Revista Engendro

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EN ESTA EDICIÓN 2. Editorial 4. De la pandemia y los cambios: Lucas Orozco Ramírez 7. Sin título: Casa

REVISTA ENGENDRO

Vieja 9. El barrio de Los Callejeros: James

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Ruiz Rendón 13. Crónica de los No-Hombres: Santiago T

Esta edición no hubiera sido posible sin el apoyo de Isabella, Jefferson, Jairo, Angie, María, Karen, Sebastián, mi padre y mi madre, las personas que enviaron sus textos e ilustraciones y muchos otros que olvido mencionar ahora. A todos gracias por su amistad.

Andrés Agudelo - Director

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-No ComercialSin Derivadas 4.0 Internacional.


Para mediados de 2020, unos siete meses después de que el primer caso de COVID-19 fuera detectado en la ciudad china de Wuhan, la severidad del confinamiento y el temor a la enfermedad habían alcanzado su punto más alto. Ante el nerviosismo de las masas, políticos de todo el mundo acuñaron un término para explicar de forma más o menos racional y paliativa la locura que estábamos viviendo: Nueva Normalidad. En últimas, esta locución se refería a las medidas de autocuidado que debíamos adoptar para convivir con el virus durante una extensión indefinida de tiempo: tapabocas, distanciamiento físico, etc. Y aunque a la mayoría nos costaba aceptar estos hábitos como parte de nuestra vida, ningún pronóstico era más aterrador que el estimado de muertes. En Colombia, la teleaudiencia quedó atónita cuando los noticieros aseguraron que, de seguir así, el virus se cobraría la vida de 40.000 compatriotas. Casi el doble de los fallecidos en la tragedia más emblemática de nuestro país: Armero. Y si cada 13 de noviembre se nos agotan los recursos simbólicos para describir el dolor de este acontecimiento, difícilmente podíamos imaginar cómo nuestra sociedad podría vivir con 40.000 muertes a cuestas. Hoy, cuando las muertes han superado las 57.000, sabemos la respuesta: sin pena, sin arrepentimiento, sin el sentido de tragedia que todos temíamos iba a quebrar definitivamente la capacidad de sufrimiento de nuestra sociedad. Hoy nos damos palmadas en la espalda pues hemos derrotado la sensación de extrañamiento que nos acompañó los primeros meses de la pandemia. Ya podemos respirar mejor con el tapabocas, los restaurantes están abiertos y muy pronto podremos volver a cine (¡Hurra!). Ya no nos sentimos en el fin del mundo, qué gran victoria. La Nueva Normalidad se convirtió en una normalidad a secas. Pero la muerte sigue allí. Los fallecidos por el virus son en su gran mayoría pobres y con la pandemia como excusa las mafias políticas de Colombia han desatado, sin sonrojarse, la barbarie. Es necesario recordar cómo nos sentíamos al principio, en marzo, abril o mayo del 2020. Podemos prescindir del miedo, que entonces nos tenia paralizados y empequeñecidos. Pero no podemos renunciar a la sensación de extrañamiento. Porque algo está mal. No es normal ni aceptable que en nuestro país asesinen, mutilen, desaparezcan y violen. No es normal ni aceptable que 57.000 personas hayan muerto a causa del virus. Si hay una Nueva Normalidad esta debe ser extraña, debe generarnos incertidumbre, pero también preguntas y quizá respuestas. El contenido de este tercer número es una invitación a mirar con detenimiento el aire putrefacto que nos envuelve, a ver a través de esta nube de pedos que llamamos vida nacional. La Nueva Normalidad debe ser la invitación para construir algo nuevo, imaginar un futuro mejor, no el slogan de un modo de vida conformista con la violencia, dócil ante el poder y lisonjero con la muerte.

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NUEVA NORMALIDAD - REVISTA ENGENDRO

Nancy. Ernie Bushmiller

De la pandemia y los cambios Lucas Orozco Ramírez* Diagnóstico

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Al momento de escribir este ensayo han pasado siete meses desde que el presidente Iván Duque decretó la cuarentena, medida de aislamiento social que a la postre ha sacado a la luz una enfermedad aún más contagiosa que la COVID-19 y que de forma inadvertida se ha gestado durante décadas en todos los rincones del mundo: la fragilidad de las relaciones humanas. Las maneras en que los países han contenido el brote de coronavirus varían entre cuarentenas estrictas y unas un poco más �lexibles, con consecuencias más o

menos similares en la forma de relacionarnos entre nosotros. Estar en casa dos o cinco meses deja ver con claridad la naturaleza de estas relaciones, en las cuales pareciera que las personas sustituimos inconscientemente a los demás como si fueran productos comerciales: por el simple hecho de que la óptica con la que el ser humano contempla el mundo está enlazada con el consumir. Desde una muy temprana edad se enseña a las personas a sustituir todo aquello que no es útil, con la terrible consecuencia de que la lógica del consumo también se hace la lógica con la que se vive. Eso sí, las mayorías desconocen que


DE LA PANDEMIA Y LOS CAMBIOS

la forma en la que cambian las bombillas de su casa es exactamente la misma en la que dejan de hablar con alguien. El no ser consciente del problema de las relaciones humanas hace imposible encontrar una solución; sin embargo, el coronavirus y las medidas de aislamiento obligatorio han logrado que cada vez más personas sean conscientes de la fragilidad de las relaciones sociales. Las transformaciones sociales vienen precedidas de grandes sacudidas en las costumbres de la época; no obstante, con el tiempo, los hábitos de las personas se modifican y todos se adaptan a los cambios, por más bruscos que sean. Ahora bien, las transformaciones sociales que los seres humanos necesitamos hoy requerían de una situación tan crítica como la pandemia del coronavirus -aunque los cambios que se están gestando en la actualidad puedan parecer contrarios a lo que cualquiera querría-.

Síntomas

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La forma en que convivimos los seres humanos depende de muchos factores. Nuestro lugar de nacimiento, la religión del lugar en el que crecemos y por supuesto la condición socioeconómica de nuestra familia. No obstante, la perspectiva occidental ha jugado un papel protagónico en lo que está bien y lo que está mal, homogeneizando la idea de una buena vida a pesar de que ese modelo está profundamente enfermo. Para comprender que la idea de buena vida no es sana tan solo debemos apreciar nuestro alrededor, donde pareciera común dejarle de hablar a las personas sin razón alguna, donde es más sencillo alejarse por algo que molestó que intentar dialogar, donde es más importante impresionar y legitimar la idea tradicional de progreso que luchar por lo

que verdaderamente se anhela. Con facilidad las relaciones se disuelven, y, creámoslo o no, la empatía ha destacado por su ausencia en las últimas generaciones de seres humanos. Nunca antes había sido tan sencillo ayudar a los demás. Desde la comodidad de nuestras casas podemos hacer donaciones para acabar el hambre o disminuir el número de personas sin agua potable, pero es probable que no sepamos de estas iniciativas y vivamos enfocados en nosotros mismos nada más. Es difícil creer que hay solución a la fragilidad de las relaciones. Al día de hoy absolutamente todas las personas estamos sumergidas en la dinámica en la que estas se desarrollan. Tenemos redes sociales donde parece que lo único que nos interesa es impresionar. Llevamos a cabo eventos continuamente para tomarnos fotos y subirlas a Instagram o Facebook y en el contexto de pandemia la situación no ha cambiado en lo absoluto. Aun estando las cosas mal para los ánimos de todos, aun sin poder hacer lo que nos gustaba, todos damos la impresión de tener una vida perfecta e inconscientemente nos comparamos con aquellos que seguimos en redes sociales.

Una cura Hasta ahora puede parecer que todo este diagnóstico está repleto de pesimismo. Pero no es así. En realidad, el resultado de que un mundo híper conectado y alarmantemente apresurado como el nuestro esté pasando por una crisis de salud pública es devolver la ilusión a las personas -pese a que también podría arrancársela del todo-. Las predicciones de lo que le puede suceder a la humanidad posterior a la pandemia no son alentadoras. Se cree que la desigualdad crecerá, que los países con


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menos recursos tardaran décadas en volver al punto de desarrollo donde estaban al comienzo del 2020. También se especula sobre cómo todos debemos adaptarnos a guardar la distancia y tener cubrebocas, dando por hecho que la vida jamás volverá a ser como antes. No obstante, soy partidario de creer que solo en los peores momentos se puede generar mejorías sustanciales en la estructura de la sociedad. Después del crack del 29 llegó el New Deal, después de la devastación generada por la Segunda Guerra Mundial se erigió el Plan Marshall. ¿Después de la pandemia que pasará? Un interrogante que puede responderse de muchas maneras, aunque a mi juicio todas irán a lo mismo: se fortalecerán las relaciones y habrá avances en la empatía. Luego de permanecer encerrados habremos entendido el valor de las personas. Seguramente ya no nos limitaremos a los mensajes por nuestros celulares ni a postear las cosas. Quizá detestemos permanecer delante de un computador por tiempos prolongados y salgamos a ver el mundo, dándonos cuenta que a nuestro alrededor hay mucho que podemos hacer. Creo que el motor de la vida, la ilusión, aquello que nos hace levantarnos de la cama todos los días y que nos hace creer en nuestro país, nuestro trabajo o nuestro partido volverá a tener relevancia. Anhelo que todos entiendan lo fácil de ayudar y lo egoísta de pasar de largo a los demás. FIN

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Sin título Casa Vieja* Collage digital 7


CASA VIEJA - COLLAGE DIGITAL

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NUEVA NORMALIDAD - REVISTA ENGENDRO

El barrio de Los Callejeros James Ruiz Rendón*

Me atrevo a añadir una pequeña sinopsis pues este cuento lo encontré en la basura, rasgado por la mitad con algo que, igualmente,me atrevo a afirmar eran unas garras. Creo que el autor es uno de los pobres gatos callejeros de mi barrio.

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Mi vida siempre había sido humildemente difícil. De mis primeros días solo recuerdo el frio y la debilidad. Sé que un día tuve casa y que a veces comía pollo. Puros recuerdos podridos. No se puede confiar en humano alguno, todos abandonan, todos olvidan. Pertenezco a las calles. Cualquier humano es sinónimo de comida y ellas sinónimo de libertad. En las noches me cuelo en la caseta de Doña Teresa, donde me resguardo de la lluvia e intento leer el periódico, aunque muchas veces lo termino rompiendo con mis garras. En la caseta siempre hay un plato de

comida, y lo más importante, es un lugar con la temperatura para dormir a gusto. Un verdadero lujo entre gatos callejeros. Obviamente no fue un lujo fácil de ganar. Era algo por lo que había luchado en tres de mis siete vidas, demostrando mi valía al cazar ratones intrusos en el territorio de la señora. Aún más difícil fue convencer a esa vieja mañosa de que no era ninguna mascota. Me consideraba, en mayor parte, un pequeño empleado. Aunque a veces se le olvidaba y quería acariciarme la panza. Por suerte, jamás dejé que me cortara mis tan útiles garras. Una de las cosas que jamás


EL BARRIO DE LOS CALLEJEROS

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entenderé de los gatos adiestrados es cómo completan su existencia sin garras largas y afiladas. En fin, que desvarío. La intención de haber aprendido a escribir no es hacer una autobiografía, pero como decía Doña Teresa: no sé cómo putas explicar lo que ha venido sucediendo. ¿Saben?, un gato solo quiere vivir cómodamente tranquilo. Todo pasó una noche que me ausenté de la caseta. Tal vez si hubiera leído el periódico me hubiera enterado de todo; y de algunas muertes, por supuesto. Pero me había ido a escalar los tejados de las casas y vigilar el transcurso de la noche - una de esas necesidades que tiene uno como felino-. En fin, vuelvo a divagar. El hecho es que tras esa noche nada volvió a ser igual. La mañana que comenzaba estaba silenciosamente sola e incómoda. Ni autos ni humanos, todos los locales estaban cerrados. Incluso la caseta de Doña Teresa estaba cerrada. Era la primera vez en mucho tiempo que me había revolcado en la basura en busca de algo que comer. Sí, ese olor es igual de insoportable para un gato; pero añádale tener que lavarse con la lengua, es algo horrible. En verdad, no suelo preocuparme mucho por la comida, siempre suele haber algo en la basura. Encontré un pollo entero y en buen estado; las personas tan arrogantes que desechan sus mejores presas. En mi camino también me encontré con muchos compañeros de destino, otros gatos e incluso uno que otro perro: Los Callejeros. Nos hacíamos compañía y nos defendíamos, aun sin conocernos o compartir especie. De vez en cuando me cruzaba con uno que otro humano. Extrañamente, iban con su rostro tapado, menos su cabello y sus ojos, que solían mirarme con pesar y no

faltaba un cualquiera que dijera: pobrecito. Como si jamás hubiera visto un gato negro sin una oreja. La había perdido en una de las guerras en los tejados, una anécdota que no me detendré a narrar porque toda guerra es un sin sentido que concluye en brutalidad. Sin embargo, ahora se vivía paz, incluso entre especies. Y ahora todos éramos funcionales. No entiendo muy bien cómo llegamos a organizarnos, pero los perros se encargaban de la seguridad y olisquear sus traseros. Por otra parte, los gatos de la caza y la protección de los tejados. Y desde las alturas las siempre libres aves guiaban las decisiones. Entre Los Callejeros rondaba una leyenda. Decían que la desaparición de la mitad de los humanos se debía a algo que ellos llamaban el fin del mundo; algo de lo que hablaban los que habían huido de casa y temerosos creían todo lo que escuchaban en televisión. Algo que, de boca en boca, se había transformado hasta llegar a la conclusión de que el mundo que los humanos habían dejado nos volvía a pertenecer. Comencé a pasar las noches junto a otros gatos. Tenían algo de hierba -para gatos, por supuesto-. No fueron noches tan malas. Hasta que un día haciendo mi ruta en busca de comida volví a ver a Doña Teresa en su caseta. Iba igual de cubierta que los demás. Me alegré de que hubiera sobrevivido al apocalipsis y entre por mi atún, mi agua fresca y mi lugar a gusto. Pero no era de cerca la noche y ya me había sacado con la escoba para cerrar más temprano que de costumbre. Me fui enfadado, sin saber que esa era la última vez que la vería o que comería ahí. La gente comenzó a caer como


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El barrio de Los Callejeros. James R. Rendón. Lápiz sobre papel

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EL BARRIO DE LOS CALLEJEROS

moscas, a veces incluso en las calles, y no daban calor ni comida. Los humanos quedaban fríos y estáticos como si hicieran parte del suelo, como un pájaro o un gato muerto. El fin del mundo, al final, era cierto. De los apartamentos comenzaron a escapar cada vez más gatos o perros pequeños que, por supuesto, pasaban a formar parte de Los Callejeros. Aquí entendí, con el relato de los nuevos, que el fin del mundo pasaba de humano en humano como las pulgas entre Los Callejeros; solo que a ellos los mataba; no saben lo suertudos que son, no hay peor tortura que pasar una vida atacado por las pulgas. También entendí que este fin del mundo es la oportunidad de comenzar un nuevo mundo para Los Callejeros. Es por esto que aprendí a escribir y me considero el primer periodista del nuevo mundo; aunque siga con aquel mal hábito de rasgar el papel periódico. Eso ya no importa. Este mundo y sus casas abandonadas les pertenece a Los Callejeros para vivir a su gusto, cómodamente tranquilos. FIN

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CRÓNICA DE LOS NO~HOMBRES

CRÓNICA LOS

DE

A lo largo de la reciente historia el modelo de ‘hombre’, incluso como concepto mismo, se ha visto moldeado y transformado en pro del ideal aplastante del progreso y de un sistema mezquino que mide el valor humano del ser en concordancia con qué tanto aporta a ese mismo sistema. En términos de instrumentalización de la vida y de la producción que haga la misma, entregada a los verdugos del capital y del patrón. Son pues estos verdugos los que haciendo uso de la herramienta demoledora de vida, el reloj, regulan e incluso legitiman que tan ‘hombre’ práctico y funcional es cualquiera. El debate aquí se centra en aquellos hombres no tan ‘hombres’, en aquellos hombres casi inexistentes. <<Pongo mis letras a disposición de las putas, los ancianos, los habitantes de la calle y de los que aun teniendo casa desatinan en el ‘sentido de la vida’ estructurado por la élite carroñera>>. ¿Cuánto vale a día de hoy la vida de las damas de la calle, que solo sirven como depósitos de semen de una sociedad consumida en el morbo sexual y en el sentimiento de superioridad que da hacerse con las carnes ajenas?

Santiago T

Detesto y condeno la vida junto con sus ínfulas de superioridad existencial

Los Mendigos - Pieter Brueghel ‘El Viejo’

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¿Qué valor ostenta para la retina del común un saco de huesos arrugado y disfuncional que como máquina humana se encuentra en la etapa de obsolescencia? No entran, ni siquiera en las cuentas de su propia descendencia maldita. Porque ya hay quien se haga cargo de tan desagradable peso ‘muerto’; en lugares de mala muerte, con camas duras, pulguientas y con un olor a orines secos de una que otra vida que allí mismo durmió y murió.

Menos que un trozo de carne corroído por los gusanos y la putrefacción vale la vida del alma nocturna de la calle, que tiene ‘carro’ pero anda a pie, quien a punta de cartones se hace un reino de mugre donde el hambre estomacal y del alma son cosa de todos los días. Aquel que caga las esquinas y deja el olor a ‘cristiano’ por todas partes. Qué ironía, ¿no? El hecho de que se le otorgue el impoluto nombre que los borregos de la llamada Iglesia de los Pobres otorgan a los que hacen hogar en cada andén. La crónica de los no-hombres hace un ejercicio de memoria resistente y disruptiva a lo que ya está establecido. Toma en cuenta a los descartables de la sociedad. Los ubica y les da lugar; al menos en una página escrita por alguien encerrado en cuatro paredes, cada una con 144 ladrillos, puestos con delicadeza por un hombre, este sí valeroso, ya que cada ladrillo colocado re�leja una moneda sucia que cambió por pan para sus hijos. El valor de la vida está cada vez más desvalorizado porque no se vive en lo absoluto. Se sueña con que se vive mientras papeles y metales hacen una escalera frágil y mal compuesta donde los valerosos se sienten seguros. Por los desterrados, olvidados, masacrados, invisibilizados y pisoteados decreto fin a la condición de ‘hombre’ valeroso, la desecho, la hago trizas y la dejo en el olvido de los tiempos. E invoco así una deconstrucción de la estructura del cuerpo que produce y aporta y la igualo con los cuerpos que no quieren o sencillamente no pueden hacerlo.



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