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Orejas y rabo

En una columna de la plaza de toros que pertenece a las entradas del tendido de sol, se encuentra la representación de un torero con la peculiar distinción de haber sido galardonado con las orejas y el rabo; máximos trofeos que se reciben al lograr una faena memorable; dichos apéndices los sostiene con la mano derecha elevando el brazo, en la otra, lleva el percal tomado refinadamente de la esclavina; los volantes son tan bien hechos que muestran los pliegues del capote que logran dar una presencia visual de la textura y su forma ondulada. El diestro, fue esculpido con la alta escuela que identifica al maestro Just, quien tuvo la influencia de Miguel Ángel, resaltando el embellecimiento de la anatomía humana que, además, dada la temática de su trabajo, la revistió de luces con ese fino cincelado que resalta hasta la lentejuela de este ajuar de lujo que lleva un canto en los caireles, machos y alamares. Pero vamos más a fondo, recibir las orejas y el rabo lleva una explicación arcaica con varios tópicos, que pueden ser comparativos con otras ceremonias de carácter ancestral en donde la persona elegida para llevar a cabo el sacrificio de una especie era quien también recibía la piel, el corazón u otra parte de un ser vivo que fue específicamente seleccionado para ser inmolado en comunidad, digamos que eran parte de algún ritual de iniciación; estas prácticas giran en torno al totemismo de tribus antiguas, es pertinente hacer esta analogía que nos exhorta a pensar en el origen de estos trofeos y elevar en alto grado al torero que se juega la vida ante los pitones inciertos de un toro.

El toro como especie es un animal totémico, venerado desde la antigüedad toda una representación histórica vista como un dios con varios atributos considerado así para varias civilizaciones a través de las culturas, sacrificado por un diestro mediante el derramamiento de sangre de cara al sol, en esas plazas de toros que quedan como escenarios vivos de esta singular puesta en escena de arenas inciertas que sobrevive en tiempos de la posmodernidad, en la que sus lidiadores pueden ser a la vez la víctima del acto ritual en igualdad sustantiva; recordemos la elegía a Manolete de Miguel Herrero: “Lo he visto morir matando, y le he visto matar muriendo”. La escultura por lo tanto representa el epílogo de una tarde de gloria para un torero, habiendo pasado por el orden de los tres tercios de la lidia, y el enfrentamiento intenso que cada uno de ellos conlleva, culminando con la llegada “hora de la verdad” esa estocada perfecta conocida también como “la suerte suprema” que lo hace merecedor al nombre de su profesión, matador de toros.

Lograr obtener los fragmentos del burel mediante esos pañuelos que semejan palomas blancas y mostrarlos al pueblo reunido en la plaza con complicidad de júbilo y aplausos, es el reconocimiento a un héroe que estuvo en

combate y sale a hombros aclamado por la colectividad. En esta larga historia taurómaca, se han otorgado orejas, rabos, patas y hasta las criadillas en el caso suigéneris del maestro Fermín Espinosa “Armillita”, piezas representativas que simbolizan una tarde grandiosa, también son muestra de su trayectoria que a la vez conservan la profundidad y veneración hacia el toro y su tauromaquia que traslada signos antiquísimos que permanecen vivos y llevan un carácter antropológico y sociológico, además de dar toda una jerarquía hasta con cifras estadística para quienes se juegan la vida una tarde de corrida.

La lidia al concluir con el sacrifico mediante el arte y la entrega compensado con estas emblemáticas gratificaciones, suscribe algo más que un corte en las partes de un animal inmolado es insignia de culto, parte onírica en los andares nocturnos de todo torero que quiere verse con estos apéndices entre las manos y orgulloso mostrarlos, guardarlos y disecarlos como parte de sí.

Esta imagen de consumación y triunfo ha inspirado una enorme cantidad de artistas que inmortalizan dicha escena que gravita en su mente, inspirados en el toreo, ya sea a través de la pintura, fotografía o la escultura, que en este caso el maestro Alfredo Just logró el momento hecho firme y bello emblema para decorar a la plaza más grande del mundo, la monumental Plaza de Toros México.

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