Encuentro Internacional Cuentistas FIL 2014

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Curaduría: Ignacio Padilla Proyecto editorial: Laura Niembro y Melina Flores Diseño editorial: Dania Guzmán Agradecemos su valioso apoyo a la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM, Fundación Biblioteca Nacional de Brasil, Ministerio de Cultura de Argentina, Dirección Nacional de Cultura del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay y Acción Cultural Española AC/E

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Antología de Cuentistas 2014


Universidad de Guadalajara

Comité Organizador

Itzcóatl Tonatiuh Bravo Padilla Rector general

Raúl Padilla López Presidente

Miguel Ángel Navarro Navarro Vicerrector ejecutivo

Marisol Schulz Manaut Directora General

José Alfredo Peña Ramos Secretario general

Tania Guerrero Subdirectora General

Héctor Raúl Solís Gadea Rector del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades

Laura Niembro Directora de Contenidos

Alberto Castellanos Gutiérrez Rector del Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas Ernesto Flores Gallo Rector del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño

Verónica Mendoza Directora de Expositores y Profesionales Mariño González Coordinador general de Prensa y Difusión María del Socorro González Coordinadora general de Administración Bertha Mejía Coordinadora de Patrocinios Dania Guzmán Coordinadora de Edición y Diseño

Feria Internacional del Libro de Guadalajara

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Índice

Nota para el lector

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Luis Jorge Boone

México

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Alberto Chimal

México

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Ronaldo Correia de Brito

Brasil

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Mario Delgado Aparaín

Uruguay

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Felipe Garrido

México

26

Liliana Heker

Argentina

32

Eloy Tizón

España

36

Hebe Uhart

Argentina

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Histórico de participantes por orden alfabético

48

Histórico de participantes por país de origen

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Nota para el lector Cuando en 2007 la Feria Internacional del Libro de Guadalajara se propuso apostar con determinación por el cuento, y organizar un encuentro que formara parte permanente de su programa, imaginábamos algo como un santuario de las especies literarias protegidas; una reserva ajena a las leyes del mercado, que propiciara un acercamiento entre autores y sus lectores. Los cuentos infantiles tienen un amplio público, mientras que los cuentos para adultos se han convertido en una pasión de minorías, a ellas apelamos en aquel momento; el entusiasmo de los devotos de la narrativa breve se hizo patente desde la primera edición, y eso nos ha motivado a seguir estos ya, ocho años. Una buena selección de autores en estrecho contacto con los lectores ha sido la fórmula para que, con el paso del tiempo, el Encuentro Internacional de Cuentistas se haya transformado en una de las actividades más entrañables y concurridas de la Feria. Provenientes de diferentes latitudes y tradiciones literarias, por este espacio han desfilado ya 64 autores, a los que se suman ocho más este año; 20 países han estado representados, de puntos tan distantes como Croacia, Irak, Israel o Serbia. Rubem Fonseca, Annie Saumont, Ednodio Quintero, Ricardo Piglia, José María Merino, Marcelo Birmajer, Peter Stamm, Evelio Rosero, Etgar Keret, Edmundo Paz Soldán y Ana María Shua son sólo algunos de los nombres que han engalanado este encuentro, al que también se han sumado maestros del género en México, como Sergio Pitol, Eraclio Zepeda y Juan Villoro. En esta aventura hemos contado con varios cómplices que han coordinado el encuentro: Enrique Serna, Antonio Ortuño y Juan Casamayor, quienes han compartido generosamente su entusiasmo y conocimiento del género y, por supuesto, Ignacio Padilla, quien hace la curaduría del encuentro desde 2010, con un esmero y disciplina difícilmente superable. A todos, gracias. En los anexos al final de esta antología con los participantes de este año, hemos listado a todos los autores que han participado como una invitación al amable lector a que visite la obra de estos embajadores del género breve. Justamente en la región de Rulfo y Arreola, y desde el continente de Borges y Quiroga, la FIL vuelve a festejar al rey secreto de los géneros narrativos. ¡Bienvenidos! Laura Niembro Directora de Contenidos

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©Teresa Cárdenas

Luis Jorge Boone (Monclova, Coahuila,1977) Es autor de los poemarios Legión (2003), Traducción a lengua extraña (2007), Novela (2008), Los animales invisibles (2010) y Versus Ávalon (2014), entre otros; del volumen Lados B. Ensayos laterales (2011); de los libros de cuentos La noche caníbal (2008) y Largas filas de gente rara (2012); y de la novela Las afueras (2011). Es coautor, junto con Julián Herbert, del díptico narrativo El polvo que levantan las botas de los muertos (2013). Es coantólogo de Vientos del siglo. Poetas mexicanos 1950-1982 (2012) y compiló Tierras insólitas. Antología de cuento fantástico (2013). Ha sido becario del Programa de Jóvenes Creadores del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Parte de su obra está traducida al inglés. Es columnista de la sección de Arte del periódico Zócalo de Saltillo. Ha recibido once premios nacionales, entre ellos el de Cuento Inés Arredondo 2005, el de Poesía Joven Elías Nandino 2007, el de Ensayo Carlos Echánove Trujillo 2009, el de Poesía Ramón López Velarde 2009 y el Nacional de Literatura Gilberto Owen 2013. Actualmente es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. 6

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EL CREDO Mapa de pirata No tengo un sistema fijo para distinguir los géneros literarios. Más que regiones delimitadas de escritura, los considero mesas de trabajo, cada una con sus herramientas características, sus acomodos, pero con la suficiente elasticidad para intercambiar piezas, para desmarcarse de la inercia. Mi escritura es una casa, y cada género representa un recorrido o una forma distinta de habitarla. Una novela comprende varios espacios, relacionándolos entre sí: amplias estancias, habitaciones aisladas, jardines ocultos, incluso puertas selladas, así como los lugares que las comunican, pasillos, escaleras. El poema es la descripción de un rincón de la casa, iluminado durante un momento por una luz a la que rige el azar de las ventanas o las permutaciones en el cableado. El ensayo es un fólder con fotos y planos de la casa, documentos que permiten conectar la prehistoria y la materialidad de la arquitectura, pero también imaginarlo con libertad, seguirle o inventarle una huella para desarmarlo y reconstruirlo. El cuento sucede en una sola estancia: imposible entrar y salir de ella sin experimentar un cambio; es necesario que el cuarto donde suceda el relato tenga buena acústica, la voz debe escucharse con claridad todo el tiempo, sin perder una palabra, pero al mismo tiempo comunicar una sensación de amplitud, así los ecos que produce permitirán conjeturar la dimensión mayor del edificio. El cuento parte de una situación concreta, se sujeta a ella y la recorre entera. Quien lo escribe sabe los límites del género, espaciales, temporales, formales, y hace de ellos un elemento activo para lograr concreción e intensidad.

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Psicopompos Mi hermano no debió dejarme solo. Nuestra casa queda en lo alto de una colina. Por la ventana lo vi bajar hasta la calle donde cada año pasa la procesión de la Cruz de las Almas Condenadas. Mi padre es el campanero del pueblo, y justo ahora debe estar desatando los gruesos nudos de las cuerdas con que las hace sonar. Sus manos tienen la piel muy gruesa, dice que es para no sentir lo áspero de los metales que limpia y de las cuerdas que jalonea. Ahí están, las escucho. Resuenan en el cielo entero. A veces, cuando las nubes se acercan, cargadas, cuando los relámpagos alumbran el cielo y es hora de la liturgia, imagino que las campanas golpean las nubes y les sacan chispas. Mi madre, me dicen ellos, aunque ya casi no lo hacen, antes sí, a diario, que ella está en ese mismo cielo que se enciende. Otro fuego se asoma apenas por encima de los techos, avanza desde el camino que atraviesa las montañas, llega a la calle que entra al pueblo. Las antorchas. No debíamos salir. Desde este cerro, cada año vemos a cientos de personas que cargan cruces ennegrecidas por el humo, santos con miembros amputados, rostros entre contentos y sufrientes, alumbrados por velas que casi se extinguen de tan lejos que viene la columna de creyentes. Sufren por el señor. Hombres encapuchados cargan grandes manojos de ocotillo sobre sus espaldas desnudas. Los tallos tienen espinas que se clavan en la piel, la abren, sacan sangre. Dice la gente que son lágrimas de fe. Ellos también sufren por el señor. Hicieron algo terrible y es su forma de pedir perdón. Deben ser todos hombres muy malos. Deben arrepentirse de lo que hicieron. Los viejos dicen que la procesión empieza muy temprano, apenas al despuntar la madrugada, a muchos kilómetros de aquí. La gente de varios pueblos sale a los cruces de caminos y se van juntando a los que ya caminan rumbo al norte. A lo largo del día se les unen rezanderas, penitentes, fieles. Llevan tambores que golpean como si se tratara de ataúdes vacíos. Suenan igual que un lamento arrojado a un pozo sin fondo. Golpes que se pierden en las calles vacías, en el desierto que empieza detrás de las últimas casas. Hay un grupo que sólo aparece cuando el sol empieza a ocultarse. Hombres vestidos con túnicas blancas tan largas que les ocultan los pies. No vienen de ningún pueblo. No salen de alguno de los caseríos de la región. No los conocen en las rancherías cercanas. Vienen de más lejos. Son ermitaños que habitan en montañas lejanas. O asesinos y ladrones que se esconden para huir de sus castigos. O viven allá donde el desierto se termina, donde ni la muerte y el vacío que es el desierto puede continuar.

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Mi hermano ya no quiso quedarse a mirar conmigo por la ventana. Es seis años mayor que yo. Los años no le borrarán los muchos recuerdos que tiene de mamá. No quiso quedarse a esconderse conmigo de los relámpagos, como siempre hacemos, subiéndonos a la cama, echándonos encima las sábanas, tan delgadas que dejan pasar el frío que se aferra a nuestras espaldas. Mi madre murió de pronto. Dicen que está en el cielo, pero me gusta más imaginarla en su ataúd, bajo tierra, descansando de su enfermedad. Nadie golpea la madera que la protege. Todo es silencio allá abajo. Dormida. Nunca va a despertar. Si ella fuera como el aire, si viviera arriba y por encima del mundo, vería demasiadas cosas que la pondrían triste, se mojaría con la lluvia, los relámpagos la incendiarían, se volvería a morir. El atardecer sería su cabello ardiendo como el sol herido, el camino de oscuridad que dejaría en su huída. Son cientos de creyentes. Mi padre hace sonar con fuerza las campanas de la iglesia de Santa Cecilia Mártir. La procesión se quiebra. Los rezos abren un silencio. Aparecen las almas. Los hombres de blanco que arrastran sus maltratadas vestiduras. Tierra y sangre manchan sus faldones. En sus pies se entierran cadillos y espinas. Las cadenas atadas a sus pies tintinean, el gran eco de sus pasos se deshace en pequeños ecos por las calles laterales, vacías. Nadie se atreve a moverse de su lugar. Las leyendas tienen esa fuerza. La nuestra dice que, confundidos con esos hombres, caminan los demonios. Los caídos. Disfrazados de blanco, encadenados también, casi imposibles de distinguir de los mortales. Sólo hay una forma de hacerlo. Cuentan que si alguien toca a uno de los ángeles del diablo, el atrevido perderá para siempre la vista. Nadie en el pueblo se ha atrevido jamás a intentarlo. Dicen que en otros pueblos, jóvenes imprudentes se han quedado ciegos porque tentaron a la leyenda. Son muchos los peregrinos. Bien podría ocultarse entre ellos un ser del infierno, esperando a que algún descreído roce su manga por desidia o por maldad para castigarlo. Todavía siguen entrando al pueblo. Se ven sus antorchas bajar por el camino que viene de las montañas. Son muchos los que se castigan por la Gloria del Señor. Las campanadas aceleran su llamado. Santa Cecilia es la única iglesia en kilómetros a la redonda. La gente de otros lugares viene a visitarla. El padre mandó poner un letrero de madera la entrada del templo. Santa Cecilia Mártir murió en la hoguera en el siglo II. Morte candentibus organus. Nos enseñó en el catecismo a pronunciarlo, a aprendérnoslo de memoria y a decirlo en español, para que al llegar a la casa se lo dijéramos a nuestras familias: murió con las entrañas quemadas. Feria Internacional del Libro de Guadalajara

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La misa debe estar empezando. Cuando salió, mi hermano dijo que regresaría antes de que terminara la celebración, para que papá no lo castigue. También me dijo que se iba a meter en la procesión, y se quedaría quieto y cerraría los ojos para no tener miedo. No va a pasar nada, señalé molesto y nervioso, es mucha la gente que camina encapuchada. No vas a encontrar lo que buscas. Abriré los brazos, respondió, como Jesucristo en la cruz, hasta que algo pase, hasta que alguien me roce las manos, hasta que alguien me toque sin querer. Me dijo que no llorara. Pero yo no iba a llorar. Hace mucho que no lloro. Sólo cuando imagino que los relámpagos son destellos de una hoguera, y que mi madre que vive en el cielo puede morirse otra vez, quemada por dentro.

Morte candentibus organus. Morte. Candentibus. Organus. Tuve que repetirlo durante muchos días para que se me quedara. Mi madre tuvo fiebre una semana y después murió. Mi padre la cubría con sábanas mojadas. Ella se quejaba. Lloraba. La última imagen que tengo de ella es su cara empapada de sudor, sus labios secos, sus ojos como apagados, ella que con sólo mirarme me convencía de que el mundo entero era un buen lugar, y que valía la pena sobreponerse a cualquier cosa. Algo la quemaba por dentro. Algo en alguna parte de su cuerpo, en la oscuridad de sus entrañas, decía papá, borracho como estuvo todos esos días después de que la enterramos, algo se encendió en ella, algo ardía, la mataba. Veo una sombra subir por el camino. Se dirige a la casa que está en la cima del cerro. La nuestra. Aquí, donde estoy. Creo que es mi hermano. Sube muy lentamente. Se apoya en un palo, o eso parece. A veces, después de sus paseos recoge alguno del camino para pegarles a las piedras, y volarlas lejos.

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No parece tener miedo. Hace rato que terminó la procesión. Te dije que esas cosas no existen, me dirá, aunque yo no tenga ninguna intención de contradecirlo. Nada sucedió, y con eso me conformaré. Y se meterá a la cama y fingirá dormir para cuando venga a buscarlo papá a su regreso de la misa. Mi madre se parece a Santa Cecilia. Sufrió, aunque no estoy seguro de si fue por la Gloria del Señor. Murió. El fuego que llevaba dentro la mató. Podrían ponerle su nombre a una iglesia. Podrían decirle santa y mártir, y poner en una pared bien alto un letrero de madera con su nombre, y decir que su corazón se volvió ceniza. Podríamos rezar en el catecismo por ella, por su alma que está en el cielo, que vive entre relámpagos y el viento helado del norte, que no tiene una sola nube para esconderse del sol que todo lo quema. ¿Algún día podré decirle al padre que es en el cielo donde está el fuego que no se apaga, y no en el infierno? Los demonios deben tener frío. Dejan ciegos a los niños imprudentes porque su aliento les congela los ojos. Mi hermano se detiene a la mitad del camino. Da un traspié y cae entre las piedras. Escucho el sonido de las rocas que bajan rodando por la pendiente. Mi hermano tienta el polvo en busca de su bastón. ¿Lo escucho llorar o lo imagino? ¿Soy yo el que está llorando? Quiero salir a ayudarlo, pero corro hacia mi cama. Me meto debajo de las sábanas. Todo en silencio. Rezo para dormirme pronto.

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©Fabien Castro

Alberto Chimal (México, 1970)

He escrito y publicado muchos libros de cuentos: varios están perdidos, y así está bien. Los que todavía pueden hallarse por ahí son Gente del mundo, El país de los hablistas, Éstos son los días, Grey, La ciudad imaginada, 83 novelas, El Viajero del Tiempo, El último explorador, Siete y Manda fuego. El tercero de esa lista obtuvo en 2002 el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí, que se da en mi país, y han ganado algunos textos en los que no me encuentro, pero también otros que me son muy entrañables. A ellos se les va a unir, por estos días, uno más titulado El gato del Viajero del Tiempo; si el título suena juguetón y luminoso, y al lector le gusta lo oscuro y serio, me apresuro a decir que en otros de mis libros hallará historias más de su agrado. Tal vez. También he publicado un par de novelas: Los esclavos y La torre y el jardín, que fue finalista en 2013 del Premio Rómulo Gallegos, otro de premiados diversos y muchas veces brillantes. Me interesan la imaginación que se pelea con el poder, lo que no se dice y de todas formas sacude y confronta, lo que puede entresacarse de una vida que en sí misma no es muy interesante, pero transcurre en tiempos aciagos y entre muchas personas. 12

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Credo cuentístico Creo en nuestro más remoto antepasado: en el hombre o la mujer de las cavernas que inventó el primer enunciado declarativo para referir un hecho real, o soñado, o temido, y así se lo dio a recordar a otros. Creo en nuestro último descendiente, que no muere y siempre es más joven que quien lo contempla: que utiliza las herramientas a su alcance sin temor ni vergüenza, que cuenta lo que sabe y lo que desea. Creo en la imaginación, que hace germinar la voz más humilde y causa horror y rabia, como debe ser, a los policías del pensamiento. Creo en los cinco sentidos, y también en el otro, que no es común. Creo en la sintaxis, el esqueleto animado y translúcido del lenguaje. Creo en la lengua a la que pertenecen estas palabras, que no comprenderé en un siglo o dos y algún tiempo después se extinguirá, pero ahora, justo ahora, permite decir esto. Creo en los cuentos que conocí desde la infancia: los que se contaban Melusina, sola en su baño, y los jinetes de la Noche y del Día que se perseguían por las estepas, y el pescador Urashima, preso en un solo instante y sin saberlo dentro del palacio del Rey del Mar. Creo en los maestros que me tocaron en suerte: en los poetas vivos y los narradores muertos, los que llegaron demasiado pronto y los que llegan ahora, cuando espero que no sea demasiado tarde. Creo en las transformaciones constantes, por igual las ya conocidas y las por venir; dicho de otro modo, creo en la minificción, las narraciones mutantes, las escrituras intangibles de la red y las otras, las que aún no tienen nombre. Creo en mi propio derecho de contar lo que me plazca, como me plazca, y de pelear a mi modo con el lenguaje y con el mundo. Creo en la imposibilidad de no estar en el mundo, se haga lo que se haga. Creo en la revelación que no se dice.

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El problema del cuarto cerrado Cuando alguien dice que tiene el problema del cuarto cerrado, no se trata de una insinuación picante. Y tampoco es necesariamente un problema literario, —Aunque el problema del cuarto cerrado —dijo, en una conferencia en 1996 en la pequeña ciudad de San Jacobo, Dionisio Tartán, escritor especializado en el llamado género negro– realmente es muy simple, y proviene de la época de las primeras “novelas-enigma”, esas historias como rompecabezas donde el interés está en averiguar quién mató a la víctima, cómo y por qué. —A ver, ¿cómo está eso? —pregunta Horacio Kustos. Tartán no lo oye, porque está (estuvo) en aquel otro tiempo y lugar, y en cambio Kustos está aquí, ahora, en el año 2014, encerrado en un baño de este espacio de exhibiciones y ferias. Pero Tartán le responde (le respondió) al decir a su público: —Una historia de cuarto cerrado —dijo— siempre tiene un crimen u otro hecho misterioso que se comete, bueno, en un cuarto cerrado, y de preferencia cerrado por dentro, al que nadie pudo haber entrado. La idea es encontrar un medio lógico de justificar esta situación imposible. Mientras más ingeniosa la solución, mejor. —Eso es lo que yo quisiera —dice Kustos—, una solución. —Una muy simple —dijo Tartán— está en un cuento de Chesterton, en donde el cadáver aparece flechado y nadie entiende quién la disparó ni de dónde. Al final se descubre que el asesino mató a su víctima clavándole la flecha, como si fuera un puñal, y luego cerró la puerta y dio aviso del asesinato como si nada más hubiera hallado el cuerpo. —Eso no me sirve —dice Kustos. —A lo mejor puede sonar un poco ridículo —concedió Tartán— pero justamente el interés de este tipo de narraciones era encontrar qué salida asombrosa o extraña iba a proponer el autor. —No —dice Kustos—, si resulta que la única salida tiene que ser “extraña”, o “asombrosa”… Mire, miren, me explico. Por ejemplo: el otro día suena la alarma del banco Monolith Bank allá en avenida Palmas, llega la policía bancaria, todo el caos, terrible, las pistolas, los toletes, espantoso. Y que no hay ladrones. Que la alarma se activó desde adentro de la bóveda. Que cómo es posible, que no sé, señor, yo nomás soy cajero, que van y abren la bóveda y se encuentran… —Un cadáver —dijo Tartán.

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—¡No! ¡No! ¡Era yo! ¡Era yo y la bóveda había estado cerrada todo el tiempo, y no tengo idea de cómo llegué ahí! Me estaba dando un baño en mi casa, donde vivo, y de pronto ¡paf! ¡Ya estaba allá, y además enjabonado, sin toalla ni nada…! El público miró desconcertado a Tartán, pues lo de “un cadáver” no tenía relación clara con lo que había estado diciendo, y además, tras aquellas palabras, se había quedado mudo. Súbitamente el hombre –saco de tweed abierto, camisa azul pastel estirada sobre la barriga, melena y barba grises, manchas de tabaco en los dientes: qué escritor parecía, aparte de su cara de horror– se levantó, salió corriendo de la sala de conferencias y se encerró en el baño pequeñito de la casa de cultura. —Salir de eso fue dificilísimo —dice Kustos—. Pero no fue lo peor que me ha pasado. ¡Llevo un mes así! Cada dos o tres días, paf, esté haciendo lo que esté haciendo, nada más parpadeo y si no acabo en una caja fuerte, voy a dar a una cripta del Panteón Francés, o al avión presidencial de Bolivia mientras está en pleno vuelo, o a un darkroom de esos de… —Ya, por favor, por favor, cállese —murmuró Tartán. —Pero es que usted no entiende. Un psiquiatra me dijo que tengo, cómo dijo, lapsos, raptos, quién sabe qué dijo, así como si estuviera yo loco y oyera cosas, y según él cuando pierdo la conciencia es cuando me meto en esos lugares… Pero usted se da cuenta de que es absurdo, ¿verdad? Es decir, ¿cómo me podría haber ido hasta el avión de Bolivia…? —¡Cállese! —Oiga —dice Kustos—, no sea desconsiderado, está bien que…Oiga, no, espérese, ¿me está oyendo? —¡Cállese! ¡Claro que lo estoy oyendo! —gritó, desde el pasado, Dionisio Tartán, y se llevó las manos a la cabeza. —Qué cosa tan rara —dice Kustos, en el presente—. Al principio no me oía… No me tenía que oír. Yo sólo quería informarme. No encuentro a nadie en esta época que sepa nada de lo que me ocurre, así que pensé: tal vez en alguna otra… Curiosos y preocupados llegaban a la puerta del baño en el que Tartán temblaba y se retorcía. —Mire, no se apure. No crea que se está volviendo loco ni nada… Esto de oír voces pasa aunque uno esté bien, así como usted, como yo. Es que todo es parte de lo mismo.Yo me dedico a viajar —y aquí sigue una explicación larguísima que podemos resumir así: no lo saben muchas personas pero Kustos es, de hecho, un explorador, tan esforzado o tan querido las fuerzas órficas y ctónicas que incluso en nuestro mundo contemporáneo y totalmente cartografiado halla territorios inexplorados, personajes extraños y sucesos escandalosos por raros y tremendos—.

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En lo que yo hago —dice Kustos—, de pronto hay gente muy malintencionada. Que no le gusta que yo ande por ahí metiendo la nariz y contando lo que veo. Y que luego hace cosas. El rector de Paraxiphos, por ejemplo. O los del Instersticio… Esos son terribles —Tartán empezó a chillar como ratón—. O el Oso, aunque el Oso… Pero de veras, esto de que usted me oiga ha de ser como efecto secundario de lo que me están haciendo a mí —Tartán se golpeó la cabeza contra la pared—. No haga eso. Mire, le voy a demostrar que no está loco. Todo lo que hice fue abrir un poco un camino entre usted y yo. Ya hecho eso—Tartán volvió a golpearse—es posible… ¿Qué hace usted? ¿Está asustado? —dice Kustos, y comienza a dibujar signos en el aire—. Estoy haciendo unos como pases mágicos; es totalmente seguro, me los enseñó un amigo armenio —Tartán empezó a gritar— y con ellos… La gente, en 1996, ya golpeaba la puerta del baño y llamaba a gritos al escrutor, que por su parte seguía gritando. Pero ahora, aquí, en su propio excusado cerrado, Kustos se concentra en terminar los pases,y los completa, y las artes mágicas agrandan por un instante la fisura del tiempo, y dice: —¡Vea, nada más asómese, meta la cabeza! y el escritor cae por el agujero con los pies por delante, y cae en el cubículo estrecho del día de hoy, y si escuchan un alboroto en cualquier momento es por eso: porque la gente ya lo oyó y está yendo a ver qué paso, como lo hicieron en 1996. Si salieran de aquí ahora mismo verían cómo, al aparecer en el presente, y salir dando tumbos del baño y ver a tanta gente alrededor y no entender en absoluto qué pasó, Dionisio Tartán se queda inmóvil, alelado de horror. —Usted perdone —empieza Kustos, que lo ha seguido al exterior, pero el pobre autor de literatura policiaca no parece escucharlo. No lo mira. No mira a ningún sitio. Tiene la boca abierta. Cae de espaldas y se queda en el piso, flojo, como muerto. Y la primera reacción de Horacio Kustos es intentar el pase inverso y devolver al otro a donde (a cuando) estaba; y el pase no funciona, lo cual puede ser otro efecto secundario de lo que sea que le estén haciendo. (La culpable, piensa, podría ser la papisa Glafira, que tanto rencor puede guardar en el corazón.) Y ahora se preocupa porque el hombre no despierta, y ahora, por supuesto sólo ahora, recuerda haber leído sobre un hecho misterioso (también se dijo que era un crimen) ocurrido en 1996, en el baño de una casa de cultura en una ciudad mexicana: la desaparición inexplicable de un escritor (quién sabe cuál era su nombre), de quien nunca se volvió a saber… Y ahora Kustos dice: —Despierte, por favor, despierte —y, efectivamente, su víctima abre los ojos e intenta decir algo.

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Y ahora Kustos parpadea, y ya no está más en el recinto ferial, sino en las tinieblas: en lo profundo de una mina abandonada en Sudáfrica (cerrada, de hecho, por más de cuarenta años), a cientos de metros bajo tierra. Pronto sabrá que, si no halla una salida, morirá de forma atroz, ya sea por asfixia o por hambre. Pero por ahora se siente alegre. Dionisio Tartán se ha levantado del piso; camina por entre la gente, y mira por un ventanal el exterior, las calles y las luces de lo que para él es el futuro, y se pregunta si en verdad no ha terminado por volverse loco, y está vivo y de vuelta entre nosotros.

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©Flora Pimentel

Ronaldo Correia de Brito (Brasil, 1951)

Ronaldo Correia de Brito nació en el sertón de Ceará y vive hoy en día en Recife, estado de Pernambuco, una ciudad costera rodeada por las aguas del río Capibaribe. Allí se formó como médico. Aunque escribe desde joven, solo comenzó a publicar después de cumplir los 40 años. Se inició en el teatro, y sus primeros libros publicados fueron para público infantil y juvenil. En 1987 saca una colección de cuentos, As noites e os días (Las noches y los días) que le representó una invitación para publicar con la editorial Cosac Naify. En 2003, el volumen de relatos Faca (Faca) recibió el aplauso de crítica y lectores, y reveló al “esquivo” cuentista ante todo el Brasil. El ensayista y profesor Davi Arrigucci Jr. escribió un postfacio para el libro en el cual subraya la estructura dramática y cortante de las narraciones y su estilo seco y depurado. Dos años después, publicó otro libro de relatos, Livro dos Homens (El libro de los hombres) y alcanzó éxito similar. En 2008, Ronaldo se aventura en el terreno de la novela con Galileia, publicada por Alfaguara, que recibe el Premio Sao Paulo de Literatura, como mejor libro del año. Poco después publica Retratos imorais (Retratos inmorales) – cuento –y la novela Estive lá fora (Estuve allá afuera). En esos años, publica otros libros de teatro, prosa para niños y jóvenes, crónicas, aparecen ediciones en diferentes idiomas y países, adaptaciones para el cine y la televisión. 18

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Credo cuentístico Menino sonhando o mundo (Niño soñando el mundo) fue escrito por encomienda de la revista Bravo en el aniversario de la ciudad de Sao Paulo. El cuento debería ser corto y referirse a la metrópolis en construcción, sin mencionar su nombre. Algo parecido a Las ciudades invisibles, de Ítalo Calvino. Yo guardaba el recuerdo de un primo, quien viajó del sertón al centro-oeste brasileño y fue esclavizado en una hacienda ganadera, de donde logró huir luego de grandes sufrimientos. Más tarde trabajó en construcción civil en Sao Paulo y, una madrugada, llegó hambriento y desarrapado a la casa de mis padres. Aunque yo era niño, nunca olvidé la agitación y el temblor de mi mamá y/ni las conversaciones veladas con mi papá. Traté de relatar esas impresiones en el breve espacio que me concedieron en la revista. Mis cuentos visitan espacios de la memoria y los reinventan. Casi siempre es un acontecimiento actual el que desencadena ese recuerdo, que puede ser una simple imagen. Mis experiencias más antiguas con la escritura, en los tiempos de la escuela, consistían en mirar dibujos o pinturas y describirlos. Un trabajo parecido al de un artista plástico que pinta fotografías en lienzo. Sólo que mis reproducciones eran hechas en palabras. Yo llenaba los grandes vacíos con la imaginación. Creo que me volví escritor por causa de esos ejercicios, ellos me instigaban a inventar muchas cosas y a ver por detrás de lo visible. Mi libro de cuentos más reciente, Retratos imorais (Retratos inmorales), incluye este cuento. Contiene más de 21 narrativas, todas ellas escritas por sugerencias de dibujos, pinturas, películas, fotografías y piezas de teatro. Fue emocionante trabajar esos cuentos visuales, descriptivos. Me sentía retornando a las viejas láminas del libro escolar; no obstante, con la mirada de un hombre mucho mayor, en quien la percepción del mundo estuviera contaminada por lo que llamamos real.

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Niño soñando el mundo Cuando el tío Gustavo volvió del Sur era de madrugada. Oí los ladridos de los perros, los golpes en la puerta de la casa y alguien que gritaba el nombre de mi papá. Luego escuché a mi mamá llorando, trastornada por la flacura del tío, su semblante envejecido. Todo pasando a mi lado, alrededor de la hamaca en que yo me hacía el dormido para escuchar las historias que nunca me contaban. —Niño, no necesitas saber ciertas cosas— era lo que decían, ahuyentándome lejos de los adultos. Le ofrecieron al tío lo poco que había en casa: piloncillo, queso, cuajada fresca. Antes, el tío no comía esos alimentos rudos. El hambre y el sufrimiento en la tierra distante acabaron con sus orgullos de hombre. —El Sur no existe —dijo mientras masticaba—, es pura invención de los guitarreros improvisadores. Le llenan a uno la cabeza de promesas mentirosas. Viajar es lo mismo que correr en pos del humo. Mi mamá miraba al hermano, luego miraba a mi papá, se arreglaba la ropa puesta a las carreras, sin la ayuda de un espejo. Era la más inquieta de todos nosotros, la que menos entendía el mundo nebuloso del cual volvía el tío Gustavo. Para ella, más allá del sertón solo existían la Amazonia y el Sur. Mi papá me daba clases para el día que yo tuviera que migrar. Aprendió a leer solo y enseñaba lo que sabía. Nuestros libros estaban gastados de tanto pasar de mano en mano. No eran muchos: La historia sagrada, Las mil y una noches, El romance de Carlomagno y los doce pares de Francia, La ilíada. ¿Para qué necesitábamos más libros? Toda la sabiduría del mundo se concentraba en estos. Sin trasponer las cercas de la hacienda conocía todas las ciudades de la tierra: las antiguas y las de ahora. —¿Estuviste en Mato Grosso? —preguntó mi papá. —Estuve, por ahí comencé el viaje. Trabajé en una hacienda cafetera de ladrones de títulos que me hicieron esclavo. Jamás vi ni el color del dinero, pues siempre quedaba debiéndole a la tienda de raya. Se quedaron con mi ropa y hasta el humo del cigarrillo me controlaban. Me dio malaria y pensé que no escaparía con vida. Nadie aquí sabe lo que es una fiebre. Llegaba siempre a la hora precisa y era la única certeza en esos parajes. Cuando sentí que iba a morir me escabullí monte adentro. Ni siquiera sabía para qué lado quedaba el norte. Desaprendí a mirar el cielo y a guiarme por las estrellas. Sólo divisaba la copa alta de los árboles. El tío enrolló un cigarrillo en hoja de maíz y, desde donde yo estaba, sentí el olor conocido del tabaco. Cuando creciera yo también fumaría como todos los hombres.

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—Atravesé muchos ríos hasta llegar a una ciudad; casi me muero. Pero volví y es como si nunca hubiera salido para ningún lugar. —¿Viste la ciudad? —preguntó mi papá, con su calma habitual. Sin moverme en la hamaca, para que no descubrieran que yo escuchaba la historia y percibía el alboroto de la familia, pensé en las imágenes de mis libros para ilustrar la misteriosa conversación de los adultos. —Háblame de la ciudad —pidió mi mamá. —La ciudad es tan conocida que no es necesario visitarla. Uno la lleva en la memoria. Contó acerca de lo que yo más esperaba oír. El viaducto elevado como los jardines colgantes de Babilonia, maravilla del mundo por donde pasaban personas y carros. Abajo, plantíos de flores traídas del levante y del poniente. La torre de una catedral gótica, parecida al minarete de una mezquita de Bagdad. Llegué a ver al califa Harún al-Rachid, sus dos mil concubinas y el muezín anunciando la oración a los fieles. Me acordaba del cántico de un vaquero azuzando el ganado al caer la tarde. Hechizado por la voz del tío, divisé un primo en el exilio de Babel, erigiendo las paredes de una construcción alta. El yelmo rodaba de su cabeza; él caía, anónimo, de las murallas del castillo franco y quedaba caído en el piso del asfalto. Nadie lloraba por él. El resto se confundía en los sueños, como la noche en el día que comenzaba.

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©Carlos Contreras

Mario Delgado Aparaín (Uruguay, 1949)

Empecé a escribir por imperiosa necesidad de los exilios, entre las dictaduras del Rio de la Plata. En poco tiempo la escritura se convirtió en un empecinado acto de resistencia y en sucesivos actos de rescate. Rescate de pequeñas historias de hombres y mujeres que amenazaban convertirse en despojos del olvido y del desamor, para transformarse al fin en una fuente, de reflexión y de creación. Son más de cuarenta relatos, ahora reunidos por primera vez en Un mundo de cuentos (Planeta, 2013), algunos de ellos con premios internacionales importantes, como Terribles ojos verdes que recibió el Premio Instituto Cervantes del Concurso “Juan Rulfo” de Radio Francia Internacional (2002). Soy además autor de seis novelas: Estado de gracia (1983), El día del cometa (1985), La balada de Johnny Sosa (traducida a nueve idiomas) y Primer Premio Municipal de Literatura de Montevideo, Por mandato de madre (Alfaguara,1996, Premio Foglia de Novela), Alivio de luto (finalista del Premio Internacional Alfaguara y del Premio Rómulo Gallegos 1998), No robarás las botas de los muertos (Alfaguara 2003), Premio “Bartolomé Hidalgo” de la Feria Internacional del Libro de Montevideo, 2003), Los peores cuentos de los hermanos Grim (Seix-Barral2005) , uno de los peores delirios de la región en coautoría con el escritor chileno Luis Sepúlveda. En 2013, en un feroz acto de resistencia y en medio de una dolencia que amenazaba con una inoportuna placa de mármol, escribí El hombre de Bruselas (Ediciones de la Banda Oriental) ya en su cuarta edición y recientemente editada en Italia. Convencido de que todos tenemos una buena historia para contar, coordino un taller de escritura literaria en la Asociación Cristiana de Jóvenes de Montevideo, realizo un programa de entrevistas culturales en TV Ciudad, el canal municipal de la Ciudad de Montevideo y, ya dado de alta, sobrevivo con gusto escribiendo historias de este mundo.

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Eso del credo narrativo 1. Pienso que para escribir un cuento hay que tener una buena historia para contar. 2. Las mejores historias están en nuestro propio acervo personal y se trata de identificarlas, aislarlas y capturarlas. Todos tenemos entre nuestros ancestros una bisabuela libertina, un pirata sanguinario, un formidable ladrón de bancos o un idiota que le complicó la vida a medio mundo. 3. La buena historia que el narrador quiere contar, tiene que tener un buen conflicto con el mundo circundante, con los demás seres humanos o consigo mismo. (Obras maestras como Pedro Páramo o El viejo y el mar, se dieron el lujo de manejar los tres conflictos a un tiempo). 4. El conflicto tiene que estar planteado en los primeros párrafos de la historia y, en lo posible, poner en funcionamiento de inmediato el mecanismo de asociación de ideas del lector, para involucrarlo. 5. La historia debe estar contenida en por lo menos dos personajes de perfiles verosímiles, queribles o rechazables, que a través de pequeñas acciones, gestos y diálogos inteligentes, encarnen la historia. 6. El desenlace de la historia debe ser tan honesto como removedor, en primer lugar para quien escribe la historia y en segundo lugar, para el lector. 7. Dado que está dentro de lo posible que una narración escrita tenga un vínculo real con la narración oral, un buen cuento debe ser susceptible de leerse en voz alta. 8. Si alguien se duerme leyendo o escuchando el cuento, sería recomendable que compartiera los sueños.

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Balada para Johnny Sosa A Eduardo Darnauchans, in memóriam

Primero fue el humo blanco, denso, llamativo por el contraste con la tarde enfermiza del invierno, derritiendo el barrio de casas enladrilladas en una aguachenta pomada de barro frío. Luego sí. Retorciéndose, vino otro humo, el que esperaba su turno detrás de aquél, éste bien negro, indecente y voraz, llenándolo todo de versos volátiles, de restos decimales de alguna camisa negra, cenizas de todos los restos y todo lo que debía irse al infierno mal digerido por el fuego. Debajo del humo, la gente corría alrededor del rancho y volaban a la gran hoguera cien baldes de agua, que el fuego devolvía convertida en un vapor inútil. Nadie permanecía cerca por mucho tiempo, porque el calor agarrotaba las manos, tensaba la piel y arrebolaba los semblantes extasiados. Las mujeres chillaban desgreñándose con sus propios dedos y alejaban a sus hijos del lugar. Temían que el final del incendio llegara en forma de una terminante explosión, que en algún lugar, tal vez por el hueco del mismo techo que crujía y se libraba de la paja reseca, habría por fuerza de sobrevenir, acompañando el atardecer con un trueno soberano y contagiándolo de fuego. El fuego, decían, hace reventar cosas. Cosas que antes del incendio jamás se imaginaría uno que explotarían, se cargan de repente, se calientan y guarda con el que lo sorprenda cerca. Suerte que Johnny Sosa no estaba dentro. Nadie ignoraba que Johnny se preparaba y se envolvía en la noche muy temprano, desapareciendo del barrio con toda su magia, para emerger veinte cuadras más allá, donde crepitaban las chispas entre los muslos del bajo y retomaba un camino muy difícil de seguir, pues Johnny aparecía de pronto sobre la tarima del rincón, daba el alarido inicial, casi de puño cerrado golpeaba violentamente el encordado y le daba al blú y a la locura del silbido significante, dejando a todos con la duda de saber si aquello era una criatura humana o una sombra azul. Aquella leve inmovilidad que precedía siempre al tarareo, en la que solo los ojos vivían, aquella perpetua sonrisa casi muerta en sus labios de África, hinchando cuanto buche apalomado se agitaba alrededor, hasta reventarlosbajo los escotes de licra si le daba duro a “Interludio para una puta somnolienta” o a “Melancolía sobre tus rodillas”, momento en que largaba la guitarra y batía al rojo el parche del bongocito verde, convirtiendo a las mujeres en vírgenes entristecidas hasta que, por fin, las hacía llorar. Y así era Johnny. Sabe Dios lo que habría pasado si hubiera estado dentro. Pero no estaba. Alguien que lo conocía poco, preguntó por la guitarra, si también se habría quemado. Porque si era al anochecer, como fue, lo más probable era que Johnny se hubiese marchado ya con ella, en la funda roja, a la audición de las veinte quince. La radio te espera, querido - le decían. Gracias, viejo, gracias- , decía sencillamente Johnny Sosa. Y con la mirada delante, iba él detrás, silbando una melodía asordinada, en un paso corto pero rápido.

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El artista no tiene tiempo -, respondía a quien intentaba detenerlo y a cualquiera y por cualquier cosa, pues para cualquier eventualidad aquella era su frase favorita. El artista no tiene tiempo. “¿Dónde está Johnny?... ¿Dónde está…?”, rabiaban los baldeadores tropezando, tirando el agua antes del fuego, fatigados los brazos y las piernas. El cielo helado, oscuro, acabó al fin por entintarse, por tragarse otras manchas y otras formas, hasta desaparecer en la altura cercana en humo torrencial, indefinible, un rito de ascensión hacia la noche. Entre los gritos y correrías, los tirantes del techo se desgranaron en brasas perfectas, chispeantes como un esqueleto de diablo que resaltaba en su danza venenosa el lugar de Johnny. Para colmo, Johnny tenía la costumbre de ser ordenado con sus cosas -, dijo alguien, lamentando la ausencia de relajo, buscando algo que se pudiera salvar fuera del rancho. Pero Johnny no ponía nada fuera, menos en la calle. Los vecinos sí. Los vecinos se servían de la calle como una dependencia de sus casas. Lo que no cabía en la cocina o en el patio, se ponía fuera. Las cajas viejas, las latas vacías, los trapos mojados, fuera. Los perros y las camas de los que se fueron, también fuera, fuera. “Nada afuera tenía este hombre”, se asombraban. Nada que se pudiera salvar, nada redimible, sólo troncos decrépitos pasando del rojo ígneo al blanco incandescente, atormentándolo todo. Pobre Johnny, se le habrá quemado el traje también -, dijo alguien gordo y blando, sin poder quitar la mirada fija de las llamas cambiantes, el brazo rendido y el balde vacío colgando apenas de los dedos húmedos. Siempre llevaba el traje puesto… y la guitarra en la mano -, gimió la mujer de Johnny Sosa, acercándose, abrillantando un hilo de lágrimas al resplandor sofocante, dominándose para no terminar en la piel de la locura. “Entonces no perdió mucho”, dijo el gordo del balde vacío, resoplando desde su cuerpo rendido, echándose como un buey moribundo en el pastizal. Perdió todo -, corrigió ella, terminante y furiosa, recordando la amargura de la noche anterior al enterarse que ya no habría más sitio para él en la audición de las veinte quince, resistiéndose a verlo estropeado y perecedero, si no como debía ser, negro y entero, con su manera tan atractiva de inclinarse hasta tocar con las manos el suelo del escenario, la guitarra cuidadosamente cerca, a su alcance, y luego volverse a inclinar, y enseguida inclinarse de nuevo en series de reverencias interminables y todo sin decir una palabra, sonriendo apenas con melancolía, no solo con sus labios carnosos, sino también con las brasas de sus ojos reflejando siempre un público de mujeres abandonadas al delirio, las mejillas achocolatadas brillantes de sudor de blú, sonriendo con todo el cuerpo y con todo el traje también, en medio del fuego. Que si estaba muerto, dijeron, y si no lo dijeron lo pensaron, que sobrellevara en paz y como un hombre negro los tormentos del infierno. Y que si en algún sitio estaba vivo y haciendo lo que sabía hacer, pues entonces, qué diablos, lo esperarían como se hace siempre en la vida cuando se espera a alguien con los ojos bien abiertos, tal vez a un cantante afortunado o a uno de esos parientes lejanos que muchos años después, vuelven de triunfar. Feria Internacional del Libro de Guadalajara

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©Sonia Salum

Felipe Garrido

(México, 1942)

En 1984, cuando Sergio Galindo dirigía su Departamento Editorial, la Universidad Veracruzana me publicó La urna, y otras historias de amor. Su primer relato da nombre al libro y tiene 23 páginas. “Una carta” lo cierra y no llega a tres: fue mi primer cuento corto. Luego han sido más breves. Mi columna, “La Musa y el Garabato”, apareció en Sábado durante casi siete años, desde junio de 1984. Otras dos siguieron: “La Primera Enseñanza”, en Sábado-1996-1997, y “Mentiras Transparentes”, desde 2005, en La Jornada Semanal. Hace, pues, 30 años, me sumé a la milenaria tradición de contar cuentos cortos. Los he recogido en algunos libros: Garabatos en el agua, que Rogelio Carvajal publicó en Grijalbo en 1985; una antología de Joaquín Armando Chacón para Material de Lectura, de la UNAM, en 1991; la Musa y el Garabato, del Fondo de Cultura Económica, con la que celebré mis 50 años de vida en 1992; La primera enseñanza, con Aldus, en 2002; Conjuros, con Jus, en 2011, que recibió el Villaurrutia el año siguiente; Celos, terrores y disimulos, con el Conaculta (Alas y Raíces) en 2012; La estética del relámpago y De mujeres, publicado por la Universidad Autónoma de Nuevo León en marzo de 2013 y por el Instituto Queretano de la Cultura y las Artes en noviembre del mismo año. 26

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Credo

El cuento corto es un cuento: un relato donde un personaje afronta un conflicto. Una metáfora, una paradoja, un poema en prosa, una estampa, una frase ingeniosa, un chiste, los géneros aledaños comparten el gusto por lo breve, pero no son cuentos. Dos greguerías de Gómez de la Serna: La luna necesita gatos. / Los ojos sin tiempo de las estatuas. Otra greguería, con personajes y conflicto, un cuento: Enceraba el piso con esmero, a ver si resbalaba la patrona. No tengo nada contra las metáforas, las paradojas, los poemas en prosa, las estampas, las frases ingeniosas, los chistes, los géneros aledaños; señalo que no son cuentos. Yo he procurado cultivar el cuento corto. En un cuento corto toda palabra que pueda sobrar, sobra. En un cuento corto, más claramente que en ningún otro género, el lector es cómplice. De otro modo no podría apreciar relatos como “La Venus de Milo”, de Salvador Novo: ¿Qué cómo, en fin, tenía yo los brazos? Verá usted: yo vivía en una casa de dos piezas. En una me vestía y me desnudaba. Y siempre ha habido curiosos que se interesan en ver. Ahora me quieren ver los brazos. Entonces querían verme lo que usted ve. Y yo, en ese momento, trataba de cerrar la ventana. O “Lot”, de Olga Harmony: ¡Qué tedio puede llegar a padecerse al lado de un justo! Todos se divierten en Sodoma, menos esta familia en la que tanto se teme al pecado. Y exasperada, la mujer de Lot prosiguió su soliloquio: ¿Es que nada vendrá a darle sabor a mi vida? Para comprenderlos hay que conocer a la Venus de Milo, y la historia de la estatua de sal. Los cuentos cortos aspiran a tener menos palabras. La elipsis, el humor, la paradoja, la intertextualidad, las referencias a personajes históricos y mitológicos, los giros inesperados, las conclusiones deslumbrantes son recursos del cuento corto. Los lectores de cuentos largos y de novelas no siempre pueden apreciar el deslumbramiento que representa un cuento corto. La estética del cuento corto es la estética del relámpago.

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Minerva Treinta años esperé a Minerva. En un tiempo la aguardaba a la puerta de la iglesia, la seguía en la calle, podía pasar la tarde frente a su casa. Su padre detestaba mi timidez y en cuanto hubo un pretendiente serio la casó. Soy hombre cabal. Si antes no le había hablado, entonces menos. Si ella pasaba por mi tienda, yo veía a otros clientes y mis empleadas la atendían. Nada tuvo que reprocharme su marido. Guardé una soltería impoluta, hasta que enviudó por segunda vez. Cuando la primera, yo estaba en los Estados Unidos; Minerva tenía tres niños y la gente aprobó su matrimonio con un ganadero ocho años menor que ella. Regresé con fortuna, volví a verla y suspiré de nuevo. Para entonces Minerva tenía otros tres hijos y estaba más bella que nunca. Volvió a enviudar y, terminado el luto, empecé a cortejarla. Nos casamos rodeados por sus hijos y nietos. He ido envejeciendo; veo mal, tengo una digestión difícil, uso bastón. Minerva está rozagante, firme, esbelta. Dicen que espera volver a enviudar.

Nocturno -Hace tanto tiempo –me dijo al oído, jadeante todavía, y se acodó a mi lado, desnuda como el viento. Sombras sobre sombras; una línea de luz en las caderas. Sus ojos brillaban en secreto. Comencé a besarle las axilas; bajé a mordiscos por el perfil de luna; me detuve en las corvas; la escuché suspirar. -Sígueme soñando –le supliqué-. No vayas a despertar. Sean buenos -Sean buenos –dice mamá con voz de ángel y nos tapa hasta las narices, nos revuelve el cabello, nos cubre de besos, nos hace cosquillas en la panza, nos cierra la boca con sus dedos fríos. -No hagan ruido –dice-, no se levanten, no vayan a pelear –y vuelve a apretarnos las sábanas justito alrededor del cuerpo, vuelve a besarnos, a sacudirnos la cabeza, vuelve a suspirar. Huele a perfume, mamá. Tiene los párpados brillantes, una blusa de encaje, una falda negra y larga que le marca la cintura. La miro cuando se aparta. Oigo cómo clava los tacones en el piso. La miro cuando se vuelve en la puerta y con un gesto nos pone quietos. Veo cómo uno de sus dedos largos, con la uña de caramelo, se arrastra por la pared hasta encontrar el apagador. La luz que guardan mis ojos me deja ciego. Luego veo la ventana, con las cortinas de selva; veo el bulto de mi hermano en la otra cama; veo la lámpara; oigo la llave que nos echa

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mamá. La oigo moverse fuera, cambiar de lugar alguna silla, poner un disco, sacar vasos o platos o ceniceros. Oigo en la calle un camión que pasa. Luego siento cómo llega el elevador y una voz que no conozco y la risa de mamá.

Cerritos A Rubén le gustaba Cerritos, eso que ni qué, dice la viuda y agita las manos nacaradas. Decía que solamente allí podía escribir. Así que nos fuimos. No le importó dejar todo lo que acá tenía: trabajo, amigos, influencias. En Cerritos éramos forasteros. No le hacían caso. Sabían quién era, pero no lo estimaban. Vámonos de aquí, yo le decía al principio, pero él ensillaba el caballo y se iba por la sierra. Yo me encerraba a esperarlo. Regresaba tostado, sudoroso, la mirada intensa. Algo comíamos. Me leía las hojas que traía. La viuda me clava la mirada de piloncillo y enseguida la aparta, pensativa; vuelta hacia sus recuerdos se atraganta. Esos versos fueron los hijos que tuvimos. Los escribió a mi lado, me los leía antes que a nadie. Luego se me quedaba viendo. Ya no hablaba. Jugaba con el fuete y yo lo obedecía. Una mecha alumbraba su cuerpo desnudo y yo me abandonaba. Entonces también yo quería estar en Cerritos, en ningún otro lugar.

Sólo después Al levantar los brazos hundió la cara en las cobijitas y aspiró la fragancia de talco y jabón. Las acomodó en la caja cuidando que no hubiera arrugas. Regresó a la cajonera y sacó camisetas, pañales, chambritas. Dobló las prendas y las fue ordenando encima del mueble, en columnas disparejas que se torcían. Cuando quedaron vacíos los cajones fue llevando a la caja las telas y los estambres, cuidando que no quedaran huecos y que cada capa fuera uniforme. Cerró la caja trabando las hojas de cartón. Tomó el mecate y lo pasó cuatro veces porque era muy largo, hundiendo en la cama una rodilla para ladear el bulto y deslizar la cuerda. Hizo varios nudos, más de los que hacían falta. Luego alzó la caja un poco, tomándola del cordel, para ver cuánto pesaba. Corrió las cortinas y se sentó en el piso, de manera que la cabeza quedó tan cerca de la caja que le habría bastado bornearla un poco para que descansara en ella. Pasó un rato antes de que los ojos se le habituaran a la oscuridad. Sólo después, mucho después, comenzó a llorar.

Monedas Yo lo vi todo, pero no pude hacer nada. Mi hermano estaba sacando unas monedas del cajón de la cocina. Volvió a contarlas y las guardó en el bolsillo derecho del pantalón. Cerró el cajón con cuidado, despacito, para no hacer ruido. Luego dio media vuelta y se quedó petrificado. Recargada en el vano de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho, mamá había observado el saqueo. “Es para comprar un cuaderno”, mintió. “Te lo iba a pedir”, volvió a mentir. Mamá lo miraba callada. El dinero no sobraba en casa. Los tres lo sabíamos. Yo estaba asustado porque a veces también yo iba al cajón y sacaba unas monedas. Para una paleta, para una rebanada de jícama, para unas papas con chile y limón.

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Mi madre no abría la boca. Gabriel metió la mano al bolsillo, para devolver la lana, pero mamá lo detuvo con un gesto. ¿Y para qué creen ustedes que yo dejo allí esas monedas?, nos dijo sin alzar la voz y se fue por el corredor para que no la viéramos llorar.

Mediodía Joaquín Armenta la vio venir desde el otro lado de la calle. Más allá de la funeraria, de la florería, de las nieves, de la oficina de Hertz y del tendido que tenía en el suelo una india que vendía yerbas para enamorar. La vio venir, como todos los días, con ese caminado que partía en dos el día. Bien a bien, Joaquín Armenta no sabía dónde estaba el secreto de aquellos movimientos. Podía ser que fuera el modo de lanzar los muslos al frente; o la manera de apoyar toda la planta en la tierra, desde el talón hasta los dedos; o la forma que tenía de consentir el balanceo de las caderas, sin apresurarlo ni interrumpirlo ni prolongarlo, dándole la amplitud precisa, como siguiendo el ritmo de una musiquita sabrosa que llevara por dentro. Joaquín Armenta la vio venir, con la falda negra y volandera que le ceñía la cintura como él habría querido hacerlo. Pasó tan cerca que le sintió el agua de aromas que se había puesto entre las tetas. Pero esta vez Joaquín Armenta la siguió. Quince o veinte pasos detrás de ella. Le gustaba el meneo que llevaba. Le gustaba cómo apretaba las carnes. Le gustaba la forma en que la brisa le alborotaba el cabello. Entonces, Joaquín Armenta pensó qué hermoso sería ser un golpe de viento. Sorprenderla en mitad de la plaza. Entallarle la albura de la blusa, estrujarle los pechos, medirle las caderas, metérsele por debajo de la falda, enredársele en las piernas, subirle por los muslos, hacerle el amor. Y que ella siguiera sonriendo, entrecerrando los ojos, protegiéndose el cabello de la ventisca, caminando como si no pasara nada.

Oro Toña abrió la puerta de la cocina y entraron a un tiempo la tarde dorada, la lluvia en sordina y el aroma del pato en salsa de mango y tejocote. Las primas memoriosas se quedaron con la boca abierta y los brazos en alto. Martín echó hacia atrás el copete rubio y se volvió a vernos, divertido con el asombro que cada quien iba poniendo. -Parece de oro exclamó Fermín, arrodillado en la silla para vigilar cómo la tía Celia cubría el muslo en turno con la bendición de la salsa. -Hoy todo es de oro- dijo la Beba mientras se servía tepache, desde muy alto para que espumara. -Házmela buena- gruñó el Nene, que andaba urgido de fondos. Toña apareció de nuevo, con la ensalada de yemas. La tía Martucha le abrió espacio en la

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mesa y la aderezó con aceite y azafrán. Antes de servirle a Fermín, rebañó la vertedera con un pedacito de pan. -Volvió a subir...el oro -informó Celia, que es contadora, con un trocito de tejocote ensartado en el tenedor. -¡Quién tuviera unos patines de oro! -dijo Fermín, que tomaba las yemas con la mano y se limpiaba los dedos en las piernas. -A veces -dijo Martucha, mordiendo un hueso- el oro es peligroso -y el Nene la miró escéptico, pero no abrió la boca. -Pero los Reyes -protestó Fermín-, los Reyes Magos le llevaron oro al Niño. -No todos -dijo Martucha con acento de misterio, mientras nos veía con los ojos transparentes porque el sol le daba en la cara-; algunos iban más bien buscándolo. -Los Evangelios... -comenzó a decir la Beba, con aire canónico, pero la tía no permitió que la interrumpiera. Tomó un cigarro entre los dientes y le prendió en la punta una llamita dorada con su encendedor de oro. A las primeras palabras dejó escapar una larga bocanada de humo que subió entre los prismas de la lámpara. -Hubo además -siguió Martucha-, pues los Evangelios no lo cuentan todo, otros tres reyes que también vieron la estrella. Pero eran tres reyes ambiciosos; creían que los regalos que le llevaran al Niño les serían devueltos con creces y enseguida. Por eso querían verlo. Organizaron largas caravanas de camellos, caballos y elefantes. Dormían durante el día y por la noche avanzaban, con la mirada fija en la estrella y los pensamientos perdidos en todo aquello que, según creían, el Niño les daría a cambio de sus regalos. Fermín hundió el índice en la salsa del pato; el Nene volvió a servirse ensalada; Toña entreabrió la puerta de la cocina para escuchar. -Una noche, con las ansias por llegar, no acamparon a tiempo y el sol los sorprendió antes de que se hubieran dormido. Vieron, a mitad del desierto, despuntar la aurora sobre las dunas. Enloquecieron con el resplandor de la arena. La creyeron de oro. No escucharon las voces de sus acompañantes. Aguijonearon las monturas. Siguieron de frente. Perdieron la estrella. Nadie los volvió a ver. Un gran silencio, macizo como el oro, nos dejó escuchar a los gorriones. Toña sacudió las áureas arracadas. Las primas suspiraron. El Nene tomó un bolillo y lo partió en dos. La tía Celia se llevó a la boca un pedazo de pato y puso los ojos en blanco. En el pasillo, junto al perchero que jamás has visto, hay un espejo. No osas asomarte.

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©Ariel González

Liliana Heker (Buenos Aires, 1943) Estudió física en la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires. Fundó y fue responsable, con Abe­lar­do Cas­tillo, de las revistas de li­te­ratura El Escarabajo de Oro (1961-1974), y El Ornito­rrinco (1977-1986). Publicó los libros de cuentos Los que vie­ron la zarza (Mención Única del Concur­ so de Casa de las Américas, Cuba), Acuario, Un res­plandor que se apagó en el mundo, Las peras del mal, Los bor­des de lo real, La crueldad de la vida, y La muerte de Dios; las novelas Zona de clivaje (Pri­mer Pre­mio Muni­cipal de Novela) y El fin de la historia (publicada en inglés como The end of the story); los libros de no ficción Las hermanas de Shakespeare y Diálogos sobre la vida y la muerte. Yale University Press (Margellos World Republic of Letters publicará en marzo de 2015 un volumen con sus cuentos selectos. Ha obtenido dos veces el Premio Konex por su obra cuentística, y el Premio Esteban Echeverría también por su obra cuentística. Desde 1978 coordina talleres de narrativa en los que se han formado muchos de los excelentes narradores actuales de Argentina. 32

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Mi credo de cuentista No hay que empezar un cuento si no se sabe cómo va a terminar. Se corre el riesgo de ir de acá para allá, sin ton ni son, esperando que el final caiga del cielo. Los buenos finales no suelen tener origen celestial: aunque no se lo note, vienen mandados desde la primera frase. La realidad proporciona buenas situaciones pero no suele construír buenos cuentos. Tajear un hecho, distorsionarlo, cambiarle o anularle alguna pieza, son atribuciones que un cuentista puede tomarse sin ninguna culpa. No es al acontecimiento en sí al que debe serle fiel sino a la luz secreta que descubrió en ese acontecimiento, aquello que lo llevó a querer narrarlo. La primera versión de un cuento es sólo un mal necesario. Suele estar bien lejos de aquello completo e intenso que una difusamente ha concebido. Corregir no es otra cosa que ir encontrando a Moisés dentro del bloque de mármol. En un cuento, todo incidente que no suma… resta. En narrativa no existen sinónimos ni equivalencias: no es lo mismo un rostro, que una cara, que una jeta, Dijo que estaba harto no equivale a —Estoy harto — dijo. Saber que un hombre vio algo que brillaba es conocer la historia que se está contando. Decidir si lo que el hombre vio fue un resplandor, un relumbrón, o meramente algo que brillaba, es conocer el arte de escribir historias. Ni la espontaneidad ni la velocidad son valores en literatura. Tantear, tachar, descubrir nuevas posibilidades, equivocarse tantas veces como haga falta, ir acercándose paso a paso al cuento buscado: ese es el verdadero acto creador. Lo otro es como estornudar. La palabra justa no siempre —o casi nunca— acude por su cuenta. Hay que rastrearla entre el montón, sentirle la música y la textura, probarla en el texto. Y si no va, descartarla sin piedad aunque sea hermosa. Cuando se escribe un cuento, no hay que tenerles miedo a los sentimientos, pero tampoco hay que temerle a la lucidez. Una tiene tan pocas cualidades que no veo razón para que se despoje de alguna de ellas en el momento de escribir.

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Contestador Los artefactos no me son propicios. Puedo resolver con cierta elegancia un sistema de ecuaciones con n incógnitas y ni siquiera le temo al producto vectorial pero basta que ensaye multiplicar veintitrés por ocho en una vulgar calculadora de bolsillo para que cifras altamente improbables invadan la pantallita y, pese a mis intentos desesperados, perseveren en quedarse ahí. Para decirlo de una vez por todas, aun la más arcaica de las batidoras eléctricas tiende a insubordinarse apenas la toco. Pero el contestador era otra cosa para mí. Lo creía un artefacto benévolo, un amortiguador gentil entre el mundo exterior y yo. Confieso que mi primer —remoto— contacto con uno de ellos no fue amable: yo estaba llamando por teléfono a un poeta melancólico; olvidé (o no tuve en cuenta) que además era veterinario. Luego de unos segundos irrumpió su voz, solo que solemne y odiosa, y dijo: “Soy el contestador telefónico del doctor Julio César Silvain; tiene treinta segundos para contarme su problema”. Ahora las cosas han cambiado. Sin que nada lo haga prever, Bach o Los Redonditos pueden irrumpir en nuestra oreja y atenuarnos toda angustia, y una voz amistosa o seductora, o el escueto anuncio: “Flacos, no estoy o me zarpé; llamen después” anticipan con bastante aproximación qué vamos a encontrar cuando por fin nos atienda un humano. Conscientes de esta cualidad anticipatoria, Ernesto y yo, apenas tuvimos un contestador, pusimos singular esmero en la grabación. Verano porteño fue el resultado de un análisis minucioso: yo redacté el mensaje (distante, pero cordial) y él lo leyó con voz grata. Todo parecía benigno. No sólo por la libertad que el contestador nos otorgaría en el futuro y por su virtud poética —¿no hay cierta belleza en la sucesión arbitraria de mensajes, en contraste a veces violento entre los tonos, y los propósitos, de uno y otro?—; era benigno sobre todo por la esperanza. Sí. Aunque nunca hablábamos de eso, nos pasaba que al regresar de un viaje o de una mera tarde fuera de casa, apenas encendíamos el playback había un suspenso, un instante brevísimo pero embriagador en el que los dos sabíamos que una noticia afortunada podía saltar sobre nosotros y catapultarnos a la alegría. Cierto que muchas veces un acreedor o una madre nos traían tristemente a la realidad, pero quien nos quitaba ese instante privilegiado en que el mensaje era puro futuro y la felicidad podía estar al acecho. Hasta que el lunes 28 de abril todo cambió. Llegamos a casa, encendimos el playback y, como siempre, esperamos la salvación. Justo después del mensaje de un estudioso de Texas apareció la voz. Era una voz de mujer, sonriente y aliviada, como de quien se ha liberado de una carga pertinaz. Decía: “Nico, habla Amanda; lo estuve pensando todos estos meses y tenías razón: no podemos vivir separados. Llamame”. Me inquieté; era evidente que Amanda no dudaba del amor de Nico, ¿cuánto tardaría en deponer su orgullo y volver a llamar (esta vez al número correcto) así se aclaraba todo? Después me olvidé, hasta que el miércoles, mientras me estaba bañando, volví a escuchar la voz: “Nico, habla Amanda; hace dos días que estoy...”. Salí chorreando del baño; cuando llegué al teléfono Amanda había cortado. El mensaje del sábado ya aportaba algunos detalles oscuros sobre el carácter de Nico; según Amanda, él también había hecho lo suyo para que esto terminara, ¿qué se venía a hacer el ofendido ahora? Ernesto y yo nos miramos con desaliento; el amor es un estado excelso e infrecuente, no podíamos dejar que

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estos dos se desencontraran. Decidimos desconectar el contestador y quedarnos en casa todo el fin de semana. Inútil: Amanda no llamó. Dos veces, eso sí, atendí yo y me cortaron con violencia; el mensaje del martes nos indicó que mi voz no había hecho más que empeorar las cosas. Probó Ernesto; durante dos días se dedicó nada más que a atender el teléfono con voz desdibujada pero, al parecer, Amanda también le cortó a él. Creí entender la razón: a esta altura, ella no tenía el menor interés en facilitarle las cosas a Nico. Si estaba en casa, que se tomase el trabajo de llamar él, qué diablos, si todavía creía que este amor “tan exaltado por él en otros tiempos (tonito irónico de Amanda)” seguía valiendo la pena. El quinto mensaje nos decidió: era desolador y vengativo. Se están destruyendo, pensamos. Había que idear una solución. Calculamos que, si Amanda recordaba mal el número, era probable que el teléfono de Nico se pareciera al nuestro. Empezamos por variar un número cada vez. Cuarenta y cinco posibilidades, y otras diez incluyendo aquellas características que podrían confundirse con la nuestra. Nos llevó dos días. Encontramos a dos personas llamadas Nicolás, pero no conocían a ninguna Amanda. En dieciocho casos nos respondió un contestador. Nos pareció que ahí lo más sencillo sería que yo misma, imitando lo mejor que podía la voz de Amanda, grabase el primer mensaje. Por Amanda, cada vez más despiadada, supimos que mi mensaje no había llegado a destino. Encaramos la variación simultánea de dos cifras. Para ordenar el trabajo hice un cálculo previo: hay 6.075 combinaciones posibles, sin contar las variantes por característica. A razón de sesenta llamados por día, antes de cuatro meses terminábamos. El amor de esos dos y la recuperación de nuestra alegría ¿no valían el esfuerzo? Ernesto se encargó de los humanos; yo, de grabar el primer mensaje en los contestadores. Todo en vano; Amanda seguía registrando detalles cada vez más oprobiosos sobre los hábitos de Nico. Un día Ernesto tuvo lo que creyó una revelación. Dijo: —No sé si yo hubiese contestado al primer llamado de Amanda. Al fin y al cabo, fue ella la que lo dejó. Me agobió el porvenir, pero tuve que darle la razón. Mientras seguíamos avanzando con los primerizos empecé a grabar, en los contestadores ya registrados y con odio creciente, los mensajes sucesivos de Amanda. Mientras, la ferocidad de Amanda seguía aumentando en nuestro propio contestador. Ayer tuve un desfallecimiento. El mensaje de Amanda relataba un suceso particularmente repugnante de la relación entre ellos dos. —No hay nada que hacer — le dije a Ernesto —; Amanda, a esta altura, ya no podría volver con Nico. Ahora lo único que quiere es destruirlo. Nos miramos con fatiga. Habíamos entendido que era inútil seguir buscando a Nico; aunque lo encontrásemos ya nada detendría los mensajes sangrientos de Amanda. Entonces recibimos un nuevo mensaje en el contestador. Era una voz de mujer, sonriente y aliviada. Decía: “Nico, habla Amanda; lo estuve pensando todos estos meses y tenías razón, no podemos vivir separados. Llamame”. No era la voz de Amanda: la conozco demasiado bien. Era la imitación de mi propia voz imitándola. Dios, alguien a quien yo había llamado (y cuántos vendrían detrás) iniciaba el infructuoso trabajo de unir a Amanda y Nico. Algo irreparable está desencadenado. Ahora, el acto de activar los mensajes del contestador nos da verdadero terror: ¿con cuál etapa del odio de Amanda nos vamos a encontrar? Ya no hay paz para nosotros.

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Eloy Tizón (Madrid, 1964)

En su obra se encuentran las novelas La voz cantante (2004), Labia (2001) y Seda salvaje (1995), y tres libros de relatos muy celebrados: Técnicas de iluminación (2013), Parpadeos (2006) y Velocidad de los jardines (1992). Ha sido traducido a diferentes idiomas y forma parte de numerosas antologías. Colabora asiduamente en diversos medios de comunicación e imparte clases de narrativa en centros como la Escuela de Escritores de Madrid y Hotel Kafka. Según Andrés Neuman, Eloy Tizón “nació en Madrid y en unos cuantos lugares más. Ha publicado esto y lo otro, pero casi no se acuerda. Da clases por ahí para aprender. Ha ganado y perdido. Se ha hecho joven. Fin de la biografía. Lo demás es vida. Es decir, prosa. Estamos ante alguien que nos muestra cómo cada palabra entonada en su lugar, o acaso musicalmente desplazada de su lugar, adquiere una capacidad reverberante. Tizón escribe con eco. Quizá por eso uno atiende a sus libros con una especie de trascendencia auditiva: sabiendo que todo milagro empieza en el oído y termina en la boca”. 36

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El párrafo omitido En mi opinión, básicamente, hay dos clases de cuentos: los que se escriben para resolver un misterio y los que se escriben para prolongar un misterio. El primero sería el modelo Poe y el segundo, el modelo Chéjov. Con diferencia, yo prefiero este último. Mis cuentos empiezan donde terminan otros. El final de una historia implica el co­mien­zo de otra. Como si hubiera una historia previa (que no se cuenta), pero que de algún modo planea sobre el cuento, desestabilizándolo. El punto de partida que me interesa no arranca con los antecedentes de algo, sino con las con­se­cuen­cias. El día siguiente a la fiesta puede ser más atractivo que la fiesta misma. Un personaje muere: ese podría ser el final de un cuento. En mi caso, es la primera línea. A partir de ahí, de ese silencio, ese quiebro o esa imposibilidad, empiezo a trabajar desde cero. Uno no narra porque le sobren las palabras, sino porque le faltan. Un nuevo libro es la constatación de una búsqueda. La huella de un proceso. En un relato tiene que producirse algún tipo de desplazamiento: bien sea un desplazamiento físico (el personaje viaja, se mueve, cambia de escenario), bien sea un desplazamiento moral: el personaje está quieto pero su conciencia se agita. Mis cuentos se parecen a puzzles incompletos en los que falta una pieza. La pieza que falta en un puzzle, naturalmente, es la más importante. Ahí entra en juego el lector, para completar los huecos, con su inteligencia y sensi­ bi­li­dad. Confío en la complicidad del lector. Escribir es una mezcla de rigor técnico y compasión humana. La literatura no está terminada de hacer. Un libro es algo incompleto, poco hecho, como la carne. Se acaba en la mente del lector, que es quien completa el círculo.

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Los horarios cambiados (Fragmento de relato)

Un verano Tricia y yo viajamos a Norteamérica. En Nue­va York había poco que ver; solo quedaba un cráter gigantesco en el centro finan­­ciero. Re­co­rrimos en Chevrolet los caminos de Nueva Inglaterra. Cena­mos langosta en Newport, muy barata, servida en un cubo de plástico con unas grandes letras impresas en tinta roja que gritaban: Lobster. Paseamos des­calzos por las deso­ la­das playas de Cape Cod, con los zapatos en una ma­no y los cal­ce­tines enrollados dentro, cegados por la arena en suspensión, es­col­tados por familias de gaviotas despeluchadas por el viento, parecidas a plu­­meros, más grandes que flamencos. Allí todo era mastodóntico: las dis­ tan­cias, los bos­ques, las limusinas, las camas faraónicas, las alitas de pollo en los res­tau­ran­tes, los periódicos, las campañas electorales, las aves marinas. Todo era su­per­lativo como el tamaño del cielo. […] Boston era una bofetada de calor húmedo al salir del aeropuerto Logan: la sensación asmática de respirar a través de una toalla recién hervida. Ba­rras y estrellas por todas partes, hasta tapar el campo visual. Un cielo de alu­mi­nio un poco rosa, un poco gris perla hacia oriente, y un niño con sín­dro­me de Down que se pasaba soñadoramente un cochecito de juguete por las me­ji­llas, igual que si se afeitase. Las calles de Boston eran orde­nadas y sensatas, reticuladas sin dra­ma­tismo para ir del punto a al punto b de la ma­nera más eficiente, y solo se permitían de vez en cuando la sorpresa ma­ne­jable de un carrito de kebab aparcado en la acera o un peque­ño ce­men­te­rio de veteranos de guerra, con las cruces blancas alineadas en po­sición de fir­mes, que irrum­pía de repente en medio de un plaza, en un cruce, en cual­quier parte. Los muertos caminaban por el cielo. Al atardecer, nos sentábamos a beber vino en el tranquilo barrio resi­den­cial de Somerville, en las afueras de Boston, rodeados de casitas de madera con jardín, envueltos en los efluvios viriles y un poco sucios procedentes del fertili­zan­te químico de las plantas trepadoras y las cocinas de nuestros ve­ci­nos portu­gueses. De lejos llegaban los gritos casuales de los niños en sus pe­núl­timos juegos antes de ponerse el pijama y meterse en sus camas gigan­tes­cas de menores norteamericanos, la amonestación líquida del riego por as­per­sión encharcando el césped (el sonido de alguien que chasquease la len­gua, una y otra vez, en señal de desaprobación), a lo mejor un timbre de bicicleta. Tricia y yo permane­cía­mos en la galería una hora o dos dis­ fru­tan­do de aquella felicidad suburbana de finales del verano, una felicidad ana­bap­tista y sin palabras de la que solo éramos convidados, con nubes aplas­tadas y mariposas sonámbulas, de aterciopeladas alas sombrías, hasta que entraba la noche, la temperatura descendía varios grados y había que ir pensando en po­ner­se un jersey. Nosotros bebíamos vino. Degustábamos los zumos de la tierra. Pala­deá­bamos el rastro a nogal de las lluvias, la lentitud de las vendimias, la carne roja del sol. Era un sabor caliente que te agrandaba la boca. Aquel vino tenía algo de beso, dejaba manchas de carmín en los labios. Prolon­gá­bamos el ins­tan­te el máximo tiempo posible, pues no que­ríamos que concluyese aquella tregua, aquel beso del verano. Nos balan­ceá­ba­mos en las mece­doras de mim­­­bre de nuestras anfitrionas, con un perro cada uno en las rodi­llas, mien­tras ella sacaba fotos de sombras y yo pasaba a lim­pio las experiencias del día en mi cuaderno de viaje o añadía algo –un pá­rra­fo 38

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descriptivo o una línea de diálo­go– a la novela corta que por aquel en­ton­ces estaba empeñado en escribir. Tenía prisa por terminar aquel libro cuanto antes, necesitaba ter­mi­narlo, me que­ma­ba –casi literalmente– en las manos. Parte de esa no­ve­la la escribí así: en Somerville, Massachussets, con un perro ajeno en las ro­dillas, sintiendo en todo momento que escribir es imposible y que también es imposible dejar de escribir. En el centro de la mesa sudaba una jarra de agua. Porque escribir, pensaba yo, es estar más despierto de lo normal. Un es­pas­mo de lucidez recorre todo, nos sacude el sistema nervioso con una so­bre­carga de vitalidad, de plenitud, de audacia, de algún modo hay que ca­na­li­zar toda esa energía dispersa y un tanto alucinógena que desborda la con­cien­cia. De la euforia molecular hasta el folio. Entran ganas de cantar, de bailar, de recibir una bofetada o un electro­shock. En lugar de eso, volcamos toda esa actividad frenética hacia dentro y nos con­ten­ta­mos con enfilar, con gran aplomo, un signo negro tras otro. De modo que yo escribía. Llevaba varios años buscando un lugar aco­ge­dor para escribir, sin encontrarlo, rastreando estudios y apartamentos, en­tre­vis­tán­do­me con porteras y encargados de inmobiliarias y otra vez porteras, regateando precios de alquileres, anotando números de teléfono en papelitos y transcribiendo los mensajes que voces misteriosas dejaban al anochecer en el contestador; hasta que un día terminé rindiéndome a la ver­dad: que no existe nada pa­re­ cido a un lu­ga­r acogedor para escribir. Que es­cri­bir es, en sí mismo (tiene que serlo), lo contrario del hogar: un lugar in­hós­pito, mani­co­mial, un sótano con poca luz y humedad excesiva. Desde en­ton­ces dejé de buscar, me conformé con lo que tenía, me relajé. Asumí que escribir no es ese espacio apropiado para instalarse en él durante largas tem­po­radas, sino solo para hacer visitas breves, entrar y salir, y el resto del tiem­po pasarlo fuera y a ser posible lejos, cuanto más lejos mejor. Y en esto –pero solo en esto– se parece un poco a la felicidad. La sombra norteamericana de la casa resbalaba por mis manos y el folio, mientras yo perdía el tiempo divagando sobre estos temas u otros semejantes; pronto no distinguiría mi propia caligrafía. Antes de que se marche la luz aprovecho para anotar que era una casa con techos altos, mucha madera, dolor de vigas, cocina grande y rota, notablemente sucia, con la tetera abollada silbando como un casco medieval. La nevera era enorme pero estaba casi vacía, a excepción de cuatro bolas de carne picada de aspecto granuloso y una lata de piña. La casa, nos explicaron, antes había sido un granero, el jardín nos explicaron, antes había sido una ciénaga, la propietaria, nos explicaron, antes había sido hombre y ahora era mujer, después de someterse a una intervención quirúrgica de cambio de sexo en Jackson, Misisipi. Todo era vacilante, de alma reversible, y poseía el titubeo o el arrepentimiento de haber sido una cosa en el pasado y ser otra cosa distinta en el presente. Al final, en un ataque de hambre, Tricia y yo terminamos zampándonos sin remilgos las cuatro bolas de carne granulosa y el contenido de la lata de piña. No estaba tan mal. En el pasillo de aquella casa había, ignoro por qué motivo, un retrato al pastel de Dostoievski, novelista celebre, y yo a veces me quedaba observando aquella frente abombada, las sienes depresivas, las cejas ludópatas, toda esa cabeza herida de frenopático, nimbada de adversidad, deudas, fusilamientos, hasta que no soportaba seguir allí delante ni un minuto más, apartaba la vista y me marchaba. Feria Internacional del Libro de Guadalajara

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La casa miraba al jardín por encima del hombro. Los perros – había dos- apretaban los dientes y arqueaban el lomo. De noche, nos desvelaban los ruidos. Cuchicheos, toses, pisadas, bostezos reprimidos, pasos en el dormitorio de los niños, arriba y abajo, arriba y abajo, murmullos en el tiro de la chimenea, zumbidos y golpes en la madrea madre de la escalera, toda la noche con arrastrar de zapatos, mover de sillas, ulular de almas en pena, clop clop clop, ¿qué era aquello?, así no había quién durmiese. Tricia o yo nos asomábamos al descansillo y no había nadie, calma total, no era más que un poco de viento que ensayaba graciosamente ante el espejo, haciendo remolino, y antes de retornar a la cama con sueño comprendíamos que no era nada, tan solo el secreto rumor de la vida que pasaba. V. DURACIÓN ESTIMADA DEL VUELO El avión tomó impulso y despegó y todo quedó atrás: la tierra verde y marrón y reseca con sus conglomerados de refinerías que parecían en llamas, horadada por el agujero azul turquesa de las piscinas, entre cultivos mal ensamblados, zurcidos a toda prisa, y trenes de juguete y parsimonia y añicos de loza esparcidos aquí y allá, disparando flashes cegadores, estallando en bolas de plomo, y extraños oasis de blancura abstractas, perfectos, y tribus de nubes llevadas a hombros por las montañas sedientas, además de la sombra del propio avión allá abajo, despedazada entre cráteres, persiguiéndose a sí misma a través de una red de circuitos capilares por donde latía un fluido luminoso. Volar no tiene esquinas. El interior del aparato es un saloncito con pocos ángulos rectos. Nada de recovecos. Todo se curva, se dobla, se feminiza, porque los ingenieros aeronáuticos han decidido que en las alturas es preferible que el alma humana se abarquille y desenfoque. Las azafatas nos dan la razón en todo. Huele a tostadas con bacon y a tinta de periódico; una fritura impresa. Hoy el cielo está representativo. Algo empieza y algo termina, un ojo se apaga y otro se enciende. ¿Por qué no nos movemos? ¿Falta mucho para llegar? Nuestro cuerpo va por delante. El centro de gravedad cambia y el eje del mundo se inclina como un enfermo con sed. Un infierno nos propulsa; tenemos fuego en la espalda. En la pantalla, un gráfico digital nos informa del avance a trompicones de un avioncito de juguete, de trazo tosco, sobre un océano de cómic: por allí vamos. El espacio se disgrega y los minutos tiritan. Caemos hacia lo alto. Todo es presente. No tenemos ningún futuro al que volver. El regreso a casa. Los trenes medios vacíos. Soldados de permiso, con los hombres caídos. Asomarse al vagón-cafetería y no encontrar a nadie allí, tan solo ver al fondo, tras el mostrador, al camarero de brazos cruzados que me devuelve la mirada con cara de aburrimiento, y esa imagen de la soledad en medio del crepúsculo de los campos errantes transmite mejor que ninguna otra cosa el sabor final del verano, el último día de vacaciones, la vuelta a las obligaciones. Cuando nuestro veraneo tocó a su fin y regresamos a casa, con exceso de equipaje, al deshacer mi maleta me sorprendió desagradablemente descubrir que Tricia había introducido en ella, a hurtadillas, regalos que yo no recordaba haber comprado, objetos que no eran míos y

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ropa de mujer, rompiendo nuestro acuerdo de no inmiscuirnos en el equipaje del otro. Y lo más asombroso de todo: envuelto en albornoz, apareció –juro que es cierto- un paquete con un kilo de sal.

- ¿Y esto?- le pregunté - Es por la etiqueta- me dijo

Atravesar el océano con un kilo de sal estadounidense de contrabando en la maleta puede ser – o tal vez no- una metáfora visual apropiada de lo que significa vivir en pareja y cruzar sus “franjas horarias”. Era verdad que en esa época a los dos nos fascinaban los envoltorios y que en Norteamérica habíamos recopilado tesoros, gracias a sus inmensos supermercados. Con todo, quizá hubiese sido más sensato haber despegado la etiqueta (la ilustración de una niña que se protegía de la lluvia con un paraguas, sobre un fondo azul oscuro), en lugar de transportar un kilo de Morton Salt por los caminos del aire. Entonces, pretendiendo ayudarla, cometí el error, tonto de mí, de querer averiguar las razones de su obsesión. Le pregunté a Tricia por qué le hacía sufrir tanto las maletas. Se quedó un rato callada, pensativa. Luego se mordió las puntas del pelo. Hubo una pequeña descarga eléctrica. La sangre subió a sus mejillas. Al fin se justificó: -Yo hago las maletas igual que tú escribes tus libros. Me dejó mudo. Nunca antes lo había enfocado de ese modo. Era la primera vez que lo oía. Desperté de la anestesia. Pero reconozco que Tricia tenía razón. Yo escribía igual que ella hacía las maletas; exactamente igual. Con los mismos nervios, la misma pasión y el mismo estremecimiento íntimo. En ese mismo instante caí en la cuenta de que yo también, como ella, pasaba días en vilo por culpa de un adjetivo. Anotaba listas de cosas en servilletas de papel que luego arrugaba y desmenuzaba en trozos diminutos. Dudaba, rectificaba. No me quedaba tranquilo. Perdía el apetito. Enfermaba. Saltaba de la cama en plena noche y corregía algo. Quizá por casualidad, Tricia había acertado. Preparar una maleta era igual de comprometido que urdir una ficción, soñar un libro o construir un universo poético. Uno solo puede hacer algo bien obsesionándose con ello. Si no, resulta imposible. Cacería encarnizada en la página y la maleta, sino perfectas –eso es mucho decir, sí al menos de una imperfección impecable; en ambos casos se trata de sentenciar –nada menos- qué salvas y qué condenas. Ante esto, cualquier elección conlleva una responsabilidad y un peligro.

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©Alejandra López

Hebe Uhart (Argentina, 1936)

Nací en Moreno, a 35 kilómetros de Buenos Aires, una ciudad chica; viajábamos a la capital para estudiar o trabajar todos los días. Me crié en un ambiente pueblerino y si bien conocía mucho la ciudad, yo era una chica de pueblo. Me sorprendí, cuando entré en la Facultad de Filosofía a estudiar, del desparpajo en el lenguaje de mis compañeros, luego me acostumbré, lo hice mío, y dije muchas malas palabras como se usaba, trabajé después como docente de primaria, secundaria y en la facultad, ahí me jubilé y paralelamente seguí escribiendo cuentos, novelas de corto aliento y últimamente crónicas de viaje (ya voy por la tercera) por lo que viajo mucho y ahí aprendo, en vez de las malas palabras y las conductas postexistencialistas que aprendí en mi adolescencia, las costumbres de la gente del campo, el modo de pensar de las comunidades indígenas de mi país y de toda América Latina. Trabajé como 20 años en la universidad donde di clases de filosofía para alumnos del primer año (me recibí de profesora de filosofía), pero ahora he perdido la costumbre de leer textos de filosofía: me resultan difíciles, como si me hubiera desacostumbrado. Tengo talleres de literatura, y eso me gusta. Espero hacer alguna crónica sobre México o lo que pueda ver, porque lo imagino enorme y variado. 42

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Credo Aunque los géneros tienden ahora a mezclarse mucho, me parece que el cuento se diferencia de la crónica en que tiene un pero, una peripecia. La crónica puede mostrar una persona, una acción, un sentimiento sin que pase nada. De hecho, la mejor crónica brasileña que conozco está hecha sobre un hombre que nada en el mar, otro lo mira desde su ventana y no pasa ninguna otra cosa. El mejor ejemplo de peripecia es la tragedia griega. Prometeo le dio el fuego, la cultura, y muchos dones a los hombres porque era un donador generoso, sí, pero era también un ladrón del fuego, se lo robó, nada menos que a Zeus. Áyax, el gran guerrero, era aconsejado por su padre: “Tú, hijo, pelea siempre con ayuda de los dioses”. Y Ayax dijo: “Así cualquiera, yo quiero luchar solo”. Y la omnipotencia se castigó con la locura; era un gran guerrero, pero omitió a los dioses. Y en cuentos actuales que estimo, siempre hay una peripecia. Un escritor uruguayo poco conocido, que crea un universo campero poblado de diversos personajes escribe un diálogo entre dos criollos. Uno dice:”Decime, ¿y vos no vas al boliche?” “No, ¿Pa qué? pa mamarme y después pelearme?”. “Y decime, vos mujer no tenés?”. “No pa qué, pa llenarme de hijos?”. Y Ya cansado, le dice: “Y perro no tenés?”. «No paqué?”.El interlocutor está exasperado y dice “Pa tenerlo, nomás”. Respuesta: “Pa tenerlo por tenerlo, no”. Y después de tantos “No” el paisano se enamora de un burro, y vive en amable convivencia con él. El cuento es un género que me gusta, siempre me he sentido cómoda al escribir. Eso sí, requiere más prolijidad y atención que la crónica, donde el autor se involucra más con los personajes y, de alguna manera, se coloca entre ellos (de hecho, la mayoría de las crónicas está escrita en primera persona) requiere un espacio mental muy cuidado, muy preservado y una distancia mayor con el material a tratar.

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El budín esponjoso Yo quería hacer un budín esponjoso. No quería hacer galletitas porque les falta la tercera dimensión. Uno come galletitas y parece que les faltara alguna cosa; por eso se comen sin parar. Las galletitas parecen hechas con pan rallado o reconstituido. Los únicos que saben comer galletitas como corresponde son los perros: las cazan en el aire, las destrozan con un ruido fuerte y ya las tragaron en un suspiro, levantando un poco la cabeza. Tampoco quería hacer un flan, porque el flan es un protoalimento y se parece a las aguas vivas. Ni un bizcochuelo borracho, que es una torta ladina. Es una masa a la que se le pone vino; uno va confiado, esperando sabor a torta y resulta que tiene otro; un gusto fuerte y rancio. El bizcochuelo esponjoso que yo quería hacer era como una torta que comí una vez, que venía hermosamente envasada en una cajita: se llamaba torta Paradiso. En la caja había una figura de una mujer, con un vestido largo: no recuerdo bien si era una mujer y un hombre o una mujer solamente; pero si era una mujer solamente, estaba esperando a un hombre. La torta Paradiso era tan esponjosa como nunca volví a comer nada igual; no es que se deshiciera en la boca; apenas se masticaba suavemente y uno sentía que todos los procesos de masticación, deglución, etc., eran perfectos. Además no era como las galletitas, que son para comer cuando uno está aburrido; era para pensar en la torta Paradiso alguna tarde y comerla, alguna tarde de lindos pensamientos. Cuando vi la receta “Budín esponjoso”, dije: con esto, voy a hacer una cosa semejante. Le pedí a mi mamá que me dejara usar la cocina económica para hacerla. —Ni en sueños —me dijo. La cocina económica nunca se encendía; era un artefacto negro y grande que tenía una tapa también negra. Nunca supe cómo era por dentro ni cómo funcionaba. No se usaba porque parece que era fastidiosa. Estaba todos los días en la cocina como un fastidio desconocido. Era como el horno para hacer pan; en el fondo había un horno para hacer pan pero yo no vi nunca hacer pan allí ni asar nada. Éste era considerado otro fastidio, pero al aire libre. Pero para mí eran diferentes; de la existencia de la cocina económica yo rara vez me acordaba porque era como un mueble. Del horno sí, porque cada vez que me iba a jugar, iba a saltar desde la base del horno (previa mirada adentro, a lo oscuro, ya que estaba lleno de ceniza vieja, de mucho tiempo atrás) hasta el suelo. Parecía un palomar el horno y si alguna vez habían hecho pan ahí, nadie recordaba y parecía que no quisieran recordar, como si ese horno trajera malos o despreciativos recuerdos. En la cocina económica no era posible que yo hiciera mi budín esponjoso, en la cocina común, tampoco. Entonces pregunté: — ¿Puedo hacerla en el galpón? —Sí —me dijo mi mamá. Podía hacerlo en el galpón con un calentador.

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En la cocina no, porque los chicos enchastran la cocina. En el galpón mi mamá iba a prender un calentador (es peligroso, los chicos no deben manejarlo). Hice el budín en una cacerolita que por su tamaño no era apta para hacer sopa ni nada. Yo no conocía esa cacerolita verde, sería de algún juego anterior cuando yo no había nacido.Si el calentador era tan peligroso, como decían, yo no sé cómo mi mamá se arriesgaba a darle fuelle con ese inflador: a cada bombeada mi mamá se arriesgaba a ser quemada por un estallido; puede ser que la muerte no le importara. Como ese budín tenía que dorarse arriba, sobre la cacerolita verde había unas brasas peligrosas. Para esta empresa yo quería que me ayudara mi amiga que vivía enfrente. Desde el día anterior le dije que tenía permiso para hacer el budín esponjoso y quedó en venir. Vino con cara de haber venido por no tener otra cosa mejor que hacer y participó en calidad de observadora reticente. Ella tampoco tenía miedo de la muerte por estallido de calentador y cuando se bajaban las llamas, bombeaba dándose el lujo de dar una última bombeada fuerte, como diciendo “Lista estamerda”. Pero yo advertí que no bombeaba como contribución al budín, sino por el ejercicio en sí, por hacer algo, porque ella estaba acostumbrada a manejar ese artefacto y le resultaba una cretinada que se apagara, por el hecho en sí. Ya la cacerolita estaba al fuego con el budín esponjoso adentro; pero yo quería ver si ya estaba cocinado; mejor dicho, quería ver cómo se iba cocinando. Igual que un japonés que tenía un vivero y se levantaba de noche para ver cómo crecían las plantas. Pero no podía levantar esa tapa que estaba llena de brasas; le pregunté a mi amiga y se encogió de hombros. “Ah, ya sé”, pensé. “Con un palo largo.” Agarré un palo largo de escoba y traté de pasarlo por la manija de la tapa; mi amiga me ayudaba, con reticencias. Cuando intentábamos abrirla, vino mi mamá y mi amiga puso cara y aspecto general (lo que además era cierto) de que no tenía nada que ver con esa idea luminosa del palo. Mi mamá supo enseguida que esa idea era mía. —¡Qué manía! —dijo—. ¡De mirar las cosas crudas, antes de que se hagan! A eso le falta mucho. Cuando ella se fue, pude levantar la tapa con un palo más fino y pude espiar apenas un momento el pastel. Tuve una idea vaga, pero todavía parecía un panqueque, no tenía la tercera dimensión. —A lo mejor todavía sube —me dijo mi amiga y me propuso hacer otra cosa mientras. Pero yo no me iba a mover hasta ver qué pasaba. Al rato lo abrí, ya definitivamente, porque no se podían sacar y poner las brasas a cada momento: el pastel se había puesto de color marrón subido, se había replegado en sí mismo entodas direcciones: a lo largo y a lo ancho. Quedó como una factura marrón, de ésas que llaman vigilantes. Mi mamá dijo: —Es lógico, yo ya suponía. Yo pensé que para los grandes la confección de soretes era una cosa lógica e inevitable. Pero yo no lo comí ni nadie lo comió. Usted tampoco hubiera podido comer eso.

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©Sonia Salum

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Histórico de autores participantes en el Encuentro Internacional de Cuentistas organizado por FIL Guadalajara. Por orden alfabético y nacionalidad Aguilera, Marco Tulio ~ Colombia Bagunyá, Borja ~ España Rosa Beltrán México Ana García Bergua ~ México Marcelo Birmajer ~ Argentina Caterina Bonvicini ~ Italia Gonzalo Calcedo ~ España Ermanno Cavazzoni ~ Italia Ana Clavel ~ México Alejandra Costamagna ~ Chile Pablo Andrés Escapa ~ España Patricia Esteban ~ España Rubem Fonseca ~ Brasil Carlos Franz ~ Chile Espido Freire ~ España Javier García-Galiano ~ México Marcos Giralt ~ España Julián Herbert ~ México Jorge F. Hernández ~ México Jabbar Yassin Hussin ~ Irak Fernando Iwasaki ~ Perú Karmele Jaio ~ España Etgar Keret ~ Israel Mojca Kumerdej ~ Eslovenia Mónica Lavín ~ México Pedro Mairal ~ Argentina Berta Marsé ~ España Isabel Mellado ~ Chile Marcelo Mellado ~ Chile José María Merino ~ España Biel Mesquida ~ España Emiliano Monge ~ México Fabio Morábito ~ México Guadalupe Nettel ~ México Andrés Newman ~ Argentina

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Antología de Cuentistas 2014


Eduardo Antonio Parra ~ México Edmundo Paz Soldán ~ Bolivia Goran Petrovic ~ Serbia Ricardo Piglia ~ Argentina Sergio Pitol ~ México Monique Proulx ~ Canadá Jordi Puntí ~ España Ednodio Quintero ~ Venezuela Pablo Rapahel ~ México Cristina Rivera Garza ~ México Giovanna Rivero ~ Bolivia Evelio Rosero ~ Colombia Roberto Rubiano ~ Colombia Guillermo Samperio ~ México Annie Saumont ~ Francia Ingo Schulze ~ Alemania Samanta Schweblin ~ Argentina Luis Sepúlveda ~ Chile Ana María Shua ~ Argentina Roman Simic ~ Croacia Peter Stamm ~ Suiza Paola Tinoco ~ México Alberto Barrera Tyszka ~ Venezuela Álvaro Uribe ~ México Luisa Valenzuela ~ Argentina Paul Viejo ~ España Juan Villoro ~ México Kim Young-Ha ~ Corea Eraclio Zepeda ~ México

Feria Internacional del Libro de Guadalajara

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Histórico de autores participantes en el Encuentro Internacional de Cuentistas organizado por FIL Guadalajara. Por país y año de participación Alemania Ingo Schulze, 2012

Corea Ha Kim-Young, 2012

Argentina Marcelo Birmajer, 2009 Pedro Mairal, 2008 Andrés Newman, 2007 Ricardo Piglia, 2010 Samanta Schweblin, 2008 Ana María Shua, 2013 Luisa Valenzuela, 2007

Croacia Roman Simic, 2012

Bolivia Edmundo Paz Soldán, 2013 Giovanna Rivero, 2011 Brasil Rubem Fonseca, 2007 Canada Monique Proulx, 2008 Chile Alejandra Costamagna, 2013 Carlos Franz, 2009 Isabel Mellado, 2011 Marcelo Mellado, 2012 Luis Sepúlveda, 2008 Colombia Marco Tulio Aguilera, 2007 Evelio Rosero, 2012 Roberto Rubiano, 2007

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Antología de Cuentistas 2014

Eslovenia Mojca Kumerdej, 2012 España Jordi Puntí, 2012 Borja Bagunyá, 2011 Gonzalo Calcedo, 2010 Pablo Andrés Escapa, 2010 Patricia Esteban, 2010 Espido Freire, 2009 Marcos Giralt, 2011 Karmele Jaio, 2013 Berta Marsé, 2009 José María Merino, 2010 Biel Mesquida, 2011 Paul Viejo, 2013 Francia Annie Saumont, 2007 Irak Jabbar Yassin Hussin, 2007 Israel Etgar Keret, 2012 Italia Caterina Bonvicini, 2008 Ermanno Cavazzoni, 2008


México Rosa Beltrán, 2007 Ana García Bergua, 2010 Ana Clavel, 2010 Javier García-Galiano, 2010 Julián Herbert, 2013 Jorge F. Hernández, 2008 Mónica Lavín, 2010 Emiliano Monge, 2009 Fabio Morábito, 2010 Guadalupe Nettel, 2009 ~ 2013 Eduardo Antonio Parra, 2008 Sergio Pitol, 2007 Pablo Rapahel, 2011 Cristina Rivera Garza, 2009 Guillermo Samperio, 2010 Paola Tinoco, 2010 Álvaro Uribe, 2013 Juan Villoro, 2012 Eraclio Zepeda, 2007 Perú Fernando Iwasaki, 2011 Serbia Goran Petrovic, 2008 Suiza Peter Stamm, 2011 Venezuela Ednodio Quintero, 2007 Alberto Barrera Tyszka, 2009

Feria Internacional del Libro de Guadalajara

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