Curaduría: Laura Niembro Proyecto editorial: Melina Flores Diseño editorial: Paulina Maciel Agradecemos su valioso apoyo a la Dirección de Literatura de la Universidad Nacional Autónoma de México, Fundación Biblioteca Nacional de Brasil, Ministerio de Cultura de Argentina, Ministerio de Cultura de Perú, Penguin Random House Grupo Editorial y PromPerú
UNIVERSIDAD DE GUADALAJARA
COMITÉ ORGANIZADOR
Itzcóatl Tonatiuh Bravo Padilla Rector General
Raúl Padilla López Presidente
Miguel Ángel Navarro Navarro Vicerrector ejecutivo
Marisol Schulz Manaut Directora General
José Alfredo Peña Ramos Secretario general Héctor Raúl Solís Gadea Rector del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades Alberto Castellanos Gutiérrez Rector del Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas Ernesto Flores Gallo Rector del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño Ángel Igor Lozada Rivera Melo Secretario de Vinculación y Difusión Cultural del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño
Tania Guerrero Directora de Operaciones Laura Niembro Directora de Contenidos Gonzalo Celorio Asesor literario María del Socorro González Coordinadora general de Administración Mariño González Coordinador general de Prensa y Difusión Bertha Mejía Coordinadora general de Patrocinios Armando Montes Coordinador general de Expositores Rubén Padilla Coordinador general de Profesionales Ana Luelmo Coordinadora general de FIL Niños
Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio electrónico o impreso sin previa autorización de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara
Dania Guzmán Coordinadora de Edición y Diseño Ana Teresa Ramírez de Alba Productora Foro FIL
ÍNDICE Nota para el lector
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Ignacio Padilla
México
6
Gabriela Alemán
Ecuador
12
Fernando Ampuero
Perú
16
Beatriz Bracher
Brasil
22
Marcelo Birmajer
Argentina
28
Ana Clavel
México
32
Mempo Giardinelli
Argentina
36
Pablo Montoya
Colombia
40
Rodrigo Rey Rosa
Guatemala
44
Histórico de participantes por orden alfabético
52
Histórico de participantes por país de origen
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DIEZ AÑOS DE PURO CUENTO A Nacho Padilla Hace diez años ya que la Feria Internacional del Libro de Guadalajara apuesta por el género breve y organiza el Encuentro Internacional de Cuentistas, que se ha consolidado como el santuario para los autores y lectores devotos del cuento. A lo largo de una década han pasado por este espacio 79 escritores de más de 20 países, que han compartido sus historias de viva voz con los asistentes. Rubem Fonseca, Annie Saumont, Ednodio Quintero, Ricardo Piglia, José María Merino, Marcelo Birmajer, Peter Stamm, Evelio Rosero, Etgar Keret, Irvin Welsh, Marina Perezagua, Edmundo Paz Soldán y Ana María Shua son sólo algunos de los nombres que han engalanado este encuentro, al que también se han sumado maestros del género en México, como Sergio Pitol, Juan Villoro y Felipe Garrido. Una inmensa ausencia marca esta edición, Ignacio Padilla, Nacho para sus amigos y lectores, partió prematuramente; el físico “cuéntico” como a él le gustaba llamarse, realizó la curaduría del encuentro desde 2010 hasta 2015, y nos regaló profusamente su talento y amistad. El programa de Cuentistas de este año, en el marco de la 30 edición de la Feria, celebra también a la literatura de América Latina. Ocho escritores y escritoras de diversas latitudes de la región darán cuenta del florecimiento del género desde México hasta Argentina, de Brasil a Perú y de Ecuador a Colombia, además de Centroamérica. Las voces de Beatriz Bracher, Rodrigo Rey Rosa, Marcelo Birmajer, Gabriela Alemán, Ana Clavel, Mempo Giardinelli y Pablo Montoya se unen a esta confabulación cuentística. Sigamos, pues, que el cuento es lo único que cuenta.
Laura Niembro Directora de Contenidos
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Ignacio Padilla (México, 1942) Escribo porque no puedo no hacerlo. Soy consecuencia de los libros que he leído tanto como de la lengua y la ciudad en las que nací en el turbulento otoño de 1968. Mi vida ha estado marcada por libros y viajes, pero ante todo por derrumbes: el terremoto de 1985, la caída del Muro de Berlín y el ominoso Martes Negro de 2001. Escritura y lectura me han permitido sobrellevar con cierta inusitada felicidad esos viajes y esas caídas. Casi por accidente he pasado por universidades mexicanas, escocesas y salamantinas, siempre como pretexto para la escritura de cuentos que a veces devienen otras cosas, y quizá también para la docencia, con la que me alimento tanto como me hago acompañar de otras voces, otras miradas. Contaminado lo mismo por mis maestros y amigos que por las historietas, el cine y las novelas de aventuras, ignoro en qué momento me obsesioné con la vida, la obra y los tiempos de Miguel de Cervantes, con quien de cualquier modo y como cualquiera estoy en deuda. Escribo por amor y por venganza, escribo porque me he propuesto hacer sentir en otros el mismo amor, la misma sorpresa y hasta el mismo horror que ciertos libros han provocado y siguen provocando en mí desde que puedo recordarlo.
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CUENTO Y DISTOPÍA 1. Suelo definirme y defenderme siempre como un impenitente contador de historias. No soy más que un físico cuéntico a quien a veces, como ahora, se le pide que teorice sobre escribir cuentos y novelas, una actividad sobre la que apenas reflexiono. Cuando esto sucede, hago lo que está en razón que haga: me inclino por lo obvio y arrimo mis veladoras a un santo laico llamado Jorge Luis Borges, quien escribió muchos cuentos y ninguna novela si bien no tuvo empacho en hablar de ellas, y de qué modo. He oído decir, más de una vez, que una de las razones esgrimidas por el argentino para no escribir novelas era que no quería permitirse equivocarse tanto. 2. Es el carácter paradójico de la imperfección de la novela lo que, agigantándola, la distingue de los restantes géneros, particularmente del cuento: el titubeo de la novela es su excelencia, su excedencia es su esencia, su portento radica nada menos que en la asunción entre humilde y humillante de su eterna perfectibilidad y de su eterna inconclusión. 3. Como cuentista a quien alguna vez le ha ocurrido el accidente de la novela, creo que el cuento carece de la capacidad y de la obligación que sí tiene la novela para mirarse a sí misma mientras se va constituyendo. El cuento está obligado a afirmar menos por lo que omite que por lo que lo desborda, se consagra en la ambición prometeica o quijotesca de alcanzar un diamante que de tan pulido parezca divino; el cuentista se catapulta, siempre ingenuamente, en el sueño de crear una obra que refleje una aspiración de perfección de modo que el lector vea estimulado en él o en ella la intuición de lo único, lo bueno, lo verdadero y lo bello. 4. Confieso que por un tiempo deseé para el cuento el mismo próspero destino que ha tenido la novela en este horroroso siglo de distopías y derrumbes. Esperé inclusive que la prevalencia y la supervivencia postapocalíptica de la narrativa recayese en el relato, un género en el que mi anacrónica neurosis se siente a salvo. En el cuento, todavía, rebusco un arrecife para descansar mi escrúpulo y mis últimos despojos de fe en lo perfecto imposible. En el cuento el niño que soy juega a que tiene un mapa en la mano, tierra firme bajo los pies, el cuerpo ceñido por una camisa de fuerza que podría mantenerme salvo de mis propios arañazos. 5. Después de todo, la inevitabilidad del cuento como un espíritu gobernante entre las sombras es otra de las grandes lecciones de la gran novela latinoamericana del siglo XX. Nuestra brillante tradición novelística se debe al cuento tanto como nuestra actual distopía de dictadores, democracias fallidas y bandidos de cuello blanco se debe a la esperpentización del utopismo nacionalista del siglo XVIII. Siempre tarde en casi todo, América Latina alcanzó al mundo justo cuando comenzó a mirar y a mostrar su realidad.
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INÉDITOS Y EXTRAVIADOS SIETE Al monstruo que yace en la plancha le parece que hay algo en toda aquella historia que no marcha como debería. Es más: se atrevería a afirmar que el doctor o su ayudante corcovado han cometido un error garrafal por el que él no está dispuesto a pagar. Su flamante cerebro de muerto redivivo cree recordar que los hechos en la primera versión cinematográfica de su historia ocurrían de otra manera. Se supone que el ayudante del médico hacía llegar a su amo un cerebro disfuncional, el cerebro de un loco, de un idiota o de un simio. El resto de la historia es más o menos predecible: el monstruo cobra vida y, obedeciendo a su naturaleza infrahumana o de plano bestial, la emprende contra todo y asesina a una niña que arrojaba flores en un estanque. La criatura escapa luego de una multitud enardecida y acaba por matar a su creador en un viejo molino donde él mismo morirá poco después. Eso es, en pocas palabras, lo que el cerebro del monstruo recuerda, lo que supuestamente tendría que ser su destino. Ahora bien, si efectivamente él es el monstruo –y así se lo confirman su cuerpo de miembros humanos extraídos de tumbas o rescatados del cadalso-, ¿cómo es posible entonces que pueda pensar con tal frialdad? Todo indica que le han implantado un cerebro bastante más lúcido de lo esperado. En suma, el ayudante deforme del doctor ha traído por desgracia el cerebro de un sabio, el cerebro que su amo en un principio le solicitó y que en realidad será el cerebro incorrecto si se quiere dar coherencia a la historia de la que ahora forman parte. La escena original del laboratorio en la que el jorobado equivocaba los cerebros no ha sucedido, lo cual ahora no sólo es preocupante sino paradójico: resulta que la equivocación del texto original era su principal acierto, pues el error del jorobado permitía el desarrollo oportuno de la tragedia, una de las más conmovedoras de la literatura y el cine, la que permitía la inmortalidad del monstruo, así como la del doctor y hasta la de su asistente. La tragedia está por ocurrir de una forma distinta. Al monstruo le han dado un cerebro sano, lo cual no puede menos que contrariarle. Cualquier otro elemento de la historia podría haber sido alterado sin consecuencias tan graves: el tiempo, la ubicación, los motivos del doctor. La plancha metálica en la que yace el monstruo pudo ser de otro material y el proceso de su nacimiento pudo ser alquímico en vez de eléctrico. Podría haberse cambiado todo salvo este cerebro sensato, tan poco prometedor. A su pesar, el monstruo está consciente, demasiado consciente de que el doctor aguarda con ansiedad sus primeras señales de vida. Sabe cuán alegre se pondrá el creador al notar que su criatura piensa y habla como cualquier hijo de vecino, perspectiva que en el fondo no resulta para el monstruo particularmente halagüeña. Es obvio que en un principio causará admiración y hasta un poco de afecto. Los sabios le harán un sinfín de preguntas que él contestará con mayor o menor acierto, sin esmerarse mucho. Su creador, entonces, se llevará todo el crédito del milagro, paseará a su demonio por el
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mundo como a un prodigio de feria, de una conferencia en otra. Juntos figurarán en las portadas de las revistas de divulgación, en los programas televisivos: el homúnculo junto al genio, el antropoide resurrecto y soso junto al gran maestro. Entonces la criatura será casi un objeto, será un personaje poco agraciado pero nunca un monstruo. En el mejor de los casos acabará por servir incondicionalmente a quien le dio vida. Se convertirá en el perro del doctor, en una prótesis, en un esclavo sujeto moral y físicamente a un sistema nervioso ajeno a él. Pero yo soy mi cerebro, piensa el monstruo. Definitivamente no quiere ni espera ser una prótesis. Es verdad que no le gustaría parecer malagradecido, pero vamos, cualquiera en su sano juicio temería un futuro como el suyo. Es más, si se pone filantrópico, cabe considerar que sería una injusticia privar al mundo de su terrible y original historia. Es por todo esto que el monstruo, apelando a nuestra comprensión y reconociendo tanto la inocencia del doctor como la culpabilidad supina del ayudante, decide que es preciso hacer algunos sacrificios para ganar la trascendencia. Cuando el doctor vuelva al laboratorio se comportará no como un hombre sino como el dueño de un cerebro bestial. Más tarde asesinará a la niña el estanque, a su amo y a sí mismo. Sólo así las cosas serán como deben ser y el monstruo será de veras inmortal en nuestras pesadillas. DIEZ Esta vendedora de cosméticos se ha cansado de que los psiquiatras le digan que su situación nada tiene de extraordinario. Está harta de que unos y otros, luego de escucharle unos minutos, reiteren que cualquiera tiene un déjà vu de vez en cuando. Alguno ha llegado tan lejos como para reconocer que en su caso la incidencia es poco habitual, aunque eso en modo alguno debería preocuparle. Así y todo, la vendedora de cosméticos está convencida de que su condición es grave. Poco le importa si otros, numerosos o escasos, padecen su mal. A ella sólo le preocupa el hecho preclaro de que su existencia entera es cuestionada por la incesante concatenación de reincidencias con que su memoria insiste en agobiarla. Como es de esperarse la negligencia o la ineptitud de los psiquiatras la ha llevado a convertirse ella misma en una experta en el mal que padece. En los últimas semanas ha conocido, estudiado y cuestionado mil suertes interpretaciones, desde las más verosímiles hasta las que rayan en el más estrafalario esoterismo y la explosión de lo oculto: teorías vinculadas con la reencarnación, versiones que explican el déjà vu como una suspensión infinitesimal de la conciencia, la idea de que soñamos efectivamente lo que va a ocurrirnos o aquella otra que asegura que creemos haber vivido una escena data cuyos elementos habíamos percibido anteriormente de forma dispersa. Todas estas razones y muchas más han pasado por ella sin jamás convencerla. Una amiga del gremio le ha dicho con aires didascálicos que en una profesión como la de ellas es inevitable que ciertas mentes sensibles sientan que los actos y las cosas
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se repite sin tregua. Después de todo un vendedor que pasa tantas horas al día tocando puertas idénticas, repitiendo las mismas sonrisas y los mismos discursos, recibiendo siempre parecidas negativas y padeciendo constantemente parecidas frustraciones, no tendrá al cabo más remedio que vivir literalmente en un perpetuo déjà vu. Y si a esta constante reiteración añadimos que al volver a casa un vendedor frustrado sigue repitiendo en sus adentros los portazos pasados y temiendo los portazos futuros -y si además pensamos que sus sueños no pueden ser muy distintos-, no es entonces sorpresa que, por simple estadística, ciertas escenas vividas en la monotonía parezcan sin cesar escenas recordadas. La vendedora de cosméticos piensa que esta última versión de su padecimiento es lo más próximo a una diagnóstico razonable entre los muchos que le han prodigado. Mas no le basta aceptarlo para explicarse por qué en los demás actos de su vida cotidiana –aquellos que no parecen vinculados con su monótona actividad comercial- el déjè vu se repita con tal vehemencia que en ocasiones ella se ha descubierto sintiendo el déjà vu de un déjà vu, esto es, la reminiscencia de haber tenido una reminiscencia. La vendedora de cosméticos se pregunta entonces por qué razón, cuando el domingo se levanta tarde y ve por primera vez cierta película en la televisión, sigue teniendo la certeza de lo ya visto o lo ya vivido. Ha llegado a pensar que no es sólo ella quien se repite en su recuerdo sino que el mundo mismo lo hace fuera de su cabeza. Cree que tal vez su historia y todas las demás historias son sólo variantes desacomodadas de una misma escena, de otra cadena única de vida que ella, para su mal, tiene la capacidad de reordenar incluso de manera inconsciente. Acaso todas sean frases hechas, y todos los cafés y toda la ropa y todos los gestos están impedidos de ser nuevos desde el instante mismo en que comenzaron a existir en la consciencia de los hombres. Sea o no ésta la gran explicación de su drama, lo que más ofende a la vendedora de cosméticos es no saber ya en qué punto del tiempo y la consciencia está colocada su vida. Si somos nuestra memoria, especula, quien sólo recuerda que recordó algo no puede ser nadie. Definitivamente, se afirma, lo que ahora necesita es hacer algo extraordinario, romper de una buena vez con su rutina. Pero no se atreve, no se decide a planear ningún cambio pues sabe que al realizar lo planeado volvería a tener la sensación de estarlo recordando. De esta suerte, amedrentada y sola otro domingo sobre su misma cama, la vendedora de cosméticos dispone las cosas para su siguiente jornada. De pronto llora y al hacerlo tiene la clara impresión de no haber hecho otra cosa desde que vio la luz primera. OCHO El primer espadachín de la reina se ha preguntado últimamente hasta dónde tendría que aferrarse a su lealtad. No es que fragüe una traición, tampoco así una serie infinita de decapitaciones que a la postre, bien lo sabe, permitirían a otros más audaces que él instaurar en la región un directorio de edictos sangrantes y gabinetes erráticos. Él siempre se ha considerado un caballero honorable, monárquico a ultranza, de costumbres convenientemente libertinas sólo cuando así lo exigen o permiten los códigos de su bien ganada estampa.
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A lo largo de su vida este atormentado caballero se ha topado con más de un adversario digno de su temple. De cada uno ha sabido dar buena cuenta, no siempre de buen grado, pues muchos de ellos habrían comenzado sus andanzas al servicio de la reina, y luego, devorados por dudas similares a las que ahora embargan a nuestro hombre, han decidido levantar contra el trono la barbilla y el filo de sus espadas. Los motivos para esta aparente involución de la lealtad de los espadachines majestuosos son oscuros. Los diestros simplemente amanecen un día de tantos con el rostro transformado, van y orinan sobre cierta efigie oficial, arrancan algún edicto clavado en las puertas de una iglesia, gritan mueras a la reina y desenvainan sus espadas contra guardias y paladines. Aunque tardan en morir, lo hacen en tal número que las huestes al servicio de Su Majestad han mermado de manera dramática en un lapso relativamente breve. A últimas fechas el primer espadachín ha tenido que apoyarse en cuatro o cinco espadas no tan ágiles, por lo que su primacía hoy no le provoca regocijo alguno. Con cuánta altanería podía antes jactarse con las mozas de ser el primero entre el medio millar de diestros de los que entonces servían en la corte. Bien visto, puede que sea ése el motivo de su presente titubeo: en estos momentos nuestro hombre se pregunta si en verdad hay un galardón futuro para el servicio honorable, si queda en el mundo algo más que el honor de ser la punta de una multitud que sueña siempre con ser la punta, si vale la pena ser la cabeza de un cuerpo frágil, diezmado, inexistente casi, un tropel que va por ese mundo como el guillotinado ya incapaz de erguirse con algo parecido a la dignidad. Cada vez que ha tenido que rematar a alguno de sus colegas rebeldes, el espadachín ha intentado extraerles una confesión, un motivo, una arenga que le permita explicar a sus amos que en algún lugar palpita una conspiración, una secta, alguna argucia papal para aniquilar esa precisa monarquía, un deseo de cambio, lo que sea, cualquier argumento que pudiera permitir a su señora ilusionarse al menos con que pronto tendrá una muerte escandalosa que le permita pasar a la historia. Pero no, ninguno de los espadachines soliviantados tiene una razón de peso para haber hecho lo que ha hecho. Cuando el primer espadachín de la reina se los ha cercado, cuando se inclina sobre sus cuerpos sangrantes para obtener de ellos una confesión rotunda, lo único que escucha son gemidos delirantes dirigidos a una doncella, a una madre que se recuerda entre estertores. O sencillamente un rezo, una súplica de mátame, camarada, que ya no aguanto más esta mierda. Hoy el primer espadachín ha terminado por comprender la razón oculta de la rebeldía, que es también la de su inminente abandono. El motivo es que no hay motivo, se dice, y mientras frota con aceite el filo de su espada evoca el tiempo en el que aún había algo en qué creer. La traición, concluye, no existe. Tan mal estamos que nos faltan argumentos para derribar a un rey o asesinar a un cardenal. Aquí ni siquiera caben las conjuras. El primer espadachín termina de limpiar su espada, busca un edicto y le escupe. Eso bastará para que en unos cuantos minutos el segundo espadachín de la reina lo enfrente en un duelo que será breve, una batalla minúscula que tiene escrito desde ahora su trágico final: la derrota de ambos, apenas espaciada por unos meses, nunca demasiados, nunca bastantes.
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GABRIELA ALEMÁN (Ecuador, 1968)
Nací en Rio de Janeiro en 1968 de padres ecuatorianos. Mi abuelo paterno era poeta, mi abuela materna, nacida en el Pacífico colombiano, fue una gran narradora oral. Crecí leyendo literatura fantástica del Cono Sur y luego todo lo que fue cayendo en mis manos, sobre todo, novelas góticas del siglo XIX. Jugué en la Liga de Basquetbol de Ginebra, Suiza y luego en el Club Olimpia de Paraguay. Viajé a Nueva Orleans a finales del siglo XX y me quedé cinco años mientras terminaba un doctorado en la Universidad de Tulane. Me gusta la ciencia ficción y sospecho que me gustará más, ahora que tengo una rodilla de titanio desde hace siete meses. He publicado siete libros de ficción, el último La muerte silba un blues (Random House, 2014).
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CREDO CUENTÍSTICO La teoría de la percepción señala que el mundo visible está limitado por nuestro pasado. Lo que hemos visto, sentido, olido, creído, leído. Esa es la experiencia sobre la que se arma cualquier cuento. Mientras más amplia es, crecen las posibilidades de que lo que se escriba resuene en el lector. Un cuento no es solo acción y palabras sino manipulación, edición, selección, interpretación e imaginación sobre ese material conocido. Tiendo a preferir los cuentos que no me llevan de la mano y me dicen cómo pensar. Tiendo a preferir los que no son pura pirotecnia verbal sin un interés por iluminar algo, por volver visible lo que antes estaba oculto. Tiendo a abandonar los que repiten una fórmula reconocible. Tiendo a dejarme llevar por los que me cuentan algo conocido de una manera diferente y me hacen llegar a otro sitio. Huyo de los que señalan el genio del autor. Me gustan los que dejan hablar a los personajes o los silencian y nos señalan su nerviosismo o los gestos que utilizan al callar. Me gustan los que me desconciertan, los que me hacen entregarme a lo que propone el autor. Me gustan los que me enseñan algo: como no intentar mostrarlo todo sino aferrarse a un detalle hasta volverlo esencial, por ejemplo. Me gustan los que prefieren lo desprolijo con alma a lo pulido y muerto. Me gustan los que saben tomar distancia de sus personajes, los que pueden observar y extraer algo de esa observación. Abandono los que respetan los buenos modales en la escritura pero también a los que juzgan o se burlan de sus personajes. Me molestan los que asumen que todos pensamos igual. No me interesan los narradores que hablan desde un pedestal a sus feligreses. Me gustan los cuentos que no son inofensivos, los que cuestionan las costumbres aceptadas. Me parecen pueriles los que buscan escandalizar. ¿Y después? Me gustan los que se alimentan de varias tradiciones. Los que se pueden leer en voz alta y, al oír un giro o una frase, un diente entra dentro del mecanismo de una rueda y algo hace, click. Me gusta cuando al leer algo hace, click. Me gusta cuando al escribir algo hace, click. Me gusta que el cuento sea varias cosas. Que sea lo que escribía Jorge Ibargüengoitia, Rudyard Kipling, Grace Paley o César Dávila Andrade. Y lo que escribe Lorrie Moore, María Gainza o Claudia Hernández. Me gusta terminar de leer un cuento y querer escribir otro o salir a caminar. Me gusta que un libro de cuentos tenga una línea que los una y me gusta que en un libro de cuentos todos sean diferentes. Me gusta que los cuentos alimenten lo salvaje que todos guardamos dentro.
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UNA NOCHE EN NY No moví la cabeza de izquierda a derecha para saber si seguía ahí sino para tener una idea aproximada de cuánto pesaba, cómo calibraba el número de revoluciones del mundo y si la coordinación no me fallaba. Quedé en falta. Si iba a escapar de esa cama sin cruzarme con su dueño, iba a ser por una larga tira de arena movediza. Tanteé el bulto de ropa en el suelo y encontré mi ropa interior y medias. Me calcé las botas y, mientras agarraba la cartera, terminé de cerrarme el pantalón. Salí del cuarto apoyándome en las paredes y llegué al corredor tambaleándome y, una vez en la puerta de entrada, giré la aldaba y descubrí que estaba cerrada. No pude ver ninguna llave. No me lamenté, imaginé que me esperaba una larga mañana pero que alguien llegaría a abrirla. Tenía otras preocupaciones; mi cerebro estaba por escapar por el lagrimal de mi ojo derecho si no le daba algo de café así que salí a buscar la cocina. La migraña apenas me permitía mantenerme en pie. Esperaba que el café también lograra minimizar los rumores domésticos del edificio para que no se perpetuaran, como lo hacían ahora, en ondas expansivas. Seguí por el corredor, escuchando cómo se detonaban minas a cada paso: el chirrido de mis pisadas sobre la madera, el ronroneo de la refrigeradora, los sonidos del piso de arriba. No había manera, mis nervios estaban disparados. El café no solo rearmó la papilla de mi cerebro sino que me puso en situación. Y, había que reconocerlo, no me había tocado una buena mano en la repartición de cartas. Miré por la ventana y llovía, el color del cielo en Astoria era cenizo y eran cerca de las cinco de la tarde. La larga mañana había pasado hacía horas. Podía ver mi rostro desvaneciéndose en la lluvia pero preferí concentrarme en las gotas que se estrellaban como monedas contra el vidrio y me perdí en sus formas. Mejor ahí que dentro de mi cerebro, calculando posibilidades y recordando cómo había llegado a ese departamento. Pero los cálculos desaparecieron pronto, apenas llegó el ruido del derrumbe en uno de los cuartos cercanos. Seguí el estruendo hasta una habitación donde encontré a un niño de no más de cuatro años que, sentado en el suelo, acariciaba un pequeño conejo blanco. Cuando entré no alzó la vista pero pude ver, a través del enorme ventanal a sus espaldas, cómo el mundo desaparecía tras la boca de un desagüe. Sobre ese ruido y el de mi cabeza le pregunté cómo se llamaba. No respondió. Su único interés residía en el pequeño animal al que, más que acariciar, se aferraba. Cuando me acerqué, retrocedió. Estiró sus pies descalzos, casi azules, y se arrastró en dirección contraria mientras el animal intentaba escabullirse. Dudé un momento y antes de dar otro paso, desistí. Volví a bajar por el largo corredor hasta la cocina y abrí la refrigeradora. La heladera estaba bien provista y preparé un caldo y una ensalada y regresé a buscarlo. El niño seguía en el mismo sitio, solo que ahora se encontraba en la más absoluta oscuridad. Cuando prendí la luz me pareció que apretó con más fuerza el conejo que, también noté, se movía menos. Esta vez no entré, solo le dije que la comida estaba lista. Aunque alzó la cabeza, su mirada me traspasó. No supe si me entendía o si siquiera hablaba español, y eso hizo que me acercara y le tendiera la mano. Cuando lo toqué, saltó y, aunque abrió la boca, no salió nada de ella. Pero siguió abriéndola y cerrándola hasta que escuché un sonido estridente, algo así como un vidrio apuñalando las cuerdas de un violín y retrocedí y me refugié en la cocina. Bebí dos vasos de agua, calenté la sopa y la tomé con una lentitud
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tan extrema que me llegó a desesperar. Cuando la terminé busqué una bandeja y regresé donde el niño. Lo debí tomar por sorpresa porque al alzar la vista aflojó su puño y el conejo se escabulló debajo de la cama, con él a sus talones. Volvió el sonido del violín. Esta vez no me sonó a otra cosa que a la pulsión de una ansiedad tan hiriente y violenta que logró excavar un túnel por el cuerpo de la noche. No sé cuánto tiempo pasó pero recuerdo que cuando me incorporé del suelo, donde había logrado envolverme como un caracol mientras me cubría los oídos, pude ver que el niño tenía el conejo otra vez en las manos y que lo sujetaba y que el animal ya no luchaba. La mirada vaciada del niño atravesaba algo más que el aire: no pude sino pensar en La pietá. No sabía quién interpretaba a la madre y quién al desfalleciente hijo pues el niño parecía encarnar el dolor y la resignación de ambos pero había algo más, algo que hacía que se agarrara del pelambre blanco como si pudiera exhumar algo de él. No intenté acercarme y empujé la bandeja en su dirección. El niño estiró el brazo y tomó un trozo de lechuga del plato. Los ojos del conejo estaban inyectados de sangre y el contraste con el blanco era feroz; cuando empujó la hoja dentro de la boca del animal, sus párpados se agitaron por última vez. El cuerpecito cedió y se entregó por completo a las caricias del niño y entonces escuché un juego de llaves y, aunque debí parame, no lo hice. Me quedé sentada en el mismo sitio. Después llegó el sonido de unos pasos arrastrándose por el corredor y emergió una figura de las sombras. No reconocí el rostro de la noche anterior, ni supe interpretar su expresión, ni él dio muestras de sorprenderse o de que se percatara de mi presencia pero asentó la jaula que cargaba, se acercó al niño y pasó una mano sobre su cabeza. Ninguno de los dos reaccionó al tacto. Luego el hombre se arrodilló, abrió la puerta de la jaula y sacó un conejo idéntico al otro pero de color negro. Cada pelo del animal estaba en guardia y sus ojos zozobraban. Y, como si fuera algo rutinario, tomó al animal muerto que sostenía el niño y lo cambió por el que temblaba en sus manos. Solo cuando la expresión del hombre se vio marcada por el mayor desamparo, me paré. En el trayecto hacia la puerta sentí que caminaba sobre ramas resquebrajadas, pequeños huesos, migas secas; algo muy distinto a lo que había sentido la noche anterior, cuando bajé por ese mismo corredor, sospechando que la vida podía ser algo más que un largo listado de estafas.
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Fernando Ampuero (Perú, 1949)
Si irremediablemente el hombre es lo que hace, soy cuentista, novelista, periodista, poeta y dramaturgo, aunque no siempre en ese orden. Nací en Lima, en 1949, estudié en la PUCP de esa ciudad y, hacia los 19 años, escribí mis primeros cuentos, que fueron publicados en 1972. Tras un periplo como mochilero por Europa y América Latina, que me llevó a vivir una temporada en Budapest y otra en las Islas Galápagos, me dediqué al periodismo. Me he desempeñado como subdirector de la revista Caretas, director de las revistas Jaque y Somos, editor general de Canal N, director de los programas de TV Documento y Uno más uno, y, en los últimos años, editor de la Unidad de Investigación y del Suplemento cultural El Dominical del diario El Comercio, y de la revista Hombre. En mi obra literaria, he entregado a la imprenta las novelas Caramelo verde (1992), Puta linda (2006) y Hasta que me orinen los perros (2008), que conforman mi Trilogía callejera de Lima (2012), así como las más recientes El peruano imperfecto (2011), Loreto (2014) y Sucedió entre dos párpados (2015); entregué también las colecciones de cuentos Paren el mundo que acá me bajo (1972), Malos modales (1994), Bicho raro (1996), Mujeres difíciles, hombres benditos (2005) y el volumen compilatorio de mi narrativa breve, Cuentos (2016); los libros de crónicas Gato encerrado (1987) y El enano, historia de una enemistad (2001); los libros de ensayos y semblanzas Viaje de ida (2012) y Tambores invisibles (2014); y los poemarios Voces de luna llena (1998) y 40 poemas (2010). En 2006 estrené Arresto domiciliario, comedia feroz, y en 2014 Un fraude epistolar, tragicomedia. Mi obra está editada por Planeta, Seix Barral, Alfaguara, Punto de lectura, Salto de Página, Debolsillo, Mosca Azul, Bizarro, Peisa y Tajamar.
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MI DECÁLOGO DE CUENTISTA 1) Escribir exige asumir riesgos. Un buen escritor conoce sus límites e intenta desbordarlos. El peligro está en no correr riesgos. 2) No basta escribir correctamente. Las bibliotecas del mundo están repletas de libros “bien escritos”. Necesitas añadir algo más. Todo escritor tiene que descubrir en qué consiste ese añadido. 3) No escribas a ciegas. Del escenario, procura saber cómo huele cada rincón; de la anécdota, considera tanto lo que cuentas como lo que no cuentas; y de cada personaje, antes de revelar el aspecto, la conducta y los pensamientos, métete debajo de su piel, observa el mundo con sus ojos. 4) Huye de los lugares comunes. (Aunque decir esto ya lo sea). 5) Acata el precepto de Joseph Conrad, escritor y hombre de mar en su juventud: “El honor de un escritor estriba en cuidar las frases como la tripulación de un barco baldea y cuida la cubierta, sin esperar mayor recompensa que el respeto silencioso de sus iguales”. 6) No olvides que el primer decálogo de la Historia lo escribió Moisés. Los Diez Mandamientos, útiles reglas morales para convivir en sociedad, ofrecen asimismo un excelente uso literario. Al contar sus historias, el escritor debe hacer que sus personajes violen constantemente dichos mandamientos, en conjunto o por partes. Mientras alguien robe, mate, mienta, fornique, blasfeme o desee a la mujer del prójimo, habrá un conflicto y, en consecuencia, una historia que contar. Por el contrario, si tus personajes se portan bien, no sucederá nada: todo será aburridísimo. 7) El lector, cuando se distrae, es un Sultán despiadado. Recuerda la astucia de Sherezade en Las mil y una noches. Si mantienes el ritmo narrativo y lanzas bien tus anzuelos, evitarás que te corten la cabeza. 8) Recuerda también que tu deber es emocionar al lector con una mentira que él leerá a sabiendas. Debes dar respaldo a esa confianza. 9) Los decálogos literarios no son los rieles de un tren, sino a lo sumo las nerviosas agujas de una brújula. La buena literatura es un milagro. 10) Escribe a diario, corrige a diario. “Con resaca o sin resaca”, tal como aconseja Hemingway a los cultores de este oficio de hechiceros.
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VOCES Recordé con exactitud que ella era la mujer de la que Juan Ramón me estaba hablando porque desde un principio había reparado en ciertos detalles: el traje sastre, las anticuadas gafas de carey, el moño cuidadosamente peinado. —Tú tienes que haberla visto, Fernando. Hace una semana, el martes pasado. —Sí, claro —repuse con total seguridad—. A eso de las siete, se estaba haciendo de noche. Por lo menos estuve viéndola unos diez minutos —y no me costó nada rememorarla, como si la tuviera de nuevo enfrente de mí. Era una mujer bajita, pálida y, mirándola bien, bastante delicada, aunque ella parecía empeñarse en reflejar todo lo contrario. Lucía una expresión severa, casi hombruna. ¿Qué edad tendría? Yo le calculé treinta y uno, a lo sumo treinta y dos, pero luego Juan Ramón me dijo que veintisiete clavados. Era ella, sin duda, y además estaba con el chico, un niño de unos ocho años. Ella, el niño, yo, y tres individuos más, a quienes desconocía, aguardábamos entonces en la salita de espera del consultorio de Juan Ramón, un sitio fresco, bien ventilado, con macetas y sillones confortables en el piso 12 de un moderno edificio de Miraflores. —Fue una consulta singular desde el primer momento — sostuvo Juan Ramón, médico otorrinolaringólogo y buen amigo, que hablaba ahora en la terraza de su casa de playa, donde me había invitado a tomar una copa. Ya había pasado una semana, en la que no nos habíamos visto, y, si bien la turbadora impresión ante la experiencia que le tocó vivir estaba superada, algo anidaba en su alma, como un remanente, como la secuela de una oscura frustración—. Para empezar, el niño, al que debía dedicar mi mayor atención, no respondió a ninguno de mis cordiales gestos de bienvenida. Se mostraba esquivo, como si desconfiara de las sonrisas. No debí sorprenderme ante ello. Los niños no gustan de los doctores, y a ese respecto son muy transparentes en sus sentimientos. Pero yo sospeché algo raro, sin llegar a determinar qué era. Luego tropecé con la preocupación de la madre, una preocupación lógica, especialmente cuando se tiene un hijo enfermo. Y aquello, también, me daría mala espina. Más que una preocupación, ella se sentía incómoda ante la actitud de su hijo... Juan Ramón decidió reconstruir la escena de esa consulta como en un montaje teatral. O así, al menos, yo lo imaginé: la mujer y el niño, formalitos, sentados frente a su fino escritorio de caoba; él, en impecable bata blanca, haciendo anotaciones en una ficha nueva. —No sé qué hacer con mi hijo, doctor —dijo ella—. Pero tengo la esperanza de que usted me ayude a solucionar su problema. —¿Problema de garganta o de oído? —De oído. —¿Qué es lo que le pasa?
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—No oye bien, doctor. O mejor dicho, puede oír unas cosas y otras no las oye... Al principio, por supuesto, pensé que se conducía así por pura malacrianza. Pero ahora, no sé cómo decirlo... me parece que hay cosas que él realmente no alcanza a oír. El niño, callado y con las manitas entrelazadas, miraba de reojo a su madre. Juan Ramón iba a proseguir con su rutinario interrogatorio preliminar, pero se detuvo en seco. E impulsivamente se incorporó de su asiento y se aproximó al niño, a fin de cuchichearle algo al oído. Luego le preguntó: —¿Has escuchado lo que te dije? —Sí —murmuró el niño. —¿Qué te dije? —Me ha dicho: «Los enanitos tienen patas rojas». Juan Ramón le guiñó un ojo: —Es correcto —dijo, y volviéndose un segundo hacia la madre, acotó: — No es un problema de baja audición. El niño le parecía normal en sus reacciones al diálogo que los tres sostenían, pero a ratos lo percibía hostil y hasta atemorizado, o quizá molesto de afrontar situaciones que concernían al mundo de los adultos. Sea como fuere, sabía muy bien que el único camino para formarse una opinión demandaba otras pruebas: examinarlo con el videotoscopio o hacerle una audiometría. Aquello le tomaría cierto tiempo. Se dirigió sin dilación hacia un recodo del consultorio, dispuesto a alistar su instrumental. Y mientras tanto, prosiguió distraídamente su interrogatorio, desgranando preguntas, acopiando toda suerte de datos sobre su joven paciente. La mujer, sumamente aplicada, daba las respuestas. El niño no sufría enfermedades crónicas, nunca había padecido de otitis, no oía música en walkman, no utilizaba Q-tips en su aseo personal, no registraba antecedentes familiares de sordera. Juan Ramón, a cada respuesta, iba descartando posibles causales. Hasta que, en una de esas, la mujer soltó algo que no venía al caso. Afirmó que el padre del niño, de quien estaba divorciada y al que no veía desde hacía dos años, tenía pie plano, y que esa desagradable malformación la había heredado su hijo. Juan Ramón paró la oreja, como si ese comentario estuviera repleto de secretos, y advirtió que el niño se miraba los pies. Luego, concentrándose otra vez, o simulando que se concentraba en la conexión del cable de su linternilla, sufrió un leve acceso de tos. —Hay una pregunta que no le he hecho —dijo entonces, lentamente—. ¿Puede decirme qué es lo que su hijo oye y qué es lo que no oye? La mujer levantó la barbilla para responder: —Lo que oye no tiene importancia, doctor. Escucha perfectamente la televisión, los ruidos de la calle, y a usted o a mí cuando le hablamos. Me inquieta más bien lo que no oye. Nunca obedece lo que le dice mi madre, ni tampoco lo que le dice mi padre —y dirigiéndose al niño, agregó: — ¿Es cierto lo que digo o no?
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—Sí —dijo el niño, enfurruñado. —¿Y por qué no lo haces? —insistió la mujer. —Porque no los oigo —dijo el niño. —Ya ve, doctor. Dice que no los oye. Juan Ramón se vio obligado a intervenir: —¿Por qué no oyes a tus abuelos? —indagó—. ¿Acaso hablan muy bajito? —No lo sé —dijo el niño. —¿No te llevas bien con ellos? —No lo sé —repitió—. No los oigo. La mujer meneó enérgicamente la cabeza, como dando a entender que todo lo que le ocurría a su hijo la estaba poniendo muy nerviosa. Procurando calmarla, Juan Ramón se volvió esta vez hacia ella: —¿Y usted vive hace mucho con sus padres? —preguntó. —Sí, desde que me divorcié —dijo ella—. Una vez que me divorcié, regresé a la casa de mis padres. Eso habrá sido tres meses antes del accidente. —¿De qué accidente? —Del accidente de mis padres —la mujer hablaba ahora más tranquila; su hijo, que ya no se miraba los pies, había puesto una de sus manitas sobre el regazo materno—. Mis padres fallecieron en ese accidente horrible, el del avión que cayó al mar, hace un año. Juan Ramón la observó en silencio, presa de un ligero temblor, como si una ventana se hubiera abierto de pronto dejando entrar un viento helado. —Pero yo hablo con ellos todos los días, doctor —prosiguió ella—. A la hora del desayuno, antes de salir a trabajar, y también en las noches, antes de ir a dormir. En casa todos vemos juntos la televisión y charlamos animadamente largo rato. Mis padres son muy conversadores. ¡Pero este chico ni caso les hace!
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Beatriz Bracher (Brasil, 1961)
Soy Beatriz Bracher, paulistana, escritora y guionista. Nací en São Paulo, en 1961, donde viví y estudié hasta cambiarme para Río de Janeiro, en 1983. Allá crecieron mis tres hijos y terminé la Facultad de Letras. En ese periodo publiqué con amigos la revista de literatura 34 letras, que duró siete números. Después, en 1992, fundamos la editorial 34, donde trabajé por ocho años hasta que me tomé un año sabático que dura hasta hoy. Ya había regresado a São Paulo cuando salí de la editorial, en 2000. Publiqué mi primer libro, Azul e dura (Azul y dura), en mayo de 2002. Desde entonces escribí otras tres novelas: Não falei (No he hablado), Antonio (Antonio), y, el año pasado, Anatomia do paraíso (Anatomía del paraíso). Publiqué también dos antologías de cuentos, Meu amor (Mi amor) y Garimpo (Excavación del oro). Escribí dos guiones, uno con Sergio Bianchi (Os inquilinos / Los inquilinos) y otro con Karim Aïnouz (O abismo prateado / El abismo plateado) e hice algunos collages. + o – 40 min sobre o amor (+ ou – 40 min sobre el amor), Eu tenho medo (Tengo miedo) son 30 personajes construidos con frases que las personas escribieron en un site acerca de sus miedos. Parece que a favela puxa de volta (Parece que la favela te jala de vuelta), es la superposición de declaraciones de jóvenes, sus madres y profesores acerca de la vida en una favela de Vila Leopoldina, en São Paulo. Si menciono los collages es porque ellos señalan, de forma más explícita, el camino que he recorrido en mis más recientes libros, específicamente Garimpo y Anatomia do paraíso. Reescribir lo que ya fue escrito, colocar el trabajo autoral más en la revisión que en el escrito original, cortar, escribir de nuevo lo ya escrito, a veces de forma idéntica al original, es lo que me ha gustado hacer últimamente. Mi más reciente libro y estos collages, incluso y predominantemente con voces y textos ajenos, también tienen que ver con el montaje de la editorial a través de los libros escogidos, con la edición de una película, con la lectura de libros. ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2016
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DECÁLOGO DEL CUENTO (en comparación con la novela)
1. Es más difícil escribir un cuento que una novela. 2. El error, en el cuento, brilla, rompe la lectura y no excita la atención, la dispersa. En la novela el error, en general, pasa a formar parte de la trama, la enriquece (a menos que sea un error estructural, cuando, entonces, la novela entera se desmorona). 3. La novela es más cercana al romance y al cine. El cuento es más cercano a la poesía y la fotografía. El teatro es otra cosa. 4. El tiempo de la producción y el de la lectura son parecidos. El día a día del escritor y del lector, en tanto escriben y leen, no se mezcla mucho con el cuento, no interfiere demasiado en su producción y lectura. El cuento se impone sobre la vida en el momento de la lectura. Ya la novela acompaña y es acompañada por la vida. 5. Cuando escribo un cuento, lo releo del comienzo hasta el final todos los días, y después continúo con su escritura o revisión. Con la novela, conforme ella avanza, releo solamente lo que escribí en los días inmediatamente anteriores. Si fuese a leer todo, después de algunos meses de iniciado el trabajo ya no me sobraría tiempo para escribir. Por esto, también, la experiencia de la escritura es tan parecida con la de la lectura. Escribimos y leemos una novela sin ver el todo; el día y sus hechos entran y se mezclan con los fragmentos del libro. 6. Comencé mi vida de lectora adulta con el cuento. Tengo por él una gran admiración y un respeto adolescente. 7. El cuento es un objeto y la novela, una corriente; por esto, para mí, las experimentaciones lingüísticas tienen más sentido en el cuento que en la novela. Ese cuento-objeto necesita tener límites sólidos y precisos. El lenguaje, diferente del lenguaje del cotidiano; el lenguaje no naturalista crea un objeto aparte del común de nuestra vida. 8. Mis cuentos son menos apreciados por la crítica que mis novelas. Por mi parte, me gustan bastante algunos de ellos y me avergüenzo de otros. Los cuentos están más separados de mí que las novelas. Ellos, los cuentos, ya nacen crecidos, autónomos. Después de terminados, no siento nostalgia por sus personajes ni por su paisaje. 9. Me encantan los cuentos de Karen Blixen, Raymond Carvel, Tchecov, Virginia Woolf, Machado de Assis, Rubens Figueiredo, Nuno Ramos, Alice Munro. Tengo envidia de los cuentos de Clarice Lispector; tal vez, por esto, ellos no me gusten mucho. 10. Es más trabajoso escribir una novela que un cuento.
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LLUEVE Y EL DINERO DEL MARIDO Una jardinera de tierra oscura en espera de mudas de pensamientos bordea el muro de granito. Ella dormita en la tumbona; el cercado de la alberca está cubierto de pequeños rosales. Un sol inconstante entibia la mañana carioca; sus rayos, reflejados en el agua limpia, juguetean en el rostro de Matrena. Con botines de hule azul, Lucas lleva piedras de los bordes del camino a la cubeta y las acarrea de vuelta. El caminar torpe de niño de un año y medio es persistente, su rostro enrojecido por el frío se concentra en la labor: un paso, otro, uno más y puf, el pañal amortigua la caída. Él se levanta y vuelve a caminar, se agacha al borde del camino, elige una piedra entre las piedras, la toma, se levanta paso tras paso, se agacha y suelta la piedra dentro de la pequeña cubeta de metal; sus ojitos acompañan la caída y parpadean con el sonido del golpe. Todo es atención. Ruido de las piedras traqueteando en la cubeta roja. Lucas toma una de las piedras, la levanta e inicia el camino de vuelta. En el estanque de granito gris, el movimiento de los pececillos rojos resplandece bajo el sol oblicuo. Lucas se detiene, se inclina sobre el borde y, despacio, abre la mano regordeta dejando desaparecer la piedra en el agua oscura. Círculos concéntricos agitan la luz del día dentro del estanque y desparecen; los peces van y vienen. La manita del niño aumenta, aumenta y desaparece, splash, tras el movimiento rojo. Lucas está inmundo, lleno de tierra y con el brazo empapado. La nariz rojita escurriendo, en la boca una sonrisa pícara. Mira a su madre, feliz de haberla despertado. Matrena escurre de la tumbona y, gateando lentamente, se acerca, lame, mordisquea y abraza a su hijo. Entre cosquillas y cariños y gruñidos ambos ruedan por el pasto húmedo. —Ay, ay, ay, qué delicia. Qué cosita más linda. ¿Quién es el hijo más querido y cochinito del mundo? Mi lindo, lindito, linduco. Hum, mi fuentecita de calor, quédate aquí cerca de mamá. Lucas ríe e intenta librarse del cariño de mamá gata. Matrena lo suelta, él sale corriendo y mirando hacia atrás. Un vacío hiela el corazón de la madre. Qué bonito es, Dios mío, qué niño tan lindo. Y lejos. El hijo, la casa, el marido lejos y muy lejos, fuera del alcance de sus brazos sin fuerza. La mujer distante incluso de su soledad. “La mujer distante”, la expresión reverbera en la mente de Matrena con sus seis sílabas entrechocando claras: “la mujer distante, la mujer distante, la mujer”. El sonido del timbre la trae de vuelta. El carpintero, ¡sólo puede ser él! No diseñé nada, ni siquiera pensé en eso. ¿Qué necesito? El armario va a ser de formica. No puedo olvidar los ganchitos para las tazas de café. Repisas estrechas para que no se acumulen trastes al fondo. En el cuarto de lavado, madera clara. —Señora Matrena, ya llegó el carpintero. —Ya voy. Quédate aquí cuidando a Lucas, hay que darle un baño. Está empapado. Reprobación, claro, estampada en el rostro de la nana: “pobrecito, va a pescar un resfriado”. Matrena necesita dormir. —Buenos días, don Joaquín, ¿cómo le va? —Buenos días, señora Matrena, la voy llevando.
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Es blanco y gordo, cara muy roja, suda como un enfermo cardiaco. Se saca un pañuelo del bolsillo y se seca el sudor de la frente. Después de pagar el anticipo hay que esperar y esperar hasta que el hombre rojo entregue el encargo. Cuando lo entrega, el mueble es siempre de la mejor calidad, de la mejor calidad, no hay igual en la ciudad, sin duda no hay igual; ni tan caro. El problema es el tiempo y el dinero; o debería serlo. No sé manejar mi tiempo, ni el dinero de mi marido. Para ir del jardín al cuarto de lavado, en el patio de atrás, Matrena y el carpintero cruzan el lugar de los botes de basura, el olor y el ruido de la cocina. Hoy el corredor de servicio está limpio. En honor a la verdad, hace ya algún tiempo que se mantiene limpio, desde que Carmen llegó. No hay musgo ni pegostes de papel o cáscaras de naranja pisadas. De todas formas, los olores. —Por aquí, don Joaquim. Ahora hay que mover algunas cosas en el cuarto de lavado. —Olor a cloro, pinol, detergente y suavitel. Después está la cocina. Café fresco, amoniaco, estropajo arrugado y viejo—. En realidad aquí en el cuarto de lavado no necesito precisamente un armario, más bien unas repisas con algunas partes que se cierren sólo con tela. Este lugar es tan húmedo, quizá sea mejor hacer algunas repisas de piedra o cemento. La verdad. ¿Piedra, cemento y un carpintero? ¿Para qué hice venir a este hombre? —Señora Matrena, la piedra y el cemento ocupan mucho espacio. Con un revestimiento de formica y madera bien seca podemos hacer ese armario. ¿Para qué va a usarlo? —Estoy pensando en un espacio para guardar los productos de limpieza del cuarto de lavado, otro para poner la canasta de la ropa sucia, otro para la canasta de la ropa que hay que planchar y otro para los cestos de la ropa limpia. Carmen interrumpe a su patrona. —Señora Matrena, eso no va a funcionar. La canasta de la ropa sucia tiene que estar aquí junto a mí. ¿Para qué dejarla guardada en un armario? Y, además, yo guardo la ropa planchada todas las tardes; no necesito un espacio para eso. Carmen, Carmen, Carmencita, ¿podrías explicarle entonces a don Joaquim por qué me estuviste fregando toda la semana, durante meses y meses diciendo que necesitabas un armario? Ella tiene toda la razón. ¿Para qué? —Lo que necesito, prosigue Carmen, es un lugar para ir colgando las camisas y los manteles. Otro para mi canastilla de costura y mi máquina de coser. Unas repisas profundas para los productos que uso. Y ya. Matrena decide que, entiende que, determina que hoy no. El cuerpo de Matrena comienza a enfriarse, sudor en las manos frías, los labios amoratados. Morena y ruborizada, Matrena se frota el brazo izquierdo con la mano derecha para espantar el frío que no hace; el morado en los labios le gustaría. —Mire, don Joaquim, tengo que pensarlo mejor y platicar con Carmen. Voy a quitar esos armarios viejos de ahí y luego voy a diseñar el nuevo con calma —Pausa cansada—. Todavía le debo el último pago de los armarios de los cuartos, ¿verdad? —Sí, pero puedo diseñar el armario nuevo aunque el otro siga ahí. Se pueden sacar medidas con la pared.
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Perfectamente, claro que se puede, en la vida siempre se puede. Se puede incluso más: se puede el armario de la despensa, con los ganchitos y las repisas estrechas, se puede, don Joaquim. Le pedí que viniera hasta aquí, yo, una mujer que sólo quiere dormir en esta vida, a usted, un hombre, y un hombre ocupado, trabajador, rubicundo, que gana el sustento de su familia con el sudor de su frente, le pedí que viniera sólo para que recogiera un cheque que podría haber depositado en su cuenta. Eso es lo que pasa ¿por qué no lo entiende? Del interior de Matrena brota la voz de su marido: querida, no te preocupes, el tiempo que pierde con sus indecisiones, amor mío, está incluido en la cuenta que le pago; tu problema no es el tiempo de don Joaquín o si don Joaquín cobra bien; tu problema debería ser mi dinero. Suspiro profundo, Matrena baja la cabeza, estoy enferma, necesito que me cuiden. —Disculpe que lo haya hecho venir —la voz le sale seca—. Yo le hablo cuando termine el diseño del armario nuevo. Don Joaquim, mala cara, don Joaquim, mala cara, don Joaquim, mala cara. Pues así es esto, gajes del oficio. Mi dinero, Matrena, mi dinero hace que el oficio sea leve. —¿Cuánto le debo? Ya sentada en el banquito de la mesa de planchar, con la chequera abierta, la pluma en la mano. —Cincuenta. Cincuenta mil cruzeiros, ya no me acuerdo más si. ¿Eran cincuenta? ¿Cuánto le pagué de adelanto? Hace tanto tiempo. Él dice que faltan cincuenta, se va si le pago cincuenta, deben ser cincuenta, cincuenta mil cruzeiros o cruzados, cruzados novos o milréis. Cincuenta denarios, rupias, cincuenta conchas de una playa mesopotámica, cincuenta dientes de burro. Cincuenta días de mi amor. —Aquí está, don Joaquín, la semana que entra le hablo. Matrena le entrega el cheque. —Muchas gracias, espero su llamada. Aire ostensivo de enfado, se embolsa el dinero del marido y se va. Necesito respirar. Pasa por la cocina. Carmen pica zanahorias. Olor a gallina cocida. No soporto la gallina, no me gusta que piquen las zanahorias en pedazos tan pequeños, se ablandan. Malos pensamientos y aromas, náusea. ¿Qué es lo que realmente le molesta, la gallina, las zanahorias, Carmen, la cocina? Todo. Todo lo que depende de la mujer es malo. “La inútil mujer, nada puede depender de la inútil mujer, la mujer, todo es malo; la mujer, la mujer, la mujer”, resuena, reverbera, retumba y palpita infinitamente en el cráneo de la mujer extenuada. Quiero un cuarto blanco, sábanas claras y aire fresco. Yo recostada en la cabecera de la cama, el cabello suelto sobre las almohadas. Qué bella es, piensan todos al ver mi rostro joven, muy joven, antes de. Visitas, cuidados, movimientos a mi alrededor, y yo medio dopada. Me traen agua fresca en un vaso de cristal, bebo despacio entrecerrando los ojos de pestañas largas. Me ofrecen chocolates que rechazo, haciendo un gesto cansado con las manos delicadas (desde el jardín de niños la envidia de las manos y gestos delicados, afectados, pieles blancas, loca de ganas de ser capaz de rechazar el chocolate; mis manos huesudas, mis pestañas cortas y yo, yo quisiera tanto ser inapetente, tener hepatitis).
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Todos me quieren bien, me cuidan, y yo estoy enferma. Siento en el rostro el viento fresco que atraviesa el tul de las cortinas. Alguien me acaricia el cabello y susurra: —Todo va a estar bien. La gente sale, comenzado a llover. Llueve, llueve, llueve. Hace siglos que llueve, el mundo está cansado, se encoge. La piel de la punta de mis dedos se arruga en el agua caliente de la tina, me sumerjo en el tedio caliente de la tina. El ruido de la puerta abriéndose atraviesa la capa de agua. —Querida, ya llegué. Tomado de: Nado libre. Narrativa Brasileña Contemporánea. UNAM, 2013. (Traducción de Paula Abramo)
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©Alejandra López
Marcelo Birmajer (Argentina, 1966)
Mi nombre es Marcelo Birmajer y me siento viejo desde los 20 años. Ya tengo cincuenta y no he rejuvenecido ni uno. No creo que ser joven sea una cuestión de espíritu: se es joven hasta los 33 años, como bien señaló Julio Iglesias. Si Julio dejó de ser joven a los 33, nadie puede serlo después de esa edad. Pero sí se puede ser viejo a cualquier edad, y yo soy viejo desde los 20. Publiqué mi primer libro a los 22 años y escribo desde que tengo memoria. Desde el primario hasta hoy, siempre hice lo mismo: inventar historias. He trabajado en un centenar de medios gráficos, he publicado más de treinta libros, escribí el guión de una película, El abrazo partido, que ganó el Oso de Plata en Berlín, pero no soy rico ni famoso. Todos los días debo concurrir a mi oficina para trabajar, si es que quiero llegar a fin de mes. Soy mi propio jefe, pero también mi propio empleado. Me gusta el sashimi, los libros de Henry Kissinger y de Isaac Bashevis Singer. Mi película favorita es Érase una vez en América. Me gusta ser judío, me gusta ser argentino y me gusta ser de clase media. Pero no siento especial aprecio por mí mismo. No creo que en la autoestima esté el secreto de nada. En cambio, creo que debemos trabajar y ser buenos. Mi ideología son los diez mandamientos. Si todos nos encargáramos de cumplirlos, no necesitaríamos milagros.
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DIEZ CONSEJOS PARA ESCRITORES 1) No declame que escribir lo hace sufrir. En tal caso, abandone la escritura. Hay escritores de sobra, y en los últimos años, gracias al fundamentalismo islámico, tampoco faltan mártires. De modo que no precisamos de ninguna de sus dos condiciones. 2) Si no escribe para los lectores ni para la crítica, no publique. Envíele sus escritos por mail a su abuela. ¿Para qué molestar a correctores, diseñadores y editores, si a usted no le interesa salir de su casa? En cualquier caso, no repita más que escribe sólo para usted mismo. Ya lo dijo Borges, y tampoco resultó verosímil. 3) No repita que la novela se ha agotado como género. Es su imaginación la que se ha agotado. 4) No continúe culpando al mercado, ni a los tiempos que corren, de que nadie quiera leerlo. A usted no lo leerían ni en una sociedad autoritaria que obligara a los niños a leer sus textos so pena de muerte. Al menos, festeje el hecho de que, si bien no le prestan atención, tampoco lo mandan a matar. 5) No se queje de la única adaptación al cine que se ha hecho de su ignota obra. A nadie le ha importado su novela, pero mucho menos su opinión respecto de la película. 6) No insista con que los personajes se le aparecen en el toilette, en la cocina y en la cama. Todos sabemos que miente. 7) En lo posible, procure no llevar un diario íntimo. Dicho implemento se ha convertido en un engañoso género literario. Si quiere publicar sus intimidades, hágalo deliberadamente; pero no obligue a sus herederos a sentirse culpables por revelar secretos que usted indudablemente registró para continuar siendo atendido después de muerto. 8) No declame que no le gusta escribir en computador. Abomine de la tinta, esculpa las letras en piedra, deje su testimonio pintado con sangre de mamut en una caverna. Pero háganos un favor: no siga repitiendo que no le gusta escribir en computador. 9) Nos parece muy bien que abandone la escritura. Pero no lo anuncie. Hágalo directamente, en silencio. 10) No abandone a su esposa por una más joven luego de su primer éxito. Espere al menos a dos o tres éxitos, no sea cosa de que tenga que volver corriendo.
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EL TELEVISOR Todavía hay casas de reparación de electrodomésticos, con las vidrieras atiborradas de viejos artefactos en reposo: licuadoras, planchas, motores de máquinas corta pasto y gigantescos televisores grises. Más que casas de reparación, parecen de antigüedades. Pero nunca dejo de observarlas, como si el pasado pudiera revelarme novedades imposibles de hallar en el presente. Supe ser niño en una época en que esas tiendas eran imprescindibles, y nadie pensaba en comprarse un televisor nuevo cuando se rompía el vigente; los televisores y las agendas eran para toda la vida: sobrevivían a mudanzas y tormentas. Aquella primavera del 75 yo había ido a la casa de reparación a preguntar por un Simon- el juego de memoria con luces y colores- usado, que vendían a mitad de precio. El técnico y dueño del local me explicó que ese Simon, ofrecido el día anterior en vidriera, no había sido vendido; le fallaba la luz roja. Me estaba por retirar aliviado cuando entró en el local, sobre Viamonte, entre Uriburu y Pasteur, la señora Rosalía. - El televisor atrasa- le dijo al técnico. No era una opinión sobre los medios de comunicación, sino una queja literal: las películas empezaban siempre unos minutos más tarde en su televisor, las noticias llegaban cuando todos los demás ya se habían enterado. La prueba irrefutable era que, durante el partido de fútbol del último domingo, habían escuchado el gol gritado por todos los vecinos por lo menos dos minutos antes de que efectivamente los mismos jugadores hicieran el gol en su televisor. Rosalía vivía con su marido, Eleuterio, quien había salido a la calle por última vez en el año 70. El técnico le explicó a Rosalía que había probado el televisor varias veces antes de cobrarle la reparación; ese desperfecto que ella mencionaba, en caso de existir, no podía deberse a un problema técnico del artefacto, sino a algún problema en la llegada de las ondas o dificultad de la antena, sin relación con el televisor en sí. Pero lo que yo deduje era que el técnico desconfiaba de la cordura de Rosalía y descartaba la veracidad de su reclamo. Rosalía insistió: ella perfectamente podía soportar que su novela tardara unos minutos más en comenzar, pero Eleuterio, cuya única distracción era el fútbol, había perdido el sentido de su vida con la catástrofe de escuchar los goles gritados por otros antes de que sucedieran en su televisor. El técnico, ya entrando en el terreno del irrespeto, le sugirió a Rosalía que su marido fuera a ver los partidos a lo del vecino. A lo que la señora respondió que, como bien sabía el técnico, Eleuterio no salía de su casa. En ese momento ambos alzaron un poco la voz, y me marché en busca del solaz del silencio primaveral de la calle Tucumán. Regresé una semana más tarde, con el dinero en el bolsillo. Pero el Simon no había sido arreglado. El técnico, nunca dicharachero pero sí amable, se hallaba sumido en un silencio inquietante. Me dio a entender que ese juguete no tenía arreglo. - No se lo conté a nadie- me dijo, finalmente- Pero vos la escuchaste.
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Me escarchó tanto que al final fui a la casa. La novela tenía que empezar a las 12 del mediodía, empezó a las 12 y cinco. Le devolví la plata. Le dije que para que me dejara de molestar, pero no me puedo sacar de la cabeza la idea de que algo raro tiene ese televisor. En la actualidad, hubiéramos coincidido en que se trataba simplemente de uno de los frecuentes cambios de horario; pero el relato de Rosalía, sumado a la estricta puntualidad de la programación de entonces, me contagiaron la alarma del técnico. Pocos días después, cerró su local y se marchó con destino desconocido. El rumor recorrió el barrio. Eleuterio y Rosalía poseían un televisor desligado del tiempo real. Muchos vecinos quisieron pasar a esa casa, de portal húmedo y descascarado. Pero salvo al técnico, a ningún otro intruso se le permitió trasponer el umbral. Ese mismo mes de septiembre, vimos llegar a un señor de traje y corbata, tocar el timbre de la casa, y aguardar mirando para uno y otro costado, con cierta displicencia, como si el barrio no estuviera a su altura. Una mariposa se le posó en el hombro, y la apartó como si fuera una mosca. El nombre ya no viene al caso, pero era un investigador de la vida extraterrestre y los fenómenos paranormales. Eleuterio, luego de cinco años de ostracismo, salió a la puerta empujando el televisor en una mesa con rueditas. El forastero sacó un fajo de billetes de su bolsillo. Un muchacho salió de un auto blanco y ayudó al profesor a cargar el televisor en el asiento de atrás. Al día siguiente el profesor regresó con el auto blanco y el televisor. Tocó nuevamente el timbre, lo atendió Rosalía, sobrevino un escandalete y el asunto terminó con el profesor arrojando el televisor contra el cordón de la vereda. El artefacto quedó deshecho, como un animal destripado. Yo nunca había visto un televisor por dentro hasta ese momento. Pero en los días posteriores, Rosalía denunció que esa destrucción no había roto el hechizo: su casa había quedado desfasada en dos minutos respecto del resto del mundo. Cuando este planeta insólito por fin se acabara, ellos aún tendrían dos minutos más para apreciar las ruinas.
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©Soledad Aranda
Ana Clavel (México, 1961)
Nací en 1961, el año en que la Unión Soviética mandó al espacio al primer hombre: Yuri Gagarin. Entonces la Ciudad de México tal vez ya no fuera la región más transparente del aire, pero sí estaba menos transpirada. Empecé a escribir cuentos a los catorce años. En mi casa no se leía, pero se veía mucha tele. Muy pequeña descubrí un programa que me fascinaba: Galería Nocturna, de Rod Serling. Ahí tuve mis primeras lecciones de estructura y trama del cuento, pues los cuadros que presentaba, casi siempre de tintes pesadillescos, desarrollaban historias contadas al revés (estructura retrospectiva), a la mitad del conflicto (estructura in media res), o de principio a fin (estructura cronológica) como me enteraría más tarde, cuando cursaba la carrera de letras hispánicas en la UNAM. Poco a poco llegué a Rulfo, Cortázar, Quiroga, Maupassant, Mansfield, Garro... Antes de entrar a la carrera ingresé a un taller literario de cuento de Promoción Nacional del INBA, coordinado por el escritor Orlando Ortiz. Resultado de ese taller fue mi primer libro de cuentos: Fuera de escena (1984). Me llevaría ocho años publicar el siguiente: Amorosos de atar (1992), con el que obtuve el Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen. Cuando di el salto a la novela, ya tenía asimiladas lecciones maestras del cuento: la economía de recursos y la tensión implosiva, que de algún modo me sirvieron para entramar mis historias de largo aliento con un imperativo: la atención-tensiónseducción del lector. Pero las lecciones del cuento me han servido sobre todo a la hora de escribir novelas cortas como Las violetas son flores del deseo (Premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional 2005), que yo digo conjunta la verticalidad del cuento con la horizontalidad de la novela. Por eso hablo de la “vertical horizontalidad” de la novela corta en un ensayo titulado: “Ponerle la cola a la quimera: poética incierta de la novela corta”, incluido en el primer volumen de Una selva tan infinita. La novela corta en México (2011). En tiempos recientes he practicado también la minificción con Corazo-Nadas (2014), pero desde mi primer libro incluí tres minicuentos o “textículos”, como entonces se les llamaba. Uno de ellos, “En compañía de Onán”, era de sólo dos líneas. ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2016
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CREDO Tres reglas de zoología fantástica aplicadas al cuento: 1. 2. 3.
Como todo animal fantástico, un cuento debe seducir de principio a fin. Con un mínimo de palabras, debe sugerir al menos el doble de enigmas, atisbos o perplejidades. Además de la importancia de cada una de sus partes, un cuento sostiene su tensión en el tono narrativo. Si el principio es la cara y el final la cola de la quimera, el tono es su canto de sirena.
Un ejemplo:
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CINCO CUENTOS BREVES EL MUNDO EN AZUL La fila de atención a clientes era numerosa. La verdad no entiendo a estas empresas que se gastan millones en publicidad con globos aerostáticos y tomas panorámicas espectaculares, videos hechizantes que harían al más pelmazo ambicionar sus productos y el modelo de vida ensoñada que proponen, pero que en la práctica son incapaces de brindar un buen servicio, un trato amable y respetuoso a sus consumidores. Pasaban los minutos, la cola de ese animal de reclamos e inconformidades que conformábamos no avanzaba, y la gente comenzaba a dar señales de hartazgo. Un hombre a quien le habían regresado por segunda vez un equipo deficiente vociferó con demandar en la Procuraduría del Consumidor. Mientras la chica que lo atendía se alejaba a consultar el caso a un privado, observé aquella especie de ratonera donde nos encontrábamos como conejillos de laboratorio: la luz artificial blanquecina, la escasez de mobiliario, el aire enrarecido contribuían a la sensación de atrapamiento. Entonces reparé en la pared lateral más próxima, cubierta en buena medida por un acrílico azul brillante. Era como un ventanal donde se reflejaba en una dimensión cerúlea el espacio de la sucursal toda, con sus varios mostradores y numerosas filas. Ahí estábamos unos y otros, duplicados en ese mundo en azul. Cuando encontré mi propia figura en la superficie plástica, tuve ganas de levantar la mano y saludarme pero aquello hubiera sido muy desconcertante para quien lo hubiera advertido —no pocos por cierto, pues cansados de la espera, a los de mi cola animal no les quedaba más remedio que alzar los cuernos, atisbar por sus celulares o espiarnos a los otros con desconfianza y malestar. Comencé a escudriñar aquel mundo paralelo de sombras y fantasmas azulados. Ahí estaba el hombre al que le habían regresado por segunda vez un equipo que a las primeras de cambio, volvía a fallar. De un tono azul subido, aguardaba con enfado que regresara la muchacha del mostrador, tamborileaba los dedos, cambiaba el peso de una pierna a otra, se llevaba la mano al cuello. También una mujer de traje sastre de muy buenas carnes azules a la que el policía de vigilancia no le quitaba el ojo. Un joven oficinista que había aprovechado la hora de comida para ir a hacer cola y mandaba mensajes por su celular a una velocidad frenética. Una pareja gay que no paraba de contarse las últimas andanzas del fin de semana —vehementes en sus gestos, parecían arlequines de un circo entre azul y buenas tardes. Por fin regresó la chica de nuestro mostrador. Con absoluto desdén le comunicó al cliente que la empresa no se hacía responsable del aparato porque la póliza había vencido un día antes. En respuesta, el hombre del plano azul la tomó del cuello sin miramiento alguno y comenzó a zarandearla. Pero en vez de gritar pidiendo ayuda, la muchacha parecía disfrutarlo y hasta gorjeaba en azul celeste. Estupefacta, busqué al policía que no le quitaba el ojo a la mujer de buenas carnes, pero ya no sólo la miraba sino que había pasado a la acción y tras acariciarle los senos, le ponía su propia gorra en la cabeza y ella se dejaba tomar fotos con una camarita que el vigilante acababa de extraer del bolsillo del oficinista. Por su parte, la pareja gay se había puesto a hacer lagartijas azules en plena sala de espera y varios les hacían corro y les llevaban la cuenta. Esto sucedía en la parte más próxima a mi fila, pero más allá había piruetas y extravagancias insólitas, besos entre desconocidos, manoseos, cuchicheos, bofetadas,
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golpes... Un pandemónium se desataba en aquel ventanal de acrílico azul mientras de este lado del espejo la gente continuábamos en nuestros lugares de tedio y hartazgo con toda nuestra gama de colores reales. Volví a buscar mi figura en aquel mundo tan azul, tan intenso. Me costó trabajo dar conmigo. No puedo contarles lo que estaba haciendo. Historia sin lobo Este hombre despierta mi hombre. Llega tarde a la cena de autores a la que he sido invitada. Inapetente, apenas si he tocado un par de bocadillos. Saluda y entre el alboroto, queda a mi lado. Es sencillamente un encantador. Toca su flauta y ya me bamboleo y salgo de la cesta. Su olor me abre. Platicamos sin ocuparnos de los otros: de las anguilas que discurren ciegas por su deseo en un libro de Cortázar, de los mingitorios del Bar del Diego “tan inodoros y límpidos que se podría beber agua de ellos”. De pronto me pasa la mano por debajo de la mesa. Descubre el bulto que sólo para algunos me crece. “No sabía que las mujeres tuvieran pene”, susurra a mi oído. Siento la presión en la entrepierna, casi dolorosa, y le sonrío porque también ha despertado mi hambre. Un camarero coloca un plato de cerezas y quesos en la mesa. Tomo uno de los frutos entre mis dedos y, golosa, comienzo a devorarlo. Mi hombre se levanta y se dirige al baño. Luego de unos segundos en que contesto una pregunta de otro de los invitados, me excuso para ir al tocador. Abro el que no me corresponde. Ahí está mi hombre. No se sorprende al verme pero tiembla y se sonroja con una fiebre repentina. Me aproximo a él y le acaricio sus tímidos senos de doncella encantada. Por fin despiertan. Le digo: “Vaya, vaya... están crecidos” y me inclino a sorberlos. Mi hombre gime rotundamente abierto. Con urgencia, palpa otra vez mi bulto, cada vez más hambriento. Ahora sus ojos son una súplica ardiente. Entonces le ordeno: “Date la vuelta”. Sus manos se apoyan en el borde del mingitorio mientras le confieso: “Ahora sí, voy a comerte...” Corrección Por fin habían recapturado a la pequeña Alicia. La Reina de Corazones se frotaba las manos con delectación. A su lado, el rey, buscando complacerla, ordenó: –Que le corten la cabeza. –No –objetó la reina–. Esta vez haré honor a mi nombre: que me traigan su corazón. Otro cuento de hadas Y cuando despertó, descubrió con el corazón emocionado que la princesa tenía un látigo y lo agitaba como una promesa. Corazón inflable A la muñeca inflable le concedieron un corazón hidráulico que se hinchaba y se desinflaba por motivos irracionales. Dijo entonces: “Ahora entiendo a los hombres”.
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Mempo Giardinelli (Argentina, 1947)
Es escritor y periodista. Nació y vive en el Chaco. Exiliado en México (1976-1984). En 1986 fundó la revista literaria Puro Cuento. Es autor de una docena de novelas, entre las que destacan Santo Oficio de la Memoria (1991) y Luna caliente (1983). Las dos últimas son La última felicidad de Bruno Fólner (2015) y ¿Por qué prohibieron el circo? (2013). También publicó ensayos, varios libros de cuentos y relatos para niños. Cuentos de sus libros Vidas ejemplares, El castigo de Dios, Estación Coghlan y Luminoso amarillo han sido incluidos en numerosas antologías en diversas lenguas y países. Su narrativa está traducida en 26 idiomas. Su más reciente libro de cuentos es Chaco For Ever (2016). Recibió el Premio Rómulo Gallegos (Venezuela, 1993). Mucho antes recibió el Premio Nacional de Novela (México, 1983). También fue galardonado con el Premio al Mérito Literario Internacional Andrés Sabella (Chile, 2013), el Grinzane-Montagna (Italia, 2007) el Giusseppe Acerbi (Italia, 2009) y el Premio Grandes Viajeros (España, 2000), entre otros. Enseñó en la Universidad Iberoamericana (México), la Universidad de Virginia (Estados Unidos) y la Universidad Nacional de La Plata (Argentina). Recibió el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Poitiers (Francia, 2006), y también de la Universidad del Norte (Paraguay, 2014) y de la Universidad Nacional de Formosa (Argentina, 2016). Fundó y preside una fundación dedicada al fomento de la lectura, a la que en 1996 donó su biblioteca personal, y desde la cual trabaja en educación y lectura con comunidades de pueblos originarios del Chaco.
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CREDO Creo que mi vida de narrador se sintetiza, ante todo y felizmente, en un arduo trayecto lector durante el que escribí cuentos y novelas a la par de todo lo que leía y vivía con pasión. Porque para mí lo que verdaderamente inspira y estimula la escritura es vivir intensamente y leer a lo bestia. Necesariamente eso implica movimientos, circulación de ideas, vivir experiencias que resignifican el propio posicionamiento frente a la literatura. Me gusta pensarlo así y quizás por eso he tenido una vida itinerante. Hoy sólo sé que mientras escribo experimento, viajo y leo. Y escribo novelas y sobre todo cuentos porque adoro este género, aunque apenas escribo uno o dos cuentos por año. Soy demasiado autoexigente y nada permisivo conmigo mismo, y por eso generalmente prefiero terminar releyendo a los clásicos. Y está bien así, me digo, porque un gran cuento es un milagro. Y uno debe saber esperarlo, agazapado y paciente, pero leyendo a los grandes y con plena conciencia de que seguramente el milagro propio no se producirá jamás.
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CÓMELO Roque camina, como todas las tardes al caer el sol, por las veredas del barrio. Recorre la avenida en sentido ascendente, atraviesa la plaza, trota en paralelo a los muros del Neuropsiquiátrico hasta las vías del ferrocarril donde se cruzan con la colectora de la autopista. Allí hace un giro y regresa, el mismo camino en sentido inverso. Tres kilómetros y medio de ida y otros tantos de vuelta. Así cada día. Muchas veces escuchó gritos, llantos, susurros, invocaciones y pedidos de auxilio desde adentro del Neuro, como todos llaman al enorme hospital amurallado que ocupa seis hectáreas arboladas, de pinos y eucaliptos cuyas copas se ven desde afuera. Hay puertas cada cien o doscientos metros, que están siempre cerradas con enormes candados. El largo muro que en esa parte tiene como tres cuadras de largo está sobrepintado de consignas políticas, algunas viejísimas, e infinitos grafitis y guarangadas. Y eso es todo. Hoy los gritos le parecieron algo más audibles, o quizás fueron más nítidos; es difícil precisarlo, piensa Roque. En un momento creyó escuchar una voz joven, no tan perentoria como triste. No, no lo llamaba. O sí, quién sabe. Roque se desentendió y siguió corriendo, a su ritmo habitual. Eso fue a la ida. Pero ahora, en el regreso, algo ha cambiado. Demora en darse cuenta, pero sí, de pronto hay en el aire un silencio acuoso, como si la tormenta que empieza a amenazar en el horizonte y que ya anunciaron los noticieros de la tele quisiera adelantarse. No se detiene, Roque, pero mientras piensa eso que está sintiendo ve un enfermero que emerge de una de las puertas y se asoma a la calle justo cuando él está por pasar. Viste el típico uniforme blanco, sucio y sobrelavado que e símbolo de su oficio, unos mocasines marrones que llaman la atención por lo mugrientos, y el gorro chato calzado hasta las orejas. Le sonríe y asiente con la cabeza. Roque no cambia el ritmo de su marcha, y nada lo altera pero apura el paso, como si hubiera algo que temer. Piensa en desviarse, bajar de la vereda al pavimento, pero no lo hace. No puedo ser tan estúpido, se dice justo cuando pasa junto al enfermero, que tiende hacia él una mano como haría un viejo amigo. Casi un saludo, una venia no marcial, un leve manotazo en el aire. Roque lo elude pero devuelve un cabezazo de persona educada, como le enseñaron. –Eh, amigo, sólo una ayudita –dice el enfermero, que tiene una nariz ancha y larga, de actor de cine francés, y labios gruesos como de mulata. Roque se detiene sin dejar de trotar, con lo que de paso subraya su prisa por seguir. –Se nos fue la pelota al techo –dice el enfermero y señala arriba de la puerta y del muro. –Bueno, y yo qué puedo hacer –sin dejar de trotar en el mismo metro cuadrado,
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Roque, pero alejándose un poco del muro. –No puedo dejar a los muchachos, Don, vio que con estos tipos nunca se sabe... Pero le sostengo la escalera y usted la baja y listo, no le llevará ni un minuto... Roque mira hacia arriba del techo, calcula que en efecto todo parece muy sencillo, y, con súbita decisión, cruza la puerta y se introduce en el inmenso parque arbolado y mira alrededor y ve un grupo de seres que le produce escalofríos. Son todos extremadamente flacos, ojerosos, se diría que cadavéricos. De caras angulosas, algunos tienen sonrisas patéticas, las manos a los lados, alguno blande una escoba, otro un paco de ropas. Parecen espectros de la guerra mundial, de esos que todo el mundo ha visto, fotografías de Auschwitz, Treblinka, esos sitios horrorosos. Todos se ven muy sucios y sus miradas son gélidas, como si las hubiesen mantenido durante la noche en cubitos de hielo, o en un frízer. Mientras los mira en rápido paneo, entre azorado y vencido por la conmiseración, ve que algunos se le acercan, lentos, torpes, como si les fuese dificultoso caminar. Entonces trepa velozmente la escalera para hacer el favor e irse, sintiendo que lo llena intensa y rápidamente una sensación de miedo, de asco, pero también de piedad, de angustia, y cuando ase los lados de la escalera y sube la pierna derecha siente que uno de los enfermos, o internos, no sabe cómo debería llamarlos, uno de los locos según le dicta su creciente pavura, de pronto unánime como una pesadilla, uno de esos locos de mierda se aferra a su peroné y le encaja un mordiscón que lo paraliza con un dolor agudo y quemante, como de infierno. Roque patea la boca, o la cara, del desgraciado y salta hacia atrás, como para huir, pero en el acto siente como si montones de garfios lo maniataran, y entonces cae al piso de tierra, medio de lado, y antes de reponerse siente otro mordisco, ahora en el abdomen. Lanza un manotazo hacia la cabeza que lo ataca y con la otra mano se apoya para erguirse. De un salto se levanta y da un par de largos pasos hacia la puerta y la calle y la libertad, pero inesperadamente es doblegado por el tackle de uno que lo hace rodar mientras otros dos gritan susurros contenidos que parecen de cuervos, y un tercero ríe como una torcaza y todos se avalanchan y entonces grita, Roque grita todo lo fuerte que puede y pide auxilio, clama socorro hasta que siente una patada en la boca que se estrella entre sus dientes como un tren y siente además que no tiene fuerzas para oponerse a esa manada de bestias silenciosas que pronuncian, ahora, una única palabra que retumba con extraña sonoridad, cómelo, cómelo, dicen, mientras el pavor y el dolor del final lo cubren entero y retumbando como en una pesadilla mientras las bestias proceden susurrando y riendo cómelo, cómelo, cómelo... •
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Pablo Montoya (Colombia, 1963)
Nací en Colombia en una época de gran violencia (1963). Crecí en medio de ella. Y sigo viviendo en un país donde una buena parte de sus habitantes no quiere salir de ese ciclo agresivo de causas y efectos en que han transcurrido nuestras vidas breves. Parte de mi obra, por tal razón, está nutrida de esta constante. Varios de mis libros de cuentos (Cuentos de Niquía, Réquiem por un fantasma y El beso de la noche) giran en torno al mal que se ha lanzado como un animal frenético sobre la ciudad de Medellín. No creo, como decía Borges, y como piensan algunos, que ser colombiano es un acto de fe. Es más bien cargar sobre los hombros el peso de múltiples infamias. Esas que sus ejércitos voraces (el del Estado, los de las guerrillas, los de los grupos paramilitares y el narcotráfico) han cometido a lo largo de los últimos años. Mi obra, de algún modo, pretende dar testimonio de esta desoladora circunstancia. Pero también me he ocupado del arte y la poesía. Algunos de mis libros giran en torno a músicos, pintores, poetas y fotógrafos. Y todos estos personajes, anclados en la perplejidad que prodiga la existencia, van tras la busca de la belleza y sus secretos. Nací en Barrancabermeja, un pueblo ardiente y fragoroso en las orillas del río Magdalena. Crecí en Medellín, una ciudad encerrada en las vertiginosas montañas andinas, me eduqué en Tunja, una fría ciudad altiplánica y terminé mi formación, o acaso debería decir mi deformación, en París, ciudad de todos y de nadie. Siendo músico en Tunja (tocaba la flauta y el saxofón aquí y allá), gané algunos concursos de cuento en Colombia, y esto me llenó de bríos para arrojarme de lleno al precipicio de la literatura. Luego, muchos años después de esos tímidos inicios, gané otros premios importantes, entre ellos, el Rómulo Gallegos (2015) y el José Donoso (2016). Escribo, finalmente, por una extraña y apasionante mezcla de convicción y desesperación. No podría decir cuál de mis 20 libros escritos hasta el día de hoy es el mejor. A todos lo quiero y son producto de mi tortuoso aprendizaje. Pero si pienso en el entusiasmo de los lectores, creo que mis tres mejores libros son Tríptico de la infamia, Lejos de Roma y Viajeros. ANTOLOGÍA DE CUENTISTAS 2016
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SOBRE EL CUENTO 1. Italo Calvino lo dice muy bien en sus “Propuestas para el próximo milenio”: levedad, rapidez, exactitud, velocidad y multiplicidad. Es decir, cualquier tema es propio de la microficción, cualquier persona narrativa, cualquier lirismo, cualquier formato (diálogos, un solo párrafo o varios). Pero todo debe culminar en lo que Calvino, por su muerte, no pudo desarrollar en sus conferencias para Harvard: la consistencia que debe provocar en el lector lo que una buena microficción pretende: justificar con holgura la emoción de esa breve aventura textual. 2. Lo que seduce de la microficción es esa circunstancia de ser una forma literaria que nació casi con la literatura escrita. Es vasta de tiempo y a la vez parece como recién creada. Es como si Heráclito, Tales de Mileto o Anaximandro si hubieran acabado de bajar del subte con sus pequeñas reflexiones sobre el mundo y los hombres. 3. Me gustaría pensar que todo texto ficcional es híbrido, pero no es así y hay casos en que la pureza genérica se ha impuesto entre nosotros. Sobre todo en los periodos clásicos. Pero en los tiempos románticos, en los momentos literarios en que prima lo irracional, lo nocturno, la imaginación rebelde, predominan las hibridaciones. En mi caso, aprendí a utilizar esta desgeneración de los primeros románticos alemanes: Novalis y Hölderlin; luego Baudelaire me afianzó más en esta búsqueda que es, sobre todo, una pesquisa de orden poético. 4. Existe una especie de libertad formal que otorga el poema en prosa y hace que el lector se sienta transgrediendo fronteras interpretativas y se pregunte qué está leyendo. Esta incertidumbre que me embarga cuando me siento a escribir, me agrada transmitirla al lector. El poema en prosa es un género de nuestros días; posee una esencia anfibia, bastarda y libertaria. 5. Julien Gracq, en Leyendo y escribiendo, dice algo que me parece como un lema que llevamos quienes escribimos microficciones: “Lo que ya no queremos es la literatura monumento”. Tal literatura monumento sería ahora los grandes frescos narrativos, las extensas novelas barrocas, las otras de talante periodístico. Sin embargo, yo he cultivado la escritura fragmentaria en casi todos mis libros publicados hasta ahora, incluso en mis largas novelas como Los derrotados y Tríptico de la infamia. Y creo que ese “modo de condensar la realidad” es una de las maneras de ser modernos sin llegar a ser tan escandalosos y tan visibles como algunas vedetes de la literatura que bien conocemos.
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HOLBEIN EL JOVEN La noticia brotó, brusca, de la universidad. Junto a uno de los eucaliptos, que bordean su entrada, Tomás cayó ultimado por la policía. Un cerco de uniformados impidió, durante los minutos de la agonía, que el estudiante recibiera atención. Tarde fue cuando el automóvil llegó al hospital. El cuerpo fue trasladado a la morgue donde, eso explicaron, se le hizo una autopsia necesaria. La noticia, como agua desbordada, se regó por la pequeña ciudad de Tunja. Las emisoras repitieron el aviso. Las oficinas y comercios cerraron de inmediato. El tránsito de las calles se detuvo. La policía, expectante, se acuarteló. Una multitud de estudiantes fue reuniéndose en la plaza principal. Allí debía llegar, en horas de la noche, el ataúd. Nuestro plan era hacer un cortejo hasta la alcaldía en medio de consignas dolientes. Luego tomarnos la sala magna y velar a Tomás, con discursos y canciones, hasta el amanecer. En la mañana, la manifestación acompañaría el sepelio hasta el lejano cementerio, en las afueras de la ciudad. Una traba absurda, sin embargo, tenía el ataúd atascado en las instalaciones de la morgue. Yo fui escogido para llevar la carta con la orden oficial que exigía la salida del compañero. La sala estaba sola. Las consignas, que me habían seguido, continuaban afuera. Sobre una de las plataformas vi el cuerpo. Largo y extenuado como una espada sin brillo. Un calzón cubría los genitales. Las costillas estaban en- vueltas en un cartílago amarillento. El formol era un látigo de oprobio disperso en la sala. Tomás, pensé, poseía la fealdad de la muerte. Su pelo, mojado en partes, era un pegote. Los ojos, dos fosas vacías que algún chulo había picoteado. Los labios entreabiertos dejaban ver puntas de dientes semejantes a un horizonte que ya nadie habría de ver. La muerte, me dije, era eso. Un mar, un valle, una selva, una boca desaparecidos para siempre de los ojos de los hombres. Busqué la herida. La encontré en el costado. Me asombré porque no estaba, como decía el rumor en la plaza, cerca del corazón. Era una llaga hecha por una sanguijuela y no la herida de una bala. Me acerqué. Tomás tenía las manos y los pies maniatados. En su cabeza, hacia las sienes, coágulos de sangre se amontonaban. Un calor arrasó mi rostro. Tomás había sido asesinado y su cuerpo maltratado con sevicia. Quise salir de la sala para que la gente supiera la verdad. Que la noticia ganara la plaza e hiciera explotar la rabia contenida de la multitud. Pero alguien me tocó el hombro. Indignado, tomé al hombre por las solapas de su delantal médico. Demoré segundos en entender su alegato. Logró soltarse y me ordenó seguirlo. En otra de las salas estaba el ataúd con Tomás. Y el hombre de al lado ¿quién es?, pregunté. El médico levantó los hombros y contestó: un desechable, quizás. El Cristo muerto VELÁZQUEZ El filósofo dice: “Adonde quiera que vuelvo la mirada, descubro indicios de mi vejez”. Yo debería decir: adonde dirijo mis ojos, descubro los de Velázquez. Imperturbables. Devoradores de todo lo visible. Arduos como el paso del tiempo. Llenos de consuelo como las cosas que intentan nombrar el tiempo. Estoy hablando de la música y las otras bellas artes. De la lluvia y el viento hechos con la fragancia de las olivas. De las palabras que edifican el amor en un momento y la amistad a lo largo de los años. Quisiera creer,
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como el filósofo, que hay un placer único en este agotamiento de las pasiones. Pensar que en la degradación de los rasgos, en la progresiva pérdida de todos los encantos, la felicidad se oculta. Hace poco, el sabor de las ostras me parecía una forma del poder de los sentidos. Hace poco, yo hallaba en el goce de la carne uno de los mejores rasgos del amor. Pero ya en mis labios la palabra voluptuosidad tiene la resonancia de nostalgia. Y existe un cansancio en la frente. Y la mano tiembla al deslizarse por los barandales opulentos. Y hay un estremecimiento en la voz que la hace seria y solemne, pero también sola y quebradiza. Además está el Imperio. Basta ver mi imagen en tu tela para darse cuenta de que él, como yo, somos pre- figuraciones de la muerte. No otra cosa podríamos aventurar sobre España. Todo en ella es rebelión, inconformismo, deseo desordenado de cambiar sin saber muy bien si lo buscado es mejor que lo que ahora poseemos. Ver ese fin en mi rostro acaso sea menos ostensible que sentirlo en los campos de batalla. O en el alboroto de las rúas. O en el ir y venir de los galeones por nuestro mares. En ambas, sin embargo, se adivina la muerte de España. Porque España se acaba, Velázquez. Su grandeza mue- re con lentitud. Se deshace ante tus ojos con melancolía. Y yo pienso en esas luces que de pronto llegan. Y tocan los objetos de una sala oscurecida. Simples objetos vueltos in- olvidables en sus repentinas fulguraciones. Y luego sólo queda un silencio y sombras despedazadas. ¿Qué sucederá, pregunto, con esas lánguidas huellas de la luz? No te quedes callado, pintor mío. Haz una pausa y trata de responderme. Felipe IV JOSÉ GUADALUPE POSADA Siempre sueño con la Muerte. Y son muchas sus formas de despertarme. Decapita, degüella, defenestra. Pero todo esto, pienso ahora, lo puede reemplazar un tranquilo derrame cerebral. Y me duermo riéndome. Sabiendo que esa risa la Muerte la usa para seguir royéndome incansable. Anoche hice el amor con la Muerte. Fue así. Tocó mi puerta. Hablamos amparados por una veladora. Bebimos un poco. Nos besamos. Nos desnudamos. Le acaricié sus hombros escuálidos. Fui delicado, aunque debería decir compasivo, cuando le subí las piernas para entrar en ella. Suspiró y se desmayó. Y yo creí amarla más que a nadie en la vida. Al amanecer, dejó en la cama una tibia humedad que olí durante horas. La Muerte me aconseja no llorar por el dolor que pro- duce a diario. Yo la insulto en silencio al ver cómo se ele- va en el cielo. Y cómo se carcajea allá arriba. Pero las nubes no le hacen caso. Ni la lluvia. Ni el arco iris trazado bajo sus largas piernas. La muerte riéndose
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Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958)
Nací en 1958 en la Ciudad de Guatemala, lo que considero mi primer acierto literario. En 1979 abandoné la carrera de medicina, apenas comenzada ese año, para dedicarme a escribir. En 1980 viajé de manera fortuita a Tánger, Marruecos. Allí participé en un taller de escritura con el gran Paul Bowles. Esa experiencia afortunada me convenció de que iba por el camino acertado, el camino de la ficción. He seguido por ese camino desde entonces. He vivido en varias ciudades, me he bañado en (casi) todos los mares, pero hace más de quince años que volví a instalarme en Guatemala. Ahora estoy convencido de que la supuesta realidad, que no existe, es un caso especial de la ficción. Entre las novelas y libros de relatos que he ido juntando están El cuchillo del mendigo (1986); El agua quieta (1990); Cárcel de árboles (1991); Que me maten si... (1996); Ningún lugar sagrado (1998); La orilla africana (1999); El tren a Travancore (2002); Otro zoo (2005); Caballeriza (2006); El material humano (2009); Severina (2011); Los sordos (2012); La cola del dragón --no ficciones (2015); Fábula asiática (2016). También he traducido al español libros de Paul Bowles, Norman Lewis, Paul Léautaud, François Augiéras y Robert Fitterman en orden cronológico.
CREDO Ningún lugar común; ningún lugar sagrado.
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CONFESIÓN Cuando me enteré de que habían arrestado a mi padre yo estaba de vacaciones en Vietri sul Mare, al final de la costa amalfitana. La noticia, que llegó en forma de SMS, me la envió mi hermano mayor. Decía: «VEA ENLACE DE INTERNET: “ARRESTAN A DAVID BELLAGIO”. URGE SU PRESENCIA. ABRAZO. PEDRO». Las vacaciones de este año, que comenzaban apenas, terminaban así. El policía que hacía guardia en el portón, sentado en una silla de plástico a la sombra de una caseta, parecía que estaba dormido. Cuando bajé la ventanilla, abrió los ojos. Sin levantarse del banco me pidió un documento de identificación. Alargó una mano para recibir mi licencia de conducir guatemalteca, leyó mi nombre en voz alta, me la devolvió. Alargó la otra mano para oprimir el botón del portón eléctrico, que se deslizó sin hacer ruido, muy despacio. Mi maniobra de estacionamiento con el Volvo fue silenciosa, y cerré la portezuela con suavidad. Encontré a Pedro en la pequeña elevación de terreno en el jardín frontal, a pocos pasos de la puerta vidriera del cuarto que era ahora el de mi padre, viudo feliz desde hacía cinco años. Pedro estaba sentado en la gramilla, de espaldas al sendero que sube desde la calzada curvilínea que comunica la casa con la calle. No dio señales de haberme oído llegar. Antes de comprender lo que hacía, tan concentrado como estaba, me detuve a pocos pasos detrás de él. Los rizomas de kikuyú producían un ruido como de diminutas explosiones al separarse de la tierra a la que estaban sujetados: Pedro estaba extirpándolos. Una, dos, tres veces la mala hierba fue desarraigada por sus manos cubiertas de pecas. Un ejercicio de meditación, pensé. Tosí tentativamente mientras admiraba su abundante melena negra veteada de canas. Nunca dejó el hábito de usar vaselina, y su pelo brillaba bajo el sol de mediodía. Volvió la cabeza hacia mí, me miró sin expresión; pero la falta de expresión era elocuente: hablaba de un rencor que, por ser fraternal, resultaba inconfesable. Hola. Su cabeza osciló de manera ambigua. Recordé que había pasado largas temporadas en la India. Algunos llevan grasilla en el pelo por principio, me dijo alguna vez. Había pertenecido a la secta de Sai Baba, y tal vez aún pertenecía. Qué tal, Pedro. El jardín no era muy grande, pero contenía dos viejos aguacates, un pino de tres troncos, un lichi, una pitanga y una jaboticaba. Obra de mi abuelo materno, agrónomo, había sido continuado y mantenido por mi hermano, que sembró un ylang-ylang cerca de la ventana de mi padre, y ordenó hacer los arriates que bordeaban la calzada y los límites del jardín. Ahora había trazado un sendero de lajas y gravilla blanca para deambular por allí cual monje zen. Era ya como si el jardín fuera suyo.
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Una ardilla corrió de pronto por una rama del pino de triple tronco y de un salto temerario pasó a las ramas del aguacate, burlando así unas faldas de lámina anti roedores que mi hermano había mandado colocar alrededor de los troncos de los frutales. Para mi padre, a sus casi noventa años, no sería muy penoso pasar sus últimos días confinado en aquel jardín, reflexioné. Tal vez truncar mi viaje transatlántico había sido innecesario. La recepción de Pedro, más bien fría, comenzaba a molestarme. Me miraba sin decir nada, pero vi que sus ojos se humedecían y supuse que se esforzaba por no romper en llanto. ¿Qué pasó? —quise saber. En sus correos electrónicos me había explicado algo acerca del arresto. La repetición casi mecánica de sus palabras, ahora, hizo que el encuentro en el jardín me pareciera una ficción —algo que ocurría como dentro de una burbuja de tiempo. Yo no sé —contestó. Tocó la grama frente a él con la palma de una mano, la acarició, mientras con la otra sostenía la mala hierba recién arrancada. A mí me habría gustado que se levantara y me diera un abrazo que disolviera la tensión. No era su estilo. Me senté en el suelo frente a él, pensando que la grama aplastada debajo de mis nalgas dejaría manchas verdes en mi pantalón beige. Mi hermano, entonces, se inclinó hacia adelante para darme una palmada demasiado fuerte en un hombro y un beso, a la italiana, en la mejilla. Han pasado tantas cosas —comenzó a decir, pero se detuvo y miró a su alrededor, como para asegurarse de que nadie nos espiaba. No se veía a nadie—. Hay tres policías en la casa —me explicó—. Él está durmiendo. Desde que se puso mal duerme un par de horas antes y después del almuerzo. —Hizo una pausa—. El otro día me dijo que tiene varias ideas rondándole la cabeza. ¿Qué clase de ideas? Acerca del tiempo. El calendario, mejor dicho. ¿Por qué ordenar nuestras acciones hoy en día mediante un calendario que se explica por las rencillas entre emperadores romanos? Julio, Agosto, ¿no? Quiere escribir al Congreso una propuesta para un calendario lunar. ¿Le ha dado por lo islámico? No, de corte maya. Sigue obsesionado con ensalzar nuestros valores, ¿me entiende? Yo ya le había oído a mi padre ese discurso, que me parecía divertido. Está gagá. Mi hermano se mostró indulgente. A ratos —dijo. ¿Y lo del genocidio? Clavó los ojos en la grama una raíz de maleza se le había escapado. Alargó la mano para agarrarla. Un chillido agudísimo surgió de la tierra, seguido de la pequeña explosión que caracterizaba estas operaciones. Eso son tonterías —dijo después.
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Estiré las piernas y, apoyando ambas manos en la hierba a mis espaldas, me eché hacia atrás. No tuvo nada que ver —siguió Pedro—. Confesó cosas que no hizo para poner en bien al coronel. Recordé al coronel Vives: un cobanero aficionado a los caballos. En los cincuentas ayudó a mi padre a evitar que una caballada suya, proveniente de España, fuera echada al mar debido a una alarma de fiebre bubónica. Su hijo había sido capitán de la Fuerza Aérea y, aunque hacía poco se le había acusado de crímenes de guerra, conservaba su reputación de incorruptible. Bombardeó aldeas ixiles en el ochenta y uno o el ochenta y dos, según los diarios. Mi padre declaró ante los jueces que las bombas aéreas («las envolturas, las puntas de acero y las espoletas de las bombas») que causaron unas trescientas muertes habían sido fabricadas en su fundición —dijo mi hermano. Sacrificarse por el hijo de un amigo como pago de una deuda antigua era un acto noble; yo no entendía cómo aquella declaración dejaba al otro sin culpa. El crimen del que se reconocía culpable mi padre era el crimen de crímenes, un crimen que sus defensores habían intentado probar que no había sido cometido por él ni por nadie, pese a las abundantes pruebas que parecían demostrar lo contrario: hallazgo tras hallazgo de aldeas enteras exterminadas por las fuerzas armadas terrestres y aéreas; esqueletos de bebés de pocos días, de mujeres embarazadas, de ancianos —algunos carbonizados por efecto de las bombas, otros inhumados en fosas comunes en terrenos baldíos o en destacamentos militares tras ejecuciones sumarias. ¿A qué hora despierta? Debe de estar despertando. Te esperaba a almorzar. A la puerta principal el segundo policía me cacheó con rapidez y me dejó pasar a la sala. Sobre la mesa de centro frente al sofá había varios periódicos. En el que levanté, en primera página, venía esta noticia: «Conceden arresto domiciliario al industrial Bellagio». Una foto de padre que era conducido por dos policías a la Torre de Tribunales. En la página tres leí: «Critican a juez por orden a favor de Bellagio, acusado de complicidad en el genocidio ixil. El ingeniero Bellagio reconoció en una audiencia pública que tuvo lugar el catorce de este mes en la Sala Primera de los Tribunales de Alto Riesgo su participación activa en la “Operación Victoria” de 1982 en el denominado Triángulo Ixil durante el régimen del General Ríos Montt, acusado de genocidio y sometido actualmente por orden de la fiscalía a pruebas de salud mental». Al lado del periódico, alguien había dejado una carpeta legal con el título: «Minuta de confesión». La abrí y empecé a leer. Me tiene sin cuidado. Me hago en todos —dijo mi padre. Venía empujando su carrito andador, escoltado por una enfermera robusta y un poco más alta que él. Acababa de
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darse un baño y el olor a agua de colonia entró con él en la sala. Miembro de más de una cámara de empresarios que hacían campaña para negar el genocidio ixil, era difícil creer que fuera él quien dio detalles de la planificación del exterminio de cinco aldeas ixiles en los meses de noviembre y diciembre de 1982. Vestía pants y sudadero deportivos, como acostumbraba en los últimos años, y zapatos crocs. Con el semblante tostado por el sol (solía tomarlo en el jardín) tenía un aire saludable. Se encontraba, pensé, en uno de los puntos altos de la montaña rusa fisiológica que es la edad senil. Fue una lástima —me dijo después de sentarse en su silla Tudor—. Ese es un pueblo de valientes. Los valientes son muy pocos. Hay que ver a la gente bajo las bombas. Pierden la dignidad. Los rebajan a insectos. —Extendió los brazos, movió los dedos con rapidez a modo de pequeñas patas—. A ellos no. Eran pocos los que huían. Bien plantados en sus sitios, nos disparaban... ¡Está inventando! —protestó una voz en mi interior. Todavía a esas alturas de la edad lograba sesgar su camino hacia la muerte. Creía, recordé, en sus propias invenciones. La defensa propuso alegar locura senil, pero él se había opuesto. Sus defensores intentaron doparlo. Incluido Pedro —agregó, bajando la voz hasta hacerla casi inaudible. ¿Verdad, doña Berta? —se dirigió a la enfermera, que asintió con un alzamiento de cejas. Los agarró echándole unas gotitas en el caldo —dijo. Mi padre puso cara de satisfacción. No van a dormirme así nomás, te lo aseguro. En algún sitio indeterminado detrás de la fortuna del exitoso empresario del hierro y el acero que era don David Bellagio se dibujaba la negrura de las cosas despiadadas, como quería Balzac, pensé. Si quiero —me dijo, cambiando el tema— puedo ir a la iglesia sábados o domingos. Dentro del perímetro del departamento de Guatemala —y alzó un dedo autoritario—, eso sí. ¡Es bastante para un viejo como yo! —Su expresión cambió de pronto—. Pero no sé por qué esa gente tuvo que sufrir tanto. Pedro lo habría explicado en términos de karma. Contarlo me ha liberado de un gran peso. Mirá, en algún momento hay que ceder. Los chapines no saben ceder. Por eso estamos como estamos. Doña Berta nos había dejado solos en la sala, pero pronto volvió para anunciar el almuerzo y acompañar a mi padre al comedor. Oí un motor en la calzada, y salí al balcón. Era Pedro que se iba; no almorzaría con nosotros. Me quedé un rato mirando el jardín. Había nubes inmóviles y espesas, como algodón gaseoso, encima de los árboles. Si se movían, su movimiento no era perceptible. El
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tercer policía estaba olfateando una flor del ylang. La incapacidad de mis hijos para entender la vida —dijo cuando empezamos a comer—, ¿de dónde viene? Uno se acostumbra a todo, pensé. Desde el fondo de la sala, una fotografía de mi madre —joven, sonriente— me socorrió. Corté un trozo de mi biftec. Le decíamos Don David, a veces con ironía, y a él le gustaba el tratamiento. En ese momento me pareció una figura legendaria, pese a la poca distancia que nos separaba. ¿Pero, de verdad, usted fabricó esas bombas? ¿Bombas? —se sonrió. Las que confesó haber fabricado para los militares. Está en la minuta. Bombas incendiarias. Eso fue hace tanto tiempo… —Bajó los ojos a su plato—. Yo estaba velando por la empresa. Fue un excelente negocio. —Se puso serio, entrecerró los ojos—. Qué importa quién las fabricó. Todos estuvimos de acuerdo en lanzarlas. —Usó la servilleta que tenía al cuello para limpiarse los labios—. ¿Creés que importa mucho quién las hizo? Dije que tal vez eso tenía importancia desde el punto de vista legal. Pedro cree que usted declaró para salvar de la cárcel al coronel. A su hijo, sí. Lo declararon no culpable. Él no sabía que llevaban agente naranja. Tampoco estaba prohibido. (Esto no era exacto, pensé, pero poco importaba.) De todas formas —continuó en voz baja— es un cobarde. No te equivoqués. No fue por eso. Fue para que se dejen en de chingaderas. Hay que reconocer las cosas. Matamos a un motón de indios y los matamos porque nos convenía, nada más. Tuve la idea fugaz y vergonzante de que, aunque yo estaba de acuerdo con lo que mi padre decía, no estaba bien que lo dijera él. Era como si yo mismo temiera que, con esas palabras, un techo imaginario se desmoronaría. Sentí la proximidad del peligro. Y luego me sentí dignificado de una manera extraña. Le propuse un brindis, pero negó con la cabeza. No hay motivo para brindis. Yo soy un prisionero. Vos y yo no nos entendemos. Esto que hice no es un acto noble. Es una venganza. Una venganza contra mis semejantes, mis amigos. Son todos, pero todos, unos mierdas. Dio un empujoncito a su plato, como rechazándolo, y pidió el postre. Luego sentenció: Los viejos pueden ser peligrosos, cuando ya nada les importa. Tomé un bocado de la manzana con camisa (receta de mi madre) que doña Berta acababa de servirme. Tuve dificultad para tragar. ¿Lo dice por usted? A mí me importa mi jardín —dijo. Cerró los ojos y respiró profundamente. Pedro me había advertido que, después de comer, un sueño incontenible lo invadía. Me levanté de la mesa y pasé a la sala para despedirme de la foto de mi madre. Tal vez ahora podría reanudar mis vacaciones en Vietri; la vida seguiría su curso en aquella apacible prisión.
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Histรณrico de autores participantes Encuentro Internacional de Cuentistas FIL Guadalajara
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Histórico de autores participantes en el Encuentro Internacional de Cuentistas Por orden alfabético y nacionalidad Marco Tulio Aguilera ~ Argentina Alberto Barrera Tyszka ~ Venezuela Bagunyá Borja ~ España Rosa Beltrán ~ México Marcelo Birmajer ~ Argentina Caterina Bonvicini ~ Italia Luis Jorge Boone ~ México Gonzalo Calcedo ~ España Ermanno Cavazzoni ~ Italia Alberto Chimal ~ México Ana Clavel ~ México Alejandra Costamagna ~ Chile Mario Delgado Aparaín ~ Uruguay Pablo Andrés Escapa ~ España Bernardo Esquinca ~ México Patricia Esteban ~ España Rubem Fonseca ~ Brasil Carlos Franz ~ Chile Espido Freire ~ España Ana García Bergua ~ México Javier García-Galiano ~ México Felipe Garrido ~ México Marcos Gilart ~ España Tessa Hadley ~ Inglaterra Liliana Hecker ~ Argentina Julián Herbert ~ México Claudia Hernández ~ El Salvador Jorge F. Hernández ~ México Jabbar Yassin Hussin ~ Irak Fernando Iwasaki ~ Perú Karmele Jaio ~ España Andrea Jeftanovic ~ Chile Etgar Keret ~ Israel Mojca Kumerdej ~ Eslovenia Mónica Lavín ~ México Pedro Mairal ~ Argentina Berta Marsé ~ España
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Isabel Mellado ~ Chile Marcelo Mellado ~ Chile José María Merino ~ España Biel Mesquida ~ España Emiliano Monge ~ México Mauricio Montiel ~ México Fabio Morábito ~ México Guadalupe Nettel ~ México Andrés Newman ~ Argentina Eduardo Antonio Parra ~ México Edmundo Paz Soldán ~ Bolivia Marina Perezagua ~ España Goran Petrovic ~ Serbia Ricardo Piglia ~ Argentina Sergio Pitol ~ México Monique Proulx ~ Canadá Jordi Puntí ~ España Ednodio Quintero ~ Venezuela Pablo Raphael ~ México Cristina Rivera Garza ~ México Giovanna Rivero ~ Bolivia Evelio Rosero ~ Colombia Roberto Rubiano ~ Colombia Guillermo Samperio ~ México Annie Saumont ~ Francia Ingo Schulze ~ Alemania Samanta Schweblin ~ Argentina Luis Sepúlveda ~ Chile Ana María Shua ~ Argentina Roman Simic ~ Croacia Peter Stamm ~ Suiza Paola Tinoco ~ México Eloy Tizón ~ España Mariana Torres ~ Brasil Hebe Uhart ~ Argentina Álvaro Uribe ~ México Luisa Valenzuela ~ Argentina Paul Viejo ~ España Juan Villoro ~ México Irvine Welsh ~ Reino Unido Kim Young-Ha ~ Corea Eraclio Zepeda ~ México FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE GUADALAJARA
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Histórico de autores participantes en el Encuentro Internacional de Cuentistas Por país y año de participación
Alemania
Corea
Argentina
Croacia
Young, Ha Kim ~ 2012
Schulze, Ingo ~ 2012
Simic, Roman ~ 2012
Birmajer, Marcelo ~ 2009 Heker, Liliana ~ 2014 Mairal, Pedro ~ 2008 Newman, Andrés ~ 2007 Piglia, Ricardo ~ 2010 Schweblin, Samanta ~ 2008 Shua, Ana María ~ 2013 Uhart, Hebe ~ 2014 Valenzuela, Luisa ~ 2007
El Salvador
Claudia Hernández ~ 2015
Eslovenia
Kumerdej, Mojca ~ 2012
España
Puntí, Jordi ~ 2012 Bagunyá, Borja ~ 2011 Calcedo, Gonzalo ~ 2010 Escapa, Pablo Andrés ~ 2010 Esteban, Patricia ~ 2010 Freire, Espido ~ 2009 Giralt, Marcos ~ 2011 Karmele, Jaio ~ 2013 Marsé, Berta ~ 2009 Merino, José María 2~ 010 Mesquida, Biel ~ 2011 Perezagua, Marina ~ 2015 Tizón, Eloy ~ 2014 Viejo, Paul ~ 2013
Bolivia
Paz Soldán, Edmundo ~ 2013 Rivero, Giovanna ~ 2011
Brasil
Fonseca, Rubem ~ 2007 Torres, Mariana ~ 2015
Canada
Proulx, Monique ~ 2008
Chile
Costamagna, Alejandra ~ 2013 Franz, Carlos ~ 2009 Jeftanovic, Andrea ~ 2015 Mellado, Isabel ~ 2011 Mellado, Marcelo ~ 2012 Sepúlveda, Luis ~ 2008
Francia
Saumont, Annie ~ 2007
Inglaterra
Tessa Hadley ~ 2015 Irvine Welsh ~ 2015
Colombia
Aguilera, Marco Tulio ~ 2007 Rosero, Evelio ~ 2012 Rubiano, Roberto ~ 2007
Irak
Hussin, Jabbar Yassin ~ 2007
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Israel
Suiza
Italia
Uruguay
Keret, Etgar ~ 2012
Stamm, Peter ~ 2011
Bonvicini, Caterina ~ 2008 Cavazzoni, Ermanno ~ 2008
Delgado Aparaín, Mario ~ 2014
Venezuela
México
Beltrán, Rosa ~ 2007 Boone, Luis Jorge ~ 2014 Chimal, Alberto ~ 2014 Clavel, Ana ~ 2010 Esquinca, Bernardo ~ 2015 García Bergua, Ana ~ 2010 García-Galiano, Javier ~ 2010 Garrido, Felipe ~ 2014 Herbert, Julián ~ 2013 Hernández, Jorge F. ~ 2008 Lavín, Mónica ~ 2010 Monge, Emiliano ~ 2009 Montiel, Mauricio ~ 2015 Morábito, Fabio ~ 2010 Nettel, Guadalupe ~ 2009, 2013 Parra, Eduardo Antonio ~ 2008 Pitol, Sergio ~ 2007 Rapahel, Pablo ~ 2011 Rivera Garza, Cristina ~ 2009 Samperio, Guillermo ~ 2010 Tinoco, Paola ~ 2010 Uribe, Álvaro ~ 2013 Villoro, Juan ~ 2012 Zepeda, Eraclio ~ 2007
Quintero, Ednodio ~ 2007 Barrera Tyszka, Alberto ~ 2009
Perú
Iwasaki, Fernando ~ 2011
Serbia
Petrovic, Goran ~ 2008
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