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Hojas de Alejandría
Hojas de Alejandría
En la mágica ciudad de Alejandría, cuyas calles son grises como las paredes de las casas. La ciudad se divide en caminos alumbrados por amaneceres siempre rojizos. Sus habitantes son delgados seres de dos piernas y una larga cola. Ellos madrugan todos los días a presenciar el amanecer y comenzar su rutina diaria. En su jornada recolectan hojas de los árboles rojos para después esparcir las hojas en el lago central. Todos laboran a diario, menos el único extranjero en esa ciudad.
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Han llegó a Alejandría hace dos días apenas y todos los nativos han decidido que no puede, ni debe ser incluido.
La mañana pasada, Han despertó desorientado y con fallas en su memoria. En el lago de Alejandría, se notificó al alguacil sobre la aparición de un cuerpo. El alguacil movilizó a las fuerzas de salud central para atenderlo. Era la primera vez que alguien aparecía en Alejandría, sin haber pasado por la puerta.
Han era muy diferente a los nativos, mucho más alto y fornido, de piel clara y cabellos largos. Toda Alejandría asistió a su única casa de salud para conocer de vista al peculiar extranjero.
Al inicio, Han no hablaba y miraba sigilosamente a ambos lados. Poco a poco fue recuperándose por sí sólo, pues todos, hasta en la casa de salud, salían a recolectar y colocar las hojas rojas sobre el lago. Han prefería permanecer oculto; solo así se sentía invulnerable.
En el segundo día de su estadía, Juárez, un recolector de tiempo completo, lo miró por la ventana. El reflejo de las hojas en el lago hizo que su rostro se tornara rojo y provocara temor. Han decidió saludarlo desde la ventana y Juárez huyó despavorido a buscar un refugio.
Han salió de la casa de salud, en busca del hombrecillo, al salir su piel se tornó roja, su aspecto cambió. Nadie presenció este cambio, pues como solían hacer, todos recolectaban hojas rojas por las mañanas.
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Juárez, desde su escondite provisional, esperaba no haber cometido un error al mirarlo. Pero sabía que algo le iba a decir y no se iría hasta hacerlo. Han se dirigió a las orillas del lago y lo vio. Sus ojos ardían y su piel se desvanecía con cada paso que daba. -Soy Han. He venido a buscarte y que tú seas el mensajero. -Yo… No entiendo de qué mensaje me hablas. Dejé mi oficio de mensajero hace tiempo, ahora soy un simple recolector. -Cada decenio, un guerrero rojo se fundirá en el cielo, en el lago y formará su hogar. Si el mensajero no es quien hace la limpieza, el final de todo es inminente. -Viviré hasta la próxima semana. No mataré a nadie para evitar lo inevitable. -Me fundiré en el amanecer, es por eso que me estoy desvaneciendo. Vine a decirte que antes de tu fin, serás el único que conocerá el secreto.
Juárez se negó y huyó del lugar. Todos los recolectores lo miraron y no notaron su semblante atemorizado.
Han caminó hacia el lago a comenzar el fin de Alejandría, al no encontrar a Juárez, pero al asomarse al lago todas las hojas rojas ya no eran rojas, se pintaron de negro. En el fondo del lago de Alejandría, Juárez yacía atado a una piedra.
Han, enfurecido, intentó cambiar el color pero todo se oscureció y perdió de vista la orilla del lago y a todos sus habitantes. Nadie nunca logró ver a Han, ni a Juárez, ni a Alejandría en medio de la nueva y larga oscuridad.
Daniela Belalcázar