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Agradecemos su valioso apoyo a: Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto de la República Argentina, Ministerio de Cultura de Brasil, Fundación Biblioteca Nacional de Brasil, Cámara Brasileña del Libro, Embajada de Brasil en México, Embajada de Colombia en México, Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia, Conaculta, Consejo Nacional de la Cultura y las Artes del Gobierno de Chile, Ministerio de Cultura de Ecuador, PromPerú, Instituto de Cultura Puertorriqueña, Dirección Nacional de Cultura del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay y Editorial Lugar Común Proyecto editorial y curaduría: Laura Niembro Cuidado de la edición, logística y operación: Melina Flores Diseño editorial: Dania Guzmán

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Universidad de Guadalajara

Comité Organizador

Itzcóatl Tonatiuh Bravo Padilla

Raúl Padilla López

Rector general

Presidente

Miguel Ángel Navarro Navarro

Marisol Schulz Manaut

Vicerrector ejecutivo

Directora general

José Alfredo Peña Ramos

Tania Guerrero

Secretario general

Directora de operaciones

Héctor Raúl Solís Gadea

Laura Niembro

Rector del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades

Directora de contenidos

Alberto Castellanos Gutiérrez

Directora de expositores y profesionales

Rector del Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas

Ernesto Flores Gallo

Verónica Mendoza Gonzalo Celorio Asesor literario

Rector del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño

Mariño González

Ángel Igor Lozada Rivera Melo

María del Socorro González

Secretario de Vinculación y Difusión Cultural del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño

Coordinadora general de administración

Coordinador general de prensa y difusión

Bertha Mejía Coordinadora de patrocinios

Dania Guzmán Coordinadora de edición y diseño

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ÍNDICE Gabriela Alemán (Ecuador) María Fernanda Ampuero (Ecuador) Alberto Barrera (Venezuela) Igor Barreto (Venezuela) Jorge Eduardo Benavides (Perú) Miguel Antonio Chávez (Ecuador) Jorge Consiglio (Argentina) Juan Esteban Constaín (Colombia) Mario Delgado Aparaín (Uruguay) Inés Fernández Moreno (Argentina) Marcelo Ferroni (Brasil) Rodrigo Fresán (Argentina) Luisa Geisler (Brasil) Arturo Gutiérrez Plaza (Venezuela) Eduardo Halfon (Guatemala) Ulises Juárez Polanco (Nicaragua) Ana Paula Maia (Brasil) Guillermo Martínez (Argentina) Altair Martins (Brasil) Luis Negrón (Puerto Rico) Vanessa Núñez (El Salvador) Sergio Olguín (Argentina) José Luiz Passos (Brasil) Jerónimo Pimentel (Perú) Claudia Piñeiro (Argentina) Nicolás Poblete (Chile) Giovanna Rivero (Bolivia) Sérgio Rodrigues (Brasil) Hernán Ronsino (Argentina) Daniel Samper (Colombia) Laura Santullo (Uruguay) Andrés Felipe Solano (Colombia) Verônica Stigger (Brasil) Leonardo Valencia (Ecuador) Mike Wilson (Chile) Histórico de participantes de Latinoamérica Viva

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Desde sus inicios, hace ya 28 años, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara ha buscado ser una plataforma para las voces más diversas de la literatura en español; fieles a esta vocación de la Feria como caja de resonancia, fue lanzado en el año 2011, coincidiendo con la vigésima quinta edición de la FIL, Los 25 Secretos Mejor Guardados de América Latina; fue tal el éxito del ciclo, tanto entre el gran público como en los profesionales del libro, que a partir del año siguiente se instituyó el programa Latinoamérica Viva, que en este 2014 llega a su tercera edición. 70 autores han desfilado por este ciclo literario en sus dos primeras ediciones; 70 voces que buscan lectores más allá de sus fronteras; 70 formas de interpretar la realidad latinoamericana; 70 susurros, 70 gritos, 70 invitaciones a sumergirse en este denso río latinoamericano. Regalar a nuestros lectores cada año, una muestra de la enorme calidad literaria que corre por nuestro continente, y que los profesionales del libro vean las opciones para enriquecer sus catálogos que tiene este raudal, es lo que alienta a esta Latinoamérica Viva, que reúne en cada sesión a escritores de distintos países, consagrados y noveles, animados con la idea de que es posible derribar las fronteras que el mercado impone a la literatura latinoamericana, con la certeza de que hay un público ávido de encontrarse con esas historias. En esta edición, 35 autores de 13 países estarán presentes en la FIL; durante siete días el público podrá viajar de la Patagonia a Guayaquil, de la convulsa Caracas al sur profundo de Brasil, o del Caribe puertorriqueño al conurbado bonaerense; emocionarse con historias escritas desde el paraíso tropical de Bolivia o la capital más austral de América; y podrá constatar que Latinoamérica se encuentra más viva que nunca. Laura Niembro Directora de Contenidos Latinoamérica Viva 2014

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Gabriela Alemán (Ecuador, 1968)

Publicó su primera colección de cuentos en 1996; su más reciente libro La muerte silba un blues, editado por Penguin Random House, es de 2014. Alemán ha escrito para radio, cine y prensa; ganó el primer concurso de crónica convocado por el Centro Internacional de Estudios Superiores de Comunicación para América Latina (CIESPAL), en 2014. Sus cuentos se han difundido en diversas antologías, entre ellas, Sólo cuento tomo VI, editado por la UNAM, en México. Recibió una beca Guggenheim en 2006 y formó parte de la Convocatoria Bogotá 39 en 2007.

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ECUADOR

Fragmento de La muerte silba un blues Pañacocha, 13 de julio de 1942 Espero que las lluvias se detengan. La temporada está por terminar. Hasta ahora no han cesado, desde el mediodía hasta que nos acostamos. He oído tantas historias, debería comenzar a darles alguna forma pero, antes, tengo que conseguir una caja metálica sellada para que mis cuadernos no se humedezcan. Hasta ahora he perdido dos; uno por una crecida del río por el que descendía y que provocó que se volcara la balsa. Ni siquiera intenté zambullirme, ¿qué hubiera rescatado? El otro, porque el agua se cala en cualquier superficie, de cualquier material. Las hojas del cuaderno se hincharon como esponjas y los hongos se reprodujeron a una velocidad inaudita y, al tocarlas, se deshicieron en mis manos. Fue un espectáculo extraordinario. Las palabras desperdigándose en el monte; volviendo a él. Si no fuera porque eso va en mi contra, lo hallaría de una justicia conmovedora. A fin de cuentas, también soy una ladrona. Solo que cazo historias, no tierras. Baeza, 2 de julio de 1945 Estuve en Quito pasando una temporada. El tiempo de los trámites en la capital avanza de una manera tortuosa. Con el fin de la guerra y ahora que pasó el peligro, el tablero se ha reacomodado y hay muchos que se quieren ir. La mayoría viaja a la costa este de Estados Unidos o a Buenos Aires; por lo pronto, pocos regresan a Europa. Mientras hacía las interminables colas en migración conocí a un hombre, Herbert Cummins, que toma fotografías de Quito y escribe este tipo de cosas para un pequeño rotativo inglés: “Está en el límite que separa al mundo feudal del mundo moderno, eso produce una vertiginosa sensación de desequilibrio en el tiempo. Eso es Ecuador, un poderoso anacronismo”.

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María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976) Escribe narrativa de ficción y de no ficción. Como periodista, forma parte de la nueva generación de cronistas latinoamericanos y ha sido traducida al inglés, portugués e italiano. Ha sido publicada en Internazionale (Italia), Samuel (Brasil), Quimera (España), FronteraD (España), Gatopardo (México), SoHo (Colombia/Ecuador) y Mundo Diners (Ecuador) y ha recibido varios premios, entre ellos el Ciespal de Crónica y el de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) a la Mejor Crónica del año.

©Edu León

Ha publicado Lo que aprendí en la peluquería (2011) y Permiso de Residencia (2013), prepara un libro de crónicas sobre la crisis española y una novela. Forma parte de las antologías de cuentos Huellas en el mar (Miami, 2014), Ómnibus (Madrid, 2013) Todos los Juguetes (Quito, 2011), Historias de Hospital (Córdoba, 2011) y Dios mío (Madrid, 2011).

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En 2012 fue seleccionada como uno de los 100 latinos más influyentes de España, país en el que vive desde 2005.

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ECUADOR PAÍS

Fragmento de ¿Quién dicen los hombres que soy yo? Pero eso no lo ibas a permitir. Que se muriera. No: que se dejara matar. Trataste de impedírselo, le hablaste de las piedras que fueron alimento, del vino que era agua, de los ojos blancos, de aquel mendigo, del cadáver que anduvo, de la piedra que llevas en el cuello, de las fuerzas que invocaste, infinitamente más poderosas que tú y que él. No te creyó. Te apartó de su lado con violencia –él, con violencia- y te caíste y desde el suelo viste a dios. Ese hombre era tu dios. Y te llamaste mentirosa, te llamaste loca y él te dijo: “Apártate de mi vista, mujer”. Si un perro permanece en la puerta del que le da un mendrugo de pan y muestra los colmillos, dispuesto para protegerlo, ¿cómo no ibas tú a defenderlo hasta de sí mismo? Por eso el día en que se lo llevaron y le hicieron todos esos horrores, tú apretaste la piedra y el cielo se encapotó hasta convertirse en una masa de lava gris y tu llanto –ay, tu llanto- hizo que gente a miles de kilómetros llorara sobre la sopa, haciendo el amor, labrando la tierra, en sueños. Cuando su cabeza colgó sobre su pecho, inerte, te hiciste un ovillo y la gente te pisoteó y un perro te olfateó y quisiste morirte ahí mismo, pero entonces rompiste a llorar. Y tu llanto, mujer de lágrima viva, hizo un pozo en el que mojaste tu vestido como un sudario y, desnuda, sin que nadie te viera, te metiste en el sepulcro en el que horas después lo depositarían a él: esquelético, ensangrentado, muertísimo. Con tu espalda pegada a la fría piedra, tu cuerpo pálido, de moribunda, lo viste levantarse y sonreíste. Llevaba al cuello la piedra gris: fuerza, sangre, savia. La luz que entró en el sepulcro cuando él movió la piedra te permitió verlo por última vez: hermoso, divino, sobrenaturalmente amado. Él te miró, estás casi segura y con tu último aliento –te morías- lo llamaste. La palabra amor se colgó del techo como una estalactita. Pero él siguió caminando al encuentro de sus fanáticos que gritaban, se tiraban a la arena de rodillas, se cubrían los rostros con las manos. Y no volvió la vista atrás. Latinoamérica Viva 2014

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Alberto Barrera Tyszka (Caracas, 1960) Es escritor y guionista. En el año 2006 ganó el Premio Herralde de la editorial Anagrama, con la novela La enfermedad. Ha publicado otras novelas, libros de cuentos y poesía. Estudió letras en la Universidad de Venezuela. Junto con la periodista Cristina Marcano escribió la primera biografía documentada sobre Hugo Chávez (2004). Desde hace años vive del dolor ajeno, escribiendo telenovelas. Ha trabajado como libretista en Argentina, Colombia, Venezuela y México.

©Efrén Hernández

Es un tímido de raza. No le gusta hablar de sí mismo.

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VENEZUELA PAÍS

Fragmento de Una historia mexicana A mi amigo Lencho Mejía lo han asesinado treinta y siete veces en Los Ángeles, cinco en Tijuana y una vez en una coproducción rumano-argentina, filmada en Honduras, que estuvo muy cerca de concursar para el Oscar a mejor película extranjera. Pero sólo en dos ocasiones ha tenido la oportunidad de decir un breve parlamento antes de caer definitivamente al suelo. «Chinga tu madre». Ambas veces. Tuvo que exclamarlo rápido y en voz baja, pero le puso mucho sentimiento. Todo el Stanislavski que ha estudiado cabe en esas tres palabras. Eso es lo que Lencho siempre dice cuando, a la altura del quinto tequila, en su casa, va y busca los videos y nos obliga a ver, una tras otra, todas sus muertes. Mi relación con Hilda empezó una de esas noches. También yo había bebido varios tequilas. Estaba sentado en el brazo del pequeño sofá. Ella se encontraba a mi lado. Lencho ocupaba el otro puesto, suspendiendo su cuerpo hacia adelante, en un extraño equilibrio, inclinado como un insecto hacia la pantalla del televisor. Hilda rozó con su mano mi rodilla izquierda. –Aquí me jodió el pinche editor. No sé por qué no usó la otra toma, donde se me veía de frente y la caída fue más cabrona. Incluso escupí sobre la tierra. Era mi mejor ángulo. Hilda volvió a pasar su mano sobre mi rodilla. No podía ser azaroso. En las distancias cortas, no existen las casualidades. La miré de reojo, pero ella parecía estar ausente, permanecía autista, viendo la pantalla. Casi parecía que nunca antes hubiera visto esas imágenes. Sus dedos, sin embargo, quedaron flotando muy cerca de mi pierna, como en un descuido, como si no buscaran nada. Traté de aparentar naturalidad, cambié de posición pero dejé mi pierna pegada a su mano. Me dio un pequeño pellizco. Sentí el calor de sus dedos, apretándome, llamándome desde el otro lado de la tela del pantalón ¿Por qué hacía eso? ¿Por qué me tocaba así mientras su esposo se moría repetidamente en el televisor?

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Igor Barreto (Venezuela, 1952) Nací en San Fernando de Apure. (Era lunes y la ciudad recibía la visita de la Virgen de Coromoto, patrona de Venezuela, su imagen llegó en un avión y fue recibida por las damas catequistas mientras mi pobre madre pujaba).

©Vasco Szinetar

Entre mis libros cito: Soul of Apure (2006). El llano ciego (2006), Annapurna (2014). (Al comienzo los llanos me parecían un territorio acuoso y verde pero hemos envejecido juntos y ahora han cobrado la apariencia de un desierto cuasi urbano o una imagen en google earth). En el año 2008 gané la beca Guggenhein. (Fue una sorpresa agradable descubrir que Nueva York, al igual que San Fernando, mi tórrido pueblo, son ciudades al borde de un río).

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He sido traducido parcialmente al inglés, al italiano, al francés y al alemán. He colaborado como articulista en los diarios El Nacional y El Universal, entre otros, y en algunas publicaciones internacionales (La vida en un periódico vale lo mismo que una errata en las páginas centrales. Pareciera importante, pero no lo es).

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VENEZUELA PAÍS

Declaración final de un funcionario Yo estaba sobre el Annapurna y su peine negro y blanco o quizás en mi oficina con los ojos congelados en la pantalla del ordenador. Huí a 10,000 a 20,000 m de altura y me aparté hacia el estancado desierto del Paquistán: o era mi rostro sobre papeles administrativos y la tarde alcanzada en los informes. Por los pasillos del Ministerio del Poder Popular para la Cultura trotaban los rinocerontes de la anteguerra civil. Todos sabemos lo bien que el diablo recita las escrituras. Nada que hacer, nada que hacer como no sea viajar con Google Earth. Y si el salario se va por una zanja inmunda juro no descender jamás del Annapurna: –a las colinas del tedio torritremebundo–. Amo la subjetividad de la copia, los estándares de luz a distintas horas del día, el cromatismo de un ordenador de buena marca, su resplandor bien calibrado. Para colmo (...) al salir del edificio no pude encender mi amado Ford Thunderbird. Y mis dos manos congeladas sobre su carrocería mansa aguardaron el ocaso del trópico.

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Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, 1964) Nací en Arequipa en 1964, pero me crié en Lima, ciudad donde pasé buena parte de mi vida leyendo, escribiendo y estudiando derecho, cosa que me terminó por decidirme a huir del derecho lo más lejos posible y dedicarme a la literatura. De manera que me fui a vivir a las islas Canarias y luego a Madrid, y en el transcurso de ese tiempo me he centrado en mi trabajo de escritor con novelas de variada temática, desde la política, como Los años inútiles, hasta la histórica, como mi reciente novela El enigma del convento, ganadora del XV Premio Torrente Ballester de novela.

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PERÚ PAÍS

Fragmento de Un asunto sentimental “—Venecia es mucho más que una ciudad, lo sabe todo el mundo, es un estado de ánimo, una leve borrachera feliz de los sentidos, una inexplicable necesidad de amarla y poseerla como a una bella, bellísima mujer, algo siempre inmerecido— me dijo. “Estábamos en la terraza del Hotel Rialto bebiendo una copa de prosecco muy frío, contemplando la niebla casi azul que cubría el Gran Canal, atravesado por vaporettos fantasmales y góndolas ahora vacías, como elegantes espectros de otra época. Llevábamos hablando Albert Cremades y yo un par de horas. Desde el principio, cuando intercambiamos unas frases de sincera sorpresa por encontrarnos en aquella ciudad advertí que Cremades vivía atormentado por algo, como si tuviera una reciente herida a la que aún no se acostumbrara. Cuando le pregunté por aquella novela suya que, según acaba de leer en el avión, empezaba a colarse en la lista de las más vendidas, hizo un gesto, se encogió de hombros, cambió discretamente de tema. No lo conocía mucho, a decir verdad: hacía un par de años habíamos coincidido en una cena con Alonso Cueto porque él trabajaba como jefe de prensa en la editorial donde mi amigo acababa de publicar y en el transcurso de esos dos años nos habíamos visto por casualidad, siempre rodeados de otras personas y también siempre por cuestiones que laboralmente nos atañían de manera periférica. Cremades era un tipo ligeramente rubio, no particularmente alto, de gafas redondas y, pese a la inminente calvicie, poseía un aire de efímera adolescencia, quizá porque era más bien imberbe y su rostro se teñía de rojo con facilidad. Hablaba con una dicción cerrada del Ampurdán y usaba las manos para enfatizar los finales de sus frases, como si ello le diese a sus palabras una cualidad más exacta y certera que no obstante desdecía ese enfoque como de suspicacia permanente, tan propio de los miopes. “Sin embargo, allí en el bar del Rialto, donde yo hojeaba distraídamente El Corriere della Sera cuando él se acercó, tardé un poco en reconocerlo. Llevaba unos pantalones de lino crudo, una camisa blanca arremangada y un sombrero color beis. Con franqueza, lo encontré algo inverosímilmente tropical para Venecia, y más en esa época del año. Pero tal vez se debía al hecho de que siempre lo había visto vestido de trajes muy sobrios y corbatas, y ahora seguramente andaba de vacaciones”. Latinoamérica Viva 2014

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Miguel Antonio Chávez (Guayaquil, 1979)

©Miguel Antonio Chávez

Lo primero que recuerdo haber creado en sensu stricto fue gracias a un ritual de mi infancia que tenía antes de tocar mis juguetes: no empezar siquiera a mover un dedo hasta no tener pensado una suerte de libreto en mi cabeza. En 2005, salió mi primer libro de cuentos, Círculo vicioso para principiantes. Uno de sus relatos, Café anacrónico, homenaje al “Sgt. Pepper’s”, salió en 2009 en una hermosa compilación dedicada a The Beatles, en Madrid. Quedé finalista en 2007 del Premio Juan Rulfo (París) con La puta madre patria, mi cuento más antologado hasta la fecha.

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La maniobra de Heimlich, mi primera novela salió primero en Lima, en 2010 y La Habana, en 2013, año en que además salieron dos libros nuevos: uno dramatúrgico, La kriptonita del Sinaí y otras piezas breves y una novela, Conejo ciego en Surinam. En 2011 tuve el honor de ser parte de Los 25 Secretos Mejor Guardados de América Latina, de la FIL. Al año siguiente fui jurado del ALBA Narrativa en La Habana. He colaborado con webs literarias como Hermano Cerdo (México) y Letras S5 (Chile). Actualmente soy socio fundador de Paperback Writer Contenidos, SA.

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ECUADOR PAÍS

Fragmento de Conejo ciego en Surinam ¡M. habló hasta de Bob Marley! Que su muerte a los 36 años por cáncer de melanoma no se debió a la lesión del dedo del pie mientras jugaba fútbol que nunca sanó, sino que alguien de Nuestra Mejor Aliada le dio a Marley un par de botas en las que había un trozo de alambre de cobre recubierto con una sustancia cancerígena que pinchó el pulgar del pie de Marley. ¿O sea que finalmente ya no sería un I shot the sheriff sino que fue un burdo cable de cobre el que le “disparó” a él? ¡Por dios, qué manera de hablar pendejadas!... No, querida B., eso no fue todo, ¡aún hay más! La perfecta cerecita a este postre de lo descabellado: también les dijo a las autoridades que ¡esa misma arma, en una versión más sofisticada, habría causado cáncer a los presidentes latinoamericanos de izquierda de los últimos años! Néstor Kirchner, cáncer de colon; Fernando Lugo, cáncer de linfoma; Dilma Rousseff, cáncer de linfoma. Su predecesor, Lula da Silva, cáncer de garganta; Evo Morales, cáncer nasal; Fidel Castro, cáncer de estómago. Que dizque el reportaje no mencionaba a Hugo Chávez porque para aquella fecha aún no se lo habían detectado, ¡pero lo metió dentro del mismo saco “conspirativo” al cáncer que luego cobraría su vida!... ¿Qué podemos concluir de eso, M.? ¿Qué? Hannah Arendt dijo que no hay pensamientos peligrosos sino que el pensamiento en sí mismo es peligroso. Bueno, sí, ¡peligroso en idiotas como este! No puedo seguir, no puedo. Me va a dar una embolia, carajo. Sí, tiene razón, debí pedir el resto de la botella. En fin, querida B., ¿por qué le cuento todo esto? Usted sabe muy bien por qué: pese a tener relativamente poco tiempo en Nuestra Organización, ya está muy bien instruida en nuestros valores, lo que buscamos y pretendemos. En Nuestra Organización no creemos en revoluciones ni en las llamadas democracias ejemplares. Hannah Arendt también lo dijo: “el más radical revolucionario se convertirá en conservador el día después de la revolución”.

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Jorge Consiglio (Buenos Aires, 1962) Hay muchos factores —la mayoría inciertos— por los que uno decide ser escritor. Pero cuando me pongo a pensar cuáles fueron los hechos cruciales que me llevaron a escribir, me vienen a la cabeza dos. El primero tiene que ver con ese mundo bello y ambiguo que se me abrió con la lectura. Nada es lo mismo después de ciertos libros. El segundo, con las historias que contaba mi viejo en las sobremesas de las cenas cuando yo era adolescente. Eran relatos simples, fragmentos apenas, cosas que él había vivido durante su día; sin embargo, las tramas tenían varias capas. Eran narraciones que reverberaban cuando se las dejaba de contar.

©Ricardo Ceppi

Ese efecto me pareció increíble: debajo del significado evidente había otros, misteriosos, que amplificaban lo real. Quise hacer lo mismo. Ese fue el mayor impulso: replicar ese eco. Sigo intentándolo. Es una tarea infinita. Tiene que ver con el deseo y las obsesiones.

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ARGENTINA PAÍS

Fragmento de Uno Desde que pasó lo que me pasó tuve problemas con cualquier distancia. Ahora que estamos en una habitación chiquita, de mala muerte, es un esfuerzo para mí ir hasta la ventana a cerrar los postigos. Tengo que andar tres metros y sin embargo me cuesta. Doy un paso firme con la pierna derecha y enseguida arrastro la rigidez de la izquierda. Me afirmo y salto el siguiente paso. Y si digo salto, usted se habrá dado cuenta de que no es una forma de expresión, sino el término exacto para describir la acción. Me desplazo como los gorriones; la diferencia es que mis movimientos siempre conservan un punto de apoyo, nunca estoy del todo en el aire. Estoy de acuerdo con la idea que, intuyo, su cabeza está madurando: me muevo con una danza espástica. Parezco un muñeco con la cuerda rota, una máquina fuera de eje, un desecho. De todas maneras, me muevo, quizás demasiado para mis expectativas. El cielo está completamente oscuro. Llego a ver una fila de álamos a través de la lluvia. Las ramas se abren y se cierran como si quisieran pulsear con la tormenta. Ahora, mi amigo, todo es distinto en la calle. Hay un vapor que no se mueve al ras del suelo; es un humo azulado. Las chapas del aserradero, la pared de ladrillo del local de Chaine, un tambor de doscientos litros que la gente usa para hacer fuego y hasta el lomo de un perro overo son del agua. Las cosas están enfundadas en una convicción… ¿Cómo decirlo? En una enérgica convicción. Lo raro es que es bien de día pero parece de noche. No tanto por la luz, que es un resplandor nervioso que se escapa, sino por la tensión de algo, un misterio, que parece que se está por revelar. Si se asoma a la ventana se va a dar cuenta de lo que le digo. Hay una violencia que solamente interrumpen los álamos, en el fondo, con esa forma que tienen, tan compacta, de ser árboles.

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Juan Esteban Constaín (Popayán, 1979) Es autor de un libro de relatos, Los mártires (SeixBarral, 2004), y de tres novelas: El naufragio del imperio (Seix Barral, 2007),¡Calcio! (Seix Barral, 2010), con la que obtuvo el Premio Espartaco de la Semana Negra de Gijón; y El hombre que no fue Jueves (Random House, 2014), que lleva más de tres meses en la lista de los libros más vendidos en Colombia. Es columnista del periódico El Tiempo.

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COLOMBIA

Fragmento de El hombre que no fue Jueves “Serendipity”(serendipia en español) es una palabra inglesa que le da nombre a un fenómeno que es también uno de los mayores motivos de felicidad y asombro de la especie humana: cuando uno encuentra algo maravilloso que no estaba buscando. Cuando al acecho de otra cosa, o ni siquiera, nos salta por delante un tesoro, un poema, un libro que no esperábamos, un amor, una nueva palabra. Cuando nos metemos la mano al bolsillo para coger una llave y aparece un billete. Eso. Fue Horace Walpole, un exquisito aristócrata londinense, quizás el mejor conversador de su época –y no es poca cosa: el siglo XVIII fue el siglo de la conversación–, quien acuñó la palabra por primera vez en una carta de enero de 1754 a su amigo Horace Mann. Allí le contaba de un hallazgo inesperado que había hecho en un cuadro, y le daba ese nombre: Serendipity: una “palabra expresiva” que consiste en hacer descubrimientos, “por accidente o astucia”, de cosas que no se buscaban. ¿De dónde obtuvo Walpole la idea para sacarse esa palabra de la manga, esa palabra sonora y mágica? Lo dice también en su carta para ilustrar mejor la definición: la obtuvo de un cuentico que una vez leyó, Los tres príncipes de Serendip: la historia de tres hermanos que eran herederos de ese reino (hoy Sri Lanka), y fueron enviados por su padre a rodar por el mundo. Y en cada lugar al que llegaban buscando una cosa en particular, descubrían otra muchísimo más interesante y feliz. Otra cosa inesperada y mejor. También lo dice Walpole en su carta: la clave de la serendipia, su magia, está en el golpe de suerte. En la sorpresa y en la dicha accidental. “Ningún descubrimiento de cosas que uno estuviera buscando ya entra en esta definición…”, aclara. Conozco muchas explicaciones de lo que es Serendipity, incluso un estudio magnífico que hizo el gran Darío Achury Valenzuela. Pero la mejor me la dio Felipe Ossa, citada por el profesor Sutcliffe en sus investigaciones sobre el calcio florentino: “Serendipity es buscar una aguja en un pajar y encontrarse con la hija del molinero, desnuda”.

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©Carlos Contreras

Mario Delgado Aparaín (Florida, 1949)

Nací en Florida, Uruguay en 1949. Escribí solo seis novelas: Estado de gracia (1983), El día del cometa (1985), La balada de Johnny Sosa (Primer Premio Municipal de Literatura de Montevideo 1987, Por mandato de madre (Alfaguara,1996, Premio Foglia de Novela), Alivio de luto (finalista del Premio Internacional Alfaguara y del Premio Rómulo Gallegos 1998), No robarás las botas de los muertos (Alfaguara 2003), Premio “Bartolomé Hidalgo” de la Feria Internacional del Libro de Montevideo, 2003), Los peores cuentos de los hermanos Grim (Seix-Barral, 2005) en coautoría con el escritor chileno Luis Sepúlveda y El hombre de Bruselas (Ediciones de la Banda Oriental, 2013). Además, más de cuarenta cuentos han sido reunidos por primera vez en Un mundo de cuentos (Planeta, 2013. Coordino además un taller de escritura literaria en la Asociación Cristiana Juvenil de Montevideo y un programa de entrevistas culturales en TV Ciudad de Montevideo.

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URUGUAY PAÍS

Fragmento de Alivio de luto Y entonces hablaron ellos y fue el luto y la penumbra. Mucho después, cuando callaron, llegó la luna de febrero y el alivio I Cuando el guerrero Milo Striga iba por el quinto año de prisión por haber conspirado contra los militares del golpe, hacía ya un buen tiempo que su mujer había conocido el amor y se había marchado con un próspero vendedor de libros agropecuarios, un hombre encantador a quien había conocido caminando por los campos de cebada, en las afueras de Mosquitos. Se sabía que en apenas un fin de semana de aquellos tiempos eternos, el desconocido había logrado conquistarla hablándole largamente de la vida fascinante de las lombrices californianas, lo que habría bastado para convencerla de que en el mundo aún existen insospechados atractivos, sitios excitantes y aislados de aquella lucha extenuante contra el imperialismo, que tanta infelicidad le había costado a ella en sus años junto a Milo Striga. Luego se fueron a vivir a San Antonio, Texas. Pero antes de abandonar Mosquitos con su valija de cartón marrón y su boquita palpitante como un as de corazones, la mujer dejó a su hija Mercedita en casa de la abuela Juliana, la madre de Milo, confiando en que la anciana haría de la pequeña una mujer libre, una leona capaz de agacharse por sí sola para protegerse de los golpes ineludibles, tal como hubiera deseado su padre de haber estado a su lado para decírselo. Si bien comprendió su intención, la abuela Juliana se negó terminantemente a participar de la idea de que la pequeña Mercedita fuera, al fin de cuentas, una más de las consecuencias trágicas de la sucesión de hechos vinculados con la vergonzosa historia del país y aun, si se hilaba más fino, con los desmanes de un imperio moribundo.

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Inés Fernández (Buenos Aires, 1947) Nací un año tan remoto a estas alturas, que me amedrenta un poco, aunque no tanto como para ocultarlo. Estudié un año de derecho, uno de medicina, intenté ser bailarina contemporánea y hasta artesana. Pero nada de esto terminó de funcionar. De manera que me alineé en la tradición literaria familiar e hice la carrera de Letras, lo que me permitió ordenar la anarquía de mis lecturas que iban de Corín Tellado a Dostoievski. Para bien y para mal, pertenezco a una familia de escritores bastante famosos. De manera que con semejantes modelos, la idea de escribir me resultaba inabordable. Por eso empecé tarde, alrededor de los 35 años. Tuve tres hijos y viví en Europa durante dos largos períodos signados por las desgracias del país. Fui escribiendo cuentos en los huecos de todos esos movimientos. Tal vez por su brevedad me resultaba más fácil incluirlos en mi vida. Después me animé a escribir una novela: La última vez que maté a mi madre. Le siguió La profesora de español Y ahora, con El Cielo no existe –que es la tercera- creo que voy aprendiendo a hacerlo. Aunque me siento, sobre todo, cuentista.

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Fragmento de La última vez que maté a mi madre Hace ocho meses que no le pagan un sueldo completo y ella está dejando de ser joven. Sin embargo, aquel día jueves al mediodía, a tres cuadras de la clínica donde operan a su madre, Lina se siente tan indefensa como una chica de diez años, envuelta en el sereno horror de saber, todo el tiempo, lo que lleva en la cartera. Aquella bolsita. Una bolsita de tela blanca, ajustada con un cordón de seda, donde la madre ha depositado sus dientes postizos para que ella, su única hija viva, los custodie. De manera que más que preguntarse cómo va a sobrevivir en los próximos años, qué tipo de vida quiere, qué esperanzas y qué rencores va a definir para la última etapa productiva de su vida, la única pregunta que la ocupa enteramente es qué hacer con los dientes si entra al hospital y le dicen que su madre ha muerto. Lo mejor sería abandonarlos allí mismo. Lina mira con pena el árbol junto al que se ha estacionado, comprueba que tiene el mismo aspecto enfermizo de todos los árboles de Buenos Aires, rematado por una lata herrumbrada que parece florecer de una de sus ramas más altas. Vaya a saber cuándo ha empezado aquello, pero resulta evidente que día a día van perdiendo su condición vegetal, contagiados del mismo deterioro de las veredas, los colectivos, los perros, las caras y los zapatos de la gente. Todo está cubierto por una misma pátina de polvo, un polvo nacional donde se puede reconocer a veces un rastro de olor de infancia (kerosén y dulce de leche) tan fuertemente evocador que en instantes a Lina se le llenan los ojos de lágrimas. Un polvillo que supo ser tierra, y cuando digo tierra me imagino carretas hundiendo profundamente sus ruedas en el barro, y después hollín y ahora ese polvillo seco, amarillento y artificial, un polvo sin alma del que no se salva siquiera la chapa brillante de los coches importados por más que sus dueños los laven y los lustren con pasión. Los deja allí, los dientes, sobre la tierra que rodea al árbol –degradada de cemento, cuarteada y meada por los perros- y chau.

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Marcelo Ferroni (Sao Paulo, 1974) Nací en 1974, en Sao Paulo, pero a finales de 2006 me mudé a Río de Janeiro, donde me casé y tuve dos hijos. Soy editor de Alfaguara Brasil, el sello literario de la Editorial Objetiva. Con dos hijos pequeños y trabajo de tiempo completo, escribo después de las diez y media de la noche y en los fines de semana. En 2004 lancé mi primer libro, Dia dos mortos (Día de muertos), una colección de nueve cuentos. Mi primera novela, Método prático da guerrilha (Método práctico de guerrillas, 2010), es un relato ficcional de los últimos días del Che Guevara. El libro recibió el Premio Sao Paulo de Literatura, en la categoría de nuevo autor, y fue publicado en Portugal y traducido al español, al alemán y al italiano. Tras cuatro años de trabajo, lancé la segunda novela, Das paredes, meu amor, os escravos nos contemplam (Desde las paredes, amor mío, los esclavos nos contemplan, 2014), que es una especie de novela policiaca. Pienso retomar ese género, pero no tan pronto.

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©Marcelo Tabach

Actualmente trabajo en una novela sobre las relaciones en el trabajo.

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Fragmento de Método prático da guerrilha Trecho 2 En el campamento, Che celebra la primera victoria sobre el ejército y reúne a los hombres para escoger un nombre para la guerrilla: Ejército de Liberación Nacional de Bolivia (ELN). Todavía no saben nada de la ofensiva militar contra la Casa de Calamina, ya que tienen dificultades en enviar y recibir información. Contaban con dos radiotransmisores americanos de la Segunda Guerra Mundial, conectados a un generador de gasolina, pero como los escondían en hoyos húmedos, en contacto directo con la tierra, uno de ellos dejó de funcionar en enero y, en marzo, las válvulas del otro se quemaron. Loro, al que enviaron a Camiri a buscar piezas de repuesto, pensó que sólo podría encontrarlas en Santa Cruz. De modo que fue a la ciudad, se dio un baño en la estación de autobuses, se cortó el pelo y se emborrachó (no aguantaba más las privaciones de la selva). Se metió en una riña, se gastó parte del dinero para salir de la cárcel, volvió a beber y se gastó otra parte con una india que atendía la barra, a quien le pidió una mamada en el fondo del bar. Después de volver a gastarse dinero en bebida, perdió otra parte de la suma en una pelea de gallos. Así pues, regresó al campamento sin dinero y sin las válvulas, con el pelo y la barba cortados, contando una historia fantástica sobre unos policías corruptos que lo habían limpiado por el camino. Se quedó un día sin comer, castigo que a los demás les pareció blando. En cuanto a los radiotransmisores, quedaron abandonados en los hoyos.Los guerrilleros también poseían un aparato de radiotelegrafía, pero no sabían usarlo. «Nos las habríamos arreglado mejor incluso con teléfonos de cordel», escribe Pacho, uno de los guerrilleros cubanos, en su diario. Ahora dependen de una radio de ondas cortas, que Che trajo consigo para escuchar las noticias de Radio Habana, y con él sintonizan esa noche las transmisiones locales sobre el combate. Barrientos, el dictador boliviano, explica, en una entrevista colectiva, que se trata de un «acto subversivo de comunistas», y Guevara, que sigue las noticias, mira al suelo con una sonrisa irónica, satisfecho. Traducción de: Roser Vilagrassa Latinoamérica Viva 2014

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Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963)

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©Alfredo Garófano

Difícil pensar en lo que uno hace cuando no lo está haciendo más allá de que la práctica de la literatura sea un trabajo de 24 horas al día sin vacaciones, ni feriados ni fines de semana. Entonces, sólo se me ocurrieron dos cosas que ya he repetido varias veces y que, tal vez, marquen de algún modo todo lo que hago: el irrealismo lógico y la teoría del glaciar. Mi irrealismo lógico apuesta por una irrealidad privada en la que, de tanto en tanto, es bombardeada por las esquirlas de lo verdadero. La teoría del glaciar es mi respuesta a la hemingwayana y un tanto peligrosa teoría del iceberg; y es muy sencilla: de acuerdo, que haya mucho escondido bajo la línea de flotación; pero que también haya mucho arriba, sobre la superficie de las aguas. Y piénsenlo: un lector deviene en escritor que conecta con otro lector y así el ojo y el cerebro y la mano y otra vez el ojo y el cerebro y la maravilla de conseguir que todo un mundo físico y sensorial sea construido y destruido con la fuerza eléctrica de las neuronas hechas memoria. Y, en ocasiones, ese lector —contagiado para siempre— decide escribir.

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Fragmento de La parte inventada Lo primero que filman, por supuesto, es la biblioteca. Primeros planos y planos generales y acercamientos y distanciamientos en los que se alcanzan a leer títulos y no se alcanzan a leer apellidos. O viceversa. Aunque, claro, algunos títulos legibles activen automáticamente el apellido en letra más pequeña. O al revés. Acción y reacción. Alfa y Omega. Serpientes que se comen la propia cola o se estrangulan con ella. Estantes y más estantes. Y cabe preguntarse si son los estantes los que aguantan a los libros o si son los libros donde se apoyan los estantes. O ambas cosas. Libros de pie, libros al pie de la biblioteca, libros acostados, libros acostados detrás de libros de pie, libros de rodillas, libros reclinados e inclinados, como si rezaran a otros libros más arriba pero por debajo de otros libros más alto aún; a pesar de que la posición de estos y aquéllos no signifique nada y revele menos en cuanto a calidad y prestigio y afecto y admiración de quien los leyó. No hay jerarquías claras ni favoritos evidentes; no hay orden alfabético o cronológico o geográfico o genérico.Todos juntos ahora, todos mezclados, y los libros alcanzan el techo y hasta suben por las escaleras, cubriendo los escalones como si fueran una variedad policroma de kudzu; convirtiendo esas escaleras de madera en escaleras de libros que alguna vez brotaron de la madera. Libros que de la madera salen y a la madera retornan. Libros que se transitaron como escalas en un ascenso sin cima ni destino. Libros subiendo por el solo placer de seguir subiendo y continuar leyendo hasta el último peldaño, no de una biblioteca pero sí de una bioteca: de una vida hecha de libros, de una vida hecha de vidas. Sí: la biblioteca como un organismo vivo y en constante expansión y sobreviviendo a dueños y usuarios.

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Luisa Geisler (Canoas, 1987) Nací en 1991 en el sur del Brasil, en una ciudad industrial sin playas llamada Canoas. Tal vez por eso comencé a escribir, para intentar encontrar una imagen de una ciudad donde realmente quisiera vivir y con la cual me identificara.

©Andressa Andrade

En mi primer libro, una colección de relatos, Contos de mentira (Cuentos de mentira, Récord, 2011) todavía tenía ese sentido de ser turista en mi propia casa. En mi primera novela, Quiçá (Quizá, Récord, 2012), jugué con esa idea e inventé mi propia ciudad, hasta llegar a mi más reciente novela: Luzes de emergência se acenderão automaticamente (Las luces de emergencia se encenderán automáticamente, Alfaguara, 2014).

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Ese libro habla de mi ciudad y mis cosas. Fui finalista de algunos premios nacionales, gané algunos otros, fui escogida como la autora más joven para la edición de la revista Granta con los mejores escritores brasileños jóvenes. Eso me dio cierta idea de saber lo que estoy haciendo, pero no sé para dónde voy. No sé si algo de esto tiene sentido. Tal vez escribir sea mi casa.

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BRASIL PAÍS

Fragmento de Abrigo de lana, rayo de sol, olor a jazmín y vaso de vodka Las personas deberían callarse más seguido. Hay momentos en que quisiera que todo el mundo cerrara la boca. En esos momentos, me gusta desnudarme en público. Bailar, beber. Entonces las personas a mi alrededor paran. Los hombres hablan de mi cuerpo, lo elogian. Nadie más habla de mi madre, de mi padre, de la bebida, de hombres, de noviazgo, de metas, de empleo, de clínicas, de salud, de psiquiatra. Quietos. No estoy segura si realmente hice un streap-tease para los tipos del bar. Nunca estoy segura. No me interesa. Nunca sé con claridad si fue todo alucinación, si soñé o si lo hice realmente. Alucinaciones de borracha. Quizás mi vida entera sea una alucinación de borracha. A nadie le importa, las personas parecen olvidarse. Todo el mundo se olvida. Olvídate de todo lo que sabes hasta ahora. Uno va viviendo, va olvidando. Hay hechos de los que oíste hablar, cosas que leíste, noticias, lo viste en una película, lo viviste, lo imaginaste. Vas viviendo y confundes las cosas, realidad, imaginación, tropiezas con los dos, te acuestas con uno, le vomitas al otro, repites los procesos. Es así que tienes que hacer, mmm, eso creo. Sé que mi botella de whisky se transformó en una de vodka y sé que estoy vestida. Sé que vomité en el césped y la sensación es de alivio. Sé que mis brazos y piernas apenas aguantan y que me quité los tacos. Llevo los zapatos en la mano y siento el pasto frío y mojado en la planta del pie. Imagina a un tipo de unos veintipico de años. Con esa barba de tres días, pelo desmechado, sonrisa, chaqueta de cuero. Alto, jeans caros y demás. Imagina que él me está esperando en su automóvil.No sé cómo, pero sé que voy a pasar la noche con él. Tomo un trago más de vodka. El trago baja y quema garganta abajo limpiando el gusto del vómito. Que se joda, resaca de vodka es mejor que de whisky. Traducción de Julia Tomasini Latinoamérica Viva 2014

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©Carlos Ancheta

Arturo Gutiérrez Plaza (Caracas, 1962) Muchas horas de su infancia las ocupó en hablar a solas, en voz muy baja. Con el tiempo sus mayores aprendieron a respetar su casi silencio. Obligado por la timidez construyó su propio mundo, a escondidas, debajo de las camas y en los rincones oscuros de los armarios. Nunca tuvo bicicleta ni patines. Supo de una gélida ciudad, llamada Reikiavik, del ajedrez y de la Guerra Fría, todo al mismo tiempo. En aquellos parajes imaginó sus primeras historias de bienhechores y fechorías. Hubo un taller literario que fue definitivo; se llamó “Anagrama”. Tal vez allí, empezó todo verdaderamente. Luego hubo otros y con ellos los primeros libros. A los 29, Al margen de las hojas. Un premio apellidado Picón Salas, a los 33, y un libro de nombre Propósito común que se quedó por siempre a la espera de imprenta. Dos años después (1999), otro premio, también mexicano, “Sor Juana Inés de la Cruz” y un libro con título de escaso abolengo lírico: Principios de contabilidad. En el 2006, publicó un compendio de poemas viejos y recientes, nada pacianos, cuyo título, sin embargo, terminó siendo Pasado en limpio.

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VENEZUELA PAÍS

Principios de contabilidad Las Piedras De las piedras se habla con envidia, quizás, porque ellas no hablan. No fruncen el ceño y aparentan desatender lo que a su alrededor acontece. Obviamente, todo esto es mentira. No vuelan, pero enseñan a los pájaros a volar. Se detienen en los abismos, al pie de los puentes, al margen de los ríos y desde allí advierten como anónimos vigías los peligros de sostenerse en el aire. Cultivan además varias lenguas sin poseer ninguna. Su arte está en hablar por la boca de otros. El aire las recuerda cada vez que los páramos silban en el viento. Y los ríos, cuando nos adormecen con su insaciable ronquido. Si se agrupan lo hacen como gesto fraterno, pues odian la soledad. De ellas se escribe siempre para hablar de otra cosa. Su aparente mudez es tan solo una licencia que Dios les da, pues así nos interroga.

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Eduardo Halfon (Guatemala, 1971)

©Paula Morales

Soy un ingeniero que escribe ficciones. Soy un escritor que soñó o acaso aún sueña con ser músico. Pero músico obsceno, músico del acantilado, músico de bares pastosos y prohibidos y con una sola pareja de viejos manoseándose en la noche.

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Pero ese no es más que un sueño. Y mientras sueño, entonces, o quizá pese a ello, he escrito ficciones sobre artistas suicidas (Esto no es una pipa, Saturno, 2003); sobre orígenes literarios (El ángel literario, 2004); sobre boxeadores que, en las mazmorras de Auschwitz, entrenan a abuelos judíos a pelear con palabras (El boxeador polaco, 2008); sobre pianistas serbios medio perdidos en el submundo gitano de Belgrado (La pirueta, 2010); sobre niños que dejan de ser niños en la turbulenta Guatemala de los años setenta (Mañana nunca lo hablamos, 2012); sobre el mar Muerto, y muros palestinos, y bodas ortodoxas, y los disfraces que vestimos y ficciones que construimos para conseguir la salvación (Monasterio, 2014). Sueños de músico, todos.

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GUATEMALA

Fragmento de Monasterio Llevaba ya un par de horas dando vueltas en no sé qué calles y callejones de Jerusalén, repletos de gente. La caminata, o el sudor, o la nostalgia, o el simple paso del tiempo me fue calmando un poco. En un quiosco cambié dólares por shekels. Necesitaba cigarros. Tenía sed. Entré a un bazar de esquina, lóbrego y sucio, tipo abarrotería. Una israelí adolescente, de diecisiete o dieciocho años, me vendió una cajetilla de cigarros y una cerveza bien fría y le di un sorbo largo a la cerveza allí mismo, en el mostrador, de pie frente a ella. Sus facciones eran fuertes, marcadas, hermosas: ojos grandes y oscuros, cejas gruesas, pelo muy negro, nariz prominente, piel tersa y joven y de un suave tono oliváceo. Tenía algo redondo y verdoso tatuado en el hombro. De pronto colocó su mano derecha justo encima de la bombilla de una rústica lamparita del mostrador, y se puso a hacer sombras de animales en el techo. Cada vez que hacía una sombra nueva susurraba una palabra en hebreo. El nombre de cada animal, supuse. Tal vez hizo un perro, y un cisne, y un caballo, y un cocodrilo. Me terminé la cerveza en silencio, nada más mirando su pequeña mano jugar con la luz ambarina de la bombilla. Luego le agradecí en hebreo y me despedí en hebreo y ella sonrió guapa y burlona ante mi pronunciación en hebreo, mientras arriba, en el techo, la sombra de su mano me decía adiós. A veces es fácil confundir belleza con juventud.

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©Daniel Mordzinski

Ulises Juárez Polanco (Managua, Nicaragua, 1984) Mis libros de cuentos han ido naciendo circunstancialmente, sin planificación ni prisa alguna: Siempre llueve a mitad de la película (Nicaragua, 2008), por invitación a un festival de narradores jóvenes en La Habana; el segundo, Las flores olvidadas (México, 2009), por una beca de escritor en México. Luego vino Los días felices (Costa Rica, 2011), poco antes de que la FIL de Guadalajara me incluyera dentro de Los 25 Secretos Mejor Guardados de América Latina. Una recopilación similar acaba de aparecer en España, con el título de La felicidad nos dejó cicatrices. Más que un escritor, me considero un lector que escribe, disfrutando de las máscaras variadas del oficio: edito libros y revistas; coordino una iniciativa editorial, así como Centroamérica cuenta, desde donde convocamos a actividades culturales. Creo, absolutamente, que el arte y la literatura no sólo conmueven, sino además mueven al cambio social. La literatura nace de la soledad, pero su fin último es todo lo contrario.

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NICARAGUA PAÍS

Fragmento de En el viento ―Señorita Patricia, ¿cómo lo mató?― le pregunté sin aspavientos. ―Señor Duboso, no tuve nada que ver. Yo lo amaba. ―Las pruebas dicen que usted es la asesina. A mí me da igual. Pero necesito saber cómo lo hizo para encontrar el mejor camino a un fallo absolutorio. ―Le insisto, señor, no sé qué pasó. Cenamos con mis padres, regresamos, hicimos el amor y nos dormimos temprano. Cuando desperté su cuerpo ya estaba frío. ―¿Está insinuando que su novio fue asesinado por siete disparos a su rostro mientras dormía a su lado, y usted no se dio cuenta? ―Eso mismo, señor. ¿Por qué estoy siendo procesada si yo también pude haber sido una víctima? ¡Sólo Dios sabe por qué los asesinos no me mataron! ―Tiene muy buenas dotes histriónicas, señorita Patricia. La muy atroz merecía un contrato en alguna telenovela latinoamericana, hubiera convencido a cualquiera. Sin embargo, las pruebas eran fulminantes. No quedaba más que alegar la jugada sucia de todo abogado poco creativo: demencia temporal. Usar esta técnica era el equivalente de portar un rótulo al estilo: “llevo cuarenta años siendo abogado y sigo tan bruto como el primer día”, pero en este caso podría resultar. Si lograba demostrar una violencia continua contra Patricia, la demencia temporal podría ser mi tiro de suerte. Perdí mi tiempo. Como si estuviera en una de mis peores pesadillas, todos describieron a Patricia y John Court como la pareja perfecta, especialmente a Court como el enamorado soñado, “un príncipe azul que haría cualquier cosa por la felicidad de su damisela”. Me jodí.

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Ana Paula Maia (Nova Iguazu, 1977) Comencé a escribir a los 20 años, y a los 25 publiqué mi primera novela. No me tomó mucho tiempo crear un proyecto literario consistente, y allí di inicio a la trilogía A Saga dos Brutos (La saga de las bestias) que aborda a relación entre el hombre común y el que trabaja o ejecuta.

©Marcelo Correa

Era un proyecto arriesgado, pues en la literatura brasileña no ha habido algo semejante, ni en la clásica ni en la contemporánea. Emprendí un viaje a contracorriente de la producción actual, con historias pobladas por personajes peculiares que realizan actividades sencillas y bestiales.

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Tengo libros y textos publicados en diversos países e idiomas, como serbio, francés y alemán, entre otros. A guerra dos bastardos (La guerra de los bastardos) es considerada una de las mejores novelas policiacas extranjeras publicadas en Alemania en 2013.

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BRASIL PAÍS

Fragmento de Carbón Animal Al final todo lo que queda son los dientes. Estos permiten identificar quién es uno. El mejor consejo para un individuo es que preserve los dientes más que la propia dignidad, pues la dignidad no va a decir quién es uno o, mejor dicho, era. Su profesión, dinero, documentos, memoria, amores no servirán de nada. Cuando el cuerpo se carboniza los dientes preservan el individuo, su verdadera historia. Los que no tienen dientes se convierten en menos que miserables. Se vuelven apenas cenizas y pedazos de carbón. Nada más. Ernesto Wesley se arriesga todo el tiempo. Se lanza contra el fuego, atraviesa el humo negro y denso, traga saliva con gusto de hollín y conoce el tipo de material de los muebles de cada ambiente por el crepitar de las llamas. Se acostumbró a los gritos de desespero, a la sangre y a la muerte. Cuando comenzó a trabajar descubrió que en esta profesión hay una especie de locura y determinación en salvar a otro. Sus actos de valentía no lo hacen juzgarse un héroe. Al final del día todavía siente sus impactos. La tentativa de preservar alguna esperanza de vida en algún lugar es lo que lo levanta todos los días para ir al trabajo. Sus fracasos son más grandes que sus éxitos. Comprendió que el fuego es traicionero: surge silencioso, se arrastra sobre toda la superficie, borra los vestigios y deja solo cenizas. Todo lo que una persona construye y todo lo que ostenta, el fuego devora de un lengüetazo. Todos están a su alcance. A Ernesto Wesley no le gusta atender casos de accidentes automovilísticos o aéreos. No le gusta el hierro retorcido ni, mucho menos, tener que serrarlo. La motosierra le provoca malestar. En cuanto separa los fierros, el temblor del cuerpo le hace perder por breves instantes la sensibilidad de los movimientos. Se siente rígido y autómata. Un error es fatal. Si alguien yerra en una profesión como esta, se vuelve maldito, un condenado. Es necesario arriesgarse todo el tiempo. Para eso le pagan. Para eso es que sirve. Fue adiestrado para salvar y, cuando falla, las miradas de decepción de los demás hacen que su honra se arrastre por el suelo. Traducción de Ramiro Arango y Mercedes Guhl Latinoamérica Viva 2014

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Guillermo Martínez (Bahía Blanca, 1972)

©Alejandra López

Padre escritor, madre profesora de letras, una gran biblioteca familiar y televisión prohibida. Previsiblemente, la literatura fue desde muy temprano parte de mi vida, la parte a la que le fui más fiel. Durante la adolescencia practiqué varios deportes: natación, tenis, ajedrez. Tuve también una temporada de militancia política y una incursión casi accidental en la matemática, que se prolongó en un doctorado y una especialización en lógica.

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En universos siempre paralelos escribí mis primeros libros a la par de la carrera académica. Mi primera novela, Acerca de Roderer, recrea el pacto fáustico en un pueblo del sur argentino, entre dos adolescentes ajedrecistas. La mujer del maestro es un triángulo amoroso entre escritores. Escribí luego Crímenes imperceptibles, una novela policial con un costado epistemológico, que fue llevada al cine por Alex de la Iglesia. A partir de esta novela, que se tradujo en todo el mundo, pude dejar la universidad para dedicarme enteramente a la literatura. Publiqué hasta ahora diez libros. Aunque escribo con una lentitud desesperante, espero terminar todavía algunos más.

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Fragmento de Una madre protectora Recuerdo perfectamente la primera vez que los vi, en el departamento de Renato y Moriana, porque fue también la primera vez que me invitaron a mí a lo más íntimo del círculo áulico. Se celebraba la aparición del segundo o tercer número de la revista literaria que dirigía en esa época la pareja dorada y éramos todos escritores o, como en mi caso, aspirantes con un par de cuentos, extras todavía sin letra, parte del auditorio juvenil y subyugado que festejaba los sarcasmos feroces de Renato, y los comentarios dejados en el aire, como explosivos de detonación demorada, en apariencia inocentes pero todavía más devastadores de Moriana. Yo había escuchado hablar antes, por supuesto, varias veces de él, de Lorenzo Roy: el pintor amigo de la adolescencia de Renato, el artista generoso que ayudaba a ilustrar la revista y había cedido para una rifa uno de sus originales, el hombre que firmaba sus obras con el bigote en forma de manubrio que se había convertido en su marca, el último mohicano del expresionismo abstracto, como lo había definido una vez Renato. Había escuchado también, cada vez que se lo mencionaba, hablar enfáticamente de su talento, tanto más obvio porque no había sido reconocido todavía más allá de ese grupo. Pero ni aun en aquel tiempo era tan ingenuo como para no darme cuenta de que “talento” en boca de Renato y Moriana era un elogio genérico y casi automático, una distinción que al conferirla se otorgaban también a sí mismos: si era amigo de ellos, naturalmente tenía que ser talentoso. Por eso, apenas llegué a la casa, al subir las escaleras, me detuve en la antesala frente al gran cuadro sobre la chimenea que Lorenzo les había regalado para su casamiento y del que tantas veces nos habían hablado. Quería ver por mí mismo, a solas, desprendido de los signos de admiración y de todo lo que había escuchado. Traté de mirar en un estado de indiferencia, de tabula rasa, para dejar que aquella vorágine de azules furiosos me hablara en silencio, que se manifestara desde la tela y me convirtiera en otro fiel.

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©Valmir Michelon

Altair Martins (Porto Alegre, 1975)

Soy del sur de Brasil, donde se come la mejor carne de res, hace frío y el viento silba en los rincones. Nací en una casa donde no había libros, y lo que me salvó de una vida desgraciada fue la literatura, que me armó de mundos que no tenían nada que ver con ese en el que yo vivía. A partir de ahí me dediqué al teatro (fui actor), a las caricaturas que publicaba en los periódicos (fui caricaturista). Terminé estudiando letras, una maestría y un doctorado. Me convertí en profesor. A los 19 años me gané el Premio Guimarães Rosa de Radio Francia Internacional en la categoría de cuento, y de nuevo a los 23. Vinieron los libros: tres de cuentos y dos novelas. Y más premios. Mi novela más conocida, A parede no escuro (La pared en la oscuridad), recibió el Premio Sao Paulo de Literatura, y fue traducida al español. Fui profesor de cuento en el curso de formación de escritores de UNISINOS. Continúo como profesor, montado en el mismo caballo que conversa conmigo. En la actualidad escribo piezas de teatro.

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Fragmento de En tanto agua El descubrimiento del diario de Diogo Cão bastaría como testimonio de que el navegante no solo venció el Índico y el Pacífico, sino también de que murió en las Azores, en 1491, donde habría dejado su último mojón de piedra. Pero el diario revela, además, que en la isla menor del archipiélago, en lo alto del Monte Gordo, hay un lago en el cráter de un volcán extinto que, sencillamente, resume el mundo. Al pie de este sería posible avistar el pasado y el futuro en el presente y conocer a todas las personas de todas las épocas, muertas, vivas o por nacer, en la misma suma universal. Cuando le pregunté al guía sobre todas esas historias, me dijo escuetamente que una isla resume el mundo, por lo que me pareció un tanto imbécil. Y cuando llegamos a la cima del Monte Gordo, tuve la certeza de que el guía sí lo era, porque me dijo con aburrimiento: “El Caldeirão do Corvo, el tal resumen”. Y ahí fue imposible no recordar el motivo que me había llevado allí: todas las personas mediocres de las cuales yo huía, sus preguntas y consideraciones insulsas. Como me sentía extranjero, y aislarme solo me parecía posible en una isla, la referencia al “Caldeirão do Corvo” en el diario me suscitaba el deseo de ver la humanidad sistémica, la pasmada contemplación en su conjunto. Y ahora que el Caldeirão do Corvo se abría, revelando una serie de pequeños mundos, minúsculos, pero absolutamente visibles y que cabían todos, de una sola vez, dentro de los ojos, era posible ir de la Bogotá del siglo XIX a las Filipinas intocadas del siglo XII, probar la nieve y alternar la vista con todos los animales y plantas y paisajes distintos permaneciendo en mi insularidad. Entonces pregunté por las personas, y el guía me respondió que estaban todas allí, y señaló hacia una ciudad que emergía del sur de la América portuguesa, donde, poco a poco, Porto Alegre, su miniatura perfecta, y más nítidamente mi barrio, y en seguida mi calle, se hicieron visibles. Mi casa tenía las luces prendidas y una persona extraña leía en la sala. Pero no era mi casa. Traducción de Ramiro Arango y Mercedes Guhl Latinoamérica Viva 2014

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©Ángel Flores

Luis Negrón (Guayama, 1970) Nací el 15 de marzo de 1970 en Guayama, Puerto Rico. Creo que me hice escritor al relatarle a mi madre los libros que leía, ya que ella odiaba leer todo aquello que no fueran fotonovelas. Desde muy joven trabajé como librero, razón por la cual, pienso, publiqué tan tarde en mi vida. Estar rodeado de tantos libros me hacía preguntar: ¿Y otro libro, para qué? Durante el inicio del milenio caí en la tentación de publicar y en 2007 trabajé en Los otros cuerpos, antología de literatura queer de Puerto Rico. Pasó un tiempo y apareció Mundo cruel, libro que me advirtieron “nadie iba a leer” por ser “demasiado puertorriqueño” o “demasiado gay”, y bueno, la verdad que no le ha ido mal. El humor, que abunda en el libro, parece que abre puertas.

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PUERTO RICO PAÍS

Fragmento de Botella Le dije a Caneca que dejara abierta la puerta del frente pa no tener que gritarle desde afuera a esa hora cuando llegara yo, tarde en la noche, borracho para poder bregar con el viejo, que paga bien pero apesta a ron por más que se bañe. Como siempre, se le olvidó y no me quedó otra que gritarle, Paco, Paco, que es su nombre, pero yo le digo Caneca, aunque él no sabe na. Le grito Paco, Paco y me oye y entro y me da comida y una línea y me lo mama y le pido que hoy quiero que me la saque con la boca, que él me la saca como nadie, para no tener que darle, pues la verdad que no podía clavármelo esa noche pero tampoco me venía y entonces me dijo que me lo clavara y me lo clavé y le dije que me venía pero no era así y grité y le dije que él era mío y el viejo se vino y yo me reí, porque me daba gracia que fuera tan maricón. Me fui a casa pero la puerta estaba trancada y había una nota en la puerta diciéndome que esta vez sí, que yo era un abusador y que me fuera de una vez por todas. Toqué la puerta y me abrió la mai y me dio una bolsa con mis cosas y me dijo que no podía pasar, que la nena, su hija, o sea, mi mujer, no me quería ver. Me fui con la bolsa para la casa de Caneca y lo llamé pero no me abrió. Lo llamé dos veces más y no me abrió. Chequié la puerta del frente y estaba abierta. Llamé pero del viejo, nada.

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Vanessa Núñez Handal (San Salvador, 1973) Nací en el invierno de 1973, en San Salvador. Cinco años más tarde estalló la guerra civil que duró doce años. El Salvador ha sido siempre caótico. También Guatemala, donde vivo desde hace trece años. Quizá por eso la política y la historia se han convertido en mis pasatiempos favoritos. A la literatura llegué por necesidad, luego de una larga carrera jurídica. Con ella costeé mis estudios de ciencia política y mi maestría en literatura. Desde los siete años he llevado un diario de vida y a los once escribí mi primera novela. Nunca la publiqué. Doy clases de literatura en varias universidades y escribir es mi oficio. He publicado dos novelas Los locos mueren de viejos (2009) y Dios tenía miedo (2011). Pronto aparecerá la tercera: Caos. Mis cuentos han sido publicados en antologías de México, Alemania, Suiza, Francia, El Salvador, Guatemala, España y Colombia. Algunos de estos han sido traducidos al francés y al alemán.

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EL SALVADOR PAÍS

Fragmento de Caos A temprana edad descubrí un paliativo para la soledad. Lo encontré en forma de fotos en una revista de tapas oscuras e imágenes a color. En ella aparecían mujeres desnudas y en posiciones extrañas. ¿Cómo podía una mujer agacharse de esa forma y seguir siendo hermosa?, me pregunté. Con detenimiento analicé una y otra vez las fotografías y los cuerpos que aparecían en ellas. Les contemplé los ojos pintados con colores estridentes y la boca carnosa. La mirada arrogante de párpados entrecerrados decía mucho, sólo que yo no comprendía qué. Aquella revista la había encontrado entre los manuales de derecho de la pequeña biblioteca que papá había conservado tras cerrar el despacho, el cual había representado su mejor época como abogado al servicio del gobierno. En esa habitación solía encerrarse horas, durante las cuales estaba terminantemente prohibido interrumpirle. Imaginé que papá había dejado la revista a mi alcance por descuido y yo, que siempre procuraba inspeccionar sus cosas en un afán por descubrir sus entresijos, la había encontrado y guardado bajo mi cama. Por las noches, aprovechando las eventuales salidas de mis padres, la hojeaba encerrado en el baño, después de que la sirvienta se retirara a su habitación a planchar mientras escuchaba baladas románticas en la radio. Luego permanecía despierto, sintiéndome culpable por algo que, aunque desconocía, sabía pecado. Aquel descubrimiento que, por egoísmo y precaución jamás compartí con mis hermanos, me hacía temblar y regocijarme, al tiempo que me provocaba angustia. Era consciente de tener entre las manos algo que era sagrado y al mismo tiempo profano, cuyo efecto tenía el poder de interrumpir la vida. Había en mí una angustiosa urgencia de hacer y, sin embargo, no sabía por dónde comenzar. No pasó mucho tiempo antes de que la revista, que había sido mi delicia y mi culpa, desapareciera de su escondite. Sospeché de mis hermanos y temblé. Estaba seguro de que me acusarían con papá. Pero luego de una semana nada ocurrió. Años más tarde comprendí que aquella había sido la forma en que papá había iniciado mi educación sexual. Latinoamérica Viva 2014

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Sergio Olguín (Buenos Aires, 1967)

©Alejandra López

Nací en Buenos Aires en 1967, pero viví la mitad de mi vida en Lanús, un barrio del conurbano bonaerense que inspiró mi primera novela, llamada justamente Lanús (2002). Si en esa ficción pasaba revista a mi infancia, mi segunda novela, Filo (2003), es un tributo a mis tiempos de estudiante en filosofía y letras. Después escribí las novelas juveniles El equipo de los sueños (2004, traducida al alemán, francés e italiano) y Springfield (2007).

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Con Oscura monótona sangre (2009) gané el Premio de Novela Tusquets Editores. En 2011 apareció Cómo cocinar un plato volador, galardonada con el White Ravens 2013 otorgado por la Internationale Jugendbibliothek (Múnich, Alemania). Desde hace unos años trabajo en una serie de novelas policiales protagonizada por la periodista Verónica Rosenthal: La fragilidad de los cuerpos (2012, a aparecer el año que viene en Actes Sud, Francia, y Mondadori de Italia) y Las extranjeras (2014).

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ARGENTINA

Fragmento de Oscura monótona sangre Andrada, una vez más, iba un paso adelantado a los demás. Un movimiento más de la partida de ajedrez que su mente jugaba con los hechos que se sucedían. Él sabía por qué habían matado a Arizmendi: por Daiana. ¿Se habría resistido la familia de ella? ¿Se habría arrepentido la propia Daiana y había sido ella la que armó una trampa para que mataran a Arizmendi? En todo caso, donde habían dejado el cadáver del policía debía ser el mismo lugar donde él había matado al chico. El mensaje no estaba dirigido a la policía. El próximo muerto podía ser él. De pronto se sobresaltó: Daiana, pensó, ella también puede ser una víctima. Aceleró el auto que se dirigía hacia la fábrica, como un caballo amaestrado. Bulnes derecho, y luego lo llevaría por Boedo, Sáenz, Remedios de Escalada. El auto sabía el camino y él sólo apretaba el acelerador. Tomó su teléfono celular con la mano libre. La otra hacía todas las maniobras con el volante y la caja de cambios. Iba a llamar a la fábrica. Le iba a decir a Teresa que si llegaba una adolescente preguntando por él que lo esperase. Tenía el pálpito de que la propia Daiana lo buscaría. Ella debía saber cómo llegar de la villa a la fábrica de Lanús. Fue sólo un segundo. Menos. Una milésima de segundo en la que ocurría de todo: un golpe, ruido de metales que se hundían y doblaban, bocinas de todas partes, un grito, tal vez más. Vio cómo giraba todo alrededor. Después nada. Blanco absoluto. Se despertó al instante, o eso creyó. Un murmullo creciente que se convertía en ruidos que le atravesaban la cabeza. Su auto estaba parado en medio de Boedo. Miró a su alrededor y vio la calle vacía. Se dio vuelta y encontró un auto con los vidrios rotos y la trompa hundida. Alguien se acercaba a su vehículo. Era un policía. Le abrió la puerta y le preguntó si estaba bien. Andrada, como un boxeador al borde del knock out, dijo que sí con la cabeza. Salió del auto sin necesidad de ayuda. Miró el vehículo: del lado del acompañante estaba hundido. El otro auto le había dado un buen golpe. Latinoamérica Viva 2014

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José Luiz Passos (Penambuco, 1971)

©Fernanda Fiamoncini

La quiebra de un pacto entre el campo y la ciudad es aspecto fundamental de las letras brasileñas. Ese es el horizonte literario en el cual existo. El sujeto rural, la vida en la provincia, el viaje al campo me sirven para destacar en las novelas que he escrito hasta ahora Nuestro grano más fino, 2009 y El amante sonámbulo, (2012) cuestiones afectivas y políticas cruciales en la organización de la vida brasileña. La vieja y fallida industria súper moderna (la textil o la azucarera y de alcohol) produce también una fuente de mitos sobre la edad de oro, sobre el fausto, sobre la caída, sobre la degradación del carácter y de los afectos en el tiempo presente.

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Busqué retratar aspectos contradictorios de la vida íntima en ese mundo. Esa es también en cierta manera mi propia trayectoria. Nací en un ingenio azucarero en 1971. Vivo en California desde 1995. Mis personajes transitan entre el interior del estado de Pernambuco y su capital, Recife. En ambos casos quise que el énfasis de las novelas recayese en un intento de recuperación del pasado, por el reencantamiento de pasiones y traumas latentes que juzgamos superados o invisibles. El tema es ya conocido. Las voces son otras. Espero que el resultado sea interesante, y novedoso.

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BRASIL PAÍS

Fragmento de Historia natural de la visita Apretando los ojitos en una mueca, la niña había prácticamente resumido la situación de él, las circunstancias y el conflicto en el que Zach se fue a meter, acostado, la gente de la casa entrando y saliendo del cuarto, queriendo todos saber si ya era la hora, si él sentía que el momento llegaba e iría a precisar la vasija de nogal pasada de mano en mano, con celeridad, para que al final Zachary fuera a montarse en el reborde de aquella bacinica. “En el perico del niño”, como dice el pastor, su papá. Y él, el niño, acomodaría el blanco trasero en la cuenca de ese utensilio asqueroso, de tantas pasadas. Y él, con los brazos cruzados delante de todo el mundo, apretando la cara y el vientre, la cabeza asomada por entre las rodillas, meciéndose con los ojos cerrados, como si el recipiente, atado al suelo por raíces profundas y paladas de abono fresco, no pudiera jamás volcarse al pie de la cama en que el pastor dormía. La pequeña Annabel admira al hermano en esa lucha. Mira a Záchary de frente, recostada al fondo de la sala, sin esconder la cara. En los días de la panza mala, el niño es la ocupación de la casa. Irrita al pastor, quien achaca la razón a frutas hinchadas, al hueso de las frutas, al disgusto que el niño tiene por la cata. “Pero un hombre son sus esfuerzos”, dice el pastor. Por eso, el dosificador se mantiene en la mesita de la sala, en una jarra azul con un platito por tapa. El pastor prepara la mezcla con cáscara de lima y raíz amarga, hasta sacar de ella una miel café, que les recuerda a los pequeños el barro formado en el curso sinuoso de sus propios cuerpecitos, “Pues la causa es el efecto y el efecto es la causa; comienzo y fin se enredan en una madeja sin puntas”, repite él, mientras pasa en jarritas de estaño, temprano en la mañana, una dosis a cada uno de ellos, los seis hijos ya formados en fila. Y Zach queda de último, para que, esperando su turno, al rigor de una expectativa prolongada, el niño se abra a las causas latentes y extienda, aún más, sus propios fines.

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Jerónimo Pimentel (Lima, 1978) Mi padre es poeta y mi madre bibliotecóloga, así que empecé a escribir así como otros aprenden a afeitarse: no por decisión personal, sino como parte de esas cosas que toca hacer en la vida. Cierta dispersión me llevó a la prensa: primero a la revista Caretas; luego, al diario El Comercio.

©Deborah Valença

En 2003 publiqué mi primer poemario, Marineros y Boxeadores, bajo el influjo de Melville, Stevenson y Conrad; al que siguió, cuatro años después, Frágiles trofeos. De la prensa pasé a la publicidad y de la publicidad a la edición.

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Luego hice todo junto a la vez que publicaba un pequeño conjunto de prosas, La forma de los hombres que vendrán, a lo que siguió La muerte de un burgués. Por obsesión reconstruí el paso de Melville por Lima en 1843, licencia que publiqué como una falsa novela epistolar bajo el nombre de La ciudad más triste. Este año publiqué Al norte de los ríos del futuro. En octubre asumí la gerencia editorial de Planeta.

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PERÚ PAÍS

Fragmento de La ciudad más triste Querido Nathaniel: Lima posee un segundo cielo que en la confusión de la vigía me ha parecido un paladar mamífero enorme, como si la joven capital peruana hubiese sido tragada por un leviatán. Aún antes de entrar a las aguas poco profundas de la bahía de Lima los vientos, rebotados al mar por la pared andina, vuelven cargados por las pestilencias de la ciudad, se diría, un tufo cetáceo. La maloliencia invita a recordar Nueva York pero no debo ensañarme con la jeune Amérique: es la fetidez la que hermana a los puertos del mundo. Ya en tierra el resultado ha sido deprimente. El Callao es un villorrio que se expande como un líquido derramado sobre el desierto: absorbido por la arena, crece lento, pero al unísono, bajo el aliento de un ánimo bíblico a veces vivo, otras, inexistente. Pero si te fijas con atención, si cada día detienes la mirada por algunas horas sobre el mismo trozo de paisaje —tal es mi caso, debido al eterno malhumor del capitán Pease—, podrás ver cómo la miseria le gana un poco de arena a la desolación, y cómo donde antes habían dos esteras hoy hay tres, formando un marco con el suelo que si Dios quiere algún díallegará a ser refugio, mas nunca casa. Entiendo, al escribir, que esta metáfora revele más aburrimiento que elocuencia. La dignidad de este puerto solo es salvada por un recordatorio de cierto esplendor colonial ido: una fortaleza española que no he visto en Valparaíso, ni en Santa, ni en Payta. Le llaman Real Felipe, en honor al monarca español. Viéndola, cuesta dejar de imaginar las batallas que el Perú deberá librar con corsarios e imperios hasta que triunfe o desaparezca. Si se me pidiera adelantar el resultado de esas conflagraciones futuras respondería con una pregunta: ¿Qué tiene más posibilidades de prevalecer, el mal del mundo conjurado o las ilusiones plúmbeas de esta nueva nación india?

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Claudia Piñeiro (Buenos Aires, 1960) Nací en Burzaco, una pequeña ciudad en los alrededores de Buenos Aires, de la que hablo en varias de mis novelas. No sólo porque allí nací, sino porque es el lugar donde viven mis amigos, mi familia, y donde se originan mis historias más genuinas. Escribo desde que sé escribir. La lectura compulsiva y apasionada llegó como una necesidad para poder escribir mejor. Publicar es algo muy distinto a escribir. Y la primera vez fue en 2000. Edebé de España editó mi libro para niños: Serafín, el escritor y la bruja (Edebe). Luego llegaron Tuya (que fue finalista del Premio Planeta Argentina), Las viudas de los jueves (Premio Clarín Alfaguara), Elena sabe (Liberature Prize, Alemania), Las grietas de Jara (Premio Sor Juana en Guadalajara), Betibú (llevada al cine en 2013) y Un comunista en calzoncillos (la que más habla de Burzaco y de mí). Escribo novelas, cuentos, guiones, obras de teatro. Tengo una fluida comunicación con mis lectores en Facebook y Twitter. Soy jurado de varios concursos. Escribo notas periodísticas. Y tengo tres hijos. Es un problema que el día tenga sólo 24 horas.

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ARGENTINA PAÍS

Fragmento de Primavera En el patio de la casa de mis abuelos, cada primavera, se cardaba la lana de los colchones. Lo hacíamos mi abuela y yo. Había quienes llamaban a un colchonero que traía su máquina de cardar y en pocas horas resolvía el asunto. Pero mi abuela no se permitía pagar por nada que pudiera hacer ella misma. Era una ceremonia femenina, cosa de mujeres. Sin embargo mi madre no participaba, siempre tenía otras cosas que hacer. Con mi abuela elegíamos un día de sol, a primera hora de la mañana, sacábamos los colchones al patio, mi abuela descosía los lados, arrancaba los botones que apretaban el colchón y, entre las dos, lo vaciábamos. Ella lavaba la tela y la tendía al sol. Cuando volvía le daba golpes a la lana con una vara de mimbre, revolvía un poco y pegaba otra vez. Si se cansaba me pasaba la vara a mí. En el momento en que los golpes ya no lograban desarmar más la lana, nos arrodillábamos y con las manos abríamos los vellones más rebeldes. La lana apilada se hacía esponjosa, se suavizaba, pero además perdía ese color gris con el que la había teñido el polvo acumulado durante un año. Cuando la tela gruesa de florones azules estaba seca, mi abuela llenaba otra vez el colchón con la lana renovada. Yo le alcanzaba los vellones y ella los empujaba hasta el fondo. Por fin, con sus manos manchadas de pecas, mi abuela cosía otra vez los costados de la tela. Usaba una aguja gruesa y curva. Y después, con otra aguja, pegaba los botones, atravesando todo el ancho y cosiendo el botón opuesto en el mismo momento. Cuando el colchón volvía a ser el que era, lo llevábamos a su cama. Entonces ella me daba la orden con la mirada y yo me zambullía sobre él. Mi abuela esperaba a que me moviera un rato encima hasta que por fin levantara el pulgar en señal de que aprobaba el trabajo realizado. Ésa era nuestra prueba de calidad. En mi casa, la de al lado, esa en la que yo vivía con mis padres y mi hermano, no había colchones de lana. Alguna vez me quejé con mi madre porque el mío era de gomaespuma. Su respuesta fue: “No le vas a poner colchón de lana a chicos que se hacen pis en la cama”.

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Nicolás Poblete (Santiago, 1971) Desde muy chico fui “víctima” de los libros. Digo “víctima”, pues el entorno en el que crecí estuvo siempre rodeado de libros, y mis padres, ambos académicos, me obligaban a leer durante los veranos. Tardé un tiempo en comprender que se trataba de un lujo en un país como el mío, y de apreciar lo que realmente sería la fascinación de la lectura/ escritura, procesos creativos que considero equivalentes.

©Julia Toro

Este lujo fue un refugio durante los largos años de dictadura, en los que la cultura y la lectura eran miradas con suspicacia. Ahora que miro hacia atrás, no me parece sorprendente que mi primera publicación surgiera de la terrible frase de Augusto Pinochet, quien en una entrevista en la que se le preguntaba sobre tumbas en las que había dos o más cuerpos enterrados, contestara: “¡Mire qué economía!”. Se trata de mi nouvelle Dos cuerpos, que marcó mi inicio como narrador.

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CHILE PAÍS

Fragmento de Si ellos vieran Pelícanos acercándose peligrosamente a su cabeza; un pelícano cruzando como un planeador, yéndose a pique a través de la bruma marina. Otro pelícano riéndose, volando más rápido, con el buche vacío. Lo que entonces ocurrió… quién habrá de preocuparse, de sacudirse frente a esta historia. Frente a las lechuzas con binoculares. Hay una reiteración, una repetición. Semejante a un espectro, luz fragmentada en mil fondos oscuros. Fotos en blanco y negro vistas cien, mil veces; una y otra vez la foto que puede descoserte los miembros, sorprenderte en la calle y obligarte a caer dentro de ti mismo, dislocarte un tobillo, hacerte tragar una espina de pescado. Ésa es su complacencia, despojarte de identidad por un par de segundos, devorar tu personalidad con la avidez depredadora de una piraña. De dónde sale la voz, el gemido que llega y se va, que es inabordable, se esfuma, es inaccesible como el núcleo de un puercoespín; el lamento que se manifiesta por voluntad propia. Hay obstinación, testarudez, tal como las pequeñas tortugas ya extintas en Valparaíso. Se dirigen hacia la costa para desovar, haciéndose paso entre enemigos despiadados, hambrientos e insaciables. Instinto vital. Así son estas voces, respiraciones que mascullan, reclaman y reclaman: dejan los dedos entumecidos, ojos abiertos de insomnio; el aliento tenue que se debe comprobar con un vaso: ver el cristal empañado. Hace tanto, una y otra vez, la porfía justificada ancestralmente. Hacia el agua, buscando un cuerpo, en esa dirección: agua. Océano Pacífico, kilómetros de distancia y ninguna esperanza de nadar hacia la costa. Hundirse en la salmuera, imposible bucear, en ese sopor. Cuerpos ahogados, cegados, compartiendo el mar gélido con cientos de especies. Hay otros mamíferos, delfines que pueden ver a través del sonido, como rayos X. Agua fría, negra, en la que no se puede distinguir una silueta de otra. Intentando nadar, el mayor esfuerzo respirar y mover los miembros, ya descosidos por el líquido abstruso, por el frío que instaló la foto artera. Latinoamérica Viva 2014

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Giovanna Rivero (Santacruz, 1971)

Siempre digo que cuando tenga más tiempo y plata haré un curso serio de astrología. Intuyo, sé que hay una narrativa en esa fascinante oscuridad y que se manifiesta en nuestras vidas bajo distintos géneros: tragedia, drama, comedia de enredos, delirio en tres actos. Bueno, el delirio no es un género, pero debería. Cuando haga el curso quizá comprenda con una claridad distinta qué significa haber nacido en 1972, en un pequeño pueblo de Bolivia. Mientras tanto, escribo. Quizá no llegue a hacer el curso. De modo que escribo. Es que escribir me sirve para anudar todas esas hebras sueltas que las lecturas, la memoria o el encuentro profundo o fortuito con los demás han dejado en el pantano del inconsciente. Supongo que escribo desde ese lugar. Esto debe explicar la inquietante desconfianza que le profeso a mis ideas inmediatas. Todo el tiempo estoy preguntándome cómo se formaron, de qué recuerdo vienen, de qué semilla. Con frecuencia la escritura me regala una respuesta.

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BOLIVIA PAÍS

Fragmento de 98 segundos sin sombra Antes de salir de casa le pedí a la niñera que cuidara mucho a mi hermanito y que no dejara entrar a ninguna mujer ni aunque le pareciera la madrina de Cenicienta. Clara Luz no estaba para nadie. Me hice un nudo gitano con la mantilla y me monté en la bicicleta con rumbo a la casa del naranjal. La sensación de que hacía algo prohibido no era tan honda como la felicidad. Creo que solo cuando vi por primera vez a mi hermanito había sentido esa falta de aire que no asfixia, sino que pide más, hambre de aire, hambre de oxígeno para un corazón desaforado. Pasé por la canchita en diagonal al boliche del español, donde algunos chicos de la escuela Don Bosco de Muyurina jugaban fútbol. “¡Morticia!”, me gritaron. Lanzaron la pelota en mi dirección, pero la esquivé rápido y pasó por sobre mi hombro como una bala cobarde. Ni siquiera me mosqueé en mostrarles el dedo mayor para que se lo metieran donde sabemos, toda yo iba muy por delante de la bicicleta. Eran mis piernas las que pedaleaban con una fuerza que nadie asociaría con mis canillas huesudas, pero la vista se adelantaba a lo físico, soñaba, proyectaba alucinaciones con la técnica de las filminas: Luz sobre una pared y luego una imagen. Así mismo. Llegué por fin a la casa y apoyé la bici contra la Ford desvencijada. Toqué tres veces. Dos segundos y milésimas. Nunca habíamos acordado que yo tocaría tres veces a modo de un código secreto, pero lo hice. El impulso que tenía de ponerlo todo dentro de un código secreto era muy grande. En realidad, siempre tuve cosas privadas a las que ni siquiera Clara Luz tenía acceso, y no me refiero al diario. Cráteres, ojos de agua, lagos pantanosos en los que hundo mis deseos más… atroces. Era increíble el modo en que había podido sobrevivir sin que papá entrara a los espacios escondidos de mi alma con su tristeza violenta, su voz de Lázaro y sus ronquidos de cloaca. La puerta se abrió. Sentí náuseas.

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©Bel Pedrosa

Sérgio Rodrigues (Minas Gerais, 1980) Nació en 1962 en Minas Gerais y vive en Rio de Janeiro desde 1980. Escritor de ficción, crítico literario y periodista, es autor de ocho libros entre novelas, cuentos y ensayo. El regate (Anagrama), su novela más reciente, es el primero de sus títulos que se publica en español, con traducción del escritor mexicano Juan Pablo Villalobos. También está siendo traducida al francés y al danés. Su novela previa, Elza, a garota (Elza, la chica), una ficción histórica sobre la política brasileña en los años 1930, acaba de salir en los Estados Unidos bajo el sello Amazon Crossing (Elza: the girl). Publicó una novela policíaca, Jules Rimet, meu amor (Jules Rimet, mi amor) como folletín en 24 capítulos en el diario francés Le Monde durante la Copa Mundo 2014. Creó y mantiene desde 2006 el blog Todoprosa (todoprosa.com.br), toda una referencia en la web literaria brasileña. En 2011, ganó el Premio Cultura, del Estado de Rio de Janeiro, por todo el conjunto de su obra.

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BRASIL PAÍS

Fragmento de El regate Congelada, la imagen del viejo videotape se distorsiona. Parece que el negro de la camiseta amarilla y el blanco que viste todo de negro van a colisionar, quizá a fundirse, haces luminosos que intentan olvidar que un día fueron carne. Mira a Mazurkiewicz, dice el viejo. No se necesita ser telépata para saber que espera que Pelé busque el gol desde allí, es lo que harían la mayoría de los delanteros, porque en ese caso tendría una oportunidad de impedirlo. Sólo puede rezar para que el brasileño no haga lo que un jugador de su envergadura probablemente preferirá hacer, es decir, cortar al portero por la izquierda, cosa fácil al paso que viene, un movimiento que desembocaría en una de dos posibilidades: o el portero agarra las piernas de Pelé cometiendo falta o Pelé concluye de zurda a la portería vacía, o casi, defendida únicamente por el zaguero que, sin demora, entrará en cuadro, apresurado como si estuviera a punto de perder el último tren, y que acabará a volteretas por el suelo. El nombre de ese infeliz era Ancheta. Sólo para que conste. Murilo te mira con una media sonrisa. Sus ojos reflejan las llamas de la chimenea y tienen un fulgor frío que no recuerdas haber visto nunca, una mirada que parece ya casi póstuma, brasas minúsculas dentro del hielo. Ahora déjame preguntarte, Neto, ¿por qué Pelé no hizo eso? Era lo correcto, ¿no? Por supuesto que lo era, piedritas fosforescentes en el césped, un camino que él ya había trillado un trillón de veces igualito, zumbando desde la media derecha hacia el centro del área atrás de una pelota metida por Coutinho o por Zito, o por Didi en la selección. Pero de repente estamos en 1970, el pase es de Tostão y, aquí está la clave, Pelé ya es Pelé. Está harto de saber que es un mito, un semidiós, ¿qué puede perder si intenta ser un dios completo? Por eso no hace lo correcto, hace lo sublime. Cambia el camino trillado del gol, del gol seguro que había hecho tantas veces, por el incierto que, como veremos, jamás haría.

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Hernán Ronsino (Chivilcoy, 1975) Nací en julio de 1975 en Chivilcoy, una pequeña ciudad en la pampa argentina. Viví ahí hasta que terminé la secundaria y después me fui a Buenos Aires a estudiar sociología. Crecí entre los restos de una geografía que mostraba fábricas y silos abandonados y el firme silencio impuesto por la dictadura militar.

©Lara Ronsino

Entre tanta descomposición social se filtraba, como una forma de esperanza, la narración oral de mi familia, que fue mi primer contacto con la literatura. Casi todo lo que escribo está conectado con ese espacio rural y pueblerino.

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Escribir sobre esa geografía pampeana está en línea, entonces, con mi experiencia y con la necesidad de recuperar ciertas formas de la memoria a través de la figura del narrador, como lo planteaba Benjamín. Publiqué tres novelas, La descomposición, Glaxo y Lumbre, publicadas por Eterna Cadencia, Argentina. Han sido traducidas al francés, italiano y alemán.

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ARGENTINA

Fragmento de Lumbre Luisiana es gorda. Y mira como las palomas. Las palomas miran apretadas. Fijas en un punto. Pero también lo hacen con la falsa percepción de totalidad. Las palomas miran como los aviones. Como los pilotos de un avión. Luisiana es gorda y no entraría en los asientos de un avión que deja chorros de humo blanco por el aire de un campo en Bulgaria. Luisiana cose vestidos con flores estampadas que usan las mujeres, en general, en el barrio obrero, en las afueras de Belgrado. Entre edificios derruidos. Y camiones viejos que entran y salen con botellas de cervezas. Luisiana toma cerveza y cose y escucha la radio. Escucha jazz. La música de New Orleans. Le trae recuerdos de su padre que vivió unos años en New Orleans y siempre contaba historias de negros, de puertos. De partidas. El padre de Luisiana recibía cartas de New Orleans. Ella lo supo de grande. Supo esa historia de amor frustada entre su padre y una negra. Y cuando Luisiana se enteró de la historia – después de la muerte de la madre – comenzó a pensar cómo hubiera sido su vida si ella fuera negra. Esas cosas piensa Luisiana mientras remienda la ropa, las flores desgastadas de las mujeres que trabajan de sol a sol en los suburbios de Belgrado. De fondo la música y por la ventana la luz de la tarde y el cielo gris, plomizo, por el humo de las chimeneas. Un aire que se coagula en los bordes de Belgrado. Entonces los perros. Cuando cae el sol. Y la grisura que se pone negra. Y los perros que se mueven lentos en la sombra. Las patas embarradas. Porque vienen de la zona de Alginbau. Y no es una buena noticia que las cosas provengan de la zona de Alginbau. Oír esa palabra es como sentir una sentencia firme. Igual al rugido de una trompeta. Como las que escuchaba el padre de Luisiana en los bares de New Orleans, mientras contemplaba la belleza de Elda Cook, cantante y también gorda, con un escote que provocaba en los hombres más que excitación la conciencia de lo frágil que es la vida.

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Daniel Samper Pizano (Bogota, 1945)

Treinta y ocho libros tengo, escritos todos por mí, que a muchos hacen reír; y como sé que entretengo, pues con ellos voy y vengo sin temor a fiebre o dengue. No me tachen de blandengue por esta presentación: es que expreso mi opinión con décimas de merengue.

Llegando ya a los setenta --pero sin llegar del todo— vivo con sobrio acomodo del periodismo y la venta de mis libros, sin que sienta que la crisis me está ahorcando. Medio siglo trabajando en la prensa me quedé, pero este año ya dejé y hoy soy mi jefe y mi bando.

Tengo mujer y seis nietos y tres hijos también tuve; los eduqué y los mantuve mezclando dichas y aprietos y hoy son adultos completos. Desde aquí extiendo mi mano: soy Daniel Samper Pizano y me lanzo a la aventura: México en una llanura, Guadalajara en un llano.

©Gabriela Rodríguez

Calva rica y barba escasa con aspecto de rabino llevo traje poco fino y una sonrisa de guasa; he salido de mi casa para volver a la Feria del Libro, que es cosa seria. Soy un autor bogotano que alterna invierno y verano entre Colombia e Iberia.

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ARGENTINA PAÍS

Capítulo I de Jota, caballo y rey -- ¡Que no me abran la llave! Era la tercera vez que el Teniente General Jefe Supremo Excelentísimo Señor Presidente de la República Gustavo Rojas Pinilla protestaba por el súbito descenso de la temperatura del agua que goteaba precariamente de la ducha. Ahora asomó la cabeza enjabonada por la cortina y volvió a gritar. -- ¿No ven que me estoy congelando, carajo? Estaba desnudo en la tina y había tenido que sacarle el quite al chorrito de agua tibia, en realidad, más fría que tibia, que caía de la regadera. -- En este país es más fácil dar un golpe de Estado que arreglar una cañería – murmuró. Desde el otro lado de la cortina oyó la voz de doña Carola. -- ¿Qué son esos berridos tan espantosos, mijo? -- Los de un hombre empeloto que se muere de frío, ¿no ves? ¿Será que no es posible que en el Palacio Presidencial le respeten a uno su baño? Llevo días pidiendo que no me abran la llave, carajo. -- Voy a ver qué es lo que pasa, pero dejá de echar ajos, Gustavo. -- No, no, que vaya el capitán Velosa. Se supone que es mi ayudante. El Supremo oyó ecos y burbujas en la tubería, como si se estuviera hundiendo un trasatlántico, y al cabo de unos segundos se detuvo por completo el chorro. Atisbó la regadera y vio que había dejado de lagrimear. No salía agua fría, ni caliente, ni tibia. No salía nada. Se sorprendió un poco: era la primera vez que ocurría en los pocos meses que llevaba en el edificio. Entonces procedió a dar un tremendo golpe militar a la tubería con la escudilla metálica del jabón y de inmediato se precipitó sobre su cabeza una andanada de líquido oscuro y caliente que, en vez de limpiarlo, lo ensució y le provocó ardor en la calva.

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Laura Santullo (Montevideo, 1970) Tiene cuatro libros publicados: El otro lado, conjunto de relatos editado por la Fundación Rulfo en México, y reeditado por la editorial Banda Oriental en Uruguay; Un globo de Cantoya, cuento para niños publicado por Criatura Editora en Uruguay, y reeditado por Planeta en México (ganador del Premio Bartolomé Hidalgo como mejor libro infantil 2013, Uruguay); la novela policial Un monstruo de mil cabezas, editada por Estuario en Uruguay, y El año de los secretos, novela infantil publicada por la editorial española Edelvives. Es guionista de la película La demora y el cortometraje 30-30, que forma parte del proyecto de largometraje llamado Revolución, así como de las películas Desierto adentro y La Zona, que fueron escritas en conjunto con el director Rodrigo Plá. La Zona y La demora son adaptaciones de relatos escritos por ella misma.

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URUGUAY PAÍS

Fragmento de Un monstruo de mil cabezas Mire, yo podría decirle que tenía el arma conmigo porque iba a regalarla, que fue una casualidad o que siempre acostumbraba a llevarla por seguridad personal, pero no fue así. Estaba cansada de no recibir respuestas, o mejor dicho de recibir contestaciones que eran una burla a nuestros derechos. La tomé porque estaba dispuesta a usarla. Cuando la metí en mi bolso no pensé en disparar, mucho menos en herir a nadie, pero estaba rabiosa y quería obtener un resultado distinto a la displicencia con la que nos habían tratado. Y las armas funcionan para que te escuchen. Para ellos no existíamos, ¿entiende? Memo se estaba muriendo aunque había una clara posibilidad de extender su vida y a nadie parecía importarle. Ni en los organismos públicos ni en las oficinas de Alta Salud querían escucharnos, y la burocracia era una trampa que solo nos hacía perder el tiempo; un tiempo que no teníamos. Si lo que usted quiere saber es si hubo premeditación en mi gesto, la respuesta es que la hubo. Nunca pensé que las cosas acabarían complicándose tanto, pero la tomé porque estaba llena de rabia. La experiencia de los últimos meses me indicaba que no podría conmover a nadie con palabras, ni con peticiones justas, ni con diagnósticos médicos bien documentados. Me habían expulsado a patadas del mundo de lo razonable, de la creencia en una sociedad civilizada. Y un animal salvaje acorralado no llora, muerde.

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Andrés Felipe Solano (Bogotá, 1977)

©Camilo Rozo

Como periodista cubrí parte de la Vuelta a Colombia en bicicleta, entrevisté a un vendedor de muñecas sexuales en Tokio y trabajé medio año en una fábrica en Medellín para escribir “Seis meses con el salario mínimo”, crónica que puso patas arriba mi vida. Desde ese entonces no me he vuelto a emplear de tiempo completo. He publicado dos novelas en las que gasté un montón de días a lo largo de ocho años. Se titulan Sálvame, Joe Louis (2007) y Los hermanos Cuervo (2012). El año pasado escribí un cuento sobre un escritor y un detective que se encuentran en un ferry, y otro sobre dos pistoleros en un parque de diversiones. El primero fue publicado en la revista Granta (Japón) y el segundo en la revista McSweeney’s (EU).

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Hace un par de meses acabé Corea, notas desde la cuerda floja, una especie de diario sobre mi primer año en Seúl, ciudad en la que vivo actualmente. Ahora mismo lucho con mi tercera novela.

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COLOMBIA PAÍS

Fragmento de Los hermanos Cuervo La luz de la luna, que se colaba por los vidrios del invernadero, me permitió ver las caras de satisfacción, nunca de alegría, de los Cuervo, que miraban extasiados varias hojas circulares de un metro de diámetro y algunos tallos largos que se alcanzaban a ver sumergidos en el agua. En el centro del estanque había una planta mucho más grande que todas las otras. Nos sentamos en una esquina, sobre un plástico que los hermanos extendieron con cuidado y unos cojines inflables como los que lleva la gente al estadio. «Ahora solo tenemos que esperar», dijeron. No sé cómo soporté todo ese tiempo sin hablar. La espera incluía un voto de silencio. Gracias a Dios tenía mi walkman y varios casetes. Me puse a oír Deep Purple hasta que me dormí con la cabeza entre las piernas. Mi sueño siempre ha sido muy pesado. Julia dice que no hay poder humano que me despierte, pero esta vez abrí los ojos a tiempo para verlo todo, para observar cómo se abría la flor que nos había llevado hasta ese pedazo de trópico simulado por los hombres en mitad de los Andes. Creí que los Cuervo se estaban burlando de mí cuando me contaron la razón para colarse en el Jardín Botánico: «Queremos estar presentes durante el momento exacto de la noche en el que se abre la flor de la Victoria regia». Al entender que hablaban en serio pensé que toda la invitación era un poco rara. Ir solos, los tres, a ver una flor de noche. Esperé un par de días para darles mi respuesta hasta que en un descanso le pregunté a la profesora de Biología si sabía algo de la tal Victoria regia. Me dijo que se trataba de una planta amazónica muy exótica, que su flor se abría únicamente cuando no había sol y que olía a durazno. «En su hábitat natural se le puede ver desde las seis de la tarde, pero en ambientes artificiales solo es posible de madrugada.» Tenía que comprobar semejante cosa, así que llamé a los Cuervo esa misma tarde y les confirmé que iría con ellos.

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©Eduardo Sterzi

Verônica Stigger (Porto Alegre, 1973) Jamás pensé en ser escritora. Tenía uno que otro cuento en una gaveta, pero no creía que pudieran ser considerados literatura. Un día, ya adulta y viviendo en Sao Paulo, ciudad a la cual me mudé en 2001, le mostré mis cuentos a un amigo que era corresponsal brasileño del sitio web literario portugués Ciberkiosk. A este amigo le gustó lo que leyó y publicó los cuentos en el sitio web. Yo decía que aquellos cuentos formaban parte del libro O trágico e outras comédias (Lo trágico y otras comedias). A los editores portugueses que coordinaban el sitio web les gustaron los textos y me pidieron el libro. Por supuesto que yo no lo tenía. Pero, como no quería perder la oportunidad de publicar, y menos en Portugal, pedí un mes para “revisarlo”. Fue así que entré, casi por casualidad, en la literatura. Hoy en día tengo diez libros publicados. Entre ellos está Opisanie świata, lanzado el año pasado, y galardonado con el Premio Machado de Assis a la mejor novela brasileña del año, que concede la Fundación Biblioteca Nacional.

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BRASIL PAÍS

Fragmento de En la escalera eléctrica El hecho se dio en la escalera eléctrica de una de las tres estaciones del metro con acceso al ferrocarril. La pareja suiza de mediana edad, que pasaba por primera vez el verano en el bel paese, acababa de visitar la tumba de Shelley. Ella —de bermudas rosadas y visera anaranjada de plástico, canosa, un metro y setenta y cuatro y bastante fornida— salió primero. Él —de bermudas floridas hasta la rodilla y gorra oscura de Nike, calvo, un metro y ochenta y dos, jubilado y no tan fornido— se retrasó un poco porque había visto, en el puesto de revistas próximo a la escalera eléctrica, un calendario con fotos del antiguo dictador local en medio de todas aquellas mujeres desnudas. Distraído, especulando si el dictador estaría desnudo o vestido (y, si desnudo, quién compraría tal mercancía), no vio ni oyó el momento en que su esposa comenzó a ser tragada por la escalera eléctrica. Los empleados de aquella estación habían desmontado, hacía poco, la escalera para su mantenimiento y vuelto a montarla, pero no habían atornillado bien uno de los escalones. Cuando la suiza fornida pisó en la escalera, el peldaño cedió y sus piernas se hundieron. Su cuerpo fue paulatinamente mascado por los engranajes. El marido no supo siquiera informar si fue el irritante ruido de los huesos al ser quebrados o los gritos aterrorizados de los peatones lo que lo despertó de su ensimismamiento. Cuando se dio cuenta de que perdía a la mujer, restaba de ella, completo, solo un brazo —y la mano correspondiente que, con los dedos abiertos, temblequeaba en el aire. Ante la duda de si aquello era una última seña, un pedido de auxilio o un espasmo de dolor, el marido, optimista, le respondió las señas.

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Leonardo Valencia (Guayaquil, 1969) Mi nombre lo eligió mi madre. No debía cambiar al traducirse al italiano, su idioma, ni al español de mi padre. Así, mi nombre refleja mi vida. Es un puente. He vivido en Guayaquil, Quito, Lima, Roma y Barcelona. También refleja mi diálogo entre artes y géneros. He trabajado con el artista mexicano Eugenio Tisselli en la versión web de mi novela El libro flotante de Caytran Dölphin, y con el artista alemán Peter Mussfeldt en mi novela Kazbek y el ensayo Un viaje al círculo de fuego.

©Nella Scala

Me interesa el cuento por lo que tiene de novela, la novela por lo que tiene de ensayo, y el ensayo por su fuerza narrativa. Nunca he estado en México. Pero su literatura es uno de los extremos de mi educación sentimental. Mis primeros artículos fueron publicados en México por mi único corresponsal mexicano en los últimos veinte años: Christopher Domínguez.

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No creo en Dios ni en Carlos Fuentes, pero alguna vez creí en Vasconcelos, en Reyes, en Artaud, en Rulfo, en Paz, en Malcolm Lowry. Algo quedó, pero no sé dónde.

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ECUADOR PAÍS

Fragmento de El libro flotante de Caytran Dölphin Nadie lanza nunca un libro al agua. Se lo echa al fuego, se lo aprisiona en una caja, se lo entierra de pie en una biblioteca. Pero nadie lanza jamás un libro al agua. Nadie. Nunca. Jamás. Ella mira desde la orilla del lago. Mira y parece decir: nadie lanza nunca un libro al agua. Sólo que ella, la niña que juega en la orilla del lago con un cubo de plástico rojo, no ha pronunciado ni una palabra. Alarga su brazo, señala hacia el libro flotante, agita la mano y frunce las cejas como si le doliera, avisándome para que lo rescate. El libro sigue allí, flotando. No contaba con la niña en la orilla. Me quito los zapatos, subo las bastas de mi pantalón y entro en las aguas como quien entra tanteando el borde engañoso de un sueño. Rescataré el libro. Precisamente yo, que lo he lanzado. La niña ha levantado cuatro torres de arena. Torres imperfectas y torcidas. Al señalarme el libro flotante, una de las torres se acaba de derrumbar. Ella baja la mirada, coge el cubo rojo y lo rellena. Compacta la arena, vuelca el cubo, lo golpea por arriba, lo levanta: revela una áspera y compacta torre de arena gris. La niña, resignada al resultado de su trabajo, murmura insatisfecha. Sólo entonces retoma lo que tenía pendiente conmigo. Me mira, extrañándose de que yo, aunque haya entrado al lago, no haga mi parte del trabajo. Vuelve a señalar hacia el libro. Nunca me he bañado en las aguas del lago Albano. Lo he visto siempre de lejos, desde lo alto de la carretera que viene de Roma, de paso entre Frascati, Ariccia, Castelgandolfo y el resto de pueblos adosados a la zona de los Castelli Romani. Siempre he desconfiado de sus aguas calmas.

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Mike Wilson (San Luis Misuri, 1974) Escribo desde chico, en ese entonces no sabía bien por qué lo hacía, y la verdad es que creo que aún no lo tengo muy claro. De hecho, nunca me he cuestionado mucho por qué escribo, ni qué significa ser escritor. Creo que quizá la pregunta en sí nunca me ha interesado demasiado o me ha parecido innecesaria. Sólo sé que cumple con alguna necesidad elemental en mí que aparece de vez en cuando, así como la sed o el sueño. Le hago caso a ese impulso cuando surge.

©Carla McKay

Hay algo único e irreproducible cuando uno está solo escribiendo, sin la necesidad de un lector, y cuando en cierto momento uno logra desconocerse en un texto que acaba de escribir. Quizá hay algo ahí.

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CHILE PAÍS

Fragmento de Leñador Combatí en una guerra, hace décadas en un archipiélago, y combatí en el cuadrilátero, hace años en las noches de la ciudad. Fracasé en las islas y en el ring. Me fui del país, buscando alejarme de todo, de la oscuridad, del pasado, de la claustrofobia, necesitaba respirar. Veía cosas que me hacían mal, escuchaba voces, me estaba perdiendo, extraviando en mi cabeza. Huí hasta llegar a los bosques de Yukón. Me recibieron en un campamento de leñadores. Hombres grandes, barbudos, cuya lengua tosca gravitaba entre el inglés y el francés. Usaban herramientas tradicionales para talar pinos. Eran hombres rudos. Los leñadores me otorgaron un hacha, filo de acero. El cabo era de olmo liso, la madera oscurecida por años de uso. Pesaba más de lo que aparentaba. Aprendí cosas. Después de derribar un árbol, ellos se inclinan sobre el tocón y leen los aros concéntricos. Es la literatura del leñador. Leen los siglos, leen el pasado, el clima, el fuego, la sequía, los diluvios, el hielo, la ceniza y la peste. Lo leen todo hasta llegar al último aro, ahí se ven inscritos, hacha en mano. Ahí leen la muerte. A veces dibujo números en la tierra. Aquí no se habla mucho de números, pero están presentes, desde la estatura de un pino, el ángulo de caída, las proporciones al seccionar un tronco, el arco que se traza al hachar, los patrones dendrocronológicos, la brevedad de la noche en el verano y la perpetuidad de ésta en el invierno, los espirales presentes en la flores silvestres, hasta el ritmo del viento. No hago matemáticas, simplemente anoto dígitos y me quedo observándolos, tratando de vincular mis trazos con lo que me rodea. Me da la sensación de que el bosque es indiferente ante mis apuntes, no precisa de validación alguna. Me preguntaron por qué escribía números en la tierra. No quise responder. Alguien una vez dijo que nos hacemos preguntas erróneas, preguntas sin respuesta. Que el problema es que la pregunta en sí está mal formulada, que si no hay respuesta es porque no existe la pregunta.

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Escritores participantes en el programa literario Latinoamérica Viva 2012 Álvarez, Sergio (Colombia) Amengual, Claudia (Uruguay) Berti, Eduardo (Argentina) Bisama, Álvaro (Chile) Blanco, Rodrigo (Venezuela) Brizuela, Leopoldo (Argentina) Cáceres, Jorge Luis (Ecuador) Carvalho, Bernardo (Brasil) Centeno, Israel (Venezuela) Chaves, José Ricardo (Costa Rica) Coehlo, Oliverio (Argentina) Collyer, Jaime (Chile) Contreras, Fernando (Costa Rica) Cueto, Alonso (Perú) Diáz Eterovic, Ramón (Chile) Fernández, Nona (Chile) González, Tomás (Colombia) Hatoum, Milton (Brasil) Jeftanovich, Andrea (Chile) Lacerda, Rodrigo (Brasil) Lisboa, Adriana (Brasil) Méndez, Juan Carlos (Venezuela) Meruane, Lina (Chile) Mosquera, Javier (Guatemala) Neyra, Ezio (Perú) Raggio, Salvador Luis (Perú) Rimsky, Cynthia (Chile) Ruffato, Luiz (Brasil) Saavedera, Carola (Brasil) Saccomanno, Guillermo (Argentina) Sánchez R., Eduardo (Venezuela) Santos Febres, Mayra (Puerto Rico) Silvestre, Edney (Brasil) Wynter, Carlos O. (Panamá) Yushimito, Carlos (Perú)

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Escritores participantes en el programa literario Latinoamérica Viva 2013 Almada, Selva (Argentina) Álvarez, Juan (Colombia) Andruetto, María Teresa (Argentina) Herra, Rafael Ángel (Costa Rica) Barquero, Guillermo (Costa Rica) Correa, Juan David (Colombia) Cortés, Carlos (Costa Rica) Díaz Oliva, Antonio (Chile) Eguez, Iván (Ecuador) Fraia, Emilio (Brasil) Freire, Marcelino (Brasil) Fuks, Julián Brasil) Gamboa, Jeremías (Perú) Garland, Inés (Argentina) Guerra, Wendy (Cuba) Hasbún, Rodrigo (Bolivia) Hidalgo, Daniel (Chile) Iparraguirre, Alexix (Perú) Lalo, Eduardo (Puerto Rico) Lisas, Ricardo (Brasil) Montero, Mayra (Puerto Rico) Nazarian, Santiago (Brasil) Olivar, Norberto José (Venezuela) Padura, Leonardo (Cuba) Pantin, Yolanda (Venezuela) Paz Soldán, Edmundo (Bolivia) Rosero, Evelio (Colombia) Salazar, Claudia (Perú) Sandoval, Carlos (Venezuela) Thays, Iván (Perú) Toro, Pablo (Chile) Torres, Miguel (Colombia) Umpi, Dani (Uruguay) Zappi, Lucrecia (Brasil)

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LATINOAMÉRICA VICA Se terminó de imprimir en noviembre de 2014 en los talleres de Coloristas y Asociados, Calzadas de los Héroes 315, León Guanajuato, México. Tiraje: 1,000 ejemplares

Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio electrónico o impreso sin previa autorización de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara

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