Libro Gatos Gordos

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Otros títulos para este libro

Jani Dueñas alguna novedad amiga??

June 20 (45 days ago)

Jani Dueñas es comediante de stand up y la autora de este libro. Fue parte

Paloma Salas palomalalleva@gmail.com

del programa “SCA (Sociedad de

4:43 AM (19 hours ago)

Comediantes Anónimos)” emitido por

to me · De cómo hice un monólogo sobre la piscola y se transformó en una maldición

Vía X e integró durante dos temporadas

Hola Jani,

“El club de la comedia” de Chilevisión.

· Volver a los 17 después de vivir un pisco

Anoche llegó un motoboy con las pruebas impresas de tu libro. Asumo que las

Como comediante se ha presentado

• Confieso que me comí una olla

mandaste con la idea de recibir mi opinión antes de entrar a imprenta. Bueno,

en múltiples escenarios en Santiago y

qué querís que te diga... cuando en marzo me pediste ayuda pensé que las cosas

Buenos Aires tanto en solitario como

una oda a la piscola. Ahora quedan dos semanas y pretendís publicar esta mierda,

• Jani Dueñas: historias de rap, marginalidad y pasta base

porque no sé cómo más llamarle. Estoy desilusionada, Jani. Tú sabís que te quiero,

• 37 for Dummies

ría y no sé si pueda recuperarme. Esta hueá de libro apenas lo abrís tira un gas

• Obras completas [pero con poca mayo] • Jani Dueñas, usted no lo haga

paralizante que le baja el promedio de coeficiente intelectual al barrio completo. ¿Se suponía que era chistoso? Hubo una sola parte en la que creí que me había reído, pero no era risa, era el sonido del peo que se tiró mi abuela en la pieza de al lado antes de morirse por culpa de un párrafo que le leí en voz alta. Hay sacos de aserrín más ocurrentes que este libro. Filo, ¿sabís qué?, hay sacos de aserrín más

• Cuentos de amor, locura y Jagermeister

ocurrentes que tú. Me deprime un mundo que premia con contratos y fama a tan

• Oigo voces

poco talento. No puedo creer que árboles tuvieron que morir para que la humanidad

• Pico pal que lee • Todo sobre la mujer moderna que usted no encontrará en este libro

se enterara de lo charcha que puede llegar a ser un libro. Mierda, Jani, ¿por qué no te pudiste quedar piola en tu casa, dándole la lata a nadie? De verdad espero que alcances a corregir por lo menos las faltas de ortografía y las erratas en las fechas, ¿o de verdad pensaste que creeríamos que naciste el 80?

• Ups, lo hice otra vez • No apto para hombres • Crónica de una resaca anunciada • De chiquitita fui así

Saludos, Paloma PD: ¿me conseguiste las entradas que te pedí? PD2: ¿sigue en pie el asado en tu casa el finde? ¡Avisa! LOL Besos.

• Dios, no me perdones. Sé lo que hago – Enviado desde mi tina –

y voz del programa infantil “31 minutos” donde interpreta a Patana y a una serie pato detective y a un mono de nieve que habla. Actualmente, Jani Dueñas conduce “Es lo que hay” en radio ADN junto a Patricio Cuevas, intenta aprender a andar en longboard y lucha por encontrar el amor verdadero. Dueñas nace en Santiago de Chile donde vive hasta el día de hoy junto a su gata Nina Hagen.

Jani Dueñas Ilustraciones de Catalina Bustos

9 789562 476539

junto al grupo Niño Gordo. Es titiritera

de viejujas; ocasionalmente también a un

que te considero mi amiga, pero me quedé hasta las 3 am leyendo esta porque-

y otras voces que me persiguen

• En qué momento me metí en esto y otras aventuras

Y OTRAS VOCES QUE ME PERSIGUEN

solo he podido seguirte la pista en Twitter y en Instagram, que no pasa un día sin

GATOS GORDOS, PISCOLAS

• (Entera) Rayuela

serían diferentes. Desde entonces no he recibido ningún mail, ninguna llamada,

Jani Dueñas

• De cómo superé los 37 y otras cosas que no me acuerdo



GATOS GORDOS, PISCOLAS Y OTRAS VOCES QUE ME PERSIGUEN


Gatos Gordos, Piscolas y otras voces que me persiguen © 2012, Alejandra Dueñas © 2012, Editorial Planeta Chilena S.A. Avda 11 de Septiembre 2353, piso 16 Providencia, Santiago de Chile Diseño: Rodrigo Dueñas Ilustraciones: Catalina Bustos Fotografías: Paola Velásquez Maquillaje y vestuario: Gabriela Calvete ISBN: 978-956-247-653-9 Primera edición: septiembre de 2012 Impreso en CyC Impresores Ltda. No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni si transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.


Y OTRAS VOCES QUE ME PERSIGUEN

Jani Due単as Ilustraciones de Catalina Bustos



“If you make a mistake, do it twice” – Jazz saying –

“Somos adultos. ¿Cuando pasó esto? ¿Y cómo hacemos que pare?” – Meredith Grey –

“I wanna know what love is. I want you to show me” – Foreigner –



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Este es el prólogo Por Lorena Penjean

Si usted pretende encontrar en este libro claves para ser mejor persona, bótelo de inmediato. Si usted cree que esta es una “radiografía de la mujer moderna, desenfadada y segura de sí misma”, corra a la botillería más cercana y cámbielo por una piscola y unos Pall Mall verdes. Si usted ha leído Por qué los hombres aman a las cabronas, El secreto y Comer, rezar y amar (con película y todo), tírese a un pozo. Se lo digo por experiencia propia, yo leí todas esas mierdas pensando que mi vida encontraría sentido y heme aquí, fumando como puta presa, con la cabeza revuelta tratando de hilar palabras para mi amiga Jani y su primer libro. Un cuartito de Ravotril. Sigamos. Si usted, amable lector, es hombre y quiere entender por qué las mujeres nos comportamos como tales… le tengo malas noticias: se equivocó de micro. Imagine que quiere ir a La Cisterna y tomó la 416 que va a la chucha, cerca del Parque del Recuerdo. Eso.


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Si usted, dama, busca consejos para seducir hombres o sentirse identificada con las historias de una mujer que tiene un gato que parece vaca, toma piscolas y escucha voces… hágase ver. Con todo respeto. Este no es su libro. Búsquese una vida. Porque, junte miedo, somos muchas las que nos reímos de nosotras y de la puta idea de que a los 37 una debería tener todo resuelto en circunstancias de que la vida se nos pasa haciéndonos más preguntas que encontrando certezas. Dudas existenciales como a qué hora le mando mensaje, quién trae el hielo y cómo cresta bajo este michelín del juicio que no deja que mis pantalones Olivia Newton John suban sin vaselina. A saber: este libro ha sido escrito por una mujer que no cocina. Atroz. Que no quiere tener hijos por ahora, que no sabe qué chucha es el reloj biológico y que tiene cero espíritu maternal. Terrible. Que tiene valiosos amigos, de esos que te llaman a las tres de la mañana y llegan borrachos a tu puerta. Que es de las amigas que llama a sus amigos a las tres de la mañana y no siempre le abren la puerta (maricones). Una mina a la que le gustan los cabros jóvenes, tiernos, amorosos, flaquitos, empeñosos, esos que tiran como si es-


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tuvieran en los juegos olímpicos y te dejan sin poder sentarte una semana, y por más que se le diga: “Gaia, búscate un hueón que al menos pese más que tú” o “Te van a meterte presa”, insiste, persevera. ¡Llamen a los pacos! Esta ruma de papeles perfectamente empastados está escrita por Alejandra Selma Dueñas Santander, una mina que odia el verano, depilarse y los trajes de baño. Y a esos accidentes genéticos llamados hueones bien hechos, flacas y lateros que te sacan bostezos hablando de sus hijos. Y nos repetimos: “Siempre flaca, digna y depilada”. ¿Una de tres no es muy terrible? ¿Verdad? Filo. Vamos, la Jani es así. Y muchas más lo son. Tiene Twitter, Facebook, Instagram, WhatsApp y todas esas maravillas de la tecnología con un solo objetivo: socializar. Porque, por Dios que es sociable esta niña… Sociable y preocupada por el resto. Si hasta tiene un muñequito vudú que le traje de regalo de New Orleans pero me juró que jamás usaría con motivos malévolos (si siente un repentino dolor en el pecho y no se le para más, ya sabe). Ah, y a veces, quién no, la Jani consulta el Oráculo del guerrero (un libro magistral que no debiera faltar en ningún hogar) y cuando el guerrero le dice “Retorna a tu hogar”, ella lo interpreta como “Sí, dale, le gustai, partiste a tomar un taxi”. Top. Yo también lo consulto. La mejor parte es cuando te sale “El guerrero muere”.


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Mi amigui también ve porno y no solo lo grita a los cuatro vientos, sino que te anima a que lo hagas para que te “ilustres” (Ave María Santísima). Admira a las actrices de doble penetración y hasta conoce sus nombres, como Amber y no sé cuál más. También tiene juguetes que nos provee esa santa llamada Japi Jane. Usted no quisiera verlos. No, se lo juro. Se trata de una mujer cuyos amigos se empiezan a casar y eso le trae problemas terribles como qué chucha me pongo, qué cresta regalo y con quién voy. Cuánto la entiendo. Insufrible. Una vez organizamos un matrimonio imaginario en Pirque. El suyo. Era de tarde, rockero chic, al aire libre, con piscolas y damas de honor, y al final quedaba la cagá como en “November Rain”. Yo me encargaba de todo. Era un matrimonio perfecto. Perteneciente a la hermandad de la sagrada piscola, la autora de este libro con una promo, amigos y cigarros es feliz. Linda, sabe el valor de la piscola express, de la piscola de la pre (soy joven y digo pre, ¿tanto te importa?), de la piscola para rematar en Casa de Cena, de la piscola enterrada en el sofá leyendo el horóscopo, viendo el reality, bailando en el garaje, mandando mails satánicos, soñando con viajes, en las buenas y en las malas. Qué hermoso. A eso le llamo simpleza, elegancia. Ella, que se presenta como una “Dorian Gray con sex appeal”, como le ha dicho su gato y otras voces que no recuerda, es la Jani. Pero no sea iluso, lo cierto es que lo que usted leerá acá es mitad ficción, mitad real. Y como no soy


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caga onda no les diré qué es qué. Solo diré algunas cosas que me faltan para que usted no se haga una falsa imagen de la Jani. Noooooo, por favoooor, ella no está loca. Digamos que es especial (qué palabra de mierda). La Jani canta, actúa, tiene un programa de radio, hace títeres, sale en la tele y ahora escribe. La odio. Talentosa la hueona. Hace humor en un mundo de hombres que se creen graciosos y no aguantan a una mina más inteligente. Sí, lo digo con bronca y les saco la lengua ahora mismo porque lo he visto: las minas son lateras, no tienen sentido del humor, son muy sensibles, se toman todo a pecho y todas esas mariconerías de inseguros que juran que el único papel que puede tener la mujer en el humor es el de la vedette argentina de Porcel que dice: “Doctor, se me cashó el lápiz…” vestida de enfermera. Para que usted sepa, la Jani hace stand up, la he visto en decenas de bares rompiendo con los insoportables y predecibles monólogos de “¿Se han fijado que…?”. Stand up en bares. ¿Me entiende? Pararse en un escenario y hacer que la gallada se ría de ti y contigo. Heavy. Para su información, la Jani es comediante. Hecha y derecha, de las que improvisa, crea y destruye. La Jani es una grosa. Lo dije y qué. Es mi prólogo. Fuma. Eso ya lo saben. Odia a las flacas (me sumo).


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Conoce todos los emoticones. Incluso más que mis primos de trece años. La Jani es hereje y se caga en Dios. Y me odia porque le leo el evangelio del día (al cual estoy suscrita) y twitteo la Biblia en línea. Se burla de mi fe, pero yo igual rezo por ella. Tiene tatuajes. Varios. Es rockera. Y hace esa adorable pájara verde llamada Patana en “31 minutos”. Es “Juanita tres cocos”, como nos decimos, y puede estar rodeada de hombres y no solo reírse de ellos, sino que con ellos. Y nadie le toca un pelo, lógico. Es la amiga. La Janito. Tiene un alter ego llamado Miss 37, nuestra querida Miss 37. Esa princesa eterna cuyo reloj se detuvo en el momento en que tropezó con una piscola, que a veces se come una torta entera para vomitarla y se escapa de la casa de sus padres que solo quieren que se vaya. Y la queremos. Porque somos muchas las que nunca fuimos reinas a los diecisiete y que hoy pensamos las mismas huevadas solo que de manera un poco más retorcida, con el maquillaje un poco más corrido, con un refrigerador un poco más vacío y rodeada de hombres que te miran con cara de qué susto esta mina. Eso, Miss 37 después de vivir un pisco. Y pensar tonteras, amar, odiar, querer ser otra, luchar contra una misma, aceptarse, reírse fuerte, llorar en la tina y salir a comprar en pijama.


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Este libro, ya lo dije, es mitad ficción y mitad realidad. No es lo que usted cree. No es apto para hueones graves. Solo para mentes con criterio deformado. Arranque mientras pueda. Quémelo, escóndalo. Que no lo vea su hijo. Que no lo vea su mamá. Que no lo vea su jefe. Su lectura es bajo su exclusiva responsabilidad. Hágame caso. Hay cosas que no quiere saber. Como las cosas que pasan por la cabecita loca de una mina a la que le sobra talento, que se llama Jani Dueñas y que es mi amiga y que algún día escribirá más libros desclasificando archivos (nuestros mails, por ejemplo), dejará la zorra y se hará una polera con un mensaje secreto que sería de muy mal gusto publicar acá. Siempre flaca, digna y depilada.

PD 1: ¿Se podía escribir garabatos? PD 2: Pon por ahí que me dicen Milady por lo fina. PD 3: ¿Vamos a quemar una micro?


Jani Due単as, reina del Universo


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Sobre la autora Por Luigi Lofat Biógrafo profesional, profesor, contador auditor y decano emérito en estudios paranormales de la Universidad de El Quisco

Jani Dueñas llega al mundo un 11 de enero bajo un signo inexistente que conservará durante el resto de su vida. Según el calendario maya, ese 11 de enero estaba previsto el nacimiento de un ser excepcional. Su horóscopo chino dice que es tigre de madera, pero algunos dicen que en verdad es una zorra de plata. A muy temprana edad, Jani rechaza el pecho materno y se alimenta a sí misma robándole comida a niños pobres y dándosela a los ricos. En el futuro, se los comería a ellos, a los ricos (cuando le resultaba, eso sí, no siempre la liebre salta como uno quiere…). Jani entra al colegio y sale de él sin aprender absolutamente nada. El ramo donde más se destaca es Consejo de Curso. A los once años sufre su primer ataque de delirio místico: cree ser la reencarnación de Lemmy Kilmister, el dios del heavy metal. A los doce es internada en una clínica en Tacna; sería la primera de muchas otras liposucciones. A los trece


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se encuentra a sí misma y a los catorce es exorcizada luego de formar su primera secta religiosa donde intenta emular el mito de Rómulo y Remo amamantando a un pueblo entero (el pueblo era en verdad el equipo de baby fútbol del colegio). Luego se interesa por la carpintería y el bricolaje; es aquí cuando ocurre su primer acercamiento al mundo de las drogas. Se rumorea que Jani fumó pitos con Bob Marley y que a este le dio la pálida antes que a ella. Luego de dos tratamientos de desintoxicación, tres intentos de suicidio y un campeonato de rayuela corta recién ganado, Jani se retira de las pistas para encontrarse a sí misma. Este es el inicio de su etapa índigo. Convencida de que es la reencarnación de Bjork y Juan Antonio Labra decide dedicarse al canto gregoriano pop alternativo. Jani canta en una enorme cantidad de teatros vacíos en un gesto de minimalismo conceptual inigualado hasta el día de hoy. Luego decide que su color favorito es el turquesa y se rapa todos los pelos del cuerpo. Con estos construye su primera gran obra de arte conceptual: una escultura de Gladys Marín agarrándole el paquete a Mussolini. Su arte, tanto hermético como gestual, la aburre sobremanera y se da cuenta de que su destino es entregarse a las masas. Muchos dirán que Jani es una persona autodestructiva, ya que cada vez que una de sus parejas ha terminado una relación, ella destruye su auto. No el de él, el de ella, es que Jani nunca aprendió a manejar. Aun así, novios con auto ha tenido pocos, abundan los que tenían bicicleta, skate y un par


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con monopatín, aunque probablemente no debamos mencionar eso en esta biografía por razones legales. Uno de los grandes logros en la carrera de Jani Dueñas fue crear la primera Teletón para actores porno retirados, entregándole en el peak de la noche, un par de muletas a un enano amputado que solía ser su actor favorito. El país entero llora y Jani logra juntar $357.568 que son puestos en un fondo común para el blanqueamiento anal de toda la colectividad. Además de los enanos, el teatro es su otra pasión, destacándose desde sus años de escuela cuando decide incursionar como la primera mimo porno del mundo. Marcel Marceau, al ver su performance, queda mudo ante la impresión. Más tarde, Jani, incesante en su búsqueda, investiga en la pornografía de lo absurdo. Ionesco muere de sífilis al poco tiempo. Años después, como embajadora de la ONU, Jani adopta a una tribu entera de swahilis huérfanos. Mientras la prensa lo llama el mayor acto de humanidad del siglo, Jani mantiene un bajo perfil, declarando: “Es solo una reserva de cheques a fecha”. En los campeonatos de piscoleo que se realizan anualmente en El Tabo y Guaylandia, Jani gana el primer pentacampeonato de Chile convirtiéndose en la primera mujer capaz de hacer “el africano” con un balde de piscola. Sin embargo, lejos de disfrutar del éxito y la fama que esto le traería, Jani entrega el premio a una asociación de exalcohólicos que caen nuevamente en el vicio y mueren trágicamente quemados en


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un asilo clandestino. Jani declara ante la prensa: “Les dije que era inflamable, allá ellos si andaban prendidos”. Así, luego de diversos logros y fracasos, Jani Dueñas ha logrado establecerse como una de las personas con mayor cantidad de personalidades siendo galardonada con el título de “Loca del año” por el Journal of Crazy Shit and Madness de la Universidad de Massachusetts, premio que comparte con todas las voces que habitan su cabeza. Hoy Jani se dedica a la equitación adventista, la taquigrafía y las campañas solidarias con los animales. O los niños pobres que, para Jani, son lo mismo.


10 cosas que necesitas saber antes de leer este libro

1. Este libro tiene páginas. 2. Una página va detrás de otra. 3. Cada página tiene números para que usted no se pierda. 4. Si sigue los números podrá leer este libro. 5. Si se los salta no va a entender, pero puede que sea mucho más chistoso. 6. No me llamo Javiera. 7. No tengo pene. 8. Hay veces en que me gustaría tenerlo. 9. Soy mitad judía (y cuando digo mitad me refiero a la parte peluda). 10. Para superar la crisis de la página en blanco, escribí este libro imaginando que todos ustedes están desnudos.


Preparando reunión con mi editora mañana.

No sé qué es más pasado a caca, decir “mi editora” o tuitear esto.


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¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿Qué me dieron?

Hay un momento en la vida en que ciertas preguntas dejan de ser fáciles, tanto de formular como de responder. Una de ellas es cuánto tiempo llevamos sobre esta tierra, entendiendo el tiempo como el paso de los minutos que se convierten en horas que, a su vez, se convierten en días que pasan a completar meses que se sumarán hasta que sean doce y se convertirán en un año y estos se acumularán dejando estragos en tu cuerpo. O, en el peor de los casos, en tu rostro. O, en el peor peor de los casos, en tu personalidad. Lo escuchamos todo el tiempo: “La edad es sicológica”, “lo que diga el carnet no importa”, “el tiempo es relativo” y todas esas frases hechas. Y, más allá de ellas, es cierto que al final el cómo nos sentimos tiene directa relación con cómo nos vemos, aunque nada de eso importe a la hora de preguntarle la edad a una mujer, sobre todo si esa mujer ya cumplió treinta, sobre todo si ya cumplió treinta, pero aparenta cuarenta y seis la pobre.


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Afortunadamente, no es mi caso; yo soy una especie de Dorian Grey con sex appeal, lo sé, me lo han dicho muchas veces, las voces, mi gata, y tantas otras personas que nunca más volví a ver. Pero, la verdad, y la voy a revelar hoy por primera vez ante tanta gente junta (considerando, por supuesto, que este libro lo compró mucha gente y no solo mi mamá y mi tía Nena), es que tengo treinta y siete años. Esta es la parte donde ustedes paran de leer, cierran a medias este libro, miran por la ventana al horizonte y dicen: “¡Oh mi Dios!, ¡pero si parece de veintiuno! ¡A lo más de veinticinco! ¡A lo más de veintisiete pero mal llevados! ¡Es un misterio de la existencia! Eso. Gracias. Muchas gracias. Qué le vamos a hacer, la verdad es la verdad y ha llegado el momento de asumirlo. Tengo treinta y siete años y ya que estamos en confianza y sabiendo que esto no va a salir de aquí, quiero confesarles algo más. Tengo treinta y siete años y no sé cocinar. Tengo treinta y siete años, llevo nueve viviendo sola, tengo un gato obeso y no, no sé cocinar. Lo sé, soy súper buen partido. Tener la edad que tengo no es terrible, hasta ahora al menos es casi una fortuna considerando que nunca la gente me cree que esa es mi edad real (sé que algún día la vida me va a pasar la cuenta y se me van a venir todos esos años que no represento encima en la forma de un aluvión de canas,


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arrugas, dolores, piel seca y mal funcionamiento de los esfínteres), pero lo que no es una fortuna bajo ningún punto de vista es no saber cocinar. Al principio me daba lo mismo, llamaba para pedir comida por teléfono o cuando iba donde mis padres los domingos me llevaba seis tupperwares con cosas que me robaba de su refrigerador. Pero hoy, para mí, a los treinta y siete años, no saber cocinar es un problema, sobre todo porque desde hace unos años todo el mundo parece estar muy preocupado por esto. Mis amigas, por ejemplo, me dicen: "Jani, si no aprendes a cocinar nunca vas a tener pololo". Y yo las increpo incrédula diciéndoles: "Pero, ¿por qué?". "Simple -me dicen- porque a los hombres se los conquista por el estómago". Eeeh... ¿por el estómago? ¿No será un poquito más abajo la cosa? Y, a pesar de eso, puede que tengan razón; gasto más plata que nadie, estoy aburrida de comer pizza y comida china, y cuando un hombre me gusta ni siquiera lo puedo invitar a comer a mi casa. Es que no sabría qué hacer; podría mentirle y decirle: “Prueba este maní con pasas, estuve toda la tarde preparándolo para ti”, pero a menos que fuera un imbécil (trato de no salir con imbéciles, aunque me cuesta) pienso que no me creería. Ahora, si de verdad le cocino algo, las posibilidades de terminar esa noche con un mino pilucho y con churrete encima mío son altísimas. Y uno podrá tener sus perversiones, pero esa no es precisamente mi idea de una buena primera cita, no señor. En el fondo me he dado cuenta de que tengo que hacer algo al respecto, porque a esta edad no saber cocinar no es


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una divertida anécdota. No saber cocinar, a estas alturas de la vida, es tener un verdadero impedimento físico, como ser coja, o tuerta, o tener un hijo, qué se yo. Mi madre, linda ella, en su eterna búsqueda de hacer de mí una mejor mujer y con la esperanza de que no termine mis días sola, gorda y rodeada de gatos, me regaló una Mini Pymer para mi cumpleaños. ¿Conocen las Mini Pymer? Son bonitas, pequeñas y al accionarlas se mueven y giran; son como un vibrador, pero no te da orgasmos, algo completamente inútil según mi punto de vista. Entonces, ¿para qué cresta sirve una Mini Pymer? Yo para lo único que la he usado es para hacer pisco sour. Es que eso es lo único que sé hacer en la cocina: pisco sour. No sé hacer ni un huevo, pero sí pisco sour. De todas formas, mi pisco sour es maravilloso, hay gente que ha muerto de felicidad después de probarlo y además soy seca, me pasan una botella de pisco, cuatro limones, un kilo de pasta de muro y yo te hago un pisco sour. En serio. Pero, ¿entienden mi dilema? A mis treinta y siete años puedo emborrachar a cualquiera, pero no puedo alimentar a nadie. Y aunque mi reloj biológico todavía parezca dormido (o completamente drogado, no sé) hay veces en que no puedo evitar pensar: “¿Qué va a pasar cuando tenga un hijo? ¿Qué va a pasar si un día de estos todo confluye mágicamente y aparece un hombre bueno, sano, fértil, que plante su semillita en mí y transforme este cuerpo yermo en un espacio milagroso generador de vida humana? ¿Ah? O por ponerlo de otra manera: ¿Qué va a pasar si un hueón me mete un gol?.


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Pasaría lo siguiente: me crecerían las tetas y el culo tres veces más de lo que ya lo tengo; me saldrían manchas en la cara y estrías por todas partes; después de nueve meses de sentir frío cuando hace calor y calor cuando hace frío, y de llorar por cualquier cosa y reír sin razón aparente, tendría que ir, cargando una guata del porte de un auto chico, a un hospital cercano para pasar por la ignominia de estar de patas abiertas en un quirófano frente a un grupo de desconocidos vestidos de blanco y un imbécil con una cámara (porque siempre hay un pelotudo al que se le ocurre que grabar estas cosas es buena idea) y, después de un dolor sobrehumano que se supone que nos hace ser especiales pero que al fin y al cabo es solo eso, dolor, saldría de adentro mío –¡de adentro mío!– una cosa con poca forma, con patas y brazos, bañada en sangre y placenta, que me quedaría mirando y me diría: “¡GUAAA!” (que debe ser algo como “Hola” en lenguaje alien) y yo lo único que voy a poder pensar es: “¡¿QUIÉN CRESTA ERES TÚ Y POR QUÉ MIERDA ME DEJASTE LA VAGINA JETONA COMO ELÁSTICO DE CALZONCILLO CHITECO?!”. ¡Qué miedo! Pero respiremos profundo, contemos hasta diez, pensemos en cosas lindas y que nos tranquilicen, como un prado verde con un cielo celeste y un mijito rico esperándote con una botella de vodka recién sacada del refrigerador. Ok, ahora continuemos. Si todo eso pasa, supongo que al principio no sería tan terrible, después de todo, estas cosas como que se alimentan solas, ¿no?


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Digo, los niños, las guaguas, ellos, como sea. Te los pones en la teta y ellos van y la chupan, ¿no? Ok, una ya está media acostumbrada a esa parte, seamos honestas. Luego, comen colados y papilla, ¿no es así? Ok, esos los calientas en el microondas y listo: ¡pip! ¡pip! ¡piiiip!, estamos. Pero, ¿y después? ¿Qué se hace cuando ese niño necesite alimentarse con algo más que no sea teta o papilla? ¿Qué cresta le doy?, ¿pisco sour? Voy a ser una pésima madre. No solo me va a costar alimentar a ese niño, si no que le voy a caer fatal, estoy segura. Es que no tengo tacto para esas cosas. Una vez una amiga me llamó para contarme que estaba muy complicada porque a su hijo le había ido muy mal en el colegio y probablemente repetiría de curso. Una tragedia griega en el contexto de una familia bien constituida cuya mater familae sí sabe cocinar y es una mujer como Dios manda. Y me dice: “Ay, no sé qué hacer, es terrible, ¿cómo le explico al Simón que va a tener que hacer tercero básico todo de nuevo?”. Me quedé en silencio por unos segundos, intentando que pareciera un silencio comprensivo o al menos una pausa llena de contenido previa a esa respuesta asertiva que ella estaba esperando y que salvaría el futuro de su familia; y entonces le dije: “Bueno, se lo vas a tener que decir bien lento, porque si está repitiendo tercero básico no es muy brillante el cabro”.


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Me colgó el teléfono. Nunca más hablamos. Simón repitió tercero básico y ella está en terapia. Eso me han contado. En fin. Voy a ser una madre de mierda y una esposa aún peor. Es que la idea del matrimonio siempre me ha parecido un poco extraña. Tener un marido y tener niños, ¿no es un poquito redundante? Para eso hubiera estudiado Párvulos y es lo mismo. Pero no quiero que piensen que porque soy soltera soy una mujer amargada o solitaria. No, porque tengo muchos amigos y eso es fundamental; de los que más tengo son de esos amigos que, yo creo, son los más importantes que una mujer puede tener, esos amigos que te llaman a las tres de la madrugada para ir a verte y pasar tiempo contigo. Y cuando digo ir a verte quiero decir que un taxista lo botó borracho en tu puerta, y cuando digo pasar tiempo quiero decir tener sexo torpe e incómodo sin hablar una palabra y luego quedarse dormidos. ¿Acaso nadie más tiene de esos amigos? Claramente, mi problema no consiste en conocer hombres, mi problema tiene que ver con la duración en el tiempo de todo esto. Me cuesta entender a la gente que pololea cinco años, ocho años, catorce años, ¿están pagando una manda? La última vez que estuve con alguien lo pasamos súper bien durante todo el tiempo que duró nuestra relación… un fin de semana largo, creo. Iba todo increíble hasta que un día va y me dice: “Jani, creo que tenemos que dejar de vernos. Me gustas mucho, pero a veces eres demasiado masculina...”


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(yo justo me había sacado los bigotes ese día así que no entendí a qué se refería); luego continuó: “De verdad lo siento, pero cuando estoy contigo, siento que estoy con un hombre”. El tiempo se detuvo en el salón de pool, miré mi lomito palta mayo a medio morder y mi schop a medio tomar, y lo único que pude escuchar fue el sonido del partido de fútbol y a los cabros a mi alrededor gritándole a la tele por un penal mal tirado. –¡¿Que yo soy muy parecida a un hombre?! –exclamé– ¿Qué te pasa, hueón? Me paré de ahí, me tomé el schop al seco, le pegué una última mascada a mi sándwich, me acomodé el paquete y me fui. Qué se ha imaginado. Tal vez por eso mis relaciones duran menos que un candy. Tal vez por eso me gustan tanto los candys: son ricos, duran poco, te compras otro, es rico, y así. ¿O tal vez yo estoy totalmente equivocada y las relaciones que duran años y años y años son mejores? No tengo idea, lo que sí sé es que son distintas. En una relación larga ya te sientes cómoda, puedes hacer cosas como ir al baño delante de tu pareja o dejar de depilarte uno que otro día y da lo mismo. Pero en las relaciones cortas, como las que yo suelo tener, es terrible, porque al menos los dos primeros meses (que es mi récord personal) tienes que ser perfecta. Los dos primeros meses de cualquier relación son, básicamente, una


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aguantándose peos. ¿Cómo te vas a tirar un peo delante de un hombre que te gusta y al que todavía no conoces bien? No puedes. Los dos primeros meses, aguantarse peos y tirarse flatos pa callao, de eso se trata todo. Y claro, eventualmente el mino se queda a dormir (digo eventualmente para que suene bonito, pero todas sabemos de lo que estamos hablando, primera cita, corta) y las mujeres hacemos algo muy extraño cuando eso ocurre. Seis de la mañana, te despiertas, abres un ojo, abres el otro, miras a tu lado y lo ves durmiendo como un neanderthal, te levantas sin hacer ruido, con mucho cuidado de no despertarlo, y sales de la pieza; entras al baño en puntas de pies, calladita, cierras la puerta tras de ti y cuando estás ahí, te relajas y te tiras todos esos peos que te has estado aguantando desde que lo conociste, uno tras otro, saliendo desaforados de tu trasero como vocecitas que necesitan expresarse locamente. Luego te miras al espejo, te maquillas un poco, solo un poco, te lavas los dientes (para sacarte el gusto a pene, claro) y te vuelves a acostar en total y absoluto silencio sin que el tipo se dé cuenta, cosa que cuando abra sus ojitos y mire a su costado, en vez de decir: “Dónde estoy, quién soy, qué me dieron y quién es este monstruo que duerme a mi lado”, te encuentre a ti, perfecta, como si hubieras nacido con el ojo delineado y el aliento de cabra chica. ¿Por qué chucha las minas hacemos eso? ¿Por qué nos esforzamos por despertarnos bonitas y maquilladas? ¿No nos hemos dado cuenta acaso de cómo se despiertan los hombres?


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Los hombres, queridas amigas, se despiertan con dos cosas: un tufo asqueroso y una erección del porte del Costanera Center. Algunos, según cómo se despiertan, serían capaces de metérselo hasta a un rodamiento si fuera por ellos. Lo he visto, el tipo tenía gustos raros, me pidió que lo grabara. En fin. En lo que al sexo respecta no es tan malo tener treinta y siete años. El otro día leía un artículo en internet que decía que las mujeres alcanzan su peak sexual entre los treinta y cinco y los cuarenta años. Es decir, yo, ahora, en este preciso momento, mientras tú lees esto, estoy en mi peak sexual. Me encanta saber eso, aunque es un poco triste si lo vemos desde el punto de vista de las estadísticas, porque las mujeres alcanzamos nuestro peak sexual a los treinta y siete y los hombres, ¿saben a qué edad? A los dieciocho. Perdón, pero, ¿qué es lo que tiene que hacer una mujer entonces para encontrar un hombre en su peak sexual? ¿Ir a pasearse afuera de un colegio? Podría hacerlo, lo he hecho, es decir, me han contado, da lo mismo... La cosa es que es una tontera hacer eso, porque evidentemente el sexo es distinto cuando tienes más de treinta, no es como el sexo a los dieciocho; a los dieciocho uno no entiende nada de nada, mientras que a los treinta, una ya no es la misma joven inexperta, algo ha cambiado en tu inocencia, es más, tu inocencia ya no existe, se fue, se cambió de casa, vive en otro país y no piensa ni en mandarte una postal. Cuando tienes más de treinta ya


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has tenido sexo, has tenido sexo más de una vez, has tenido sexo más de mil veces, porque claro, esa es la clase de suelta que eres. Es que no es fácil encontrar el amor en estos tiempos, y de puro aburrida y cansada muchas veces uno comienza a bajar sus expectativas, que es como decir que empiezas a conformarte con cualquier cosa, y claro, ahí cada mujer tiene su propio trauma. Hay algunas que se meten con hombres casados, otras que se emborrachan y terminan agarrándose a su mejor amiga, otras que se compran zapatos como si el mundo se fuera a acabar mañana y otras que entran a un reality show… hay de todo en la viña del Señor. Lo que a mí me pasa es que empiezo a mirar para abajo. Y no es que tenga un fetiche con enanos, no, lo que pasa es que me gustan los hombres menores, todo dentro del rango de la legalidad, por supuesto, pero menores. Es que si lo piensan, los hombres menores tienen su gracia, tienen la piel suavecita, generalmente huelen bien, no les da sueño temprano, se ríen con todos tus chistes y salen baratos, los invitas a un McDonalds y quedan felices. Pero lo mejor de los hombres menores está ahí, en la intimidad, y no porque sean amantes aventajados, si no por otra razón: son laboriosos. Son esforzados. Están tan preocupados de que seas tú la que queda satisfecha, de que seas tú quien alcanza el orgasmo, de que seas tú quien goza y queda contenta y extenuada que, no sé, dan ganas de llenarlos de estrellitas y caritas felices y ponerles una anotación positiva


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en el libro de clases y mandarlos a la casa diciéndoles: “¡Muy bien hecho! ¡Felicíteme a su mamá!”. Pero con todo lo que me gustan, hay algo que nunca he logrado dilucidar acerca de los hombres menores, una interrogante que hasta el día de hoy me acecha en mis sueños y en mi vigilia, algo que me he pasado la vida tratando de comprender y cuya respuesta constituye uno de los mayores misterios del universo: un hombre joven tiene todo en su lugar, aún no se le ha caído nada, no tiene guata ni pelos en las orejas, pero, ¿por qué será que no importa cuán joven sea un hombre, las bolas siempre se les van a ver viejas? ¿Por qué? Oh, Dios, ¿por qué?


3 cosas que te dicen que te convertiste en adulto

1. Tus plantas estรกn vivas y ninguna de ellas sirve para fumรกrsela. 2. Escuchas tu canciรณn favorita en un ascensor o en un pasillo del supermercado. 3. Cuando vas a la farmacia ahora compras Ibuprofeno y antiรกcido. Antes comprabas condones y lubricante.


Hay algo demasiado placentero en fumarse uno en pijama y ver un programa donde hacen abdominales.


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Arena en el bikini y otras tantas cosas que no debieran existir

Odio el verano. Sí, soy la típica amargada que odia el verano, esa soy yo. Hay algo en ese ambiente de sol permanente, poca ropa y pieles brillantes que me causa una profunda incomodidad. Piénsenlo, si el verano durara más moriríamos de angustia, el verano constante es insufrible, excepto si eres brasilero, y déjenme decirles que Brasil, especialmente Río de Janeiro, a pesar de ser una ciudad hermosa, es insoportable. Nadie puede vivir en un lugar donde de enero a diciembre puedes usar hawaianas. Nadie puede vivir todo el año con una batucada de fondo. Nadie puede no necesitar deprimirse un poco, aunque sea un par de meses al año. En Brasil no se puede ser dark, y eso me parece horrible. Sé que no todos están de acuerdo conmigo, que hay gente ilusa que ama el verano y que si te la encuentras en la calle en pleno enero con treinta y cuatro grados de temperatura sobre una superficie de asfalto puro sin ningún tipo de sombra alrededor es capaz de decirte: “¡Ay, el verano es lo mejor! Exquisito andar con poca ropa, mostrar la piel, liberarse, ¿cachái? ¡Un placer!”.


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Pero aclaremos que eso lo dicen dos tipos de personas: los hueones calientes que quieren ver minas con poca ropa en la calle y las minas lampiñas que no se tienen que depilar. Dos especies de personas que deberían morir de una muerte lenta y dolorosa. Perdón. Es que uno se pone tonto con el calor. La tontera abunda más en verano, eso es un hecho. ¿Han visto las noticias en verano? Son aún más de mierda que el resto del año, si es que eso es posible. Prendes la tele y ves lo siguiente: “Hombre muere de dieciséis puñaladas a manos de su hermano por no querer pasarle el control remoto. Su familia llora su pérdida y exige justicia”. Y en otro frente de la noticia: “¡Vamos a ver lo que pasa en Reñaca en la elección de Miss Colita 2012!”. Y uno piensa, ¿cuál es la idea de acribillarnos con imágenes de puras minas ricas y flacas en la tele en verano? ¿Generar un suicidio colectivo? No. Es la prueba de que nuestra televisión está hecha por hombres y para hombres, ellos son los únicos felices con esos reportajes, pero es lógico, si fuera por los hombres el verano sería solo eso: ver anos. Seamos justos, hay dos partes de la etapa estival y son muy distintas entre sí. Una es la del calor asqueroso en Santiago donde tienes que salir a la calle casi en pelota, quemarte la piel contra el cemento y transpirar la gota gorda en el metro rozando tu cuerpo con el de un desconocido que aparentemente no usa ni sabe lo que es el desodorante, y la


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otra es la de las vacaciones, dejar de trabajar, salir de la ciudad, irse a la playa o a cualquier parte que tenga agua cerca y sentirse parte de la naturaleza como un niño inocente y libre. ¿A quién no le gusta ir a la playa? Llámenme amargada (de nuevo), pero a mí. Es que la playa tampoco es necesariamente una experiencia fácil. Ustedes no se dan cuenta de la cantidad de inconvenientes que encierra la vida playera. De partida, para las mujeres el verano no es una época de relajo, no señor, el verano es trabajo. ¡Trabajo! Hay que estar tonificada, hay que estar bronceada, hay que estar depilada y ojalá depilada entera, porque el cuerpo está expuesto, lo quieras o no, y una nunca sabe cuando una ola va a decidir revolcarte y devolverte a la orilla de una concurrida playa a poto pelado, tal como Dios te trajo al mundo. Irse a la playa son meses de preparación para una mujer neurótica como yo. Te pasas desde septiembre haciendo dieta para poder ponerte el bikini y ¿con qué objetivo?, llegar a un lugar lleno de tentaciones: pan de huevo, palmeras, cuchuflíes, asados, cerveza, pisco sour, melón con vino, sandía con vodka, chorrillanas del porte de una mesa y metros cuadrados de ponche con durazno (si vas a la playa y ninguna de esas cosas pasa por tu boca mejor cierra este libro y vuelve a tu aburrida vida). En resumen, inviertes tiempo y recursos en prepararte para algo de lo que no verás el rastro en menos de diez días, como si te hubieras ido a la playa no a veranear sino a hacer un magíster en Cachalote.


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Pero vamos por partes, porque antes de ir a la playa a mostrar tus carnes blancas y cada vez menos turgentes hay que vivir la primera humillación del verano, la que dará inicio a una temporada completa de frustración: ir a comprarse traje de baño. Todas sabemos que esa es la parte más horrible, meterse a un probador de dos por dos metros, sacarse toda la ropa y ponerse un pedacito de tela minúsculo a ver si te ves relativamente digna. Esto incluye, por supuesto, hacer el ejercicio imaginativo de decir: “Ok, si en vez de este fondo de cholguán pintado y esta luz fluorescente tuviera un mar calipso y arenas doradas a mi alrededor, tal vez no me vería tan mal y se me quitarían las ganas que tengo de hacerme bolita y llorar en este probador el resto de la tarde”. Yo no sé si a ustedes les pasará lo mismo, pero yo me meto al probador y lo primero que pienso es: aquí hay cámaras, obvio que aquí hay cámaras, debe haber un guardia o un supervisor en alguna parte de esta tienda que tiene su computador conectado a estas cámaras y en este preciso momento está ahí, viéndome, con los ojos bien abiertos y un incipiente bulto en su entrepierna (y claro, pensar en esto no necesariamente te hace sentir mejor, podrías ser un travesti nicaragüense y el bulto estaría igual, después de todo la erección masculina es lo mas democrático del mundo). Y justo cuando estás a punto de taparte porque no puedes soportar la idea de alguien masturbándose con tu imagen (no con esa imagen al menos, te creo cuando estás flaca y bronceada), te da un poco de pena porque piensas que la conexión de internet de la tienda no le debe dar al pobre hombre para


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bajar porno, y claro, en ese caso, que más puede hacer. Y te sientes hasta caritativa sacándote la polera y quedando en sostén y calzón frente al (guardia) espejo. Estamos ahí por algo, hay un objetivo que cumplir, un bien superior, una meta inevitable: salir de la tienda con una prenda que te quede lo menos mal posible y te dé la ilusión de que este verano sí te vas a animar a sacarte el pareo un día o dos. Intentas un trikini, intentas un hilo dental, intentas un bikini sin tirantes y uno con aplicaciones también. Realizas un desfile minúsculo en el probador pensando en lo práctico que sería que el guardia que te está sapeando pudiera votar a través de un sistema de luces donde rojo sea “ni cagando”, amarillo, “con tres kilos menos la haces” y verde, “no serás miss Reef pero salvai pesao”; total, a estas alturas ya es como tu amigo y debería ayudarte a decidir. Y al final, y como era de esperarse, sales del lugar con el clásico traje de baño negro de una pieza que contiene tus carnes; tapa lo que hay que tapar y no te defraudará al momento de hacer una “playita”. Por último, siempre existe la opción de no bajar nunca a la playa y quedarte tomando cerveza y fumando en la terraza. Entonces, llegas a la playa, te tiras a tomar sol pensando que esto sí que es vida, que vas a descansar de todo lo que trabajaste durante el año, que podrás olvidarte al fin de todo el estrés acumulado, de todas las preocupaciones, y piensas: “Aaaah, al fin un poco de paz...”. ¿Y qué pasa? Que ahí está el maldito team de verano con su escenario y su tecno flaite euro dance a todo


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chancho por los parlantes y al lado tuyo unos niños jugando paletas que claramente no saben jugar porque la pelota te cae en la cara a una razón de diez pelotas por minuto y el hueón gritando “¡Pan de huevo!” pasa caminando y te tira arena justo después de que te habías echado bloqueador hasta en el alma convirtiéndote en lo que más odias en esta vida: un mimo. Y estás tan chata y hace tanto calor y odias tanto a la gente y tienes tanta arena en el culo que dices, bueno, me voy a ir a bañar. Y caminas hasta el agua invocando a Tyra1 y sintiendo que todos te miran, porque, claro, no eres una modelo, eres un mimo con sobrepeso disfrazado de escalopa. Y como hace un año no ibas a la playa te habías desacostumbrado al mar y una ola te toma por sorpresa y te revuelca en el fondo como si estuvieras en el ciclo tres del lavado automático y sales medio muerta, con una pechuga al aire, todo el pelo en la cara y la arena metida ahora hasta en el útero. La gente te mira horrorizada; huyen, gritan, suenan sirenas y vuela un helicóptero que desde un megáfono llama a la calma. “¡No soy un monstruo marino! ¡Soy yo! ¡Un ser humano!”, gritas mientras intentas volver a tu toalla para forrarte en ella y hacer un hoyo en la arena que te cobije para morir ahí, en la peor de tus pesadillas. ¿Saben qué más?, nunca pensé que diría esto, pero: “¡Que llegue marzo luego, por el amor de Dios!”. (1) Tyra Banks: supermodelo afroamericana conductora del programa “America´s Next Top Model” donde elige a una chica anoréxica y de belleza extraña para que sea algo así como su sucesora; en este proceso les enseña a “sonreír con los ojos” y a ser “fierce”; les manda “Tyra Mail!” y cierra cada episodio diciéndole a la ganadora: “You’re still in the running towards become America’s Next Top Model”.


“¡Será un domingo de trabajo!” dije, puño en alto y mentón arriba.

Heme aquí, siendo devorada por las fauces de esta cama y comiendo Toblerone.


Cuando un mino sale muy mino en su avatar pero no puedes encontrar ninguna otra foto de ĂŠl en internet, desconfĂ­a.

Puede ser una seĂąora en Paraguay.


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Ser mi amigo [de Facebook] no te da derecho a tratarme así Los estudios científicos demuestran que el 87,7% de los que están leyendo este libro tienen una cuenta en Facebook. Un 73% de ellos tiene a Facebook como su página de inicio en su navegador favorito y el 58% de estos actualiza su estado de Facebook todos los días. Yo misma, que no estoy leyendo este libro sino escribiéndolo, también tengo Facebook. Y podría ser amable y decirles: “¿Quieren ser mis amigos en Facebook?”. Y ustedes dirían: “¡Sí!”. Y yo entonces respondería: “Ok, lo voy a pensar”. Es que, lo siento, pero tengo ciertos requisitos para aceptar gente en Facebook así como así. De partida no acepto a nadie que no conozca e, incluso si lo conozco, no acepto a nadie que tenga en su foto de perfil a su guagua, a su mascota o a su pololo dándole un pato con lengua. No, un poco de decencia, por favor. Facebook es un lugar extraño, un lugar donde uno ve lo que la gente quiere que veamos de ella y, aún así, hay algunos que fallan en ello. En Facebook puedes elegir poner solamente las fotos donde sales bien, puedes optar por co-


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mentar el status de alguien de manera chistosa e inteligente o bien quedarte callado; puedes poner links de videos que viste y artículos que leíste para que la gente piense que eres ocurrente e interesante. Pero no, no funciona. Porque al final siempre terminamos mostrando la hilacha, o peor, alguien la muestra por nosotros. Al principio, Facebook era entretenido, ¿se acuerdan? Tenías a tus amigos más cercanos, podías comunicarte con ellos, compartir fotos, enterarte de sus vidas (que la mayor parte del tiempo sí te interesaban) y listo. Pero en un minuto algo pasó. Algo que no esperábamos, algo para lo que no estábamos listos. Alguien destapó una tumba (un cementerio entero más bien) y empezaron a salir todos los cadáveres de tu pasado, todos tus excompañeros de colegio caminando como zombies hacia ti, “¡Holaaaaa! ¡Aquí estamos de nuevo!”. ¿Por qué? ¿Por qué?, digo yo. ¿Es realmente necesario? No nos vemos hace quince años y hay una buena razón para ello: ya no tenemos nada en común. Es más, lo único que teníamos en común en esa época era que usábamos el mismo uniforme. Punto. Si dejamos de vernos es por algo. La vida ha sido muy sabia separando nuestros caminos y que venga este señor Zuckerberg con solo un par de clicks a arruinar lo que la vida ha logrado hacer en años, es total y completamente injusto. Piénsalo: no somos amigos en la vida real, ¿por qué tendríamos que ser amigos en la vida de mentira? ¿Por qué querría ir a los conciertos de tu banda tributo a Def Leppard?,


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¿por qué querría ver las fotos del parto de tu señora?, ¿por qué querría saber del primer día de jardín infantil de tu hijo al que no conozco?, ¿por qué querría que me hicieras un “toque”? ¿Por qué? Nunca he entendido qué son los toques ni para qué sirven. ¿Por qué la gente manda toques? Llámenme conservadora, pero a mí me parece un tanto atrevido, es como que de cierta manera te corrieran mano, ¿no? “Carlos te acaba de correr mano” sería quizás más honesto. Además, si uno manda un toque y te lo responden, ¿qué pasa? ¿Nos vamos de toque en toque? ¿Y qué viene después? ¿Una aplicación que se llame “la puntita nomás”? Con el tiempo, y usando las opciones de privacidad de manera adecuada, he aprendido a soportar lo de mis excompañeros, porque dentro de tanta nostalgia pelotuda y recuerdo innecesario, hay algo bueno en todo esto: darse cuenta de que el mino del curso, ese que todas se querían adjudicar, ese que amabas con locura y espiabas en el recreo esperando a que se diera cuenta de que existías, ese, ese que nunca se dignó a mirarte ni te sacó a bailar en ninguna fiesta, ese, ahora es guatón, pelado, se ha casado dos veces y está sin pega. ¡Ahí tenís karma, Sebastián Fuenzalida del Octavo B! Pero ojo que hay cosas soportables en Facebook y otras que simplemente debieran estar prohibidas. Por ejemplo, que tu familia tenga Facebook, sobre todo tus papás. Las redes sociales son para los que pueden comprenderlas y por algo los computadores se popularizaron cuando esta gente


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ya estaba tomando tecito con un chal sobre sus pies; no son para ellos, detengamos esto. Yo pensé que me había salvado de esa situación hasta que un día, después de almuerzo, mi mamá me pregunta: “Oiga Janita, ¿qué es Feibun?”. “¿Feibun, mamá? No querrás decir Facebook?”. “Sí, eso, eso. Es que leí en el diario que hay una cosa que se llama Feibun y yo quiero tener Feibun”. “¡SE LLAMA FACEBOOK, mamá! Y no, no necesitas estar en Facebook, mami, es raro, es súper complejo, no vas a entender nada y de todas maneras todas tus amigas están muertas, así es que, a menos que hubiera un Deadbook, no tienes nada que hacer ahí”. Creí que la había convencido hasta que, no me pregunten cómo, a la semana siguiente tengo una solicitud de amistad de “tu mamita linda”. Y de ahí en adelante, el horror. El horror sin retorno. Obvio que no sabe usarlo, no sube fotos ni pone links, nada; su foto de perfil todavía es un caballero azul sobre un fondo blanco, pero ¡ojo!, lo que sí sabe hacer es comentar. ¡Qué le han dicho! Tal como en la vida real, lo comenta todo. Una vez puse en mi status “Hoy vean ‘El club de la comedia’, amigos, en CHV a las once de la noche” y tres segundos después, “Te queremos mucho, Palomita, eres la mejor, pero no te pongas el vestido rojo ese que te aprieta un poco y hace que se te marque el rollito”. Sí, mi mamá me dice Palomita y ese vestido rojo me queda súper bien. ¡Ok, mamá! No me lo puse, porque no me gusta, no porque tú me digas que me queda fatal, ¿estamos?


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El problema es que es un camino sin retorno, porque si sumas a tu mamá tienes que empezar a aceptar a todas las amigas de tu mamá y tu Facebook se convierte de un segundo a otro en el sitio web de la Fundación Las Rosas. Y es inevitable que, más temprano que tarde, tu mamá vea las fotos de tus carretes donde sales dando jugo. Y está bien, mi mamá sabe que tomo, que bailo, que tengo amigos, incluso sabe que tengo amigos a los que les gusta ponerse vestidos y taco alto, pero, ¿cómo cresta le explicas a tu mamá qué es “el africano”? Es una situación, por decir lo menos, compleja. Pero no quiero ser totalmente malagradecida con esta red social, no. Quiero darle cierto crédito con respecto a un ámbito de nuestra vida que antes era muy complejo y frustrante y que hoy Facebook ha facilitado para nosotras, las locas de patio: el sicopateo. Porque convengamos en que si para algo sirve Facebook es para eso, para sicopatear. Seamos honestos: ¿crear nuevas redes?, ¿conocer gente?, ¿compartir gustos e intereses? Mis polainas. SICOPATEAR Y JOTEAR, esa es la consigna. Y no importa a quién, a tu ex, a la polola de tu ex, a la ex de tu pololo, al que te quieres agarrar, al que te agarraste hace mil años, al que quiere contigo pero no estás segura, a la mina que odiabas sin razón alguna (solo para confirmar que hay que seguir odiándola), al que en una de esas si te lo encuentras en una fiesta y se dan las cosas, al que nunca ni aunque te pagaran, al que igual con tres piscolas, y así.


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En ese sentido, Facebook es mágico. Jotear a alguien es la actividad más fácil del mundo. Ni siquiera necesitas esforzarte, ni siquiera tienes que maquillarte y sonreír todo el tiempo, puedes estar en tu cama, en pijama, sin haberte lavado los dientes, sin haberte depilado, sacándote un moco, y vas y le pones “me gusta” a todo, “me gusta”, “me gusta”, “me gusta”, a cualquier cosa que él postee le pones “me gusta”. Sí, hinchapelotas la mina, pero súper directa. Y para sicopatear es aún más fácil: pones un nombre en el buscador y puedes acceder a un pedacito de la vida de esa persona, ver sus fotos, saber quiénes son sus amigos, qué escribe, cuáles son sus gustos, etc. Todo esto considerando que la persona en cuestión no tenga su perfil “privado”, si es así, la reacción inmediata es pensar: “¿Y este?, ¿pa qué tiene su perfil privado? Pfff, ni que alguien quisiera sicopatear su vida de mierda, qué creído”. Y ahí está una, mordiéndose los labios de rabia porque su egoísmo no nos permite ser las perfectas sicópatas que podríamos ser. Pero lo más terrible de este ciclo sicopático es cuando te encuentras el perfil de tu ex en Facebook y tiene un nuevo álbum de fotos que se llama “Nosotros”. Y no es “nosotros” contigo, es “nosotros” con su polola nueva. Fotos de ellos en la playa, fotos de ellos comiendo y sonriéndole a la cámara, fotos pokemonas de ellos dándose besos. Un asco. Y ustedes se preguntarán: ¿qué es lo que hace una mujer adulta cuando eso pasa? ¿Qué es lo que una mujer madura debe hacer ante esta situación?


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Muy simple: mirar fijamente la pantalla, luego el teclado, elongar los dedos y lanzarse a comentar cada una de las fotos: “Yo estuve aquí antes”, “Agradece que te lo dejé en bandeja”, “Qué bueno que ya no tienes esa infección en la entrepierna”, “Linda tu camisa, pero la que te regalé yo era mucho mejor”. Y después le pones “me gusta” a tu propio comentario, y después no, y después le pones “me gusta” de nuevo, así le siguen llegando notificaciones y te aseguras de que nunca te olvide. Eso es lo que hace una mujer madura. He dicho.


Mi crema de manos me acaba de eyacular encima.

Fue hermoso. Y corto. Y llorĂŠ un poco despuĂŠs. Igual que todas las otras veces.


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Yes!... Yes!... Yes!... Oh my God!

Hace un tiempo me sorprendí a mí misma leyendo un sitio web orientado a las mujeres femeninas, audaces, independientes y modernas. Como soy todas esas cosas, pensé que tenía mucho sentido leer ese tipo de literatura digital, pero al poco andar me di cuenta de que las mujeres que consultaban este sitio web no solo eran femeninas, audaces, independientes y modernas, sino también ignorantes y pelotudas, ya que los artículos más leídos del blog en cuestión eran “Cómo enamorarlo según su signo” y “Nunca he tenido un orgasmo y él dice que es mi culpa, ¿qué puedo hacer?”, entre otros. Y cuando ya comenzaban a darme ganas de asesinar gatitos chicos de la pura rabia, encontré un artículo que sí me pareció interesante: “Las cincuenta fantasías sexuales favoritas de los hombres”. Y creo necesario, y no solo necesario sino indispensable, que profundicemos en al menos tres de ellas. Dentro del top tres, por ejemplo, estaba una que todos deben conocer muy bien (en el mundo de su imaginación al menos, perdedores): dos mujeres juntas.


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Dos mujeres tocándose, básicamente. Y por las imágenes que ilustraban este punto de la lista, y por lo que he podido apreciar en la vasta pornografía que hay al respecto, no sé por qué pero ojalá siempre sean una rubia y una morena, supongo que es para darle más diversidad racial a la cosa. O para que parezca un aviso de Benetton, algo así. Todos los hombres han tenido esa fantasía, una fantasía que evidentemente tiene que ver con un aspecto voyerista. Es la primera en la que piensan apenas ven a dos mujeres, dos amigas, dos mujeres que trabajan juntas, dos mujeres que se cuentan secretos o se prestan el brillo labial (sí, se imaginan que ese brillo labial es su pene, no digan que no. Y si no se lo imaginaban, de nada, les acabo de regalar una nueva fantasía). Lo que sea que pase entre dos mujeres, de inmediato se pasan el rollo y alguien aprieta play en su cabeza y empieza a sonar: chiki pawn pawn pawn... yeaaah! ¿Qué creen que se imaginan los hombres que hacemos cuando vamos al baño con una amiga? Los más narcisos piensan: “Aaah van a retocarse el maquillaje y a hablar de nosotros”. Y los que tienen el narcisismo ubicado entre sus piernas, es decir, casi todos: “…y probablemente se exciten y se toquen un poco”. Lo que los hombres no saben es que no vamos con la amiga al baño ni para hablar de ellos ni para que la amiga nos afirme la puerta del baño o nos pase el confort. La verdad, la pura verdad, es que vamos a esto: “Ya, gaia, ¿estai lista? Sí, ya, dale. ¡PPRRRRRRRR!”.


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Necesitamos que alguien nos tire el dedo para poder desahogarnos de esos gases que nos hemos estado aguantando durante toda la noche. Eso es todo. Simple, humano, nada de sofisticado, menos sensual y sí, un poco escatológico, pero necesario. Lo peor de esta fantasía en particular es que deriva en otras de mayor alcance. Es una fantasía que se desarrolla y crece, ya que muchas veces no solo se trata de dos mujeres juntas haciéndo cositas entre ellas, sino que de ellos teniendo sexo con esas dos mujeres que se gustan pero que, sobre todo, gustan de él. Ok, supongo que por algo se llama fantasía la cosa, primero aprendan a hacerlo bien con una y después hablamos de tener una invitada a la fiesta. Otra de las fantasías que aparecía dentro del top tres de la lista era lo del juego de roles. Un clásico. Los disfraces, los personajes, ser otras personas, hablar con acentos y voces distintas. Gente que siempre quiso estudiar teatro, pero solo para tener más sexo (oops). A muchos hombres, por ejemplo, les encanta que su mujer se vista de escolar sexy. El clásico ícono de la colegiala. ¿Será que a todos les fue tan mal consiguiendo sexo cuando estaban en el colegio que quedaron traumados? ¿O es que todos tienen dentro un violador en potencia? Pero no quiero que me malinterpreten, es entretenido disfrazarse, lo que ellos no imaginan es lo que siente una mujer de treinta años poniéndose una faldita corta, haciéndose unos chapes y hablando como guagua.


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Es triste. En serio, por más lindo que sea el disfraz, por más guapa que una se vea, por más caliente que esté él, ¡no pareces escolar, sino la eterna repitente del curso hecha mierda!, eso pareces. ¿Cómo te vas a sentir sexy así? Además, ¿qué es lo que les atrae tanto de la fantasía con la escolar? ¿El olor a liquid paper? ¿Que tus papás te vayan a buscar a la fiesta a las doce de la noche? ¿No poder salir los días de semana porque al otro día tienes clases? ¿Andar con una mochila que pesa diez kilos y no tener plata ni para cargar la Bip? No entiendo. ¿Qué es lo que tengo que hacer con ese disfraz para cumplir bien con el rol? ¿Escribirme un torpedo en la pierna con la lista para el supermercado? Otro de los disfraces famosos es el de sirvienta, de empleada, de nana, básicamente. Otra vez la faldita corta, esta vez con delantal, y ojalá con un plumero para poder limpiar un mueble imaginario. Y de nuevo, ahí entiendo por qué se llaman fantasías, porque en la vida real nada de eso es así. Cualquier mujer que ha tenido que limpiar un baño después de que el mino llegó curado sabe que esos plumeritos de mierda no sirven para nada. Pero claro, la sirvienta con trapero, cloro, Míster Músculo y sopapo no sería adecuado para los fines que buscamos, ¿verdad? El problema de todas estas fantasías es que parecen funcionar muy bien en las películas porno extranjeras, pero en nuestra realidad, en la realidad de la familia chilena, esa nana, la nana sexy, no existe. Te imaginas a la Gladys, a la Maruja, a


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la Eudocia, a la Rosalinda vestidas con un delantalcito mostrando los cachetes? Ya usa pañales para adultos la señora, lleva como veinte años trabajando en tu casa, es parte de la familia. Un poco mas de respeto, digo yo. A mí me parece que lo lindo de las fantasías es que, efectivamente, son fantasías. Sirven para activar nuestra imaginación y motivarnos a hacer cosas distintas, y claro, si se puede cumplir alguna, excelente, pero no hay para qué concretarlas todas, porque muchas de ellas, cuando las llevas a cabo, te das cuenta de que eran la peor idea del mundo. Como esta otra fantasía que salía en este artículo de la revista dentro de las tres primeras del ranking y que es rarísima: sexo en el baño de un avión. ¿En serio? Imagino que los hombres que tienen esa fantasía de verdad no han salido nunca de Santiago porque, ¿han visto cómo son los baños de los aviones? ¿Se dan cuenta de lo incómodo que puede llegar a ser eso? Porque claro, fijo que es a una a la que le toca tener el lavamanos incrustado en la espalda y la manilla de la puerta sacándole un ojo. ¿Qué onda? Y si tenemos sexo adentro de la casita del perro, ¿mejor? ¿Son los espacios pequeños e imposibles los que te excitan, acaso? No sé ustedes, pero yo ya no estoy en edad para esas cosas. Habiendo camas, digo yo, ¿por qué fracturarse la columna por puro placer?, ¿y con lo cara que es la salud en Chile? Como siempre y como en todas las cosas, las mujeres y los hombres somos distintos hasta para eso. Por lo mismo,


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yo les recomiendo hablar de estas cosas con sus parejas, para que después no se lleven sorpresas. Yo una vez tuve un pololo (sí, aunque no lo crean, una vez tuve un pololo) y me acuerdo que al principio de nuestra relación, cuando todo era mirarse a los ojos y decirse cosas lindas y dedicarse canciones y tener sexo diez veces al día (qué linda es esta etapa, ¿no?), estábamos hablando y me preguntó: “Mi amor, ¿cuáles son tus fantasías sexuales?”. Y yo, por supuesto, le dije las cosas con las que fantaseamos las mujeres: estar en una playa, de noche, con el mar sonando de fondo, la luna iluminándonos, velas encendidas, comer frutillas bañadas en chocolate, música suave, globos, fuegos artificiales, un unicornio pasando en el horizonte... Porque las mujeres somos así, todo tiene que ver con sentimientos, imágenes y sensaciones... Y luego voy y le pregunto a él: “Y las tuyas, mi amor?”. Menos mal que le pregunté, porque el pelotudo va y saca un papelógrafo y un puntero láser y me dice: “Ok, mira este diagrama: tu pierna tiene que ir acá, tu cabeza acá, lo que no debiera ser muy difícil con los tacos de veinte centímetros que te vas a poner; este soy yo (se había dibujado a sí mismo de manera bastante generosa), yo voy acá arriba, acá van las esposas, la crema batida, la cuerda, las vendas...¡ah!, y mira, acá es donde vamos a necesitar a tu amiga Carola...”. Qué imbecil. Todavía tengo el diagrama guardado. Y, ¿saben qué?, igual lo uso de vez en cuando.


Me desperté: “¿Qué hice?, ¿cómo me vine?, ¿mandé mensajes a las 5 am? ¡Mierda!”. A los 3 segundos caché que no, no hice nada, solo me vine a dormir. Creo que como borracha he madurado bastante.


Hola, estoy en un lugar con mucha gente de mi edad.

No me hallo.


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En serio... ¿por qué se casan?

Una buena manera de comprobar que te estás poniendo vieja (además de esas arrugas que no quieres ver y de las ganas de morirte que te dan a la mañana siguiente de un carrete cualquiera) es que todos tus amigos empiezan a casarse. Es extraño, yo cuando pienso en el matrimonio me dan ganas de salir arrancando como si me persiguiera una jauría de pitbulls hambrientos, pero al parecer, el 70% de mis amistades piensa lo contrario. Cada vez me llegan más partes de matrimonio a la casa y de la nada resulta que ahora tengo como seis matrimonios al mes. Claro, a cualquier cosa con bar abierto yo voy feliz, ¿quién no? Habría que ser muy tonto o muy malagradecido de la vida que cada cierto tiempo te da copete gratis como para rehusar tales invitaciones. Pero lo que esta gente no entiende es que para uno, el invitado, su matrimonio no es un motivo de felicidad, sino más bien una fuente de angustia.


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Apenas te llega el parte de matrimonio ya te enfrentas a tres problemas: 1. ¿Qué cresta me pongo? 2. Tengo que comprar luego el regalo antes de que otro compre el tostador que es lo más barato. 3. ¿Con quién mierda voy? A partir de ahí, semanas y semanas tratando de decidir. Generalmente, la cosa va así: si invito a mi mejor amigo, buena onda, sé que voy a bailar toda la noche y seguro que lo paso bien. Pero al amigo cuando se emborracha le da por hacer competencia de flatos y eso igual es un poquito vergonzoso. La otra posibilidad es ir con tu examigo con ventaja; si la fiesta está buena y la cosa prende, capaz que tengas un “remember” de alto impacto. Pero que te sorprendan agarrando con el novio en la mitad de la fiesta podría ser un poco complicado. La última alternativa es ir con el mino que tienes ahora. En mi caso, usualmente declaramos esa categoría desierta, así que al final terminas pensando: “¿Sabís qué más?, shao, voy con mi gata, me la pongo como echarpe y quedo súper elegante”. Habiendo superado todos esos escollos, podemos ser honestos y declarar que lo mejor de ir a un matrimonio, sin duda, es la fiesta. La ceremonia en la iglesia, la ceremonia civil, el chamán, el monje o la que sea tu volá mística de turno, es un trámite y a nadie le interesa, en serio.


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Es terrible observar lo que pasa en esas ceremonias, la gente no sabe si pararse o sentarse, no sabe si hay que emocionarse y aplaudir o si eso le molestará a Diosito; las mujeres se miran los vestidos y se pelan con la mente, los hombres tienen sueño y solo quieren salir a fumar y los niños joden la pita porque claro, a los niños los dejan hacer lo que quieran. Yo estoy segura de que hasta el cura se está preguntando: “¿A qué hora se van a ir estos hueones pa poder pegarme un pencazo de la sangre de Cristo?”. Esta es la verdad, si los matrimonios no incluyeran fiesta, bar abierto y baile estoy segura de que nadie iría. De hecho, esa sería la única razón por la que yo me casaría: hacer la mejor fiesta de mi vida. ¿Quieren saber cómo sería? Invitaría a todos mis amigos y a los amigos de mis amigos, la haría en un recinto enorme y en el centro de todo habría un letrero con luces de colores que diría “JANI” y saldrían fuegos artificiales de él cada vez que yo pasara por ahí. Tendría tres escenarios distintos con las mejores bandas y tres pistas de baile con los mejores DJ del mundo, y cada diez minutos pasaría un helicóptero que le lanzaría cerveza a toda la gente en sus vasos. Además, tendría una parte al aire libre con hamacas, una piscina olímpica llena de whisky con hielo, camas elásticas para todos y las mesas de la comida en realidad serían mesas de pool... ¿Cómo les quedó el ojo? No es que sea megalomaníaca, es simplemente que creo que cada cosa que pasa en la vida, buena o mala, hay que


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celebrarla con una fiesta, incluso si el matrimonio no resulta y todo se va a la cresta, filo, divorciémonos, ¿cómo?, ¡con una fiesta de matrimonio al revés! Llegas súper borracha al evento, pones un powerpoint con imágenes tuyas y de tu marido peleando (con música de Maná de fondo para que sea realmente deprimente), bailas tu último baile con el novio y listo, se lo devuelves a su madre. Claro, esa parte puede resultar un poco difícil porque es obvio que dejaste el papelito de garantía en alguna cartera y la señora no va a querer recibir de vuelta así como así al flojo al que tuvo que mantener durante treinta años, pero filo. De ahí te vas y al día siguiente te juntas con tus amigas a tomar y llaman a un toplero. ¡Bienvenida a la soltería! Pero volvamos a las fiestas de matrimonio; como ya establecimos, son lo mejor, pero ojo, que también pueden ser todo un desafío. Yo ya he ido a tantas que desarrollé un instructivo para salir ileso de la situación: 1. Si es matrimonio con iglesia, llegue tarde. En serio, nadie lo va a mirar feo, todo el mundo sabe que es una lata. Se ahorra tener que conversar con todas las señoras y cuando le toque felicitar a los novios hace como que lloró un poco y les dice: “¡Ay, estuvo tan linda la ceremonia!”; a menos que el novio haya hecho un cara pálida para recibir la hostia o la novia le haya vomitado encima al cura, con esa frase va a quedar como rey. 2. Antes de salir a la fiesta, tómese un Omeprazol o unas cucharaditas de aceite, o una botella entera de Pepto Bismol,


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da lo mismo. Perdón pero te curaste en el cumpleaños número cinco de tu sobrino, esto es un matrimonio, no nos hagamos los hueones. 3. En la recepción, cuando esté en la parte del cóctel, póngase cerca de la salida de la cocina, así agarrará los mejores canapés y podrá hacer el cálculo de la frecuencia de bandejas de pisco sour que salen de ahí. Si se demoran tres minutos entre una y otra bandeja, listo, ya sabe que se tiene que tomar el sour en dos minutos y medio. 4. Cuando llegue el momento de la comida, coma, es bueno tener algo en el estómago. Pero si le sirven pechuga de pollo o pavo, pase. Es seca y no se digiere muy rápido. Piense en la pobre gente del aseo que va a tener que limpiarla después en el piso del baño. 5. Haga lo que haga, no se le tire al dulce a la novia, eso no se hace. La mujer podrá estar loca pero ahora es la loca de otro hombre y ya está fuera de su liga, hay que aceptarlo. Puede coquetear con la prima solterona o incluso con la tía que está rica, pero no ande comentando en voz alta: “Oye que tiene buen culo la señora de rojo”, capaz que su hijo ande por ahí y lo escuche y se va a ganar el mejor charchazo de la noche. En resumen: sea caliente, pero discreto. 6. No se quede hasta el final de la fiesta, fijo que lo calzan con ir a dejar a otros más borrachos que usted o peor, a la abuela Irene que vive en el asilo de ancianos y huele a talco para pies. Váyase antes nomás, aplique la vieja técnica de la bomba de humo y simplemente desaparezca. No im-


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porta que no se despida de nadie, igual saldrá en todas las fotos encabezando el trencito con la corbata en la cabeza. Con esos simples consejos, usted podrá disfrutar de la fiesta, pasarlo bien y, lo más importante, pasar piola. De todas formas, ahora que ya somos amigos, quiero confesarles algo: es mentira lo que dije antes. No es que yo no quiera casarme, obvio que quiero. Lo que pasa es que soy una mujer mucho más tradicional de lo que ustedes creen y, si me caso, quiero que sea para toda la vida. Sí, “para toda la vida”. La sola frase ya es como una avalancha de tiempo, ¿no? Demasiado tiempo. Hasta que la muerte nos separe. Pero, ¿saben qué? Me he dado cuenta de que a medida que voy cumpliendo años estoy mucho más cerca de la meta. Así que no me queda más que decirle a mi futuro exmarido, si es que está leyendo, que esto de permanecer soltera tanto tiempo no es porque las relaciones amorosas no sean lo mío, es una opción, es más, es un acto de amor. Esto, querido futuro esclavo... yo lo hago por ti.


Formas amables de ver algunos defectos masculinos [o el vaso medio lleno]

- Lo que tiene su marido no es una guata cervecera, simplemente ha desarrollado una novedosa forma de almacenar líquidos dentro de sí mismo. - No es que se esté quedando pelado, solamente está teniendo una regresión folicular craneal. - Cuando toma mucho alcohol, no es que se ande cayendo de borracho, es solo una atracción por la horizontalidad accidental. - Cuando la mira lascivamente, no es que la desnude con sus ojos, es que está teniendo un momento gráfico introspectivo.


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¡Gracias, Dios, por la piscola!

Si un día los pararan en la calle y bajo amenaza de muerte les pidieran nombrar cosas que definen al chileno, ¿qué dirían?, ¿la cueca?, ¿las empanadas?, ¿la xenofobia?, ¿el chaqueteo? Sí, todo eso es chileno, con esas respuestas sin duda se salvarían de la muerte. Pero hay algo mucho más chileno, algo que nos define por completo, algo que nos acompaña toda la vida y que siempre está ahí cuando la necesitamos: la piscola. Es cierto, la piscola parece ser un trago más bien masculino, pero eso es solo porque en general las minas toman puros tragos con nombres hueones: Daiquiri, Margarita, Caipiroska… yo no entiendo. Nadie puede sentirse realmente ebrio tomando esas porquerías con colores radioactivos y nombres tan ridículos. La piscola, en cambio, es superior. La piscola es honesta, en su nombre ya te dice de qué está hecha sin dobleces ni anglicismos. Si te sirven un Bloody Mary o un Blue Hawaii, no sabes qué es lo que vas a tomar, es un salto al vacío, quizás


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qué cresta le echan a esos copetes, sangre de vampiro, sudor de hombre lobo, amarillo crepúsculo y tolueno, mínimo. La piscola, en cambio, te seduce dándote exactamente lo prometido: pisco, coca cola y una lenta pero segura pérdida de conciencia progresiva. Por lo mismo, por su honestidad y su rudeza, hay gente que le tiene susto a la piscola. Gente que dice: “¡¿Cómo pueden tomar un líquido de color negro?! , ¡y CON PISCO más encima!”. Primero, aclaremos que esa es gente que no nos interesa tener cerca en nuestras vidas y, segundo, supongamos que tal ataque de histeria tiene algo de comprensible. El pisco es brígido, el pisco debiese servir para echar a andar autos, prender aviones o hacer bombas molotov, pero para tomarlo, es bravo. Ahora bien, quienes sabemos apreciar un desafío también sabemos que precisamente, ¡esa es la gracia! La piscola forja carácter, el piscolero no es cualquier hueón. El piscolero es aguerrido, el piscolero se cree la raja. El piscolero es el que dice: “Nooo, si yo curado manejo mejor” y anda a convencerlo de lo contrario. El piscolero es el que jugaba a la botellita y no cachaba si le tocaba una mina o un hueón al frente y le daba lo mismo. El piscolero es el que pone la casa para el carrete e insiste toda la noche en subir el volumen hasta que llegan los pacos a cagar la fiesta. Y una vez que los pacos se van, sube la música de nuevo.


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Es el que se las sabe todas cuando habla y si no, inventa hasta que se las sabe. ¡Ese es el piscolero! La piscola no es un trago simplón, como muchos podrán pensar, la piscola tiene sus misterios y secretos. El secreto de la piscola no está en la marca del pisco, ni en si la bebida es light o normal, ni siquiera está en el tamaño del vaso o en si le echas una rodaja de limón... El secreto de una buena piscola es simplemente el hielo. Una piscola helada es un manjar de los dioses. Una piscola tibia puede ser lo peor que te pase en la vida. Yo, al menos, preferiría tomarme mi propia orina antes que una piscola caliente, con eso les digo todo. Cuando a una la piscola lo ha acompañado durante varias etapas de su vida, una toma ese tipo de determinaciones, y también sabe que a medida que pasan los años y comienza la decadencia irreversible, la piscola no muere, sino que se transforma. Al principio con una de pisco y una de coca te alcanzaba para quince personas, le echabas poquito, lo hacías con respeto. Después viene la famosa linterna con cuatro pilas y ahí la cosa se pone más profesional, entramos en las grandes ligas. Al año siguiente, filo, una de pisco a medias y estamos listos. Finalmente, las pilas dan lo mismo, mientras tengamos la linterna todo está bien.


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Es que eso es lo que, entre otras cosas, la piscola te entrega, una subida maravillosa a los cielos y una bajada horrorosa al infierno. Se pasa de la risa a la euforia en un segundo; puedes no conocer a alguien y solo horas más tarde verte abrazándolo y diciendo: “¿Somo amigos o no somo amigos?”, y sintiendo, desde el fondo de tu corazón, que la respuesta a eso es: “¡Sí! ¡Y para siempre!”. De ahí en adelante no hay vuelta atrás, vienen los gritos, los toqueteos, correr la alfombra, el baile, la alegría, los vasos rotos, la destrucción, el llanto, la humillación, la comisaría... ¡cuántos buenos momentos! Pero con todas sus maravillas, hay algo de lo que la piscola no se escapa y es que como todos los copetes, tiene consecuencias severas. Esa caña... -sabes de lo que hablo, la has sentido, tal vez la estás sintiendo ahora y si es así, ¡qué cresta haces leyendo este libro!, anda a tomarte un litro de agua con un Ibuprofeno y duerme. En serio, duerme- esa caña que te hace pensar en el bien y el mal, esa caña que te hace arrepentirte de haber nacido, esa que te tiene veinte minutos dudando si levantarte o inventar un resfrío, esa que te hace preguntarte si la comida para perros esa del comercial de la caquita más dura tal vez te haría bien. Esa… Y tan intensas como sus consecuencias pueden ser sus virtudes. La piscola, como ningún otro elíxir, te hace ser creativo. Y es ahí donde se constituye un clásico momento piscolero. Sucede que siempre se acaba primero la bebida porque nunca falta el amigo pelotudo que no toma y se sirve coca


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cola como si el mundo se fuera a acabar (definitivamente hay que deshacerse de esa gente), y claro, ya es tarde, está todo cerrado, no hay dónde ir a comprar nada y en tu desesperación vas a la cocina y lo primero que ves al abrir el mueble es lo siguiente: jugo en polvo. Y te quedas ahí, mirando el sobre de jugo un rato hasta que logras juntar el valor suficiente para ir donde tus amigos y preguntar, no sin miedo pero con toda la fe del universo: “Oye… ¿y si le echamos esta hueá?”. Tus amigos te miran impactados durante un lapso de tres segundos hasta que uno de ellos rompe el silencio y al fin dice lo que todos estaban pensando: “¡Obvio! ¡Échaselo nomás!” (o algo que se interpreta como eso y que probablemente suena “¡Eeeeh! ¡Asfdfsdsdsdsds! ¡Eh, eh, eh!”). Hay estudios científicos que demuestran que consumir altas dosis de piscola les hace bien a los hombres. Mejora su figura, los vuelve más tonificados e incluso más atractivos. Y no me cabe duda de que esos estudios son reales. ¿La prueba? Uno mismo. Yo a la primera piscola miro a un hombre e inmediatamente se le desaparece la ponchera. A la segunda, lo veo y lo encuentro musculoso. A la tercera, lo veo rubio y de ojos azules y, a la cuarta, como que lo miro y encuentro que lo tiene tan grande… Pero por suerte esta notable mejora no solo beneficia al sexo opuesto. La piscola a las mujeres también nos hace bien, nos pone conversadoras, buenas para bailar, nos hace desinhibirnos y practicar la prostitución.


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No pongan esa cara, ¿quién no lo ha hecho? Todas alguna vez en nuestra vida hemos conversado o bailado con un hombre con el único y exclusivo objetivo de que nos compre una piscola, ¿sí o no? Ok, ahora puedes contarle a tus hijos que ellos y la hija de la Geisha tienen algo en común. Pero lo más importante es que cualquier cosa que hagamos bajo el influjo de la piscola está bendecido. No hay pecado, no hay dolo, no hay culpa, porque la piscola es sagrada. Tan sagrada que cuando yo tenga hijos, apenas puedan entender ciertos preceptos indispensables para esta vida, se los voy a enseñar de inmediato: - No se roba. - No se miente. - No se discrimina. - Se respeta a los mayores. - Cuando haya que poner plata para la vaca, usted mijito, se pone con la promo. Solo entonces estaré segura de que mi legado en esta tierra ha sido cumplido. Amén.


10 maneras de preparar una piscola

1. La sin hielo: suele beberse a altas horas de la madrugada cuando el hecho de que esté tibia es lo de menos. Es como los besos mal dados o un helado sin palito: no es lo óptimo pero a la hora de los quiubo, iguars. 2. La para ver la hora: dícese de la piscola ante la cual usted puede poner su reloj y seguir viendo la hora a través del vaso. Son tres cuartos de pisco, hielo y lo que queda de bebida cola. 3. La con jugo de piña: usualmente consumida en paseos a la playa y preferentemente con jugo en polvo del año anterior. Es la de la hora de la pitilla, la que más se ama, pero la que más duele. Suele anteceder una pelea o un asesinato. 4. La sin coca cola: una manera más elegante de decir que a usted le gusta el pisco solo y es, probablemente, un alcohólico.


5. La para señoritas: poquito pisco, harta bebida. Un simulacro de piscola especialmente diseñado para disimular tu adicción en la primera cita. Es conocida también como la piscola para hacerse la hueona. 6. La sin vaso (también conocida como “megamix on le boc”): úsese en casos de emergencia; tomar un trago de pisco, otro de bebida, mezclarlo en la boca como si fuera enjuague bucal y tragar. 7. La para los valientes: mucho pisco, poca bebida. La gracia es que sea la primera de la noche. Si es la quinta o sexta, usted no es un valiente, usted ya está curao y así no vale. 8. La solitaria: el reloj marca la medianoche. Usted ve “Primer plano” o la vida de las Kardashians. No llega ningún mensaje, en Twitter no tiene ninguna mención y nadie comenta su foto en Facebook. Cuando suena el celular es su tata para pedirle el teléfono de una prima que no ve hace años. Son las piscolas que más duelen porque anteceden mensajes satánicos, una curadera sola y una feroz caña moral. 9. La express: utilizada como previa para conciertos y eventos que requieren puntualidad; usted se prepara una y se la toma al seco para llegar bien puesto.


10. La Indiana Jones: especial para ir a un concierto o ingresar a lugares no permitidos. Se compra varias petacas y cual terrorista suicida las adhiere a su cuerpo. Se recomienda ubicarlas en las pechugas, las botas o zapatillas, o donde termina la espalda y comienza el poto. Ayuda ir con una amiga que haga de elemento distractor, es decir, que lleve un agua mineral y la detengan en la entrada para botarla mientras usted compra las bebidas cola para cantar con su Ă­dolo favorito.


Caminar en la oscuridad total hacia la cocina. Tropezar con tu gata.

Sacarte la chucha.


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Un lomito italiano, pastas, chocolates y agua mineral sin gas

Una de las pocas cosas de las que estoy segura en mi vida es que nunca dejaré de hacer dieta. Puede que por etapas me importe más o menos; puede que decida ser gorda y que deje de preocuparme por un rato; puede que algún día alcance mi peso ideal y todos mis sueños se hagan realidad. Pero seamos honestos, eso no va a suceder y, aunque suceda, si hay algo que las mujeres hacemos y haremos toda la vida, independientemente de todo lo que pueda suceder, es hacer dieta. Las minas nos pasamos la vida haciendo dieta. No importa si estamos gordas o no, siempre vamos a querer ser más flacas de lo que somos. Por eso hacemos dieta, porque el masoquismo está en nuestros genes. Lo increíble es que esto comenzó mucho antes de lo que pensamos. Esto comenzó en el principio de los tiempos, ¿o ustedes creen que esa historia de Eva y el fruto prohibido en el paraíso es verdad? Nada de ese libro de ficción llamado la Biblia es real, partamos de esa base, pero esa historia, más que ninguna otra, ha sido tergiversada y ya es hora de que se sepa la verdad.


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Lo que pasó realmente en ese paraíso lleno de árboles, agua y animalitos corriendo libres y dichosos, fue que la serpiente, la muy maldita esa, flaca como ella sola, fue y en plan nutricionista de matinal le dijo a la Eva: “¡Holi, Eva! Ay, como que te noto un poquito más ancha de caderas últimamente... ¿Sabías que con la Dieta de la Manzana puedes bajar siete kilos en solo cinco días?”. Y a la Eva qué le han dicho, se la creyó como quien cree cuando le dicen “Te amo” después de un orgasmo; fue, se comió la manzana y el caballero de barba blanca se enojó y los echó a ella y a Adán por querer tener menos grasa en las caderas… el muy machista. ¡Eso fue! No fue la “tentación” famosa. Nadie se tienta con una manzana. Uno se tienta con una pizza o con una torta de chocolate, pero ¿quién se tienta con una manzana? Una mina a dieta o un caballo, una de dos. Es curioso que todas estemos tan obsesionadas con hacer dieta cuando sabemos -en el fondo de nuestra alma lo sabemos-, que hacer dieta no funciona. Que si queremos bajar de peso lo que tenemos que hacer es mucho más simple y más radical: cerrar la boca, zurcirse el hocico, tapiarse la jeta, como dicen por ahí. Entonces, ¿qué hacemos? Nos mentimos a nosotras mismas: “No, si el lunes empiezo”, “Me voy a comer este bistec de tres kilos pero si lo acompaño con harta lechuga estoy bien, ¿verdad?”, “Ya, hoy día me salgo pero mañana no como nada en todo el día, ¡lo juro!”, “Me como este plato de tallarines y qué tanto, total, después lo vomito y listo”, etc. Lo peor es que cuando hacemos dieta no somos nosotras, es decir, somos nosotras pero en una versión demoníaca y


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aterradora. Nos ponemos insoportables y muchas veces no nos damos cuenta de que es el resto de los seres humanos a nuestro alrededor quien sufre las consecuencias. Es que cuando decidimos ponernos a dieta las razones para hacerlo no son las más amables, estamos en un lugar terrible, nos odiamos a nosotras mismas, nos miramos al espejo y quisiéramos destruir ese reflejo, seríamos capaces de tomar un cuchillo y sacarnos lonjas de carne si supiéramos que eso no nos haría desangrarnos y morir. Cómo no odiarse, estás tan gorda que tuviste que comprarte ese vestido que te probaste en la tienda no porque fuera lindo, sino porque no te lo podías sacar. Y cuando tomamos la decisión, cuando decimos: “Mañana empieza el primer día del resto de mi vida”, algo cambia, la depresión es reemplazada por motivación extrema y una alta confianza en el porvenir; haces cosas que jamás pensaste que harías: vas al supermercado, te compras el pasillo entero de los quesillos y el jamón de pavo, llegas a tu casa y te armas un montón de tupperwares llenos de zanahoria picada, apio en palitos, granola y galletas de agua, todo un kit de auto ayuda que te servirá para sobrellevar el día a día. Como si no fuera suficiente, te pones metas y objetivos como que te quepa el pantalón que usabas cuando tenías veintiuno (nunca dije que esas metas y objetivos fueran realistas, recordémoslo, estamos en modo dieta, nuestra cabeza no funciona correctamente), y en este, nuestro delirio, no nos damos cuenta de que: 1. Nunca nos va a caber porque ya no tenemos veintiuno, y


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2. El jeans nevado está un poquito pasado de moda así que tal vez lo mejor sería estar agradecida de que no te quepa. Pero está bien, son estrategias que nos armamos las mujeres para resistir esa auto tortura que es estar a dieta. Mi hermana, por ejemplo, ponía una foto suya en sus buenos tiempos, flaquísima, en la puerta del refrigerador para motivarse. Tiempo después se dio cuenta de que era contraproducente y puso una foto de ella gorda como una vaca, en su peor momento, para así resistirse de abrir el refrigerador. ¿Tortura sicológica? Puede ser. Sistema de defensa le llamo yo. Soy parte de esa generación que alguna vez en una revista de papel couché llamaron “la generación canguro”. Nunca leí el artículo pero deduzco que no se referían a gente que saltaba como enferma en Australia sino a gente que vivió en la casa de sus padres hasta ya avanzada su juventud o entrada su adultez. Hueones flojos, acomodados, hijos menores de familias grandes de las que no se hizo necesario arrancar hasta que un día tus padres te miraron y te dijeron que querían usar tu pieza como escritorio o sala de ejercicios. Y te pasaron una tarjeta. “Úsala”, te dijeron. “Ramón Gonzalez Mudanzas - efectividad, seguridad y rapidez”. Ok, eso a mí me pasó recién a los veintisiete años. Hasta antes de ese momento, ir al supermercado era una experiencia familiar. Cuando chica ir al Jumbo de Bilbao era un verdadero paseo. Con mi papá nos preparábamos, vestíamos nuestras mejores pilchas y al llegar agarrábamos dos carros, uno para la comida y las cosas necesarias, y otro para los dulces y chocolates. Mi padre es de los que guarda dulces en un cajón hasta el día de


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hoy. Y aún ahora, cuando voy a verlo los fines de semana, el momento del cafecito post almuerzo y el chocolatito extraído con todo misterio y emoción desde ese cajón sigue siendo una instancia mística en mi familia. El problema es que cuando chica los dulces eran castigo y también recompensa. Si algo me pasaba, si me ponía a llorar por alguna cosa, si hacía una pataleta por algo, la respuesta inmediata de mi madre para calmar mi tontera era: “¿Quiere un chocolatito?”. Porque el cliché es cierto, el chocolate calma, alivia y, lo más importante, genera endorfinas (el mismo puto neurotransmisor que se activa cuando estás enamorada o cuando tienes un orgasmo) y creo que mi madre suponía que generarle orgasmos con comida a una niña de diez años era una estupenda idea. Madre, tengo noticias para ti: no lo era. Desde entonces he tenido que batallar por aceptar mi cuerpo y al mismo tiempo querer calzar con los estándares de belleza que rigen este mundo. Para mí, hacer dieta es como limpiar la arena de mi gato, algo que me carga hacer pero que debo hacer todos los días hasta que ese animal muera. O en este caso, hasta que la doble pera y el rollo sobre la pretina del jeans desaparezcan. Lo que sí está claro es que cuando una hace dieta es mejor quedarse encerrada en la casa, no socializar con nadie ni con nada, porque es ahí donde uno choca con la realidad y todo se puede ir a la mierda. Una de mis mejores amigas está a dieta y el otro día fuimos a un bar. Yo, tranquila, me pedí un barros luco y un schop y unas papas fritas para picar y ella se sentó ahí, con la


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carta en la mano, durante las tres horas siguientes murmurando: “Mmm, ¿tendrán pollito cocido?”, “Pucha aquí no hay nada sin grasa”, “¿Este plato vegetariano será realmente vegetariano?”. Y cuando yo ya me había comido mis papas fritas y comenzaba a mirarla con profundo odio y resentimiento, se decide y llama al garzón. “Ya, tráigame el pollito cocido sin nada y una coca light, por favor”. Es ahí cuando a uno le dan ganas de acriminarse. “¡Cómo pides una coca light si vinimos a un bar!, ¡a UN BAR!”. Por suerte reacciona y cambia su pedido: “Ay ya, tienes razón. Ya, tráigame el pollito cocido con una cerveza sin alcohol entonces”. ¿Perdón? ¿Eso vas a pedir? ¿En serio? ¿Comida de hospital y orina de camello? Porque, disculpa, pero a eso tiene sabor la cerveza sin alcohol y todo el mundo lo sabe. Pero está bien, al menos el líquido que irá en su vaso se verá como una cerveza aunque no lo sea y no tendré que esquivar las miradas compasivas de las mesas cercanas. Todo está bien, pienso, mientras respiro contando hasta diez y a ella le traen su pollito cocido sin color ni sabor a nada. Eso hasta que empiezan las preguntas nutricionales. “Oiga, ¿y el pollito está cocinado a la plancha o al horno?”, “¿Y acá usan aceite de oliva o de maravilla?”, “¿Está seguro de que no tiene grasa?”. Entonces, la explosión: “¿Qué onda? ¡Cómete el pollo de una vez por todas y cállate! ¡Es el aire el que te tiene gorda, hueona! ¡El aire que entra y sale de tu boca de tanto preguntar hueás!”.


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Todo el bar me mira. Mi amiga llora. Termino sola tomándome un whisky en la barra y pidiendo perdón por existir. Ahora, a la luz de los días, entiendo a mi amiga (y quiero decirle si está leyendo esto: Pancha, no estás gorda, a veces hablas huevadas pero te quiero igual, porfa contéstame el teléfono). ¿Cómo no nos vamos a volver locas haciendo dieta al ver los prototipos de mina que nos muestran en la tele, en el cine, en la publicidad, en todas partes? Nos acribillan con imágenes de minas flacas, raquíticas, esqueléticas, huesudas... regias las muy malditas, y a una le cuesta aceptar que nunca va a llegar a ser como ellas. La razón es simple: esas minas no son normales, son accidentes genéticos. ¿Saben cómo se comprueba eso? Cuando las entrevistan y les preguntan: ¿Cómo lo haces para mantenerte en forma? Y sus respuestas son: “Tomo mucha agua y trato de ser feliz”. O las interrogan acerca de su secreto de belleza y lo que responden es: “Quererse mucho a una misma y no privarse de nada”. ¿Ven? ¡Son unos monstruos! ¿Dónde se ha visto que quererse a una misma ayude a bajar de peso? De partida, para quererte a ti misma tienes que pasar por años de terapia y esa cuestión no es gratis. Y, además, nadie, que yo sepa, ha bajado de peso sentada en la consulta del sicólogo… a menos que te estés follando a tu sicólogo, claro. El punto es que esas mujeres son insoportables y no deberían existir. Son casi tan insoportables como la típica amiga


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flaca que siempre ha sido flaca y que de un día para otro va y te dice con cara de que el mundo se le vino encima: “Ay hueona, estoy gorda”. Y tú la miras y te dan ganas de matarla. ¡Tú no sabes lo que es estar gorda, palillo humano! ¡Tu polera a mí me cabría en un muslo! Cuando tu prenda de vestir favorita sea un buzo de gimnasia porque es lo único que te queda bien, ¡ahí me hablas de estar gorda! Pero no queremos perder más amigas en esta vida, así que vas y almuerzas con ella. Se pide una ensalada César, se come los puros crutones y te dice: “Ay, no puedo más, estoy llena”. Ok. ¿Qué hago primero? ¿Te agarro a patadas o a combos? Porque una de los dos es y no sé por dónde empezar. Todo esto pasa mientras tú te devoras tu chorrillana para cuatro sabiendo que te la vas a comer completa y que probablemente después de eso todavía te quede espacio en el estómago para terminarte su hueá de ensalada. Y es que si algo agradezco es que no tengo complejos con mi cuerpo. De hecho, nunca he tenido ningún desorden alimenticio. Bueno, excepto uno que es como la anorexia pero al revés, gordorexia le llamo yo. Me miro al espejo y me encuentro flaca. Raro, ¿no? Pero, como decía al principio, no por eso estoy libre del karma; hago dieta hasta cuando no quiero hacerlo y ahora lo hago porque estoy trabajando en la tele y ustedes saben que la tele aumenta cinco kilos. No sé por qué las luces no aumentan cinco kilos ni el vaso de agua aumenta cinco kilos pero yo sí.


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Lo malo es que a veces, cuando salgo de grabación y me voy a mi casa, me doy cuenta de que me traje esos cinco kilos conmigo… más los cinco kilos de guata del camarógrafo, lo que es grave. Si quieren que les dé una recomendación personal, la mejor dieta es la más simple: busca una pesa, párate sobre ella, observa los números avanzar y cuando llegues a tu peso ideal, bájate de un salto. ¿Para qué torturarse tanto a una misma, digo yo?


Palabras de tu mejor amiga

Te lo dije, hueona, te lo dije.

Erís bien maraca.

¿De nuevo? ¿No que ya no estabai ni ahí?

Hueona, está pololeando.

Es gay hueona, te apuesto.

¿En qué estabai pensando?

Obvio que no le digo a nadie.

¡¡Ese hueón no te merece!!

¿Pagó la cuenta más que sea?

¡¿De qué porte lo tiene?!

¿De nuevo?

Obvio que te lo follaste.

¡Me estai hueveando! ¡Otra vez!

Erís bien maraca, hueona maraca.

Te cuidaste, ¿cierto?

Ignóralo, hueona.


Sácalo de gmail, de FB, de Twitter y ¡¡deja de espiarlo cuando sale del trabajo!!

Cálmate, hueona.

¿Con ese? ¿De nuevo?

Olvida a ese hueón, te lo suplico, no te merece.

Si estoy dando jugo me avisái.

Cómetelo si querís, pero esto es sin llorar.

¿Vamos al baño?

La última y nos vamos.

La mina es simpática pero tu tenís mejores tetas.

No te juzgo, pero la estái puro cagando.

Ah no, es entera mina, estái cagá.

¿Lo querís pa un polvo o lo querís pa pololear?

¿Y esa mini? Te llaman de “Los 80”, ¿Te la compraste en pa que les devolvái la liquidación del ese pantalón nevado. Passapoga?

¿Quién soy yo pa decirte algo?

Cuenta conmigo hueona. Voy pa tu casa.


¿Qué es este invento de el “Día del Niño”? Los regalos se hacen en Navidad, hoy es domingo.

Te llevo a la plaza, te compro un helado y partiste a hacer el fuego pal asao, cabro de mierda.


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La tía que fuma o cómo tu hijo aprenderá malos hábitos Vengo de una familia numerosa y solemos juntarnos los fines de semana como la mayoría de las familias, pero de vez en cuando, un par de veces al año, ocurre una de esas reuniones donde va todo el mundo, tus papás, tus hermanos con todos sus hijos y todos tus tíos con todos sus hijos y todos tus abuelos. Y eso que mis abuelos están muertos, para que cachen lo concurrida que se pone la cosa. Todos mis hermanos están casados y tienen hijos; tengo diez sobrinos, lo que por un lado es súper bueno, porque la ansiedad paterna de que yo agregue un nieto a la lista no existe, o al menos no se nota entre tanto niño que ya corre por el patio dejando la cagá. Además, mis sobrinos son bacanes, los amo. Pero debo aclarar, ahora los amo, ahora que todos tienen más de doce años. ¿Antes?, antes eran una mierda. Bueno, no ellos especialmente, los niños en general. Yo sé que esto es lo menos políticamente correcto del mundo, pero filo, no quiero ofender a nadie y tampoco lo


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hago por gusto: firmé una cláusula de honestidad brutal en mi contrato para escribir este libro y si no digo la verdad no me pagan, es simple. Pues bien: odio a los niños (los de menos de veintiuno, claro está, de esa edad para arriba ni un problema). Antes de horrorizarse e ir a buscar bencina para quemar estas páginas mientras gritan “¡Mujer desnaturalizada! ¡Métanla presa!” o peor, lloran sobre estas hojas escuchando “I believe the children are the future” de la difunta Whitney Houston, piénsenlo, ¿les ha tocado viajar con un niño? ¿En un bus, por ejemplo? Yo no sé ustedes, pero yo, a un borracho en el asiento de al lado te lo aguanto; después de un rato te acostumbras al olor a alcohol que incluso te puede traer recuerdos de tiempos mejores, que sé yo... pero si en el bus va un niño, es mucho más simple y más terrible: OLVÍDATE DE DORMIR. Lloran todo el viaje, saltan en los asientos, te pegan patadas, se hacen caca, juegan a grito pelado entre ellos, te dicen que eres fea, te comen la comida y después la vomitan en tu asiento, ¡es imposible pegar un ojo! Y yo me pregunto, ¿por qué uno tiene que soportar eso? ¿Solo porque a un par de hueones calientes se les olvidó comprar condones? Francamente… Llámenme loca, o vanguardista, pero soy de la idea de que los niños viajen en la maleta, corta. Mejor aún, con bozal si es posible. Y que venga algún gil de Unicef a decirme que eso es malo, si lo dice es porque es un privilegiado que tiene auto y nun-


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ca, jamás, ha viajado en buses Atacama Vip que, a todo esto, de vip no tienen nada. Bueno, ahora que lo saben, quiero pedirles un favor, cuando me vean en la calle pueden saludarme, incluso pueden sacarse una foto conmigo, pueden gritarme cosas o insultarme si así lo desean, no tengo problemas con que me miren feo o que murmuren cuando paso, nada de eso me afecta. Pero eso sí, nunca –y cuando digo nunca quiero decir “si lo hacen se están arriesgando a una muerte lenta y dolorosa”–, me pasen a su hijo para darle un besito, abrazarlo, sentirle su olor a guagua o lo que sea. A menos, claro, que quieran que ese niño viva un trauma que jamás podrá olvidar. Y si eres de ese tipo de madre, avísame para golpearte después. No lo hagas especialmente si tu hijo es una guagua. Es que a las guaguas sí que no las entiendo. Estos seres pequeños y frágiles con piel demasiado delgada que parece que se van a romper si los miras más de veinte segundos. Son tan blandos y se te pueden caer en cualquier momento y no tienen cresta idea de quién eres ni cómo comunicarse contigo ni por qué están en este mundo. Y aún así, la gente los ama por sobre todas las cosas y los quiere proteger y cuidar para siempre. Es demasiado extraño. Hay algo maligno ahí, no me digan que no. ¿Han ido a un bautizo múltiple?, ¿de esos donde bautizan a varias guaguas al mismo tiempo? (no, no me refiero a los bautizos de futbolista, los bautizos fomes digo yo). Si ya la ceremonia para un solo infante es una tortura, imagínense a diez guaguas juntas llorando en coro. ¿Qué cresta les pasa?


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Basta que vean a un cura para que se pongan a llorar. Bueno, algo de razón deben tener ahí, en todo caso. Aunque yo odie a los niños, mis amigos han empezado a tenerlos, lo que me parece de pésima educación de su parte, en fin… El problema es que cuando la gente tiene hijos dejan de ser los que eran antes y se convierten en otras personas. Primero que nada, se ponen lateros, perdón amigos, pero es verdad. Cuando éramos chicos dijimos que nunca nos convertiríamos en ese tipo de padres lateros y, lo siento, ustedes ya perdieron esa batalla. Ahora te juntas con un amigo y te empieza a detallar –¡por horas!– lo inteligente, simpático, lindo y especial que es su hijo. Historias eternas donde te cuentan que el Martín es tan inteligente que ayer estuvo diez minutos mirando por la ventana y diciendo pío pío. “¡Dijo pío pío! ¡Miraba por la ventana y decía pío pío!”. Perdona, pero yo también me paro frente a la ventana y hablo hueás si me he tomado las suficientes piscolas, no sé qué tiene eso de especial. Pero lo peor es cuando sacan su teléfono y te hacen ver una especie de presentación en power point de tres horas con fotos de la guagua. Y lo hacen como si la guagua en cuestión fuera muy distinta a todo el resto de las guaguas. Nuevamente, perdón padres, pero es hora de que lo sepan: TODAS LAS GUAGUAS SON IGUALES. De verdad llega un momento en que no sé cómo decirte que no me interesa su primera papa ni su gorrito de marine-


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ro ni sus zapatitos de crochet, y que, honestamente, lo único que me interesa es saber dónde tienes guardado el cianuro para poder mezclarlo con vodka, inyectármelo y desaparecer de este mundo. En serio. O esa gente que tuvo un niñito varón y ahora está tratando de tener otra guagua para que sea mujer y así juntar “la parejita”. ¿No les parece un poco pervertido eso? La parejita, ¿como para que hagan “parejita” entre ellos? ¡Eso se llama incesto! ¡Enfermos! Otro fenómeno que se produce cuando tus amigos tienen hijos es que se ponen proselitistas y ahora cada vez que te ven sienten la necesidad de decir cosas horrorosas como: “Oye, ya pues, ponte en campaña”, o tan desatinadas como: “Jani... si no te apuras se te va a pasar el tren”. Primero que nada, ¿tren? El expreso de alta velocidad será, porque yo ni lo vi pasar y parece que ya se fue… no cacho. Y entonces dan ganas de decirles: “Te veo como estás, todo cagado, ya no duermes, se te va toda la plata en los cabros chicos, ya no puedes carretear, andas con manchas de papilla en la ropa, ¿y de verdad tú crees que con ese ejemplo a alguien le dan ganas de tener hijos?. Y es que realmente la única razón por la que tus amigos con hijos quieren que tú tengas hijos es para que puedan jugar con los suyos y así los dejen tranquilos un rato. Y lo siento, pero conmigo eso no va a resultar.


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Prefiero rodearme de gatos, prefiero morir sola ahogada en la tina, prefiero tener que cambiarme sola mis pañales para adultos, pero no me voy a quedar embarazada del próximo idiota de turno solo para que podamos jugar al jardín infantil entre puros treintones. No señor. Eso sí que no.


Le comprĂŠ un rascador sĂşper pro a mi gata y no lo usa para rascarse.

Creo que piensa que es su pololo.


Tal vez un rascador sea la soluci贸n a mis problemas.


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Una gata gorda y perros de juguete cada Navidad

El mundo se divide en dos grupos de personas: a los que les gustan los perros y a los que les gustan los gatos. Claro, hay gente a la que le gustan ambos y hay otros a los que no les gusta ninguno. También están los que prefieren otro tipo de mascotas, como los pájaros o los reptiles, pero esa gente es demasiado rara y todos sabemos que son asesinos en potencia, así que no vamos a hablar de ellos ahora. Yo, por ejemplo, soy una persona de gatos, y eso no quiere decir que hable con ellos o los entienda, simplemente tengo uno. Tengo más de treinta años, soy soltera y vivo sola. Era eso o un helecho. Fin. Tengo una gata, en realidad. Su nombre es Nina. Nina es una gata especial. Es redondita, parece una bolita de pelos. Pero es más que eso, ¿cómo podría describirlo? Sufre de una leve retención de líquido, la pobre. Bueno, digámoslo de una vez, no hay eufemismos suficientes para explicar lo gorda que es Nina. Es obesa, mórbida, enorme. Es como la María Marta Serra Lima de los gatos;


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de hecho he estado varias veces a punto de comprarle una túnica y enseñarle a cantar “Como toda mujer”, porque, por último, así haría algo por la vida. No solo es gorda, es floja la hueona. Es como Garfield en cortisona1 y, la verdad, no es muy cariñosa, es pesada, neurótica, alegona y mal genio. ¿Quién habrá inventado esa teoría que dice que las mascotas son iguales a sus dueños? De a dónde… Es que de verdad no sé por qué habrá salido así; yo creo que hay algo en sus genes que le impide ser una gata como la gente, o debiera decir, una gata como los gatos. Una gata buena, regalona, amorosa, de esas que te esperan cuando llegas del trabajo y se frotan con tus piernas y se acurrucan en tu regazo. Nina me grita cuando llego del trabajo como si fuera mi madre y después va y me grita de nuevo para que la alimente como si fuera mi hija. Y como si eso no fuera suficiente, va y se queda dormida encima de cualquier cosa que yo esté haciendo, como si fuera una guagua rusa con bocio en sobredosis de Ravotril. Para que se hagan una idea… Les juro que cuando Nina era pequeña yo traté de ser una buena ama, hasta le compré una casita. ¡Una casita! Una cosa enorme y rosada que supuestamente era para que pudiera dormir o jugar o hacer lo que quisiera. Perdón, pero, (1) Cortisona: Hormona esteroide usada en el tratamiento de variadas dolencias; uno de sus efectos secundarios es la hinchazón generalizada, haciéndote parecer un globito a punto de explotar.


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cualquier animal se daría con una piedra en los dientes por tener su casita, ¿o no? Pero Nina, no; a ella le dio exactamente lo mismo, ¿y saben por qué? Porque a los gatos no les interesan las cosas que compraste para ellos. A los gatos no les interesa nada. El día que llegué con su casita y se la instalé me quedó mirando y me dijo: “Ah, me trajiste una casita. Y este sillón, ¿es tuyo? Ok, voy a mear en él, permiso”. Así son los animales. Unos malagradecidos. Aunque muchas veces la culpa no es de ellos, sino de la gente que los trata como si fueran justamente lo que no son: personas. La gente que tiene gatos suele tener estos delirios, pero no hay duda de que los dueños de perros se llevan el premio mayor en el concurso “Reemplazando al humano que me falta por un animal peludo que no habla”. ¿Quién de nosotros no ha tenido la fortuna (y cuando digo “fortuna” quiero decir “momento horroroso”) de conocer a algún flaco que se revuelca con su perro en el parquet, le habla al oído con palabras inentendibles y luego te dice: “Yo AMO a mi perro, mi perro es lo mejor, ¿cachái? Es el único que me entiende, nos miramos y sabemos lo que sentimos, ¿cachái? Es mi partner, mi socio, mi mejor amigo. Es que los perros son mucho mejores que los seres humanos”. Ok. No. Tu perro no es mejor que los seres humanos. Es mejor que algunos seres humanos de mierda, que es distinto. Es mejor que Hitler, es mejor que Stalin, es mejor que Pino-


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chet, sin duda. Es mejor que mi expololo drogadicto que me robó el computador, vale. Pero, ¿tu perro lee?, ¿habla?, ¿cuenta chistes?, ¿tiene la cura para el cáncer?, ¿no? Entonces tu perro no es mejor que los seres humanos. ¡Tu perro es un perro! Punto. Muchas veces he estado en casas de personas que de pronto gritan al aire: “¡Fernando! ¡Vicente! ¡Eduardo! ¡Vengan!”, y cada vez que eso ha pasado he pensado: “¡Bien!, llegaron los minos”. Pero no, no son minos. Ni siquiera son hombres. Ni siquiera son humanos. Son los perros. Y como si no les bastara con ponerles nombres de persona, van y les ponen ropa. Los visten con ropa que, curiosamente, siempre les tapa todo menos el culo. Y ahí está Fernando el perro, finísimo, con un abrigo de terciopelo con ribetes dorados y un pañuelo al cuello como si fuera el Hugh Hefner del mundo canino. Y uno lo mira asombrado, tal vez pensando en lo lindo que sería tener un abrigo así para uno mismo, y lo primero que Fernando hace es darse vuelta y mostrarte su ano en pleno. No, Fernando, el hábito no hace al monje y, en este caso, el abrigo no hace que me den ganas de ver tu trasero, muchas gracias. No me malentiendan, los perros son simpáticos, de acuerdo, pero hay algo en ellos que me causa desconfianza: son demasiado felices. ¡Todo los hace felices! Jugar con una pelota, salir a correr, perseguir autos, ¡todo! Y la relación que establecen contigo no es una fácil de llevar, te siguen donde


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quiera que vayas, quieren jugar contigo todo el tiempo, dejan todos sus juguetes tirados por la casa, te aman incondicionalmente y son capaces de morir a tu lado. Si quisiera eso para mi vida, me caso y tengo hijos. Es lo mismo. Es que si tuviéramos que asociar a ciertos animales con un género, definitivamente los perros serían como los hombres. No solo por lo hediondos y lo agotadores, sino por esa aparente obsesión que tienen por inmiscuirse en esa parte de nuestro cuerpo que, digámoslo, no se puede andar oliendo así como así, ¿me explico? Típico que llegas a la casa de alguien que no conoces tan bien y todavía ni siquiera has tenido tiempo de saludar al dueño de casa cuando ya tienes el hocico de un perro incrustado en tu entrepierna, oliéndote y moviendo la cola, tan contento. No es fácil disimular tal incomodidad; dices: “Hola perrito… je je”, mientras tratas de sacártelo de encima sutil pero firmemente. Lo peor es que el dueño del perro no hace más que reírse y te dice con total indolencia: “Tranquila, si no hace nada”. ¡Siempre dicen eso: “Si no hace nada”. ¿Cómo que nada? Tu perro tiene su cabeza metida debajo de mi falda y su cara está literalmente incrustada en mi entrepierna. ¿Te parece a ti que eso es “nada”? ¡Ni siquiera me ha invitado un trago! En cambio a los gatos les das exactamente lo mismo. No les importa ni tu entrepierna ni nada. Hacen lo que quieren, son completamente indiferentes, nunca quieren jugar cuan-


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do tú quieres jugar y no te escuchan ni te hacen caso en nada. Mientras los alimentes y puedan salir y entrar a su gusto sin nunca decirte a dónde fueron, son felices. Igual que todos mis expololos. Ahora entiendo tantas cosas… Pero no importa. Yo sé que no soy la única. Hay muchas mujeres mayores de treinta y solteras que también tienen un gato. O dos, o tres. O diecisiete, pero a esas ya las perdimos. Y es muy probable que en este exacto momento surjan miles de preguntas en sus ágiles mentes, preguntas como: ¿Por qué cresta estoy leyendo el libro de esta mina? O ¿por qué hay tanta mina soltera que tiene gato?”. Bien, he aquí la respuesta a esa última pregunta, la otra, a mí que me registren. La razón es simple, tener un gato es un poco como tener un hijo. Es como tener un hijo, pero al mismo tiempo es más fácil que tener un hijo. Y hay un mecanismo inconsciente que te dice que tener un gato es una especie de entrenamiento para la maternidad, que después de tener un gato estarás más preparada para ser madre. Para ser madre de un hueón pelúo que se lame su propio ano al frente de las visitas, al menos. Es curioso lo que pasa con los gatos y las mujeres. Cuando una decide tener un gato y lo cuentas, todas tus amigas empiezan a hablar muy agudo, agitan sus brazos y actúan como si estuvieran teniendo un ataque de hiperglicemia: “¡Qué lindo, te va a cambiar la vida! ¡Te vas a enamorar locamente! ¡Los gatos son tan lindos, son tan tiernos, son preciosos!


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¡Ay no puedo soportarlo, creo que tendré que ir a ver ciento veintiséis videos seguidos de gatitos a Youtube para poder seguir aullando de ternura para siempre!”. Y entonces uno dice: “Primero: cállate. Y segundo: no siempre”. A mí, por ejemplo, no me pasó eso. Yo no amo a mi gata. Ni siquiera me cae bien mi gata. De hecho, la odio un poco y no crean que es fácil odiarla, le quedan siete años de vida todavía. No. No me pongan esa cara, tengo derecho a decirlo porque esa muerte me va a salir carísima. El mundo ha cambiado y los gatos ya no se mueren de las cosas que se morían antes: atropellados por un bus o devorados por un perro. Ahora pueden tener un montón de enfermedades muchísimo más complejas. Tu gato puede tener una arteria tapada, tu gato puede tener diabetes, tu gato puede necesitar un marcapaso. ¿Saben cuánto cuesta un marcapaso para gato? ¡Hay que mandarlo a hacer a Noruega a la Fábrica de Dispositivos Internos para Animales Pequeños y Extremadamente Tiernos! ¡Una fortuna! Entonces estos siete años que aún me quedan soportando a Nina son solo la preparación para ese momento en que tendré que vender mis posesiones para comprarle una tumba digna. En su caso, una tumba donde quepa, lo que no será fácil tampoco. Así que la próxima vez que conozcas a una mujer que no tiene hijos, pero sí cuatro gatos, respétala. Es más, témele un poco. Y agradece, mirando a los cielos, que sea un ser peludo que maúlla y no un pequeño humano lo que, por ahora, está a su cargo.


Me paso la vida en taxis.

Y yo solo quiero cantar en una banda de rock & roll.


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