Presenta:
Ya han pasado cinco años desde que la tienda Japi Jane abrió sus puertas al público, y a estas alturas Jane Morgan ya es todo un personaje. Se pasea por las radios dando consejos sobre sexualidad, ha aparecido en diversos programas de televisión, desde noticieros hasta matinales, y para poder entender mejor el rubro que domina, realizó un Diplomado en Sexualidad Humana en el año 2010. Jane es su propia marca y aún tiene mucho espacio para crecer: su participación en todo tipo de eventos culturales la ha llevado a ser conocida por personas de todas las edades, ha estado en festivales, exposiciones e incluso auspiciando proyectos audiovisuales nacionales con sus productos. Hablar de sexualidad ya no es incómodo, ahora comprarse un vibrador se transformado en comprarse un Japi Jane, porque Jane Morgan tiene pila para rato. www.japijane.cl
Escriben: Eleonora Aldea Jorge Baradit Claudia Barudy Cristián Briones Sergio Cancino Alejandra Costamagna Natalia Del Campo Jani Dueñas Toncy Dunlop Real Fénix Pelayo Figueroa Alberto Fuguet Daniel Hidalgo Rodrigo Jarpa Andrea Lagos Leo Marcazzolo Diana Massis Andrea Nomura Francisco Ortega Carolina Pulido Catalina Ramírez y Felipe Castro Bernardita Ruffinelli Isidora Urzúa Daniel Villalobos José Miguel Villouta
Dibujan: Frannerd Enkeli Coca Ruíz Trebuxet Francisco Javier Olea Gisela Verdessi Jorge “Dr Zombie” David Ninion Kalogatia Pablo Luebert Alberto Montt Marcelo Pérez Dalannays Garvo Tomás Ives Marcela Trujillo Pati Aguilera Nicolás Pérez de Arce Tite Calvo Gonzalo Martínez Claudio Álvarez Alejandra Goñi y Tam Odette Koneja July Macuada G. Demetrio Babul Bernardita Ojeda
Hoy en día, en Chile, un vibrador ya no es un vibrador, es un Japi Jane.
Chilenos dibujan y escriben de sexo
Jane Morgan es norteamericana, ingeniera comercial de profesión. Se maneja a la perfección con el castellano chilenizado (desde el hueón hasta el cachai), se casó con un chileno que conoció cuando vino a estudiar español, y ya lleva más de 10 años en el país. En el año 2006 quiso comprar juguetes para ella, pero no pudo encontrar un lugar con buenos productos, que fuera confiable y no pervertido. Entonces comenzó a importar los productos que le interesaban para venderlos entre sus amigas, y poco a poco su proyecto evolucionó hasta transformarse en la tienda perfecta para personas que quieren darle una chispa juguetona a su vida sexual.
Chilenos dibujan y escriben de sexo
Cuentos para Grandes
Foto: Antonio Balic
Presenta:
Con cinco años de vida, esta juguetería para adultos ha creado toda una cultura a su alrededor y para celebrar su aniversario creó el libro que tienes entre tus manos. Una obra que invita a todos los chilenos a reflexionar, expresarse y reírse, revisando la nueva mirada que se ha instalado en torno al juego erótico.
Chilenos dibujan y escriben de sexo
Cuentos para Grandes contiene 25 historias de escritores y periodistas chilenos, todas en torno a la sexualidad. Divertidos, fantasiosos, reflexivos, solitarios o voyeurista, cada cuento presentado está ilustrado por un artista nacional, que le da a la colección el toque de color representativo de la vibra Japi Jane. Es un libro para tener en tu living, para comentarlo con los amigos, y atesorarlo como un homenaje a la nueva sexualidad de los chilenos. www.edicionesb.cl
Presenta:
Chilenos dibujan y escriben de sexo
Japi Jane presenta: CUENTOS PARA GRANDES, Chilenos dibujan y escriben de sexo © 2011 Una publicación de Ediciones B Chile S.A. Santiago, Chile. www.edicionesb.cl Primera Edición: Octubre 2011 Edición Gráfica de FEROCES EDITORES www.feroceseditores.cl Compilación y Dirección Proyecto: Jane Morgan e Isidora Urzúa Diseño gráfico y edición: Rodrigo Dueñas ISBN:00900-00000-0000 Reg. Propiedad Intelectual: 0000-00000000
Dedicado a mi abuela, porque a sus casi 90 aĂąos, todavĂa es una Japi chica.
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Mis Cuentos de grandes Por Japi Jane Ya me puedo morir feliz. Desde la primera vez que una mujer me escribió para contarme que uno de mis productos de verdad cambió su vida, sentí que iba por buen camino. Luego, al recibir, cada vez más seguido, abrazos de esos en que no te quieren soltar de tanta emoción, supe que lo que estaba haciendo calaba hondo. Y cuando me enteré que nació un niño chileno gracias a las compras que hizo una mujer en mi tienda, ya no me quedó ninguna duda de que esto iba a ser lo mío y para rato. Cuando, hace cinco años, eché a andar mi juguetería para adultos en Santiago nunca imaginé que un proyecto que comencé desde mi casa podría tener un alcance tan grande: a la fecha miles de personas han encontrado aquí un poco más de chispa para sus alcobas, y esta certeza de estar contribuyendo con tantas buenas vibras al universo, me hace sentir satisfecha por el trabajo hecho. No soy la más seca para el sexo ni sigo siempre mis propios consejos. Como todos, trato de disfrutar al máximo posible de mi sexualidad según mi situación personal. Sin embargo, por alguna razón -quizás por ser gringa, quizás por ser buena onda, quizás por tener cara de inocente- la gente se siente con la confianza y la libertad de contarme sus experiencias. En ese sentido, soy una privilegiada. Desde que dejé de ser simplemente Jane Morgan from Missouri y me convertí en Japi Jane, miles de chilenos me han dado acceso a su intimidad. Estas historias me inspiran, son la fuente de mi trabajo, un tesoro invaluable que me ha permitido tomar el pulso de la sexualidad nacional y confirmar que el paciente está más vivo y más sano que nunca. Obvio que existen mujeres a quienes les cuesta soltarse en la cama y hombres que no duran tanto como quisieran, pero por cada caso de una disfunción sexual, existe otro de
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una mujer multi-orgásmica o un hombre que se da cuenta que la erección es sólo una opción dentro de un abanico de posibilidades al momento de entregar placer. Mientras los psicólogos se dedican a mejorar lo negativo, yo he estado dedicada a potenciar lo positivo del sexo. Lo más fantástico del placer es que es infinito y por eso no hay nadie sin espacio para disfrutar aún más. Qué mejor ejemplo que esta chilena de 50 años que en una de mis Japi Fiestas explicaba a sus amigas la expresión “aplicar DJ”: “Pero ¿cómo? ¿No saben lo que es eso? Es cuando tu pareja, mientras te hace el amor, va estimulado el clítoris con los dedos como si fuera un DJ con su tornamesa. Es la mejor manera de acabar más rápido”. Y para graficar todo el asunto nos hace el movimiento con su mano en el aire… El primer desafío fue crear una atmósfera donde datos como estos pudieran salir a la luz en una conversación que fluyera con total normalidad, sin tintes de confesión ni de consultorio sexual, sino sólo con el ánimo de intercambiar valiosa información entre pares. Así nacieron mis famosas reuniones de venta de juguetes eróticos a domicilio, que fueron inicialmente conocidas como “Tuppersex”, instancias clave en el proceso de abrir un poco más la disposición a reflexionar sobre la intimidad. Lástima que no puedo seguir ocupando el nombre “Tuppersex”… De verdad sentí el impacto que he logrado cuando me llegó una carta de los abogados del fabricante norteamericano de los pequeños y prácticos envases. ¡Tupperware© me solicitaba amablemente cambiar el nombre de mis eventos! Las hoy rebautizadas “Japi Fiestas”, generan este espacio que tanto busqué. Algo casi mágico pasa cuando en la mesa de centro se mezclan aceites de masaje y geles estimulantes con los canapés. O cuando un antifaz y un par de esposas quedan al lado de tu copa de vino. O cuando tienes un pisco sour en una mano y un vibrador en la otra. Es la fórmula perfecta para que las mujeres empiecen a hablar con total franqueza de su vida entre las sábanas. Una verdadera revelación para saber lo que está pasando en la intimidad de los chilenos que tienen fama de guardar las apariencias, mostrando una cosa por fuera, cuando lo que pasa al cerrar la puerta del dormitorio es muy distinto. Como en todo el mundo, cuando alguien afirma que tiene sexo 3 o 4 veces a la semana, lo más probable es que eso signifique 1 o 2 veces en la realidad. Pero cada vez
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estamos más dispuestos a compartir las experiencias verdaderas con el fin de salir de las dudas y ayudarnos entre nosotros. Gratamente veo que la realidad es más osada de lo que pensaba, especialmente con el tema de los juguetes. Al iniciar mi empresa dedicada a la venta de vibradores, desde siempre la prensa nacional mostró interés, pero costó pasar de los medios de comunicación a la práctica real. Por un lado, la masturbación femenina era un tema aún más tabú hace cinco años que hoy en día y por otro, la gente sentía vergüenza de contar a sus amigos sobre la adquisición de algún adminículo para jugar en pareja, porque esto podía leerse como una “necesidad de ayuda”. Parte del problema era que el vocabulario no acompañaba. No suena muy positivo contarle a una amiga que compraste “un consolador”. ¡Suena bastante más entretenido y convincente explicar que tienes un “Japi Jane” que te hace muy feliz! Otra razón fue la estética clásicamente asociada a los productos de sex shop. Ese fatídico color piel ahuyentó por décadas a muchos interesados porque se asumía como evidente reemplazante del miembro masculino. Al descubrir que esta nueva propuesta ofrecía productos de diseño para complementar el juego, cambió el enfoque y ya a nadie le da pudor recomendar a sus amigos que vayan a visitar a esta gringa que vende juguetes. Una de mis clientas me contó su experiencia: “Mis amigas me miraban como diciendo ‘¡La galla degenerá!’. Por eso me junté con ellas y llevé mi Japi Jane recién comprado. Quedaron locas, no lo podían creer. Es que lo encontraron sensacional... estaban desatadas, felices, nunca habían tenido uno en sus manos.” Cada día tengo más pruebas de que todos podemos lograr tener sexo como debe ser: rico, divertido y sobre todo fácil. Con cada persona que pasa por la puerta de mi tienda o cada pedido por internet que me llega desde los rincones más remotos de este largo país, me doy cuenta que los chilenos se van relajando y que se van tomando el tema con menos rollos, integrándolo mucho más a sus cotidianeidades. Cuando hay obstáculos en el camino del placer, en vez de quedar frustrados y vencidos, lo toman como un llamado a la acción. Hay soluciones o alternativas para todo cuando estamos dispuestos a hablar de lo que nos pasa en la cama sin tapujos:
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“Cuando se lo mostré a mi marido, se quedó para adentro. Me dijo ‘pero gorda, ¡qué onda, qué te pasa! Yo me maté de la risa, y le tuve que explicar cómo era el asunto. Al final ha sido entretenido para los dos, porque después de que tuve a mi hija fue difícil volver al sexo”, me comentó por mail una clienta del norte. Para transmitir mi convicción, lo más efectivo sería poder llevar a cada chileno de incógnito a mi tienda. Convertidos en una mosca fisgona quedarían impresionados con los comentarios y confesiones de sus compatriotas. Buscando una opción más realista me pareció que la mejor manera de celebrar el quinto aniversario de Japi Jane, era convocar a narradores chilenos a echar a volar su imaginación inspirados en esta nueva forma de vivir el sexo que los está conquistando. No fue difícil reclutar escritores talentosos como participantes para este libro, que tiene la misión de mostrar que sus coterráneos sí saben pasarlo “chancho” en la cama. Con la noble tarea de romper el mito del cartuchismo nacional, también fue fácil sumar artistas visuales chilenos para transformar lo escrito en evocadoras ilustraciones. El resultado son 50 chilenos que se atreven a mostrar el sexo de otra manera. Sus trabajos rompen el esquema presentado por los medios tradicionales que destacan las disfunciones y sensacionalizan la infidelidad potenciando la imagen de los chilenos como conservadores, doble estándar y fomes en la cama. Con las riendas sueltas para escribir, el único requisito fue que las historias tuvieran alguna relación con el sexo. El formato fue libre y el mensaje, claro: “todo vale”. Así se formó esta colección que tiene pasajes intensos e hilarantes, y que va desde el testimonio en primera persona hasta la ficción e incluso la ciencia ficción. Cuando los chilenos dibujan y escriben de sexo, el producto final es el objeto de deseo que tienes en tus manos. A gozar.
Chilenos dibujan y escriben de sexo
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Daniel Villalobos Ilustración de Demetrio Babul Rojas
Ladrón en la noche “Pero Jacob le dijo: Véndeme primero tu primogenitura”. Génesis 25: 31 En la esquina superior izquierda de esta foto puedes ver una mancha color café con leche en la pared. Era, según recuerdo, uno de esos patos de yeso policromados que la gente empezó a colgar en sus casas durante los años ’80. Como la mayoría de los adornos que seducían a las mujeres de mi familia, era horrible y fascinante al mismo tiempo. Al centro de la imagen está la mesa donde los primos acabamos de tomar once. Ninguno sonríe a la cámara. Ni Ezequiel, ni Ruth ni Sara. Nombres bíblicos para hijos de evangélicos pobres del sur. Yo estoy en el costado derecho de la mesa, esbozando una sonrisa muy tímida. Tengo un horrendo corte de pelo estilo melón calameño y estoy levantando un tazón de loza color fondo de piscina. Ezequiel y yo tenemos suéteres de lana barata color oscuro. Ruth tiene una de esas combinaciones de blusa blanca, cadenita al cuello y reloj de correa negra que son tan populares en las iglesias. Es gorda, con esa gordura blanca y dulzona de los catorce años. Y es mezquina, rencorosa, torva. Es el patito feo que todos comparamos con Sara. Sara tiene en la foto un tono de piel que no se parece a nada, a medio camino entre el cuero de una billetera y la madera de un pupitre de colegio pulido por el uso. Sara tiene ojos claros, dientes grandes y manos largas y frías que a veces tomo jugando y pongo en mi cara.
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Sara es la protagonista de las películas que proyecto en mi cabeza durante mis pajas de quinceañero. Ella es la heroína de todas las fantasías que los primos inventamos cada noche al volver de las reuniones familiares. Sara usa pantalones blancos en verano y pelo suelto, rizado y magnífico en invierno. El vóleibol y la natación le han dado un cuerpo largo y musculoso que la distingue como un sol entre todas las gorditas de la Escuela Dominical. Ruth la odia, la detesta, la quiere ver muerta. Ruth es la media hermana que la mamá de Sara tuvo con un paco muerto de hambre que se dio vuelta en su patrulla en un camino de Chiloé. El papá de Sara es médico, es hijo de alemanes, es el mejor hombre del mundo y es el que adoptó a Ruth cuando no era más que una bebé blancucha, gorda y llorona. En la fotografía, Sara está apoyada en mi hombro y lo más seguro –no puedo recordar ese detalle- es que el contacto me estuviera provocando una erección. Con su mano a dos centímetros de mi cara y la otra apuntando un resto de torta en la mesa, la chica más linda de mi infancia controla la escena. Ruth está a su lado, muy quieta, más quieta aún de lo que uno está quieto en las fotografías familiares. Tiene las manos debajo de la mesa y los labios apretados. Mira a un punto muy por encima de la cámara. Ruth me detesta como a todos los primos que andamos a la cola de su hermana. Pero a mí me tiene un odio especial y específico. Porque ambos somos los únicos primos de la familia que leemos algún libro que no sea la Enciclopedia Salvat, El Principito, El Niño Peregrino o La Biblia y, aún así, yo prefiero escuchar las tonteras que comenta Sara antes que pasar la tarde hablando con Ruth. Mirando la foto por enésima vez, creo que el origen de su odio hacia mí es que puede soportar los babeos de los demás, porque los desprecia y encuentra idiotas. Puede soportar a los tíos viejos que apretan contra sus pechos a Sara cada vez que tienen la ocasión o a las tías que siempre comentan por qué Sara no es modelo, puede soportar incluso esa electricidad en el aire cuando su hermana se quita la polera en verano y salta a la piscina en los paseos de la iglesia, pero simplemente no puede tolerar que yo también caiga en el rebaño.
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Sara tiene un culo torneado, como dos uvas negras y maduras que alguien hubiera colgado al final de su espalda. El poto de Ruth es ancho y plano como una empanada de pera. Las tetas de Sara – las mismas que empujan la pechera de su blusa en la foto- son pequeñas, pero redondas y suaves. Las de Ruth son fofas y blancas, como si debajo de la ropa se hubiera metido un par de kilos de azúcar. No importa cuánto nos prediquen los pastores acerca de la brevedad de la carne y la importancia de la pureza de nuestras almas, esas diferencias entre ambas son y serán inapelables. El cuerpo de Ruth es pálido y está plagado de pecas y manchas. Tiene un lunar al lado del ombligo y una especie de isla amarillenta en el muslo derecho justo al lado de la ingle. Sus pezones tienen un gusto salado y siempre están tibios. Pero esos últimos detalles los sabré poco después de la foto. Sara me toca el hombro porque le caigo bien, no intento toquetearla más de la cuenta y a veces le llevo regalos. El problema es que Sara es una cristiana de tomo y lomo, a diferencia mía, que ya no creo en Dios y que a menudo voy a la iglesia sólo para mirarle el poto desde las bancas traseras. Sara jamás hará nada con ninguno de nosotros. No sólo porque nunca le hemos gustado, sino porque ella es la clase de niña que crece para enamorarse del gringo misionero, del hijo del pastor que estudia derecho o del compañero de universidad con ojos claros y auto propio. En esta foto, Sara destaca porque ya se nota que no pertenece a la mesa, que es un accidente en su propia vida. Me toca con la ternura asexuada que se reserva para los niños o los viejos. Ruth, como ya dije, tiene la vista perdida en la foto. Mira hacia arriba, tal vez pensando en su padre hecho mierda en una curva en Chiloé, tal vez imaginándose cómo será besar a alguien que no sea un primo, repasando mentalmente las descripciones de las novelas románticas que lee su mamá, tal vez Ruth está calculando un riesgo, apostando, tomando una decisión.
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Unas horas después de esa foto presidida por una espantosa reproducción de La Ultima Cena, Ruth toca la puerta de mi dormitorio, entra buscando un libro que nunca estuvo ahí y termina dándome un beso. Los demás están en la vigilia por un pastor enfermo, orando tomados de la mano alrededor del altar mientras los viejos le miran las piernas a Sara. No hablamos. No hablamos nada. Los dos somos vírgenes. Recuerdo que nunca dejo de pensar aterrado en la posibilidad de un embarazo. Ruth está desnuda. Ninguno sabe dar besos con lengua y nos lamemos la cara como perritos. Me da besos cortitos en la piel del prepucio como si estuviera haciéndole cariño a un bebé. Un, dos, tres. Por fin entro en ella y estamos así mucho rato. Al terminar, nos quedamos temblando y cuando intento abrazarla, me empuja a un lado y me dice “Lávate”. Eso pasa unas horas después de que mi tía Alicia haga click con su cámara Kodak barata, larga y negra y el flash nos capture justo en nuestros años de gloria canutescos. Esta es la foto de ese día, todos los primos sentados alrededor de una mesa con tazas vacías y restos de torta, nadie sonríe y en uno de mis bolsillos está el pendiente que compré para que Sara use al cuello, el mismo pendiente que Ruth me ayudó a comprar el día antes, el mismo que ella miró con desdén cuando lo levanté en la tienda de artesanías antes de decirme: - Sí, creo que le va a gustar.
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Jorge Baradit Ilustración de Enkeli
Gemini Dos gemelas flotando en el estrecho cosmos al interior de una madre de forma desconocida. Un ángel partido en dos a la fuerza por la máquina que fabrica cuerpos y descarga consciencias desde alguna estratósfera. Máquina de aire, madera y electricidad que lleva millones de años funcionando en automático y sin la asistencia de sus creadores desvanecidos antes de la existencia de nuestro propio Sol. Dos gemelas que se intuyen, dos pedazos de lo mismo que se buscan y se tocan entre la placenta tibia de su completa oscuridad. Fueron puestas en extremos del planeta y demoraron 6 años en tantearse de regreso, chocaron, se hundieron, se arrastraron y olisquearon. Fueron golpeadas, infamadas, pero llegaron moribundas al punto de reunión premarcado. Ahora, son dos niñas ciegas que siguen tanteando en la noche una hacia la otra, separadas por cristales, barrotes o telas delgadas que les impiden matar el dolor con el que está fabricado el espesor que las distancia. Dos niñas que crecen y se murmuran de una habitación a otra, rasguñan la pared y se comunican a golpes, rascando la madera que las mantiene divididas como a una herida. Sienten hambre con el pecho primero, luego con la piel interior de los brazos. Algo le falta al hueco de su abrazo. Los años acentúan el dolor, acrecientan la ansiedad y los susurros. Las uñas se rompen contra las astillas de la pared. La habitación se hace pequeña luego, algo duele a la altura del pecho, algo quema y busca como una boca propia un poco más abajo. Los helicópteros rugen a media altura, los perros enloquecen tras la entrada allá arriba y alguien cierra innumerables puertas pequeñas de cobre repujado.
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No hablan, no saben si las están mirando dos o doscientas personas tras algún cristal porque no ven nada, no hablan nada. Una de ellas se inventó un rudimentario dios al que le susurra de noche para que le regale garras enormes que desgarren madera o excaven túneles liberadores. Alguien la toma del pelo. Ni siquiera conoce la forma de su cuerpo, pero alguien dice que no funciona. Que hay que cortarla en pedazos y botarla con los desperdicios, o dársela a los perros que custodian las instalaciones para aprovechar la carne y los órganos interiores. Otro tiene una idea mejor. Abren la puerta entre las habitaciones y se quedan a observar. Las niñas tantean el barro, se huelen, se guían por lamentos y finalmente se encuentran. Sonríen histéricas mientras se tocan con la yema de los dedos. No se atreven a tocarse primero, sonríen, una se orina de alegría, la otra se arranca dos mechones de cabello y sonríe. Se tocan y sonríen. Poco a poco se aferran, como hiedra creciendo aceleradamente entre los brazos y pecho de la otra. Se aferra una a la otra como quien se agarra al único árbol que impide su caída al abismo y se quedan ahí, respirando entrecortadamente, llorando hundida una en la otra, emborrachadas de ese momento que tanto soñaban. Una le muerde suavemente el cuello a la otra, los dedos son arañas que caminan por la piel y buscan los rincones tibios. Prensas y cerrojos que se cierran sobre los omóplatos y las escápulas. Al comienzo se acariciaron suavemente, se tocaron la cicatriz donde habían estado unidas. Se besaron apenas y guardaron en silencio la tibieza de sus pequeños pechos en contacto, el pulso lejano de sus corazones golpeando por separado. Se lamieron las suturas, besaron las cánulas y dejaron caer lágrimas sobre sus cortes más recientes. Se besaron todo el cuerpo, se reconocieron y se tocaron donde se tocaban ahí, envueltas en el mareo donde por fin comenzaron a ser una. Se trataban con cuidado, respiraban sobre sus labios hasta endurecerlos. Luego los lamían en círculos hasta que dolían. Una sobre la otra haciendo girar los pechos tocándose sólo los pezones, luego los pechos, luego el abrazo, luego el beso hundiéndose una en la otra hasta perderse y no saber quién era quién porque no importaba y el sudor ayudaba en ese masaje que no se detenía.
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Se apretaban, se comían con el cuerpo buscando desaparecer en la otra y olvidarse. Dejaron de alimentarse, se exploraban con curiosidad, cuidado y detalle. Insistían en un punto con suavidad durante horas hasta conseguir el efecto deseado porque la otra era la una y se conocían. Dormían abrazadas, despertaban y se buscaban los rincones hasta agotar todas las combinaciones posibles. Días encerradas, apenas alimentándose, experimentando con sus dedos y luego con los objetos abandonados por toda la habitación. Se amarraron con telas, se ligaron vendas aplastando los senos, dejando sólo los pezones a la vista, usaron alambres para marcar la cintura, correas para apretar el cuello. Se hundían tubos y sondas, cables eléctricos y pinzas metálicas. Estaban enamoradas, no podían evitarlo. La una había nacido del propio vientre de la otra, era ella misma, su propia gemela idéntica de un embarazo programado por dementes de algún hospital sucio bajo tierra. Las niñas terribles queriendo hacerle el amor a un espejo, caer en la otra como hundirse en el mar, como entrar a un horno, arrojarse contra la otra como quien salta a un volcán. Ya pensaban lo mismo, el espacio entre ellas era una herida que había que cerrar. Alguien dijo que una había parido a la otra dentro de un útero de yegua. Otro agregó que habían demostrado que cortar un alma era posible pero que el resultado era una abominación. Un tercero agregó que trozar un alma y reencarnarla distribuyéndola entre varios cuerpos podría diluir el efecto de un asesino en serie. El que parecía encabezar el grupo dijo que podrían trozar a un agente de la Policía del Karma entre muchas reencarnaciones para esconderlo de sus enemigos durante décadas, para reconstituirlo luego en un cuerpo único, a través del incesto y la endogamia programada. La anomalía había fracasado. Las abandonaron a su suerte en una de las celdas sin protección ni vigilancia, en el calor insoportable de los subterráneos más profundos. Luego de un par de días ya no sabían quién había sido la madre y quién la hija. Se abrazaban llorando histéricas, absolutamente enamoradas; gritaban de alegría y se arañaban de furia, buscaban entrar una en la otra por todos los agujeros y perderse rabiosamente a mordiscos. Rodaban por el suelo y daban gracias a dios por tenerse.
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A veces las encontraban acurrucadas en una esquina comiéndose el pelo, las uñas y las heces de la otra sollozando de felicidad. Se cortaron los ojos para no ver a nadie más, se abrían heridas y succionaban la sangre. Usaron tubos de cobre para hacerse una transfusión artesanal que les produjo infecciones masivas. Nadie podía separarlas, casi mataron al enfermero que intentó lavarlas por separado, le cercenaron dos dedos y un testículo. Día y noche pegada la boca al sexo de la otra, la mano hasta el puño hurgando en el recto, untándose el cuerpo con los fluidos de la una y buscando entrar por la boca de la otra. Consiguieron agujas quién sabe cómo y se abrieron heridas a mordiscos. Era hermoso verlas acariciarse y sonreír mientras se comían mutuamente los parásitos que habían proliferado en sus vaginas. Alguien, conmovido, les hizo llegar tijeras, cuchillos y una sierra. Las hermanas se arrancaron una pierna, un brazo, se sacaron un hígado a mano limpia, comieron el riñón derecho de la otra y unieron uretras y venas cosidas con sus propios cabellos. Amarraron con alambre y cordeles la cadera de una a la otra. Se cantaban canciones de cuna. Se cosieron el torso, unieron sus intestinos. Amarraron la piel, la agujerearon y bordaron con el nombre de ambas unido a corazones fabricados con quemaduras de fierros al rojo. Querían volver a ser una sola. Cosieron la boca de una a la vagina de la otra, la uretra de una a la garganta de la otra. Se alimentarían de la menstruación de la hermana y nada más, tomarían la orina de la otra y nada más. Unidas para siempre. Las encontraron en los días siguientes en medio de un charco de sangre. Partes humanas podridas y frases ininteligibles escritas con las uñas sobre el cemento. Se habían cosido los brazos a la espalda de la otra. Se habían puesto los ovarios de la otra en las cuencas de los ojos. Habían reemplazado la cadera por el cráneo y cosido el cuello al agujero, el esternón por la columna, los pulmones dentro del estómago, las piernas a la piel de la cara. Con músculos de las piernas habían fabricado un pene gigantesco, que había desgarrado el útero de una, entrado al estómago y salido por su garganta para entrar en la otra, hasta salir a su vez por el ano y coser el extremo. El conjunto agonizaba, aún insatisfecho. Bello pero no saciado. Rezaban en un hilo de voz y pedían morir pronto para volver a ser un mismo ángel en el cielo. Se llamaban a sí mismas el espíritu del amor.
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Francisco Ortega Ilustración de Gonzalo Martínez
Jamie Bergman La rubia se llamaba Jamie Bergman y varios años atrás había sido elegida como Playmate de la edición 45º aniversario de Playboy. Renato la veía correr, vestida solo con un bikini amarillo, por una soleada playa californiana, mientras la aterciopelada voz en off de la versión latina del canal Playboy disparaba datos de la señorita. El especial no era nuevo, venían repitiéndolo desde el 2005, pero a Renato le daba lo mismo, siempre lo veía, siempre lo marcaba en la revista de programación del cable, siempre le era útil. Había algo en Jamie Bergman que lo hacía feliz, no podía precisar qué, tampoco le importaba demasiado. Contaban que Jamie había nacido en Salt Lake City y crecido en el seno de una tradicional familia mormona, que le gustaba cantar country y consideraba que sus ojos eran lo más lindo de su cuerpo. Tenía razón, pensaba Renato, mientras la veía desprenderse de la parte superior del bikini, levantando orgullosa un par de tetas magníficas. Ahora contaban que era amiga personal de Howard Stern, quien la había escogido para protagonizar una comedia llamada Hijo de la Playa, que se burlaba de Guardianes de la Bahía. Según un Stern doblado en México, Bergman tenía todo para ser la nueva Pamela Anderson. Y era cierto, tenía todo y más, aunque le faltaba la actitud de Pamela, algo que no se conseguía levantando el dedo primero en alguna clase de modelaje en la mansión de Hugh Hefner. Renato recordaba haber visto esa serie, Hijo de la Playa, una comedia tonta donde Jamie Bergman se paseaba media hora con un bikini amarillo idéntico al que ahora no llevaba puesto. Ya no daban el programa, era tan malo que no había sobrevivido a la primera temporada, Renato se preguntó si acaso en YouTube podría encontrar capítulos, tal vez podría buscarlos más tarde.
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La modelo rodaba a la orilla del mar y arqueaba su espalda para levantar un trasero tan espléndido como rotundo. Afuera, en Santiago, las luces de la esquina de Condell con Providencia iluminaban en azul el ángulo sobre el cual habían levantado el hotel. El hotel, ya eran tres meses viviendo en él, más temprano que tarde iba a tener que buscar algo más estable, pero no mañana, ni pasado, tal vez la semana entrante, o el próximo mes. Renato abrió la bragueta de su pantalón y trató de masturbarse. Apretó su sexo con fuerza, sin despegar los ojos del ombligo de la rubia oriunda de Utah que ahora, vestida de granjera (¿o vaquera, cowgirl?), se abría la blusa para volver a ofrecer sus senos de goma. La chica era un cañón, un fierro; el hotel silencioso, privado, la situación no podía ser mejor. Una buena paja, terminar de leer algo y apagar la luz. Algo que de hecho solía hacer con agendada frecuencia. Pero nada. Por más que presionaba, nada se levantaba, ni siquiera se endurecía. Jamie Bergman masturbándose en la ducha era motivador suficiente para cualquier hombre, pero él no podía. No era que no tuviera ganas, era simplemente que a pesar del bamboleo constante de los senos de la rubia, le era imposible olvidarse de la última conversación con su hijo. “¿Hace cuánto tiempo que no te acuestas con alguien? Mi padrastro dice que no sería nada de raro que un día de estos salieras del clóset”. Toda la vida Renato se había culpado por no haber estado junto a su hijo mientras éste crecía. Confundió el ser padre con comprarle regalos caros y pagarle viajes a Europa y Miami. Y así ocurrió, “donde pecas pagas”, rezaba un dicho popular. Para su hijo, él no era otra cosa que una figura casual, de la cual incluso podía burlarse en compañía de su padre adoptivo. Pensó que de ser posible retrocedería en el tiempo aunque no sabía para qué. Estaba seguro que volvería a cometer los mismos errores. Jamie Bergman hablaba de su hombre ideal, mientras bailaba desnuda en una especie de galpón lleno de mangueras que la mojaban con fuerza. Wet&Wild, así se llamaban esos especiales de Playboy. Renato tenía varios en DVD y otros los bajaba de la web. Pensó en la última vez que había hecho el amor. Recordaba exactamente la fecha, un martes de junio hacía diez años, pocos meses antes de separarse de Cecilia. No fue con ella. La chica se llamaba Laura, tenía varios años menos que él y un cabello largo y rubio, muy parecido al de la rubia modelo que seguía mojándose en la pantalla del televisor.
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Dieron tres golpes a la puerta. Renato pensó que había sido imaginación suya, sensación que se esfumó cuando los golpes se repitieron, nuevamente en una cadencia de a tres. Apuntó el control remoto y bajó el volumen del televisor, se subió los pantalones y saltó de la cama. No era muy tarde, debía de ser alguien del hotel con algún recado u oferta de algún tipo de servicio nocturno. Se equivocó. No era nadie del hotel. Los golpes se sucedieron por tercera vez. Abrió la puerta y con sorpresa vio allí, parada en el pasillo del quinto piso, a una señorita de pelo castaño, pecas desordenadas y ojos cafés. −Hola−, lo saludo la mujer. Tenía un acento raro. No era chileno, pero tampoco podía precisarse de qué lugar de Latinoamérica. A Renato le dio la impresión de estar parado frente a una actriz secundaria de teleserie gringa, doblada en neutral en alguno de esos estudios mexicanos dependientes de Televisa. La miró de pies a cabeza, sin que ella lo notara; o eso creyó él. No se parece en nada a Jamie Bergman, pensó. −Hola−, le respondió. −Disculpa−, siguió ella. –Estoy en el piso de arriba y quería preguntarte si tienes agua caliente en tu ducha, porque en mi habitación al parecer sucede algo malo. − ¿Es broma? –preguntó él. −No… es la vida. Respondió la mujer, mientras Renato pensaba que a pesar del cabello y del color de los ojos, igual tenía un dejo de Jamie Bergman. De hecho era muy parecida.
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Rodrigo Jarpa Ilustración de Tomás Ives
Ser en el pasillo Ya estaban los dos hace rato en el bar de alcohol y humo caliente como aceite con olor a verano. Ella lo ve primero, él la ve después, ella morena, con clavícula y hombros, manos de serpentinas pero no de cumpleaños de niños, mucha miel piel de palma, había mucha piel esa noche en ese lugar. Su boca de sashimi con lengua con saliva limpia con olor a agua inodora, incolora y lubricadora, mucho rojo mordisqueable con un poco de dolor y dientes perfectamente imperfectos. Miradas de cuchillo con timidez sexona y con algunos úteros sedientos y volátiles dando vueltas…cuerpo de mezcla y piel de durazno oscuro peludo sin mucho pelo, pero durazna como el escote y algunos toperoles a veces en todo momento, con mezcla de yegua y my little pony. El alcohol nunca mezclado con colores y burbujas, más puro y entrando, vinos como sangre de toros negros. La música era importante y muy cremosa, acaramelada, pero sobre todo repite crema lentamente y ve qué pasa…hacía ponerse a cocer en la Singer antigua. Tengo que ir al baño pero no porque tengo que ir al baño, está todo calientemente calculado y ahí está el pasillo angosto como canal de parto y ahí pasamanos, 3, 2, 1, sorpresa, cámara lenta, muy lenta, sangre a presión, olor a mezclas de mezclas, cerca, más cerca, pegados, juntos, roce fuerte y suave, algunas cosas suben y otras bajan liquidas y sólidas, carne, piel, tiempo fuera, lento o rápido, pero se siente todo, no el olor, el color o el sabor, todo, pero TODO y no hay nada que hacer, sin recuerdo y sin memoria, sin mundo terrícola y el guión rígido a cumplir, no hacer, ser, sentir, esa sensación de vida caliente lúcidamente obnubiladora, líquidos, sangre roja, calor, cerca, pegados, contracciones rítmicas cada 0.8 segundos o cada cuanto te dé la gana, respiración fuerte y sentida, plenamente ahí, consciente, intenso, 3, atento, placer, 2, presente, latidos sentidos, sístoles, diástoles, 1… duérmete de nuevo, piloto automático, no aquí, allá o antes pero nunca aquí, pensando, pensando y pensando, la loca de la casa no para; qué tengo que hacer, sentir, pensar, eso está bien o eso está mal, vuelve a desconectarte y nos vemos en el pasillo cuando puedas ser realmente.
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Daniel Hidalgo Ilustración de Garvo
Los días de atrás No recuerdo en qué momento se me ocurrió escribirlo. Aunque esto no tiene por qué ser motivo de cuestionamiento alguno, esas imágenes están ahí, son escenas que aparecen rebotando en alguna parte de la cabeza, como si nada, y uno las escribe, no más. Era un cuento más bien mediocre que trataba sobre un tipo que descubría que moriría pronto y decidía recurrir a una antigua novia de la juventud para contarle el mal que le aquejaba. Un detalle: Él había perdido contacto con Ella hace 15 años, la estuvo buscando sin éxito un par de semanas, hasta que un amigo en común le ayudó a concretar la proeza. Otro detalle: Él había hecho su vida, tenía una buena mujer y dos niños, un trabajo que le aburría y un perro llamado Arthur –Sí, Arthur–. Ella más o menos lo mismo. Habían superado los 40 años. No quiero aburrirlos, así que iré a lo que realmente importa. Él y Ella se reencuentran, toman un café, luego otro, lo acompañan de una serie infinita de cigarrillos, se ríen, recuerdan cosas. Dos horas más tarde entran al Motel Casa Grande, al sur de la ciudad. Ella está ahí desnuda, Él tarda un poco más por vergüenza a las huellas drásticas que el tiempo ha dejado en su cuerpo. Y se besan, pasan sus lenguas por sus cuellos, sus orejas. Ella baja y le lame los muslos, en la parte más blanda de ellos. A pesar de lo obvio de mi escritura –y lo siento mucho–, ella le toma el pene, comienza a masturbarlo tiernamente al principio y más salvaje después, y juguetea con la punta de su lengua para, luego, cazarlo entre sus labios, y de rodillas hacerle recordar lo linda que es la vida algunas veces. Hacen de todo lo que hacen los amantes desesperados, me tomó 9 páginas detallarlo, pero había un momento particular dentro de la escena. Ella está arrodillada sobre la cama y Él la abraza por la espalda, la recuesta en posición felina y con sus labios y lengua le come el culo. Ella vive su
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primer orgasmo en mucho tiempo, grita aleluya, y recuerda lo linda que es la vida algunas veces. El cuento apareció en una antología que vendió bastante bien pero de la que no recibí dinero alguno, más que nada por esos curiosos favores que uno debe hacer en este oficio de escribir. La crítica fue destructiva, no sólo con mi relato sino con la antología entera y me avergoncé un par de días por haber participado de esa porquería. Sin embargo, Cristina, mi novia, se encontraba bastante contenta con mi talento para describir escenas de sexo, de las que se sentía, por supuesto, principal y única inspiración, y aunque se avergonzaba un poco de haber hecho tan públicas las veces en que ella me entregó el culo para yo besarlo, mejoramos nuestra propia forma de tener relaciones gracias al bendito cuento y sus personajes. Pero no sería todo, algo más de consuelo llegaría unas semanas más tarde. Un inesperado correo aparecía en el inbox con el asunto “Hola”. No era mucho lo que decía y lo paso a copiar acá: “¿Cómo estás? Años sin saber de ti. Espero que éste siga siendo tu correo. Te escribo porque leí el famoso libro ese en que aparece un cuento tuyo y déjame decirte que me gustó mucho. Un beso”. Era todo. Antonia, su autora, había sido mi compañera en la Universidad, una chica linda con un cabello negro que le colgaba hasta casi tocar la cintura. La ansiedad me hizo tardar cinco minutos en responderle y lo hice así: “Antonia, ha sido demasiado tiempo. Qué bueno saber que estás con vida y que en realidad no estamos tan viejos como para no saber escribir mails. Y qué bueno que te gustó mi relato. Un beso”. Un nuevo correo de Antonia apareció dos semanas después pero no pude leerlo hasta la noche siguiente porque, como cada fin de semana, había hecho planes domésticos con Cristina. Cuando logré al fin sentarme a solas frente al monitor, la sorpresa fue mayor que la que me llevé con el primer mail: “Igual me da una extraña mezcla de vergüenza y alegría que aún recuerdes, y tan detalladamente, cuando tirábamos en la U, y esos besos que me dabas en el trasero”. Leí el correo por lo menos unas cien veces esa noche e incluso me masturbé frente al computador, en medio de la oscuridad –No quiero mentirles, tampoco: fueron
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dos las veces que me toqué–. Con Cristina llevábamos 3 años de pareja y jamás se me había pasado por la mente serle infiel, o al menos concretar esa fantasía. Con Antonia nunca fuimos novios, fuimos compañeros de U, nada más, nos acostamos cuatro veces y dejé de saber de ella cuando nos titulamos. Eso fue hace 8 años. Intenté escribir una respuesta, pero finalmente apagué el equipo y me fui a dormir. Me sentía afiebrado y nervioso. En el cuento, Él y Ella, se encuentran desnudos sobre la cama mirando al techo. Ya pasaron las agitaciones hormonales y conversan sobre la vida. No hay culpa alguna, como si ese encuentro fuera parte de una dimensión paralela lejana a la realidad que cada uno inventaba para sus vidas. En eso, Ella le pregunta –sí, es lo más cursi que he escrito–: “¿Sigues creyendo en el amor?” Él guarda silencio y aspira el humo de su cigarrillo. Cuando Cristina leyó el manuscrito dijo que era mi mejor cuento, y es muy probable que así lo haya pensado porque su nivel de calentura tras leerlo fue tal, que saltó sobre mí y lo hicimos en el suelo frío, igual a como cuando comenzábamos recién a salir. Me lo chupó por, al menos, unos diez minutos, cosa que tampoco hacía desde aquellos iniciáticos momentos, y luego se desvistió, se bajó el calzón y ensambló su culo en mi boca. “Házmelo como lo hace el personaje de tu cuento. Me encanta cuando me besas la cola”. No tenía idea de que eso le agradaba. Tres días después, un nuevo mail sí que me dejaría sin habla: “Hola. Te escribo para pedirte porcentaje de derecho de autor jajaja. Veo que esas noches de pasión terminaron por ser parte de un gran cuento. Te confieso que me sorprende que aún recuerdes nuestros locos momentos juntos. A ver si nos vemos un día de estos para revivir esos viejos tiempos. ¿Te interesa? Lo siento, sabes que siempre fui directa jaja ¡Besos, Ass-boy! Camila”. No sabía de ella hace 5 años. Fuimos colegas y algo así como amigos de cama durante un tiempo. Lo que más recordaba eran sus piernas largas y pálidas, las que jamás escondió a nadie. Tuvo que pasar un mes entero para escribir el mail definitivo, tras una decena de escritos, tanto a Antonia como a Camila. De hecho, a ambas respondí la misma tarde con una distancia de dos minutos: “¿Nos tomamos un café?”, fue el mismo mensaje para las dos.
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Nunca fui infiel en la vida porque jamás había tenido una relación tan formal como la que teníamos con la Cristi, y quizá eso empeoraba las cosas porque las horas que siguieron fueron de una agitación humanamente insoportable. ¿Cuál de las dos respondería primero? ¿Tirarán igual que antes? ¿Se sentirá lo mismo o mejor? Ese viernes, con Cristina fuimos a los chinos con Sandra, su mejor amiga, y su novio recién estrenado, un tipo que hablaba mucho. Cuando nos despedimos, y mientras el nuevo le decía algo a Cristina, Sandra me susurró al oído: “Leí tu cuento, lástima que esa noche en que nos conocimos terminaste enamorándote de mi amiga”. Soltó una sonrisa. Yo también. A veces pasan cosas extrañas. Todo se había vuelto extraño esos meses y esa madrugada no tenía por qué ser distinta. Llegamos a casa y nos pusimos a beber un ron que habíamos comprado unas semanas antes. Cristina se veía tan hermosa como siempre. Incluso más, porque con el alcohol se vuelve más coqueta y alegre. Cerca de las 3 AM tomó mi mano y la llevó a su entrepiernas y así, con mis dedos frotándola, fuimos caminando a la pieza. Nos desnudamos. Nos tocamos. Nos lamimos. Nos bañamos en saliva. Y en medio de esa oscuridad yo ya me disponía a lamerle el ano imaginando que sería el de Antonia, o el de Camila, como si estuviera ensayando, cuando ella hizo un movimiento algo brusco y me vi boca abajo, recostado sobre las sábanas, mientras la cabeza de la Cristi se perdía entre mis nalgas. Mi estómago se retorcía y sentía su lengua entrando, saliendo y mojando mi culo. No podía mantener la boca cerrada y sentía como si me estuviera yendo cada segundo. Sin despegar sus labios, Cristina comenzó a masturbarme deslizando su brazo entre la cama y mi cuerpo. Bruscamente, me metió en el culo su dedo índice, y luego el anular, y como si fuera un taladro de carne, me hizo salpicar toda la sábana de semen en unos pocos segundos, traté de retener algo con mi mano izquierda, pero ya era demasiado tarde. “Ahora tienes algo nuevo sobre qué escribir” me dijo sonriendo y se durmió. Pasé el resto de la noche mirando cómo Cristina dormía. Me sentía culpable por esos correos. Cuando comenzó a amanecer, me acosté tras ella y la abracé. Le besé el cabello y, esbozando una sonrisa, sentí que algo había cambiado para siempre entre nosotros.
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Claudia Barudy Ilustración de Coca Ruíz
Lo bueno de brillar La vida de Deyanira cambió cuando leyó en el Reader’s Digest un artículo que decía: “la conversación entre el varón atractivo y la dama buena moza está acompañada de una vibración única que no se da en ninguna otra”. Su primera reacción fue entristecerse hasta las lágrimas al pensar que ella no generaba esa energía que mencionaba el experto citado por la revista. Después de un largo sollozo se miró detenidamente al espejo. Se propuso cambiar, usar toda su inventiva para brillar siempre y en cada minuto hasta lograr que cada vez que ese varón atractivo le dirigiera la palabra, aquella vibra única fuera tan intensa que nadie podría no notarla. Lo primero que hizo fue hacerse la base. Mientras esperaba que los químicos hicieran su efecto bajo el casco secador, se devoró el libro “La joven y sus problemas” del Dr. Harold Shryock. Los tres primeros capítulos eran “Secretos relativos a los varones”; “No sea que lo lamentes” y “¿Quién paga las cuentas?”. Tomó varios apuntes, imaginándose múltiples situaciones que viviría gracias a su nueva imagen, y donde seguro las recomendaciones que acababa de leer le serían de gran utilidad. Su mañana estaba resultando muy provechosa. Sin embargo, un encabezado hacia el final del texto la perturbó. Este apartado se refería al autoplacer femenino. Después de detenerse latamente en todas las formas posibles de esta práctica, el especialista menciona: “Un factor importante que contribuye a mantenerse libre del hábito consiste en evitar las lecturas, la conversación y las fantasías que se refieran a asuntos sexuales.” El pasaje le quedó dando vueltas durante todo el proceso que la convertiría en esa dama buena moza que genera vibraciones únicas. Primero que todo ¿Cómo,
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siendo ella una mujer instruida, jamás había llegado hasta sus oídos este tema? Segundo, ¿Por qué habría de buscar formas de mantenerse libre de un hábito que leía tan saludable? Su mente analizaba el asunto mientras contestaba con monosílabos a la clásica perorata de salón de belleza de barrio. Ya tenía todo más claro cuando cerró por fuera la puerta de la peluquería y saludó a su nuevo yo en el reflejo de la vitrina del frente. Camino a casa no tuvo que conversar con ningún varón atractivo para sentir una vibración única que aumentaba con cada golpe de tacón que daba sobre la acera y luego por las escaleras en ese medio día caluroso. Abrió la puerta de su departamento sintiendo que el blue jeans le quedaba más corto de tiro que nunca y que la Coral Musk con que se había rociado el cuerpo antes de salir, lo inundaba todo. Se derritió ante su imágen en el espejo de cuerpo entero. Mientras una de sus manos de uñas nacaradas acomodaba suavemente los estrenados rizos, la otra bajaba desde su escote y se hundía detrás del cierre del pantalón.
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Carolina Pulido Ilustración de Claudio Álvarez
Dejémoslo así A mí como que no me importó mucho. Más bien me interesó descubrir la verdad. Ese afán como detectivesco que me viene de repente. Había llegado de otra de sus conferencias internacionales, de Barcelona. Feliz estaba, radiante. Demasiado contento, eso era lo raro. Así que lo interrogué. Y vi las fotos de su cámara. Ahí aparecía ella. Antonia Bermúdez. Una guapa de pelo corto, alta, bien producida y siempre sonriente. Me dijo que había pasado poco tiempo con ella: primero estuvieron juntos en un almuerzo grupal y luego se vieron una tarde, en la que ella ofició de guía turística y le mostró algunos barrios de la ciudad. Qué buena persona ella, ¿verdad?, le comenté, irónica. Dijo que sí. Que no había pasado nada más. Que no quería escenas de celos. Que estaba cansado. 12 horas de viaje. Y una escala eterna en Buenos Aires. Esa noche no pude dormir. Me levanté tres veces a revisar su teléfono. Vi sus mails, sus mensajes de texto, su billetera, y nada. Ni un solo papelito con los datos de la linda Antonia (era linda, lo juro, si hasta a mí me gustó). Estuve a punto de resignarme, de olvidarme del asunto y seguir viviendo como todo el mundo, ya sabes, como hacen las parejas: se quieren, se engañan y después hacen como si nada pasara. Pero la duda me torturaba. Cerraba los ojos y ahí estaba, acechando, bloqueando los pensamientos positivos, reproduciéndose como lacra en mi cerebro y volviéndome inútil para cualquier tarea. Excepto, claro, para la investigación. Incansable. Así que ideé un plan. ¿Existirá algún hombre joven y atractivo, casado o soltero, que ante la oportunidad de estar a solas con una guapa, guapísima, opte por no seducirla? Exacto. Lo mismo pensé yo la mañana que creé una cuenta de Gmail a nombre de Antonia Bermúdez. La mañana en que todo comenzó.
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Hola José, quería saber cómo has llegado. La pasamos muy bien los dos, ¿eh? Me gustaría mucho verte otra vez. Un beso, Antonia. La respuesta de José fue casi automática. La llamó bella, le dijo que le había encantado conocerla, que en una de esas iría de nuevo a Barcelona en unos meses, y que entonces se las arreglaría para tener algunos días libres. Nada que indicara algo más que un coqueteo inocente. Tierno, incluso. Y me alegré. Pero no me la creí del todo. O quizás tenía ganas de llevar el juego a tierras más interesantes. Entonces escribí: Se me ocurren muchas cosas que podríamos hacer juntos la próxima vez que vengas. Algunas te las puedo contar, otras, pues tendrás que esperar a verlas –o sentirlas- porque me da vergüenza decírtelas. Sí, me lancé. Abrí una ventana peligrosa sin saber mucho qué había al otro lado. Puede que haya estado aburrida de mi matrimonio. Puede que Antonia Bermúdez haya funcionado como un buen salvavidas en tiempos de tormenta emocional. Puede que yo misma me haya obsesionado con ella. Y José picó el anzuelo en cosa de minutos. Tan predecible él. A las pocas semanas ya hablábamos como dos amantes. La otra noche, como no podía dormir, me he puesto a pensar en ti. Y quizás no me lo creas pero no he podido dejar de tocarme. He visto una porno en la tele y las manos se me han ido de control. Los pechos, el vientre, el coño todo mi cuerpo pensando en ti, húmedo, jadeando, susurrando tu nombre. Estoy muy cachonda, José. Esa noche, ahora, todo el tiempo. Quisiera no tener que reproducir los correos de José. Son tan cursis. Es como si Antonia hubiese despertado un lado suyo que estaba dormido, bloqueado, no sólo por las palabras que se animó a usar, sino por la forma en que desde ese día comenzó a hacer el amor conmigo. Milagrosamente, nuestra vida sexual se puso excitante. Yo también, debo reconocer, andaba hot con tantas imágenes eróticas que escribía a diario y José, pues simplemente había pasado de ser un marido chileno promedio, apasionado apenas por el fútbol y la piscola, a transformarse en un toro salvaje. Sí, como De Niro cuando joven. Mi española cachonda, yo iría corriendo a posar mis labios en tu clítoris. Te succionaría entera hasta dejarte sin jugos y después de abrir tus labios rosados te me-
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tería mi polla dura y gorda hasta adentro, bien adentro, mientras te miro desvanecer de placer. Te comería entera, con mis dientes, con mi lengua, con mi nariz, con mi polla y luego me correría, donde más te guste. Sí, bueno, ambos hemos abusado de las lecturas eróticas. Nada que hacer. Mucho Bukovsky, Bataille y Henry Miller traducidos por españoles. Suenan bien. Y en nuestro pequeño juego, el estilo funcionaba, nos ponía cachondos y nos animaba a ir más allá. Una vez pasé toda una tarde buscando una imagen excitante para mandarle. Me había pedido fotos sexys. Y encontré el retrato perfecto: un par de piernas abiertas, abiertísimas, dejaban ver una vulva sublime: labios carnosos, depilados, lisos, y redondeados enmarcando una perforación almendrada, jugosa y ligeramente dilatada. Dando la bienvenida, digamos. En la punta, un clítoris brilloso e hinchado era coronado por un dedo índice que parecía frotarlo con total delicadeza. Una foto hermosa. Apreté send sin estar muy segura de la verosimilitud de mi autorretrato, o el de Antonia, que a esas alturas no era lo mismo, pero era igual. Al día siguiente, llegó a mi casilla electrónica la foto de José. Mucho más atrevida, mostraba su cara mirando fijamente a la cámara, su cuerpo de perfil y su pene duro como roca se alzaba hacia el cielo mientras su manos sostenían la base, como jactándose, como haciendo gala de su plumaje. Se veía sexy con su mechón de pelo sobre la frente y su antebrazo poderoso, como recién inflado. Creo que de hecho me pasaron cosas, me excité mirando la foto erótica que mi marido le había enviado a otra mujer, pero la calentura duró hasta que comencé a leer el texto que venía a continuación. Toma esta imagen como un adelanto. Ya tengo el pasaje. Pronto, muy pronto, estaré por allá durmiendo entre tus piernas. O mejor, sin dormir en absoluto. Ensayé algunas cosas que responderle, pero nada sonaba lo suficientemente convincente. ¿Era cierto? Al final opté por el silencio. Todo cambió algún tiempo después. Los correos seguían, como siempre, cada vez más atrevidos y eufóricos. Hasta que José propuso lo que ya me temía: el viaje. Dos días después, para mi cumpleaños, recibo un sobre con dos pasajes a España. Para que vayamos juntos, me dijo.
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José Miguel Villouta Ilustración de Bernardita Ojeda
Los Glúteos Debo ser la única persona que piensa que La Guerra de Los Mundos se ha filmado a propósito con la mayor cantidad de tomas en las que Tom Cruise está de espalda para poder mostrar así su jugoso trasero. Así es como funciona mi cabeza. Nunca miré los efectos especiales ni me fijé en el subtexto de la invasión Norteamericana a Afganistán. Estuve todo el tiempo con la vista clavada en esos pantalones que se ubicaban siempre en posición de semi sentadilla para escapar así rápidamente de los extraterrestres. También creo que debo ser el único que comenzó a ver La Ley y el Orden UVE por el trasero de su protagonista y terminó quedándose por lo bueno de sus guiones. Piénsenlo: ¿Quién dice, “voy a ver este programa” para mirarle el culo a un actor determinado? Así es como funciona mi cabeza y creo que es lo único de lo que me avergüenzo. No de haber sido adicto a la cocaína, de trabajar en un programa de farándula o de creer que Ayn Rand y Susan Sontag son al mismo tiempo las mejores pensadoras de nuestra época. Me avergüenzo de no tener ninguna vergüenza al momento de disfrutar de un buen par de glúteos. Cuando me preguntan qué es lo que le miro a un hombre, contesto que “El Santo Grial” ya que en Chile esas posaderas atléticas y llenas de vida son algo que pasa frente a mis ojos una vez a las quinientas. Un buen trasero, de los que me gustan a mí, no sólo tiene el glúteo mayor firme y redondo, sino que además el glúteo medio desarrollado y esponjoso, como si estuviera sonriendo. Este trasero de mi preferencia es producto de una alimentación carnívora y un régimen de ejercicios que lamentablemente en mi círculo de conocidos no se da. Por
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decirlo de alguna manera, los buenos traseros no son ni de izquierda, ni de intelectuales. Ergo, mi pensamiento político ha cambiado a medida que he crecido. Como el deseo es algo que viene desde el inconsciente y no se puede manejar (es decir, este gusto por los glúteos no se me va a ir), he aprendido a entender y a interesarme por los que piensan distinto. No soy facho, pero ya no me molestan los minos de derecha. No si tienen buenas nalgas. Así de escasos son los culotes en este país. Y así de tanto me gustan. Vayan al Parque Forestal: con esto de usar pantalones sueltos y a la cadera, lo poco que hay ni siquiera se ve, y los que usan algo ajustado parecen tener piernas de pájaros. Es por eso que mi barrio favorito es El Golf, donde los hombres son grandes, deportistas, usan cinturón y unos pantalones de tela costosa que dejan ver esa redondez saludable de tipos que se levantan temprano a proveer para la familia y los sábados no salen de noche por que al día siguiente hay que ir a misa. Los que me conocen saben que me la para el enemigo. Pero no puedo evitarlo. No es algo que maneje. Me siento como una judía enamorada de un rubio. No digo que corra mano, ni que mire con cara de cordero degollado las pocas veces que aparece algo. Cuando veo que hay uno, miro. Siempre he pensado que ser directo es la manera más inteligente de conducirse. Como cuando compraba marihuana y me encontraba con el vendedor en una esquina, este siempre se preocupaba de actuar de manera tan encubierta que siempre resultaba todo tremendamente sospechoso. “¡Pásame la weá!” le decía, “¡Hazla corta!”. Es por eso que cuando veo a alguien que me gusta en la calle me doy vuelta sin disimular a mirar si tiene buen trasero. Si no lo tiene, me siento un poco defraudado, como cuando me compré una blackberry y me di cuenta de que se quedaba siempre pegada. Si tiene un buen trasero, confieso que mi corazón se llena de alegría, como cuando uno se entera que tal o cual franquicia se instalará en nuestro país. Me doy tanto vuelta a mirar traseros que he asumido que existen grandes posibilidades de que cuando muera, será porque choqué o me atropellaron. He llegado a poseer el talento para dividir a los hombres en dos: los que tienen cara de poto y los que tienen cara de tener buen poto. Esto es un hobby que he desarrollado desde
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adolescente. Cuando nos hacían correr en el colegio, ahí iba yo atrás de los compañeros que mejor rellenaban el pantalón corto. Una vez llegó al curso un brasilero con un cuerpo que nosotros nunca habíamos visto y tenía un trasero que me daba miedo mirar. Era tan perfecto que en un afán de igualarlo al resto, le inventaron que tenía mal aliento. Si bien mientras fui adicto a las drogas me dirigí con Pedro, Juan y Diego a la cama, nunca pude concretar nada porque o estábamos demasiado preocupados de seguir tirándonos estimulantes, o demasiado ebrios como para mantenernos despiertos, así es que mi historial sexual se reduce a las personas con las que he estado enamorado y a un vecino que tenía las asentaderas más perfectas de la historia. No tuve sexo con él, sino que con su trasero, y esa experiencia fue la equivalente a tener un hijo, a plantar un árbol o a escribir un libro: algo que ya hice y que me tiene en paz. De los tipos que me enamoré, sólo uno de ellos tenía un trasero generoso, y terminé tan enganchado de esos glúteos que cuando todo se acabó me fui a negro y para salir tuve que replantear completamente mi vida. Es por eso que ahora para mí los buenos culos son sólo para mirarlos. En alguna parte de mi cerebro quedó grabado que estos no traen otra cosa que problemas. Pero también funciona al revés. Cuando me ha gustado un tipo y no ha sido recíproco, me consuelo de verdad diciendo “y qué tanto si tiene mal trasero”. Además no sé si podría establecer una relación con alguien con buen trasero ya que éste sería como un tercero presente en la relación. Sería como “Ok, ya hablé por teléfono contigo, ahora pásame con tu popito”. Sé que leyendo esto puede dar la sensación de que soy una especie de sórdido, pero no me malentiendan: sí o sí les voy a mirar el trasero cuando los conozca, eso ténganlo claro, pero para mí el sexo es algo que está sobrevalorado. No sé si es importante o lo que sea, pero no me siento mal si tengo sexo una vez al mes o al trimestre o al año. No compro eso de que tenemos que transformarnos en atletas sexuales, sobre todo porque a la persona que a la fecha más he amado y con la que más me he sentido acompañado es con el que peor sexo he tenido. Y es como: Ok. ¿Fue realmente una mierda? ¡Todo lo contrario!, cuando pienso en él sé que vamos a
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caminar uno al lado del otro hasta que seamos viejos. Por eso cuando veo un trasero musculoso en la calle, no es como si me mordiera el labio de abajo, es más como si viera a un adorable perrito recién nacido y me impresionara con lo maravillosa que es la creación y quisiera revolcarme en el suelo con varios cachorritos a la vez mientras me lengüetean el cuello y me río. Es como ¡Que simpático! ¡Me encantan! Así es que ya saben. Cuando nos presenten, párense bien derechos y saquen pecho. Si quieren hacerme un favor, métanse las manos bien metidas a los bolsillos y dense una vuelta para hacerla corta y comenzar de una vez por todas a conversar de lo que tengamos que conversar. No se sientan intimidados, es algo sano que yo hago y que no puedo controlar.
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Diana Massis Ilustración de Nicolás Pérez de Arce
Robo (Robo fue birlado de un texto más largo que está escribiendo la autora)
Abriste un estuche con tu arsenal: corta uñas, alicates, ganzúas y unas ínfimas tijeras de puntas asesinas para rajar en segundos los dispositivos de las alarmas. Con ellas me amenazaste. Decías “ábrete el pantalón conchetumadre”, bajito, susurrado, con la puntita de las tijeras en mi yugular. De inmediato te expliqué que yo no tiraba gratis, que era mi negocio y te largaste a reír de tu buen tiro, por dar con los mejores productos. -Un puto y argentino. Puta que tengo buen ojo. - Me mataste con ese cantadito del otro lado de la cordillera. Habías aparecido hace un par de minutos desde el centro de la multitienda, entre las ofertas de temporada, mientras yo huía del despelote de las minas de compras. Fuiste directo, cargada de trapos y me chocaste mañosa, como si nada. El broche de mi cinturón rebotó en tu mullido abrigo negro. Bastó ese toque para que me arrancaras las llaves- las del bulín, las de mi casa- que oí tintinear a mis espaldas. Hey, dijiste, y con pericia te guardaste el manojo en el bolsillo interior. Tuve que seguirte hasta el probador donde me inmovilizaste a rodillazos en la enclenque banqueta, a punta de tijeritas en la yugular. -Ábrete el pantalón conchetumadre- repetías al oído, arrugabas las pecas de la nariz enmarcada con un flequillo disparejo. Una escena de película. Bajo el abrigo negro tenías otro de lana gris y al sacarlo dijiste, tranquilito, y te quitaste un chaleco cuello tortuga que cubría otro de escote recto. Diseños de la nueva temporada, adquiridos sin pasar por caja.
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-¿Así que tienes precio, ramerito? Olvídate de que vas a cobrar. Rajaste unas mangas para amordazarme. Dijiste eres un afortunado hueón, me llamo Lina, soy de Valpo y me dedico al estil. Preguntaste en mi oreja: ¿Cómo te llamas? Jonesy, respondí, vaya nombre más raro, agregaste y yo te expliqué: es por el personaje de Truman. Y tú: no lo cacho. A estas alturas estiliabas por militancia, como ser jipi, panki o zorra de lujo. Una forma de joder a los jodidos hijueputas, y me agarraste del cuello, con la fuerza justa me cogoteaste. También lo hacías por amor: tener es un derecho humano- dijiste y me besaste -Abrigo, cama, champán francés. Todo estaba allí para ser cogido. - Como tú, así que calladito. Cada mañana salías con tu banda a estiliar, cada miembro con su especialidad: libros, delicias, ropa, perfumes, dijiste mientras te frotabas, siempre segura al apropiarte el botín. Luego cortaste, con las tijeritas de la yugular, otra de las prendas que lucías aún con etiqueta: un calzón con mariposas de purpurina. En cuanto lo hiciste, ya te había absuelto. Quería darte todo gratis, cogotera. Habías comenzado, Lina, cuando intentabas todo: ser otra, tener casa, laburo, polvo, colegas. Fuiste a comprar la leche y se te ocurrió deslizar las galletas en el bolso. Resultó tan sencillo que estiliaste un champú de regalo a la tipa que te arrendaba el cuarto. Aún no podías medir las bondades del descubrimiento: un pintalabios en la farmacia, anteojos oscuros en la óptica elegante, ese collarcito divino. Con buen ojo hiciste el mapa de las cámaras en el súper: los lácteos no tienen vigilancia, para birlar copete era útil llevarlo hasta allá, igual que el filete y alguna bandejita de trufas. Si te cazaban no tenías que ponerte chora; la humillación era menor si pedías perdón abatida. Llorando incluso podías encontrar piedad. Entonces te volviste descarada. Antes de venir a la tienda chupabas las tijeras para eliminar alarmas y después los parches para cubrir los agujeros que al principio te quedaban algo grandes. Mejorada la técnica, recibías encargos a la carta. Las chicas se probaban y luego te decían: el pantalón de rayas en cuarenta, la blusa verde mediana, las botas rojas con broches, que después les vendías a mitad de precio. Las cosas eran tuyas, como yo ese día.
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Fue un atraco a mano armada. Me trepaste con las piernas reseparadas y dijiste estate quieto hueón. Esta pega la hago yo solita, ni se te ocurra gozar. Sólo aguanta, ¿entendís? Y tarareaste “wanna be your lover”, nuestro temita. Quise cantarla contigo, Lina, tocarte las pecas cuando me consumías. Pero esa tarde en que me asaltaste estaba inmóvil, ¿recuerdas?, concentrado en no fallar: interminable y firme para provocar en ti ese sudor dulce que haría que tus pecas volvieran a arrugarse y tuvieras que despejar tu flequillo disparejo y húmedo. Qué plancha- dijiste, Lina -cuando te pillan pelando condones.
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Real Fénix Ilustración de Pablo Luebert
La curiosidad mató al tigre Primera vez en su cuarto semidesnudo y solo, mientras ella se daba una ducha. Yo ya había pasado por allí, me dijo que la esperara, que sus duchas eran largas, que se ponía muchas cremas y otras cosas que no sé qué eran. Pero soy tan curioso que no pude evitar comenzar a mirar más allá de lo evidente: me senté en la mullida cama y estiré la mano para abrir el cajón de su velador…sólo chucherías, un libro de autor desconocido, nada que saciara mi curiosidad. Entrar a los cajones de su cómoda era algo más complicado, desordenaría ropa que quizá me delatara. Así que me puse de pie, deslicé una de las puertas de su clóset, y en el cajón del medio encontré una cajita bastante linda. No era de zapatos ni nada conocido. La empuje un poco hacia mí y la destapé: unos frascos con un líquido transparente estaban por el lado y en el centro una bolsita de fina tela envolvía algo grande. Lo tomé y vi en su interior un suculento y bien dotado consolador. Primera vez que tenía entre mis manos un juguete así. Me llamó la atención su textura tan natural y suave. Lo olí para ver si venían con aroma, pero fuera del olor a plástico, no tenía otro. Extrañamente estaba con una erección que mi bóxer no podía ocultar. Inmediatamente me imaginé a mi amiga jugando con el consolador, disfrutando de intensos momentos. Mi curiosidad infantil inmediatamente trabajó y bajé mi bóxer para comparar tamaños. Lamentablemente este juguetito era algo más grande que yo, sobre todo en diámetro; en largo sólo ganaba por poquito. Luego recordé que en más de alguna oportunidad mientras me daban sexo oral pensé qué se sentirá hacerle eso a un hombre. No soy gay, pero soy curioso, así que me lo acerqué a la boca. Tímidamente mi lengua mojó la punta del juguete y en un segundo la cabeza ya estaba en mi boca.
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Lo introduje algo más y simule hacer un fellatio: lo saqué de mi boca lentamente y me di cuenta que era bastante agradable, y entendí en parte el placer de las mujeres al dedicarse a hacernos dicho trabajo. En un segundo me sentí observado, como se siente un ladrón pillado con las manos en la masa. ¡Detrás de mí estaba ella con tremendos ojos! Roja, enfurecida, en bata… Abrí la boca para explicar pero antes de decir algo ella gritó por el cielo: “¡Sal de aquí, huevón!” Agarré mis cositas y nunca más supe de ella.
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Sergio Cancino Ilustración de Francisco Javier Olea
Ruminova Nunca tuviste cortinas. Llegaste de alguna ex república soviética o de algún sitio exótico con idiomas cerrados. Yo estaba tan solo que la posibilidad de una ventana con vista a tu vida me hacía volver temprano a casa. Nunca miraste hacia mi piso. Durante todo el verano te vi revolcarte con ese guatón peludo que tenías por novio. Te ponía en cuatro patas y tú tensabas tu cuello gritándole palabras raras. En otoño ya no tiraban y empezaste a engordar. Para el invierno estabas muy embarazada y aleteabas cada vez más seguido por el living, hasta que ese puerco hizo sus maletas y se marchó llevándose un televisor. En primavera exhibías tu panza por el balcón mientras colgabas ropa interior. Cuando tenía mis citas, bajaba las persianas para que no te enteraras. Me acostaba con todas pensando en ti. Cada mañana siguiente me paraba a tomar café en mi terraza cual zar y observaba cada cosa que hacías con esa guata adorable. Un día de verano te agachaste a regar tus plantas, caíste de poto y me asusté tanto que rompí mi taza. No sabía si llamar a un hospital, a la policía, a los bomberos, mientras me escondía detrás de un helecho que apenas me tapaba la cara. A los pocos minutos apareció el infeliz de tu ex, que ahora lucía barba y le quedaba pésimo. Desapareciste. Te extrañé, puse vinilos de puras minas cantando al piano, me torturé con violines que ahorcaban. Un sábado me emborraché y te inventé nombres, porque jamás pregunté, ni siquiera cuando coincidimos en una reunión de vecinos. Tania, Samara, Svetlana. Regresaste amamantando y nunca más apareció el cerdo capitalista padre de la criatura. Una noche te pillé lavando loza en sostenes y me alegré tanto que agarré mi guitarra y te hice una canción horrible llamada “La pantera rusa”. Un fin de semana me fui a la playa y al regresar tu departamento estaba vacío. Ese lunes me sentí tan mal que llamé al trabajo y dije que me había intoxicado con mariscos. Un cartel anunció que el departamento estaba a la venta. Pedí un
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préstamo y me cambié. Busqué rastros de tu masticable presencia en cada rincón. Me metí a estudiar ruso y empecé a salir con una compañera. Éramos los únicos alumnos. Su cepillo de dientes y su secador de pelo se quedaron en mi baño. Nuestros cuerpos encajaron hasta que ella quiso ponerme un anillo en el dedo y un dedo en el culo. Entonces volví a tu perfección silenciosa que seguro patinaba sobre el hielo siberiano sin imaginar que al otro lado del planeta yo te echaba de menos como un cosaco y que mi corazón eran puras matriushkas en tu honor. Pasaron inviernos. Un atardecer en que tenía tanta pena que las muelas me temblaban, salí al balcón. Miré hacia abajo y ahí estabas apuntando hacia mi ventana. Agité mi mano de flan. “Yo viví ahí”, le mostrabas a tu hija. “¿Quieres subir?”, pregunté. No sospeché que me reconociste. Hoy entro al baño, tu cabeza aparece desde la ducha y lanzas tu molotov: “¿cuántas veces te masturbaste pensando en mí cuando vivías al frente y yo estaba embarazada”. Rojo como Stalin reconozco: “Tantas como para llenar el Kremlin”. Con solemnidad de Perestroika y sonrisa de cosmonauta me bajas el pantalón y anuncias: “te voy a dar la mejor ruminova de tu vida”.
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Alberto Fuguet Ilustración de Marcelo Pérez Dalannays
Cierta gente que solía conocer Extracto de Por favor, rebobinar
Golpeo la puerta del baño. Valeria Lea-Plaza me abre. Nadie te vio, me pregunta. No, nadie, relájate. Saco mi material de trabajo y lo coloco sobre el lavatorio de mármol rosa que es muy grande y está rodeado de espejos. Limpio la superficie y preparo varias líneas bastante generosas. Saco mi pajilla de cristal que me trajeron de Manhattan y se la ofrezco. Tú primero, me dice. Cumplo. Filete, pienso, mercancía de primer orden, como yo acostumbro. Clase A. Puro polvo de marchar boliviano. Satisfacción garantizada o te devuelvo tu dinero. Ahora toca el turno a ella. Se toma su tiempo. Al agacharse, su polera se le abre y sus cobrizas nalgas apretadas en esa lycra naranja quedan a centímetros míos. Sin medir las consecuencias, le toco levemente la cintura. La polera está mojada y huele a algodón, a Soft, a cloro. Valeria aspira el polvo y no me saca la mano. Tomo eso como una señal. La aprieto un poco más y me acerco a su espalda. Aspira a través del otro tabique, y mientras lo hace, mi mano se desliza hacia abajo. Siento su hueso bajo esa piel que parece no terminar. Toco esa lycra que sigue mojada. Miro al espejo y veo que ella alcanza a mirarme, pero rehúye mi mirada. No así la mano. Jala lo que quieras, le digo, hay de sobra. Mi dedo índice comienza a hurguetear bajo el elástico. Huelo los restos de su perfume y lamo el sudor que tiene en su cuello en forma de gotitas. Me percato que mi propio olor está demasiado fuerte, agrio incluso. Pero a ella no le molesta. Al ingresar mi dedo bajo la lycra, la siento reaccionar, violentarse casi. Me agarra la polera, justo a la altura de la axila. Comienza a olerme, a lengüe-
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tearme el antebrazo. Sin cambiar de posición, quedándome a sus espaldas, mi dedo índice ingresa por fin a ese territorio familiar, pero siempre desconocido. Primero a esa piel extremadamente suave, herida casi por el apretado elástico que ha dejado su huella corrugada. Después siento esos pelitos ásperos, primero finos y escasos, después gruesos y abundantes, pero siempre fríos y algo empapados por el agua de la piscina. Decido seguír más adentro, donde está más tibio. Valeria se abre un poco para disminuir mi trabajo. Justo cuando dos de ellos ingresan y comienzan a escarbar en forma resbalosa, siento que ella vuelve a aspirar. Una de sus manos baja, me toca el jeans y me aprieta. Después me pide que pare. No quiero más, estuvo rico. Mi mano sigue abajo. Ella la sube y succiona los dedos que estuvieron adentro. El aroma que acarrean es intenso y me encanta. Trato de darle un beso pero no quiere. Estoy comprometida, Damián, recuerda. Me bajo el cierre y le digo que hagamos algo. No gracias, en serio. Gracias por el mote, estaba bueno. Sale. Me miro al espejo. Aún queda una línea en el lavatorio. Con mis dedos mojados, recojo el polvo y me lo paso por las encías.
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Andrea Nomura Ilustración de Tite Calvo
Seamos socios Eso se le ocurrió decirme un día. Veámoslo, le contesté. Así que fui un fin de semana a conocer su taller, rondar por sus barrios y discutir sus proyectos secretos. Me pareció todo perfecto. Hasta que la noche nos pilló durmiendo cucharita. El problema vino en la mañana. Porque claro, no había pasado nada. Pero a ambos se nos asomaban los colmillos. Lo conversamos. Que el cariño, que el respeto, que el negocio, que a él no se le paraba si no estaba enamorado, que yo no me depilaba hace meses, que no se puede echar un proyecto de millones por la borda por un polvo que, además, capaz que sea penca. Seguimos planificando el negocio. Que cuál sería la primera propuesta, qué te parece si hacemos esto otro, y Negra, escúchame pues! Negro, estás en el baño, no te escucho nada de lo que me estás diciendo! Negra, ven pues! Y ahí estaba él, con zapatillas de levantarse, calzoncillos largos y pectorales al aire. Me di cuenta de que nunca había reparado con detenimiento en lo bien que le hace un gimnasio a un hombre. Respiré hondo y me pregunté cómo no se me había ocurrido llevar un conejito coqueto en mi bolso de fin de semana, y qué hacía para no mandar la sociedad a la cresta y así comerme el pastel que estaba a un metro mío diciéndome cómo podíamos generar múltiples productos cuando a mí lo único que me venía a la cabeza era cómo generar múltiples orgasmos. Me costó decidirme. Pero ya elegí el regalo que le haré cuando firmemos el contrato de sociedad. Ahora, si me pide que le enseñe cómo usar el huevito mágico, ya no me hago responsable de la clase de negocios en que terminemos metidos.
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Leo Marcazzolo Ilustración de Pati Aguilera
Cuando me propuse perder la virginidad Tenía veinticuatro años y era virgen. Si un camión me atropellaba esa misma noche, me moría invicta y me enterraban de blanco. En eso pensaba yo, con los ojos fijos en las burbujas de un vaso de Coca-Cola, mientras escuchaba los relatos largos y aburridos del Seba. Y es que el pobre ave estaba más latero que nunca. En realidad siempre había sido así: el tedio andante y sonante. Pero a pesar de eso al verlo ante mí, tan disponible y tan a mano, me fue imposible no pensar en él como un candidato. Como un candidato a la desfloración. Era lo que había. Y si no era él, habría sido cualquiera: el mesero de la esquina, el borracho de la barra, u otro desconocido de intenciones inciertas. Así estaban las cosas y lo único que tenía claro era que DEBÍA perder mí VIRGINIDAD lo antes posible. Y se lo comenté al Seba y de inmediato reaccionó de la forma más inesperada del mundo. Agarró una especie de actitud medio mesiánica y en dos segundos se posicionó como el “elegido”, advirtiéndome además que “no me arrepentiría”. Yo no supe qué decirle. Se mostró tan contento que hasta me dio pena desilusionarlo. Pero una hora después, ya estaba arrepentida. Duró exactamente cuarenta y nueve segundos. Lo sé porque cuando “me lo hizo” en ningún minuto quité la vista del reloj. Luego más encima tuvo el descaro de ponerse romántico y sacarme en cara que de ahora en adelante yo siempre lo recordaría como “mi primero”. Pero de eso yo no estaba segura. Y es que su performance había sido tan deficiente, que ya ni siquiera podía fiarme si verdaderamente había perdido mi virginidad o no. Y es que fue simplemente demasiado rápido. Tanto que ni lo sentí. Y tampoco es que hubiese exigido un latin lover o un experto, era sólo que me sentía tan decepcionada del sexo,
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que pensaba concluir allí mismo dicho capítulo. ¿Cómo era posible que el sexo en la vida real fuese tan malo?, ¿cómo diablos podía ser tan diferente al de las películas?, me preguntaba yo. Mientras me sentía cada vez más y más mareada con su aliento a vodka barato y su ronquido de animal de invernadero. Pero tuvo que llegar la mañana siguiente. Y tuvo que aparecerse desnudo frente a la cama. Pocas imágenes me han golpeado tanto como aquella. Lo tenía pequeño y deforme. No había visto demasiados, pero sí podía dar fe de que ese hubiese sido caratulado como “material dañado”. Cualquier incauta podía afirmarlo. Además batía una Coca-Cola, con un ritmo tan acelerado que lo acercaba a la demencia. Me sirvió un vaso como desayuno, y luego me dijo que yo era su princesa. Yo le respondí que hubiese preferido leche con café y huevos. Se quedó callado. No tenía cómo defenderse. Y luego mientras mi Coca-Cola continuaba incólume en su mesita de noche, al lado del reloj que había testificado sus cuarenta y nueve segundos, el Seba empeoró aún más las cosas. No sé cómo se atrevió a retomar sus bríos de conquista y me ofreció una segunda vuelta. Le contesté que preferiría morirme, pero al parecer no me escuchó ni una sola palabra, porque volvió a insistir. - Apurémonos, que mis papás están a punto de volver de misa. - ¡QUÉ!, -¿Cómo?, -¿Más rápido que anoche?, le contesté. Pero él no entendió ni por lejos mi sarcasmo. Y al parecer tampoco entendió que me vistiera casi corriendo y huyera como una loca de su casa, porque hasta el último minuto no paró de gritarme, “¡princesa vuelve!”. Pero obviamente no volví. Me compré un litro de helado y me lo terminé a cucharadas frente al río Mapocho. El helado me alivió como el vodka aliviaba al Seba. Incluso sentí algo de cariño al relacionarlo con el vodka, pero a pesar de eso no podía dejar de alegrarme al saber que jamás lo vería de nuevo. Eso sí, seguía en deuda con el sexo. Pensaba yo que el sexo era como andar en bicicleta. Si uno practicaba harto finalmente terminaba aprendiendo. Y yo definitivamente debía seguir practicando. Y con eso en la cabeza un día conocí a un holandés de nombre impronunciable. De hecho era tan difícil que preferí llamarlo simplemen-
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te Timy. Timy, igualito como una ardilla que había tenido a los nueve años y que había muerto en extrañas circunstancias. Digo “extrañas”, porque sé que en el fondo la única responsable de su deceso fue mi nana. Pero bueno, la cosa fue que finalmente salí con el holandés. Yo antes había leído que era una raza con gran sentido común, pero otra cosa muy diferente fue comprobarlo. El holandés era verdaderamente un artista. Me llevó a su casa y lo primero que me preguntó fue qué era lo que más me gustaba en la vida. Yo le respondí que el agua y el chocolate. Y me obedeció sin chistar. Simplemente hizo lo que tenía que hacer. Llenó la tina. Me desvistió de a poco, haciéndome regresar psicológicamente a la infancia, luego me depositó bajo el agua, me metió un chocolate en la boca, cerró la puerta y desapareció por media hora dejando sólo el vapor del baño y el suave aroma a jabón y colonia inglesa tras de sí. Y en esa media hora- que dejó pasar arbitrariamente- yo tuve el tiempo suficiente para figurarme miles de fantasías con él. Fue inteligente, ya que cuando llegó me abalancé y sólo pensé que tenía al hombre más deseable del mundo frente a mí. Y puedo decir que valió la pena. Realmente revaloré el sexo. Tal y cual una niña revalora su bicicleta luego de recuperarse de un gran porrazo.
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Isidora Urzúa Ilustración de July Macuda G.
Delirio Ella estaba durmiendo, acurrucada en su habitación. Abrió los ojos, tuvo sed, caminó a la cocina y tomó agua. No sabe exactamente qué fue lo que la despertó, pero podría decirse que fue el sonido de los universos chocando entre sí. Al volver a su cama y apoyar el vaso sobre el velador, una tenue luz comenzó a abrirse paso en el paisaje lejano, llamando su atención hacia la ventana. Abrió las cortinas. Chispazos de luz se amontonaban sobre la laguna, y un pequeño temblor comenzaba a mover los vidrios de la casa. Se apresuró en salir hacia el balcón para mirar. Expectante, no pensó en pedir ayuda, no pensó en sacar fotos, no pensó en gritar. El frío le entumecía los brazos y le recorría la espalda, pero ella sólo podía mirar cómo la luz blanca crecía cada vez más, parpadeando silenciosa. Estaba tranquila, como hipnotizada mirando fijamente el fenómeno que ocurría sólo para sus ojos, cuando de pronto, como si fuera el flash de una cámara de fotos, el paisaje completo se encendió con la explosión muda de la luz sobre el agua. No alcanzó a taparse los ojos. El intenso brillo la asustó, la despertó, la arrinconó en el balcón, sobre el suelo, asustada, recién sintiéndose amenazada e indefensa. Volvió a abrir los ojos pero encandilada no podía distinguir bien. Se levantó, se apoyó en la baranda, intentó enfocar a la distancia, hacia donde el cúmulo de luces había comenzado, pero estaba todo nuevamente oscuro, como en una madrugada cualquiera. Sólo que ahora había una sombra. Algo que se movía, algo que flotaba sobre el agua, algo que lentamente se acercaba e iba tomando forma. En cuanto sus ojos se acostumbraron a la penumbra, la figura ya se veía a pocos metros de la orilla. Entonces, salió del balcón, cerró la ventana y corrió a esconderse.
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Cuando él entró por la terraza del primer piso, la vio acurrucada en una esquina. Temblaba de miedo. Se acercó entonces, para mirar a su creadora. Ella no se resistió cuando él la obligó a pararse. Se miraron a los ojos y se encontraron a sí mismos reflejados el uno en el otro: para poder ser en este mundo, él había extraído de ella todo lo necesario. Ahora eran gemelos, los mismos. Ambos de abundante cabellera y ojos verdes. Él hombre, ella mujer. - Esta es la era del Delirio -dijo él, y le acarició la frente. Ella volvió en sí. Todo tomó un matiz diferente: hermosas las paredes, perfectas las ventanas. Qué amable este hombre que la miraba con ternura. Por supuesto, ella fue tan humana como le fue posible. Al descubrirlo desnudo y hermoso, su reacción fue única y predecible: lentamente se desprendió de la polera que llevaba, de la escasa ropa interior con que despertó, luego se acercó a él y lo abrazó. Afuera, sobre la casa, una nube comenzó a tomar forma. Burbujas en el aire, movimientos bruscos de las fuerzas y el viento se alzó sobre el desierto. Ella acarició sus hombros mientras sentía el calor que esto le estaba provocando. Y entonces el primer rayo se sintió sobre el suelo. Dentro de la casa se hizo de día por un segundo, armando un juego de sombras sobre sus caricias. Las nubes tomaron posesión del cielo y la noche se hizo aún más oscura. Él, descubriendo su nuevo cuerpo deslizó las manos sobre su espalda, y al mismo tiempo sintió la tibieza de la caricia sobre la propia, el primer trueno retumbó sobre el desierto, las ventanas temblaron como si fuera la tierra la que las remeciera, y así, roce a roce, ellos se fueron conociendo, porque cada caricia que daban la sentían en carne propia, y la tormenta sobre sus cabezas se encendía con cada tremor. Luego vino el momento de la boca. Ella se mojó los labios y él descubrió las bondades de la saliva. Ella se mordió con ternura, y él se acarició el lugar donde sentía sus dientes. El ruido del viento desprendiendo las tejas se hacía cada vez más poderoso mientras ellos se comían mutuamente, primero la boca, luego con ternura los lóbulos de las orejas. Los truenos eran más fuertes que sus gemidos, y los rayos más cercanos unos de otros, mientras ellos caían suavemente sobre la alfombra, besándose y tocándose. Luego descubrieron sus olores, desconocidos pero propios. Él con
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su lengua decidió saborear el rincón de la entrepierna que se le ofrecía, y ella hizo lo mismo, para poder seguir saboreándose en él. La necesidad de sentir el cuerpo sobre el cuerpo, el olor sobre el olor, los hizo ignorantes de la tormenta que derrumbaba la casa, de los temblores de la tierra, de la caída de los árboles del jardín y los muebles chocando con las paredes. Se penetraron el uno al otro sin reparar en la fuerza que los poseía. Las ventanas se trizaron para luego ser desprendidas por el viento. Los rayos cayeron sobre la casa, del techo quedaron sólo las estructuras básicas. Se fueron perdiendo, dejando que el sueño los envolviera, percatándose sólo de los fluidos que deslizaban entre ellos. Hasta que el éxtasis fue absoluto: un orgasmo causó otro orgasmo, y así sucesivamente los dos se eyacularon y se recibieron infinitas veces, entonces todo se hizo viento, se hizo tierra. Y ellos se derritieron sin abandonar el vaivén, se transformaron en luz, brillaron una última vez y luego desaparecieron.
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Cristián Briones Ilustración de Trebuxet
Abuela en casa Estaba todo listo para lo que sería una tarde familiar con mi abuela y mi hermana. Era la abuela que me aceptó en su casa cuando me vine a estudiar, la mamá de mi mamá, la matriarca de la familia, la que con tesón y voluntad férrea, llevó a todos a ser hombres y mujeres de bien. Venía a casa por primera vez desde mi matrimonio, todo estaba perfecto. El aseo impecable, la once lista, mi marido no estaba (había salido con los niños) y yo con muchas ganas de recibirla. Suena la puerta y cuando abro, la veo con sus 78 vigorosos años, saludando altiva y firme, rigurosamente vestida de negro como “corresponde” a una mujer en su estado, saludando con mirada comprensiva y cariñosa, pero firme y decidida. Rápidamente la invité a conocer el departamento. Pasó por la pieza de los niños, el living - comedor, alabó el color, la distribución y entró a mi pieza. En ese minuto me doy cuenta que tengo mis bolitas anales (de esas clásicas con hilo y pelotitas) sobre mi velador. Claro, aprovechando que estaba sola había estado jugando y al lavarlas olvidé guardarlas. Mi abuela me preguntó qué era eso, mi hermana me miró con cara de ahora sí te quiero ver, y lo único que atiné a decir era que se trataba de unas cuentas orientales para meditar, por eso el color blanco y las pelotitas. Ella lo miró y el único comentario que hizo fue,” no me gustan esas cosas orientales”. Así quedó olvidado el incómodo momento. Tomamos once, conversamos, reímos, recordamos buenos tiempos y las rabias que le hacíamos pasar, hasta que llegó la hora de despedirse. Agradeció educadamente, me felicitó por el departamento, lamentó no haber visto a los niños y se despidió de beso. Al hacerlo me dijo suavemente al oído, siga meditando mijita, aunque en mis tiempos esas cosas se hacían con las manos. No me quedó más que hundir la cara en el suelo mientras ella sonreía con cara de pícara y se despedía.
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Jani Dueñas Ilustración de Ninion
Porno Mi mejor escuela no ha sido la escuela. Mi mejor escuela no fuiste tú. Mi mejor escuela no han sido mis amigas ni las historias que me han contado entre el humo y las piscolas en un bar. Mi mejor escuela, y a quien debo agradecerle horas de descubrimiento, hallazgos, aprendizaje y placer por montones, ha sido el porno. Ver porno, entender el porno, usar el porno. Me explico: Yo sé que mucha gente latera dice que las cosas no son como en el porno, que el porno es irreal, que el porno no es la vida. Que es una fantasía llevada a cabo por gente a la que le pagan (y no poco) por mostrarnos lo que queremos ver y no nos atrevemos a hacer. Que detrás de esos cuerpos perfectos y depilados, de proporciones extraordinarias y orgasmos telúricos, hay focos, luces, lentes que captan esta fantasía creada para nosotros. Y que terminan y se visten y se van, que no hay romanticismo alguno, que nadie ama a nadie ahí. Que es un trabajo, igual que el de la cajera del negocio de la esquina que, terminada su labor, cierra su caja, se pone su chaqueta, apaga la luz y cierra el local. Que todo es mentira y que ese semen, es en verdad leche con plátano, que ese pene está en verdad aumentado por el ángulo de la cámara, que esas tetas no son más que silicona bien puesta y que ese orgasmo muchas veces sólo fue una actuación digna de un Oscar. Ya. Yo sé. Pero a mí me da lo mismo. El porno no está ahí para que le creamos, está ahí para que nos inspiremos. Y también para que nos preguntemos cosas.
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Yo, por ejemplo, me pregunto: ¿Qué pasará si un actor porno está enfermo de la guata y mientras graba una escena de sexo siente ganas de expulsar un gas? ¿Se contendrá y se aguantará el gas en cuestión sólo porque el hombre es un profesional y se debe a su trabajo? ¿O si lo mismo le pasa a una actriz porno? Y una mañana despierta con indigestión y dolor en el estómago y se pregunta a sí misma: Ugh, ¿qué habré comido que me hizo mal? Mmm, ¿semen, tal vez, Amber? O por ejemplo, ¿por qué será que basta con ir a limpiarle la piscina a alguien para terminar follando? (lo mismo se aplica a ir a dejar una pizza o arreglar una cañería). Y en relación a eso, ¿por qué será entonces que cuando uno llama a un gásfiter, un repartidor de pizzas o un limpia-piscinas, nunca son como los actores que salen en las películas porno y peor aún, tienen toda la cara de que lo tienen chico? ¿Por qué será que pagarle a alguien para tener sexo frente a una cámara es legal, pero pagarle a alguien para tener sexo en privado no lo es? Y si le pago a alguien para tener sexo frente a una cámara pero después se me olvida apretar “Rec”, ¿me llevan presa o me salvo? Uno aprende con el porno. Uno aprende, por ejemplo, que tirar con tacos altos es mucho mejor, no solo te levanta el culo de manera inmediata sino que aparece un abanico de posiciones nuevas que se facilitan gracias a esos 10 cms más de altura. Uno aprende que no está mal hablar sucio y que el español es bastante menos sintáctico que el inglés ya que decir: “Fuck Me Hard!” es mucho más corto y conciso que decir: “¡Sí! ¡Dámelo Todo Fóllame y Métemelo Hasta El Fondo Ahora!”, probablemente rompas toda la magia y en verdad, ¿quién quiere hablar tanto cuando está en esos menesteres? Las amigas pueden decirte una cosa, los amigos te dirán otra, pero Sasha, Belladonna, Naomi y Rebeca me han enseñado lo que nadie pudo enseñarme hasta ahora: lo bacán que es romper los propios límites, lo magnífico que es cuando dejas de observarte a ti misma y dejas de ser “como se supone que tienes que ser” y empiezas a probar ser lo que son ellas en pantalla: perras, putas, amazonas, pedazos de mujeres dispuestas a todo.
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Y ojo, que ese dispuestas a todo, contrariamente a lo que mucha gente crea, no significa humillarse, ni significa violencia (a menos que eso sea lo que te excita, y allá tú con tus perversiones), no significa hacer nada que tu no quieras, sino todo lo contrario. Hacer lo que quieres, lo que siempre has querido, lo que nunca te imaginaste que harías y ahora sabes que es posible. Y disfrutarlo. Nunca he estado de acuerdo con esa afirmación que dice que el porno denigra a la mujer. Mi sensación siempre ha sido la contraria, que aunque a veces aparezcan sumisas, las mujeres, en el porno, están más en control que nadie. Y piénsenlo bien, si las mujeres, estas mujeres, nosotras mujeres, las que estamos en esta vereda, las que no somos actrices porno y estamos lejos de serlo, le perdemos el miedo al porno y aprendemos a usarlo para nuestro beneficio, no sólo estaremos más en control, no sólo nos daremos la oportunidad de gozar más, no sólo haremos más felices a nuestros hombres, si no que tendremos al sexo agarrado de las bolas. De las bolas, bien firme, y con una sonrisa satisfecha en nuestro rostro.
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Natalia del Campo Ilustración de Jorge “Dr. Zombie” David
Los juguetes de la vida láctea Gatea, gatea a cuatro manos y se atreve sólo a dar un par de pasos. La tengo arriba de mi cama cada mañana, vemos el diario, ella su libro de hojas duras, quizás hay un poco de televisión, ella se toma su leche, yo mi café, hasta que se aburre de la rutina y salta debajo del box spring. Se quedará sentada en el suelo, tomando los diarios acumulados del fin de semana y llevándose a la boca –digna hija de la fase oral- lo que encuentre. Puedo terminar Política y Crónica. Ella se encuentra con el vaso del velador, los remedios, el desorden de la noche anterior y toda clase de objetos del mal de los que aprendimos a desprendernos. La rutina obliga a que juegue a prender y apagar la lamparita del velador. La rutina dice que la dejo hacerlo, y así avanzo a Tendencias, Cultura y Entretención. Sin ruido en el ambiente termino enterándome de que a las 22 darán en HBO “A Single Man”, y lo digo fuerte para que lo recordemos. Parece que hay entretención más abajo porque me detengo a ver el pronóstico del tiempo para el fin de semana. Vamos a poder salir a la plaza, o dar un paseo más largo, Cajón del Maipo, ¿Valparaíso? Una idea como tantas otras. Y después de pinponear otros lugares en este oficio de ser padres con iniciativa, me acuerdo que hay alguien que está más ocupado que yo allá abajo. Y en silencio. Quien calla otorga. -¿Pero qué tiene en la boca? ¿Cómo llegó eso ahí?- escucho fuerte. Hay muchos juguetes en la vida de un niño. Uno de ellos puede llegar a ser un Flexi Felix. A los 14 meses de edad. Se supone, se suponía, siempre se supuso, lo supuse un buen tiempo que era un juego de a dos. Que el sexo es en pareja y las herramientas están en tu cuerpo, en el del otro, en la fantasía, en las ganas que tenías ese día, en lo inspirada –poco, sufi-
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ciente, bastante- que te encontrara la ocasión. El juego está, estaba en la imaginación, la proeza de la pareja, el lugar, en fin. El juguete era un lujo exótico, consoladores eran parte del terreno de las películas porno donde lo usaban mujeres de pechugas con forma de globo estático, o sabíamos de la amiga de la prima que se compró uno en un viaje. Y no preguntamos más. Hasta que pasaron los años, y los juguetes llegaron. El primer sex shop que conocí no fue una pieza oscura del centro de Santiago, sino que una tienda de dos pisos amplios cerca de Montmartre en Paris. Ahí me llevó un amigo ya acostumbrado a impactar a la chilena ingenua con la modernidad sexual del primer mundo compuesta de dildos generosos y de colores, bolas chinas, muñecas tamaño natural, vestidas de enfermera o de francesa caliente. No compré nada, pero pude contarle a varios que estuve en un sex shop très francais. Pasaron unos años y gracias a una amiga con más cuerpo en el carnet y recién llegada de España, llegó a mis manos Flexi Felix. Una culebra de goma de 30 centímetros con protuberancias en el cuerpo y cabeza con sonrisa. Hola Felix. Buen nombre. Cómo lo hago para ocuparte, por dónde parto, dónde me instalo, ¿sola o pido ayuda? La caja dice que Felix es un gusanito anal de silicona. Anal. Otro tema, otra clase a la que llegamos tarde. Felix fue recibido con más preguntas que certezas en nuestra cama, y después de revisar varias veces el manual de instrucciones preferimos usarlo “a modo nuestro”. Parece que fue el año de los juguetes ese 2005 o 2006, porque cuando la conocían muy pocos, llegó al programa de radio que yo hacía en ese momento, una gringa que, sin la duda eterna del tercer mundo, ofrecía un negocio muy claro: vender juguetes sexuales en reuniones de mujeres como quien vendía Tupperware en los 80. Desfilaron así por el estudio de la radio cada semana el zoológico completo de Japi Jane: anillos para el pene, dildos con formas de delfín, líquidos con sabores exóticos que picaban pero excitaban, patitos masajeadores o vibradores (el mismo que en mi tina es usado hoy por mis hijas para el combate de los animales), y el gusano Felix, obviamente. Y sin haberlo buscado, el cajón del velador se fue llenando de juguetes y derivados, un tercer invitado que entró a escena tímidamente. Porque no era tarea ganada esto de llegar y decir a los 30 años, ¿y hoy a quién invitamos? ¿Con qué jugamos? Como si toda tu vida hubiera sido con un sex shop frente a tu casa.
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Ok. Pensé que un juguete sexual, un Japi Jane, estaba hecho para el goce individual, para la masturbación. Pero es más divertido de a dos. Aunque suene cursi. Por lo menos te ríes más. Cada vez me convenzo de que las risas dan un placer exquisito, que recuerdas, que hacen que el sexo sea esa experiencia que vuelve y regresa en un flash meses o años después y que te pueden hacer sonreír una mañana en la fila del metro. Y si un gusano pudo hacerlo, por qué guardarlo para siempre en su caja. Pero llegó la vida láctea, esos años en que tus pechugas son un planeta hecho de leche, grasosa, pura, y llena de hormonas. Los juguetes se han quedado por un buen tiempo en el fondo del cajón de velador. Y como empecé a darme cuenta, el sexo también cambió. Nace tu hijo y cambia tu cuerpo, cambia lo que te compone la sangre, cambia tu ritmo de vida, tus horas de sueño, el monto de tu cuenta en el banco, cómo no va a cambiar el sexo. Jugar comienza a significar otra cosa. Las risas ya no son sólo de a dos. Te ríes en patota. El juego de a dos, el juego en pareja a cualquier hora y lugar empieza a tener fronteras amplias. Hasta el día en que el patito vibrador termina en la tina de una niña de 14 meses o que Flexi Felix es su mejor juguete para pasar la mañana mientras estos padres semi agotados tratan de despertar. Dicen que esta etapa de la vida láctea termina. Que volveremos al placer con invitados y sin programaciones especiales. Algún día, pero termina. Sólo que ese capítulo aún no lo empiezo a escribir. Aún estamos viajando por salir.
76 | Cuentos para Grandes
Bernardita Ruffinelli Ilustración de Koneja
La donante indigna Llovía. Porque puta que llueve en el sur. Y cuando llueve, llueve. Y su padre estaba grave en la clínica. Necesitaba urgente donantes de sangre. Y yo era su amiga. Y no pude decir que no. Me levanté de un salto, me vestí sobre la ropa interior usada, no me bañé; pero tuve la mínima decencia de lavarme los dientes; me puse mis calcetines peludos; apliqué desodorante y me las emplumé rauda y veloz, con mi mejor cara de valiente y preparando la vena para hacerme la solidaria. No tengo tatuajes ni he tenido hepatitis; no tomé alcohol la noche anterior ni estaba resfriada; según yo, era la candidata ideal. Mis polainas. Entraba entonces a un espiral de menoscabo desconocido, lo que originalmente era un acto de buena fe y empatía, se convertía en el momento inquisidor de mi conducta femenina, el momento en que mis instintos reproductivos de hembra se veían cuestionados por una mujer con cabellera de vello púbico, llena de espinillas y con los lentes chuecos. Esa era la foto de mi verdugo. ¿Cómo iba a saber yo, que antes de sacarme sangre me harían un interrogatorio pudendo? ¿Y cómo iba a saber yo que la enfermera joven y sin maquillaje, tan distinta a esas con labios carnosos, de delantal blanco, cortito y translúcido del inconsciente colectivo, me haría elaborar un resumen de mis pecados y arrebatos antes de enterrarme la aguja? No tenía cómo saber de esta ignominia, entré a la arena y soltaron a los leones; y yo sin más escudo que mis ojos azules -que si hubiese sido enfermero habrían servido de algo; pero al parecer a la enfermera definitivamente le gustaban los hombres-.
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Y sin saber la bomba que soltaba, la muchacha de pelo ruliento preguntó: ¿Es usted portadora del Virus de la Inmunodeficiencia Humana (VIH) o Virus del SIDA, cree que podría serlo, o tiene duda sobre si lo es? ¡Mierda! ¡La pregunta! Y es que esa es una de esas preguntas que uno cree nunca estar seguro de la respuesta. Puedes haberte hecho el examen anteriormente, pero nunca saber si después a eso te has contagiado y aun no lo sabes… es una pregunta de mierda, y yo ya comenzaba a transpirar. Respondí que no, pero mi corazón estaba alterado, mi interior sabía que no me acomodaba responder con tal certeza, la cochinada se asomaba por la rendija y me hacía bullying desde el respaldo de mi cama aún tibia y desordenada. La muchacha como si nada, siguió adelante con sus preguntas incómodas. ¿Ha aceptado alguna vez dinero, drogas u otro tipo de pago a cambio de mantener relaciones sexuales? ¿La verdad, la verdad? Creo que un poco. Todas somos un poco maracas, unas más caras que otras, pero maracas al fin; le respondí. Porque claro, tengo un LCD de 42´, ropa de marca, un sinfín de chocolates y hasta flores que me han llegado gracias a que me he “sabido comportar”… aunque ¿le digo la verdad?, más que pago, yo diría que ha sido sincero agradecimiento, premio al esfuerzo o simplemente grosero soborno; la verdad, es que habría que preguntarle a quienes me llevaron los regalos, le expliqué. Reímos juntas. Por fin rompíamos el hielo; pero para ella no fue suficiente intromisión. Y continuó sin darme tregua, ni un vaso de agua, ni un momento para respirar, seguía ella en la senda de mi más completa humillación. Yo miraba hacia los lados buscando las cámaras, esto no podía ser otra cosa que una joda para Tinelli. ¿Ha mantenido, en los últimos meses relaciones sexuales (sexo vaginal, anal o bucal) con más de una persona diferente? / ¿Podría avergonzarme un poquito más con sus preguntas? / Ahí me cagó. ¿Quién se cree que soy? ¿Ah? ¿Una loser cualquiera? ¡No pues!, le dije con orgullo. Una mujer que se precie de tal, soltera, joven y medianamente atractiva, debe responder con celeridad a esa pregunta con un SI. Y con mayúsculas. Además le añadí; “han sido menos de las que quisiera, debo reconocer que ha estado lento este invierno; pero sí”. Entonces me vino el prurito, ella me miraba con cara de tener un poco de espanto, al parecer esa es una pregunta que nadie responde con tanto ahínco y ¡con la frente
Cuentos para Grandes | 79
tan en alto! ¿Qué se piensa de la vida? ¿Habrá creído que soy promiscua? ¿Quién dice que soy promiscua? Bueno, según me indicó, la Organización Mundial de la Salud dice que soy promiscua, para ellos se define como más de dos parejas sexuales en menos de seis meses. Entonces quisiera insistir, que dada la condición de soltería, mediana inteligencia, nivel al menos sobre la media de belleza; pechugas que aún miran hacia las estrellas y un trasero levemente abultado; no podríamos esperar menos, pero bueno, ¡Qué sabe la OMS de necesidades y de pulsiones! ¿¡Qué saben ellos!? Y ya se escuchaban nuestras risas desde fuera de la sala del interrogatorio; los demás pacientes probablemente no entendían nada, no podían imaginarse por qué el cuestionario previo a que me sacaran sangre podía ser tan chistoso, pero a mí ya me quedaba claro, cuando hay razones para llorar, siempre prefiero reír; y si la enfermera se iba a enterar de mi vida sexual, paupérrima, pero mía, lo haríamos al alero de la carcajada; podría habérmela jugado y pedirle que me presentara a su hermano, o a su primo… pero supongo que eso habría sido demasiado. Ni mi ginecólogo sabía tanto, pero debo reconocer que agradezco el espacio de reflexión necesaria que me regaló la enfermera, no sé si antes me había detenido a pensar en estos temas de forma deliberada. ¿Cuántas veces al día me pregunto si el pelmazo de turno con el que estoy saliendo y tirando hasta detrás de las puertas, es el que me saca de la estadística promiscua de la OMS? Probablemente nunca. Y entonces largó la que sería la intervención del triunfo, el gol de oro de los cuestionarios vejatorios: ¿Ha mantenido, en los últimos meses relaciones sexuales con una persona que cambia frecuentemente de pareja? Miré al techo, miré al suelo, cerré los ojos, junté las piernas, me mordí el labio, tragué saliva, tomé aire y respondí: No sé. Tomé mi cartera y me fui. Larga vida al condón.
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Alejandra Costamagna Ilustración de Gisela Verdessi
Capítulo 14 Extracto de Dile que no Estoy
La tía Carmen había salido y no iba a volver temprano. Después de subir los siete pisos caminando, Daniela abrió la puerta y sonrió sin disimulo, como si detrás de esa sonrisa ocultara algo lujurioso. Lautaro también sonrió, pero dejó de hacerlo casi al instante porque Daniela, en un gesto de torpeza extrema, pasó a llevar con su mano un florero que había en la entrada, y el reventón del vidrio contra el suelo fue más sugestivo que cualquier sonrisa. Chuta, lo rompí, dijo con la vista fija en los pedacitos de florero repartidos por la entrada de la casa, entre un charco de agua y tres rosas esbeltas y como recostadas ahora en el suelo. Mientras Daniela recogía los vidrios, Lautaro fue a la cocina a buscar algo con qué secar. Pero no encontró servilletas ni paños ni nada semejante, de modo que optó por llevar una ruma de diarios que estaba al lado de la basura. ¿Puedo secar con esto?, preguntó. Son los crucigramas de mi tía, respondió Daniela. Él no supo si eso quería decir sí o no. ¿Y los puedo usar?, insistió. No uses todos, le pidió ella. Con dos diarios fue más que suficiente. Lautaro tuvo la idea de ponerse a solucionar los puzzles de la tía Carmen, pero miró a Daniela y desistió de cualquier plan que no fuera estar con la muchacha. Apenas terminaron el secado y el orden, Daniela volvió a sonreír y le contó que cuando chica la llamaban catrasca: cagada tras cagada. ¿Quién te llamaba así?, preguntó él. Mi papá, respondió, y estuvo a punto de hacer brotar unos recuerdos que no parecían muy alegres. Lautaro notó el peligro y propuso que compraran unas botellas de malta, un vino, algo para celebrar su primera noche juntos. Daniela le hizo ver que a esa hora las botillerías del barrio estaban cerradas, pero fue a revisar la despensa y encontró una botella de vino tinto abierta que probaron y decidieron beber aunque estuviera un poquito picado. Dejaron la botella y las copas en una bandeja, sobre el suelo,