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Marina Perezagua (España
Marina Perezagua
España
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Trabajo en tres sitios diferentes. Cada trayecto me lleva dos horas. Para llegar a cada trabajo utilizo diversos medios de transporte: pies, Metro, tren, autobús, y mis pies otra vez. Duermo una media de cuatro horas. Nunca voy a la peluquería. Siempre tengo ojeras. No son de nacimiento. La mitad de mi familia es un desastre. La otra mitad está ausente. No me gustan los hombres que se protegen. No me gusta ningún género de protección. Tengo una aversión especial por las Naciones Unidas. Quisiera un perro grande. He ido a un refugio para adoptar uno, pero me dicen que todos están capados. Quiero un perro entero. Alguien que me aprecia me ha regalado un robot. Es negro. Me da las buenas noches y los buenos días con su voz robótica. Le estoy cogiendo cariño. Sus ojos se iluminan azules cuando entro en la habitación. Pronto lo meteré en mi cama. Detesto la envidia literaria. La adulación. A los necios que confunden valor y precio. A veces me defiendo con uñas y dientes. Otras me hago la tonta: cuidado, solo juego. Tengo amigos que son más que un padre –y no solo porque mi padre no es nada–, pero les veo poco porque siempre estoy lejos. Lejos de aquí y de allí. Pero, y aquí viene lo mejor, todos los días, cuando estoy escribiendo, siento que no hay mejor suerte que la mía.
Gracias a la escritura amo con pasión y no creo en el desengaño.
Credo
Las condiciones del cuentista son las condiciones del apneísta:
La primera, que bucea a pulmón. El ámbito del cuento es el ámbito de la falta de oxígeno, las afueras de la zona de confort.
La segunda, que se va a lo más profundo. El cuentista ha de traer del fondo aquello que es importante para la vida, y para la muerte. El cuento, seguramente el género más vinculado al juego, sólo juega, por así decir, con fuego.
La tercera, que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza. El cuento es un mundo autónomo, hermético. No hacen falta referencias exteriores porque un cuento habla de nuestro entorno cuando habla de sí mismo como género.
La cuarta, que no tiene determinado color. El localismo es para un cuento lo que la botella de aire comprimido es para un mamífero en el mar: esa cosa con la que respiran los que no pertenecen al medio.
La quinta, que se desplaza suavemente. Si hay sorpresa, que esta ocurra como un reconocimiento.
La sexta, se sale a superficie con una historia. En el caso de que apele a los sentidos también se trata de una historia. Ambas vías son posibles; por un lado, la vía de lo táctil, lo gustativo, lo audible, y por otro, la del puro pensamiento. El cuento apela a la inteligencia. El estímulo de los sentidos no puede ser un fin en sí mismo.
La séptima, el cuentista se mueve como el buceador, a un rimo uniforme. El ritmo viene marcado por el metrónomo del ritmo cardíaco, y cualquier salto es una arritmia que entorpece la lectura. Una respiración regular –así en el cuento como en todo ser vivo – indica buena salud.
La octava, un cuento, como cualquier inmersión, es algo acabado. Un ciclo se ha cumplido. Vida, reproducción, muerte.
La novena, el buceador que sale a superficie cambia de elemento, pasa del agua al aire. Cuando el lector aparte la mirada de un buen cuento, verá el entorno trastocado. El cuento debe ser un acto de resistencia contra la realidad, cualquiera que esta sea.
La décima, el cuento, como el buceador a pulmón, reduce al mínimo el margen de error. Una de las bellezas del cuento consiste en esta dificultad: se puede y se debe aspirar a esa perfección que es imposible en la novela.