

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mutilados, sangre y vísceras mientras suena El Danubio azul (“An der schönen, blauen Donau, op. 314, Johann Strauss, 1866). Esta película, inspirada a su manera en la novela Macunaíma. Un héroe sin carácter (Mario de Andrade), lleva el sentido de este momento del texto, donde no hay ni rastro de Strauss ni otros compositores de valses, a una aparente crítica a las fiestas aristocráticas europeas de final de siglo xix. Otra pista de esta distancia con Europa nos la da el canibalismo insinuado en la escena, que no es puro artificio efectista: el tropicalismo, el movimiento artístico e intelectual en el que se incluye, tiene parte de su fundamento en el “Manifiesto antropófago” (Oswald de Andrade, 1928). La antropofagia era una forma de crítica a los europeos, que atribuían con horror prácticas caníbales a los indios tupíes brasileños —más con intención propagandística sobre la superioridad de las prácticas europeas que por acercamiento riguroso etnográfico. Por eso, responde Oswald de Andrade con una estructura europeísima en su manifiesto: “Tupi, or not tupi, that is the question”. Es explícito, ya desde el título, Nelson Pereira dos Santos con Como era gostoso o meu francés (1971), que podríamos traducir como “qué rico estaba mi francés”. La voz en off que relata las bondades de los colonos con respecto a los nativos39, que simula un noticiario, suena junto al primer movimiento

Inspirada, según rastrea Roberto Ponce, en la crónica Warhaftige Historia und beschreibung eyner Landtschafft der Wilden Nacketen, Grimmigen Menschfresser-Leuthen in der Newenwelt America gelegen, escrita por Hans Staden en 1557. Ponce Cordero, Roberto, “El mito del caníbal, mímesis y crítica social” en Como era gostoso o meu francês (1971), en Catedral tomada, vol. 5, n. 9, 2007, p. 170. 39.

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del Concierto de trompa n. 1 de W. A. Mozart. Remite a la intrahistoria del cine brasileño, pues esta era la música de las noticias centradas en Francia que se pasaban en los cines brasileños de los años sesenta, tituladas “Actualidades francesas”40; pero también al peso para la cultura europea de Mozart y el significado de la trompa, vinculada estereotípicamente con lo heroico. La presentación casi documental de los nativos, dirigida moralmente por el contenido de la voz en off, también alude a la intrahistoria del cine. La fascinación con respecto a otras formas de vida estaba a la base del empeño documental de los hermanos Lumière, que enviaron a numerosos trabajadores a distintas regiones del mundo. A México, por ejemplo, llegaron Ferdinand Bon Bernard y Gabriel Veyre en 1896, cuyas primeras películas muestran diferentes actividades del mundo mexicano del momento. En una de ellas, se muestra a un grupo de personas comiendo acuclilladas, sin mesa ni cubiertos. Una de las personas que está de pie, alrededor del grupo de comensales, les dirige la mirada a la cámara para que no se pierda detalle de esos rostros tan distintos a los del europeo medio. Resituar, en los teóricos más benévolos, y acabar con, en los más radicales, el “mito de la modernidad” es una de las tareas fundamentales de la teoría decolonial. Este mito ha justificado, durante siglos, la separación entre nosotros y otros en términos de civilización y barbarie. Bajo esta premisa, se entienden procesos de colonización e imperialismo

Sadlier, Darlene J., Nelson pereira Dos Santos, Urbana-Chicago, University of Illinois Press, 2003, p. 61. 40.

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para contrarrestar la inferioridad y el “infantilismo” de las culturas colonizadas en cada caso. Según Dussel, este mito consiste en un “victimar al inocente (al Otro) declarándolo causa culpable de su propia victimización y atribuyéndose el sujeto moderno plena inocencia con respecto al acto victimario. Por último, el sufrimiento del conquistado (colonizado, subdesarrollado) será interpretado como el sacrificio o el costo necesario de la modernización”41. Por un lado, esta imposición de la modernidad, la imposición de un modelo de civilización bajo la consigna de la barbarie, implica que a los “bárbaros” se les expulsa de la noción de cultura habitada por los “modernos”. Aníbal Quijano rastrea en detalle esta cuestión. Para él, hay grupos sociales que nunca acceden al ámbito de lo público (son “no-públicos”) y, por eso, “no-participan” “en la función de la cultura”42. No obstante, esta exclusión de lo público no solo se constata en la expulsión del relato sobre lo que debe conservarse como hitos culturales, por ejemplo; sino también la expulsión de los ritmos y exigencias que se esconden en ese relato. Es por ello que lo que no pertenece al orden de occidente se considera como “pasivo y tardío receptor de la modernidad”43. No obstante,

Dussel, Enrique, El encubrimiento del Otro. Hacia el origen del mito de la modernidad, Ecuador, Abya-Yala, 1994, p. 86. 41.

Quijano, Aníbal, “Dominación y cultura. (Notas sobre el problema de la participación cultural)”, en Cuestiones y horizontes, Buenos Aires, Clacso, 2014, p. 668. 42.

43.

Véase Quijano, Aníbal, “Lo público y lo privado”, en Ibídem, p. 707.

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solo existe modernidad a partir de la comparación de Europa con América: América supone, según Quijano, una ampliación de los límites posibles para la utopía europea, con todas las consecuencias sociopolíticas que ello puede tener. En primer lugar, se desplazó el punto de mira hacia el pasado (hacia el “origen” de la civilización) a favor del futuro como un punto abierto en el tiempo. En ese futuro, se situaba la racionalidad infinitamente perfectible, núcleo clave del racionalismo. Bolívar Echeverría, además, tilda esta modernidad de expectativa de “blanquitud”. Todo aquel que cumpla con las exigencias y logros de la raza blanca dejará, al menos parcialmente, su “ámbito impreciso de lo pre-, lo anti- o lo no-moderno (no humano)”44. En Miriam Miente ( Natalia Cabral y Oriol Estrada, 2018) se performa esto: el padre de Miriam pone Llorarás, de Óscar D’León y comienza a bailar. Miriam le mira. Él le espeta, cariñoso: “Tú no pareces hija mía. Si no, ya estarías bailando”, mientras se intuyen sus pasos, cortados por el plano. La habitual asociación del negro que baila —y, en Latinoamérica, que baila salsa— se comprende aquí en un doble sentido: por un lado, la experiencia de Miriam que, como mulata, vive a medio camino entre la expectativa blanca y la negra; pues no sabe bailar pero —supuestamente— debería; y, por otro, la distancia con su padre, que más adelante guardará silencio cuando su hija le pregunte por qué su abuelo materno (blanco) no le quería.

Echevarría, Bolivar, Modernidad y blanquitud, Ciudad de México, Era, 2011, p. 66 (ed. Digital). 44.

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El mito de la modernidad también tiene que ver con la ordenación de los sentidos. No solo en lo que respecta a las capacidades de percepción —algo que ya apuntamos al principio de este libro—, sino también en lo que es dado a conocer a partir de cada uno de ellos: es decir, lo que se legitima como objeto para cada uno de los sentidos. Desde esta perspectiva, es como Jonathan Sterne plantea que “al igual que hubo una Ilustración, también hubo una sonorización [Ensoniment]”45. Con esto, se refiere al proceso de aislamiento del oído y las formas de escucha desde una perspectiva científica. A partir de esa ordenación, donde se marcan los límites y alcance de la división de los sentidos, se articulan también las formas óptimas dadas a cada sentido. Eso, entre otras cosas, marca la separación de la música con respecto a otras organizaciones posibles de lo sonoro. Participar o no del discurso de la música presuponía una participación mayor o menor en el discurso (y mito) de la modernidad, por la cual se establecían los criterios mínimos de los saberes legítimos. No es baladí que consideremos en la música como canon a un conjunto de prácticas, autores y obras de Europa occidental, ya que la musicología (también llamada Historia y Ciencias de la música) surge en Alemania unos cien años antes que en el resto de países, es decir, a mediados del siglo xix. Es este canon también desde donde se divide lo que es la música de lo que no lo es (sea ruido, sonido, silencio u otra cosa) y desde donde penetran algunas de las creencias que

Sterne, Johnatan, Audible Past. Cultural Origins of Sound Reproduction, Durham-Londres, Duke University Press, 2003, p. 2. 45.

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he tratado de mostrar, a lo largo de estas páginas, sobre lo que debe ser “sonido” (y dentro de él, “música”) cinematográfica. Al fin y al cabo, el cine surge como práctica artística también dentro de un entramado significativo de creación y, por tanto, obedece o refuta algunas creencias sobre lo que tiene que ser el arte (con sus inclusiones y exclusiones). Cuando nos enfrentamos a cualquier fenómeno cultural, siempre/ ya hemos adoptado una posición al respecto (nuestro bagaje cultural, nuestra lengua, nuestro género, etc.). Una aproximación crítica a la cultura trata de dar cuenta de esa posición y las implicaciones que esta tiene para nuestra aproximación a tal fenómeno. Es decir, asumir que no hay una escucha, mirada, o acceso de cualquier otro tipo neutral. El ejercicio consiste en revisarlas. Habría que distinguir, no obstante, entre dos tipos de canon: el “que se elige” y “del cual se elige”. Esta distinción, realizada por Dahlhaus, es fundamental, en la medida en que marca una impotencia. Incluso resistiendo al canon, mostrando sus fisuras, tomándolo en negativo, ese canon subsiste las resistencias personales o los esfuerzos por desmantelar su primacía.

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Mi gratitud a (el orden de los factores no altera el producto). A Marta y Clara, en particular, y al equipo de Exit, en general, por su generosidad y confianza. A Ricardo, por invitarme de manera genuina a pensar sobre estas cuestiones desde la ECAM. A mis alumnos y alumnas, que me enseñan tanto a diario. A Gelo y Antonio, guías fundamentales y portadores de pasión cinéfila. A Pedro, por proponer siempre nuevos temblores y aliviar temores. A Carlos que, creo que sin saberlo, me adentró en el amor al cine. A mis pacientes amigas y amigos. A Cristina, por su atenta lectura, sugerencias y cariño. A María Jesús, por su amistad, que siempre me acompaña en mis aventuras con las letras. A Carmen y a Jorge Alejandro padre, por recibirnos y cuidarnos. A Yorch, por tener siempre luz y mimos preparados para mí. A mi madre, por todo. Así de sencillo y así de complejo.



Escribir y leer es para muchos algo inevitable. La colección Textos inevitables reúne ensayos inéditos que abordan temas fundamentales y poco visibles de la creación contemporánea. Textos que enriquecen y confrontan las narrativas tradicionales del arte. Esta colección ofrece al lector un espacio en el que participar del carácter inevitable de la escritura y de la crítica cultural y social. Títulos de la colección: Disputas sobre lo contemporáneo Juan Albarrán Hijos del agobio Antonio Ansón Una educación imperfecta Aida Sánchez De Serdio La escucha del ojo Marina Hervás


“¡Esperen, esperen, no han escuchado nada todavía!”: esa es la frase con la que Jackie Rabinowitz —convertido ya en Jack Robin— (Al Jolson), en El cantor de jazz (The jazz Singer, Alan Crosland, 1927), preparaba al público para la siguiente canción de su espectáculo: “Toot, toot, tootsie Goodbye”. Se considera el momento fundacional del sonido sincronizado en el cine, pese a que no fue el primer intento. Sí fue, eso sí, el primero que tuvo éxito y acogida: tanta, que cambió el cine para siempre. Quién iba a suponer que, en esa frase, se iban a condensar buena parte de los problemas y retos de la relación entre el sonido y el cine. En este libro se invita, obedientemente, a escuchar todavía el cine.


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