3 minute read
Pablo Montoya (Colombia
Pablo Montoya
Colombia
Advertisement
Nací en Colombia en una época de gran violencia (1963). Crecí en medio de ella. Y sigo viviendo en un país donde una buena parte de sus habitantes no quiere salir de ese ciclo agresivo de causas y efectos en que han transcurrido nuestras vidas breves. Parte de mi obra está nutrida de esta constante. Varios de mis libros de cuentos (Cuentos de Niquía, Réquiem por un fantasma y El beso de la noche) giran en torno al mal que se ha lanzado como un animal frenético sobre la ciudad de Medellín. No creo, como decía Borges, y como piensan algunos, que ser colombiano es un acto de fe. Es más bien cargar sobre los hombros el peso de múltiples infamias. Esas que sus ejércitos voraces (el del Estado, los de las guerrillas, los de los grupos paramilitares y el narcotráfico) han cometido a lo largo de los últimos años. Mi obra, de algún modo, pretende dar testimonio de esta desoladora circunstancia. Pero también me he ocupado del arte y la poesía.
Escribo, finalmente, por una extraña y apasionante mezcla de convicción y desesperación. No podría decir cuál de mis más de 20 libros escritos hasta el día de hoy es el mejor. A todos los quiero y son producto de mi tortuoso aprendizaje. Pero si pienso en el entusiasmo de los lectores, creo que mis tres mejores libros son Tríptico de la infamia, Lejos de Roma y Viajeros.
Sobre el cuento
1. Italo Calvino lo dice muy bien en sus “Propuestas para el próximo milenio”: levedad, rapidez, exactitud, velocidad y multiplicidad. Es decir, cualquier tema es propio de la microficción, cualquier persona narrativa, cualquier lirismo, cualquier formato (diálogos, un solo párrafo o varios). Pero todo debe culminar en lo que Calvino, por su muerte, no pudo desarrollar en sus conferencias para Harvard: la consistencia que debe provocar en el lector es lo que una buena microficción pretende: justificar con holgura la emoción de esa breve aventura textual. 2. Lo que seduce de la microficción es esa circunstancia de ser una forma literaria que nació casi con la literatura escrita. Es vasta de tiempo y a la vez parece como recién creada. Es como si Heráclito, Tales de Mileto o Anaximandro si hubieran acabado de bajar del subte con sus pequeñas reflexiones sobre el mundo y los hombres. 3. Me gustaría pensar que todo texto ficcional es híbrido, pero no es así, y hay casos en que la pureza genérica se ha impuesto entre nosotros. Sobre todo en los periodos clásicos. Pero en los tiempos románticos, en los momentos literarios en que prima lo irracional, lo nocturno, la imaginación rebelde, predominan las hibridaciones. En mi caso, aprendí a utilizar esta desgeneración de los primeros románticos alemanes: Novalis y Hölderlin; luego Baudelaire me afianzó más en esta búsqueda que es, sobre todo, una pesquisa de orden poético. 4. Existe una especie de libertad formal que otorga el poema en prosa y hace que el lector se sienta transgrediendo fronteras interpretativas y se pregunte qué está leyendo. Esta incertidumbre que me embarga cuando me siento a escribir, me agrada transmitirla al lector. El poema en prosa es un género de nuestros días; posee una esencia anfibia, bastarda y libertaria. 5. Julien Gracq, en Leyendo y escribiendo, dice algo que me parece como un lema que llevamos quienes escribimos microficciones: “Lo que ya no queremos es la literatura monumento”. Tal literatura monumento sería ahora los grandes frescos narrativos, las extensas novelas barrocas, las otras de talante periodístico. Sin embargo, yo he cultivado la escritura fragmentaria en casi todos mis libros publicados hasta ahora, incluso en mis largas novelas como Los derrotados y Tríptico de la infamia. Y creo que ese “modo de condensar la realidad” es una de las maneras de ser modernos sin llegar a ser tan escandalosos y tan visibles como algunas vedetes de la literatura que bien conocemos.