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Carlos Arruza, “El Ciclón Mexicano”
Carlos Ruíz Camino, mejor conocido en el medio de la tauromaquia como Carlos Arruza, nació un 17 de febrero de 1920 en la ciudad de México, su padre José Ruiz Arruza de origen español y su madre María Cristina Camino siempre lo llevaron a los toros, mejor herencia no pudo recibir. El sobrenombre que llevó lo fue construyendo poco a poco se hizo todo un “Ciclón” un calificativo que impone, porque en la fiesta de los toros también existen diestros que parecieran ser un intenso fenómeno natural, entre ellos han existido, “sismos”, “tempestades”, “volcanes”, pero todos ellos, seres de entrega y verdad que representan fuerte ímpetu hasta en sus apodos por la interpretación de su tauromaquia y cada una de sus ejecuciones; por supuesto que fue un torero completísimo, dominaba todas las suertes, capote, banderillas, muleta, ni qué decir en el dominio del arte del rejoneo; tuvo la fuerza para provocar los mismos efectos que dicha corriente atmosférica posee para llegar hasta el tendido y despeinar a cualquiera. Su biografía es basta, traía un peso literario de abolengo, al ser sobrino del poeta León Felipe, además destacó desde novillero mostrando gran destreza y un mosaico de aptitudes, hasta que tomó la alternativa en “El Toreo” un 1° de diciembre de 1940, en manos de Fermín Espinosa, “Armillita” que le cedió el toro “Oncito” de Piedras Negras, siendo testigo de ceremonia Paco Gorráez, “El cachorro de Querétaro”. Era hasta entonces, el único torero mexicano que pisaba el ruedo de Madrid, confirmando su grado el 18 de julio de 1944, en manos de Antonio Mejías, “Bienvenida” y “Morenito de Talavera”. Esa tarde desorejó a un toro de Vicente Muriel. Arruza por ser haber sido un portento, también forma parte del marco histórico en que se llevó a cabo el conocido “boicot del miedo”, que tanta polémica y movilidad social trajo entre sus protagonistas, ya que los diestros aztecas, arrebataban con sus triunfos, sin importar perder los machos de la chaquetilla al cruzar “la puerta grande” entre aquellas multitudes, los apéndices ya los llevaban en las manos y el alma en estado de gracia, cosa que incomodaba a muchos. Sumó tardes cumbre, como la del 19 de septiembre de 1944 en la ciudad de Valladolid, en la que se lució con su lúbrica del llamado “teléfono” desplante de dominio. El alternante con quien sumó más tardes fue con Manuel Rodríguez, “Manolete”, imagine usted un “Monstruo y un Ciclón” en las arenas, el público llegaba al frenesí, era una época aquilatada, ¡la de oro, sin más! Al final había mucha rivalidad en las plazas, pero también bordaron la amistad, que los llevaba hasta preparar juntos la mejor paella del mundo. Cuando la tauromaquia recorre las arterias también se heredan grandes corduras mientras se conjuga con la vocación, Arruza hizo dinastía con sus dos hijos, Carlos y Manolo, que también incursionaron en los ruedos reafirmando el valor de las herencias educativas y artísticas.
Era imposible no ser inmortalizado en la obra colosal de Alfredo Just, por tal motivo, continuando con el agradable recorrido de la Monumental de Insurgentes contamos con la presencia de este gran hombre junto a un toro que le embiste esplendoroso, uniendo el carácter de esta obra con el pase de su invención, “la arrucina”.
El detalle de Just es perfecto al esculpir el cuerpo del diestro en el que se denota su estatura, además podemos ver el rostro del maestro Arruza, que transmite el encanto que le producía sentir el toreo; sus brazos llevan toda una forma de maestría al tomar la muleta y marcar el pase, la otra mano acaricia el viento que pareciera ser un abanico abierto a la libertad, siempre su sonrisa gravitará en toda la plaza. “El Ciclón” dejó este mundo un 20 de mayo de 1966, en un trágico accidente que vistió de quebranto al mundo del toreo, pero reconforta recordarlo por su carisma aquel que conquistó los públicos nacionales e ibéricos, además también a través de la música que es otra de las bellas artes que abraza la fiesta, para ello, el compositor español Juan Legido, conocido como “El gitano señorón”, le compuso su propio pasodoble, cuya letra describe su esplendor en los ruedos, alguna de sus estrofas dicen lo siguiente: Tarde imponente de toros, el sol brilla en la arena, hay emoción en la plaza Carlos Arruza torea, y su silueta fina y gallarda en el paseo trae al recuerdo la “emperadora” del mundo entero.
Así es Sevilla
alegre y brava es la escuela de Arruza
la sevillana.
Arruza pasó a un maestro, maravilla del toreo, dominador de las suertes, un matador de postín, con ansias de novillero.
¡Arruza, torero, torero, torero!