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El ocaso de una humanidad olvidada

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perdidos

Cuentan las tradiciones que en un pasado remoto hubo un gran diluvio, tan descomunal que la Tierra se vio abocada durante décadas a permanecer bajo las aguas. Es seguro que algo ocurrió en ese tiempo del que ya no guardamos memoria, y en el que un fenómeno meteorológico –o quién sabe si sísmico o vulcanológico– de dimensiones apocalípticas se cebó con el planeta. Fue entonces cuando pudo ocurrir, pero el olvido borró cualquier rastro, cualquier prueba. Bueno; casi cualquier rastro, y casi cualquier prueba… Lorenzo Fernández Bueno lorenzo.fernandez@eai.es

escendientes de los habitantes de esos lugares que hoy se ubican, a ojos de la historia oficial,“en ningún lugar”, podrían ser los pueblos en cuya mitología aparecen dichos eventos. Los incas son un claro ejemplo; pero otros de latitudes lejanas también los contemplan en sus mitos, adaptándolos al marasmo de creencias que cada pueblo consideró oportunas.Vamos, que cada uno lo interpretó como buenamente quiso, y así los incas decidieron llamarle Uno Pachacuti, y verlo como un castigo de los dioses. Pero todo, hasta lo peor, tiene un final. Y a este periodo de tinieblas y mucha lluvia le sucedió otro de calma y buenos augurios.Fue entonces cuando de las entrañas de aquella tierra metida a presión en mitad de las alturas de los Andes surgieron los hermanos Ayar. Se dice –y en su momento se dio por cierto– que éstos salieron de una caverna llamada Capac Toco; ocho hermanos de los cuales cuatro eran varones y las otras cuatro hembras. Eran, a pesar de su condición de seres divinos, tan mundanos como podría serlo cualquier hombre. Entre ellos se dieron situaciones alejadas de la divinidad que se les atribuía, como fueron los odios, las tormentosas relaciones amorosas, e incluso algún que otro asesinato. Sea como fuere, las tradiciones incas afirman que los Ayar era capaces de volar, o de golpear con tal fuerza las montañas que lograban desplazarlas de sitio. Pero no sólo eso: controlaban fenómenos atmosféricos como la lluvia, y portaban pequeños saquitos en los que guardaban semillas desconocidas que cuando germinaban hacían que los campos se tiñesen de un verde intenso, y que allí donde sembraran jamás se volviese a pasar hambre. Las tradiciones son así: tan vibrantes de detalles co-

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